Los actores políticos centrales y marginales, institucionales y esporádicos,
de élite y de base, hace tiempo que han comprendido que la intervención política consiste hoy, tanto o más, en las declaraciones y los gestos que en las modifica ciones legislativas o la gestión de los recursos. Las representaciones simbólicas de la actividad política han conllevado siempre la posibilidad de influir en el pro pio transcurso de los hechos (en el caso de que quepa concebir los hechos o da- tos desnudamente preexistentes a su definición). El despliegue de explicaciones y declaraciones sirve para magnificar pequeñas reformas (políticas placebo) o para minusvalorar el calado de transformaciones estructurales (o desviar la atención respecto a su lacerante ausencia). De manera que los gestores eficien tes y aún los diseñadores clarividentes de planes de actuación quedan a menu do eclipsados por el resplandor social que desprenden quienes dicen y escenifi can respecto a lo que ellos mismos u otros ejecutan. Como recuerda Eric Louw (2005), la política, ese arte de dirigir y encauzar la codependencia interna de una comunidad multifuncional, siempre ha reunido cuatro dimensiones sustantivas: la generación y elección de valores programá ticos, la aplicación de medidas o decisiones en los diferentes ámbitos de las ne cesidades colectivas, la gestión de los recursos disponibles para el desarrollo de aquellos valores y medidas, y –en cuarto lugar–, la escenificación o representa ción simbólica de todo lo anterior. En otras épocas y según los regímenes de le gitimación y control, la dimensión predominante podía ser cualquiera de las tres primeras (el gobierno de los ideólogos, de los fuertes, de los tecnócratas, etc.),
* Catedrático de Periodismo y especialista en Comunicación Política, imparte “Ciberpolítica y Ciber
democracia” en la Universidad Complutense de Madrid, junto con otras materias y líneas de investigación relativas a “campañas electorales” y profesionalismo periodístico. dader@ccinf.ucm.es
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o un relativo equilibrio de todas ellas. Pero nunca hasta la entronización de la mediocracia, o democracia centrada en los medios (Donsbach, 1995; Swanson, 1995), la primacía de la escenificación, o political hype como en concreto Louw denomina a esta dimensión, había llegado a condicionar de modo tan patente y decisivo todas las demás. Todo gobierno, cualquier dirigente político y cada uno de los sujetos agentes o pacientes de la vida política informan o pugnan por comunicarse con una par te o el resto de los integrantes de su comunidad. Los actores políticos, en cual quier época y régimen político, hacen cosas que afectan a la vida de los súbdi tos o los ciudadanos, pero también quieren, en muchos casos, que lo hecho se sepa, sea objeto de conocimiento compartido. Sin embargo, en épocas menos drogodependientes del efecto escénico y la espectacularidad representacional, la comunicación de las decisiones y resultados quedaba bastante más confiada a la autocapacidad de los propios actos políticos (adopción de normas, aplica ción de decisiones, asignación de recursos) de comunicar por sí mismos su rea lidad. A menudo incluso, las acciones y pretensiones de diversos dirigentes o mediadores aspiraban a ejecutarse sin información pública de por medio que les supusiera un riesgo de engorrosa notoriedad. En consecuencia, los detentado res del poder procuraban proveerse de inspirados ideólogos, inteligentes plani ficadores, hábiles negociadores, expertos gestores y en muchos casos, sobre todo, de prepotentes avasalladores mediante el uso alternativo del soborno o la violencia. Pero sin que los gabinetes de comunicación, portavoces y estrategas comunicacionales formaran parte de las necesidades vitales de dichos grupos. Desde que Searle (1969) y otros filósofos del lenguaje establecieran que las palabras no sólo dicen algo sobre la realidad sino que a menudo la transforman con una potencia tan mágica y directa como la que quisiera el chamán para sus conjuros, la política no sólo ha reconocido el valor de la retórica –de uso por otra parte tan tradicional como su aristotélica solera–, y promocionado a los dirigen tes que hablan bien; sino que ha pasado a primar que la comunicación controle y dirija la propia política, en lugar de que ésta aproveche la comunicación para mostrar mejor sus resultados no siempre autoevidentes. Prometer, amenazar, justificar, descalificar, sugerir... se convierten así en los nuevos actos políticos por antonomasia, un capital social mucho más valioso que las decisiones sobre aplicación o distribución material de recursos. En sentido contrario, como apun ta Mazzoleni (2010, p. 14), “el espacio no comunicativo de la dinámica y la dia léctica política se ha reducido de modo notable”. Tal cambio genera una repercusión igualmente decisiva en el conocimiento académico sobre los fenómenos políticos. De manera que las ciencias sociales habitualmente ocupadas de dicha realidad, como la ciencia política, la filosofía política, la sociología política y el derecho no pueden seguir dando cuenta de las transformaciones de ese universo a base sólo de teorías ético-normativas, análisis de estratificación social o evolución ideológica y diseños jurídicos. El componente comunicacional, el papel jugado por los diversos medios de comunicación de ma sas y globales (el rol ahora iniciado por las nuevas tecnologías de la comunica
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ción y la información), los modos y las técnicas de la persuasión, las estrategias y tácticas del encuadre psicocognitivo de los asuntos públicos, son en la actua lidad factores sin los que no se pueden explicar las grandes categorías de la dis tribución del poder y el conflicto, la toma de decisiones, la evolución de los regí menes políticos y el resto de componentes de los fenómenos políticos. Esas ciencias sociales, que han venido suministrando el conocimiento y la reflexión acerca de qué es la estructura y la dinámica política, han aportado con sideraciones colaterales sobre el papel jugado por los modos y los medios de comunicación en todo el proceso. Pero volcadas como estaban en sus concep tos clásicos de legitimidad, conflicto, poder, soberanía, etc., no han llegado a in tegrar en su análisis la dimensión comunicacional con un grado de relevancia paralelo al que la propia práctica política contemporánea le está adjudicando. En parte como reacción a esa carencia y por el desarrollo autónomo de otros campos de estudio de las ciencias sociales, la especialidad de la comunicación política ha surgido en las últimas décadas con vocación de llenar ese hueco epistemológico. La comunicación política como emergente especialidad académica nos es más que el estudio riguroso y sistemático de “la producción, difusión e intercam bio de símbolos y representaciones cognitivas acerca de la política, con la con siguiente generación de percepciones y reacciones sobre esa política” (Dader, 2008a, p. 135). Al distinguir entre símbolos y representaciones cognitivas se tra ta de aludir a dos modalidades de la común función representacional que ejerce todo lenguaje y por ende, toda enunciación dialéctica. Por una parte está la ex presión de ideas y proposiciones discursivas que manifiesta todo sujeto al for mular algún contenido político (plano racional o de pretensión racionalista). Por otro lado, y aunque todo símbolo sea una representación cognitiva y éstas a su vez constituyen conformaciones abstractas o simbólicas –lo que parecería abocar nos a una inane tautología–, la vertiente de los intercambios simbólicos se refie re, de acuerdo con Mazzoleni (2010) que a su vez cita a Fedel, a la transferencia de significados sintéticos y valores que de manera implícita se transmiten, no mediante proposiciones discursivas, sino condensados en rituales, objetos fe tichizados (himnos, banderas...) y apelaciones emotivas que sin necesidad de explicitación discursiva contienen mensajes de apelación emotiva y naturaleza no-racional (plano intuitivo o sensorial). La dificultad de delimitación positivista de dichos símbolos, no les priva –como indica también el autor italiano citado–, de enorme y habitual impacto político. Como área científica que surge de la combinación de otros dos campos do tados de un estatuto preexistente (al igual que ocurre con la medicina deportiva, el derecho sobre propiedad intelectual, la deontología de la informática y tantas otras parcelas del conocimiento científico que ejercen de puente o conexión de conceptos y metodologías hasta ese momento autónomas), la definición pro puesta de comunicación política es puramente relacional respecto a las realida des sustantivas que pretende conectar. Pero la novedad de su perspectiva no es por ello menos necesaria, al incidir en qué otros estados fenomenológicos se
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producen por culpa de la fusión o interacción entre los dos fenómenos primarios recién conectados. Comunicación y política en este caso. El estudio de la realidad política obtiene así una nueva herramienta sin la que buena parte de sus circunstancias actuales carecería del rigor y la sistema ticidad adecuados para su comprensión. Y aunque, como yo mismo he dejado escrito en otro lugar (Dader, 2008a), la decantación de la nueva disciplina está todavía en una etapa adolescente, al contar con pocas décadas de producción bibliográfica y una institucionalización todavía inicial en departamentos universi tarios, la profusión de nuevas investigaciones y análisis sobre su objeto no para de crecer, demostrando con ello que el esfuerzo científico de comprensión co mienza a aproximarse a la repercusión que en términos empíricos esta realidad transformadora de la política provoca. Dentro de ese contexto se sitúa el repertorio de trabajos que, con tan buen criterio, el doctor Carlos Muñiz ha reunido en el presente volumen. Esta recopi lación muestra para el espacio social de México, y en parte, de América Latina, no sólo que las nuevas realidades comunicacionales están también alterando de manera profunda los usos y circunstancias de la acción política en esta zona geocultural, sino que sus académicos están pasando asimismo a adoptar la pers pectiva de la comunicación política como herramienta de primer orden para tratar de explicar los cómos y porqués en la evolución de las relaciones entre gober nantes y ciudadanos. En un mundo básicamente adscrito al modelo de las democracias liberales, más allá del nivel efectivo de ejercicio y preservación de sus garantías, resulta incluso natural que la comunicación se haya convertido en un pilar de las rela ciones entre las élites políticas y la ciudadanía. Los reyezuelos y dictadores de las sociedades predemocráticas o totalitarias podían permitirse el lujo de tratar a sus súbditos como pacientes pasivos de sus designios; y en todo caso, reservar algunas representaciones ceremoniales –su restringida parcela de comunica ción política–, para reforzar su imagen de magnificencia. Las sociedades demo cráticas, en cambio, requieren que sus ciudadanos aprueben y no sólo acaten las decisiones de la autoridad. Lo que conlleva que los dirigentes expliquen sus resultados y sus proyectos, al tiempo que el resto de los actores políticos, desde los grupos intermedios a los electores sencillos, puedan comentar, debatir o inter pelar sobre el conjunto de tales emisiones informativas. Una especie de polifo nía bajtiana de discursos superpuestos teje así la tupida red en la que se dirimen los conflictos y la elección entre alternativas de las sociedades democráticas contemporáneas. Pero si bien podemos afirmar que la comunicación política intensa es inhe rente a la práctica democrática, otra cosa es que la hiperinflación comunicacional más arriba comentada pueda estar produciendo distorsiones y efectos perversos respecto al ejercicio de una buena política –orientada al bien común y la prospe ridad general–, y en el desarrollo del propio programa democrático. El amplio repertorio de problemas y perspectivas que los especialistas reuni dos en este volumen abordan, es un buen exponente de las amenazas y ries
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gos, así como de las oportunidades y líneas de progreso, que, desde el punto de vista de la comunicabilidad de la política, afrontan las sociedades actuales, con especial énfasis en la mexicana. Sin ánimo de ser exhaustivo, para no incurrir en una mera reiteración de lo que el índice del libro ya muestra, me limitaré a sub rayar algunos de los aspectos analizados en esta obra que, en mi opinión, resul tan más relevantes para el conocimiento de cómo las prácticas dominantes de la actual comunicación política condicionan y reorientan la actividad concreta y la teoría de la política contemporánea. Una cuestión previa subyacente, que conviene no perder de vista, es que, si bien la atención a la comunicación política contamina o acompaña toda manifes tación de actividad política del tiempo presente, no por ello ha de caerse en la miopía de reducir toda la política a comunicación política. Esa es precisamente la principal perversión en la que, consciente o inconscientemente, los gurús de la imagen y el marketing pretenden sumir a la vida política de nuestras sociedades. Como si el enfoque publicitario de las medidas de gobierno y el story telling fue ran los únicos o fundamentales recursos de los que debiera preocuparse todo grupo que aspira al poder o está en su ejercicio. Lo que a su vez conlleva supo ner que los consejeros de estrategia comunicativa, los hábiles portavoces y los candidatos seductores debieran copar las cúpulas de los partidos y las organi zaciones políticas, por encima de ministros tenaces y eficientes, o de cualquier otro tipo de servidores públicos competentes y sabios en sus respectivas parce las. El abuso de las operaciones de imagen y de marketing político produce jus tamente la degradación de la democracia, en la medida en que sus ciudadanos se ven privados de una visión clara de las alternativas públicas y son sometidos a la engañosa percepción de la riada de las apariencias. Resulta por ello vital volver a analizar las viejas conclusiones de la ciencia política respecto a los factores de construcción de capital social para la consoli dación de la democracia, para así comprobar en qué medida la comunicación política puede servir de estímulo o de distorsión de dichos factores. La cultura po lítica actual se teje fundamentalmente al ritmo y con la orientación que marcan los productos de información de actualidad y de entretenimiento de los medios de comunicación digital y de masas. Los imaginarios colectivos de hoy, en con secuencia, no podrán entenderse, menos aún anticiparse, sin averiguar a qué lógicas responde la producción de contenidos mediáticos y digitales. Los modos con que la televisión y el resto de los medios de información periodística –con atención creciente al espacio de Internet–, seleccionan noticias y discursos y los enmarcan bajo unos y otros aspectos restrictivos, resultan cruciales para comprender después las mayores o menores oportunidades de éxito de unas propuestas frente a otras en el mercado democrático de las ofertas y las de mandas. El infoentretenimiento, la glamourización de los líderes políticos y la reducción de la crítica política a la comicidad y la infosátira (Valhondo, 2007; Sampredro y Vizcaíno, 2008), acaparan la atención de grandes capas de la ciu dadanía que, por desinterés o por dificultad de comprensión de los entresijos de la administración y sus políticas, reducen su seguimiento y su criterio de enjui
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ciamiento democrático a las representaciones lúdicas que estos nuevos forma tos les proporcionan. Tal versión popular de la actualidad política plantea una doble vertiente que la ciencia política tendrá también que ponderar: por un lado, el efecto positiva mente democrático de recuperar el interés por la política de esas masas de elec tores desafectos, que pensaban que la discusión de los asuntos públicos era coto cerrado de los burócratas y las élites. Dichos ciudadanos, aunque sea me diante una divulgación simplista y centrada en las anécdotas, estarían volviendo a votar y a mantener algún tipo de seguimiento de los asuntos públicos. Por otra parte, hay que considerar la banalización y reducción a estereotipos que el in foentretenimiento conlleva. Como señalan Richard Fox y Amy Gangl (2010, p. 185), “crecientemente parece que somos incapaces de distinguir entre lo que es serio y lo que es trivial”, lo que en principio satisface a un nuevo tipo de ciudada nos-consumidores que quieren ante todo entretenerse y reírse de la política y que incluso han desarrollado una actitud escéptica ante la misma, que en oca siones refleja una posición inteligente y combativa. Pero esa tendencia a la re ducción de la política a sus caricaturas puede, por un lado, distanciar aún más a los ciudadanos del control riguroso de las actuaciones concretas –de suyo bas tante aburridas–, y por otro, alentar el neopopulismo de los líderes más simpáti cos y adaptados al estrellato humorístico, con todos los peligros adyacentes de refuerzo del sensacionalismo y enardecimiento de los personalismos, cada vez más presentes en el modo de gobernar y acceder al poder. Como componente común o “variable explicativa”, en muchos de esos fenó menos subyace el creciente ambiente de sentimentalización de la vida pública que los medios de comunicación y las restantes industrias culturales al unísono promocionan, que influye asimismo en los encuadres y modos de seleccionar representaciones de la realidad política (Dader, 2008b). De una época de reivindi cación radical de la frialdad racional del ser humano en su manejo de los asuntos serios e institucionales, se ha pasado, por el reconocimiento de la importancia de la “inteligencia emocional”, a un nuevo paroxismo de los sentimientos y las emociones también en política. Por ello, muchos estudios de comunicación políti ca recientes pasan a ocuparse del efecto del afecto (Neuman, Marcus, Crigler y Mackuen, 2007), el ciudadano sentimental (Marcus, 2002) o la campaña emo- cional (Bertoldi, 2009). Incluso con un enfoque diferente, para referirse a la iguala ción de los miembros de los grupos primarios, Anthony Giddens (2000, pp. 65-80) acuña la expresión de la “democracia de las emociones diarias” que podría ser reutilizada en el sentido de que la democracia de la gran política también tiene que recurrir a los incentivos emotivos para hacerse entender por los ciudadanos corrientes y mantener la implicación cívica de éstos. Lo anterior resulta sin duda positivo en cuanto a reequilibrio de los seres humanos en su doble faceta de funciones analíticas y emotivas. Pero implica, en cambio, el retorno de la posible conversión degradada de la democracia en demagogia, que ya señalara Aris tóteles.
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Por todo ello cabe concluir que la política contemporánea, saturada de co municación y orientada ésta cada vez más hacia aspectos sentimentales de la personalidad de los dirigentes o hacia las circunstancias más lúdicas y sorpresi vas del devenir sociopolítico, parece experimentar una profunda transformación sobre la que todas las ciencias sociales ocupadas de su estudio deberían con centrar una reflexión coordinada. La política, en mi opinión, se ha vuelto mucho más banal pero también más compleja. Y esto tiene consecuencias, no sólo para los profesionales del marketing que aspiran al éxito electoral de sus clien tes, sino también para cuantos científicos, intelectuales y ciudadanos seriamen te comprometidos con la profundización de la democracia quisieran revitalizar el papel de la ciudadanía en el desarrollo de una democracia mucho más inclusiva y eficiente. La comunicación política no es per se enemiga de la democracia; más bien al contrario, sin una comunicación política intensa y extensa la democracia sería una simple farsa. Como ha escrito Mazzoleni (2010, p. 10), “allí donde las insti tuciones son sólidas y están sanas, ambos actores [políticos y gestores mediáti cos] pueden entenderse y colaborar, no sólo sin peligro sino también con venta ja para la ciudadanía, que puede ser testigo de los actos de los políticos a través de los medios, y para los medios, que pueden controlar y criticar tanto las medi das políticas como a quienes las adoptan”. Pero una comunicación política redu cida a la promoción publicitaria y las narrativas sentimentalizantes tienen una corrosiva fuerza de tergiversación en la realidad material de la política.
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9.RINCON, Omar. Comunicación política en América Latina. Centro de competencias en comunicación para América Latina, Friedrich Ebert Stiftung, 2004..pdf
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