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Cap.

XXI
De voces y sombras

Voy a dormirme en sus brazos. Espero que se encuentre en casa así


puedo abrazarla, puedo besar sus manos frías, porque siempre tiene sus
manos frías y hay que hacer un esfuerzo enorme para calentárselas. A
veces, cuando me siento en el sillón y ella en la mesita ratona, hablamos a
media voz, yo le miro su boca y ella la mía. Tomo sus manos frías como la
soledad que siento ahora y la acerco a mi cuello, justo bajo de las orejas,
entonces la tengo más cerca de mi cara y hablamos boca a boca, siempre a
media voz, después, ya con sus manos tibias empieza a buscar mi espalda y
entonces, tiemblo como una hojita en el viento; luego me deja. Cierro los
ojos, me tira hacia atrás y me cae como un rayo en el pecho abriéndome
una larga herida con su lengua. Siempre es lo mismo, siempre me quedo
con esta horrenda necesidad de verla, como ahora, que siento en cada paso
el peso de los años y de los que vendrán. A veces de mañana, la miro desde
la cama y la veo jugar con una muñequita que se llama igual que ella,
toman el té juntas, se preguntan si están enamoradas y de cómo es el chico
que las frecuenta; otras veces, esparce azúcar sobre la mesa y dibuja
corazones o arco iris de un solo color. Aunque ella me pregunta si me gusta
el rojo, el azul o el color violeta de cada arco, yo me veo en la obligación
de decirle que están hermosos. Entonces me sonríe y me salta como un
gatito abrazándome y cruza las piernas por mi cintura, apoya la cabeza en
mi hombro y caminamos como si fuéramos uno solo por toda la casa, hasta
que la dejo reposar sobre la mesa del jardín, se acurruca y le acaricio la
cabeza mientras duerme.

Néstor Martín Arenas

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