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acne tg La moneda marc reece ens tratcrt rt iy © 2016, SILVIA SCHUJER © De esta edicin: 2016, EDICIONES SANTILLANA S.A. Ay, Leandro N, Alem 720 (C1001AAP) Ciudad Auténoma de Buenos Aires, Argentina ISBN: 978-950-46-4775-1 Hecho el depésito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina. Printed in Argentina, Primera edicidn: febrero de 2016 Direceién editorial: MARiA FERNANDA MAQUITIRA, Edicion: MARiA Cristina PRUZZO Ilustraciones: JAVIER JOAQUIN Direccién de Arte: José Crespo y Rosa MARIN Proyecto grafica; MARISOL Dat, BURGO, RUBEN CHURRILLAS ¥ JULIA ORTEGA Schujer, Silvia La moneda maravillosa / Silvia Schujer ;ilustrado por Javier Joaquin, - 1a ed . - Ciudad Auténoma de Buenos Aires: Santillana, 2016, 12 p, sil; 20x14 em. - (Morada) ISBN 978-950-46-4775-1 1, Narrativa Historica Argentina, 2, Literatura Infantil. {, Javier Joaquin, flus, {L. Titulo. CDD A863 Todos los derechos reservados. Esta publicacién ne puede ser reproducida, ni en toda ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperacién de informacién, en ninguna forma ni por ningdn medio, sea mecanico, fotoquimico, electrénico, magnético, electrodptico, por fotocapia, 0 cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. ESTA PRIMERA EDICION DE 8.000 EJEMPLARES SE TERMINO DE IMPRIMIR EN EL MES ba FERRERO DE 2016 EN ARTES GRAPICAS COLOR Ere, PASO 192, AVELLANEDA, BuBNOS Atnes, REPUBLICA ARGENTINA, Dwodave, Ws La moneda maravuillosa Silvia Schujer llustraciones de Javier Joaquin loqueleo —El de la vieja, dele, cuéntenos ese, —Muy bien: Erase una viejecita / sin nadita que comer / solo charque, humita, dulces... —No, ese no, madre. Benigno dice el de la vieja y el arroz. —Si, el de la vieja, el arroz jy el cuchillo! —Pero ese cuento es muy largo y estoy muy cansada. —Vamos, madre, cuéntenos ese y después nos dormimos rapidisimo. 3No es cierto, Sereno? (Silencio) — NO ES CIERTO, SERENO? —insistid Benigno mientras que, por debajo del cubrecama, pateaba a su hermano para que no lo contradijera. —jAy, madre! ;Benigno me esta golpeando! —jBasta, muchachos! ;Por hoy est bien! Se los voy a contar, pero apenas termino se me dejan de embromar. ¢Esta claro? Eso fue lo ultimo que les dijo Dominga a los mellizos antes de empezar a hacer una de las cosas que més le gustaba en la vida: con- tar cuentos. Historias que a ella misma se le ocurrian mientras las iba hilvanando. O cuen- tos que alguna vez habia escuchado en la calle, en la casa de sus patrones, o visto en los libros que tenia el maestro y que —aunque no sabia leer- ella adivinaba por los grabados. El caso es que esa noche, con el rancho a oscuras porque yalos tres se habian acostado, Dominga empez6: —Esta es la historia de una viejita muy pobre que vivia sola y que una vez, mientras barria el patio, se encontré una moneda. “Qué buena suerte’, pensd. Y enseguida entré en su casa a guardarla en el mismo frasco donde guardaba el arroz. Ese mediodia, la mujer abrid el frasco, sacé el arroz que necesitaba para cocinar su almuerzo y vio que apenas le quedaba un puriadito para la cena. “Ay de mi”, suspiré. Claro que la preacu- pacion no le duré demasiado, ya que, cuando se hizo de noche, el envase estaba otra vez medio lleno de arroz. Entonces preparé la comida con un poco, dejé lo necesario para el almuerzo si- guiente y, al otro dia, se encontré con el frasco __jotra vez por la mitad! Como se imaginardn, hijos mios, la mujer de- cidié dejar la moneda magica ahi donde la ha- bia puesto -en el frasco— y desde entonces no le falté de comer, —Esa si era una vieja sortuda. —Suertuda, se dice, cabeza de mula. 10 —Mas mula seras vos. —jBasta, carancho! Se dejan de pelear o los dejo sin cuento. —No embromes, Benigno, que ahora vie- ne lo del tigre. —Muy bien —continué Dominga—: Cuando el tigre de la montatia se enteré de la no- ticia, se presenté a la vieja y le pidié la moneda. Como es natural, la seftora le dijo que no se la ibaa dar. Entonces el tigre lanzé un rugido y hablo: —Esta noche —Dominga rugio como un tigre— me tendrds de vuelta. Y cuando me haya hartado de comer tus huesos —esta parte les encantaba a sus dos hijos—, jme apoderaré del tesoro! Aterrorizada, la viejita se puso a llorar y, solo después de calmarse, empezé a aftlar un cuchillo para poder defenderse esa noche, —Abuela, gpor qué afilas un cuchillo? —le preguntaron unos garhanzos. iy TG I II) 12 —Mis queridos —dijo ella—, el tigre quiere comerme y afilo el cuchillo para defenderme. —No te preocupes, abuela, nosotros te va- mos a ayudar. —Pero gcémo? —Lo vamos a esperar en el umbral. De un solo impulso los garbanzos salta- ron a tierra y se acomodaron ante la puerta. Mientras lo hacian, la viejita siguid con su tarea. —Abuela —pregunté de pronto un hue- vo—, épor qué afilas un cuchillo? —Mi querido —dijo ella—, el tigre quiere comerme. Yo afilo el cuchillo para defenderme. —Pues yo te voy a ayudar. —Pero gcémo? —Sentdndome en el hogar. Y mientras el huevo se acomodaba entre unos lerios, la viejita siguié con su tarea, Hasta que aparecié un cangrejo y le pregunta: —Abuela, gpor qué afilas un cuchillo? —Mi querido —respondié—, el tigre quiere comerme. Yo afilo el cuchillo para... —jDefenderme! —gritaron a coro los mellizos. Y Dominga sigui6é—: —No te preocupes, abuela, que yo te voy a ayudar. —Pero cémo, pequefio cangrejito. —Escondido en la jarra de agua, alli lo voy a esperar. Y mientras el cangrejo se zambullia en el cuenco, la abuela siguié afila que te afila. —Amiga —le pregunt6 sorprendido un garro- te—, gpor qué afilas un cuchillo? —Mi querido —dijo ella—, el tigre quiere co- merme. Y yo afilo el cuchillo para defenderme. —No te preocupes, abuela, que yo te puedo ayudar. —¢Pero cémo, dénde? —En el borde de tu cama. Alli me voy a acostar. 13 14 Y mientras el garrote ocupaba su puesto, un buen martillo se acomeds en el marco de la puerta y también se dispuso a esperar. Lo cierto es que, cuando se hizo de noche, el cuchillo estaba tan afilado que cortaba como una espada. Entonces -mds tranquila-, la vie- jita fue a su cama y se acosté a dormir, Al poco rato aparecio el tigre. Se acercé al ran- chito de la vieja y de un cabezazo abrié la puerta. Claro que, apenas la atravesé, los garbanzos em- pezaron a moverse para todas partes y el tigre, al pisarlos, se cayé de cola y qued6 panza arriba, — Buu! jUn tigre! |Benigno estd callado porque tiene miedo! —Mentira. jMadre, Sereno es un tar...! — Basta! —los corté Dominga y retomé la historia—. Una vez que se repuso del resba- lén y volvié a pararse sobre sus cuatro patas, el tigre fue tanteando el terreno hasta llegar al fogén por un poco de luz. Arrimé el hocico y se puso a soplar y soplar las brasas para atizar el fuego. Entonces el huevo estallé y le llené de cenizas los ojos. El tigre buscé agua para lavarse la cara. A duras penas encontré una jarra sobre la mesa y cuando metié una pata para salpicarse, las pin- zas del cangrejo le dieron un pellizcén. El tigre sacé la pata herida y, rugiendo de do- lor (y de furia), dio media vuelta y salté hacia donde estaha la viejita, —jVieja malvada! —grufié—. ;De mi no te vas a salvar! Pero no terminé aquel rugido cuando el garrote se puso en guardia y empezo a golpearle la ca- beza. Le dio tantos garrotazos que el tigre vio las estrellas y se desmay6. Cuando parecta mds muerto que vivo, la vieji- ta bajo de sucama empuriando el cuchillo, El rui- do metélico lend al tigre de espanta, por lo que en un rdpido movimiento traté de escaparse. 15 16 Fue en ese preciso instante que los garbanzes de la entrada volvieron a moverle el piso. Enton- ces el tigre perdi6 el equilibrio, golpeé contra el marco de la puerta y le cayé el martillo encima. La viejita comprendié que su enemigo esta- ba muerto y, con la ayuda de unos vecinos que habian escuchado los ruidos, lo enterraron en el bosque. Desde entonces la mujer vive tranquila y, cada vez que cocina su arroz, recuerda la histo- ria de su moneda y del viejo tigre feroz. Cuando estuvo segura de que los chicos dor- mian, Dominga se levanté del catre y fue derecho a buscar su tesoro, unas cuantas monedas que venia juntando desde hacia un tiempo y que tenia guardadas en una ca- jita cerrada con llave. El rancho estaba oscuro pero ella conocia el camino de memoria. No bien tuvo el cofre entre las manos, lo abrié con cuidado y salié de su casa a contar sus monedas a la luz de la luna. Las sacé una por una y las acomodé en un pafiuelo al que dio forma de bolsa y até con un nudo. A la mafiana siguiente, cuando Benigno y Sereno 17 18 estuvieran con el maestro, les entregaria esa plata a los vendedores y ellos le darfan lo que pre- cisaba para cocinar. Mas de una vez habia entre- gado algun tejido hecho por ella a cambio de las mercaderias que le hacian falta, pero ahora con- taba con el dinero y podria pagar sin problema. Asi era Dominga. Enérgica. Decidida. Y ademas le gustaban las sorpresas. En dos dias sus hijos cumplirian diez afios y queria sorprenderlos. Pensaba invitar a unos pa- rientes y convidarlos con unas buenas em- panadas amasadas por sus propias manos. —jMis muchachos! —suspiré Dominga con un amor que la desbordaba—. jMis mu- chachos! —Y después de reflexionar sobre lo rapido que pasaba el tiempo, sus recuer- dos tropezaron con su esposo, Hacia ya cua- tro afios Antonio se habia unido a las tropas de Belgrano y habia muerto en la batalla del Tucuman. “En fin’, pensé Dominga con nostalgia. jSi al menos se hubiera enterado de que en aquella vuelta perdieron los realistas! “Y bueh...”, suspiré con pena. Pero enseguida apago esa tristeza y, fuerte y alegre como habia sido siempre, volvié a entrar en el rancho y se acost6 a dormir, 19 — Sereno y Benigno habian nacido el 7 de julio de 1806 y desde entonces eran famosos por varias razones: la primera, porque eran mellizos. La segunda, porque parecian calcados hasta en el modo de cerrar los ojos, y la tercera, por- que se hacian notar. Nadie que viviera en la misma barriada que esos chicos podria olvi- dar la mafiana en que llenaron de sapos un balde de leche recién ordefiada. O la tarde en que -estrenando seis afios y por seguir al padre- se metieron en un entrenamiento militar, encontraron el depésito de armas, dispararon un fusil que por suerte no apun- taba a nadie, del susto dispararon ellos y 21 22 terminaron perdiéndose en el monte. Dos dias los estuvieron buscando hasta que apa- recieron en el caserio montados sobre una de las mulas que venian en yunta desde el Potosi. Para algunos, eran la mismisima piel de Judas, el Diablo dividido en dos. Para otros, unos pobres descarriados que, tras perder a su padre, habian queda- do a cargo de una madre demasiado joven y rara como para educarlos mejor. Para el maestro, un par de criaturas brillantes. Para Antonio, el que habia sido su padre, un orgullo, La prueba de que su amor por Dominga era tan fuerte que habia engen- drado dos personas a la vez. Para Dominga eran la vida misma: la alegria y las preocupaciones multiplicadas por cien. Cuando a la mafiana siguiente Dominga abrid los ojos, Sereno y Benigno ya habian encendido el fuego. —Albricias —los saludé la mujer—. ;Qué han de estar por pedirme, que me despier- tan asi? —Vamos, Dominga, apure el tranco que nos tenemos que ir —le dijeron. Los chicos querian desayunar bien tempra- no ese dia porque saldrian de excursién con el maestro al centro de San Miguel. Desde hacia unos meses a Tucumdén estaba Ilegando gente desde distintas provincias y, segtin se comenta- ba, traian la orden de declarar la independencia. 23 24 Martiniano Morales, que era el maestro a quien el propio Belgrano habia confiado la instruccién de los huérfanos (los que ha- bian perdido a sus padres en las batallas), queria interiorizarse mejor de lo que esta- ba pasando en la ciudad, asi que habia or- ganizado una expedicisn con los alumnos a los que, de paso, aprovecharia para ex- plicar ciertos temas. {0 acaso no debian aprender desde mocosos lo que era tener una patria? En cuanto a los mellizos, no es que les im- portara demasiado lo que hicieran o dejaran de hacer esos hombres que llegaban a Tucuman, sino mas bien lo que habian oido sobre ellos: que necesitaban lugares donde alojarse, que daban buenas propinas a quienes los ayuda- ban con el equipaje, que hacfan regalos a los que les brindaban la mejor informacién sobre calles, comidas, pulperias... Benigno y Sereno habian escuchado esos comentarios y estaban ansiosos por corroborarlos. 25 Aprovechando la ausencia de los chicos (esta- rian con el maestro hasta bien entrada la tar- de), Dominga corrié a pedir permiso a dofia Encarna -su patrona- para que le diera el dia libre. Con tal de conseguirlo, prometié a la mujer que, al reincorporarse, no solo limpia- ria tres y hasta cuatro veces la misma cosa (si era necesario) sino que, ademas, le confiaria los mejores chimentos que los mellizos traje- ran de la ciudad y le contaria unos maravillo- sos cuentos de la China antigua que se habia aprendido especialmente para ella. Dotia Maria Encarnacién de Lata e Instia (viuda desde hacia mucho tiempo) 27 28 conocia muy bien los talentos de Domin- ga. Tanto para contar historias como para convencerla de cualquier asunto por mas absurdo que le pareciera. Valoraba en extre- mo el buen animo de esa joven madre y, aun cuando no queria darle mas paga que al res- to de sus criadas, le otorgaba permisos que a los otros no, En cuanto a Dominga, lo primero que hizo en su dia libre fue salir a comprar los ingredientes que le hacian falta para coci- nar, Para no olvidarse de ninguno, repitié siete veces los versos que ella misma se ha- bia inventado para cada receta. “Siete veces, aseguraba, debo repetir los versos para que todo me salga bien”. También eso se lo habia inventado. ¥Y entonces compré: Grasa de pella y matambre. Harina para amasar. ee Cebollitas de verdeo, mds una cebolla normal. Pimentén, comino y huevo, aji y un poco de sal. De vuelta en su casa, “grasa de pella y ma- tambre”, Dominga apoyé la mercaderia so- bre la mesa, “harina para amasar’, alimenté el fuego del brasero, “cebollitas de verdeo”, de- rritié la grasa y se puso a trabajar. Ensegui- da y mientras la masa reposaba, atiborrd de troncos y ramas el horno de barro que An- tonio le habia construido afuera del rancho y recordé unas coplas que siempre entonaba para él, El fuego quemé los lefios. Los lefios se hicieron brasas, Di, muchacho de ojos tiernos, ¢por qué tu amor no me abraza? 29 30 Dominga preparé el relleno, estiré la masa y para cada empanada hizo un repul- gue tan prolijo que hubiera podido confun- dirse con un dobladillo de encaje. Una vez listas (horneadas y tibias), aco- modé las empanadas en una canasta, tapd la canasta con un mantelito y la escondié en un rincén, sobre el aparador. —iY ahora? —se pregunté. Habia ter- minado las empanadas mucho antes de lo planeado y no sabia qué hacer. O me- jor dicho, por dénde seguir. Entonces, apro- veché la grasa que le habia sobrado, horned un pan de chicharrones y fue al rancho don- de vivia su madre a tomar unos mates y a invitarla para que al dia siguiente festeja- ra el cumpleafios de sus nietos. La mujer era una buena tejedora y vivia con sus dos hi- jos menores (los hermanos de Dominga), que solian trabajar arriando mulas y que, justo en esos dias, pernoctaban en San Miguel. ~—— Benigno y Sereno estaban acostumbrados a quedarse solos en el rancho porque Dominga salia a trabajar ala mariana y a veces no volvia hasta el anochecer. Cada tanto ellos iban con la madre a lo de “la ufia encarnada” (como llama- ban a dofia Encarnacién de Latitia) y ayudaban con lo que podian. No siempre colaboraban, en honor a la verdad. Apenas vislumbraban la oca- sidn, se escondian en alguno de los patios y se hacian invisibles, Nada les gustaba mas que ver cémo los buscaban y cémo no los encontraban a pesar de pasarles tan cerca. La cuestién es que esa tarde, casi noche, cuando llegaron al rancho, no se sorprendieron 33 34 de que Dominga no estuviera alli. Lo que si los sorprendié fue que el horno estuviera caliente. —jEy, Benigno! —llamé Sereno a su her- mano—. Aqui hay gato encerrado. —,Dénde? —En el horno. — En el horno? —Te lo juro. —{Y vive? —Quién? —Fl gato, Sereno. El que esta encerrado en el horno. —Pero no, Benigno. Es un modo de decir. —4 De decir qué? —Que aqui huele a chicharr6én —dijo Sereno por fin, Y enseguida, como si se hubieran puesto de acuerdo, mientras uno encendia el brasero para calentar un poco de agua, el otro busca- ba algun rastro: o el pan con chicharrones que habian imaginado o algin indicio que les revelara quién hab{a usado el horno mien- tras la casa estaba vacia, —Qué raro —dijo Sereno, —Muy raro —repitié Benigno. —EHs un misterio —comentd Sereno. —Un gran misterio —lo siguié Benigno. —Para mi que hay un fantasma —opiné Sereno. —Seguro aqui hay un fantasma —repitid Benigno. Pero al decirlo se puso atras de su hermano -sigilosamente- y lo agarr6 por el cuello. Fue entonces cuando Sereno pegé un grito de espanto, se volvié hacia su hermano y em- pez6 a correrlo por todo el rancho. —jFantasmas! jFantasmas! —gritaban mien- tras corrian y chocaban contra todo lo que ha- bia en la casa. Y fue en uno de esos choques cuando —milagrosamente parada— cayé desde 35 36 el aparador al suelo la canasta con las empa- nadas. —jUau! ,Qué es esto? Los mellizos se quedaron sin palabras cuando vieron el tesoro. —jMadre nos hizo empanadas! —JY por qué las habria escondido? —Quién sabe. Y aunque algo les decia que tal vez no de- bian tocarlas, primero probaron una y des- pués otra. A punto de embucharse la tercera, oyeron ruido de pasos y la voz inconfundible de Dominga, que se acercaba cantando. Ahi nomas, con movimientos precisos, Benigno se subié a un banco, Sereno le alzé la canas- ta, la dejaron como la habian encontrado y salieron del rancho con el corazén en la boca. —jMis amores! —dijo Dominga y abrazé a sus hijos, que habian salido a recibirla—, 3A qué no saben lo que les traje? am Los chicos, todavia agitados, tardaban en contestar, —jEh! ,Qué les pasa? ;No quieren saber? —Si, si —balbuceé Sereno con un resto de aliento. —Queremos —agregé exangiie Benigno. —,Acaso no tienen hambre? —No mucha —comenté Sereno. Pero después de recibir una patada en el tobillo, agregé—: Si, si, mucha hambre. —A ver, a ver —empez6 Dominga inten- tando averiguar qué pasaba—. Aqui huele a gato encerrado. Eso dijo. Y como sus palabras causaron tanta gracia a los mellizos, decidié entrar a la casa y ofrecerles de una vez por todas la mazamorra jcon leche! que su comadre Segundina les mandaba de regalo. Sorprendida de que sus hijos no se lanza- yan a comer como fieras, Dominga miré con ap disimulo la canasta de empanadas. Ahi es- taba. Donde la habfa dejado y con el mante- lito encima. Solo entonces respir6 aliviada. 38 De la excursi6n de aquel dia, Sereno y Benigno contaron lo que habian aprendido y, sobre todo, lo que habian visto. —Que a San Miguel han llegado delega- dos de muchas provincias. —De las provincias unidas —corrigié Sereno. —Que tienen que decidir si... —Decidir no —corrigi6 Sereno—: de- cla-rar. —Ah, bueno. Si el sefiorito sabe todo, épor qué no lo cuenta? —Que tienen que declarar la... jay! ;Qué tienen que declarar...? 39 40 —La independencia, sabihondo. Decirles a los espafioles que... —Y a los otros también, no solo a los es- pafioles —interrumpié Sereno. —Bueno, decirles a todos que los de aca nos queremos mandar solos 0 algo asi. Mientras se terminaba los restos de mazamorra que habian dejado sus hijos, Dominga se unia a la conversaci6n: —Parece que se juntan en la casona de los Bazan. —Asi es. — Ahi caben todos? —A la casa la arreglaron, madre. —Asi podr ser, si. —La verdad es que son muchos. —,Cuadntos? —Muchos. Y han viajado dias y noches para llegar. —Vienen de lejos. 42 —Y algunos todavia andan buscando dénde dormir. —Ah, si yo tuviera lugar... —Y preguntan por buenas casas de comi- da, dénde comprar faroles... —...tabaco. —Y en la plaza hay cantidad de puestos... —...como siempre. —Hay més, madre, hay mas... —..y el turco Abdul janda ofreciendo unas cosas...! — Qué cosas? —pregunt6 Dominga. — Qué cosas qué? —se apurd a disimu- lar Benigno mientras por lo bajo pateaba otra vez a su hermano para que se callara la boca. —Que qué cosas anda ofreciendo el tur- co —insistid Dominga. —Lo de siempre nomas. —Lo de siempre... Pero algo no era como lo de siempre para los hermanos. Porque ese dia de excursién con el maestro, en la plaza mayor de la ciu- dad, sobre el carro donde el turco ofrecia su mercaderia, Benigno y Sereno habian des- cubierto el catalejo. El primero que veian en sus vidas. Tan a mano, tan real: “Totalmen- te de bronce y desplegable al infinito”. Un catalejo verdadero que el mercachifle ven- dia por un dinero con el que ellos no con- taban ni en suefios pero que, aprovechando la llegada de tantos forasteros a la ciudad, secretamente se proponian conseguir. 43 Esa noche, cuando ya estaban acostados, Dominga les hablé a sus hijos en la oscuridad. —Queridos —les dijo—, mariana voy a salir muy temprano al trabajo. Ustedes se me levantan solitos y, en vez de ir con el maestro, ponen el rancho como una pintura. cEsta claro? Si los chicos Ilegaron a escucharla (0 no), Dominga nunca lo supo. Porque el cansancio también la habia vencido a ella y se quedé dormida no bien pronuncié la Ultima frase. Lo cierto es que a la mafiana siguiente, cuando Benigno y Sereno se despertaron, no solo no se acordaban de las palabras de 45 46 su madre sino tampoco de que cumplian afios, Contentisimos de estar solos, delinea- ron un plan para comprar el catalejo y lo pu- sieron en marcha. Primero encendieron el horno de barro lo mas rapido que pudieron. Después hicieron tiempo tomando unos ma- tes. Por Ultimo, recalentaron las empanadas que estaban sobre el aparador, las volvieron a acomodar en la canasta y la cargaron juntos hasta la plaza mayor. Apenas llegaron al centro, los mellizos se cer- cioraron de que Abdul Mogul anduviera con el carro y de que en el carro se conservara el catalejo, Una vez que lo vieron, tan serio y apetecible como lo recordaban (al catalejo, no al turco, que siempre era el mismo), se mez- claron con el resto de los vendedores y empe- zaron a ofrecer su mercaderia mostrando la canasta y acercdndose a cada persona. Empanada, setiora. Empanada, sefior. Usté come una pero paga dos. 47 48 Con perdén: usted compra una y damos dos. En el centro de San Miguel, a esa hora del mediodia, eran muchos los puesteros y vendedores ambulantes que recorrian la zona. Casi siempre eran los mismos, de manera que se saludaban y se recomen- daban unos a otros. E] vendedor de humi- ta recomendaba los pasteles de dulce que ofrecia Palmira. Palmira se alegraba cuando Ramén, su compadre, vendia el lote completo de velas. La vendedora de empanadas era un capi- tulo aparte. Se llamaba Dorilda. Dorilda era una mujer alta y abultada que, ademas de tener un horrible caracter (“Cara de Arafia’, la lamaban algunos), era grande como una montajia. Tenia un hijo enorme como ella y tres hi- jas de tamafo mas moderado que prepara- ban las empanadas durante todo el dia, de modo que la produccién era continua y so- bre todo —hay que decirlo- muy buena. Tan famosas eran las empanadas de Dorilda y tan brutal su carActer que, hasta la llegada de los mellizos, jamas habia tenido compe- tencia. Nadie que la conociera se hubiera atrevido a importunar a “La Montaria Hu- mana’, como también solian decirle. Tal vez por eso, la presencia de Sereno y Benigno no fue muy bien recibida por los comerciantes: apenas descubrieron qué ofrecian y con qué herramienta los chicos se ganaban los clientes, imaginaron -y con ra- zon- la trifulca que se armaria. Y es que, tal como lo habian aprendido de su madre y ensayado en el camino, los chicos ofrecian sus empanadas con rimas que iban 49 50 inventando al paso para cada persona. Asi, por ejemplo, se arrimaban a una sefiora y decian: Por una empanada me da poco y nada. Si estd sabrosita, una monedita. Sile sabe mal, ni un grano de sal. Y si habia un hombre joven con cara de buscar novia, le recitaban asi: Acérquese, caballero, @ esa joven buena moza. Dele una flor de empanada, que vale mds que wna rosa. La gente que pasaba por la plaza esa ma- fiana quedaba encantada con los versos de ese par de chicos. Y si muchos empezaron a arrimarse a ellos, no solo fue para comprar- les lo que vendian, sino sobre todo para que les dedicaran una copla. A tal punto ese dia los mellizos se transformaron en la atraccién de la plaza que, cuando se quisieron acor- dar, su canasta de empanadas estaba tan vacia como llenos de monedas los bolsillos de sus pantalones. 51 Eran casi las dos de la tarde cuando Benigno y Sereno se sentaron bajo un arbol a contar las ganancias. Cada moneda que sumaban era como mirarse a través del catalejo, acer- car la distancia entre ellos y el deseo de te- nerlo. {Qué se imaginaban que podrian ver? ¢Barcos acercdndose a los puertos? 3A qué puertos, si Tucumadn no tenia? sEnemigos escondiéndose en el monte? :Ejércitos rea- listas al acecho? Subirian a las ramas mas altas de los Arboles y desde alli vigilarian la ciudad. O estudiarian las estrellas, gQué habria mas alld del tiempo y de ese espacio que los contenia? 53 54 Entretenidos como estaban avistando proezas, no se dieron cuenta de en qué mo- mento una montarfia humana se les puso enfrente y les tap todo el sol. — Se puede saber qué hacen aca, par de aleor- noques? —les pregunté prepotente “La Montaria’. —Yo soy Benigno —dijo Benigno— y él es mi hermano Sereno, —A ver si nos entendemos, coplerito de mala muerte. A mi no me importa una alca- chofa quiénes son ni de dénde han venido. —gEntonces? —pregunté Sereno. —Entonces nada. Que se me callan la boca y se van de esta plaza ya mismo. —¢Por qué? Si no robamos nada a nadie. —Solamente vendimos empanadas, — Por eso mismo, mocosos calcados! —rupié “La Montafia Humana”, que no era otra que Dorilda—. Aqui la tnica que vende empa- nadas soy yo, yo y yo. ;Se entendid? 56 —Eso se llama monopolio —grité Sereno recordando lo que el maestro les habia ex- plicado exactamente el dia anterior. —Si, monopolio, como quisieron hacer los espafioles con nosotros. —Aqui los inicos monos que se hacen los pollos son ustedes y se me fletan ya mismo. Que si, que no, que la gente se fue juntando alrededor de donde estaba armAndose la gres- ca hasta que el turco Abdul Mogul logré sol- tar las orejas de los chicos de los dedos que las retorcian, los llevé a un costado y en su raro castellano les sugirié que volvieran a la casa. —W el catalejo? — {Qué catalejo? —les pregunté el turco. —E] que nos mostré y queremos com- prarle. —Lo siento, muchachos, Catalejo vale mas de lo que pueden pagar. Durante el camino de vuelta, los mellizos se pusieron de acuerdo para no contarle nadaa Dominga de lo que habia ocurrido, Para eso ~pensaron- tendrian que volver a llenar la canasta. Para llenar la canasta -siguieron pensando- tendrian que conseguir empana- das y para conseguir empanadas tendrian que prepararlas. Pero cémo, se preguntaban. Y afilando la memoria se acordaron de los versos. Grasa de pella y matambre. Harina para amasar. Cebollitas de verdeo, 57 58 mas una cebolla normal. Pimenton, comino y huevo, aji y un poco de sal. Les llevé algo mas de media hora conse- guir los ingredientes, pero, cuando lo logra- ron (no les fue tan dificil después de todo porque tenian dinero), apuraron el paso para llegar a la casa y asi ponerse a cocinar cuanto antes. —Ey, Sereno. — Qué? —Que a mi me sobran monedas —co- menté Benigno. Y metiéndose la mano en el bolsillo, Sereno agrega: —A mi también. Felizmente sorprendidos con lo que aca- baban de descubrir (que atin habiendo com- prado todo les seguia sobrando dinero), los mellizos reanudaron la marcha sin dejar de pensar un solo segundo en cémo continuarian el plan. Ms tarde o mas temprano, le repetia uno al otro, el catalejo estaria con ellos. Una vez en el rancho, prendieron el horno, hicieron la masa, la estiraron y troquelaron los discos como Dominga les habia ensefiado. 5g 60 Cocinaron el relleno con las cantidades que -imaginaron- debian poner de cada ingre- diente mas un poco de tierra seca que se les colé sin querer, cuando el mejunje se les cayé al suelo y lo tuvieron que juntar con una pala. Al final, rellenaron los discos, los cerra- ron, los aseguraron con un repulgue medio chueco y metieron todo en el horno. Cuando Dominga lIleg6 a la casa con una torta que le habia preparado a escondidas la cocinera de dofia Encarnacién, Benigno y Sereno acababan de sacar las empanadas del horno y las estaban acomodando en la ca- nasta. Algunas habian conservado la forma de empanadas, otras no tanto (parecian bu- fiuelos), pero a esas las pusieron en el fondo. Mas que una pinturita, el estado del ran- cho era calamitoso, pero al ver a sus hijos tan concentrados, Dominga fue hacia ellos, los abrazd, les deseé feliz cumpleafios con diez besos a cada uno y les anuncié que esa noche tendrian visitas. 61 62 —Aunque veo que se dieron cuenta —bromeé6—. ;O pensaban comerse solitos todas estas empanadas que les hice ayer? Los mellizos fingieron no saber de qué ha- blaba Dominga y enseguida, con el mayor di- simulo, despejaron la mesa, apoyaron la ca- nasta repleta y la taparon con el mantelito. Ni de que cumplian afios se habian acor- dado ese dia. Una hora més tarde y con los cinco invi- tados presentes (abuela, dos tios, madrina y maestro), empezo en el rancho una ronda de mates y se destapé la canasta. Uno a uno se fueron sirviendo una empanada y, para asombro y desencanto de Dominga, uno a uno fueron haciendo un gesto algo extratio después de morderla. Los mismos melli- zos tuvieron que esforzarse para masticar lo que habian hecho sin poner cara de asco. gEn qué habian fallado?, se preguntaban en silencio. Y no solo los chicos se hacian esa pregunta, sino la propia Dominga, a quien nunca una comida le “habia salido tan mal”. 64 El hecho es que -tal vez por cortesia— los invitados tragaron sus empanadas como pudieron y, pasada una hora sin que ningu- no probara otra, la duefia de casa, afligida, convid6 a todos con torta. Durante la velada no faltaron comenta- rios sobre el veloz crecimiento de los melli- zos, sobre lo mucho que se lo extrafiaba a Antonio y, por supuesto, sobre lo que estaba pasando en Tucuman por esas horas. —Manuelito ha de andar como loco —co- mentaba el maestro refiriéndose a su amigo Belgrano, que estaba al mando del Ejército del Norte. Porque lo que se decia y repetia en las calles de San Miguel a cada paso era que el congreso reunido en la casa de Francisca Bazan tenia la orden de declarar Ja inde- pendencia de las provincias unidas cuanto antes. a —Es decir —aclaraba Martiniano—, li- brarnos del dominio espafiol y comerciar con cualquier pais del mundo, —Pero, claro, hombre. Tenemos escudo. —Un ejército donde pelean los nuestros. Ya es hora. —jHay que terminar con los monopolios! —areng6 Benigno y los demas lo miraron sorprendidos. —jEso mismo! —lo apoyé Sereno y si- guié—: 3Por qué solo “La Montarfia Humana” puede vender empanadas? — De qué hablan? —pregunté Dominga. —¢De qué estan hablando? —el maestro insistid. Pero como los mellizos —que sin darse cuenta habian metido la pata~ querian man- tener a salvo su secreto, rapidamente simu- laron una pelea, empezaron a perseguirse 66 como si estuvieran jugando y nadie volvid a pensar en ellos por un rato. El cumpleafios terminé de lo mas animado aquella noche y a la mafiana siguiente, des- pués de que Dominga saliera a trabajar, los mellizos cargaron la canasta de empana- das enclenques y se fueron a lo del maestro. Pensaban aprovechar una parte de la clase para hacerle unas preguntas y después ir directo a la casa de Francisca Bazan, donde se reu- nian los congresales. A la puerta, aunque mas no fuera. Porque, aun cuando estaban casi seguros de que nos los dejarian entrar, al menos no se cruzarian con Dorilda, que -suponian- vendia solo en la plaza, a una cuadra de alli. 67 68 Lo que Benigno y Sereno necesitaban averiguar era el nombre de esos sefiores (congresales, los corregia Martiniano) y a qué provincias representaban. Se les habia ocurrido una idea y no la querian desperdi- ciar. Un catalejo como el que vendia el turco Abdul Mogul valia el esfuerzo. El maestro Martiniano no sabia todo, pero algo les podria responder. Asi dijo a esos dos alumnos suyos a los que conside- raba brillantes. Creia que estaban intere- sadisimos en los destinos de la patria, de manera que se esmeré para darles toda la informacién con la que contaba y que, por cierto, no era poca. Benigno y Sereno anotaron los datos (muchos los retuvieron en sus cabezas) y ya con rumbo hacia el centro redondearon el plan. Primero se acomodaron a un costado del camino donde encontraron un tronco 70 con forma de mesa. Sobre “la mesa” exten- dieron una hoja de papel en blanco y cor- taron veinte etiquetas. Escribieron en ellas los versos que se les habian ido ocurriendo a partir de los datos recopilados y, finalmen- te, atravesaron cada etiqueta con una rama bien fina hasta lograr que cada una pareciera una bandera. Cuando terminaron con las banderitas, fue- ron derecho al centro de San Miguel, a la casa donde sesionaba el congreso, y se apostaron a un costado de la entrada. Hacia frio, las empa- nadas estaban heladas. Y los mellizos también. —,Y ahora qué hacemos? —pregunté Benigno. —No sé —respondié Sereno temblando. Y mientras pensaban por donde seguir, le pidieron prestado un poco de fuego a una vieja mendiga que desde hacia afios se ins- talaba alli con un brasero encendido y que, ese mediodia, sobre una patrilla improvisa- da, les permitié a los mellizos que entibia- ran su mercaderia, a cambio de un par de empanadas para ella. En ese intercambio estaban, cuando un hombre con cara de congrio salié de la casa y se acerco a hablar con la mujer. —Buen dia, Mariuca, jno vio a dofia Dorilda por aqui? —pregunto frotandose las manos y dandose golpecitos en la panza. —Si es por el almuerzo —contesté la vie- ja—, aqui tenemos comidita para todos. —Empanadas con los nombres / de nuestros mds grandes hombres —improvisaron los mellizos. —{iY¥ estos? —indagé desconcertado quien se presenté como el secretario de Francisco Narciso de Laprida. Entonces, Sereno buscé entre sus bande- ritas, encontré la indicada, la clavé en una 7a 72 empanada tibia y se la extendid al nuevo cliente. —Pero fijese un poco —comenté el se- cretario conmovido, tras leer en voz alta—: A don Francisco Narciso Laprida / le damos los tucumanos la bienvenida. —jQué me cuenta! —dijo Mariuca tam- bién sorprendida. Y como si hubiera sido bruja en una vida anterior, solto una carca- jada quebradiza que dejo a la vista los hue- cos de los cuatro dientes que le faltaban. —Se la voy llevar a don Francisco, ya mismo —dijo el secretario no sin antes pagar la empanada con dos monedas y volverse para preguntar—. Por si acaso, muchachos, gtendran dedicatorias para los demas? —)Cémo no! —se apuré a contestar Sereno. Y mientras el primer cliente de ese dia se perdia en el interior de la casa, los mellizos se aplicaron a pinchar cada una de las em- panadas con una banderita. —A don Esteban Gascén / pa que pegue el tarascén —ley6 Sereno, —A Castro Barros, jriojano!l, / este manjar hecho amano —recit6 Benigno. —Cayetano Rodriguez, don Fray, / pida em- panada que aqut hay. Celebrados por Mariuca, los mellizos organizaban su mercaderia recitando a viva voz, cuando en eso y, como salida de un espejo del Infierno, divisaron a Dorilda, que se encaminaba directamente hacia ellos. Traia en una mano su canasta de empa- nadas humeantes y, en la otra, un palo de amasar en alto. La escoltaban un perro y un hombre casi tan enorme como ella. —jViene con el hijo! —llegé a decir Mariuca—. jEse “bueno para nada”! ;Para 73 74 nada mds que hacerse el malo! —aclaré. Pero nadie la escuchaba ya, porque, apenas vieron a Dorilda, Benigno y Sereno dispa- raron como proyectiles. La velocidad de sus pisadas levanté tal polvareda que por un instante se perdieron de vista. Los chicos corrieron sin parar hasta la mitad del camino entre la barriada donde vivian y el centro de Tucuman y recién en- tonces se animaron a frenar. Fue solo un segundo, porque, al mirar hacia atras, des- cubrieron que el grandote y el perro corrian tras ellos, de modo que, casi sin aliento, em- pezaron a treparse al primer Arbol que les ofrecié sus ramas. Benigno fue el primero en abrazarse al tronco y subir. Tras él arrancé Sereno, que, no bien dio el primer envién hacia las altu- yas, sintié c6mo una mano del tamario de una grtia lo atrapaba de la ropa y lo hacia caer. —jAhora verdn, pinchativas! —grutiia el grandote, especialmente a Benigno, que, desde arriba del algarrobo, le disparaba unas chauchas resecas de unos veinte centi- metros cada una. 76 Entre tanto, Sereno se agarraba sollo- zando la pierna que se habia lastimado en la caida y el perro, medio desconcertado, le lamia la herida por las dudas. Tras media hora de insultos y apedreos, Benigno bajé por fin de su guarida para auxiliar a Sereno. Ahi nomas el hijo de “La Montatfia Humana” se aproximé a los chicos dispuesto a revolearlos, pero debié contener sus impulsos porque el perro, para sorpresa de todos ~incluso de quien narra esta histo- ria-, lo amenaz6 desenfundando los dientes con notable ferocidad. —jAndando, pelagatos! jCaminen! —el ogro insistié de todos modos, aunque con me- nos valor que un osito de felpa—. Quiero ver bien dénde viven para que sepan lo que puede pasarles si molestan a ’7ia, Dorilda. ;Ta claro? —,’Na de doiia o de montafia? —pre- gunto Sereno por lo bajo. Y Benigno, que con bastante trabajo cargaba en su hom- bro algo del peso de su hermano herido, le pidid encarecidamente que se callara la boca. ¥ alld iban los mellizos, seguidos a cier- ta distancia por el grandote (que a su vez era seguido por el perro). Pensaban des- viar el rumbo hacia lo de “Ufa Encarnada” cuando se cruzaron con Martiniano, quien, al verlos en ese estado, les hizo toda clase de preguntas y los dejé en el rancho, no sin antes improvisar un vendaje en la rodilla de Sereno. —Ahora la vieja sabe dénde vivimos —le comenté Benigno a su hermano cuan- do se quedaron solos. —No tenemos escapatoria, no tenemos escapatoria —repetia Sereno sin darse cuen- ta de que en ese momento entraba Dominga y escuchaba ese tramo de la conversaci6n. 77 78 — Escapatoria? —les pregunté—. De quién se estan escapando ustedes dos, si se puede saber? Sereno y Benigno no tuvieron mas re- medio que contarle a Dominga lo que les habia pasado. Estaban lo suficientemente sucios y cansados como para disimular los sucesos y entonces hablaron. Hablaron de las empanadas, de los versos que habian escrito, de las monedas que habian junta- do para comprarse el catalejo y, sobre todo, hablaron del catalejo. De ese cilindro que se desplegaba y que a través de unas lentes per- mitia ver de cerca lo que estaba muy lejos. —Y no solo en el espacio —les habia dicho el turco—, sino también en el tiempo. Entre tanto y ya desde antes, desde que los chicos salieran corriendo para ponerse a salvo, frente a la casa donde se reunian los congresales la historia habia continuado de este modo. —Entrégueme esa canasta —le habia gri- tado Dorilda a Mariuca durante mas de media hora—. jEntrégueme esa canasta! —la habia amenazado con su palo de amasar en alto. —De ninguna manera —respondia una y otra vez Mariuca al mismo tiempo que desclavaba las banderitas escritas por los mellizos y se comia las empanadas lanzan- do carcajadas con la boca llena. 79 80 Y asi hubieran seguido las cosas en- tre las dos mujeres (convocando cada vez mas curiosos en torno), de no haber sido porque sorpresivamente se les pre- senté Laprida y pregunté por los jévenes poetas. —j¢Poetas?! —jLos nifios, los dos ninitos po...! —Ah, si, si, se retiraron —se apuré a contestar Dorilda mientras Mariuca, atra- gantada, trataba de decir algo y no podia. Y en un rapido movimiento, un movi- miento casi imperceptible por su velocidad, “La Montafia Humana’ le arrancé a la men- diga las banderitas que habia desclavado para comerse las empanadas y se las guardé en el bolsillo de su delantal. —jPero qué pena! —comenté Laprida—. éY¥ no sabe hacia dénde fueron? —Lo ignoro, sefior doctor, pero gqué ne- cesita de ellos? —Es que le habian comentado a mi secre- tario que tenfan dedicatorias para todos los congresales... Vera, muy sabrosa no era la mercaderia, pero a mi me escribieron una... —jNo se haga problema, sefior congresall! jYo misma las tengo! —jLas dedicatorias? —Y empanadas también, vea usted. Pero de las buenas. —Entonces que no se hable mas. Prepa- reme todas, que ya las mando a buscar. —j¥ a pagar! Desde Jujuy, al instante, Don Sanchez de Bustamante. Tomas Manuel de Anchorena, empanada rica y buena. Adon Boedo, de Salta, nuestra empanada hace falta. 81 Pedro Francisco de Uriarte: pruebe nuestra obra de arte. Sin perder un minuto, Dorilda pinché una bandera en cada una de sus empana- das y asi las vendié aquella vez. De mas est4 decir que cobré el triple por cada una y que solo “compartio” sus jugosas ganan- cias con Mariuca, arrojandole una misera moneda. Una que era mas liviana que las otras, por lo que -supuso Dorilda— carecia de valor. Mariuca acepté de buena gana la mone- da, pero cuando quiso atraparla en el aire se le resbalé de la mano y se cayé en el brasero. —jNoooo! —la mendiga se lamento deses- perada. Pero algo pasé en ese momento que la dejé casi muda. Del lugar donde habia cai- do la moneda surgié una llama enloquecida que, después de instalar un calor delicioso en su cuerpo, se transformé en una brisa. Una delicada ferocidad del aire que apagd por completo el brasero, salvo por un chispazo rebelde que fue a dar al vestido de Dorilda y empez6 a quemarlo impiadoso. Antes de acabar chamuscada, “La Mujer Montafia” empezo a sacarse la ropa -a medi- da que el fuego se la carcomia~ hasta quedar ae 83 practicamente desnuda. Asi y a los gritos, se la vio correr desde la casa de Francisca Bazan, pa- sando por la iglesia y por la plaza mayor, hacia su propia casa, de donde ~por vergiienza— no volvié a salir nunca mas. No bien Dominga estuvo al tanto de lo que venian padeciendo sus hijos, sintid que el pe- cho se le hinchaba de furia. En silencio (por- que las palabras se le habian atascado en la garganta) les dio algo para que comieran y Jos mand6 a dormir. Solo entonces se puso a buscar aquello que pudiera servirle para en- frentar a los agresores: una pala, una bolsa con piedras, una honda, un trabuco descar- gado que habia usado su marido en la ultima batalla... Por fin, se acosté ella también. —Ya va a ver esa horrible “Montafia” con quién se metié —se repetia una y otra vez, exacerbando su ira. 85 86 Ala mafiana siguiente cargé lo que habia preparado en un hatillo y se encamino con los chicos al centro de San Miguel. Hizo un alto en la ruta para hablar con su patrona, pero, sorpresiva y milagrosamente para Dominga, esa madrugada dofia Encarnacién habia sali- do de viaje para atender una emergencia. Durante el camino, Sereno y Benigno le fueron sefialando a su madre el lugar don- de se habian detenido a fabricar las bande- ritas, el algarrobo que solo Benigno habia lo- grado trepar y las calles por las que habian corrido como desaforados para salvarse del grandote y del perro que, a fin de cuentas, los habia ayudado. También le volvieron a hablar del catalejo que vendia el turco Abdul y de todo lo que imaginaban que podrian ver a la distancia. —¥ qué decian las banderitas? —pre- gunté Dominga. — Empanadas con los nombres / de nuestros mds grandes hombres. — {Por ejemplo? —Don José Antonio Cabrera / una empana- da lo espera. —Muy bien, mis muchachos, muy bien. Y... gdénde quedé mi canasta? —tLa habra guardado Mariuca —contes- té Sereno. —O se la habra levado “La Montaiia’” —comenté Benigno. La cuestién es que entonces fueron prime- ro hacia la casa donde sesionaba el congreso y se acercaron a Mariuca. Ella ya estaba ahi, es- perando como siempre una limosna. Pero esta vez con el brasero apagado: desde el dia ante- rior en que la extrafia moneda habia caido en- tre sus brasas, el calor emanaba sin fuego. —jVolvieron los poetas! —saludé la men- diga—. sQué trajeron para hoy? —pregunté 87 88 abriendo su boca de pocos dientes y mucho hambre. —Buenos dias —la saludé Dominga—. Soy la madre de... —jNo siga, dofiita! —la interrumpid Mariuca entregdndole la canasta vacia—. Las empanadas me las comi yo. —Eso dijo y empezd a contar lo que habia pasado el dia anterior después de la huida de los chi- cos. Que Dorilda se habia robado las ban- deras. Que las habia pinchado en sus em- panadas y las habia vendido a gran precio. Que a ella solo le habia arrojado una moneda y que entonces.,. Cuando Mariuca llegé a esa parte de la his- toria, empezé a reirse de tal modo que las pa- labras se le desbarrancaron. Finalmente, en- tre carcajada y carcajada, logré mostrarles a Dominga y a los chicos la moneda que habia rescatado intacta del brasero y contarles lo que esa monedita habia hecho: la llamarada, la brisa, la chispa en el vestido de Dorilda, el susto y cémo “La Montaiia” se habia sacado la ropa dando alaridos, hasta quedar en patios menores y correr asi -en carne cruda- por las calles de San Miguel. La narracién de Mariuca les caus6 tanta gra- cia a los mellizos que, por un momento, se olvi- daron de para qué habian ido hasta el centro. Lo mismo pasé con Dominga, que, ademas, después de observar el cargamento de piedras y hasta el trabuco que habia transportado, no paré de reirse de si misma un buen rato. Por fin, saludé a la mendiga y, con la canasta vacia y los chicos, se fue hacia la plaza donde, entre otros vendedores ambulantes y pueste- ros, Abdul Mogul deambulaba con su carro. —jOiga! —lo llamé, Y el turco que ven- dia “de todo un poco” acudié de inmedia- to—. 3Por cudnto dinero me da el catalejo? 89 Cuando Dominga escuché lo que Abdul Mo- gul pretendia por el catalejo, sintié que el alma se le iba a los pies, O mas abajo toda- via: al ultimo subsuelo de la Tierra. Pero eso fue solo un instante, porque, al siguiente, se paré en medio de la plaza, les pidié a los me- llizos que juntaran la mayor cantidad de gen- te posible y, con la canasta vacia a un costado, empezé a vociferar: Damas y caballeros, ptiblico en general, acérquense que comienza una historia sin igual. 91 g2 Vengan nitios, mozas, dones, negros, flacos y petisos, mulatos, gordos, gigantes, ricos, pobres y mestizos. Relataré a los presentes una fdbula asombrosa de una vieja, un cuchillito yuna moneda virtuosa. Escuchen lo que les cuento, enfoquen sus catalejos, que mis palabras encierran cosas que vienen de lejos. La gente -en especial, los curiosos— se fue acomodando alrededor de Dominga a medida que ella recitaba hasta que Sereno y Benigno le hicieron una sefia y la joven ma- dre empezo a narrar. —Esta es la historia de una viefita muy pobre que vivia en la China y que una vez, mientras barria el patio, se encontré una moneda. “Qué buena suer- te”, pensé. Y enseguida entré a su casa a guardarla en. el mismo frasco donde guardaba el arroz. En la plaza se hizo un silencio poco fre- cuente a esas horas y, en el centro, las pa- labras de Dominga se fueron desenrollando como un tapiz de seda antigua. —Ese mediodia, la mujer abrio el frasco, sacé el arroz que necesitaba para cocinar su almuerzo y vio que apenas le quedaba un puriadito para la cena. Claro que, cuando se hizo de noche, el en- vase estaba otra vez medio Ileno de arroz. En- tonces preparé la comida con un poco, dejé lo que necesitaba para el almuerzo siguiente y al otro dia, se encontré con el frasco jotra vez por la mitad! Estaba por entrar el tigre al relato cuando Dominga levanté la vista y vio a Mariuca, 93 94 que a paso muy lento se acercaba a la ca- nasta. —Esta noche —Dominga rugié como un tigre— me tendrds de vuelta. Y cuando me haya hartado de comer tus huesos, jme apode- raré del tesoro! Aterrorizada, la viejita se puso llerar y, solo después de calmarse, empezé a afilar un cuchillo para poder defenderse. Mientras Dominga rugia, la gente se deja- ba envolver por el suspenso y lanzaba timidas exclamaciones: de miedo algunas, de furia contra el tigre otras, y unas cuantas de simple emocion. —jVieja malvada! —grufio el tigre—. jDe mino te vas a salvar! Pero no terminé aquel gruftido cuando el garro- te se puso en guardia y empez6 a golpearle la cabeza. Le dio tantos garrotazas que el tigre vio las estrellas y se desmayé. El hecho es que el relato fue llegando a su fin y que, tras las ultimas palabras de Dominga: y desde entonces, cada vez que la viejita cocina su arroz, recuerda Ia historia de su moneda y del temible tigre feroz, Mariuca se paro frente a ella, eché a la canasta la tnica moneda que tenia (esa que Dorilda le habia arrojado de tan mala gana) y se fue -caminando des- pacio- a guarecerse al calor de su brasero. Mientras caminaba hablaba sola y se reia mostrando su boca sin dientes. El resto del publico que con tanta aten- cién habia escuchado a Dominga empez6 a aplaudirla y a pedirle que contara otro oY 98 cuento, Mientras la vitoreaban con entu- siasmo genuino, ninguno percibié cémo, ni en qué momento, la canasta de la narradora -en la que solo habia una moneda~ se fue llenando de empanadas humeantes. Pueron Benigno y Sereno los primeros en darse cuenta del prodigio y, como si des- de siempre hubieran sabido los pasos a se- guir, cargaron entre ambos la mercaderia y empezaron a ofrecerla. Empanada, senora. Empanada, sefor. Usted compra una y le damos dos... Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando Dominga contaba una ultima historia. Las cuatro en punto cuando los mellizos ven- dian la ultima empanada del lote magico y comprobaban con alivio que lo tinico que quedaba en la canasta de Dominga era la moneda maravillosa. No asi sus bolsillos (los bolsillos de sus propios pantalones), que explotaban de dinero. Eran las cuatro y cinco minutos de la tarde cuando Sereno, Benigno y Dominga se reu- nian frente al carro del turco Abdul Mogul y le pagaban con una montaria de cambio el catalejo sofiado. 99 100 —Y jqué es lo primero que piensan mirar? —les pregunté Dominga a sus hijos. Y mien- tras los chicos se ponian de acuerdo sobre la respuesta, los tres observaron de pronto que en la plaza se armaba una especie de tumulto y que la gente, como siguiendo el rumbo de un chisme jugoso, enfilaba hacia la puerta de la casona donde sesionaba el congreso. —jQué pasa, ey! ;Qué esta pasando? —se preguntaban unos a otros. —Se oyen voces que vienen de adentro. — Deciden? —Discuten. — Por qué gritan? —No salieron en todo el dia. —No se asomaron ni para comer. Asi hablaba la gente que se habia congre- gado frente a la casa de la familia Bazan. Las puertas estaban abiertas. También las venta- nas. Y aunque no dejaban pasar a nadie, todos lo intentaban con tal de averiguar si era cier- to lo que se decia. Y entonces se empujaban. Y estiraban sus cuellos como periscopios ponién- dose en puntas de pie, ajustando la mira, incre- pando al centinela que custodiaba la entrada. Hasta que llegaron Sereno y Benigno jun- to asu madre, que, sin consultarlos, desplegé los tubos corredizos del catalejo y enfocé la lente hacia el interior de la casa. Su visi6n au- mentada atravesd los patios y se interndé en el recinto donde, después de aclamar algo a coro, unos hombres levantaban la mano, Uno a uno. Tan nitida y cercana le llegaba aquella imagen que hasta pudo leer en los labios la palabra que esos hombres pronunciaban. — Independencia! —traducia Dominga a la gente que le preguntaba. Después, mientras todos celebraban en la calle (también los congresales que habian sa- lido a reunirse con los vecinos en un cuarto 101 102 intermedia), Sereno y Benigno recuperaron el catalejo, tomaron cierta distancia del tu- multo y en un rincén de silencio enfocaron el cielo del atardecer. Desde entonces, y en su afan por mirar siempre mas lejos, los mellizos aprendieron a ajustar la lente de su pequefio telescopio cada vez con mayor precision. Hasta lograron acercar el tiempo. Mas atin: puede que ahora nos estén espiando. Silvia Schujer Autora Nacié en Olivos, provincia de Buenos Aires. Curso el Profesorado de Literatura, Latin y Castellano y asistié a numerosos cursos de perfeccionamiento en el Area de las letras. Fue directora del suplemento infantil del diario La Voz y realizé colaboraciones en dis- tintos medios graficos. Ha desarrollado una importante labor orientada a los nifios en la Secretaria de Derechos Humanos del gremio de prensa y ha sido coordinadora general de Promocién de Libros para Chicos y Jovenes para Editorial Sudamericana. En reconocimiento a su labor literaria ha recibido numerosos premios y distinciones. 103 104 Entre otros, el Premio Casa de las Américas 1986 por su obra Cuentos y chinventos y el Ter- cer Premio Nacional de Literatura por Las vi- sitas, otorgado por la Secretaria de Cultura de la Nacién, Buenos Aires, 1995. Las visitas, ademas, integré la Lista de Honor de IBBY, en 1994. En 2004 y 2014 recibid el Premio Konex a la trayectoria y en 2006 obtuvo el Premio Fundalectura por su obra Hugo tiene hambre. Entre sus mds de setenta obras publica- das se encuentran: Oliverio Juntapreguntas, Puro huesos, La abuela electronica, Pasen y Vean —canciones del circo-, El tren mas largo del mundo, El astronauta del barrio, Mucho perro, Las visitas, La cémara oculta, Un cuento de amor en mayo, El tesoro escondido, El tra- je del Emperador, Historia de un primer fin de semana, La mesa, el burro y el bastén, El pesca- dor de sirenas y A la rumba luna. Muchas de sus obras han sido traducidas a otros idiomas. Capitulo 1 Capitulo 2 Capitulo 3 Capitulo 4 Capitulo 5 Capitulo 6 Capitulo 7 Capitulo 8 Capitulo 9 Capitulo 10 Capitulo 11 Capitulo 12 Capitulo 13 Capitulo 14 Indice ay 21 23 27 33 39 45 47 53 of 61 67 79 Capitulo 15 Capitulo 16 Capitulo 17 Capitulo 18 Biografia de la autora 85 gi 97 99 103 Otros titulos de la serie Adela Basch Colén agarra vigje a toda costa Las empanadas criollas son una joya. iQue sea la Odisea! Roy Berocay Babu El casamiento de Ruperto Las aventuras del sapo Ruperto Ruperto al rescate Ruperto Detective Ruperto de terror Ruperto y el sefor Siniestro Ruperto y la comadreja robot: Ruperto yas vacaciones siniestras Ruperto y los extraterrestres Elsa Bornemann Alalunaen punto Cuentos a salto de cangure Disparatario Elespejo distraide Elultime maga 9 Bilembambudin Lisa de los Paraguas Los grencelines Mint-Antologia de cuentos tradicionales jNada de tucanes! Pure ojas Tinke-Tinke Un elefante ceupa mucho espacio Maria Brandan Ardoz El Hada Mau en el edificio embrujado El Hada Mau enel Pais de las Pesadillas El Hada Mau en vacaciones de infierno El Hada Mau y las Perfectas Malvadas Liliana Cinetto jCuidado con el perro! 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Un relato que, como un catalejo que permite mirar a traves del tiempo, nos acerca a los acontecimientos de nuestra Independencia. www.loqueleo.santillana.com | loqueleo @eaniana 1

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