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Prólogo

Comunicación política y actitudes ciudadanas


José Luis Dader*

Los actores políticos centrales y marginales, institucionales y esporádicos,


de élite y de base, hace tiempo que han comprendido que la intervención política
consiste hoy, tanto o más, en las declaraciones y los gestos que en las modifica­
ciones legislativas o la gestión de los recursos. Las representaciones simbólicas
de la actividad política han conllevado siempre la posibilidad de influir en el pro­
pio transcurso de los hechos (en el caso de que quepa concebir los hechos o da-
tos desnudamente preexistentes a su definición). El despliegue de explicaciones
y declaraciones sirve para magnificar pequeñas reformas (políticas placebo) o
para minusvalorar el calado de transformaciones estructurales (o desviar la
atención respecto a su lacerante ausencia). De manera que los gestores eficien­
tes y aún los diseñadores clarividentes de planes de actuación quedan a menu­
do eclipsados por el resplandor social que desprenden quienes dicen y escenifi­
can respecto a lo que ellos mismos u otros ejecutan.
Como recuerda Eric Louw (2005), la política, ese arte de dirigir y encauzar la
codependencia interna de una comunidad multifuncional, siempre ha reunido
cuatro dimensiones sustantivas: la generación y elección de valores programá­
ticos, la aplicación de medidas o decisiones en los diferentes ámbitos de las ne­
cesidades colectivas, la gestión de los recursos disponibles para el desarrollo de
aquellos valores y medidas, y –en cuarto lugar–, la escenificación o representa­
ción simbólica de todo lo anterior. En otras épocas y según los regímenes de le­
gitimación y control, la dimensión predominante podía ser cualquiera de las tres
primeras (el gobierno de los ideólogos, de los fuertes, de los tecnócratas, etc.),

* Catedrático de Periodismo y especialista en Comunicación Política, imparte “Ciberpolítica y Ciber­


democracia” en la Universidad Complutense de Madrid, junto con otras materias y líneas de investigación
relativas a “campañas electorales” y profesionalismo periodístico. dader@ccinf.ucm.es

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o un relativo equilibrio de todas ellas. Pero nunca hasta la entronización de la
mediocracia, o democracia centrada en los medios (Donsbach, 1995; Swanson,
1995), la primacía de la escenificación, o political hype como en concreto Louw
denomina a esta dimensión, había llegado a condicionar de modo tan patente y
decisivo todas las demás.
Todo gobierno, cualquier dirigente político y cada uno de los sujetos agentes
o pacientes de la vida política informan o pugnan por comunicarse con una par­
te o el resto de los integrantes de su comunidad. Los actores políticos, en cual­
quier época y régimen político, hacen cosas que afectan a la vida de los súbdi­
tos o los ciudadanos, pero también quieren, en muchos casos, que lo hecho se
sepa, sea objeto de conocimiento compartido. Sin embargo, en épocas menos
drogodependientes del efecto escénico y la espectacularidad representacional,
la comunicación de las decisiones y resultados quedaba bastante más confiada
a la autocapacidad de los propios actos políticos (adopción de normas, aplica­
ción de decisiones, asignación de recursos) de comunicar por sí mismos su rea­
lidad. A menudo incluso, las acciones y pretensiones de diversos dirigentes o
mediadores aspiraban a ejecutarse sin información pública de por medio que les
supusiera un riesgo de engorrosa notoriedad. En consecuencia, los detentado­
res del poder procuraban proveerse de inspirados ideólogos, inteligentes plani­
ficadores, hábiles negociadores, expertos gestores y en muchos casos, sobre
todo, de prepotentes avasalladores mediante el uso alternativo del soborno o la
violencia. Pero sin que los gabinetes de comunicación, portavoces y estrategas
comunicacionales formaran parte de las necesidades vitales de dichos grupos.
Desde que Searle (1969) y otros filósofos del lenguaje establecieran que las
palabras no sólo dicen algo sobre la realidad sino que a menudo la transforman
con una potencia tan mágica y directa como la que quisiera el chamán para sus
conjuros, la política no sólo ha reconocido el valor de la retórica –de uso por otra
parte tan tradicional como su aristotélica solera–, y promocionado a los dirigen­
tes que hablan bien; sino que ha pasado a primar que la comunicación controle
y dirija la propia política, en lugar de que ésta aproveche la comunicación para
mostrar mejor sus resultados no siempre autoevidentes. Prometer, amenazar,
justificar, descalificar, sugerir... se convierten así en los nuevos actos políticos
por antonomasia, un capital social mucho más valioso que las decisiones sobre
aplicación o distribución material de recursos. En sentido contrario, como apun­
ta Mazzoleni (2010, p. 14), “el espacio no comunicativo de la dinámica y la dia­
léctica política se ha reducido de modo notable”.
Tal cambio genera una repercusión igualmente decisiva en el conocimiento
académico sobre los fenómenos políticos. De manera que las ciencias sociales
habitualmente ocupadas de dicha realidad, como la ciencia política, la filosofía
política, la sociología política y el derecho no pueden seguir dando cuenta de las
transformaciones de ese universo a base sólo de teorías ético-normativas, análi­sis
de estratificación social o evolución ideológica y diseños jurídicos. El componente
comunicacional, el papel jugado por los diversos medios de comunicación de ma­
sas y globales (el rol ahora iniciado por las nuevas tecnologías de la comunica­

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ción y la información), los modos y las técnicas de la persuasión, las estrategias
y tácticas del encuadre psicocognitivo de los asuntos públicos, son en la actua­
lidad factores sin los que no se pueden explicar las grandes categorías de la dis­
tribución del poder y el conflicto, la toma de decisiones, la evolución de los regí­
menes políticos y el resto de componentes de los fenómenos políticos.
Esas ciencias sociales, que han venido suministrando el conocimiento y la
reflexión acerca de qué es la estructura y la dinámica política, han aportado con­
sideraciones colaterales sobre el papel jugado por los modos y los medios de
comunicación en todo el proceso. Pero volcadas como estaban en sus concep­
tos clásicos de legitimidad, conflicto, poder, soberanía, etc., no han llegado a in­
tegrar en su análisis la dimensión comunicacional con un grado de relevancia
paralelo al que la propia práctica política contemporánea le está adjudicando.
En parte como reacción a esa carencia y por el desarrollo autónomo de otros
campos de estudio de las ciencias sociales, la especialidad de la comunicación
política ha surgido en las últimas décadas con vocación de llenar ese hueco
epistemológico.
La comunicación política como emergente especialidad académica nos es
más que el estudio riguroso y sistemático de “la producción, difusión e intercam­
bio de símbolos y representaciones cognitivas acerca de la política, con la con­
siguiente generación de percepciones y reacciones sobre esa política” (Dader,
2008a, p. 135). Al distinguir entre símbolos y representaciones cognitivas se tra­
ta de aludir a dos modalidades de la común función representacional que ejerce
todo lenguaje y por ende, toda enunciación dialéctica. Por una parte está la ex­
presión de ideas y proposiciones discursivas que manifiesta todo sujeto al for­
mular algún contenido político (plano racional o de pretensión racionalista). Por
otro lado, y aunque todo símbolo sea una representación cognitiva y éstas a su
vez constituyen conformaciones abstractas o simbólicas –lo que parecería abocar­
­nos a una inane tautología–, la vertiente de los intercambios simbólicos se refie­
re, de acuerdo con Mazzoleni (2010) que a su vez cita a Fedel, a la transferencia
de significados sintéticos y valores que de manera implícita se transmiten, no
mediante proposiciones discursivas, sino condensados en rituales, objetos fe­
tichi­zados (himnos, banderas...) y apelaciones emotivas que sin necesidad de
explici­tación discursiva contienen mensajes de apelación emotiva y naturaleza
no-racional (plano intuitivo o sensorial). La dificultad de delimitación positivista
de dichos símbolos, no les priva –como indica también el autor italiano citado–, de
enorme y habitual impacto político.
Como área científica que surge de la combinación de otros dos campos do­
tados de un estatuto preexistente (al igual que ocurre con la medicina deportiva,
el derecho sobre propiedad intelectual, la deontología de la informática y tantas
otras parcelas del conocimiento científico que ejercen de puente o conexión de
conceptos y metodologías hasta ese momento autónomas), la definición pro­
puesta de comunicación política es puramente relacional respecto a las realida­
des sustantivas que pretende conectar. Pero la novedad de su perspectiva no es
por ello menos necesaria, al incidir en qué otros estados fenomenológicos se

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producen por culpa de la fusión o interacción entre los dos fenómenos primarios
recién conectados. Comunicación y política en este caso.
El estudio de la realidad política obtiene así una nueva herramienta sin la
que buena parte de sus circunstancias actuales carecería del rigor y la sistema­
ticidad adecuados para su comprensión. Y aunque, como yo mismo he dejado
escrito en otro lugar (Dader, 2008a), la decantación de la nueva disciplina está
todavía en una etapa adolescente, al contar con pocas décadas de producción
bibliográfica y una institucionalización todavía inicial en departamentos universi­
tarios, la profusión de nuevas investigaciones y análisis sobre su objeto no para
de crecer, demostrando con ello que el esfuerzo científico de comprensión co­
mienza a aproximarse a la repercusión que en términos empíricos esta realidad
transformadora de la política provoca.
Dentro de ese contexto se sitúa el repertorio de trabajos que, con tan buen
criterio, el doctor Carlos Muñiz ha reunido en el presente volumen. Esta recopi­
lación muestra para el espacio social de México, y en parte, de América Latina,
no sólo que las nuevas realidades comunicacionales están también alterando
de manera profunda los usos y circunstancias de la acción política en esta zona
geocultural, sino que sus académicos están pasando asimismo a adoptar la pers­
pectiva de la comunicación política como herramienta de primer orden para tratar
de explicar los cómos y porqués en la evolución de las relaciones entre gober­
nantes y ciudadanos.
En un mundo básicamente adscrito al modelo de las democracias liberales,
más allá del nivel efectivo de ejercicio y preservación de sus garantías, resulta
incluso natural que la comunicación se haya convertido en un pilar de las rela­
ciones entre las élites políticas y la ciudadanía. Los reyezuelos y dictadores de
las sociedades predemocráticas o totalitarias podían permitirse el lujo de tratar a
sus súbditos como pacientes pasivos de sus designios; y en todo caso, reservar
algunas representaciones ceremoniales –su restringida parcela de comunica­
ción política–, para reforzar su imagen de magnificencia. Las sociedades demo­
cráticas, en cambio, requieren que sus ciudadanos aprueben y no sólo acaten
las decisiones de la autoridad. Lo que conlleva que los dirigentes expliquen sus
resultados y sus proyectos, al tiempo que el resto de los actores políticos, desde
los grupos intermedios a los electores sencillos, puedan comentar, debatir o inter­
pelar sobre el conjunto de tales emisiones informativas. Una especie de polifo­
nía bajtiana de discursos superpuestos teje así la tupida red en la que se dirimen
los conflictos y la elección entre alternativas de las sociedades democráticas
contemporáneas.
Pero si bien podemos afirmar que la comunicación política intensa es inhe­
rente a la práctica democrática, otra cosa es que la hiperinflación comunicacional
más arriba comentada pueda estar produciendo distorsiones y efectos perversos
respecto al ejercicio de una buena política –orientada al bien común y la prospe­
ridad general–, y en el desarrollo del propio programa democrático.
El amplio repertorio de problemas y perspectivas que los especialistas reuni­
dos en este volumen abordan, es un buen exponente de las amenazas y ries­

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gos, así como de las oportunidades y líneas de progreso, que, desde el punto de
vista de la comunicabilidad de la política, afrontan las sociedades actuales, con
especial énfasis en la mexicana. Sin ánimo de ser exhaustivo, para no incurrir en
una mera reiteración de lo que el índice del libro ya muestra, me limitaré a sub­
rayar algunos de los aspectos analizados en esta obra que, en mi opinión, resul­
tan más relevantes para el conocimiento de cómo las prácticas dominantes de la
actual comunicación política condicionan y reorientan la actividad concreta y la
teoría de la política contemporánea.
Una cuestión previa subyacente, que conviene no perder de vista, es que, si
bien la atención a la comunicación política contamina o acompaña toda manifes­
tación de actividad política del tiempo presente, no por ello ha de caerse en la
miopía de reducir toda la política a comunicación política. Esa es precisamente
la principal perversión en la que, consciente o inconscientemente, los gurús de la
imagen y el marketing pretenden sumir a la vida política de nuestras sociedades.
Como si el enfoque publicitario de las medidas de gobierno y el story telling fue­
ran los únicos o fundamentales recursos de los que debiera preocuparse todo
grupo que aspira al poder o está en su ejercicio. Lo que a su vez conlleva supo­
ner que los consejeros de estrategia comunicativa, los hábiles portavoces y los
candidatos seductores debieran copar las cúpulas de los partidos y las organi­
zaciones políticas, por encima de ministros tenaces y eficientes, o de cualquier
otro tipo de servidores públicos competentes y sabios en sus respectivas parce­
las. El abuso de las operaciones de imagen y de marketing político produce jus­
tamente la degradación de la democracia, en la medida en que sus ciudadanos
se ven privados de una visión clara de las alternativas públicas y son sometidos
a la engañosa percepción de la riada de las apariencias.
Resulta por ello vital volver a analizar las viejas conclusiones de la ciencia
política respecto a los factores de construcción de capital social para la consoli­
dación de la democracia, para así comprobar en qué medida la comunicación
política puede servir de estímulo o de distorsión de dichos factores. La cultura po­
lítica actual se teje fundamentalmente al ritmo y con la orientación que marcan
los productos de información de actualidad y de entretenimiento de los medios
de comunicación digital y de masas. Los imaginarios colectivos de hoy, en con­
secuencia, no podrán entenderse, menos aún anticiparse, sin averiguar a qué
lógicas responde la producción de contenidos mediáticos y digitales. Los modos
con que la televisión y el resto de los medios de información periodística –con
atención creciente al espacio de Internet–, seleccionan noticias y discursos y
los enmarcan bajo unos y otros aspectos restrictivos, resultan cruciales para
compren­der después las mayores o menores oportunidades de éxito de unas
propuestas frente a otras en el mercado democrático de las ofertas y las de­
mandas. El infoentretenimiento, la glamourización de los líderes políticos y la
reducción de la crítica política a la comicidad y la infosátira (Valhondo, 2007;
Sampredro y Vizcaíno, 2008), acaparan la atención de grandes capas de la ciu­
dadanía que, por desinterés o por dificultad de comprensión de los entresijos de
la administración y sus políticas, reducen su seguimiento y su criterio de enjui­

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ciamiento democrático a las representaciones lúdicas que estos nuevos forma­
tos les proporcionan.
Tal versión popular de la actualidad política plantea una doble vertiente que
la ciencia política tendrá también que ponderar: por un lado, el efecto positiva­
mente democrático de recuperar el interés por la política de esas masas de elec­
tores desafectos, que pensaban que la discusión de los asuntos públicos era
coto cerrado de los burócratas y las élites. Dichos ciudadanos, aunque sea me­
diante una divulgación simplista y centrada en las anécdotas, estarían volviendo
a votar y a mantener algún tipo de seguimiento de los asuntos públicos. Por otra
parte, hay que considerar la banalización y reducción a estereotipos que el in­
foentretenimiento conlleva. Como señalan Richard Fox y Amy Gangl (2010, p.
185), “crecientemente parece que somos incapaces de distinguir entre lo que es
serio y lo que es trivial”, lo que en principio satisface a un nuevo tipo de ciudada­
nos-consumidores que quieren ante todo entretenerse y reírse de la política y
que incluso han desarrollado una actitud escéptica ante la misma, que en oca­
siones refleja una posición inteligente y combativa. Pero esa tendencia a la re­
ducción de la política a sus caricaturas puede, por un lado, distanciar aún más a
los ciudadanos del control riguroso de las actuaciones concretas –de suyo bas­
tante aburridas–, y por otro, alentar el neopopulismo de los líderes más simpáti­
cos y adaptados al estrellato humorístico, con todos los peligros adyacentes de
refuerzo del sensacionalismo y enardecimiento de los personalismos, cada vez
más presentes en el modo de gobernar y acceder al poder.
Como componente común o “variable explicativa”, en muchos de esos fenó­
menos subyace el creciente ambiente de sentimentalización de la vida pública
que los medios de comunicación y las restantes industrias culturales al unísono
promocionan, que influye asimismo en los encuadres y modos de seleccionar
representaciones de la realidad política (Dader, 2008b). De una época de reivindi­
cación radical de la frialdad racional del ser humano en su manejo de los asuntos
serios e institucionales, se ha pasado, por el reconocimiento de la importancia
de la “inteligencia emocional”, a un nuevo paroxismo de los sentimientos y las
emociones también en política. Por ello, muchos estudios de comunicación políti­
ca recientes pasan a ocuparse del efecto del afecto (Neuman, Marcus, Crigler y
Mackuen, 2007), el ciudadano sentimental (Marcus, 2002) o la campaña emo-
cional (Bertoldi, 2009). Incluso con un enfoque diferente, para referirse a la iguala­
ción de los miembros de los grupos primarios, Anthony Giddens (2000, pp. 65-80)
acuña la expresión de la “democracia de las emociones diarias” que podría ser
reutilizada en el sentido de que la democracia de la gran política también tiene
que recurrir a los incentivos emotivos para hacerse entender por los ciudadanos
corrientes y mantener la implicación cívica de éstos. Lo anterior resulta sin duda
positivo en cuanto a reequilibrio de los seres humanos en su doble faceta de
funciones analíticas y emotivas. Pero implica, en cambio, el retorno de la posible
conversión degradada de la democracia en demagogia, que ya señalara Aris­
tóteles.

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Por todo ello cabe concluir que la política contemporánea, saturada de co­
municación y orientada ésta cada vez más hacia aspectos sentimentales de la
personalidad de los dirigentes o hacia las circunstancias más lúdicas y sorpresi­
vas del devenir sociopolítico, parece experimentar una profunda transformación
sobre la que todas las ciencias sociales ocupadas de su estudio deberían con­
centrar una reflexión coordinada. La política, en mi opinión, se ha vuelto mucho
más banal pero también más compleja. Y esto tiene consecuencias, no sólo
para los profesionales del marketing que aspiran al éxito electoral de sus clien­
tes, sino también para cuantos científicos, intelectuales y ciudadanos seriamen­
te comprometidos con la profundización de la democracia quisieran revitalizar el
papel de la ciudadanía en el desarrollo de una democracia mucho más inclusiva
y eficiente.
La comunicación política no es per se enemiga de la democracia; más bien
al contrario, sin una comunicación política intensa y extensa la democracia sería
una simple farsa. Como ha escrito Mazzoleni (2010, p. 10), “allí donde las insti­
tuciones son sólidas y están sanas, ambos actores [políticos y gestores mediáti­
cos] pueden entenderse y colaborar, no sólo sin peligro sino también con venta­
ja para la ciudadanía, que puede ser testigo de los actos de los políticos a través
de los medios, y para los medios, que pueden controlar y criticar tanto las medi­
das políticas como a quienes las adoptan”. Pero una comunicación política redu­
cida a la promoción publicitaria y las narrativas sentimentalizantes tienen una
corrosiva fuerza de tergiversación en la realidad material de la política.

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