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UNIDAD II.

La fe en Jesucristo, Hijo único de Dios

La memoria viva de la Iglesia sobre su amado Maestro, Pastor y Señor se renueva periódicamente,
a veces de manera sutil y casi imperceptible, a veces de manera vertiginosa e imprevisible. En eso
consiste la novedad que aporta el Espíritu y que el Magisterio debe discernir en los signos de los
tiempos.

Se presta un poco más de atención a los credos debido a que constituyen la síntesis cristológica de
casi la mitad de la historia de la Iglesia. Como señala Grillmeier, uno de los más notables
estudiosos de la historia de la cristología, “es indispensable un estudio más cuidadoso de estas
fórmulas primigenias en orden a su posibilidad y alcance, su sentido y contenido tal vez más pleno
(en comparación con el actual esquematismo de naturaleza-persona), y su posible utilización
kerygmática en la actualidad”1. Igualmente, Ratzinger nos recuerda que “en la segunda parte del
Credo encontramos el escándalo propiamente dicho de lo cristiano: La fe dice que Jesús, un
hombre que murió crucificado en Palestina hacia el año 30, es el Cristo (Ungido, Elegido) de Dios,
el Hijo de Dios, el centro de la historia humana y el punto en que ésta se divide. Parece arrogancia
e insensatez afirmar que un individuo que desaparece a pasos agigantados en la niebla del pasado,
es el centro decisivo de toda la historia”2.

Por ello en la sexta guía presentaremos de manera muy sumaria algunos conceptos básicos que
estuvieron presentes en la reflexión cristológica de los siglos posteriores a la fijación del canon
neotestamentario. Allí se alcanzan altísimas cumbres de la reflexión cristológica, tanto así que a
partir del siglo octavo se intentará sistematizar ese enorme caudal y articularlo de manera más
armónica con el resto de la doctrina cristiana mediante sumas y tratados.

En la guía séptima de la mano del Catecismo y su Compendio haremos una relectura de ese
hermoso testimonio que constituyen los credos (Apostólico y niceno-constantinopolitano), en
especial en la segunda parte de estos que se refiere a Jesucristo, Hijo y Señor. Allí se verá la
vivacidad de nuestra fe y la capacidad que tiene para seguir comunicando las profundidades del
misterio de Cristo en las nuevas culturas y a las nuevas generaciones.

De aquí se dará paso en la guía octava a la inesperada y profunda renovación o aggiornamento que
afronto la Iglesia hace poco más de medio siglo con el Vaticano II y cuyo ímpetu continúa
modelando la vida de cada comunidad de creyentes, incluso en los lugares más recónditos y
remotos del planeta donde dos o tres se reúnen en el nombre de Jesucristo a hacer viva su presencia.

Las dos guías finales de esta unidad presentan brevemente el desarrollo del magisterio reciente
sobre la cristología. La novena guía hace una sucinta reseña de la reflexión cristológica de la
Comisión Teológica Internacional y de la Pontificia Comisión Bíblica. La décima guía presenta
algunas de las referencias cristológicas que son recurrentes en el magisterio pontificio.

1
Grillmeier, Cristología.
2
J. Ratzinger, Introducción al cristianismo.
GUÍA 6

LA CONFESIÓN DE FE EN JESÚS

6.1 El testimonio de la fe en Jesucristo

Hünermann considera que ciertas motivaciones externas e internas contribuyeron para que en la
Iglesia se continuara la reflexión en torno a la persona de Jesús y su significado para le fe del
creyente. La motivación externa vino del diálogo, con frecuencia polémico, con el mundo cultural
grecorromano: “sólo mediante este trabajo conceptual se pudo demostrar, en el ámbito helénico,
la consistencia de la fe cristiana, y evitar la impresión de que dicha fe no va más allá de un conjunto
de fantasiosos mitologemas”3. La motivación interna, por su parte, vino del reconocimiento de la
revelación definitiva de Dios en Jesucristo, lo que conllevó que la comunidad eclesial respondiese
a esta revelación manteniendo viva la historia de salvación y la tradición que se “realiza en el
devenir de la iglesia, en la praxis eclesial y en el compromiso cristiano del individuo”4.

La iglesia en su elaboración doctrinal fue fijando unos hitos o puntos de referencia que constituyen
los frutos más logrados de ese diálogo con las culturas y con las épocas5.

6.2 La encarnación del logos

La proliferación de la literatura cristiana posterior al Nuevo Testamento, en especial la llamada


literatura apócrifa, tanto judía como judeocristiana, introdujo un conjunto de figuras, conceptos,
doctrinas y relatos que si bien enriqueció la reflexión también exigió una reflexión y un diálogo
que permitiera fijar lo esencial de la doctrina cristiana, en especial en el núcleo cristológico.
Aunque la mayor parte de esa literatura pretendía tender un puente entre los escritos
neotestamentarios y las ideas comunes en la cultura grecorromana, algunas de esas orientaciones
no le hacían justicia ni a la Escritura ni a la fe viva de la Iglesia porque enfrentaban los conceptos
de logos y sarx (el ser humano mortal). En este clima de los dos primeros siglos fue fácil que
surgieran ciertas desviaciones o herejías: “Las cristologías heréticas más tempranas, el hebionismo
y el docetismo, surgen precisamente de esta problemática. El hebionismo soluciona el problema
mediante la negación resuelta de la filiación divina. El docetismo elimina la verdadera humanidad
de Jesucristo”6.

En un segundo momento el diálogo con la cultura helenística de la mano de algunos pensadores


como Filón de Alejandría, Justino, Hipólito y Orígenes, entre otros, trata de superar las deficiencias
en la “definición tanto de la humanidad de Cristo como de la ordenación del logos al Padre”7. “La

3
P. Hünermann, Cristología, 164.
4
P. Hünermann, Cristología, 165.
5
Para una síntesis general de los dogmas cristológicos véase, F. Casas, Desarrollo de la doctrina cristológica en la
historia de los dogmas hasta nuestros días, 93-118.
6
P. Hünermann, Cristología, 170.
7
P. Hünermann, Cristología, 170.
formación de esta cristología del logos es un intento de hacer comprensibles las afirmaciones del
Nuevo Testamento en el ámbito helenístico, marcado por la impronta del pensamiento filosófico”8.
Sin embargo, esta cristología afronta dos peligros. De un lado debe avanzar en la comprensión del
sufrimiento de Cristo, de manera que no se pierda su carácter salvífico y divino. De otro, existe el
peligro de que la palabra – el logos – adquiera un carácter puramente derivado y funcional. Estos
peligros se convirtieron en algunas herejías como el modalismo o monarquismo que defiende una
unidad divina manifestada en modos al modo de un rey monarca sin pluralidad de persona y el
adopcionismo que afirmaba que el Padre había adoptado a Jesucristo como Hijo a partir del
bautismo. Según Hünermann la falla en estas doctrinas heréticas radica en que “no se concede al
elemento escatológico de la revelación de Dios en Jesucristo, a su insuperabilidad y su validez
definitiva, la seriedad que merece”9. Por este camino se llega a la herejía del arrianismo que supone
que “Jesús es una criatura, sin duda la más cercana al Padre, más no de naturaleza divina”10.
Así se comprende un poco más por qué el Concilio de Nicea hizo un alto en el camino a estas
teologías del logos que en principio se proponían comprender la humanidad de Jesús y la relación
del logos con el Padre, pero que cayeron con frecuencia en esquemas ya periclitados por la filosofía
neoplatónica o por variantes heréticas. Con todo, las doctrinas de Arrio sirvieron de catalizador
para que los sectores orientales y occidentales de la Iglesia se unieran en el propósito de formular
una doctrina común

6.2 Los avances en la confesión de fe

El Concilio de Nicea (325), convocado por el emperador Constantino, se propuso superar los
peligros de división que surgían debido a las propuestas de Arrio en torno a la profesión de fe.
Eusebio de Cesarea, más conocido por su historia eclesiástica, propuso utilizar una fórmula de fe
de uso corriente en las iglesias siropalestinenses a la que los miembros conciliares añadieron cuatro
elementos que rectificaban la propuesta arriana:
1) De la naturaleza (Οὐσία/ousia) del Padre
2) Dios verdadero de Dios verdadero
3) Engendrado, no creado
4) De la misma naturaleza que el Padre

Respecto a la primera, la formulación de Nicea previene contra cualquier pretensión de hacer del
Hijo una naturaleza, esencia o substancia distinta de la Οὐσία eterna del Padre. La segunda
previene contra cualquier mala interpretación de Jn 17,3. Con la tercera se introduce una diferencia
entre engendrar y creación (κτίσις). A este respecto Hünermann señala que “nos encontramos con
una de las más decisivas transformaciones conceptuales en la historia del concepto de Dios jamás
emprendidas. En el seno de la divinidad hay comunicación, hay participación”11. Con la cuarta
formulación la consubstancialidad (ὁμοούσιος), “dicen en todo momento que el Hijo es de la
esencia del Padre, que ha sido engendrado, siendo, por esta razón, verdaderamente Dios, Dios de
(έκ) Dios”12.

8
P. Hünermann, Cristología, 173.
9
P. Hünermann, Cristología, 176.
10
P. Hünermann, Cristología, 178.
11
P. Hünermann, Cristología, 183.
12
P. Hünermann, Cristología, 183.
De todos modos, las fórmulas, aunque fueron aprobadas mayoritariamente tardaron en hacerse de
uso común y la última de ellas suscitaría algunos conflictos que se solucionarían en los concilios
sucesivos. A este respecto Hünermann señala “el «ὁμοούσιος» de Nicea responde a un interés
soteriológico. Debe proteger el definitivo acto redentor en Jesucristo. Al mismo tiempo constituye
un momento central de la evangelización de la Antigüedad y su cultura”13.

Un sínodo de Paz convocado en Alejandría en el año 362 ayudó a morigerar los ánimos y a
promover la aceptación del credo Niceno que dio un paso ulterior en el Concilio de Constantinopla
(381) en la que “la definición del concepto de Dios como el Dios que esencialmente se comunica
llega a su fin”14. Es el turno para que la consubstancialidad del Espíritu con respecto al Padre y al
Hijo se formule definitivamente en Constantinopla con las palabras “Creemos... en el Espíritu
Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre; que con el Padre y el Hijo recibe una misma
adoración y gloria, que habló por los profetas” (cf. CEC 185-197; Compendio, n. 33-35).

Respecto a la importancia de Nicea para la comprensión de nuestra fe en Jesucristo no se puede en


ningún momento desestimar. Desde el punto de vista bíblico, “Nicea formula por vez primera en
términos conceptuales las afirmaciones neotestamentarias con respecto a la preexistencia de
Jesucristo. Las posteriores formulaciones cristológicas no deben ni pueden ignorar esas primeras
aclaraciones”15. Desde el punto de vista conceptual es necesario que en la teología se observen las
reglas establecidas en Nicea: “la teología medieval compendió esta situación en la norma básica
de que las afirmaciones conceptuales sólo pueden aplicarse a Dios y a los misterios divinos via
affirmationis, negationis et supereminentiae, o lo que es lo mismo, por medio de una afirmación
que está siempre acompañada de una negación, procedimiento por el cual se niegan todas las
restricciones inherentes al concepto, de modo que éste sólo es utilizado de manera
«supereminente»”16.

6.3 Naturaleza del logos

Aunque la formulación de la fe niceno-constantinopolitana había alcanzado una solidez enorme,


sin embargo, subsistían algunos problemas semánticos que continuaron en discusión hasta el
Concilio de Éfeso (431). Una de ellos fue precisamente la manera como debe comprenderse la
unidad del ser humano con el logos, es decir las implicaciones de la confesión que dice que
“Jesucristo es el logos, de la misma esencia que el Padre”. Estas implicaciones serán respondidas
de varias maneras sin que se llegue a una formulación más precisa, por lo menos en el ámbito
semántico.

Las primeras respuestas correspondieron a la cristología del logos-sarx de Atanasio y Apolinar de


Laodicea. El riesgo de esta postura es el apolinarismo que terminaba por negar la naturaleza
humana de Cristo. Posición condenada por Dámaso I que insistía en la integralidad de la salvación
humana. También Teodoro obispo de Mopsuestia insistiría en la unidad, acudiendo a las categorías
de persona e hipóstasis, pero sin que se alcanzara una expresión más precisa. Nestorio continuó

13
P. Hünermann, Cristología, 185.
14
P. Hünermann, Cristología, 187.
15
P. Hünermann, Cristología, 193.
16
P. Hünermann, Cristología, 196.
estas ideas que insistían en la separación o yuxtaposición de las dos naturalezas – la humana y la
divina – que resultaron heréticas y cuyas posturas se extendieron por el oriente persa. Cirilo
contrarrestó esta postura insistiendo en la unidad de naturaleza o hipóstasis, pues para él el logos
de Dios se había hecho verdaderamente humano, aunque mantenía su divinidad17. El otro avance
de esta discusión fue que se entendió mejor en términos cristológicos el título de ‘Theotokos’,
aplicado a María de Nazaret: “el λóγος ha unido un cuerpo y un alma «según ὑπόστασις». En
consecuencia, debe llamarse a María auténtica «alumbradora de Dios»”18.

La oposición entre Cirilo y Nestorio se resolvió a favor de la formulación del primero en el


Concilio de Éfeso (431): “la carta de Cirilo aprobada por el concilio enseña que la unidad de
Jesucristo no reposa ni en una transformación del λόγος ni en una unificación moral o sólo de las
cualidades (πρόσωπον). El λόγος ha unido un cuerpo y un alma «según la ὑπόστασις». En
consecuencia, debe llamarse a María «alumbradora de Dios»”19. Sin embargo, la búsqueda de una
categoría que permitiera distinguir entre los conceptos de esencia (οὐσία) y naturaleza (φύσις)
prosiguió con la progresiva transformación del concepto de πρόσωπον de manera que se respetase
la no confusión de las dos naturalezas y se destacara la plenitud de cada una de ellas.

6.4 La persona de Jesucristo

El Concilio de Calcedonia logró avanzar en el esclarecimiento de las fórmulas en discusión, por


lo que la formulación final se concentra en la cristología y en la aceptación de la expresión de las
dos naturalezas en una sola persona. Al decir de Hünermann, “la fórmula en su conjunto revela
ser, en razón de su severa arquitectura y la precisión de sus conceptos, una obra maestra”20.

Como señala Hünermann, la reflexión prosiguió, en particular en el desarrollo del aparato


conceptual, frente a otras herejías que surgieron en oposición a la doctrina de este concilio: “la
Iglesia sólo descubrió y tomó plena conciencia de la verdadera importancia de la diferenciación
entre naturaleza e hipóstasis, naturaleza y persona, gracias a las posteriores reelaboraciones y
profundizaciones teóricas de la fórmula de Calcedonia”21. El segundo concilio constantinopolitano
(553) se inscribió en esta línea: “el elemento determinante en este punto es el esfuerzo por definir
el concepto de naturaleza y persona y por redefinir el concepto de relación”22. Incluso los ecos de
esta discusión se pueden percibir claramente en la Carta encíclica Sempiternus Rex Christus de
Pío XII (1951) en la que se defiende la fórmula calcedonense.

En los siglos posteriores a Calcedonia maduró el concepto de persona (πρόσωπον) gracias al


influjo de este concilio y a un renacimiento de los estudios clásicos hasta la gran síntesis de Boecio.
Las discusiones allí planteadas están en el fondo de las actuales preocupaciones por la persona y
obra de Jesús como elementos relevantes en una cristología.

17
Cf. P. Hünermann, Cristología, 204.
18
P. Hünermann, Cristología, 206.
19
P. Hünermann, Cristología, 206.
20
P. Hünermann, Cristología, 219.
21
P. Hünermann, Cristología, 219.
22
P. Hünermann, Cristología, 222.
El paso siguiente en el esclarecimiento conceptual y en la formulación de la doctrina cristológica
ocurrió en el sínodo de Letrán (649), presidido por el papa Martín I (DH 510s). Por influencia de
Máximo Confesor y de otros como Sofronio se estableció la doctrina de las dos voluntades: “se
define así por primera vez la unidad hipostática de Jesucristo en su sentido pleno como unidad del
sujeto, por cuanto únicamente allí donde se habla de libertad, voluntad y decisión puede hablarse
también en sentido pleno de subjetividad”23.

Posteriormente el III Concilio de Constantinopla – VI ecuménico – se enfrentó a la herejía


monotelita que suprimía la voluntad humana bajo el supuesto de que si hubiese dos voluntades
estas se opondrían mutuamente (DH 556). La reivindicación de las dos voluntades y del
sometimiento en libertad, sin oposición de una a la otra y de esta a la del Padre hace realidad las
palabras de Jn 6, 38: “porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del
que me ha enviado”. Con lo que se destaca el concepto de autodeterminación, propuesto por
Máximo, que manifiesta la voluntad esencial que constituye la integridad del ser humano 24. Al
respecto Hünermann señala: “debe tenerse presente que es ahora, en las postrimerías de la
Antigüedad, y por vez primera en la evolución de los conceptos de la cristología, cuando cobra
toda su importancia la interioridad humana de Jesucristo, su obediencia, su entrega al Padre y a los
hombres”25.

Aunque el riesgo de supresión de una de las dos voluntades queda perfectamente superado en la
definición del tercer concilio constantinopolitano y, no obstante, al decir de Hünermann, la
teología de Máximo el Confesor exalte que “la libertad humana es en Cristo plena en todo
momento”, se hizo necesario explicar cómo se interrelacionaban estas voluntades.

Aunque la idea de una mutua interrelación, interpenetración o compenetración había sido utilizada
en el estoicismo y el neoplatonismo para explicar la relación entre el alma y el cuerpo, a partir de
Gregorio de Nisa y luego con Máximo el Confesor y Juan Damasceno se comenzó a utilizar en
cristología. Estos tres teólogos tomaron la categoría perijóresis (περιχώρησις), aplicada
usualmente a la comprensión del misterio trinitario, para – según Hünermann – “entender la
experiencia humana de Jesús y los acontecimientos de la Pascua como un proceso de revelación,
así como vincular con ella las declaraciones cristológicas conciliares”26.

Esta categoría, tanto en su forma verbal como sustantivada, fue aplicada a la doctrina de la doble
naturaleza divina y humana para señalar que están unidas sin mezcla ni separación. Con ello se
quiso destacar que, en la unión sin mezcla de la hipóstasis, cada naturaleza, sin perder su esencia,
se une recíprocamente a la otra. En razón de esto, la obra salvífica de Jesucristo es simultáneamente
lugar de la revelación divina y manifestación de la plenitud humana: “la obra divina sale a la luz
en toda su divinidad, su amor, y poder precisamente en el ser humano, mientras el ministerio
humano se despliega en toda su autonomía y dignidad inalienables precisamente en el λόγος”27.

23
P. Hünermann, Cristología, 228.
24
Cf. P. Hünermann, Cristología, 231.
25
P. Hünermann, Cristología, 232
26
P. Hünermann, Cristología, 233.
27
P. Hünermann, Cristología, 235.
Juan Damasceno avanza sobre el aporte de Máximo al subrayar que la naturaleza divina constituye
el principio o fundamento del que parte esta interpenetración. La unión hipostática se entiende, así
como un acontecimiento fundante que comprende un movimiento descendente de revelación
divina y un movimiento ascendente de plenitud humana, propuesta o iniciativa divina y respuesta
o aceptación humana. Al primero lo denomina théosis (Θέωσις) y lógosis (λόγωσις). Al segundo,
que es el movimiento correspondiente inverso que arranca del ser humano y tiene su destino en
Dios lo denomina kénosis o vaciamiento (κένωσις) y encarnación (σάρκωσις). El resultado de este
doble movimiento es unión (ἓνωσις), comunión (κοινωνία) y unción (χῖρσις). “La doctrina de la
perijóresis preserva en sí la separación y la no confusión estrictas de la naturaleza de Cristo”28.

Estos planteamientos ayudan a comprender un antes y un después en la dinámica de la revelación,


pero requieren de un mayor desarrollo para conciliarlos con la pascua de Jesús, tal como la presenta
el Nuevo Testamento. Por ello, Hünermann se pregunta “cómo conciliar las declaraciones sobre
la homoousía de Jesús con el Padre y con nosotros con los acontecimientos de su vida, su muerte
y su resurrección como autorrealización y acontecimientos históricos a través de los cuales va a la
vez constituyéndose su relación con el Padre”29. La cristología afrontará en los siglos siguientes
estos interrogantes, aunque las respuestas más ingeniosas aparecieron en el siglo pasado a
propósito de la problemática en torno a la hipótesis del ‘Jesús Histórico’.

28
P. Hünermann, Cristología, 239.
29
P. Hünermann, Cristología, 238.
GUÍA 7
CREO EN JESUCRISTO

.1 La fe en Jesucristo

El núcleo del cristianismo se condensa en aquello que profesamos en el segundo artículo del credo:
nuestra fe en Jesucristo. Ante todo por todas las enseñanzas neotestamentarias y, luego, por el
laborioso proceso de elaboración durante siete siglos30, a través del cual la Iglesia ha llegado a una
comprensión más honda del misterio salvífico de Dios en Cristo y lo ha condensado en una
formulación que se ancla en la más honda y viva experiencia de fe, finalmente por el magisterio
de la iglesia que continúa su labor de avivar la luz de la fe: “la tradición de la Iglesia ha indicado
con esta expresión el gran don traído por Jesucristo […] Quien cree ve; ve con una luz que ilumina
todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana
que no conoce ocaso” (LF 1).

En todo caso, cada nueva generación de creyentes está llamada a avivar esa antorcha de la fe en
Jesús de Nazaret. Como nos enseña San Pablo (Ef 1,13), la comunidad está llamada a escuchar el
evangelio de la salvación, a creer en ese mensaje y a recibir el sello del espíritu que la cualifica
para pasar la antorcha de la fe (LF 1) a una nueva generación. “la fe, la confianza y el amor son, a
fin de cuentas, un misma cosa, y todos los contenidos alrededor de los que gira la fe, no son sino
concretizaciones del cambio radical, del ‘yo creo en ti’, del descubrimiento de Dios en el rostro de
Jesús de Nazaret”31.

La articulación de la fe en torno al artículo central del credo destaca lo particular de la existencia


cristiana. En efecto, “toda la predicación de lo que Dios es para nosotros puede dividirse en un
esquema trimembre de una Trinidad vista por de pronto dentro de la economía de la salvación (Mt
28, 19), en que la c. está ordenada, de manera peculiar, a la confesión del Dios vivo del mundo y
de la historia y, sin embargo, como centro de la profesión de fe, a su vez contiene en sí el todo de
la misma”32. Como señala Ratzinger “en el segundo artículo del Credo, cosa inaudita, se vincula
el Logos con la sarx, la inteligencia con un individuo de la historia. La inteligencia que sostiene a
todo ser se ha hecho carne, es decir, ha entrado en la historia y en ella se ha hecho individuo”33.

El Catecismo nos recuerda que para comprender adecuadamente este segundo artículo de la
confesión de fe debemos considerar que Jesucristo mismo es la buena noticia que nosotros
comunicamos como seguidores suyos y que todo nuestro anuncio conduce nuestra fe hacia Él,
quien constituye el centro de nuestra catequesis o crecimiento progresivo en la fe (cf. CEC 422-
429). Esa comunicación de la fe, sin embargo, no es un simple conocimiento intelectual, sino que
debe ser un conocimiento amoroso de la persona de Jesús “de donde brota el deseo de anunciarlo,
de ‘evangelizar’, y de llevar a otros al ‘sí’ de la fe en Jesucristo” (CEC 429). Por ello se nos invita
a meditar sobre este artículo prestando atención a los nombres que damos a Jesús y sobre los
misterios de su vida: encarnación, Pascua y glorificación.

30
Cf. Müller, Dogmática, 324-55.
31
J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 71.
32
A. Grillmeier, Cristología,
33
J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 165.
.2 El nombre de la salvación

En este punto es importante comprender que, de acuerdo a la Escritura, Jesús es el Hijo enviado
por el Padre (Ga 4,4-5) a su pueblo, en cumplimiento de sus promesas (Lc 1,55.68). De ahí que la
primera meditación del segundo artículo del credo se dirija “al nombre que está sobre todo
nombre” (Flp 2,9) y en cuyo nombre recibimos la salvación (Hch 4,12)34. El nombre Jesús, de
hecho, significa ‘salvador’ y así lo indica el evangelista Mateo: “le pondrás por nombre Jesús
porque el salvará a su pueblo” (Mt 1,21 cf. Lc 1,31).

El nombre de Jesús aparece indisolublemente unido a otras denominaciones o títulos que nos
ayudan a comprender la manera en que lo presentan las fuentes neotestamentarias y la manera
como nosotros lo comprendemos hoy. El primero de ellos que ya se explicó un poco en la primera
unidad es el nombre ‘Cristo’: Jesús es el Cristo (cf. Mc 1,1). “Cristo es el título que se ha convertido
en un trozo del nombre singular con el que designamos a un individuo de Nazaret. En la unión del
hombre con el título y del título con el nombre se refleja algo muy distinto de esos innumerables
olvidos de la historia; ahí aparece el núcleo de la comprensión de la figura de Jesús de Nazaret,
realizada por la fe”35. Es decir, “la fe cristológica afirma decididamente la experiencia de la
identidad entre la existencia y la misión en la unión inseparable de las palabras de Jesús y Cristo”36.

En el credo de los apóstoles, a continuación de la denominación ‘Jesucristo’ se añade “su único


Hijo” que en el credo nicenoconstantinopolitano aparece como ‘el unigénito hijo de Dios (τὸν υἱὸν
τοῦ Θεοῦ τὸν Μονογενῆ). En esta expresión confluyen u conjunto de denominaciones que tiene
en común la expresión «Hijo», entre ellas ‘Hijo de Dios’, ‘Hijo amado’ o simplemente ‘Hijo’,
como ya se ha visto en la primera unidad. Esta expresión, aunque tenga un trasfondo
veterotestamentario (cf. Mt 27,54; Mc 15,39) e, incluso, interreligioso, tiene en los evangelios un
sentido específico: con él se indica que Jesús es realmente Hijo de Dios y que entre el Padre y el
Hijo hay una relación filial. La expresión ‘único’ (μονογενὴς) que aparece en el credo aclara muy
bien ese significado y hace parte del lenguaje joánico (Jn 1,14.18; 3,16.18; 1Jn 4,9). Sin embargo,
el significado de esta expresión pasa en Jesús por la entrega constante de su vida durante su
ministerio y por la cruz al final de ella: “es solamente en el misterio pascual donde el creyente
puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios»”37.

Como bien señala Ratzinger, cuando la comunidad creyente aplica el título de Hijo de Dios a Jesús
lo hace en virtud de su muerte redentora y su resurrección esperanzadora: “al fracasado, al que
colgado de la cruz le falta un pedazo de tierra donde apoyarse, al despojado de sus vestidos, al que
parece abandonado incluso por Dios, se dirige el oráculo del salmo (2,7): «Tú eres mi hijo. Yo te
he engendrado hoy» (en este lugar)”38. Así se puede inferir del lenguaje parenético con el que se
proclama el señorío de Jesús en la resurrección (Jn 1,14; Rm 1,4; cf. Hch 13,33): “Después de su
Resurrección, su filiación divina aparece en el poder de su humanidad glorificada”39. En otras

34
Cf. CEC 430-455.
35
J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 173.
36
J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 174.
37
CEC 444.
38
J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 185.
39
CEC 445.
palabras, de acuerdo con Ratzinger, estas expresiones filiales “el testimonio de Juan que a su vez
es prolongación del diálogo de Jesús con su Padre y del ser de Jesús para todos los hombres hasta
su muerte voluntaria en la cruz”40.

Por último, tenemos el título ‘nuestro Señor’ (τòν κύριον ἡμῶν) – un solo Señor’ (ἕνα Κύριον) en
la versión nicena – que no es menos importante que los anteriores, pero supone un paso adelante
en la maduración de la fe. En efecto, “atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras
confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (cf. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor
y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13)”41.

.3 Los misterios de Cristo

El siguiente artículo del credo “fue concebido por obra y gracia del Espíritu santo y nació de Santa
María Virgen”, destaca precisamente esa comprensión actual del misterio de la encarnación tal
como fue elaborada durante varios siglos y que se condensó en los credos: “la encarnación es,
pues, el misterio de la admirable unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la
única Persona del Verbo”42.

Estos artículos se comprenden como misterios, es decir, como realidades totales que nos exceden
y a las cuales accedemos, por gracia del mismo Dios, mediante un proceso de iniciación. La acción
del Espíritu y la participación de María acentúan precisamente el carácter de la filiación divina de
Jesús. Como señala Ratzinger, “esta filiación no significa que Jesús es mitad Dios mitad hombre,
sino que para la fe siempre fue completamente Dios y completamente hombre. Su divinidad no
implica disminución de su humanidad”43. La economía sacramental realiza esta iniciación en la
que destacan el bautismo y la eucaristía como memoria efectiva del ministerio de Jesús y del
alcance salvífico de su muerte en la cruz.

Todo el ministerio de Jesús, desde su bautizo en el Jordán hasta la muerte en la cruz, expresan
cabalmente su ser Hijo enviado por el Padre: “su humanidad aparece así como el "sacramento", es
decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de
visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión
redentora”44. De modo que “Jesús asume en sí la humanidad entera, toda la historia de la
humanidad, y le da un nuevo rumbo, decisivo, hacia un nuevo modo de ser persona humana”45.

El siguiente artículo sobre la crucifixión de Jesús junto con la resurrección constituye el núcleo de
las primeras fórmulas de fe. Cuando se dice que «Jesucristo padeció bajo Poncio Pilato, fue
crucificado, muerto y sepultado» se toca el acontecimiento salvífico de mayor resonancia en la
historia de salvación (1 Jn 4,10). Los cuatro evangelios están articulados en un esquema de dos
partes en el que la parte principal la ocupa la pasión, crucifixión y resurrección. Toda la teología

40
J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 191.
41
CEC 449.
42
CEC 483.
43
J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, 230.
44
CEC 515.
45
J. Ratzinger, Jesús de Nazaret III, 9.
paulina gira en torno a la exaltación del crucificado (1 Co 1,21-31; 15,3; 2Co 5,19; Flp 2,6-11). La
sepultura, expresa esa muerte real (Hb 2,14) que precede al triunfo sobre el último límite de la
vida: “Cristo, «el primogénito de entre los muertos» (Col 1, 18), es el principio de nuestra propia
resurrección, ya desde ahora por la justificación de nuestra alma (cf. Rm 6, 4), más tarde por la
vivificación de nuestro cuerpo (cf. Rm 8, 11)”46. Ya exaltado en la gloria, Jesucristo es el juez
definitivo: “el Padre también ha entregado "todo juicio al Hijo" (Jn 5, 22; cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31;
Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn
3,17) y para dar la vida que hay en él (cf. Jn 5, 26)”.

46
CEC 658.
GUÍA 8
LA REVELACIÓN EN JESÚS
.1 De camino al aula

Hünermann ve en la crítica a la metafísica, realizada por algunos pensadores contemporáneos


(Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein), el origen de la crisis de los esquemas de pensamiento que
en otro tiempo sirvieron para la reflexión teológica: “el acontecimiento Cristo constituye en el
pensamiento medieval y moderno la columna vertebral de un sistema universal de carácter
ontoteológico. Dichos sistemas entran en crisis como consecuencia de una crítica constante a la
metafísica”47. Sin embargo, aunque ya no se acepte un sistema único y universal de conceptos, se
hace necesario seguir dando razón de la fe a través del diálogo, la comprensión y el consenso. Por
ello se recurre a filosofías que como las de Levinas, Ricoeur y Gadamer que recuperan el valor de
la comunicación para la razón humana: “encuentro, diálogo, comprensión, consenso, relación y
responsabilidad con respecto a la verdad, siguen siendo posibles a pesar del desmoronamiento de
los sistemas universalistas”48.

Con ello se recuperan algunos elementos importantes para comprender la cristología


contemporánea: de un lado, el valor del acontecimiento histórico de Jesús para la historia presente
del cristianismo; de otro lado, el carácter escatológico de ministerio y de la pascua de Jesús que
orienta la historia humana hacia un final. En efecto, todo el siglo pasado se supuso que para captar
el significado del acontecimiento de Jesús el punto de partida era hallar su historicidad. Al realizar
este trabajo la investigación redescubrió que las fuentes neotestamentarias estaban completamente
imbuidas en una expectación escatológica que, al final, resulto ser relevante para la cristología
actual en cuanto la expectativa mesiánica y la certeza del fin hacen parte del horizonte de nuestra
comprensión histórica49. En cualquier caso, una cristología es posible si cualquier planteamiento
actual es capaz de entrar en diálogo con las fuentes históricas (canónicas y extracanónicas), con
las elaboraciones teológicas transmitidas por la tradición, con las orientaciones del magisterio y,
por supuesto, con la fe del creyente. Con ello no se dice que el diálogo sea simple o rápido.

Por ende, las cristologías actuales, es decir aquellas que tienden un puente entre el legado del siglo
XX y las urgencias del siglo XXI, han acentuado según Hünermann dos presupuestos: uno,
entender “el Jesús histórico y el acontecimiento histórico Cristo en su trascendencia universal”; el
otro, descubrir la esencia de Dios y del ser humano “en el acontecimiento Cristo y en nuestro
encuentro con él”50. Con ello se redescubre que las cristologías, tanto las de los evangelios como
las contemporáneas se expresan fundamentalmente como narraciones del acontecimiento salvífico
en Cristo.

En este sentido, el Concilio Vaticano II, adelantándose a su tiempo, se ha orientado a una


formulación cristológica que hace honor a las fuentes bíblicas y que, al mismo tiempo habla de

47
P. Hünermann, Cristología, 415-16.
48
P. Hünermann, Cristología, 423.
49
Cf. P. Hünermann, Cristología, 423.
50
P. Hünermann, Cristología, 428.
manera inteligible al creyente actual51. Para Hünermann, “la cristología del Vaticano II, que se
centra en la pericóresis de las obras de Cristo y de la comunidad de los fieles, constituye el preludio
de esa nueva modalidad de existencia creyente y libre dentro de la Iglesia”52.

.2 Narrar la salvación

Bajo la denominación de ‘pastoral’ que suele darse al Concilio Vaticano II se esconde un genuino
interés en destacar el significado salvífico del acontecimiento de Cristo53. Hünermann sostiene
que, aunque faltan las implicaciones teóricas del enfoque narratológico, “las declaraciones
cristológicas del Vaticano II narran el acontecimiento Cristo según las tres dimensiones del
tiempo”54. Este enfoque narrativo del Vaticano II que concuerda con la mayor parte de las
cristologías actuales, acentúa el carácter histórico y lo caracteriza abierta y explícitamente como
salvífico55.

Una presentación concentrada progresivamente en el Padre, el Hijo y el Espíritu, en la que se


recuerdan los antecedentes de una historia de la salvación, el acontecimiento de Jesucristo y la
acción carismática se puede detectar en la mayor parte de los documentos. Por ejemplo, se destaca
el aspecto de la continuidad entre las acciones de Jesús y las mediaciones actuales de su obra
salvadora:
Cristo Señor, Hijo de Dios vivo, que vino a salvar del pecado a su pueblo y a santificar a
toda la humanidad, como Él fue enviado por el Padre, así también envió a sus Apóstoles, a
quienes santificó, comunicándoles el Espíritu Santo, para que también ellos glorificaran al
Padre sobre la tierra y salvaran a los hombres "para la edificación del Cuerpo de Cristo"
(Ef 4,12), que es la Iglesia (CD 1).

La narración del acontecimiento salvífico permite que un acontecimiento histórico se actualice por
medio de su representación simbólica, de su memoria viva, de su vivencia ritual, de la praxis
evangélica correspondiente. Y no quede de ninguna manera anclado en el pasado y que su eficacia
sea meramente institucional. Por ejemplo, en la Lumen Gentium se recuerda que el acontecimiento
salvífico en su triple dimensión se actualiza en el sacramento de la eucaristía:
La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de
la cruz, por medio del cual «Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1 Co 5,7).
Y, al mismo tiempo, la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está

51
A. Giraldo, Cristología en el Vaticano II, 136: “No es una cristología especulativa y fría, es una proclamación
cristológica y soteriológica inspirada en la fe en el Señor Jesucristo, en un profundo amor a la Iglesia y en un
sincero interés por salir al encuentro del hombre de hoy con el Evangelio”
52
P. Hünermann, Cristología, 488.
53
PABLO VI, Audiencia General 23 nov. 1.966, Ecclesia, 1.319 (3 dic. 1.966) p. 2599 : “Es verdad que el Concilio no
ha tratado expresamente dogmas relativos a Cristo, como los célebres concilios de los primeros siglos: Nicea,
Efeso, Calcedonia; ha tratado más bien como tema central la Iglesia; pero precisamente por tratar de comprender
y de ver a la Iglesia en su corazón, en su interior, históricos y jurídicos, el Concilio se ha visto felizmente obligado a
referirlo todo a Cristo, no solamente como a Fundador sino también como a Cabeza, fuente, operador, animador,
median te el Espíritu Santo, de su Cuerpo Místico que es la Iglesia”. Cf. A. Giraldo, Cristología en el Vaticano II, 120-
21.
54
P. Hünermann, Cristología, 428.
55
Cf. S. Gil Canto, Cristo en el Concilio Vaticano II.
representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico (cf. 1 Co 10,17). Todos los
seres humanos están llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos,
por quien vivimos y hacia quien caminamos (LG 2).

La narración permite igualmente conservar la conexión originaria entre los símbolos y las
realidades que representa, entre el relato y el significado de los acontecimientos, entre las palabras
y las acciones56. Por ello se resalta igualmente la profunda conexión que hay entre las acciones
(gesta) y los discursos, relatos y expresiones verbales que la acompañan: “este plan de la revelación
se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí (gestis verbisque intrinsece inter
se connexis)” (DV 2). Como señala Hünermann “la narración es la forma lingüística adecuada al
acontecimiento histórico. Si se quieren describir hechos, la única forma es narrarlos”57.

.3 El Cristo revelador
En el conjunto de los documentos del Vaticano II se destaca de modo singular la presentación que
en la Verbum Domini se hace del misterio de Cristo como revelador del Padre58. Al respecto Müller
nos recuerda que “la constitución sobre la divina revelación enuncia programáticamente, ya en su
mismo encabezamiento, que Cristo es «la Palabra de Dios» (Dei Verbum), expone una concepción
de la revelación encuadrada en la teoría de la comunicación personal y subraya la significación
central del sentido cristológico esencial de toda interpretación de la Escritura”.
La Dei verbum enfatiza que Dios se revela a sí mismo mediante Jesús Palabra de Dios hecha carne
(per Christum, Verbum carnem factum) y luego señala las vías que Jesús abre para acceder al
Padre: el Espíritu (Ef 2,18) y la participación en la naturaleza divina (2 P 1,4). De ahí se deriva el
programa por el que Dios nos hace sus amigos, habita con nosotros, conversa con nosotros y nos
recibe en su compañía.
En este plan salvífico se revela (revelationis oeconomia) una relación intrínseca entre revelación,
salvación y Jesucristo: “la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos
manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud (mediator simul et
plenitudo) de toda la revelación” (DV 2).
El acontecimiento de Jesucristo es al mismo tiempo revelación y salvación, pues en él Dios viene
a nuestro encuentro y nos habla como amigos en una comunicación personal (cf. Jn 15,15), con lo
que se privilegia la vía comunicativa de la conversación (cum eis conversatur) y la del
acompañamiento (ut eos ad societatem Secum invitet). Con ello el énfasis de la eficacia se desplaza
de la mera idea del ser de Dios a la visión de su acción salvífica en la historia mediante Jesucristo.
Luego, la Dei Verbum resalta el aspecto narrativo de la revelación y la caracteriza como un
encuentro transformador. En palabras de Hünermann, ese encuentro con Jesucristo “nos adentra
en un vastísimo horizonte de verdad y sentido”59. En efecto, Dios mismo sale a nuestro encuentro

56
En una relectura del Vat. II desde Latinoamérica K. S. Vidal, El “Jesús histórico” como concepto cristológico
latinoamericano de recepción del Concilio Vaticano II, 204: “Otro aspecto de gran influencia para la recepción del
Concilio en el pensamiento teológico y cristológico de América Latina consiste en que tanto la revelación como la
salvación acontecen dentro de la historia. Dicha comprensión antropológico-teológica posibilitó reconocer la
dimensión histórica de Jesús de Nazaret como elemento central desde el cual podía desplegarse el pensamiento
teológico y cristológico”.
57
P. Hünermann, Cristología, 429.
58
Cf. A. Blanco, la cristología en la constitución «Dei Verbum»,
59
P. Hünermann, Cristología, 430.
en Jesucristo (DV 2), en el centro de una historia de salvación en la que patriarcas, profetas, reyes
y sabios perfilan en sus inicios ese plan salvífico (DV3), realizado plenamente en Jesucristo en ‘la
plenitud de los tiempos’ y actuante de manera perenne en la Iglesia, integrada por sus llamados y
seguidores (DV 4). Así el acontecimiento pascual en su realidad y actualidad histórica se convierta
en el eje de la revelación.
La Escritura misma en cuanto testimonio de la revelación salvífica tiene como eje de su
interpretación al mismo Señor Jesús (DV 4). Por ello, la interpretación de la Escritura busca que
el intérprete entre en comunión espiritual con los hagiógrafos y, al mismo tiempo, discierna la
voluntad de Dios allí revelada para la circunstancia, situación y cultura de la comunidad de
discípulos que lee esa escritura a la luz del acontecimiento salvífico de Jesucristo (DV 12)60.
Igualmente, la tradición guiada por el Espíritu tiene a Jesucristo, Palabra de Dios, como su centro:
“el Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva en la Iglesia, y por ella en el mundo,
va induciendo a los creyentes en la verdad entera, y hace que la palabra de Cristo habite en ellos
abundantemente (cf. Col 3,16)” (DV 8).
Esta misma interpretación axial se convierte en parte esencial del lugar central que ocupa Jesucristo
en la misión de la iglesia: “Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre
su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que
no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse.
Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y
Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas
permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre.
Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, el Concilio habla
a todos para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que
respondan a los principales problemas de nuestra época.” (GS 10,2).

60
Respecto a la unidad en Jesucristo como elemento esencial de la interpretación bíblica ver J. Ratzinger, Jesús de
Nazaret I, : “leer los diversos textos bíblicos en el conjunto de la única Escritura, haciéndolos ver así bajo una nueva
luz. La Constitución sobre la divina revelación del Concilio Vaticano II había destacado claramente este aspecto
como un principio fundamental de la exégesis teológica: quien quiera entender la Escritura en el espíritu en que ha
sido escrita debe considerar el contenido y la unidad de toda ella. El Concilio añade que se han de tener muy en
cuenta también la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe, las correlaciones internas de la fe”.
GUÍA 9
LA CONCIENCIA EXISTENCIAL Y SOTERIOLÓGICA

9.1 Cristología trinitaria, histórica y pascual

La teología postconciliar – y en especial la cristología – ha hecho un fuerte énfasis en recuperar el


testimonio de la Escritura, en especial el de los evangelios y el del epistolario paulino para la
Cristología. La recuperación del testimonio bíblico evidencia inmediatamente la relevancia
salvífica del mensaje de Jesucristo y el potencial de este mensaje para la inteligencia de la fe.
Comprender a mayor profundidad la praxis de Jesús repercute inevitablemente en la teología y la
praxis de sus seguidores, es decir, de la iglesia actual.

A este respecto, B. Forte al hacer un balance de las elaboraciones cristológicas de las últimas
décadas detecta tres elementos comunes: “se trata de una cristología (a) más propiamente trinitaria,
(b) más marcadamente histórica y (c) decididamente pascual, proyectada en confesar la
singularidad del Crucificado-resucitado para la salvación del mundo”61.

De hecho, en las últimas tres décadas del siglo XX se elaboraron más documentos y se produjeron
más libros de cristología que en los decenios precedentes. Entre los documentos se pueden destacar
tres que elaboró la Comisión Teológica Internacional62 y uno que elaboro la Pontificia Comisión
Bíblica63.

En estos documentos la cristología aparece articulada a la teología trinitaria y relacionada con la


teología fundamental a través de las implicaciones de los conceptos de revelación y salvación.
Igualmente se presta atención a la historicidad de la figura de Cristo relacionándola claramente
con el misterio de la encarnación y el misterio pascual. Asimismo, se presta gran atención al
enfoque kerigmático o evangelizador que implica la fe en Jesucristo. De hecho, este último aspecto
será desarrollado por la teología bíblica y sistemática a partir de la praxis de Jesús, recuperando
así el relato de su ministerio que ocupa la mayor parte de los evangelios. A continuación,
ofrecemos unas sencillas sugerencias para el estudio de los dos últimos documentos.

9.2 Quién dice la gente que soy yo…

La Pontificia Comisión Bíblica abordó en 1985 en el documento “Biblia y cristología” algunas de


las inquietudes planteadas en el ámbito cultural de ese momento sobre la persona y la misión de
Jesucristo. Para ello se valió de los instrumentos de la interpretación bíblica que brindan sólidas
enseñanzas sobre la revelación en Jesucristo (cf. Lc 1,1-4). Su propuesta traza un amplio arco de
las principales inquietudes de la investigación histórica, teológica y exegética y de las
correspondientes respuestas que se pueden dar a estas inquietudes a partir de los textos
neotestamentarios.

61
B. Forte, La cristología hoy, 341:
62
Algunas cuestiones referentes la cristología (1979); Teología, cristología, antropología (1981); La conciencia que
Jesús tenía de sí mismo y de su misión (1985).
63
Biblia y cristología (1985).
El documento reconoce el valor de todos los enfoques que abordan la cristología, en especial
aquellos que parten de preocupaciones históricas y aquellos que buscan una articulación
sistemática bien sea a partir de la Escritura, de la tradición o de esquemas filosóficos o de
antropología cultural. Sin embargo, se advierte que los primeros enfoques se pueden quedar
atrapados en consideraciones historiográficas o peor en el escepticismo debido al carácter y a la
escasez de documentos históricos de esta época. Algo similar ocurre con los enfoques sistemáticos
que no reconocen que la Escritura puede hablarles a las personas de nuestra época, con las debidas
salvaguardas históricas, culturales, lingüísticas y teológicas. Por ello propone recurrir al principio
de unidad y totalidad expresado en la canonicidad de la Escritura como regla que explicita la
comunión de fe64 y en el reconocimiento del potencial teológico de la figura de la promesa y del
cumplimiento para comprender la interacción en la dinámica revelación y salvación: “El recurso a
la Biblia en cristología está sometido a este principio de totalidad que no habían olvidado los
Padres ni los teólogos medioevales, cuando recurrían a los métodos ofrecidos por su cultura para
leer e interpretar los textos bíblicos. Nuestra cultura nos ofrece otros medios, pero la orientación
con que hace falta practicarlos permanece la misma”65.

Por ello el documento hace una densa presentación de la relectura cristiana del Antiguo Testamento
para destacar el esquema promesa cumplimiento que queda plasmado en las esperanzas mesiánicas
de Israel66. A continuación presenta la realización de estas promesas de salvación en la acción de
Jesucristo, continuada luego por obra del Espíritu en la Iglesia67.

El documento concluye de manera significativa proponiendo algunos criterios para cualquier


cristología. Ante todo, considerar que la fe en Jesucristo es una experiencia viva y vivificante en
el seno de la Iglesia que no ha cesado desde el primer llamado a sus discípulos: “Cristo permanece
con los suyos hasta el fin del mundo (Mt 28,20). La Iglesia, cuya vida toda proviene de Cristo
Señor, tiene por misión escrutar su misterio y hacérselo conocer a los hombres”68. En
consecuencia, la Iglesia debe por una parte reconocer la auténtica presencia y acción de Cristo y,
por otra, discernir la acción del Espíritu con la ayuda de los signos de los tiempos para proponer
estilos de vida coherentes, según los tiempos, con la auténtica fe en Jesucristo.

Finalmente, se debe presentar integralmente la figura de Jesucristo que, por una parte, actúa
mediante la eficacia sacramental y la predicación apostólica: “Jesús ha venido para anunciar la
Buena Nueva a los pobres, a libertar a los cautivos, liberar a los oprimidos (Lc 4, 18-21). Sus
discípulos se empeñan por continuar esta obra de liberación”69. Por otra parte, esta acción salvífica
no se realiza sin oposición y sufrimiento ante el misterio del mal, aunque se tenga la certeza del
triunfo definitivo en Cristo.

9.3 El testimonio de la Escritura

64
PCB, Biblia y cristología, 260 (1.3.1).
65
PCB, Biblia y cristología, 260 (1.3.2).
66
Cf. PCB, Biblia y cristología, 261 (2.1).
67
Cf. PCB, Biblia y cristología, 267 (2.2).
68
PCB, Biblia y cristología, 274 (2.3.1a).
69
PCB, Biblia y cristología, 276 (2.2.3.2a).
El documento “La conciencia que Jesús tenía de sí mismo y de su misión” publicado en 1985 por
la Comisión teológica internacional afronta precisamente el desafío de mostrar que toda la
enseñanza, la acción y la vida de Jesús inspiran y configuran toda la vida d la Iglesia y estructuran
su manera de relacionarse con las realidades que desafían la fe. Siguiendo los principios de
interpretación bíblica planteados en DV 12, la comisión elabora cuatro proposiciones que
referiremos brevemente y que parten del análisis de la tradición apostólica, especialmente en la
obra paulina; luego lo especifican aún más en los evangelios sinópticos y, al final, muestran su
expresión en Juan, teniendo en cuenta las singularidades de este evangelio.

La primera proposición establece una interesante relación entre la conciencia filial de Jesús y la
autoridad – entendida como poder y capacidad – que le daba esta para la realización de su misión
salvífica. La proposición recalca que “la vida de Jesús testifica la conciencia de su relación filial
al Padre. Su comportamiento y sus palabras, que son las del «servidor» perfecto, implican una
autoridad que supera la de los antiguos profetas y que corresponde sólo a Dios. Jesús tomaba esta
autoridad incomparable de su relación singular a Dios, a quien él llama «mi Padre». Tenía
conciencia de ser el Hijo único de Dios y, en este sentido, de ser, él mismo, Dios”70.

La segunda proposición pone en perspectiva ciertas investigaciones historiográficas que


relativizan los datos bíblicos e insisten en una visión demasiado estrecha de la conciencia que Jesús
tenía de su misión. A Jesús de Nazaret son atribuibles, según las fuentes bíblicas, una plena
conciencia del alcance de su misión y del peligro de muerte que esta misión implicaba y que él
asumió con plena conciencia y libertad. Por ello, la proposición insiste en que “Jesús conocía el
fin de su misión: anunciar el Reino de Dios y hacerlo presente en su persona, sus actos y sus
palabras, para que el mundo sea reconciliado con Dios y renovado. Ha aceptado libremente la
voluntad del Padre: dar su vida para la salvación de todos los hombres; se sabía enviado por el
Padre para servir y para dar su vida «por la muchedumbre» (Mc 14, 24)”71.

La tercera proposición afronta ciertas interpretaciones que desvinculan el ‘seguimiento de Cristo’


del origen y continuidad de la Iglesia. En este sentido, el testimonio bíblico, en especial el de los
evangelios, es contundente al mostrar que en la acción de Jesús hay una intención de congregar un
grupo de seguidores que él libremente elige y llama y que tienen la tarea de continuar su misión
más allá de los límites de su existencia terrenal. Por ello se afirma que “para realizar su misión
salvífica, Jesús ha querido reunir a los hombres en orden al Reino y convocarlos en torno a sí. En
orden a este designio, Jesús ha realizado actos concretos, cuya única interpretación posible,
tomados en su conjunto, es la preparación de la Iglesia que será definitivamente constituida en los
acontecimientos de Pascua y Pentecostés. Es, por tanto, necesario decir que Jesús ha querido
fundar la Iglesia”72.

La cuarta y última proposición plantea el alcance, a la vez, particular y universal de la acción


salvífica de Jesucristo. El Hijo, en cuanto enviado del Padre, revela en la totalidad de su existencia
la voluntad salvífica de quien lo ha enviado. Jesucristo es plenamente consciente del significado y
alcance de su envío, aunque su ministerio se circunscriba al territorio de Judea y sus alrededores.

70
CTI, La conciencia que Jesús tenía, 1.1.
71
CTI, La conciencia que Jesús tenía, 2.2.
72
CTI, La conciencia que Jesús tenía, 3.1.
Las acciones que realiza en medio de su pueblo, así como las que realiza en favor de personas de
otras nacionalidades revelan el amor misericordioso de Dios. Esta misión es asumida por sus
discípulos durante la existencia terrena de Jesucristo y continuada después con el mismo sentido
salvífico universal hacia los más pobres, excluidos y alejados. Por ello se insiste en que “la
conciencia que tiene Cristo de ser enviado por el Padre para la salvación del mundo y para la
convocación de todos los hombres en el pueblo de Dios implica, misteriosamente, el amor de todos
los hombres, de manera que todos podemos decir que «el Hijo de Dios me ha amado y se ha
entregado por mí» (Gál 2, 20)”73.

En su conjunto estas proposiciones destacan el significado salvífico de la acción reveladora de


Jesucristo tal como lo revela el Nuevo Testamento. Cada gesto, cada palabra, cada acontecimiento
narrado en los evangelios o reflexionado en el epistolario paulino remite sin titubeos a una acción
transformadora que actúa ante la necesidad humana, pero que conlleva a su vez una transformación
espiritual, un cambio de mentalidad, una conversión o metanoia en el lenguaje bíblico. Al mismo
tiempo la praxis de Jesús remite a la voluntad, al amor y al envío de un Padre que ve realizado su
designio salvífico en el camino de su “Hijo amado”.

73
CTI, La conciencia que Jesús tenía, 4.1.
GUÍA 10
REDENTOR DE LA HUMANIDAD

.1 La alegría de Cristo

A partir del Concilio Vaticano II el magisterio pontificio nos ha ayudado a profundizar en el


misterio de Cristo, sobre todo en dimensiones que antes pasaban desapercibidas o recibían poca
atención. Ya desde las primeras etapas del Concilio el magisterio de Pablo VI orientó nuestra
mirada hacia la “alegría de Cristo”, tema que se mencionaba en los tratados neoscolásticos, pero
que recibió mayor atención al potenciar la dimensión soteriológica y escatológica durante el
Concilio.

Precisamente en ‘Gaudete Domino’ (1975)74, una de sus exhortaciones apostólicas, presentado


como una especie de himno a la alegría divina, luego de una breve exposición de la alegría como
una dimensión humana fundamental (GD 5-15), se ofrece una meditación sobre lo que para los
creyentes es la “alegría de Cristo”. Recordemos que el tema de los sentimientos de Cristo no fue
uno de los más desarrollados en la cristología antes de mediados del siglo XX. Sin embargo, este
tema tiene el poder de hacer evidente las actitudes de Cristo primero hacia el Padre y, al mismo
tiempo, frente a su pueblo, en especial a aquellas personas que eran víctimas de la pobreza, la
exclusión o la marginación. En la historia no solo es posible el pecado, el dolor y el sufrimiento,
sino que en la perspectiva de una historia de la salvación, la gracia, el amor y la alegría constituyen
la esencia del designio salvífico de Dios que ya comienza desde los primeros tiempos de la
revelación bíblica: “tan pronto como Dios Padre empieza a manifestar en la historia el designio
amoroso que Él había formado en Jesucristo, para realizarlo en la plenitud de los tiempos (cf. Ef
1,9-10), esta alegría se anuncia misteriosamente en medio al Pueblo de Dios, aunque su identidad
no es todavía desvelada”75.

Toda la existencia de Jesús es presentada como un acontecimiento gozoso, no exenta de las


contradicciones y dificultades que supone una vida auténticamente humana. La presencia de Jesús
es causa de alegría a partir del mismo instante en que el ángel anuncia su nacimiento y, luego, es
anunciada como una alegría para su familia y para todo Israel por Juan Bautista (Lc 1,44; Jn 3,29).
Esta exhortación presenta la alegría que experimenta el mismo Jesucristo durante su camino de
retorno al padre:
[La persona de Jesús] ha experimentado en su humanidad todas nuestras alegrías. Él,
palpablemente, ha conocido, apreciado, ensalzado toda una gama de alegrías humanas, de
esas alegrías sencillas y cotidianas que están al alcance de todos. La profundidad de su vida
interior no ha desvirtuado la claridad de su mirada, ni su sensibilidad. Admira los pajarillos
del cielo y los lirios del campo. Su mirada abarca en un instante cuanto se ofrecía a la
mirada de Dios sobre la creación en el alba de la historia. El exalta de buena gana la alegría
del sembrador y del segador; la del hombre que haya un tesoro escondido; la del pastor que
encuentra la oveja perdida o de la mujer que halla la dracma; la alegría de los invitados al
banquete, la alegría de las bodas; la alegría del padre cuando recibe a su hijo, al retorno de
una vida de pródigo; la de la mujer que acaba de dar a luz un niño. Estas alegrías humanas

74
Pablo VI, Gaudete Domino. Exhortación apostólica sobre la alegría cristiana.
75
GD 16.
tienen para Jesús tanta mayor consistencia en cuanto son para él signos de las alegrías
espirituales del Reino de Dios: alegría de los hombres que entran en este Reino, vuelven a
él o trabajan en él, alegría del Padre que los recibe. Por su parte, el mismo Jesús manifiesta
su satisfacción y su ternura, cuando se encuentra con los niños deseosos de acercarse a él,
con el joven rico, fiel y con ganas de ser perfecto; con amigos que le abren las puertas de
su casa como Marta, María y Lázaro76.

Pero, tal vez lo más importante es el énfasis que se coloca al mostrar la acción salvífica de Jesús
en su ministerio como una acción esencialmente gozosa que comunica la alegría de Dios a todos
los que acuden a él, sean pobres o ricos, creyentes judíos o paganos, curiosos o discípulos. Como
señala a continuación “su felicidad mayor es ver la acogida que se da a la Palabra, la liberación de
los posesos, la conversión de una mujer pecadora y de un publicano como Zaqueo, la generosidad
de la viuda. El mismo se siente inundado por una gran alegría cuando comprueba que los más
pequeños tienen acceso a la revelación del Reino, cosa que queda escondida a los sabios y
prudentes (Lc 10,21)”77.

El secreto de esta alegría es la clave para comprender la filiación divina. Jesús sabe por el Espíritu
que él es el “Hijo amado” (Mc 1,11; 9,7). Esa relación filial que aparece con toda claridad y
contundencia en los evangelios sinópticos y que es una de las emociones principales que
caracterizan toda la misión de Jesús, recibe en el evangelio de Juan una atención aún mayor:
Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría, esa disponibilidad, se debe al amor
inefable con que se sabe amado por su Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán,
este amor, presente desde el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: «Tu
eres mi hijo amado, mi predilecto» (Lc 3,22). Esta certeza es inseparable de la conciencia
de Jesús. Es una presencia que nunca lo abandona (cf. Jn 16,32). Es un conocimiento íntimo
el que lo colma: «El Padre me conoce y yo conozco al Padre» (Jn 10,15). Es un intercambio
incesante y total: «Todo lo que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío» (Jn 17,19). El
Padre ha dado al Hijo el poder de juzgar y de disponer de la vida. Entre ellos se da una
inhabitación recíproca: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,10).78

Incluso el misterio pascual no se ve excluido de esa dinámica, pues la alegría del amor filial se
manifiesta en la condición del resucitado: “la alegría del Reino hecha realidad, no puede brotar
más que de la celebración conjunta de la muerte y resurrección del Señor. Es la paradoja de la
condición cristiana que esclarece singularmente la de la condición humana: ni las pruebas, ni los
sufrimientos quedan eliminados de este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido, ante la
certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar en su gloria”79. No se
trata, entonces, de simple triunfalismo religioso, sino de descubrir como un sentimiento
fundamental del ser humano es vehículo de la gracia divina. Un sentimiento clave para comprender
el carácter de la revelación y la salvación, como señala una de las bienaventuranzas de Mateo (Mt
5,11-12).

76
GD 23.
77
GD 23.
78
GD 24.
79
GD 28
.2 El redentor de la humanidad

En el magisterio de Juan Pablo II encontramos unas resonancias similares que destacan


dimensiones del misterio de Cristo que bajo el impulso del Vaticano II quedan bajo una nueva luz.
Con una fina sensibilidad hacia el cambio de época esta encíclica nos propone unas coordenadas
para comprender el destino humano a la luz del misterio de Cristo. Con ello se clarifican
mutuamente la cristología y la antropología.

El punto de partida, siguiendo el esquema que propone el credo, es el misterio de la encarnación y


su relación con la redención80. De hecho, la encarnación es en sí redentora: “en este acto redentor,
la historia del hombre ha alcanzado su cumbre en el designio de amor de Dios. Dios ha entrado en
la historia de la humanidad y en cuanto hombre se ha convertido en sujeto suyo, uno de los millones
y millones, y al mismo tiempo Único”81.

Este punto de partida afecta la misión de la Iglesia en la historia y en el mundo porque la Iglesia,
en su calidad de discípula, debe estar a la altura de las enseñanzas de Cristo y de las exigencias
que de allí se derivan. Una de ellas, ya recalcada por Pablo VI en la Ecclesiam suam, es la
necesidad de comprender al ser humano en su situación histórica y existencial y, al mismo tiempo,
entrar en diálogo con todas las realidades que le afectan: “es cosa noble estar predispuestos a
comprender a todo hombre, a analizar todo sistema, a dar razón a todo lo que es justo; esto no
significa absolutamente perder la certeza de la propia fe, o debilitar los principios de la moral”82.

Complementariamente al misterio de la encarnación esta encíclica destaca la capacidad de Jesús


de comunicarse con todo ser humano al que él sale al encuentro y de comunicarse no solo por sus
palabras o por el testimonio de sus seguidores, sino también a través de su vida misma, de sus
gestos, del lenguaje de la misericordia que habla a todas las personas de buena voluntad: “Él, Hijo
de Dios vivo, habla a los hombres también como Hombre: es su misma vida la que habla, su
humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla además su muerte en Cruz,
esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono”83. Sin embargo, ese diálogo
no está exento de ambigüedad, por cuanto la humanidad contemporánea se ve amenazada tanto
por los regímenes totalitarios que se basan en la restricción o eliminación de libertades, en especial
de la libertad religiosa, así como la amenaza universal que viene de un desarrollo científico,
tecnológico y económico que no respeta los límites de la naturaleza, de la vida humana y de la
organización social. Respecto a estos últimos “baste recordar aquí algunos fenómenos como la
amenaza de contaminación del ambiente natural en los lugares de rápida industrialización, o
también los conflictos armados que explotan y se repiten continuamente, o las perspectivas de
autodestrucción a través del uso de las armas atómicas”.

La Iglesia propone, entonces, un encuentro personal con Jesucristo como camino para afrontar la
creciente tendencia a la deshumanización. Por ello, procura que “todo hombre pueda encontrar a
Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la

80
Cf.RH 7-8.
81
RH 1b
82
RH 6c.
83
RH 7c.
verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la
Redención, con la potencia del amor que irradia de ella”84.

.3 El amor encarnado

Este desarrollo de la cristología del vaticano II en el magisterio pontificio continuó con Benedicto
XVI con una densidad y profundidad que supera los límites de esta breve presentación. Sin
embargo, hay algunos elementos en sus encíclicas que quisiéramos destacar ya que presentan una
profunda y explícita continuidad con el magisterio de Juan Pablo II.

En la encíclica Deus Caritas est se presenta el misterio de Cristo como el del auténtico amor
encarnado del Padre. Este amor redentor se manifiesta en el ministerio de Jesús, dirigido a
excluidos, sufrientes y marginados y se realiza planamente en la cruz con la entrega total de su
existencia: “Cuando Jesús habla en sus parábolas […] no se trata sólo de meras palabras, sino que
es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios
contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma
más radical”85. Este acontecimiento se ha hecho perdurable en la memoria y en la praxis de sus
seguidores, la Iglesia, y ha recibido forma sacramental en le eucaristía que es memoria de ese
amor, tanto a nivel personal como comunitario: “la «mística» del Sacramento tiene un carácter
social, porque en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que
comulgan”86.

Haciendo eco de la inquietud planteada constantemente por Juan Pablo II respecto a las amenazas
que provienen del totalitarismo sin libertad y del progreso sin conciencia, Benedicto XVI propone
un desarrollo humano integral basado en el amor solidario, en la caridad cristiana: “Jesucristo
purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela
plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para
nosotros. En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una
vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto”87.

Este amor incondicional de Dios manifestado en su Hijo Jesucristo se puede explicar igualmente
a través de la «esperanza» que es tanto una virtud teologal como una realidad humana fundamental.
Dios viene a nuestro encuentro desde el futuro no sin antes haber revelado lo que esas realidades
futuras serían en las palabras y acciones de Jesucristo: “Dios se ha manifestado en Cristo. Nos ha
comunicado ya la «sustancia» de las realidades futuras y, de este modo, la espera de Dios adquiere
una nueva certeza. Se esperan las realidades futuras a partir de un presente ya entregado. Es la
espera, ante la presencia de Cristo, con Cristo presente, de que su Cuerpo se complete, con vistas
a su llegada definitiva”88.

.4 De nuevo el gozo y la alegría

84
RH 13a.
85
DCE 12.
86
DCE 13.
87
CIV 1.
88
SS 9.
Francisco retoma el camino de sus predecesores, pero vuelve a insistir en la dimensión luminosa,
gozosa, memoriosa de la fe cristiana tal como Jesús nos la comunicó: “Con Jesucristo siempre
nace y renace la alegría”89; “El creyente es fundamentalmente «memorioso »”90; “nuestra alegría
cristiana bebe de la fuente de su corazón rebosante (de Jesucristo)”. Al desarrollo impresionante
que Benedicto XVI dio al amor cristiano (caritas) y a la esperanza (spes), le suma una comprensión
de la fe (fides) acorde con los desafíos del creyente contemporáneo.

De hecho, su primera encíclica retoma la cristología de la memoria para señalar que la redención
acontece simultáneamente en el pasado como fe, en el presente como caridad y en el futuro como
esperanza. Por ello se señala que la luz de la fe es “la luz de una memoria fundante, la memoria de
la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte.
Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que
viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro « yo » aislado,
hacia la más amplia comunión”91.

Su enfoque cristológico, eminentemente misionero, destaca la dimensión del encuentro que es una
constante en el magisterio pontificio precedente pero que ahora se presenta como una ocasión para
vivificar la experiencia de fe, para hacer renacer la espiritualidad: “invito a cada cristiano, en
cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con
Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin
descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie
queda excluido de la alegría reportada por el Señor». Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y
cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los
brazos abiertos.”92.

Su anuncio de Jesucristo implica junto a la alegría, la jovialidad y la creatividad: “Cristo es el


«Evangelio eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8), pero su
riqueza y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente constante de novedad”93.
“Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y
nos sorprende con su constante creatividad divina”94. Al igual que sus predecesores resalta la
eucaristía como memoria salvífica que, al mismo tiempo, es festiva: “Jesús nos deja la Eucaristía
como memoria cotidiana de la Iglesia, que nos introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc 22,19).
La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria agradecida: es una gracia
que necesitamos pedir”95.

89
EG 1.
90
EG 13.
91
LF 4.
92
EG 3
93
EG 11.
94
EG 11.
95
EG 13.

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