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En El vacío elocuente (Galaxia Gutenberg, 2017) José María Ridao

cuestiona
C U L T U R Ala imagen de santo laico de Camus y reivindica su talento

tanto literario como losó co.


Albert Camus y el malentendido
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Por Daniel Gascón 24 febrero 2017

La literatura y la personalidad de Albert Camus siguen inspirando estudios y cciones.


Hace unos años Berta Vias Mahou publicó Venían a buscarlo a él, una novela inspirada
en su vida. Kamel Daoud obtuvo el premio Goncourt de primera novela por Meursault,
caso revisado y Alice Kaplan ha escrito una investigación en torno a El extranjero,
Looking for the Stranger.

En El vacío elocuente (Galaxia Gutenberg, 2017) José María Ridao se propone analizar un
par de malentendidos sobre el autor de La peste. El primero sería el que lo presenta
como un escritor de talento pero super cial, un lósofo amateur envuelto “en una
bruma de sospecha e incluso de desprecio”. El segundo -y ahora imperante- sería el
que lo ha convertido en una especie de santo laico y fotogénico. El primer
malentendido se debía en parte a la polémica con Les Temps modernes en torno a El
hombre rebelde. El segundo malentendido es opuesto: tiene que ver entre otras cosas
con el periodismo, para quien Camus “no es un ejemplo sino una coartada”. Aunque
Camus escribió bastante en prensa, Ridao pre ere no hablar mucho de su labor
periodística, “por una mezcla de repugnancia y hastío hacia una de las actividades más
impúdicas y pagadas de sí mismas”.
El elemento que habría cambiado la percepción de Camus, explica Ridao, fue la
publicación póstuma de El primer hombre en 1994. Allí “aparecía al desnudo por
primera vez, sin las máscaras narrativas a las que había recurrido en obras anteriores,
un mundo de fascinante belleza, y, a la vez, de aterradora miseria, que no era otro que
el mundo argelino en el que transcurrió su infancia y primera juventud”.

Uno de los objetivos de Ridao es crear un contexto para la losofía de Camus y mostrar
que “la dimensión del Camus lósofo no desmerece de la del Camus literato”. En esa
dimensión fue muy importante su maestro Jean Grenier, a quien Camus dedicó El
derecho y el revés y El hombre rebelde. La in uencia, el énfasis en lo concreto, los
consejos a veces inesperados -como que le recomendara entrar en el Partido
Comunista-, la manera de mirar Argelia o el resquemor de Grenier por el éxito de El
extranjero -que incluyó un reproche de obsesión freudiana porque se mencionaran
cuatro veces los pechos de la amante de Meursault en la novela- inspiran páginas
brillantes.

Camus se propuso prolongar esa otra tradición que tomó de Grenier, una
tradición para la que rechazar los sistemas losó cos no equivale a
rechazar la razón en la que declaran fundarse, sino tomar conciencia
tanto de la fuerza de la razón como de sus limitaciones.

Ese impulso, argumenta Ridao, está presente en Ensayo sobre el espíritu de ortodoxia de
Grenier y en El hombre rebelde. Tiene que ver con el debate con Sartre y Les Temps
Modernes a propósito del último libro: el autor de La náusea defendería una
racionalidad histórica a la que se oponía Camus: “para Sartre, el concepto de historia
exige rechazar cualquier otro orden que no sea el que deriva, precisamente, de la
historia, de la historia como máscara del absoluto”. Frente a eso, “La legitimidad para
juzgar las acciones no puede fundamentarse según Sartre en ningún reconocimiento
de la condición metafísica del hombre, sino en las inexorables leyes de la historia, que
son las que Camus nunca habría querido o podido comprender”.
Si Sartre situaba a Camus en la tradición de los moralistas y aunque Berlin no incluía a
Camus en esta corriente y sus herederos, Ridao lo compara con autores románticos o
prerrománticos como Hamann, que Berlin consideraba el “embrión del
existencialismo”. “La transformación de la tradición antirracionalista en una tradición
de signo contrario, una tradición que, en palabras de Berlin, proporciona ‘un cierto
grado de autocomprensión racional consolidado, vendría a poner de mani esto que no
todo rechazo de la losofía de sistema conduce al rechazo de la razón, o dicho en otros
términos, que los usos posibles de la razón no se agotan en la construcción de los
sistemas losó cos”.

Ridao sabe iluminar de otra manera actitudes de Camus -que “no sé sitúa ni de cerca
ni de lejos entre los existencialistas”, aunque construya “una losofía de la existencia”-
ante el suicidio (en El mito de Sísifo) o el asesinato (en El hombre rebelde), y añadir
detalles a algunas controversias sobre las que hemos leído otras veces. Así, describe
elementos autobiográ cos casi obsesivos de su obra, explica la idea del absurdo del
escritor, o relaciona las diferencias en torno a la pena de muerte para Brasillach entre
Beauvoir y Camus con el existencialismo. Ridao explica los debates pero también
analiza cómo se contaron después (naturalmente, cada uno cuenta la versión que más
le favorece). Así, Beauvoir intentaba presentar a un Camus que cedía a las presiones de
quienes decían clemencia, en vez de alguien que hubiera cambiado de opinión. En la
célebre disputa sobre El hombre rebelde, sostiene Ridao, Sartre no siempre se mostraba
como un interlocutor: parecía un profesor de losofía.

A su juicio, en ese texto estaría una de las razones de El primer hombre: Sartre habría
sido su impulsor involuntario: “Con el artículo sobre El hombre rebelde, disciplente y
descarnado, Sartre acabó desbaratando el ‘pudor instintivo’ a hablar de la miseria que
Camus había conocido en su infancia, y le estimuló, por este camino imprevisto, a
sobreponerse al perturbador sentimiento que confesó en El primer hombre y que lo
mantuvo durante años recluido en una reserva a la vez orgullosa e instintiva: la
vergüenza de sus orígenes y la vergüenza de haberla sentido”.

Las discrepancias con Beauvoir y Sartre se repiten en las diferentes posturas sobre
Argelia, que es el asunto del que trata el último capítulo. “Puesto que Sartre coloca la
legitimidad y la justicia en la balanza del colonizado, no porque sus acciones sean en sí
mismas legítimas y justas, sino porque hacen avanzar un proceso establecido por la
leyes de la historia, quien no tome un partido expreso e incondicional por el colonizado
opta por la ilegitimidad y la injusticia”.

Compara a Camus -enfrentado a una elección desgarradora que lo lleva al silencio- con
Germaine Tillion, y con Manuel Azaña. Azaña y Camus “reconocen que, invocadas
desde una tribuna, las verdades dejan de ser últimas y se convertien en verdades de
parte, en verdades inevitablemente arrojadas al tumulto de la lucha”. Como Tillion (o
Azaña, Marek Edelman, Varian Fri, Jan Karski y Albert Hirschman, por mencionar los
otros ejemplos que cita Ridao), Camus pertenece a “una estirpe de hombres que aun
inspirando sus acciones en un ideal, en una verdad última, ni se la apropian ni aceptan
ser sus comediantes”.

Ridao busca las aristas del personaje: critica su capacidad para hacer sufrir a sus seres
cercanos y señala sus cambios de opinión, sus errores y vacilaciones. Frente a la
imagen que lo presenta como alguien que contempla los acontecimientos “con ojos de
buen salvaje” y que por eso -por no haber entendido a Hegel, como escribía Sartre- no
habría cometido los errores de gente mejor informada, como si “la ignorancia fuera el
verdadero nombre de su lucidez”, muestra que lo interesante de él no son solo sus
aciertos, sino cómo llegó hasta ellos. Como en los casos de Koestler, Orwell, Semprún o
Ridruejo, “reside en el recorrido sembrado de dudas y no solo en el destino que
alcanzaron a través de genuinas contriciones y desgarradores sacri cios”, escribe
Ridao, en este libro preciso y apasionado, inteligente y extrañamente íntimo.

Tags: Albert Camus, Galaxia Gutenberg, José María Ridao, Sartre, existencialismo
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