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La caída de Constantinopla 1453

Steven Runciman
Capítulo I

El imperio agonizante

El día de Navidad del año 1400, el rey Enrique IV de Inglaterra ofreció un banquete en su palacio
de Letham. La ocasión no sólo celebraba la fiesta sagrada: también honraba a un huésped
distinguido. Se trataba de Manuel II Palaiólogos, Emperador de los Griegos, como lo llamaban la
mayoría de occidentales, aunque algunos recordaban que él era el verdadero Emperador de los
Romanos. En su viaje había cruzado Italia y había hecho una estación en París, donde el rey Carlos
VI de Francia remodeló un ala entera del Louvre para hospedarlo. Los profesores de la Sorbona se
deleitaron con la conversación de aquel monarca que podía argumentar con la misma erudición y la
misma sutileza que ellos mismos poseían. En Inglaterra todos admiraron la dignidad de su figura y
las inmaculadas túnicas blancas que vestían él y su séquito. Pero a pesar de sus altivos títulos, sus
anfitriones sintieron lástima por él, pues había acudido como mendigo en una búsqueda desesperada
de auxilio contra el infiel que cercaba su imperio. Al abogado Adán de Usk, que trabajaba en la
corte del rey Enrique, le resultaba trágico verlo ahí. “Me llevó a meditar”, escribió Adán, “cuán
penoso era que este gran príncipe cristiano fuera empujado desde el lejano Oriente a este, el confín
del Occidente, por los sarracenos, en su búsqueda de ayuda en su lucha contra ellos…”. Y añadía:
“¡Oh Dios, qué es de ti ahora, antigua gloria de Roma!”.

Ciertamente, el antiguo Imperio Romano se había reducido notablemente. Manuel era el heredero
legítimo de Augusto y Constantino, pero muchos siglos mediaban desde los días en que los
emperadores residentes en Constantinopla tenían el mando y la lealtad del mundo romano. A ojos
occidentales, se habían convertido en los meros señores de los griegos o de Bizancio, rivales
indignos de los emperadores surgidos en Occidente. Hasta el siglo XI, Bizancio había ejercido un
poder espléndido como el campeón de la cristiandad contra la arremetida del Islam. Los bizantinos
cumplieron su deber vigorosamente con gran éxito hasta que a mediados del siglo onceavo llegó
desde Oriente un nuevo desafío de los musulmanes: la invasión de los turcos. Al mismo tiempo,
Europa Occidental desplegó su propia ofensiva, liderada por los normandos. Bizancio se vio
envuelta en una guerra de dos frentes en un momento en el que atravesaba escollos dinásticos y
constitucionales. Repelieron a los normandos a costa de perder los dominios bizantinos de Italia,
pero en el frente oriental perdieron para siempre, a manos de los turcos, las tierras que les proveían
de soldados y vituallas: el altiplano de Anatolia. Desde entonces, el Imperio quedó atrapado entre
dos fuegos. Esta posición intermedia se agravó con los movimientos que llamamos las Cruzadas.
Como cristianos, los bizantinos comprendían el espíritu de las cruzadas. Sin embargo, su larga
experiencia política les enseñó a mostrar tolerancia hacia los infieles y a aceptar su existencia. La
Guerra Santa, tal como la practicaban los occidentales, les resultaba peligrosa y muy poco realista.

A pesar de ello, esperaban beneficiarse de ellas. Pero una persona atrapado entre dos frentes sólo
puede estar segura en la medida de su fuerza. Bizancio aún representaba el papel del gran potentado
cuando, en realidad, su fuerza ya se había desgastado. La pérdida de los territorios anatolios, su gran
reservorio de reclutas, significó para el emperador una mayor dependencia en aliados y mercenarios
extranjeros: ambos grupos exigían un pago en metálico y en concesiones económicas. Estas
demandas llegaban e un momento en el que la economía imperial interna sufría la pérdida de los
campos de cereales de Anatolia. A lo largo del siglo XII, Constantinopla aún parecía una ciudad tan
rica y espléndida, la corte imperial tan magnífica y los muelles y los bazares tan repletos de
mercancías, que el Emperador aún recibía el trato de un potentado poderoso. Sin embargo, los
musulmanes no le agradecían sus intentos por refrenar el furor de los cruzados, quienes, a su vez, se
ofendían por su postura tibia frente a la Guerra Santa. Por otra parte, las diferencias religiosas entre
la cristiandad oriental y occidental, de orígenes profundos y exacerbadas por la política a lo largo
del siglo XI, se agravaron a tal punto que a finales del siglo XII las Iglesias de Roma y
Constantinopla se encontraban en un cisma.

La crisis arreció cuando un ejército cruzado, arrastrado por la ambición de sus líderes, la codicia de
sus aliados venecianos y el resentimiento que cada occidental sentía por la Iglesia Bizantina, se
lanzó contra Constantinopla, capturó y saqueó la ciudad y sobre sus ruinas estableció un Imperio
Latino. Esta Cuarta Cruzada de 1204 puso coto al antiguo Imperio Romano de Oriente como estado
supranacional. Tras medio siglo de exilio en Nicea, al noroeste del Asia Menor, las autoridades
imperiales irrumpieron de nuevo en Constantinopla y el Imperio Latino se derrumbó. Parecía que
una nueva edad de grandeza se encontraba a las puertas, pero el imperio restaurado por Miguel
Palaiólogos ya no era el foco de poder del Oriente cristiano. Aún tenía algo de su antiguo prestigio
místico. Constantinopla aún era la Nueva Roma, la sagrada capital histórica de la cristiandad
ortodoxa. Al menos para los orientales, el emperador era el emperador romano. En realidad era un
príncipe entre otros príncipes igualmente, si no es que más, poderosos que él. Al este se alzaba el
Imperio de Trebisonda, el dominio del Gran Comneno, enriquecido con las minas de plata y con la
ruta comercial que venía desde Tabriz y el Asia Lejana. En Epiro se encontraba el Despotado de los
príncipes de la Casa de Angelos, otrora rivales de los nicenos en la competencia por recuperar la
capital, pero ahora también venidos a menos. En los Balcanes estaban Bulgaria y Serbia, que, cada
una en su tiempo, dominarían la península. Había señoríos francos y colonias italianas esparcidas
por el continente griego y su archipiélago. Para expulsar a los venecianos de Constantinopla, los
bizantinos acudieron a los genoveses, que reclamaron su recompensa: la colonia genovesa de Pera,
o Gálata, en la orilla opuesta del Cuerno de Oro, había usurpado casi todo el comercio de la capital.
El peligro estaba en todas partes. En Italia existían potentados ansiosos por vengar la caída del
Imperio Latino. Los príncipes eslavos de los Balcanes codiciaban el título imperial. En Asia, los
turcos entraron en un período de calma, sin el cual Bizancio no habría sobrevivido. Sin embargo, no
tardarían en resurgir bajo el liderazgo de una dinastía de capitanes brillantes, Osman y sus sucesores
otomanos. El Imperio Bizantino restaurado, con sus arduos compromisos europeos y la constante
amenaza de Occidente, necesitaba más dinero y más hombres de los que poseía. Recortó gastos en
la frontera oriental hasta que fue muy tarde y los turcos otomanos ya habían penetrado las defensas.

Cundió el desánimo. El siglo XIV fue en Bizancio un período de desastre político. Durante algunas
décadas parecía inminente que el creciente reino serbio absorbiera al imperio entero. La revuelta de
una banda de mercenarios, la Compañía Catalana, devastó las provincias. Pleitos personales y
dinásticos al interior de la Corte, agravados por el involucramiento de bandos sociales y religiosos,
devino en una larga serie de guerras civiles. El emperador Juan V Palaiólogos, que reinó por 50
años, fue derrocado tres veces: una por su suegro, otra por su hijo y la última por su nieto, aunque al
final murió en el trono. Hubo brotes desastrosos de plagas y epidemias. La Muerte Negra de 1347,
que llegó en el punto más álgido de las guerras civiles, arrasó con un tercio de la población
imperial. Los turcos aprovecharon la crisis bizantina y balcánica para incursionar en Europa, donde
penetraron cada vez más, a tal punto que a finales de siglo, los ejércitos del sultán alcanzaron el
Danubio. Bizancio estaba rodeada por completo. Todo lo que le restaba al imperio era la ciudad de
Constantinopla y un puñado de ciudades dispersas por la costa del Mármara en Tracia y en la costa
del Mar Negro, en cuyo extremo norte se encontraban Mesembria, Tesalónica y sus suburbios, unas
islas pequeñas y el Peloponeso, donde los déspotas de Morea, cadetes de la casa imperial,
obtuvieron pequeñas victorias en la reconquista de las tierras ocupadas por los francos. Algunos
señoríos y colonias latinas sobrevivían precariamente en Grecia y sus islas. Los duques florentinos
aún regían Atenas, lo mismo que los príncipes de Verona en el archipiélago del Egeo. A excepción
de estos asentamientos, los turcos habían tomado todo.

Por un capricho de la historia, este período de declive político trajo consigo una vida cultural más
tenaz y productiva que la de cualquier otro período de la historia bizantina. En términos artísticos e
intelectuales, la era de los Palaiólogos resplandece. Los mosaicos y los frescos de la Iglesia de
Chora en Constantinopla, que datan del siglo XIV, muestran tal vigor, vitalidad y belleza que el arte
italiano del mismo período resulta, en comparación, primitivo y rústico. En otros puntos de la
capital y en Tesalónica se produjeron obras de calidad similar. Sin embargo, un arte tan espléndido
incurría en altos costos. El dinero escaseó. En 1347 se descubrió que las joyas de las tiaras
utilizadas en la coronación de Juan VI Cantacuceno y su esposa estaban hechas de vidrio. Al final
del siglo aún se realizaban obras de arte menores, pero tan solo en las provincias, en Mistra de
Peloponeso o en el monte Athos, se construían iglesias profusamente decoradas. Por su parte, la
vida intelectual, menos dependiente de financiamientos, perduró de manera brillante. A finales del
siglo XIII un gran ministro, Teodoro Metochites, un hombre de erudición y buen gusto que había
patrocinado la decoración de la iglesia de Chora, refundó la Universidad de Constantinopla. Inspiró
a la notable generación de intelectuales que le siguieron. Las principales figuras intelectuales del
siglo XIV, hombres como el historiador Nicéforo Gregoras, el teólogo Gregorio Palamas, el místico
Nicolás Cabasilas o los filósofos Demetrio Kydones y Aquindino, todos, en algún momento,
estudiaron en la Universidad y recibieron el influjo de Metochites. Todos también recibieron ayuda
y ánimos de su sucesor, el primer ministro Juan Cantacuceno, aunque muchos se alejaron de él tras
su usurpación de la corona imperial.

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