Está en la página 1de 34

Dietrich von Hildebrand

Autor: Sergio Sánchez-Migallón Granados

Dietrich von Hildebrand (1889-1977) fue un filósofo que vivió las


situaciones y tensiones más agudas del escenario espiritual del
siglo XX. Se alimentó de ricas fuentes tanto intelectuales como
culturales desde muy joven, y supo como pocos defender lo que
creía verdadero viviendo a la vez una profunda humildad intelectual,
lo que a menudo le hizo pasar oculto. Sus mayores contribuciones
pertenecen a los ámbitos de la Ética y de la Teoría del
conocimiento, en el seno de la primera escuela fenomenológica,
donde se formó, y con un sincero respeto a lo verdadero de la
tradición filosófica clásica. En sus escritos conviven ―sin
confundirse― el rigor filosófico, la frescura de ejemplos cercanos y
la luz de su fe cristiana. Por ello, Hildebrand es tenido por sus
discípulos no sólo como modelo de pensamiento, sino también de
persona y modo de pensar.
Índice
1. Vida y obras

2. Ética

2.1. Lo “importante” y sus tres categorías

2.2. El valor y sus clases

2.3. La “respuesta” adecuada o inadecuada al valor

3. Antropología filosófica

3.1. Sustancialidad de la persona humana

3.2. Clasificación de las vivencias humanas

3.3. La libertad, las dimensiones morales y el conocimiento moral


humanos

4. Filosofía de la comunidad y del Estado

5. Teoría del conocimiento

5.1. El conocimiento filosófico

5.2. El objeto del conocimiento filosófico

5.3. El método filosófico

6. Su influencia en el pensamiento religioso

7. Bibliografía

7.1. Obras de Dietrich von Hildebrand

a) Escritos recogidos en “Obras completas”

b) Otras obras

7.2. Selección de estudios sobre D. v. Hildebrand

8. Referencias en Internet
1. Vida y obras
Dietrich von Hildebrand nació en Florencia el 12 de octubre de
1889, en el seno de una familia protestante liberal. Siempre estuvo
rodeado de un ambiente cultural muy cultivado, aunque combinado
con ideas relativistas. Su padre era el famoso escultor Adolf von
Hildebrand, quien estudió y residió en Múnich, Roma y Florencia,
para finalmente establecerse de nuevo en Múnich. Dietrich pasó sus
primeros años entre Italia y Alemania, y ya habiéndose trasladado
su familia a la capital bávara cursó allí sus estudios de bachillerato e
ingresó en la universidad en 1906. Su vocación filosófica se había
decantado en él desde temprana edad gracias a la lectura de las
obras de Platón.

El primer contacto intelectual universitario fueron las lecciones de


Theodor Lipps y de Alexander Pfänder. Un año después, en 1907,
conoció a Max Scheler, que llegó a Múnich incorporándose
como Privatdozent y que produciría una honda impresión y
admiración en el joven Hildebrand. Pero al tener noticia de
las Investigacioneslógicas de Edmund Husserl, con su propuesta de
una filosofía contraria al relativismo y al subjetivismo (de lo que la
psicología de T. Lipps no conseguía desembarazarse), marchó a
Gotinga en 1909 para estudiar con su autor y con quien entonces
éste consideraba su discípulo principal, Adolf Reinach. Hildebrand
siempre vio realmente en Reinach, muerto tempranamente en la
Primera Guerra Mundial, a su verdadero maestro.

En 1912 obtiene el título de doctor en filosofía con su


disertación Die Idee der sittlichen Handlung (La idea de la acción
moral), donde ya expone las líneas básicas de lo que habría de ser
su pensamiento moral. Dos años más tarde, gracias a su profunda
amistad con Scheler, a través de quien había ido familiarizándose
con el catolicismo y con la vida de los santos, abraza la fe católica
junto con su mujer. Tanto su conversión como su cercana amistad
de aquellos años con Scheler le orientaron definitivamente hacia los
problemas de la persona y de la moral. En 1918 se habilita con su
tesis Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis (Moralidad y
conocimiento ético de los valores). Se trata en esta obra de un
estudio, de una penetración extraordinaria, sobre la relación entre la
vida moral y el conocimiento de los valores morales. Aquí se palpa
un empeño —netamente filosófico, no meramente exhortativo— que
marcará toda la vida de Hildebrand: la explicación y disipación del
error moral y del mal moral mediante el alumbramiento de la verdad
y del bien. Las circunstancias, varias veces dramáticas, de la vida y
sociedad en las que vivió Hildebrand le obligarán a un compromiso
decisivo con la verdad y a la imperiosa necesidad de defenderla.

Tras habilitarse, comienza Hildebrand su docencia en la


Universidad de Múnich. Por entonces, junto con los demás
miembros del llamado “Círculo de Gotinga”, se distanció de la
evolución idealista —a juicio de ellos— del pensamiento de Husserl.
A esos años debemos su importante trabajo Metaphysik der
Gemeinschaft (Metafísica de la comunidad, 1930) y algunos otros
escritos éticos más breves. Pero a partir de ese año 1933 la
situación política se hace insostenible para Hildebrand a causa del
nacionalsocialismo, al que se oponía abiertamente. Así, se ve
obligado a huir precipitadamente a Viena, desde donde combate el
nazismo desde el semanario “Der Christliche Ständestaat” (El
Estado corporativo cristiano). Pero tras la anexión de Austria por
Alemania de nuevo tuvo que huir. Esta vez pudo llegar a Suiza, y
después a Francia, donde enseñó en la Universidad de Toulouse
hasta la ocupación nazi del país galo. Con ayuda de algunos amigos
(entre ellos Jacques Maritain) logró pasar a España, y luego a
Portugal, para llegar finalmente, a través de Brasil y con la ayuda de
la fundación Rockefeller, a los Estados Unidos en diciembre de
1940.

En 1941 aceptó la oferta de nombramiento de profesor en la


Universidad de Fordham, en Nueva York, donde enseñó hasta
1960. En 1957 fallece su esposa Margarete, y dos años más tarde
contrae matrimonio con Alice. A esos años universitarios debemos
su obra moral capital, Christian Ethics (1953; Ethics, desde su
segunda edición), True Morality and Its Counterfeits (Moral auténtica
y sus falsificaciones, 1955), Graven Images: Substitutes for True
Morality (Deformaciones y perversiones de la moral, 1957), y What
is Philosophy (¿Qué es la filosofía?, 1960), entre otros.
Sin embargo, otra serie de acontecimientos dolorosos para
Hildebrand se desataron en la segunda mitad de la década de los
60. Se trataba de ciertas corrientes teológicas que tuvieron lugar
dentro de la Iglesia Católica en los años inmediatamente posteriores
al Concilio Vaticano II. En ese periodo hubo diversas orientaciones
acerca de cómo se debía interpretar y aplicar la doctrina conciliar,
algunas de las cuales se mostraban incompatibles con la fe que la
Iglesia había recibido y transmitido a lo largo de su historia.
Hildebrand no pudo menos que lanzarse a defender, de nuevo, lo
que en conciencia creía verdadero. Esa preocupación le llevó a
escribir libros apologéticamente contundentes e incluso, en
ocasiones, duros, como Trojan Horse in the City of God (El caballo
de Troya en la ciudad de Dios), de 1967, Der verwüstete
Weinberg (La viña desolada), de 1973, y multitud de conferencias y
artículos. Esta actitud combativa le hizo aparecer a los ojos de
muchos como un personaje incómodo y poco diplomático, lo cual le
valió, de hecho, cierto recelo y apartamiento de la vida pública
intelectual.

Ya en los años 70, al final de su vida, Hildebrand alcanza a


escribir importantes obras filosóficas: Das Wesen der Liebe (La
esencia del amor, 1971), Ästhetik I (Estética, 1977)
y Moralia (publicada póstumamente en 1980). Falleció en 1977 en
New Rochelle, cerca de Nueva York.

Se comprende que, dada la prolijidad de la producción de


Hildebrand y los diversos intereses que motivaron sus obras, el
destino que haya sobrevenido a su figura y pensamiento resulte
dispar y no siempre justo: para algunos fenomenólogos Hildebrand
atiende poco al método; para otros pensadores su orientación
metafísica es escasa; para otros, incluso, su definida orientación
religiosa, concretamente católica, le tacha ya de antemano. Sin
embargo, lo justo es decir que Hildebrand nunca dejó de ser un
filósofo y un cristiano: un filósofo de matriz fenomenológica, con un
decidido compromiso con la verdad de las cosas mismas y con los
problemas de su tiempo, y un creyente a quien su fe impulsaba e
iluminaba su razón, sin sustituirla. Su fe cristiana le prestó la
fortaleza para defender la verdad; y su discurso filosófico, aunque
puede carecer a veces, ciertamente, del detallado rigor husserliano
o de la brillante genialidad scheleriana, posee tesis auténticamente
originales y una claridad y un realismo poco comunes —no otra
cosa es la filosofía— en el ámbito de la ética fenomenológica. No
cabe duda de que Hildebrand es, junto con Husserl, Scheler y
Hartmann, uno de los autores fundamentales de la ética
fenomenológica de los valores; y al mismo tiempo, uno de los
personajes más apasionada y profundamente comprometidos en el
gran debate espiritual del siglo XX.

2. Ética
La mayor contribución de Hildebrand se encuentra en el campo
de la reflexión sobre la vida moral, que concibe como la capacidad
de “responder” conscientemente y de manera adecuada a los
valores moralmente relevantes. Para aclarar el sentido de su
propuesta —que se puede encontrar sustancialmente en su Ética—,
el autor comienza por penetrar en noción del valor, para lo cual se
sirve de otro concepto más amplio, el de la “importancia”.

2.1. Lo “importante” y sus tres categorías


“Importantes” son todos los objetos que se muestran capaces de
motivar en nosotros respuestas volitivas o afectivas, es decir,
acciones o sentimientos; frente a los “neutrales”, que sólo son
capaces de provocar respuestas teóricas, meros juicios. Neutrales
son, por ejemplo, las proposiciones matemáticas; importante es, en
cambio, la muerte de un ser querido, el padecimiento de una grave
injusticia, el sufrimiento de un dolor casi insoportable, etc.

El ser importante es algo peculiar, de suerte que si todo resultara


ser finalmente importante no nos hallaríamos ante una trivialidad, ni
afirmar que algo es importante sería la expresión de una tautología,
sino de una verdad universal profunda. Una muestra de que nos
hallamos ante una propiedad peculiar, irreducible a otras, es que la
oposición entre lo positiva y lo negativamente importante no es una
oposición de contradicción (como la que se da entre lo existente y lo
no existente), sino de contrariedad. Es decir, lo negativamente
importante no es la mera ausencia de importancia positiva, y
viceversa.

A continuación, Hildebrand advierte la existencia de un género de


respuestas exigidas por el objeto y de otra especie de respuestas
que tienen su razón en el sujeto. Las primeras revelan —de acuerdo
con el método fenomenológico que atiende fielmente a la
correlación entre actos y sus correlatos— que el objeto no es
importante sólo para nosotros, sino también en sí mismo. En
cambio, las segundas tienen el objeto por importante sólo porque
resulta subjetivamente satisfactorio para quien lo vive. Esta
diferencia en los fenómenos de respuesta refleja una diferencia en
los objetos importantes mismos como importantes, es decir, una
diferencia en la propiedad general de la importancia. El estudio de
las distintas categorías de lo importante no se refiere a algo del ser
humano, y por ello no pertenece a la Filosofía del hombre, sino a un
ámbito distinto, a la Axiología (al igual que las categorías de la
predicación pertenecen a la Lógica, no a la Psicología).

Hildebrand muestra la diferencia entre dos clases fundamentales


de importancia mediante la comparación de dos casos de objetos
importantes: un elogio y un acto de perdón. El resalte de la
importancia del elogio tiene sentido para el que recibe el
cumplimento, mientras que un acto de perdón se muestra como
merecedor de importancia en sí mismo, para cualquiera que lo vea.

Ciertamente, esta distinción en el seno de la importancia, dado


que ésta es cualidad simple, sólo es susceptible de mostración
indirecta por medio de las vivencias respectivas. Esto es, se trata de
una diferencia evidente. Y es evidente justo sobre la base de la
evidente diferencia de los dos modos de vivencias. Al vivir algo
como subjetivamente satisfactorio lo vivimos siempre como
dependiendo exclusivamente de un “para alguien”, mientras que la
vivencia de algo importante en sí excluye cualquier “para”. El
carácter esencial de la diferencia entre la motivación de lo
subjetivamente satisfactorio y la de lo importante en sí descubre que
esas dos categorías de lo importante son asimismo esencialmente
distintas, y no sólo gradualmente diferentes. Y Hildebrand reserva el
término “valor” para lo importante en sí o intrínsecamente
importante.

Además, este fenomenólogo detecta aún una tercera categoría de


importancia a partir de vivencias como el agradecimiento o el
perdón: lo importante como “bueno objetivo para la persona”. Lo así
llamado contiene tanto un rasgo objetivo de importancia (positiva o
negativa, es decir, un bien o un mal) como una también esencial
referencia a una persona concreta, justamente aquella que resulta
objetivamente beneficiada o perjudicada.

El descubrimiento y fina distinción de las categorías de


importancia es seguramente la aportación más original de
Hildebrand a la ética fenomenológica, y es capital para comprender
todo su pensamiento. Esto se debe a que la vida moral radica en la
relación entre la persona y lo importante, y precisamente la relación
entre los objetos que portan esos dos tipos de importancia y
nosotros (o sea, nuestras respectivas respuestas) muestran un
orden de fundamentación formalmente opuesto. Así, en lo sólo
subjetivamente satisfactorio la causa de que algo sea bueno y lo
tengamos por tal es que nos agrada; mientras que en los casos de
lo importante en sí, la relación de fundamentación se invierte, es el
objeto el que causa o fundamenta nuestra atracción. Y ello tiene
como consecuencia que lo importante en sí —lo valioso— exija o
reclame, por razón de ello mismo, una respuesta determinada, una
respuesta adecuada al objeto. Dicha exigencia varía lógicamente
según la altura del valor portado por el objeto y que se presenta
tanto en las respuestas volitivas como en las afectivas.

Pero antes de hablar de esas respuestas adecuadas (y de las


inadecuadas), conviene describir algo más la naturaleza del valor y
algunas de sus clases.

2.2. El valor y sus clases


En primer lugar, el valor es primario respecto de todo apetito.
Muchas veces admiramos algo por su valor (como por ejemplo una
acción generosa de otra persona) sin apetito alguno, sin que
queramos ni podamos apropiárnosla (para nuestro desarrollo moral,
en este caso). Por otro lado, aun en los casos en los que un objeto
valioso desarrolla o sacia una apetencia, el valor no se deja nunca
reducir a la mera capacidad de saciar ese impulso. Pues para
poseer dicha capacidad hay que tener ya una cualidad valiosa
previa e independiente del apetito, una cualidad con sentido propio
e intrínseco, no relacional. Hildebrand —como sus maestros
fenomenólogos (Husserl y Scheler, y remotamente Brentano)—
ilustra esta irreductibilidad del valor en analogía con el ámbito de lo
verdadero. Consecuentemente, Hildebrand rechaza aquel
reduccionismo aunque no se refiera a algún apetito o tendencia
concreta, sino al desarrollo de la entera naturaleza humana como
tal. Por más que lo valioso desarrolle y perfeccione la naturaleza
humana, no es ese desarrollo la razón última de su valía. Y quien
sostiene que lo valioso lo es por desarrollar la naturaleza humana,
está suponiendo que la naturaleza humana y su desarrollo son ya
algo valioso de suyo.

La disciplina que estudia y describe las notas de los valores es la


Axiología. Las más claras de esas notas, cuya exposición vio un
desarrollo magnífico en la obra de Scheler, son la polaridad, la
altura y la materia. Pero la aportación acaso más original de
Hildebrand en este terreno es la distinción entre dos grandes
dominios en que puede dividirse todo el reino de los valores: el de
los valores ontológicos y el de los cualitativos. Veamos todo ello.

Lo importante en general se presenta con un signo o con su


contrario, como valiendo positiva o negativamente, pero no en una
posición intermedia, que es justo la de lo neutral. A esta
característica se añade en lo valioso lo que propiamente se llama
“polaridad”, esto es, que a todo valor le corresponde otro de signo
contrario, como opuesto suyo. Resulta también muy interesante la
aportación de Hildebrand según la cual, además de la polaridad de
la oposición entre valores de signo contrario, hay también una
polaridad que llama complementaria o “amigable”. Esta polaridad es
la relación de exclusión que se da entre valores que reflejan
aspectos complementarios de un valor más general, pero que por su
distancia entre ellos el individuo portador es incapaz de poseerlos
simultáneamente. También es clara la nota de la “altura”, que
permite la preferibilidad y la jerarquía entre varios valores, pudiendo
muchas veces hablar de valores superiores o inferiores a otros.
Hildebrand observa además que puede hablarse de dos tipos de
jerarquía: una conforme al distinto rango cualitativo de los valores,
propiamente su altura; y otra según el diferente grado de
encarnación de esos valores en sus respectivos portadores. La
llamada “materia” del valor, su peculiaridad cualitativa, manifiesta lo
que es propiamente el “tema” de cada valor, su esencia
diferenciadora. Asimismo, la materia permite descubrir afinidades
entre diversos valores, en virtud de las cuales pueden reunirse en
especies o familias de valor (como la de los valores morales, la de
los intelectuales o la de los estéticos).

Pero Hildebrand repara en que estas notas, que ciertamente


caracterizan a los valores de las clases enunciadas, no se cumplen
todas y del mismo modo en todos los valores. Y sobre esa base
distingue los “valores cualitativos” (como ejemplo típico, los valores
morales) de los “valores ontológicos” (el valor de la persona
humana, típicamente también). Hildebrand ofrece numerosas y
sólidas razones para establecer dicha distinción, que se halla en el
plano más genérico y fundamental del universo de los valores. En
primer lugar, los valores cualitativos tienen siempre un contrario,
exhiben polaridad; en cambio, los ontológicos nunca. Como opuesto
al valor de la persona estaría su no existencia, pero esto es una
carencia, y no propiamente un valor negativo. En segundo lugar, los
valores cualitativos se muestran, en varios sentidos, más
independientes de su portador que los valores ontológicos. Así, ya
sólo el concepto de cualquier valor cualitativo (el valor moral de la
buena voluntad por ejemplo) posee una definición propia, un eidos,
con independencia de que lo posea la voluntad humana u otro ser
racional posible. En cambio, la definición de un valor ontológico
(como la voluntad humana) remite a la esencia misma del portador.
Además, los valores cualitativos pueden poseerse o no poseerse,
adquirirse o perderse, darse con mayor o menor plenitud. Nada de
lo cual acontece en el dominio de los valores ontológicos, pues dada
una esencia está dado su valor de modo propio y pleno. De todo ello
resulta lógico el comentario de Hildebrand cuando sugiere que en el
dominio de lo cualitativo el portador participa de un valor que le
trasciende, mientras que los valores ontológicos son poseídos
inmanentemente por su portador. En realidad y a la vista de esto,
cabe preguntarse si Hildebrand debería entonces reservar el
término “valor” únicamente para los valores cualitativos.

Por último, Hildebrand habla también de una diferencia entre


valores “moralmente relevantes” y valores que no lo son. Dicha
relevancia moral es una peculiaridad de algunos valores por la cual
percibimos que la respuesta a ellos porta valor moral (como sucede
con un beneficio a otra persona, a diferencia de bienes estéticos en
muchos casos). Es decir, los valores moralmente relevantes son
aquellos en los que se percibe simultáneamente el valor mismo y su
relevancia moral, y después, en virtud y a partir de ella, el valor
moral de la respuesta a ellos. Así, al responder a un valor
moralmente relevante, lo hacemos a la vez —si respondemos
adecuadamente— al valor y a su relevancia moral.

2.3. La “respuesta” adecuada o inadecuada al valor


La acción y actitud moralmente buena consiste, en definitiva, en
“responder” adecuadamente a lo valioso moralmente relevante. Por
“respuesta” hay que entender una vivencia activa intencional, esto
es, una toma de postura consciente por parte del sujeto ante un
contenido conocido, a diferencia de meros estados pasivos. Y su
carácter de “adecuado” hace referencia a que precisamente lo
valioso, como se ha visto, exige un determinado modo de respuesta
y no otro. Así como la respuesta a lo subjetivamente satisfactorio es
arbitraria, dependiente de los contingentes gustos del sujeto, la
respuesta a lo valioso sólo puede ser o adecuada o inadecuada,
puesto que depende de su correspondencia o armonía con dicho
valor. Y ha de ser adecuada según su signo, por así decir (la
injusticia exige indignación, y no complacencia), y según su altura
(el heroísmo reclama admiración, y no simple curiosidad o interés).
Como se ve, la noción de respuesta adecuada depende entera y
solidariamente de la noción de valor: ambas definen el eje de la
ética de Hildebrand.

La clave de la cuestión es que esa relación de exigencia entre la


respuesta y el objeto valioso, reclamada siempre por este último, no
es una mera conformidad de ajuste. Esa exigencia o adecuación se
presenta ella misma como algo altamente preferible por sí mismo,
esto es, como algo de elevado valor. La armonía objetiva que se
manifiesta en la respuesta adecuada al valor (en realidad, la única
respuesta auténtica al valor) es algo de una importancia metafísica
fundamental, una de esas exigencias últimas del universo.

Pues bien, se trata ahora de mirar bien lo que acontece en el


sujeto que, respondiendo al valor, establece libremente esa relación
armónica altamente valiosa. La persona que responde al valor se
adecua a lo que el objeto valioso reclama, a la armonía objetiva que
rige en el universo. La respuesta al valor entraña la actitud de
plegarse a lo importante en sí, de dejarse regir por ello, de
entregarse a su logos. La persona está realmente interesada en el
objeto, en algo —su valor— que reside en él y que a él pertenece.
Se da cuenta, y sobre todo lo acepta, de que a lo valioso le
corresponde atraer por sí, ser objeto de entrega, ser merecedor de
respuestas volitivas y afectivas positivas. El que responde al valor
manifiesta, en definitiva, una actitud de profundo respeto a lo que
reconoce como valioso y superior.

Muy de otro modo sucede, por el contrario, cuando se trata de la


respuesta a lo subjetivamente satisfactorio. Quien así se comporta
respecto a un objeto se interesa por él sólo en la medida en que le
produce satisfacción, y no por él mismo. Lo subjetivamente
satisfactorio es objeto de respuesta como tal por el solo hecho de
saciar una necesidad, tendencia o apetito del sujeto. El sujeto no se
adecua al posible valor del objeto, no se entrega realmente al
objeto, sino que, al contrario, pretende apropiarse de él para su
disfrute y provecho. Este contraste muestra bien la oposición entre
los dos modos de respuesta, entre las distintas actitudes que
encarnan. En la respuesta a lo valioso encontramos aquella
trascendencia de la persona; en la que se da a lo subjetivamente
satisfactorio el sujeto se mantiene en su esfera inmanente en cuanto
que no sale de su propia dinámica e intereses. En realidad hay que
decir que al responder de ese modo no responde realmente al
objeto, puesto que no atiende a ninguna importancia intrínseca de
él. Por eso dice Hildebrand que lo sólo subjetivamente satisfactorio
es una categoría de motivación imperfecta o falsificadora.
Pues bien, esto es lo que sucede también en la respuesta
inadecuada a lo valioso; pero peor, por la actitud moralmente mala
que entraña. Si ante lo valioso no se responde como se merece,
entonces se responde a ello adoptando como criterio no la valía
digna de ser acogida, sino simplemente el agrado que produce en el
sujeto. Es decir, en la respuesta inadecuada a lo importante en sí —
en la acción y actitud moralmente incorrecta y mala— no se
responde al objeto según la categoría de lo intrínsecamente
importante, sino que esa persona se acerca y refiere al objeto,
rebajándolo, considerándolo bajo la categoría de lo subjetivamente
satisfactorio. Es en ese cambio de actitud hacia la realidad donde
anida el mal moral. Conviene señalar que, con esta dilucidación,
Hildebrand ofrece una explicación de la acción moralmente mala
más perfecta y cabal que la aducida por Scheler (como la simple
elección de un valor inferior en detrimento de uno superior).

La persona que responde verdadera o adecuadamente al valor,


en cambio, se entrega a él, sale de sí misma, de sus propios
intereses; se trasciende. En la respuesta al valor la persona
trasciende la inmanencia de la teleología y la inmanencia del
egocentrismo. Al entregarnos al valor nos dejamos penetrar por él,
nos unimos a él, participamos de él de un modo nuevo y superior al
que se da en el conocimiento del valor, y también al que se da en el
ser afectados por él. En esta trascendencia la persona muestra una
capacidad única y esencial. Se trata de la actualización de un modo
superior de libertad, de espiritualidad y de intencionalidad. Es más,
es precisamente esta capacidad de trascendencia, junto con la que
se da en el ámbito cognoscitivo, lo más esencial y profundo de la
persona.

3. Antropología filosófica
En cuanto a la concepción de la persona humana, puede decirse
que la aportación de Hildebrand se centra en tres puntos: la
metafísica de la persona, la descripción de su actividad psicológica
y su consistencia moral.

3.1. Sustancialidad de la persona humana


La idea metafísica que Hildebrand se hace de la persona humana
es la de una sustancia. El autor recuerda que la característica
constitutiva de la sustancia es, desde Aristóteles, su subsistencia —
en contraposición a los accidentes— su ser en sí y por sí misma. Lo
cual corresponde sin duda a la persona como sujeto de sus
vivencias o actos; la persona es en sentido propio e independiente,
mientras que sus actos son sus accidentes, ya que sólo pueden ser
en la sustancia. En esto, Hildebrand se aparta de Scheler, quien
huía de calificar a la persona humana como sustancia —sin llegar
tampoco a entenderla de modo puramente actualista— por
parecerle que este concepto clásico conllevaba también la idea de
invariabilidad. En efecto, la filosofía empirista había difundido la
tesis de que la noción clásica de sustancia es la de lo permanente
en el sentido de lo invariable, y la de lo incomunicable en el sentido
de carente de relación. Y siendo así que la filosofía moderna
subraya con fuerza el desarrollo y la relación como rasgos
esenciales de la persona humana, resulta muy tentador el rechazar
el calificativo de sustancial para ésta. Hildebrand, en cambio,
advierte que subsistencia no implica ni invariabilidad ni opaco
enclaustramiento, y por ello entiende que la atribución de la
sustancialidad a la persona no la rebaja a cosa física, sino que la
ennoblece como ser que posee en sí su propio ser, un ser que
puede a la vez existir dinámica y relacionalmente.

En otras palabras, por mucho que la persona se distinga y eleve


sobre el resto de las sustancias, comparte con ellas el poseer su
propio ser y el no ser en otro; de lo que se trata es de hacer justicia,
a su vez, a eso que hace que la persona resalte de modo tan
sobresaliente respecto de lo no personal.

Pues bien, Hildebrand percibe igualmente la peculiaridad de la


persona humana respecto de las demás sustancias que
encontramos en nuestro mundo. Aunque formalmente, en rigor, el
ser sustancia no admite grados: o se es o no se es sustancia, este
fenomenólogo sostiene que el ser sustancia puede realizarse en
grados diversos según el carácter de “todo” unificado del ente en
cuestión. Así, las cosas inanimadas o puramente materiales son
sustancias, separadas del resto, pero no resulta abusivo
considerarlas como partes de otras sustancias mayores e incluso de
la naturaleza física en general: su carácter sustancial es débil y
meramente cuantitativo. Los seres vivos no espirituales son
sustancias en un sentido más perfecto. Poseen una unidad interna
de sentido y actividad; sólo se dejan subsumir como partes de un
todo mayor hasta cierto punto. Las personas son sustancias de una
manera eminente o plena. Ella posee su ser y sus accidentes (sus
actos conscientes) de una manera íntima y significativa. La persona
posee intimidad, y eso la convierte en el tipo de ser que subsiste de
la manera más perfecta. Por ello la persona nunca es mera parte de
un colectivo, su intimidad es incomunicable de modo último.

Sin embargo, no olvida Hildebrand que la intimidad humana es


consciente e intencional, o sea, es una inmanencia que se contiene
a sí misma y a algo otro. La inmanencia de la subsistencia humana
es al mismo tiempo trascendencia, tanto cognoscitiva como volitiva
y afectiva. Por tanto, la persona es también relación. La expresión
más plena de esto es el amor —cuya esencia estudia Hildebrand en
un largo ensayo con un detalle sin precedentes. En el amor, la
inmanencia y la trascendencia crecen o menguan juntas. De esta
manera, la persona puede trascenderse y relacionarse
máximamente en comunidad sin perder su identidad e intimidad
sustancial; más aún, perfeccionándola. Este pensador de formación
fenomenológica se sitúa, entonces, dentro de un aspecto
fundamental de la tradición metafísica más amplia.

3.2. Clasificación de las vivencias humanas


Como es de esperar en un fenomenólogo, Hildebrand propone
una clasificación de las vivencias humanas distinguiendo
fundamentalmente entre las no intencionales y las intencionales.
Estas últimas consisten en una relación racional y consciente entre
la persona y un objeto (como la alegría por algo); en cambio, en las
no intencionales no se da tal relación significativa, sino simplemente
causación opaca (como la simple euforia).

Entre las no intencionales pueden encontrarse, según él,


tendencias teleológicas y lo que denomina “meros estados”. Las
tendencias teleológicas son fenómenos que se desarrollan en
nosotros según una dirección inmanente y asignificativa (como la
tendencia a la conservación del individuo o de la especie mediante
la nutrición o la reproducción, respectivamente). Los meros estados,
por el contrario, no poseen una dirección inmanente: son causados
por un objeto o situación (como en el ejemplo de la euforia).

Las vivencias intencionales pueden consistir, o bien en la


recepción de un objeto, o bien en una respuesta a él, siempre de
modo intencional. En las receptivas todo el contenido está en la
parte del objeto, es él quien nos habla y nosotros le escuchamos; en
las respuestas el sujeto se siente lleno de contenido y se pronuncia
espontánea o activamente sobre el objeto. Las vivencias receptivas
más típicas son las percepciones cognoscitivas. Ellas son, además,
la base de todas las otras vivencias intencionales. Pero también hay
vivencias peculiares —que Hildebrand llama “el ser afectados”— en
las que somos receptores de modo emocional (pero intencional, a
diferencia de los meros estados) de algo como importante.

Las vivencias de respuesta son más variadas. La subjetividad


humana puede responder intencionalmente a un objeto desde los
tres centros espirituales de la persona (el entendimiento, la voluntad
y el corazón): de un modo cognoscitivo, en la forma de los juicios;
de modo volitivo, en la forma del querer propiamente (es decir, de
querer realizar personalmente algo aún irreal); o de modo afectivo,
en la forma general del agrado o del deseo (hacia algo ya existente
o ante algo irrealizable).

Estas últimas respuestas, las afectivas, van a jugar un papel


decisivo en el pensamiento de Hildebrand, porque constituyen un
campo enormemente rico y sin el cual no es posible hacerse cargo
de la profundidad y densidad de la vida moral humana. Es ésta, sin
duda, una de las aportaciones fundamentales a la reflexión ética
que ha venido del ámbito de la fenomenología ya desde Brentano,
denunciando el error —sobre todo empirista— que supone relegar
los fenómenos afectivos a una clase en la que reine el relativismo, la
ceguera de lo no intencional y la completa pasividad por parte del
sujeto. En las respuestas afectivas, según Hildebrand, no campea el
relativismo y la arbitrariedad, sino que constituyen auténticas
vivencias superiores, espirituales, racionales y significativas, y por
consiguiente también morales (como la indignación frente la
injusticia, la gratitud ante la benevolencia ajena o la veneración
hacia lo santo; o como el odio o el desprecio). Lamentablemente, el
uso habitual del lenguaje no nos ayuda mucho, pues la ambigüedad
de términos como “afecto”, “deseo”, “preferencia”, “sentimiento” o
“emoción” no favorece la claridad psicológica que se necesita. Es
verdad, por otra parte, que estas respuestas afectivas van
acompañadas de la sanción o consentimiento de la voluntad, pero
ellas mismas no son propiamente voliciones.

Y hay aún otra diferencia que Hildebrand descubre en el seno de


las vivencias intencionales de respuesta según su diverso grado de
profundidad y permanencia: las llamadas respuestas “actuales” y las
“sobreactuales”. Las primeras están limitadas esencialmente en su
existencia a la vivencia consciente (como el desagrado ante un
dolor de cabeza), mientras que las segundas poseen por esencia
una existencia más allá de su ser vividas actual y conscientemente
(como el amor que tenemos a una persona). El primer fenómeno
existe mientras se vive, y si se repite aparece como una nueva
entidad; el segundo permanece siendo una única entidad aun
cuando sólo se actualice ocasional y diversamente.

3.3. La libertad, las dimensiones morales y el


conocimiento moral humanos
A la vista del entero panorama de las vivencias humanas,
Hildebrand trata de localizar y describir aquellas que pueden
calificarse como morales. Fundamentalmente, afirma —de acuerdo
con toda la tradición filosófica— que lo moral es lo libre. Y otra
aportación de este filósofo es su énfasis en que la libertad se da de
diversas maneras. De modo directo y pleno son libres los actos
voluntarios, sobre ellos ejercemos un dominio e imperio inmediato.
Pero también hay otras formas de la libertad: la cooperadora y la
indirecta. La cooperadora consiste en tomar postura mediante la
aprobación o el rechazo de vivencias que encontramos ya
existiendo, espontáneamente, en nuestra subjetividad (como
cuando, por ejemplo, aprobamos la alegría natural ante un suceso
afortunado, o cuando rechazamos un movimiento espontáneo de
envidia ante un éxito ajeno que nos desfavorece). La libertad
indirecta se endereza no ya a vivencias que existen en nuestro
espíritu, sino más bien a crear las condiciones, en la medida de lo
posible, para el surgimiento de nuevas vivencias que no está
directamente en nuestro poder crear (como cuando, por ejemplo,
trato voluntariamente de dirigir la atención de mi mente hacia
sucesos beneficiosos, procurando así indirectamente que surja en
mi espíritu un sentimiento de alegría o esperanza, y desaparezca,
acaso, un estado de tristeza). En realidad, más que de formas de
libertad, se trata de formas de su influjo y alcance; pero de unas
formas capitales para abarcar todo el ámbito moral humano y, sobre
todo, la entera tarea del progreso moral.

De esta manera, Hildebrand dibuja el campo de la moral según


tres grandes esferas. La primera es la de las respuestas de la
voluntad o las acciones en sentido estricto. La segunda comprende
las que llama “respuestas concretas”, entendiendo con ello dos
clases de respuestas: las respuestas volitivas que no conducen a la
acción y las respuestas afectivas (como el arrepentimiento, el amor,
la esperanza, la veneración, la alegría; o actos como el perdón o el
agradecimiento). La tercera esfera de la moralidad es la formada por
las cualidades permanentes del carácter de una persona, es decir,
por el ámbito de las virtudes y de los vicios, que Hildebrand entiende
como respuestas sobreactuales a un valor. Se trata de actitudes de
respuesta vivas, activas, y a la vez permanentes. Ellas son las que
definen más profundamente la calidad moral de la persona y
consisten en auténticas opciones fundamentales por los valores,
que naturalmente no disminuyen el valor de las acciones concretas
sino que buscan manifestarse en éstas. Así, la base y raíz de la vida
moral es la decisión general y sobreactual de ser moralmente
bueno, de responder adecuadamente a lo valioso, en contraste con
respuestas inconscientes o superficiales.

Verdaderamente, Hildebrand se anticipó a la reivindicación de la


virtud (y de los sentimientos) de la que diversos pensadores se han
hecho portavoces (desde G. Abbá hasta A. MacIntyre). Este
fenomenólogo ve en la reducción de la ética moderna a la sola
acción ocasional uno de los lastres más importantes a la filosofía
moral de los últimos siglos, tanto de signo empirista como kantiano.
Sin embargo, como se advirtió, no toda respuesta a valores posee
valor moral, sino sólo la respuesta a valores moralmente relevantes.
Ahora bien, la verdad es que Hildebrand no aborda la tarea de
determinar las razones últimas en las que descansa la distinción
entre lo moralmente relevante y lo moralmente irrelevante. Tan sólo
señala algunas determinaciones que ayuden a distinguir ambas
esferas. Y, además, advierte que, aunque la respuesta a un valor
moralmente relevante es la fuente principal de la moralidad, no es la
única: hay otras fuentes de valor moral, si bien todas están
conectadas, de una u otra manera, con la respuesta a un valor
moralmente relevante. Esas fuentes de moralidad son algo así como
situaciones de las que surgen normas de moralidad, situaciones en
virtud de las cuales unas acciones se presentan como buenas o
malas, como permitidas o prohibidas. Hildebrand enumera hasta
nueve: la respuesta a un valor moralmente relevante; lo que llama el
tesoro de bondad de una persona; la respuesta al bien objetivo para
otra persona; la misma respuesta para con uno mismo; la
obediencia a una autoridad auténtica o legítima; las libres
vinculaciones, como las promesas y compromisos; las relaciones
del derecho; la llamada “situación metafísica de la persona” como
ser contingente; y la motivación como factor decisivo para la
moralidad de una respuesta en general.

Por otro lado, cuando Hildebrand se adentra en el interior de la


persona humana justamente atendiendo a su motivación, descubre
en ella lo que califica como “centros de moralidad o inmoralidad”, o
sea, ciertas actitudes fundamentales cualitativamente unitarias de
las que se derivan muchas otras actitudes. Dichos centros son: uno
del que proceden las actitudes moralmente buenas (el “centro
amoroso y reverente de respuesta al valor”); y dos de los que
proceden las actitudes moralmente malas (el orgullo y la
concupiscencia). No son esos centros, por supuesto, elementos
ontológicos constitutivos de la persona, como sus facultades, sino
las actitudes más fundamentales que puede adoptar una persona
ante el mundo valioso en general. Por eso constituyen en el fondo el
origen y de alguna manera la madre de las respuestas
sobreactuales generales que son las virtudes y los vicios. Es muy
importante advertir también que no se trata de centros situados al
mismo nivel, por así decir, pues así como el centro positivo
pertenece al sentido esencial del hombre, y éste está llamado a
actualizarlo, los otros constituyen deformaciones claras que de
hecho encontramos en nuestra condición actual.

Por último, merece una mención especial la extraordinaria


contribución de Hildebrand al problema del conocimiento (y sobre
todo desconocimiento) moral, y de su relación con el
comportamiento ético. Es muy antigua la constatación de que la
conducta moralmente mala no sólo entraña el dejar de responder
adecuadamente a los valores, sino que también va oscureciendo el
conocimiento que su sujeto tiene de ellos: fenómeno que Hildebrand
denomina “ceguera” moral o axiológica y del que quien la padece
es, pues, responsable. Verdaderamente, la explicación que este
autor ofrece de dicho fenómeno no tiene igual, así como su
descripción de los cuatro tipos fundamentales de esa ceguera (y los
posibles modos de subsanarla): la que llama ceguera de
“subsunción”; la ceguera por insensibilidad; la que aparece cuando
falta la comprensión para una virtud o tipo de valor moral; y la que
califica como ceguera total.

4. Filosofía de la comunidad y del


Estado
Hildebrand se dedicó desde muy pronto a la reflexión sobre la
comunidad humana y sobre el Estado, interés compartido también
por A. Reinach y E. Stein. Son muy lúcidas —y en buena parte aún
por descubrir— sus detalladas investigaciones fenomenológicas
sobre la esencia y el valor de la comunidad, sobre las formas de la
comunidad y sus esferas de sentido, sobre los niveles o planos del
contacto espiritual entre los miembros de la comunidad, las diversas
categorías del amor, los elementos formales y materiales de la
comunidad y la mutua relación de los tipos clásicos de comunidad.

De entre todo ello, quizá los mayores méritos de Hildebrand en


este campo sean, en primer lugar y adelantándose a muchos
pensadores posteriores, evitar tanto una comprensión individualista
e insolidaria del individuo, es decir, sin la referencia esencialmente
humana de cada uno a la comunidad, como asimismo cualquier
modo de absorción colectivista de la persona individual en la
comunidad. La segunda gran contribución concierne al modo de
concebir la comunidad entre personas de manera que quepa
percibir en ella una unidad real óntica, distinta de esas personas
individuales, gracias al vínculo amoroso entre ellas. Esto le permite
analizar con precisión las estructuras y aspectos formales de la
comunidad (en general y en sus tipos principales) irreductibles a los
actos que la constituyen.

Preocupado por las exigencias de su tiempo (cuando avanzaban


el nacionalsocialismo, el fascismo y el comunismo), pero con unas
investigaciones esenciales —y, por tanto, intemporales—,
Hildebrand se detiene con detalle en el esclarecimiento de la escala
de valores correcta y falsa de una comunidad, analizando también
las relaciones entre las dos. Además, el autor se centra asimismo
en las formas de comunidad más amenazadas por influjo del
individualismo: la comunidad más nuclear (la familia) y la comunidad
religiosa (la Iglesia).

5. Teoría del conocimiento


Como también es de suponer en un filósofo de formación
fenomenológica, la teoría del conocimiento constituyó una de sus
principales ocupaciones. Hildebrand describe finamente la
naturaleza del conocimiento en general, pero aquí nos centramos en
su análisis del conocimiento concretamente filosófico, a diferencia
del prefilosófico.

5.1. El conocimiento filosófico


La raíz de las notas del conocimiento en general es la evidencia
plena de la esencia de lo conocido. Una evidencia que no es sino la
donación del objeto de manera que permita idear generalizaciones y
proponer juicios universales. Pero ciertas generalizaciones no son
propiamente filosóficas por no surgir de evidencias plenas, sino
limitadas o inadecuadas, y los juicios resultantes de este último
género de donación del objeto son prefilosóficos. Para la
descripción del conocimiento filosófico, Hildebrand se sirve,
entonces, de la aclaración de la evidencia plena mediante la nota de
la universalidad y de otra que le va aparejada pero de sentido
distinto, la necesidad. La universalidad se refiere a la necesidad
formal de lo genérico respecto a los individuos (una necesidad
formal del juicio); mientras que la necesidad es la no contingencia
de la verdad misma juzgada (una necesidad interna del objeto).

Pues bien, el conocimiento será propiamente filosófico cuando


atienda a la necesidad interna del objeto, más que a la formal de la
universalidad del juicio. Y ello por dos razones. Primera, porque el
conocer filosófico, por sistemático, busca la fundamentación, lo
radical, y es del todo claro que la necesidad del objeto es la fuente y
razón de la necesidad del juicio. Segunda, porque lo propio del
conocimiento filosófico es la donación plena de la esencia misma
del objeto, y no la formalidad externa que consiste en su posibilidad
de extensión a casos particulares.

Pero si se acerca la mirada a los juicios universales en la medida


en que muestran la necesidad interna de su objeto, se encuentra de
nuevo otra diferencia importante: el objeto de un juicio puede ser
internamente necesario bien por su constitución natural fáctica
(como el que el calor dilate los cuerpos), bien por su esencia
inteligible en cuanto tal (como el que los valores morales
presupongan un ser personal). En el primer caso se trata de una
necesidad basada en la observación sensible, no absoluta en
cuanto que lo contrario no es absurdo; por ello se dice que es la
necesidad natural de lo contingentemente dado. En el segundo
caso, en cambio, la necesidad se basa no en la naturaleza
considerada fácticamente, sino en su esencia inteligible, de modo
que lo contrario aparece como un patente absurdo. Y puesto que la
filosofía aspira a ser un conocer último y radical, necesario de modo
absoluto, se ocupará de necesidades como la última considerada,
dejando a las ciencias naturales las relativas a la contingencia del
mundo.

Así, Hildebrand define el conocimiento filosófico como aquél que


contiene necesidad esencial en sus juicios; aquel que consiste, en
definitiva, en una intuición esencial: un conocimiento que, por el
hecho de no necesitar confirmación empírica, lo llama
conocimiento a priori. Esta expresión denota, ciertamente,
independencia de la experiencia, pero este autor distingue
enseguida y con nitidez dos clases de experiencia: las llamadas
“experiencia de existencia” y “experiencia de esencia”. Se trata de
dos contactos cognoscitivos distintos. El conocimiento filosófico se
mueve en la dirección de la esencia, no de la existencia; y, en su
validez, es independiente de la experiencia de existencia, no de la
experiencia de esencia. Naturalmente, no puede haber experiencia
de esencia alguna sin una donación perceptiva de ésta, pero esa
donación no tiene por qué ser de presencia actual, puede obtenerse
en el recuerdo, en la imaginación e incluso en la alucinación.

Además, Hildebrand compara el conocimiento apriórico o de


necesidades esenciales con otros tipos de juicios distintos pero
emparentados con él: los juicios tautológicos o analíticos, y los
juicios de fundamentación. Asimismo, se esfuerza por distinguir el
apriorismo que él sostiene, el fenomenológico, del apriorismo
kantiano: el de Kant es una necesidad estructural del pensar; el de
Hildebrand es una necesidad esencial de lo pensado.

5.2. El objeto del conocimiento filosófico


Al campo de objetos del conocimiento a priori Hildebrand lo
denominará asimismo —siguiendo a Reinach— como lo a priori sin
más, llegando a preferir hablar del conocimiento de lo a priori a
hablar del conocimiento apriórico. Este sencillo hecho no es una
mera denotación, sino que ilustra cabalmente el predominio
ontológico, frente al gnoseológico, de la orientación filosófica de
estos autores.

Como el conocimiento filosófico se da y desarrolla en la dirección


de la esencia, Hildebrand procede a observar los tipos de esencia
para delimitar el campo de los objetos del conocimiento filosófico. Y
lo hace considerando los tipos de esencia según los tipos de unidad
que se dan en los seres, una nota ciertamente formal, pero
intrínseca y altamente significa de su consistencia. Esos tipos o
grados son tres. Primero, las unidades casuales, es decir, la unidad
de un conjunto cuyos elementos se encuentran relacionados sólo
fáctica y accidentalmente (como un montón de piedras). Segundo, la
unidad que llama de “tipo auténtico”, esto es, formas ya intrínsecas,
unasquididades de sentido consistente (esencias como el agua, el
oro o el león); de ellas cabe definición genuina, pero dependen
completamente de la experiencia del mundo tal como es
contingentemente o de hecho. El grado superior de unidad son las
unidades esencialmente necesarias, esencias que se nos dan de
modo pleno (como la esencia del ser viviente, de triángulo, de
persona, del amor, o de rojo). Al buscar una región ontológica donde
situar este último género de objetos, Hildebrand los califica como
modos de ser “ideales”; significando aquí únicamente que son de
una naturaleza esencialmente necesaria, válida con independencia
de toda posición y circunstancia existencial.

De esta manera, el objeto del conocimiento filosófico se orienta


primordialmente a las esencias necesarias o ideales.
Primordialmente porque, no obstante, no todo lo a priori interesa a la
filosofía, y además hay hechos no a priori que son objeto de
conocimiento filosófico, entre los que se encuentran muchos hechos
moralmente relevantes. Aquí Hildebrand recurre a su noción
fundamental axiológica, afirmando que a la filosofía le interesa todo
lo que posea una “importancia central”, bien por la universalidad e
importancia estructural del objeto, bien por la densidad de su
contenido.

5.3. El método filosófico


A la vista de lo anterior, Hildebrand concibe el conocimiento
filosófico como eminentemente intuitivo y trascendente,
oponiéndose con detalladas argumentaciones a todo inmanentismo
y subjetivismo, sea éste de corte relativista o de corte idealista. En
sus dilucidaciones, resulta particularmente original la finura de las
distinciones entre los diversos sentidos en que algo puede llamarse
“subjetivo”, referidos tanto a los actos del sujeto como al objeto de
dichos actos.

También se ve Hildebrand en la necesidad de defender la


intuición esencial frente a otras sospechas y objeciones: ante la
acusación de presunto idealismo, pues con este método no se
rechaza lo real ni se postulan unas ideas subsistentes allende la
realidad; ante el temor de que la intuición intelectual se distancie de
la realidad concreta y viva, ya que, por el contrario, es la que
penetra más íntimamente la realidad; ante la objeción de
irracionalidad, pues se trata de inteligibilidad de sentido y valor; y
ante el reproche de incontrastabilidad, porque la donación de lo
evidente no es que no pueda contrastarse de otro modo, sino que
no lo necesita.

Pero Hildebrand plantea, entonces, la pregunta por la causa de


tanto desacuerdo en la filosofía, que presuntamente trata de
evidencias. La cuestión la plantea sobre todo en contraste con la
aparente certeza y unanimidad en las ciencias experimentales. Sin
embargo, según él, esa supuesta prioridad de las ciencias
experimentales no es tal. En primer lugar, porque la evidencia
intelectual no es menos segura que la percepción externa, antes
bien es al contrario. En segundo lugar, porque en la filosofía se
pretende más profundidad y certeza que en las demás ciencias,
pues se tiene por la ciencia más fundamental y necesaria. Y en
tercer lugar, porque, en realidad, lo controvertido en filosofía no son
tanto las intuiciones esenciales cuanto las hipótesis y
superestructuras que algunos filósofos construyen
injustificadamente sobre éstas.

A pesar de todo, es innegable que no parece fácil la coincidencia


de los filósofos aun en muchas intuiciones esenciales. Pero la razón
de este hecho es más compleja, pues tiene una doble raíz,
intelectual y moral. Intelectual porque para la intuición apriórica,
como para toda percepción, hace falta un órgano apto para ello, y
tratándose del modo de conocimiento más perfecto y penetrante,
dicho órgano debe estar especialmente afinado, cosa que no
siempre sucede. El componente moral se refiere a las disposiciones
suficientes tanto para ver en su plenitud, también de valor, una
esencia, como para aceptar los resultados que la penetración
intelectual ofrezca y exija. Ello tiene lugar en la medida en que
objeto de la filosofía es también y sobre todo aquello que afecta y
compromete el sentido de la propia existencia.

En definitiva, lo a priori se nos da a todos de una manera directa,


inmediata e inteligible, pero no con igual claridad; es decir, ese
conocimiento puede ser profundizado y explicitado, alcanzándose
sólo entonces un pleno conocimiento a priori. El conocimiento
apriórico de las esencias y de hechos esenciales se alcanza, pues,
tras exploraciones sucesivas, penetraciones intelectuales en las que
descubrimos realmente nuevos aspectos y brillos, verdades, de la
profundidad del objeto. Pues bien, justo porque a la intelección
filosófica se llega sólo tras un proceso de explicitación de lo
evidente, que a veces es largo y penoso, puede y debe hablarse de
método filosófico.

Respecto al método mismo en cuestión pueden apuntarse


algunas notas de su peculiar proceder. El presupuesto primero es,
lógicamente, tener una experiencia de esencia inicial. Después, sin
necesidad ya de la presencia del objeto, sino a partir de cualquier
representación posterior, pueden llevarse a cabo sucesivas
intuiciones intelectuales cada vez más profundas. Hildebrand
advierte con agudeza que la inteligibilidad ganada de la esencia no
es lo mismo que su definibilidad ni que su demostrabilidad. Éstas no
son la forma suprema de la inteligibilidad; al contrario, ellas se
apoyan en la intuición evidente. Por otro lado, el método filosófico y
el de las ciencias naturales son distintos. Cualquier intromisión de
uno en otro termina siendo perjudicial, y la única relación entre ellos
no es de subordinación, sino de mutua influencia. Así, la filosofía
ilumina las ciencias en diverso grado dependiendo del objeto, y las
ciencias ofrecen y dan lugar a problemas filosóficos respecto de
objetos o, sobre todo, respecto a su conocimiento.

Por último, resulta interesante mencionar la explícita calificación


que Hildebrand atribuye a su método como fenomenológico. Este
pensador distingue dos formas muy diversas de la llamada
“fenomenología”. La primera es la iniciada por Husserl en sus
primeras obras y continuada por Reinach; la segunda es la que
Husserl desarrollaría a partir de 1913. Hildebrand se considera,
junto con otros condiscípulos de Husserl, continuador de la primera,
al tiempo que rechaza con la mayor energía la segunda, por
considerarla en último término idealista. Además, respecto a la
presunta irrupción —por obra de Brentano y de Husserl— de un
nuevo método en la historia del pensamiento, Hildebrand aclara que
no es nuevo, ya que toda auténtica filosofía lo ha empleado desde
sus inicios, aunque con desigual fortuna. Sin embargo, sí es nueva
—en su opinión— la purificación de ese método, que no pocas
veces a lo largo de la historia se ha mezclado con hipótesis y
abstraccionismos poco fundados; y también es nueva la conciencia
más explícita de esa purificación como método. Es novedosa
especialmente en Hildebrand la fundamentación epistemológica del
método sobre la base de la distinción de tipos de unidad y de
esencia, o con otras palabras, la fundamentación ontológica del
método fenomenológico en lo a priori (algo ya previsto pero no
desarrollado por Reinach).

6. Su influencia en el pensamiento
religioso
Hildebrand fue, además de filósofo, un apasionado defensor de la
fe católica desde su conversión, y es bien conocido como tal. Desde
muy pronto dedicó estudios a la profundización de la doctrina
cristiana y a su defensa frente a abusos por parte de la autoridad
(como en la época nazi), o por parte de la relajación moral y de la
incomprensión del misterio cristiano.

Son acaso tres las formas de influencia de Hildebrand en el


pensamiento religioso. Primera, las obras sobre la liturgia y el amor
matrimonial y sobre la sexualidad en general. En ellas el autor
pretende siempre resaltar, de acuerdo con su entero pensamiento
axiológico, la peculiaridad y sublimidad de los valores de lo sagrado
y de la pureza, integrada ésta en el valor de la dignidad humana.
Los valores y su jerarquía constitutiva eran siempre la guía de su
pensamiento y discurso, así como el enriquecimiento de la persona
cuando se pliega y entrega a ellos. Fueron muchos los padres
conciliares del Concilio Vaticano II (entre ellos Karol Wojtyla) que
leyeron esos escritos antes de la asamblea conciliar. La segunda
forma tiene lugar precisamente tras dicho concilio y desde las ideas
alumbradas antes, con la denuncia audaz y neta de los abusos y
malinterpretaciones de la doctrina conciliar, así como defensa sin
ambages de la moral sexual sostenida por la Iglesia en la
encíclica Humanae Vitae. Todo ello le acarreó no pocas críticas y
silenciamientos, que sin embargo no le doblegaron. No obstante, tal
vez sea más conocida su influencia, en tercer lugar, como autor
espiritual, gracias a su profunda obra Nuestra transformación en
Cristo y a otros escritos sobre la santidad, y no menos también en
virtud de la ejemplaridad de su vida.

7. Bibliografía
7.1. Obras de Dietrich von Hildebrand
a) Escritos recogidos en “Obras completas”

(Gesammelte Werke, J. Habbel Verlag y W. Kohlhammer Verlag,


Regensburg y Stuttgart; estos diez volúmenes de obras en alemán
—muchas aparecidas antes en inglés— no incluyen, sin embargo,
todos los escritos del autor)

Vol. I: Was ist Philosophie?, J. Habbel, Regensburg 1976 (¿Qué


es filosofía?, Ed. Encuentro, Madrid 2000).

Vol. II: Ethik, J. Habbel, Regensburg 1973 (Ética, Ed. Encuentro,


Madrid 1997).

Vol. III: Das Wesen der Liebe, J. Habbel, Regensburg 1971 (La


esencia del amor, EUNSA, Pamplona 1998).

Vol. IV: Metaphysik der Gemeinschaft, J. Habbel, Regensburg


1975.

Vol. V: Ästhetik I, J. Habbel, Regensburg 1977.

Vol. VI: Ästhetik II, J. Habbel, Regensburg 1984.

Vol. VII: Idolkult und Gotteskult, J. Habbel, Regensburg


1974: Substitute für wahre Sittlichkeit (Deformaciones y
perversiones de la moral, Ed. Fax, Madrid 1967); Liturgie
und Persönlichkeit (Liturgia y personalidad, Ed. Fax,
Madrid 1966); Miscellanea: Die Unsterblichkeit der
Seele, Die Entthronung der Wahrheit, Die Idee der
katholischen Universität, Die Bedeutung der Ehrfurcht in
der Erziehung, Gibt es eine Eigengesetzlichkeit der
Pädagogik?, Die rechtliche und sittliche Sphäre in ihrem
Eigenwert und in ihrem Zusammenhang.

Vol. VIII: Situationsethik und kleinere Schriften, J. Habbel,


Regensburg 1973: Wahre Sittlichkeit und Situationsethik
(Moral auténtica y sus falsificaciones, Ed. Guadarrama,
Madrid 1960); Kleinere Schriften: Die drei Grundformen
menschlicher Teilhabe an den Werten, Die geistigen
Formen der Affektivität (Las formas espirituales de la
afectividad, “Excerpta Philosophica” n. 19, Facultad de
Filosofía de la Universidad Complutense, Madrid 1996),
Das Wesen der echten Autorität, Legitime und illegitime
Formen der Beeinflussung, Zum Wesen der Strafe, Über
die christliche Idee des himmlischen Lohnes.

Vol. IX: Moralia, J. Habbel, Regensburg 1980.

Vol. X: Die Umgestaltung in Christus, J. Habbel, Regensburg


1971 (Nuestra transformación en Cristo, Ed. Encuentro,
Madrid 1996).

b) Otras obras

Das Cogito und die Erkenntnis der realen Welt, en “Aletheia” VI


(1994), p. 2-27.

Das katholische Berufsethos, Haas & Grabherr, Augsburg 1931.

Der verwüstete Weinberg, J. Habbel, Regensburg 1973.

Die Ehe, Eos Verlag, St. Ottilien 1983 (El Matrimonio, Ed. Fax,
Madrid 1965).

Die Idee der sittlichen Handlung, Wissenschaftliche


Buchgesellschaft, Darmstadt 1969.

Die Menschheit am Scheideweg, J. Habbel, Regensburg 1955.


Diktat der Wahrheit. Ein Dietrich von Hildebrand-
Lesebuch (Joseph Overath, ed.), J. Kral, Abensberg
1992.

Engelbert Dollfuβ. Ein katholischer Staatsmann. Anton Pustet,


Salzburg 1934.

Heiligkeit und Tüchtigkeit, Tugend heute, J. Habbel, Regensburg


1969 (en Santidad y virtud en el mundo, Ed. Rialp,
Madrid 1972, p. 19-112).

Man and Woman, Sophia Institute Press, Manchester NH 1992.

Rehabilitierung der Philosophie (D. von Hildebrand, ed.), J.


Habbel, Regensburg 1974.

Reinheit und Jungfräulichkeit, Eos Verlag, St. Ottilien 1981


(Pureza y Virginidad, Desclée de Brouwer, Bilbao 1952).

Selbstdarstellung, en L. J. Pongratz (ed.), Philosophie in


Selbstdarstellungen, Felix Meiner, Hamburg 1975, vol. II,
p. 77-127.

Sittliche Grundhaltungen, J. Habbel, Regensburg 1969 (Actitudes


morales fundamentales, Ed. Palabra, Madrid 2003).

Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis, Patris Verlag, Vallendar-


Schönstadt 1982 (Moralidad y conocimiento ético de los
valores, Cristiandad, Madrid 2006).

The Encyclical “Humanae vitae”: A Sign of


Contradiction, Franciscan Herald Press, Chicago 1969
(La encíclica“Humanae vitae”: signo de
contradicción, Ed. Fax, Madrid 1969).

The New Tower of Babel. Manifestations of Man’s Escape from


God, Franciscan Herald Press, Chicago 1977.
Trojan Horse in the City of God, Franciscan Herald Press,
Chicago 1967 (El caballo de Troya en la ciudad de
Dios, Ed. Fax, Madrid 1969).

Über das Herz, J. Habbel, Regensburg 1969 (El corazón, Ed.


Palabra, Madrid 1996).

Über den Tod, Eos Verlag, St. Ottilien 1980 (Sobre la muerte, Ed.
Encuentro, Madrid 1983).

Über die Dankbarkeit, Eos Verlag, St. Ottilien 1980 (La


gratitud, Ed. Encuentro, Madrid 2000).

Zeitliches im Lichte des Ewigen, J. Habbel, Regensburg 1932.

7.2. Selección de estudios sobre D. v. Hildebrand


CROSBY, J. F., Dietrich von Hildebrand: Master of
Phenomenological Value-Ethics, en DRUMMOND, J. J.
yEMBREE, L. (eds.), Phenomenological Approaches to
Moral Philosophy. A Handbook, Kluwer Academic
Publishers, Dordrecht 2002, p. 475-496.

DELL’ORO, R., Esperienza morale e persona: per una


reinterpretazione dell’etica fenomenologica di Dietrich
von Hildebrand, Ed. Pontificia Università Gregoriana,
Roma 1996.

FERRER, U., Amor y Comunidad. Un estudio basado en la obra de


Dietrich von Hildebrand, Servicio de Publicaciones de la
Universidad de Navarra, Pamplona 2000.

HILDEBRAND, A. v., The Soul of a Lion: Dietrich von Hildebrand,


Ignatius Press, San Francisco CA 2000 (Alma de
león, Ed. Palabra, Madrid 2001).

MARCOS MARTÍN, J. J., Afectividad y vida moral cristiana según


Dietrich von Hildebrand, EDUSC, Roma 2007.
PREMOLI DE MARCHI, P., Uomo e relazione. L’antropologia
filosofica di Dietrich von Hildebrand, Franco Angeli,
Milano 1998.

ROVIRA, R., Los tres centros espirituales de la persona:


introducción a la filosofía de Dietrich von
Hildebrand,Fundación Emmanuel Mounier, Madrid 2006.

SÁNCHEZ-MIGALLÓN, S., El personalismo ético de Dietrich von


Hildebrand, pról. de A. Llano, Rialp, Madrid 2003.

SCHWARZ, B., (ed.), The Human Person And The World of Values.


A Tribute to Dietrich von Hildebrand by his Friends in
Philosophy, Fordham University Press, New York 1960.

— (ed.), Wahrheit, Wert und Sein. Festgabe für Dietrich von


Hildebrand zum 80. Geburtstag, J. Habbel, Regensburg
1970.

SEIFERT, J., Dietrich von Hildebrand (1889-1977) und seine


Schule, en CORETH, E., NEIDL, W. M. y PFLIGERSDORFER,
G. (eds.), Christliche Philosophie im katholischen
Denken des 19. und 20. Jahrhunderts, III, Verlag Styria,
Wien/Köln 1990, p. 172-200 (Dietrich von Hildebrand
[1889-1977] y su escuela, enFilosofía cristiana en el
pensamiento católico de los siglos XIX y XX, III, Ed.
Encuentro, Madrid 1997, p. 161-188).

— (ed.), Aletheia. An International Yearbook of Philosophy, vol.


V: Truth and Value. The Philosophy of Dietrich von
Hildebrand, Peter Lang, Bern 1992.

VENDEMIATI, A., Fenomenologia e realismo. Introduzione al


pensiero di Dietrich von Hildebrand, Ed. Scientifiche
Italiane, Napoli 1992.

YANGUAS, J. M., La intención fundamental. El pensamiento de


Dietrich von Hildebrand: contribución al estudio de un
concepto moral clave, Ed. Internacionales Universitarias,
Barcelona 1994.
8. Referencias en Internet
- International Academy of Philosophy in the Principality of
Liechtenstein (Academia inspirada en la figura y filosofía
de Dietrich von Hildebrand, con sede en Liechtenstein y
en Santiago de Chile):http://www.iap.li/

- The Dietrich von Hildebrand Legacy Project (Proyecto con el fin


de difundir el pensamiento y las obras de Hildebrand
sobre todo en el mundo de habla
inglesa): http://www.hildebrandlegacy.com

¿Cómo citar esta voz?


La enciclopedia mantiene un archivo dividido por años, en el que
se conservan tanto la versión inicial de cada voz, como sus
eventuales actualizaciones a lo largo del tiempo. Al momento de
citar, conviene hacer referencia al ejemplar de archivo que
corresponde al estado de la voz en el momento en el que se ha sido
consultada. Por esta razón, sugerimos el siguiente modo de citar,
que contiene los datos editoriales necesarios para la atribución de la
obra a sus autores y su consulta, tal y como se encontraba en la red
en el momento en que fue consultada:

SÁNCHEZ-MIGALLÓN GRANADOS, Sergio, Dietrich von Hildebrand,


en FERNÁNDEZ LABASTIDA, Francisco – MERCADO, Juan
Andrés (editores), Philosophica: Enciclopedia filosófica
on line,
URL:http://www.philosophica.info/archivo/2009/voces/hild
ebrand/Hildebrand.html

Información bibliográfica en formato BibTeX: ssm2009.bib

Señalamiento de erratas, errores


o sugerencias
Agradecemos de antemano el señalamiento de erratas o
errores que el lector de la voz descubra, así como de posibles
sugerencias para mejorarla, enviando un mensaje electrónico
a la redacción.
© 2009 Sergio Sánchez-Migallón Granados y Philosophica:
Enciclopedia filosófica on line

Este texto está protegido por una licencia Creative Commons.

Usted es libre de copiar, distribuir y comunicar públicamente la


obra bajo las siguientes condiciones:

Reconocimiento. Debe reconocer y citar al autor


original.

No comercial. No puede utilizar esta obra para fines


comerciales.

Sin obras derivadas. No se puede alterar, transformar,


o generar una obra derivada a partir de esta obra.

También podría gustarte