Está en la página 1de 15

Virgen con Niño y

guirnalda de flores
90 x 107 cm
Óleo sobre lienzo
Anónimo. S. XVII

La escena nos muestra a la Virgen María con el niño Jesús en brazos ocupando el centro de
la composición y rodeada de una guirnalda de flores, tipología que se repite en el tiempo
desde su creación a principios del XVII hasta el XIX. La creación de esta tipología se atri-
buye a Jan Brueghel el Viejo en Flandes y surge como reacción a las corrientes reformistas
que negaban el culto a las imágenes. El modelo alcanzó gran popularidad extendiéndose
por todo el orbe católico y manteniéndose su uso hasta el siglo XIX.

El modelo aúna la escena religiosa, en su mayoría Vírgenes con niños, y la representación


de motivos naturales, tan característicos del gusto flamenco; proporcionándonos así una
obra de tema devocional con gran atractivo visual.

Las figuras de la Virgen y el Niño así como las flores se presentan sobre fondo negro, sobre
él destacan tanto la escena religiosa como el vivo colorido de las flores y el virtuosismo de
su ejecución. La virgen abraza con inmensa ternura a su hijo quien, a su vez, acaricia la cara
de María. Las dos figuras, como indica Pilar Corella, llevan coronas.

Las flores representadas ya de manera individual, en pequeños ramilletes o en guirnaldas


tienen múltiples simbologías que refuerzan y complementan la idea devocional que se quie-
re transmitir. Las guirnaldas -como apunta la historiadora del arte Nuria Lázaro Milla en su
estudio del lienzo Virgen con niño y guirnalda, del Museo Cerralbo- evocarían el “hortus
conclusus” (jardín cerrado) que desde la Edad Media simboliza la virginidad de María.

Iconográficamente las flores tienen diferentes significados, las que acompañan a la Virgen
simbolizan la belleza y especialmente la pureza como la azucena o el lirio blanco; pero las
flores también nos recuerdan lo efímero de la vida terrenal, por la rapidez con que se mar-
chitan y la brevedad de su existencia, aspecto éste que permite relacionarlo con la corta
vida de Jesús; al igual que las rosas, con sus espinas, anticipan la pasión de Cristo.
Santa Isabel de Hungría
83 x 105 cm
Óleo sobre lienzo
Anónimo

Este cuadro es una copia del hermoso lienzo que pintara Murillo para la iglesia del Hospital
de la Caridad en Sevilla. Hospital que se dedicaba a la curación y cuidados de los enfermos
abandonados, de ahí que Miguel de Mañara (1) le pidiera a Murillo la realización de un gran
lienzo con este asunto para recordar a los hermanos que atendían el hospital sus deberes
hospitalarios. Murillo confiere al tema una dignidad asombrosa, potenciada por la clara y
magistral composición; tanto la Santa Isabel como los tiñosos transmiten una sensación
de serenidad, que no oculta la miseria de la realidad.

Obviamente esta copia de pequeño tamaño no comparte la maestría del pintor sevillano
pero serviría igualmente para difundir los valores de la caridad que tan bien personificaba
la princesa santa. La leyenda sobre su vida nos cuenta que, aunque nacida princesa de
Hungría en 1207, Isabel abrazó los ideales de San Francisco de Asís, entregó su vida a los
pobres enfermos y al cuidado de los leprosos, retirándose a Marburgo tras enviudar a los
veinte años; a menudo se la representa con el hábito de la Orden Tercera de S. Francisco.

No sabemos de qué fecha es la copia, ni disponemos de documentación alguna sobre ella,


por lo que no podemos deducir si la elección del tema se realizó, o no, a propósito. Recor-
demos que en Leganés, siguiendo los dictados del testamento del hidalgo Juan Muñoz, se
crea en 1623 la fundación hospital que lleva su nombre, dedicada a los pobres de Leganés y
Villaverde, y también que en el S. XIX, durante el reinado de Isabel II, se constituye la Casa
de Salud de Santa Isabel; no obstante actualmente no disponemos de ningún dato que
permita aventurar una posible conexión entre el lienzo y las citada instituciones.
(1)
Miguel de Mañara (1626-1679). Fue un rico mercader sevillano que, según cuenta su leyenda, tras llevar una vida un tanto desordena-
da y sufrir una conversión interior se dedicó a los enfermos y necesitados. Impulsó el antiguo Hospital de la Caridad de Sevilla.
Santa Cecilia
21 x 29 cm
Bordado, hilos de seda y plata
Anónimo

Sería muy interesante disponer de algún dato que nos permitiera conocer para quién se
realizó y en qué fechas, pero como en la mayoría de de las obras mostradas, carecemos de
estos datos. Sólo tenemos la certeza del personaje representado: Santa Cecilia, como se
hace constar en la parte inferior de la obra, fuera de la escena representada.

La tradición nos habla de esta santa romana, nacida en el siglo I o II en el seno de una rica
familia. La leyenda cuenta que fue obligada a casarse con un noble pagano, al que convir-
tió con la ayuda de un ángel. Como quiera que Cecilia se negaba a ofrecer sacrificios a los
dioses paganos fue condenada a morir en un caldero, la protección de una nube impidió su
martirio, por lo que recurrieron a la decapitación para acabar con su vida, pero el verdugo
necesitó varios golpes, provocándole una larga agonía.

Las primeras representaciones aluden a la conversión de su esposo Valerio y al suplicio en


el caldero, será a partir del S. XV cuando se la representa en solitario y aparece cada vez
con mayor frecuencia con un instrumento musical: arpa, laúd, órgano. Esta representación
tiene su origen en un error de interpretación en una frase de su martirio, cuando se trans-
cribe que se dirigía al suplicio tocando el órgano, cuando, lo que intentaba era no escuchar
la música que acompañaba su tormento. Lo cierto es que se convirtió en la patrona de la
música sacra y por extensión de los músicos, cantantes y fabricantes de instrumentos.
Además de los instrumentos musicales suele representarse con coronas de flores.

En esta pequeña pieza, que custodia la sacristía de San Salvador, vemos a una elegante
Santa Cecilia, ricamente vestida, recordándonos quizás sus orígenes y tocando un instru-
mento de cuerda de gran tamaño, muy similar a los actuales contrabajos. Lo peculiar de
la obra son los materiales con los que está realizada: hilos de seda y plata trabajados con
exquisito cuidado, en una amplia gama de colores, creando los necesarios volúmenes a
través de la recreación de luces y sombras.
San Pedro
100 x 75 cm
Óleo sobre lienzo
Anónimo. S. XVII

El lienzo nos presenta a un personaje de avanzada edad, con barba y cabellos blancos,
envuelto en un manto de tonos ocres sobre fondo poco definido pero que evoca un paisaje
sugerido por el cielo azul atravesado por un haz luminoso, de clara significación divina, ha-
cia el que la figura gira su cabeza nimbada con gesto de sorpresa. Gracias a las llaves que
advertimos en la parte inferior derecha lo identificamos como S. Pedro Apóstol.

Según las escrituras, Cristo le cambió su nombre primitivo de Simón por el de Pedro, que
significa firmeza, y le dirige las conocidas palabras:”Tú eres Pedro y sobre esta piedra edi-
ficaré mi Iglesia”, y también: “Te daré las llaves del Reino de los cielos” del evangelio de
Mateo. Este texto ha consagrado las llaves como uno de los atributos más usado para la
iconografía del santo, considerado el primer Papa de la cristiandad.

La pintura sigue los modelos barrocos de contrastada iluminación, dejando partes de la


obra en sombras y otras claramente iluminadas, con especial interés en transmitirnos las
sensaciones de las diferentes calidades de las carnaciones, las telas o los objetos metáli-
cos. El rostro y las manos ofrecen los detalles y calidades más apreciables.

Pilar Corella nos dice que en el inventario de la iglesia de Polvoranca de 1687 figura un San
Pedro arrepentido por lo que no descarta que este lienzo provenga de los bienes de dicha
iglesia, algunos de los cuales, tras el abandono definitivo del asentamiento, pudieron lle-
varse a la iglesia de Leganés.
Retrato del inquisidor
Pedro de Arbués
38 x 52 cm
Óleo sobre lienzo
Anónimo. SXVII

Sabemos la identidad del retratado por la propia inscripción que contiene el lienzo en su
parte superior. Se trata de Pedro de Arbués, inquisidor para el reino de Aragón. Pilar Core-
lla transcribió ya la inscripción en su citada obra como el siguiente texto:
“S. P. de Argves Ynqys.or de Arag.on” que, efectivamente podemos leer, no sin cierta dificul-
tad, también deja constancia de la inscripción en negro que hay en el reverso del lienzo:
“CANO”, advirtiéndonos de que no se trata de una firma propiamente y nos ilustra sobre
el carácter realista de la obra, que no idealiza al personaje.

Efectivamente, se trata de un personaje caracterizado con rasgos singulares. El retrato


sigue el modelo de fondo neutro -de gran éxito y tradición en la pintura barroca española-,
sobre el que se traslada el busto de Pedro de Arbués, cuyos rasgos apreciamos con claridad
en la mitad del rostro, mientras la otra mitad permanece en una cierta penumbra, como
resultado de la iluminación lateral típica del gusto barroco. Los toques blancos del cuello
de la camisa contrastan con los tonos oscuros de los ropajes, en un juego característico de
luces y sombras. Sobre el pecho, una medalla con una cruz cuelga de una sencilla cadena.

El gesto serio se corresponde con la dignidad de su cargo de inquisidor y el temor que ins-
piraba la institución.

Pedro de Arbués fue nombrado en 1484 inquisidor para el reino de Aragón por Tomás de
Torquemada, el Inquisidor General. La intensa y cruel actividad inquisitorial desarrollada
por Arbués llevó a un grupo de judíos conversos a promover una conspiración que culminó
con el asesinato del inquisidor en la Seo de Zaragoza en el año 1485. La iglesia lo beatificó
en el S. XVII, aunque no fue canonizado hasta el S. XIX.
Querubín lloroso
20 X 48 X 20 cm
Talla en madera policromada
Anónimo

Los querubines son los ángeles del segundo de los nueve coros angélicos, son los guardia-
nes de la gloria de Dios y los que contemplan la belleza celestial, tradicionalmente su repre-
sentación se asocia a la imagen de un niño con alas, la viva imagen del candor y la inocencia.

La mayoría de las escenas en las que aparecen querubines son representaciones gozosas,
alegres; acompañan a la Virgen y los santos celebrando los misterios y el triunfo de la doc-
trina, entre nubes y celajes que evocan el Reino de los Cielos.

En menor medida contemplamos representaciones de querubines dolientes y suelen estar


asociados a la pasión de Cristo o también a imágenes de la Virgen de las Angustias, mos-
trando así el dolor y el sufrimiento inherentes a estas escenas.

El querubín de San Salvador es una hermosa muestra de estos ángeles dolientes, que ge-
neralmente suelen formar parejas; es una lástima no disponer de documentación que nos
ilustre sobre su procedencia, la escena de la que formaba parte, etc.

Esta pequeña escultura barroca nos muestra la imagen de un niño alado de corta edad, en
actitud de caminar, su brazo izquierdo recoge parte del paño con el que se cubre, mientras
que eleva el derecho hacia la cara para enjugar el llanto con su mano. El gesto del rostro
muestra pena y dolor dentro de una medida contención, sin excesivas dramatizaciones.

Lo cierto es que, a pesar del sufrimiento que transmite, la obra contiene una serenidad y
equilibrio de gran belleza; la elegancia que le confieren la proporción de su figura, la de-
licadeza de su anatomía y el movimiento que la anima -apreciable en toda su extensión
cuando se contempla la obra desde todos sus ángulos-, configuran una obra de exquisita
sensibilidad. Destaca, especialmente, la gracia del movimiento al caminar, cruzando el pie
derecho por delante del izquierdo generando, en consecuencia, el dinamismo y los diferen-
tes planos que observamos en la anatomía posterior; donde también apreciamos las alas
propias de los querubines, que emergen de su espalda.
Virgen del Rosario
27 x 59 x 18 cm
Talla sobre madera policromada
Anónimo

Según la leyenda cuando en 1208 Santo Domingo rezaba, para encontrar la manera de
convertir a los herejes albigenses, se le apareció la Virgen María en el monasterio francés
de Prouilhe con un rosario en la mano, le enseñó a rezarlo y le conminó a que lo predicara
entre los fieles; ofreciéndole las conocidas como promesas del rosario. Cuenta también la
leyenda que Montfort enseñó a sus soldados a rezar el rosario antes de la Batalla de Muret,
cuya victoria se atribuye a la Virgen y que en agradecimiento Montfort levantó la primera
capilla dedicada a la Virgen, denominada entonces de las Batallas, y posteriormente con-
firmada como Virgen del Rosario.

A partir del S. XV se representará también escenas donde La Virgen y el Niño entregan el


rosario a Santo Domingo y otros santos predicadores.

La Iglesia celebra esta advocación de María el 7 de octubre, aniversario de la Batalla de


Lepanto, en la cual los cristianos vencen a los turcos frenando así el avance de éstos sobre
Europa.

El rezo del rosario se extendió y popularizó en gran manera y más, si cabe, después de que
la Virgen de Lourdes y la de Fátima pidieran en sus apariciones la práctica de este rezo.

La imagen nos muestra a la Virgen vestida con túnica de color rojo y manto azul que cruza
en diagonal, al cuello un velo de color dorado se extiende para cubrir al Niño, que se aco-
moda en su brazo izquierdo mientras el derecho se extiende mostrando la mano que aco-
gería el rosario, hoy perdido. La Virgen está coronada y sus pies se apoyan sobre la base de
nubes y querubines a modo de peana.
Virgen negra con niño
83 x 104 cm
Óleo sobre lienzo
Anónimo. S.XVII

Las representaciones de las vírgenes negras son el resultado de la adaptación por parte
del cristianismo de elementos pertenecientes a antiguas divinidades relacionadas con la
madre tierra y la fertilidad, como Isis, Cibeles, Ceres o Artemisa. Estas apropiaciones de
iconografías no son extrañas entre las diferentes religiones y en el caso del cristianismo se
producen en los primeros siglos de su existencia.

Las zonas en las que se encontraron estas vírgenes son entornos naturales: cuevas, mon-
tañas, cursos de agua, árboles, y generalmente coinciden con localizaciones de templos
precristianos.

Estas imágenes, además del color negro, tienen unos rasgos comunes: son tallas peque-
ñas -aproximadamente de 70 cm de altura-, hieráticas, sus rasgos no son negroides pero
sí tienen un cierto aire orientalizante y la mirada es distante y serena. La mayoría de ellas
están hechas de madera o piedra negra, aunque también las hay policromadas de negro.

El momento de mayor difusión de estas vírgenes se da en los siglos XI y XII, muy relacio-
nada con la Orden del Temple.

El lienzo nos muestra a María con el Niño en posición frontal, Jesús está entronizado en
el regazo de su madre, lleva la bola del mundo con la cruz en su mano izquierda y gira su
cabeza hacia la derecha al igual que la otra mano. Ambos llevan vestidos ricamente deco-
rados con gran número de perlas y joyas. La cara de la Virgen, de expresión distante, y las
manos son de color negro, su rostro está enmarcado por una tira de perlas y sobre su ca-
beza se yergue una corona de gran tamaño igualmente llena de piedras preciosas y perlas.
El conjunto está enmarcado por un gran cortinaje rojo que abre a derecha e izquierda para
mostrar la imagen.
Bargueño
91 x 48 x 35 cm
Madera con aplicaciones
de taraceas y hueso y
herrajes metálicos.

Se denomina bargueño a un mueble portátil -con asas- propiamente español de los siglos
XVI y XVII, realizado en madera con diferentes decoraciones y que está compuesto por ca-
jones y gavetas (1) en el que se guardaban escritos y documentos y también objetos de valor.

Consta de dos cuerpos separados: el superior o escritorio contiene los cajones, y se cierra
normalmente con una tapa abatible, y el cuerpo inferior que hace de soporte a modo de pie
o mesa y que según su modalidad recibe diferentes nombres.

Es una pieza común del mobiliario en todas las casas de cierto nivel, cuya decoración y
materiales nobles se adecuan a las posibilidades de sus propietarios. Para su decoración
se utilizaba la técnica de taracea (2) con diferentes clases de madera, así como apliques de
marfil o hueso.

Su uso se prolongó más allá incluso del S. XVII, repitiéndose los modelos establecidos y
adaptando la decoración a los nuevos estilos. Toledo y Salamanca fueron zonas destaca-
das en la elaboración de estos muebles y los de estilo castellano de nogal, muy apreciados.

La pieza de San Salvador tiene bastantes pérdidas, aunque todavía conserva elementos de
hueso como las columnillas helicoidales que decoran los frentes de los cajones. Se distri-
buye en tres pisos con disposición horizontal, excepto en el centro.
(1)
Cajón corredizo que hay en los escritorios y sirve para guardar lo que se quiere tener a mano.
(2) 
Técnica decorativa propia de la madera que consiste en embutir en ésta piezas de otras clases de madera, de diferentes colores, así
como de otros materiales, normalmente de marfil, metales o hueso.
San Félix de Valois
50 x 68 x 50 cm
Talla en madera policromada y dorada
Anónimo

Esta pequeña talla policromada nos muestra a un personaje


con vestimentas a modo de hábito policromadas y doradas,
gastadas por el tiempo, pero que en su momento debieron
ser vistosas. La policromía, el movimiento y volumen de los
paños, así como el gesto de los brazos nos muestran el len-
guaje característico del barroco, como en la mayor parte de
nuestra imaginería.
Si nos fijamos en la sencilla cruz roja y azul que aparece en los ropajes a la altura del pecho,
podemos deducir que se trata de un religioso Trinitario. La importancia en el tratamiento
decorativo de los ropajes parece querer manifestar la alta dignidad del personaje, que nos
corrobora la cruz de doble travesaño que sujeta en su mano derecha, reservada a obispos,
patriarcas y fundadores de órdenes religiosas, como es el caso. Estos elementos icono-
gráficos nos permiten reconocer en esta escultura a S. Félix de Valois, cofundador de la
Orden de la Santísima Trinidad y de los Cautivos, más conocida como Orden Trinitaria o
Trinitarios.

Se trata de la primera orden religiosa no monástica y también de la primera institución de


la Iglesia dedicada a la liberación de los que sufren cautiverio (el mismo Miguel de Cervan-
tes fue liberado por la Orden Trinitaria). Su propagación por toda Europa fue rápida y su
signo más distintivo es la cruz azul y roja sobre fondo blanco.

La cruz trinitaria se forma con dos sencillas bandas de igual tamaño, la horizontal es de
color azul sobre la que se superpone la roja vertical, esta cruz se insertaría sobre fondo
blanco, -color del hábito trinitario-, el tercer color que completa el emblema; asociando
así cada color con una de las personas de la Trinidad. Parece ser que, al principio, sobre el
hábito se disponía un escapulario blanco que contenía en su parte delantera la cruz azul y
roja, con el tiempo la cruz se insertaría directamente sobre la túnica blanca.

Los estudiosos en la materia llaman la atención sobre la superposición entre sí de los tres
colores que la conforman evidenciando, como establece el dogma, que las tres personas
son distintas.

A veces, por gustos de la época o para subsanar faltantes se volvían a policromar las obras,
ésta podría ser una explicación del porqué no vemos el blanco de la túnica de este S. Félix
de Valois, aunque no se ajustaría a la iconografía del hábito blanco; o también
podría deberse a la readaptación de la talla a una nueva advocación; un estudio
y análisis en profundidad de la pieza nos permitiría desvelar estas incógnitas.
Sagrada Familia
14 x 19 cm
Óleo sobre cobre
Anónimo

Nos encontramos ante una obra de reducidas dimensiones cuyo asunto es la Sagrada Fa-
milia. En este caso el soporte en el que está realizado no es una tela sino un cobre lo que
la hace un tanto singular, ya que éstos son mucho más escasos. El uso de este material
condiciona hasta cierto punto el tamaño de la obra, habitualmente fue muy utilizado para
las miniaturas; en general se encuentran en cuadros de pequeño formato, similar al que
nos ocupa, aunque también hay algunos de tamaño algo mayor.

La escena nos muestra a La Virgen María, el Niño y S. José, como corresponde a la re-
presentación de la Sagrada Familia, no obstante el protagonismo de los componentes
es desigual: en primer término vemos a La Virgen María con el Niño en brazos, mientras
S. José aparece en una esquina de la composición, detrás, en un segundo plano; esto no es
algo inusual, por el contrario, resulta frecuente resaltar la importancia tanto del Niño Jesús
como de la Virgen en el ciclo de salvación.

El precario estado de conservación no permite apreciar la calidad de la pintura, cuya dis-


posición presenta a María girada casi en tres cuartos, sosteniendo al niño, éste de canon
un tanto alargado y animado por movimientos encontrados. La escena está ilumina desde
el lateral, incidiendo en primer plano sobre el Niño Jesús, de manera que apreciamos la
ternura que transmite y el delicado trabajo que se adivina.

Curiosamente ninguno de los tres personajes miran al espectador: S. José serio y pensati-
vo, parece ausente; La Virgen, con gesto intimista, parece reflexionar sobre el profetizado
futuro de su hijo; solo el Niño Jesús mantiene un gesto inquieto, casi divertido, propio de su
corta edad, ajeno a las preocupaciones que traslucen los rostros de María y José.
Cristo en la cruz
35 x 65 x 20 cm
Talla sobre madera policromada
Anónimo

Sin duda la crucifixión es uno de los temas más representados en el arte cristiano. Su ico-
nográfica ha variado significativamente a los largo de los siglos en función de los principios
teológicos vigentes así como de los gusto de cada época.

En un primer momento el cristianismo evitó plasmar la escena de la crucifixión ya que ésta


era una de las muertes más indignas a la que se sometía a los condenados. Con el paso de
los siglos las escenas de Cristo crucificado son tan numerosas como variadas en función
de la narración del momento que se elija y los personajes que se incluyan en la misma.

Hasta el S. XI Cristo en la Cruz aparece vivo, erguido y con los ojos abiertos, posteriormen-
te y hasta finales del S. XV lo veremos muerto y con los ojos cerrados. Durante el románico
es habitual la presencia de cuatro clavos: dos para los pies y dos para las manos; mientras
que ya en S. XIII aparecen solo tres clavos, al eliminar uno de los pies.

Los gustos estéticos de cada periodo van dejando también su impronta en las distintas re-
presentaciones: de la rigidez de los cristos románicos a los rasgos más amables del gótico
y los modelos atléticos del renacimiento, inspirados en el clasicismo, hasta el naturalismo
del primer barroco y su posterior patetismo. Las iglesias y museos nos ofrecen múltiples
ejemplos de distintas tipologías, obras originales o de gran significado unas, otras de re-
conocida maestría y belleza.

El Crucificado que alberga el primer tabernáculo del retablo mayor de San Salvador está
dentro de la tipología de figuras atléticas, que muestra a Cristo suspendido en la cruz me-
diante tres clavos, con la cabeza un poco inclinada y girada hacia la derecha. Es una obra
serena, de cuidada anatomía, y a la vez de fuerza expresiva, que se percibe en motivos
realistas como la lanzada en el costado derecho y en la emoción contenida de la figura.
Cristo con túnica jesuítica
85 x 160 cm
Óleo sobre lienzo
Anónimo. S. XVII

La imagen de Jesús que vemos en este cuadro no atiende a ninguna de las representa-
ciones clásicas de Cristo que ilustran distintos pasajes de su vida, sino que muestra a un
Cristo vestido con túnica y manto negro, atuendo distintivo de los jesuitas, trasladándonos
así el reconocimiento de la Orden de la Compañía de Jesús; y para ello nada mejor que
presentar a Cristo vestido de jesuita.

Es evidente la defensa que se quiere hacer de la orden fundada por S. Ignacio de Loyola,
tan querida a la par que odiada a lo largo de su historia. Y ese declarado apoyo a la Orden
es, sin duda, lo más destacable de esta pintura cuyas calidades plásticas son discretas. La
composición es muy elemental con una precaria disposición de volúmenes sobre un fondo
neutro, la figura no consigue integrase con el fondo, sensación que refuerzan los rayos a
modo de potencias que rodean la figura de Cristo.

Cristo se presenta imponente, estático y un tanto inexpresivo, con las manos cruzadas
sobre la túnica jesuítica y ocupando prácticamente todo el lienzo; se diría que esa misma
idea de relevancia se quiere trasladar a la Compañía de Jesús.

La institución religiosa fue fundada en 1539 por S. Ignacio de Loyola con un carácter apos-
tólico y sacerdotal, y vinculados a la figura del Papa con un voto de obediencia.
El objetivo de la Compañía era la propagación de la fe católica por todo el mundo y, en
consecuencia, se esforzaron en frenar los efectos de la Reforma.

Por la creciente influencia de la orden en los ámbitos políticos, financieros e intelectuales en


el S. XVII la Europa ilustrada intenta acabar con la Compañía. Ésta será suprimida en 1773
y restaurada en 1813 para volver a sufrir nuevos vaivenes en el S. XIX y principios del S. XX.
Inmaculada
126 x175 cm
Óleo sobre lienzo
Anónimo. S. XVII

La representación de la Virgen María, en sus diferentes advocaciones, es uno de los te-


mas más recurrentes del arte cristiano. En concreto el culto a la Inmaculada Concepción
tuvo una gran importancia entre los católicos, y fue una de las señas de identidad de la
contrarreforma.

Es en España donde más se desarrolla la devoción mariana y donde es más querido el culto
a la Inmaculada, y desde donde con mayor fervor se defendió el dogma de la Inmaculada
Concepción que será proclamado finalmente en 1854.

La imagen de la Inmaculada evolucionó en el tiempo a través de diversos modelos, siendo


Pacheco (1) quien estableció la iconografía de la Inmaculada como joven niña, que solía ir
acompañada de objetos y elementos cargados de simbolismos como el sol, la luna, las
estrellas, el pozo, la puerta o el espejo; que nos remiten a la pureza, el amor, la vida eterna
y la esperanza encarnadas en la Virgen. Otros elementos simbólicos como la corona de 12
estrellas y la imagen de la serpiente vencida se toman del Apocalipsis.

De forma gradual las composiciones fueron simplificándose hasta el modelo barroco que
muestra a una Virgen María joven, vestida con túnica blanca, recordando su pureza, y man-
to azul en alusión a la divinidad celestial y manos unidad sobre el pecho en actitud orante.
A los pies entre nubes y querubines, la luna creciente y la serpiente.

En esta obra apreciamos el gran tamaño de la figura de la Virgen, envuelta en el volumino-


so manto azul que pliega sobre su brazo derecho, dejando ver parte de la túnica roja que
viste María; mientras la pierna izquierda se flexiona equilibrando la composición. En la
parte inferior vemos la luna, sobre la que descansa el pie izquierdo, y la serpiente, sin ca-
beza en señal de derrota, bajo el pie derecho. Las manos unidas sobre el pecho, la cabeza
inclinada en actitud de recogimiento y humildad completan la tipología de esta Inmacula-
da que destaca sobre el luminoso celaje de fondo.

(1) 
Pacheco, Francisco (1564-1644). Pintor sevillano y escritor de sólida formación, conocedor de la literatura clásica, la teología y el
humanismo que se desarrollaba en Sevilla. Ha pasado a la historia, más que por su calidad pictórica, por ser el autor del tratado “Arte
de la pintura, su antigüedad y grandeza”, referencia obligada para la pintura de la época, y aún es más reconocido por ser el maestro
de Velázquez.
San Cosme y
San Damián
33 x 88 x 30 cm
Tallas en madera policromada
Anónimo

Según cuenta “La leyenda dorada” (1) los gemelos Cosme y Damián son oriundos de Arabia,
estudiaron medicina en Siria y ejercieron su profesión en Egea con gran éxito. Ayudados
por la intervención divina consiguieron curar todo tipo de dolencias llegando a realizar
complicadas intervenciones quirúrgicas.

El éxito les granjeó la envidia de la profesión y fueron denunciados por seguir la fe cristia-
na. Sometidos a todo tipo de tormentos, salen indemnes gracias a la intervención divina,
hasta que finalmente el verdugo les corta la cabeza.

Tradicionalmente son los patronos de médicos, farmacéuticos y barberos y se les repre-


senta como hombres jóvenes que llevan en sus manos cuencos y ungüentos.

Desconocemos la procedencia de las dos figuras de los santos Cosme y Damián que ac-
tualmente están alojados en el Retablo de la Pasión de la Iglesia de San Salvador, pero dado
que sabemos por las relaciones de Felipe II que en la villa de Polvoranca celebraban fiesta
en honor de los santos Cosme y Damián, lo más probable es que procedan de la iglesia de
esa villa. Polvoranca estaba enclavada junto a un arroyo y lagunas que provocaban conti-
nuas fiebres entre sus pobladores, así que nada más apropiado para el lugar que el culto a
los santos sanadores Cosme y Damián.

Si nos fijamos en las dos pequeñas tallas reconoceremos algunos de los símbolos propios
de su iconografía: la copa, que uno de ellos lleva en su mano izquierda, con la serpiente en-
roscada es el símbolo del dios de la medicina y actualmente lo identificamos con la farma-
cia o la bolsa con monedas que vemos bajo los pies de las dos figuras, en clara referencia a
la gratuidad con la que prestaban sus servicios. Pero sin duda el atributo más interesante
es el que vemos en la mano derecha del otro santo y que hace referencia al milagro más fa-
moso: se trata de la parte inferior de una pierna, la cual procedía de un muerto negro y que
fue trasplantada a un sacristán en una iglesia de Roma. La presencia de este elemento, así
como el hecho de que traslade con fidelidad el detalle del color de la pierna, nos confirman
que el escultor conocía bien la leyenda de los santos gemelos.
(1)
La Leyenda dorada. Recopilación de vidas de santos realizada por Jacopo de Voragine en el S. XIII.

También podría gustarte