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tener expectativas recíprocas sobre el comportamiento de los demás, de tal modo que las
acciones que todos realizan sean socialmente comprensibles. Los comportamientos se tipi-
fican: hay un modo de saludar, por ejemplo, socialmente compartido, como puede ser el
apretón de manos. Pues bien, la actividad humana, en cuanto organizada y tipificada
socialmente, constituye las instituciones. El apretón de manos es, en este sentido, una
institución social.
Las instituciones, para ser socialmente compartidas, van acompañadas de un sistema de
normas: debes saludar a tus vecinos, debes devolver el saludo, etc. No hay institución sin
normas, pues éstas formalizan y determinan los límites de la institución. Evidentemente, a
cada norma va unida una sanción para los casos de incumplimiento: ésta puede ir desde el
rechazo social o la sonrisa dirigida contra quien no saluda oportunamente hasta castigos
físicos violentos contra quienes atentan contra instituciones fundamentales para una
sociedad, como puede ser por ejemplo la propiedad privada en las economías capitalistas.
Las primeras instituciones que encontramos en toda sociedad son las costumbres, com-
partidas por prácticamente todos los miembros de la misma: se trata de modos de com-
portamiento que se transmiten por tradición (con frecuencia no escrita), y que nos indican
cómo debemos saludar a los vecinos, cómo debemos casamos y con quién (no todo
miembro de la sociedad puede casarse con cualquiera), cómo debemos tratar a los amigos, a
los enemigos, a los parientes, a los antepasados. Sin embargo, con la división social del
trabajo y con la complejización de la sociedad, surgen dos tipos de tendencias: por una
parte, aparecen cada vez más instituciones especializadas, destinadas a regular aspectos
concretos de la actividad social, y que no atañen a todos los miembros del grupo. Hay
instituciones que solamente afectan, por ejemplo, a los varones o a las mujeres. Hay ins-
tituciones vinculadas a la caza, a la pesca, al comercio. Hay instituciones que rigen la
educación y la formación de los nuevos miembros de la sociedad. Hay instituciones que
regulan el comportamiento de los especialistas religiosos de un determinado grupo social.
Hay instituciones de dirección y gobierno sobre el grupo. Surgen así las instituciones
económicas, familiares, educativas, religiosas, políticas.
Una segunda tendencia, además de la especialización, pero inseparable de ella, es la
codificación: las normas que definen una determinada institución se hacen más y más
complejas, a la vez que las sanciones necesitan ser mejor definidas y reguladas. Aparecen
entonces los códigos de leyes, los tribunales y los poderes públicos (normalmente armados)
encargados de darles cumplimiento: se trata de las instituciones jurídicas, de suma im-
portancia en cualquier sociedad moderna.
Aquí nos interesan especialmente las instituciones políticas y, en concreto, el Estado. En
toda sociedad hay un grupo o grupos que ejercen de algún modo el poder coactivo. Se trata
de una institución o conjunto de instituciones que disponen de los medios adecuados para
dirigir el comportamiento de los miembros de la sociedad, vigilando, si es preciso mediante
la violencia, el cumplimiento de las normas consideradas como fundamentales por esa
sociedad. En las primeras sociedades, el ejercicio del poder coactivo es ejercido legí-
timamente por un número muy elevado de personas y de instituciones. Así, por ejemplo se
considera que, para determinadas afrentas, es el individuo afrentado mismo o su familia
quien ha de sancionar al culpable de la infracción que le ha perjudicado. Sin embargo, la
venganza personal tiene muchos inconvenientes, entre otros la falta de medida y el peligro
de convertirse en un proceso de revanchas interminables. Por eso, en las sociedades más
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complejas, el ejercicio de la violencia coactiva con el fin de mantener el orden institucional
se va concentrando en pocas instituciones. Son los jefes políticos de la sociedad, o los
líderes religiosos, o los caudillos guerreros los que se atribuyen un cierto monopolio en el
ejercicio de la violencia. De este modo, se prohibe la venganza personal, el "tomarse la jus-
ticia por su mano:" solamente unas instituciones determinadas serán las que habrán de
decidir si realmente ha habido una infracción de las normas y sólo ellas podrán ejercer la
violencia para defender el orden normativo. De hecho, la tendencia histórica conduce a la
aparición de una institución, muy compleja internamente, que reclama para sí el monopolio
exclusivo del poder coactivo: el Estado.
El Estado surge, en sentido propio, cuando la dirección política de una sociedad
entiende que sólo ella, y no otras instituciones (grupos militares, aristocráticos, ins-
tituciones religiosas) puede ejercer la violencia legítimamente. Para ello, tiene que lograr el
control de los grupos susceptibles de actuar violentamente (suspensión de los ejércitos
privados de los señores feudales, supresión de las bandas paramilitares, formación de
ejércitos nacionales sometidos al mando político de la sociedad). Y tiene que llevar a cabo,
también, la unificación de los criterios normativos, suprimiendo o unificando de algún
modo los códigos legales de los distintos grupos e instituciones y creando un sistema
unitario de normas (códigos nacionales) y de tribunales, sometidos últimamente al poder
político. De este modo, la definición de las normas y la ejecución de las sanciones queda
sometida a un único centro de decisión, que es lo que denominamos Estado. Así queda
definido el ámbito de lo político en las sociedades modernas: se denominan actividades
políticas aquéllas que son ejecutadas o tienen que ver con esa institución llamada Estado:
una venganza personal no es, en principio, una actividad política, pero sí lo es una
ejecución sumaria decretada por un tribunal. Del mismo modo todas las actividades
relacionadas con la disputa del poder del Estado, ya sea de forma pacífica o violenta, son
actividades políticas.
Ahora bien, para entender correctamente lo que es el Estado es menester preguntarse por
las razones de su origen, esto es, por las funciones sociales que se le atribuyeron a
semejante institución. Puede decirse que el Estado surge para cumplir dos tareas fun-
damentales: en primer lugar, la tarea de regular la sociedad. En la medida en que una
sociedad se complejiza en virtud de la división social del trabajo es necesario unificar los
centros de decisión y de control. Una economía que supera los límites estrechos de, por
ejemplo, un señorío feudal, necesita también que la organización social del poder supere
esos límites, formando por ejemplo estados nacionales. Del mismo modo, la intemalización
de las relaciones económicas y, con ello, de la división social del trabajo, necesita cada vez
más de organismos internacionales de control y de decisión. Sería un caos, por ejemplo,
que una división compleja del trabajo social, como la que se da en las sociedades modernas,
conviviera con formas de poder tan limitadas como las que se dan en el mundo feudal. La
universalización de las relaciones humanas conlleva, por tanto, la unificación de los
sistemas normativos y de control. Sin esta unificación, sería imposible una organización
eficiente y funcional de las sociedades contemporáneas.
Además de estas funciones de regulación y organización, el Estado cumple tareas
netamente represivas. Una institución que monopoliza el poder coactivo es el instrumento
más adecuado para el mantenimiento de un orden económico y social determinado. Evi-
dentemente, son las clases y grupos sociales favorecidos con unas determinadas relaciones
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sociales de producción los interesados en su mantenimiento y, por tanto, los interesados
también en disponer de un mecanismo eficiente de control y de represión como es el
Estado. Por el contrario, son las clases y grupos perjudicados por unas determinadas
relaciones de producción los que han de ser sometidos a un control estricto por parte del
Estado. Ellos son los destinatarios principales de la violencia cuyo ejercicio el Estado
pretende monopolizar. Pudiera llegar el caso de que, al superarse los antagonismos de clase
con el establecimiento de unas relaciones sociales más justas, estas funciones represivas se
hicieran innecesarias. Con ello desaparecería, no el Estado, sino un aspecto fundamental del
mismo, el más directamente violento. Pero seguiría siendo socialmente necesaria una
institución que unifique los criterios normativos y que disponga del suficiente poder como
para hacerlos efectivos: seguiría siendo necesaria la función reguladora y organizadora del
Estado.
Lo que aquí venimos diciendo sobre las instituciones y el poder coactivo necesario para
su mantenimiento podría llevamos a creer que las instituciones se mantienen únicamente
gracias a la violencia. Y esto no es así más que en las situaciones de crisis social grave. De
hecho, en la medida en que en una determinada sociedad se ha logrado un cierto grado de
estabilidad (siempre precaria mientras haya divisiones económicas radicales entre sus
miembros), el sistema de instituciones no se mantiene fundamentalmente por la violencia,
sino mediante el consenso. No se trata de ejercer la coacción, sino de lograr el con-
vencimiento de todos los miembros de la sociedad sobre la bondad .de las estructuras
vigentes. Una sociedad esclavista, por ejemplo, funcionará bien en la medida en que todos
—amos y esclavos— estén convencidos de que lo son "por naturaleza" o porque los dioses
lo han querido así: a los esclavos no les queda más que la resignación y a los amos el
disfrute de su privilegio natural o divino. El consenso hace innecesario el recurso constante
a la represión violenta. Solamente el convencimiento de los esclavos sobre su derecho a la
igualdad (gracias, por ejemplo, a una nueva religión que convierte a todos los hombres en
hermanos) rompe el consenso vigente y hace más necesaria la represión violenta (sobre
todo, contra los que representan o aceptan esa nueva visión de las cosas). Todo ello nos
hace pensar que, para comprender correctamente los dos subsistemas precedentes, hemos
de hacer referencia a un tercero: el llamado subsistema cultural e ideológico, responsable
de la creación de consenso.
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legitimación de un orden social concreto, e ideólogos a aquellos especialistas teóricos que,
en virtud de la división social del trabajo, han sido encargados de elaborar y de defender las
ideologías. Estos tienen que hacer comprensible y aceptable el conjunto de las instituciones
sociales y, además, su propia función ideológica en una determinada sociedad: el ideólogo
tiene que presentar su propia tarea como importante, necesaria e, incluso, como superior.
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aunque nunca vayan a ser ejercidos en el futuro, legitiman su posición de privilegio en la
sociedad.
Todo esto es muy importante, pues nos pone en guardia frente a un error bastante
extendido: no es solamente el mito, la superstición, la mentira, lo que sirve para legitimar el
orden social, sino que conocimientos científicos y verdaderos pueden ser usados como
ideología. La ideología no implica necesariamente falsedad: puede haber grandes verdades
que hayan sido usadas como ideologías legitimadoras en determinados momentos
históricos. El que la fe cristiana, por ejemplo, haya servido como ideología de determinados
grupos sociales dominantes, sobre todo en el pasado, no significa que esa fe fuera falsa
necesariamente. Del mismo modo, el que hoy la ciencia y la técnica sean utilizadas para
legitimar el orden social vigente (el privilegiado es universitario, ingeniero) no quiere
decir en absoluto que sean falsas. Incluso pensamientos críticos, como el marxista, pueden
llegar, en ciertas sociedades, a ser utilizados como legitimación del privilegio de una casta
dirigente. "Ideología" hace referencia a la función social de un saber o de una teoría, no a su
verdad o falsedad. Lo propio de las ideologías es ser utilizadas por las clases y grupos
sociales privilegiados en función de sus intereses, imponiéndose entonces a toda la
sociedad, pero no el ser siempre necesariamente falsas.
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