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Lo típico del conservador, según una y otra vez se ha hecho notar, es el temor a la
mutación, el miedo a lo nuevo simplemente por ser nuevo; la postura liberal, por el
contrario, es abierta y confiada, atrayéndole, en principio, todo lo que sea libre
transformación y evolución, aun constándole que, a veces, se procede un poco a
ciegas. La posición de los conservadores no sería, en verdad, demasiado criticable si
limitaran su oposición a la excesiva rapidez en la modificación de las instituciones
sociales y políticas. Existen poderosas razones que aconsejan ser precavidos y cautos
en tales materias. Pero los conservadores, cuando gobiernan, tienden a paralizar la
evolución o, en todo caso, a limitarla a aquello que hasta el más tímido aprobaría.
…this entire (United States) society is being dominated by corporate power in a way
that may exceed what happened in the late nineteenth century, early twentieth century.
The incredible power these institutions now have over the average person is just
overwhelming: the way they can make these trade deals to ship people’s jobs overseas,
the way consumers are just brutalized and consumer protection laws are marginalized,
the way this town here —Washington— has become a corporate playground. Since I’ve
been here, this place has gone from a government town to a giant corporate
headquarters.
(Russ Feingold, Ex-Congresista ,“Russ Feingold Speaks Out”, The Nation, enero
2011)
Reaganism long outlived its initial successes, producing only budget deficits,
thoughtless tax-cutting and inadequate financial regulation.
El economista Juan Lara sostiene que la crisis de Puerto Rico debe interpretarse como
una devaluación interna, un concepto al que también hace referencia el Premio Nobel de
economía, Paul Krugman, entre otros, para referirse a las economías europeas en
crisis. Me permito citarlo extensamente:
Si Puerto Rico tuviera una moneda propia, hace ya tiempo que hubiéramos tenido que
devaluar el peso puertorriqueño como parte de la crisis económica que vivimos. Pero,
como todos sabemos, nuestra moneda es el dólar, ya que somos parte de la unión
monetaria que integran los 50 estados de Estados Unidos. La devaluación de la
moneda, por lo tanto, es un instrumento de política económica que no está disponible
para nosotros.
Aún así, es posible que un país que no puede devaluar su moneda se vea obligado a
sobrellevar lo que llamamos una “devaluación interna”; es decir, una compresión de los
ingresos, los salarios y las ganancias que se da en lugar del ajuste de la moneda para
compensar los desequilibrios de la economía interna frente al resto del mundo. Eso ha
estado ocurriendo en Puerto Rico en los últimos cuatro años.
Comencemos por entender lo que es una devaluación. Cuando una economía tiene
problemas para cumplir con sus pagos a otros países—ya sea por la pérdida de
competitividad de sus exportaciones, o por problemas con el repago de su deuda
externa, o por un aumento súbito en el costo de sus importaciones—la moneda de
dicha economía tiende a perder valor. En los casos en que el valor de la moneda está
controlado por el gobierno, se puede efectuar una reducción oficial en su valor, y eso
es lo que se llama una devaluación. Otra posibilidad es que el gobierno permita que las
fuerzas del mercado se encarguen de recortarle el valor a la moneda, en cuyo caso no
le llamamos devaluación, sino depreciación, pero para todos los efectos es lo mismo.
En Puerto Rico hemos tenido… un problema con la deuda pública, agravado por el
déficit estructural del gobierno central y los problemas financieros de las corporaciones
públicas. Además, sufrimos desde hace años un aumento fuerte y sostenido en el
costo de nuestras importaciones de productos energéticos, especialmente del petróleo
y sus derivados. Si hubiéramos tenido una moneda propia, hubiera habido que
devaluarla (o permitir que se depreciara sustancialmente), pero, en su defecto, hemos
tenido que sobrellevar una “devaluación interna”, y es un proceso que todavía no
hemos asimilado en su totalidad. Como parte del proceso, la recesión se ha llevado por
el medio a la construcción y a la banca—por mencionar sólo a los dos sectores más
lesionados—y ha entorpecido los esfuerzos de ajuste fiscal en el gobierno por el
debilitamiento sostenido de los recaudos fiscales.
Los conservadores
En sus deformaciones más obvias, algunos sectores conservadores han adoptado una
ideología que promueve la homogeneidad cultural y racial. Estos movimientos fascistas,
sin embargo, son radicales en tanto intentan generar un rápido proceso de movilización
social que coadyuve a sus metas totalitarias.. En tiempos modernos se vincula a los
conservadores con la relativa desatención al problema de la igualdad social. Mientras el
conservador tradicional es un fuerte crítico del estado benefactor creado por las
sociedades liberales capitalistas durante buena parte del siglo XX, los grupos fascistas
lo adoptaron como una herramienta de expansión del poder del estado. Para el
fascismo el centro de la vida social es el estado, mientras que para otros grupos de
derecha el “darwinismo social” se manifiesta más en la lógica de los mercados. Todos
los sectores de derecha, incluyendo los fascistas y los neoliberales, comparten su
desprecio por el estado liberal y minimizan el problema de la desigualdad social.
In this context of multiple demands for egalitarian change, Americans who defended
the status quo came to be known as conservatives. While used more precisely by
some Americans, to most the term meant simply preservation of the existing
institutions and practices from the apparently growing threat of violent radicals of
various kinds. Not least of the principles that conservatives feared would be violated
was that of freedom by corporations to use their property as they wished without
government control and restraints. Social reform legislation, such as minimum wage
and maximun hour laws or health and safety regulations, was opposed with special
vigor.
Ese liberalismo moderno postula la asignación de recursos públicos para paliar los
efectos de las crisis económicas capitalistas y es responsable del Estado Benefactor del
siglo XX, pero no debe confundirse, como ya he dicho, con el liberalismo clásico que
ponía su énfasis en una defensa absoluta del derecho de propiedad y la negativa del
Estado a regular la economía capitalista. La igualdad que les interesaba a los liberales
clásicos era un privilegio jurídico que liberara al ciudadano del poder de las restricciones
del Estado Monárquico.
Hasta la llegada del Gobierno de Luis Fortuño, había habido en Puerto Rico muy pocos
conservadores de extrema derecha consistentes con esta nueva ideología. En la
práctica, desde mediados del siglo XX, hubo en el país un consenso más o menos
generalizado entre la clase política y los sectores económicos sobre la necesidad de un
gobierno activista que impulsara, con aciertos y desaciertos, una ambiciosa agenda de
protección social. El liberalismo populista había sido hegemónico en Puerto Rico durante
la segunda mitad del siglo XX y lo fue en el siglo XXI hasta la llegada de Fortuño. Con
esto no deseo argumentar que no hubo en el siglo pasado iniciativas programáticas
importantes de naturaleza neoliberal, sobre todo bajo la administración de Pedro
Rosselló. Pero las diferencias entre uno y el otro son muy significativas y, en el pasado,
nunca se había comenzado un proceso real de achicamiento del aparato estatal de la
Isla en la magnitud en que este proceso está en curso presentemente en lo que
designé antes como una devaluación interna.
El consenso liberal moderno se hizo patente sobre todo desde mediados del siglo
pasado con la aparición de una poderosa red de asistencia social respaldada en parte
por el ordenamiento constitucional inaugurado en 1952. El ordenamiento constitucional
interno en esta área no fue más lejos porque el Congreso de Estados Unidos vetó la
llamada Sección 20 de la Constitución del ELA.. Esa Sección reconocía, entre otros, el
derecho universal al trabajo y se instauraba la justicia social en la Constitución como un
principio rector de la actividad gubernamental. Luis Muñoz Marín no hubiera sido una
figura central en la historia de Puerto Rico si no hubiera promovido y liderado una
reforma social de tipo socialdemócrata que transformó aspectos importantes de la vida
cotidiana de los sectores pobres. Para ello también fue esencial su función como
intermediario y facilitador de programas federales de asistencia social.
Pero la mística del PPD se creó en gran parte por su tónica y práctica populista y
socialdemócrata de justicia social. El propio Luis Muñoz Marín, reflexionando sobre las
elecciones de 1940, puntualizaba que el PPD “se enfrentó a todas las fuerzas del
dinero, a todo el poder de los grandes intereses capitalistas, a todas las mañas de
uso”.
Para Ferré el conservadurismo como teoría política en Estados Unidos era adecuado,
pero era a la misma vez una medicina intragable como política de administración pública
en el Estado Libre Asociado. Por otro lado, pocas cosas afectaron más la estabilidad del
gobierno de Rafael Hernández Colón durante su primera administración que las
llamadas medidas de austeridad fiscal. Lo mismo puede decirse del impacto político del
Impuesto sobre el Valor y Uso (IVU) sobre la administración de Acevedo Vilá desde los
comienzos de su gestión. Al final del día fue a Acevedo Vilá a quién el electorado castigó
por el nuevo impuesto y por una economía estancada y por la percepción de crisis que
siguió el cierre gubernamental.
Los políticos más exitosos en la Isla han sido aquellos capaces de proyectar una
agenda populista de largo alcance. Fiel a esa tradición, el gobernador Pedro Rosselló
amplió el ámbito de beneficios del estado benefactor—mediante la reconocida tarjeta de
salud. Al así hacerlo, hay que subrayar, desmanteló súbitamente el sistema de salud
público para beneficiar el “mercado” de la salud. Todas ellas han sido medidas típica y
modernamente liberales (en el sentido moderno, valga la redundancia) que le ganaron al
PNP un gran favor político electoral.
Antes de Rosselló, el lema “la estadidad es para los pobres” fue una consigna
constante de Carlos Romero Barceló. En el mejor espíritu del liberal moderno, Romero
pareció asignarle posibilidades extraordinarias a los programas de beneficencia social
de la metrópoli al ser éstos extendidos a Puerto Rico, mediante la estadidad, en
igualdad de condiciones. Esa es la tradición a la que perpetúa el actual Comisionado
Residente, Pedro Pierluissi, en la búsqueda de mayores fondos para los programas de
salud con el fin de ampliar su popularidad electoral.
En su agria y constante lucha contra la ya extinta Sección 936 del Código de Rentas
Federal, Romero asumió posiciones que pretendían reforzar también una proyección
populista con tonos que se asemejan al popularismo “anti-culmillú,” de Muñoz Marín.
Por eso Romero trató, en vano, de que la desaparición de la Sección 936 del Código de
Rentas Internas Federal viniera acompañada de un aumento de las transferencias
federales. En eso, como bien sabemos, falló. El PNP tuvo que esperar hasta la llegada
de Barack Obama en el 2008 para que se creara el espacio político en EEUU capaz de
ampliar los gastos en esta área de forma significativa, mediante la llamada reforma de
salud. Si bien Fortuño se ha visto obligado a imponerle un impuesto provisional a las
llamadas empresas foráneas, ello, desde mi punto de vista, se debe a un cálculo de
necesidad financiero y electoral divorciado de cualquier ideología liberal. Imponerle
mayores impuestos al capital estadounidense ha sido un cálculo de sobrevivencia
material y electoral a corto plazo. Nada menos y nada más.
El incremento en el gasto público como forma de generar simpatías políticas tiene sus
costos. La administración de Pedro Rosselló fue acusada de incurrir en prácticas
fiscales irresponsables que amenazaban con crear una crisis presupuestaria a largo
plazo promoviendo el endeudamiento de futuras generaciones.
Los riesgos de esta política revolucionaria de derecha son demasiado evidentes. Han
creado las condiciones de una tormenta perfecta. El método es gobernar por la fuerza,
hacer actuaciones unilaterales y aludir resultados, sin considerar la naturaleza de los
procesos. Como esas estatuas de Presidentes que aparecieron de un día para otro en
las cercanías del Capitolio; como si con esas estatuas se borrara el hecho fundamental
de que los Presidentes de Estados Unidos no visitaron a Puerto Rico desde los tiempos
en que dejamos de ser vitrina. Pero ahí están como símbolo de los tiempos de esa
revolución inesperada que nos ha dejado a todos aguardando la próxima consigna, la
próxima imagen tan llena de certezas como carente de imaginación.
Es muy frágil, sin embargo, una revolución neoliberal que se construye con fondos
federales de otro país, donde también se respiran vientos revolucionarios racistas y
excluyentes. La revolución neoliberal, en su rompimiento con patrones previos, puede
terminar fragmentando a los estadoistas, segregando así su actual mayoría electoral.
Ya lo ha advertido el profesor Fernando Picó con mucha sabiduría: “es peligroso
eliminar pactos sociales de un día para otro. Puede generar consecuencias no
anticipadas”.
Por eso respeto a los verdaderos conservadores y los considero los mejores
preservadores del orden de cosas existente: conocen perfectamente bien, desde una
perspectiva moral, los límites de la política y no se arriesgan a la incertidumbre de una
alteración radical que saben incontrolable.
Por eso me interesan tanto estos tiempos cuando aún no está dicha la última palabra.
La política rechaza el vacío creado ante el reto radical del neoliberalismo fundamentalista
de esta inesperada revolución derechista. Esta dolorosa devaluación interna merece
otra salida.