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http://dx.doi.org/10.5209/HICS.59843
Cómo citar: Rodríguez Andrés, Roberto. (2018). Fundamentos del concepto de desinformación como
práctica manipuladora en la comunicación política y las relaciones internacionales. Historia y comuni-
cación social, 23 (1), 231-244.
1. Introducción
CIA recibió el encargo de estudiarlas con detenimiento. Con la ayuda de algunos di-
sidentes soviéticos, el más destacado de ellos Ladislay Bittman (1972, 1985, 1988),
director del departamento de desinformación checoslovaco, pudo ir recopilando da-
tos y, mediada la década, en 1965, envió un informe al gobierno en el que la desin-
formación quedaba definida como “información falsa, incompleta o sesgada, que es
pasada, alimentada o confirmada hacia un grupo, un individuo o un país” (Álvarez y
Secanella, 1991). Con el fin de contrarrestar estas medidas, y para no quedarse atrás
en la batalla por dominar la información, Estados Unidos también puso en marcha
servicios similares al soviético, que acabarían integrándose en un solo departamento
bajo la denominación de USIA (United States Information Agency) (Solbés, 1988;
Chomsky y Herman, 1995). A partir de este momento, como afirmó en una ocasión
Charles Wick, director de este organismo en la década de los ochenta, la informa-
ción se convirtió en “el elemento más importante de la política exterior americana”
(Solbès, 1988: 81). Y es que a través de ella, los Estados Unidos pudieron también
influir en los países rivales sin necesidad de intervenciones armadas y sin levantar
recelos entre la población.
Transmitir a alguien una información que no es verdadera es una situación que puede
darse con asiduidad. Y muchas veces, como afirma Galdón, se produce de forma no
intencionada, simplemente por un error. Sin embargo, continúa este autor, sólo podrá
hablarse de desinformación “cuando hay intención clara de engañar por parte de los
promotores y realizadores de la información” (2001: 48). En virtud de este criterio,
ha sido común entre autores estadounidenses y franceses establecer la distinción
entre missinformation, para hacer referencia al error, y disinformation cuando hay
intención de engañar (Fallis, 2011).
En definitiva, se entiende que la desinformación es un fenómeno en el que el
emisor tiene el firme propósito de ejercer algún tipo de influencia y control sobre sus
receptores para que éstos actúen conforme a sus deseos. Es, por tanto, un fenómeno
claramente intencional, en el que el emisor busca su propio beneficio y en el que, por
tanto, y como explica Van Dijk (2006), se produce un abuso de poder.
Distintos autores han incidido en esta cualidad esencial de la desinformación.
Ferré (1982) considera que la desinformación tiene por objetivo llevar a cometer
actos colectivos o a difundir opiniones que correspondan a las intenciones del des-
informador. Para Fraguas de Pablo, la intención desinformativa del emisor es “el
factor intrínseco que caracteriza la desinformación y la diferencia de otras figuras
con las cuales se podría confundir” (1985: 4). Y de la misma opinión es Emmerich,
que considera que “la condición fundamental para que se dé la desinformación es la
intencionalidad, porque mientras no haya intención no hay desinformación” (2015:
46). De hecho, la intencionalidad es también el elemento clave de la definición de
desinformación que dan obras de referencia como el American Heritage Dictionary
(“información deliberadamente engañosa”), el Oxford English Dictionary (“difusión
de información deliberadamente falsa”) o el diccionario de la RAE (“dar informa-
ción intencionadamente manipulada”).
Lo que ha ocurrido es que, con el paso de los años, el concepto de desinformación
se ha ido vinculando progresivamente no sólo con el plano de las intenciones del
emisor, sino que ha empezado a utilizarse también desde la perspectiva del receptor
o de los resultados de la acción. En definitiva, se usa el término no sólo para definir
los esfuerzos organizados de un actor político por ocultar o manipular la informa-
ción, como en sus orígenes, sino que se alude también a este concepto cuando se ha-
bla de forma genérica de falta de información de los ciudadanos sobre determinados
asuntos, o conocimiento erróneo de los mismos, sea cual sea el motivo y aun cuan-
do no haya una intención por parte de alguien por mantenerles engañados (Rivas,
1995). Así lo refleja la propia Real Academia en su definición de desinformación, al
decir en su segunda acepción que ésta puede entenderse como “falta de información,
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ignorancia”. Y así lo cree también Floridi, uno de los autores contemporáneos que
más ha estudiado el fenómeno de la desinformación, que dice que este fenómeno
“no necesita necesariamente ser intencional” (1996: 510). Ello ha llevado asimismo
a que el término haya traspasado sus fronteras semánticas originales para aplicarse
no sólo a la comunicación política o a las relaciones internacionales sino a cualquier
otro campo. Es destacable, por ejemplo, el prolífico uso que se hace de la palabra
desinformación en el terreno médico, para hacer referencia a la falta de información
que tienen los pacientes sobre determinadas enfermedades o tratamientos y que, a
veces, dificultan su adherencia.
Entendemos, en el fondo, que esta perspectiva es demasiado extensa y que con-
tribuye a difuminar las lindes conceptuales del fenómeno. Porque una persona, por
ejemplo, puede desconocer un asunto porque no ha prestado atención a una noticia, o
se ha acercado a ella de forma superficial, o porque no tiene interés por la actualidad
y no sigue los medios. O también porque el periodista ha cometido un error invo-
luntario en su información. En estos casos, y desde el punto de vista del resultado
final, el ciudadano está desinformado o auto-desinformado, como apunta Romero
(2013), pero no porque haya alguien que así lo ha planificado. Y la realidad, por muy
paradójica que pueda resultar, es que en una sociedad como la actual, con miles de
fuentes de información y de vías de acceso a la misma, sobre todo tras la llegada de
Internet, el desinterés ciudadano por la información, sobre todo por la información
política, es muy alto, y con ello el nivel de supuesta “desinformación” entre buena
parte de la población.
Creemos, por tanto, en sintonía con Fallis (2015), que en estos casos no es apro-
piado utilizar la expresión desinformación en el sentido estricto del término, por mu-
cho que se haya incorporado plenamente al lenguaje coloquial. Porque si se entiende
la desinformación como un proceso de manipulación, es imprescindible que haya
intención de desinformar por parte del emisor.
incompleta o engañosa (…) transmitida con el fin de engañar, dar información inco-
rrecta o inducir al error” (1984: 38). Para Watzlawick, hablamos en este caso de ope-
raciones para “engañar y desorientar” a los adversarios (1986: 129). Benesch y Sch-
mandt sostienen que la desinformación puede ser descrita como “información falsa”
(1982: 11). Según Jacquard, se trata de una “sutil deformación de la verdad” (1988:
14). Barron la define como “la diseminación de información falsa y provocadora”
(1974: 6). Cathala, como método para “travestir o disimular la realidad” (1986: 20).
Para Fraguas de Pablo, la desinformación “tiene la intención de disminuir, suprimir o
imposibilitar la correlación entre la representación del receptor y la realidad del ori-
ginal” (1985: 11). Finalmente, Galdón define la desinformación como la “ausencia
de verdadera información o de información verdadera” (2001: 48).
Y precisamente por esta característica de faltar a la verdad, algunos autores han
preferido denominar a este fenómeno “intoxicación” en vez de desinformación,
puesto que entienden que este término define con mayor exactitud la confusión bus-
cada por el emisor. Es el caso de Nord (1971) o de Melnik. Para este último, intoxica-
ción es “la difusión, por parte de los servicios especiales, de informaciones alteradas
o de una falsedad notoria que son dirigidos a los servicios de información enemigos”
(Cathala, 1986: 49).
La distinción entre mentira por comisión o por omisión en la desinformación ha
quedado sistematizada de forma muy clara por Sartori (1998), para quien hay que
diferenciar entre “subinformación”, que es cuando se da información insuficiente,
y “desinformación”, que es cuando se proporciona información distorsionada. Así,
según este autor, desinformación es “una distorsión de la información: dar noticias
falseadas que inducen a engaño al que las escucha” (1998: 80). Y para que esas men-
tiras sean exitosas y logren el efecto buscado, tal como afirma Jacquard (1988), el
desinformador ha de procurar dotar a su mensaje de un halo de verosimilitud, para
que los receptores no desconfíen y acaben tomándolo por cierto. De esta forma, la
desinformación supone una eficaz herramienta para ejercer influencia, puesto que
quienes la reciben no son conscientes en ningún momento de estar ante información
tergiversada. El emisor opera con completa impunidad mientras que su audiencia
desconoce la operación en la que se está viendo involucrada
A tenor de lo expuesto, quedarían en principio fuera del alcance de esta práctica
las omisiones, es decir, la ocultación de información o el silencio sobre determi-
nadas noticias o hechos. Lo que ha ocurrido es que el término ha ido ampliando
su significación original y, en la actualidad, pueden encontrarse definiciones de la
desinformación en las que se incluyen tanto las mentiras por comisión como por
omisión. El Larousse, por ejemplo, al que hemos hecho referencia anteriormente,
habla de “acción de suprimir la información, de minimizar su importancia o mo-
dificar el sentido” y el Diccionario de la Lengua Española de “dar información
insuficiente u omitirla”. Esto ha llevado, como explica Rivas (2004), a que se
emplee este término para definir tanto la mentira como la ocultación de la verdad
en la política.
del emisor de valerse de ellos y de manipularlos para cumplir sus objetivos (García,
2009).
Esta interdependencia se evidenció desde los primeros años en los que se acuñó el
término. La definición empleada por la Gran Enciclopedia Soviética hacía referen-
cia expresamente a que se trataba de la distorsión que los Estados Unidos llevaban
a cabo a través de su “enorme potencial informativo”. La desinformación aparecía
claramente unida al poder de los medios de comunicación y, de hecho, las activida-
des de desinformación llevadas a cabo por la propia KGB, y luego seguidas por otros
países, tenían que ver también con la prensa. Todo ello mediante técnicas como fa-
cilitar a los periodistas documentos prefabricados, cartas, manuscritos y fotografías
falsificadas; la propagación de rumores o noticias falsas; y el engaño y control de los
medios de comunicación, no sólo de la Unión Soviética sino también del extranjero,
mediante periodistas espía o a través de técnicas como soborno y extorsión (Barron,
1983; Golitsyn, 1983; Poliakov, 1983; Shultz y Godson, 1984; Pincher, 1985; Ferti-
lio, 1994). En definitiva, se intentaba conseguir que noticias interesadas pasaran el
filtro de las redacciones y acabaran siendo publicadas. En otras palabras, se pretendía
influir en los periodistas para, a través de ellos, influir en la sociedad y en sus gober-
nantes (Chiais, 2008).
En este contexto, como destaca Rivas, cobra especial importancia el papel de
los periodistas, puesto que de ellos depende contribuir o no a difundir una posible
desinformación y, en definitiva, que ésta llegue a tener éxito finalmente. “No habrá
desinformación —dice este autor— si los periodistas hacen su trabajo con rigor y
contrastan las fuentes” (2004: 175). Se puede decir, por tanto, que para que exista
desinformación se necesita una causa inicial (que haya intención de desinformar por
parte de la fuente) pero también una intermediación y un resultado final (que la des-
información sea difundida por los medios y llegue a la opinión pública). Y salvo en
los casos de periodistas espía, sobornos o control de los medios, antes mencionados,
y que suponen una participación voluntaria y activa de los informadores en la trans-
misión de la desinformación, lo normal es que el periodista o el medio sean transmi-
sores involuntarios de la misma, puesto que desconocen que se les está intentando
manipular. Aunque ello no es óbice para exigirles también cierta responsabilidad,
porque su deber es contrastar las fuentes y no difundir noticias que hayan comproba-
do que son falsas o no suficientemente confirmadas (Mac Hale, 1988).
Lo que ocurre es que esta tarea no siempre se realiza. Y tampoco en la actualidad,
a pesar de que la libertad de información sea un derecho protegido a nivel interna-
cional. El principio de independencia de los medios está cada vez más cuestionado,
al entender que ésta se ha visto muy limitada, cuando no abiertamente suprimida. En
los últimos años se viene denunciando el progresivo control político y económico
sobre la prensa, bien directo o indirecto. Incluso se habla ya también, casi siempre
en términos de denuncia, de un nuevo tipo de desinformación, la desinformación
mediática, para referirse a cómo los propios medios de comunicación, en especial las
grandes corporaciones, han abandonado su vertiente informativa y se han convertido
en poderosos medios de influencia social en función de unos determinados intere-
ses económicos o ideológicos, casi siempre en beneficio de las clases dominantes
(Chomsky y Herman, 1995; Ortega, 2006; Serrano, 2009; Otte, 2010).
Se ha producido así un cambio sobre la significación primigenia del término. En
los orígenes de este concepto, los medios de comunicación eran el soporte a través
del cual los gobiernos intentaban desinformar a los ciudadanos. Pero de ser medios
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para la desinformación ahora se habla también de que ellos mismos se han converti-
do en agentes activos de esta práctica.
En esta relación entre desinformación y medios de comunicación, no puede ob-
viarse que en los últimos años, con la irrupción de Internet, los desinformadores
han encontrado otro campo de batalla especialmente atractivo para sus fines. Ya no
utilizan en exclusiva los medios, puesto que tienen a su alcance otras herramientas
de comunicación como las redes sociales o las páginas web para difundir sus men-
sajes. La Red hace circular a velocidad de vértigo rumores e informaciones falsas,
tergiversadas o sacadas de contexto, que acaban saltando incluso a las páginas de
los periódicos y a los noticiarios de radio y televisión. Se puede afirmar que Internet
es el nuevo terreno de juego de la desinformación en el siglo XXI (Argemí, 2013;
Gómez, 2013).
se ha vuelto a hablar de ella en las relaciones entre Estados Unidos y potencias emer-
gentes como Rusia o China o en las disputas con Irán, Corea del Norte o Venezuela.
También en los distintos conflictos bélicos e intervenciones armadas que se han pro-
ducido en la era de postguerra fría (Pizarroso, 2008), como las dos guerras de Irak
(Ferreira y Sarmiento, 2003; Pizarroso, 2009), la guerra de Yugoslavia, la guerra de
Chechenia (Vázquez, 2005) o los conflictos en Afganistán (Torres y García, 2009) y
Siria, entre otros. Y ya no sólo se habla de este término en la relación entre bloques o
estados, puesto que se aplica también a la estrategia que siguen los grupos terroristas
para sembrar el terror entre la opinión pública internacional (Matusitz, 2013).
Tras los atentados del 11-S contra las Torres Gemelas, y la política diseñada por el
Gobierno Bush de ataques preventivos contra los países encuadrados en el denomina-
do “Eje del Mal”, Estados Unidos volvió a confiar en la estrategia de la desinformación
en las relaciones internacionales. Para ello, creó nuevamente un organismo específica-
mente destinado a ello, la Oficina de Defensa Estratégica, dependiente del Pentágono,
que tuvo que ser cerrada cuando el diario The New York Times reveló su existencia, con
la consecuente polémica en todo el mundo. Y es que el objetivo de esta oficina, como
recuerda Paniagua, era “colocar noticias favorables a los intereses de Estados Unidos
en medios informativos internacionales. Esas noticias podían ser verdaderas o falsas y
afectar a países amigos o enemigos. Sólo importaba que ayudasen a crear un ambiente
propicio para las operaciones bélicas estadounidenses” (2002: 89).
4. Conclusiones
Las múltiples significaciones que se dan hoy día al término desinformación, a pesar
de su reciente creación, hacen necesario que desde la academia se siga reflexionando
sobre este concepto para contribuir a su delimitación semántica y a la diferenciación
con otros procesos que, siendo distintos, se le han acabado asimilando con el paso
de los años.
De partida, como se ha expuesto en este artículo, bajo la etiqueta de desinforma-
ción se ha incluido cualquier utilización de la mentira, sea intencionada o no, a través
de cualquier medio y en cualquier ámbito, sea político, económico e, incluso, en las
propias relaciones interpersonales. Sin embargo, la desinformación presenta unas
características propias, que pueden rastrearse en los orígenes mismos del concepto
a inicios del siglo XX, y que pueden servir como guía para delimitar correctamente
la naturaleza de este fenómeno, tanto si se aplica en su ámbito original de los con-
flictos, la política y las relaciones internacionales como si quiere traspasarse a otros
campos:
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