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Unidad 1

Si te das cuenta, hay interesantes similitudes entre las ideas y los virus. Los dos son invisibles,
uno no los ve en su alrededor. Los dos se trasmiten de una persona a otra. Las ideas se
trasmiten a través de signos que pueden tomar varias formas, pero una de las más comunes es
por palabras habladas por la boca que entran por el oído del otro. Los virus, al menos éste que
nos acecha hoy en día, se trasmiten también por la boca pero en gotitas de saliva que pueden
llegar directamente a la otra persona. Algunas ideas llegan a propagarse de forma, pues, viral,
cómo en efecto hacen algunos virus. Y como final, el virus, llegando al cuerpo, lo pone en
peligro. Es un agente peligroso que nos amenaza con muerte. Las ideas no llegan al cuerpo,
sino a la mente, pero bueno, hasta aquí llega la comparación. Las ideas, al menos las
filosóficas, que nos rodean hoy en día, no peligran la mente. ¡Qué va! La filosofía de neustros
tiempos es un bicho domesticado. En vez de peligrar, entretiene, cómo los acróbatas o
domadores de leones en el circo. O bien nos consuela. He visto muchos vídeos y artículos
últimamente que acuden al estoicismo para consolarnos.
No digo que el estoicismo y la filosofía contemporánea no tenga valor, sino sólo que lo que
nuestro alma necesita ahora no es ser adormecido, sino provocado. En una carta a Norman
Malcolm, Wittgenstein le dijo: “¿De qué sirve estudiar la filosofía si sólo te permite hablar con
cierta plausibilidad sobre algunas cuestiones abstrusas de la lógica, etc, y si no mejorar tu
capacidad de pensar sobre las cuestiones importantes de la vida cotidiana?”. Esa misma
preocupación era la de Sócrates quien nos dio la pauta para la vida filosófica, una vida en la
calle, en el ágora, haciendo preguntas difíciles y molestando a sus compatriotas. Es por eso
que le mataron, no por ningún capricho, sino porque representaba una amenaza, un peligro,
para las estructuras de poder en la sociedad ateniense. Lo mismo con Spinoza, cuyas ideas le
valieron una excomunión de su congregación y comunidad social. Toda su vida, Spinoza
escribía bajo una clara amenaza de muerte.
Y así llegamos a Jean-Paul Sartre. Su pensamiento, cómo él de Sócrates y Spinoza, se
consideraba peligroso. En Gran Bretaña, su obra de teatro A puerta cerrada fue prohibida, y en
la Unión soviética prohibieron su obra Las manos sucias. Todos sabemos que le dieron el
Premio Nobel en literatura y que, famosamente, lo declinó. Pero más llamativo, y lo que pocos
saben, es que el Papá Pío XII puso todas sus obras en el Indice de Libros Prohibidos. Si te
galardonan, pues es bonito, pero puede que tus ideas sean simplemente un reflejo del estatus
quo. El prohibirte, sin embargo, eso es mucho más llamativo, pues significa que estás
molestando y así cumpliendo con tu deber socrático. El comisario cultural de Stalin dijo que
Sartre era “una hiena dactilógrafa, y un chacal con bolígrafo”. El filósofo cristiano y también
existencialista, Gabriel Marcel, decía que Sartre “patentemente corrompía a los jóvenes” (cosa
que decían también de Sócrates), que era “un blasfemo sistemático”, y que era “el sepulturero
de Occidente”. Con mucha vehemencia, Sartre se oponía a la guerra de su país en Algeria, lo
cual le valió una demostración en las calles de París de 10,000 veteranos del ejército francés
que gritaban “¡Fusilen a Sartre!” Dos veces detonaron bombas en su casa, donde vivía con su
madre, y una vez en las oficinas de su revista Le Temps Moderne.
¿Bueno, de qué se trata este repaso de la dramática biografía de Sartre? Lo menciono para
justificar de alguna manera nuestra lectura de él porque la verdad es que su pensamiento está
pasado de moda. Son muy pocos los que hablan de él hoy en día. Entre los alumnos de filosofía
oigo más que nada nombres como Zizek y Byung-Chul Han, lo cual está bien. El hecho de que
Zizek y Han no hayan sufrido censura, calumnia y atentados contra su vida, cómo Sartre, no
significa que su pensamiento no tenga valor, sólo que no es peligroso. Y pues aquí llegamos al
punto. La mayoría de las ideas con las que nos topamos en la filosofía no son peligrosas porque
asentir a ellas o no, creer una sobre la otra, no cambia nada en tu vida, en tu existencia. El
virus representa una amenaza existencial, por lo que urge una vacuna, pues queremos que la
vida, al menos biológica, siga tal cual. Pero una vacuna mental es precisamente lo que no
queremos. De hecho, ése es el problema actual. Al igual que estamos todos encerrados en
nuestras casas, estamos encerrados también en nuestras creencias, en los credos de nuestro
tribu. Francamente, necesitamos algo que peligre ese encierre, que amenace a nuestra
existencia, a nuestra forma de vivir, porque la vida espiritual y social después de coronavirus
no puede seguir igual, o al menos, en las inmortales palabras de Sócrates, no puede seguir sin
examen.
¿Por qué era peligroso su pensamiento? Porque defendía la sencilla idea de que el ser humano
es radicalmente libre. Para los que detentan poder político y económico, es una idea peligrosa
porque implica que las horrendas injusticias del mundo no son inevitables, sino que resultan
de las elecciones de seres humanos, de individuos como tú y yo, por lo que tenemos la
libertad, el poder y la responsabilidad de cambiar las cosas, de hacer un mundo mejor. Y es
peligroso para el individuo porque le priva de todas las excusas que usa para no cambiar las
cosas, para no responsabilizarse y hacerse cargo de su libertad y las condiciones de su
existencia.
La libertad humana es el tema fundamental de su pensamiento. Lo trata de alguna forma u
otra un sus obras de teatro y en sus novelas, pero principalmente y forma conceptual en su
obra maestra – El ser y la nada. Eso es lo que vamos a leer en esta serie de vídeos. Sin
embargo, para orientarnos en la temática, quisiera tratar primero un breve ensayo suyo que se
llama “La libertad cartesiana”. En El ser y la nada, la influencia de Husserl y Heidegger es
patente y muy importante, pero Descartes juega un papel rector que no se aprecia tanto. En
este ensayo, lo vemos muy claramente. Fue Descartes, dice Sartre, quien nos enseñó a ser
libres, no en el plano de la acción, sino en el pensamiento. Sartre toma el ejemplo de las
matemáticas. El que dos más dos sean cuatro no es algo que produce el ser humano, sino que
es algo objetivo, parte de la “fijeza y necesidad de las esencias” matemáticas. Dice: “lo
verdadero es la totalidad del sistema de los pensamientos. […] puesto que [el hombre] no
puede producir ninguna idea, sino solamente contemplarla, tan sólo queda dotarlo de una
mera potencia negativa: la de decir no a todo aquello que no es lo verdadero”. Hay muchas
ideas, dice Sartre, flotando por ahí, ni verdaderas ni falsas. Es el juicio humano lo que hace que
una idea sea verdadera o falsa. Dice: “Así, el hombre es el ser por medio del cual la verdad
aparece en el mundo: su tarea consiste en comprometerse totalmente para que el orden
natural de los existentes se convierta en un orden de las verdades”.
En pocas palabras, la libertad humana consiste en la capacidad de decir no. Las verdades a las
que sí asienta son producto de un arduo proceso de duda metódica, cómo vemos
precisamente en las Meditaciones metafísicas. Descartes contempla las ideas que presentan
sus sentidos, su memoria, los sueños, y dice “No, de esas cosas puedo dudar”. Incluso,
suponiendo que un genio maligno le engaña, puede dudar incluso de las esencias
matemáticas. De todo puede dudar menos, como sabemos, de su propia existencia. La imagen
del genio maligno tratando de engañarlo es clave. En los años antes de la Segunda Guerra
Mundial, cuando Sartre daba clases de filosofía, Descartes era su héroe, no un héroe
revolucionario de la acción, sino del pensamiento. Sin embargo, con la guerra, el acenso de
Hitler y la ocupación de Francia, la “libertad cartesiana” cobró un sentido vital y existencial.
Había franceses que colaboraban con el regimen Nazi y otros que luchaban en la resistencia. La
gran mayoría de la gente no experimenta su libertad en el contexto de una meditación
filosófica cómo la de Descartes, sino en la vida de la acción, y la ocupación de Francia dio una
oportunidad muy dramática para ejercer esa libertad. Había dos opciones. O bien colaborar y
decir sí al genio maligno de la ocupación, o resistir y decir no. Resistir a las fuerzas del mal en el
mundo no es sino la misma actividad de la voluntad de negar el consentimiento a una idea
falsa.
Cómo veremos en nuestra lectura, la negación que efectúa la conciencia, su decir no, será
analizado ontológicamente en términos precisamente de la nada. La distinción de Descartes
entre las cosas materiales del mundo por un lado y el cogito immaterial por el otro, la veremos
reflejada en la distinción sartreana entre el ser y la nada, entre el ser en sí y el ser para sí. El
carácter negativo de la conciencia en Descartes y la libertad que implica son antecedentes muy
importantes en el pensamiento de Sartre. Pero hay un detalle más. En su ensayo sobre
Descartes, dice: “Puesto que el orden de las verdades existe fuera de mí, lo que va a definirme
como autonomía no es la invención creadora, es el rechazo. Somos libres rechazando hasta
que ya no podamos rechazar. Así, la duda metódica se convierte en el tipo mismo del acto
libre”. Fuera de mí, fuera de la conciencia, hay un orden de cosas cuya naturaleza está regida
por esencias, es decir, por el tipo de cosa que es, por su definición. Las ideas concuerdan con
esa esencia o no, y en función de eso las acepto o las rechazo. La conciencia, sin embargo, no
forma parte de ese mundo objetivo de esencias. El orden que la rige, para Sartre, es más bien
el de la existencia. En el caso del ser humano, la existencia precede a la esencia. Si no fuera así,
la libertad que postula no sería posible, sino que la vida de uno sería dictada por los caracteres
que lo definen.
Abordando el fenómeno humano de esta manera encierra dos consecuencias. La primera es
que mi vida, mi existencia, no es un ejemplo de un genero, sino que es individual, única, es
mía, lo cual implica la responsabilidad. En el texto Sartre dice: “Heidegger dijo: Nadie puede
morir por mí. Pero antes de él, Descartes dijo: Nadie puede comprender por mí”. Si Descartes
hubiera dejado que los filósofos de la tradición pensaran por él, jamás hubiera iniciado sus
meditaciones. Él y yo y cada uno es responsable de sus propios pensamientos. La segunda
consecuencia, entonces, es que la pregunta por el ser del ser humano tiene que partir de una
perspectiva subjetiva, no objetiva. Ésta es la idea que expresa en su célebre escrito “El
existencialismo es un humanismo”, que un ser humano está determinado no por una esencia o
naturaleza que tuviera, sino por la manera única en que existe en el mundo, por los proyectos
que lleva a cabo y las decisiones que toma. Si el humanismo existencial caracteriza la postura
filosófica de Sartre, es porque el ser humano libremente determina su vida desde la existencia
concreta. En ese ensayo dice: “el hombre es responsable de lo que es. Asi, el primer paso del
existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y hacer recaer sobre él la
responsabilidad total de su existencia”. Esa idea no es de aquellas cuya aceptación o rechazo
da igual, sino que peligra, precisamente por tratarse de la existencia de uno, de lo que
realmente significa ser libre. En nuestra época donde el sujeto ha muerto, una postura que
descansa sobre el sujeto cartesiano puede parecer ingenuo, y francamente es por eso que está
pasado de moda el existencialismo, al menos en la academia. Sin embargo, hay un decir que
dice muéstrame un relativista postmoderno volando a 35,000 pies de altura, y te muestro un
hipócrita. O sea, en esa situación, todos creen en las leyes de la aerodinámica y la gravedad. Es
por eso que quería tratar a Sartre ahora. Quizá la situación pandémica en que nos
encontramos haga que las ideas de Sartre cobren una nueva relevancia.
En el próximo vídeo empezamos nuestra lectura de El ser y la nada.

Capitulo 2
Aquí tengo mi copia de El ser y la nada en inglés. Es un gran libro no sólo por sus ideas
filosóficas sino por sus dimensiones físicas – ¡628 páginas en esta edición, y en la versión
española unos 648! Por cierto, antes de seguir, vamos a leer la edición de la Editorial Losada
traducida por Juan Valmar. Pues, lo impresionante es que Sartre tardó menos de dos años en
escribir este libro, tiempo en el que también escribió una novela, una obra de teatro, y en el
que trabajaba de tiempo completo cómo maestro de una escuela, y todo esto durante la
Segunda Guerra Mundial! La próxima vez que te quejas de no tener tiempo para terminar tu
tesis por el trabajo y otros menesteres, recuerda a Sartre.
Bueno, en el primer vídeo comentamos que Husserl y Heidegger influyen mucho en el
argumento de este libro, cosa que vemos en primera instancia en el propio título – El ser y la
nada – cuyo subtítulo es: ensayo de ontología fenomenológica. Siendo la libertad humana el
tema fundamental del pensamiento de Sartre, se podría pensar que su investigación aquí sería
de corte antropológica o ética, pero no, es ontológica. Como Heidegger en su famoso tomo,
Sartre pregunta fundamentalmente por el ser. Con base en su clasificación del tipo de cosas
que hay en el mundo, podrá llegar a su célebre tesis sobre la libertad humana. Es muy parecido
a lo que hace Spinoza en La ética. Empieza con cuestiones muy abstractas y netamente
metafísicas como base para construir una argumentación que termina en una concepción de la
vida humana liberada de las cosas que la esclavizan. También cómo Heidegger, Sartre aborda
su investigación desde la fenomenología, por ese novedoso y potente camino que abrió
Edmund Husserl. Ahorita empezando nuestra lectura del libro, hablaremos más de la
fenomenología, pero de momento quiero comentar que la importancia de Husserl y Heidegger
no puede sobrestimarse. Sin embargo, si Sartre estuviera completamente de acuerdo con lo
que hicieron los dos, obviamente no tendríamos El ser y la nada. Se inspira mucho en los dos,
pero piensa que quedaron cortos. El ser y la nada remedia esas limitaciones en una novedosa y
fascinante cosmovisión.
Podemos ver a grosso modo la transformación que efectuó en un comentario que Simone de
Beauvoir hace en su autobiografía. Dice que ella, Sartre y su amigo Raymond Aron salieron a
tomar unos tragos. Aron, quien estaba estudiando Husserl, señaló un cóctel sobre la mesa y le
dijo a Sartre: “Si eres un fenomenólogo, puedes hablar sobre ese cóctel, y eso es filosofía”. De
Beauvoir dice que Sartre se emocionó mucho. Dice textualmente: “Aron le había convencido
de que justo esto respondía a sus preocupaciones, [a saber], trascender la oposición del
idealismo y el realismo, afirmar a la vez la soberanía de la conciencia y la presencia del mundo
cómo dado a nosotros”. A juicio de Sartre, la posición de Husserl tiraba hacia el idealismo, es
decir, ponía demasiado énfasis en la dimensión ideal de los actos de la conciencia dejando el
mundo de las cosas en un segundo plano; y Heidegger tiraba demasiado hacia el otro lado del
realismo, o del ser cómo tal al margen de la consciencia. En su texto, Sartre trata de trascender
esta oposición cómo dice de Beauvoir en la cita.
Bueno, el libro consta de una introducción, cuatro partes cada una con dos o tres capítulos, y
una conclusión. La introducción tiene el título general de “En busca del ser” y consta de seis
secciones. Hoy vamos a tratar las primeras dos secciones. La introducción es la parte más difícil
porque su tema es bastante abstracto, a saber, la vieja cuestión de la relación entre el
pensamiento y la realidad, o entre la conciencia y el ser. Esa historia es muy larga, pero aquí en
la introducción Sartre repasa los avances que la filosofía que ha hecho al respecto en los
últimos tiempos.
La primera sección se llama “La idea de fenómeno” y empieza con una pregunta. El
pensamiento moderno, dice Sartre, ha querido superar una serie de penosos dualismos y dejar
en su lugar lo que llama “el monismo del fenómeno”. Su pregunta es si esa meta se ha logrado.
Pues, en buena parte, sí. Sartre habla de una serie de dualismos: interior/exterior,
ser/apariencia, potencia/acto, y esencia/apariencia. Todos tienen en común la idea de que lo
que vemos en la cosa, en el existente, no es más que una apariencia, una capa exterior que
oculta lo que realmente la cosa es, su ser, su esencia. Lo que la filosofía moderna ha mostrado,
y aunque hay claros antecedentes en Nietzsche e incluso en Hegel, Sartre se refiere
principalmente a la fenomenología de Husserl, lo que ha mostrado es que la apariencia basta.
Lo que algo es se agota en el conjunto de sus apariencias o manifestaciones. Dice Sartre: “La
esencia de un existente no es ya una virtud enraizada en la profundidad de ese existente: es la
ley manifiesta que preside a la sucesión de sus apariciones, es la razón de la serie”. Esto trae
como consecuencia que la esencia es sí misma una apariencia, no siendo más, dice Sartre “que
la serie bien conexa de sus manifestaciones”.
Bien, para entender lo que está diciendo, tenemos que entender un poco el método
fenomenológico de Husserl. La lema de Husserl es “zu Sachen selbst” – “a las cosas mismas”, o
sea, volver a las cosas al descubrirlas literalmente, es decir, quitarles todas las capas
metafísicas con las que están cubiertas. Esto se hace mediante una cuidadosa descripción de
cómo las cosas aparecen a la conciencia con la finalidad última de intuir las estructuras
esenciales de los actos de conciencia y de sus objetos correspondientes. Ahora bien, para Kant,
semejante descripción puede ser interesante, pero no es filosófica. Llegamos a conocer las
estructuras básicas de la conciencia no a través de una descripción de la experiencia, sino por
una reflexión lógica sobre las posibles formas de juicio, y en todo caso no nos lleva a las cosas
mismas sino simplemente a nuestras representaciones de ellas. Para Kant, la cosa en sí misma
sería el noumeno, la cosa tal cómo es en sí misma que nunca podemos conocer. Sólo
conocemos el fenómeno que es esa cosa tal cómo la mente la conoce.
El dualismo kantiano entre fenómeno y noumeno es uno de los penosos dualismos que Sartre
dice que el pensamiento moderno ha superado al llegar al “monismo del fenómeno”. En el
caso de la fenomenología de Husserl, ese monismo se da debido a una característica muy
importante de su manera de entender la conciencia, a saber, su intencionalidad. La conciencia,
el cogito, no es algo en sí mismo que a veces puede atender a objetos y a veces no, cómo una
linterna que puede prenderse y apagarse. La conciencia es siempre conciencia de algo. Estar
consciente es estar siempre atento a algo, atendiendo algo, en una relación intencional. Esas
tres palabras vienen de la raíz latina “intensio” que connota estar extendido o estirado hacia.
Así que, la descripción fenomenológica sí alcanza la cosa misma, el ser, porque debido a su
propia naturaleza no puede estar desligada de ella. Eliminar la relación significaría eliminar la
conciencia.
En esta primera sección de la introducción, Sartre dice que la realidad de la cosa ha sido
sustituida por la objetividad del fenómeno. Esto hace referencia a lo que Husserl llama la
reducción fenomenológica, o epojé, lo cual pone entre paréntesis la cuestión de la realidad
existencial de lo que se describe, ya que el acto de ver un libro es una experiencia que puede
ser analizada de manera filosóficamente fructífera sea el libro percibido con los sentidos,
imaginado, o soñado. Su realidad física no es determinante.
Además de esta reducción, hay otra: la reducción eidética. Donde en la primera reducción se
queda fuera cualquier consideración de la realidad del objeto, la finalidad de la segunda es
depurar la descripción del fenómeno para que quede fuera todo aspecto subjetivo. Lo que se
quiere es llegar a una descripción objetiva de la estructura del objeto. Cuando Sartre dice que
la fenomenología trata no de la realidad de la cosa, sino de la objetividad del fenómeno, se
refiere, al menos para Husserl, a que la descripción del fenómeno llega a su estructura básica,
a su esencia.
Para resumir, el “monismo del fenómeno” que Sartre menciona significa el rechazo del
dualismo cartesiano donde un cogito con sus ideas por un lado trata de ver cuales de ellas
representan correctamente una realidad física por el otro. En vez de eso, lo que tenemos es
una unidad intencional cuya descripción cuidadosa revela las estructuras objetivas del mundo
y de la conciencia que lo conoce.
Bueno, la última cosa que quiero mencionar en este resumen bastante corto es un término en
alemán que Sartre discute, a saber, Abschattung, lo cual en este contexto significa “aspecto”.
Cualquier objeto, el libro digamos, aparece a la conciencia siempre desde cierta perspectiva,
mostrando cierto aspecto suyo – desde arriba o abajo, desde un lado, desde cerca o lejos, etc.
Lo que el objeto plenamente es no se da en ninguno de esos aspectos por separado, sino en su
conjunto. Cada apariencia del objeto, cada Abschattung, hace referencia a una cantidad
indefinida de otras apariencias posibles del objeto. En sí, cada Abschattung es meramente
subjetivo si no hace referencia a la serie de la que es parte, si no trasciende hacia los demás
aspectos para llegar a fin de cuentas a lo que cualquiera pudiera acceder de forma objetiva – la
esencia.
Ahora bien, volviendo al argumento de Sartre, decía que el fenómeno no oculta nada, sino que
es simplemente “la serie bien conexa de sus manifestaciones”. Ahora dice: “¿Quiere ello decir
que, al reducir lo existente a sus manifestaciones, hemos logrado suprimir todos los
dualismos? Parece más bien, que los hayamos convertido todos en un dualismo nuevo: el de lo
finito y lo infinito”. Es decir, para que un objeto sea captado de forma objetiva, cualquier
aparición finita de él tiene que trascenderse hacia el infinito. Esta serie infinita de apariencias,
dice Sartre, “no aparecerá jamás ni puede aparecer. Así, el ‘afuera’ se opone nuevamente al
‘adentro’, y el ser-que-no-aparece, a la aparición”. Sartre termina la primera sección sin
resolver la cuestión de este nuevo dualismo. Lo que le interesa de momento es reflexionar
sobre la consecuencia de la eliminación del dualismo entre la aparición y el ser. Como dice: “Si
la esencia de la aparición es un aparecer que no se opone a ningún ser, hay ahí un legítimo
problema: el del ser de ese aparecer”. Se ocupa de ese tema en la segunda sección: El
fenómeno de ser y el ser del fenómeno.
Este libro, cómo hemos comentado, es un ensayo de ontología, pregunta por el ser. Además,
procede de forma fenomenológica, es decir, describe lo que aparece a la conciencia. Por eso
Sartre empieza la segunda sección diciendo: “El ser primero que encontramos en nuestras
investigaciones ontológicas es, pues, el ser de la aparición. ¿Es él mismo una aparición?”
Tomemos como ejemplo un árbol. El árbol se nos aparece como fenómeno. Lo que Sartre
pregunta es si el ser del árbol también se manifiesta cómo fenómeno. Suponiendo que el ser
puede develarse y aparecer, Sartre pregunta si ese ser, lo que está llamando el fenómeno del
ser, “¿es de la misma naturaleza que el ser de los existentes que me aparecen?”, es decir, que
el ser del fenómeno. Su respuesta es no. Dice que “El ser del fenómeno no puede reducirse al
fenómeno del ser”. ¿Por qué? Pues, en pocas palabras, porque los fenómenos están
íntimamente relacionados con la conciencia, con contenidos mentales, con el conocimiento,
mientras que el ser, para Sartre, es la bruta existencia. El ser en tanto existencia no puede ser
aprehendido o captado de forma fenomenológica. Cómo veremos, el ser para Sartre, es
transfenoménico. Sin embargo, si el ser fuese algo de orden mental o ideal, como una esencia,
entonces esta equivalencia sí podría hacerse, es decir, el fenómeno del ser y el ser del
fenómeno estarían en el mismo nivel. Sartre sostiene que esto es lo que vemos en Husserl y en
Heidegger. Veamos su reflexión.
Ya hemos hablado de las dos reducciones en Husserl, la fenomenológica (o el epojé), que pone
entre paréntesis la cuestión de la existencia real del objeto que aparece, y la eidética que capta
la esencia objetiva de la serie de apariciones o aspectos que el objeto presenta. Al conocer esa
esencia, uno conoce la realidad del objeto en cuestión. Husserl no dice que las cosas no
existen, sino sólo que su carácter existencial queda como uno de los aspectos o cualidades del
objeto. La objeción de Sartre es que comprender la existencia de forma conceptual, es decir, la
existencia cómo un aspecto o cualidad del objeto, es totalmente distinto de la existencia como
tal.
Vi un episodio de la serie Westworld que ilustra esto. Si no lo has visto, se trata de un tiempo
en el futuro donde una compañía ha perfeccionado la creación de robots con una apariencia
física, emocional e intelectual humana de muy alto nivel. Seres humanos reales pagan mucho
dinero para entrar en el mundo que han creado, Westworld, para interactuar con ellos como
quieran. En una escena, dos técnicos están dando mantenimiento a uno de estos robots, una
mujer, y uno se da cuenta, leyendo la transcripción de todo lo que ha dicho últimamente en su
“vida” en Westworld, que habló en algún momento de un sueño que tuvo. Le pregunta a su
compañera si los robots sueñan, si les hemos dado la capacidad de soñar. Ella dice que no,
¿cuál sería el punto? Y luego dice, pero sí les hemos dado el concepto de soñar, así que
pueden hablar de ello. En ese momento pensé – ¡eso es de lo que está hablando Sartre en la
segunda sección! Imagínate que los datos del sueño fueran programados en el robot con
muchísimo detalle, de modo que lo podría describir fenomenológicamente muy bien. Para
Husserl, al menos según Sartre, el haber realmente tenido y experimentado el sueño no
agregaría nada a la riqueza o profundidad de la descripción del mismo. La esencia saldría
siendo la misma. Para Sartre, en cambio, una cosa es entender la existencia bruta de forma
conceptual y otra es experimentarlo directamente. Eso, de hecho, es el tema de su famosa
novela La náusea. Así que, el fenómeno del ser no equivale al ser del fenómeno. Nuestro
acceso a él será no a través de la conciencia, no a través de su aparición fenoménica, sino por
medio de estados pre-reflectivos como el aburrimiento y la náusea, entre otros. Pero bueno,
nos estamos adelantando.
En el caso de Heidegger, encontramos más similitud con Sartre. En vez de una reducción
eidética tenemos precisamente un análisis existencial y también está la importante distinción
expresada en su célebre “diferencia ontológica”, a saber, que lo óntico (o los entes) y lo
ontológico (o el Ser) no son iguales. El primero tiene que ver con hechos sobre cosas
particulares, los entes, mientras que la pregunta ontológica tiene que ver con el sentido o
inteligibilidad de los entes. Por este último, pareciera que el ser del fenómeno (lo ontológico
en Heidegger) no se reduce al fenómeno del ser (lo óntico).
Bueno, ni en Husserl ni en Heidegger se trata de una llana reducción del uno al otro, sino más
bien de una relación. En Husserl la relación es racional o epistémica y en Heidegger es una
relación práctica, el estar-en-el-mundo del Dasein. Para Heidegger, la condición existencial del
Dasein revela el Ser, y éste es el problema que tiene Sartre. Dice: “El objeto no posee el ser, y
su existencia no es una participación en el ser, ni ningún otro género de relación. Decir es es la
única manera de definir su manera de ser; pues el objeto no enmascara al ser, pero tampoco
lo devela”. El ser simplemente es para Sartre. No es algo que puede develarse, sino que “es
simplemente la condición de todo develamiento: es ser-para-develar, y no ser-develado”.
Viéndolo de esta manera, Sartre pregunta por el sentido en Heidegger de “ir más allá hacia lo
ontológico”. Estoy sentado aquí en una silla, frente a una mesa, las cuales se me aparecen.
Dice Sartre que podría dejarlos y centrar la vista fenomenológica en el ser-del-la-silla o el ser-
de-la-mesa. Sin embargo, en ese instante, como dice, “desvío los ojos de la mesa-fenómeno
para encarar el ser-fenómeno, que no es ya la condición de todo develamiento, sino que es él
mismo algo develado, una aparición; y que, como tal, tiene a su vez necesidad de un ser [sobre
cuya base] pueda develarse”.
Para evitar la posibilidad de un regreso al infinito, el ser debe verse cómo la condición de todo
develamiento, un ser-para-develar, cómo dice, y no un ser que se devela. Es por eso que el ser,
para Sartre, es transfenoménico. Cómo veremos en lo que sigue, hay una cosa más que se
coloca más allá del fenómeno, y es la conciencia. Aunque, es problemático llamarlo una cosa.
En sentido estricto, la conciencia no es una cosa, sino que no es nada. Y así tenemos el famoso
título del libro: El ser y la nada.

Capitulo 3

Sé que el último vídeo sobre Husserl y Heidegger y el fenómeno del ser y el ser del fenómeno
fue algo difícil. Pues se me ocurrió un ejemplo para esclarecer un poco lo que vimos. Recuerda
que la conclusión fue que el ser de los fenómenos no es sí mismo algo fenoménico, es decir, su
ser no aparece, sino que es transfenoménico. ¿Cómo entender eso? Pues hay un famoso
taoísta que se llama Chuang Tzu y en alguna parte cuenta que una noche durmió y soñó que
era una mariposa, volando de flor en flor. En el sueño, estaba seguro de que era una mariposa.
Pero luego se despertó y se dio cuenta de que había soñado ser una mariposa. Y luego se hizo
la siguiente pregunta: “¿Era yo Chuang Tzu soñando que era una mariposa, o soy realmente
ahora una mariposa soñando que soy Chuang Tzu?” ¿Qué es ese ente dudando de sí mismo: es
Chuang Tzu o es una mariposa?
Una forma de responder esa pregunta, una pregunta por el ser, es con el idealismo. En el
primer párrafo de la tercera sección, Sartre menciona al Obispo Berkeley, filósofo irlandés del
siglo 18 quien famosamente declaró “Esse est percipi”. Es una frase latina que significa que el
ser consiste en ser percibido o en otras palabras, que no hay nada que sea independiente de la
mente y sus actividades epistémicas de conocer. Para Sartre, la epistemología tiene que
descansar sobre la ontología, o el conocimiento sobre el ser (o al menos sobre el ser de él que
conoce). Si no es así, entonces Chuang Tzu (o la mariposa) quedan atrapados en un mundo de
sueños y sueños dentro de sueños. Si el ente juzga que es, efectivamente, Chuang Tzu, ¿estará
soñando, o quizá soñando que está soñando? Ése, de hecho, es el trama de esa película
“Inception” con Leonardo DiCaprio. Volviendo a la frase del obispo, si el ser no es más que ser
percibido, entonces con respecto a cualquier percepción, si preguntamos por el ser de ese
mismo percibir, resultará que consiste en su ser percibido, y sobre esa percepción podemos
hacer la misma pregunta, así sucesivamente al infinito. Es para evitar esta consecuencia que
Sartre concluye que el ser del fenómeno no puede reducirse al fenómeno, es decir, a lo mental
o epistémico. Si Chuang Tzu fuera sartreano, se daría cuenta de que la única forma de salir de
esa casa de espejos es buscar el ser, buscar su ser, más allá del fenómeno.
Lo que Sartre espera haber mostrado hasta ahora, y lo que intenté mostrar con el cuento de
Chuang Tzu, es que para que nuestro conocimiento del fenómeno sea posible y tenga sentido,
tenemos que, cómo dice, “abandonar la primacía del conocimiento si queremos fundar el
conocimiento mismo”. Sin embargo, su crítica del idealismo no está completa porque el
idealismo de Husserl incorpora esta misma conclusión. Husserl reconoce que al menos el
cogito, el sujeto, es irreductible al fenómeno. Haciendo eco de Kant, el sujeto es la base
transfenoménica o, en su vocabulario, trascendental, que posibilita la unificación del
conocimiento. Aun cuando para Husserl y Sartre el sujeto o la conciencia no sea un fenómeno
más, Sartre no está nada de acuerdo con lo que plantea Husserl. Tomemos un ejemplo para
ver por qué.
Me propongo escribir un guión sobre la introducción de El ser y la nada. Primero reviso la
secciones que componen la introducción y sus diversos temas. Luego empiezo a leer. Subrayo
ciertas frases y tomo notas. Tomo un poco de café y pongo atención a la música clásica que
sale de mi radio. Vuelvo a la lectura y me pregunto cómo puedo ilustrar con animaciones cierta
idea que ahí encuentro. Esa idea me hace recordar mi primer maestro de filosofía que trató la
idea en un curso que tomé con él. Me pregunto si todavía vive.
Bueno, si hacemos una descripción fenomenológica de la experiencia que acabo de contar,
habrá por un lado varios objetos de esa experiencia (el libro y su texto, las anotaciones y las
notas que tomé, el sabor del café y la cualidad sonora de la música, animaciones digitales, y mi
antiguo profesor) – todo eso junto con ciertos actos de conciencia (como percibir, recordar,
imaginar, dudar, etc.). Esto es todo lo que aparece, todo lo que un fenomenólogo ve y puede
describir. Sin embargo, dice Sartre, hay filósofos que encuentran una cosa más, un ego, un
sujeto, un yo detrás de todo esto dirigiendo el flujo de estos actos de conciencia. Aunque no
sea estrictamente una descripción sino una inferencia o suposición, este ego parece muy
razonable, ya que para que todos estos objetos y actos no sean una mera miscelánea juntada,
sino todos vinculados entre sí como componentes de una sola experiencia, a saber, la mía,
semejante sujeto parece necesario.
En una de sus primeras publicaciones, el ensayo “La trascendencia del ego”, Sartre trató este
tema de un ego encerrado como un homúnculo en la conciencia dirigiendo sus actos. Sartre
dice que esa suposición no es necesaria, que ese ego que llamamos el yo no es inmanente sino
trascendente. Se encuentra allá en el mundo tal cómo se encuentra el ego de otra persona.
Entre los actos que describí del proceso de escribir este guión, hay uno que recoge y sintetiza
momentos pasados junto con el presente, produciendo así esta cosa que llamamos el yo,
nuestra identidad.
No obstante, desde el punto de vista del sentido común, pareciera que el cogito de Husserl,
que hace eco del de Kant y de Descartes, tiene razón. Cuando describo mi experiencia, digo Yo
leo el texto, Yo tomo el café, Yo recuerdo a mi profesor. Esta experiencia tan común es lo que
está detrás de la famosa frase de Descartes: Pienso, luego soy, Yo pienso. Entre todas las cosas
de las que podemos dudar, el yo como una sustancia pensante, el res cogitans, es la única de la
que tengo total certeza. Sin duda, ese yo que todos tenemos y experimentamos es muy obvio
y Sartre no lo niega, sólo dice que no es básico, sino derivado. Explica lo que quiere decir en la
tercera sección de la introducción, que se llama “El cogito ‘pre-reflexivo’ y el ser del
‘percipere’”.
Antes que nada, quiero aclarar algo de terminología. Sartre utiliza tres palabras latinas en esta
sección: percipi, percipiens y percipere. Significan, respectivamente, lo percibido, la percepción
y percibir. Entonces, cuando dice en el título “el ser del percipere” está preguntando por el ser
de eso que percibe o conoce, ¿en qué consiste?. Aunque no será el ego trascendental de
Husserl, Sartre le sigue muy de cerca en algunas cosas. Primero caracteriza el cogito o la
conciencia como intencional o posicional. Dice: “Toda conciencia es posicional en cuanto que
se trasciende para alcanzar un objeto, y se agota en esa posición misma”. Se agota en ello,
dice. La conciencia no trae ni ideas innatas, ni categorías, ni ninguna estructura precargada. De
hecho, dice “El primer paso de una filosofía ha de ser, pues, expulsar las cosas de la
conciencia”. Entonces, si la conciencia tiene conocimiento, no es conocimiento de algo en la
conciencia, sino de objetos en el mundo, como de una mesa.
Sin embargo, dice Sartre, “la condición necesaria y suficiente para que una conciencia
cognoscente sea conocimiento de su objeto es que sea conciencia de sí misma como siendo
ese conocimiento”. Lo que dice aquí es muy parecido a lo que dice Husserl sobre la necesidad
de que el flujo de los actos de conciencia tengan una unidad, que no sean una miscelánea de
actos sino todos mis actos. Para Sartre, si la conciencia no está consciente de ser esa
conciencia de mesa, sería, dice, “conciencia de esa mesa sin tener conciencia de serlo, o, si se
prefiere, una conciencia ignorante de sí misma, una conciencia inconsciente, lo que es
absurdo”.
Entonces, una conciencia de conciencia, o autoconciencia, debe ser posible, pero ¿de qué
manera? Lo que la tradición, al menos desde Descartes, nos ha enseñado es que la conciencia
pasa a ser autoconciente cuando convierte a sí misma en objeto de conocimiento. Por
ejemplo, primero tiene uno la conciencia posicional de un objeto, como una mesa. Luego, en
un segundo momento, la conciencia toma esa primera conciencia como objeto de reflexión. Al
estar consciente de la primera conciencia, pareciera que se trata ya de la autoconciencia, pero
Sartre tiene un problema con eso. Tanto en el primer caso de la conciencia de la mesa, como
en el segundo caso de la conciencia de la conciencia de la mesa, lo que tenemos es el binomio
conocedor-conocido. En el segundo caso, el objeto o lo conocido, es “conciencia de mesa”
pero lo que lo conoce, el conocedor, aún no es conocido. La conciencia que conoce y la que es
conocida no son la misma. Cómo dice Sartre, “Si aceptamos la ley del par conocedor-conocido,
será necesario un tercer término para que el conocedor se torne conocido a su vez”. Ya saben
hasta donde va esto – hasta el infinito. Para evitarlo, dice Sartre, tiene que haber una “relación
inmediata y no cognitiva de [la conciencia] consigo misma”. ¿Cuál es la diferencia entre
semejante relación y la relación reflexiva que hemos visto hasta ahora?
Cuando me quedo mirando un cuadro en un museo, mi conciencia es posicional, es decir, tiene
un objeto, el cuadro. Estoy reflexionando sobre ese objeto. Al mismo tiempo, dice Sartre, estoy
consciente de esa conciencia del cuadro, pero de forma no reflexiva. Es decir, no lo he
convertido en un objeto al que dirijo mi atención de forma centrada y reflexiva. Sartre dice que
“toda conciencia posicional de objeto es a la vez conciencia no posicional de sí misma”. A lo
mejor podamos comparar la diferencia entre la conciencia reflexiva y la no-reflexiva con la
diferencia entre el oír y el escuchar. Cuando hablas con un amigo en una cafetería, estás
escuchando la voz de tu amigo, estás directamente consciente de ella como objeto de
reflexión. Al mismo tiempo oyes la voz de otras personas hablando a tu alrededor. Estás
consciente de ella pero de forma indirecta o no-reflexiva, o sea, no la estás escuchando, sin
embargo estás consciente de ella.
Recuerda que Sartre, como Husserl, veía la necesidad de que los actos de la conciencia no
fueran una miscelánea, sino que constituyeran una unidad, la unidad del sujeto. Al concebir
esa unidad, o autoconciencia, en términos de un cogito pre-reflexivo, Sartre estaba tratando
de evitar cierto prejuicio epistémico que, como dice en el texto, plantea que “saber es saber
que se sabe”, lo cual, para el sentido común, suena casi como la definición de autoconciencia.
El problema es que ese saber es reflexivo, es posicional, un saber que, debido a la dualidad de
conocedor-conocido, nunca puede captarse a sí mismo. Si no fuéramos conscientes de
nosotros mismos de forma pre-reflexiva, cosas muy sencillas que hacemos todo los días no
serían posibles. Sartre da el ejemplo de contar doce cigarros. Para cada cigarro que se cuenta,
hay una conciencia de él como objeto, tal como hubo esa “conciencia de mesa” que vimos. Sin
embargo, si estas doce conciencias de objeto no fueran ya conscientes de sí mismas, entonces
cada una de esas conciencias de objeto tendría que convertirse sí mismo en objeto para ser
contado. Es la misma dinámica que vimos en el binomio conocedor-conocido. Para conocerse a
sí misma, la conciencia tiene que convertir a su primera conciencia, digamos de una mesa, en
objeto de reflexión. Sin embargo, la conciencia que conoce sigue siendo distinto de la
conciencia conocida. Por mucho que repita esta operación, nunca llega a lograr la unidad de
una autoconciencia, de la misma forma que en el ejemplo de los cigarros nunca llega a la
unidad de doce cigarros.
Sé que la argumentación aquí es muy abstracta y difícil, pero su conclusión sobre el cogito pre-
reflexivo va a tener implicaciones muy importantes para la vida humana y la libertad. Entre
otras cosas, con esta idea Sartre va a poder explicar el famoso fenómeno de la mala fe. Digo
esto para que sepas que toda esta abstracción va a tener su fruto más adelante.
Bueno, en la cuarta sección, Sartre vuelve a analizar el ser del fenómeno como algo que no
puede reducirse ni al fenómeno (es transfenoménico) ni a la conciencia. Dado que ese tema se
tocó en la segunda sección, y que se trata de otra forma en la quinta, pasemos a la quinta
sección que se llama “La prueba ontológica”.
La prueba ontológica es una de las clásicas pruebas de la existencia de Dios. Mediante un
análisis del concepto de Dios, de su esencia, pasa a probar su necesaria existencia. En el
vocabulario fenomenológico de Sartre, se podría decir que parte de una consideración de un
fenómeno, el concepto mental de Dios, al ser de ese fenómeno, su existencia. En la prueba
que emplea aquí, no parte de un fenómeno o una esencia sino del ser, el ser de la conciencia,
para probar la existencia de otro tipo de ser, no la de un Dios, sino de los objetos que
conocemos.
Su punto de partida es la afirmación “Toda conciencia es conciencia de algo”, la cual podemos
interpretar de dos formas. O bien, entendemos que “la conciencia es constitutiva del ser de su
objeto, o bien que la conciencia […] es relación con un ser trascendente”. Para Sartre, la tesis
idealista de que la conciencia constituye el ser del objeto enfrente el siguiente dilema.
Recuerda que lo que aparece a la conciencia siempre es un solo aspecto o perspectiva del
objeto, sin embargo, lo que constituye la objetividad del objeto es la potencial infinidad de
estos aspectos. Sabemos que esa infinidad de aspectos no se presentan de forma efectiva a la
conciencia; son dados no cómo presentes sino cómo ausentes. Y aquí viene el problema. Si se
quiere sostener que la conciencia constituye el ser del objeto, entonces constituye la
objetividad del objeto con base en una falta, la falta de todos esos aspectos en la subjetividad
de la conciencia. Así, la conciencia no puede alcanzar la objetividad real y presente de un
objeto, sino sólo un objeto ausente, fantasma. Sartre dice: “La conciencia es conciencia de
algo: esto significa que la trascendencia es estructura constitutiva de la conciencia; es decir,
que la conciencia nace apuntado hacia un ser que no es ella misma. Eso es lo que llamamos la
prueba ontológica”.
Si aceptamos que la conciencia trasciende a sí misma hacia un objeto en su presencia, la única
cosa que puede hacer inteligible esa dinámica o estructura es que el ser de ese objeto sea
transfenoménico, y no producido por la conciencia. A fin de cuentas, éste es el pecado de
Husserl; reduce la realidad o objetividad del objeto a una función del acto eidético de la
conciencia. Para Sartre, la fenomenología es ontología porque su principio básico es que la
conciencia es conciencia de. Según Sartre, Husserl eventualmente traiciona su gran
descubrimiento de la intencionalidad.
Volvamos al subtítulo de este libro: un ensayo de ontología fenomenológica. Sartre pregunta
por el ser, pero lo hace partiendo del fenómeno. En esta introducción, hemos visto que la
descripción del fenómeno implica una dimensión más allá del mismo, uno en el que
encontramos por un lado el ser de la conciencia y por el otro el ser de las cosas. La relación
intencional entre la conciencia y el objeto está mediada por el fenómeno, pero esos dos polos
se relacionan con el fenómeno de formas distintas. El resto del libro es, en términos generales,
una elaboración de estos dos modos de ser: el ser-en-sí (el ser de las cosas), y el ser-para-sí (el
ser de la conciencia).
Termino recordándoles que estos vídeos son para acompañar la lectura del libro. Si quisiera
simplemente exponer las ideas básicas de este libro, lo podría hacer en un solo vídeo. Pero la
filosofía no es sencillamente saber x y y, sino saber por qué x y y. Por eso estamos revisando
con cierto detalle los argumentos. Sé que son difíciles, pero ya hemos pasado la parte más
complicada. De aquí en adelante les aseguro que el argumento del libro será más fluido, fácil
de captar y muy interesante.

Capitulo 4
La introducción de El ser y la nada es muy engorrosa, ya hemos establecido eso. Pero su
conclusión es muy sencilla: hay dos cosas que no se dan dentro de los confines del fenómeno,
dos cosas que son transfenoménicas – la conciencia, por un lado, y por el otro lo que Sartre
llama el ser del fenómeno, o lo que podemos simplemente llamar el objeto o las cosas del
mundo. Estos son los dos elementos de su ontología: el ser humano y el mundo, la conciencia y
las cosas, el ser-para-sí y el ser-en-sí. Pero el libro se llama El ser y la nada. ¿Qué onda con la
nada?
Si te das cuenta, es bastante llamativo que esta reflexión ontológica en el Ser y la nada dé
cabida precisamente a la nada. La ontología es el estudio del ser, de lo que hay, de lo que es.
Para el sentido común, y para muchos filósofos de la tradición, la nada no es. ¿Qué papel juega
la nada en su esquema ontológico? Pues estamos por ver porque la primera parte del libro se
llama “El problema de la nada” y el primer capítulo se centra en la cuestión de la negación.
Para entender por qué está hablando de estos temas, volvamos un momento a esos dos
elementos o aspectos del ser que acabamos de comentar.
¿Alguna vez te has preguntado cómo sería el mundo si no existieras, si ningún humano
existiera? Esa piedra, ese árbol, las estrellas en el cielo, todos seguirían tal cual son. No
dependen de la conciencia humana para su ser. El ser-en-sí existe en sí mismo completo,
determinado y pleno, y dado que no le falta nada para ser lo que es, es idéntico consigo
mismo, cumpliendo así con la primera ley de la lógica, la de la identidad, A=A. Esta piedra es
simplemente esta piedra.
El otro tipo de ser, la conciencia o el ser-para-sí, es casi el opuesto total. Donde el ser-en-sí, por
su plenitud, es opaco, por así decirlo, el ser-para-sí, dice Sartre, es traslúcido. Eso se debe a la
intencionalidad que caracteriza la conciencia. Cómo vimos en la introducción, la conciencia no
puede existir aparte, en sí misma, sino siempre en relación con algo, con un objeto. No hay
simplemente conciencia, sino siempre conciencia de. Si la conciencia fuera algo en sí mismo, si
tuviera algún grado de opacidad, el fenómeno no podría aparecer tal como es, sino que
aparecería teñido o ocultado por esa opacidad de la conciencia. Ésta sería cómo un espejo que
tuviera manchas o diferentes coloraciones. En vez de esto, es traslúcida, y por eso no guarda la
sencilla identidad consigo misma que guardan cosas como piedras y árboles. No hay nada
determinado con que identificarse.
Tenemos, entonces, que el ser consta de dos elementos bastante contrarios en su naturaleza,
casi como agua y aceite: la conciencia y el mundo de cosas que le rodea. Sin embargo, lo que
intelectualmente Sartre ha planteado como una separación radical es, en la experiencia
humana cotidiana, una totalidad continua. Hacemos referencia a las cosas sin problema, las
agarramos y las usamos de forma fluida, muy parecido a la existencia del Dasein que en El ser y
el tiempo Heidegger describe como ser-en-el-mundo. Para entender la relación entre los dos
aspectos del ser, Sartre va a tomar como punto de partida esta totalidad, lo que llama el
hombre-en-el-mundo. Así como Heidegger interrogaba la existencia del Dasein para que le
diera alguna pista sobre la naturaleza del Ser, Sartre va a interrogar al ser humano, a su forma
de portarse en el mundo, con la esperanza de que esto revele la relación entre la conciencia y
las cosas. En los primeros párrafos del primer capítulo, cree haber encontrado una conducta
que puede dar respuestas. Dice: “Este hombre que soy yo, si lo capto tal cual está en este
momento en el mundo, advierto que se mantiene ante el ser en una actitud interrogativa”.
El ser humano habita el mundo con una postura de cuestionamiento, no siempre verbal y
explícito, como cuando preguntamos en voz alta si lloverá mañana, sino también de modo
implícito en nuestra interacción con las cosas, la expectativa que tenemos de que sucederá lo
que esperamos: el coché se arrancará al girar la llave, la planta florecerá al regarla, esta taza de
café me quitará el sueño. En nuestra vida cotidiana estamos cuestionando el ser, y esperamos
una respuesta, esperamos que el mundo revele su modo de ser. La respuesta, dice Sartre, será
“un sí o un no”, o bien revelará algo o no revelará nada. Sartre da el ejemplo de una cita con su
amigo Pierre en un café. Sartre llega tarde y no lo encuentra. Imaginemos un momento qué
habría pasado si lo hubiera encontrado. En ese caso, el ser habría revelado un algo, una
presencia. Ontológicamente, esto no extraña. Si Sartre lo ve y dice “Ah, ahí está Pierre”, lo que
posibilita esa afirmación es un ser ontológicamente real – Pierre. Eso nos parece normal.
Lo interesante es cuando la respuesta del mundo sea no. Sartre busca por todos lados, no lo
encuentra y dice: “Pierre no está”. Donde antes había una afirmación, ahora hay una negación.
¿Qué es lo que posibilita ese “no está”. En el primer caso una presencia posibilita la afirmación,
pero ahora no hay nada ahí, pero eso es el punto de Sartre, precisamente la nada es lo que
posibilita el enunciado negativo. ¿Pero cómo es posible eso, cómo puede ser real la nada? ¿No
sería la nada simplemente un concepto abstracto que generamos a partir de juicios
particulares, como dicen los nominalistas sobre los universales? Ésta es la pregunta que hace
Sartre cuando dice: “la negación, como estructura de la proposición judicativa, ¿está en el
origen de la nada, o, al contrario, la nada, como estructura de lo real, es el origen y el
fundamento de la negación?”. Para Sartre, es este último. Veamos por qué.
Sartre dice que descubre la ausencia de Pierre en el café, pero eso no quiere decir que al
revisar el espacio encuentra su ausencia en cierto punto como si fuera un vacío, un agujero
negro. Los demás clientes y las mesas y tazas de café sí están ubicados de esta manera, pero la
ausencia de Pierre no. Sartre dice que Pierre está ausente de todo el café. Su ausencia, dice,
“fija el café en su evanescencia; el café permanece como fondo; se desliza hacia atrás,
continúa su nihilización. Sólo se hace fondo para una forma determinada … y esa forma que se
desliza constantemente entre mi mirada y los objetos sólidos y reales del café es precisamente
un perpetuo desvanecerse, es Pierre que se destaca como nada sobre el fondo de nihilización
del café”. Esa palabra “nihilización” la acuñó Sartre. Viene del latín – nihil – que significa
“nada” y está claro que se trata de una actividad. En su búsqueda por Pierre, el café queda
nihilizado o negado. Como veremos más adelante, es la conciencia, el ser-para-sí, lo que lleva a
cabo esta nihilización, es el ser que introduce la nada en el mundo. Pero primero tenemos que
dejar claras unas condiciones y características de esta actividad.
Sartre dice que la ausencia de Pierre se percibe de forma concreta. Esto se debe a que Sartre
tiene la expectativa de encontrarlo ahí. Es gracias a esa expectativa que el café puede
organizarse como un fondo en el que la ausencia se hace patente. Sartre distingue el
enunciado “Pierre no está” de otros enunciados que podrían hacerse en este contexto. Dice
que podría divertirse diciendo “El Duque de Wellington no está” y “Paul Valéry no está”. Estas
negaciones son igual de verdaderas como la de Pierre, sin embargo, la negatividad aquí no es
concreta sino abstracta. La relación entre su ausencia y el café no es real sino sólo pensada,
dice Sartre. De hecho, podríamos imaginar un escenario en el que el juicio “Pierre no está”
fuera resultado no de una percepción concreta basada en la nada que la totalidad del café
presenta, sino en una inferencia racional. Por ejemplo, llega Sartre al café y ve que está
cerrado, o llega y entra y el dueño se acerca y dice “Oye Jean-Paul, Pierre me habló, quería que
te dijera que no puede llegar”. En estos casos podría igual juzgar que “Pierre no está”, pero
sería una relación meramente pensada, abstracta.
Aunque la nada se revela de forma concreta en relación con una expectativa, como la que
tiene Sartre cuando va al café, Sartre sostiene que la nada es un elemento ontológico real y
objetivo. Dice: “el no-ser no viene a las cosas por el juicio de negación: al contrario, el juicio de
negación está condicionado y sostenido por el no-ser”. Y para demostrar el alcance de la nada,
muestra que no sólo los juicios negativos, sino también los positivos, e incluso toda cognición
encierra negatividad. En una discusión de la nada en Hegel, Sartre hace referencia a la famosa
afirmación de Spinoza: omnis determinatio est negatio – toda determinación es negación. El
uso más sencillo de conceptos para predicar una cosa de otra, por ejemplo, Pierre es un
hombre o Pierre está aquí, determina a Pierre como esto y no aquél, es un hombre y no una
mujer, está aquí y no allá. Nuestra experiencia del mundo es una experiencia de objetos con
determinadas cualidades distinguidos entre sí. Para evitar la noche hegeliana en la que todos
los gatos son pardos, toda experiencia y toda cognición tiene que contar ineludiblemente con
la negación.
Volvamos al café. Hemos dicho que la ausencia de Pierre revela la nada como algo real y no
solamente un juicio subjetivo. Hay que tener en cuenta que ni el ser ni la nada existen como
tal, como sustancias monolíticas y omnipresentes. Hay seres que son cosas, el ser-en-sí, y otros
que son la conciencia humana, el ser-para-sí. Cuando Sartre habla de la nada hay que recordar
que es fenomenólogo, y que la conciencia siempre es conciencia de, una conciencia dirigida
hacia un objeto. En el caso del café, ese objeto es la ausencia. La ausencia de Pierre es lo que
Sartre técnicamente llama un “négatité”, un negado, una situación negada, lo que al español
han traducido como “negatidad”. Cuando habla de la nada en general, está hablando de esto.
Y ahora podemos preguntar ¿de dónde viene la nada? Hemos visto que la nada es algo real, o
sea, no es una mera ficción subjetiva. Si es así, entonces ¿qué relación tiene con el ser, que
también sabemos que es real? Sartre dice que no lo podemos comprender cómo exterior al
ser, como si entre todas las cosas del mundo hubiera huecos o vacíos de negatividad. No, lo
que es negado es siempre algún ser, como el café. Dice Sartre que es menester que “la Nada se
dé en el meollo mismo del Ser para que podamos captar ese tipo particular de realidades que
hemos llamado Negatidades”. Nuevamente, este último no es algo al lado del ser, no es una
cosa, sino una actividad, la de nihilizar. La negatidad es el producto de nihilizar un ser.
Entonces, la pregunta “¿de dónde viene la nada” se convierte en la pregunta “¿qué puede
nihilizar el ser?”.
La nada misma no puede hacerlo porque, al no ser nada, no puede hacer nada. Sólo el ser, dice
Sartre, puede nihilizar a sí mismo, por lo que tenemos dos opciones, o lo hace el ser-en-sí o el
ser-para sí? El ser-en-sí, las cosas del mundo, son llenos de positividad dice Sartre, son lo que
son, completos e idénticos consigo mismo, y se relacionan con las demás cosas en una estricta
cadena de causalidad en la que no hay brechas. Dentro de este gran bloque del ser no habría
espacio en el que una negatividad podría generarse. No hay posibilidad de relación entre ellos.
Con respecto al ser-para-sí, en cambio, no hay sólo la posibilidad de relación, sino que la
propia estructura de la conciencia, siendo traslúcida y no-idéntica consigo misma, encierra la
propia naturaleza de la nada. Recuerda que Sartre inició su reflexión notando que el ser-para-sí
se relaciona con el mundo mediante una postura de cuestionamiento. A diferencia del ser-en-
sí, el ser-para-sí está consciente de una distancia entre sí y los objetos, de ser distintos de las
cosas que le rodean. No forma parte de esa cadena causal, sino que en la brecha que se da en
su postura de cuestionamiento, surgen dudas y posibilidades, y está consciente de la falta que
hace que nunca coincide consigo mismo en una simple identidad. La conciencia es ese ser a
través del cual la nada adviene al mundo.
Volvamos nuevamente al café. Claramente, el café es un ser-en-sí, un bloque inerte y positivo
en su ser. Llega Sartre y busca a su amigo. ¿Donde está Pierre? Este interés de Sartre, su
expectativa de encontrarlo ahí, nihiliza el café. Es decir, ante su mirada, el café se organiza
como el trasfondo donde la figura de Pierre puede aparecer. Las mesas, las tazas, y los clientes
en su totalidad constituyen un fondo indiferenciado en el que cada uno trata de resaltarse en
la atención de Sartre pero vuelve rápidamente a disolverse en el trasfondo. Si Sartre viera a
Pierre, todos estos elementos cobrarían de repente su opaca normalidad. Lo que los mantiene
en el trasfondo es precisamente la ausencia de Pierre. Dice Sartre: “esa forma que se desliza
constantemente entre mi mirada y los objetos sólidos y reales del café es precisamente un
perpetuo desvanecerse, es Pierre que se destaca como nada sobre el fondo de nihilización del
café”. De esta manera, el no-ser de Pierre, su ausencia, su nada, es introducido al ser del café.
Imaginemos que en vez de Sartre llegara al café un robot equipado de una cámara con
tecnología de reconocimiento de caras. Para comparar la imagen de cada cara en el café con la
de Pierre que tiene almacenado en su memoria digital, ninguna nihilización del café sería
necesaria, de hecho, no sería ni siquiera posible ya que el robot es un ser-en-sí, parte de la
cadena causal de objetos ahí en el café, y por tanto incapaz de desligarse de ese orden. Sólo la
conciencia humana es capaz de retirarse o distanciarse de la bruta y opaca existencia de las
cosas, y así introducir un vacío, una nada, entre sí misma y el mundo de las cosas. El ser-para-sí
es el ser a través del cual la nada adviene al mundo. Sartre dice: “El ser por el cual la Nada
adviene al mundo es un ser para el cual, en su Ser, está en cuestión la Nada de su Ser: el ser
por el cual la Nada adviene al mundo debe ser su propia Nada”. Justo en este punto del
argumento, Sartre hace notar que esta nada que la conciencia introduce al mundo a partir de
la estructura de su actividad de cuestionamiento, no es otro que su propia libertad, la cual será
tema del próximo vídeo.

Capitulo 5

¿Cuál es la diferencia entre el ser-en-sí y el ser-para-sí, entre las cosas del mundo y la
conciencia humana? Nada. Literalmente. En el último vídeo vimos que la conciencia es el ser a
través del cual la nada llega al mundo. La negación o nihilización que constituye la actividad del
ser-para-sí no quiere decir que acabe con el objeto, como si un laser emanara de su mirada
destruyéndolo, dejando ahí una ausencia, una nada. Más bien es una cuestión de atención y
énfasis. Recordemos que la conciencia es intencional. Está dirigida no hacia el mundo en su
totalidad sino a un objeto en particular, digamos un libro. Para que el libro aparezca como algo
determinado, todo lo demás tiene que ser negado, relegado al trasfondo. El libro no es la
mesa, no es la taza de café, pero quizá más importante, yo no soy ese libro. La nihilización que
la conciencia efectúa aparta al objeto de sí misma. Es distinta no sólo del objeto con el que
guarda una relación intencional, sino de la cadena causal y determinista que une a todas las
cosas en el masivo e inerte bloque del ser-en-sí. Gracias a esta separación, la conciencia, el ser-
para-sí, puede cuestionar y dudar, puede percibir faltas y plantear posibilidades.
Dice Sartre que: “A esta posibilidad que tiene la realidad humana de segregar una nada que la
aísla, Descartes, después los estoicos, le dio un nombre: la libertad”. La libertad de uno
consiste en la negación, en decir “No soy esto, no soy aquél”. Recuerda que, a diferencia del
ser-en-sí, la conciencia no es idéntico consigo misma. El ser del libro es opaco, el libro es
simplemente el libro, no le sobra ni le falta nada. La conciencia en cambio es traslúcida. No es
el libro que le aparece, ni ninguna otra cosa. Si la conciencia alguna vez llegara a identificarse
con una cosa particular, si dijera soy esto o aquél, entonces sería algo definido, tendría una
esencia, y esa esencia determinaría el tipo de existencia que tendría. En este caso, donde la
esencia precede a la existencia, esta última es determinada por la naturaleza de sus
propiedades. Si piso a una piedra en mi caminata, lo que le sucederá está determinado por las
propiedades que la definen. En otras palabras, si la existencia de algo está regido por la
esencia, entonces está determinado, se encuentra metido en la cadena causal que
comentamos hace poco.
Pero esto no sucede a la conciencia. El ser-para-sí es libre porque su actividad de negar lo
aparta de la cadena causal que encierra el ser-en-sí. En este caso, la existencia precede a la
esencia, lo cual quiere decir que lo que la conciencia es no se deriva de alguna naturaleza que
tuviera, de una esencia, sino que se plantea como una elección. Sartre ilustra esto con el caso
de un jugador quien “ha decidido libre y sinceramente no jugar más y que, cuando se aproxima
al ‘tapete verde’, ve de pronto ‘naufragar’ todas sus resoluciones”. Ésta es una experiencia
muy común. Ya voy a dejar de fumar, voy a ir al gimnasio todos los días, voy a dejar de tomar.
Luego, al pasar frente al casino o al ver sobre la mesa la cajetilla de cigarros, uno siente la
tentación de volver a jugar o a fumar. Popularmente, vemos este escenario como un conflicto
entre la razón y las pasiones, pero lo que Sartre ve es el hecho de que somos libres, el hecho
de que el pasado no determina lo que hacemos en el presente, sino que estamos libres de
decidir nuevamente no jugar o fumar. Dice que el jugador capta “la total ineficacia de la
resolución pasada. Ésta está ahí, sin duda, pero congelada, ineficaz, trascendida por el hecho
mismo de que tengo conciencia de ella”. La cadena causal que determina la existencia del ser-
en-sí se extiende hacia el pasado, igual que la resolución del jugador, pero el hecho de que esa
resolución no determina su decisión en este momento no revela su debilidad, sino su libertad.
El estar consciente de esa resolución significa estar apartado de ella, no idéntico con ella,
como vimos en el caso del libro, y esta falta de identidad, esta separación, no indica otra cosa
que la nada que es la conciencia, la nada que señala su ineludible libertad.
Cuando el jugador se da cuenta de que su resolución anterior no ejerce ninguna causalidad
sobre su comportamiento actual, Sartre dice que siente angustia. Fenomenológicamente, la
angustia es una experiencia muy importante porque en ella la radical libertad de uno se resalta
con mucha claridad. Siguiendo a Kierkegaard, en quien se apoya mucho en este punto, Sartre
esclarece la naturaleza de la angustia al distinguirlo del miedo. Imagínate que vas caminando
en las montañas y llegas a un tramo del camino que pasa por el borde de un precipicio. Sin
duda, sentirás miedo de resbalarte y de caer al abismo, por lo que tendrás mucho cuidado en
pasar por ahí. Pero no por eso sientes angustia. Dice Sartre: “la angustia se distingue del miedo
en que el miedo es miedo de los seres del mundo mientras que la angustia es angustia ante mí
mismo”. Sientes miedo ante el objeto que es el abismo, pero angustia ante el hecho de que el
cuidado que tomas en no caer es una actitud que asumes, una actitud que en cualquier
momento puede cambiar. Como vimos hace poco, tu resolución inicial de tener cuidado no
ejerce ninguna relación causal necesaria con tu actitud en cualquier momento de tener
cuidado o no. “El vértigo” dice Sartre, “es angustia en la medida en que temo, no caer en el
precipicio, sino arrojarme a él”.
Ahora bien, esta libertad radical tiene sus restricciones, no es absoluta. Puede que te arrojes al
abismo, pero no puedes cambiar el hecho de que naciste en cierto lugar en cierta fecha en
cierta familia, que tienes cierto color de piel, ciertas disposiciones genéticas, etc. Hay todo un
conjunto de hechos físicos, psicológicos, sociales y históricos que definen lo que Sartre llama tu
facticidad. Son cosas que otra persona que investigara podría averiguar de ti, de la misma
manera que podría averiguar la temperatura ambiental o la órbita de cuerpos celestiales. Tú
mismo podrías darte cuenta de estos datos que constituyen tu facticidad y tomarlos como lo
que determina quien eres. Eso está bien para objetos físicos en el mundo, para el ser-en-sí,
cuya existencia está determinada por la esencia. Sin embargo, cuando se trata del ser-para-sí,
la existencia precede a la esencia. El tipo de ser del ser humano no puede definirse en
términos de esos datos, en términos objetivos. Todo el conjunto de esos datos objetivos
responden la pregunta ¿Qué? ¿Qué es Darin? Pues Darin es hombre, maestro, nacido en los
EEUU, pelón, miope, etc., etc. Estos datos son universales abstractos que comparto con
muchas otras personas. Sin embargo, lo que no aparece en esa lista es mi existencia. Mi
existencia no puede ser la respuesta a una pregunta de ¿qué? sino de ¿cómo? La existencia
precede a la esencia en la medida en que tomo una postura ante esos datos objetivos, en la
medida en que los interpreto en el contexto de mi situación, mis metas, mis proyectos.
Hablaremos más de eso más adelante, pero es en esta interpretación de mi facticidad donde
radica mi libertad. Por un lado, mi facticidad, y por el otro lo que Sartre llama la trascendencia.
Esta última refleja no la pregunta ¿qué? sino la de ¿cómo? ¿Cómo vivo mi masculinidad, cómo
me porto como hombre blanco en un mundo racista, qué significa ser un gringo viviendo en
México? La respuesta a estos interrogantes no se deriva de ningún dato de mi facticidad, sino
de la elección que tomo con respecto a mis valores y proyectos de vida. Esta elección libre es
lo que constituye el carácter trascendente del ser humano frente a su facticidad.
Como último, dado que el sentido que doy a estos interrogantes no se deriva de ningún
aspecto de mi facticidad, me doy cuenta de que soy totalmente responsable para el sentido
que doy a la situación en que me encuentro. Si echara esa responsabilidad a otro o a uno de
los datos de mi facticidad, estaría diciendo que lo que soy es algo determinado por factores
ajenos a mi libertad. Estaría renunciando mi existencia como un ser-para-sí, convirtiéndome
así en un ser-en-sí.
Lo curioso, sin embargo, es que eso es imposible. Seguramente habrás oído una de las frases
más famosas de Sartre, a saber, “el hombre está condenado a ser libre”. Aun cuando quisiera y
intentara renunciar su libertad y por tanto su responsabilidad, no puede, ya que la propia
estructura de la conciencia no lo permite. Gracias a su actividad nihilizadora, la conciencia se
ve constantemente obligado a cuestionar su situación y tomar una decisión con respecto a qué
hacer. Esta necesidad es la que la experiencia de la angustia hace patente. Sin duda, la angustia
no es una sensación placentera. Uno trata de ocultarla usando precisamente su propio poder
de negación para eliminarla, negando, paradójicamente, su propia libertad. Esta huida de la
angustia y de la conciencia de la libertad es un fenómeno de lo más común, uno que Sartre
analiza famosamente en su reflexión sobre la mala fe.
En términos generales, la mala fe es una especie de mentira. ¿Qué es una mentira? Pues,
cuando mentimos sabemos que algo es verdad, por ejemplo, que estoy con mi amante en un
hotel. Luego, comunicamos a otra persona algo distinto de lo que sabemos que es verdad. Por
ejemplo, a mi pareja que me escribe un texto preguntando donde estoy, le digo que sigo en el
trabajo. Si el otro cree lo que le digo, la mentira es exitosa. La diferencia entre la mentira y la
mala fe es que en la primera ocultamos la verdad de otra persona y en la segunda la ocultamos
de nosotros mismos. ¿Cómo es posible eso? ¿Cómo puedo estar consciente de estar con mi
amante y al mismo tiempo creer que no estoy poniendo los cuernos a mi pareja? Veamos
primero algunos de los ejemplos de mala fe que Sartre analiza.
Una mujer y un hombre salen en una cita. La atracción mutua es obvia, y ella lo sabe, por lo
que también sabe que en algún momento tendrá que tomar una decisión con respecto a qué
procede con ellos, una relación más seria, o no. Sartre describe el deseo de ella como
ambiguo. De hecho, encontré un error en la traducción. Dice en español “Pues ella sabe lo que
desea” pero el texto en francés claramente dice que no sabe, es insegura, lo cual se nota en el
texto que sigue. Dice que “es profundamente sensible al deseo que inspira, pero el deseo liso y
llano la humillaría y le causaría horror. Empero, no hallaría encanto alguno en un respeto que
fuera respeto únicamente”. Con esto planteado, Sartre dice que el hombre toma su mano.
Esto indica un avance hacia la intimidad sexual a la que la mujer tiene cierto miedo, pero al
mismo tiempo tampoco quiere una relación únicamente platónica. ¿Qué hacer? Actúa de mala
fe al posponer la decisión, centrándose más bien en los temas abstractos de la conversación.
Logra hacerlo al tratar su mano como una cosa inerte, como si en vez de su mano el hombre
agarrara el brazo de su silla. Finge que su mano es una cosa meramente física, separada de
ella. No acepta responsabilidad por lo que está pasando. Dice Sartre: “la mano reposa inerte
entre las manos cálidas de su pareja; ni consentidora ni resistente: una cosa. Diremos que esa
mujer es de mala fe”. Cómo la persona en el hotel que no comunica a su pareja lo que
realmente sabe, sino una mentira, esta mujer se porta de tal manera que evita enfrentar lo
que sabe y lo hace al identificarse con parte de su facticidad, su mano como un objeto físico e
inerte. De esta manera se mantiene en la mala fe.
Ya habíamos comentado que el ser-en-sí, el libro digamos, es lo que es, es idéntico consigo
mismo. El ser-para-sí no. En una de sus célebres formulaciones, Sartre dice del ser humano que
“es lo que no es y no es lo que es”. Examinemos la primera parte y hablemos de mí – soy lo
que no soy. Aquí, mi ser se relaciona con una negación – no soy – cosa que ya sabemos
caracteriza la actividad de la conciencia. En otras palabras, mi ser consiste en posibilidades, en
lo que no soy actualmente, por ejemplo: un ganador del Premio Nobel, un héroe de la patria,
un famoso poeta, ¡incluso el conductor de un canal de YouTube con un millón de suscritores!
Estas posibilidades tienen que ver con el lado de la trascendencia y será diferente para cada
quien. La segunda parte dice que no soy lo que soy. Esto se refiere al lado fáctico, de ser
hombre o de haber nacido en los EEUU. Si me redujera a la lista de datos objetivos que
caracterizan mi vida, sería idéntico conmigo mismo, como la piedra o el libro, y ese curioso
fenómeno de la mala fe en el que intentamos huir de nuestra libertad no sería ni siquiera
posible. A veces pienso que ésa es la virtud de los perros. Mis perros a veces me engañan a la
hora de comer, pero son incapaces de engañarse a sí mismos, como nosotros. Ellos
simplemente son lo que son, mientras que nosotros somos lo que no somos y no somos lo que
somos. La mala fe consiste en tratar de separar estos dos lados o de reducir el uno al otro, de
convertir la responsabilidad de la libertad un un hecho fáctico sobre nuestra existencia física.
No sé tú, pero siempre me ha incomodado que un empleado de tienda, especialmente los
meseros de un restaurante, ocupe de forma tan plena su papel de mesero digamos. En los
EEUU, especialmente en el sur, son muy amistosos con el cliente. “Hey, how ya’ll doing? Good
to see you? So what can I get for ya?”. Obviamente, no quiero que me trataren feo y rudo, no
sé, siento así en parte porque sé que ganan poco dinero y están jugando este papel para que
no pierdan su trabajo (su jefe se lo exige), y quizá también sea cómodo para el mesero
identificarse con ese papel para apartar de su conciencia el hecho de que no es lo que es, qué
su existencia no está definida por este papel. Sartre da un famoso ejemplo de un mesero de
café. Si has viajado a Francia alguna vez, sabes que los meseros allá no pecan por el lado
amistoso, sino al contrario, se portan distantes, casi autómatas, muy eficientes. Dice Sartre:
“Se aplica a engranar sus movimientos como si fuesen mecanismos regidos los unos por los
otros, su mímica y su voz mismas parecen mecanismos; se da la presteza y la rapidez
inexorable de las cosas. Juega, se divierte. Pero ¿a qué juega? . . . Juega a ser mesero de café”.
Los clientes, dice Sartre, esperan del mesero una especia de ceremonia. Y no sólo del mesero
sino del almacenero, el sastre y el tasador. Cada uno tiene su “baile” específico de acuerdo con
su papel. Dice Sartre que “se esfuerzan por persuadir a sus clientes de que no son nada más
que un almacenero, un tasador, un sastre. Un almacenero perdido en sueños es ofensivo para
el comprador, pues así no sería del todo un almacenero”.
Obviamente, uno no puede vivir en puras posibilidades, en una constante trascendencia de su
condición fáctica. Hay que trabajar, ser mesero, arquitecto, basurero. Cómo comentamos
anteriormente, la cuestión no es qué, sino cómo. ¿Cómo juega esa persona a ser mesero? Pues
Sartre dice que se divierte, que juega su papel de forma exagerada, con cierto estilo, como si
comunicara a sus clientes que está consciente de lo que está haciendo, que no es un mero
mesero, una mera cosa. No sé, es ambigua esta descripción del mesero. Si lo vemos cómo un
ejemplo de mala fe, entonces la persona que juega este papel huye de su libertad, se pierde en
su papel para no enfrentarla. Quizá dirás que la opinión que expresé al principio sea
demasiado dura, como si pensara yo que ese empleado amistoso huye de su libertad, que hay
un mundo de posibilidades de vida pero que se ha metido en éste y que de mala fe aparta de
su conciencia las posibilidades de trascendencia. Quizá nació en una familia con pocos
recursos, quizá su padre murió y tuvo que ponerse a trabajar y no seguir estudiando, quizá
tuvo un hijo muy joven y por la misma razón tenía que buscar el trabajo que fuera, y sabe que
no le da mucha satisfacción pero hace lo mejor que pueda y para no pensar en toda esta
situación que difícilmente puede cambiar, se pierde en la mala fe. Entiendo eso muy bien, pero
el punto de Sartre sería que sea cual fuere el pasado histórico de esa persona, si esa persona
da cuenta de su existencia actual en función de esos datos fácticos, si se reduce a su facticidad,
entonces se reduce a una cosa-en-sí. O al menos eso es lo que la mala fe pretende lograr. Sin
embargo, cómo vimos, el hombre está condenado a ser libre.
Para Sartre, es una cuestión de lograr cierta coordinación entre lo fáctico y lo trascendente.
Cuestión de reconocer lo fáctico, el qué, pero también de trascenderlo, de darle cierto “cómo”.
El último ejemplo que da de mala fe es de un hombre que, por pena y por miedo al rechazo
social, se niega a reconocer que el hecho de acostarse sexualmente con otros hombres le hace,
pues, un homosexual. Al menos ésta es la conclusión que otros sacarían. El punto es que niega
su facticidad, centrándose más bien en el lado trascendente, en interpretaciones de su forma
de ser desligadas de la situación fáctica, como si sus actos fueran caprichos sin mayor peso.
Por otro lado está su amigo, quien dice a su amigo que debe ser sincero y admitir su
homosexualidad. Los dos hombres, para Sartre, están en mala fe porque tratan de separar lo
fáctico y lo trascendente, pero de diferentes maneras. El primero niega su facticidad, fijándose
en lo trascendente, y el segundo niega la trascendencia de su amigo, queriendo cosificarlo en
términos de su facticidad. Una coordinación más sana de los dos extremos consistiría, quizá, en
el primer hombre diciendo “Bueno, si portarse de cierta manera significa ser homosexual, y me
he portado así, entonces soy homosexual. Sin embargo, no soy simplemente eso. Cómo vivo
mi sexualidad no puede predecirse ni comprenderse con esos datos sobre mi
comportamiento”.
Esta discusión de la mala fe implica, desde luego, la posibilidad de una buena fe. Esta última
consistiría en enfrentar la libertad de uno y aceptar la responsabilidad que conlleva, no huirse
de ella. En una nota al pie al final de este capítulo Sartre dice que recuperarse de la mala fe
sería vivir de forma auténtica, aunque aquí no discute en qué consistiría eso. En la segunda
parte del libro, pasa a una descripción más detallada de la conciencia que incluye elementos
como la temporalidad, y luego más adelante cómo el ser-para-así implica en su estructura un
ser-para-el-mundo y un ser-para-otros. Sólo en este panorama más amplio podemos entender
la posibilidad de una vida auténtica.

Capitulo 6

Anoche estaba leyendo un libro de uno de mis poetas favoritos, Mark Strand se llama, y
me tope con uno de sus poemas más famosas. Se llama “Keeping Things Whole”.
Leyéndolo nuevamente, me hizo pensar en Sartre y la extraña naturaleza de la
conciencia, el ser-para-sí, y pensaba que sería bonito compartirlo con ustedes, no sólo
para ilustrar lo que hemos visto, sino porque es bello y en este mundo falta más
declamación de poesía. Es muy breve. Lo voy a leer primero en inglés y luego una
traducción que hizo Octavio Paz.
Keeping Things Whole

In a field
I am the absence
of field.
This is
always the case.
Wherever I am
I am what is missing.

When I walk
I part the air
and always
the air moves in
to fill the spaces
where my body’s been.

We all have reasons


for moving.
I move
to keep things whole.

Las Cosas Enteras

En un campo
soy la ausencia
de campo.
Siempre
sucede así.
Dondequiera que esté
soy aquello que falta.

Si camino
parto el aire
mas siempre
vuelve el aire
a llenar los espacios
donde mi cuerpo estuvo.

Todos tenemos razones


para movernos: yo me muevo
por mantener
enteras a las cosas.

Aquí, el poeta expresa con la presencia física del cuerpo lo que en Sartre sucede con la
conciencia. Soy la ausencia del campo, dice. No dice que al campo le falta algo, por
ejemplo, el pedazo donde está el poeta parado, sino que el poeta mismo es esa ausencia.
Lo que el cuerpo del poeta efectúa con su presencia, la conciencia sartreana lo hace con
su mirada nihilizadora. Dondequiera que esté, dice el poeta, soy aquello que falta. Lo
que tenemos aquí es una afirmación ontológica, como en Sartre. El poeta está hablando
de su ser con respecto a los espacios que va ocupando. Su cuerpo es lo que falta en cada
caso – su ser es una nada. Es como si hubiera una escisión en el ser, en el ser-en-sí de
las cosas (campos, calles, parques), en el que el ser del poeta, el ser-para-sí, estuviera
deslizándose. Expresa esto en la última estrofa cuando dice “yo me muevo por mantener
enteras a las cosas”.
El poema termina bonito, pero en el caso de Sartre, las cosas no necesitan nuestra ayuda
para ser lo que son, ya son enteras y siempre lo serán. Nos movemos, más bien, por
mantenernos a nosotros mismos, no mantenernos enteros, pues nuestro ser no es él de
las cosas, sino mantenernos en la dinámica propia del ser-para-sí. Es difícil explicar esto
en los términos espaciales de cuerpos en movimiento. Mucho mejor sería la dimensión
temporal, y esto es justo lo que Sartre hace en la segunda parte del libro. Ya terminamos
la primera parte donde vimos los temas de la negación, la libertad y la mala fe. En la
segunda, Sartre se centra en el ser-para-sí viendo con mayor detalle los elementos de su
forma de ser. El primer capítulo vuelve a la facticidad pero dado que ya lo hemos
tratado en vídeos anteriores quiero pasar al segundo capítulo sobre la temporalidad.
A ver, según mi reloj, son las 10:36 de la mañana. Fíjate que dije “son”, una palabra que
indica existencia o realidad. Con el reloj medimos el tiempo, cómo medimos con una
regla la longitud de un objeto físico. Parece que cuando hablamos del tiempo hacemos
referencia a algo real, pero ¿qué tipo de realidad tiene? Podemos plantear dos
posibilidades de entrada, correspondiendo a una postura idealista y a una realista. Por el
lado realista, tenemos a alguien cómo Newton quien consideraba el tiempo (y el espacio
también) como una realidad objetiva, donde estamos en el flujo del tiempo cómo uno
puede estar parado en el flujo de agua en un río. El problema con esta forma de ver el
tiempo es, cómo dice Sartre, “el pasado no es ya, el futuro no es aún; en cuanto al
presente instantáneo, nadie ignora que no es en absoluto: es el límite de una división
infinita, como el punto sin dimensión”. El pasado y el futuro no existen, y el ahora
presente es un punto que ni siquiera puede experimentarse. A diferencia de la posición
realista es la idealista de alguien como Leibniz. Para Leibniz, el tiempo no es absoluto
sino relativo. En vez de ser algo en el que cosas se encuentran, es un sistema de
relaciones que se da entre las cosas, cuya medición resulta en nuestro cálculo del
tiempo. Esta postura idealista hace que el tiempo vaya en función de nuestro
conocimiento. Sartre rechaza estas dos posturas. El ser del tiempo no es cómo el ser-en-
sí, pero tampoco es una mera idea o representación. El tiempo constituye un aspecto no
del conocimiento del ser humano, sino de su ser, formando parte íntegra de la estructura
del ser-para-sí. Sartre analiza esta estructura y su dinámica en una reflexión sobre las
tres dimensiones del tiempo: el pasado, el presente, y el futuro.
Empieza con el pasado, y la mayor parte de su discusión tiene que ver con el vínculo
entre el pasado y el presente. Discutir el pasado como tal no tiene sentido ya que el
pasado siempre es el pasado de algún presente. Da el ejemplo de su amigo Pierre que
fue alumno de la Politécnica y que ahora tiene 40 años de edad. Dice que no es el
adolescente que era alumno, sino el Pierre de ahora de 40 años de edad. El pasado nunca
es el presente, sino al revés, el presente es su pasado, Pierre de ahora fue alumno. El
verbo ahí es importante. Uno no tiene un pasado, como decimos que uno puede tener un
auto. El vínculo o relación que hay entre mi auto y yo es una relación externa, lo cual
quiere decir que es contingente. Si lo vendiera, seguiría siendo quien soy. Mi pasado, en
cambio, no lo poseo, sino que lo soy. Mi pasado es necesariamente mío y es el contexto
en el que yo vivo mi presente. El vínculo con el pasado no puede ser externo, entonces,
sino interno.
Cuando usamos el pretérito, por ejemplo, yo fui generoso o yo fui codo, el “fui”
constituye una síntesis, es decir, une al pasado con el presente. Esta unión consiste en el
hecho de que uno es responsable de haber sido codo, por ejemplo, en el pasado.
Responsable en el sentido de que si no hubiera nadie en el presente que sostuviera esa
codicia en su ser ahora, ese acto de codicia no estaría simplemente en el pasado, sino
que dejaría de existir, estaría perdido, no sería. Otra indicación de esta síntesis o unión
de las dos dimensiones temporales es lo que siento cuando alguien comenta sobre mi
acto de generosidad o de codicia el día de ayer. Me hace sentir bien o mal, es decir, no
soy indiferente. Mi pasado no es algo del que me puedo deshacer, cómo me deshago de
mi coche al venderlo. El presente es el pasado, dice Sartre, porque al decir yo fui esto o
aquél, lo sostengo en el presente.
Sin embargo, el pasado no domina el presente, no es idéntico con el presente y eso
gracias a la naturaleza del futuro que veremos dentro de poco. La única forma en que el
pasado puede dominar por completo es cuando el presente y el futuro ya no existen, es
decir, en el momento de la muerte. Sartre cita al escritor André Malraux quien dice que
“La muerte trueca la vida en destino”. Luego dice Sartre: “Por la muerte, el para-sí se
trueca para siempre en en-sí en la medida en que se ha deslizado íntegramente al
pasado. Así, el pasado es la totalidad siempre creciente del en-sí que somos”. En tanto
ser-en-sí, el pasado es, dice Sartre, nuestra facticidad. Recuerda que la facticidad son
todos aquellos datos que definen las condiciones de nuestro nacimiento y que no
podemos cambiar: nacer hombre o mujer, en tal o cual país, en esta familia y no en otra,
etc. Pero no sólo eso, sino todos los “fue” que resultaron de nuestras elecciones: fue
alumno en esa escuela, fue generoso con ese amigo, etc. Al respecto, Sartre cita un decir
de Hegel: Wesen ist was gewesen ist – La esencia es lo que fue. El ser-en-sí es lo que
puede definirse, es lo que tiene una esencia. Sin embargo, recuerda que para el ser-para-
sí, la existencia precede a la esencia. Si no hemos muerto todavía, no somos aún ese en-
sí, porque la forma de ser del ser-para-sí es negar o nihilizar. Al negar aquello que sea el
objeto de su mirada intencional, sea un objeto físico o el propio pasado de uno, la
conciencia crea una distancia, una nada, en la que reside su libertad, su ser libre del
determinismo del ser-en-si y su proyección hacia el futuro. Pero antes del futuro,
hablemos un poco del presente.
Dice Sartre: “A diferencia del Pasado, que es en-sí, el Presente es para-sí. ¿Cuál es su
ser? Hay una antinomia propia del Presente: por una parte, suele definírselo por el ser;
es presente lo que es, por oposición al futuro, que no es aún, y al pasado, que no es ya”.
Pero si es así, el presente no es más que un instante, y en un instante el tiempo no dura,
cómo debe hacer según reclama nuestra experiencia. Sartre evita este dilema de la
siguiente manera. Dice: “Mi presente consiste en ser presente. ¿Presente a qué? A esta
mesa, a este cuarto, a París, al mundo; en suma, al ser-en-sí”. Nuevamente, tenemos una
relación entre el ser-para-sí y el ser-en-sí. Ahora, el ser-en-sí no es su pasado, sino
aquello que en este momento aparece a la conciencia, el objeto de la intencionalidad que
comentamos hace poco. Si la conciencia se identificara con ese objeto, dejaría de ser
conciencia, se inmovilizaría – sería ese objeto, un ser-en-sí. Pero sabemos que no puede
hacer eso. Más bien niega el objeto, poniendo esa distancia, esa nada, entre sí y el
objeto. Sartre describe este presencia entre el ser-para-sí y el ser-en-sí de la siguiente
manera: “El presente es precisamente esta negación del ser, esa evasión del ser en tanto
que el ser es ahí como aquello de lo cual se evade. El Para-sí es presente al ser en form
de huida; el Presente es una huida perpetua frente al ser. Así, hemos determinado el
sentido primero del Presente: el Presente no es”. En otras palabras, el presente es una
huida constante de la identidad del ser-en-sí. Fue su pasado, no es su presente, por lo
que huye hacia el futuro.
El futuro es la dimensión de las posibilidades, de el “será”. Visualizamos el yo que
seremos: un maestro, un padre, el dueño de un nuevo coche. Sea lo que sea, el futuro,
entendido como una expresión o síntesis del ser-para-sí (y no como una sucesión de
momentos idénticos que llegarán como el agua del río), el futuro es el más-alla-del-ser
del para-sí, esa huida que comentamos hace poquito. Sin embargo, dice Sartre, este
encuentro que esperamos con nuestro futuro yo no es algo que puede lograrse de forma
sencilla y definitiva. Recuerda que sólo la muerte tiene ese tipo de finalidad. Imagínate
que llegas a ser maestro. ¿En ese momento habrás llegado al futuro al que corrías? No,
debido precisamente a la estructura nihilizadora de la conciencia. Hace que una
coincidencia plena sea imposible. Esto no quiere decir que uno pase por la vida sin
hacer cosas y tomar decisiones, sino sólo que el futuro permanece como una dimensión
en la que algo distinto es posible, y el presente y el pasado como dimensiones en los que
el ser-en-sí no logra sujetar o fijar a la conciencia en una identidad definida. El ser-para-
sí nunca puede ser plenamente aquello que sus posibilidades plantean que podría llegar
a ser. Es justo en la negación de esta posibilidad que el futuro surge cómo elemento del
ser de la conciencia. A lo que va Sartre con todo esto es que el futuro nunca es un futuro
determinado, fijo, sino el futuro de un futuro más. El futuro está siempre por venir, es lo
que Sartre llama una “continua posibilización de posibles”.
Pasado, presente, futuro – estas tres dimensiones del tiempo Sartre las llama “ekstases”.
Cómo sabemos, esta palabra viene del griego y significa literalmente estar fuera de
lugar, fuera de donde uno está parado y, sin duda, describe muy bien la forma de ser del
ser-para-sí. Hemos visto que la conciencia es su pasado en el sentido de ser responsable
de lo que ha sido, pero lo es desde el presente. Si la conciencia fuera una cosa estática,
coincidiría con ese pasado en una relación de identidad. Pero no, más bien es ekstático.
Y en el presente, su presencia ante el mundo del ser-en-sí consiste en poner esa
distancia de negación entre sí y aquello que aparezca. Temporalmente, la presencia es
ekstasis también, una huida de un yo que pudiera ser una cosa. Y el futuro al que huye,
en el que espera encontrar o coincidir con el yo que plantea, que proyecta, es un futuro
que siempre tiene su propio futuro, por lo que es un futuro que nunca se alcanza. Sartre
describe este vaivén temporal como diaspórico, un proceso en que la conciencia se
dispersa entre estas tres dimensiones sin que alguna sea su hogar natural. Desde el punto
de vista de cualquiera de las tres, la conciencia siempre está en otra parte.
A estas alturas, debe estar bastante claro que el tiempo no es algo objetivo allá afuera,
cómo lo fue para Newton, ni una representación del cambio que se da entre las cosas,
para Leibniz, sino que es la estructura del ser de la conciencia. El ser humano es un ser
temporalizador, por así decirlo, el tiempo y cada una de sus dimensiones revelándose
cómo aspectos esenciales del acto nihilizador del ser-para-sí.
Volviendo a las palabras del poeta – “Todos tenemos razones para movernos: yo me
muevo por mantener enteras a las cosas”. En cuanto al movimiento ekstático de la
conciencia de Sartre, su razón es por no convertirse en una de esas cosas, y así mantener
su propia e ineludible libertad.

Capitulo 7

Hoy llegamos a una de las partes más llamativas del libro, llamativa por su penetrante
descripción fenomenológica del ser-para-otro. A lo mejor te preguntes “¿Ser-para-otro?
¿Cuántos seres hay en esta ontología de Sartre? Tranquilo. El título del libro lo dice todo. Está
el ser (o sea, el ser-en-sí de los objetos del mundo) y la nada (el ser-para-sí, es decir, la
conciencia humana). Toda la segunda parte del libro es un análisis de las estructuras que
constituyen el ser-para-sí. ¿Te acuerdas de esa curiosa definición que Sartre le da: es lo que no
es y no es lo que es? El ser-para-sí reconoce lo que no es, a saber, un ser-en-sí. Al darse cuenta
de esta carencia, y en el intento de llenarla, el ser-para-sí manifiesta lo que es: la nada. Esta
dinámica es lo que se analiza en la segunda parte del libro en términos de la facticidad, la
posibilidad, la trascendencia, y la peculiar temporalidad en la que todo esto tiene lugar. El
descubrimiento y la descripción de la estructura del ser-para-sí se ha hecho hasta ahora a
partir de su relación con el ser-en-sí. Sin embargo, hay un aspecto del ser de la conciencia que
no se revela caminando solo en el mundo de los objetos, sino sólo en relación con el ser de un
otro, de otra conciencia. La experiencia de la vergüenza es la que Sartre utiliza para iniciar su
exploración de esta dimensión.
El diccionario define vergüenza cómo: “Turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de
alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante”. La palabra interesante
aquí es “conciencia”. ¿Cómo llego a estar consciente de esa falta? Al poner atención, puedo
darme cuenta de muchos aspectos de mi ser, mi facticidad, mi distancia de los objetos del
mundo, la falta que me lleva a trascenderme, mi libertad, etc. Sin embargo, algo tan sencillo
como la vergüenza, de ser vergonzoso, eso no lo puedo descubrir en mi ser por cuenta propia.
Hace falta otra conciencia.
Dice Sartre: “Acabo de hacer un gesto desmañado o vulgar: este gesto se me pega, y no lo
juzgo ni lo censuro, simplemente lo vivo, lo realizo en el modo del para-sí”. Imaginemos que el
gesto en cuestión sea el de un chavo de unos 15 años de edad que, al explorar su sexualidad,
entra en el cuarto de sus papás y se pone la ropa íntima de su madre y se modela delante del
espejo. Si el chavo reflexiona sobre lo que está haciendo, puede que se de cuenta de que no es
”normal”, pero no pasa a mayores. Pero de pronto el joven ve reflejado en el espejo su padre.
Su padre le ha visto. Dice Sartre, en primera persona, “Me doy cuenta de pronto de la total
vulgaridad de mi gesto, y tengo vergüenza”. Es importante entender que la vergüenza que el
joven siente no es una función de la reflexión de su conciencia, como si se representara a sí
mismo cómo avergonzado. Dice Sartre: ”El otro es el mediador indispensable entre yo y yo
mismo: tengo vergüenza de mí tal como me aparezco al otro”. Entre paréntesis, el término en
francés es “l’autre” que en español han traducido cómo “el prójimo” y en inglés cómo “el
otro”. Por diversas razones, me parece más adecuado “el otro”, así que de aquí en adelante así
lo diré.
Bueno, mi ser es una función del ser del otro o, en las palabras de Sartre: “Necesito del otro
para captar por completo todas las estructuras de mi ser”. Gracias a ello, toda la descripción de
la estructura del ser-para-sí que se ha hecho hasta ahora tiene que ampliarse para incluir el
fenómeno del otro. Para ello, dice Sartre, hay que responder dos preguntas: la cuestión de la
existencia del otro, y luego la relación de mi ser con el ser del Otro. Para que esté claro, estas
preguntas son necesarias porque hay experiencias, cómo la de la vergüenza, que no pueden
explicarse desde el punto de vista únicamente del ser-para-sí, sino sólo al entender parte de mi
ser como siendo para el otro.
El primer capítulo de esta tercera parte del libro se llama “La existencia de otros”. Puede
parecer extraña esta duda. ¿No está clara la existencia de otros? Me rodean por donde vaya.
Bueno, lo que me rodea son cuerpos que se parecen al mío, pero la pregunta es si hay
conciencias en esos cuerpos. Por hiperbólica que parezca esta cuestión, hay que tener en
cuenta el método de Sartre en este libro, a saber, la fenomenología. Al describir lo que se
presenta ante la conciencia, uno puede ir delineando la estructura básica de la misma, pero
ahora tenemos datos que, aunque sean míos, es decir, la vergüenza, son datos de otra
conciencia. Hay una dimensión de mi ser que es de el para-sí (la vergüenza es mía) pero no
para el para-sí (es decir, mi vergüenza no es para mí, sino para el otro). El otro es quien lo crea.
En fin, el punto es que, fenomenológicamente, no tenemos acceso a ese otro, y así Sartre se
encuentra en un dilema que la filosofía desde Decartes ha tratado – la existencia de otras
mentes.
Sartre ocupa unas 30 cuartillas examinando cómo el realismo, el idealismo, y Husserl, Hegel y
Heidegger trataron el tema. Su estrategia es explicar cómo ellos se quedaron corto para que su
explicación gane por un proceso de eliminación. Veamos rápidamente lo que dice.
El realismo afirma que nuestra conciencia de las cosas se debe a que las cosas, que son
ontológicamente independientes, actúan sobre los sentidos, produciendo así una
representación de la cosa en la conciencia. El problema es que sólo percibe objetos físicos,
cómo el cuerpo del otro. Aunque su cuerpo se parece al tuyo, por lo que te resulte razonable
inferir que también tiene una conciencia cómo la tuya, no es más que eso, una conjetura que
no es epistémicamente concluyente.
El idealismo procede en el sentido contrario. Lo que determina la representación de una cosa
no viene de afuera, sino de adentro. La conciencia misma con sus categorías determina la cosa
cómo la cosa que es. Kant es un claro ejemplo. El problema, obviamente, es que nunca
conocemos la cosa misma, sino sólo nuestra representación de ella – en los términos de Kant,
el fenómeno y no el noúmeno. Tanto el realismo cómo el idealismo nos deja en una posición
solipsista. Pasando a Husserl, un idealista, Sartre reconoce que Husserl, a diferencia de Kant,
plantea el otro cómo una condición para la objetividad del mundo que conocemos. Husserl se
preocupa por cuestiones epistémicas, por el conocimiento objetivo. Su manejo de un sujeto
trascendental para lograr eso, un sujeto constitutivo, se relaciona con el otro sólo de forma
externa, constituyéndolo en términos de su propia estructura, por lo que no conoce la
subjetividad interior del otro, sino que lo conoce sólo como una categoría o un significado,
cómo dice Sartre. El problema es que el intento de derivar la subjetividad del otro desde la
propia subjetividad de uno no logra salir del recinto trascendental del que hace el intento. A fin
de cuentas, con Husserl no podemos conocer al otro tal cómo ese otro conoce a sí mismo.
El problema con Hegel es que la conciencia en la Fenomenología del espíritu procede en su
camino con criterios epistémicos. En cada momento de la dialéctica, plantea conceptos para
entender y conoce cabalmente su experiencia, y así su conciencia del otro viene siendo una
relación de conocimiento, una relación externa que lo determina cómo un objeto. Según
Sartre, no logra conocerlo cómo sujeto, no conoce su subjetividad. A pesar de ello, la mayor
parte de lo que dice Sartre sobre el ser-para-otro se debe mucho a la famosa dialéctica del
amo y el esclavo en la Fenomenología.
Cómo final, está Heidegger. Lo que distingue a Heidegger de Husserl y Hegel es la orientación
ontológica de su análisis de Dasein. Los así llamados “existenciarios” son los elementos que
componen la estructura del Dasein, y uno de ellos es lo que llama el Mitsein, estar-con. Una de
las formas básicas en que Dasein existe es con otros. La objeción de Sartre es que ese “con” es
sólo una de muchas posibles formas de relación. Puedo estar también contra el otro o a favor
del otro, y otras relaciones que implican conflicto o alguna relación asimétrica. Estar con el
otro Sartre considera demasiado general y vago, un estado de interdependencia formal que no
constituye más que un conjunto indefinido de miembros que simplemente co-existen. Lo que
falta es la realidad óntica, o empírica, de conflicto, de relaciones antagónicas.
Sartre pasa ahora a plantear su solución al solipsismo, su forma de llegar a la subjetividad del
otro, en la famosa sección sobre la mirada. Las más de las veces, en el vaivén de la vida
cotidiana, el otro se nos presenta cómo objeto, un objeto entre otros objetos. Si voy
caminando en un parque, ando con mis pensamientos sin prestar mucha atención a mi
alrededor. En mi campo visual veo árboles, bancas, lámparas, y cuerpos cómo el mío
caminando también. De la misma manera que procuro no chocarme con un árbol, midiendo su
distancia y su ángulo con respecto a mi trayecto, hago lo mismo con los cuerpos humanos. Los
trato cómo objetos que guardan relaciones espaciales con los postes y los árboles.
Sin embargo, si me paro y fijo mi atención en uno de esos cuerpos parado ante un lienzo
pintando, lo veo ya no cómo objeto sino cómo ser humano. Lo que da paso a este cambio en
mi percepción es mi observación de que esa persona no está simplemente ocupando espacio
en el mundo, sino que está afrontando un mundo, organizando los objetos que encuentra de
una manera distinta a cómo lo hago yo. Donde yo evito chocarme con el árbol o una banca,
esa persona relaciona esos objetos para formar una composición, se fija en sus colores y cómo
la luz cae sobre diferentes superficies. Al observarlo, tengo la sensación de ver mi universo
desintegrarse. El orden que había establecido entre los objetos en mi alrededor se desmorona
para asumir un nuevo orden, el que establece el otro que ahora ocupa mi atención. Mi
universo está descentralizado porque esa persona constituye un nuevo centro desde el cual
captar los objetos.
Ese otro que ha efectuado tan llamativo cambio en mi experiencia, aún no es un sujeto para
mí, sino sólo un objeto, aunque un objeto especial, uno que ve lo que yo veo pero cuya
perspectiva se me escapa. Así que, sigue siendo sólo probable, dice Sartre, que este objeto sea
un ser humano. Para que uno capte el ser del otro cómo sujeto, tiene que volverse y sí mismo
en objeto para el otro. Esto tiene lugar mediante lo que Sartre llama “la mirada”.
“Imaginemos”, dice Sartre, “que haya llegado, por celos, por interés, por vicio, a pegar la oreja
contra una puerta, a mirar por el ojo de una cerradura”. Está solo y está totalmente absorto en
su tarea, en saber lo que está pasando por el otro lado de la puerta. Su conciencia es pre-
reflexiva, es decir, no está pensando en lo que está haciendo, sino que está de lleno en el acto
de escuchar. Está actuando como un puro sujeto, cómo un perro que sigue el rastro de un
animal.
De repente, oye pasos por el corredor. Volteando la cabeza, ve a alguien mirándole. En este
momento, tiene lugar un cambio dramático. Su conciencia pre-reflexiva se vuelve
repentinamente reflexiva. Antes de que llegara esa persona, no estaba directamente
consciente de sus actos, de tener la oreja pegada en la puerta. Pero ahora, esos actos se
vuelven objetos explícitos para su atención. Cómo el chavo modelando frente al espejo que de
repente ve a su padre, siente vergüenza. Hace unos momentos, actuaba de forma pre-
reflexiva, sin que un ego o conciencia reflexiva se interpusiera. De repente, dice Sartre, su
conciencia está invadida por un ego, pues la mirada del otro hace que vea a sí mismo como un
objeto. Es cómo si la mirada del otro fuera un espejo que le permitiera verse, y lo que ve es un
objeto con determinadas propiedades: un mirón, un acosador, un loco trastornado.
Ahora bien, yo soy un ser-para-sí, pero la vergüenza que siento y que es parte de mi ser,
aunque sea mía, no es para mí, o sea, no es algo que depende ni ontológico ni
epistemológicamente de mi conciencia. No es para mí, sino que es para el otro. Soy lo que soy,
en parte, gracias al otro. Entonces, dependo del otro, pero lo importante aquí es que esta
parte de mi ser, mi ego cómo objeto, un objeto creado por la mirada del otro, puede darse
sólo si el otro se da cómo sujeto. Si en el corredor hubiera aparecido un mero objeto, un perro,
o un robot, no habría pasado nada.
Volviendo un momento al problema del solipsismo y la cuestión de otras mentes, Sartre
concluye la existencia de otras mentes no por analogía o inferencia indirecta, sino
directamente. Experimento la subjetividad del otro directamente al volverme objeto para el
otro. La relación aquí no es externa y probabilística, sino interna e inmediata. Dice Sartre que
la mirada del otro me alcanza hasta los tuétanos.
Por supuesto, el otro no es un dios intocable. También puede ser cosificado con la mirada de
un otro. Dice Sartre: “Ese objeto que el otro es para mí y ese objeto que yo soy para el otro se
manifiestan como cuerpos”. Sartre dedica una larga sección al cuerpo, lo cual puede extrañar
un poco debido a su cercanía con Descartes para quien mente y cuerpo son dos cosas distintas.
Si el ser-para-sí es la conciencia, cómo hasta ahora hemos dicho, pareciera que el cuerpo fuera
un ser-en-sí. Para Sartre, no, al menos desde el punto de vista del para-sí. El cuerpo está
consciente o, lo que es lo mismo, la conciencia está encarnada.
Ya hemos visto cómo resolvió el problema de “otras mentes”. Ahora aborda otro clásico
problema de la filosofía – “la relación mente-cuerpo”. Aun cuando uno rechace el dualismo
cartesiano, es muy difícil no ver la mente y el cuerpo cómo dos cosas ontológicamente
distintas. El cuerpo tiene una ubicación en el espacio, es medible, es una cosa física, mientras
que la mente no. Cualquiera tiene acceso a la misma información sobre mi cuerpo que tengo
yo, mientras que el ser de la conciencia es para-sí, para uno mismo. Sólo esa persona tiene
acceso a ella. Para Sartre, el problema surge porque no analizamos la mente y el cuerpo en el
mismo nivel ontológico, sino que comparamos la mente o la conciencia tal cómo es para mí,
con un cuerpo tal cómo es para otros.
Sartre resuelve el problema al alejarse, nuevamente, de la perspectiva epistémica. Si, en vez de
ver mi cuerpo cómo un objeto, cómo otros lo ven, lo considero tal y cómo lo vivo para mí,
entonces el cuerpo es consciente. El cuerpo, dice Sartre, es vivido, no conocido. Lo que quiere
decir es que lo que el cuerpo hace, sus movimientos, no son producto, o al menos son muy
pocas veces producto, de un conocimiento previo que lo dirija. Para que el objeto físico de mi
coche vaya de mi casa a la escuela, tengo que subirme a él y operarlo, pero no tengo que hacer
lo mismo con mi cuerpo. Tomo la decisión y camina al coche para subirse. Opero el coche,
pero no opero mi cuerpo. Si algo pasa a mi cuerpo (como masticar una barra de chocolate)
algo pasa a mi conciencia (siento placer). Si algo pasa a mi conciencia (cómo ver un tigre
aparecer de repente en mi camino) algo pasa a mi cuerpo (suelta un montón de adrenalina y
se tensa). La gran mayor parte de lo que hacemos cotidianamente no está dirigido
conscientemente, sino que el cuerpo actúa psíquicamente, de forma fluida y habitual.
Sartre ocupa el resto de esta larga sección analizando con detalle cómo el otro trata el cuerpo
de uno y cómo esto amplía la experiencia que uno tiene de su cuerpo. No vamos a ver esos
detalles, pero con la dinámica que hemos visto sobre la mirada y el cuerpo vivido, deberías
poder seguir la lectura sin mucho problema.
El último capítulo de esta tercera parte del libro trata de la relaciones concretas que tenemos
con los otros. Si sabes algo de Sartre, sabes que en su obra de teatro A puerta cerrada dice
famosamente que “el infierno son los otros”. Aquí veremos por qué, o al menos por qué las
relaciones humanas son tan difíciles.
Ya hemos visto un ejemplo de relación con el otro, el de la vergüenza que su mirada suscita en
mí. Pero la dinámica que vimos ahí no se limita a la vergüenza o a situaciones donde un otro
nos pilla haciendo algo. Cuando alguien me evalúa cómo buena onda, o confiable, o cómo una
persona fría, está convirtiéndome en objeto, agregando a mi traslúcido ser-para-sí un opaco
ser-en-sí, un ser que, aunque me corresponde, es mío, no es para mí, sino para-el-otro. Es
cómo si el otro se haya adueñado de mí, enajenando mi ser de sí mismo. Todo el mundo hace
esto todos los días. Cada quien es autor y víctima de la mirada.
Entonces, ¿qué hacer? ¿Cómo liberarme de los efectos de la mirada del otro? Hay dos
posibilidades. Primero, convertir al otro en objeto, ya que si el otro fuera un mero objeto,
carecería de la libertad de objetivizarme. Segundo, si el problema es la libertad del otro, podría
intentar hacer esa libertad parte de mí y controlarla. Esta segunda estrategia es la que analiza
primero con el fenómeno del amor.
Voy a suponer que todos hemos tenido la experiencia de estar enamorado y de tener nuestro
amor respondido por el otro. (Si no la has tenido, pues, según Sartre, ¡no estás perdiendo
mucho!). ¿Por qué todo el mundo quiere ser amado? Porque se siente muy bien, y se siente
bien porque uno se siente seguro ante la mirada del amado. Es cómo si el amor domara su
mirada. Ante ella, ya no estoy enajenado porque, aunque inevitablemente su mirada me
convierte en objeto, es un objeto que el amado ha elegido libremente. La radical contingencia
de mi existencia recibe una base y una justificación en el amor que el otro me regala.
Esto es la meta. Pero ¿cómo hacer que el otro se enamore de ti? ¿Has leído alguna vez un
perfil en uno de esos sitios para buscar pareja, o has escrito uno tú mismo? La mayoría son
chistosos. Se ve claramente cómo uno trata de seducir al otro al convertirse en un objeto
llamativo. Uno se retrata como si fuera un ser-en-sí, tratando así de captar la subjetividad del
otro, cómo un pescador con su carnada. Este intento, cómo sabemos, está condenado a
fracasar porque la libertad del otro, su libertad de elegirte a ti, no puede ser poseída. Puedo
poseer un coche, un libro, cualquier tipo de objeto, pero los objetos no pueden darme lo que
busco, a saber, la libertad del otro. Claramente, si trato de someter la libertad a la mía, a mi
voluntad, entonces fracaso porque una libertad controlada, por definición, no es libertad.
Y cuando alguien nos ha escogido y nos ha dado su amor libremente, aun así no logramos la
seguridad ontológica que buscamos. Si lo controlamos, ya no hay amor, y si no lo controlamos,
ya no hay seguridad. Hay muchísima gente que goza del amor, pero también sufren una
incertidumbre, la duda de no saber si mañana el otro, el amado, nos odiará o nos verá con
apatía, dejándonos por un otro. Estrictamente, el amor no es imposible, pero en la medida en
que no podemos controlar la subjetividad que es dueño de parte de nuestro ser, ese ser que
objetiviza y que por tanto sea para ese otro, entonces, a pesar de ser amado, vivimos
desamparado.
Al ver que no puedo poseer la libertad del otro, puedo tratar de neutralizar sus efectos al
convertirme en un simple objeto para el otro. De esta manera, ya no habría una escisión en mi
ser entre aquél que es para-mí y aquél que es para-el-otro: todo sería para el otro. Ésta es la
maniobra del masoquismo, un gesto que a fin de cuentas es inútil porque el masoquista elige
convertirse en objeto, permite que el otro le trate así. El problema es que su subjetividad está
a la base de su propia objetivización. No puede perder de vista su ser cómo sujeto. Cómo dice
Sartre: “Cuanto más intente saborear su objetividad, más se verá sumergido por la conciencia
de su subjetividad – por tanto su angustia”.
Sartre pasa ahora a considerar la primera estrategia que comentamos, la cual es la inversa de
la que acabamos de ver. En vez de tratar de controlar la mirada del otro, uno responde al
regresarle la mirada, al ser quien mira. En el primer caso, vimos que uno no podía poseer la
subjetividad y la libertad del otro, pero aquí, al mirarlo y cosificarlo, el objeto resultante sí es
algo que se puede poseer.
Poseer al otro como objeto es lo que hace el sádico. Pero de la misma manera que un perro no
puede servir de fundamento para mi ser, tampoco puede un otro convertido en objeto. El
problema aquí es el mismo problema que encuentra el amo en la Fenomenología del espíritu
al vencer al esclavo. El amo está ahora en una posición de exigirle al esclavo que reconozca su
ser, pero el reconocimiento que recibe del esclavo viene precisamente de un esclavo, por lo
que no tiene valor. En el caso de Sartre, el problema estriba en que sólo otra subjetividad (no
un mero objeto) puede verme y revelar el lado objetivo de mi ser. Sartre dice: “Nos parece
entonces que el otro cumple por nosotros una función de la que somos incapaces y que, sin
embargo, nos incumbe: vernos como somos”.
Además del sadismo, considera tratar al otro con indiferencia y con odio, pero terminan en el
mismo dilema, que sin el otro cómo sujeto libre, no podemos vernos a nosotros mismos. No
somos puro ser-para-sí, pura conciencia, sino conciencia encarnada. Nuestra subjetividad se
complementa con objetividad. Sin embargo, el lado de mi ser que es ser-en-sí no es para mí
sino que es para el otro, producto de la mirada del otro, cómo ya hemos comentado varias
veces. Si trato de controlar esa mirada con el amor, consigo algo imposible, una libertad
enjaulada. Si trato de aniquilar la mirada del otro a través de la cosificación, sea por el sadismo
o el odio, o por la simple indiferencia, sigo enajenado de mi ser en tanto objeto porque su
fundamento no está dentro de mí sino que es una función del otro.
Sartre termina este deprimente análisis con una nota al pie que dice: “Estas consideraciones
no excluyen la posibilidad de una moral de liberación y de salvación. Pero ésta debe ser
alcanzada al final de una conversión radical, de la que no podemos tratar aquí”. Podemos
vislumbrar la naturaleza de esa conversión, y por tanto una posible salvación del infierno que
hemos visto aquí, en la cuarta parte del libro al discutir su concepción de la ética y sus
comentarios finales sobre la libertad humana.
Antes de despedirme, quisiera hacer mención de un joven filósofo cuyo camino
lamentablemente fue truncado el pasado 18 de agosto. Me refiero a Andrés Martínez
Sequeira, costarricense y alumno de posgrado que escribía una tesis sobre Sartre, cosa no tan
común hoy en día. Me dicen que seguía con entusiasmo la serie sobre El ser y la nada que he
emprendido, y pues quería dedicarla a su memoria. Hasta la próxima Andrés, y buen provecho.

Capitulo 8

Por muy populares que sean filósofos como Zizek y Byung-Chul Han hoy en día, es inconcebible
que en su funeral salgan 50,000 personas a la calle a seguir el cortejo cómo sucedió cuando
Sartre dejó este mundo. Aunque tiene tiempo que su pensamiento pasó de moda en la
academia, su relevancia para el mundo real, el mundo de panaderos y bomberos, oficinistas y
taxistas, nunca pasará a un segundo plano. ¿Por qué? Porque su tema era la libertad humana.
En todo lo que escribió, analizaba, defendía y afirmaba en algún grado u otro la libertad
humana, un tema de especial resonancia quizá para los franceses quienes en la Segunda
Guerra Mundial se encontraban con la necesidad existencial de tomar una decisión con
respecto a la ocupación de su país por los nazis: someterse o resistir; ser esclavos o ser
hombres libres. Sin embargo, no hace falta una guerra para apreciar la relevancia de la libertad
en la vida humana. El genio de Sartre, tanto en sus obras filosóficas como en las literarias,
consistía en mostrarnos que nuestra libertad, en todo momento, está en cuestión. Todos nos
encontramos en situaciones en las que hay que tomar decisiones y actuar. ¿Huiremos de la
libertad con mala fe, o la aceptaremos con responsabilidad y autenticidad? Hoy, terminando
nuestra lectura de El ser y la nada, veremos en qué medida Sartre ve posible esta segunda
opción.
Sartre dice que el ser humano es absolutamente libre, de hecho condenado a ser libre. La base
de esa afirmación radica en la naturaleza de la conciencia, en su actividad nihilizadora. A
diferencia de la opacidad del ser-en-sí, de su plenitud y positividad, la conciencia es traslúcida,
una nada efímera que nunca logra asentarse en una simple identidad consigo misma ya que,
cualquiera que sea el objeto del que está consciente, está consciente de no ser esa cosa, de no
ser ninguna cosa.
Sin embargo, la conciencia no existe en un vacío. Cómo la famosa paloma de Kant que vio que
no puede volar en un espacio puro sin la fricción del aire y el peso de la gravedad, la conciencia
vive encarnada en un cuerpo entre facticidades que no eligió, tentada por la mala fe y
cosificada por la mirada del otro. ¿No constituyen todas esas cosas obstáculos a la total
libertad que afirma Sartre? Veamos su respuesta.
Sartre inicia la cuarta y última parte de El ser y la nada analizando nuestros actos y la
posibilidad de que sean determinados por factores ajenos a la voluntad de uno. Esto es lo que
los deterministas dicen, que todo efecto tiene una causa y así sucesivamente hacia atrás, lo
cual deja por fuera el libre albedrío.
Pues, imagínate que recibes un 60 en un examen en la escuela. ¿Qué harías, cómo
reaccionarías? A lo mejor te daría pena y la nota baja te motivaría a estudiar más y ponerte las
pilas. Éste es un modo común de hablar, decir que la calificación es lo que causa estas
reacciones. Sin embargo, es equivocado. La nota en sí misma es una positividad, un simple
hecho. Puede motivar una acción sólo si la conciencia, o sea tú, introduce una negatividad, por
ejemplo, “no es suficiente, debe ser mayor”. El deseo de conocer bien el tema y de tener el
respeto de tus compañeros son negatividades que, junto con la positividad de la nota, está a la
base de la acción y hace que sea libre. Dice Sartre: “Ningún estado de hecho . . . es susceptible
de motivar por sí mismo ninguna acción. Pues una acción es una proyección del para-sí hacia
algo que no es”. Podríamos decir, entonces, que el sentido de aquello que es, un hecho actual,
depende de lo que no es. La sensación de hambre es un hecho, pero no significa que vayas
necesariamente a un restaurante a comer. Si estás a dieta, tu cuerpo más delgado, que no es,
que no existe, provoca una acción de resistencia frente al hambre, en vez de una acción para
satisfacerlo. El simple hecho del hambre es insuficiente para dar cuenta de la acción – requiere
además de la negatividad de tu cuerpo más delgado, una negatividad que viene de ti, de tu
libertad.
Lo que el determinismo presupone es que las cosas en el mundo sean suficientes en su
causalidad, pero Sartre no lo ve así. Para él, constituimos el mundo que experimentamos. Un
ejemplo muy llamativo de esto es esa famosa imagen de pato-conejo, o de una mujer joven y
vieja a la vez. Estos dibujos están compuestos de líneas muy claras, son objetos fuera de la
conciencia que sin embargo no cuentan con la información en sí mismas necesaria para
determinar si vemos el pato o el conejo, la joven o la viejita. Eso lo aporta la conciencia.
Pues con esto debe estar claro que mis acciones o reacciones son una función no del estado de
cosas en el mundo, sino del sentido que les doy. Pero seguramente hay otras maneras en que
mi libertad está limitada. Puedo cambiar el peso de mi cuerpo pero no puedo agregar cuarenta
centímetros a mi estatura. Si soy bajo, soy bajo. Sartre dice que las cosas tienen lo que llama
una “coeficiente de adversidad”, es decir, que se nos presentan cómo obstáculos con
diferentes grados de resistencia al cumplimiento de nuestros proyectos. Si mi intención o
deseo es jugar básquetbol profesionalmente, pareciera que mi libertad ahí se ve limitada. Sin
embargo, Sartre no se rinde. Dice: “De suerte que las resistencias que la libertad devela en lo
existente, lejos de constituir para ella un peligro, no hacen sino permitirle surgir como
libertad”. Esto expresa la idea de la paloma de Kant que puede volar sólo si hay resistencia. Si
uno jamás encontrara obstáculos a la satisfacción de sus deseos e intenciones, si cada elección
que tomara resultara inmediatamente en la satisfacción, no se podría decir propiamente que
elige, sino que simplemente desea y goce, casi cómo el infinito Dios que sólo tiene que
concebir algo para que exista. Sartre dice que toda elección es una elección de finitud, por lo
que, si la libertad es la libertad de elección, sólo seres finitos que no lo tienen todo pueden ser
libres. Es la propia resistencia que uno encuentra en su experiencia lo que resalta la libertad y
hace uno consciente de ella.
Cómo vimos, Sartre dice que la conciencia es absolutamente libre, sin embargo, en cierto
sentido reconoce que no la es. Uno no puede elegir volar al aletear sus brazos, por ejemplo.
Dice que si entendemos la libertad empíricamente, como “obtener lo que se ha querido”,
podemos encontrar muchos casos de una limitación a la libertad. Pero si la entendemos
filosóficamente, lo relevante no es la obtención de algo sino, cómo dice Sartre, “determinarse
a querer por sí mismo”, es decir, elegir de forma autónoma. Este último es la libertad
entendida ontológicamente, y no simplemente óntica o empíricamente.
De esta manera, podemos tratar quizá el ejemplo más extremo de una restricción a la libertad,
a saber, el de ser esclavo. Sartre afirma textualmente que “el esclavo en sus cadenas es tan
libre como su amo”. ¿Tan libre? ¿De veras? Sartre reconoce claramente que no es cuestión del
esclavo obteniendo las riquezas de su amo; de eso el esclavo sólo puede soñar con poseerlas.
Pero eso no es el punto. La libertad que le interesa a Sartre, la que hace que el esclavo y el
amo sean equivalentes, es la libertad ontológica. En este sentido, la libertad del esclavo
consiste simple y sencillamente en la autonomía de elección. ¿Y qué puede elegir? Dice Sartre:
“El esclavo en sus cadenas es libre para romperlas; esto significa que el sentido mismo de sus
cadenas le aparecerá a la luz del fin que haya elegido: continuar siendo esclavo o arriesgarse a
lo peor para liberarse de la servidumbre”. En este sentido, podemos decir que los franceses en
la ocupación eran tan libres cómo los nazis que lo ocupaban.
Sartre habla del esclavo en una larga discusión de lo que llama “la situación”. Dice: “No soy
nunca libre sino en situación”. Antes, dijimos que la conciencia no existe en un vacío, sino en
un mundo fáctico. Sin embargo, la facticidad por un lado y la conciencia por el otro no son
suficientes para dar cuenta de, por ejemplo, la libertad que los franceses, al menos algunos,
ejercían en la ocupación. Cómo vimos, aquello que es ajeno a la conciencia no es suficiente
para dar cuenta de la experiencia de la conciencia, de ver o un pato o un conejo. Dice Sartre:
“La situación . . . No puede considerarse como el libre efecto de una libertad o como el
conjunto de constricciones que sufro: proviene de la iluminación de la constricción por la
libertad que le da su sentido de constricción”. Vemos aquí que la situación es lo que resulta de
la confrontación entre la conciencia y su facticidad. De esta manera, la conciencia puede
encontrarse en diferentes situaciones dependiendo de cómo enfrenta la facticidad que se
presenta. Tomemos como ejemplo Amelia Earhart y el Océano Atlántico. Sube a su avión y
empieza a volar sobre esa inmensa facticidad. Ésa es su situación particular. Pero es
importante ver que esta situación no se reduce a la facticidad, a la extensión del mar, a las
corrientes de aire y a su destreza cómo piloto, ya que, si se hubiera sentado en un acantilado a
pintar el mar, esos elementos fácticos se desvanecerían y otros tomarían su lugar, a saber,
cosas como el color del mar, y el efecto de la luz sobre su superficie. Mismo objeto, misma
persona, pero diferentes situaciones debido a un cambio en el proyecto. Dice Sartre: “La
realidad humana encuentra doquiera resistencias y obstáculos que no ha creado ella, pero
esos obstáculos y esas resistencias no tienen sentido sino en y por la libre elección que la
realidad humana es”.
El tema hasta ahora ha sido la acción, y lo que Sartre sostiene es que en el fondo,
ontológicamente, nuestros actos son libres porque el sentido que tienen lo damos nosotros en
términos de nuestros deseos y proyectos. Pero tenemos muchos y diversos deseos, ¿no?
Deseo de comer un chocolate, ver una película, nadar en el lago, ser maestro de filosofía, entre
muchos más. Si también deseo bajar de peso, ¿qué pasa con ese deseo de comer el chocolate?
¿Somos simplemente una bola de deseos desordenados en conflicto o hay deseos más
profundos y rectores que otros? En su Ética, Aristóteles explica la acción humana en términos
de medios y fines. Hay muchas cosas que hacemos como medio a un fin. Voy a clase para
cumplir con el plan de estudios de mi facultad, para luego poder graduar, y eso para conseguir
un trabajo, para ganar dinero, para comprar cosas, para, para, para. . . Estos “para” tienen que
parar en algún momento en un fin que no es un medio más. Para Aristóteles, ese fin es la
felicidad o eudamonia, lo cual orienta y da sentido a todas las cosas que hacemos en la vida.
Entre todos nuestros deseos, es el más fundamental.
En Sartre encontramos algo semejante, sólo que el deseo o proyecto fundamental no es ser
feliz, sino ser Dios. Para entender esa extravagante afirmación, tenemos que hablar de las tres
palabras que forman el título de esta cuarta parte del libro, a saber, tener, hacer y ser. El
primero de su dos capítulos se llama “Ser y Hacer: la Libertad”. Ése es el tema que hemos
tratado hasta ahora, la acción o el hacer y cómo lo que hacemos, en su situación particular, es
libre y no determinado por la facticidad. Recordemos cómo Sartre caracterizaba al ser de la
conciencia: es lo que no es, y no es lo que es. Antes de que Amelia Earhart despegara, su ser
consistía en algo que no existía todavía, en ser lo que había proyectado – una aviadora que
voló sobre el Atlántico, y al mismo tiempo no era el cúmulo de datos biográficos que en ese
momento constituían la totalidad de su pasado. Éste es el extraño ser de la conciencia, una
nada efímera que, en su negación de los hechos, de lo que es el caso, se desliza en un
constante movimiento que huye del pasado hacia un futuro inexistente.
El ser de la conciencia, del para-sí, y su libertad, es el tema del primer capítulo. En el segundo
capítulo, pasa del ser al tener. Ontológicamente, actuamos en el mundo con referencia a una
meta o proyecto libremente elegido. En este sentido, la acción o el hacer encierra la libertad
del ser, pero también encierra la seguridad del tener. ¿De qué manera? Cómo vimos en la
primera parte del libro, la radical libertad de la conciencia es angustiante porque implica que
tomemos responsabilidad por nuestros actos, por nuestra vida. Si somos libres, no podemos
echar la culpa. Sin embargo, eso es precisamente lo que hacemos, y tiene un nombre – la mala
fe. Nuestro deseo siempre se proyecta hacia algo definido: ser buen alumno, ser padre, ser
aviadora, en pocas palabras, a un ser-en-sí. Al mismo tiempo que el deseo tiende hacia el ser,
tiende hacia el tener, queriendo identificarse con el en-sí cuya realización ha planteado
libremente. El término que Sartre utiliza es poseer. La conciencia quiere poseer la cosa o el
atributo que realiza con su acción, identificándose con él, pero al mismo tiempo quiere
permanecer consciente y libre. Lo que quiere es ser para-sí y en-sí al mismo tiempo, un en-sí-
para-sí. Sartre dice: “El posible es proyectado en general como aquello que le falta al para-sí
para convertirse en en-sí-para-sí [lo cual es] el ideal de una conciencia que fuera fundamento
de su propio ser-en-sí . . . A este ideal se le puede llamar Dios”. El hombre, dice Sartre, es el ser
que proyecta ser Dios, y este proyecto, este deseo, es el más fundamental de todos.
El deseo de ser Dios no trata de ser omnipotente y omnisciente, cómo el Dios cristiano, sino
ser un Ens causa sui, una frase latina que significa ser causa de sí mismo. Recuerda que la
conciencia siempre está en movimiento, negando lo que es y proyectando lo que no es,
huyéndose del ser de las cosas al tiempo que está en constante búsqueda del ser. En otras
palabras, está siempre en camino pero nunca llega un destino final. Nuestro más profundo
deseo, dice Sartre, es que esta búsqueda termine coincidiendo con el ser, que termine en la
simple identidad de sí consigo misma. Y al mismo tiempo, cómo dije, queremos permanecer
conscientes y libres. Sartre compara este intento con la pasión de Cristo, con la conversión de
Dios en la persona de Cristo que se sacrifica en la cruz para que la humanidad renazca. Pasión,
cómo sabemos, quiere decir sufrimiento, y la conciencia tiene su propia pasión. Su deseo, dice
Sartre, es sacrificar a su humanidad, a aquello que lo hace libre, no para que renazca, sino para
que Dios exista en el sentido de ser un ser que sea su propio fundamento – un Ens causa sui.
Sartre dice, famosamente, que el hombre es, en este sentido, una pasión inútil. Inútil porque la
meta de esta pasión, la de ser un en-sí-para-sí, es contradictoria. Es contradictoria porque un
ser que para-sí fuera un en-sí sería un ser dividido porque estaría consciente de su ser-en-sí, lo
tendría cómo objeto, viéndolo. Pero aquello que es dividido no puede ser simplemente en-sí
porque el ser-en-sí se caracteriza por la total identidad. Un Dios como Ens causa sui puede
darse en los castillos que teólogos construyen en el aire, pero en la dimensión humana, no. Sin
embargo, es nuestro deseo más fundamental, y dado que es un deseo que no puede
satisfacerse, es por eso que Sartre llama al hombre una pasión inútil.
A lo mejor te parezca difícil reconocer lo que Sartre describe aquí cómo tú proyecto
fundamental en la vida. Lo que ves son tus planes de estudiar, graduarte, trabajar, casarse, etc.
¿Dónde está eso de querer ser Dios? No es un objetivo conscientemente planteado, sino más
bien una profunda estructura de la realidad humana que se manifiesta en la vida cotidiana. En
el último vídeo, vimos la dinámica de la mirada del otro y cómo conduce a relaciones
conflictivas con los que nos rodean. Intentamos controlar la libertad del otro al someterla a la
nuestra, sin embargo, al mismo tiempo queremos, y de hecho necesitamos, que el que
intentamos controlar permanezca libre en tanto persona. A diferencia de una cosa inerte,
necesitamos que nos reconozca. ¿Te suena familiar eso? Es la misma dinámica contradictoria e
imposible de querer ser Dios, un ser en-sí-para-sí.
En el vídeo sobre la mala fe, comentamos una nota a pie de página donde Sartre menciona la
posibilidad de escapar de la mala fe. Dice que supondría una recuperación del ser que era
previamente corrompido, una recuperación que llama la autenticidad. En el último párrafo del
libro, vuelve a mencionar esa recuperación pero dice que una respuesta a esta cuestión no
puede darse en un estudio ontológico cómo el que hace aquí en El ser y la nada, sino sólo en
un plano ético. En la última oración del libro, promete tratar el tema en una obra a futuro.
Pues, Sartre nunca escribió ese libro sobre ética, pero sí tomó muchas notas sobre el tema, las
cuales se publicaron póstumamente en 1983 con el título Cuadernos por una moral. Con base
en éste y otros escritos, podemos hacernos una idea de una posible salida.
Antes que nada, la meta es pasar de la mala fe a la buena fe, a una vida auténtica. Esto implica,
cómo vimos en esa nota al pie, una recuperación del ser que se había corrompido. Es muy
llamativa la semejanza con la narrativa cristiana del pecado original que tiene que ser redimido
para que el ser humano viva como debe de ser. Es como si todo lo que hemos leído aquí en El
ser y la nada sobre el infierno que son los otros, el miserable conflicto interpersonal, fuera la
condición natural del ser humano, una condición enferma que tiene que ser sanada o salvada.
Es interesante la etimología de la palabra “auténtico”. Viene del griego – authentikos – que
significa principal o genuino. La vida no auténtica, entonces, es una vida derivada, secundaria y
falsa, falsa porque en la mala fe uno huye de su propia libertad, escondiéndose en la regla, la
norma o la naturaleza de un cosa o un rol.
Está claro que el cambio o conversión a una vida auténtica implica el rechazo del proyecto de
ser Dios y la aceptación de un proyecto que abrace la libertad. Curiosamente, en el texto de El
ser y la nada, Sartre habla de una actividad en la que ésa es la meta, a saber, el juego. El juego,
dice, “en oposición al espíritu de seriedad, parece la actitud menos posesiva, pues quita a lo
real su realidad”. Con esto quiere decir que en el juego uno actúa de acuerdo con reglas y una
dinámica no impuestas de forma ajena, por el mundo real allá afuera, sino por uno mismo.
Sartre dice, “El acto tiene por función manifestar y presentificar ante sí misma a la libertad
absoluta que es el propio ser de la persona”. El juego no tiene fin ulterior; el punto es vivir la
libertad al gozar de un hacer guiado por un mismo. Este tipo de hacer es distinto de obrar de
acuerdo con el proyecto de ser Dios. Su fundamento y su meta es la libertad, no la libertad de
otro ni la cosificación del ser-en-sí.
¿Podemos dejar el proyecto de ser Dios y cambiar radicalmente al de un proyecto como él del
juego? Para hacerlo, uno tendría que ser capaz de pararse y reflexionar profundamente sobre
su vida y sobre el camino que lleva. Una distinción que hace en su Cuadernos por una moral
puede ayudar. Ahí distingue entre una reflexión “cómplice” y una purificadora. La primera se
refiere a un tipo de reflexión o razonamiento que en otro contexto ha sido llamado
instrumental, uno que se centra en una consideración de los medios para alcanzar ciertos
fines. Si uno llega a sentirse estresado y frustrado, van mal su relaciones personales, si se
siente en ese famoso infierno que son los otros, puede pararse a reflexionar sobre los medios
que ha elegido y hacer ajustes y cambios al respecto. Sin embargo, esta reflexión “cómplice”
no dará resultados significativamente mejores ya que el proyecto sigue siendo el mismo, el de
ser Dios. De hecho, en el texto Sartre introduce lo que llama el psicoanálisis existencial
(distinto de la versión freudiana y de la psicología tradicional) donde el analista puede ayudar a
uno a analizar los elementos de su vida y sus relaciones para poner en relieve la futilidad de
sus diversos proyectos bajo la guía de él de ser Dios. Viendo el panorama, se espera que uno
pueda centrarse en y re-evaluar ese proyecto fundamental. Esta reflexión Sartre la llama la
reflexión purificadora. El resultado puede ser una conversión radical a otro proyecto
fundamental, uno que tomara cómo su valor básico la libertad propia como vimos en el acto
de jugar.
Semejante cambio es difícil porque la libertad es difícil. Ser libre significa estar en movimiento,
bailando entre lo que uno es y lo que todavía no es, un baile que nunca llega a pararse en una
condición estática de identidad. Una vida libre es una vida dinámica, una vida que al aterrizar
por el otro lado del Atlántico disfruta el logro pero no descansa en él – está pensando en el
siguiente proyecto, en el siguiente vuelo, o quizá piense en cambiar el juego por completo.
Una vida auténtica es cómo el juego de malabares. Las bolitas que uno va tirando no pueden
parar su tránsito por el aire. Uno tiene que seguir tirándolas y en cada momento existe la
posibilidad de un error, de un desliz, y da miedo pero al mismo tiempo da placer porque este
juego es uno que uno plantea a sí mismo. Si de repente uno agarra una de las bolitas y no la
suelta, queriendo la seguridad de poseerla, las demás caen al suelo y el juego se acabó.
Empecé esta serie sobre El ser y la nada porque se me hizo que lo que dice sobre la libertad es
justo lo que necesitamos ahora en nuestro momento histórico. En una entrevista Sartre dice
que los franceses nunca se sentían tan libres cómo durante la ocupación de los Nazis. Pues hoy
tenemos muchas cosas que nos ocupan. Cómo los franceses, enfrentamos el odioso espectro
del fascismo que levanta nuevamente su cabeza. Y enfrentamos también otras cosas, cosas
enormes como el cambio climático y una pandemia. Por su tamaño y complejidad, nos resulta
más fácil responder, en mala fe, que no hay nada que puedo hacer. Nos resulta más fácil
escondernos tras un rol, una postura o un “ismo”.
Tengo una colección de ensayos de Sartre sobre estética y ahí aparece la siguiente afirmación:
“Only the guy who isn’t rowing has time to rock the boat”. No lo he encontrado publicado en
español, pero la traducción sería: “Sólo él que no está remando tiene tiempo para agitar la
lancha”. Literalmente, agitar la lancha significa moverla de un lado a otro, cosa que es
peligrosa porque así puede entrar agua y hundirse. Figurativamente, quiere decir perturbar
una situación, desestabilizarla. En inglés se dice “Don’t rock the boat” – “No agites las cosas” o
sea “Lleva la fiesta en paz”. Entonces, la frase puede interpretarse cómo queriendo decir que
todos deberían estar echando la mano, cooperando para que las cosas vayan adelante. Y él
que no, pues tiene tiempo para echar las cosas por abajo, es un malo, un agitador. Sin
embargo, se me hace que lo que Sartre quiere decir es el contrario. Justo lo que hace falta es
parar lo que estamos haciendo, tomar tiempo para reflexionar sobre la dirección en que
estamos remando. ¿Es una actividad de cooperación o de seguir ciegamente al de en frente
como un rebaño? A lo mejor el infierno en que nos encontramos se deba a que nuestra meta,
nuestro proyecto, esté mal, que nos esté llevando hacia una catarata. En ese caso, harían falta
más agitadores, más gente que se dé el tiempo para una reflexión profunda y el valor de un
cambio radical, convirtiendo esa pasión inútil en una pasión por una vida libre.

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