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La subordinación de la mujer en la antropología feminista

(desde los 70 hasta la actualidad).

Universidad de la República
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Licenciatura en Ciencias Antropológicas
Curso y año: Antropología y Género. Linajes de la antropología feminista. 2014
Docentes: Susana Rostagnol y Victoria Lembo.
Arturo Zabaleta
C.I.: 1.707.289-4
Julio 2019
La 'subordinación de la mujer' en la antropología feminista (desde los 70 hasta la
actualidad).
Los comienzos del feminismo han sido asociados fundamentalmente a Europa occidental y
Estados Unidos, sobre todo por su visibilidad y hegemonía, pero las luchas de las mujeres por
sus condiciones de subordinación trascienden épocas y lugares. Teniendo en cuenta esto, el
análisis de su devenir se lo divide usualmente en períodos denominados olas y cada una de
estas estuvo signada por la prevalencia de determinadas reivindicaciones y logros. El período
que abarca este trabajo -desde los años setenta al presente- comienza ya iniciada la segunda
ola para algunos análisis (sobre todo desde Estados Unidos), o la tercera desde el lado de
Europa.
A comienzos de la década de los 70, los Estados Unidos, erigida como la gran potencia
mundial occidental, vivía inmerso en una oleada de luchas y movimientos sociales de grupos
subalternos y minorías que pugnaron por derechos y reivindicaciones, producto de un sistema
político y social profundamente desigual. En este contexto nacen los Women´s studies, un
campo interdisciplinario académico que entre sus temas centrales se ubican la teoría
feminista y los estudios de género. Una de sus referentes fue Simón de Beauvoir, que varios
años antes propuso el término “género” para referirse al carácter de construcción cultural de la
masculinidad y la femineidad en oposición a las concepciones biologicistas.
Paralelamente y también como parte de los estudios de la mujer, algunas antropólogas
mayormente de Estados Unidos y Reino Unido, cuestionaron el androcentrismo en la
profesión. En el nivel de las representaciones, las mujeres son invisibilizadas en sus prácticas
y roles por un uso sesgado y erróneo de las herramientas teóricas y analíticas (Moore H.,
1996). Incorporar a la mujer como sujeto era el principal objetivo de la llamada “Antropología
de la mujer”. En un mundo cuyo eje y centro es la masculinidad, la voz de la mujer está
silenciada, siendo un grupo mudo al no participar en el “sistema de comunicación de la
sociedad” (Ardener E.,1975 en Rostagnol S., 2018). Junto a la producción del conocimiento
propio de la disciplina, se buscaba desenmascarar el modelo dominante que inhibía
doblemente el trabajo académico, tanto de lo representado, es decir el punto de vista de las
mujeres en el trabajo de campo; como de las subjetividades de quienes realizaban el trabajo,
como es el caso primordial del género de los/as antropólogos/as.
Las dificultades para el cambio, nos dice Henrietta Moore, comienzan en los lugares desde
donde se produce el conocimiento. Al ser el feminismo encarnado por mujeres, sufren doble
marginación: la de su sexo y la de querer cambiar un estado de cosas injusto disfrazado de
“sentido común”, es decir naturalizado. Esto provoca el rechazo de quienes ven en el
feminismo una amenaza a valores sostenidos históricamente, en este caso las academias en
las sociedades hegemónicas occidentales donde surgió la Antropología y el resto de las
ciencias modernas.
Esta perspectiva feminista necesitaba de un cambio a nivel del lenguaje, de desarticular el
idioma en clave masculina, donde el estudio del género es imprescindible y nos muestra el
papel de la relación entre mujeres y varones en las sociedades humanas.
Como subraya Rostagnol, el androcentismo planteaba y plantea una “visión homogénea” de la
cultura estudiada, aplanando sentidos y salteando contradicciones y conflictos, algunos
sostenidos en el tiempo, y otros producto de las circunstancias imperantes.
Esta nueva perspectiva no es un tema solo de mujeres, por lo que la Antropología de la mujer
da paso a la Antropología Feminista, donde feminista en este caso, como nos dice Rostagnol,
no es un simple adjetivo, sino una “ruptura epistemológica” en el uso que refiere Bachelard,
una nueva manera de investigar. Si bien la crítica al androcentrismo y la búsqueda de la
equidad de género fue un planteo surgido desde las mujeres, circunscribir la temática sobre
las mujeres a la labor de las antropólogas no tiene razón de ser, justamente, la Antropología
Feminista no es cosa de mujeres, porque lo que se plantea es darle lugar al estudio del
género en la disciplina toda. Lo que se busca es denunciar y cambiar un estado de cosas: la
subordinación de las mujeres en el presente y a lo largo de la historia, en la mayoría de las
sociedades existentes, según algunos/as autores/as en todas, como un universal.
Deconstrucción de las categorías “mujer-hombre”.
Al tratarse de categorías de análisis producto de la cultura, cargan en su significado todo el
peso de ésta, con sus prejuicios y especificidades. Tanto la categoría occidental “mujer”, como
la de “hombre” tienen una importancia central y fundante, por lo que ponerlas en entredicho
provoca enormes resistencias. Siguiendo los conceptos de Moore, si a esto le agregamos que
las “universalizamos” sin ponerlas en discusión y sin tener en cuenta que son categorías
culturales donde la biología no tiene lugar, como atestiguan diversos trabajos antropológicos
referidos por la autora, estamos negando la enorme variedad de puntos de vista en las
relaciones entre sexos en las distintas culturas y donde estas categorizaciones no tienen
sentido y no representan sus realidades. Ésta problematización del concepto “mujer” lleva a
que hablar de la “subordinación de la mujer” u otros items con pretensiones universalistas no
sean válidos para muchos/as autores/as.
Esto nos lleva al etnocentrismo o a los llamados “prejuicios etnocéntricos”, concepto
fundamental para entender y poner en cuestión las categorías que dominaron el pensamiento
antropológico en sus orígenes y que hasta el presente pugnan por la lucha de sentidos de la
disciplina en su versión mas conservadora. Junto a los prejuicios etnocéntricos se mueven
como su sombra los prejuicios racistas, concepto poco usado en Antropología nos dice Moore,
por su connotación mucho mas violenta1. El hecho de que en el trabajo etnográfico las partes
involucradas compartan el mismo sexo biológico no las exime de las desigualdades y

1- Para contextualizar mejor estos debates, el ámbito en que se mueve la autora es el área anglosajona, y el
momento que escribió la publicación analizada fue a principios de los 80 del pasado siglo.
diferencias en cuestiones de poder, jerarquía, hegemonías y subalternidades manifiestas en el
momento de los encuentros por mas amigables que parezcan.
Aún aceptando la categoría “mujer” como principio de análisis -y encontrando a partir de allí
vivencias, experiencias y problemas en común, aunque provengan de contextos y lugares o
situaciones distintas- esto no obsta de no perder de vista las diferencias en las experiencias
vitales de las mujeres en los distintos lugares del mundo.
Adentrándonos en la temática vemos como paulatinamente de la «subordinación universal de
la mujer» el enfoque se dirige hacia una postura crítica centrada en la “diferencias” mas que
en las semejanzas.
Si bien el punto de partida del feminismo es la de una identidad común a todas las mujeres y
que la cohesión de las políticas orientadas a denunciar y combatir la opresión y subordinación
se basan en las semejanzas, el reconocimiento de las diferencias ponen en cuestión todo este
andamiaje y presentan un gran desafío: el de a partir del concepto de diferencia sustentar el
accionar feminista.
Llegados a este punto, vemos que en el seno del feminismo existen múltiples posturas
teóricas, pero las mas significativas se refieren a si los conceptos “mujer” y “varón” son
universales y si la mujer está siempre subordinada al varón.
Con respecto a este debate, a principios de la década del 70, la antropóloga estadounidense
Sherry Ortner definió la subordinación de la mujer como un fenómeno universal, haciendo
énfasis en lo cultural y lo simbólico. Esto implica para la autora un interés mas allá de lo
académico, fenómeno este con una complejidad, profundidad e inflexibilidad que trasciende a
las culturas, por lo que para producirse un verdadero cambio se tendría que dar una
revolución mas allá de simples reordenaciones en lo social o económico.
Para su estudio lleva a cabo un trabajo de tipo “arqueológico”, por capas de análisis, tratando
de desentrañar las “lógicas subyacentes” de la subordinación de las mujeres y desde allí
buscar posibles alternativas. Plantea tres niveles de análisis, el estatus universal de segunda
clase para las mujeres; las ideologías y concepciones dentro de las estructura social sobre la
mujer en las distintas culturas; y las observaciones directas producto del trabajo etnográfico.
La autora pone el énfasis en el primer nivel, el de la subordinación universal de las mujeres,
basándose en “valorizaciones culturales” tales como ideas, creencias colectivas, sesgos
valorativos de los informantes, símbolos estigmatizantes y formas de exclusión social;
demarcatorias todas ellas de subordinación.
Su tesis refiere a la mujer como símbolo de “naturaleza” en oposición a “cultura, siendo éste
último un lugar masculino y superior en todas las culturas, mas allá de la diversidad de
sociedades y sus distintas manifestaciones.
Ortner propone que a partir del cuerpo de la mujer y su especificidad procreadora, se
construye la idea de su proximidad a la naturaleza y así la compromete con “la vida de la
especie”, lo que la lleva a un desempeño inferior en los roles sociales, y que redunda en una
“estructura psíquica” diferente.
Estas cuestiones no la hacen menos “humanas” que el hombre, aunque rezagada con
respecto a éste, también participa de lo cultural, lo que plantea el dilema del “problema de la
mujer”, cómplice las mas de las veces de su propia subordinación.
Ortner toma como referencia las ideas de Lévi-Strauss en sus estudios sobre parentesco, en
las que plantea la oposición entre la unidad doméstica -donde madre e hijos van unidos- y la
entidad pública ambos como universales y en concordancia con las contrapuestas naturaleza
y cultura. En este juego de polaridades las mujeres son las “encargadas”, en su papel de
intermediarias, de la conversión de los niños de su estado de naturaleza al de la cultura, esto
es de su socialización mas temprana.
Esta unidad doméstica, como matriz de lo social, requiere de un férreo control y allí entran en
juego los tabúes de protección a la misma, contra el incesto y los homicidios de los
progenitores. Al ser el cuerpo de la mujer el símbolo del grupo doméstico, en ella cae todo el
rigor de las restricciones y tabúes. Y dentro de esta represión, la peor para la autora es la
conformación de una psique conservadora y restrictiva propias de su función formadora.
De esta forma concluye Ortner que todos estos aspectos de la situación de la mujer se retro
alimentan y toman cuerpo en lo institucional, por lo que los cambios deben atacar las
instituciones sociales, el lenguaje cultural y el sentido común.
Retomando a Moore, dentro del simbolismo que atañe al género, una cuestión estudiada y
encontrada en muchas culturas es el de la mujer como agente contaminante, tanto en
determinados períodos -como el caso de la menstruación- o en forma permanente como por
ejemplo por su fisiología o función reproductora.
Citando trabajos etnográficos sobre sociedades melanesias, problematiza la universalidad del
modelo naturaleza/cultura y mujer/hombre y presenta algunos puntos débiles sobre los
conceptos relacionados al género frente a la diversidad cultural y sobre la relación
mujer/naturaleza. Como nos dice la autora:
“El problema que plantea el análisis simbólico del género es cómo utilizamos esta compleja y
cambiante tipificación para llegar a comprender la posición de la mujer. Las mujeres kaulong
poseen aparentemente un nivel considerable de independencia económica, que se refleja en
el control de los recursos y del fruto de su trabajo (Goodale, 1980: 128, 139). Pero estas
mismas mujeres son tildadas de peligrosas y contaminantes para los hombres. No existe
ninguna pauta explícita para entender y evaluar estas contradicciones.” (Moore, 1996:32).
Con respecto a éste y otros casos, plantea una serie de dificultades sobre la interpretación de
determinadas representaciones y sus contradicciones a los ojos del observador. Volviendo al
etnocentrismo, se manejan nociones procedentes de la sociedad occidental, con sus
especificidades, momentos y lugares determinados. En ese sentido Moore observa que los/as
teóricos/as que cuestionan la universalidad de la subordinación de la mujer orientan sus
análisis hacia la prácticas y pensamientos de mujeres y hombres en las sociedades objeto de
estudio y no en el mundo simbólico. Citando por ejemplo a la antropóloga Eleanor Leacock
(1978), desde una mirada marxista y teniendo en cuenta estudios sobre sociedades de
cazadores recolectores, corrobora los dichos de Engels sobre la influencia del capitalismo y la
propiedad privada en las condiciones de la mujer, y cómo en sociedades sin clase estas
relaciones asimétricas entre sexos no se daban, sino que eran igualitarias y complementarias.
Desestima que su subordinación se deba a su rol de madre o a estar relegada a la “esfera
doméstica”, sino a su exclusión del control de los recursos y su distribución.
A esto hay que agregar el impacto del colonialismo a nivel global, con la consiguiente
“occidentalización” en muchas partes de las prácticas y de las relaciones de género.

Los clásicos bajo la lupa del sexo/género y un examen de las raíces de la


subordinación.
Para la antropóloga estadounidense Gayle Rubin escribir sobre las mujeres es implícitamente
pensar el desarrollo de su opresión y subordinación. En su ensayo “El tráfico de mujeres:
notas sobre la “economía política” del sexo”, texto fundante de mediados de la década del 70,
la autora se pregunta cuáles son esas relaciones que convierten a una hembra de nuestra
especie en una mujer oprimida. Para desentrañar este sistema de relaciones sexualmente
jerárquico, centra el comienzo de su análisis en dos autores claves de la cultura occidental,
Claude Lévi-Strauss y Sigmund Freud, y que bajo una lectura atenta desde la perspectiva
feminista, exponen sin proponérselo todo el esquema de opresión social hacia las mujeres,
las minorías sexuales y otros aspectos generales de la personalidad. Sus herramientas
conceptuales ayudan a construir descripciones de esa parte de la vida social donde se puede
ubicar la opresión de las mujeres y minorías sexuales. A este aspecto de la vida social Rubin
lo llama “sistema de sexo/género”. Este concepto refiere a las reglas y disposiciones con que
la sociedad transforma la sexualidad biológica en productos culturales, que operan como
satisfactores de demandas normativizadas. Esto incluye mas que la reproducción biológica,
incluye también la formación de la identidad de género y modos sistemáticos de tratar el sexo,
el género y los bebés.
Esta propuesta conceptual mas que asignar otro nombre a viejas prácticas, tiene una
intencionalidad epistemológica y política. Las palabras no son inocentes, por lo menos sus
significados y muchas veces conducen a errores de interpretación, por lo que es diferente
hablar de “modos de producción” -en el que a veces se incluye el sexismo- o de “patriarcado”,
que es una forma de dominio sexista, y que si vamos a su origen, es el primado del hombre
en todas las esferas sociales y no cualquier “hombre”, sino el patriarca, y que remite a los
pueblos seminómadas pastoriles de la Biblia. Con respecto al concepto sexo/género, remite a
sistemas sexuales y estos no pueden explicarse solo en términos económicos, ni de
reproducción social o procreación en el sentido biológico. Como ella nos dice: “Un sistema de
sexo/género es simplemente el momento reproductivo de un «modo de producción».”
(Rubin,1986: 9).
Rubin nos advierte de la importancia de distinguir entre la humana necesidad como ser
cultural de crear su sexualidad, a la organización de modos sociales de opresión de la vida
sexual. El patriarcado justamente oblitera la primera acepción en aras de la segunda. Y si bien
la historia nos habla en forma negativa, si queremos mantener la esperanza en cambiar este
estado de situación, debemos tener clara la diferencia.
Mas allá de los términos utilizados, lo importante es conceptualizar adecuadamente cómo se
organiza socialmente la sexualidad y la reproducción.
En esta línea, considera primordial continuar la tarea que Engels inició al ubicar la
subordinación de las mujeres en un proceso dentro del modo de producción. Engels vislumbró
la importancia del sexo y la sexualidad -ausentes en los análisis de Marx- que integró en su
teoría de la sociedad, distinguiendo las “relaciones de sexualidad” de las “relaciones de
producción”. Y, como bien sabemos desde la Antropología, las necesidades de sexualidad
nunca se satisfacen de forma natural, sino que toda sociedad tiene un sistema de sexo-
género que somete y transforma al sexo y a la procreación humana en productos sociales y
culturales. De ahí la necesidad de analizar y entender las relaciones de su producción.
Para eso se basó en el estudio de los sistemas de parentesco que son, según Rubin, las
formas visibles de “sistemas de sexo/género”. Por ello es necesario la complementación con
los trabajos de Levi-Strauss y de Freud, que le dan un gran lugar a la sexualidad en la
sociedad y profundizan en lo disímil de las experiencias sociales de mujeres y hombres.
Si bien la opresión de las mujeres es algo que se repite a o largo de la historia en una
infinidad de formas, la autora no encuentra una teoría que la refrende con la fuerza y alcance
que tuvo el marxismo para teorizar sobre la explotación y subordinación de las clases
trabajadoras; de ahí se deriva, la intencionalidad constante en la literatura feminista de
extender la explicación marxista a la opresión de las mujeres. Al ser el trabajo doméstico
realizado mayormente por mujeres y no ser remunerado, favorece a la plusvalía que engrosa
el capitalista. Decir esto es una cosa y otra es afirmar que este es el origen de la opresión de
las mujeres. En todo caso el capitalismo es sucesor de una herencia histórica, social y moral
que se pierde en el tiempo.
El parentesco en las sociedades pre-estatales organizaba la vida social de una comunidad,
esto ha llevado a muchos/as antropólogos/as a definir a este sistema como una de las bases
que marcaron una ruptura con nuestros ancestros homínidos.
Analizando el libro “Las estructuras elementales del parentesco” de Lévi-Strauss, Rubin nos
dice que es la narración con pretensiones universalistas de un mandato cultural por sobre la
biología y testimonia la importancia de la sexualidad, con sus unidades representadas
siempre por “hombres” o “mujeres”. Como la base del sistema es el intercambio de mujeres,
lleva implícito la marca de la opresión de estas, y en el tabú del incesto y el “regalo” se
moldea esa acción.
El matrimonio como lo presenta Lévi-Strauss es una ampliación de la teoría de la reciprocidad
primitiva de Marcel Mauss, en la que el intercambio de mujeres se convierte en el “don” mas
preciado y trasciende el mero intercambio al establecer el parentesco. Y donde el tabú del
incesto opera como el garante de la exogamia y la alianza sellada por la biología de la
procreación entre grupos y familias sin filiación: “Parentesco es organización, y la
organización otorga poder.” (Rubin 1986: 14), donde los máximos beneficiarios son los
hombres. Esto quiere decir que las mujeres, al ser los regalos o las intercambiadas, son los
nexos de una relación que es entre hombres.
Para Rubin “el intercambio de mujeres” encierra cuestiones problemáticas, ya que si es el
inicio de la cultura, no solo el problema serian los hombres sino la cultura en si. Menuda tarea
seriá la de promover un cambio, la autora ironiza con que no solo habría que erradicar a los
hombres sino a toda la cultura, y mas tratándose de un “universal”.
Es relevante considerar que Lévi-Strauss no tuvo en cuenta a los grupos de cazadores
recolectores, y si uno se guía por la literatura al respecto, la evidencia dice que eran
igualitarios o bastantes cercanos a tal cosa, y si tenemos en cuenta que antes de la revolución
neolítica eran mayoría, las dudas se acrecientan sobre la trayectoria subordinada de la mujer
desde los inicios del Homo Sapíens.
El “intercambio de mujeres” forma parte del sistema de parentesco, donde además se
intercambian multiplicidad de cuestiones simbólicas, materiales, personas, etc., en tiempos y
sociedades concretas. El término expresa que en las relaciones sociales de un sistema de
parentesco los hombres tienen ciertos derechos sobre sus parientas mujeres. Las mujeres no
controlan su situación y no solo tienen menos derechos que sus parientes hombres, sino que
estos deciden sobre aquellas. Si el “intercambio de mujeres” es una herramienta fundamental
para el análisis del parentesco, entonces la subordinación de las mujeres puede ubicarse en
las relaciones que producen y organizan el sexo y el género. Para la autora, el “intercambio
de mujeres” resulta problemático si es considerado como una “necesidad cultural” y como
única base de análisis del sistema de parentesco. Debemos ir mas allá, nos dice, hacia una
“economía política del sexo” y explorar cada sociedad con sus peculiaridades para ver como
se producen los sistemas de sexo/género. El intercambio de mujeres es el paso inicial en la
construcción de conceptos útiles para la descripción de los sistemas sexuales.
Otro aspecto a ser tenido en cuenta en el análisis de los sistemas de parentesco es la división
sexual del trabajo. Si bien hay patrones que mayormente se repiten, como la de hombre
cazador y mujer recolectora o agricultora, la distribución de tareas es muy variable y en
muchos casos contradictorias para los estereotipos occidentales. Lévi-Strauss concluye que el
propósito de esta división no es establecer una especialidad biológica, sino el consolidar una
“mínima unidad económica” con al menos un hombre y una mujer, un tabú orientado a
establecer la diferencia biológica y a la obligación de la heterosexualidad. Este tabú divide los
sexos en dos categorías mutuamente exclusivas, exagerando las diferencias biológicas,
creando de esta manera los géneros. Asimismo, la división del trabajo puede ser un tabú
contra los arreglos sexuales homosexuales o distintos a los heterosexuales.
Los análisis sobre sistemas de parentesco nos ayudan a entender la organización de la
sexualidad humana y nos explican los mecanismos por los cuales se graban en los/las
niños/as las convenciones de sexo y género. En este punto, Rubin introduce los aportes del
psicoanálisis como teoría que permite entender la reproducción del parentesco.
Para Rubin, la teoría del psicoanálisis de Freud constituye la descripción del conflicto del
individuo por la imposición y coerción de normas sociales como lo son las de la sexualidad.
El análisis clínico freudiano es tan extenso y profundo que desnuda los mecanismos en que
los/las niños/as originalmente andróginos y bisexuales son heteronormativizados, lo que para
Rubin convierte al psicoanálisis en “una teoría feminista frustrada”. En todo el tema del
desarrollo infantil de la personalidad y sus pulsiones sexuales vemos como el complejo de
Edipo y su contraparte femenina, el complejo de Electra, la negación de las pulsiones edípicas
en la mujer y su “masculinidad” son interpretadas para poner en boca de Freud palabras que
nunca dijo, como el determinismo biológico. Recién muchos años después y del lado de la
academia francesa, como el caso de Jacques Lacan, se expresa que Freud nunca escribió
sobre anatomía, sino que sus consideraciones estaban referidas a cuestiones vinculadas con
el lenguaje y a símbolos culturales impresos sobre la psiquis.
En su interpretación freudiana, Lacan nos dice que el psicoanálisis es el análisis de la traza
psíquica resultante de la imposición social del sistema de parentesco. Al salir de su fase
edípica el niño o niña es “producido” en conformidad a su realidad cultural. Esto no se
resuelve automáticamente, sino de forma crítica y tortuosa, al ser recortadas sus posibilidades
sexuales a un molde determinado. De acuerdo a cada individuo esto se resuelve de manera
distinta, ya sea adaptándose sin mayores consecuencias para su vida adulta o rechazando las
imposiciones y siguiendo sus pulsiones, en formas mas o menos traumáticas. Según Lacan,
la crisis edípica en los/las niños/as se produce cuando aprenden los papeles sexuales, el
sistema y el lugar que le toca dentro de la familia. Se resuelve cuando el/la niño/a acepta ese
lugar y termina cuando su libido e identidad de género han sido estructuradas acorde a las
reglas de la cultura de la que forma parte. En este punto, la introducción del concepto de falo
es importante. El falo es un conjunto de significados conferidos al pene. En la versión de
Lacan, al niño o niña se le presenta la alternativa de tener el falo o no tenerlo. La castración
es en este contexto la carencia del falo, y su presencia o ausencia es lo que determina dos
situaciones sociales diferentes y desiguales: hombre o mujer. El falo es entonces el símbolo
de la dominación de los hombres sobre las mujeres, y la famosa "envidia del pene" es un
reconocimiento de eso.
En el caso de la mujer el “drama edípico” es mayor porque el tabú no se circunscribe solo al
acceso de la madre, sino también por la imposibilidad de no acceder al falo.
Con respecto a la futura mujer, el objetivo social de todo esto, la cultura fálica, es que esta
acepte su castración, su imposibilidad de dadora del “falo” y que su condición libidinal sea
coherente con la de ser pasiva, femenina, heteronormada. En el camino de los seres reales
esto obviamente no es mecánico y según Freud pueden suceder muchas cosas, reprimirse o
enloquecerse, rebelarse o elegir ser homosexual o aceptar su situación y ser “normal”.
Visto de esta forma la feminidad es el relato de un camino de opresión, dolor y humillación
iniciado en la infancia. Rubin se pregunta cómo se puede disfrutar de ser mujer si este análisis
fuera correcto, y propone que en vez de estar todo el tiempo racionalizando y reformulando
cuestiones escritas hace tiempo, la tarea debería ser buscar nuevas formas y alternativas.
Ello ha llevado a un duro enfrentamiento entre los movimientos de mujeres y homosexuales
con el psicoanálisis tradicional que, investido como mecanismo de tratamiento de trastornos
psíquicos, deviene en ser parte de un mecanismo social coercitivo, la ley científica como
máscara de la ley moral. La autora no concuerda con ciertas posturas críticas desde el
feminismo hacia el psicoanálisis, separando entre racionalizar la subordinación, que es como
justificarla y ahí la crítica es válida, a entenderla como análisis descriptivo, valioso como
insumo para comprender la subordinación. Desestimar el psicoanálisis como teoría descriptiva
no es el camino, ya que por lo menos en el presente no hay nada que clarifique mejor la
dimensión psíquica de la subordinación de las mujeres y la estructura profunda de la
desigualdad de los géneros. Los datos actuales del psicoanálisis refrendan el trabajo de
bases ancestrales de la estructura sexo/género, por lo que la autora considera primordial
eliminar la fase edípica de la cultura y en lo inmediato el feminismo debe tratar de que sea lo
menos dañina posible. El antiguo papel del parentesco como organizador en la sociedad hoy
es un fin en si mismo, o en todo caso sirve a fines económicos y políticos diferentes a los
originales.
En la medida de que somos conscientes de cómo se articula la vida sexual se pueden tomar
decisiones para formar relaciones mas sanas y liberadoras, esto no es volver a lo “natural”
porque nuestras acciones humanas siempre son mediadas por la cultura, siempre habrá
domesticación y restricciones, pero tienen que ser dentro de una capacidad de elección
consistente, lejos del mandato ciego del género preestablecido.
La utilidad de los trabajos de Freud y Lévi-Strauss no los salva de su posición sexista, en
cuanto que justifican lo que desnudan, pero a partir de estas evidencias corresponde al
feminismo elaborar un cambio social, junto también con las ideas que Marx propició aunque
de forma parcial o inconclusa.
La utopía de Rubin apunta hacia una “sociedad andrógina y sin género”, desprovista de
determinismos biologicistas.

Feminismo Postcolonial
Chandra Mohanty en su crítica a las discursividades hegemónicas occidentales, y en su doble
situación de ubicarse desde dentro de los lugares donde se gestan -en este caso la academia
anglosajona y a la vez como mujer procedente de la India, ex colonia británica- nos dice que
los “feminismos del tercer mundo” se deben una doble tarea: la de deconstruir el feminismo
occidental y la de construir nuevos feminismos de acuerdo a las características de cada
región en todas sus acepciones, geográficas, culturales, históricas, etc. Sin este trabajo se
corre el riesgo de marginarse de los discursos feministas.
Este problema lo traslada a los propios países “marginales o tercermundistas”, donde los
académicos metropolitanos caen en etnocentrismos y clasismos internos, situándose como la
norma y donde trabajadores y habitantes rurales son el “otro”.
En su análisis denuncia cómo desde el discurso humanista occidental se construye esa
imagen que homogeneiza y aplana las heterogeneidades de las vidas de las distintas
mujeres, sin tener en cuenta las múltiples facetas y circunstancias que las rodean y
condicionan, como también las formas particulares de su subordinación, de diferencia sexual
y género.
Se produce, según esta visión dicotómica, por un lado “la mujer “ tercermundista promedio,
pobre, ignorante, relegada al ámbito doméstico, reprimida, víctima, etc. Y por otro lado la auto
representación de la mujer de occidente como empoderada, educada, dueña de su
sexualidad, etc., todo esto basado no en la biología sino en conceptos supuestos, devenidos
de la sociología y la antropología. Como si las “otras” vivieran de alguna manera en un
pasado similar al de sus abuelas occidentales, siendo el camino subsiguiente el del la
“evolución” hacia el feminismo occidental. Ante esto Mohanty nos dice que estas teorías
deben ser debatidas e impugnadas sin pausa.
Sostiene que si bien la violencia masculina define el sitial social de la mujer en gran medida,
definir la subordinación como un arquetipo, las convierte en victimas a la defensiva, las
objetiviza, y a los hombres los convierte en sujetos ejercitando violencia.
No concibe solo el género como base para unir a las mujeres. En lugar de esta generalización
sin matices, propone analizar la violencia de género en cada contexto, interpretando de
acuerdo a cómo se manifiesta en cada sociedad para así establecer acuerdos y causas en
común entre mujeres. De esta manera, la acción política deberá darse dentro de situaciones
concretas, tanto históricas como cotidianas.
El binomio universal hombres explotadores-mujeres explotadas no funciona para la autora, no
es útil ya que refuerza el enfrentamiento y el binarismo.
Tomando como referencia el trabajo de María Mies (1982) sobre trabajadoras tejedoras “amas
de casa” en Narsapur, India, nos muestra como un caso local expone una trama política y
social compleja, llena de yuxtaposiciones, donde no es fácil encasillar a las protagonistas en
determinada categoría de mujer y generalizarla en los lugares comunes como “mujeres del
tercer mundo”, “mujeres orientales”, etc. Lejos de reduccionismos, las tejedoras se muestran
no como sujetos pasivos en una trama de explotación, sino como activas, rebelándose,
resistiendo y generando estrategias en un ambiente desigual. Los análisis focalizados y bien
contextualizados generan categorías teóricas que orientan hacia estrategias plausibles para
señalar y denunciar situaciones de subordinación y explotación, y así crear insumos para una
acción transformadora.
El uso de categorías organizadoras en un nivel superior de análisis, como el caso del género,
lleva al error de erigirla como verdad universal. Se confunden los discursos de representación
con las “realidades materiales”, el “Mujeres” con “mujeres”, falacia etnocentrista.
Mohanty no se declara en contra de las generalizaciones, sino mas bien de los esencialismos,
y en todo caso aboga por generalizaciones cuidadosas, históricamente situadas, atentas a las
complejidades de cada situación.
El problema de la auto representación y de la homogeneización llevada por los feminismos
hegemónicos llevan la rúbrica del proyecto humanista occidental. Esto es colonizar, robar
agencia.

Al sur del río Bravo


A la sombra de las feministas estadounidenses y europeas se mueven los feminismos
latinoamericanos, dicho en plural, y sin perder de vista que el vocablo latino es huella
indeleble del colonialismo que invisibiliza a los pueblos originarios y desenfoca los múltiples
orígenes de su inmigración, como los/as provenientes del África negra como esclavos/as.
La antropóloga mexicana Marcela Lagarde nos dice que al ser la mujer “naturaleza”, su
historia es la de un cuerpo, o lo mas significativo, un cuerpo para reproducir, violable, servil,
expropiado. Una invención históricamente determinada que no tiene nada de natural.
Nos dice que “una antropología de la mujer significa entonces ubicar el análisis en el ámbito
de la cultura” (Lagarde, 2005:21). Significa también, tomar distancia y con los ojos de la
“otredad” conocer la especificidad de la condición de la mujer, partiendo en su caso, de la
conformación del mito de la mujer mexicana, ese “ser de y para los otros”.
En esa condición escindida e imposibilitada de erigirse como sujetos, que Lagarde denomina
“cautiverio”, es donde toca sobrevivir en conflicto y dolor, donde también hay felicidad, pero
sobre la base de realizarse en cautiverio. Esto significa que mas allá de valorizaciones
personales, conciencia o contradicciones, la historia de su feminidad es su sujeción a un
mundo patriarcal.
El hecho de compartir como género su opresión histórica no debe conducir a desconocer las
diferentes condiciones de vida y los niveles de opresión, producto de su clase, accesos a
distintos recursos y modos de vida, constituyendo grupos de mujeres distintos.
Como nos dice la antropóloga mexicana Rosalva Aída Hernández Castillo las feministas pos-
coloniales, además de cuestionar el etnocentrismo feminista, su labor constructiva debe
centrarse en un feminismo de la diversidad, para que cada una desde su lugar no oblitere la
pluralidad de voces y las distintas identidades de género.
El colonialismo interno no es solo cuestión de élites y de espacios conservadores, también
está inserto en los cuerpos y las mentes de quienes lo sufren, como los mismos espacios de
lucha anticolonialistas, que desprovistos de una perspectiva de género reproducen las
desigualdades hacia sus propias compañeras de lucha, como también sucede con muchas de
las tradiciones e identidades que pretenden ser contestatarias. Citando a Gloria Anzadúa,
feminista chicana, Rosalva nos dice que es necesario un nuevo enfoque que re signifique
muchas de las tradiciones, incluso el propio significado de la palabra “tradición”, con sus
velados disciplinamientos, denunciando el hondo machismo del nacionalismo chicano.
Para Rosalva, los privilegios de clase de muchas de las feministas educadas en ambientes
académicos urbanos, las convertían en agentes inconscientes de la reproducción del
colonialismo y sus jerarquías, en sociedades profundamente racializadas, misóginas y
patriarcales. Su inicios tempranos en la zona de Chiapas, en comunidades indígenas y en
poblados multiétnicos, la enfrentó a sus propios prejuicios y a situaciones donde entre otras
injusticias, el padrinazgo y trabajo doméstico no remunerado, la violación de mujeres y la
violencia doméstica sistemática eran moneda corriente y socialmente aceptada.
En sus trabajos posteriores como educadora popular, y en su doble papel como académica y
luchadora social junto a refugiados guatemaltecos y campesinos mexicanos, convivió con el
asesinato y secuestro de líderes campesinos y la violación de sus propias compañeras de
tareas como arma represiva del aparato del Estado, encarnado en las fuerzas policíacas.
Haciendo un paréntesis en la lectura de esta autora, hablar de la subordinación de las
mujeres como título de este trabajo, en este caso parece quedar muy corto y no expresar la
barbarie narrada, y nos pone en alerta de cómo naturalizamos ciertas prácticas sociales y las
hacemos parte de nuestras prácticas cotidianas como sociedad, deslindándonos muchas
veces por no ser actores directos, pero amparándolas con nuestro silencio o mirando hacia el
costado como si no sucedieran. En sociedades con brechas profundas, de clase, étnicas y
con un pasado colonial que no cesa de repetirse camuflado en los nuevos Estados nacionales
y donde la violencia se ejerce de arriba hacia abajo, las mujeres pobres y racializadas
terminan siendo el fondo del escalafón. Además de compartir con los varones de su grupo la
violencia de los que ejercen el poder, sufren por su condición de género, subordinadas
siempre dentro y fuera de sus entornos relacionales y familiares.
Ante la ausencia y desamparo del Estado, Rosalva junto a otras militantes se embarcaron en
un proyecto de lucha en contra de la violencia sexual y doméstica. El error de asumirse como
voceras de las indígenas, silenciando sus voces y confundiendo las propias reivindicaciones
con las de todas (ideas sobre empoderamiento, demandas legales e ideas sobre cómo
desarticular el patriarcado, etc.), las llevaron al fracaso como colectivo y a una dura crítica y
enfrentamiento con quienes pretendían ayudar.
Esta restricción del significado del género y caída en el etnocentrismo la llevó a una profunda
autocrítica. A partir de sus estudios de posgrado en los Estados Unidos, tomó contacto con las
ideas de las feministas poscoloniales, que al deconstruir las prácticas discursivas de la
academia feminista occidental, las situaron en un nivel similar a la de los metadiscursos
modernistas, universalizadores de las experiencias de las mujeres blancas de clase media
occidentales.
Las respuestas ante esto han sido estudios situados, fuera de representaciones universalistas
con sus “normas de género”, y que tienen efectos de poder, mostrando a las “Mujeres del
Tercer Mundo” como seres desvalidos y homogéneos, como no-sujetos.
Se plantea como en nombre de la igualdad se excluye la equidad y como el relativismo
cultural escencializado justifica muchas veces la subordinación de las mujeres sin hacer un
análisis mas profundo, exotizando y tratando algunas sociedades en forma ahistórica e
idealizada.
Finalmente, la autora destaca los incipientes movimientos de mujeres indígenas, que
reivindican sus especificidades de género junto con los derechos colectivos.

Conclusiones
Si bien el ida y vuelta entre las academias de las distintas partes de mundo enriquece y
permite intercambiar saberes, lo que salta a la vista en la bibliografía utilizada es su
unidireccionalidad. Las académicas anglosajonas no citan a las del resto del mundo, esto no
debería llamar la atención. Los lugares periféricos, en su mayoría ex colonias, son tomadores
de información, lo que marca algo singular: las teorías poscoloniaes feministas son al
feminismo del “primer mundo”, lo que el feminismo es a “la academia” en este mundo de
hegemonía masculina.
Las autoras del feminismo poscolonial marcan una brecha epistemológica, y las “otras”
autoras, parecen ignorar tal cosa, aunque en el caso de Henrietta Moore hay una visión mas
amplia. Las primeras hablan de interseccionalidades, feminismos, diversidad, donde sin
desconocer la subordinación de las mujeres como un fenómeno “universal” o por lo menos
muy extendido, problematizan el hablar de “las mujeres” como una unidad de análisis “per se”,
siendo críticas con el etnocentrismo occidental que esencializa y desconoce los distintos
contextos y realidades, envuelto muchas veces en un relativismo homogeneizador con visos
evolucionistas, cuando no racistas.
Como expresa el título de este trabajo se analizaron algunos textos posteriores a los años 70
del pasado siglo, época caracterizada por movimientos y luchas por extender los derechos
civiles y cese de los conflictos armados e injerencias imperialistas. En ese marco se mueve el
feminismo reclamando igualdad de oportunidades y de acceso a los ámbitos restringidos a los
hombres. Sin olvidar que la lucha de las mujeres contra su subordinación siempre existió, la
mas de las veces soterrada, negada o menospreciada.
En el presente siglo, en un mundo globalizado e interconectado, una cuestión que se ha ido
denunciando con mas fuerza es quizá la de la violencia de género, marcando la agenda actual
y que producto de una inusitada reacción de los hombres que no aceptan que la mujer no es
una posesión, en muchos casos ha derivado en una violencia explícita y virulenta. Esto
alimentado por instituciones y grupos profundamente reaccionarios y conservadores con
incidencia global, como sucede con algunos cultos neopentecostales, en lucha feroz con las
distintas agendas de derechos.
Por otro lado distintos colectivos formados por grupos subalternos e históricamente
desposeídos se han unido -movimientos feministas, LGTB, indígenas, afro, etc.- para poder
enfrentar marcos institucionales vetustos y prejuicios disfrazados de “sentido común”.
Mientras se siga pensando a nivel general -en América latina y en el resto del mundo- que el
feminismo es cuestión de mujeres, la situación de su subordinación va a permanecer -sin
desconocer muchos logros y avances- sobre todo por la incidencia de los núcleos mas duros
y conservadores en amplios sectores de la sociedad y sobretodo en los mas empobrecidos o
las zonas rurales.
Tomando como referencia a Uruguay, se ha generado en algunos sectores una fuerte
conciencia, sobre todo en las y los jóvenes con acceso a educación superior y en
agrupaciones sociales de base solidaria y participativa, que en el día a día y boca a boca y
con el auxilio de las redes sociales denuncian el machismo y la opresión. El Estado ha
respondido en parte con un marco institucional que brinda asistencia y amparo ante la
violencia de género, pero sin desconocer que la realidad de muchas mujeres es muy dura,
donde los logros obtenidos llegan poco y muchas veces tarde.
Bibliografía

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