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JUAN GABERNET, S. J.

UN

CONTESTATARIO

LEAL

ENRIQUE DE OSSÓ Y CERVELLÓ

PÓRTICO

del Emmo. Sr. Cardenal-Arzobispo de Barcelona

DR. NARCISO JUBANY

Traducción de Mª Victoria Molins, stj


y Mercè Basté, stj.
PRÓLOGO

El siglo diecinueve fue, sin duda, rico en acontecimientos que sacudieron la vida
política de España. Y no fue, precisamente, la paz religiosa una de sus características; al
contrario, las luchas ideológicas se caracterizaron por una dolorosa confrontación entre las
orientaciones de la Iglesia y las corrientes de un pensamiento liberal nacido de la Revolución
francesa y traducido en nuestro país por un anticlericalismo exacerbado.
A pesar de todo, el siglo XIX cuenta con grandes hombres de Iglesia. El sacerdote de
Vic, Jaime Balmes, es un claro ejemplo. Y también, aunque en otro ámbito, lo fueron San
Antonio Mª CLaret y Santa Joaquina de Vedruna, por citar solamente religiosos catalanes con
proyección apostólica más allá de nuestras fronteras.
Tal vez, como consecuencia de las luchas ideológicas de la época, surgieron en
Cataluña no pocas Instituciones y familias religiosas cuyos miembros se dedican con
preferencia a la educación cristiana de la juventud o a la ayuda material y gratuita de los pobres
y enfermos. Fue como si la sequía de un verano demasiado largo espoleara el terreno – tan
necesitado del rocío de la acción cristiana – para que resurgiera con una fecundidad
inesperada, casi se diría, milagrosa.
Justamente a mediados del siglo XIX nació, también en Cataluña, el sacerdote
tortosino Enrique de Ossó y Cervelló. Nacido en la comarca de la Ribera, conoció la vitalidad
de Barcelona – centro vital de Cataluña – y palpó allí lo que era la época en que le tocó vivir.
Sobre todo, intuyó las necesidades del momento.
Fue inmensa la tarea realizada en su vida sacerdotal. Ha sido llamado “precursor de la
Acción Católica”. Y es que la formación de la juventud – hoy llamaríamos evangelización – le
preocupó extraordinariamente. Y, más allá de su acción personal, concibió la que había de ser
su obra predilecta: fundar una Congregación religiosa esencialmente educativa. Es lo que, con
toda razón, más le interesó. Así vamos nacer la Compañía de Santa Teresa de Jesús.
Enrique de Ossó fue un gran entusiasta de la Escuela cristiana. Vio en ella el medio
más adecuado para cristianizar a la juventud. Es cierto que las realidades terrenas – por tanto
también las ciencias y las artes – gozan de autonomía, puesto que poseen unos valores que
les son propios. Pero también es verdad que, por estar comprometidas en la construcción del
mundo, no pueden ni prescindir ni apartarse de Dios según el pensamiento cristiano.
Dejando a un lado de momento todo lo que hace referencia a la enseñanza de la
Religión en el ámbito de la escuela, sería un grave error pensar que se puede concebir una
formación integral del hombre olvidando su vocación trascendente. La orientación de las
realidades profanas a la educación de la fe es de orden vital y dinámico y puede conciliarse
perfectamente con el respeto a la autonomía de esas mismas realidades.
Por eso es preciso que la escuela cristiana sea reconocida como una aportación
específica de la Iglesia al perfeccionamiento del hombre y también a la construcción de una
sociedad donde la convivencia sea pacífica y respetuosa.
Por otra parte, hay una relación casi natural entre la enseñanza religiosa y la profana.
La visión de fe se extiende a todo el hombre; porque el cristianismo no es sólo una doctrina que
es preciso aprender, sino una vida que lo inspira todo, lo asume todo, y que está llamada a
manifestarse en todas las expresiones del saber y del existir humanos.
Enrique de Ossó comprendió en su tiempo la importancia de la Escuela cristiana. Y
para hacer real esta inquietud, puso en ella todo su entusiasmo apostólico. Hoy esta
importancia sigue teniendo una actualidad innegable. Porque las razones fundamentales que la
justifican se mantienen intactas. De hecho son perennes, se encuentran en la raíz de la misma
naturaleza de las cosas.
Los miembros de la Compañía de Santa Teresa de Jesús siguen actualmente el mismo
camino trazado por su Fundador. Su tarea fundamental es la educación de la mujer. Por ella
entregan su vida con una generosidad indiscutible. Y lo hacen con un sentido cristiano y una
competencia profesional innegables, esforzándose día a día por conseguir el perfeccionamiento
pedagógico que requiere el momento actual. Corre por sus venas el espíritu del Fundador que
vivifica, sin omisiones de ningún género, la actividad de las religiosas.
El Fundador quiso dar una gran solidez a la personalidad de los miembros de la
Compañía de Santa Teresa. Los formó en una espiritualidad firme y abierta al mismo tiempo.
Buscó la fuente de esta espiritualidad en la gran doctora de Ávila. De hecho Enrique de Ossó
fue un hombre enamorado de Santa Teresa. Profundizó en su espiritualidad, la asumió, la
estimó y la comunicó a sus religiosas.
Recuerdo que, hace algún tiempo, tuve el gozo de visitar en Tortosa el convento de
monjas carmelitas descalzas de aquella ciudad. Nuestro sacerdote Enrique de Ossó había
contribuido decisivamente a su fundación. Aún más, cada día contemplaba aquel convento
como la niña de sus ojos, como si se tratara de su más preciado tesoro. Y me convencí
entonces de que la contemplación cotidiana de aquel monasterio – en donde las religiosas
siguen fidelísimas a su Madre Santa Teresa – le había animado a poseer más plenamente su
espiritualidad para comunicarla después, en la vida activa, a los miembros de la Compañía que
él había fundado.
La tarea del Beato Enrique de Ossó y Cervelló ha sido grande y fecunda para la Iglesia.
Estoy seguro de que sus hijas – que lo veneran como a su padre en Cristo – seguirán siempre
fielmente el camino que él les trazó como educadoras de la juventud femenina en la escuela
cristiana.
La obra de Enrique de Ossó es de plena actualidad. A través de la Compañía de Santa
Teresa es un árbol capaz de dar aún el ciento por uno. Y quizá hoy más que nunca.

Deseo, lector, que este libro llegue a tus manos, y te ayude a captar la riqueza de la
gran personalidad apostólica de uno de los más grandes sacerdotes catalanes del siglo
pasado.

+ NARCÍS JUBANY
Cardenal-Arzobispo
de Barcelona

27 de diciembre de 1978.
INTRODUCCIÓN
Cuando la M. Saturnina Jassá, a sus 75 años, fue llamada a declarar en el proceso de
beatificación del sacerdote Enrique de Ossó, fundador de la Compañía de Santa Teresa de
Jesús, empezó su larga exposición sobre la vida y virtudes del Padre con estas palabras:

Sé muchas cosas de la vida y virtudes del Siervo de Dios. Le profeso una especial
veneración, con toda mi alma, con todo mi corazón, porque lo considero santo y también
por agradecimiento al Instituto por él fundado. Deseo mucho, mucho, mucho, la
beatificación del Siervo de Dios y la procuro con toda mi alma para gloria de Dios en su
Siervo. La procuro con la oración, trabajando lo que puedo y haciendo que otros
trabajen para que el Siervo de Dios sea glorificado si así place a la voluntad divina.
Vengo a prestar declaración con todo gusto, con toda alegría, con toda esperanza.

Estas palabras de la mujer que más conoció y amó al Padre y a la que el Padre
seguramente más conoció y amó en este mundo, cuyo proceso de beatificación está también
en marcha, quiero que abran la biografía de este “leal contestatario” de la Iglesia del siglo XIX
en Cataluña.
Cuando murió, en 1896 pasaban ya de cien mil las jóvenes asociadas a la obra que él
fundó. Sus hijas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, de las cuales la M. Saturnina fue la
primera Superiora General, trabajaban magníficamente en treinta colegios de Europa, África y
América. El cerebro de todo aquello era un hombre nacido en la Cataluña occidental y formado
en las diócesis de Tortosa y Barcelona. A excepción del Padre Claret o del Padre Coll, no creo
que haya en todo el siglo otro hombre como él en Cataluña.
Al beato Enrique de Ossó, muy probado por la “contradicción de buenos” en los quince
últimos años de su vida, le ha llegado la hora de salir de la oscuridad en que le habíamos
metido sus hermanos. Se diría que los catalanes nos hemos dejado arrebatar a este sacerdote
de nuestra tierra, de alma más grande que el mundo – como dijo alguien de San Ignacio de
Loyola – más grande, sin duda, que Cataluña y que España, que América, de Panamá hacia
arriba y de Panamá hacia abajo. Moldeado por Teresa de Jesús, pero metido hasta la médula
en el corazón de Cataluña, bajo el manto de la Virgen de Montserrat visitada docenas y
docenas de veces, Enrique de Ossó recibió de Dios el don de echar las redes y sacarlas
repletas de almas. Quien entraba en contacto con el sacerdote de Vinebre, bien pronto
pertenecía al círculo de los amigos de Cristo. Gaudí es un ejemplo. Y, como él, tantos otros.
Ossó fue siempre el sacerdote entregado a su ministerio a tiempo pleno, se diría que
explotado y exprimido al máximo, “alter Christus”, guía, maestro, y santificador del pueblo de
Dios.
Enrique de Ossó tuvo que moverse en tiempos difíciles durante los cincuenta y cinco
años de su vida: un tiempo relativamente breve, repleto de sueños alcanzados y bendecidos
por aquel Dios del que se recibe según la medida – y más allá de la audaz medida – de lo que
se espera. En cincuenta y cinco años, desde 1840 hasta 1896 pudo haber conocido tres Papas,
pero sólo vio a dos: conoció los larguísimos pontificados de Pío IX y de León XIII, introducidos
por el más breve de Gregorio XVI que murió cuando Ossó contaba seis años. Obispos, conoció
y experimentó a más. Dejando a un lado los paréntesis dilatados y sorprendentes de los
vicarios capitulares de tantas diócesis españolas de aquella época, el primer obispo que
conoció el seminarista Ossó fue Damián Gordó Sáez, que murió la víspera de navidad de 1854.
Su inmediato sucesor, Gil Esteve, en el año 1858, gobernó seis meses y Miguel Pratmans, el
obispo siguiente, un año incompleto, en 1860. En cambio el pontificado de Benito Vilamitjana
se extendió desde 1862 hasta 1879: de manos de él recibió Ossó la ordenación sacerdotal. El
obispo Aznar, del 79 al 93, en el tiempo del doloroso calvario del Padre Ossó. Finalmente,
Pedro Rocamora hizo su entrada en Tortosa en 1894. Pero además de los obispos de su
diócesis, Enrique de Ossó trató con tres obispos de Barcelona, excelentes hombres de Dios:
Pantaleón Montserrat, sencillo y popular; el insigne Dr. José María de Urquinaona, de 1878 a
1883. Y finalmente, uno de la tierra, el obispo Jaime Catalá, buen amigo y admirador del Padre
Fundador de la Compañía de Santa Teresa de Jesús.
En el área civil de las primeras magistraturas, hubo una proliferación tal de reyes y
presidentes que resulta casi cómica: dos reinas regentes, una reina y dos reyes titulares, cuatro
presidentes de república y dos gobiernos provisionales. La primera reina regente, la viuda
María Cristina de Borbón, marchaba hacia el exilio al día siguiente de nacer Enrique de Ossó; y
la otra, María Cristina de Austria, era reina regente cuando murió. Su madre política, la reina
Isabel II también había tenido que huir a Francia; el Rey Amadeo marchó asqueado, Alfonso XII
murió muy joven y los cuatro presidentes de república pasaron por el gobierno como gatos
sobre brasas, meteoros desgraciados. La verdad es que Enrique de Ossó no tuvo mucha
suerte en el cuadro político de su tiempo.
Pero yo no pretendo escribir la historia de una época, sino la biografía de un hombre de
carne y hueso, lleno de espíritu.
Empecé a amarlo en cuanto lo conocí, incluso antes, cuando, entre aquellos libros
negros que repasaba mi madre, había uno que se llamaba “El cuarto de hora de oración”.
Nunca he sabido de dónde lo sacó ni si lo compró o se lo regaló algún alma tan piadosa como
ella. Sólo mucho después asocié yo el nombre de Enrique de Ossó, sacerdote, con el fundador
de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, cuando allá por el año 1960 di Ejercicios a una
imponente comunidad de religiosas en el noviciado de Jesús, en Tortosa. Allí pusieron en mis
manos la biografía castellana escrita por el que más tarde había de tratar como arzobispo de
Barcelona y después cardenal arzobispo de Toledo, el Dr. Don Marcelo González Martín. Aún
conservo algunas notas de la lectura de aquel libro excelente que instruye, edifica y agrada. He
de decir también que, desde entonces, no sabría pasar por Tortosa sin subir a Jesús para rezar
un rato ante el sepulcro del sacerdote que se gloriaba en vida y en muerte de ser hijo fiel de la
Iglesia. La verdad es que jamás se glorió, sino que sufrió un verdadero martirio, teniéndose que
plantar, primero ante su propio padre, ya a los catorce años, y después teniendo que decir que
no a monjas y superioras generales, a sacerdotes, obispos y arzobispos, magullado por la
contradicción de buenos, según la frase de Santa Teresa de Jesús. Enrique de Ossó tuvo que
ser contestatario, un honrado y auténtico contestatario de la Iglesia del siglo XIX, cuidadoso en
extremo de que jamás brotara de sus labios o saliera de su pluma ni una sola palabra contra la
verdad ni contra la caridad. Amó a la Iglesia y al Papa con delirio. No es preciso más que abrir
al azar la revista que dirigió mensualmente durante un cuarto de siglo para darse cuenta de
ello. Y no es que la Iglesia le mimara siempre, ciertamente; porque en la Iglesia hay santos y
pecadores, y los pecadores hieren a menudo más de lo que sería de desear. Incluso, alguna
vez, los santos, si no vigilan mucho.
Han tenido que transcurrir muchos años, como ciertamente adivinó (y me atrevería a
decir que desgraciadamente acertó) el insigne monseñor Della Chiesa, futuro Papa Benedicto
XV, gato viejo en materia canónica, pronosticando las dificultades de beatificación que tendría
un hombre tan discutido.
Pero ha sonado la hora de Dios. Roma, que jamás tiene prisa, la Iglesia institucional,
que no es otra cosa que el Cuerpo Místico de Cristo, ha examinado a conciencia la ingente
producción escrita de Enrique de Ossó, ha estudiado minuciosamente las situaciones de una
de las vidas más dinámicas del siglo XIX y ha querido aunar su voz a la voz entusiasta de la
primera Superiora General de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, Saturnina Jassá, brazo
derecho del Padre Fundador.

Para escribir esta biografía del beato Enrique de Ossó y Cervelló he contado con una
riquísima documentación. He procurado aprovecharla suficientemente, como un leñador que
hace leña en un gran bosque de robles: ahora corta una rama, ahora un árbol, ahora ata un
haz. Pero el bosque, recorrido de parte a parte, continua colosal.
Enrique de Ossó y Cervelló hizo correr ríos de tinta, como el obispo Tostado. Puedo
asegurar que no he dejado de leer nada de lo que la Compañía de Santa Teresa de Jesús puso
a mi alcance: la colección completa de la revista mensual “Santa Teresa de Jesús”, desde
octubre de 1872 hasta el año 1896, así como todos sus libros, empezando por la “Guía práctica
del catequista” (1872) y continuando por el que llegó a ser un “best seller” de aquellos tiempos:
“El cuarto de hora de oración”. Los directorios y devocionarios, apuntes y novenas, la selección
de cartas, etc., que suministran datos básicos de gran interés. Se puede ir siguiendo con un
poco de atención, casi día a día, los pasos de este hombre de Dios durante los últimos treinta
años de su vida que se cierra a los cincuenta y cinco y medio. La documentación es realmente
amplia.
Recientemente han aparecido también (Roma 1977) algunos fragmentos inéditos en
los tres volúmenes de “Escritos de Don Enrique de Ossó y Cervelló”, que facilitan en gran parte
la tarea investigadora.
Por otra parte, los dos gruesos volúmenes de los Procesos de beatificación, con todos
los testimonios de los que convivieron con él, iluminan en gran manera el peregrinaje terrenal
de este hijo de Vinebre. Pero he de confesar que en esta mina de los procesos he dejado aún
mucho oro reluciente.
Por último, he tenido muy en cuenta las biografías castellanas, la tímida y prudente de
Juan Bautista Altés, el amigo fiel entre los fieles del P. Ossó y la vigorosa, amplia y cincelada
del Dr. Don Marcelo González Martín.
He elegido para mi libro el camino de la narración más o menos inundada de
sentimientos, al servicio del pueblo sencillo que fácilmente omite la letra pequeña de las
referencias eruditas. Ni una sola nota en todo el libro. Las he dejado olvidadas en los desvanes,
entre mis fardos de papelotes y fichas que llegan a un millar, pero he creído, lector benévolo,
que de momento no era preciso encender pequeñas hogueras junto al calor de una vida como
la del beato Enrique de Ossó y Cervelló.

He querido poner también mi grano de arena, aunque sea con letras pequeñas y
rápidas, como la grafía taquigráfica y veloz del Padre, para revelar el “currículum vitae” del
beato Enrique, sacerdote, catalán, mariano, teresiano, contestatario, leal y muchos etcéteras y
etcéteras de una vida riquísima y, como la Madre Saturnina, vengo a presentar declaración
“con todo mi gusto, con toda mi alegría y con toda mi esperanza”.

EL AUTOR

Barcelona, 27 de enero de 1978.


1

EL DOBLE NACIMIENTO

1840
15 de octubre: Nace en Vinebre Enrique de Ossó y Cervelló

La casa de “D. Jaime de la esquina”


Enrique de Ossó y Cervelló nace en Vinebre el 15 de octubre del año de gracia 1840.
Vinebre es un bello pueblo situado en la margen izquierda del río más grande que
fertiliza la tierra catalana. Pertenece geográficamente a la Comarca del la Ribera del Ebro,
semejante a una cuña verde hendida por las aguas plateadas del río, entre las comarcas
denominadas “Terra Alta” y Priorato. Hacia el norte, atravesando el Ebro, nos encontramos con
Flix, la capital de la comarca. El niño nacido en este mes de octubre, ya de mayor, comparará
su pueblo con una blanca paloma junto a la ribera.
Hoy Vinebre es más pequeño que entonces. Y ya entonces no era demasiado grande.
Superaba el millar de habitantes cuando nació Enrique de Ossó a pesar de ser uno de los
pueblos más pequeños de aquellos alrededores. Flix, García, La Torre del Español y sobre
todo Ascó, al otro lado del Ebro, tenían mucha más población. Pero Vinebre parecía tener más
vida, con su zona de verdor que asegura el agua del río, su complemento de secano enjoyado
por olivos y almendros y sobre todo con sus hermosas y ricas viñas que dan un vino blanco
muy apreciado. Por aquella época podían verse aún cantidad de norias con sus asnos de ojos
tapados, dando continuas vueltas alrededor, pacientes y perezosos, acostumbrados al tintineo
de los cangilones derramando agua en los surcos de los huertos.
Vinebre es un empedrado de calles y plazoletas con casas de campo, generalmente de
dos pisos. Casas espaciosas con su bodega y sus desvanes. Algunas tienen nobles fachadas
con escudo y todo. La casa de “D. Jaime el de la plaza”, la de los tíos de Ossó, conserva aún
ahora, esculpido sobre el dintel de la puerta, el escudo “pairal” de los Ossó: a un lado el oso y
el pino doncel; al otro, las cuatro barras catalanas. “Ca don Jaime de la esquina”, la casa en
donde nació Enrique, está un poco más allá, junto al camino de Ascó, aunque dentro aún del
pueblo. Tiene dos entradas y una gran bodega en donde los niños podrían jugar a ladrones y
policías alrededor de una enorme tinaja construida de una sola pieza.
Se conservan algunas cosas del tiempo de Enrique, aparte de la sala, la cocina, las
habitaciones y las ventanas. Hace más acogedor el hogar un hermoso banco de la época junto
a la chimenea de cuya boca penden los pucheros.
El suelo se conserva intacto. La casa, propiedad de las hermanas de la Compañía de
Santa Teresa de Jesús, perteneció hace cien años a un “externo” de los “Ossó de la plaza”.
- Externo o segundón – me aclara el cicerone leyendo la extrañeza en mis ojos.
El segundo se llamaba Jaime, uno de los ocho hermanos nacidos en casa de “don
Jaime de la plaza”, tal vez de las más señoriales de Vinebre, y bautizados todos en la iglesia
del pueblo dedicada a San Juan Bautista.
- ¡Bien! Si es así, el día 24 de junio tendrán una doble fiesta mayor.
- No, en junio no. Aquí la celebramos el 29 de agosto, por la Degollación de San Juan.
Al menos, hasta ahora.
El señor Miguel Vieto me lo ha explicado todo de pe a pa. Tiene setenta años, pero
nadie le echaría más de sesenta. Conoce bien todo lo que dice y no calla nunca. Campesino,
escultor. Una enciclopedia viva. No hubiera podido encontrar mejor cicerone. Recorrimos
Vinebre bajo un sol de julio que caía de pleno. He de confesar que aquella mañana de julio es
cuando hice el firme propósito de hablar de Enrique de Ossó y Cervelló a los lectores, desde el
momento de su nacimiento.

Una fecha discutida


La madre de Enrique había nacido también en Vinebre, en “Can Butxaca”, una casa
rica y señorial como la de los Ossó, con esa nobleza que poseía el área agrícola del primer
tercio del siglo XIX.
Tenían muchas fincas – observa el cicerone – y eran muy piadosos. Por Santa Lucía
hacían celebrar una misa y luego repartían coca bendecida a todos los asistentes.
Me detuve un instante ante la casa: a la entrada había un manojo de mimbres y un
trabajador sentado trenzaba cestas y caracoleras silenciosamente.
Entramos en la iglesia a saludar a San Juan Bautista, el degollado por el cobarde
Herodes, e hicimos la genuflexión ante el Santísimo. Quise rezar una salve pensando en las
veces que la recitaría y enseñaría Enrique de Ossó y Cervelló, del que había de escribir su
biografía.
Durante la guerra del 36 se quemó toda menos las piedras del inmueble con el
campanario, que está a un lado. Allí estaban, bajo el enlosado, las tumbas de los Cervelló. A la
izquierda se encontraba y aún se encuentra el baptisterio. Allí bautizaron a Enrique de Ossó el
día 17 de octubre de 1840. De ello da fe el párroco de Vinebre, mosén Lorenzo Beltrán.

Bauticé solemnemente, de acuerdo con el ritual, a un niño a quien puse los nombres de
Enrique y Antonio, que nació a las siete de la tarde del día anterior, hijo legítimo y
natural de los consortes, Sr. Jaime Ossó y Sra. Micaela Cervelló, naturales y vecinos de
Vinebre.

Por la partida de Bautismo nos enteramos de que los abuelos por parte de padre se
llamaban Jaime Ossó y Mariana Catalá, nacida en Batea. Y por parte de la madre, José
Antonio Cervelló y Magdalena Jové, nacida en Riba-roja. Los lectores del acta deberíamos
creer a mosén Lorenzo, pero no podemos ignorar que la madre de Enrique, que era una
extraordinaria cristiana, corrige un detalle. “Hijo mío, tú naciste el 15 y no el 16”, exclamaba
doña Micaela cuando ya era mayorcito aquel niño.
Yo, desde luego, me quedo con la fecha de la madre, diga lo que diga el papel sellado.
El pequeño error, intrascendente desde el punto de vista jurídico, podía provenir de la
costumbre que había de repetir siempre en las partidas de bautismo “nacido el día anterior”. Y
es que en Vinebre, y en muchísimos lugares de Cataluña, la criatura renacía en las fuentes
bautismales al día siguiente de haber nacido corporalmente.
Y puestos a impugnar la minúscula imprecisión de mosén Lorenzo, vemos que también
se le escapa el detalle del “de” delante de los apellidos del padre. Como también es
sumamente extraño que no tomara nota del tercer nombre de Enrique.
¿Menudencias, diréis? Las dos últimas, pase. La del día 15 yo no diría tanto. El día 15
de octubre se celebra Santa Teresa de Jesús y este niño que nacía en Vinebre por Santa
Teresa llegará a ser el hombre más enteresianado del siglo. Claro está que para ello no
necesitaba haber nacido el mismo día de la Santa. Pero, ¿por qué había de repetirlo tanto la
madre, que murió cuando aún Enrique era tan joven?
¡Oh, la madre de Enrique! Debía ser una mujer sumamente discreta, dulce y piadosa.
Este tercer hijito que hoy sale de las fuentes bautismales, la evocará a menudo con indecible
admiración. Era una Cervelló hecha y derecha. Jaime de Ossó la había conocido ya de niña;
jugaron juntos por las calles de Vinebre antes de hacer la Primera Comunión. Más adelante, se
enamoraron y se casaron ante Dios y ante la Iglesia en los trágicos tiempos de la primera
guerra carlista. Tal vez ya estaría en Vinebre el mismo párroco que se comía los “de” y les
presidió la celebración del matrimonio en la parroquia de la novia, que era también la del novio,
bajo el patrocinio de San Juan Bautista de Vinebre.
Cuando nació Enrique ya se había acabado, gracias a Dios, la guerra de los siete años.
Hacía uno largo que gozaban de paz aquellas tierras ya bastante castigadas. El Tigre del
Maestrazgo había atravesado la frontera francesa, después de que Maroto y Espartero hicieran
las paces en Vergara. Cabrera sería un tigre, es verdad, pero es que también se la habían
hecho buena con el fusilamiento de su madre en Tortosa, el 16 de febrero de 1836. En el año
1840, cuando nació Enrique, todas las madres recordaban aquel crimen execrable.

Un bautizo muy sonado


Enrique fue el tercero de los hijos, el hermano menor de Jaime, el “hereu”, que llevaba
el nombre del padre y del abuelo, y de Dolores, que no llevaba el de la madrina, Mariana.
Tampoco Enrique llevará el del padrino de bautismo, Ramón. Llevará, como segundo nombre,
el del abuelo Antonio – el José Antonio Cervelló de los documentos – que se acortó a efectos
no oficiales con el más simple de Antonio.
El abuelo Antonio era hombre de una sola pieza en honorabilidad y en piedad. Su hija
Micaela, y más tarde su nieto, aprenderán mucho de él. Dicen que sabía un montón de
historias de santos y que honraba especialmente a San Antonio de Papua, su patrón. Antonio
Cervelló no faltaba nunca en la procesión del rosario de la aurora por las calles de Vinebre y
solía dirigirlo él mismo. Eran buena gente los Cervelló.
Por eso fue tanta la alegría que hubo aquel 15 de octubre de 1840 y aún más el 17. El
niño nació a las 7 de la tarde. No era ya hora de avisar a los parientes de Batea y de Riba-roja.
Pero al día siguiente, a primeras horas de la mañana, saldría un propio hacia la barca de Ascó
y allí, río arriba, haría 8 kilómetros hasta Flix y 6 más hasta Riba-roja. Los de Batea estaban a
unos 30 kilómetros, allá en el corazón de la “Terra Alta”. Seguramente no podrían llegar hasta
bien entrado el 16, hacia el atardecer. El bautizo, por tanto, tendría que ser al día siguiente, el
17.
El sábado por la tarde, día dedicado a la Virgen y en el mes del Rosario, la comitiva
salía de casa de “D. Jaime de la esquina”. Iban el padre, los abuelos, los dos padrinos, Ramón
y Magdalena, y algunos familiares más que llevarían en brazos a la pequeña Dolores y de la
mano a Jaime que ya caminaba. Detrás, la comadrona llevaba en brazos a la criatura de dos
días, toda envuelta en ropas blancas, sin que la perdieran de vista ni por un momento los dos
padrinos.
Todos iban camino de la iglesia arreglados con sus mejores ropas, menos la
chiquillería que sólo esperaba los confites.
Las campanas de la iglesia repicaban alegremente. En el atrio de la parroquia les
esperaba ya mosén Lorenzo y los impacientes monaguillos que sostenían los santos óleos
mientras charlaban por los codos. Cuando el sacerdote ha empezado ya las primeras
oraciones, se acerca también el ama del cura y alguna que otra vecina del pueblo. El
sacerdote, revestido de sobrepelliz y estola morada pregunta en catalán los nombres de la
criatura y en latín qué es lo que piden para aquel niño. La comadrona responde y hace
responder a los abuelos: “fidem”, la fe. Sí, la fe que es tan latina como catalana: la fe que abre
a los hombres las puertas de la vida eterna.
Los asistentes no entienden los latines de mosén Lorenzo que va haciendo cruces y
gestos hieráticos. Ahora sopla, ahora pone sal en los labios de la criatura, ahora dice “oremus”.
No entienden demasiado, pero tampoco pierden el tiempo, porque les basta con entender que
el niño, al acabar de recibir el agua santa, “ya no es como los moros”. Cuando pasan del atrio
al baptisterio y el sacerdote toma la concha llena de agua, se hace un profundo silencio. Todos
contemplan a los padrinos que sostienen al niño y oyen lo que le dice el sacerdote: Enriche,
Antoni: Enrique, Antonio (y posiblemente Juan Bautista), ego te baptizo in nomine Patris et Filii
et Spiritus Sancti.
Don Jaime ha dado los dos reales de estipendio que están establecidos, la propina al
campanero y los confites a los monaguillos. Fuera, la chiquillería los esperan también de los
padrinos que ya camino de casa se los arrojan a puñados para que los recojan del suelo. Algún
adulto, con gesto tímido, se aprovecha también. Todo el pueblo desborda de alegría. La
entusiasta patulea de niños continua detrás de la comitiva endomingada con enorme algarabía,
hasta que Enrique, ya hijo de Dios y miembro de la Iglesia, es devuelto a los brazos de su
madre que le espera en la cama. Ahora ya le puede dar un beso cristiano. La buena de doña
Micaela pensaría quizá en otro niño que se llamaba Jesús y que nació a media noche de un día
de diciembre, en una cueva, de una madre joven: la siempre Virgen María.
Mientras tanto los mayores meriendan sin demasiadas filosofías sociales o socio-
religiosas: sentados unos, otros en pie, alrededor de la mesa y en alegre conversación.
Hambres y mujeres, todos juntos, van picando dulces, almendras, beben vino blanco. Pero bien
pronto ellas, las mujeres, se separan del círculo y forman el suyo aparte entrando y saliendo de
la habitación de la madre. Los hombres empiezan a hablar de las hortalizas y frutos de la
Ribera, de la pasada vendimia de los secanos y de las buenas aguas de Vinebre.
- ¡Mucho mejor que las de Riba-roja, eh! ¡Y qué las de Batea!
- Hombre, el Algás apenas es un río. Como el Ebro hay pocos.
- Pero el Ebro lo tenemos también en Riba-roja. Y más que en Vinebre. Nuestras
fuentes, pequeñas y regaladas, son incomparables.
- Bueno, pero para aprovechar el agua venid a Batea. La fuente de la plaza no para de
manar, hay abundantes pozos y llueve que da gusto.
Las mujeres hablan más, pero no de aguas y de guerras, como los hombres. Porque
ahora los hombres empiezan a hablar de heroísmos.
Jaime, los de Vinebre no habéis ni conocido la guerra.
¡Vaya que no! Pasaron los soldados y nos lo requisaron todo.
¡Bah, eso no es nada! En Vinebre os defiende el río. En Riba-roja sí que pasamos las moradas.
No hace ni cinco meses nos entraban más de diez mil carlistas, allí mismo. ¡Ahora que el
Cabrera ese es todo un hombre! Fue el último en atravesar el río. Cuentan que su padrastro
había escondido en el fondo del río unas barcazas cargadas de piedras. Cuando llegó la hora
las aligeró de peso y las hizo flotar, y en dos días cruzaba el Ebro toda la tropa, mientras unos
pocos carlistas entretenían al enemigo. Pasaron los diez mil. Unos nadando sobre los caballos,
otros por García y Mora. Pero la mayor parte por Riba-roja y Flix. Por último, el mismo Cabrera.
Después mandó quemar los barcos.
Los de Batea explican también cosas de la guerra. Hace diez años los asaltó el Tigre
del Maestrazgo cuando aún no le habían fusilado a su madre. Él y el Carnicer. Sólo una casa
quedó en poder de los “cristianos”. ¡Malditas guerras! Entre unos y otros nos lo destruyeron
todo.
- ¡Bueno, basta de historias! – dice don Antonio – No hablemos hoy de muertos. Nos ha
nacido un niño. Enrique habrá de ser un hombre de paz.
Enrique, mejor dicho, Enrique Antonio de Ossó y Cervelló, como si quisiera recoger las
palabras del padrino, pareció asentir llorando junto al pecho de la madre. Los mayores, con el
rostro radiante, estallaron en una carcajada.
Los parientes de Riba-roja se despidieron aquella misma tarde. Los de Batea se
quedaron hasta después de la misa del día siguiente. La casa de “D. Jaime de la esquina” era
lo bastante grande como para que cupieran todos.
Poco después, al atardecer de aquel sábado, tocaban a la doctrina, y media hora más
tarde unas campanadas monótonas e insistentes convocaban a todo Vinebre para rezar el
rosario a la Madre de Dios. La gente acudía a gusto, era octubre. Incluso alguno corría para no
llegar tarde. Doña Micaela, con Enrique en gracia de Dios, seguía mentalmente la retahíla de
avemarías que mosén Lorenzo desgranaba en la parroquia. Y aunque tocaban los misterios
gloriosos, la madre, desde la cama, contemplaba el tercer misterio de gozo: el nacimiento del
Hijo de María en el Portal de Belén. “Y en reverencia de este misterio tan gozoso – se decía a
sí misma – rezaremos a Jesús y a María un padrenuestro, diez avemarías y un gloria patri”.
2

LA NIÑEZ DE ENRIQUE

1849
27 de octubre: Lo confirma el obispo Damián Gordó Sáez

Primeras influencias: el abuelo Antonio y el maestro del pueblo.


Enrique de Ossó vivió en Vinebre hasta los once años; a partir de los doce, sólo a
temporadas. No es extraño, pues, que esta quinta parte de su vida nos quede un poco en la
penumbra, como la de Jesús de Nazaret – y aún gracias a San Lucas que nos conservó la
inesperada decisión divina del templo durante la fiesta mayor nacional -.
Enrique leía y lloraba como cualquier hijo de Adán. El niño crecía con la leche de la
madre y las caricias de los abuelos; y también, aunque éstas fuesen un poco más ásperas, con
las del padre, el segundón de los Ossó.
El trabajo que daba, como cualquier niño, no les pesaba demasiado, porque en aquel
hogar cristiano había mucho amor.
Dejó la cuna, aprendió a sentarse, a andar a gatas y a romper cosas, sala arriba y sala
abajo, en aquella casa que no era, por cierto, la más incómoda de Vinebre.
El padre se dedicaba a trabajar los campos desde la mañana hasta la noche; la madre,
a hacer la cocina. La madre, campesina como todas las de Vinebre, debía ser muy pulcra,
porque Enrique lo fue siempre, aunque hubiera crecido entre el ruido de las aves del corral
cuando escarban las pajas y el tufo agrícola de las mulas del establo, los sacos de aceituna y el
mosto de la vendimia. Como todos los niños del pueblo, en cuanto empezó a saltar y a correr,
fue con la abuela a regar el huerto, con el padre cuando ponía los aperos a las mulas y las
enganchaba al carro, cortaba la leña con el hacha en el invierno o llevaba al hogar unas flores
silvestres para Micaela. “Toma, chica, para ti” – le diría aquel hombretón de treinta y cinco
años.
Aquel niño de los Ossó crecía robusto y sano. El abuelo Antonio lo quería con locura.
Cuando Enrique fue creciendo, el padrino se lo llevaba a pasear como un hombrecito formal: la
manaza grande y huesuda del anciano y de la manecita estirada del niño, ocupaban todo lo
ancho del camino de Vinebre, unas veces río abajo, otras río arriba, hasta los bancales de “La
Borreta”; iban a ver los almendros, los árboles frutales y la viña que un día sería de aquel niño.
Por el camino le iba explicando historias de santos, sobre todo del glorioso San Antonio, y de la
Virgen y le hacía repetir las oraciones caseras que le había enseñado su madre.
- A ver, Enrique, ¿qué es lo primero que se hace al levantarse?
Enrique se explicaba repitiendo los deliciosos gestos de juntar sus manitas, después de
arrodillarse y persignarse y decía el “Bendita sea tu pureza” o el “Ángel de la guarda, dulce
compañía” y otras oraciones entrañables que las madres catalanas han enseñado a sus hijos
desde hace siglos. Entre historia e historia de San Antonio o de San Miguel, el padrino y el
nieto acababan rezando juntos.
Muchos años después, Enrique de Ossó y Cervelló dejó esbozados, como a vuela
pluma, unos Apuntes biográficos en donde habla del regalo de Dios al concederle “unos
buenos padres, una madre piadosa y unos abuelos santos”.

El abuelo Antonio era un santo. Era el que dirigía siempre el Rosario de la aurora, que
hay gran devoción en mi pueblo y lo rezaba. Aún recuerdo su rostro apacible y de
predestinado: calvo, de ojos “molls”, respetable anciano, muy parco en hablar, una fe de
Abraham; recuerdo que me contaba en la senia, huerto, debajo del parrado, la vida de
San Antonio de Padua, su santo, y por eso quiso que fuese mi segundo nombre de
bautismo, pues su esposa fue mi madrina. Tenía la vida del santo en el huerto y me
contaba sus milagros, cómo predicó a los peces, el del notario que fue santo, el de la
mula hambrienta que adoró al Sacramento del Altar antes que fuese a comer, etc.

No sabemos cuándo empezó a ir a la escuela. Ciertamente sería muchos años


después de haber ido docenas de veces con su madre a la iglesia, y pronto, solo, a la hora de
la doctrina. Es posible que en alguna ocasión le cayera algún golpe de la caña con que
enseñaba el catecismo mosén Lorenzo. Pero no creo que demasiadas, porque Enrique había
recibido un alma buena, como dice la Escritura y ya desde niño se encontraba a gusto con las
cosas de Iglesia. Yo no sé por qué nos empeñamos ahora en presentar a los santos malos de
pequeños. Yo prefiero imaginarme que ya desde niños han sido buenos, que no por eso
dejarán de sufrir lo que les toque durante su vida. Enrique de Ossó y Cervelló era – como dice
él mismo – “muy aficionado a las cosas de Iglesia, ayudar a misa y sobre todo, a ayudar en el
coro”.Probablemente fue monaguillo antes de ser alumno del maestro Freixa, para el que no
escatima ningún elogio ni agradecimiento.
Por aquel tiempo en Vinebre había escuela para los niños y lo que se llamaba “costura”
para las niñas. Las subvencionaba, como en toda España, el mismo Ayuntamiento. Los
maestros no necesitaban título de ninguna clase. ¡Así iban a menudo las cosas!
Jaime Balmes, en un artículo sobre la enseñanza, escribía:

Enseñar a un niño exige más trabajo, más sentido común y discreción de lo que suelen
tener los destinados a tal carrera. No teniendo ellos escuelas donde formarse antes de
formar a los demás, generalmente hacen lo que pueden…De ahí que muchas escuelas
son únicamente lugares de reunión de las criaturas, que allí lloran, gritan, leen y
escriben; todo, menos aprender…

Pero don Francisco Freixa, el maestro de Vinebre, no era así, a pesar de no haber
asistido a ninguna Normal, que apenas las había en España, ya que en el Principado de
Barcelona no la hubo hasta 1845, seis años después de que en Madrid se abriera la de
Montesinos.
Enrique asegura que quería mucho al señor maestro, y no recuerda que le castigara
jamás y menos que le pegara. Pero también se ha de decir todo: Enrique fue siempre de los
primeros de la clase.
El señor Freixa, pagado por el municipio a condición de que colaborase también en
alguna que otra tarea pública (como la de tener cuidado del reloj o del órgano o de algo
semejante, según era costumbre), enseñó a sus discípulos durante tres o cuatro años, antes de
que el chico, hacia los doce, empezara a trabajar. Le enseñó a leer y escribir en castellano,
porque aún no habían llegado a la Ribera los ecos del antiguo secretario del Ayuntamiento de
Lérida – residente después en Madrid – que en el año 1833 abría la “renaxença” catalana con
la Oda a la Patria. De hecho, hacia el año 1846, en todas las escuelas de Cataluña se
enseñaba únicamente en castellano, excepto el catecismo, que continuaba normalmente
enseñándose en la lengua materna.
El maestro Freixa, además, le despertó y cultivó la afición a la música. Me enseñó
solfeo y aprendí “misas y rosarios”, escribe Ossó.

Las confesiones de los niños


Y es en la escuela de Vinebre, complementada por las sesiones de Catecismo en la
parroquia, antes de los rosarios del domingo, donde el pequeño de seis o siete años se prepara
para la primera confesión. La madre tendría también, sin duda, gran parte en esa preparación.
La primera confesión era un pequeño acontecimiento tanto en el ámbito escolar como
en el familiar. El niño había aprendido a decir el “Ave María Purísima” y a recitar la lista de
pecadillos personales, que solían ser más o menos los mismos en todos los pequeños
penitentes. El sacerdote ejercía una meritoria paciencia sentado delante del niño, que tan
pronto atiende como deja de atender a lo que se le dice. Sin embargo, alguna cosa queda,
alguna cosa buena y positiva, aunque la sesión acabe – a los seis o siete años – con aquella
penitencia tan original de un huevo frito para almorzar cuando el niño se confiesa por primera
vez. Supongo que los moralistas arrugarían la nariz ante semejante costumbre de los curas de
pueblo. Pero os aseguro que no hacía ningún daño. Las buenas madres lo sabían y obraban en
consecuencia cuando llegaban las primeras confesiones. Hoy sin duda, hemos progresado
todos, tanto en el vocabulario como en la praxis de la Penitencia.
Pero que conste: lo del huevo frito era privilegio exclusivo de la primera vez que se
arrodillaban en aquel mueble del rincón del templo. Enrique, que veinticinco años después
escribiría sobre este punto para los catequistas, se tomó muy en serio el sacramento del
perdón. Porque resulta que una vez, siendo niño, tuvo una experiencia dolorosa. Al sacerdote
que los confesaba – que no tiene por qué ser el cura de Vinebre – por falta de tiempo o por lo
que sea, se le ocurrió confesar a los niños de tres en tres. Y allí fue Troya, porque uno de la
terna acusó a otro de decir palabrotas (¡bonita manera de confesarse, Dios mío!) y el sacerdote
se tuvo que poner serio. Al salir, se lo iban diciendo uno a otro, cundió el pánico entre los
compañeros del mismo turno y, lo que es peor, el horror al sacramento. ¡Qué verdad es, Dios
mío, que entre todos hemos hecho de todo en este mundo! Ossó comentará: suerte de tener
unos padres buenos.
Sin salir de Vinebre
Por los documentos parroquiales conocemos también la fecha de la Confirmación y el
obispo que se la administró. El ecónomo de Vinebre se llamaba Fr. Tomás Sastre; el obispo de
Tortosa, Damián Gordó Sáez; uno de los padrinos, José de Ossó. Fecha: 27 de octubre de
1849. El niño no había hecho aún la Primera Comunión.
Vistas las cosas desde el momento actual, no se puede decir que Enrique pudiera
profundizar demasiado en este sacramento de la iniciación cristiana, y no por su culpa, desde
luego. Al menos le fortalecería el alma de atleta cristiano. También me temo que la visita del
obispo de Vinebre se quedara solamente en una guirnalda de flores con la bienvenida, algún
que otro petardo festivo y el consabido discurso protocolario en un castellano mal construido
que haría sonreír al antiguo canónigo, hijo de un pueblo cercano a Sigüenza, pero muy
estimado desde antiguo por la ciudad de Tortosa, de donde era obispo hacía un año. No cabe
duda de que los vinebrenses se alegrarían de la visita del obispo de la diócesis y de que
confirmara a los niños. Hacía 15 años que muchos del pueblo no habían visto a su obispo. El
anterior, tío del actual, había tenido que dejar la diócesis y esconderse desde el año 33 hasta el
39 en que murió. La Iglesia del siglo XIX sufrió mucho en España. Sufrió e hizo sufrir.
Reconozcámoslo.
Enrique iba acercándose a la adolescencia, nueve años, diez años, y se deslizaban sus
horas de escuela. Había aprendido a leer, escribir y hacer cuentas. El gran amigo y primer
biógrafo, Juan Bautista Altés, asegura haber hojeado con atención unos viejos cartapacios con
los primeros palotes y letras de Enrique, conservados Dios sabe cómo. Altés califica aquellos
rasgos de “fáciles, desenvueltos, e incluso elegantes”. El desastre de 1936 acabó con todo lo
del archivo de la Compañía de Santa Teresa.
Yo no querría dejar de subrayar la nota de la pulcritud, característica del alumno de
Vinebre. Poseía un alma elegante y ordenada como una operación aritmética o como un airoso
pentagrama de negras corcheas. Después de la piedad, sus “hobbies” fueron la música y las
matemáticas. Evidentemente, a aquel niño le atraían más los libros que el cultivo de las tierras.
Vinebre – la hermosa paloma de la Ribera - , paloma casera y campesina, a pesar de
las viejas y nobles glorias, y de los blasones renacidos después de la quema y exterminio en
las luchas de Templarios y “Entonces”, allá por el siglo XIII, no podía deparar a la curiosa
avidez de Enrique la adecuada plataforma de los libros. Seguramente que el chico no se lo
plantearía aún a los diez u once años. Pero sería así.
Porque fuera de los libros en latín, antes de 1850 poca letra corría por Vinebre. Tal vez
algún número suelto del “Brusi” que tenía ya más de cincuenta años de vuelo. Pero todo lo más
lo leerían el cura y el maestro, y eso con tres o cuatro días de retraso, antes de que los trenes
uniesen Barcelona con Tarragona diez o doce años más tarde; o que se intentara la ruta
marítima y fluvial Barcelona-Zaragoza hasta Escatrón, allá por el 1861. Unos años después, las
cosas se aceleraron. Tal vez el muchacho Ossó en la rectoría, en la escuela, en la casa de su
tío alguna vez, o en su propia casa, la de “D. Jaime de la esquina”, tuvo ocasión de admirar la
apretujada letra de algún periódico de la época. “La Religión” de Roca y Cornet daba bastante
que hablar en el Principado y más allá. Entre 1840 y 1848 llegó a ser muy popular el publicista
Balmes, tanto desde las revistas que dirigía o en las que colaboraba, como desde sus libros,
unos de alta especulación, otros muy populares. Claro que Vinebre no era ni un Madrid ni un
Barcelona en pequeño, donde los intelectuales devoraban “La Civilización”, “La Sociedad” y
más tarde “El pensamiento de la nación” que llegó a rebasar la cifra, entonces enorme, del
millar de ejemplares y que era leído hasta en Francia y Roma.
No es que aquel niño de diez años pudiera asimilar gran cosa de la letra menuda, a no
ser en “La Religión demostrada al alcance de los niños” o la otra obra más leída – y en catalán
– “Conversación de un campesino de montaña sobre el Papa”, que había salido de la Imprenta
Tauló con una tirada de 5.000 ejemplares. Pero el niño, el muchacho, gozaba leyendo y bien
pronto escribiendo: escribiendo precozmente cosas suyas, con un sentimiento, con una ilusión
que no perdería jamás.
Verdaderamente el maestro Freixa ha hecho una buena obra con este alumno que lo
admira y que ya sueña con ser maestro.
Así, en la paz de Vinebre, transcurrieron los once primeros años de la vida de Enrique
de Ossó y Cervelló desde el año 1840 hasta 1851. Era uno más – bueno, no sólo uno más –
entre los feligreses que escuchaban los sermones de los novenarios de ánimas y el más
solemne de la fiesta mayor, hacia finales de agosto, por San Juan Bautista Degollado.
Allí todos iban a misa, todos se confesaban por Pascua, es decir, en Cuaresma. Y el
que lo hacía en Flix o en Tortosa, se apresuraba a llevar al párroco un certificado…Los
feligreses de Vinebre eran buena gente. Lo leo en una Guía del obispado de Tortosa:

En Vinebre son de carácter bondadoso y formales en sus tratos; son de costumbres


cristianas y enemigos de peleas.

Enrique apenas saldría de Vinebre durante los años de su infancia. Tampoco invitaban
demasiado los caminos hasta que, hacia el año 60 se inició en el Principado la conversión de
los caminos de carros en carreteras. Los vinebrenses enlazaban por un desvío con el camino
real que unía Espulgas con Flix, atravesando Falset. Eso sí, tenían también la solución de la
barca hasta el puerto fluvial de Tortosa. La historia del ferrocarril estaba dando sus primeros
pasos y aún tardaría unos cuantos años en llegar a Reus, o a Tarragona y muchos más a
Tortosa.
Enrique, a sus diez u once años, no podía haber salido demasiado de los alrededores
de Vinebre.
Haría alguna escapada con su familia hasta la Torre del Español a escasos kilómetros
de Vinebre, camino del Priorato. Por San Jaime se celebraban unas fiestas lucidísimas con
intervención de músicos de Falset y de Gandesa y sobre todo, tenía una estupenda procesión.
Luego, al atardecer, organizaban bailes típicos de la tierra, pero seguramente su madre no le
dejaba quedarse demasiado tiempo o ni él mismo tenía ganas.
Ascó, al otro lado, estaba más cerca, pero había que atravesar el río y seguir un rato
por el camino que estaba frente al castillo y entrar en el secano. Valía la pena aunque no fuera
más que por visitar aquel altar del que hablaba todo el mundo, comenzado el año 1831 y
dorado diez años después; y sobre todo, aquel órgano monumental que embelesaba al
maestro Freixa, a todos los vinebrenses y más a Enrique.
El padrino Cervelló le había explicado más de una vez a su nieto la historia del fraile
dominico Pedro Sans, que dejando su familia de Ascó, donde había nacido, había marchado a
Misiones, a Filipinas y a China.
Quien dice Ascó, podía decir Vinebre que es más pequeña, pero tampoco tanto,
¿verdad?
Fray Pedro Sans que era un gran predicador, llegó a ser obispo. Los paganos lo
encarcelaron por odio a Jesús, y aunque pronto pudo salir de la prisión, lo volvieron a
encarcelar y al cabo de un año lo degollaron como a tantos otros misioneros. Ahora hablan de
que el Papa lo hará santo.
Enrique seguía con interés la relación del abuelo, con quien caminaba despacito
camino de Ascó la tarde de San Juan Bautista. Él ya tenía sus conceptos de fraile, mártir,
santo; y sabía, tanto como el abuelo, por dónde caían en el mapa China y Filipinas.

Empiezan las cabezonadas del niño


Yo aquí, antes de concluir el relato de los once primeros y bonitos años de la vida de
Enrique en Vinebre, quiero rendir un homenaje de gratitud al ecónomo de Vinebre, Fray Tomás
Sastre, por la buena acción que llevó a cabo una tarde al dar los últimos sacramentos a un
enfermo.
Pues sí, un buen día Fray Tomás llevó solemnemente el Viático a un enfermo. En aquel
tiempo estas cosas se hacían con solemnidad. El sacerdote, precedido de algunos devotos con
cirios en las manos, salía del templo llevando el Santísimo Sacramento debajo del paño
humeral. Era como una pequeña procesión animada por el campanilleo del monaguillo. Las
señoras, con sus mantillas, seguían detrás del sacerdote, revistado con sobrepelliz y estola
blanca. Aquella tarde, Enrique jugaba como un cachorro en la plazuela con los niños de
Vinebre. Jugaban al escondite, que es el más barato de los juegos infantiles. Cuando de
repelente apareció la comitiva y empezó a oírse el tintineo de la campanilla, todo se paralizó e
incluso los niños dejaron de corretear. Pero los chiquillos en cuanto desapareció la última
señora con el cirio, volvieron naturalmente todos a sus juegos. Todos, menos uno, Enrique.
Enrique se había unido a los que acompañaban al Santísimo Sacramento hasta el lecho del
enfermo grave a quien Fr. Tomás llevaba el Viático. Pudo más en Enrique el atractivo de Jesús
que el del juego. Realmente, aquel niño llevaba la sangre de los Cervelló.
Pero también la de los Ossó, enérgica y valiente.
Doña Micaela anhelaba con toda su alma que Enrique llegara un día a ser sacerdote.
Creía que era lo mejor que podía desear a su hijo en este mundo; y me atrevería a decir que no
erraba demasiado, si es que erraba algo, la límpida intención de la madre.
- ¡Hijo mío, qué gozo me darías si pudiera verte sacerdote!
- No quiero – respondía el chico.
- Pues, ¿qué quieres ser tú, niño?
- Yo quiero ser maestro.
Desde arriba los ángeles lo oían todo y tomaban nota de la cabezonada del hijo y del
anhelo religioso de la madre.
3

ARAGONÉS POR UNA TEMPORADA

1851
Octubre: En Quinto de Ebro
1852
Primavera: Primera comunión como viático

“Los maestros se mueren de hambre, hijo”


Que el chico estudiase para sacerdote era el sueño de la madre, pero de momento no
era el ideal del chico. Quería ser maestro, repetía él machaconamente. Ser maestro como don
Francisco, el de la escuela de Vinebre, mira por dónde.
Tanto el padre como la madre pensaban que aún había de llover mucho antes
de tomar la determinación de que el niño estudiase para maestro. De hecho don Jaime, catalán
y tal vez demasiado catalán en el sentido de ir tras la peseta, no veía muy clara la rentabilidad
del oficio de maestro. Y no digo profesión, sino oficio. El rico payés de Vinebre no parece que
distinguiera demasiado entre oficio y profesión. “Los maestros se mueren de hambre” – decía el
padre -. Y por desgracia no le faltaba demasiada razón, porque seguramente ya entonces
corría la absurda imprecación gitana contra un enemigo: “¡Qué te veas maestro de niños!”;
juicio descarado que la sociedad del siglo XIX, y bastante tiempo la del XX, ha hecho posible.
Don Jaime, mucho más que su mujer, valoraba el factor económico y sin saber a
ciencia cierta por qué habían de hacer tantos números los pobres maestros españoles para
poder sobrevivir, le bastaba con subrayar el hecho. En cambio al niño, dentro de unos cuantos
años, le aguijonearía el alma la formación de los maestros de escuela que en aquel tiempo iba
a la buena de Dios. Y sin maestros bien formados, podemos contar cómo iba el analfabetismo
de la gente con todas sus secuelas. Sí, es cierto que en el año 1838 los señores ministros de
Madrid decretaron la Enseñanza Primaria obligatoria, pero las estadísticas de sesenta años
después, a finales de siglo, constataban un 63 por ciento de analfabetos. No cabe duda de que
lo bueno se hace esperar. Sea como sea, la escasez de maestros no significaba para ellos un
aumento de bienestar físico, un respiro económico que diera seguridad. Decididamente, el
propietario de Vinebre no se entusiasmaba con la idea de que su hijo pensara ser maestro.
Pero tampoco lo quería labriego. Labriego de ningún modo. Porque, al fin y al cabo, los
hombres de campo son unos desgraciados, notaba Jaime de Ossó, y como él, al cabo de casi
ciento cincuenta años, lo repiten igualmente todos aquellos que dejan los campos para los
viejos y se marchan a la ciudad.

El primer viaje de Enrique


El padre, pues, no quería que, ni Jaime, el mayor, ni Enrique tuvieran que ir a parar a la
aspereza del trabajo del campo. “El chico es bastante espabilado y puede entrenarse muy bien
en la vida del comercio. Va para los doce años y ya poca cosa puede aprender en la escuela
de Vinebre”. Cree que Enrique hará un buen papel detrás de un mostrador o ayudando a hacer
paquetes junto a sus tíos de Quinto de Ebro.
En Quinto de Ebro, en pleno corazón de Aragón, Juan, uno de sus nueve hermanos,
tiene un comercio y se gana bien la vida. Se Había casado con una joven aragonesa y Dios no
les concedió hijos. ¡Cuántas veces les habían dicho a los de Vinebre: “Dejad venir a Enrique
una temporada a Quinto de Ebro! Si el chico responde con afición a la vida del comercio,
podríamos incluso, nombrarle nuestro heredero”.
Jaime de Ossó no lo pensó dos veces: que Enrique vaya a Quinto de Ebro con los tíos
y allí se entrene. La madre lo encontraba lejos, demasiado lejos; otra tierra, otra lengua, el niño
tan pequeño aún; si todavía no ha hecho la Primera Comunión, nos añorará. Pero don Jaime lo
ha dicho: ¡a Quinto de Ebro!
La población, realmente, dista mucho de Vinebre; más de 150 kilómetros. Está más
cerca de Zaragoza que Vinebre de Reus o Tarragona. Ciertamente en barca se puede hacer
mucho trayecto, al menos hasta Escatrón, treinta kilómetros más allá de Caspe, pero las
vueltas y revueltas no se acaban nunca, sobre todo después de pasar Fayón y Mequinenza,
bordeando la sierra de los Rincones y la de Valldurrios hasta Caspe. Y aún continúa desde
Escatrón por el desierto inacabable hacia Gelsa y hasta el mismo Quinto, a la derecha del río.
Hoy, según como sea el coche, claro está, se planta uno en tres horas largas por carretera,
pasando por Gandesa, Alcañiz, Híjar, Azaila. Pero en el año 1852 era otra cosa por aquellos
difíciles caminos de rió y tierra.
Dicho y hecho, sobre el mes de octubre de 1851 salió con su padre o con el tío Juan
hacia Aragón. No tendría que coger la gran cosa: un hatillo con la ropa, algún libro de escuela,
pluma y lápiz y tal vez el Rosario, que en Quinto de Ebro rezarían en castellano.
Su buena madre le repitió por décima vez que fuese bueno y que escribiese cartas, él
que sabía tanto; y que, sobre todo, rezase porque “pronto has de hacer la Primera Comunión,
hijo”. Doña Micaela lloró un poco y sus lágrimas dejaron húmedas las mejillas de Enrique que
emprendía el primer viaje largo de su vida.
“Cuando vuelva, allá por mayo, ya no dirá “quiero ser maestro”, pensaba la madre,
porque mi hijo sería un buen sacerdote, estoy segura”.
Al irse a la cama, la madre rezaba – también ella – lo que había enseñado a sus hijos:

En esta sepultura me meto,


ya no sé si saldré;
abrigadme con vuestro manto,
Virgen y Madre del Rosario.

Pero aquella noche de soledad la buena madre repitió dos veces la invocación, una
para ella y otra para Enrique que viajaba tan lejos, tan lejos, “el pobre hijito mío”

Abrigadlo con vuestro manto


Virgen y Madre del Rosario.

El niño se adaptó pronto a la vida aragonesa. Trabajaba de lo lindo, leía a ratos y


escribía, no sólo sumas y restas en el despacho de la tienda, sino otras cosas, cosas suyas,
impulsado a escribir por una fuerza incoercible. Quién sabe si en algún momento aquel niño
precoz, casi adolescente, que iba para los doce años y que trabajaba para los otros, sintió
añoranzas.
Parece que no, al menos no muy agudamente. Quinto de Ebro se parecía algo a
Vinebre, a pesar de que era bastante más grande. El río pasaba no demasiado lejos del
pueblo; era el mismo río que el de Vinebre. También alegraba su orilla una alfombra verde;
pero en Vinebre era más vivo el verdor de aquellas praderas que bordeaban el río. En Quinto
las montañas se veían más peladas y lejanas que en su pueblo. Las calles eran más anchas y
tenían más niños que jugaban en ellas, tal vez algo más seriecitos que los de Vinebre, al
parecer.
La tienda de los tíos estaba siempre bastante concurrida, porque no había demasiadas
del mismo género. Muy pronto Enrique conocía a todo el mundo. Se sentía muy halagado
cuando los clientes preguntaban a la tía o al tío de dónde habían sacado aquel chico catalán
tan espabilado.

La inesperada Comunión-Viático
Al cabo de unos meses, como los hombres somos tan poca cosa, Dios mío, el chico
catalán se puso enfermo con unas fiebres tan altas que espeluznaban.
El médico estaba apuradísimo y los tíos sufrieron como San José y la Virgen María
cuando se les perdió el Niño en Jerusalén. Parecía que Enrique se les iba y no había ni tiempo
para avisar a sus padres, a 150 kilómetros de Quinto.
El médico les habló de darle el Viático o de hacer lo que fuera preciso por su alma, ya
que tenía poca esperanza de salvar su cuerpo. Inmediatamente se presentó el sacerdote a ver
a aquel chico tan listo de once años y medio y prepararlo para la primera comunión. “La harías
este año para Corpus, ¿verdad?, le dijo el sacerdote. Pues mira, hijo, la adelantaremos unos
meses, que el Buen Jesús te ayudará incluso a salir, si conviene, de estas fiebres altas”.
El sacerdote le reconcilió con Dios y con la Iglesia – que también los niños han de
recibir el sacramento del perdón, aunque sus pecados sean venialísimos -. Enrique ya se sabía
confesar. Lo había aprendido en el Catecismo con el sacerdote de Vinebre y también con el
maestro y su madre. Media hora después, recibía la primera comunión unos meses antes de
tiempo, sin la solemnidad con que él, años más tarde, querrá que la reciban los niños. Porque
ya mayor, Enrique de Ossó y Cervelló, sacerdote de Cristo, aconsejará a los educadores:

Unos días antes de comulgar, preparad a los niños con unos Ejercicios Espirituales…
Habladles de Jesucristo, de la Virgen y de los santos.
…La víspera, en un acto eucarístico, preferentemente con exposición del Santísimo
Sacramento, avivad su deseo de recibir a Jesús, adorado en la Hostia consagrada.
…Adornad el acto de la primera comunión con recuerdos agradables y extraordinarios,
porque eso les durará en la memoria toda la vida.

Pero él era entonces un muchacho de once años y medio a quien le tocó vivir en 1852,
cuando Pío X, el Papa de la Eucaristía para los niños, era un chico de 17 años. Enrique, como
el futuro Pío X, querrá que los niños comulguen en cuanto sean capaces de darse cuenta de
que el pan del alimento se transforma en el Pan de Dios, en el Cuerpo y la Sangre de
Jesucristo, por la palabra válida del sacerdote cuando dice misa. El chico de Vinebre, en el
lecho de gravedad, ya hacía años que sabía todo eso, aunque las costumbres de la época no
le dejasen comulgar.
Recibió, pues, la primera comunión en forma de Viático, en Quinto de Ebro, sin la
compañía de su madre, ni el compañerismo de sus amiguitos catalanes. A la buena de su tía le
caían gruesas lágrimas por la cara, disimuladas como podía, mientras el sacerdote de Dios
bendecía a enfermos y sanos con el Santísimo Sacramento, al terminar la ceremonia litúrgica.
Es posible que aquella tarde, doña Micaela, allá en Vinebre, rezara con más fervor el “ora pro
nobis” de las letanías del rosario, invocando a la Virgen María, salud de los enfermos. Quién
sabe si su corazón le dictó que su hijo, en Quinto de Ebro, necesitaba de aquella invocación.

Y ahora… ¡al Pilar!


Los tíos sufrieron mucho, rezaron mucho, y la tía, como buena aragonesa, prometió a
la Virgen del Pilar que le llevaría al niño si se lo salvaba. Y se conoce que estaba escrito que
aquella enfermedad no era de muerte, sino para gloria de Dios y de la Virgen María. El cielo
oyó las oraciones y Enrique regresaría de Quinto de Ebro, con buena salud, no sin antes
peregrinar con los tíos a Zaragoza, en cumplimiento de la promesa.
En cuanto se repuso, superada la convalecencia, Enrique fue con sus tíos a ver a la
Virgen del Pilar. El trayecto, siguiendo el río, duraba un día largo. Ya de lejos, divisaron las
gigantescas torres de la Basílica mariana, el confuso volumen de la capital de Aragón. El tío
Juan y la tía le explicaron, con cierta ingenuidad, la aparición de la Virgen al apóstol, sin una
pizca de duda sabia, porque los tíos no eran sabios y repetían lo que habían aprendido sobre la
Virgen del Pilar.
La primerísima visita a la capital fue para la Virgen. Era aún muy pronto, pero ya había
gente. En el Pilar siempre hay gente arrodillada, fijos sus ojos en la imagen pequeñita y
graciosa emergiendo del manto que cada día le cambian.
Enrique le dirigió una mirada llena de agradecimiento y pensó cuánta razón tenía su
madre al hablarle de lo buena que era la Virgen María.
Los tíos y el niño se confesaron y comulgaron en la Capilla santa y besaron el pilar de
la Virgen. Reflejaban una alegría muy profunda, porque, aunque ni lo sospecharan ni pensaran,
a ellos estaban dirigidas aquellas palabras de Jesús pronunciadas mil novecientos años antes:
“Felices los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Y se sentirán amparados por la
Virgen, nos atreveríamos a añadir, explicitando la sentencia de Jesús. ¿Hubo algo más en el
alma de Enrique? Sólo Dios lo sabe. En aquella mañana mariana tal vez afloraba en él una
adolescencia más madura, más dúctil; sin que se diera aún demasiada cuenta y siguiera
diciendo “quiero ser maestro”, el Padre de la luz lo preparaba para un magisterio más alto.
Enrique había entrado en la órbita de los predilectos de la Madre.
Era obligada, además, una visita a la ciudad. El tío Juan y la tía le explicaron lo que
sabían de la guerra napoleónica que había tenido lugar cuarenta años atrás; la heroicidad de
Agustina y las proezas de la monja catalana, Madre Ráfols.
Visitaron la catedral, dieron una vuelta por las calles, entraron en varios comercios de
Zaragoza a comprar algún recuerdo para la hermanita de Enrique, Dolores, para sus padres
que ya le esperaban en Vinebre y también para su hermano mayor que trabajaba en Barcelona.
Finalmente, se volvieron a acercar a la basílica de la Virgen para rezarle la última salve y se
dirigieron a la diligencia que les llevaría de regreso hacia Fuentes, Pina y finalmente a Quinto.
Hay cosas que no se pagan con dinero como esta alegría de haber visto de cerca, con el alma
limpia y agradecida, a la Virgen

El regreso al hogar, por poco tiempo


De momento iría a Quinto, pero en seguida hacia Vinebre.
La madre lo esperaba ardientemente. Y también el padre, menos efusivo, pero cariñoso
a su modo.
El tío les devolvió a su Enrique y lo elogió en gran manera: este chico es trabajador,
piadoso, formal, espabilado y con muchas ganas de leer y escribir. Entregaron los obsequios
que les traían del Pilar, y sobre todo la pequeña Dolores, saltaba de alegría.
Verano, fiesta mayor de agosto, septiembre de 1852. Volvía a comenzar el curso
escolar. Pero no para Enrique. Sus padres se preguntaban de nuevo: “¿qué haremos con el
chico?”.
Los “payeses” preparaban la siembra, las mujeres trajinaban algún rato en los huertos,
los niños hacía tiempo que habían vuelto a la escuela. Y Enrique, ¿qué?
Jaime de Ossó se marchó a Reus – que no quedaba tan lejos como Quinto de Ebro – a
buscar trabajo para su hijo. La ciudad de Reus por aquella época competía con todas las del
Principado, excepto, naturalmente, con la capital de Cataluña. Reus, París y Londres, se decía
entonces, y no siempre con la sonrisa de los que habían olvidado de dónde venía la parte de
verdad de aquel Reus, París y Londres.
Jaime de Ossó visitó al Sr. don Pedro Ortal, uno de los comerciantes más conocidos de
la ciudad, habló con él y se entendieron. Le enviaría a Enrique para que empezara como
aprendiz.
El padre lo mandaba, la madre lo sentía bastante, pero los chicos, a obedecer. El
muchacho había cumplido ya los doce años.
Aquellos eran tiempos en que los niños dejaban la escuela cuando el padre quería;
iban o dejaban de ir, según.
Ciertamente, en Vinebre no podía ya aprender demasiado Enrique en la escuela del Sr.
Freixa, por muy digno y estimado que fuera. Pero el padre se colocaba en otra perspectiva.
Enrique empezaría a trabajar a comienzos de año. El año 1853.
4

EN CASA DEL SEÑOR ORTAL


DE REUS

1854
15 de septiembre: Muera la madre, Doña Micaela Cervelló

Un viaje más largo


Pasada la Navidad, cuando cada oveja va a su corral, como dice el antiguo adagio, es
posible que los hermanos Ossó emprendieran juntos el camino hacia los destinos de trabajo
señalados por su padre: el mayor, a Barcelona, el pequeño, a Reus. El mayor ya conocía el
camino; el pequeño – que había cumplido los doce años hacía unos pocos meses – lo recorrí
por vez primera. Salieron de Vinebre por el camino de mulas que lleva hasta el desvío de Mora,
siempre por la margen izquierda del río, y en el cruce torcieron hacia Falset a tres horas aún,
en dirección Este. El camino de carro era algo mejor y más frecuentado por carruajes.
Durmieron en Falset para tomar, a primeras horas de la mañana, la diligencia que les plantaría
en Reus al cabo de unas ocho horas largas. Enrique iba mirando por la ventanilla la multitud de
avellanos y algarrobos que no estaba acostumbrado a ver en la Ribera. Eran árboles recios en
una tierra más dura. Enrique era muy observador. Las cepas parecían muertas en pleno
invierno. Los almendros, con sus tristes ramas, como dedos enormes y desgarbados,
esperaban el despuntar, aún lejano, de la flor blanca. Los olivos y el verde brillante de las hojas
de los algarrobos daban al paisaje un aspecto más bravío. Pasaban el Priorato y entraban en el
Baix Camp.
En Reus les esperaba ya Pedro Ortal. Enrique se quedaría, pero Jaime continuaría al
día siguiente la ruta hacia Barcelona por caminos mejores. Un buen camino de carro hasta
Tarragona y desde allí, en los vehículos de la época, carretera adentro, a través del Vendrell,
Vilafranca, el Ordal y Molins. El ferrocarril de Reus a Tarragona tardaría aún tras años en
establecerse. Y el de Tarragona a Barcelona, nueve.
Pedro Ortal poseía una tienda muy conocida en la ciudad de Reus, mejor dicho, en la
Villa de Reus, ya que a los reusenses a pesar de haber recibido la ciudadanía titular del
Archiduque de Austria, les gustó llamarse villa hasta finales del siglo XIX. Felipe V, en un
momento de arrebato, mandó que el verdugo les quemara los títulos, pero los reusenses se
reían del pobre Felipe V y preferían ser ciudadanos más que tener el nombre de tales.
Cuando llegó Enrique como dependiente de la casa Ortal, la villa de Reus ya decaía un
poco, comparada con los tiempos de empuje extraordinario que gozó en el siglo anterior, con
sus 500 telares y sus 27.000 habitantes.
Ahora le empezaba a hacer sombra la capital de Provincia, más serena, más señorial
sin duda, pero menos bravía. Temperamentalmente Ossó congeniaría más con Reus que con
Tarragona, por lo que parece. La cosa comenzó en Reus en el año 1854.
Estamos aún en 1853. Enrique de Ossó y Cervelló ganó el primer sueldo de su vida en
la casa de los Sres. Ortal. Hacía de dependiente, como tantos otros muchachos de una época
en que a ratos la persona humana parecía tener menos valor que los tejidos o hilados de seda
o algodón, menos que la maquinaria, las mechas, los licores, el alcohol, productos en los que
Reus competía verdaderamente con París y Londres y se colocaba en el primer lugar mundial.
No tengo ninguna prueba para afirmar que el hijo de Vinebre recibiera malos tratos en Reus.
Seguramente trabajó bien en la casa del comerciante porque era mañoso y espabilado. Pero es
cierto que encontraría también tiempo para leer y escribir mucho, aunque no lo diga ningún
documento. El lector se convencerá, como yo, al terminar el capítulo siguiente.
No voy a entretenerme en describir cómo eran los reusenses de mediados del siglo
XIX. Diré, genéricamente, que eran gente de empuje, aunque el empuje – como la libertad –
puede lanzar hacia el cielo o hacia el infierno. Todo el mundo conoce páginas lamentables de
asesinatos y guerras no demasiado lejanas, ocurridas en la ciudad de Reus; ya se sabe que
otras páginas más optimistas y sanas no suelen divulgarse tanto.

El pequeño dependiente de Reus


Los dos años escasos que Enrique pasó en Reus, tan jovencito aún, suponen para él
un fuerte crecimiento interior.
La carta escrita la víspera de dejar Reus, entrado ya el otoño del 54, revela una
entereza maravillosa que no surge, desde luego, por generación espontánea.
Entre 1853 y sobre todo 1854 Enrique llevaría una vida espiritual normal, más bien
buena. Los domingos supondrían para él un respiro sano, cultural y espiritual. Su madre le
había introducido decisivamente en la piedad y se notaba. ¡Quién pudiera espiar un poco los
movimientos del dependiente, cada domingo, por la mañana y por la tarde! La primera vez que
visitó la parroquia de San Pedro le evocó sin duda el recuerdo reciente de la Basílica del Pilar
de Zaragoza. El robusto campanario hexagonal, invitando a contemplar el panorama, vigilaba
como un centinela secular la vieja iglesia. Enrique entró mezclado entre tantos otros, tomó
agua bendita con devoción y se acercó al monumental altar con su retablo que rozaba la
bóveda. Si aquel adolescente hubiera tenido más curiosidad histórica – que puede que la
tuviera como la tuvo años más tarde – habría averiguado que el autor del retablo era un
extranjero, Perris, el Austriaco. Le habrían dicho que el actual templo se construyó sobre las
ruinas del antiguo a principios del siglo XVI y que había sido inaugurado en el año 1569. De
momento todo eso no le preocupaba demasiado y por supuesto ni mucho menos tanto como el
oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar como le habían enseñado en Vinebre.
En unas páginas autobiográficas cita la capilla de los Dolores como el lugar preferido
para sus devociones. Se sentía como protegido y empujado interiormente por la óptima mano
de su lejana madre, tan profundamente querida. Y sobre todo, cariñosa. Cuando él tomaba un
libro entre sus manos pensaba en su madre que creía mucho en el poder de las buenas
lecturas:

Mi madre quería que yo le leyera libros buenos; yo lo hacía, y al leerlos, lloraba a


lágrima viva.

Evidentemente alude a las lágrimas de la madre, pero quién sabe si alguna vez se
sumaban a ellas las lágrimas del hijo, del pequeño de los tres hermanos, el pequeño y mimado
de la madre.
La nota autobiográfica, un poco rápida y deshilvanada, repite el afecto especial de la
madre que tan pronto perdió. Tal vez fuera aquí, en Reus, donde más la añoraría, como si el
corazón le dijera que la iba a perder pronto.
Pero sigámoslo un poco más a su llegada a Reus sobre el año 1853. Dio un paseo por
la ciudad, nada más llegar, recorriendo aquellas calles y plazas siempre bulliciosas de
catalanes y negociantes. Pudo ver las ruinas de aquel criminal incendio del 22 de julio de 1835:
la furia de unas turbas mezcladas con malas mujeres, dejaba bajo las llamas a 12 frailes
asesinados o quemados vivos, a pesar de haberles prometido unas horas antes protección por
parte de las autoridades. No se salvó nada del convento, ni los archivos, ni la biblioteca, ni el
órgano…etc. Quedaba solamente la ignominia de unas ruinas producidas por los salvajes del
siglo XIX – como en tantas ciudades de la primera mitad del siglo XX, Manresa por ejemplo, ha
quedado la ignominia de las destrucciones y arrasamientos -.
El muchacho Ossó, tan joven, sentiría bullir la sangre ante todo aquello.
Pero no todo era destrucción e ignominia en la ciudad de Reus. Enrique caminó un
buen rato para llegar al santuario de la Patrona de la ciudad, la Virgen de la Misericordia y
seguro que allí se encontró a gusto.
Conocemos la maravillosa vibración del futuro sacerdote por todo lo que toca a la
Virgen. Y ya anteriormente: en su autobiografía dice – es verdad que en el contexto de la visita
al Pilar – que “la Virgen me dio la salud”. “La salud para mi bien”, repite.
Los días de trabajo debían ser pesados, en unos tiempos en que había escasa
legislación laboral.
Por aquellos tiempos de inestabilidad política – en el agonizar de la década moderada
(1844-54) – en Barcelona aumentaba ya el malestar y a mediados del año 54 estallaría la
primera huelga obrera. Reus dirigía frecuentemente su mirada hacia la capital del Principado.
Pero hemos de creer que el pequeño dependiente no entraba aún en este juego de
preocupaciones y quebraderos de cabeza.
De todos modos su precocidad le había de remover espiritualmente. Era un chico listo,
acostumbrado a situarse en los primeros puestos allá en la Escuela de Vinebre – como
escribirá él mismo sin ambages – y bien pronto se vio metido en la órbita de una pandilla de
chicos mayores que él.
Yo quiero creer que al hablar de los propios defectos exagera, como hacen a menudo
los santos, al contrario de lo que solemos hacer los que no lo somos.
Me junté con jóvenes mayores que yo, y aquí comenzó mucho mal para mi alma.

Y vuelve a remacharlo aún más después de la vuelta de Quinto de Ebro:

La Virgen me dio la salud para el bien y yo la empleé para el mal. Recaí en las malas
compañías.

En realidad, al parecer, eso de las malas compañías lo sitúa más en el pueblo de


Vinebre que en Reus En el lenguaje propio de la época con cierta tendencia al recargamiento
retórico, le surge incontenible la preocupación sacerdotal que Dios le infundió en lo más vivo de
su alma. “Volví a caer en las malas compañías”, dice; y añade a continuación, cuando hacía
muchos años que era sacerdote:

¡Oh, qué daño hacen las malas compañías! Que todo el mundo huya de ellas como de
la peste, que las teman más que a los demonios porque el mal que hacen es aún peor.

No podemos tener más luz sobre el asunto. Enrique tiene trece años y va para los
catorce. Las dificultades que entonces tuviera serían las de cualquier chico piadoso de su edad,
tal vez algo acrecentadas por la lejanía de la madre. Pero tenía cerca a la Virgen de la
Misericordia que velaba por él.
Enrique había leído mucho; al menos leyó mucho las obras de Santa Teresa y no
puedo decir cómo. En Reus había por entonces un famoso Centro de Lectura con libros de
toda especie, y quién sabe si fue allí donde el ángel bueno puso en sus manos las obras de la
gran doctora de Ávila. Realmente resulta curioso que en un establecimiento sin demasiadas
preocupaciones confesionales y en una ciudad que no gozaba de demasiada fama clerical que
digamos, el adolescente de Vinebre encontrara – como en otros tiempos el convaleciente de
Loyola – el libro decisivo.
Reus, que hablaba con gloria de su Conde, el General Prim (desde el año 1844) y de
su médico polemista Pedro Mata que entonces tenía 43 años, como más tarde hablaría de su
arquitecto Gaudí, que tenía 2, estaba alimentando, sin pensarlo, el alma impetuosa de Enrique
de Ossó y Cervelló con los escritos de una santa castellana.
Tal vez fuera al final de sus meses de estancia en Reus cuando Enrique – hacia los
trece años y medio – descubrió la mina de la escritora carmelitana. Quién sabe si alguna monja
de clausura o el confesor o cualquier alma buena que ha quedado oculta como las violetas, le
suministró ese pan del espíritu. Sabemos que su tía María le regaló las obras de Santa Teresa
publicadas por la Librería Religiosa de Barcelona, pero parece ser que eso se refiere a su
época de seminarista.

La última voluntad de una madre buena


Por el verano del año 1854, iniciado ya el progresista bienio de Espartero y el clima de
extremosos ardores – disturbios sociales, quemas de fábricas y para acabar de arreglarlo el
maligno cólera -, el dependiente de Ortal volvió a Vinebre unos días. Su madre se había puesto
enferma. Los dos hijos, Jaime y Enrique, se presentaron angustiados, como lo estaba toda la
familia. Enrique de buena gana se habría despedido entonces de la vida del comercio para toda
la vida. La vida de comercio no le satisfacía, como escribirá él con todas las letras. Pero en
aquel momento el primer dolor era la enfermedad de su madre. Enrique la quería mucho y se
sentía querido por ella, incluso con predilección, por ser el más pequeño del nido aunque le
faltaban ya sólo unos meses para cumplir los catorce años. Se pasó muchas horas junto a la
cabecera de la madre enferma. El uno y la otra sentían lo que se querían tal vez como nunca lo
habían sentido. Enrique, a ratos, le leía cosas piadosas, y las lágrimas brotaban de los ojos de
aquella mujer de Dios. “Enrique, hijo mío, ¡qué gozo me darías si fueras sacerdote!”.
Aquellos días al lado de la madre fueron para Enrique como unos Ejercicios
Espirituales. Él mismo nos explica, con unas pinceladas, cosas de la madre, tal vez anteriores o
reiteradas durante la enfermedad que se prolongaba:

Mi madre me contaba las fiestas que una sencilla anciana consagraba a San José: y
cómo saltaba de gozo el día de su fiesta.

Entrado ya el mes de septiembre, la madre se agravó. Por otra parte, era aquél el año
del famoso cólera.
El alma de Enrique se iba abriendo más y más a la acción del Espíritu Santo. Quién
sabe si le empezaba a remover por dentro, allá en su corazón de adolescente, aquella voz
secreta y deliciosa de Jesús: Anda, ven y sígueme, como te aconseja tu madre.
La madre recibió todos los sacramentos con pleno conocimiento y devoción, escribía el
hijo años más tarde en unos apuntes autobiográficos. Y añadirá:

Yo estuve presente en su muerte y lloré mucho, porque sentí mucho el verme privado
de ella.

La lectura normal de esta frase parece indicar la presencia física del hijo junto al lecho
de la madre moribunda. Tenía catorce años, en plena adolescencia, es verdad, pero una
adolescencia ya muy curtida por la vida de trabajo manual. Un año y medio antes, aquel
adolescente había pasado también él mismo por el importante trance de sentirse al borde de la
muerte. No es improbable, pues, que el padre le dejase asistir al momento crítico de la madre
en agonía.
Sin embargo, la tía Mariana y algunos familiares explican que Enrique no estaba en la
habitación de la madre, sino en una del piso de arriba. Aún hoy día enseñan la ventana del
lugar donde dicen que se encontraba Enrique la noche del 15 de septiembre de 1854. El relato
familiar dice que Enrique, mirando por la ventana, exclamó, como extasiado, en el preciso
momento en que espiraba la madre:

Mirad a mi madre que sube al cielo.

En realidad no encajan, ni con calzador, las palabras de la autobiografía con las del
testimonio familiar y cualquiera puede hacer suyas las palabras del Dr. González Martín:

Recojo el dato con respeto y sin reservas. Ni credulidad exagerada, ni criticismo


impenitente. Lo aseguran personas de la familia que estaban con él como es la tía
Mariana. ¿Fue aquello un don del cielo? ¿Fue más bien una piadosa espontaneidad
explicable por la sensibilidad espiritual del chico? No lo sé. La vida de Enrique de Ossó
está llena de episodios sorprendentes, que parecen postular una intervención de fuerzas
sobrehumanas. Podría ser éste el primero de la lista.

Todo Vinebre se conmovió con la muerte de doña Micaela Cervelló, aún tan joven para
dejar la tierra. Tan joven y tan buena, decía todo el mundo. Hubo rosario en la parroquia en
sufragio de la difunta, como se acostumbraba, y al día siguiente llegaron los sacerdotes, para
los funerales. Eran doce. Cantaron el Oficio de difuntos en latín con las tres misas ante el
cadáver. Para la tercera se juntó mucha gente que a la hora del ofertorio fue pasando, detrás
de los familiares, a besar la estola negra del celebrante que bajaba hasta el primer escalón del
presbiterio. Llevaban una vela encendida en la mano, que apagaban inmediatamente antes del
ósculo y dejaban, después, en la bandeja que sostenía el monaguillo. Acabada la misa, otro
monaguillo tomaba la cruz procesional y los sacerdotes se colocaban en doble fila. Tras el
féretro, llevado en hombros, seguían el esposo y los hijos vestidos de luto con los otros
familiares. A continuación, en grupos, los hombres primero, después las mujeres, que hablaban
bajito mientras los sacerdotes cantaban ritualmente camino del cementerio. Algunos parientes
lloraban. Enrique estaba sumamente triste. Él mismo nos dice que lloró mucho por la muerte de
su madre.
En el cementerio, después del último responsorio sacerdotal, el pueblo fiel rezó un
padrenuestro por el alma de doña Micaela de la “casa de don Jaime de la esquina”.
Enrique durante aquellas semanas había crecido enormemente por dentro.
Con la muerte de la madre había muerto también la adolescencia de aquel chico ya
bastante precoz, y aparecía de repente en él una juventud llena de ímpetu. Aparecía apenas
sin puente, o mejor dicho tras ese puente de la orfandad estrenada el día 15 de septiembre de
1854. Él mismo escribe en su autobiografía:

Aquella muerte que parecía una desgracia fue probablemente la que me trajo la alegría
y la suerte, porque desde entonces me vino el deseo de ser sacerdote, acordándome
del consejo de mi buena madre.

Los pocos días que pasó en Vinebre, muerta ya la madre, tuvieron que ser tensos. El
hijo habló con el padre sin titubeos y le pidió permiso para empezar la carrera sacerdotal. Se
enteraron todos los de la familia y se opusieron. La familia – escribe Enrique -, no solamente el
padre. Sin duda el padre, dado el carácter enérgico y poco dúctil para el diálogo, fue el primero
en oponerse. “Tu trabajo está en Reus”, le diría.
Yo no puedo ser demasiado indulgente con aquél “payés”, Jaime de Ossó y Catalá. No
está bien lo que hizo con Enrique. El dinero y el bienestar terrenal, aunque sea con la sana
intención de asegurar humanamente la prosperidad del hijo, le nublan la verdadera visión sobre
el auténtico bien de Enrique que no ha nacido para comerciante, sino para sacerdote y
maestro.
Ya sé que Dios providente sacará bien de la intransigencia del padre. Mas aún, de
aquel padre rígido brotará, como los jazmines en las sombras de la noche, toda la belleza y
entereza de voluntad del hijo que se parece a él aunque sólo sea para bien. El hijo no se lo
recriminará, porque ese hijo entraba ya de cabeza en el aprendizaje de la santidad y porque, en
el fondo, admiraba la entereza del padre. Pero nunca podrá dedicarle a él aquellos elogios
sincerísimos que dedicó a su madre y al abuelo Cervelló.
Tuvo que regresar a Reus, a casa Ortal.
No habían cambiado demasiado los caminos de herradura, las diligencias, los
avellanos, los algarrobos…El que ciertamente había cambiado era él, el joven de catorce años.
Es obstinado como su padre; hasta incluso más lanzado. Ahora siente que Alguien está
llamando a las puertas de su alma y él, contestatario, se dispone, como San Pedro y los
Apóstoles, a obedecer primero a Dios que a los hombres.
5

DECIDIDAMENTE CONTESTATARIO

1854
Octubre: Huye a Montserrat

Una carta sorprendente


De nuevo en Reus, la villa-ciudad del progreso y de la originalidad. Segunda etapa de
Enrique de Ossó. Se puede prever que no durará demasiado porque…la procesión va por
dentro. Es una procesión estupenda, unos ideales más arraigados aún que los de la política de
Juan Prim, que los de la ciencia de Mata e incluso que los del genuino y genial arquitecto de
Cataluña, Gaudí, que no tenía más que un año y medio.
Se ha reincorporado al trabajo a las órdenes del señor Ortal en el establecimiento
llamado “Maravilla”. Se le ve más serio y ensimismado. Es natural, se le ha muerto su madre,
pobre Enrique. Se escapa más a menudo, al atardecer, cuando terminan el trabajo, a la capilla
de los Dolores y al santuario de Nuestra Señora de la Misericordia. Habla poco o nada de sus
cosas; es una “caja cerrada”, dirá poco después mosén Alabart de Tortosa. Pero en honor a la
verdad, hay que decir que piensa mucho y está decidido a todo. Su padre no le deja marchar
al seminario y le obliga a dedicarse al comercio. Tendrá, por tanto, que tomar él mismo una
determinación porque el espíritu alienta con fuerza en su interior. Con lo que seguramente no
contaba su padre era con que también Enrique se llamaba Ossó, como él, y llevaba en su
sangre y en su alma el escudo heráldico del oso y el pino.
¿Qué le respondía la Virgen? ¿Qué le respondía el confesor? Tal vez en esta ocasión
no estuvieran muy de acuerdo. Tal vez. El confesor, sin apresurarse, más bien lo frenaría con
prudencia, “porque tienes catorce años, hijito”.
La Virgen y el ángel bueno, por el contrario, le dirían: ya tienes catorce años y has de
caminar deprisa: tú eres de Dios.
Es indudable que el espíritu de Dios irrumpió extraordinariamente en aquel muchacho
de Vinebre y le impulsó, como a Juan Bautista y al Cordero de Dios, a dejarlo todo, persona y
cosas, camino del desierto. Y Enrique de Ossó empieza a escribir cartas, por las noches, junto
a la pequeña llama de una vela o a la luz vacilante de una lámpara de aceite. Conservamos
una que vale por todas. Hay cosas que, como las brujas, parece que no sean posibles. Pero si
en la realidad no hay brujas, maravillas y misterios sí que los hay. Enrique se sentó
tranquilamente, invocó a la Virgen y se puso a escribir esta carta que no es la de un loco, sino
la de un santo, o al menos de uno que quiere jugárselo todo por empezar a serlo desde los
catorce años.

Sr. D. Jaime de Ossó


Vinebre

Llegado ha el tiempo de pediros vuestra bendición y marcharme, según lo mandan


nuestros Padres. Os causará grave dolor mi ausencia; pero, padre, la gloria y el servicio
de Dios lo han motivado; por lo que debéis consolaros y encomendarme a Dios para
que me mantenga fiel en su santo servicio, según es mi deseo. No lloréis, ni me
busquéis, ni os entristezcáis por haberme separado de vuestro lado, pues pronto nos
juntaremos para siempre en el cielo con mi amada madre para no separarnos más y
vivir en compañía de los ángeles y santos de Dios, para alabarle y glorificarle por toda la
eternidad. Vuestro dolor se trocará en alegría si pensáis que pronto nos veremos en la
gloria.
Dejo a vuestro parecer mis bienes, pero es mi voluntad que pague los papeles
rubricados de mi mano que se le presentarán hechos por mí mismo y dictados según mi
conciencia, y después de haber satisfecho lo que llevan anotado, repartirá mi ropa y
todo lo que me pertenece a su voluntad, a todos los pobres de más necesidad,
encargándoles me encomienden a Dios, para que siga sus caminos; y no deje de
recogerlos y hacerles caridad en todo lo que sea posible. Nuestra vida es corta y nada
se hace de las riquezas, si no se hace algún bien.
Procurad encomendar y cuidar de mi hermano; mirad que tenéis que dar cuenta de
vuestros hijos, y si sabéis que obran mal y no los corregís, el Señor os castigará. Ya
veis cuántos males os afligen en los campos y cuerpos, y de todo es causa el pecado,
porque hay pocos que cuiden de su salvación y del fin para que somos criados; sólo
piensan los amadores del mundo en amontonar riquezas y cumplir sus malos deseos, y
no miran que de allí reciben el dolor y el castigo de Dios. Sentiría, amado padre, sin
ponderar el dolor, que fueseis de estos carnales; y seguid y practicad los mandamientos
de Dios y viviréis bien mortificándoos en todo, y por estos cortos trabajos recibiremos el
imponderable premio de la gloria eterna para siempre. Amén.

Enrique de Ossó.

Despedida:
Me marcho; no temáis por mí; Dios será mi protector y mi defensor. La gloria y el
servicio de mi Eterno Padre han motivado mi ausencia. Adiós. ¡Esperad!

El peregrino de la Virgen
Cerró la carta, rezó un rato como le había enseñado su madre y apagó la luz. Al día
siguiente volvió al trabajo como si nada, esperando una ocasión propicia para emprender la
ruta. No se hizo esperar demasiado esa oportunidad, dolorosa por cierto. La “Maravilla” tuvo
que cerrar un par de días porque se murió un hijo del señor Ortal. El dependiente de Vinebre,
dicho y hecho, desapareció sin ruidos, con un mínimo de equipaje en su morral: unos
devocionarios, algunos mendrugos de pan y poco más.
Con la ropa que llevaba puesta tenía bastante. Para comer, mendigaría; para dormir,
algún viejo pajar o la caseta de los pobres. Así empezó también su vida pública el Hijo de la
Virgen María, que no encontró más almohada para reclinar su cabeza que el duro suelo. El
peregrino de catorce años sentía firmes las piernas y ardiente el corazón. No hay que estar
calculando riesgos como los viejos, pensaba aquel joven con su ángel bueno por compañero.
¿A dónde va, a dónde piensa ir aquel jovenzuelo? Treinta y seis años después
escribirá en el prólogo de uno de sus libros:

Os busqué en la soledad cuando aún era muy joven. No os conocía, pero había oído
hablar de Vos, había percibido el aroma de la rosa celestial, y abandoné el mundo,
padres y parientes, para correr tras la fragancia de vuestras virtudes y postrarme a
vuestras plantas. Nadie me daba razón de Vos…Solo, por caminos difíciles, llegué a
vuestros pies. ¡Qué cansado del mundo! ¡Qué herido y desengañado estaba mi corazón!
En vuestras plantas encontré la paz perdida, ¡oh Bendita Reina de las Gracias!

Sí, en pleno siglo XIX salió, como lo hiciera San Ignacio en el siglo XVI, hacia el
santuario de la Virgen de Montserrat. ¡Y eran más de cien kilómetros en “el caballito de san
Fernando”! Comenzaba octubre, cuando aún el sol calienta de día y las noches no son
extremosas. La autobiografía dice literalmente:

…de buena mañana abrí la puerta y me marché. Mis primeros pasos fueron para visitar
la capilla de Nuestra Señora de la Misericordia. Recé allí, le pedí su bendición, y me
alejé cargado con unos pocos libros, sin dinero, a pie.

Siguió probablemente la carretera de Tarragona y torció hacia el Vendrell y Vilafranca y


quien sabe si, a pesar de la vuelta imponente, continuó carretera adelante hasta ganar el
puerto de Ordal y bajar a Molins. Lo único que sabemos es que subió la cuesta de Collbató,
con la boca más reseca que una teja pues le caía el sol de plano. Él mismo lo explica
telegráficamente:

Quería ser ermitaño y retirarme a la soledad y me encaminé a pie hacia Montserrat.


Empecé a subir la cuesta de Collbató. ¡Qué sed más grande tenía! Tentaba a Dios.

A lo lejos, la montaña de la Virgen María brillaba ya limpísima y azul, festoneada por


sus crestas. La “sierra de oro” debía ser aquel fuerte sol en manos de los angelitos. El poeta
que después compondrá los versos del Virolai, aún no había cumplido por aquella época los
diez años y jugueteaba como un feliz cabrito por las calles y plazuelas de Folgaroles; con el
tiempo será un amigo y admirador de este peregrino jovencísimo vestido de pordiosero, hasta
el punto de que no le reconocería ni su padre.
Ossó no explica este detalle por escrito; pero de un sitio u otro lo tendría que sacar la
M. María Teresa Andrés y Cebriá cuando lo afirma en el proceso de beatificación. Al pie de la
montaña, dice, cambió sus vestidos por los de un chico pobre de su misma edad. Uno vuelve a
evocar, sin querer, al peregrino de Loyola que tres siglos antes había tenido idéntico gesto de
cambio. Y mucho más a Jesús, que “no se aferró a su condición divina, sino que quiso
revestirse de los ropajes de nuestra humana naturaleza”.
Desarrapado, hambriento, mendigo, se acercó a la Virgen Morena. Subió al camarín a
besar la mano de la Madre y lo primero que quiso hacer fue una confesión general. ¡Los
pecados de aquellos catorce años de Enrique de Ossó! Nadie los veía excepto él mismo que
ahora se arrodillaba contrito a los pies del monje sacerdote. Montserrat, una vez más, hacía el
gran servicio eclesial de perdonar pecados y embellecer las almas. El alma de Enrique
quedaba limpia y brillante, como una perla, como un estuche de marfil donde latía el Dios vivo.

Llegué a Montserrat, hice confesión general, pedí ser admitido allí como un criado de la
Virgen. Me admitieron. Y pasé dos o tres días confesándome.

San Ignacio de Loyola había empleado tres días en la confesión al comienzo de su


nueva vida. El muchacho Ossó casi lo mismo: dos o tres días entre preparación, acusación,
absolución y penitencia. Increíble. Los santos, aun conservándose humanísimos, hacen cosas
increíbles.
Y ahora, a empezar una vida nueva. No se pregunta qué pensarán los de su casa, o al
menos no lo intuye demasiado. Nadie sabe que está en Montserrat.
¿Qué nadie lo sabe, inocente?
Habían llegado ya las casi dos decenas de cartas que dejó escritas a su padre, a la tía
María, a la tía Mariana y a otros. Don Jaime se quedó de piedra, con asombro, angustia y
tristeza, y tal vez con una ardiente ira, contenida sin embargo por la tristeza y las lágrimas de
las tías. Todos releyeron las palabras sermoneadoras del chico. Ahora era evidente que
Enrique tenía que ser sacerdote y no comerciante. Demasiado lo había dicho, pensaban,
demasiado lo había dicho que no le gustaba el mundo del comercio porque se tenían que decir
mentiras. “La vida es corta, padre”…”no se hace nada con los dineros”…Padre e hijo hablaban
lenguajes diferentes. Al padre le parecía que el hijo era demasiado místico y absurdo, sin
experiencias de la vida. Aquel día, sin embargo, sentía el escozor de las lágrimas en los ojos.
En seguida se produjo la consabida movilización familiar. Aviso a Barcelona, al
hermano mayor. Que venga corriendo a Vinebre. Y a Reus donde el señor Ortal ya había
comunicado la extraña noticia, inexplicable en un muchacho tan dócil y tan formal. Hasta la
autoridad tuvo que tomar parte en el asunto y poco faltó para que complicara a un sacerdote
muy celoso al que consideraban cómplice de la huida. Se trataría de su confesor, allá en la
capilla de los Dolores de la parroquia de San Pedro. No costó demasiado encontrar la pista.
Entre la ropa y los papeles que había dejado Enrique en casa Ortal hallaron un folleto en donde
se hablaba de Montserrat. En un abrir y cerrar de ojos el hermano mayor lo entendió todo y se
fue al momento hacia la abadía benedictina con el folleto y quizá con la carta, realmente
curiosa, de Enrique a su padre. Tampoco el hermano mayor lo entendía demasiado, pero
siempre un poco más que el padre. Enrique renunciaba a todo lo suyo; venía a decirles que les
aprovechase; o, mejor dicho, que lo diesen a los pobres: vestidos, dinero, caridades.
La escena de Montserrat la resume así el fugitivo:

Un día, por desgracia, al salir del templo, en la plaza que ahora tiene árboles, me topé
con mi hermano Jaime que me buscaba porque toda mi familia estaba consternada al
enterarse de la misteriosa desaparición que nadie se explicaba.

Hubo un diálogo de forcejeo y llantos. Enrique no quería volver a Reus por nada del
mundo, no quería sencillamente más que ser ermitaño o sacerdote. Sólo cedió cuando el
hermano mayor prometió que le ayudaría.
Y los dos hermanos se volvieron cogidos del brazo. Pero antes entraron en el templo y
estuvieron un buen rato delante de la Virgen de Montserrat que había tomado ya en sus brazos
a aquel muchacho de Cataluña occidental. La Madre quedaba en la “catedral de las montañas”
– como la llamará Ossó – señora de los corazones. Ossó habría de volver a menudo a visitarla.
Más tarde escribiría:

Montserrat. Sus fundamentos se asientan sobre las altas montañas santas y


santificadas por María. Sus picachos extraños y caprichosos son un himno al Creador.
Parece haberse colocado en el centro de Cataluña, aislada de toda otra montaña para
que no tenga que ir pidiendo respaldo de otros y brille gloriosa con su propio
resplandor…Es única, como única es la Moreneta.

La aventura concluyó con un abrazo del padre, de las tías y de Dolores. Reconciliación
total. ¡Ah!, pero que conste: él será sacerdote.
Todo esto sucedía alrededor de la Virgen del Pilar del año 1854.
6

LOS AÑOS DE LOS DÓMINES

1854
Octubre: Comienza los estudios de gramática latina.
1857
Últimos días de junio: Acaba los estudios gramaticales.

Declinando latín
Enrique de Ossó y Cervelló, hijo de Vinebre, comenzó sus estudios eclesiásticos en el
año 1854. Tendría que ser ya muy a finales de octubre y una vez aclarada la situación de la
huida y el retorno de Montserrat. Su tía Mariana y toda la familia apoyaron la decisión de
Enrique y el padre no tuvo más remedio que callar. Mosén Ramón Alabart, un buen amigo de
Tortosa, subió expresamente a Vinebre para examinar el alma de Enrique y concretar los pasos
que debía dar.
Se prestó de buen grado a hospedar en su casa al seminarista de Vinebre.
Y un buen día padre e hijo tomaron la barca que les llevaba, Ebro abajo, hacia Tortosa.
La distancia, poco más o menos, era como la de Reus, pero la travesía en barca, más cómoda.
No sé si necesitaban demasiados papeles para la inscripción en el seminario. Los primeros
cursos de latín solían ser multitudinarios, según el dicho: “estudiantes, muchos pequeños y
pocos grandes”. En el Seminario de Vic, el más prestigioso de Cataluña, ni siquiera había notas
al final de los cursos de latín.
Enrique no era ya una criatura ni mucho menos, a pesar de tener que empezar por el
abecedario de la lengua de Cicerón. Sabía muy bien lo que era ser sacerdote y, como
acabamos de ver, se lo jugó todo para comenzar la carrera. Y hay que tener en cuenta que
aquellos tiempos no eran demasiado propicios para tomar la opción por el sacerdocio, al menos
en Tortosa. Cuatro meses atrás – el 28 de junio del 54 – O´Donell derroca el Gobierno con la
sublevación de Vicálvaro, y toma las riendas del poder el hombre más nefasto del siglo, el
General Espartero, que cerraba el decenio de relativa moderación gubernamental e iniciaba el
llamado bienio progresista.
Los catalanes conservaban mal recuerdo; sobre todo la ciudad de Barcelona,
bombardeada en el año 42, con 400 casas derribadas por la metralla. El militar, al volver del
exilio, enseñó bien pronto sus garras anticlericales: prohibición de procesiones, expulsión de
los jesuitas, ilegalidad de las novicias religiosas, etc.
En Tortosa no se quedaron cortos. Los días 30 y 31 de junio, en medio de un gran
alboroto esparterista, la chusma asedió el Ayuntamiento, y, destrozándolo todo, asaltó la Casa
del Pueblo y se lanzó sobre uno de los hombres más honrados de la ciudad, el Secretario del
Ayuntamiento, arrojándolo al río. Aquellos salvajes quemaron, entre otras cosas, el Archivo de
la ciudad, que era uno de los más ricos de Cataluña. ¡Y lo que habrían llegado a hacer si el
Obispo en persona no los hubiera apaciguado! Al Obispo todo el mundo lo respetaba. Y es que
se lo merecía. Se trataba de don Damián Gordó Sáez (sobrino del anterior, el obispo Víctor
Damián), que gobernaba la Diócesis hacía diez años: cuatro como gobernador eclesiástico, y
seis ya como obispo.
No se puede decir, pues, que fuera muy halagüeña la situación al iniciarse el
seminarista en Tortosa. Ossó no hacía demasiado caso de la política de aquellos tiempos
revueltos, tampoco de la tragedia del cólera que, además de llevarse a su madre, había dejado
desoladas a tantas familias de la ciudad desde mitad de agosto hasta finales de septiembre.
Seiscientos muertos. La gente huía en masa durante aquel verano apocalíptico. Finalmente, el
10 de octubre, el Obispo Damián pudo presidir un Te Deum de acción de gracias por haberse
terminado la epidemia. Difícilmente podrían empezar los seminaristas sus clases antes de esta
fecha en el año 54. Por tanto Ossó no se había retrasado demasiado.
El seminarista Ossó hizo todos los estudios de Tortosa en régimen de externo, como la
mayoría de sus compañeros. Los pocos internos que había residían en el Seminario Menor,
que ocupaba el antiguo Colegio de San Matías. Allí había terminado sus estudios filosóficos en
el año 1853 un seminarista de “pasta angelical” que había comenzado la carrera a los 15 años,
uno más que Ossó. Ahora tenía 18 y se llamaba Manuel Domingo y Sol. Ossó se hospedaba
en casa de mosén Ramón Alabart e iba a las clases del dómine Prades que le inició con el
“musa-musae” en la lengua oficial de la Iglesia.
La vida externa de los alumnos de latín – muchos de ellos aún niños – había de ser
bastante holgada, religiosamente hablando, y más en aquellas circunstancias casi de
emergencia. Ossó se ceñiría a una distribución del tiempo diario y a ella se aferraría
fuertemente. Sin duda le ayudó la casa del sacerdote amigo que lo acogió y lo vigiló con amor.
Le asignó una habitación del tercer piso sólo para él. Ahí tenía la cama y la mesa de estudio.
En el segundo piso había también otra sala más amplia donde podía repasar las lecciones
compartiendo la tarea con algún otro estudiante.
Se levantaba temprano, con el sol; comida a las doce y cena a las nueve.
Cursó Gramática Latina y Humanidades desde el 54 al 5: tres años, mientras que sus
compañeros dedicaban cuatro. El primer responsable de aquel centro de formación era un fraile
dominico, exclaustrado, dignísimo, el padre Buenaventura Grau, ayudado por un vicerrector
que era mosén Manuel Boix. Era el tercer año que las clases de Latín se daban en el seminario
de Tortosa. Hasta el año 1852, según afirma el canónigo Corominas, el aprendizaje del latín se
hacía, tanto en la ciudad de Tortosa como en otros lugares de la Diócesis, en las casas
particulares de los maestros llamados “dómines”. En Tortosa era famoso el dómine Sena, un
seglar que fue catedrático del Seminario desde 1852 hasta 1863. El profesor del seminarista de
Vinebre en aquel año 1854 fue otro, también seglar, pero no tan conocido como el señor Sena.
Ossó afirma que la daba clases en casa antes de llegar a las del dómine Sena.
Otros con menos voluntad que Ossó habrían podido hacer bien poca cosa aquel curso.
El sectarismo político complicaba los asuntos religiosos. En diciembre de aquel año moría el
obispo Damián en la residencia episcopal de Bitem. Es posible que Ossó, que había sido
confirmado por él hacía cinco años, le viera dentro del ataúd al día siguiente del fallecimiento,
que era, precisamente, el día de Navidad.
Otra noticia del curso, dos meses después, era la estúpida amnistía para los asesinos
del Secretario del Ayuntamiento al que antes hemos hecho referencia. Salieron de la cárcel el
día de la Candelaria de 1855.
En lo referente a la formación de los seminaristas se hacía lo que se podía en aquellos
malaventurados tiempos. Los estudios no eran demasiado elevados, ni en Tortosa ni en
ninguna parte, si exceptuamos el Seminario de Vic, que a pesar de todo conservaba una
estudiantina numerosísima y una dirección firme, prestigiosa y constante, bajo los obispos
Corchera y Casadevall. Ossó, sin embargo, aprovechaba el tiempo seriamente.

Estudié a conciencia y obtuve buenas notas, y era de los primeros.

Como sabemos, ganó un año. Es normal que empezase ya a estacarse en aquel


primer curso 54-55 en casa del dómine Prades. Pero el estudio no le robaba nada a la piedad.
Cada mañana a las seis y media, media hora después de levantarse, empezaba la oración que
fácilmente se alargaba hasta las siete y media. Aquel muchacho privilegiado fue siempre un
hombre de oración. Asistía a Misa diariamente. Comulgaba cada domingo, tal como se lo
permitía su confesor mosén Gabriel Duch, rector de la parroquia de la catedral. Los
seminaristas de su tiempo, según las ordenaciones, comulgaban una vez al mes. En la
autobiografía, Ossó hace un cálido elogio de mosén Gabriel; dice que era sabio y celoso y que
se entendió muy bien con él. “Me confesaba a menudo” – añade. Y hacía algunas penitencias.
Las pocas que le permitían. Cuando regresaba de las clases, antes de comer, pasaba un rato
en la iglesia de la Purísima. Cada tarde, invariablemente, iba a la catedral a hacer la visita al
santísimo y empezaba, ya en el piso del reverendo beneficiado, la lectura espiritual. El rosario a
la Virgen lo rezaban en familia, presididos por mosén Alabart.
Enrique no estaba interno pero llevaba una vida muy reglamentada, con un poco más
de flexibilidad, eso sí, porque podía permitirse el lujo de estudiar en su habitación después de
cenar, así como madrugar más. Mosén Alabart se hacía cruces de aquel seminarista delicioso,
adulto, modélico. Gracias a Dios, podía ir solo por el mundo.
A primeros de julio volvió a Vinebre a pasar las vacaciones escolares de verano.
Seguramente no había subido desde comienzos de curso, a pesar de que los seminaristas
estaban libres de clases desde el 24 de diciembre hasta el 2 de enero, los tres días de carnaval
y miércoles de ceniza, tres días en Pentecostés, además de las fiestas y las medio fiestas del
jueves por la tarde. Los filósofos y los teólogos acababan hacia el 31 de mayo, un mes antes
que los gramáticos. No sería extraño que aquel fin de curso 54-55 se complicase un poco. El
Ayuntamiento de Tortosa había procedido a la incautación del Seminario de Santiago el día 12
de junio y subastó bienes de la Iglesia.
Ossó llegó a Vinebre saltando como un gamo, charlando sobre ocurrencias de los
compañeros o sobre las nuevas noticias óptimas de la vida del Seminario. “Fíjese, padre, juego
más aún que en Vinebre. A los bolos, a la pelota; y casi siempre gano”. Y si no lo decía,
ciertamente lo hubiera podido decir: Ossó era el campeón indiscutible en los juegos de pelota.
Le ayudaba su naturaleza: un chico bien plantado, con buenos bíceps, de ágiles piernas; en fin,
lleno de vigor. La tía María se quedaba embelesada oyéndolo; y le regaló – puede ser que por
San Enrique a mitad de julio – las obras de Santa Teresa de Jesús que había publicado la
Librería Religiosa. “Yo no las entiendo, hijo” – decía tía María -. La verdad es que el castellano
castizo de Santa Teresa no era demasiado inteligible para una mujer de Vinebre de cierta edad
y escasa cultura.

Discusiones en torno a una carta


Volvamos a Tortosa. Continuaba la represión religiosa del Gobierno de Espartero; el
desgraciado no había permitido que se publicara la Bula Pontificia de la Definición dogmática
de la Purísima. Pero por toda España las iglesias se llenaron alabando a la Virgen.
Seguramente, en Tortosa, algún predicador lo recordaría por las fiestas de la Cinta. Si el curso
empezó con normalidad, Ossó lo pudo haber oído. Creo que a primeros de septiembre Enrique
está ya en Tortosa y que el miércoles, día 5, escribe una interesante carta a su tía. Los
biógrafos anteriores la fechan en el 54 y no saben cómo hacer encajar el miércoles, 5 de
septiembre, con el año 54. Es una carta de cierto regusto clerical, seminarística, impregnada de
celo, con una gran y evidente influencia de los “Avisos” de Santa Teresa de Jesús, como lo
demuestra la doble columna comparativa que hace el Dr. González Martín en su biografía
castellana. Copio algunos fragmentos:

En el nombre del Señor, nuestro Dios y su Madre, la Virgen Santísima, a quien pido sea
nuestra abogada en la hora de la muerte, salud, gracia y bendición a todos los hijos del
Señor.
Mi digna y respetada tía: Uno de mis deberes es el participaros la marcha que he
emprendido en el camino del Señor, asistido de su gracia, para apartarme de las
vanidades y engaños que trae el mundo, que nos tienta continuamente para hacernos
perder la gracia de Dios. Por el bien que le deseo he querido ponerle algunas
saludables máximas para su eterna felicidad.
…Que vuestro deseo sea sólo de ver a Dios, vuestro temor, de perderle, vuestro dolor
de no poseerle aún, vuestra alegría de todo lo que pueda acercaros a Él, y vosotros
viviréis en un gran reposo. Procuremos pues, hermanos míos, el vencer nuestras
desordenadas pasiones y deseos, y la enmienda en gracia de Dios. Esto sólo os pido
para calmar mi reposo cuando me halle separado de vosotros, para que después de
este destierro nos veamos juntos en el cielo para adorar al Padre, glorificar al Hijo y
gozar del Espíritu Santo y toda la corte celestial, con nuestra Santísima Virgen Madre
María, Reina de cielos y tierra, para siempre. Amén.- Enrique de Ossó.
A la Sra. María de Ossó, mi tía. 5 de septiembre, miércoles.

Esta carta, situada el 5 de septiembre de 1854, es la cruz de los intérpretes. Ossó no


dice nada de 1854, a pesar de que donde encajaría mejor es en el contexto de la huida a
Montserrat. El mismo Ossó afirma en su autobiografía que escribió cartas de despedida y de
consejo a su padre y a sus tíos. Por otra parte, Altés testimonia que, acerca de las cartas a sus
tías, en el año 54, tenemos estas palabras: “He escrito 24 cartas a distintas personas
anunciándoles mi marcha y proponiéndoles al mismo tiempo algunos consejos de perfección”.
Pero la fecha del 5 de septiembre, que cae en martes y no en miércoles, es decir, diez días
antes de la muerte de su madre (que fue el 15 de septiembre) ya supondría una determinación
clara de huir a la vida eremítica. Francamente, me parece extraño. En cambio, si en lugar de
1854, que él no especifica, entendemos el 1855, todo resulta más claro de entender. La
“marcha que he emprendido en el camino del Señor”, no es otra que la carrera sacerdotal,
desde el año pasado y el curso que acaba de comenzar. El resto de la carta son frases hechas,
ascéticas, al margen de las circunstancias temporales. El tono sermoneador se ha acentuado
en contagio con el Seminario. La fecha del 5 de septiembre, miércoles, viene aquí como anillo
al dedo. La única dificultad seria es la historia que explica el primer biógrafo Altés. Sea como
sea, año antes, año después, la carta, en medio de la ingenuidad del joven apóstol y de un
cierto engolamiento de forma, propio del predicador adolescente, resalta estupendamente la
nueva vida decidida y querida por Enrique de Ossó, crucificado al mundo y para el que el
mundo está crucificado.
Sospecho que en todo esto hay algún precedente carismático, extraordinario, algún
secreto íntimo que quizás no sabremos nunca. Suscribo las palabras del P. Ruiz Varona, en el
Proceso Apostólico de Tortosa: “Observo aquí una influencia extraordinaria de los dones del
Espíritu Santo – piedad, entendimiento – que orientaron su vida como vocación específica al
sacerdocio y al alejamiento de lo material”.
Comienza pues el curso 1855-56. La inauguración se ha tenido que hacer sin obispo
porque el Dr. Damián había muerto hacía dos meses y no sería nombrado el nuevo hasta
enero del 58. Tal vez las fiestas de la Cinta han retardado las cosas y prácticamente nos
plantamos en el 15 de septiembre. Los seminaristas tienen que comentar muchas cosas
caseras, políticas, religiosas; como por ejemplo la gacetilla local del verano pasado, en la que
se contaba que Pascualer, el ciego, hizo la apuesta de comerse un queso entero. La ganó,
pero el pobre se murió del empacho. Toda Tortosa habló de aquello llorando o riendo. Enrique
y la gente de sano juicio llorando y deplorando que haya tanta cortedad en este mundo.

Un dómine que deja huella


Enrique había hecho grandes progresos en la lengua latina. El dómine Prades quedó
muy contento y lo pasó pronto – tal vez ya en el mismo curso anterior – al dómine Sena, seglar
también, catedrático del Instituto y del Seminario y popular como él solo. Tenía por aquel
entonces 51 años y los había gastado en la docencia. Desde el 52 al 63 el señor Sena controló
todos los estudios de latín de los seminaristas de la Diócesis. Dicen que enseñaba muy bien
pero que tenía un genio de mil diablos, y una piedad y un teresianismo encantador cuando
descansaban - él y sus discípulos – en algún corto paréntesis dentro de la clase.
El dómine Sena era una institución en Tortosa, como aquel otro célebre latinista de la
Cataluña oriental, “El Cec”, que enseñó veinticinco años antes la lengua de Virgilio y de Horacio
a un muchacho de más edad que Enrique que se llamaba Antonio María Claret. Del dómine
Sena podríamos afirmar lo que escribe uno de los discípulos de “El Cec”:

Desde las ocho de la mañana hasta la hora de comer y de dos a cinco (o a seis en
verano) por las tardes, el Ciego no se movía de la silla de cuero antigua a la que añadía
un cojín de pluma forrado también de piel. Y allí estuvo cuarenta años poco más o
menos haciendo declinar los mismos nombres y conjugar los mismos verbos, dictando
las mismas oraciones y explicando o comentando las mismas Selectas y calentando las
mejillas de los niños con los mismos cachetes.

Enrique de Ossó – cuyas mejillas no tocó jamás el dómine Sena – se sintió querido por
el maestro y ha dejado de él un elogio en su autobiografía, presentándolo como muy devoto de
Santa Teresa, conocedor y repetidor de anécdotas teresianas. Y no lo dice todo porque no era
el lugar de decirlo todo. Dómine Sena, o mejor, el señor José Sena, hacía vibrar a las almas
cuando le oían leer en el Vía crucis las emotivas estaciones que él había redactado. Y
admiraba a los entendidos con el dominio métrico de las estrofas latinas, agudas e ingeniosas,
con que celebraba los acontecimientos de la diócesis. Perdonémosle su poco de vanidad - ¡oh
los poetas! – por unos cincelados versos. El Boletín Oficial de la Diócesis publicó una vez una
oda de Sena al canónigo Sanz y Forés introducida un poco a la fuerza por el redactor de la
revista: “A instancias – dice – del autor, insertamos la oda siguiente”; son catorce brillantes
estrofas sáficas.
Murió a los 64 años, sumamente pobre, sin dinero ni para pagarse la caja. Lo había
dado todo. Los tortosinos tuvieron que hacer una suscripción popular para él.
Con Sena pasó el seminarista de Vinebre el curso, en realidad, dos cursos, del 55 al
57. Compaginaba, como siempre, la vida de estudio con la de piedad. Y también con la de
descanso. Encontró tiempo para conocer Tortosa palmo a palmo, así como los campos de los
alrededores a una o dos horas de distancia. ¿Cómo sería entonces la ciudad de Tortosa? ¿Muy
grande? Pongámosle unos 15.000 habitantes largos. Los censos de final de siglo anotan
24.636 con la trampa de incluir los arrabales más lejanos. Pero la ciudad tiene hondas raíces
en la antigüedad. La conocen los cartagineses siglos antes de Cristo. Los romanos la
convierten en colonia y dejan allí una huella valiosa. Ramón Berenguer IV, la vigilia de fin de
año de 1148, cierra el dominio musulmán que había durado cientos y cientos de años. Tortosa
es una gloria de la Cataluña Occidental, tan catalana como la Seo de Urgel, como Gerona o
como Perpiñán. La tradición – tal vez la leyenda piadosa – coloca allí como primer obispo a
San Rufo, el hijo del Cirineo del evangelio. Pero, bueno, hay efemérides cristianas más
históricas. Por ejemplo, la predicación de San Vicente Ferrer en el año 1400. Incluso
actualmente se enseña el balcón que dicen le sirvió de púlpito en la plaza. Fue en la ciudad de
Tortosa donde Fray Vicente Ferrer invitó a los Rabinos al Simposium científico que concluyó el
año 1413 después de 79 sesiones, con la conversión de muchos de ellos.
Es muy posible que todo esto lo recordara el profesor de Humanidades o algún otro a
sus discípulos entre los cuales se encontraba Ossó. Son acontecimientos eclesiales y
tortosinos ennoblecedores de la ciudad. Digamos aún otro: el heroico riesgo de aquel jesuita –
P. Torrent, que salvó de la muerte, bajo la pólvora, a los Miravall el 21 de julio de 1640.
La historia reciente – carlistas y liberales, Cabrera y su suegro, apodado Arriembanda –
la escucharía Enrique de labios de mosén Alabart en alguna sobremesa. La recientísima la
estaban tejiendo ellos: Domingo y Sol, Ossó, María Rosa Molas, que es de Reus, pero quizá
tanto o más de Tortosa, y otros. Sólo por estos tres nombres valdría la pena estudiar la historia
civil y eclesiástica del siglo XIX en la Cataluña Occidental.

Un alumno aplicado
Ossó, con quince años cumplidos y camino de los dieciséis, se encontraba como el pez
en el agua estudiando para sacerdote. Se sentía infinitamente mejor que en Reus, a pesar de
tener recuerdos agradables y vivencias profundas de su tiempo en aquella ciudad. Tal vez
añoraba aquí el santuario de la Virgen de la Misericordia. Pero, sin salir del ámbito de la ciudad,
tenía otros. Por lo pronto, la capilla de la Cinta, en la Catedral, donde cada día, sin falta,
entraba a saludar a la Madre. Los tortosinos la quieren con delirio. Cerca de la ciudad, sólo con
un corto paseo, se encontraba la ermita de la Petja, con Nuestra Señora de los Ángeles. Con
un paseo algo mayor, la ermita de Mig Camí, con la Virgen de la Providencia. Y por último, con
un paseo bastante largo, la ermita del Coll del Alba, donde los romeros de Tortosa y de los
alrededores suben el lunes de Pentecostés a elevarse un poco y contemplar la tierra infinita,
bajo el manto de Santa María Virgen. Maragall no había nacido, pero ya parecían saborearse
aquellos deliciosos versos de la poesía vital, aún informe:

Hay dos cosas


que al verlas juntas
ensanchan el corazón:
el verdor de los pinos
y el azul del mar.

Es decir, el Coll del Alba, peana de la Virgen María.


Tortosa es una ciudad levítica, una Roma en pequeño por lo que respecta a lugares
consagrados al Altísimo, nacidos a lo largo de los siglos a la sombra de la catedral, augusta,
repleta de arte y de historia, que los encaladores del siglo XIX estropearían con buenas
intenciones. Enrique de Ossó lo recorrió muchas veces todo: San Blas, San Antonio, San Jaime
de los Remolinos, San Francisco de Asís, de donde sale el Calvario adosado al primitivo
montículo, a la izquierda del barranco del Rastro. Y tantos otros lugares – el Rosario, la
Purísima Sangre, los Dolores – testimonios de su piedad, donde había entrado a arrodillarse un
rato o había ayudado a misa.
En el año 1856 empezó Humanidades, aún bajo la guía del dómine Sena. Por lo que
conocemos del seminario de Vic, el curso de Humanidades en los seminarios de aquel tiempo
acentuaba más la gramática que el humanismo. El curso de Retórica en Vic utilizaba el “Ars
dicendi” del P. De Colonia y subrayaba más el aspecto normativo y externo alejándose de
aquella ternura y belleza clásicas, que invitaban a elevarse a la contemplación. El doctor
Puigllat había publicado, pocos años antes, para los estudiantes de Vic, una Retórica y una
Poética entre sus volúmenes “Varios” que no estimulaba demasiado al buen gusto y a la
creación. De todas formas, como suele ocurrir a esa edad, la pasión de versificar llegaba a ser
incontenible en los estudiantes de talento. Ossó también compuso versos imitando a literatos
castellanos, ya que nuestra literatura, hacia el 1856, poca cosa reciente podía enseñar, incluso
en Barcelona o en Vic. Aribau se había despedido con la Oda a la Patria hacía 20 años, pero
sin demasiado eco inmediato y menos en Tortosa. Los poemas sueltos del “Gaiter” del
Llobregat, en el año 1839 demostraban una literatura nueva, balbuciente. Tardaríamos aún
unas décadas en despertarnos y reaccionar contra el Decreto de Carlos III que el 23 de junio
de 1769 había excluido nuestra lengua de la enseñanza.
De los versos de Ossó no se salva gran cosa desde el punto de vista estético. Como
ocurre con los de Balmes. No es por ahí por donde alcanzarían la inmortalidad. Hay que
reconocer que por lo que toca a Ossó el dómine Sena tuvo más éxito enseñando latín o
disertando sobre Santa Teresa que corrigiendo versos castellanos. Dejadme copiar sólo un par
de estrofas:
Una palomita triste
del gavilán acosada,
con acento dolorido
exclamaba a su Señor…

¿En qué parte, ¡ay infelice!


hallaré puerto seguro
que me libre de este apuro
y mitigue mi dolor?
Sin embargo, el tercer año de seminario fue muy bien aprovechado. La facilidad de
pluma del que más tarde sería publicista, supone unas raíces que no se improvisan. Y largas
horas de lectura. Dómine Sena aconsejaba a Santa Teresa. En Enrique aquello era llover sobre
mojado. Por aquel tiempo ya se habían extendido por Cataluña y más allá, hacía más de
quince años, las obras de Balmes, y sobre todo la literatura popular piadosa del Padre Claret,
ya arzobispo de Cuba en el año 1856-57 y pronto confesor de la reina Isabel. La Librería
Religiosa sacaba a la venta, con fervor y fines publicitarios, libro tras libro, más aptos para el
seminarista Ossó que la fantasía y la novela en las que no emplearía seguramente muchas
horas. Ossó, como los estudiantes catalanes de la época, tuvo que nutrirse culturalmente de
obras castellanas: Fray Luis de Granada, el de León, Malón de Chaide y las recientes de
Fernán Caballero, etc. Hay que reconocer que el surtido ascético era bastante bueno. Si no
leían más es porque no se les podía dar gran cosa de nuestra propia cosecha.
A lo largo del curso Ossó continuó la vida ejemplar, con más prestigio cada día ante
sus superiores y profesores.

Estudié en serio y saqué buenas notas y era uno de los primeros de clase; muy querido
por los catedráticos.

No sé si el dómine Sena ponía notas al final del curso. En las actas de los cursos de
Filosofía y Teología siempre encontramos la misma calificación para él: “Meritissimus”. Y si en
el juego de pelota también hubiera calificaciones, los compañeros, vencidos siempre por la
traza de Enrique, también le hubieran dado “Meritissimus”. Y añade Enrique que dibujaba
bastante bien, reproduciendo cuadros religiosos y paisajes y que con un cuchillo inservible y
una navaja esculpía menudas y graciosas estatuillas y toda clase de adornos de madera. Y que
poseía buena voz, sonora y educada para la música por obra y gracia – pensaba él – del señor
maestro de Vinebre que le enseñó el abecedario.
Pero por encima de todo eso, Enrique es un joven piadoso. Frecuencia de
sacramentos, amor volcánico a la Virgen, conversaciones espirituales. Los que le tratan llegan
a descubrir, aunque él parezca ocultarlo, que hace penitencia en su habitación. Mosén Alabart
le llamaría “caixa tancada” (caja cerrada). La frase no supone una censura, como si fuera un
mosca muerta, sino un elogio de su humildad.
7

TORTOSA QUERIDA

1857
Septiembre: Comienza los estudios filosóficos
1860
Últimos días de mayo: Acaba los estudios de Filosofía y Física

Aprovechando las vacaciones


Enrique de Ossó y Cervelló empezó en octubre de 1857 sus estudios filosóficos,
incluyendo la Física, y los terminó a comienzos de junio de 1860. Pero vamos a observarlo
antes durante los meses de verano, en Vinebre, desde que voló del nido del dómine Sena.
Nos es imposible creer que Ossó se dedicara a matar el tiempo durante julio y agosto
que duraban las vacaciones de los gramáticos. En todo caso, al año siguiente seguro que ya no
lo mataría porque los filósofos y los teólogos acababan el curso académico un mes antes, el
día 1 de junio. Enrique, por temperamento, necesitaba trabajar como todos los Ossó, como su
padre, hombre enérgico y dispuesto, de los que la tierra sacan pan, como suele decirse de los
catalanes. El séptimo de los pecados capitales, haciendo honor a su nombre, fue también
perezoso para acometer al hijo de “la casa de don Jaime de la esquina”.
Durante el verano ayudaría algunos ratos a las faenas agrícolas, como tantos otros
seminaristas hijos de padres campesinos. Pero el biógrafo amigo, Altés, nos habla de la
habilidad catequística del joven en el tiempo de verano. Después de comer reunía en casa, lo
suficientemente espaciosa, a los chicos del pueblo, sobre todo, a los de primera comunión y les
explicaba la doctrina, mientras el padre hacía su imprescindible siesta. Se sentarían en el
mismo suelo, entrando por la puerta de la bodega que da a la calle de abajo. El lugar era
relativamente fresco y el director de la catequesis sabía muy bien cómo entretener a la
chiquillería. No faltaban los típicos estímulos de las estampas o de la que fuera. Los domingos
iban a misa juntos. Años después algunos vinebrenses jóvenes se lo agradecerían: “Mosén
Enrique, usted me enseñó la doctrina, ¿se acuerda?”.
También era tiempo de lectura el tiempo estival. Quién sabe si fue en Vinebre, la bella
paloma junto a la ribera verde del río, donde compuso aquello de “La palomita” de que hemos
hablando antes. Es verdad que son versos flojos y de escaso valor, pero poseen su alma, y en
pleno romanticismo juvenil la paloma suplica una defensa contra el gavilán. Bajo el
convencionalismo de la forma late un corazón que se alimenta de esperanza y amor. Esta
esperanza y este amor eran buscados en Aquel que le atraía irresistiblemente, compartiendo
las horas de la jornada eterna con las de la jornada temporal del seminarista. En el plan de vida
bendecido por mosén Gabriel Duch desde el confesionario de la catedral de Tortosa, entraba la
larga oración de cada día, la misa, la comunión semanal, la visita al Santísimo Sacramento y el
dulce Rosario de todas las noches. Las vacaciones suponían una verdadera fiesta para su
alma.
Si hubiera estado en Tortosa en julio, hubiera podido ver las grandes fiestas civiles
para la inauguración del canal de la derecha. En Vinebre vio otra más religiosa: la fiesta mayor
de San Juan Degollado. Le venía justo, porque en septiembre empezaba el curso en la capital
de la Diócesis. Pero aún le daría tiempo de lucirse en Vinebre como seminarista cantando la
epístola en el oficio solemne con voz fuerte y bien templada. Era el momento en que los
músicos en el coro empezaban ya a dejar los instrumentos y miraban hacia el campanario
donde podrán encender un cigarrillo, mientras el predicador exhortaba a los fieles. Los músicos
no eran de Vinebre. A la hora del credo volvían a soplar fuerte. Se había de notar que les
pagaban bien. De todos modos la música siempre hacía fiesta y los comentarios de la gente
sencilla no les censuraban nunca. Enrique de Ossó, sin duda, hubiera querido, si no más
esplendor, al menos más devoción cuando tocaban en misa. Cuando tocaban por la tarde o en
la verbena de la noche ya no le importaba demasiado. Aquello no era para él y no le costaba
mucho prescindir. Las chicas de Vinebre y de los pueblos vecinos aunque admiraban la
esbeltez de aquel muchacho, la gracia de su voz plena y suave y la elegancia y pulcritud de sus
modales, lo miraban y admiraban. Pero en el fondo se alegraban de que estudiase para
sacerdote.
Un buen alumno de Filosofía
En septiembre, cuando aún apretaba bastante el calor, Ossó volvió a tomar la barca
hacia Tortosa. El calor aprieta más en Tortosa, sólo a ocho metros sobre el nivel del mar, pero
bastante lejos de él.
Hace un año que hay más tranquilidad en la política después de la caída de Espartero.
Pero la Diócesis continúa sin obispo. El seminario hace lo que puede. Manuel Domingo y Sol, a
punto de terminar la carrera, dibuja un cuadro muy negro de la formación en los seminarios de
su tiempo y concretamente del de su Diócesis. “Aquí mismo – dice – ha habido épocas en que
ni se sabía qué era el Kempis. Los Ejercicios para la ordenación eran un juego. Los Ejercicios
anuales no se establecieron hasta la época de Vilamitjana”. (Y Vilamitjana entró en Tortosa en
el 62).
El neofilósofo Enrique de Ossó pasó por la administración del seminario para dejar los
32 reales de la matrícula, ocho reales más cara que la de Latín. En realidad para los externos
como él, ese año el precio es de 64; el doble que para los internos, pero puede liquidarse en
dos plazos. A los externos que tienen dificultades económicas, les hacen rebaja. Para el
examen final tendrán que añadir diez reales más cada año de filosofía. La inauguración del
curso sin obispo resulta un poco pobre. De todos modos la ciudad de Tortosa nota por todas
partes que los seminaristas han empezado el curso. La calle de Santo Domingo, la de la
Merced, la de Montcada acusan la animación estudiantil.
Conocemos el nombre del profesor de Filosofía que tuvo Enrique. Se llamaba Dionisio
Brull, el doctor Dionisio Brull. Tengo fotocopia del libro de calificaciones escolares. Enrique de
Ossó saca las más altas del curso, “Meritissimus”. Se las ganó de verdad penetrando en
aquellas áridas cuestiones. Después, interesándose por la sabiduría de la metafísica, la ética,
la cosmología, penetraba a la vez, y mejor, en la Sabiduría con mayúscula que es el Verbo
Eterno.

Obispo sólo unos meses


Desde el punto de vista académico, los estudios sacerdotales estaban regulados, a
partir de septiembre de 1852 por un plan de estudios comunicado por la Nunciatura apostólica.
Me temo que, de momento, fuese papel mojado. El obispo que quiso ponerlo en vigor, no contó
más que con seis meses de vida, de enero a junio de 1858. Lástima, porque hubiera hecho un
buen trabajo aquel hombre de Dios.
El seminarista Ossó pudo asistir a su entrada en Tortosa el sábado 16 de enero de
1858; primero lo vio de lejos, pero pronto más de cerca, porque aquel obispo quería a los
seminaristas y sacerdotes como a la niña de sus ojos. Tenía 59 años, había vivido en Torá, de
la Diócesis de Solsona y era sacerdote desde los 23 años.
Los tortosinos, que conservaban muy buen recuerdo de él, lo podrían evocar de
canónico – una canonjía muy corta, de un año -, porque pronto se lo llevaron los de Barcelona
para vicario general, y un año después tuvo que gobernar Solsona dos años. Cuando llegó a
Tortosa había sido Obispo en Puerto Rico desde el año 48 y desde el 55 en Tarazona.
Estoy seguro de que el obispo Esteve y el seminarista Ossó, si hubieran tenido ocasión
de tratarse, hubieran congeniado por completo. Un mes después de entrar en Tortosa ya ponía
en marcha el Boletín Oficial de la Diócesis. Aunque no tuviera aún más que ocho páginas. El
futuro publicista Ossó se lo leería de cabo a rabo. Y le haría cierta gracia, ya en el número 2, el
aviso pontifical a los sacerdotes, para que vistiesen dignamente, diciéndoles que:

“andéis decentes, pero sin lujos: tan mal parece a los feligreses un cura petrimete, como
un desgarragallos” (1).

En fin, se ve que el obispo quería arreglar las cosas.


Un mes después les salió con una pastoral sobre catequesis. Ossó no necesitaba esos
empujones. La prueba es que unos años después será el primer catequista de la ciudad. Y de
los primeros de toda Cataluña, si no el primero.
El Boletín Oficial de Tortosa publicaba – evidentemente bajo el impulso del obispo
Esteve, decidido y práctico – el Reglamento del Seminario y tocaba el aspecto disciplinar y el
plan de estudios: el plan de estudios según el comunicado de la Nunciatura del año 1852.
Indudablemente el obispo tenía ganas de formar bien a los seminaristas, y Ossó se beneficiaría
de ello, al menos desde el próximo septiembre, al comenzar el segundo curso de Filosofía. Un
joven formal como él, que coronaba el primer curso con “Meritissimus” en el libro de notas, se
alegraría de verdad. Tortosa subiría de nivel.
Pero en Vinebre le llegó la increíble y trágica noticia. El obispo sufrió un ataque de
apoplejía el 19 de julio y el día 30 lo enterraban en la catedral. Tampoco contarían, pues, aquel
año para la inauguración de curso con la presencia enriquecedora del obispo. Ossó se dolió de
que fuese tan rápido el paso por la Diócesis del obispo Gil que veía y contagiaba a Dios como
los limpios de corazón, que ven a Dios sí, pero a menudo lo han de ver y mostrar crucificado.
Cuando, ya en el teologado, Ossó entrase en la Biblioteca del Seminario y cogiese un volumen
de la colección completa de los Sumos Padres, se lo habría de agradecer al obispo Esteve que
los había donado.
Lo que no se explicó Ossó, ya en Tortosa a principios de septiembre, es por qué el
canónigo magistral, Sancho, a los dos días de haber sido elegido vicario capitular, presentó
sencillamente la dimisión. Los señores canónigos cedieron entonces sus derechos de elección
al metropolitano de Tarragona que les puso por vicario capitular el día 29 de septiembre al
doctor Ramón Manero, canónigo doctoral.
Para el 29 de septiembre Ossó ya había hecho muchas cosas. Había asistido a las
fiestas de la Virgen de la Cinta, que aquel año eran muy sonadas. La noche del 9 al 10 de
septiembre Tortosa se transfiguraba esperando las 12 en punto para agradecer a la Virgen de
la Cinta el don del antiguo milagro. Aquel sábado 9, hubo, además del pregón de las fiestas,
pasacalles, profusión de luces e imágenes de la Virgen por todas partes. A las diez de la noche
empezaba la cola de gente que se dirigía hacia la catedral para oír el canto de maitines, largo y
solemne, la oración y el silencio de la vigilia mariana. Al día siguiente, domingo, todas las
campanas de Tortosa saludaban el nuevo día. A las 9 el Ayuntamiento fue a buscar al palacio
episcopal al representante de la reina de España, que en esta ocasión era el arzobispo de
Tarragona, Dr. Costa y Borrás, y se formó la comitiva hacia la catedral en donde el arzobispo
entraría bajo palio. Al llegar al altar descubrió el retrato de la reina que él representaba en las
fiestas de la Cinta, mientras la orquesta tocaba la marcha real.
Predicó fervorosamente el Dr. Ángel Sancho, canónigo magistral, el vicario capitular de
los dos días.
La procesión de la tarde no se puede describir en frío. Tortosa se volcó como nunca. A
las 4.30 salían las carrozas, la “cucafera”, los gigantes. Por todas partes, estandartes, danzas
religiosas. Un coro de jóvenes con vestiduras talares, cantaban versos apropiados tomados de
los salmos. No me extrañaría que Enrique de Ossó y Cervelló fuese uno de ellos. Seguían 46
niñas y 60 niños con carteles alegóricos sobre la Virgen María. La imagen de la Virgen de la
Cinta llevaba un séquito de ocho chicas, representando a ocho figuras bíblicas del Antiguo
Testamento: Raquel, Ruth, Esther, etc. A continuación, las autoridades civiles, el mayordomo,
los hachones que acompañaban a las 13 imágenes de santos, entre los que se contaba el
santo Ángel, patrón de Tortosa. Y aún no acababa ahí. Doce personajes, con lujosos trajes,
representaban a las doce tribus de Israel ante el estandarte llevado por el juez. Detrás, los doce
apóstoles. El clero, precediendo los pasos del Cabildo catedralicio que llevaba la reliquia de la
Cinta entre doce sacerdotes revestidos con dalmática. Seguía, devota y regiamente, el
representante de la reina, el arzobispo de Tarragona, entre la municipalidad. Detrás, de adorno,
el piquete de música.
No tiene nada de extraño que las clases del Seminario no empezaran hasta el día 15. Y
es que todas las fiestas tienen octava. En este caso, novena. El día 11 por la mañana había un
oficio solemne de la cofradía de la Cinta y a las 6 de la tarde, primer día de la novena. Lo más
característico del día siguiente era una comida a los pobres. Y al otro, a las 11.30 de la
mañana, se repartía de nuevo a otros 200 pobres un pan y un real. Y eso que no contamos, ni
mucho menos, todo lo que eran las fiestas de la Cinta. Un hermoso momento, lleno de emoción
religiosa, era la bendición con la santa Cinta que hacía el decano desde el ambón. Y tantos
otros…Yo he querido hacer hincapié en todo esto, sólo pensando en el Enrique de Ossó de
más adelante. En aquellos saltos y bailes religiosos, como los de David ante el Arca, con que el
pueblo sencillo expresa su homenaje al Altísimo, el futuro sacerdote y catequista Ossó
aprendió mucho, y jamás se le ocurrió renegar del lenguaje plástico y vivencial de los que
adoran a Dios en espíritu y en verdad, saltando y bailando con corazón de niños. Ossó, gran
pedagogo, extraído del pueblo y a favor del pueblo por su vocación sacerdotal, vibraba
maravillosamente con el pueblo.

Los libros no le alejan de los hombres


Pero le hemos de seguir ahora en el curso académico 58-59 cuando la “cucafera” y los
gigantes se han dejado ya olvidados hasta la próxima vez.
Él continuaba externo en casa de mosén Alabart. Hasta el Teologado no le obligaría la
ley del vestido talar (la sotana) que la disciplina seminarística imponía con rigor. Pero cada vez
más la ley de la formación sacerdotal se extendía también a los externos. Al acabar las clases
de la tarde se habían de quedar al rosario y a la lectura espiritual, presididos por el director o
por otro sacerdote del Seminario. Los domingos tenían que asistir al canto de tercia que
precedía a la misa solemne. Se acercaban a los tiempos de mayor espíritu.
El Dr. Brull continuaba explicando Filosofía. Los tiempos no permitían exigir demasiado
al parecer, a pesar de que, a la vista de las listas del curso, se advierte una poda de alumnos.
En segundo sólo hay 14, tres o cuatro menos que en el curso anterior. El Dr. Brull no era amigo
de las notas altas, por lo que veo. Casi todos bajan de nota con respecto al primer curso.
Excepto Enrique de Ossó, el único “meritissimus” de entre los catorce. Sin duda, un alumnado
tan joven para Filosofía no le permitía demasiado lucimiento al profesor de metafísica, que de
mala gana tendría que seguir el consejo de un obispo posterior muy cercano al profesor de esa
ciencia de las últimas causas: “Amigo, baja a su altura”. Balmes se quedaría decepcionado de
la Filosofía de Vic. Claro que Balmes no era cualquier cosa, a pesar de que empezó Filosofía a
los 12 años. “¡Pobres niños!” – escribiría con una mezcla de ironía y lamento -. Ossó ya tenía
17 años, una ventaja. El Dr. Brull juzgó al final de curso que había adquirido bien las reglas
para pensar correctamente, el rigor intelectual necesario para plantear los problemas con
honestidad, la suficiente sutilidad como para descubrir los engaños del adversario. Los estudios
filosóficos de los eclesiásticos estaban de todos modos muy dirigidos a la Teología, la señora
de esa sirvienta o “ancilla” que es la Filosofía, y sería ligereza censurarlos sin distinguir.
Entonces y ahora. No es probable que llegase a Tortosa gran cosa del magisterio de Llorens y
Barba que desde 1847 ennoblecía la cátedra de Filosofía en Barcelona, arrancada de Cervera
hacía bien poco. De hecho Llorens sólo había publicado su discurso inaugural del 54-55.
Balmes ya era otra cosa. El Dr. Brull lo había asimilado todo, seguramente. Ossó sólo habría
leído “El Criterio” y tal vez algunas páginas vibrantes de “El Protestantismo comparado”.
Aquellos años, del 57 al 60, incluyendo el tercero de Filosofía que comprendía la
Física, la personalidad de Enrique de Ossó llegó a ser cada día más destacada y pujante. Me
ronda por la cabeza que la decisión de cursar estudios en Barcelona, al acabar la Filosofía en
Tortosa, tuvo que ser por consejo de sus superiores. Y si no, al menos, lo verían con buenos
ojos. En la autobiografía, Ossó lo atribuye a los familiares, sobre todo a su hermano, que, como
sabemos, residía ya en Barcelona. “Querían que me luciese”, dice. Pero él no parece que
piense demasiado en lucirse para su futuro. Vive en el presente con gozo y afán la estupenda
ilusión del apostolado sacerdotal, con los compañeros, con los niños, con los padres.
Ahora Ossó llevaba siempre un libro en sus paseos por los alrededores de la ciudad
hacia el castillo de San Juan o de la Açuda y toda la línea de fortificaciones y baluartes. O por
la ribera del río que jamás le cansaba. A pesar del libro, sabía también conversar, porque de
misántropo no tenía nada de nada aquel muchacho fuerte y sanguíneo. Pero la verdad es que
los libros le subyugaban. Bueno, con mucha libertad, claro. Le gustaba hacerlos correr. Por
aquellos tiempos, los libros religiosos salían a chorros de la Librería Religiosa, tanto en catalán
como en castellano. “El camino recto y seguro” del P. Claret, editado en el año 43 había visto
ya no sé cuantas ediciones. Corrían los títulos del estilo de la época: “Avisos a los sacerdotes”,
“Avisos a los padres de familia”, “Avisos saludables para los niños”, “La cesta de Moisés” y
cantidad de páginas y páginas del apóstol de Vic. La Librería Religiosa fundada en 1847 era el
contrapunto de una serie de desaciertos y hasta obscenidades de una época turbulenta en
donde los gobiernos suben y bajan como las fichas del dominó. Ossó siente un gusto
extraordinario por divulgar los buenos libros, que él mismo pide a distintas editoriales. Las
colecciones que Gabino Tejado traducía del francés encuentran en Ossó el más decidido
propagandista. Los vende, los distribuye, incluso los regala. Mejor es dar que recibir, pensaba
con San Pablo, mejor dicho, con Nuestro Señor Jesucristo. Los libros le vaciaban los bolsillos.
Su primer biógrafo y compañero entrañable, Juan Bautista Altés, lo explica con calor, y lo
subraya diciendo: “Y sabemos con qué fruto”. Me recuerda al testimonio del evangelista Juan
cuando remacha fuertemente la idea de que él vio con sus propios ojos el corazón abierto de
Jesucristo.
Aquel último año de Filosofía o Física – 1859-60 – fue pródigo también en
acontecimientos de4ntro del ámbito ciudadano, incluso en el español. De momento, la primera
noticia de la iluminación pública de la ciudad, con quinqués de petróleo. Buena mejora la de
ese octubre de 1859. Después fue noticia en Tortosa el desarrollo del juego de pelota en el
“Trinquet del Monjo”, donde asomaban la nariz los estudiantes de negra sotana y tricornio
complementario. Sobre todo los del Seminario Mayor.
En el orden religioso, sin duda la primera noticia fue la consagración del nuevo obispo
Miguel José Pratmans. Ofició el arzobispo de Tarragona. El nuevo Obispo era hijo de Cardona,
solsonense de pies a cabeza, frugal, hombre de estudio y de silencio. No duraría mucho más
que el anterior. Dicen que iba a menudo al seminario y que preguntaba. Hemos de creer que el
seminarista de Vinebre haría quedar bien a su catedrático.
El seminarista de Vinebre, curiosamente, era mayor entre la gente joven y joven entre
la gente mayor. Observemos cómo. Un buen día, se presentó, como si tal cosa, a los socios de
las Conferencias de San Vicente de Paúl y ya no se fue de allí. En Tortosa había una buena
tradición de caridad, con el Hospital de Santa María y la Casa de la Misericordia. En el año
1858, cuando Ossó cursaba primero de Filosofía, surgieron las Conferencias de San Vicente de
Paúl; la rama de hombres tres años antes que la de las mujeres. La obligación de sus socios
era la visita semanal a los pobres, compartiendo con ellos conversación y bienes temporales
según lo que pudiese cada uno. Los socios ase reunían casa sábado en la sala de San Blas,
hacían un retiro mensual y entraba también en el programa la práctica de los ejercicios
espirituales al año. Enrique de Ossó entró así en contacto con la gente más mísera, que no
faltaba en Tortosa, y repartía sin humillar, con esa delicadeza innata en los humildes. No es
que pudiese aliviar absolutamente los males, pero podía hacer circular lo que le sobraba y que,
por tanto, debía ir a los pobres. Digo por tanto, porque es la lógica de los santos, superior a la
de los tratados de leyes: la lógica que convierte al benefactor en beneficiado de sus señores,
los pobres, como pensaba Santa Isabel de Hungría. Ossó era de los que daba y escondía la
mano, no la que tira la piedra, sino la que repartía ayuda y enseñaba el evangelio entre sus
hermanos angustiados por la miseria. Sabía ponerse en el lugar de los pobres, como luego
supo hacerlo en el de los niños. Diremos de paso, que esta obra duró en Tortosa diez años
hasta que los super-hombres de la septembrina la suprimieron desde Madrid en el año 68. En
Tortosa renació en el año 1882 y el número de socios creció como las setas de modo que a
finales de siglo superaba las cifras de las restantes Conferencias de Cataluña.
La caridad, que es beneficencia, pero también es justicia, contrastaba con las noticias
de sangre y de guerra que llegaban a Tortosa. En general Prim, en Marruecos, arengaba en
catalán a los soldados de Cataluña – 500 voluntarios de una guerra curiosamente popular – y
ganaba la batalla de Tetuán contra los moros. ¡Lástima de sangre y de guerras, siempre
bárbaras, sean en África o sean en el Montsiá! Porque resulta que el conde de Montemolín y
Fernando de Borbón, desembarcaron quijotesca y agresivamente en el Montsiá por San Carlos
de la Rápita el día 1 de abril de 1860. Tortosa, en vista de los rumores que venían de poniente,
cerró las puertas de sus malecones. El desembarco carlista fue bastante ridículo, si no fuera
porque el acto acabó con el fusilamiento del general Ortega, el jefe del ataque. El canónigo
Sanz y Forés lo confesó. Los tortosinos pudieron ver el día 18 de abril, en la explanada de
Remolinos, la ejecución del militar mientras rezaban por su alma un padrenuestro. Ossó y sus
compañeros comentaron que aún hubiera podido ser peor, como cuando en la Barbacana el
año 55 ajusticiaron a garrote vil a un asesino después de pasearle, cabalgando en un asno,
hasta el patíbulo. Su Majestad Don Carlos, conde de Montemolín y su Alteza, Don Fernando de
Borbón, fueron encarcelados en Tortosa unos meses después, antes de enviarlos al exilio.
Pero no está bien acabar el capítulo con estas notas tristes vividas por los tortosinos. El
estudiante Ossó, aunque fueran tiempos de exámenes, asistió devotamente a la primera misa
de un teólogo admirado por él y más tarde muy buen amigo suyo. Era el sábado de la octava
de Corpus, 9 de junio de 1860.
Supongo que adivinarán que se trataba de mosén Manuel Domingo y Sol. Devoto y
rebosante de gozo, Enrique de Ossó se acercó a él entre las filas de los fieles para besar sus
manos perfumadas. Después se miró instintivamente las suyas, y sintió como un cosquilleo
inefable.

(1) En castellano, en el original.


8

EL SEMINARIO DE LAS RAMBLAS

1860-1861
Discípulo del Dr. Arbós en ciencias físicas

Un verano que dejó huella


Hay directores de espíritu, como por ejemplo San Ignacio, que dicen que los estudios,
especialmente los de Filosofía, dejan el alma reseca. De eso habrá sus más y sus menos, sin
duda. Yo creo que el seminarista Ossó se preocuparía de regar bien su alma para que no le
quedara reseca, como los sembrados de la huerta de Tortosa cuando soplan los vientos del
noroeste. El tiempo estival, tan seco y ardiente, puede convertirse en tiempo de escardar, con
traza de artista y de santo, las malas hierbas interiores.
Enrique de Ossó encontraba en este tiempo una bella oportunidad para ello.
Descendió de la barca que ahora iba a contracorriente y abrazó a los de su casa: al
padre, a Dolores, a los tíos y tías.
Jaime de Ossó en el año 1860 había cambiado ya un poco con respecto a su hijo,
convertido ahora en el primer personaje de Vinebre. Se sentía orgulloso de él, aún sin
comprenderlo demasiado y protestar cuando los chiquillos, junto a Enrique, hacían barullo a la
hora de la siesta en la entrada baja de su casa. Pero la verdad es que cada año protestaba un
poco menos el padre viudo. Contemplaba con cierto embeleso las manos blancas de su hijo
que los de Vinebre hubieran llamado, si no fuera porque les daba algo de vergüenza, señor
Enrique o mosén Enrique. Enrique de Ossó ni era aún mosén, ni quería tampoco ser un
señorito de capital de los que viven sin trabajar. Todo el mundo sabe que si tiene las manos
blancas no es porque tenga un pelo de burgués o de gandul aquel joven.
No trabajaba en el campo, pero a ratos sí que se entretiene con las herramientas de
carpintero o de ebanista en su casa o en la de Francisco Fusti. Algún día sale a cazar con M.
Juan Feliu. No sabemos si esa M. es de mosén. Pero no está mal que los curas descansen
algunos ratos en verano cazando cuando no es tiempo de veda. Además en aquellos tiempos
no había guardias civiles…
Jaime de Ossó y sobre todo el hermano mayor de Barcelona ya habían determinado
hacía tiempo su plan para el curso siguiente: que Enrique bajase a Barcelona y continuase sus
estudios en el Seminario de las Ramblas. Se hospedaría, evidentemente, en casa de su
hermano mayor. Y para que llegara bien descansado, podría pasar alguna semana en
Benicasim con sus ancianos tíos Justo y Rafaela, que tenían mucha ilusión de conocer al futuro
sacerdote. Según nos cuenta en la autobiografía, eran personas principales en Benicasim y
tenían una casa de campo preciosa.
En el verano de 1860, pues, Enrique de Ossó y Cervelló emprendió el largo viaje hasta
Tortosa, Ebro abajo, y después, en diligencia hacia Ulldecona y Vinaroz. Al atravesar el río
Cenia, se dejaba Cataluña. ¡Ya se veía el mar! El del supremo azul zafiro que cantaría muchos
años después el poeta más clásico de nuestro Parnaso. Será como el primer gusto en Vinaroz
y hasta Benicarló. Después la diligencia se internaría nuevamente tierras adentro, tierras llenas
de verde, sinuosas y torcidas que salen a Torreblanca; y por fin volvería a aparecer la
aquietadora vista de nuestro mar, camino de Oropesa y Benicasim. Allí, junto a la preciosa
casa de campo, podría escuchar largamente el continuo rumor del oleaje y se extasiaría ante el
inédito azul del mar y del cielo, con su espuma de blancura efímera, allá en las aguas más
profundas. Casi sin darse cuenta, con el rosario en las manos, pensaría en la Virgen María,
antes de persignarse. La hermana Francisca Plá asegura que el Padre repetía a menudo,
saboreándolas, las palabras de Santa Teresa: “Gustaba de contemplar campo, agua, flores; en
todas estas cosas hallaba memoria del Creador y me movían a amarlo”. Esto le ocurría en
Benicasim cuando aún no era “el Padre”.
De Benicasim al Desierto de las Palmas no hay demasiada distancia. Un día el tío
Justo se lo llevó, pinar adentro, hasta el límite de la finca, donde los mojones señalaban la linde
con el terreno de los carmelitas. El tío Justo y el prior de los carmelitas eran grandes amigos.
“Otro día subiremos, Enrique”, le prometió el tío.
Hay que añadir que el tío Justo tenía muchos libros de Santa Teresa y sobre Santa
Teresa. Ossó no daba abasto para asimilarlos. Fue, sobre todo, la vida meditada la que más le
alimentó y la que le impulsó a acelerar el día de la subida al Desierto de las Palmas, al
convento de los carmelitas. Y se estuvo allí unos días, excelsamente engolosinado, con
aquellos frailes tranquilos y austeros que no olvidaría más.
Pero aquel verano ya no daba más de sí. Fue hasta la ermita de Santa Teresa y se
sentó a la puerta con los ojos fijos en el mar, como cantando a la creación entera un “Dominus
vobiscum” ya antes de ser sacerdote. Instintivamente, comenzó una salve rezada, cantada en
su interior y tarareada durante el regreso hasta el convento a media hora escasa de camino. Al
despedirse del P. Prior, los dos quedaron de acuerdo en que volverían a verse en más
ocasiones.
Nuevamente en Vinebre. Y a finales de agosto, a Tortosa, para recoger todo el
papeleo, certificados y recomendación que necesitaba. No sería de extrañar que incluso se
hubiera atrevido a visitar al señor obispo, interrumpiéndole el estudio, a pesar del ardiente
verano. Ya no volverían a verse en este mundo, porque el obispo Pratmans murió el primer día
del año 61. Se despidió de los viejos dómines, de mosén Ramón Alabart, de los compañeros
del Seminario con los que se encontró, y, sobre todo – con un poco de nostalgia – de su
querida Virgen de la Cinta, a la que los tortosinos tanto veneran y visitan en su rica capilla de la
catedral. Ossó arrodillado, rezó una larguísima salve.

Se estrena en la Ciudad Condal


La ruta a Barcelona ya la conocía aunque sólo fuese hasta la mitad. Seguramente tomó
la barca, río arriba, hasta Mora de Ebro, y de allí hacia Reus, había pasado muchas veces. De
Reus para adelante solamente una, intrépida y gloriosa, con el hambre en el cuerpo y la alegría
en el alma. De Reus a Tarragona, sin embargo, ya no bajó a pie esta vez como hiciera en el
año 54, porque desde septiembre del 56 existían ya raíles y el humo de las máquinas de
carbón. En cambio el tren Barcelona-Tarragona no comenzaría hasta 1864. Enrique de Ossó,
por tanto, tendría que meterse en una diligencia tirada por caballos y proseguir la ruta trazada
sobre los antiguos caminos que iban ya convirtiéndose en carreteras principales. El paisaje,
camino de Vilafranca del Penedés, era pintoresco y variado: al claro de luna mañanera, los
caballos trotaban por el litoral hasta Torredembarra y Comarruga; penetraban más adentro
hacia Vendrell y Vilafranca, ufana de sus viñas y de sus viñadores que a esas horas ya
vendimiaban. Los viajeros podrían picar las uvas en una parada de descanso mientras
cambiaban los caballos. Ossó, con los ojos abiertos, se fijaba en todo: cómo enganchaban los
caballos uno a cada lado de la lanza del carruaje y tres delante, con los tirantes que les ligaban
a la anilla del voleo; cómo se llamaban las diversas partes de la diligencia: la baca, el
guardabarros, el abanico, el varal, los frenos, el balancín.
El año de ampliación de las ciencias físicas era como un manjar apetitoso para aquel
joven de Vinebre a quien la atención de las cosas interiores no le privaba de interesarse por las
exteriores.
Reemprendieron el camino hacia el collado de la santa Cruz de Ordal donde se
imponía una parada para poder contemplar el panorama. Vallirana, al fondo, le evocó el
asesinato del obispo Strauch que cuarenta años atrás había conmovido a toda Cataluña.
Desde Molins ya se podía decir que pisaban Barcelona, enjoyada por una deliciosa alfombra de
frutas y hortalizas de la comarca del Llobregat. Al llegar, lo estaba esperando su hermano
Jaime, con quien conviviría todo aquel año.
El Seminario de Barcelona, en donde se matriculó el alumno Ossó, estaba situado en
las Ramblas, junto a la iglesia de Belén. Era un edificio majestuoso con un elegante y regio
atrio, amplios corredores, aulas en forma de anfiteatro y una esbelta columnata en el patio
interior. Fue construido sobre el solar de una antigua iglesia y colegio de la Compañía de
Jesús, que en el año 1671 había sido destruido por un incendio. El edificio fue colegio de los
jesuitas hasta el año 1773, en que el monarca Carlos III los expulsó de todo el territorio de la
corona. Llevaba el nombre de Nuestra Señora de Belén, que le había puesto expresamente el
mismo fundador de la Compañía de Jesús. El obispo Climent convirtió la propiedad de los
jesuitas en Seminario Conciliar y así continuó junto a la iglesia de Belén hasta el año 1868 en
que estalló la septembrina. Dos años antes de que se matriculara Enrique de Ossó, el obispo
Antonio Palau llamó a los jesuitas para que dirigieran el Seminario y se encargaran, además,
de las clases de Teología y Sagrada Escritura. El primer y único rector jesuita del centro fue el
P. Fermín Costa, muy querido y admirado por los alumnos los cuales ponderaban – como el Dr.
Cayetano Barraquer – el acierto y la bondad de aquel hombre de profunda ciencia teológica.
Por aquel tiempo, y durante el pontificado del obispo Pantaleón Montserrat, el Seminario de
Barcelona llegó a ser el mejor centro de formación sacerdotal de Cataluña. Afluyeron allí los
mejores discípulos de los seminarios de las distintas Diócesis. Por ejemplo, Ossó. Durante toda
la vida le acompañarán las prestigiosas amistades que hizo allí; la de Martorell, Sardá y
Salvany y otras.
En las aulas del Seminario de Barcelona el seminarista de Tortosa cursó Física y
Química como discípulo de un catedrático excepcional: el doctor Jaime Arbós y Tor que tenía
dieciséis años más que el discípulo y que sólo hacía uno que era sacerdote, después de haber
dedicado su juventud a la ciencia especulativa y práctica y haber recorrido el extranjero entre
aplausos bien merecidos. Balmes le había convencido de que no era necesario ir a Madrid,
como creían algunos, sino que hacía buena falta en Barcelona la presencia de químicos e
investigadores. Y Arbós se dejó convencer. Sabemos que Arbós llegó a ser no sólo el profesor,
sino el amigo del seminarista de Tortosa que por entonces tenía veinte años. Aún más. Por la
autobiografía sabemos que el prestigio del discípulo creció mucho:

Mi hermano y mis familiares querían que yo me luciese y estudié con el célebre Dr.
Arbós que me quería y apreciaba mucho y que me hizo su adjunto durante dos o tres
meses cuando él tuvo que ausentarse para instalar el gas en Vilafranca.

Probablemente si el seminarista Ossó se hubiese lanzado por ese camino, se habría


abierto una brillante carrera. Pero él se inclinó con decisión por otra sabiduría, la que San Pablo
enaltece en la primera carta a los Corintios. Ossó conjugó bien las dos: la del cielo, en la que
tanto sobresalió y la de los inventos y destrezas de este mundo que también habría de enseñar
durante algunos años a los seminaristas de Tortosa. Allí le visitaría un día el gran maestro, el
Dr. Arbós.
Mientras tanto, las aulas del Seminario de la Rambla lo vieron día tras día durante todo
el curso escolar 1860-61 con los libros bajo el brazo. No iba para lucirse, como pretendían sus
familiares, sino para preparase al sacerdocio. Por eso la capilla del Seminario era la pieza más
querida del joven de Vinebre: allí encontraba al verdadero amigo, sin el que no se puede vivir,
como afirma el Kempis. Ossó lo comprendía perfectamente. El verdadero Sacerdote es Cristo,
a quien debe hacer brillar. Todo lo demás – física, cultura, elegancia – son resplandores
puramente accesorios en la vida sacerdotal. Accesorios, pero no menospreciados. Enrique de
Ossó, joven de veinte años, esbelto como el pino doncel de su escudo señorial, tuvo que sentir
el influjo ciudadano de la capital de Cataluña.
El año 60 no fue de los más movidos, dentro de un clima de relativa calma política en
todo el ámbito español. La guerra de Marruecos había acabado con gloria, y Prim se paseaba
orgulloso, con un montón de honorables cruces colgadas del pecho, después de la Paz de
Wad-Ras. De todos modos la historia hablaba ya entonces de una pequeña paz, pero de una
gran guerra. Barcelona sentía, a su manera, la catalanidad de Prim. Pero probablemente los
barceloneses celebraban con más euforia el ensanche de la ciudad, desde hacía un año,
aprobado ya el Plan Cerdá, había comenzado el derribo de las murallas. Los barceloneses, sin
embargo, se quejaban de que todo hubiera estado organizado desde el centro, sin atender al
concurso convocado en la ciudad condal. Pero la ciudad crecía a un ritmo acelerado y los
cálculos cifraban ya en doscientos mil los habitantes, de los cuales sesenta mil eran obreros. El
número de analfabetos también se elevaba mucho.
Enrique y Jaime, en sus charlas de sobremesa, comentaban más de una vez, entrada
ya la primavera, el tema de los Juegos Florales, reinstaurados en el año 59 en un clima
removido por la campaña de Víctor Balaguer desde las páginas de “La Violeta de Oro”. El gran
teatro del Liceo llevaba una época de éxitos colosales con la música de Verdi, pero el incendio
del 5 de abril de 1861 lo hundió poco antes de comenzar la función. No diré que estuviese
Enrique, amante de la buena música – al menos no hay ningún indicio – pero seguro que al día
siguiente del incendio compró El Brusi. Toda Barcelona habló de aquel suceso, y mucho más lo
harían los que no quedaban lejos de allí, como era el caso de los estudiantes del Seminario de
la Rambla. Por aquellos días llegaron a ser muy populares también los Coros Clavé. El relojero
aquel de la calle de Escudellers hacía reír con su comedia bufonesca “La butifarra de la
libertad” a media Barcelona, a la de aquellos que no podían lucir sus galas en los palcos del
Liceo. Pitarra se lanzaba por otros derroteros con sus versos fáciles. El Pintor Fortuny ya no
andaba por Barcelona desde hacía tres años, pero había sido allí donde había emprendido el
camino de los grandes astros, continuado después en Roma.
Yo me inclino a creer que Enrique de Ossó hablaría sobre todas estas figuras y cosas
de su tierra catalana. Si se interesó más es lo que no sabemos. Creo que no. Tal vez por falta
de tiempo. O porque a él, aspirante al sacerdocio, a pesar de que tendría que valerse mucho
de los artistas para gloria de Dios como demostró más tarde, no obstante le atraía más
evangelización más vasta que la de su mundo. De momento estudiaba o explicaba ciencias
físicas, de acuerdo con el Dr. Arbós. Eran muchas horas de trabajo serio y gozoso. Rezaba
mucho. Y este santo ocio lo consideraba el trabajo mejor empleado. Pero hay tiempo para todo
en este mundo. Los domingos salía a dar una vuelta por la catedral, por la basílica del Pino, por
San Pablo del Campo, por Pedralbes, a respirar los aires silenciosos, arrodillado en la inefable
plaza del monasterio de las clarisas. Yo no puedo dudar, no puedo, de que una o dos veces
durante el curso subiera a Montserrat, a besar a la Virgen Morena asentada en la catedral de
las montañas. Tal vez fue la única cosa que echaba de menos en Tortosa, desde que se instaló
allí en el año 54: aquellas crestas azules, únicas, y sobre todo, la mejor joya del estuche de
Cataluña, la dulce y serena Virgen María de Montserrat.
9

LOS ESTUDIOS TEOLÓGICOS

1861
Verano: Benicasim y el Desierto de las Palmas
1861-1863
Los dos primeros cursos de Teología en Tortosa
1863-1865
Continúa la Teología en Barcelona
1864
25 de febrero: Sermón sobre la Virgen María
1865
Fin de curso: Recibe la tonsura clerical en Barcelona
Sin fecha cierta: Escribe el “Ordo vitae”, bajo la dirección del P. Forns, s.j.

Oculto a la mirada del mundo


Las vacaciones estivales de 1861 las pasó en Vinebre algunos días, y mucho más
tiempo en Benicasim. El descubrimiento del curso pasado, en compañía de su tío Justino, hizo
que entraran en su vida unos nuevos amigos: los frailes carmelitas del Desierto de las Palmas.
Diez años después, en el segundo número de la revista por él fundada, describe aquel refugio
teresiano:

…un lugar oculto a la mirada del bullicioso mundo. Si se lo avisan, el viajero del
ferrocarril del litoral puede describirlo durante breves momentos. Rodeado de una
encantadora soledad que sólo interrumpen la brisa del mar, el canto de los pájaros y su
murmullo, se levanta la santa morada, en donde santa Teresa de Jesús es obsequiada
por sus hijos igual que en los mejores días del Carmelo floreciente. El Señor, que pone
freno al enfurecido mar con un leve muro de arena, dijo allí al espíritu del mal: Detente.

Enrique de Ossó y Cervelló disfrutó extraordinariamente en aquella soledad


encantadora. Subía casi todos los años y dividía el tiempo entre sus familiares de Benicasim y
el Desierto de las Palmas. Pero estaba más en el Desierto, observa en la autobiografía. Se
tiraba allí tranquilamente un mes y a veces dos. Escribe, con un especial gozo espiritual, que
todas las ermitas del Desierto y especialmente la de Santa Teresa, con la transverberación, le
enamoraban y extasiaban. Los frailes le daban la llave y él se marchaba, completamente solo,
hasta la ermita y de allí no sabía moverse. Como si le atasen ante aquella imagen evocadora.
Hasta llegaba a componer versos llenos de devoción, nacidos de su fervorosa alma.
Para él aquel tiempo era como el de unos Ejercicios espirituales que ni siquiera
encontraba en el Seminario si hemos de creer a mosén Sol. Se incorporaba al coro de los
frailes durante el oficio divino y les ayudaba a todas las misas que podía. Parece extraño que
no le entrase vocación carmelitana como la de ellos. Es que Dios tenía otro destino para él.
Pero los frailes le ayudaron mucho. En el P. Mariano encontró un excelente confesor y con él
hizo una confesión general semejante a la que hiciera en otro tiempo cuando su huida a
Montserrat.
Ossó se confesaba con mucha frecuencia, como dice él expresamente refiriéndose a
los primeros tiempos de Tortosa. Conversaba con los padres del Desierto, espirituales y
risueños (¡claro, se mortificaban!), como el P. Manuel, P. José Marcos y otro menudo, el P.
José que saltaba mucho y que, según él, había sido criado con leche de cabra. En resumidas
cuentas: Ossó hacía vida cenobítica la sexta parte del año. Comía con los frailes y como ellos,
iba con ellos al recreo y al paseo. “Me gustaba más ir al Desierto que a Vinebre”, dirá. Y fue allí,
en el Desierto de las Palmas, durante aquellas estancias de verano, cuando empezó a bullir en
su cerebro una idea ambiciosa: la de llevar a su Diócesis un convento de carmelitas descalzas.
Allí empezó a encomendárselo al Señor.

Un seminarista eclesial y apostólico


El Seminario de Tortosa abrió el curso como cada año. Ossó continuaba, después del
paréntesis de Barcelona, como alumno de primer curso de Teología. Era el mes de septiembre
de 1861. Ahora las aulas le quedaban más cerca, en la calle Montcada, en la Residencia
expropiada a los jesuitas cien años atrás. El número de alumnos había disminuido mucho. En
el primer curso sumaban exactamente ocho, pero en los cursos superiores eran más.
Ossó, ahora ya con su sotana clerical, trató más de cerca al amigo Domingo y Sol que
continuaba en el Seminario durante dos años más, estudiando Derecho canónico: en todo
caso, era éste el plan, que en la práctica admitía un tira y afloja. De hecho, en marzo del 62
Domingo y Sol era puesto al frente de la vecina parroquia de Aldea, a los veintiséis años. Ossó
tenía veintidós y seguía estudiando como externo.
Los alumnos externos, sin embargo, participaban ampliamente de la disciplina
seminarística, según el reglamento que el Obispo Esteve había querido urgir desde las páginas
del Boletín Oficial de la Diócesis en el año 1858. A las seis de la mañana tenía que estar ya con
los internos de la calle Montcada en la iglesia para empezar la meditación. A las seis y media
comenzaba la misa a la que ayudaban dos seminaristas con sobrepelliz. Los domingos podían
dormir más porque no empezaba la Misa hasta las ocho y media, precedida del canto de tercia.
La Comunión la recibían solamente el primer domingo de mes, excepto los ordenados que
comulgaban cada ocho días. Ossó fue considerado siempre como un “ordenado” en lo que
respecta a las comuniones.
Las dos noticias de relieve superior del curso 61-62 fueron: la primera (23-XI-1861), la
muerte del benemérito P. Buenaventura Grau, dominico, el primer rector que tuvo al comenzar
los estudios eclesiásticos; la segunda, mucho más comentada, tuvo lugar el día de San Isidro
de 1862, en pleno mes de mayo: la entrada en Tortosa del nuevo obispo, el Dr. Benito
Vilamitjana, catalán de Vic. Los seminaristas, por especial obligación, salieron a recibirle
gozosamente. Según las costumbres de la época, el obispo entraba, como Jesús en Jerusalén,
sentado sobre un pollino engalanado.
Bien pronto Enrique de Ossó no sería un seminarista más para el obispo, sino el
seminarista tratado personalmente con ilusión y esperanza. Y, después, también crucificado…
A finales de junio se examinó, después de haber pagado los 15 reales de matrícula –
cinco reales más que en los tiempos de Filosofía – y proyectó para los meses del verano una
campaña de lucha contra la corrupción ideológica de la enseñanza que era entonces tema de
actualidad, y contra la degradación de las costumbres. Los artículos vibrantes de Navarro
Villoslada en “El Pensamiento Español” despertaban la conciencia cristiana del seminarista,
que se sumó a la campaña para recoger firmas de protesta. Cientos de miles de españoles
pedían al Ministerio de Fomento del Gobierno español que no les descristianizaran a sus hijos
poniéndolos en manos de maestros herejes. Ossó se movió durante todo el verano por las
diversas comarcas catalanas y valencianas que pudo. En realidad, la campaña, en todo el
ámbito español sirvió de poca cosa. Sanz del Río no abandonó la cátedra hasta el año 65 y
Fernando de Castro, el famoso renegado, continuaba escandalizando imprudentemente. Al
joven seminarista le quemaba la sangre. Tal vez se acordaba a menudo de la frase que había
pronunciado en Vinebre: “Quiero ser maestro”. Ahora añadiría: “Quiero ser un buen maestro”.
La inauguración del curso 62-63, bajo la presidencia del obispo Vilamitjana, señalaba
una renovación en el Seminario de Tortosa. La capilla del Seminario de la calle Montcada lucía
de verdad. Enrique de Ossó, con su sotana y su manteo negro, como todos los seminaristas
mayores, salió en fila a recibir al señor obispo y saludarlo, también como todos, uno por uno,
besándole el anillo y con la rodilla en tierra. El rector del Seminario dijo la misa del Espíritu
Santo, cantada por la schola.
Hubo profesión de fe, la que había mandado Pío IV, jurada por todos los catedráticos
con la mano sobre los evangelios, en presencia del prelado. Aquel día era vacación, pero ya
habían empezado las veladas de estudio para los internos, después del paseo de la tarde.
Entre ellos comentaban que el juramento de fidelidad a la reina y de observancia a la
Constitución de la Monarquía solamente lo prestaban los catedráticos que estrenaban la
cátedra y los que recibían grados académicos.
Entre los profesores de Teología encontró dos sacerdotes de valía: el futuro canónigo
de Segorbe, Dr. Bernardo Lázaro, y el profesor Pablo Foguet, el sacerdote más sabio y sutil de
la Diócesis. Ambos catedráticos se hacían cruces de la competencia y seriedad del discípulo de
Vinebre. Foguet llegó a afirmar que no había pasado por sus manos otro discípulo tan brillante
como Enrique de Ossó. Y el canónigo Lázaro repetía casi las mismas palabras:

Se comportó tan dignamente en clase que jamás tuve que hacerle la más mínima
advertencia para corregirle algún defecto, ni le encontré jamás flojo en las lecciones o
explicaciones. No podía compararse con ninguno de los demás discípulos, a pesar de
que éstos eran listos y aplicados.
El Dr. Lázaro, refiriéndose al curso 62-63, dice que Ossó fue el único “meritissimus” de
la clase: aquel curso estaba compuesto por once alumnos, de los cuales cuatro obtuvieron la
calificación de “benemeritus”.
El primer biógrafo de Ossó sitúa en esta época un “Plan de vida” que escribió y que fue
sometido a la aprobación de su director espiritual, el canónigo Peñarroya. No me extrañaría
que la fecha coincidiese con los primeros Ejercicios espirituales que practicaron los
seminaristas en Tortosa, por mandato del obispo Vilamitjana, a comienzos del curso académico
62-63. Se percibe ya un decidido acento teresiano:

Grabaré en mi alma, con la gracia de Dios, como fundamento de la vida espiritual y


tendré siempre presente en mis acciones aquella resolución tan generosa y noble de
Santa Teresa de Jesús, mi especial protectora. Antes se hunda el mundo que yo ofenda
a mi Dios, porque debo más a Dios que a nadie. Por tanto he de contentarle y servirle a
Él antes que a nadie. En su servicio seré, con la ayuda de su gracia, atento, devoto,
confiado, alegre y fervoroso.

La historia de los treinta y cuatro años de vida que le quedaba, demostraría cómo lo
cumplió heroicamente. ¡Vaya si lo cumplió!

Interno en el Seminario de Barcelona


El tercer curso de Teología se matriculó en Barcelona, en régimen de interno. Es la
condición que puso a sus parientes, que le mandaban para que dejase Tortosa y entrase por el
camino de los grados académicos. ¿Estuvo de acuerdo el obispo Vilamitjana? Puede que sí. O
puede que no tanto. Ossó dejaba un gran vacío en Tortosa. Pero en Barcelona podría
profundizar más en los estudios. Vilamitjana quería favorecer sus estudios, sin duda, per5o le
hubiera dolido que le arrebataran la pieza. En realidad, bien pensado, tampoco podía oponerse.
Yo quiero creer que procedieron de mutuo acuerdo, aunque Ossó no lo diga expresamente,
como dirá que el obispo le llamó a Tortosa para la ordenación de diácono.
El Seminario de la Rambla, en Barcelona, destacaba por su seriedad y competencia.
Los jesuitas, que lo dirigían, sabían buscar excelentes colaboradores, como el Dr. Casañas y el
Dr. Carles. Ossó evoca en su autobiografía a los padres Costa y Medina, catedráticos, y al
Director espiritual del Seminario, el padre Forn. “Tuve una gran suerte”, escribe.
Nos ha llegado una fotografía de la época en donde el seminarista luce el traje talar.
Está de pie, con la mano derecha ligeramente apoyada en un gran libro sobre una mesita. La
sotana, con la clásica hilera de botones clericales, queda ceñida por una sencilla faja. El
alzacuellos es muy ancho y pronunciado. Completa su indumentaria el manteo que cae, sin
pliegues, desde la espalda hasta los talones. La frente es ancha y espesa la cabellera. Todo su
porte es serio, son los ojos fijos y bien abiertos y una boca más bien grande, que endurece un
poco la juventud del rostro.
Hay también otro retrato del seminarista de Vinebre, yo diría que más dulce, con los
ojos modestos y serenos y el peinado más adecentado. Sabemos que Ossó conservó durante
toda su vida una severa pulcritud en la vestimenta, de ningún modo presumida, pero sí
trabajada y exigente: trabajada, iba a decir, desde el interior de su alma ordenada.
Este joven de veintitrés años encajó perfectamente en el internado. Trató y admiró al
rector, el P. Fermín Costa, pero sobre todo al P. Joaquín Forn, el catedrático más prestigioso,
hombre sabio, hombre de acción y al mismo tiempo, devotísimo. Amaba y hacía amar
extraordinariamente a la Virgen. No es extraño, pues, que se entendiesen bien el P. Forn y
Enrique de Ossó. Ambos eran personas carismáticas. He aquí, rápidamente, el “currículo vitae”
del P. Forn. Nacido en Arenys de Mar en el año 1818, entró en la Compañía de Jesús a los
catorce años y medio. Expulsado de España con los de su orden, estudia Letras en Roma y
Filosofía y Teología, en la Gregoriana. En Orvieto, un año de cátedra de Dogma. La revolución
del 48 le obligó a interrumpir las clases y fue destinado a Dole, cerca de Besançon, para
enseñar Teología. Expulsado de nuevo por los revolucionarios, ha de ir seis años a Inglaterra
donde enseña Derecho canónico. Vuelve a Roma el 55 y a pesar de sus clases de Dogmática,
encuentra tiempo para impulsar una congregación mariana y ayudar al Secretario del P.
General. Domina perfectamente nueve lenguas. En aquel momento trabajaba en el Seminario
de Barcelona, y se dedicaba a predicar. Allí estará hasta 1868 en que de nuevo son expulsados
de España los jesuitas. El obispo de Westminster le llama para que le asesore como teólogo
particular en el Concilio Vaticano. Murió de una caída hacia octubre de 1870, en el Gesú.
Humanamente hablando, diríamos que este hombre excepcional hubiera merecido una muerte
más heroica.
Y fue precisamente este hombre, en Barcelona, el confesor del seminarista de Tortosa
y uno de los pocos que supo una cosa que los más íntimos de Ossó sólo conocerán después
de su muerte: que juntamente con la carrera sacerdotal, dedicaba ratos a prepararse para el
bachillerato en artes. Aquel “caixa tancada” de Ossó no habló jamás a nadie de su título oficial,
otorgado por el rector de la Universidad de Barcelona en el año 1866, con la nota de
“sobresaliente”.
Los estudios en el Seminario de Barcelona fueron sencillamente brillantes, con la
máxima calificación en cada uno de los tres cursos de tercero, cuarto y quinto de Teología. El
certificado oficial habla igualmente de la buena conducta moral y disciplinar del seminarista.

Su primer sermón, mariano


Pero al margen de los estudios obligatorios, los jesuitas habían previsto un
complemento de formación por medio de un círculo o academia, donde no podía entrar el que
quería, sino el que podía y quería. Le llamaban la Academia de San Juan Crisóstomo, el más
grande predicador entre los Padres de la Iglesia, porque el intento de la academia era entrenar
a los mejores seminaristas en elocuencia sagrada. Poseemos un sermón del 25 de febrero de
1864, redacto por Enrique de Ossó. Trata de la Virgen María.
“María es el amparo del hombre, predicaba él, porque es Madre: una Madre
misericordiosa y compasiva, con un amor que no lleva, como los que pintan los profanos, los
ojos vendados, sino que el amor divino de María, como explica San Efrén, tiene la
característica de estar lleno de ojos para mirar y remirar las necesidades de sus hijos”. Y más
adelante exclama con cierto énfasis: “Permitidme que os hable de los deseos de mi corazón”. Y
los deseos del corazón del seminarista predicador que se estrenaba son: poder contemplar
como en un panorama inmenso todo el bien que ha sembrado por la tierra y en todos los
hombres la Virgen María que él llama “nube divina de gracia para los pecadores, arco iris de
paz entre el cielo airado y la tierra maldecida”. El discurso supera con mucho los titubeos de un
principiante, es más bien denso y respira sinceridad. Se cita en muchas ocasiones la Sagrada
Escritura, con una ingeniosa comparación sobre Holofernes cuando destruyó el acueducto para
tomar la ciudad. No se puede negar que Enrique de Ossó llevaba muy dentro del corazón la
devoción a la Virgen María que le había infundido aquella mujer admirable de Vinebre que
quería un hijo sacerdote.
Fueron años fecundos y plenos los de Barcelona. Ossó tenía fama de estudioso y
piadoso. No sé si fue él quien se brindó o que los superiores lo nombraron sin consultárselo,
para el cargo de sacristán del Seminario. Le iba como anillo al dedo, bendito Enrique de Ossó,
que ya de niño corría “tras los perfumes” del Santísimo Sacramento cuando llevaban el Viático
a los enfermos por las calles de Vinebre. En el año 1865, hacia final de curso, él mismo adornó
la iglesia del Seminario, para que el doctor Montserrat, obispo de Barcelona, confiriese la
tonsura clerical a los seminaristas elegidos. Ossó, muy estimado por el obispo Pantaleón, hijo
de Maella, sería uno de ellos.
- Podrías quedarte en Barcelona, Enrique. Aquí hay mucho trabajo.
- El doctor Vilamitjana no lo vería bien. ¿No le parece, señor obispo?
Seguramente el obispo de Tortosa estaba muy pendiente de que Enrique de Ossó no
dejara la Diócesis de origen. Ya le esperaba para formar a los seminaristas al año siguiente.
A partir del momento de la tonsura clerical, Enrique de Ossó empezó a ser mosén
Enrique de Ossó. Miró su sotana con más ilusión, si cabe, que el primer día de ponérsela.
Ahora era plenamente suya, hasta la muerte.
Corresponde a este tiempo un escrito que el desastre español de 1936 nos arrebató,
pero que conocemos por el testimonio ocular del primer biógrafo. Se trata de un “Ordo vitae” o
apuntes íntimos donde anota sus propósitos de vida espiritual. La dirección del P. Forn, jesuita,
bendijo aquella exuberancia interior que encontraba un patrón para cada día de la semana: uno
o más de uno, como ocurría los jueves, con San Juan Evangelista y San Luis Gonzaga y los
viernes con Santo Tomás de Aquino y Santa Catalina de Siena. Es interesante constatar sus
predilecciones entre los ciudadanos del cielo. El primero y principal, para los domingos, era San
José. Seguían, el lunes, Santa Teresa, al día siguiente, San Francisco de Sales, el miércoles el
rey David – no sabemos si porque era penitente o porque era poeta - . El sábado invocaba a
San Bernardo porque le refrescaba el recuerdo de la Virgen María, señora del sábado y de toda
la semana junta. A San José, en una oración sobria y ardiente al mismo tiempo, le pide que le
enseñe “a hablar con Jesús”, a vivir en Él y por Él “y que todas mis obras sean un acto de
amor. Hazme humilde y casto como Jesús y María”.
“Mosén Enrique” para Tortosa
En el año 1866 terminaría sus estudios en Barcelona. Vilamitjana espiaba – en el buen
sentido – para que Ossó no fuera más barcelonés que tortosino. El tren Barcelona-Tarragona,
que funcionaba desde 1864 facilitaba el que pudiera pasar las vacaciones fuera de Barcelona,
y en Tortosa había, en este sentido, cierta euforia viendo cómo avanzaban las obras del
ferrocarril que no tardaría en unir por caminos de hierro Barcelona y Valencia. Mosén Enrique
de Ossó se alegraba también aquel verano, sentado ante la inolvidable ermita del Desierto de
las Palmas. La tarde doraba los pinos y las adelfas, el mar cercano y lejano y también sus
transparentes ojos. Hace un año, pensaba Ossó, el Monte Caro ardía durante toda la noche
con resplandor de pánico. Un espectáculo apocalíptico, como aquellos tiempos endiablados.
Basta pensar en el espectro del último abril, la noche de San Daniel que costó nueve muertos y
más de cien heridos, en el mismo corazón de Madrid. Aquel mismo julio, inexplicablemente, la
reina Isabel había reconocido el gobierno usurpador de Italia, crispando los nervios de los
católicos españoles. El arzobispo Claret, con toda razón, la dejó plantada. Un catalán admirable
este arzobispo Claret. Todo un obispo. Pero, ya se puede preparar, pensaba Ossó.
Mosén Enrique levantó los ojos hacia la imagen de Santa Teresa. Él mismo habría
abierto la puerta de la ermita con la llave que le dejaban gentilmente los frailes. El cuadro de la
Transverberación le hablaba en su interior. Tomó devotamente el rosario y rezó por el P. Claret
y por la reina Isabel II, tan piadosa, según decían. Y tan débil, añadió él mentalmente. ¡Qué
flojos somos los católicos! Suerte que en Roma hablan claro.
La encíclica “Quanta Cura” hace una lista de los errores de aquel momento; un
resumen enérgico, pensaba Ossó, recordando la valoración magistral de sus profesores
jesuitas, defensores del Papa como les corresponde. Pío IX es el hombre más difamado del
siglo XIX. “Ayúdalo Virgen Santa”. Mosén Enrique se santiguó, sintiéndose acompañado del
Ángel de la Guarda y comenzó los misterios de dolor. Dejó para la tarde, camino del convento
carmelitano, los cinco misterios de gloria. Una suave brisa le acariciaba y empezaban a brillar
las primeras estrellas. Había una que asomaba por la cresta de la montaña de enfrente.
Después de cenar, el Padre menudo y nervioso como una cabra, el P. José, hablaba
de Dios de una manera encantadora, como si cantase un pájaro celestial. “Y en lo teu cant se
representa a mos ulls mon Amat” (Y en tu canto se representa ante mis ojos mi Amado), había
escrito Ramón Jul entre los árboles de Mallorca, hacía siglos.
10

LA EUCARISTÍA EN EL CORAZÓN DE CATALUÑA

1865-1866
Quinto curso de Teología en Barcelona
1866
Segunda quincena de mayo: Ejercicios con el P. Claret
26 de mayo: Subdiácono
1866-1867
Profesor en el Seminario de Tortosa
1866
Diciembre: Bachiller en artes
1867
Abril: Ordenación de diácono
27 de septiembre: Ordenación sacerdotal
6 de octubre: Primera misa en Montserrat, fiesta del Rosario
1868
4 de abril: El último examen
22 de junio: Bachiller en Teología

El encuentro de dos hombres de Dios


En septiembre de 1865 comenzaba el último curso de Barcelona, su quinto año de
Teología. Se habían consolidado unas amistades: Ossó, Sardá y Salvany, Casanovas, Llasat y
otros. Faltaba uno, el más íntimo, Andrés Martorell, que había nacido en un pueblo poco más o
menos como Vinebre, que se llamaba Lladurs, de la Diócesis de Solsona. Tenía cuatro meses
menos que Enrique de Ossó y era, como él, estudioso y listo. Se ordenó el día 10 de junio del
65 y un mes después entraba en el noviciado de los jesuitas de Balaguer. Al despedirse de él,
Ossó le había comprometido para el sermón de su primera misa, fuese cuando fuese. En este
septiembre echaba de menos a su amigo del alma.
Los de su grupo hablaron de muchas cosas. Sobre todo del hecho que coronaría el
curso: la ordenación de subdiáconos. Ya se empezaba a hablar de si les daría los Ejercicios el
hombre de Iglesia más famoso de España, que había abandonado el confesionario de Su
Majestad a causa del reconocimiento de Víctor Manuel II. Había quedado sin trabajo, como un
obispo auxiliar cuando se muere el titular. Al obispo Claret le habían condecorado los
especialistas de la grosería, que ensuciaban la prensa. Títulos increíblemente groseros
llenaban ciertas revistas y abundaban las caricaturas: “El de las alpargatas”, “Alfalfa espiritual”,
etc. ¡Hay que ver a dónde llegan los celtíberos cuando les da por la idiotez y la subcultura
pornográfica! Claret fue víctima de una terrible campaña. El Seminario de Barcelona le buscaría
trabajo a aquél apóstol, que a pesar de haberse sacudido la real dirección, no paraba un minuto
en todo el santo día.
Los intelectuales del curso habían comprado “El Calendario catalán”, aparecido
recientemente y en el que había firmas estupendas. Y para hacer reír un rato “Un trozo de3
papel”, que realmente era eso, un trozo de papel repleto de sátira. Ahora bien, en la línea del
humor, sin demasiadas elevaciones que digamos, las gansadas de Serafín Pitarra eran las que
más se vendían y llenaban los teatros. De la zarzuela “L´Esquella de la Torratxa”, estrenada el
año anterior, creo que se llegaron a vender 16.000 ejemplares. Todo el mundo hablaba de La
Gata y de Odeón. Al seminarista Ossó no es que dejara de interesarle el aspecto popular de
todo eso, pero se repetía a sí mismo la frase de San Pablo: “Y esos, por una corona que se
marchita”. Él quería la que no se marchita.
El tiempo pasaba de prisa, y sobre todo el último trimestre, que aquel año 66 era ya
cortísimo y aún lo sería más con el paréntesis de los últimos Ejercicios en la segunda quincena
de mayo. Este año había caído la Pascua el 26 de marzo. Los Ejercicios previos a la
ordenación comenzaron la tarde del día de Pentecostés en la Casa de la Misión de Gracia.
Ossó y sus compañeros habían cogido la maleta aquella misma tarde camino de la villa de
Gracia y, descampado arriba, pies para qué os quiero. Ellos eran jóvenes. El P. Claret llegaría
más justo de tiempo. Acababa de hacer su gran retiro anual desde el día de la Ascensión hasta
las vísperas de Pentecostés. Seguramente el mismo día de Pascua granada, el 20 de mayo,
les habría hablado ya el P. Claret, con su característico fuego.
Ossó habría penetrado profundamente en el gran silencio. A las nueve y media de la
noche, cuando todo el mundo descansaba ya, él escribía en su diario íntimo estas palabras:

¡Oh Espíritu divino! En vuestro día os pido una gracia. Dentro de poco me consagraré a
Dios para ser su templo de una manera especial y para ser su ministro para siempre.
Llenad mi corazón con vuestros sagrados dones, que me infundan un espíritu de
oración y celo como el de los apóstoles y haced que habiten siempre en mí,
especialmente el don de la sabiduría y el del santo temor de Dios.

El ejercitante, solo ante la mirada de Dios, se arrodilló y permaneció así largo rato.
Reinaba la confortante quietud de una noche primaveral, tachonada de estrellas, quietas e
inspiradoras. Apagó el cirio y por la ventana entornada contempló durante un rato la noche
estrellada y serenísima con el alma empapada de dulzura. Antes de apagar la luz, rezó
lentamente el “Bendita sea tu pureza” y las tres avemarías, como le había enseñado su madre.
No poseemos hoy el manuscrito que Juan Bautista Altés asegura haber tenido en sus
manos. Todo él estaba lleno de pensamientos elevados.
Para empezar, copiaba la frase de Jesús, puesta en singular: “Aprende de Mí que soy
manso y humilde de corazón”. Y añadía:

Imitar y copiar a Jesús en mi corazón y en mi exterior, de modo que se pueda decir de


mí lo que decían los que miraban a San Francisco de Sales: Jesús se comportaría así.

Ossó era muy devoto de San Francisco de Sales desde hacía tiempo y conservaría
siempre esta devoción. Sin duda, habló con el P. Claret; de eso y de tantas otras cosas,
referentes a su vocación.
Lo escribe expresamente en la autobiografía:

Tuve la suerte de hacer Ejercicios Espirituales con el P. Claret en la Casa de Gracia,


confesarme con él y afirmarme en la idea de que era voluntad de Dios que yo fuese
sacerdote, con gran gozo y paz. Por la misericordia de Dios, jamás he tenido tentación
alguna contra mi vocación.

Puede descubrirse una curiosa afinidad entre aquellas dos almas, comparando algunas
frases del uno y del otro en los apuntes de los Ejercicios que Claret había practicado hacía
ocho días y los que Ossó estaba haciendo. Escribía Claret: “Como en una fotografía, se
imprimirá en mi corazón la imagen de Jesús, teniéndola siempre a la vista”. Y Ossó: “Como
finalidad, copiar a Jesús en mi corazón”. Claret: “Me acordaré de las palabras de San Pablo:
“¿No sabéis que sois templos de Dios?”. Ossó: “Me consagraré a Dios, para ser su templo para
siempre”. Se diría que el uno ha hecho los propósitos por el otro y como el otro. Son dos
catalanes. Mejor dicho, son dos profetas de Dios, que buscan, como la cierva, el agua viva y
que predican con fervor divino. Que sirven a Dios con alegría. Ossó lo escribió en singular,
aplicándose el salmo 99: “Sirvo al Señor con alegría”. Los dos congeniaron perfectamente. Y el
mayor confirmó al joven, cuyo futuro tal vez vislumbró a la luz de Dios. No es que nos conste,
pero no nos extrañaría demasiado, tratándose de San Antonio María Claret, que unos meses
atrás sintió en la iglesia de la Granja la voz de Cristo que le dijo: “Antonio, retírate”.
Enrique de Ossó recibió el subdiaconado el sábado de témporas, 26 de mayo de 1866.
Decía la misa el obispo Pantaleón Montserrat, gran devoto de la Virgen María y afectísimo al
Papa. No faltaría la presencia de monseñor Claret. Los ordenandos, revestidos con el alba,
fueron llamados por el P. Fermín Costa, rector del Seminario de Barcelona. Estaban situados
en la primera fila del templo delante de sus compañeros y familiares y frente al obispo, sentado
y con mitra. “Acercaos – les diría el rector – los que habéis de recibir el subdiaconado”. Y se
pusieron de pie.
- Enrique de Ossó y Cervelló, leyó el P. Costa.
- “Adsum” (aquí estoy), respondió con decisión, dando un paso hacia delante.
Era sábado, día de la Virgen María y en el mes dedicado a la Virgen. También el
reverendísimo P. Claret anotaba por aquellos días un catálogo de gracias recibidas de la Virgen
y acabada con un: “Creación entera, bendecid a María”.

Alumno y profesor al mismo tiempo


El Dr. Vilamitjana, obispo de Tortosa, encomendó al nuevo subdiácono una tarea
delicada para el curso siguiente: la formación de los seminaristas de la Diócesis, dándoles
clase de Física. Al mismo tiempo, continuaría tranquilamente sus estudios teológicos. En las
Actas del Seminario de Tortosa consta el alumno Enrique de Ossó entre los que se examinan
aún durante el curso 66-67. Su nota es la más alta.
Nos encontramos, pues, con un caso curioso, extraordinario, de un profesor y discípulo
en el mismo centro; y con tiempo aún para examinarse en Barcelona en la facultad civil, en
donde, para diciembre del 66, adquiere el grado de bachiller en Artes. Ya dije antes que de eso
jamás habló Enrique de Ossó. Este grado académico suponía, según la Ley Moyano de 1857,
dos cursos para los estudios generales del primer periodo y cuatro para los estudios y la
aplicación práctica, en el segundo, con un examen de reválida. Ya me gustaría saber quién le
embarcó en aquello. Pero los papeles cantan. Dos años después – y tampoco sabemos quién
le volvió a embaucar – los papeles vuelven a cantar que Enrique de Ossó y Cervelló es
bachiller en Teología por Barcelona.
La situación política se iba deteriorando cada vez más. En junio del 66 la insurrección
del cuartel de San Gil, en Madrid, estuvo a punto de acabar con la monarquía. Los sargentos
asesinaron a los oficiales y se armó una gran gresca, organizada desde muy lejos por el
progresista Prim y Prats de Reus. El mismo P. Claret fue un testigo presencial desde la iglesia
de Montserrat en la que él celebraba. En todo el territorio español surgían pequeños
conspiradores, siempre fracasados, pero siempre molestos. Mosén Enrique de Ossó se dolería
de ello y tal vez hablaría alguna vez de aquellas cuestiones en breves paréntesis de distensión
en su clase de Matemáticas y Física. Un día les explicaría algo – y esto ya no sería tanto
paréntesis – sobre el genial Narciso Monturiol que llevaba haciendo pruebas con el submarino
“Ictíneo” desde el año 59. En noviembre del año anterior lo había tenido durante seis horas,
como un pez de verdad, en el corazón del agua. Pero el Dr. Arbós y tantos otros, arrugaban la
nariz.
Otro paréntesis obligadísimo tuvo lugar en la segunda semana de octubre del 66,
cuando el Dr. Pablo Foguet, tortosino, ganó las oposiciones a la Canonjía lectoral. “Vuestro
catedrático y también el mío, muchachos, les diría Ossó, celebrémoslo”. Pero de hecho, el
joven y serio catedrático de Física y Matemáticas, dejaba para después de las clases el
hablarles de la vida y milagros del querido y eminente señor canónigo lectoral.
Aquel octubre hubo una nota trágica en Tortosa. El río Ebro se enfureció y lo mismo el
barranco del Rastro; y a partir del 20 de octubre se desbordó aparatosamente. Tres pobres
mujeres murieron ahogadas. Las aguas llegaron a la capilla de San Cristóbal de la calle
Montcada. El puente de las barcas se vino abajo. La gente recordaba aquella otra inundación,
espantosa, del año 1853, y aún otra, la de 1848. Era como para sentirse apocalípticos con la
terrible agua del Ebro y el fuego del último agosto en el convento de clausura de San Juan.

Se acerca el gran día


Mosén Enrique de Ossó divisaba ya, con los ojos del corazón, el mes de abril del 67,
en el que le ordenarían de diácono, y luego, el impulso final hacia septiembre siguiente cuando
las manos de su obispo le harían sacerdote para siempre. ¡Sería el día de San Mateo
Evangelista, sábado, 21 de septiembre! ¡Quién fuera capaz de seguirlo en su ímpetu interior
durante aquel verano irrepetible!
Mientras tanto, en Balaguer, su amigo entrañable Andrés Martorell, es consagrado a
Dios en la Compañía de Jesús, con los primeros votos, el 18 de julio. Se cruzaron cartas entre
Vinebre y Balaguer. Y probablemente, algo más que cartas. El nuevo diácono recordó al jesuita
el compromiso del gran sermón en el día de su primera misa. “Será en Montserrat, le diría, y a
poder ser, el día de Santa Teresa, apenas treinta días más tarde”. Ossó quería prepararse bien
para la misa nueva. Pero al obispo de Tortosa no le pareció bien tanta devoción y le hizo
acortar el tiempo más de ocho días.
El sacerdocio a la vista. Hay experiencias incomunicables. Desde los catorce años que
ha esperado aquel día tan deseado por su madre. “Quiero ser maestro, madre – os respondía
yo – y he aquí que me dejaste solo hace ya más de trece años. Vuestro hijo ha crecido mucho,
madre, en edad, y también en sabiduría y gracia, porque Dios ha sido bueno conmigo. Tuve
que huir a la montaña para buscar la ayuda de otra Madre que me tomó como posesión suya, y
como vos, ha velado por mí, me ha bendecido y me ha alentado. Bien pronto el Espíritu del
Señor descenderá sobre mí, vuestro Enrique, madre mía, Madre mía de Montserrat”.
Llegó el día 21 de septiembre y el obispo le ungió las manos con el bálsamo de Dios.
Le impuso las suyas, pontificales y fecundas, sobre la noble cabeza inclinada. Le vistió la estola
y la casulla roja de la fiesta del evangelista mártir y dijeron juntos, obispo y sacerdote, las
palabras transubstanciadoras del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Ya había
sobre la tierra de Cataluña un evangelista más, con su pluma ardiente, roja como la herida
abierta del Corazón de Cristo, en unas manos enérgicas que ya sólo sabían bendecir.
Y quince días después, Montserrat. Se adelantó la hora como en Caná de Galilea, y el
día fue enteramente mariano. Octubre, mes del Rosario, y 6 de octubre, fiesta de Nuestra
Señora del Rosario.

Vino mi padre que actuó de padrino y mi cuñada, de madrina, mis hermanos y todos mis
tíos y demás parientes. Más de cuarenta. Fui a la Cueva de Manresa a buscar a mi
amigo íntimo, el P. Martorell, para que predicase él, porque lo habíamos acordado
desde que éramos estudiantes, y predicó un sermón precioso (que conservo), y que
encantó a todo el mundo.

Entre los amigos estaban también Manuel Domingo y Sol y Juan Bautista Altés. Y
también Altés califica de elocuente, de conmovedor y brillante el sermón. El P. Martorell glosó
las tres ideas de aquel día: el Rosario, Montserrat, la primera Misa. La primera Misa fue en el
altar mayor de la basílica, bajo los pies de la Virgen María, en el corazón de Cataluña. El
sacerdote Ossó fue siempre un buen catalán, a pesar de haber escrito, como la mayoría de los
publicistas de la época, en lengua castellana. Sólo siete años atrás, en los primeros Juegos
Florales de la Restauración, el mismo Milá opinaba que había que reservarse el castellano para
usos científicos; veinticinco años después se retractará. El caso de Ossó, en el contexto que
se ha de situar, no extrañará a nadie. Fue un sacerdote que nació en la Cataluña occidental y
que se fijó más en el interior de las almas que en la cultura, sin meterse en el problema que
surgiría más tarde. Ossó fue querido por todos los catalanes, incluso por aquellos que más
amaron la propia lengua, como Verdaguer y Collell. Pero el Espíritu de Dios que es amo y
distribuidor de los carismas, no le llamó a defender, como al obispo Torras y Bages, nuestra
sangre y tradiciones. No creo, sin embrago, que amase menos que el obispo Torras y Bages a
Montserrat, corazón de Cataluña, donde uno, el obispo, quiso recibir la ordenación episcopal, y
el otro, el sacerdote, quiso celebrar su primera misa.

Sus dos madres


No faltaba nada en aquella solemnidad. El besamanos coronaba la fiesta. Los padrinos
le perfumaron las manos y se las besaron los primeros: sí, el primero el señor don Jaime Ossó
y Catalá, el padre que no habría soñado nunca una jornada semejante, y después la cuñada y
madrina, doña Teresa Serra. Luego, los sacerdotes. Seguía la retahíla de parientes, amigos, y
todo aquel público de domingo que llenaba la basílica. Entre ellos había una mujer de pueblo
que rezaba padrenuestros y salves a la Virgen y que tendría sus buenos cuarenta y cinco años.
Se fijó de tal modo en aquel sacerdote alto que decía misa como un obispo y su fisonomía se le
quedó clavada en el corazón. ¡Quién sabe si había pedido a Dios, como Doña Micaela Cervelló
de Ossó, que algún hijo suyo fuese sacerdote! “¡Qué fiesta más bonita y qué sacerdote!”, dijo.
Al cabo de veinticinco años, a pesar de no haberlo vuelto a ver, se acordaba aún.
¿No faltaba nada en aquella solemnidad? Sí, faltaba una persona, la primerísima en el
corazón de aquel sacerdote. Al alzar sus ojos hacia la Madre del cielo, sintió el vacío visible de
la de la tierra:

Estaba presente en mi alma, alentada en medio de toda aquella solemnidad. Cuando se


abrió el cielo para que bajase por primera vez a mis manos el Hijo de María, se
asomaron también mis madres María Inmaculada y Micaela, la madre de la tierra. Y se
alegraron ante aquel espectáculo nuevo, divino. Y con toda razón, porque a ellas se lo
debía. Les di las gracias y siempre he conservado en el corazón aquel dulce recuerdo.

- ¿Hay algún secreto, algo misterioso, padre, en estas palabras?, le preguntaban


muchos años después sus hijas de la Compañía.
El Padre sonreía únicamente.

La pedagogía de Ossó
En el Seminario de Tortosa le esperaban sus alumnos de Física. Tendrían que esperar.
Ahora son primero los de Vinebre, evidentemente. Pasó allí unos días, feliz y activo. Era aquel
Enrique que muchos habían visto jugar tantas veces en la plazuela del pueblo, o ir de la mano
del abuelo Antonio, el de los Rosarios de la aurora y los ojos tiernos, con una fe como la de
Abraham. Ya nadie le llamaba Enrique, sino Mosén Enrique de “casa de don Jaime de la
esquina”. El caso es que entusiasmó al pueblo bien pronto, como quien da una misión. Su
amigo Marsal asegura que leyó en el Archivo parroquial de Vinebre que Ossó instaló un altar y
una imagen de la Purísima en la iglesia de su pueblo natal. La fiesta fue extraordinaria y
provechosa, como una misión popular.
Pero el curso era el curso, y tenía que volver a Tortosa donde estaba, como el año
anterior, de profesor siendo aún discípulo. Seguramente interesa ahora más el profesor. Y
sobre todo, el sacerdote.
El profesor de la cátedra de Ciencias Físicas y Matemáticas, aunque esta materia no
parece que tenga relación alguna con la formación sacerdotal, tiene un papel importante en los
seminarios. Los alumnos, de hecho, suelen admirar mucho la ciencia concreta del maestro y si
– como en el caso de Ossó – se añade la seriedad y la simpatía exuberante, la encarecen más.
A falta de datos específicos de sus clases, conocemos ampliamente su pedagogía. La tesis
doctoral de Gloria Volpe analiza los apuntes de pedagogía de Ossó, fruto de una larga
experiencia educadora. Primeramente, ya con los niños de Vinebre durante el tiempo libre de
vacaciones; después, y sobre todo ahora, con los alumnos del Seminario de Tortosa. Según
Ossó el sistema educativo es el conjunto de principios y reglas aplicados a cultivar las
facultades del hombre para conseguirle su felicidad temporal y eterna. La educación tendrá
que ser graduada, continua, íntegra, progresiva y armónica, a imitación de la naturaleza que es
lenta y ordenada en las operaciones, pero es segura en los resultados. El gran teórico de la
ciencia de la educación había comenzado practicándola. También Jesucristo había actuado, y
después había enseñado, como dirá San Lucas en el prólogo de los Hechos de los Apóstoles.
El profesor de Matemáticas y Física era hombre de pocas reglas, de mucha exigencia, enemigo
de la improvisación, conocedor de lo que pretendía. Lo escribirá así más adelante: “La ciencia
ha de ser como la aguja que introduce el hilo de oro de la caridad y del amor en la religión”.
Me gusta que el profesor de Física y Matemáticas de los seminaristas, diga estas cosas
sin tapujos. Él está formando futuros sacerdotes, pero todo eso lo piensa igual para cualquiera,
sin que se le ocurra cometer un atentado contra la autonomía de la ciencia. Él, como el Dr.
Arbós, y como tantos otros, no eran precisamente unos apocados en las ciencias físicas.

Los últimos exámenes


El mundo seguía rodando con una calma muy relativa. Narváez dominaba, como podía,
la situación política. Las setas iban haciendo su trabajo de captura con ingenio y con valor. Un
puntal de la monarquía, O´Donell, había muerto en noviembre del 67. En abril moría Narváez,
la indiscutible columna de la reina Isabel, que había recibido poco tiempo atrás la Rosa de Oro
del Papa. España se había convertido en una madriguera de conspiradores liberales y
republicanos. El nuevo jefe de estado, González Bravo, optó por la dureza, y de un plumazo
desterró a algunos militares a Canarias. En cambio, en Tortosa, parecía haber una cierta
euforia porque veían ya llegar el ferrocarril hasta la ciudad: no faltaba más que el puente
metálico en el que estaban trabajando desde el mes de mayo del 67. En diciembre del 67
llegaría una locomotora a la derecha del río; pero por la izquierda ya funcionaba el tren seis
meses antes, a pesar del descarrilamiento del primer día, que sólo fue un susto sin demasiadas
consecuencias. Faltaba el puente que se hizo desear a los tortosinos hasta finales de julio del
68, cuando ya Ossó no estaba en Tortosa.
Mosén Enrique de Ossó había tenido que sudar los últimos meses por aquello que hoy
llamamos el “pluriempleo”. Tuvo que hacer muchas horas extras. En primer lugar, para
examinarse él, en Tortosa: el acta del último examen la firman Juan Arán, rector, y Manuel
Boix, sacerdote, el día 4 de junio de 1868. Era el último “meritissimus” del estudiante al
sacerdocio de Tortosa. En segundo lugar, el catedrático Ossó tuvo que examinar a sus
alumnos de Física. Y en tercero, tuvo que volver él mismo a Barcelona a examinarse ante tres
doctores y el prefecto de estudios que era el P. Joaquín Forn, ya conocido por el lector. Lo
aprobaron por unanimidad, después de hacerle disertar sobre una tesis, elegida entre otras dos
más, que trataba de la perfectísima ciencia de Dios. Uno de los dos argumentadores fue el
profesor Casañas. Tres días después – el 22 de junio – el vicario general le confería el grado
de bachiller en Sagrada Teología. Cuando venía a cuento, si sus teresianas le hablaban de
eso, mucho después, él respondía: “Ya lo veis, hijas: vuestra madre es doctora y vuestro padre
a duras penas llega a bachiller”.
11

LOS MALOS TIEMPOS DE LA SEPTEMBRINA

1868-1869
Cerrado el Seminario, todo el curso en Vinebre
1869-1870
Profesor del Seminario y director general de la Catequesis

Paz interior mientras estalla “la Septembrina”


El Desierto de las Palmas fue, como cada año, el escenario de altas horas interiores,
más que exteriores, del sacerdote Enrique de Ossó y Cervelló. Conocía perfectamente el
camino horizontal y sinuoso que llevaba del convento carmelitano a la cima de la colina verde y
solitaria de la ermita de Santa Teresa: las rocas, los pinos, las adelfas, las revueltas, los
pájaros y los grillos a esa hora entre dos luces del crepúsculo. Un verano de riquísima soledad,
con San Juan de la Cruz, el del silbo de los aires amorosos, de las músicas calladas y la
soledad sonora.

La Revolución de septiembre de 1868 me encontró en el Desierto, el 29 de septiembre,


y desde allí descendí hasta Castellón y Villarreal y regresé, como pude, a Tortosa y
luego a casa, porque aquel año cerró el Seminario.

Las horas del mundo, por tanto, iban completamente desacompasadas con respecto a
las del Desierto carmelitano. Los militares exiliados en Canarias, Serrano y compañía, se
encontraron en Cádiz con el general Prim que volvía del exilio de Inglaterra. Acordaron la
destitución de la reina y formaron un gobierno provisional. Prim recorría la geografía española
entre delirantes aclamaciones. La reina, que veraneaba en San Sebastián, una vez conocida la
derrota del general Pavía en Alcolea, huyó a Francia, el día 29 de septiembre. El arzobispo
Claret, que volvía a ser su confesor, la acompañó.
Aquellos días fueron de locura en España. El anticlericalismo estalló por las calles, en
Madrid, Sevilla, Valladolid y en general en todas partes. Fueron asaltados los templos,
arrasados los conventos, algunos obispos fueron hechos prisioneros y deportados, como el de
Tarazona, el de Huesca, el de Teruel. En la ciudad de Prim, los defensores de la libertad
expulsaron a los carmelitas descalzos del convento y se lo derribaron. En la Selva, no
demasiado lejos, asesinaron, como verdaderos cafres, al P. Crusats, el mejor hombre de bien
de la comarca. En Tortosa, el Seminario fue arrebatado a la Iglesia a la mañana siguiente de
estallar la septembrina.
Ossó dice que llegó a Tortosa como pudo. Tal vez vio de cerca, desde el escondite del
piso de algún amigo, la mal orquestada manifestación dirigiéndose hacia el Ayuntamiento con
gritos orgiásticos: “¡Fuera los Borbones!” Un empleado les entregó las llaves de la Casa
Consistorial y allí mismo el ciudadano Manuel Bas asumió la presidencia de la Junta
Revolucionaria. El ciudadano Bas actuaba de prisa, sin contemplaciones. Al día siguiente, día 1
de octubre, se dignaba conceder a los jesuitas veinticuatro horas de tiempo para que
abandonaran la casa de Jesús. Asimismo, decretaba la suspensión de las clases del
Seminario y obligaba al obispo a entregar el Seminario a la Junta Revolucionaria. Proclamaba
la libertad de culto y de enseñanza. En el Ayuntamiento fue quemado el cuadro de la reina. Los
del “xumenené” – como llamaban los tortosinos a la Revolución de Septiembre- organizaron
desfiles militares y las bebidas corrían en abundancia. Las bebidas y los brindis. Sabemos que
quince días después, la Junta, con un gesto conmovedor, rebajó en una tercera parte el precio
del tabaco para todo el distrito de Tortosa. A Ossó esto le afectaría bien poco porque jamás
fumó y porque en aquellas horas ya no estaría en Tortosa, sino en Vinebre. Aquel mismo
octubre, la Junta declaró como bienes nacionales los de los jesuitas, y pronto convirtió su
inmueble en hospital. El 21 de noviembre una manifestación republicana recorría las calles de
la ciudad. Por otra parte, el alcalde juzgó que era un atentado a la libertad ciudadana el que
continuaran saliendo los sacerdotes con los monaguillos para llevar la comunión a los
enfermos, y lo prohibió. Para quien le interese, anotaremos que el nombre del alcalde era
Joaquín Aragonés. Y otra cosa aún más curiosa: un capitán de milicianos se presentó un día en
el palacio del obispo y le espetó lo siguiente:
- “Ciudadano Benito, entrégame las llaves de la iglesia de la Sangre, porque así lo
dispone el pueblo soberano” (1).
Apóstol en Vinebre
Mosén Enrique tuvo que pasarse todo el año en Vinebre. Pero no perdió el tiempo, ni
mucho menos, porque, como él decía, el sacerdote que puede decir misa jamás pierde el
tiempo. Oraba largamente. Enseñaba el catecismo y visitaba a los enfermos. En Vinebre,
donde no existían esas pasiones delirantes que había en Tortosa, la gente quería mucho a su
ejemplarísimo sacerdote. Algún día se llevaba a los niños hasta la ermita de San Miguel y les
hablaba de los ángeles de la guarda con palabra vibrante y con gran colorido plástico.
Predicaba y se explicaba muy bien y hasta su padre se alegraba por dentro, ya que no
exteriormente, de su hijo: “El capellà dels santets” (el sacerdote de los santitos), decía con
cierto tono de burla. En cambio los del pueblo, en general, se sentían orgullosos de mosén
Enrique y más de una vez lo echarían en falta. “¡Oh, si viviese mosén Enrique!” – dirían más
tarde los ancianos de Vinebre a las Hermanas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús.
De momento, hacia primeros del año 69, los de Vinebre, aunque no pudieran comprar
el tabaco más barato, al menos podían comer un poco mejor que los de la ciudad de Tortosa,
consumida por el hambre y la miseria, aún en plena euforia de la Revolución. La furia decretista
del Ayuntamiento establecía el día 28 de enero el matrimonio civil de los tortosinos. El día 28
de marzo solicitaba, trascendentalmente, que los poderes públicos estableciesen la República
Federal. La Historia se ha ocupado más del Pacto Federal del 18 de mayo. Los tortosinos,
invocando “la causa santa de la revolución” (2), declaran también decididamente y con
profunda convicción que no piensan apelar a la fuerza popular contra las Cortes
Constituyentes, en caso de que se votase a favor de la monarquía, pero se quieren lavar
completamente las manos “convencidos de los males que inevitablemente ha de producir la
monarquía” (3).
Unas frases altisonantes redondean el manifiesto: “Estad seguros que haremos
imposible el restablecimiento de la tiranía, se realizarán nuestras patrióticas aspiraciones y
España se regenerará bajo la égida santa de la libertad y de la justicia” (4).
En Vinebre, mosén Enrique se podía haber hartado de reír. Pero era demasiado
honrado como para no entristecerse con indignación y ponerse a pensar largamente,
profundamente, por dónde había de ir la regeneración de España. La lamparita del Santísimo,
en la iglesia, le indicaba con claridad de dónde había de venir esa regeneración de España, de
la pobre España embadurnada con el vómito antirreligioso, como el de la cerda del adagio que
evoca la carta de San Pedro. ¿Cómo podríamos atenuar nuestro juicio ante la sesión de
blasfemias que se dio en el Congreso de la capital española el 26 de abril de 1868 tal como ha
pasado a la historia? El alcalde de Barcelona, el médico Suñer y Capdevila, se lució
valientemente en las Cortes Constituyentes, hablando de lo que no sabía; pero entonces todo
el mundo podía hablar con audacia contra la religión, como el señor Castelar, en aquel
grandilocuente discurso repleto de confusiones teológicas e incluso históricas. A Ossó, cuando
lo leyera en Vinebre en “El Brusi” o donde fuese, se le encendería la sangre. Y al acabar haría
la misma oración que Jesús: “Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen”. Las listas serían
larguísimas: abolición de las facultades de Teología por el ministro de Fomento; la presidencia
del ministro de Marina en el entierro masónico del brigadier Escalante; la orden del
Ayuntamiento de Barcelona de suprimir el culto católico público “a fin de que no haya colisiones
con otras religiones, ya que la Junta las tomaba bajo su protección”.
Enrique de Ossó repasaba todo esto aquel año, en Vinebre, junto a la buena gente de
su tierra. Gozaba de tiempo suficiente para hacer muchas cosas: preparar el sermón del
domingo, explicar la doctrina a los niños en la iglesia, porque ya no los tenía que reunir en el
rellano de la escalera de su casa como en los tiempos de seminarista ni imponerles silencio
para que no estropeasen la siesta de su padre. Mosén Enrique se hizo amo del pueblo. De los
corazones y de las almas del pueblo, sobre todo de los niños, la obsesión de toda su vida:
alguno de ellos, vinebrense, le seguiría más tarde hacia el Seminario de Tortosa y de allí
continuaría el vuelo hacia la Compañía de Jesús.
Pero tuvo que despedirse al acercarse el curso y cuando parecía que los disparates
empezaban a dar marcha atrás, aunque no fuese más que a pasos de pulga. Y dejó Vinebre.
Ya no vive nadie de los que vieron al sacerdote joven de “casa de don Jaime de la
esquina” aquel año 1869. Pero sí que saludé aún, en el año 1975, a una viejecita de Vinebre
que se acordaba de él.
- Abuela, ¿cómo era mosén Enrique de Ossó? ¿Se acuerda?
- Era “guapo”, me responde rápidamente.
Con la belleza y la gallardía corporal, pienso, pero sobre todo con la de dentro. Una
belleza como la de aquellas bandadas de niños con los que iba a la ermita de San Miguel y
cuyos ángeles están siempre contemplando el rostro del Padre celestial y sirven a la dulcísimo
Virgen María a la que mosén Enrique hacía amar tanto a los vinebrenses.
Ossó descendió a Tortosa y saludó al obispo de aquellos tiempos desastrosos. La
última noticia quemaba como un carbón ardiente: el presidente de los revolucionarios, Manuel
Bes, pronunció un clamoroso discurso en un mitin de afirmación del Pacto Federal. Los
milicianos esperaban órdenes en el cuartel o en la antigua iglesia de la Sangre. Pero en
Madrid, sin inmutarse demasiado, mandaron sencillamente que el gobernador desarmase a los
milicianos y que destituyese al Ayuntamiento de la ciudad. El día 10 de octubre volvieron a
salir, como deseaba el pueblo, las procesiones del Santísimo para llevar la comunión a los
enfermos.

Habrá que empezar por los niños


Pero las dificultades continuaban en toda España y, por tanto, también en Tortosa. Los
seminaristas que quedaban de la dispersión del curso 68-69 se reunían donde podían: en algún
rincón del antiguo palacio del obispo, en casas particulares, como por ejemplo en el piso de
arriba de la casa de Gil de Frederic. El embate de la septembrina les había menguado en unas
tres cuartas partes, pero ya empezaban a rehacerse. En el curso 1869-70, bajo el rectorado de
mosén Juan Arán, había siete profesores, contando los de Filosofía y Teología: los clásicos
Pablo Foguer y Bernardo Lázaro, viejos maestros de Ossó. Ahora el discípulo figuraba también
con ellos en la misma lista de honor y de trabajo, como profesor del segundo curso de Filosofía
– y en el curso siguiente, de tercero. Uno se pregunta si además de las clases de Física y
Matemáticas, englobadas en el ciclo filosófico del seminario, Ossó enseñó algún tratado de
Filosofía, en sentido estricto: yo no me atrevería a descartarlo. Y si éste hubiera sido, por
ejemplo, la Ética, habría podido enaltecer la preciosa libertad de asociación que profesaban los
gobernantes y en cuyo nombre, sin duda, habían declarado suprimidas las comunidades
religiosas o habían requisado la casa a los seminaristas de Tortosa. Sea como sea, los
contrasentidos y groseras audacias del “xumenené” – según el argot de la época – provocaron
reacciones valientes en mucha gente de buena voluntad. Siempre la sangre de los mártires,
rojos o blancos, se convierte en semilla fecunda.
El obispo y el sacerdote hablaron durante mucho rato sobre la reevangelización de
Tortosa. Las satánicas provocaciones enturbiaban el ambiente. Por aquellos días se publicaba
una escandalosa hoja en la que los doctores de la demagogia se reían del infierno y del
purgatorio y en la que invitaban a las mujeres a que se dejasen de beaterías y se dedicasen a
pasárselo lo mejor posible en este mundo.
- Es cuestión de doctrina, señor obispo.
- Ciertamente. Y aquí, en Tortosa, tenemos una cierta experiencia de ello. El obispo
Esteve hizo una labor excelente con la fundación de la Asociación de la Doctrina Cristiana,
hace ahora diez años. Sé que el canónigo Sanz y Forés jugó en ella un papel bueno y brillante
durante unos cuantos años, hasta que los de la Rota nos lo cogieron para Madrid. Hará carrera
este canónigo.
- Yo le conocí, señor obispo. Incluso trabajé con él cuando dirigía la catequesis.
Colaboraban muchos sacerdotes, entre ellos mosén Domingo y Sol, a las órdenes del canónigo
lectoral. Sol llevaba estupendamente un grupo de niños. Me acuerdo perfectamente.
- La septembrina nos lo tiró todo por tierra el año pasado, pero lo tenemos que rehacer,
mosén Enrique. En el Seminario podríamos encontrar catequistas, ¿no te parece?
Y sin esperar respuesta, continuó el obispo:
- Catequistas y…capitán general de los catequistas. Yo había pensado en ti, si es que
te ves con ánimo. Tú eres joven y tienes energía. Sí, se necesita energía y traza, claro está.
Pero tú tienes ambas cosas.
La Asociación comenzó su segunda etapa el año 1869, a principios de curso. ¿Qué si
Ossó se veía con ánimos? Digámosle al obispo Vilamitjana que ya se puede ir al Concilio
Vaticano I tranquilamente, que Ossó le promocionará los niños y niñas de Tortosa, de tal modo
que todo el mundo se hará cruces.
Reunió a seminaristas y a seglares, les enardeció y encendió sus corazones. Aquellas
lentas meditaciones de su estancia en Vinebre iban cuajando en ideas encarnadas. Aparecía
ya el sacerdote organizador, entusiasta, optimista. Les decía una y otra vez a los catequistas:
los estragos religiosos son fruto de la ignorancia. Combatamos la ignorancia empezando por
los niños.
Su primera publicación
El “Reglamento de la Asociación de la enseñanza metódica y constante de la Doctrina
Cristiana” es la primera de las obras con la que Ossó inicia una fecundísima carrera de
publicista. Hoy se puede leer aún como apéndice de la sólida y práctica obra editada en el año
1872, “Guía práctica del Catequista”. Será útil conocer un poco este reglamento que transformó
el ambiente de Tortosa mucho antes de lo que nadie hubiera podido suponer.
Para empezar bien, la mencionada Asociación se amparaba bajo la protección de la
Purísima Concepción y de San José. Se trataba de enseñar la doctrina a los niños, pero de una
manera metódica y continuada. La originalidad estribaba en esto: en el método y en la
constancia. Fue como la obsesión del sacerdote Ossó durante toda su vida. Ésta era la llave
del éxito: el celo y la constancia “a imitación de Jesús que demostró tanto amor a los niños”.
Vemos ahí el espíritu del sacerdote. Primero el espíritu, luego vendrán las normas sin las
cuales aquél se desvanecería. El catequista, dice, ha de aprender de Jesús el modo de ganar
el corazón de los niños y de formar en sus almas la imagen perfecta de Jesucristo.
En la Asociación habrá un sacerdote director con plenitud de poderes. Habrá también
un secretario, un tesorero y un bibliotecario. Miembros activos y asociados benefactores. Los
miembros activos, esto es, los catequistas, serán celosos, asiduos y ejemplares en todo y
tendrán que preocuparse de “cada” niño. Es preciso subrayar el “cada” de manera que el
interés abarque la asistencia, el comportamiento y el progreso de cada niño. Cada niño deberá
tener un lugar fijo para sentarse, de tal modo que si falta, quede un hueco. Ha de haber en la
sección orden, silencio y educación. Hay que explicar con claridad, exactitud y de modo ameno
la materia, bien programada. Hay que preguntar. El catequista debe prepararse mucho durante
la semana y ha de rezar mucho al ángel de la guarda por sus niños. Al acabar la sesión, les
explicará el evangelio del domingo siguiente, y el niño que después lo recuerde mejor, será
premiado. Aún más, los catequistas harán un “Laus Perennis” (Alabanza continua) de manera
que cada uno comulgue por turno un día de la semana pidiendo a Dios la bendición de la
Asociación catequética.
Ossó es muy detallista y concreto. Quiere que en cada centro o iglesia haya un
encargado general (o prefecto en la nomenclatura de la época) y un catequista por cada
sección o clase. El prefecto deberá ser un sacerdote o un seminarista con órdenes mayores y
deberá urgir al cumplimiento del reglamento y prestar especial atención a los cantos. La
cuestión de los cantos es de trascendental importancia para Ossó. Quiere también que sean
invocados los patronos celestiales: el ángel de la guarda, patrón de los niños antes de la
comunión a partir de la edad mínima de cinco años; San Luis, patrón de los que se preparan, y
para las niñas, Santa Teresa. Los de después de la comunión se consagrarán al Corazón de
Cristo, a la Inmaculada Concepción y a San José.
Tiempo de catequesis: cada tarde de fiesta, de octubre a mayo. Durará, al menos, una
hora y media. Después de la señal de la cruz y del canto inicial, se pasará lista. Se tomará,
después, la lección señalada. El catequista explicará un rato la lección de forma dialogada y
viva. Vendrá, luego, otro canto. Pondrá la lección para la semana próxima, el evangelio de la
fiesta siguiente y repartirá los vales de asistencia. Se rifará un premio entre aquellos que lo
merezcan. Sigue un canto a la Purísima y después el prefecto hará una breve exhortación con
sencillez y unción, avalada con algún ejemplo. Finalmente, alguna práctica de piedad. Saldrán
todos los niños, ordenadamente, de dos en dos, pero cantando.
Se puede apreciar el aspecto notablemente práctico y ameno de las sesiones. Hemos
de pensar, sin embargo, que no todos los catequistas poseerían la traza del sacerdote director
con plenitud de poderes. Por estos caminos iban también los métodos de las Congregaciones
Marianas. Enrique de Ossó hubiera sido un magnífico director de Congregaciones Marianas.
Fue el primer catequista del obispado.

Los primeros frutos


El éxito fue notable, notabilísimo, en aquel primer curso 69-70, a pesar de haber
comenzado con penas y fatigas en medio de críticas de los eternos censores, de los que ni
hacen ni dejan hacer, entre los cuales se contaría, sin duda, más de un eclesiástico
superexigente del silencio en el templo y de esos que alimentan en el subconsciente cierta
paidofobia. Enrique de Ossó era joven y amigo de jóvenes y niños; lo fue siempre, gracias a
Dios. Al clausurarse el curso, en mayo, los niños de las catequesis rayaban en los ochocientos.
En Tortosa no se hablaba de otra cosa los domingos y fiestas. Ossó ponía en marcha a su
patulea infantil por las calles, llenas de suciedad por culpa de los que tenían la sartén por el
mango, y las llenaba de limpieza y alegría de Dios. La chiquillería cantaba a pleno pulmón,
como lo hicieran en el día de las palmas aquellos otros niños por las calles de Jerusalén. Los
anticlericales oían aquellas canciones nuevas y chispeantes que salían de los labios de sus
propios hijos. Era como una bendita revancha o una protesta sin malicia contra la orden del 16
de enero de 1870, que mandaba a los serenos cambiar el clásico “Ave María Purísima” del
aviso, por un “Viva la Soberanía Nacional”. El Ayuntamiento que había dado la orden hubo de
oír continuamente aquel año y los siguientes el “Ave María Purísima”. Cantaban los niños y
callaban las piedras. Los hijos de la luz vestían el día con jaculatorias y canciones y dejaban
para los pobres serenos, mandados y a regañadientes, la noche entristecida y desgarrada por
los gritos a la soberanía nacional.
Decididamente, Enrique de Ossó era un buen estratega. De pequeño quería ser
maestro. Pero jamás soñó que lo sería en una clase de ochocientos. Empezaba siempre las
clases ante aquel ingente auditorio con las palabras que encabezan el Reglamento de la
Asociación: el ¡Viva Jesús! sin el cual los vivas a la soberanía no pasaban de ser más que un
ridículo desgarrón nocturno de los serenos, anunciando el tiempo.

(1) En castellano, en el original.


(2) En castellano, en el original.
(3) Idem.
(4) Idem.
12

EL PESO DE ROMA

1870
29 de mayo: Sale hacia Roma con su amigo Domingo y Sol
30 de junio: Regreso a Cataluña
1871
21 de mayo: Solemne clausura de la catequesis del curso
4 de junio: Romería al santuario mariano de Mig-Camí

En el Barrio de Pescadores
Lo que no vemos del sacerdote Enrique de Ossó explica, precisamente, aquello que
vemos: el dinamismo ardiente, organizador, triunfal. No es tan publicitario lo que no vemos,
como es la hora diaria de meditación con la que empieza el día, ya que él quiso siempre dar al
Señor las primicias, lo mejor de entre lo bueno. Esta frase él la refería a los objetos de culto
que era la única riqueza externa de su vida de pobre; pero la podría haber dicho también del
otro culto interior, cuando ofrecía lúcidamente a Dios la primera hora del día. La piedad de
Ossó – oración, confesión frecuente, exámenes, rezo pausado del oficio divino, rosario, etc. –
no se presta a grandes descripciones, si no es tal vez la misa, que era misa de obispo, y quiero
decir con eso, misa de pontífice canonizable. Ossó rezaba y enseñaba a rezar. Por eso podía
trabajar tanto, sin parar, y Dios le bendecía.
Acabó el curso de catequesis. Pero era necesario decirlo todo. Él, excelente general,
tuvo que hacer muchas veces de soldado raso, sobre todo en el barrio más difícil de Tortosa
que dicen que era el barrio de Pescadores. Allí se presentó Ossó con su sotana, bastante mal
vista en aquel barrio miserable, y con unos pocos catequistas que estaban dispuestos a que
les silbasen o les tiraran pedradas algunos chuiquillos osados, de los que suelen poner en solfa
lo que ven hacer a los mayores. Pero la energía y la dulzura de aquel sacerdote, su alegría
jovial, su conocida bondad – y la gracia de Dios en su interior – hicieron que pronto se ganara a
la chiquillería, e incluso a los mayores. A través de los niños conoció de cerca la terrible miseria
de sus padres y los inmerecidos abandonos de los pescadores. Él no era rico, pero siempre
tuvo los bolsillos agujereados. Mimó a los niños, se introdujo santamente en sus casas con las
manos siempre benignas y el corazón abierto; él y los de las Conferencias de San Vicente de
Paúl enseñaron la doctrina cristiana con convicción, con “parresía” que diría San Pablo y
salieron adelante. Sencillamente, amaron a los hombres en el Corazón de Dios, siempre el
primero, y así amaron a Dios en las almas – en los cuerpos y en las almas – de los hombres.
En menos de un año el Barrio de Pescadores fue perdiendo su mala fama, y ¡ay del que
hablase mal de mosén Enrique!

Con Domingo y Sol a Roma


Y ahora hemos de decir que al final de este curso, a últimos de mayo, Ossó se quiso
tomar unas vacaciones solemnísimas: un viaje a Roma.
Desde hacía unos meses, precisamente desde que no quedaban obispos en las sedes
católicas, porque estaban en el Vaticano congregados en el Espíritu Santo, todo el mundo
hablaba de Roma. El Concilio convocado por el Papa Pío IX había sido inaugurado con toda
pompa el día de la Purísima, el 8 de diciembre de 1869. Las noticias llegaban con cierto retraso
a la periferia del mundo católico y en muchos aspectos el secreto más riguroso cerraba con un
candado los labios de los que el Espíritu Santo había constituido en rectores de la Iglesia de
Dios. El sacerdote Enrique de Ossó se había encargado de suscitar en aquellos ochocientos
niños de sus catequesis muchas oraciones por el Papa y por los obispos reunidos en la
asamblea conciliar. Había esperado, él mismo, que terminase aquella santa tarea del curso
para emprender el viaje más deseado de su vida. Los ojos le chispeaban de ilusión y se le
iluminaban como los de sus niños cuando les tocaba la rifa: la ilusión de un niño de treinta
años, de un sacerdote de tres. Si no podía hacer otra cosa, al menos miraría cómo entraban y
salían los pontífices con sus vistosas vestimentas, sus portes severos o joviales según el curso
de los acontecimientos. Todo esto acerca a Dios a los limpios de corazón.
Él y su amigo Domingo y Sol con sus respectivos ángeles de la guarda salieron de
Tortosa el domingo 29 de mayo. A pesar de tratarse de usted y de la diferencia de edad, eran
ya muy amigos, como sabemos, desde los tiempos en que se conocieron en el edificio de la
calle Montcada, el Seminario que el tiempo había convertido en juzgado por obra y desgracia
de la septembrina. El periplo romano acabaría de unir más plenamente a aquellos dos
sacerdotes que opositaban a santos, pero sin rivalidades, porque en el cielo hay muchas
moradas y buenos lugares para todos.
La primera parte del viaje, hasta Marsella, la hicieron en tren. De Marsella a
Civitavecchia, en vapor. Llegaban a Roma el día 3 de junio y permanecían allí hasta el día 30.
Ya hemos dicho que las vacaciones de 1870 habían de ser solemnes, a pesar de estar bajo los
calores romanos de junio, introductores de los agobios del “ferragosto”. No creo que ni Ossó ni
Domingo y Sol se soliviantaran demasiado por el termómetro. Para ellos Roma era lo que
tendría que ser para todo el mundo: el lugar en donde vive el Vicario de Cristo, el Papa amado.
No tardarían mucho en verlo, aunque fuese de lejos. El día 5 de junio, festividad del
Espíritu Santo, Pascua granada, Pío IX celebró la Eucaristía en el Altar de la Confesión. Los
dos sacerdotes catalanes olvidaron por completo los malos ratos que habían pasado con los
mareos en el barco que les llevó a Civitavecchia y que, según afirma Sol, fueron ratos bien
críticos; pero la vista del Papa lo desvanecía todo ante los ojos enternecidos de aquellos dos
peregrinos, perdidos como dos gotas de agua en medio de la enorme multitud que se
congregaba bajo las bóvedas inmensas y católicas de San Pedro del Vaticano, ¡oh espléndida
Roma!
Pero aquello era sólo un preludio de lo que sería, once días después, la ingente
procesión de Corpus Christi. Cuatrocientos cincuenta obispos precedían a la Custodia que
avanzaba solemnemente alrededor de la Plaza de San Pedro. El Sumo Pontífice y rey de
Roma era llevado en la silla gestatoria, donde estaba arrodillado con las manos juntas y la
mirada fija en el Santísimo Sacramento. Ossó evocará esta visión celestial, ocho años
después, cuando el telégrafo comunique a todo el mundo la noticia de la muerte de Pío IX; en
el año 1870 no podía ni sospechar que aquella manifestación de fe se habría de interrumpir de
repente durante más de cincuenta años. Entonces, con el corazón palpitante, lo contemplaba
como un retazo de cielo sobre la tierra de los humanos y sentía como nunca el peso fulgurante
y arrebatador de la majestad. Más de una vez, a lo largo de su vida, lo recordará con inmenso
gozo: “He visto al Santo Padre; sí, yo lo he visto en sus días grandes, tal como han de verlo los
ojos de los fieles: con gran esplendor y majestad como corresponde al Vicario de Cristo… ¡Ah,
vosotros ya no podéis verlo como le vi yo!”.
Cuatro días más tarde lo pudo contemplar más de cerca y sin tanta magnificencia. Los
recibió a él y a Domingo y Sol en audiencia privada, y, según el protocolo de la época, le
besaron el pie. Jamás se olvidaría de este momento el sacerdote Enrique de Ossó. El resto de
las maravillas romanas, las basílicas, los numerosos monumentos, las fuentes, los museos, las
estatuas, todas las exuberancias de esta Roma única, pasaban a un segundo plano,
comparadas con la impresión de haber saludado al Papa personalmente. En la Guía Práctica
del catequista, su primer libro, mencionará como de paso, las gradas donde, en el Janícolo,
catequizaba San Felipe Neri. Ossó lo miraba todo con ojos sobrenaturales.

Viviendo el Vaticano I
Los dos peregrinos de Tortosa pasaron algunos ratos con su obispo Vilamitjana y
también tuvieron ocasión de saludar al obispo Claret, muy delicado de salud por aquellos días.
El día 31 de mayo, como se sabría después, había tenido una de las intervenciones más
emocionadas a favor de la infalibilidad pontificia en el aula conciliar.
Los dos sacerdotes regresaron a Cataluña en la primera semana de julio, con el
corazón más esponjado y repleto de fe, esperanza y amor. En la ciudad eterna los padres del
Concilio Vaticano I se preparaban para el acontecimiento eclesial del siglo – después de la
definición dogmática de la Inmaculada Concepción dieciséis años antes -: la definición de la
infalibilidad papal. La sesión conciliar fue el día 18 de julio. Cuentan los anales que en el
solemne momento de la aserción eclesial, penetró por la ventana un incisivo rayo de sol.
Los 533 obispos que habían votado el sí, y los dos que habían votado el no, alabaron a
Dios con grandes aplausos y lágrimas.
Pero, como se sabe, el Concilio tuvo que interrumpirse rápidamente a causa de la
guerra francoprusiana provocada por Bismarck. Las tropas francesas se retiraron de Roma y
las italianas entraban el día 20 de septiembre. Pío IX se consideró prisionero en el Vaticano,
mientras Víctor Manuel II instalaba la capital de Italia unida a la misma ciudad de Roma. Le
cayó encima la excomunión. Los católicos de todo el mundo se dolieron profundamente de la
humillación y los ultrajes al augusto prisionero, tan aplaudido en la primera parte de su
pontificado como vejado después por el anticlericalismo militante y grosero de aquella dolora
época.
El regreso del apóstol y catequista
En España tampoco iban demasiado bien las cosas. En el aspecto político, había
nueva Constitución desde 1869. Serrano se había convertido en el Regente de la monarquía y
Prim, presidente del Gobierno y enemigo acérrimo de todo tipo de república para España,
buscaba un rey por esos mundos de Dios. Era aquel un tiempo de grandes disturbios sociales,
de ásperos libertinajes, con reacciones federalistas y republicanas en Cataluña, Aragón y
Valencia. La villa de Gracia se sublevó y fue bombardeada. Los carlistas se organizaron bajo la
égida de Carlos VII. La reina Isabel II firmaba en junio de 1870 la renuncia a favor de su hijo
Alfonso XII. Finalmente, el General Prim convenció al segundo hijo de Víctor Manuel para que
se dignase aceptar el ser monarca de los españoles. Amadeo de Saboya, el nuevo rey, le
devolvió la visita en uno de sus primeros actos al entrar en Madrid: era la visita al cadáver de
un asesinado el día 27 de diciembre de 1870.
Mientras tanto, en Tortosa, había comenzado el nuevo curso 1870-71. Mosén Enrique
de Ossó, catedrático de Física y Matemática en el tercer curso de Filosofía, tuvo que atender
como en el año anterior, al mismo tiempo, la obra de la catequesis. Las circunstancias le
lanzaban al combate, pero con unas armas más limpias que las del adversario. El
Ayuntamiento de Tortosa se las ingeniaba para manifestar su odio a las instituciones
eclesiásticas. El día 24 de octubre de 1870 el alcalde prohibía de nuevo que los sacerdotes
llevasen públicamente el viático a los enfermos. Quince días antes, el día 9, se celebraba con
bombo y platillo la primera boda civil. Se oían continuamente expresiones de burla y blasfemias
por las calles de Tortosa. Ossó reorganizó el blanco ejército de los niños que ponía una nota de
color en la ciudad cada tarde de fiesta. Los niños y sus madres hablaban entusiasmados de
aquel sacerdote joven que era el alma de todo. Los catequistas cumplían al pie de la letra,
urgidos por el P. Director de la Obra, el artículo 49 del Reglamento:

Mostrad a los niños un amor efusivo, como Cristo Jesús, el mejor catequista, el modelo
divino, que abrazaba, bendecía y acariciaba a los niños. Con los niños debéis ser serios
en general y cariñosos con cada uno en particular; con las niñas, sed accesibles y
afables con todas en general, pero serios y reservados en el trato de cada una en
particular.

El sacerdote Director se hacía querer y todo el mundo le admiraba. Es evidente que


tenía traza, y la Virgen le bendecía a manos llenas. La hora del Catecismo era esperada con
ilusión por los niños. Hubo catequesis incluso hasta el día de Navidad. Ossó aquella tarde les
explicó el sentido de la fiesta y luego, con un grupo más reducido de niñas, fue preguntando a
cada una qué harían si viesen a la Virgen con su Niño Jesús.

Una decía: Yo le pondría un vestido de seda.


Otra: Yo le vestiría de oro.
Otra: Yo le llevaría leche, y una merienda, una cuna y juguetes.
Cuando me tocó el turno a mí, dije con viveza: Pues yo lo cogería en brazos, le llenaría
de besos y lo estrecharía bien fuerte.
Ésta es la que ha acertado, dijo mi queridísimo Padre. Y me regaló como premio una
estampa de la Sagrada Familia. ¡Oh, cómo le queríamos!

Copio la anécdota de una de las alumnas de la catequesis que la relató años después.
Es una historia muy blanca, un villancico de nieve como los blancos copos que caían sobre
Tortosa aquel año, el día 28 de diciembre. Éstos eran los soldados de Ossó: los niños y niñas
inocentes.
Por San José, los niños de la catequesis llegaron a ser mil doscientos, distribuidos en
ocho secciones que correspondían a ocho partes o barrios de la ciudad. El Barrio de Jesús, por
ejemplo, agrupaba a unos doscientos niños en una misma sección. El barrio de Pescadores, el
terrible barrio de Pescadores, veía pasar cada fiesta a una multitud de niños que cantaban a
todo pulmón por las calles canciones religiosas. Lo explica el mismo Ossó en la Guía del
Catequista:

El barrio de San Pedro, o de Pescadores, que era el que más se había distinguido por
los cantos impíos, es hoy el más notable por su fervor religioso. Yo creo que uno de los
principales medios de este cambio ha sido el canto. Se oyen día y noche cantos de
plegaria a María Inmaculada…Se canta guerra a Lucifer en todo momento.
- Esto es un cielo, decía una anciana.
El aire de fiesta embalsamaba la ciudad de octubre a mayo. El obispo Vilamitjana llegó
a decir: Mosén Enrique es mi brazo derecho.

Los pequeños romeros


Aquel año la clausura del curso fue apoteósica. El obispo tenía las manos cansadas de
repartir comuniones y comuniones, como las de Javier que no daban abasto para bautizar. El
domingo 21 de mayo hubo, en aquellos tiempos en que no se comulgaba hasta los doce años,
más de trescientas comuniones sólo de niños. El Director los tuvo ocupados todo el día, incluso
por la tarde, cuando el obispo volvió con los niños que recibieron el escapulario, cantaron el
trisagio, escucharon media hora de sermón pontifical y pasaron uno a uno a besar el anillo del
señor obispo, dejando una carta personal junto a la imagen del Niño Jesús: una carta que
habían llevado junto a su pecho aquella mañana a la hora de comulgar.
El domingo siguiente, Pentecostés, fue más animada la fiesta para los que aún no
habían hecho la comunión. Se reunieron más de mil en la iglesia de San Antonio y en un
ambiente de fervorosa oración iban dejando una flor a los pies de la imagen del Niño Jesús. Un
niño pronunció un discurso ante el señor obispo allí presente. Lo único que faltó fue un
fotógrafo que inmortalizase la sonrisa inefable del P. Director que gozaba como un niño más, o
tal vez mejor, en aquella fiesta inolvidable.
Al despedirlos aún los invitó a una concentración final en la ermita de Mig Camí, que
los tortosinos quieren con delirio. Se venera allí la imagen de la Virgen de la Providencia.
“Hemos de rezar por el santo Padre, prisionero”, les decía Ossó desde el púlpito de la iglesia
de San Antonio con la mirada enternecida y pesarosa; pero en seguida cambiaba la expresión
del rostro con un gesto expresivo levantando el dedo: “Habrá sorpresa y alguna cosita para
cada uno”.
Efectivamente, el domingo de la Santísima Trinidad subieron a visitar a la Virgen de la
Providencia más de mil quinientos pequeños romeros con sus catequistas al frente y a la
cabeza el general, que era el P. Enrique de Ossó. Los niños, animados, rezaron, jugaron,
cantaron, saltaron y corrieron como potrillos bajo la hermosa mirada de la Virgen María a medio
camino entre Tortosa y Coll del Alba, entre la tierra y el cielo. No sé si le quedó demasiado
tiempo aquel domingo tan lleno a mosén Ossó para rezar, bajo un pino o junto a una roca, ante
aquel mirador extraordinario sólo inferior al del Coll del Alba. De hecho rezaba con los niños,
cuyos ángeles contemplaban siempre el rostro del Padre. Era como las primicias de un
homenaje que aquel mismo junio y en el mismo lugar rendirían ocho mil peregrinos de Tortosa
al Papa Pío IX, prisionero del Vaticano, que celebraba las Bodas de Plata del Pontífice
Supremo del pueblo católico en este mundo.
Antes de volver a casa, contentos, sudorosos, e incluso más de uno con la ropa
desgarrada por los roces de la cuesta, las piedras y los pinos, Ossó los reunió para rezar el
trisagio – a la ida habían cantado el rosario – y les exhortó a la perseverancia. Rezad también
por mí, les diría el Padre, siempre necesitado de las oraciones de los niños. Rezareis por mis
intenciones, les decía a menudo. Más adelante nosotros mismos adivinaremos cuál era la
profunda intención de Enrique de Ossó, que en aquellos momentos tal vez ni él mismo conocía
bien.
El hermoso desorden del campo ennoblecía la tarde de junio. Todos bebieron agua del
pozo y alargaron la mano: Ossó iba añadiendo una golosina a cada almuerzo de los mil
quinientos niños de la catequesis, que desfilaron montaña abajo, camino abajo, hasta la
entrada de la ciudad. Allí, como un ejército honorable, entonaron con entusiasmo cantos
religiosos hasta llegar a la catedral, en donde, acompañados ahora solemnemente por el
órgano, cantaron la última salve a la Virgen de la Cinta.

Con otros peregrinos…


Acabamos de aludir a la jornada tortosina del 29 de junio de 1871: la peregrinación
diocesana al Santuario de Nuestra Señora de Mig Camí. No me consta si asistió Enrique de
Ossó que, por otra parte, bastante necesitaba descansar del curso académico y del curso
catequético. Pero esta palabra “descanso” era muy relativa para aquel joven sacerdote.
Seguramente subió con toda devoción. Aún más, llevó con él al primer grupito de una nueva
asociación de jóvenes agricultores que empezaba a moverse por Tortosa. Ossó los congregaba
en la iglesia de San Antonio abad, el patrón de los campesinos, que es lo que eran esos
jóvenes que iban cayendo en sus manos. El nombre de la nueva entidad era Congregación de
la Purísima. Quería ser como un complemento de lo que hacía Domingo y Sol con los
estudiantes, en la iglesia de la Merced, desde 1869, cuando la septembrina le había exonerado
indignamente de las clases del Instituto. Ossó había proyectado por aquel tiempo la publicación
de un Boletín que fuese el órgano de la asociación de los jóvenes labriegos, que constituían la
mayoría en el ámbito tortosino. De hecho, ya en el año 71, en plena popularidad juvenil del
sacerdote, la Congregación de la Purísima se iba nutriendo con la presencia de Ossó por
medio de reuniones y orientaciones religiosas y culturales, preludio de las que, muchos años
después, los cristianos de occidente llamarían “círculos de estudio”. Les contagiaba la piedad
mariana y teresiana que él respiraba y el afán apostólico que les convertía en catequistas. Por
eso no puedo creer que el día 29 de junio no subiesen Ossó y sus congregantes de la Purísima
hacia la Virgen de Mig Camí, Nuestra Señora de la Providencia. Se reunieron allí ocho mil
romeros encabezados por el obispo.
La peregrinación constituía como la traca final de las fiestas jubilares de las bodas de
plata pontificales de Pío IX, que habían comenzado la vigilia de San Juan Bautista. Tortosa
apareció engalanada con colgaduras en docenas de balcones. No en todos, ni tampoco en el
del malhumorado Ayuntamiento. Parecía un Corpus, y de hecho era una protesta contra los
desaguisados de la autoridad civil que no menguaron en absoluto durante los tiempos del Rey
Amadeo, tan buen hombre como impopular. La lucha de partidos, encolerizados, provocaba el
malestar y Tortosa, decididamente antigubernamental, dio pruebas de ello en las elecciones de
Diputados a Cortes el día 8 de marzo, cuando republicanos y carlistas se unieron
paradójicamente contra los adictos al rey Amadeo en unas circunstancias desgraciadas en
donde la palabra republicana era considerada como sinónimo de anticlerical. Los católicos de
Tortosa, pues, adornaron sus balcones y ventanas la última semana de junio y emprendieron
devotamente el camino de la montaña, que mosén Enrique de Ossó se conocía palmo a palmo,
por la ruta escarpada, molesta para los pies pero deliciosa para la vista, que llevaba a la ermita-
santuario de Nuestra Señora de la Providencia, a media hora larga de la ciudad.
Después de la imagen de la Cinta, la de la ermita de la Providencia es de las más
veneradas de aquellos contornos. La historia explica las curiosas vicisitudes de la imagen
cuatro veces destrozada y cuatro veces rehecha providencialmente ya antes de 1871. Como la
otra del Coll del Alba, tres kilómetros más arriba, señora de los azules aires del mar y de las
montañas en la hermosa cima de la colina, la de la Providencia ha sobrevivido a la invasión de
los moros, ha contemplado a las huestes francesas del siglo XVII que arrasaron la ermita, ha
palpado la acampada de los guerreros del último Felipe y la devastación de la guerra de la
Independencia. La imagen, aunque ciertamente malparada, se salvó siempre y fue restaurada
después. Quien sabe si precisamente por esto, es conocida con el nombre de la Virgen de la
Providencia. Los actuales tortosinos se congregan cada tercer domingo de Pascua y después
de saludar a la Virgen María, respiran el frescor de los pinos con los ojos embelesados y el
corazón sereno. Hay un pequeño portal o porche, una casa adosada para los ermitaños y un
balcón natural a lo largo de una plazoleta con un pozo en medio y un perro muy pacífico que
guarda la casa. Uno no se cansa de contemplar Tortosa con los insaciables: la catedral, las
seculares murallas, el largo y blanquecino paso del Ebro a lo largo de la verdísima huerta,
salpicada de pueblos hasta el mismo pie de las montañas que cierran Cataluña.
El obispo y los fieles – pastor y rebaño – y también los zagales como Domingo y Sol y
Enrique de Ossó, rezaron intensamente por el santo Padre y ambos, a su manera, explicarían
del viaje romano del verano pasado: Domingo y Sol con su amable inteligencia, Ossó con su
voz timbrada y su energía vital.
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DERROCHE DE PLUMA Y TINTA

1871
Colabora en la revista “El Amigo del Pueblo”
1872
15 de julio: Firma el libro “Guía práctica del Catequista”
Octubre: Primer número de la revista “Santa Teresa de Jesús”

Vacaciones aprovechadas
Sospecho que en el verano de 1871 Enrique de Ossó se encerró una temporada en
Nuria para hacer los Ejercicios anuales y poner un paréntesis de distensión en el hormiguero
batallador del curso. Se llevaría trabajo de apuntes y papeles para ir elaborando uno de los
mejores libros, que publicaría al año siguiente. En la carta que escribe a mosén Lorenzo desde
Puig-reig, más debajo de Berga, el día 21 de agosto, menciona medallas y rosarios de Nuria
que piensa repartir. No he podido averiguar qué fue a hacer a Puig-reig. Seguramente algún
compañero del Seminario de Barcelona le había llamado para que fuese a predicar en la fiesta
de la Virgen de agosto o incluso antes. Para él invitarle a predicar era como invitarle a una
boda. Nos consta que había predicado durante un novenario de Ánimas en Almatret, en el
Segriá, no demasiado lejos de Vinebre, probablemente por noviembre de 1868 cuando la
septembrina le privó de sus alumnos; después tendría que aprovechar los veranos.
Leo en la carta dirigida a mosén Lorenzo:

Creo que es mejor ir de Lérida a Serós en el coche y desde allí a Almatret a caballo,
pasar en Ribarroja los últimos días de la fiesta mayor, ver a mi hermana, y luego
dirigirme a Vinebre, porque es la fiesta mayor el día 29. No habiendo estado en todo el
verano es más conveniente pasar antes por casa y saludarlos a todos. Puedes contar
con los sermones y pláticas que quieras y sobre lo que quieras.

La carta, familiar y amistosa, nos permite penetrar en los descansos apostólicos de


Ossó. Desea quedar bien con sus familiares, porque les quiere, pero no deja que le aten las
manos y los pies de predicador. Si quiere descansar de verdad, pensará mejor en Scala Dei, la
Cartuja de Montsant de la que deriva el nombre del Priorato. Tal vez algún día intente escalar la
Roca Corbatera y saciarse de contemplación, como Ramón Llull en Valldemosa. Las restantes
horas se le escaparán fácilmente en compañía de los amigos sacerdotes y en esa otra
estupenda, gozosa en la fe y en la caridad del gran Amigo que es Jesucristo presente en el
Sagrario. Ossó iba siempre bien provisto de rosarios, medallas y estampas, sin que le
preocupase el dinero, que para eso lo tenía. Aunque no era demasiado, al menos durante
aquel verano.

Llevaré algunas medallas y rosarios de Nuria, estampas, etc., y todo se podrá repartir
ad maiorem Dei gloriam. En Lérida, probablemente compraré medallas y alguna
estampa aunque ya estoy mal de fondos después de un viaje tan largo. Pero no hay que
preocuparse, que San José proveerá…Hoy mismo escribo a Barcelona para que me
manden 200 medallas…Salud y gracia en Jesús, María y José. Tuyo, Enrique,
presbítero.

Parece ser que pasó buena parte de septiembre por aquellas soledades del Monsant
bello y agreste. La carta a mosén Lorenzo indica su disponibilidad para los tres primeros
domingos, hasta el 17, con grandes deseos de dejar establecidas allí la devoción a San José
que “es sencilla, popular y muy provechosa”. El entusiasmo por San José no era una cosa
nueva en él. Se lo infundiría, probablemente, su buenísima madre o el abuelo Antonio de
Vinebre y también su otra madre, Teresa de Jesús, que sabía que iba a necesitar mucho su
protección e incluso fondos durante su vida constructora y edificante. Y me refiero a su vida de
hombre de Dios que se echa de cabeza y con confianza en los brazos de aquel que comparte
el título de padre del Hijo de María con el Padre del cielo que alimente gratuitamente a los
pájaros del bosque y a los lirios del campo.
Y volvamos a Tortosa hacia la segunda mitad de septiembre de 1871. Los
seminaristas, aún en casa, estaban a punto de inaugurar el curso y la catequesis habría de
encarrilarse para la nueva campaña. Enrique de Ossó llegaría alrededor del día 20. Con todo,
el Espíritu Santo le impelía ahora hacia otro campo complementario: el campo de la pluma que,
a partir de 1872, ya no se le caería de las manos. No hay duda de que Enrique de Ossó es uno
de los sacerdotes que más ha escrito en toda España durante la segunda mitad del siglo
diecinueve. Durante aquellos meses comenzó la redacción de su primer libro, muy pensado,
querido y experimentado: la Guía Práctica del Catequista, que entregará al editor en el verano
del 72.
El libro es un ensayo, vivo y exuberante, lleno de erudición y al mismo tiempo
contagioso de amor a Cristo, el primer catequista, cuya doctrina nos transmite la Iglesia siglo
tras siglo. Habla de la importancia, las ventajas, la finalidad y los medios de una catequesis
digna, con observaciones eminentemente prácticas sobre todo en los últimos capítulos que le
acreditan como pedagogo extraordinario. Es de destacar el amplio abanico de lecturas que
tiene Enrique de Ossó. Además de la Sagrada Escritura, con San Pablo ocupando un lugar de
honor, el autor confirma sus ideas con palabras de San Agustín, Santo Tomás de Aquino, San
Bernardo, Santa Teresa de Jesús, San Francisco de Sales, San Carlos Borromeo, como
también de Fenelón, Segur, etc. Se percibe su aliento sacerdotal en cada página y un tono de
absoluta convicción.

El catecismo es el medio más eficaz para civilizar y cristianizar a los pueblos…No se le


puede comparar con ningún otro género de predicación y es, evidentemente, la mejor
manera de enseñar la religión. Los sermones son como grandes chaparrones que,
arrastrados por la propia violencia, sólo penetran en las tierras bien labradas, pero dejan
infecundas las otras; mientras que el catecismo es como la lluvia menuda y suave que
repitiéndose, se infiltra insensiblemente en los terrenos incluso mal preparados. Todo el
mundo reconoce que aprovecha más en una parroquia un buen catequista que un gran
predicador.
…Los niños, y sólo los niños son los que pueden renovar las parroquias en donde reina
una espantosa ignorancia religiosa.

Una vez – explica Ossó, catequista cien por cien – se reunieron muchos sabios para
deliberar cómo poner remedio a las malas costumbres públicas. Uno de los asistentes lanzó
una manzana podrida en medio del círculo y preguntó: “¿Qué remedio encontráis para convertir
en buena esta manzana?”.
- Imposible, le respondieron.
- Pues escuchad el secreto, sabios. Aprovechad la semilla y volvedla a plantar en
buena tierra.
A lo largo del libro, de 300 páginas, repite una y otra vez su lema de formación
catequética para que quede bien remachado: que Jesús viva en los niños y que en ellos muera
el pecado. ¡Viva Jesús, muera el pecado!

Que no se extrañe el catequista de que se lo recuerde tantas veces, porque sé por


experiencia que solamente los que han comprendido esta realidad han sido buenos
catequistas. Llegar a ser más o menos excelentes catequistas depende del grado de
persuasión, mayor o menor que se tenga de esta verdad.

Ossó aprovechó todo aquel curso 71-72 para inculcar, reexperimentadas, las ideas de
su libro. Lo terminaría de ultimar incluyendo la versión del tratado de Juan Carlos Gerson (que
fue suprimida en la segunda edición): “De parvulis trahendis ad Christum”, y escribiendo unas
páginas de prólogo sobre la génesis del libro. Finalmente, añadió el Reglamento de la
Asociación catequística de Tortosa, los evangelios de las fiestas, una selección de devociones,
de cantos, y de música. Lo firmó el día de San Enrique, emperador, la vigilia de la Virgen del
Carmen de 1872. No hace falta decir que la obra va dedicada con agradecimiento a los niños
de las doce secciones de catecismo de Tortosa.

Haciendo frente al mal con la pluma


También aquel curso fue movido y brillante, especialmente alrededor de la fiesta de la
Purísima y de su novena y después, en cuaresma, por San José. Su lema resonaba ya por
todas partes: ¡Viva Jesús, muera el pecado! Toda la ciudad repetía la letra y tarareaba la
tonada de las canciones que Enrique de Ossó había puesto de moda en los labios de los niños.
Realmente los niños le preocuparon mucho toda la vida al enérgico sacerdote que confiaba
descaradamente en sus oraciones:
Aunque el catequista no tuviese otra ventaja sino la de participar en las oraciones de los
niños, ya estaría recompensado con creces en sus trabajos. No recuerdo que Dios me
haya negado nada por intercesión de María Santísima cuando he rezado en compañía
de los inocentes niños, decía San José de Calasanz. Y nosotros podríamos añadir
hechos admirables.

Paralelamente al servicio catequético, el sacerdote Enrique de Ossó tendría que luchar,


en aquellos tiempos desastrosos, contra el libertinaje de los impíos y los abusos contra la
libertad de la gente honrada bajo el reinado de la figura, bien intencionada, del rey Amadeo,
gobernado por Serrano y sus cómplices progresistas, demócratas y unionistas en lucha de
partidos. Resulta que por aquel tiempo aparecía en Tortosa un semanario de taberna, titulado
“El Hombre”, que como tanta letra corrompida del momento, arremetía contra las creencias
cristianas del pueblo. Ossó lo califica de infame, y por lo que parece, aún se queda corto. Altés
añade que el verdadero nombre debería ser: “El Hombre bestia”. Pluma pues contra pluma,
prensa contra prensa. Ossó quiso enfrentarse al papelucho tabernario mediante otra revista,
modesta y militante, que llevaba el nombre de “El Amigo del Pueblo”. Salía cada domingo,
redactado por un grupo de amigos, entre los que figuraban Altés, Domingo y Sol, y Peñarroya.
El artículo editorial era obra de Ossó que se firmaba “El Amigo”. El biógrafo Altés nos habla de
un “sexto sentido” que tenía la redacción de “El Amigo del Pueblo” para enterarse de antemano
de las torpezas antirreligiosas que iba a publicar “El Hombre”, de tal modo que salía la
respuesta, adecuada, precisa y fulgurante, en el momento exacto (y a veces antes) en que
aparecía la blasfemia.
Por culpa de aquel diluvio de libertades que ahogaban a España, escribe Altés, el
valiente y humilde seminario católico no vivió tanto tiempo como tenía derecho a vivir: murió
degollado. El pretexto para aquella prohibición gubernativa provino seguramente de la pluma
de Enrique de Ossó que pedía con fervor a San José que salvase España aunque fuera preciso
un milagro para ello. Y los que no creían en milagros, asociaron, sin embargo, la petición del
semanario cristiano con la invasión carlista por Gerona el 8 de abril de 1872. La autoridad
competente, o mejor dicho, incompetente, como observa González Martín, suspendió el
semanario. Aquel paro forzoso le permitió, sin embargo, darse más de lleno a preparar y
montar el mes de mayo en la catequesis. Cinco iglesias de Tortosa reunieron diariamente,
durante el mes de María, a más de quinientos niños. Sólo en la de San Antonio ya eran
doscientos, tardando mucho rato en poder pasar por el Portal del Romeu. Los cantos y las risas
volvían a embalsamar la ciudad.
A mediados de junio Ossó salió de Tortosa hacia Barcelona. Había una cierta inquietud
por toda Cataluña. Algunos guerrilleros catalanes se habían incorporado al movimiento del
ejército carlista, que había estallado en Gerona por abril y la mancha se iba extendiendo por
otros lugares de la península. El Maestrazgo y sus alrededores conservaban aún vivo el
recuerdo de Cabrera, que ahora llevaba una vida más despreocupada y ya en absoluto “de
tigre” – calificativo que se mereció antes -; estaba casado con una inglesa rica y mucho más
joven que él y vivía en la opulenta finca de Wentworth en las afueras de Londres.
Por Tortosa corrían rumores estrambóticos y de hecho, por lo que pudiera ocurrir, se
cerraban a cal y canto los portales cada tarde desde el día 24 de abril.
Ossó, sin embargo, dejó la ciudad por muy distintos motivos; entre otros, la enfermedad
de un sobrinito suyo, Enrique, de la cual le libró San José, piensa Ossó. Pero sobre todo tenía
que ultimar los detalles para la publicación de la Guía Práctica del Catequista para pasarlo a la
censura y a la imprenta de la Tipografía Católica, en los bajos del número 5 de la calle del Pino.
El censor fue su amigo y compañero de carrera, Sardá y Salvany, que hizo un cálido elogio del
libro. El título completo, a gusto de la época, es éste: “Guía Práctica del Catequista en la
enseñanza metódica y constante de la Doctrina Cristiana”. El vicario capitular de Barcelona
sellaba el “Imprimatur” el día 26 de agosto.
Y en el verano, a descansar. A tomar baños, según las costumbres clericales de la
época. Salió con el Dr. Cortés y con Sardá el día 10 de julio. Días antes asistió a la clausura del
curso de las Escuelas Dominicales en la iglesia de Belén que se celebró con discursos y
música. Coincidieron allí algunos compañeros de estudio.
No sé, no sé, si descansó demasiado aquel verano a pesar de los baños. Dice en una
carta a Domingo y Sol:

Ayer leí “El Hombre”, infame semanario de Tortosa que vuelve a aparecer. Su primer
artículo es Guerra a la fe divina. Por tanto es urgente que vuelva a aparecer también “El
Amigo”. Si puede ser esta semana, mejor. Si quieres, el artículo de fondo corre por mi
cuenta.

No he sabido por qué, pero la revista tortosina no volvió a salir.

Más publicaciones
Pero Enrique de Ossó ya ha empezado la tentadora carrera de la pluma. Tiene en
proyecto dos pequeñas obras de devoción: una novena de San José y una selección de
máximas de Santa Teresa de Jesús. Una y otra aparecerán, en efecto, al terminar el año 1872.
Ambas se relacionan más de lo que parece, como de hecho se relacionaban el santo esposo
de la Virgen María con la santa virgen abulense Teresa de Jesús. Ossó pedirá al uno que
prepare los caminos de la otra, revivida en las páginas de una revista teresiana cien por cien.
Pero vayamos por partes.
La novena que escribe sobre San José obedecía probablemente a un deber de
gratitud, o quien sabe si a una promesa hecha en la cabecera del lecho de su sobrinito
moribundo. Sospecho que ésta es la causa inmediata. Pero ya desde hacia mucho tiempo San
José despertaba en Ossó una emotiva resonancia en el fondo de su corazón. Cada domingo
era su fiesta josefina íntima. También cada día 19, pero ésta ya más solemne, como cada día
15 lo era de Santa Teresa de Jesús. En la posdata a la carta a Domingo y Sol le recuerda
amigablemente la fecha: “El día 19 es San José. No se olvide la misa por mi intención. Ya se lo
pagaré”. La carta es de julio. A medida que pasa el tiempo, la confianza en el santo Patri