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UN
CONTESTATARIO
LEAL
PÓRTICO
El siglo diecinueve fue, sin duda, rico en acontecimientos que sacudieron la vida
política de España. Y no fue, precisamente, la paz religiosa una de sus características; al
contrario, las luchas ideológicas se caracterizaron por una dolorosa confrontación entre las
orientaciones de la Iglesia y las corrientes de un pensamiento liberal nacido de la Revolución
francesa y traducido en nuestro país por un anticlericalismo exacerbado.
A pesar de todo, el siglo XIX cuenta con grandes hombres de Iglesia. El sacerdote de
Vic, Jaime Balmes, es un claro ejemplo. Y también, aunque en otro ámbito, lo fueron San
Antonio Mª CLaret y Santa Joaquina de Vedruna, por citar solamente religiosos catalanes con
proyección apostólica más allá de nuestras fronteras.
Tal vez, como consecuencia de las luchas ideológicas de la época, surgieron en
Cataluña no pocas Instituciones y familias religiosas cuyos miembros se dedican con
preferencia a la educación cristiana de la juventud o a la ayuda material y gratuita de los pobres
y enfermos. Fue como si la sequía de un verano demasiado largo espoleara el terreno – tan
necesitado del rocío de la acción cristiana – para que resurgiera con una fecundidad
inesperada, casi se diría, milagrosa.
Justamente a mediados del siglo XIX nació, también en Cataluña, el sacerdote
tortosino Enrique de Ossó y Cervelló. Nacido en la comarca de la Ribera, conoció la vitalidad
de Barcelona – centro vital de Cataluña – y palpó allí lo que era la época en que le tocó vivir.
Sobre todo, intuyó las necesidades del momento.
Fue inmensa la tarea realizada en su vida sacerdotal. Ha sido llamado “precursor de la
Acción Católica”. Y es que la formación de la juventud – hoy llamaríamos evangelización – le
preocupó extraordinariamente. Y, más allá de su acción personal, concibió la que había de ser
su obra predilecta: fundar una Congregación religiosa esencialmente educativa. Es lo que, con
toda razón, más le interesó. Así vamos nacer la Compañía de Santa Teresa de Jesús.
Enrique de Ossó fue un gran entusiasta de la Escuela cristiana. Vio en ella el medio
más adecuado para cristianizar a la juventud. Es cierto que las realidades terrenas – por tanto
también las ciencias y las artes – gozan de autonomía, puesto que poseen unos valores que
les son propios. Pero también es verdad que, por estar comprometidas en la construcción del
mundo, no pueden ni prescindir ni apartarse de Dios según el pensamiento cristiano.
Dejando a un lado de momento todo lo que hace referencia a la enseñanza de la
Religión en el ámbito de la escuela, sería un grave error pensar que se puede concebir una
formación integral del hombre olvidando su vocación trascendente. La orientación de las
realidades profanas a la educación de la fe es de orden vital y dinámico y puede conciliarse
perfectamente con el respeto a la autonomía de esas mismas realidades.
Por eso es preciso que la escuela cristiana sea reconocida como una aportación
específica de la Iglesia al perfeccionamiento del hombre y también a la construcción de una
sociedad donde la convivencia sea pacífica y respetuosa.
Por otra parte, hay una relación casi natural entre la enseñanza religiosa y la profana.
La visión de fe se extiende a todo el hombre; porque el cristianismo no es sólo una doctrina que
es preciso aprender, sino una vida que lo inspira todo, lo asume todo, y que está llamada a
manifestarse en todas las expresiones del saber y del existir humanos.
Enrique de Ossó comprendió en su tiempo la importancia de la Escuela cristiana. Y
para hacer real esta inquietud, puso en ella todo su entusiasmo apostólico. Hoy esta
importancia sigue teniendo una actualidad innegable. Porque las razones fundamentales que la
justifican se mantienen intactas. De hecho son perennes, se encuentran en la raíz de la misma
naturaleza de las cosas.
Los miembros de la Compañía de Santa Teresa de Jesús siguen actualmente el mismo
camino trazado por su Fundador. Su tarea fundamental es la educación de la mujer. Por ella
entregan su vida con una generosidad indiscutible. Y lo hacen con un sentido cristiano y una
competencia profesional innegables, esforzándose día a día por conseguir el perfeccionamiento
pedagógico que requiere el momento actual. Corre por sus venas el espíritu del Fundador que
vivifica, sin omisiones de ningún género, la actividad de las religiosas.
El Fundador quiso dar una gran solidez a la personalidad de los miembros de la
Compañía de Santa Teresa. Los formó en una espiritualidad firme y abierta al mismo tiempo.
Buscó la fuente de esta espiritualidad en la gran doctora de Ávila. De hecho Enrique de Ossó
fue un hombre enamorado de Santa Teresa. Profundizó en su espiritualidad, la asumió, la
estimó y la comunicó a sus religiosas.
Recuerdo que, hace algún tiempo, tuve el gozo de visitar en Tortosa el convento de
monjas carmelitas descalzas de aquella ciudad. Nuestro sacerdote Enrique de Ossó había
contribuido decisivamente a su fundación. Aún más, cada día contemplaba aquel convento
como la niña de sus ojos, como si se tratara de su más preciado tesoro. Y me convencí
entonces de que la contemplación cotidiana de aquel monasterio – en donde las religiosas
siguen fidelísimas a su Madre Santa Teresa – le había animado a poseer más plenamente su
espiritualidad para comunicarla después, en la vida activa, a los miembros de la Compañía que
él había fundado.
La tarea del Beato Enrique de Ossó y Cervelló ha sido grande y fecunda para la Iglesia.
Estoy seguro de que sus hijas – que lo veneran como a su padre en Cristo – seguirán siempre
fielmente el camino que él les trazó como educadoras de la juventud femenina en la escuela
cristiana.
La obra de Enrique de Ossó es de plena actualidad. A través de la Compañía de Santa
Teresa es un árbol capaz de dar aún el ciento por uno. Y quizá hoy más que nunca.
Deseo, lector, que este libro llegue a tus manos, y te ayude a captar la riqueza de la
gran personalidad apostólica de uno de los más grandes sacerdotes catalanes del siglo
pasado.
+ NARCÍS JUBANY
Cardenal-Arzobispo
de Barcelona
27 de diciembre de 1978.
INTRODUCCIÓN
Cuando la M. Saturnina Jassá, a sus 75 años, fue llamada a declarar en el proceso de
beatificación del sacerdote Enrique de Ossó, fundador de la Compañía de Santa Teresa de
Jesús, empezó su larga exposición sobre la vida y virtudes del Padre con estas palabras:
Sé muchas cosas de la vida y virtudes del Siervo de Dios. Le profeso una especial
veneración, con toda mi alma, con todo mi corazón, porque lo considero santo y también
por agradecimiento al Instituto por él fundado. Deseo mucho, mucho, mucho, la
beatificación del Siervo de Dios y la procuro con toda mi alma para gloria de Dios en su
Siervo. La procuro con la oración, trabajando lo que puedo y haciendo que otros
trabajen para que el Siervo de Dios sea glorificado si así place a la voluntad divina.
Vengo a prestar declaración con todo gusto, con toda alegría, con toda esperanza.
Estas palabras de la mujer que más conoció y amó al Padre y a la que el Padre
seguramente más conoció y amó en este mundo, cuyo proceso de beatificación está también
en marcha, quiero que abran la biografía de este “leal contestatario” de la Iglesia del siglo XIX
en Cataluña.
Cuando murió, en 1896 pasaban ya de cien mil las jóvenes asociadas a la obra que él
fundó. Sus hijas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, de las cuales la M. Saturnina fue la
primera Superiora General, trabajaban magníficamente en treinta colegios de Europa, África y
América. El cerebro de todo aquello era un hombre nacido en la Cataluña occidental y formado
en las diócesis de Tortosa y Barcelona. A excepción del Padre Claret o del Padre Coll, no creo
que haya en todo el siglo otro hombre como él en Cataluña.
Al beato Enrique de Ossó, muy probado por la “contradicción de buenos” en los quince
últimos años de su vida, le ha llegado la hora de salir de la oscuridad en que le habíamos
metido sus hermanos. Se diría que los catalanes nos hemos dejado arrebatar a este sacerdote
de nuestra tierra, de alma más grande que el mundo – como dijo alguien de San Ignacio de
Loyola – más grande, sin duda, que Cataluña y que España, que América, de Panamá hacia
arriba y de Panamá hacia abajo. Moldeado por Teresa de Jesús, pero metido hasta la médula
en el corazón de Cataluña, bajo el manto de la Virgen de Montserrat visitada docenas y
docenas de veces, Enrique de Ossó recibió de Dios el don de echar las redes y sacarlas
repletas de almas. Quien entraba en contacto con el sacerdote de Vinebre, bien pronto
pertenecía al círculo de los amigos de Cristo. Gaudí es un ejemplo. Y, como él, tantos otros.
Ossó fue siempre el sacerdote entregado a su ministerio a tiempo pleno, se diría que
explotado y exprimido al máximo, “alter Christus”, guía, maestro, y santificador del pueblo de
Dios.
Enrique de Ossó tuvo que moverse en tiempos difíciles durante los cincuenta y cinco
años de su vida: un tiempo relativamente breve, repleto de sueños alcanzados y bendecidos
por aquel Dios del que se recibe según la medida – y más allá de la audaz medida – de lo que
se espera. En cincuenta y cinco años, desde 1840 hasta 1896 pudo haber conocido tres Papas,
pero sólo vio a dos: conoció los larguísimos pontificados de Pío IX y de León XIII, introducidos
por el más breve de Gregorio XVI que murió cuando Ossó contaba seis años. Obispos, conoció
y experimentó a más. Dejando a un lado los paréntesis dilatados y sorprendentes de los
vicarios capitulares de tantas diócesis españolas de aquella época, el primer obispo que
conoció el seminarista Ossó fue Damián Gordó Sáez, que murió la víspera de navidad de 1854.
Su inmediato sucesor, Gil Esteve, en el año 1858, gobernó seis meses y Miguel Pratmans, el
obispo siguiente, un año incompleto, en 1860. En cambio el pontificado de Benito Vilamitjana
se extendió desde 1862 hasta 1879: de manos de él recibió Ossó la ordenación sacerdotal. El
obispo Aznar, del 79 al 93, en el tiempo del doloroso calvario del Padre Ossó. Finalmente,
Pedro Rocamora hizo su entrada en Tortosa en 1894. Pero además de los obispos de su
diócesis, Enrique de Ossó trató con tres obispos de Barcelona, excelentes hombres de Dios:
Pantaleón Montserrat, sencillo y popular; el insigne Dr. José María de Urquinaona, de 1878 a
1883. Y finalmente, uno de la tierra, el obispo Jaime Catalá, buen amigo y admirador del Padre
Fundador de la Compañía de Santa Teresa de Jesús.
En el área civil de las primeras magistraturas, hubo una proliferación tal de reyes y
presidentes que resulta casi cómica: dos reinas regentes, una reina y dos reyes titulares, cuatro
presidentes de república y dos gobiernos provisionales. La primera reina regente, la viuda
María Cristina de Borbón, marchaba hacia el exilio al día siguiente de nacer Enrique de Ossó; y
la otra, María Cristina de Austria, era reina regente cuando murió. Su madre política, la reina
Isabel II también había tenido que huir a Francia; el Rey Amadeo marchó asqueado, Alfonso XII
murió muy joven y los cuatro presidentes de república pasaron por el gobierno como gatos
sobre brasas, meteoros desgraciados. La verdad es que Enrique de Ossó no tuvo mucha
suerte en el cuadro político de su tiempo.
Pero yo no pretendo escribir la historia de una época, sino la biografía de un hombre de
carne y hueso, lleno de espíritu.
Empecé a amarlo en cuanto lo conocí, incluso antes, cuando, entre aquellos libros
negros que repasaba mi madre, había uno que se llamaba “El cuarto de hora de oración”.
Nunca he sabido de dónde lo sacó ni si lo compró o se lo regaló algún alma tan piadosa como
ella. Sólo mucho después asocié yo el nombre de Enrique de Ossó, sacerdote, con el fundador
de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, cuando allá por el año 1960 di Ejercicios a una
imponente comunidad de religiosas en el noviciado de Jesús, en Tortosa. Allí pusieron en mis
manos la biografía castellana escrita por el que más tarde había de tratar como arzobispo de
Barcelona y después cardenal arzobispo de Toledo, el Dr. Don Marcelo González Martín. Aún
conservo algunas notas de la lectura de aquel libro excelente que instruye, edifica y agrada. He
de decir también que, desde entonces, no sabría pasar por Tortosa sin subir a Jesús para rezar
un rato ante el sepulcro del sacerdote que se gloriaba en vida y en muerte de ser hijo fiel de la
Iglesia. La verdad es que jamás se glorió, sino que sufrió un verdadero martirio, teniéndose que
plantar, primero ante su propio padre, ya a los catorce años, y después teniendo que decir que
no a monjas y superioras generales, a sacerdotes, obispos y arzobispos, magullado por la
contradicción de buenos, según la frase de Santa Teresa de Jesús. Enrique de Ossó tuvo que
ser contestatario, un honrado y auténtico contestatario de la Iglesia del siglo XIX, cuidadoso en
extremo de que jamás brotara de sus labios o saliera de su pluma ni una sola palabra contra la
verdad ni contra la caridad. Amó a la Iglesia y al Papa con delirio. No es preciso más que abrir
al azar la revista que dirigió mensualmente durante un cuarto de siglo para darse cuenta de
ello. Y no es que la Iglesia le mimara siempre, ciertamente; porque en la Iglesia hay santos y
pecadores, y los pecadores hieren a menudo más de lo que sería de desear. Incluso, alguna
vez, los santos, si no vigilan mucho.
Han tenido que transcurrir muchos años, como ciertamente adivinó (y me atrevería a
decir que desgraciadamente acertó) el insigne monseñor Della Chiesa, futuro Papa Benedicto
XV, gato viejo en materia canónica, pronosticando las dificultades de beatificación que tendría
un hombre tan discutido.
Pero ha sonado la hora de Dios. Roma, que jamás tiene prisa, la Iglesia institucional,
que no es otra cosa que el Cuerpo Místico de Cristo, ha examinado a conciencia la ingente
producción escrita de Enrique de Ossó, ha estudiado minuciosamente las situaciones de una
de las vidas más dinámicas del siglo XIX y ha querido aunar su voz a la voz entusiasta de la
primera Superiora General de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, Saturnina Jassá, brazo
derecho del Padre Fundador.
Para escribir esta biografía del beato Enrique de Ossó y Cervelló he contado con una
riquísima documentación. He procurado aprovecharla suficientemente, como un leñador que
hace leña en un gran bosque de robles: ahora corta una rama, ahora un árbol, ahora ata un
haz. Pero el bosque, recorrido de parte a parte, continua colosal.
Enrique de Ossó y Cervelló hizo correr ríos de tinta, como el obispo Tostado. Puedo
asegurar que no he dejado de leer nada de lo que la Compañía de Santa Teresa de Jesús puso
a mi alcance: la colección completa de la revista mensual “Santa Teresa de Jesús”, desde
octubre de 1872 hasta el año 1896, así como todos sus libros, empezando por la “Guía práctica
del catequista” (1872) y continuando por el que llegó a ser un “best seller” de aquellos tiempos:
“El cuarto de hora de oración”. Los directorios y devocionarios, apuntes y novenas, la selección
de cartas, etc., que suministran datos básicos de gran interés. Se puede ir siguiendo con un
poco de atención, casi día a día, los pasos de este hombre de Dios durante los últimos treinta
años de su vida que se cierra a los cincuenta y cinco y medio. La documentación es realmente
amplia.
Recientemente han aparecido también (Roma 1977) algunos fragmentos inéditos en
los tres volúmenes de “Escritos de Don Enrique de Ossó y Cervelló”, que facilitan en gran parte
la tarea investigadora.
Por otra parte, los dos gruesos volúmenes de los Procesos de beatificación, con todos
los testimonios de los que convivieron con él, iluminan en gran manera el peregrinaje terrenal
de este hijo de Vinebre. Pero he de confesar que en esta mina de los procesos he dejado aún
mucho oro reluciente.
Por último, he tenido muy en cuenta las biografías castellanas, la tímida y prudente de
Juan Bautista Altés, el amigo fiel entre los fieles del P. Ossó y la vigorosa, amplia y cincelada
del Dr. Don Marcelo González Martín.
He elegido para mi libro el camino de la narración más o menos inundada de
sentimientos, al servicio del pueblo sencillo que fácilmente omite la letra pequeña de las
referencias eruditas. Ni una sola nota en todo el libro. Las he dejado olvidadas en los desvanes,
entre mis fardos de papelotes y fichas que llegan a un millar, pero he creído, lector benévolo,
que de momento no era preciso encender pequeñas hogueras junto al calor de una vida como
la del beato Enrique de Ossó y Cervelló.
He querido poner también mi grano de arena, aunque sea con letras pequeñas y
rápidas, como la grafía taquigráfica y veloz del Padre, para revelar el “currículum vitae” del
beato Enrique, sacerdote, catalán, mariano, teresiano, contestatario, leal y muchos etcéteras y
etcéteras de una vida riquísima y, como la Madre Saturnina, vengo a presentar declaración
“con todo mi gusto, con toda mi alegría y con toda mi esperanza”.
EL AUTOR
EL DOBLE NACIMIENTO
1840
15 de octubre: Nace en Vinebre Enrique de Ossó y Cervelló
Bauticé solemnemente, de acuerdo con el ritual, a un niño a quien puse los nombres de
Enrique y Antonio, que nació a las siete de la tarde del día anterior, hijo legítimo y
natural de los consortes, Sr. Jaime Ossó y Sra. Micaela Cervelló, naturales y vecinos de
Vinebre.
Por la partida de Bautismo nos enteramos de que los abuelos por parte de padre se
llamaban Jaime Ossó y Mariana Catalá, nacida en Batea. Y por parte de la madre, José
Antonio Cervelló y Magdalena Jové, nacida en Riba-roja. Los lectores del acta deberíamos
creer a mosén Lorenzo, pero no podemos ignorar que la madre de Enrique, que era una
extraordinaria cristiana, corrige un detalle. “Hijo mío, tú naciste el 15 y no el 16”, exclamaba
doña Micaela cuando ya era mayorcito aquel niño.
Yo, desde luego, me quedo con la fecha de la madre, diga lo que diga el papel sellado.
El pequeño error, intrascendente desde el punto de vista jurídico, podía provenir de la
costumbre que había de repetir siempre en las partidas de bautismo “nacido el día anterior”. Y
es que en Vinebre, y en muchísimos lugares de Cataluña, la criatura renacía en las fuentes
bautismales al día siguiente de haber nacido corporalmente.
Y puestos a impugnar la minúscula imprecisión de mosén Lorenzo, vemos que también
se le escapa el detalle del “de” delante de los apellidos del padre. Como también es
sumamente extraño que no tomara nota del tercer nombre de Enrique.
¿Menudencias, diréis? Las dos últimas, pase. La del día 15 yo no diría tanto. El día 15
de octubre se celebra Santa Teresa de Jesús y este niño que nacía en Vinebre por Santa
Teresa llegará a ser el hombre más enteresianado del siglo. Claro está que para ello no
necesitaba haber nacido el mismo día de la Santa. Pero, ¿por qué había de repetirlo tanto la
madre, que murió cuando aún Enrique era tan joven?
¡Oh, la madre de Enrique! Debía ser una mujer sumamente discreta, dulce y piadosa.
Este tercer hijito que hoy sale de las fuentes bautismales, la evocará a menudo con indecible
admiración. Era una Cervelló hecha y derecha. Jaime de Ossó la había conocido ya de niña;
jugaron juntos por las calles de Vinebre antes de hacer la Primera Comunión. Más adelante, se
enamoraron y se casaron ante Dios y ante la Iglesia en los trágicos tiempos de la primera
guerra carlista. Tal vez ya estaría en Vinebre el mismo párroco que se comía los “de” y les
presidió la celebración del matrimonio en la parroquia de la novia, que era también la del novio,
bajo el patrocinio de San Juan Bautista de Vinebre.
Cuando nació Enrique ya se había acabado, gracias a Dios, la guerra de los siete años.
Hacía uno largo que gozaban de paz aquellas tierras ya bastante castigadas. El Tigre del
Maestrazgo había atravesado la frontera francesa, después de que Maroto y Espartero hicieran
las paces en Vergara. Cabrera sería un tigre, es verdad, pero es que también se la habían
hecho buena con el fusilamiento de su madre en Tortosa, el 16 de febrero de 1836. En el año
1840, cuando nació Enrique, todas las madres recordaban aquel crimen execrable.
LA NIÑEZ DE ENRIQUE
1849
27 de octubre: Lo confirma el obispo Damián Gordó Sáez
El abuelo Antonio era un santo. Era el que dirigía siempre el Rosario de la aurora, que
hay gran devoción en mi pueblo y lo rezaba. Aún recuerdo su rostro apacible y de
predestinado: calvo, de ojos “molls”, respetable anciano, muy parco en hablar, una fe de
Abraham; recuerdo que me contaba en la senia, huerto, debajo del parrado, la vida de
San Antonio de Padua, su santo, y por eso quiso que fuese mi segundo nombre de
bautismo, pues su esposa fue mi madrina. Tenía la vida del santo en el huerto y me
contaba sus milagros, cómo predicó a los peces, el del notario que fue santo, el de la
mula hambrienta que adoró al Sacramento del Altar antes que fuese a comer, etc.
Enseñar a un niño exige más trabajo, más sentido común y discreción de lo que suelen
tener los destinados a tal carrera. No teniendo ellos escuelas donde formarse antes de
formar a los demás, generalmente hacen lo que pueden…De ahí que muchas escuelas
son únicamente lugares de reunión de las criaturas, que allí lloran, gritan, leen y
escriben; todo, menos aprender…
Pero don Francisco Freixa, el maestro de Vinebre, no era así, a pesar de no haber
asistido a ninguna Normal, que apenas las había en España, ya que en el Principado de
Barcelona no la hubo hasta 1845, seis años después de que en Madrid se abriera la de
Montesinos.
Enrique asegura que quería mucho al señor maestro, y no recuerda que le castigara
jamás y menos que le pegara. Pero también se ha de decir todo: Enrique fue siempre de los
primeros de la clase.
El señor Freixa, pagado por el municipio a condición de que colaborase también en
alguna que otra tarea pública (como la de tener cuidado del reloj o del órgano o de algo
semejante, según era costumbre), enseñó a sus discípulos durante tres o cuatro años, antes de
que el chico, hacia los doce, empezara a trabajar. Le enseñó a leer y escribir en castellano,
porque aún no habían llegado a la Ribera los ecos del antiguo secretario del Ayuntamiento de
Lérida – residente después en Madrid – que en el año 1833 abría la “renaxença” catalana con
la Oda a la Patria. De hecho, hacia el año 1846, en todas las escuelas de Cataluña se
enseñaba únicamente en castellano, excepto el catecismo, que continuaba normalmente
enseñándose en la lengua materna.
El maestro Freixa, además, le despertó y cultivó la afición a la música. Me enseñó
solfeo y aprendí “misas y rosarios”, escribe Ossó.
Enrique apenas saldría de Vinebre durante los años de su infancia. Tampoco invitaban
demasiado los caminos hasta que, hacia el año 60 se inició en el Principado la conversión de
los caminos de carros en carreteras. Los vinebrenses enlazaban por un desvío con el camino
real que unía Espulgas con Flix, atravesando Falset. Eso sí, tenían también la solución de la
barca hasta el puerto fluvial de Tortosa. La historia del ferrocarril estaba dando sus primeros
pasos y aún tardaría unos cuantos años en llegar a Reus, o a Tarragona y muchos más a
Tortosa.
Enrique, a sus diez u once años, no podía haber salido demasiado de los alrededores
de Vinebre.
Haría alguna escapada con su familia hasta la Torre del Español a escasos kilómetros
de Vinebre, camino del Priorato. Por San Jaime se celebraban unas fiestas lucidísimas con
intervención de músicos de Falset y de Gandesa y sobre todo, tenía una estupenda procesión.
Luego, al atardecer, organizaban bailes típicos de la tierra, pero seguramente su madre no le
dejaba quedarse demasiado tiempo o ni él mismo tenía ganas.
Ascó, al otro lado, estaba más cerca, pero había que atravesar el río y seguir un rato
por el camino que estaba frente al castillo y entrar en el secano. Valía la pena aunque no fuera
más que por visitar aquel altar del que hablaba todo el mundo, comenzado el año 1831 y
dorado diez años después; y sobre todo, aquel órgano monumental que embelesaba al
maestro Freixa, a todos los vinebrenses y más a Enrique.
El padrino Cervelló le había explicado más de una vez a su nieto la historia del fraile
dominico Pedro Sans, que dejando su familia de Ascó, donde había nacido, había marchado a
Misiones, a Filipinas y a China.
Quien dice Ascó, podía decir Vinebre que es más pequeña, pero tampoco tanto,
¿verdad?
Fray Pedro Sans que era un gran predicador, llegó a ser obispo. Los paganos lo
encarcelaron por odio a Jesús, y aunque pronto pudo salir de la prisión, lo volvieron a
encarcelar y al cabo de un año lo degollaron como a tantos otros misioneros. Ahora hablan de
que el Papa lo hará santo.
Enrique seguía con interés la relación del abuelo, con quien caminaba despacito
camino de Ascó la tarde de San Juan Bautista. Él ya tenía sus conceptos de fraile, mártir,
santo; y sabía, tanto como el abuelo, por dónde caían en el mapa China y Filipinas.
1851
Octubre: En Quinto de Ebro
1852
Primavera: Primera comunión como viático
Pero aquella noche de soledad la buena madre repitió dos veces la invocación, una
para ella y otra para Enrique que viajaba tan lejos, tan lejos, “el pobre hijito mío”
La inesperada Comunión-Viático
Al cabo de unos meses, como los hombres somos tan poca cosa, Dios mío, el chico
catalán se puso enfermo con unas fiebres tan altas que espeluznaban.
El médico estaba apuradísimo y los tíos sufrieron como San José y la Virgen María
cuando se les perdió el Niño en Jerusalén. Parecía que Enrique se les iba y no había ni tiempo
para avisar a sus padres, a 150 kilómetros de Quinto.
El médico les habló de darle el Viático o de hacer lo que fuera preciso por su alma, ya
que tenía poca esperanza de salvar su cuerpo. Inmediatamente se presentó el sacerdote a ver
a aquel chico tan listo de once años y medio y prepararlo para la primera comunión. “La harías
este año para Corpus, ¿verdad?, le dijo el sacerdote. Pues mira, hijo, la adelantaremos unos
meses, que el Buen Jesús te ayudará incluso a salir, si conviene, de estas fiebres altas”.
El sacerdote le reconcilió con Dios y con la Iglesia – que también los niños han de
recibir el sacramento del perdón, aunque sus pecados sean venialísimos -. Enrique ya se sabía
confesar. Lo había aprendido en el Catecismo con el sacerdote de Vinebre y también con el
maestro y su madre. Media hora después, recibía la primera comunión unos meses antes de
tiempo, sin la solemnidad con que él, años más tarde, querrá que la reciban los niños. Porque
ya mayor, Enrique de Ossó y Cervelló, sacerdote de Cristo, aconsejará a los educadores:
Unos días antes de comulgar, preparad a los niños con unos Ejercicios Espirituales…
Habladles de Jesucristo, de la Virgen y de los santos.
…La víspera, en un acto eucarístico, preferentemente con exposición del Santísimo
Sacramento, avivad su deseo de recibir a Jesús, adorado en la Hostia consagrada.
…Adornad el acto de la primera comunión con recuerdos agradables y extraordinarios,
porque eso les durará en la memoria toda la vida.
Pero él era entonces un muchacho de once años y medio a quien le tocó vivir en 1852,
cuando Pío X, el Papa de la Eucaristía para los niños, era un chico de 17 años. Enrique, como
el futuro Pío X, querrá que los niños comulguen en cuanto sean capaces de darse cuenta de
que el pan del alimento se transforma en el Pan de Dios, en el Cuerpo y la Sangre de
Jesucristo, por la palabra válida del sacerdote cuando dice misa. El chico de Vinebre, en el
lecho de gravedad, ya hacía años que sabía todo eso, aunque las costumbres de la época no
le dejasen comulgar.
Recibió, pues, la primera comunión en forma de Viático, en Quinto de Ebro, sin la
compañía de su madre, ni el compañerismo de sus amiguitos catalanes. A la buena de su tía le
caían gruesas lágrimas por la cara, disimuladas como podía, mientras el sacerdote de Dios
bendecía a enfermos y sanos con el Santísimo Sacramento, al terminar la ceremonia litúrgica.
Es posible que aquella tarde, doña Micaela, allá en Vinebre, rezara con más fervor el “ora pro
nobis” de las letanías del rosario, invocando a la Virgen María, salud de los enfermos. Quién
sabe si su corazón le dictó que su hijo, en Quinto de Ebro, necesitaba de aquella invocación.
1854
15 de septiembre: Muera la madre, Doña Micaela Cervelló
Evidentemente alude a las lágrimas de la madre, pero quién sabe si alguna vez se
sumaban a ellas las lágrimas del hijo, del pequeño de los tres hermanos, el pequeño y mimado
de la madre.
La nota autobiográfica, un poco rápida y deshilvanada, repite el afecto especial de la
madre que tan pronto perdió. Tal vez fuera aquí, en Reus, donde más la añoraría, como si el
corazón le dijera que la iba a perder pronto.
Pero sigámoslo un poco más a su llegada a Reus sobre el año 1853. Dio un paseo por
la ciudad, nada más llegar, recorriendo aquellas calles y plazas siempre bulliciosas de
catalanes y negociantes. Pudo ver las ruinas de aquel criminal incendio del 22 de julio de 1835:
la furia de unas turbas mezcladas con malas mujeres, dejaba bajo las llamas a 12 frailes
asesinados o quemados vivos, a pesar de haberles prometido unas horas antes protección por
parte de las autoridades. No se salvó nada del convento, ni los archivos, ni la biblioteca, ni el
órgano…etc. Quedaba solamente la ignominia de unas ruinas producidas por los salvajes del
siglo XIX – como en tantas ciudades de la primera mitad del siglo XX, Manresa por ejemplo, ha
quedado la ignominia de las destrucciones y arrasamientos -.
El muchacho Ossó, tan joven, sentiría bullir la sangre ante todo aquello.
Pero no todo era destrucción e ignominia en la ciudad de Reus. Enrique caminó un
buen rato para llegar al santuario de la Patrona de la ciudad, la Virgen de la Misericordia y
seguro que allí se encontró a gusto.
Conocemos la maravillosa vibración del futuro sacerdote por todo lo que toca a la
Virgen. Y ya anteriormente: en su autobiografía dice – es verdad que en el contexto de la visita
al Pilar – que “la Virgen me dio la salud”. “La salud para mi bien”, repite.
Los días de trabajo debían ser pesados, en unos tiempos en que había escasa
legislación laboral.
Por aquellos tiempos de inestabilidad política – en el agonizar de la década moderada
(1844-54) – en Barcelona aumentaba ya el malestar y a mediados del año 54 estallaría la
primera huelga obrera. Reus dirigía frecuentemente su mirada hacia la capital del Principado.
Pero hemos de creer que el pequeño dependiente no entraba aún en este juego de
preocupaciones y quebraderos de cabeza.
De todos modos su precocidad le había de remover espiritualmente. Era un chico listo,
acostumbrado a situarse en los primeros puestos allá en la Escuela de Vinebre – como
escribirá él mismo sin ambages – y bien pronto se vio metido en la órbita de una pandilla de
chicos mayores que él.
Yo quiero creer que al hablar de los propios defectos exagera, como hacen a menudo
los santos, al contrario de lo que solemos hacer los que no lo somos.
Me junté con jóvenes mayores que yo, y aquí comenzó mucho mal para mi alma.
La Virgen me dio la salud para el bien y yo la empleé para el mal. Recaí en las malas
compañías.
¡Oh, qué daño hacen las malas compañías! Que todo el mundo huya de ellas como de
la peste, que las teman más que a los demonios porque el mal que hacen es aún peor.
No podemos tener más luz sobre el asunto. Enrique tiene trece años y va para los
catorce. Las dificultades que entonces tuviera serían las de cualquier chico piadoso de su edad,
tal vez algo acrecentadas por la lejanía de la madre. Pero tenía cerca a la Virgen de la
Misericordia que velaba por él.
Enrique había leído mucho; al menos leyó mucho las obras de Santa Teresa y no
puedo decir cómo. En Reus había por entonces un famoso Centro de Lectura con libros de
toda especie, y quién sabe si fue allí donde el ángel bueno puso en sus manos las obras de la
gran doctora de Ávila. Realmente resulta curioso que en un establecimiento sin demasiadas
preocupaciones confesionales y en una ciudad que no gozaba de demasiada fama clerical que
digamos, el adolescente de Vinebre encontrara – como en otros tiempos el convaleciente de
Loyola – el libro decisivo.
Reus, que hablaba con gloria de su Conde, el General Prim (desde el año 1844) y de
su médico polemista Pedro Mata que entonces tenía 43 años, como más tarde hablaría de su
arquitecto Gaudí, que tenía 2, estaba alimentando, sin pensarlo, el alma impetuosa de Enrique
de Ossó y Cervelló con los escritos de una santa castellana.
Tal vez fuera al final de sus meses de estancia en Reus cuando Enrique – hacia los
trece años y medio – descubrió la mina de la escritora carmelitana. Quién sabe si alguna monja
de clausura o el confesor o cualquier alma buena que ha quedado oculta como las violetas, le
suministró ese pan del espíritu. Sabemos que su tía María le regaló las obras de Santa Teresa
publicadas por la Librería Religiosa de Barcelona, pero parece ser que eso se refiere a su
época de seminarista.
Mi madre me contaba las fiestas que una sencilla anciana consagraba a San José: y
cómo saltaba de gozo el día de su fiesta.
Entrado ya el mes de septiembre, la madre se agravó. Por otra parte, era aquél el año
del famoso cólera.
El alma de Enrique se iba abriendo más y más a la acción del Espíritu Santo. Quién
sabe si le empezaba a remover por dentro, allá en su corazón de adolescente, aquella voz
secreta y deliciosa de Jesús: Anda, ven y sígueme, como te aconseja tu madre.
La madre recibió todos los sacramentos con pleno conocimiento y devoción, escribía el
hijo años más tarde en unos apuntes autobiográficos. Y añadirá:
Yo estuve presente en su muerte y lloré mucho, porque sentí mucho el verme privado
de ella.
La lectura normal de esta frase parece indicar la presencia física del hijo junto al lecho
de la madre moribunda. Tenía catorce años, en plena adolescencia, es verdad, pero una
adolescencia ya muy curtida por la vida de trabajo manual. Un año y medio antes, aquel
adolescente había pasado también él mismo por el importante trance de sentirse al borde de la
muerte. No es improbable, pues, que el padre le dejase asistir al momento crítico de la madre
en agonía.
Sin embargo, la tía Mariana y algunos familiares explican que Enrique no estaba en la
habitación de la madre, sino en una del piso de arriba. Aún hoy día enseñan la ventana del
lugar donde dicen que se encontraba Enrique la noche del 15 de septiembre de 1854. El relato
familiar dice que Enrique, mirando por la ventana, exclamó, como extasiado, en el preciso
momento en que espiraba la madre:
En realidad no encajan, ni con calzador, las palabras de la autobiografía con las del
testimonio familiar y cualquiera puede hacer suyas las palabras del Dr. González Martín:
Todo Vinebre se conmovió con la muerte de doña Micaela Cervelló, aún tan joven para
dejar la tierra. Tan joven y tan buena, decía todo el mundo. Hubo rosario en la parroquia en
sufragio de la difunta, como se acostumbraba, y al día siguiente llegaron los sacerdotes, para
los funerales. Eran doce. Cantaron el Oficio de difuntos en latín con las tres misas ante el
cadáver. Para la tercera se juntó mucha gente que a la hora del ofertorio fue pasando, detrás
de los familiares, a besar la estola negra del celebrante que bajaba hasta el primer escalón del
presbiterio. Llevaban una vela encendida en la mano, que apagaban inmediatamente antes del
ósculo y dejaban, después, en la bandeja que sostenía el monaguillo. Acabada la misa, otro
monaguillo tomaba la cruz procesional y los sacerdotes se colocaban en doble fila. Tras el
féretro, llevado en hombros, seguían el esposo y los hijos vestidos de luto con los otros
familiares. A continuación, en grupos, los hombres primero, después las mujeres, que hablaban
bajito mientras los sacerdotes cantaban ritualmente camino del cementerio. Algunos parientes
lloraban. Enrique estaba sumamente triste. Él mismo nos dice que lloró mucho por la muerte de
su madre.
En el cementerio, después del último responsorio sacerdotal, el pueblo fiel rezó un
padrenuestro por el alma de doña Micaela de la “casa de don Jaime de la esquina”.
Enrique durante aquellas semanas había crecido enormemente por dentro.
Con la muerte de la madre había muerto también la adolescencia de aquel chico ya
bastante precoz, y aparecía de repente en él una juventud llena de ímpetu. Aparecía apenas
sin puente, o mejor dicho tras ese puente de la orfandad estrenada el día 15 de septiembre de
1854. Él mismo escribe en su autobiografía:
Aquella muerte que parecía una desgracia fue probablemente la que me trajo la alegría
y la suerte, porque desde entonces me vino el deseo de ser sacerdote, acordándome
del consejo de mi buena madre.
Los pocos días que pasó en Vinebre, muerta ya la madre, tuvieron que ser tensos. El
hijo habló con el padre sin titubeos y le pidió permiso para empezar la carrera sacerdotal. Se
enteraron todos los de la familia y se opusieron. La familia – escribe Enrique -, no solamente el
padre. Sin duda el padre, dado el carácter enérgico y poco dúctil para el diálogo, fue el primero
en oponerse. “Tu trabajo está en Reus”, le diría.
Yo no puedo ser demasiado indulgente con aquél “payés”, Jaime de Ossó y Catalá. No
está bien lo que hizo con Enrique. El dinero y el bienestar terrenal, aunque sea con la sana
intención de asegurar humanamente la prosperidad del hijo, le nublan la verdadera visión sobre
el auténtico bien de Enrique que no ha nacido para comerciante, sino para sacerdote y
maestro.
Ya sé que Dios providente sacará bien de la intransigencia del padre. Mas aún, de
aquel padre rígido brotará, como los jazmines en las sombras de la noche, toda la belleza y
entereza de voluntad del hijo que se parece a él aunque sólo sea para bien. El hijo no se lo
recriminará, porque ese hijo entraba ya de cabeza en el aprendizaje de la santidad y porque, en
el fondo, admiraba la entereza del padre. Pero nunca podrá dedicarle a él aquellos elogios
sincerísimos que dedicó a su madre y al abuelo Cervelló.
Tuvo que regresar a Reus, a casa Ortal.
No habían cambiado demasiado los caminos de herradura, las diligencias, los
avellanos, los algarrobos…El que ciertamente había cambiado era él, el joven de catorce años.
Es obstinado como su padre; hasta incluso más lanzado. Ahora siente que Alguien está
llamando a las puertas de su alma y él, contestatario, se dispone, como San Pedro y los
Apóstoles, a obedecer primero a Dios que a los hombres.
5
DECIDIDAMENTE CONTESTATARIO
1854
Octubre: Huye a Montserrat
Enrique de Ossó.
Despedida:
Me marcho; no temáis por mí; Dios será mi protector y mi defensor. La gloria y el
servicio de mi Eterno Padre han motivado mi ausencia. Adiós. ¡Esperad!
El peregrino de la Virgen
Cerró la carta, rezó un rato como le había enseñado su madre y apagó la luz. Al día
siguiente volvió al trabajo como si nada, esperando una ocasión propicia para emprender la
ruta. No se hizo esperar demasiado esa oportunidad, dolorosa por cierto. La “Maravilla” tuvo
que cerrar un par de días porque se murió un hijo del señor Ortal. El dependiente de Vinebre,
dicho y hecho, desapareció sin ruidos, con un mínimo de equipaje en su morral: unos
devocionarios, algunos mendrugos de pan y poco más.
Con la ropa que llevaba puesta tenía bastante. Para comer, mendigaría; para dormir,
algún viejo pajar o la caseta de los pobres. Así empezó también su vida pública el Hijo de la
Virgen María, que no encontró más almohada para reclinar su cabeza que el duro suelo. El
peregrino de catorce años sentía firmes las piernas y ardiente el corazón. No hay que estar
calculando riesgos como los viejos, pensaba aquel joven con su ángel bueno por compañero.
¿A dónde va, a dónde piensa ir aquel jovenzuelo? Treinta y seis años después
escribirá en el prólogo de uno de sus libros:
Os busqué en la soledad cuando aún era muy joven. No os conocía, pero había oído
hablar de Vos, había percibido el aroma de la rosa celestial, y abandoné el mundo,
padres y parientes, para correr tras la fragancia de vuestras virtudes y postrarme a
vuestras plantas. Nadie me daba razón de Vos…Solo, por caminos difíciles, llegué a
vuestros pies. ¡Qué cansado del mundo! ¡Qué herido y desengañado estaba mi corazón!
En vuestras plantas encontré la paz perdida, ¡oh Bendita Reina de las Gracias!
Sí, en pleno siglo XIX salió, como lo hiciera San Ignacio en el siglo XVI, hacia el
santuario de la Virgen de Montserrat. ¡Y eran más de cien kilómetros en “el caballito de san
Fernando”! Comenzaba octubre, cuando aún el sol calienta de día y las noches no son
extremosas. La autobiografía dice literalmente:
…de buena mañana abrí la puerta y me marché. Mis primeros pasos fueron para visitar
la capilla de Nuestra Señora de la Misericordia. Recé allí, le pedí su bendición, y me
alejé cargado con unos pocos libros, sin dinero, a pie.
Llegué a Montserrat, hice confesión general, pedí ser admitido allí como un criado de la
Virgen. Me admitieron. Y pasé dos o tres días confesándome.
Un día, por desgracia, al salir del templo, en la plaza que ahora tiene árboles, me topé
con mi hermano Jaime que me buscaba porque toda mi familia estaba consternada al
enterarse de la misteriosa desaparición que nadie se explicaba.
Hubo un diálogo de forcejeo y llantos. Enrique no quería volver a Reus por nada del
mundo, no quería sencillamente más que ser ermitaño o sacerdote. Sólo cedió cuando el
hermano mayor prometió que le ayudaría.
Y los dos hermanos se volvieron cogidos del brazo. Pero antes entraron en el templo y
estuvieron un buen rato delante de la Virgen de Montserrat que había tomado ya en sus brazos
a aquel muchacho de Cataluña occidental. La Madre quedaba en la “catedral de las montañas”
– como la llamará Ossó – señora de los corazones. Ossó habría de volver a menudo a visitarla.
Más tarde escribiría:
La aventura concluyó con un abrazo del padre, de las tías y de Dolores. Reconciliación
total. ¡Ah!, pero que conste: él será sacerdote.
Todo esto sucedía alrededor de la Virgen del Pilar del año 1854.
6
1854
Octubre: Comienza los estudios de gramática latina.
1857
Últimos días de junio: Acaba los estudios gramaticales.
Declinando latín
Enrique de Ossó y Cervelló, hijo de Vinebre, comenzó sus estudios eclesiásticos en el
año 1854. Tendría que ser ya muy a finales de octubre y una vez aclarada la situación de la
huida y el retorno de Montserrat. Su tía Mariana y toda la familia apoyaron la decisión de
Enrique y el padre no tuvo más remedio que callar. Mosén Ramón Alabart, un buen amigo de
Tortosa, subió expresamente a Vinebre para examinar el alma de Enrique y concretar los pasos
que debía dar.
Se prestó de buen grado a hospedar en su casa al seminarista de Vinebre.
Y un buen día padre e hijo tomaron la barca que les llevaba, Ebro abajo, hacia Tortosa.
La distancia, poco más o menos, era como la de Reus, pero la travesía en barca, más cómoda.
No sé si necesitaban demasiados papeles para la inscripción en el seminario. Los primeros
cursos de latín solían ser multitudinarios, según el dicho: “estudiantes, muchos pequeños y
pocos grandes”. En el Seminario de Vic, el más prestigioso de Cataluña, ni siquiera había notas
al final de los cursos de latín.
Enrique no era ya una criatura ni mucho menos, a pesar de tener que empezar por el
abecedario de la lengua de Cicerón. Sabía muy bien lo que era ser sacerdote y, como
acabamos de ver, se lo jugó todo para comenzar la carrera. Y hay que tener en cuenta que
aquellos tiempos no eran demasiado propicios para tomar la opción por el sacerdocio, al menos
en Tortosa. Cuatro meses atrás – el 28 de junio del 54 – O´Donell derroca el Gobierno con la
sublevación de Vicálvaro, y toma las riendas del poder el hombre más nefasto del siglo, el
General Espartero, que cerraba el decenio de relativa moderación gubernamental e iniciaba el
llamado bienio progresista.
Los catalanes conservaban mal recuerdo; sobre todo la ciudad de Barcelona,
bombardeada en el año 42, con 400 casas derribadas por la metralla. El militar, al volver del
exilio, enseñó bien pronto sus garras anticlericales: prohibición de procesiones, expulsión de
los jesuitas, ilegalidad de las novicias religiosas, etc.
En Tortosa no se quedaron cortos. Los días 30 y 31 de junio, en medio de un gran
alboroto esparterista, la chusma asedió el Ayuntamiento, y, destrozándolo todo, asaltó la Casa
del Pueblo y se lanzó sobre uno de los hombres más honrados de la ciudad, el Secretario del
Ayuntamiento, arrojándolo al río. Aquellos salvajes quemaron, entre otras cosas, el Archivo de
la ciudad, que era uno de los más ricos de Cataluña. ¡Y lo que habrían llegado a hacer si el
Obispo en persona no los hubiera apaciguado! Al Obispo todo el mundo lo respetaba. Y es que
se lo merecía. Se trataba de don Damián Gordó Sáez (sobrino del anterior, el obispo Víctor
Damián), que gobernaba la Diócesis hacía diez años: cuatro como gobernador eclesiástico, y
seis ya como obispo.
No se puede decir, pues, que fuera muy halagüeña la situación al iniciarse el
seminarista en Tortosa. Ossó no hacía demasiado caso de la política de aquellos tiempos
revueltos, tampoco de la tragedia del cólera que, además de llevarse a su madre, había dejado
desoladas a tantas familias de la ciudad desde mitad de agosto hasta finales de septiembre.
Seiscientos muertos. La gente huía en masa durante aquel verano apocalíptico. Finalmente, el
10 de octubre, el Obispo Damián pudo presidir un Te Deum de acción de gracias por haberse
terminado la epidemia. Difícilmente podrían empezar los seminaristas sus clases antes de esta
fecha en el año 54. Por tanto Ossó no se había retrasado demasiado.
El seminarista Ossó hizo todos los estudios de Tortosa en régimen de externo, como la
mayoría de sus compañeros. Los pocos internos que había residían en el Seminario Menor,
que ocupaba el antiguo Colegio de San Matías. Allí había terminado sus estudios filosóficos en
el año 1853 un seminarista de “pasta angelical” que había comenzado la carrera a los 15 años,
uno más que Ossó. Ahora tenía 18 y se llamaba Manuel Domingo y Sol. Ossó se hospedaba
en casa de mosén Ramón Alabart e iba a las clases del dómine Prades que le inició con el
“musa-musae” en la lengua oficial de la Iglesia.
La vida externa de los alumnos de latín – muchos de ellos aún niños – había de ser
bastante holgada, religiosamente hablando, y más en aquellas circunstancias casi de
emergencia. Ossó se ceñiría a una distribución del tiempo diario y a ella se aferraría
fuertemente. Sin duda le ayudó la casa del sacerdote amigo que lo acogió y lo vigiló con amor.
Le asignó una habitación del tercer piso sólo para él. Ahí tenía la cama y la mesa de estudio.
En el segundo piso había también otra sala más amplia donde podía repasar las lecciones
compartiendo la tarea con algún otro estudiante.
Se levantaba temprano, con el sol; comida a las doce y cena a las nueve.
Cursó Gramática Latina y Humanidades desde el 54 al 5: tres años, mientras que sus
compañeros dedicaban cuatro. El primer responsable de aquel centro de formación era un fraile
dominico, exclaustrado, dignísimo, el padre Buenaventura Grau, ayudado por un vicerrector
que era mosén Manuel Boix. Era el tercer año que las clases de Latín se daban en el seminario
de Tortosa. Hasta el año 1852, según afirma el canónigo Corominas, el aprendizaje del latín se
hacía, tanto en la ciudad de Tortosa como en otros lugares de la Diócesis, en las casas
particulares de los maestros llamados “dómines”. En Tortosa era famoso el dómine Sena, un
seglar que fue catedrático del Seminario desde 1852 hasta 1863. El profesor del seminarista de
Vinebre en aquel año 1854 fue otro, también seglar, pero no tan conocido como el señor Sena.
Ossó afirma que la daba clases en casa antes de llegar a las del dómine Sena.
Otros con menos voluntad que Ossó habrían podido hacer bien poca cosa aquel curso.
El sectarismo político complicaba los asuntos religiosos. En diciembre de aquel año moría el
obispo Damián en la residencia episcopal de Bitem. Es posible que Ossó, que había sido
confirmado por él hacía cinco años, le viera dentro del ataúd al día siguiente del fallecimiento,
que era, precisamente, el día de Navidad.
Otra noticia del curso, dos meses después, era la estúpida amnistía para los asesinos
del Secretario del Ayuntamiento al que antes hemos hecho referencia. Salieron de la cárcel el
día de la Candelaria de 1855.
En lo referente a la formación de los seminaristas se hacía lo que se podía en aquellos
malaventurados tiempos. Los estudios no eran demasiado elevados, ni en Tortosa ni en
ninguna parte, si exceptuamos el Seminario de Vic, que a pesar de todo conservaba una
estudiantina numerosísima y una dirección firme, prestigiosa y constante, bajo los obispos
Corchera y Casadevall. Ossó, sin embargo, aprovechaba el tiempo seriamente.
En el nombre del Señor, nuestro Dios y su Madre, la Virgen Santísima, a quien pido sea
nuestra abogada en la hora de la muerte, salud, gracia y bendición a todos los hijos del
Señor.
Mi digna y respetada tía: Uno de mis deberes es el participaros la marcha que he
emprendido en el camino del Señor, asistido de su gracia, para apartarme de las
vanidades y engaños que trae el mundo, que nos tienta continuamente para hacernos
perder la gracia de Dios. Por el bien que le deseo he querido ponerle algunas
saludables máximas para su eterna felicidad.
…Que vuestro deseo sea sólo de ver a Dios, vuestro temor, de perderle, vuestro dolor
de no poseerle aún, vuestra alegría de todo lo que pueda acercaros a Él, y vosotros
viviréis en un gran reposo. Procuremos pues, hermanos míos, el vencer nuestras
desordenadas pasiones y deseos, y la enmienda en gracia de Dios. Esto sólo os pido
para calmar mi reposo cuando me halle separado de vosotros, para que después de
este destierro nos veamos juntos en el cielo para adorar al Padre, glorificar al Hijo y
gozar del Espíritu Santo y toda la corte celestial, con nuestra Santísima Virgen Madre
María, Reina de cielos y tierra, para siempre. Amén.- Enrique de Ossó.
A la Sra. María de Ossó, mi tía. 5 de septiembre, miércoles.
Desde las ocho de la mañana hasta la hora de comer y de dos a cinco (o a seis en
verano) por las tardes, el Ciego no se movía de la silla de cuero antigua a la que añadía
un cojín de pluma forrado también de piel. Y allí estuvo cuarenta años poco más o
menos haciendo declinar los mismos nombres y conjugar los mismos verbos, dictando
las mismas oraciones y explicando o comentando las mismas Selectas y calentando las
mejillas de los niños con los mismos cachetes.
Enrique de Ossó – cuyas mejillas no tocó jamás el dómine Sena – se sintió querido por
el maestro y ha dejado de él un elogio en su autobiografía, presentándolo como muy devoto de
Santa Teresa, conocedor y repetidor de anécdotas teresianas. Y no lo dice todo porque no era
el lugar de decirlo todo. Dómine Sena, o mejor, el señor José Sena, hacía vibrar a las almas
cuando le oían leer en el Vía crucis las emotivas estaciones que él había redactado. Y
admiraba a los entendidos con el dominio métrico de las estrofas latinas, agudas e ingeniosas,
con que celebraba los acontecimientos de la diócesis. Perdonémosle su poco de vanidad - ¡oh
los poetas! – por unos cincelados versos. El Boletín Oficial de la Diócesis publicó una vez una
oda de Sena al canónigo Sanz y Forés introducida un poco a la fuerza por el redactor de la
revista: “A instancias – dice – del autor, insertamos la oda siguiente”; son catorce brillantes
estrofas sáficas.
Murió a los 64 años, sumamente pobre, sin dinero ni para pagarse la caja. Lo había
dado todo. Los tortosinos tuvieron que hacer una suscripción popular para él.
Con Sena pasó el seminarista de Vinebre el curso, en realidad, dos cursos, del 55 al
57. Compaginaba, como siempre, la vida de estudio con la de piedad. Y también con la de
descanso. Encontró tiempo para conocer Tortosa palmo a palmo, así como los campos de los
alrededores a una o dos horas de distancia. ¿Cómo sería entonces la ciudad de Tortosa? ¿Muy
grande? Pongámosle unos 15.000 habitantes largos. Los censos de final de siglo anotan
24.636 con la trampa de incluir los arrabales más lejanos. Pero la ciudad tiene hondas raíces
en la antigüedad. La conocen los cartagineses siglos antes de Cristo. Los romanos la
convierten en colonia y dejan allí una huella valiosa. Ramón Berenguer IV, la vigilia de fin de
año de 1148, cierra el dominio musulmán que había durado cientos y cientos de años. Tortosa
es una gloria de la Cataluña Occidental, tan catalana como la Seo de Urgel, como Gerona o
como Perpiñán. La tradición – tal vez la leyenda piadosa – coloca allí como primer obispo a
San Rufo, el hijo del Cirineo del evangelio. Pero, bueno, hay efemérides cristianas más
históricas. Por ejemplo, la predicación de San Vicente Ferrer en el año 1400. Incluso
actualmente se enseña el balcón que dicen le sirvió de púlpito en la plaza. Fue en la ciudad de
Tortosa donde Fray Vicente Ferrer invitó a los Rabinos al Simposium científico que concluyó el
año 1413 después de 79 sesiones, con la conversión de muchos de ellos.
Es muy posible que todo esto lo recordara el profesor de Humanidades o algún otro a
sus discípulos entre los cuales se encontraba Ossó. Son acontecimientos eclesiales y
tortosinos ennoblecedores de la ciudad. Digamos aún otro: el heroico riesgo de aquel jesuita –
P. Torrent, que salvó de la muerte, bajo la pólvora, a los Miravall el 21 de julio de 1640.
La historia reciente – carlistas y liberales, Cabrera y su suegro, apodado Arriembanda –
la escucharía Enrique de labios de mosén Alabart en alguna sobremesa. La recientísima la
estaban tejiendo ellos: Domingo y Sol, Ossó, María Rosa Molas, que es de Reus, pero quizá
tanto o más de Tortosa, y otros. Sólo por estos tres nombres valdría la pena estudiar la historia
civil y eclesiástica del siglo XIX en la Cataluña Occidental.
Un alumno aplicado
Ossó, con quince años cumplidos y camino de los dieciséis, se encontraba como el pez
en el agua estudiando para sacerdote. Se sentía infinitamente mejor que en Reus, a pesar de
tener recuerdos agradables y vivencias profundas de su tiempo en aquella ciudad. Tal vez
añoraba aquí el santuario de la Virgen de la Misericordia. Pero, sin salir del ámbito de la ciudad,
tenía otros. Por lo pronto, la capilla de la Cinta, en la Catedral, donde cada día, sin falta,
entraba a saludar a la Madre. Los tortosinos la quieren con delirio. Cerca de la ciudad, sólo con
un corto paseo, se encontraba la ermita de la Petja, con Nuestra Señora de los Ángeles. Con
un paseo algo mayor, la ermita de Mig Camí, con la Virgen de la Providencia. Y por último, con
un paseo bastante largo, la ermita del Coll del Alba, donde los romeros de Tortosa y de los
alrededores suben el lunes de Pentecostés a elevarse un poco y contemplar la tierra infinita,
bajo el manto de Santa María Virgen. Maragall no había nacido, pero ya parecían saborearse
aquellos deliciosos versos de la poesía vital, aún informe:
Estudié en serio y saqué buenas notas y era uno de los primeros de clase; muy querido
por los catedráticos.
No sé si el dómine Sena ponía notas al final del curso. En las actas de los cursos de
Filosofía y Teología siempre encontramos la misma calificación para él: “Meritissimus”. Y si en
el juego de pelota también hubiera calificaciones, los compañeros, vencidos siempre por la
traza de Enrique, también le hubieran dado “Meritissimus”. Y añade Enrique que dibujaba
bastante bien, reproduciendo cuadros religiosos y paisajes y que con un cuchillo inservible y
una navaja esculpía menudas y graciosas estatuillas y toda clase de adornos de madera. Y que
poseía buena voz, sonora y educada para la música por obra y gracia – pensaba él – del señor
maestro de Vinebre que le enseñó el abecedario.
Pero por encima de todo eso, Enrique es un joven piadoso. Frecuencia de
sacramentos, amor volcánico a la Virgen, conversaciones espirituales. Los que le tratan llegan
a descubrir, aunque él parezca ocultarlo, que hace penitencia en su habitación. Mosén Alabart
le llamaría “caixa tancada” (caja cerrada). La frase no supone una censura, como si fuera un
mosca muerta, sino un elogio de su humildad.
7
TORTOSA QUERIDA
1857
Septiembre: Comienza los estudios filosóficos
1860
Últimos días de mayo: Acaba los estudios de Filosofía y Física
“andéis decentes, pero sin lujos: tan mal parece a los feligreses un cura petrimete, como
un desgarragallos” (1).
1860-1861
Discípulo del Dr. Arbós en ciencias físicas
Mi hermano y mis familiares querían que yo me luciese y estudié con el célebre Dr.
Arbós que me quería y apreciaba mucho y que me hizo su adjunto durante dos o tres
meses cuando él tuvo que ausentarse para instalar el gas en Vilafranca.
1861
Verano: Benicasim y el Desierto de las Palmas
1861-1863
Los dos primeros cursos de Teología en Tortosa
1863-1865
Continúa la Teología en Barcelona
1864
25 de febrero: Sermón sobre la Virgen María
1865
Fin de curso: Recibe la tonsura clerical en Barcelona
Sin fecha cierta: Escribe el “Ordo vitae”, bajo la dirección del P. Forns, s.j.
…un lugar oculto a la mirada del bullicioso mundo. Si se lo avisan, el viajero del
ferrocarril del litoral puede describirlo durante breves momentos. Rodeado de una
encantadora soledad que sólo interrumpen la brisa del mar, el canto de los pájaros y su
murmullo, se levanta la santa morada, en donde santa Teresa de Jesús es obsequiada
por sus hijos igual que en los mejores días del Carmelo floreciente. El Señor, que pone
freno al enfurecido mar con un leve muro de arena, dijo allí al espíritu del mal: Detente.
Se comportó tan dignamente en clase que jamás tuve que hacerle la más mínima
advertencia para corregirle algún defecto, ni le encontré jamás flojo en las lecciones o
explicaciones. No podía compararse con ninguno de los demás discípulos, a pesar de
que éstos eran listos y aplicados.
El Dr. Lázaro, refiriéndose al curso 62-63, dice que Ossó fue el único “meritissimus” de
la clase: aquel curso estaba compuesto por once alumnos, de los cuales cuatro obtuvieron la
calificación de “benemeritus”.
El primer biógrafo de Ossó sitúa en esta época un “Plan de vida” que escribió y que fue
sometido a la aprobación de su director espiritual, el canónigo Peñarroya. No me extrañaría
que la fecha coincidiese con los primeros Ejercicios espirituales que practicaron los
seminaristas en Tortosa, por mandato del obispo Vilamitjana, a comienzos del curso académico
62-63. Se percibe ya un decidido acento teresiano:
La historia de los treinta y cuatro años de vida que le quedaba, demostraría cómo lo
cumplió heroicamente. ¡Vaya si lo cumplió!
1865-1866
Quinto curso de Teología en Barcelona
1866
Segunda quincena de mayo: Ejercicios con el P. Claret
26 de mayo: Subdiácono
1866-1867
Profesor en el Seminario de Tortosa
1866
Diciembre: Bachiller en artes
1867
Abril: Ordenación de diácono
27 de septiembre: Ordenación sacerdotal
6 de octubre: Primera misa en Montserrat, fiesta del Rosario
1868
4 de abril: El último examen
22 de junio: Bachiller en Teología
¡Oh Espíritu divino! En vuestro día os pido una gracia. Dentro de poco me consagraré a
Dios para ser su templo de una manera especial y para ser su ministro para siempre.
Llenad mi corazón con vuestros sagrados dones, que me infundan un espíritu de
oración y celo como el de los apóstoles y haced que habiten siempre en mí,
especialmente el don de la sabiduría y el del santo temor de Dios.
El ejercitante, solo ante la mirada de Dios, se arrodilló y permaneció así largo rato.
Reinaba la confortante quietud de una noche primaveral, tachonada de estrellas, quietas e
inspiradoras. Apagó el cirio y por la ventana entornada contempló durante un rato la noche
estrellada y serenísima con el alma empapada de dulzura. Antes de apagar la luz, rezó
lentamente el “Bendita sea tu pureza” y las tres avemarías, como le había enseñado su madre.
No poseemos hoy el manuscrito que Juan Bautista Altés asegura haber tenido en sus
manos. Todo él estaba lleno de pensamientos elevados.
Para empezar, copiaba la frase de Jesús, puesta en singular: “Aprende de Mí que soy
manso y humilde de corazón”. Y añadía:
Ossó era muy devoto de San Francisco de Sales desde hacía tiempo y conservaría
siempre esta devoción. Sin duda, habló con el P. Claret; de eso y de tantas otras cosas,
referentes a su vocación.
Lo escribe expresamente en la autobiografía:
Puede descubrirse una curiosa afinidad entre aquellas dos almas, comparando algunas
frases del uno y del otro en los apuntes de los Ejercicios que Claret había practicado hacía
ocho días y los que Ossó estaba haciendo. Escribía Claret: “Como en una fotografía, se
imprimirá en mi corazón la imagen de Jesús, teniéndola siempre a la vista”. Y Ossó: “Como
finalidad, copiar a Jesús en mi corazón”. Claret: “Me acordaré de las palabras de San Pablo:
“¿No sabéis que sois templos de Dios?”. Ossó: “Me consagraré a Dios, para ser su templo para
siempre”. Se diría que el uno ha hecho los propósitos por el otro y como el otro. Son dos
catalanes. Mejor dicho, son dos profetas de Dios, que buscan, como la cierva, el agua viva y
que predican con fervor divino. Que sirven a Dios con alegría. Ossó lo escribió en singular,
aplicándose el salmo 99: “Sirvo al Señor con alegría”. Los dos congeniaron perfectamente. Y el
mayor confirmó al joven, cuyo futuro tal vez vislumbró a la luz de Dios. No es que nos conste,
pero no nos extrañaría demasiado, tratándose de San Antonio María Claret, que unos meses
atrás sintió en la iglesia de la Granja la voz de Cristo que le dijo: “Antonio, retírate”.
Enrique de Ossó recibió el subdiaconado el sábado de témporas, 26 de mayo de 1866.
Decía la misa el obispo Pantaleón Montserrat, gran devoto de la Virgen María y afectísimo al
Papa. No faltaría la presencia de monseñor Claret. Los ordenandos, revestidos con el alba,
fueron llamados por el P. Fermín Costa, rector del Seminario de Barcelona. Estaban situados
en la primera fila del templo delante de sus compañeros y familiares y frente al obispo, sentado
y con mitra. “Acercaos – les diría el rector – los que habéis de recibir el subdiaconado”. Y se
pusieron de pie.
- Enrique de Ossó y Cervelló, leyó el P. Costa.
- “Adsum” (aquí estoy), respondió con decisión, dando un paso hacia delante.
Era sábado, día de la Virgen María y en el mes dedicado a la Virgen. También el
reverendísimo P. Claret anotaba por aquellos días un catálogo de gracias recibidas de la Virgen
y acabada con un: “Creación entera, bendecid a María”.
Vino mi padre que actuó de padrino y mi cuñada, de madrina, mis hermanos y todos mis
tíos y demás parientes. Más de cuarenta. Fui a la Cueva de Manresa a buscar a mi
amigo íntimo, el P. Martorell, para que predicase él, porque lo habíamos acordado
desde que éramos estudiantes, y predicó un sermón precioso (que conservo), y que
encantó a todo el mundo.
Entre los amigos estaban también Manuel Domingo y Sol y Juan Bautista Altés. Y
también Altés califica de elocuente, de conmovedor y brillante el sermón. El P. Martorell glosó
las tres ideas de aquel día: el Rosario, Montserrat, la primera Misa. La primera Misa fue en el
altar mayor de la basílica, bajo los pies de la Virgen María, en el corazón de Cataluña. El
sacerdote Ossó fue siempre un buen catalán, a pesar de haber escrito, como la mayoría de los
publicistas de la época, en lengua castellana. Sólo siete años atrás, en los primeros Juegos
Florales de la Restauración, el mismo Milá opinaba que había que reservarse el castellano para
usos científicos; veinticinco años después se retractará. El caso de Ossó, en el contexto que
se ha de situar, no extrañará a nadie. Fue un sacerdote que nació en la Cataluña occidental y
que se fijó más en el interior de las almas que en la cultura, sin meterse en el problema que
surgiría más tarde. Ossó fue querido por todos los catalanes, incluso por aquellos que más
amaron la propia lengua, como Verdaguer y Collell. Pero el Espíritu de Dios que es amo y
distribuidor de los carismas, no le llamó a defender, como al obispo Torras y Bages, nuestra
sangre y tradiciones. No creo, sin embrago, que amase menos que el obispo Torras y Bages a
Montserrat, corazón de Cataluña, donde uno, el obispo, quiso recibir la ordenación episcopal, y
el otro, el sacerdote, quiso celebrar su primera misa.
La pedagogía de Ossó
En el Seminario de Tortosa le esperaban sus alumnos de Física. Tendrían que esperar.
Ahora son primero los de Vinebre, evidentemente. Pasó allí unos días, feliz y activo. Era aquel
Enrique que muchos habían visto jugar tantas veces en la plazuela del pueblo, o ir de la mano
del abuelo Antonio, el de los Rosarios de la aurora y los ojos tiernos, con una fe como la de
Abraham. Ya nadie le llamaba Enrique, sino Mosén Enrique de “casa de don Jaime de la
esquina”. El caso es que entusiasmó al pueblo bien pronto, como quien da una misión. Su
amigo Marsal asegura que leyó en el Archivo parroquial de Vinebre que Ossó instaló un altar y
una imagen de la Purísima en la iglesia de su pueblo natal. La fiesta fue extraordinaria y
provechosa, como una misión popular.
Pero el curso era el curso, y tenía que volver a Tortosa donde estaba, como el año
anterior, de profesor siendo aún discípulo. Seguramente interesa ahora más el profesor. Y
sobre todo, el sacerdote.
El profesor de la cátedra de Ciencias Físicas y Matemáticas, aunque esta materia no
parece que tenga relación alguna con la formación sacerdotal, tiene un papel importante en los
seminarios. Los alumnos, de hecho, suelen admirar mucho la ciencia concreta del maestro y si
– como en el caso de Ossó – se añade la seriedad y la simpatía exuberante, la encarecen más.
A falta de datos específicos de sus clases, conocemos ampliamente su pedagogía. La tesis
doctoral de Gloria Volpe analiza los apuntes de pedagogía de Ossó, fruto de una larga
experiencia educadora. Primeramente, ya con los niños de Vinebre durante el tiempo libre de
vacaciones; después, y sobre todo ahora, con los alumnos del Seminario de Tortosa. Según
Ossó el sistema educativo es el conjunto de principios y reglas aplicados a cultivar las
facultades del hombre para conseguirle su felicidad temporal y eterna. La educación tendrá
que ser graduada, continua, íntegra, progresiva y armónica, a imitación de la naturaleza que es
lenta y ordenada en las operaciones, pero es segura en los resultados. El gran teórico de la
ciencia de la educación había comenzado practicándola. También Jesucristo había actuado, y
después había enseñado, como dirá San Lucas en el prólogo de los Hechos de los Apóstoles.
El profesor de Matemáticas y Física era hombre de pocas reglas, de mucha exigencia, enemigo
de la improvisación, conocedor de lo que pretendía. Lo escribirá así más adelante: “La ciencia
ha de ser como la aguja que introduce el hilo de oro de la caridad y del amor en la religión”.
Me gusta que el profesor de Física y Matemáticas de los seminaristas, diga estas cosas
sin tapujos. Él está formando futuros sacerdotes, pero todo eso lo piensa igual para cualquiera,
sin que se le ocurra cometer un atentado contra la autonomía de la ciencia. Él, como el Dr.
Arbós, y como tantos otros, no eran precisamente unos apocados en las ciencias físicas.
1868-1869
Cerrado el Seminario, todo el curso en Vinebre
1869-1870
Profesor del Seminario y director general de la Catequesis
Las horas del mundo, por tanto, iban completamente desacompasadas con respecto a
las del Desierto carmelitano. Los militares exiliados en Canarias, Serrano y compañía, se
encontraron en Cádiz con el general Prim que volvía del exilio de Inglaterra. Acordaron la
destitución de la reina y formaron un gobierno provisional. Prim recorría la geografía española
entre delirantes aclamaciones. La reina, que veraneaba en San Sebastián, una vez conocida la
derrota del general Pavía en Alcolea, huyó a Francia, el día 29 de septiembre. El arzobispo
Claret, que volvía a ser su confesor, la acompañó.
Aquellos días fueron de locura en España. El anticlericalismo estalló por las calles, en
Madrid, Sevilla, Valladolid y en general en todas partes. Fueron asaltados los templos,
arrasados los conventos, algunos obispos fueron hechos prisioneros y deportados, como el de
Tarazona, el de Huesca, el de Teruel. En la ciudad de Prim, los defensores de la libertad
expulsaron a los carmelitas descalzos del convento y se lo derribaron. En la Selva, no
demasiado lejos, asesinaron, como verdaderos cafres, al P. Crusats, el mejor hombre de bien
de la comarca. En Tortosa, el Seminario fue arrebatado a la Iglesia a la mañana siguiente de
estallar la septembrina.
Ossó dice que llegó a Tortosa como pudo. Tal vez vio de cerca, desde el escondite del
piso de algún amigo, la mal orquestada manifestación dirigiéndose hacia el Ayuntamiento con
gritos orgiásticos: “¡Fuera los Borbones!” Un empleado les entregó las llaves de la Casa
Consistorial y allí mismo el ciudadano Manuel Bas asumió la presidencia de la Junta
Revolucionaria. El ciudadano Bas actuaba de prisa, sin contemplaciones. Al día siguiente, día 1
de octubre, se dignaba conceder a los jesuitas veinticuatro horas de tiempo para que
abandonaran la casa de Jesús. Asimismo, decretaba la suspensión de las clases del
Seminario y obligaba al obispo a entregar el Seminario a la Junta Revolucionaria. Proclamaba
la libertad de culto y de enseñanza. En el Ayuntamiento fue quemado el cuadro de la reina. Los
del “xumenené” – como llamaban los tortosinos a la Revolución de Septiembre- organizaron
desfiles militares y las bebidas corrían en abundancia. Las bebidas y los brindis. Sabemos que
quince días después, la Junta, con un gesto conmovedor, rebajó en una tercera parte el precio
del tabaco para todo el distrito de Tortosa. A Ossó esto le afectaría bien poco porque jamás
fumó y porque en aquellas horas ya no estaría en Tortosa, sino en Vinebre. Aquel mismo
octubre, la Junta declaró como bienes nacionales los de los jesuitas, y pronto convirtió su
inmueble en hospital. El 21 de noviembre una manifestación republicana recorría las calles de
la ciudad. Por otra parte, el alcalde juzgó que era un atentado a la libertad ciudadana el que
continuaran saliendo los sacerdotes con los monaguillos para llevar la comunión a los
enfermos, y lo prohibió. Para quien le interese, anotaremos que el nombre del alcalde era
Joaquín Aragonés. Y otra cosa aún más curiosa: un capitán de milicianos se presentó un día en
el palacio del obispo y le espetó lo siguiente:
- “Ciudadano Benito, entrégame las llaves de la iglesia de la Sangre, porque así lo
dispone el pueblo soberano” (1).
Apóstol en Vinebre
Mosén Enrique tuvo que pasarse todo el año en Vinebre. Pero no perdió el tiempo, ni
mucho menos, porque, como él decía, el sacerdote que puede decir misa jamás pierde el
tiempo. Oraba largamente. Enseñaba el catecismo y visitaba a los enfermos. En Vinebre,
donde no existían esas pasiones delirantes que había en Tortosa, la gente quería mucho a su
ejemplarísimo sacerdote. Algún día se llevaba a los niños hasta la ermita de San Miguel y les
hablaba de los ángeles de la guarda con palabra vibrante y con gran colorido plástico.
Predicaba y se explicaba muy bien y hasta su padre se alegraba por dentro, ya que no
exteriormente, de su hijo: “El capellà dels santets” (el sacerdote de los santitos), decía con
cierto tono de burla. En cambio los del pueblo, en general, se sentían orgullosos de mosén
Enrique y más de una vez lo echarían en falta. “¡Oh, si viviese mosén Enrique!” – dirían más
tarde los ancianos de Vinebre a las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús.
De momento, hacia primeros del año 69, los de Vinebre, aunque no pudieran comprar
el tabaco más barato, al menos podían comer un poco mejor que los de la ciudad de Tortosa,
consumida por el hambre y la miseria, aún en plena euforia de la Revolución. La furia decretista
del Ayuntamiento establecía el día 28 de enero el matrimonio civil de los tortosinos. El día 28
de marzo solicitaba, trascendentalmente, que los poderes públicos estableciesen la República
Federal. La Historia se ha ocupado más del Pacto Federal del 18 de mayo. Los tortosinos,
invocando “la causa santa de la revolución” (2), declaran también decididamente y con
profunda convicción que no piensan apelar a la fuerza popular contra las Cortes
Constituyentes, en caso de que se votase a favor de la monarquía, pero se quieren lavar
completamente las manos “convencidos de los males que inevitablemente ha de producir la
monarquía” (3).
Unas frases altisonantes redondean el manifiesto: “Estad seguros que haremos
imposible el restablecimiento de la tiranía, se realizarán nuestras patrióticas aspiraciones y
España se regenerará bajo la égida santa de la libertad y de la justicia” (4).
En Vinebre, mosén Enrique se podía haber hartado de reír. Pero era demasiado
honrado como para no entristecerse con indignación y ponerse a pensar largamente,
profundamente, por dónde había de ir la regeneración de España. La lamparita del Santísimo,
en la iglesia, le indicaba con claridad de dónde había de venir esa regeneración de España, de
la pobre España embadurnada con el vómito antirreligioso, como el de la cerda del adagio que
evoca la carta de San Pedro. ¿Cómo podríamos atenuar nuestro juicio ante la sesión de
blasfemias que se dio en el Congreso de la capital española el 26 de abril de 1868 tal como ha
pasado a la historia? El alcalde de Barcelona, el médico Suñer y Capdevila, se lució
valientemente en las Cortes Constituyentes, hablando de lo que no sabía; pero entonces todo
el mundo podía hablar con audacia contra la religión, como el señor Castelar, en aquel
grandilocuente discurso repleto de confusiones teológicas e incluso históricas. A Ossó, cuando
lo leyera en Vinebre en “El Brusi” o donde fuese, se le encendería la sangre. Y al acabar haría
la misma oración que Jesús: “Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen”. Las listas serían
larguísimas: abolición de las facultades de Teología por el ministro de Fomento; la presidencia
del ministro de Marina en el entierro masónico del brigadier Escalante; la orden del
Ayuntamiento de Barcelona de suprimir el culto católico público “a fin de que no haya colisiones
con otras religiones, ya que la Junta las tomaba bajo su protección”.
Enrique de Ossó repasaba todo esto aquel año, en Vinebre, junto a la buena gente de
su tierra. Gozaba de tiempo suficiente para hacer muchas cosas: preparar el sermón del
domingo, explicar la doctrina a los niños en la iglesia, porque ya no los tenía que reunir en el
rellano de la escalera de su casa como en los tiempos de seminarista ni imponerles silencio
para que no estropeasen la siesta de su padre. Mosén Enrique se hizo amo del pueblo. De los
corazones y de las almas del pueblo, sobre todo de los niños, la obsesión de toda su vida:
alguno de ellos, vinebrense, le seguiría más tarde hacia el Seminario de Tortosa y de allí
continuaría el vuelo hacia la Compañía de Jesús.
Pero tuvo que despedirse al acercarse el curso y cuando parecía que los disparates
empezaban a dar marcha atrás, aunque no fuese más que a pasos de pulga. Y dejó Vinebre.
Ya no vive nadie de los que vieron al sacerdote joven de “casa de don Jaime de la
esquina” aquel año 1869. Pero sí que saludé aún, en el año 1975, a una viejecita de Vinebre
que se acordaba de él.
- Abuela, ¿cómo era mosén Enrique de Ossó? ¿Se acuerda?
- Era “guapo”, me responde rápidamente.
Con la belleza y la gallardía corporal, pienso, pero sobre todo con la de dentro. Una
belleza como la de aquellas bandadas de niños con los que iba a la ermita de San Miguel y
cuyos ángeles están siempre contemplando el rostro del Padre celestial y sirven a la dulcísimo
Virgen María a la que mosén Enrique hacía amar tanto a los vinebrenses.
Ossó descendió a Tortosa y saludó al obispo de aquellos tiempos desastrosos. La
última noticia quemaba como un carbón ardiente: el presidente de los revolucionarios, Manuel
Bes, pronunció un clamoroso discurso en un mitin de afirmación del Pacto Federal. Los
milicianos esperaban órdenes en el cuartel o en la antigua iglesia de la Sangre. Pero en
Madrid, sin inmutarse demasiado, mandaron sencillamente que el gobernador desarmase a los
milicianos y que destituyese al Ayuntamiento de la ciudad. El día 10 de octubre volvieron a
salir, como deseaba el pueblo, las procesiones del Santísimo para llevar la comunión a los
enfermos.
EL PESO DE ROMA
1870
29 de mayo: Sale hacia Roma con su amigo Domingo y Sol
30 de junio: Regreso a Cataluña
1871
21 de mayo: Solemne clausura de la catequesis del curso
4 de junio: Romería al santuario mariano de Mig-Camí
En el Barrio de Pescadores
Lo que no vemos del sacerdote Enrique de Ossó explica, precisamente, aquello que
vemos: el dinamismo ardiente, organizador, triunfal. No es tan publicitario lo que no vemos,
como es la hora diaria de meditación con la que empieza el día, ya que él quiso siempre dar al
Señor las primicias, lo mejor de entre lo bueno. Esta frase él la refería a los objetos de culto
que era la única riqueza externa de su vida de pobre; pero la podría haber dicho también del
otro culto interior, cuando ofrecía lúcidamente a Dios la primera hora del día. La piedad de
Ossó – oración, confesión frecuente, exámenes, rezo pausado del oficio divino, rosario, etc. –
no se presta a grandes descripciones, si no es tal vez la misa, que era misa de obispo, y quiero
decir con eso, misa de pontífice canonizable. Ossó rezaba y enseñaba a rezar. Por eso podía
trabajar tanto, sin parar, y Dios le bendecía.
Acabó el curso de catequesis. Pero era necesario decirlo todo. Él, excelente general,
tuvo que hacer muchas veces de soldado raso, sobre todo en el barrio más difícil de Tortosa
que dicen que era el barrio de Pescadores. Allí se presentó Ossó con su sotana, bastante mal
vista en aquel barrio miserable, y con unos pocos catequistas que estaban dispuestos a que
les silbasen o les tiraran pedradas algunos chuiquillos osados, de los que suelen poner en solfa
lo que ven hacer a los mayores. Pero la energía y la dulzura de aquel sacerdote, su alegría
jovial, su conocida bondad – y la gracia de Dios en su interior – hicieron que pronto se ganara a
la chiquillería, e incluso a los mayores. A través de los niños conoció de cerca la terrible miseria
de sus padres y los inmerecidos abandonos de los pescadores. Él no era rico, pero siempre
tuvo los bolsillos agujereados. Mimó a los niños, se introdujo santamente en sus casas con las
manos siempre benignas y el corazón abierto; él y los de las Conferencias de San Vicente de
Paúl enseñaron la doctrina cristiana con convicción, con “parresía” que diría San Pablo y
salieron adelante. Sencillamente, amaron a los hombres en el Corazón de Dios, siempre el
primero, y así amaron a Dios en las almas – en los cuerpos y en las almas – de los hombres.
En menos de un año el Barrio de Pescadores fue perdiendo su mala fama, y ¡ay del que
hablase mal de mosén Enrique!
Viviendo el Vaticano I
Los dos peregrinos de Tortosa pasaron algunos ratos con su obispo Vilamitjana y
también tuvieron ocasión de saludar al obispo Claret, muy delicado de salud por aquellos días.
El día 31 de mayo, como se sabría después, había tenido una de las intervenciones más
emocionadas a favor de la infalibilidad pontificia en el aula conciliar.
Los dos sacerdotes regresaron a Cataluña en la primera semana de julio, con el
corazón más esponjado y repleto de fe, esperanza y amor. En la ciudad eterna los padres del
Concilio Vaticano I se preparaban para el acontecimiento eclesial del siglo – después de la
definición dogmática de la Inmaculada Concepción dieciséis años antes -: la definición de la
infalibilidad papal. La sesión conciliar fue el día 18 de julio. Cuentan los anales que en el
solemne momento de la aserción eclesial, penetró por la ventana un incisivo rayo de sol.
Los 533 obispos que habían votado el sí, y los dos que habían votado el no, alabaron a
Dios con grandes aplausos y lágrimas.
Pero, como se sabe, el Concilio tuvo que interrumpirse rápidamente a causa de la
guerra francoprusiana provocada por Bismarck. Las tropas francesas se retiraron de Roma y
las italianas entraban el día 20 de septiembre. Pío IX se consideró prisionero en el Vaticano,
mientras Víctor Manuel II instalaba la capital de Italia unida a la misma ciudad de Roma. Le
cayó encima la excomunión. Los católicos de todo el mundo se dolieron profundamente de la
humillación y los ultrajes al augusto prisionero, tan aplaudido en la primera parte de su
pontificado como vejado después por el anticlericalismo militante y grosero de aquella dolora
época.
El regreso del apóstol y catequista
En España tampoco iban demasiado bien las cosas. En el aspecto político, había
nueva Constitución desde 1869. Serrano se había convertido en el Regente de la monarquía y
Prim, presidente del Gobierno y enemigo acérrimo de todo tipo de república para España,
buscaba un rey por esos mundos de Dios. Era aquel un tiempo de grandes disturbios sociales,
de ásperos libertinajes, con reacciones federalistas y republicanas en Cataluña, Aragón y
Valencia. La villa de Gracia se sublevó y fue bombardeada. Los carlistas se organizaron bajo la
égida de Carlos VII. La reina Isabel II firmaba en junio de 1870 la renuncia a favor de su hijo
Alfonso XII. Finalmente, el General Prim convenció al segundo hijo de Víctor Manuel para que
se dignase aceptar el ser monarca de los españoles. Amadeo de Saboya, el nuevo rey, le
devolvió la visita en uno de sus primeros actos al entrar en Madrid: era la visita al cadáver de
un asesinado el día 27 de diciembre de 1870.
Mientras tanto, en Tortosa, había comenzado el nuevo curso 1870-71. Mosén Enrique
de Ossó, catedrático de Física y Matemática en el tercer curso de Filosofía, tuvo que atender
como en el año anterior, al mismo tiempo, la obra de la catequesis. Las circunstancias le
lanzaban al combate, pero con unas armas más limpias que las del adversario. El
Ayuntamiento de Tortosa se las ingeniaba para manifestar su odio a las instituciones
eclesiásticas. El día 24 de octubre de 1870 el alcalde prohibía de nuevo que los sacerdotes
llevasen públicamente el viático a los enfermos. Quince días antes, el día 9, se celebraba con
bombo y platillo la primera boda civil. Se oían continuamente expresiones de burla y blasfemias
por las calles de Tortosa. Ossó reorganizó el blanco ejército de los niños que ponía una nota de
color en la ciudad cada tarde de fiesta. Los niños y sus madres hablaban entusiasmados de
aquel sacerdote joven que era el alma de todo. Los catequistas cumplían al pie de la letra,
urgidos por el P. Director de la Obra, el artículo 49 del Reglamento:
Mostrad a los niños un amor efusivo, como Cristo Jesús, el mejor catequista, el modelo
divino, que abrazaba, bendecía y acariciaba a los niños. Con los niños debéis ser serios
en general y cariñosos con cada uno en particular; con las niñas, sed accesibles y
afables con todas en general, pero serios y reservados en el trato de cada una en
particular.
Copio la anécdota de una de las alumnas de la catequesis que la relató años después.
Es una historia muy blanca, un villancico de nieve como los blancos copos que caían sobre
Tortosa aquel año, el día 28 de diciembre. Éstos eran los soldados de Ossó: los niños y niñas
inocentes.
Por San José, los niños de la catequesis llegaron a ser mil doscientos, distribuidos en
ocho secciones que correspondían a ocho partes o barrios de la ciudad. El Barrio de Jesús, por
ejemplo, agrupaba a unos doscientos niños en una misma sección. El barrio de Pescadores, el
terrible barrio de Pescadores, veía pasar cada fiesta a una multitud de niños que cantaban a
todo pulmón por las calles canciones religiosas. Lo explica el mismo Ossó en la Guía del
Catequista:
El barrio de San Pedro, o de Pescadores, que era el que más se había distinguido por
los cantos impíos, es hoy el más notable por su fervor religioso. Yo creo que uno de los
principales medios de este cambio ha sido el canto. Se oyen día y noche cantos de
plegaria a María Inmaculada…Se canta guerra a Lucifer en todo momento.
- Esto es un cielo, decía una anciana.
El aire de fiesta embalsamaba la ciudad de octubre a mayo. El obispo Vilamitjana llegó
a decir: Mosén Enrique es mi brazo derecho.
1871
Colabora en la revista “El Amigo del Pueblo”
1872
15 de julio: Firma el libro “Guía práctica del Catequista”
Octubre: Primer número de la revista “Santa Teresa de Jesús”
Vacaciones aprovechadas
Sospecho que en el verano de 1871 Enrique de Ossó se encerró una temporada en
Nuria para hacer los Ejercicios anuales y poner un paréntesis de distensión en el hormiguero
batallador del curso. Se llevaría trabajo de apuntes y papeles para ir elaborando uno de los
mejores libros, que publicaría al año siguiente. En la carta que escribe a mosén Lorenzo desde
Puig-reig, más debajo de Berga, el día 21 de agosto, menciona medallas y rosarios de Nuria
que piensa repartir. No he podido averiguar qué fue a hacer a Puig-reig. Seguramente algún
compañero del Seminario de Barcelona le había llamado para que fuese a predicar en la fiesta
de la Virgen de agosto o incluso antes. Para él invitarle a predicar era como invitarle a una
boda. Nos consta que había predicado durante un novenario de Ánimas en Almatret, en el
Segriá, no demasiado lejos de Vinebre, probablemente por noviembre de 1868 cuando la
septembrina le privó de sus alumnos; después tendría que aprovechar los veranos.
Leo en la carta dirigida a mosén Lorenzo:
Creo que es mejor ir de Lérida a Serós en el coche y desde allí a Almatret a caballo,
pasar en Ribarroja los últimos días de la fiesta mayor, ver a mi hermana, y luego
dirigirme a Vinebre, porque es la fiesta mayor el día 29. No habiendo estado en todo el
verano es más conveniente pasar antes por casa y saludarlos a todos. Puedes contar
con los sermones y pláticas que quieras y sobre lo que quieras.
Llevaré algunas medallas y rosarios de Nuria, estampas, etc., y todo se podrá repartir
ad maiorem Dei gloriam. En Lérida, probablemente compraré medallas y alguna
estampa aunque ya estoy mal de fondos después de un viaje tan largo. Pero no hay que
preocuparse, que San José proveerá…Hoy mismo escribo a Barcelona para que me
manden 200 medallas…Salud y gracia en Jesús, María y José. Tuyo, Enrique,
presbítero.
Parece ser que pasó buena parte de septiembre por aquellas soledades del Monsant
bello y agreste. La carta a mosén Lorenzo indica su disponibilidad para los tres primeros
domingos, hasta el 17, con grandes deseos de dejar establecidas allí la devoción a San José
que “es sencilla, popular y muy provechosa”. El entusiasmo por San José no era una cosa
nueva en él. Se lo infundiría, probablemente, su buenísima madre o el abuelo Antonio de
Vinebre y también su otra madre, Teresa de Jesús, que sabía que iba a necesitar mucho su
protección e incluso fondos durante su vida constructora y edificante. Y me refiero a su vida de
hombre de Dios que se echa de cabeza y con confianza en los brazos de aquel que comparte
el título de padre del Hijo de María con el Padre del cielo que alimente gratuitamente a los
pájaros del bosque y a los lirios del campo.
Y volvamos a Tortosa hacia la segunda mitad de septiembre de 1871. Los
seminaristas, aún en casa, estaban a punto de inaugurar el curso y la catequesis habría de
encarrilarse para la nueva campaña. Enrique de Ossó llegaría alrededor del día 20. Con todo,
el Espíritu Santo le impelía ahora hacia otro campo complementario: el campo de la pluma que,
a partir de 1872, ya no se le caería de las manos. No hay duda de que Enrique de Ossó es uno
de los sacerdotes que más ha escrito en toda España durante la segunda mitad del siglo
diecinueve. Durante aquellos meses comenzó la redacción de su primer libro, muy pensado,
querido y experimentado: la Guía Práctica del Catequista, que entregará al editor en el verano
del 72.
El libro es un ensayo, vivo y exuberante, lleno de erudición y al mismo tiempo
contagioso de amor a Cristo, el primer catequista, cuya doctrina nos transmite la Iglesia siglo
tras siglo. Habla de la importancia, las ventajas, la finalidad y los medios de una catequesis
digna, con observaciones eminentemente prácticas sobre todo en los últimos capítulos que le
acreditan como pedagogo extraordinario. Es de destacar el amplio abanico de lecturas que
tiene Enrique de Ossó. Además de la Sagrada Escritura, con San Pablo ocupando un lugar de
honor, el autor confirma sus ideas con palabras de San Agustín, Santo Tomás de Aquino, San
Bernardo, Santa Teresa de Jesús, San Francisco de Sales, San Carlos Borromeo, como
también de Fenelón, Segur, etc. Se percibe su aliento sacerdotal en cada página y un tono de
absoluta convicción.
Una vez – explica Ossó, catequista cien por cien – se reunieron muchos sabios para
deliberar cómo poner remedio a las malas costumbres públicas. Uno de los asistentes lanzó
una manzana podrida en medio del círculo y preguntó: “¿Qué remedio encontráis para convertir
en buena esta manzana?”.
- Imposible, le respondieron.
- Pues escuchad el secreto, sabios. Aprovechad la semilla y volvedla a plantar en
buena tierra.
A lo largo del libro, de 300 páginas, repite una y otra vez su lema de formación
catequética para que quede bien remachado: que Jesús viva en los niños y que en ellos muera
el pecado. ¡Viva Jesús, muera el pecado!
Ossó aprovechó todo aquel curso 71-72 para inculcar, reexperimentadas, las ideas de
su libro. Lo terminaría de ultimar incluyendo la versión del tratado de Juan Carlos Gerson (que
fue suprimida en la segunda edición): “De parvulis trahendis ad Christum”, y escribiendo unas
páginas de prólogo sobre la génesis del libro. Finalmente, añadió el Reglamento de la
Asociación catequística de Tortosa, los evangelios de las fiestas, una selección de devociones,
de cantos, y de música. Lo firmó el día de San Enrique, emperador, la vigilia de la Virgen del
Carmen de 1872. No hace falta decir que la obra va dedicada con agradecimiento a los niños
de las doce secciones de catecismo de Tortosa.
Ayer leí “El Hombre”, infame semanario de Tortosa que vuelve a aparecer. Su primer
artículo es Guerra a la fe divina. Por tanto es urgente que vuelva a aparecer también “El
Amigo”. Si puede ser esta semana, mejor. Si quieres, el artículo de fondo corre por mi
cuenta.
Más publicaciones
Pero Enrique de Ossó ya ha empezado la tentadora carrera de la pluma. Tiene en
proyecto dos pequeñas obras de devoción: una novena de San José y una selección de
máximas de Santa Teresa de Jesús. Una y otra aparecerán, en efecto, al terminar el año 1872.
Ambas se relacionan más de lo que parece, como de hecho se relacionaban el santo esposo
de la Virgen María con la santa virgen abulense Teresa de Jesús. Ossó pedirá al uno que
prepare los caminos de la otra, revivida en las páginas de una revista teresiana cien por cien.
Pero vayamos por partes.
La novena que escribe sobre San José obedecía probablemente a un deber de
gratitud, o quien sabe si a una promesa hecha en la cabecera del lecho de su sobrinito
moribundo. Sospecho que ésta es la causa inmediata. Pero ya desde hacia mucho tiempo San
José despertaba en Ossó una emotiva resonancia en el fondo de su corazón. Cada domingo
era su fiesta josefina íntima. También cada día 19, pero ésta ya más solemne, como cada día
15 lo era de Santa Teresa de Jesús. En la posdata a la carta a Domingo y Sol le recuerda
amigablemente la fecha: “El día 19 es San José. No se olvide la misa por mi intención. Ya se lo
pagaré”. La carta es de julio. A medida que pasa el tiempo, la confianza en el santo Patri