Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
FULTON SHEEN
Agregado de Filosofía da la Universidad de Lovaina y de la Universidad
Católica de América
DESDE LA
CRUZ
Versión española revisada por el
DR. D. ELISEO COTS, Pbro.
1965
BARCELONA
2
El presente volumen contiene la traducción española de las cinco
obras americanas siguientes:
N1HIL OBSTAT
Barcelona, 21 de octubre de 1964
IMPRÍMASE
† GREGORIO, Arzobispo de Barcelona.
Por mandato de Su Excia. Rvma.,
Dr. D. Alejandro Pech, Canónigo
Canciller Secretario
3
ÍNDICE
Introducción...................................................................................................................7
4
FIGURAS DE LA PASIÓN......................................................................................78
CAPÍTULO PRIMERO.....................................................................................................79
Pedro............................................................................................................................79
CAPÍTULO II.................................................................................................................87
Judas............................................................................................................................87
CAPÍTULO III................................................................................................................94
Pilato............................................................................................................................94
CAPÍTULO IV.............................................................................................................102
Herodes......................................................................................................................102
CAPÍTULO V...............................................................................................................111
Claudia y Herodías....................................................................................................111
CAPÍTULO VI..............................................................................................................118
Barrabás y los dos ladrones.......................................................................................118
CAPÍTULO VII............................................................................................................124
Las llagas de Cristo...................................................................................................124
EN LA LÍNEA DE LA CRUZ................................................................................129
PRIMERA PALABRA.....................................................................................................130
Dirigida a los humanistas laicos................................................................................130
SEGUNDA PALABRA....................................................................................................135
Dirigida a los pecadores............................................................................................135
TERCERA PALABRA....................................................................................................141
Dirigida a los egoístas...............................................................................................141
CUARTA PALABRA......................................................................................................149
Dirigida a los intelectuales........................................................................................149
QUINTA PALABRA.......................................................................................................158
Dirigida a los modernos............................................................................................158
SEXTA PALABRA.........................................................................................................167
Dirigida a los entusiastas del sensacionalismo..........................................................167
SÉPTIMA PALABRA.....................................................................................................173
Dirigida a los pensadores..........................................................................................173
5
SEXTA PALABRA: LA PEREZA.....................................................................................218
SÉPTIMA PALABRA: LA AVARICIA...............................................................................227
6
INTRODUCCIÓN
8
LAS SIETE ÚLTIMAS PALABRAS DE
CRISTO
9
Primera palabra
11
mos toda la vida contenida en la Eucaristía y nos priváramos vo-
luntariamente de comer el Pan que da vida eterna y de beber el Vino que
alimenta y hace germinar vírgenes; sí conociéramos toda la verdad
depositada en la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, y, sin embargo,
cambiásemos de conversación como otros Pilatos; si supiéramos todas
estas cosas y, a pesar de todo, nos mantuviéramos apartados de Cristo y de
su Iglesia, estaríamos perdidos.
¡Nuestra ignorancia de la bondad de Dios es nuestra única excusa de
no ser santos!
Oración
Oh, Jesús, yo no deseo ser sabio en las ciencias de este mundo; no
deseo saber sobre qué yunque han sido forjados los copos de nieve, en qué
recovecos se oculta la oscuridad ni de dónde viene la escarcha; ni por qué
el oro se encuentra en el interior de la tierra o el fuego se eleva en
humareda hacia el cielo. No deseo conocer la literatura ni las ciencias, ni
este universo de cuatro dimensiones en que vivimos; no quiero conocer la
amplitud del universo en años de luz ni la anchura de la órbita terráquea,
cuando gira alrededor del carro del sol; no quiero conocer la altura de las
estrellas, castas antorchas de la noche; no quiero saber la profundidad del
mar ni los secretos de sus palacios submarinos. Quiero ser un ignorante en
estas cosas. Que conozca únicamente, oh dulce Salvador, la amplitud, la
anchura, la altura y la profundidad de tu amor redentor sobre la Cruz.
Deseo, oh Jesús, ignorar tolo lo del mundo menos a Ti. Y entonces, por la
más extraña de las paradojas, será cuando lo conoceré todo.
12
Segunda palabra
Oración
¡Oh Jesús! Tu bondad para con el ladrón arrepentido es el
cumplimiento de aquellas palabras del Antiguo Testamento: «Aunque
vuestros pecados sean como la escarlata quedarán blancos como la nieve;
aunque sean rojos como la púrpura se volverán blancos como la lana». Es
el perdón que has concedido al ladrón arrepentido lo que me hace
comprender el sentido de aquellas otras palabras: «No he venido a llamar a
los justos, sino a los pecadores... No son los sanos los que necesitan al
médico, sino los enfermos». «Habrá más gozo en el cielo por un pecador
que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no tienen ne-
cesidad de arrepentirse.» Comprendo ahora que Pedro no podía convertirse
en Vicario tuyo en la tierra sino después de haber pecado tres veces, a fin
de que la Iglesia, cuyo jefe era, pudiera entender la remisión de los
pecados y el perdón. Jesús, empiezo a darme cuenta de que, si no hubiese
pecado, nunca podría llamarte «Salvador». El ladrón no es el único
pecador, pero Tú solo eres el «Salvador».
15
Tercera palabra
Oración
¡Oh María! Del mismo modo que Jesús nació de Ti, según la carne,
en la primera Natividad, nosotros hemos nacido de Ti, según el espíritu, en
la segunda Natividad. De esta forma, Tú nos has engendrado en un mundo
nuevo de parentescos espirituales, en que Dios es Padre, Jesús hermano y
Tú nuestra Madre. Si es cierto que nunca puede una madre olvidar al hijo
que ha llevado en sus entrañas, Tú no podrás jamás, oh María, olvidarnos.
Lo mismo que fuiste co-redentora para adquirirnos las gracias de la vida
eterna, sé Tú la co-mediadora para distribuírnoslas. Nada te es imposible,
ya que eres madre de Aquel que todo lo puede. Si tu Hijo no rechazó tu
17
petición en el festín de Caná, tampoco la rechazará en el banquete celeste,
en el que has sido coronada como Reina de los ángeles y de los santos.
Intercede ante tu Hijo para que se digne cambiar el agua de mi debilidad
en el vino de tu fuerza. ¡María, Tú eres el refugio de los pecadores! Ruega
por nosotros, prosternados ahora al pie de la Cruz. Santa María, Madre de
Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.
Así sea.
18
Cuarta palabra
Oración
¡Oh Jesús! Tú expías ahora esos momentos nuestros de tibieza en que
no somos ni del cielo ni de la tierra, puesto que Tú, ahora, sufres colgado
entre los dos: abandonado por uno, renegado por el otro. Tu Padre apartó
de Ti su faz, porque Tú no quisiste abandonar esta humanidad pecadora. Y,
porque no quisiste abandonar a tu Padre celestial, esa misma humanidad
pecadora se apartó de Ti. Así nos uniste al Padre en santa asociación. Los
hombres ya no podrán decir que Dios no conoce el sufrimiento de un
corazón humano abandonado, puesto que Tú lo estás ahora. Ya no pueden
los hombres argüir diciendo que Dios no sabe lo que es un corazón herido
por la ausencia divina, puesto que ahora esa dulce presencia parece
haberse apartado de Ti.
¡Oh Jesús! Ahora comprendo el porqué de los sufrimientos,
abandonos y tormentos, porque veo que incluso el mismo sol tiene su
eclipse. Pero, Señor, ¿por qué no soy más dócil? Enséñame a aceptar, no la
cruz que yo pudiera crearme, sino la que Tú preparas para mí; que
tampoco Tú tampoco te preparaste tu propia Cruz. Enséñame que todo este
mundo te pertenece, salvo una cosa: mi libertad. Y, puesto que ésta me
pertenece, ella es el único don real y sincero que te puedo ofrecer.
Enséñame a decir: «No se haga, Señor, mi voluntad, sino la tuya». Incluso,
cuando yo no te sienta en mí, concédeme la gracia de creer. «Aunque me
hicieras perecer, tendría fe en Ti.» No te importe, Señor, preguntarme:
«¿Por cuánto tiempo te dejaré aún sufrir las torturas de la Cruz?».
21
Quinta palabra
«TENGO SED»
Oración
¡Oh Jesús!, todo lo diste por mí, y yo no he sabido darte nada en
retorno. ¡Cuántas veces has venido a vendimiar a la viña de mi alma y no
has encontrado más que escasos racimos! ¡Cuántas veces has buscado y no
has encontrado, cuántas has llamado y la puerta de mi alma ha
permanecido cerrada! ¡Cuántas veces me has dicho: «tengo sed», y yo no
te he ofrecido sino hiel y vinagre!
23
¡Cuántas veces he temido que al recibirte tendría que renunciar a
todo! Sin comprender que al poseer la llama me olvidaría de la pequeña
chispa, que al poseer todo el sol de tu amor me olvidaría del reflejo de una
afección humana que, al poseer la dicha perfecta, que sólo Tú puedes dar,
olvidaría las migajas que da la tierra. ¡Oh Jesús! Mi historia es la historia
de la negativa a devolver corazón por corazón, amor por amor. Antes que
cualquier otro don humano concédeme el don de saberte amar.
¿Soy yo una piedra y no una oveja,
para poder permanecer al pie de tu Cruz,
ver tu preciosa sangre derramarse gota a gota,
y no llorar aún?
¡Qué distinto el amor de aquellas mujeres
que, en el exceso de su dolor, lloraron por Ti!
¡Qué distinto el de Pedro, que lloró amargamente su caída,
y el del ladrón conmovido junto a Ti,
y el del sol y el de la luna,
que se ocultaron en un cielo sin estrellas!
Sólo yo te amo pobremente
entre las horribles tinieblas de este mediodía.
24
Sexta palabra
«TODO SE HA CUMPLIDO»
RAQUEL ANNAND-TAYLOR 1
1
I saw the Son of God go by / Crowned with the crown of thorn. / «Was it not
finished, Lord?» I said, / «And all the anguish borne?»
He turned on me His awfull eyes: / «Hast Thou not understood? / Lo! Every soul is
Calvary, / And every sin a rood.»
Raquel Annand-Taylor
26
Oración
¡Oh Jesús! Vuestro quehacer es la redención, el mío la expiación,
hasta ser uno contigo, en tu vida, en tu verdad y en tu amor. Tu tarea se
acabó en la Cruz, pero la mía es hacerte descender, porque:
28
Séptima palabra
Oración
¡No, María! Belén no se está repitiendo. No es el pesebre, sino la
Cruz; no la Natividad, sino la muerte; no se trata de días de amable
convivencia con pastores y magos, sino de horas de muerte junto a
ladrones; no Belén, sino el Calvario.
Belén es Jesús tal como tú, Madre inmaculada, nos lo diste a los
hombres. El Calvario es Jesús tal como los hombres te lo hemos devuelto.
Entre el pesebre, donde nos lo diste, y el Calvario, donde te lo devolvimos,
existe un intervalo: el intervalo de mis pecados. María, no es ésta tu hora,
sino la mía: la hora de mi perversidad y de mis pecados. Si yo no hubiera
pecado, no hubiera planeado alrededor de su ensangrentado cadáver la
30
muerte de negras alas. Si yo, llevado de mi orgullo, no hubiera pecado, no
se hubiera trenzado la expiadora corona de espinas. Si hubiera resistido a
marchar por el camino ancho que lleva a la perdición, no estarían sus pies
atravesados por los clavos. Si yo, en medio de espinas y cardos, hubiera
respondido a las llamadas de mi Pastor, sus labios no conocerían la fiebre.
Si hubiera sido más fiel, su mejilla no hubiera sido maculada por el beso
de Judas.
Yo soy, María, quien está situado entre su nacimiento y su muerte
redentora que se aproxima. María, con dolor te advierto: cuando tus brazos
se preparen para recibir su cuerpo, no esperes encontrarlo rosado como
cuando vino del Padre celestial; está enrojecido por mis pecados. Dentro
de breves instantes tu Hijo habrá entregado el alma a su Padre y su cuerpo
estará entre tus manos preñadas de caricias. Ya están derramándose las
últimas gotas de sangre del cáliz de la Redención, manchando la madera
de la Cruz y ensangrentando las rocas que bien pronto van a desgajarse de
horror. Una sola de estas gotas sería suficiente para redimir mil mundos.
¡Oh María, Madre mía!, intercede ante tu Hijo para que nos perdone el
pecado de haber convertido en Calvario tu Belén. Suplícale, oh María, en
estos últimos instantes, que nos conceda la gracia de no volverlo a
crucificar, de no volver a atravesar con siete espadas tu corazón. Oh María,
implora a tu Hijo que agoniza por mí, para que yo viva... ¡María! ¡Oh!
¡Jesús ha muerto... Oh María!
31
LAS SIETE PALABRAS
DE JESÚS Y DE MARÍA
Dedicado a
32
Primera palabra
LA VALÍA DE LA IGNORANCIA
Mil años antes del nacimiento de Nuestro Señor vivió uno de los
mayores poetas: el insigne poeta griego Homero. Se le atribuyen dos
grandes poemas épicos: la Ilíada y la Odisea. El héroe de la Ilíada no fue
Aquiles, sino Héctor, jefe de los enemigos troyanos. a quien Aquiles
venció y mató. Y el poema acaba con el panegírico, no de Aquiles, sino de
Héctor vencido.
El segundo poema, la Odisea, tiene por héroe a Penélope, esposa de
Ulises, a quien fue fiel durante los años del viaje de éste. Para librarse de
los pretendientes que insistentemente le hacían la corte, Penélope les
prometió casarse en cuanto acabase de tejer un vestido que ellos podían
ver en el telar. Pero ella destejía por la noche lo que había tejido durante el
día y de esta forma permaneció fiel a su esposo hasta su retorno. «Entre
todas las mujeres —decía— yo soy la más afligida.» Podría aplicársele con
toda propiedad la cita de Shakespeare: «La desgracia se asentó en mi alma
como en un trono. Ordenad a los reyes que vengan y se prosternen ante
ella».
Un millar de años antes de la natividad de Cristo retumbó en el seno
de la antigüedad pagana un extraño desafío: el de estas dos narraciones
poéticas, en las que Homero exalta a un hombre vencido y a una mujer
desgraciada. Durante el curso de los siglos posteriores los hombres se
preguntaron cómo era posible vencer en la derrota y alcanzar la gloria en la
desgracia. Y no hubo respuesta hasta el día en que llegó Aquel que se
mostró victorioso al ser derrotado: Cristo en la Cruz, y Aquella que fue
sublime en la desgracia: su santa Madre al pie de la Cruz.
Es interesante subrayar que siete veces habló Cristo en la Cruz y que
siete son las veces en que las Sagradas Escrituras nos refieren las palabras
de la Virgen. Su última palabra consignada fue pronunciada en el banquete
de Caná, en el momento en que su Hijo empezaba la vida pública. Puesto
que ya se había levantado el sol, la luna podía desaparecer. Dado que se
había expresado la Palabra, no había necesidad de otras palabras.
33
De las siete palabras de la Virgen, San Lucas nos refiere cinco —ella
misma se las contaría— y San Juan las otras dos. Podemos preguntarnos si
no recordaría María, al oír pronunciar a su Hijo las siete palabras, aquellas
otras siete suyas. Tal será la materia de nuestra meditación; las siete
palabras de Jesús en la Cruz y las siete palabras de la vida de su Madre.
Los hombres no pueden sobrellevar la debilidad. En cierto sentido se
podría decir que son ellos el sexo débil. No hay nada que desoriente tanto
a un hombre como las lágrimas de una mujer. Por eso los hombres tienen
necesidad de la inspiración y de la fuerza de las mujeres, que no se abaten
en caso de crisis. Necesitan a una persona no derrumbada a los pies de la
Cruz, sino erguida, tal como lo estaba María. Juan estaba allí; la vio de pie
y lo anotó en su Evangelio.
De ordinario, cuando tienen que padecer bajo el poder de jueces
impíos, las palabras de los inocentes son: «No soy culpable» o «la justicia
está corrompida». Pero estamos ante el primer caso en la historia del
mundo en que un condenado no pide perdón por los pecados, puesto que es
Dios, y que no proclama su inocencia, ya que no pueden los hombres ser
jueces de Dios. Jesús no hace esto, sino que intercede por los que le hacen
morir: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).
María, al pie del patíbulo, oyó a su Hijo divino pronunciar esta
primera palabra. Al oír ella decir «no saben», me pregunto si no se
acordaría de su primera palabra, de la que también formaban parte estos
vocablos: «no conozco».3
Fue con ocasión de la Anunciación, la primera buena noticia que oía
la tierra después de largos siglos. El Angel le anunció que iba a ser madre
de Dios: «Concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo a quien pondrás por
nombre Jesús. El será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el
Señor Dios el trono de David su padre, y reinará en la casa de Jacob por
los siglos, y su reino no tendrá fin. Dijo María al Angel: ¿Cómo podrá ser
esto, pues yo no conozco varón?» (Lc 1, 31-34)
Parece que estas palabras de Jesús y de María nos sugieren que a
veces la sabiduría consiste en no saber. La ignorancia nos es presentada
aquí no sólo como remedio, sino como bendición. Parece no estar esto de
acuerdo con nuestra educación moderna que tanto encomia la instrucción.
La causa está en que no hacemos distinción entre la verdadera y la falsa
sabiduría. San Pablo llama «necedad» a la sabiduría de este mundo, y
3
Juego de palabras intraducible. En inglés el verbo «to know» significa tanto
«saber» como «conocer» (N. del T.)
34
Cristo Nuestro Señor daba gracias a su Padre celestial porque no había
revelado la sabiduría divina a los sabios de este mundo (Lc 10, 21).
La ignorancia que aquí se exalta no es la ignorancia de la verdad, sino
la ignorancia del mal. Fijaos primeramente en la palabra cíe Cristo a los
verdugos: nos enseña que la razón por la que podían ser perdonados era
porque no comprendían su horrible crimen. No era su saber el que había de
salvarles, sino su ignorancia. Si hubieran sabido lo que hacían al golpear
las manos de quien es la misericordia eterna, al atravesar los pies del buen
Pastor, al coronar de espinas la cabeza de la Sabiduría encarnada, y
hubieran continuado haciéndolo, nunca se hubieran salvado. ¡Se hubieran
condenado! Sólo la ignorancia les hizo posible la redención y el perdón.
Como se lo dijo San Pedro el día de Pentecostés: «Ya sé que por
ignorancia habéis hecho esto, como también vuestras autoridades» (Act. 3,
17).
¿Cómo se explica el que vosotros y yo, por ejemplo, podamos pecar
una y mil veces y seamos perdonados, mientras los ángeles se condenaron
eternamente por un solo pecado? La razón es que los ángeles sabían lo que
hacían. Los ángeles ven las consecuencias de cada uno de sus actos con la
misma claridad con que vosotros notáis que una parte nunca puede ser
mayor que el todo. Una vez establecido este juicio, no podemos
reformarlo; es eterno e irrevocable.
Los ángeles vieron las consecuencias de su elección con una
evidencia aún mayor. Por eso, al tomar una decisión, lo hicieron con pleno
conocimiento de causa, y ya no pudieron volverse atrás. ¡Fueron
condenados para siempre! ¡Qué aterradoras son las consecuencias del
conocimiento! Los que conocen la verdad sufrirán un juicio mucho más
severo que los que no la conocen. Como dijo Jesucristo: «Si no hubiera
venido... no tendrían pecado» (Jn 15, 22).
La primera palabra que pronunció nuestra santa Madre en la
Anunciación nos enseña la misma lección. Dijo: «No conozco varón».
¿Por qué razón tenía valor el no conocer al hombre? Porque había
consagrado su virginidad a Dios. En un tiempo en que toda mujer aspiraba
a ser la madre del Mesías, María renunció a esta esperanza y a Ella fue a
quien se le concedió. Se negó a discutir con un ángel todo aquello que
pudiera comprometer su gran decisión.
Si para convertirse en Madre de Dios era necesario renunciar a su
voto, no podía admitir tal renuncia. Aunque en otras circunstancias no lo
hubiera sido, en aquéllas hubiera sido un pecado para Ella conocer a un
35
hombre. No conocer al hombre es una forma de ignorancia, pero en este
caso se convirtió en una tal bendición que, en un instante, el Espíritu Santo
la cubrió con su sombra, la convirtió en un copón viviente y le concedió el
privilegio de llevar en Ella como invitado al Huésped del mundo.
Estas primeras palabras de Jesús y de María sugieren que existe un
mérito en no conocer el mal. Vosotros vivís en un mundo en el que los que
pasan por sabios os dirán: «No conocéis la vida; vosotros no sabéis lo que
es vivir». Pretenden que no se puede conocer sino a través de la
experiencia, experiencia no solamente del bien, sino del mal.
Con una mentira de este género tentó Satanás a nuestros primeros
padres. Les dijo que Dios no quería que comiesen del árbol de la ciencia
del bien y del mal para que no fuesen tan sabios como lo era el mismo
Dios. Satanás no les dijo que el relativo conocimiento del bien y del mal
que adquirirían iba a ser muy distinto del de Dios.
Dios conoce el mal de una manera abstracta, a través de la negación
de su bondad y de su amor. Pero el hombre lo habría de conocer de forma
concreta y experimental, y se convertiría, hasta cierto punto, en esclavo de
ese mal que quería experimentar. Dios hubiera querido, pongamos por
caso, que nuestros primeros padres conocieran la fiebre tifoidea como la
conoce un médico perfectamente sano; no como el enfermo que soporta su
azote. Y desde el día de la gran mentira hasta el presente, nadie ha ganado
nada por conocer el mal experimentalmente.
Examinad vuestra propia vida. ¿Sois más sabios por haber
experimentado el mal? No lo despreciasteis, ¿y no os consideráis
desgraciados por haberlo conocido experimentalmente? Puede, incluso,
que os hayáis convertido en esclavos de ese mal. ¡Cuántas veces dicen los
hastiados del placer: «Ojalá nunca hubiera probado una gota de alcohol»!,
o «¡cómo maldigo el día en que robé mi primer dólar!» y «¡lo que daría
por no haber conocido a esa persona!». Hubierais sido mucho más
razonables de haber sido mucho más ignorantes.
¡Cuántas veces descubre uno el principio que inspiró una ley, tenida
como arbitraria y falta de sentido, únicamente después de haberla violado!
Cuando se es pequeño, no se comprende la prohibición paterna de jugar
con cerillas hasta que se quema uno y se convence de lo bien fundado de
esta prohibición. Así aprende el mundo por medio de guerras, disensiones
y miserias la sabiduría de la violada Ley divina. ¡Y cómo desearía el
mundo «desaprender» este falso conocimiento!
36
No creed, pues, que para «conocer la vida» hace falta «tener la
experiencia del mal». ¿Es más sabio un médico cuando una enfermedad lo
postra en cama? ¿Acaso se aprende a ser limpio viviendo en las cloacas?
¿Conocemos lo que es la instrucción experimentando en nosotros la
estupidez? ¿Sabemos lo que es la paz combatiendo? ¿Conocemos los
goces del sentido de la vista convirtiéndonos en ciegos? ¿Llega uno a ser
mejor pianista tocando notas falsas? No es preciso estar borracho para
saber lo que es la embriaguez.
No creed encontrar excusa alegando que «las tentaciones son
demasiado fuertes» o que «los virtuosos no saben lo que es una tentación».
Las personas buenas saben mucho más acerca de la tentación que aquellas
que sucumben ante ella. ¿Cómo se conoce la fuerza de la corriente de un
río: nadando a su favor o contra ella? ¿Cómo se conoce la fuerza de un
enemigo: al ser hecho prisionero o al combatir contra él en la batalla?
¿Cómo, pues, puede el hombre conocer la fuerza de la tentación si no es
peleando para vencerla? Cristo conoce más que nadie el poder de la ten-
tación, puesto que triunfó de las tentaciones de Satanás.
El gran error de la educación moderna consiste en creer que la
ignorancia es la causa de la existencia del mal en el mundo, y que, por
consiguiente, haremos mejores a los jóvenes al amontonar más
experiencias en sus espíritus. De ser esto verdad, los hombres de hoy
seríamos el pueblo más virtuoso de la historia, ya que somos los mejor
instruidos.
Los hechos, no obstante, parecen indicar lo contrario. Nunca hasta
ahora se dio tanto auge a la educación y jamás se ha desconocido tanto la
verdad como hoy. Olvidamos que tiene más valor la ignorancia que el error
al confundir scientia y sapientia. Una gran parte de la educación moderna
nos convierte en escépticos respecto a la sabiduría de Dios. Los jóvenes no
nacen escépticos, pero pueden llegar a serlo por culpa de una educación
falseada. El mundo moderno se consume, envenenado por el escepticismo.
Cuando se trata de educación sexual, el error consiste en creer que los
niños se abstendrán de ciertos actos si conocen los efectos perniciosos de
estos mismos actos. Y se toma como ejemplo el hecho de que, si vosotros
sabéis que hay en una casa un caso de fiebre tifoidea, no entraréis. Pero lo
que olvidan los educadores es que el instinto sexual no se parece en nada a
la fiebre tifoidea. Nadie siente la necesidad de forzar la puerta de un
enfermo de tifus, pero no puede decirse lo mismo referente a la sexualidad.
Existe en nosotros un instinto sexual, pero no un instinto tífico.
37
El conocimiento sexual no nos convierte necesariamente en
razonables; puede hacernos desear el mal, sobre todo, si uno sabe que sus
consecuencias nocivas pueden ser evitadas. La higiene sexual no debe
confundirse con la moralidad, ni el jabón con la virtud. El mal no proviene
de la insuficiencia de nuestros conocimientos, sino de la perversidad de
nuestros actos.
Es por ello que, en nuestras escuelas católicas, procuramos ejercitar y
disciplinar la voluntad tanto como formar la inteligencia, pues sabemos
que el carácter se revela cuando escogemos algo y no cuando lo
conocemos. Cada uno de nosotros, aun antes de la edad escolar, sabe más
que suficiente para ser virtuoso. Lo que necesitamos aprender es a «hacer»
el bien.
Si olvidamos que pesa sobre nuestras espaldas el fardo de nuestra
naturaleza caída y de las numerosas inclinaciones al mal, consecuencia de
encontrarnos a él sometidos, pronto nos veremos encadenados como
Sansón, y toda la educación del mundo será incapaz de romper las
cadenas. La educación tiende, a veces, a explicar estas cadenas y nos las
presenta como sortilegios, pero sólo podremos librarnos de su servidumbre
por medio de la voluntad ayudada por la gracia de Dios. Sin la ayuda de
esas dos fuentes de energía, jamás podríamos avanzar un milímetro más
que hasta el presente.
Por consiguiente, encaminad a vuestros hijos y a vosotros mismos a
la sabiduría del conocimiento de Dios y a la ignorancia de todo mal. No
somos atraídos por aquello que ignoramos; ser ignorante del mal es lo
mismo que no desearlo, Ningún gozo es comparable a la inocencia.
En la Cruz, y a su sombra, se hallaban los dos personajes más
inocentes de toda la historia: Jesús es totalmente inocente, puesto que es
Hijo de Dios; María es inmaculada, por haber sido preservada del pecado
original en virtud de los méritos de su divino Hijo. Fue su misma inocencia
la que hizo tan dolorosos sus padecimientos.
Los que viven entre la roña raramente advierten lo que es. Dos que
viven en el pecado apenas llegan a comprender el horror del pecado. Lo
verdaderamente espantoso del pecado es que, cuanto más nos sumergimos
en él, menos lo advertimos. Nos llegamos a identificar de tal manera con
él, que ya no sabemos a qué abismos de sombras hemos llegado ni de qué
alturas hemos caído.
38
Nadie tiene conciencia de haber dormido antes de despertarse, ni
nadie advierte el horror del pecado hasta después de salir de él. Por eso
solamente los inocentes conocen de verdad qué cosa sea el pecado.
Y puesto que la inocencia en su supremo grado se encontraba en y a
los pies de la Cruz, allí se hallaba, por consiguiente, el supremo dolor. Allí
estaba la máxima comprensión del horror del pecado, pues la ausencia de
é1 era total. La ignorancia del mal y la inocencia fueron los constitutivos
de la agonía de Jesús y de María en el Calvario.
Pedid a Jesús, que perdonó a «quienes no sabían», y a María, que
ganó el corazón de Dios porque «no conocía»; pedidles la gracia de no
conocer el mal y ser, así, virtuosos.
Si en este instante pudierais elegir entre tener más conocimiento del
mundo u olvidar el mal que ya conocéis, ¿no es verdad que preferiríais
olvidar a aprender? ¿No os hallaríais mejor desembarazados de vuestra
perversidad que arropados con los pergaminos de vuestros diplomas?
¿No os gustaría más estar ahora como en el instante de vuestro
bautismo, cuando salíais de las manos de Dios, sin el conocimiento del
mundo, que cuando éste se ha ido acumulando en vuestro espíritu, a fin de
que, semejante a un cáliz vacío, pudierais emplear la vida en llenarlo con
el vino de su amor? El mundo os llamará ignorantes y desconocedores de
la vida. ¡No les hagáis caso; vosotros poseeréis la vida! Seréis uno de los
seres más sabios del mundo.
En nuestros días el error está tan extendido por el mundo, los
dominios del mal son tan vastos, que sería una verdadera bendición el que
un alma generosa fundase una universidad en la que se aprendiera a
«desaprender». Su finalidad sería tratar el error y el mal exactamente igual
a como son tratadas las enfermedades por los médicos.
¿Os sorprenderá a vosotros el enteraros de que Nuestro Señor
instituyó semejante universidad, y de que todo católico sincero acude a ella
aproximadamente una vez al mes? Se llama confesonario. No os darán
diploma al salir de él, pero os sentiréis como una oveja, pues Cristo será
vuestro pastor. Os admiraréis al comprobar lo que aprendéis al
«desaprender». Pues más fácil es para Dios escribir sobre una página en
blanco que en otra cubierta de borrones.
39
Segunda palabra
EL SECRETO DE LA SANTIDAD
No existe en el mundo más que una cosa que nos pertenece definitiva
y absolutamente: nuestra voluntad. Pueden arrebatarnos poder, salud,
riquezas y honor; pero nuestra voluntad nos pertenece irrevocablemente,
incluso en el infierno. De donde se deduce que lo único que importa en la
vida es lo que hagamos de nuestra voluntad. Para ilustrarlo tenemos la
historia de los dos ladrones crucificados junto a Jesús: el drama de las
voluntades.
Al principio, los dos ladrones blasfemaban. En los primeros
momentos de la Crucifixión no se puede hablar de un buen ladrón; pero
cuando el ladrón de la derecha oyó al Hombre de la Cruz central perdonar
a sus verdugos, su alma experimentó un cambio total.
Empezó por aceptar su desgracia. Consideró su cruz más como un
yugo que como un patíbulo. Se abandonó a la voluntad de Dios y,
dirigiéndose al ladrón de la izquierda, que se rebelaba contra Dios, le dijo:
«¿Ni tú, que estás sufriendo el mismo suplicio, temes a Dios? Nosotros
justamente sufrimos, porque sufrimos el digno castigo de nuestras obras;
pero Este nada ha hecho» (Lc 23, 40-41).
Entonces, de su corazón ya sumiso a su Salvador, brotó esta súplica:
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42). Y Jesús le
contestó inmediatamente: «En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el
Paraíso» (Lc 23, 43).
«Tú.» Dios considera a cada uno individualmente. Llama a su oveja
por su nombre. Este es el fundamento de la democracia cristiana. Todas las
almas son preciosas para Dios, incluso aquellas que el Estado desprecia y
sacrifica.
Al pie de la Cruz, María fue testigo de la conversión del buen ladrón
y su alma se regocijó al verle aceptar la voluntad de Dios. La segunda
palabra de su Hijo, prometiendo la recompensa del Paraíso a esta
sumisión, le hizo recordar la palabra que Ella había pronunciado treinta y
40
tres años antes, cuando se le apareció el ángel para anunciarle que iba a ser
Madre de Aquel que ahora moría en la Cruz.
En su primera palabra preguntó cómo podía ser aquello, puesto que
no conocía varón; pero en cuanto el ángel le dijo que concebiría por obra
del Espíritu Santo, se apresuró a contestar: «Hágase en mí según tu
palabra». «Fiat mihi secundum verbum tuum» (Lc 1, 38).
Fue éste uno de los grandes fiat del mundo. El primero se oyó en el
momento de la creación, cuando Dios dijo: «Fiat lux, hágase la luz». Otro
resonó en Getsemaní, cuando el Salvador, acercando sus labios al cáliz de
la redención, pronunció: «Fiat voluntas tua: hágase tu voluntad» (Mt 26,
421). El tercero se oyó de boca de la Virgen, en una humilde casa de
Nazaret, y tuvo el sentido de una declaración de guerra a las fuerzas del
mal: «Fiat mihi secundum verbum tuum: hágase en mí según tu palabra»
(Lc 1, 38).
La segunda palabra de Jesús en el Gólgota y la segunda palabra de
María en Nazaret nos enseñan una misma lección: En la tierra cada uno
tiene su cruz, pero no hay siquiera dos que sean idénticas. La cruz del
ladrón no era la de María, pues la voluntad de Dios era muy distinta para
cada uno. El ladrón debió dar su vida; y María aceptar la Vida. El deber del
ladrón era ser colgado en su cruz; el de María, permanecer de pie junto a la
suya. El ladrón debía seguir adelante, y María quedarse atrás. El ladrón
recibiría el descanso y María una misión. El ladrón iba a ser recibido en el
Paraíso, mientras que era el Paraíso el que iba a ser recibido en María.
Así, cada uno de nosotros tiene su cruz. Cristo dijo: «Quien me
quiera seguir tome su cruz» (Mc 8, 34). No dijo: «Tome mi Cruz». Mi cruz
no es la misma que la vuestra, ni la vuestra la misma que la mía. Cada cruz
está hecha a medida, labrada para un ser determinado, no para otro.
Por eso decimos: «Mi cruz es dura». Pensamos que las cruces de los
demás son más ligeras, olvidándonos que nuestra cruz es dura por la
simple y sencilla razón de ser la nuestra. Cristo no se hizo su Cruz. Se la
dieron hecha. Así, la vuestra está hecha por las circunstancias de vuestra
vida y por la rutina de vuestros deberes. Por eso os pesa tanto. Las cruces
no están fabricadas en serie.
Dios se ocupa por separado de cada alma. Puede ocurrir que, bajo la
corona de oro que apetecemos, se esconda una corona de espinas. Los
héroes que escogen la corona de espinas descubren a menudo bajo ésta una
corona de oro. Incluso los que parecen estar exentos tienen, no obstante, su
cruz.
41
Nunca nadie hubiera sospechado que, al someterse María a la
voluntad divina de convertirse en Madre de Dios, tuviera que llevar su
cruz. Parecería también que, puesto que había sido preservada del pecado
original, lo debía ser asimismo de las penas de este pecado, por ejemplo,
del dolor. Sin embargo, aquel honor le valió siete espadas, y acabó
convirtiéndola en la Reina de los mártires.
Hay, pues, tantas clases de cruces como de personas: cruz de la
aflicción y de la desgracia, cruz de la miseria, cruz del insulto, cruz del
amor no correspondido y cruz del fracaso.
Está la cruz de las viudas. Frecuentemente habla Cristo de ellas, por
ejemplo, en la parábola del juez inicuo y de la viuda (Lc 18, 1-8) | cuando
censura a los fariseos que «devoran las casas de las viudas» (Mc 12, 40);
cuando habla de la viuda de Naím (Lc 7, 12); cuando alaba a la viuda que
depositó dos pequeñas monedas en el tesoro del Templo (Mc 12, 42).
Cristo les prestó una atención especial, quizá porque su madre era viuda
puesto que José, su padre nutricio, ya había muerto.
Cuando Dios se nos lleva un ser querido siempre tiene su buena
razón. Cuando los corderos han mordisqueado tanto que la hierba se ha
aclarado en la ladera, el pastor toma un corderillo en sus brazos, lo lleva a
otra parte de la montaña en que abunde el pasto y lo deposita allí. Pronto al
resto del rebaño sigue al pequeño. De vez en cuando Dios se lleva un
corderillo de una familia para conducirlo a los verdes pastos celestes, a fin
de que el resto de la familia pueda fijar los ojos en la verdadera patria y
seguir el mismo camino.
También la cruz de la enfermedad tiene siempre una finalidad divina.
Jesús ha dicho: «Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de
Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11, 4). La
resignación ante esta clase de cruz es una de las más elevadas formas de
oración. Desgraciadamente los enfermos desean de ordinario hacer otra
cosa de lo que Dios les pide.
La tragedia de este mundo no es tanto la existencia del sufrimiento
cuanto la forma en que lo desperdicia. El leño no crepita hasta que es
echado al fuego. De la misma manera, el ladrón no empezó a encontrar a
Dios hasta que fue lanzado al brasero de la cruz. Así muchos no empiezan
a descubrir el amor hasta que comienzan a sufrir.
Y porque difieren nuestras cruces será también diferente la gloria de
nuestras almas. Demasiado a menudo pensamos que en el cielo existirá
una especie de equivalencia con nuestras posiciones sociales de aquí abajo;
42
que los criados de aquí serán criados en el cielo, o que los grandes
personajes de la tierra serán también allí grandes personajes. Y eso no es
cierto.
Dios tendrá en cuenta nuestras cruces. Parece sugerirlo así la
parábola de Lázaro y la del rico Epulón: «Hijo, acuérdate que recibiste ya
tus bienes en vida y Lázaro recibió males, y ahora él es aquí consolado y tú
eres atormentado» (Lc 16, 25).
Los que sufren aquí recibirán una brillante recompensa. Como
vivimos en un mundo en que la posición social está basada sobre la
riqueza, olvidamos más de lo justo que en el reino de Dios los notables son
los que cumplen su voluntad. Los primeros serán los últimos, y los últimos
los primeros, pues Dios no hace acepción de personas.
Una dama rica y de la alta sociedad llegó al cielo. San Pedro le
mostró una hermosa vivienda y le dijo: «Esta es la casa de su chófer».
«¡Caramba —contestó ella—, si ésta es su casa, cómo será la mía!»
Indicando con el dedo una miserable choza, le dijo San Pedro: «Esa es la
suya». «¡Imposible! ¡Yo no puedo vivir ahí dentro!» San Pedro respondió:
«Lo siento mucho, pero es todo lo que he podido ir haciendo con los
materiales que usted me ha enviado». Los que, como el buen ladrón, han
sufrido, han enviado por delante materiales de buena calidad.
¡Qué importa vuestro oficio en la tierra! Lo que importa es el amor
con que lo desempeñáis. El barrendero público que en el nombre de Dios
acepta una cruz inherente a su posición en la vida: el desprecio de sus
conciudadanos, por ejemplo; la madre de familia que da su «fíat» a la
voluntad de Dios y educa a sus hijos para la grandeza del reino; los
enfermos que en los hospitales aceptan el dolor que los crucifica: todos son
santos no canonizados, pues la santidad no es otra cosa que la adherencia
continuada al bien, obtenida al abandonarse a la suprema voluntad de
Dios.
Es típicamente americana la creencia de que, si uno no hace grandes
cosas, no hace nada. Pero desde el punto de vista cristiano no existe
diferencia de oficios. La importancia nace de la forma en que cada cual
desempeña su papel. Es más importante barrer una oficina por amor a Dios
que dirigirla por amor al dinero.
La mayoría de nuestras miserias y desgracias tienen su origen en
nuestra rebelión contra la condición presente, incrementada por una falsa
ambición. Nos atrevemos a criticar a toda persona mejor situada que
nosotros, como si nos hubiera robado alevosamente aquel puesto. Estad
43
seguros de que, si Dios quiere que cumplamos un trabajo honorífico
determinado, lo cumpliremos, aunque el universo entero se levante para
decir «no». Pero si obtenemos dicho honor abandonando verdad y
humildad, nos será amargo como la hiel y el acíbar.
Cada cual debe amar y honrar a Dios a su manera. El ruiseñor le
alaba cantando, la flor con su perfume, las nubes con su fecundo riego, el
sol con su resplandor, la luna con su claridad y nosotros con la paciencia y
la resignación frente a las adversidades de nuestra condición.
En el fondo, nuestra vida se compone de sólo dos elementos:
primero, los deberes activos; segundo, las circunstancias pasivas. Los
primeros dependen de vosotros; cumplidlos en el nombre del Señor. Las
segundas escapan a vuestro control; es necesario que os sometáis a ellas en
el nombre de Dios. Prestemos atención al presente; abandonemos el
pasado a la justicia divina, y a la providencia el futuro. La perfección de la
personalidad no consiste en conocer los designios de Dios, sino en irnos
sometiendo a ellos a medida que las circunstancias de la vida nos los
revelan.
En realidad, en el camino de la santidad no hay más que un atajo: es
el que María escogió en la Visitación, el que escogió Jesús en Getsemaní,
el que escogió el ladrón en la cruz; es decir, abandonarse a la voluntad de
Dios.
Si el oro que yace en las entrañas de la tierra no diera su «fíat» al
minero y al orfebre, no llegaría nunca a convertirse en el cáliz del altar. Si
la pluma no diese su «fiat» a la mano del escritor, jamás escribiría el
poema. Si Nuestra Señora no hubiese dado su «fiat» al ángel, no hubiera
sido nunca la Casa de Oro. Si Cristo no hubiera dado su «fíat» a la
voluntad del Padre en el Huerto de los Olivos, no hubiéramos sido
redimidos. Si el ladrón no hubiera pronunciado su «fíat» en el fondo de su
corazón, no hubiera escoltado al Maestro en su entrada en el Paraíso.
Por impedir que Dios actúe en nosotros, somos lo que somos: unos
cristianos mediocres, exultantes hoy de entusiasmo, para al día siguiente
sentirnos abatidos. Nos rebelamos contra la mano del escultor, cual
mármol rebelde, y como un lienzo sin pintar tememos las pinceladas del
divino Artista. Tenemos un tal horror a que «al recibir a Dios tengamos
que renunciarlo todo», que olvidamos que no se advierten las chispas
cuando uno posee por entero el fuego del amor, y que no se advierte el
arco cuando uno tiene el círculo completo.
44
Constantemente cometemos el error de creer que lo que cuenta es lo
que hacemos, cuando, en realidad, lo que tiene valor es lo que dejamos que
Dios haga en nosotros. Dios envió el ángel a María no para pedirle que
Ella hiciera algo, sino que le dejase hacer algo.
Ya que Dios es mejor obrero que vosotros, cuanto más os abandonéis
a Él, podrá haceros más dichosos. Bueno es alcanzar algo con esfuerzo
propio, pero es mejor alcanzarlo con la ayuda de Dios.
Es cierto que, aun cuando no améis a Dios, Él os amará. Pero
recordad que, si no dais a Dios más que la mitad de vuestro corazón, Dios
no podrá haceros sino medio felices. ¿Tal vez objetaréis que eso sería
gozar de la libertad únicamente para sacrificarla? ¿A quién preferís
sacrificarla? ¿A los pensamientos fugaces, a vuestro egoísmo, a las
criaturas, o a Dios?
Sabed que, si sacrificáis vuestra libertad a Dios, ya no tendréis en el
cielo libertad de elección, pues al poseer lo que es perfecto no cabe
posibilidad de escoger otra cosa. ¡Y, no obstante, seréis perfectamente
libres, porque no formaréis más que uno con Aquel cuyo Corazón es
libertad y amor!
45
Tercera palabra
LA FRATERNIDAD CRISTIANA
47
La idea misma de que la Esposa del Espíritu Santo se convierta en
Madre del género humano nos abruma, no porque fue Dios el que lo
pensó, sino porque raramente pensamos en ello. Tan acostumbrados
estamos a ver a la Madonna con el niño en Belén, que olvidamos que es
esta misma Madonna la que nos recibe y nos abraza, a vosotros y a mí, en
el Calvario.
En el pesebre Cristo era únicamente un recién nacido; en el Calvario
es el jefe de una humanidad rescatada. En Belén, María era la Madre de
Cristo; en el Calvario se convierte en Madre de los cristianos. En el portal
trajo al mundo sin sufrimiento a su Hijo y conquistó el título de Madre de
la alegría; en la Cruz nos parió con dolor y alcanzó el honor de ser la Reina
de los mártires. Y en ningún caso una madre olvida al hijo de sus entrañas.
Al ver María que Cristo establecía esta nueva familia, se acordó Ella
del principio de estos vínculos espirituales. Como la de Jesús, también la
tercera palabra de María se refería al parentesco. Había ya pasado mucho
tiempo.
Cuando el ángel le anunció que iba a ser Madre de Dios, acto que
bastaba para relacionar a todos los hombres, añadió que Isabel, su prima,
aunque avanzada en edad, se hallaba encinta. «E Isabel, tu parienta,
también ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el sexto mes de la
que era estéril, porque nada hay imposible para Dios. Dijo María: He aquí
a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y se fue de Ella el
ángel» (Lc 1, 36-38).
«En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la
montaña, a una ciudad de Judá, y entró en casa de Zacarías y saludó a
Isabel. Así que oyó Isabel el saludo de María, saltó el niño en su seno, e
Isabel se llenó del Espíritu Santo, y clamó con fuerte voz: ¡Bendita tú entre
las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde a mí, que la madre
de mi Señor venga a mí, porque así que oí la voz de tu salutación saltó de
gozo el niño en mi seno? Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que
se le ha dicho de parte del Señor» (Lc 1, 39-45).
Si alguien hay que pueda zafarse de prestar servicio al prójimo, todo
el mundo admite que ese alguien es la mujer que lleva a un niño en su
seno. Si a esto se añade —nobleza obliga— el hecho de que esa mujer
lleve en sí al Amo del universo, lógicamente se desprende que tendrá
derecho a creerse dispensada de las obligaciones sociales y de los deberes
para con sus vecinos. En esas condiciones las mujeres no deben servir, sino
ser servidas.
48
Y, no obstante, vemos a la mayor entre todas las mujeres convertirse
en sirvienta de los otros. Sin engreírse por su dignidad al pensar «soy la
Madre de Dios» y comprendiendo que, quizá, su prima, ya anciana,
necesitaría de sus cuidados, esta Reina encinta, en vez de esperar su hora
en medio de un confortable retiro como hacen las demás mujeres, monta
en un borriquillo, viaja durante cinco días por la montaña y es consciente
de una fraternidad espiritual tal que, como dice la Escritura: «Se puso en
camino con presteza» (Lc 1, 39).
Treinta y tres años antes del Calvario conoció María que su misión
era entregar a los hombres el Dios que tomaba carne en sus entrañas. Y una
santa impaciencia la dominaba de tal forma que comenzó a cumplir su
misión aun antes de que su Hijo viera la luz del día. Me agrada considerar
a María en este viaje como la primera enfermera cristiana portadora para
sus enfermos no sólo de cuidados en los que se prodiga, sino también de la
vida de Cristo. En las letanías decimos: «Salud de los enfermos» y
«Auxilio de los cristianos».
Las palabras exactas que María pronunció no nos han sido referidas.
El Evangelista dice escuetamente que saludó a Isabel. Pero notemos que al
saludar a su prima surgen nuevos vínculos. Isabel ya no se dirige a Ella
como a una prima, sino que dice: «¿De dónde a mí que la madre de mi
Señor venga a mí?» (Lc 1 43)
María ya no es una simple parienta, ni sólo la madre de otro niño.
Isabel la llama «la madre de mi Señor». Y aún no es esto todo. El niño que
Isabel llevaba en su seno, y de quien más tarde el Hijo que María llevaba
en el suyo diría «que era el mayor entre los nacidos de mujer», empieza a
«saltar de gozo en el seno de su madre». ¡Podríamos atrevernos a decir que
incluso deseaba adelantar su nacimiento en honor del Rey de reyes!
Tenemos ante nosotros a dos niños que manifiestan su fraternidad aun
antes de haber abandonado el seno materno.
Notad hasta qué punto es María mediadora entre Cristo y los
hombres. Primeramente, fue a través de ella, cual puerta del cielo, que vino
Dios al mundo. En Ella, como en un espejo de justicia, vio con ojos
humanos y por primera vez el mundo que había creado; en Ella, como en
un copón, se acerca a ese primer comulgatorio que fue la casa de Isabel,
donde un niño, aún no nacido, le saluda como al Huésped del mundo.
Porque Ella se lo pide, pone en Caná su poder divino al servicio de una
necesidad humana. Y es, por fin, en el Calvario donde María, que había
entregado a Dios al mundo, lo recibe por segunda vez en nosotros,
indignos de este excelente nombre de cristianos.
49
A causa de esta intimidad me pregunto si no dejan los hombres de
adorar a Cristo en cuanto dejan de venerar a la Madre de Cristo. ¿No es
verdad que en las relaciones humanas si alguien, que se dice vuestro
amigo, no presta atención a vuestra madre y la ignora cuando es recibido
en vuestra casa, ese tal llegará más pronto o más tarde a ignoraros también
a vosotros? Por el contrario, si los hombres van a llamar a la puerta de
María, se darán cuenta que es Jesucristo quien les sale a recibir.
Si nunca hasta ahora habéis rezado a María, hacedlo desde este
momento. ¿No comprendéis que, si Cristo ha querido ser formado por Ella
físicamente durante nueve meses y moralmente durante treinta años, es
porque quiere que a Ella acudamos para que Él pueda formarse en
nosotros? Puesto que ha educado a Cristo, sólo Ella es capaz de formar
cristianos.
Para fomentar la fraternidad espiritual con Jesús y María, nada tan
eficaz como el Rosario. La palabra rosario significa «guirnalda de rosas»,
escogidas en el jardín de la oración. Cada cuenta no requiere más de tres
minutos y todo el rosario se puede recitar en algo más de diez.
Si vosotros no lo rezáis seguido y de rodillas, podéis, sin embargo,
rezar un misterio al levantaros y otro al marchar al trabajo; otro por la
mañana al barrer la casa o al esperar la cuenta en el restaurante; otro
misterio momentos antes de acostaros, y la última decena de avemarías
rezadla antes de dormiros.
Si tenéis menos de veinticinco años, no podréis rezar antes de dormir
más que un misterio; dos, si tenéis cuarenta años, y si estáis rayanos a los
sesenta, ¡a buen seguro que podréis rezar hasta doce docenas!
No creáis estéril la repetición tan frecuente en el rosario del
Avemaría. Cada vez nos evoca un paisaje distinto, sea que meditemos la
Natividad, la Crucifixión o la Resurrección. Cuando erais pequeños y
decíais a mamá que la queríais, no pensabais que estas palabras pudieran
tener el mismo sentido que al decírselas años más tarde. Al cambiar el
plano del cariño, también cambia la forma de expresarlo. Cada día se
levanta el mismo sol y cada día es distinto del anterior.
Ved algunas de las ventajas del Rosario:
1.ª Si rezáis cada día el Rosario con devoción y con todo lo que eso
implica, no perderéis vuestra alma.
2.ª Si deseáis ardientemente paz para vuestro corazón y para vuestra
familia, y gracias divinas para vuestro hogar, reunid cada día a todos los
vuestros y rezad por la noche el Rosario.
50
3.a Si ansiáis llevar un alma a la plenitud de la vida en Dios,
enseñadle a recitar el Rosario; o dejará de rezarlo o recibirá el don de la fe.
4.ª Si un número suficiente de vosotros rezara todos los días el
Rosario, la Santísima Virgen obtendría de su divino Hijo, como tantas
veces en el pasado, la calma después de la tempestad actual, la derrota de
los enemigos de la humana civilización y la verdadera paz de corazón para
cuantos sufren o andan descarriados.
5.ª Si vuestra caridad se ha entibiado y os ha dejado tristes e
inclinados a la mediocridad y tibieza, el Rosario, al haceros meditar en el
gran amor de Nuestro Señor y en el cariño que tuvo por vosotros María en
el Calvario, reanimará vuestro amor a Dios y al prójimo y os obtendrá esa
paz que supera todo sentido.
No creáis que al honrar a Nuestra Señora por medio del Rosario os
olvidáis de Nuestro Señor. ¿Habéis conocido a alguna persona que
queriendo a vuestra madre os ignore a vosotros? Si Cristo nos dijo: «Aquí
tienes a tu Madre», conviene que respetemos a quien El escogió entre
todas las criaturas. De todas formas, tanto si queréis como si no, es
necesario que vayáis tras Ella, pues como lo ha dicho Francis Thompson:
Basta que la celestial Tentadora se ponga a jugar
para que todo el género humano guste la felicidad;
atraídos por tus santas zalamerías
y la infinita seducción de tus ojos
haznos encontrar el Paraíso4
4
The celestial Temptresses play, / And all mankind to bliss betray; / Wíth scrosanct
cajoleries / And starry treachery of your eyes, / Tempt us back to Paradise
Francis THOMPSON.
51
Cuarta palabra
CONFIANZA EN LA VICTORIA
53
María, de pie junto a la Cruz, conocía perfectamente las Escrituras.
Cuando oyó a su Hijo empezar el salmo veintiuno, se acordó del cántico
que había entonado en casa de Isabel. Su cuarta palabra, el más espléndido
canto que jamás se haya escrito: el Magníficat. Expresa perfectamente este
cántico los mismos sentimientos que el salmo veintiuno; es decir, la
seguridad de la victoria.
«Dijo María: Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi
espíritu en Dios, mi Salvador,
porque ha mirado la humildad de su sierva;
por eso todas las generaciones me llamarán bienaventurada,
porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso,
cuyo nombre es Santo.
Su misericordia se derrama de generación en generación
sobre los que le temen.
Desplegó el poder de su brazo
y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón.
Derribó a los potentados de sus tronos
y ensalzó a los humildes.
A los hambrientos los llenó de bienes,
y a los ricos los despidió vacíos.
Acogió a Israel, su siervo.
acordándose de su misericordia,
según lo que había prometido a nuestros padres,
a Abraham y a su descendencia para siempre.»
(Lc 1, 46-55)
55
sabía que «si Yahvé no edifica la casa, en vano trabajan los que la
construyen» (Ps. 126, 1).
¿No habéis observado también que, cuando el no creyente vio a su
mundo de «progreso» retroceder de tal forma, reaccionó censurando la
religión, criticando a la Iglesia e, incluso, blasfemando de Dios, porque no
ponía fin a la guerra? Esa clase de egoístas tienen un cierto sentido de la
justicia y, como no quieren censurarse a sí mismos, hacen cuanto pueden
por encontrar un buey emisario.
Pero aquel que tiene fe contesta a tales sarcasmos como, a la pregunta
de aquel rey orgulloso: «¿Qué Dios os librará de mi mano?», contestaron
los tres jóvenes en el horno: «Pues nuestro Dios, al que servimos, puede
librarnos del horno encendido y nos librará de tu mano. Y si no quisiere,
sabe, ¡oh rey!, que no adoraremos a tus dioses ni nos prosternaremos ante
la estatua que has alzado» (Dan. 3, 15-18). «Aunque El me matara, no me
dolería y tendría confianza en El» (Job 13, 15).
Para destacar la diferencia entre los que pueden, en medio de las
tinieblas, recurrir a Dios y los que no lo hacen, comparemos a un típico
hombre moderno sin fe con un santo. Como ejemplo del primero tomemos
a H. C. Wells, quien durante algunos lustros esperó que «podría el hombre,
con los pies en la tierra, alcanzar las estrellas».
Cuando la oscuridad se abatió sobre la tierra en el curso de estos
últimos años, zozobró en un mar de pesimismo. «No existe razón alguna
para creer que la naturaleza tenga más preocupación por el hombre que la
que tuvo por el ictiosaurio. A pesar de mi tendencia hacia un animoso
optimismo, me doy cuenta de que el universo se ha hastiado del hombre y
le muestra una faz hostil. Ve al hombre deslizarse, cada vez con más
rapidez y menos inteligencia, sobre las olas del destino hacia la
degradación, el sufrimiento y la muerte.»
Escuchad a San Pablo, que sabía bien de persecuciones y que el
tirano que tenía la espada la desenvainaría el día menos pensado para
degollarle:
«Afrentados, bendecimos, y perseguidos, los soportamos; difamados,
respondemos con afabilidad; hemos venido a ser hasta ahora como
desecho del mundo, como estropajo de todos» (1 Cor. 4, 12-13).
«¿Quién nos arrebatará al amor de Cristo? ¿La tribulación, la
angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?»
(Rom. 8, 35).
56
«Porque persuadido estoy que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles,
ni los principados, ni lo presente, ni lo venidero, ni las virtudes, ni la
altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá arrancarnos al
amor de Dios en Cristo Jesús Nuestro Señor» (Rom. 8, 38-39).
Pongamos otra comparación, en una época angustiada. Escuchad lo
que dice Bertrand Russell, el prototipo del hombre moderno que no tiene
fe. Según él, ¿cuál es el porvenir del hombre?
«El origen del hombre, su desarrollo, sus esperanzas, sus temores, sus
cariños y sus creencias, no son otra cosa que el resultado de la disposición
fortuita de los átomos. Ni el entusiasmo, ni el heroísmo, ni la intensidad de
pensamiento pueden hacer perdurar al hombre más allá de la tumba; la
labor de los siglos, la entrega, la inspiración, el brillante resplandor del
género humano, todo está destinado a la destrucción, y todo monumento a
las grandes hazañas del hombre será inevitablemente enterrado entre los
escombros de un universo en ruinas. Sólo puede construirse una morada
segura para el alma sobre los sólidos fundamentos de una desesperación
inconmovible.»
Volvámonos hacia San Agustín, que vivió en un mundo preso de la
desesperación; en los tiempos en que el Imperio romano, que había
sobrevivido durante siglos, conoció la decadencia y cayó en manos de los
bárbaros venidos del Norte, como Satanás, el ángel caído:
«Dios, que no eres autor del mal, sino que lo permites para apartar un
mal mayor;
»Dios, que eres amado, consciente o inconscientemente, por todo
aquel que es capaz de amar;
»Dios, en quien están todas las cosas, pero a Quien no alcanzan la
ignominia, la malicia o los errores de vuestras criaturas;
»Dios, de quien apartarse es caer; a quien volverse, es levantarse de
nuevo; en quien vivir, es encontrar apoyo; de quien separarse, es morir; a
quien retornar, es ser reanimado; en quien morar, es vivir;
»Dios, que abandonarte es perecer, que buscarte es amar, que verte es
poseer;
«Dios, a quien nos impulsa la fe, nos eleva la esperanza, nos une la
caridad;
»Dios, por quien triunfamos de nuestros enemigos.
»Yo te invoco.
»A Ti dirijo mis plegarias.»
57
¡Podéis vosotros apreciar la diferencia! ¡A vosotros os toca elegir!
¿Queréis caer en el abismo de la desesperación, o bien, como Cristo en las
tinieblas de aquella tarde y como María antes de que naciera el Árbol de la
vida, preferís poner vuestra confianza en Dios, en su misericordia, en su
victoria?
Si estáis tristes o abatidos, en el fondo es siempre por lo mismo: no
habéis querido responder a la invitación de Aquel que es Amor: «Venid a
Mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad
sobre vosotros mi yugo y aprended de Mí, que soy manso y humilde de
corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 28-29).
En todas partes, la liberación prometida se lleva a cabo por las armas
o por la opresión, lo que puede significar la esclavitud. No así en El, que,
clavado en la Cruz, es quien únicamente puede ofrecernos un amor libre de
toda traba. Un amor que no estuviera de tal forma atado y crucificado
podría esclavizar, pero unas manos agarrotadas no pueden encadenar,
como tampoco la Hostia o el Cáliz levantados no pueden oprimir; pero, en
cambio, pueden pedir y suplicar.
Un amor así nos brinda tres consejos prácticos:
1.º No olvidéis jamás que sólo existen dos filosofías que puedan regir
vuestra vida: la de la Cruz, que empieza con ayunos y acaba en banquete, y
la de Satanás, que empieza con festines y acaba en dolores de cabeza. Si
no hay Cruz, no habrá sepulcro vacío; si no hay fe a pesar de las tinieblas,
no habrá visión en medio de la luz; si no hay Viernes santo, no habrá
Domingo de Pascua. Como nos lo asegura Cristo: «En verdad, en verdad
os digo que lloraréis y os lamentaréis y el mundo se alegrará; vosotros os
entristeceréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16, 20).
2.º Cuando lleguen las separaciones, cuando «los golpes y las flechas
de una suerte adversa» os lastimen, cuando, como a otro Simón Cireneo,
os pongan sobre los indóciles hombros una cruz, llevadla a la Misa de cada
día y, en el momento de la consagración, decid a Nuestro Señor: «¡Oh
Salvador mío! Lo mismo que Tú por mi amor dijiste: Este es mi Cuerpo,
ésta es mi Sangre, también yo te digo: éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre,
acéptalos. Son tuyos. ¡Qué importa que mis obligaciones rutinarias, mi
trabajo cotidiano continúen en mi vivir con las mismas apariencias! Toma,
consagra, ennoblece, espiritualiza la sustancia de mi ser; haz de mi cruz un
Crucifijo, para que, siendo más dueño de mí mismo, te pertenezca más a
Ti, ¡oh divino Amor!»
58
3.º No tomad a Dios como a una especie de propietario, ausente por
lo general y a quien no osáis tratar con familiaridad o a quien os dirigís
cuando se ha roto una cañería y queréis que os saquen del apuro. No tomad
tampoco a Dios por un agente de seguros, que puede daros garantías contra
incendios. No os acerquéis a Él con timidez, como la mecanógrafa que va
a pedir un aumento de sueldo al jefe, temblando y más que segura de no
conseguir lo que pretende. No temed a Dios con temor servil, pues Dios
tiene para con vosotros más paciencia de la que vosotros mismos podáis
tener. ¿Tendríais, por ejemplo, tanta paciencia como Él tiene para con un
mundo tan perverso como el nuestro? ¿Si se tratara de otro, tendríais
vosotros la misma paciencia que para con vuestros defectos? Acercaros,
más bien, con plena confianza e, incluso, con la osadía de un niño
afectuoso que se sabe con derecho a pedir favores a su Padre.
Aunque no os conceda todo lo que le pidáis, estad seguros de que, en
cierto sentido, atiende todas las oraciones. Puede ocurrir que un hijo pida a
su padre algo que no le convenga; un fusil, por ejemplo. A la vez, que el
padre no concede lo que se le pide, toma al hijo en sus brazos para
consolarlo y le regala cariño, aunque no le conceda su petición... De la
misma forma que el hijo entre los brazos de su padre olvida el favor
pedido, así también olvidaréis en la oración lo que deseabais al recibir el
don que necesitabais: el don del amor, de un amor correspondido. No
olvidad que existen, no dos, sino tres formas de responder a una pregunta:
«sí», «no» y «espere» ...
A medida que practiquéis la oración os iréis dando cuenta que la
naturaleza de vuestras peticiones va cambiando. Pediréis cada vez menos
para vosotros y cada vez más para el amor de Dios. Lo mismo que en las
relaciones humanas: cuanto más se ama a una persona, más se desea dar y
menos recibir. El amor profundo nunca dice «dame», sino «toma». Si un
día estuvierais rezando en vuestra habitación y vierais entrar en ella a
Nuestro Señor, ¿le pediríais favores, le haríais partícipe de vuestras difi-
cultades, le pedirías un millón de dólares, o que cuando acabe la guerra
pueda comprar acciones de la General Motors?
¡No! Os arrodillaríais a sus pies y le besaríais la orla de su manto. Y
en el momento en que Jesús pusiera las manos sobre vuestra cabeza
sentiríais, incluso en medio de la oscuridad, una paz y confianza tales que
os olvidaríais instantáneamente de las preguntas que deseabais hacerle y de
los favores que queríais pedirle. Intentarlo lo consideraríais como una
profanación. Lo único que desearíais sería contemplar su rostro y, al
59
hacerlo, penetraríais en un mundo sólo conocido por los que aman. ¡Ya no
ansiaríais otro cielo!
60
Quinta palabra
61
física, pues el Evangelio nos dice que pronunció esta palabra para que se
cumplieran las Escrituras. Por consiguiente, esta sed era espiritual tanto
como física. Dios iba tras las almas y esperaba que uno de esos pequeños
servicios de la vida ordinaria —dar de beber en su nombre—, podría poner
al alcance de la gracia a quien se encargase de realizarlo. El Pastor, en el
mismo instante en que daba su vida por el rebaño, buscaba aún a su oveja.
María, en pie a la sombra de aquella dura Cruz, que servía de lecho
de muerte a su Hijo, oyó su palabra y comprendió que su petición
sobrepasaba el límite de pedir alivio para sus sufrimientos. Recordaba bien
el salmo al que aquel versículo pertenecía. Y recordó el tiempo en que
también Ella tuvo sed: cuando su Hijo acababa de cumplir la edad legal de
doce años. La fiesta de los Ácimos, instituida para conmemorar el Éxodo,
había hecho emprender el peregrinaje a José y a María. Después de pasar
siete días en Jerusalén, los peregrinos, al caer la tarde, se pusieron en
camino. Los hombres salían por una de las puertas de la ciudad, las
mujeres por la otra, para reunirse por la noche al hacer la primera parada
del regreso. José y María partieron, pues, pensando cada uno que el Niño
viajaría con el otro y no se dieron cuenta hasta la noche que no estaba con
ninguno de ellos.
Su corazón no hubiera experimentado mayor angustia si hubieran
oído resonar repentinamente las trompetas del Juicio final. Durante tres
días recorrieron colinas y caravanas y, al tercero, lo encontraron. No
sabemos lo que hizo Jesús durante esos tres días. No podemos hacer más
que suposiciones. Quizá fue a Getsemaní, donde, veintiún años más tarde,
su sangre debía enrojecer las raíces de los olivos. Quizá se quedó en el
Calvario, donde vivió anticipadamente esta hora terrible. Sea de ello lo que
fuere, lo cierto es que al tercer día lo encontraron en el Templo discutiendo
con los doctores de la ley. María le dijo entonces: «¡Hijo mío!, ¿por qué
nos has tratado de esta forma? Mira que tu padre y yo, apenados,
andábamos buscándote» (Lc 2, 48). En un país en que era costumbre que
las mujeres hablaran poco y donde el jefe era siempre el hombre, no fue
José quien habló, sino María, pues Ella era la madre y José el padre
nutricio.
Cuando Abraham se acercó a Dios «cayó un sopor sobre él, y fue
presa de un gran terror y le envolvió una densa niebla» (Gen. 15, 12), y
cuando el Señor se le apareció «cayó Abraham rostro en tierra» (Gen. 17,
3). Cuando Jacob vio al Señor, lleno de miedo dijo: «¡Qué terrible es este
lugar!» (Gen. 28, 17). Y cuando Moisés estuvo en presencia de Dios «se
ocultó el rostro» (Ex. 3, 6). Y, sin embargo, he aquí que una mujer se dirige
62
al Dueño de la vida, por el que todas las cosas fueron hechas, y sin El nada
se hizo, y le llama «Hijo mío». Le llama así con pleno derecho, no por
privilegio. Esta sola palabra basta para demostrar que existían entre ellos
unos vínculos y una gran intimidad; sin duda, así es como María solía
llamarle en Nazaret.
He aquí, pues, una criatura en busca de Dios. Así como la sed de
Cristo Nuestro Señor en la Cruz nos mostraba al Creador buscando al
hombre, las palabras de María ponen de relieve la verdad complementaria,
es decir, que la criatura busca también a Dios.
¿Por qué, pues, no se encuentran, siendo así que mutuamente se
buscan? Dios no encuentra al hombre porque éste es libre y puede, como
Adán, ocultarse a la presencia de Dios. Como cuando un chiquillo ha
hecho algo prohibido se esconde para que su madre no le encuentre, así
también, cuando el hombre comete un pecado, se aparta de Dios. Y
entonces nos parece que «Dios está lejos de nosotros», cuando, en
realidad, los que estamos alejados de El somos nosotros. El pecado es el
responsable de la distancia. Dios respeta la libertad del hombre, Dios
llama, Dios no obliga. «Tengo sed»; ése es el lenguaje de la libertad.
Dios está más cerca de lo que pensamos, como dijo San Pablo a los
atenienses. Con un disfraz cualquiera pueda ser que se nos presente, bajo
las apariencias, pongamos, por ejemplo, de un jardinero, como le ocurrió a
María Magdalena, o las de un caminante, en la forma en que se encontró
con los discípulos de Emaús. ¡Qué mal rato hubieran pasado los posaderos
de Belén, si hubieran sabido que habían negado hospitalidad a la Madre de
Dios! Si se la encontraran ahora, la cubrirían de reproches: «¿por qué no
dijiste que eras la madre de Jesús?» Si alguno de los que asistieron a la
Crucifixión vio después a Cristo resucitado y glorioso durante los cuarenta
días antes de su Ascensión, cómo le reprendería su corazón y se diría: ¡Que
no haya sabido que eras Tú quien pedías que te diesen de beber!
¿A qué se debe el que, en lo concerniente a la religión, deseemos
pruebas y signos tan poderosos que subyuguen nuestra razón y nos priven
de la libertad? ¡Dios no da nunca una tal prueba! Las quejas por parte del
hombre continuarán hasta el día del Juicio final. Y entonces dirá Cristo:
«He tenido sed y no me habéis dado de beber» (Mt 25, 42).
De la quinta palabra de Jesús y de María nace la idea de que todo
apostolado se fundamenta en estar convencido de que en cada uno de
nosotros existe un ansia que nos lleva a buscar a Dios. ¿Y los sectarios?
¿Tienen ansias de Dios y de su Iglesia? Sin duda que piensan más en la
63
Iglesia que muchos de los que forman parte de ella. No nos mostremos
demasiado severos con ellos.
En realidad, no odian a la Iglesia. Solamente odian lo que ellos
erróneamente toman por Iglesia. Si yo hubiera oído acerca de la Iglesia las
mismas mentiras que ellos, si me hubieran enseñado los mismos errores
históricos, dado mi carácter y mi temperamento, odiaría a la Iglesia diez
veces más que ellos. Tienen, al menos, celo y ardor mal dirigidos, por
cierto, pero pueden transformarse, por medio de la gracia de Dios, en amor
como ahora lo tienen de odio.
Bajo la misma luz debemos mirar a San Pablo antes de su conversión
y a esas almas que llevan sobre sus espaldas prejuicios antirreligiosos y
lecturas anticatólicas. Cuando el apóstol amenazaba y perseguía a la
Iglesia, cuando asistía a la lapidación del más brillante de sus primeros
miembros, Esteban, numerosos creyentes abatidos oraban sin cesar: «¡Oh
Dios, enviad a quien pueda refutar a Pablo!» Y Dios oyó sus plegarias.
Envió a Pablo para responder a Pablo. Un sectario se convirtió en el mejor
de los apóstoles.
Hace algunos años, entre mis oyentes radiofónicos, se encontraba una
joven que tenía la costumbre de sentarse frente a su aparato para burlarse
de cada una de mis palabras. Hoy goza de la plenitud de la fe y de los
sacramentos. En otra ciudad un hombre había tomado la costumbre de
grabar en discos dichas emisiones y los llevaba a un convento de monjas
para que los oyeran, pues no tenían radio. Pero estropeaba este acto de
bondad acompañando al disco con abundantes comentarios irónicos. Hace
poco ha hecho construir una nueva escuela para las monjitas de esa ciudad.
Todos buscamos a Dios y, si el alma brinda a Dios una oportunidad, Dios
la aprovecha y gana.
Dios tiene sed de quienes han perdido la fe. La posición del católico
disidente es extraordinariamente singular. La importancia de su caída debe
ser medida con relación a la altura de que ha caído. Reacciona contra la
Iglesia con la discusión o el odio. En ambos casos da testimonio de la
divinidad de la Iglesia. Su odio consiste en una simple tentación de
desprecio. Puesto que su conciencia, que ha sido formada por el Espíritu
Santo en la Iglesia, no le deja vivir en paz, él tampoco quiere dejarla en
paz.
Pero el principio general permanece en pie: estad seguros de que
busca a Dios, de otra forma no pensaría tanto en El. Por eso os aconsejo
que jamás de los jamases discutáis con un católico disidente. Puede que os
64
diga, por ejemplo, que ha dejado la Iglesia porque no podía creer en la
confesión. No le creáis. La ha abandonado porque su orgullo no le permitía
confesar sus pecados. Desea discutir para apaciguar su conciencia; pero lo
que en verdad necesita es una absolución que la sane. Como la Samaritana
del pozo de Jacob, que había tenido cinco maridos, desea confinar la
religión a los dominios de la especulación, cuando lo que necesita es
penetrar en los dominios de la moral, tal como Cristo hizo con aquella
mujer. Lo que le molesta no es el Credo, sino los mandamientos. Habiendo
conocido lo mejor, se siente ahora desgraciado por estar privado de ello.
No pensemos que le ayudamos cuando le decimos que ha emprendido
una ruta equivocada. Bien lo sabe él. Más aún, él conoce el verdadero
camino. Podemos ayudarle mejor saliéndole al encuentro, como hizo el
padre del hijo pródigo, para facilitarle el retorno, pues el deseo de todo
hijo pródigo es volver al hogar paterno.
También los pecadores buscan a Dios. Hablo aquí del pecador que
tienen conciencia de su pecado. No hay ninguna necesidad de hacerle ver
en qué forma se halla hundido en el mal; él lo sabe cien veces mejor que
vosotros. En su sueño, su conciencia ha levantado contra él su dedo
acusador. En su espíritu sus pecados están grabados a fuego por el miedo;
sus neurosis, sus ansiedades y su desgracia proclaman su muerte interior.
Esta conciencia de pecado no es aún la conversión; puede un alma
llegar hasta este punto, como llegó Judas, sin experimentar otra cosa que
remordimientos egoístas. Puede uno enfurecerse consigo mismo por haber
sido un necio; puede uno estar avergonzado de sus equivocaciones o triste
por haber sido descubierto, pero no hay verdadero arrepentimiento sin
retorno a Dios. La conciencia de pecado crea el vacío, vacío que sólo
puede llenarse con la gracia de Dios.
Me diréis: «Soy un pecador. Nadie querrá escucharme». Si Dios
hubiera de negarse a escuchar al pecador, ¿con qué razón alabaría al
publicano que, desde un rincón del Templo, se golpeaba el pecho diciendo:
«Dios, ten piedad de mí, que soy pecador» (Lc 18, 13). En el Calvario
había dos ladrones, uno a cada lado de Nuestro Señor. Uno fue salvado
porque pidió serlo. ¿No ha dicho nuestro divino Salvador: «Venid a Mí
todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré»? (Mt 11, 28).
¿Y quién más que un pecador se encorva abrumado por el peso?
Contrariamente a las otras religiones, el punto de partida del cristianismo
es el pecador. En cierto sentido se puede afirmar que el cristianismo parte
del estado desesperado del hombre. Para ingresar en la mayoría de las
65
otras religiones es preciso ser virtuoso; pero uno se hace cristiano
partiendo del supuesto de que no se es virtuoso.
Si vuestra voluntad no se opone, Dios os encontrará. Evitad, por lo
tanto, esos actos mezquinos y egoístas que os podrían endurecer y
paralizar en el momento precioso en que el abandono a la voluntad de Dios
puede devolveros la paz. De lo contrario os ocurrirá lo que al zapatero de
Dickens. Durante los años que estuvo prisionero en la Bastilla, no había
hecho otra cosa que remendar zapatos. De tal forma se apegó a las
murallas, a la oscuridad y a la monotonía de su trabajo, que luego, una vez
libre, se construyó en su vivienda de Inglaterra un calabozo interior; y
mientras en el exterior el cielo estaba sereno y los cantos alegres de los
pájaros resonaban en el ambiente, se podían oír en la oscuridad los golpes
de martillo del zapatero. Así los hombres, a fuerza de vivir en medio de un
ambiente atosigante, se vuelven, por su propia culpa, incapaces para
desarrollar su vida entre los vastos horizontes de la fe y de la religión.
No paralizad vuestra vida espiritual renegando constantemente. No
diréis: «Shakespeare no sabe escribir», porque hayáis asistido al asesinato
del monólogo de Hamlet a cargo de un mal actor; no neguéis la belleza de
la música al oír por radio los gritos desaforados de una voz desgañitada;
porque vuestro médico esté resfriado no vais a perder la fe en la medicina.
¡Dadle a Dios una oportunidad! La prolongación de su encarnación
en la vida de la Iglesia no es una exigencia, sino un ofrecimiento; no un
contrato, sino un regalo. Nunca podremos merecerlo; pero podemos, sin
embargo, recibirlo. Dios va a la busca de vuestra alma. Conocer y gustar la
paz sólo depende de vuestra voluntad. «Quien quisiere hacer la voluntad
de Dios, conocerá si mi doctrina es de Dios o si es mía» (Jn 7, 17).
66
Sexta palabra
LA HORA
67
Caná. Al empezar a faltar el vino, no fue el maestresala el primero que lo
advirtió, sino nuestra santa Madre. María se da cuenta y pone remedio a
las necesidades de los hombres, antes incluso que aquellos que deben pro-
veer a ellas.
María le dijo a Jesús simplemente: «No tienen vino» (Jn 2, 3). Eso
fue todo. Y su Hijo le respondió: «Mujer». Jesús no la llama Madre.
«Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? No es aún llegada mi hora» (Jn 2, 4). ¿Por
qué «Mujer»? Él le decía con ello: «María, tú eres mi Madre. Me pides que
empiece mi vida pública, que me declare Mesías, Hijo de Dios, haciendo
mi primer milagro. En el momento en que empiece a hacer eso, dejarás de
ser solamente mi Madre. Si Yo me revelo como Redentor, tú eres en cierto
sentido co-redentora, Madre de todos los hombres. Por eso me dirijo a ti
con este título de maternidad universal: Mujer, porque tú eres ahora
verdaderamente mujer».
Pero ¿qué quería darnos a entender cuando dijo: «Mi hora no es aún
llegada»? Nuestro Señor empleó a menudo este término «hora» para
expresar su pasión y muerte. Cuando sus enemigos buscaban prenderle en
el Templo, el Evangelista dice: «Nadie le ponía las manos, porque no había
llegado su hora» (Jn 7, 30). En la última Cena había rogado: «Padre, llegó
la hora; glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique» (Jn 17, 1).
Después, cuando entró en escena Judas, en el Huerto de los Olivos, dijo
Nuestro Señor: «Esta es vuestra hora» (Lc 12, 53). La hora significa la
Cruz.
Su primer milagro fue el comienzo de la hora. Su sexta palabra en la
Cruz fue el fin. La Pasión estaba acabada. Había cambiado el agua en vino
y el vino en sangre. Todo estaba cumplido y la obra acabada.
De estas palabras se deduce que entre el principio y el fin de las
tareas que nos son confiadas hay una «hora», un momento de
mortificación, sacrificio y muerte. Nunca se acaba una vida sin esta
«hora». Entre el Caná, en que nos lanzamos a la vocación de nuestra vida,
y el momento de triunfo en que podemos reconocer nuestro éxito, ha de
venir a insertarse la Cruz.
Al pedirnos que tomáramos cada día nuestra cruz, Cristo no puede
haber buscado otro fin que nuestra perfección. Como cuando se nos dice
que entre el momento en que por primera vez se ponen los dedos sobre el
teclado y el momento en que conocemos el triunfo, como virtuosos del
piano, es necesario que haya transcurrido la «hora» de los ensayos
penosos, de los molestos ejercicios y del fuerte empeño en el trabajo.
68
Sin duda para recordarles que la muerte es una condición de la vida,
respondió Jesús a los griegos que le preguntaban: «En verdad, en verdad
os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo;
pero si muere, llevará mucho fruto» (Jn 12, 24). Quizás Atenas hubiera
hecho de Jesús un maestro. Jerusalén, con su hora, hizo de Él un Redentor.
Cristo, nuestro Jefe, no es un Cristo que no ha sufrido, sino un Cristo
entregado a la muerte y resucitado, cuyo cuerpo glorioso lleva en manos,
pies y costado, las señales de la «hora». Como dice San Pablo: «Los que
son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y
concupiscencias» (Gal. 5, 24).
Sin una disciplina personal que humille nuestro orgullo y ponga freno
a nuestro egoísmo, nuestra vida está inacabada e incompleta. La mayoría
de las personas se encuentran frustradas porque han rechazado de sí la
Cruz. Creen poder conseguir el día sin fin de la eternidad sin vivir la hora
crucial del Calvario. Y la naturaleza aborrece lo incompleto. Cortad la cola
de una lagartija y le crecerá otra. Los impulsos que desechamos en nuestra
vida consciente se realizan, muchas veces, en nuestros sueños. Nuestras
almas mutiladas procuran, de una manera o de otra, llenar su vacío y
remediar su imperfección.
En nuestra vida espiritual tenemos que aplicarnos, consciente y
deliberadamente, a vivir la «hora» de la Pasión de Cristo para poder
participar en su Resurrección. «Para conocerle a Él y el poder de su
Resurrección y la participación en sus padecimientos, conformándome a Él
en la muerte» (Fil. 3, 10).
Después de resucitar, les dice Jesús a los discípulos que iban a Emaús
que la «hora» era la condición de su gloria. «¡Oh hombres sin inteligencia
y tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! ¿No
era preciso que el Mesías padeciera y entrara así en la gloria?» (Lc 24, 25-
26). Sin un metódico desasimiento de nosotros mismos es imposible
progresar en la caridad.
El hombre completo, el hombre perfecto es el hombre liberado:
liberado de sus ansias de poder, de fama y de bienes terrenos; liberado de
la cólera, de la ambición y de la avaricia; liberado de su egoísmo, de sus
pasiones y concupiscencia. La práctica del desasimiento de todo aquello
que paraliza nuestra alma es uno de los puntos que vienen implicados en la
palabra «hora». Es un ir «contra corriente»; un estar de la parte de Dios,
aun en contra de uno mismo; es un renunciamiento para conseguir la
curación.
69
¿Cómo conoceremos que nuestra vida está incompleta? Entre otras
señales citaré, en primer lugar, la costumbre de criticar, que es la mejor
señal. Nuestro sentido de la virtud está tan vivo y tan profundamente
arraigado que, cuando no encontramos virtud en nosotros misinos,
compensamos esta ausencia intentando convertir en virtuosos a los demás.
De esta forma, la crítica del prójimo es una manera solapada de alabarnos.
Creemos que el cuadro que tenemos en nuestra pared estará más derecho si
le decimos al vecino que todos los suyos están torcidos. Como la go-
londrina que se agita y bate las alas encima de su nido, nosotros
acostumbramos a demostrar con mayor evidencia lo que intentamos
ocultar.
Cuando vosotros decís de un defecto ajeno: «Eso es algo que no
puedo soportar», manifestáis aquello a lo que inconscientemente estáis
más inclinados. Al hablar de los defectos de los otros, damos cuerpo a
nuestros defectos inconfesados. Detestamos en los demás aquellos pecados
que más hieren nuestra susceptibilidad al advertirlos en nosotros. Cuando
Cristo dijo: «No juzguéis y no seréis juzgados» (Mt 7, 1), quería decir que
con la medida que midáis a los demás seréis vosotros medidos. ¡Vosotros
mismos os habéis traicionado! Pretendéis compensar vuestra negativa a
aceptar la «hora» iluminando a los demás con una luz desfavorable.
Otra prueba de imperfección se revela en la crítica, explícita o
implícita, de la religión. Si sois unos racionalistas que consideráis la fe
como una superstición, sin duda que os gustan las historias de fantasmas.
Acalláis lo que hay de inacabado en vuestro ser evadiéndoos hacia lo
extraordinario. Si consideráis todos los misterios de la religión como un
conjunto de supersticiones sin valor, ¿por qué leéis tantas novelas
policíacas? Llenáis vosotros con el misterio del crimen vuestra necesidad
del misterio divino.
¿Cómo explicar el que los impúdicos gusten tanto de leer los libros
que atacan la pureza de los demás hombres? ¿Por qué los revolucionarios y
los inmorales son también los que más desprecian la religión y la moral?
Intentan consolarse de su vida desgraciada haciendo descender a su propio
abismo a las gentes felices. Equivocadamente creen que las Biblias y las
religiones, las Iglesias y los sacerdotes han impuesto la distinción entre el
bien y el mal en este mundo, y que, si fuera posible desembarazarse de
ellos, podrían continuar pecando con toda impunidad. Para ellos el
progreso se mide por la altura del montón de verdades morales echadas por
la borda.
70
Una tercera prueba de imperfección la tenemos en el egocentrismo.
El egocentrismo lleva siempre a la frustración, puesto que la condición del
perfeccionamiento propio es el renunciamiento. Antes de nacer a la parte
más notable de la personalidad es menester morir a la parte más baja. Eso
es lo que quería decir Nuestro Señor con aquellas palabras. «Pues el que
quiera salvar su vida la perderá; y el que pierda su vida por Mí, la hallará»
(Mt 16, 25).
Muchas esposas que, con propósito deliberado, han despreciado la
«hora» de la maternidad, se sienten desgraciadas y frustradas. No han
conocido nunca las alegrías del matrimonio porque se han negado a
someterse a las obligaciones de este estado. ¡Creyendo salvarse se han
perdido! Son necesarios tres, y no dos, para el amor: hay que contar con
Dios. Sin Dios, los hombres no logran suscitar en cada una de ellas sino lo
peor. Dos amantes que no tienen otra cosa que hacer que «hacerse el
amor», pronto se dan cuenta que éste se ha acabado. Cuando no está
basada en la lealtad, la vida es incompleta.
En América, los jóvenes viven una juventud irresponsable más
tiempo que en ningún otro país del mundo. La razón es que la educación
llamada «progresista», que descuida la disciplina personal en favor de un
personalismo sin límites, ha privado a los jóvenes del único medio de
hacerlos realmente progresar, pues apartar la «hora» de la renuncia es
imposibilitar el día del desarrollo.
Sólo conseguimos vivir para alcanzar lo más alto cuando morimos a
lo más bajo que hay en nosotros. Únicamente cuando aplastemos nuestro
egoísmo podremos desarrollar nuestra personalidad. La única forma de
dominar es sometiéndonos. ¿Cómo adquiere la planta su poder de
desarrollo? ¿Siendo indiferente e independiente al medio que la rodea o
sometiéndose y conformándose a él para poder sobrevivir? ¿Podremos
gozar del placer de la natación si no pasamos antes por el escalofrío de la
primera zambullida? ¿Cómo apreciaremos a los clásicos si no es después
de la monótona y fastidiosa gramática? ¿Cómo vamos a elevarnos hasta la
vida de Dios si no nos hacemos antes capaces de recibirla por el
renunciamiento personal?
Al renunciarse a sí mismo se pone uno en estado de receptividad; y
recibir los dones de Dios es la única forma de llegar uno a ser completo y
perfecto. Una ley de la naturaleza y de la gracia quiere que sólo reciban
aquellos que dan. El mar de Galilea es azul y fresco y proporciona la vida
a toda una flora y fauna acuática bajo sus aguas iluminadas por el sol, no
porque reciba aguas, sino porque las da. Por el contrario, el Mar Muerto
71
está muerto porque no tiene desagüe por donde entregar sus aguas. No da
nada y, por consiguiente, no recibe nada. Ningún pez vive en sus aguas,
ningún animal en sus ribazos. Por no haber tenido su Calvario de renuncia,
nunca tendrá el Pentecostés de vida y de poder.
Si nada os satisface, es porque no estáis satisfechos de vosotras
mismos. Si raramente encontráis una persona o cosa que os plazca, es
porque no estáis contentos de vosotros mismos. La vida no permite que el
egocentrismo imponga su orden, pues, en lo que concierne a la vida, el
egoísmo es el desorden. ¿Y cómo va a ordenarse al prójimo este mi «yo» si
no es a base de disciplina? Por eso en el centro del reino de Dios se
encuentra la Cruz.
72
Séptima palabra
EL FIN DE LA VIDA
73
encuentra cara a cara con la muerte y va a dar libremente su vida, sus
últimas palabras son: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» (Lc 23,
46). Los demás hombres pronuncian las últimas palabras como un murmu-
llo. Cristo habló con voz potente.
No es la muerte la que fue hacia Él, sino El quien fue hacia la muerte.
Nadie le quitó la vida; El mismo la entregó. Murió por un acto de
voluntad. El acento carga no sobre la muerte, sino sobre la eternidad de la
vida divina. Era el principio del retorno a aquella gloría que, antes de ser
puestos los fundamentos del mundo, compartía con el Padre.
«Padre.» Fijémonos en esta palabra que pronuncia y que indica su
filiación. No dice «Padre nuestro», como nosotros, pues el Padre no lo es
de la misma forma para El que para nosotros. Él es el verdadero Hijo de
Dios, mientras que nosotros no somos sino hijos adoptivos.
«En tus manos.» Manos calificadas de buenas por el profeta; manos
que guiaron a Israel al cumplimiento de su historia; manos que procuran lo
necesario tanto a los pájaros del aire como a la hierba de los campos.
«Entrego mi espíritu.» ¡Entregar! Es la consagración. La vida es un
ciclo. Venimos de Dios y a Dios volvemos. Por eso el fin de la vida es
cumplir la voluntad de Dios.
Cuando nuestra Madre vio a Jesús inclinar la cabeza y entregar el
espíritu, se acordó de la última palabra que refiere de ella la Escritura.
Dirigiéndose al maestresala, dijo en las bodas de Caná: «Haced lo que Él
os diga» (Jn 2, 5). ¡Hermosa despedida! Son las palabras más sublimes que
jamás salieran de labios de mujer. «Lo que os diga, hacedlo.» En la
Transfiguración, el Padre celestial dejó oír su voz: «Este es mi Hijo muy
amado..., escuchadle» (Mt 17, 5). Ahora nos habla nuestra Madre y nos
dice: «Haced su voluntad».
La dulce intimidad de treinta años pasados en Nazaret toca a su fin.
María va a entregarnos a su Hijo, y, al hacerlo, nos indica el único camino
de salvación: la consagración total a Jesús. En ninguna parte del Evangelio
se dice que María amase a su Hijo, pues el amor no se prueba con
palabras. Su amor está oculto tras la sumisión de su espíritu a Jesús y en la
última orden que nos da: «Haced lo que os diga».
Las últimas palabras de Jesús y María que nos han sido referidas son
palabras de sumisión: Jesús se entrega al Padre; María nos pide que nos
entreguemos al Hijo, Esta es la ley del universo. «Todo es vuestro;
vosotros sois de Cristo, y Cristo, de Dios» (1 Cor. 3, 22-23).
74
Miremos ahora de frente el problema. ¿Qué hacéis vosotros de
vuestra libertad? Podéis hacer tres cosas:
1.ª Guardarla para vuestros deseos egoístas;
2.ª Fraccionarla en minúsculas partículas para emplearlas en placeres
sin valor o en fantasías efímeras;
3.ª Entregarla a Dios.
76
a un muchachito, que repelía los brazos cariñosos,
y que lanzaba esa arisca queja.
Yo me vuelvo al Dios de bondad:
«Perdón, oh Tú que eres el supremo amor,
pues me parece que ésos eran tus brazos
y yo ese muchacho».5
Como dijo Pascal: «Sólo existen dos clases de seres a los que se
pueda llamar racionales: los que aman de todo corazón a Dios, porque le
conocen, y los que le buscan de todo corazón, porque no le conocen».
Queda, pues, esperanza para los que no están satisfechos de su
elección y experimentan deseos de mejorar. Si sólo hacemos esto, no
pasamos de crear un vacío. Más vale decir «soy un pecador» que «no
necesito yo la religión». El vacío puede ser llenado; pero el que está
imbuido de sí mismo no tiene sitio para Dios. Si nos entregamos a Dios,
diremos con San Agustín: «¡Oh eterna belleza, demasiado tarde te he
empezado a amar!», como nos lo hacen ver las palabras del gran poeta:
5
«Why do you so clasp me, / And draw me to your knee? / Forsooth, you do but
chafe me, / Y pray you let me be: / I will be loved but now and then / When it liketh
me!» / So I heard a young child, / A thwart child, a young cbild / Rebellious against
love’s arms. / Make its peevish cry. / To the tender God I turn: — / ¡Pardon, Love
most High! / For I think those arms were even Thine, / And that child even!.»
Francis Thompson
6
«O gain that lurk'st ungained in all gain! / O love we just fall short of in all love! /
O height that ín all heights art still above! / O beauty that dost leave all beauty pan! /
Thou unpossessed that mark'st posaession vain.»
77
FIGURAS DE LA PASIÓN
Dedicado a
María Inmaculada
Madre de la divina Gracia
en homenaje de amor
y de agradecimiento
78
Capítulo primero
PEDRO
82
Si hay etapas que nos alejan de la fe, ¿cuáles son las que nos acercan?
Helas aquí:
1.ª, la desilusión;
2.ª, la respuesta a la gracia;
3.ª, la enmienda;
4.ª, la contrición.
85
y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que
os la pidiere» (1 Pet. 3, 13-15).
No es de extrañar que nuestro divino Salvador, que conoce las almas
en su fondo más íntimo, haya elegido como jefe de su Iglesia, no a Juan,
que jamás le había negado y único entre los apóstoles que había estado
presente en la cima del Calvario, sino más bien a Pedro, que cayó y se
levantó, que pecó y fue perdonado a lo largo de una vida de penitencia,
para que su Iglesia comprendiera algo de la debilidad humana y del pecado
y para que llevara a los millones de almas que la integran el Evangelio de
la esperanza y la seguridad de la divina misericordia.
Convenía, pues, cuando Pedro llegó al fin de su vida, que pidiera ser
crucificado, no como nuestro bendito Salvador, con la cabeza enhiesta,
sino con la cabeza hacia abajo, en la tierra. Nuestro Señor le había llamado
roca de su Iglesia, y esta roca fue colocada como debía: enterrada en las
raíces de la creación.
En el mismo lugar en que este hombre esforzado fue crucificado boca
abajo, con los pies —en otro tiempo vacilantes— apuntando al cielo, se
levanta ahora la mayor cúpula que se ha lanzado jamás a través de la
bóveda azulada del cielo: la cúpula de la Basílica de San Pedro en Roma.
Alrededor de esta cúpula en gigantescas letras de oro, leemos las palabras
que Nuestro Señor dijo a Pedro en Cesarea de Filipo: «... Tú eres Pedro y
sobre esta piedra edificaré Yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella» (Mt 16, 16-18).
Muchas veces me he arrodillado bajo esta cúpula y esta inscripción,
y, bajo los numerosos altares, mi mirada ha bajado hasta la tumba en que
está entenada esta roca que ha eternizado a Roma, porque él, el pecador,
habitó en ella. Nadie, supongo, se ha arrodillado jamás suplicante delante
de este primer Vicario de la Iglesia de Cristo, a quien Nuestro Señor dijo
que un pecador debía ser perdonado, no siete veces, sino setenta veces
siete, sin comprender, lleno de esperanza, lo que Pedro sabía tan bien: «Si
no habéis pecado, jamás podréis llamar a Cristo vuestro Salvador».
86
Capítulo II
JUDAS
87
codicia de Judas se manifestó especialmente en casa de Simón, cuando
aquella que no había sido invitada, la pecadora, irrumpió durante la cena,
vertió bálsamo sobre los pies de Nuestro Señor y los enjugó con sus ca-
bellos. Y la casa se llenó de perfume.
Judas asistía a la comida ese día. Sabía que la traición al Señor estaba
próxima. María, la pecadora, sabía que su muerte se acercaba. Judas, con
la máscara de la caridad, fingió cólera ante el derroche del bálsamo
precioso. «¿Por qué este ungüento no se vendió en trescientos denarios y
se dio a los pobres? Esto decía no por amor a los pobres, sino porque era
ladrón y, llevando él la bolsa, hurtaba lo que en ella echaban» (Jn 12, 5-6).
Nuestro Señor no devolvió a Judas el ultraje que le hacía. Hay en sus
palabras algo de indeciblemente triste, paciente, tierno, suave: «Déjala»
(Jn 12, 7). No puede haber derroche en el servicio al divino Amor.
Siempre habrá almas parecidas a Judas que se escandalicen de las
riquezas ofrecidas a Cristo en su Iglesia. Si un hombre puede, sin causar
escándalo, ofrecer joyas a la mujer que ama, ¿por qué el alma no podrá,
como tributo de amor, arrojar su riqueza a los pies del Dios que ama?
Nuestro Señor alabó a la mujer al decir que lo había ungido para la
sepultura. Judas quedó estupefacto. ¡Así que Él había de morir! Poco
después, el miércoles de la Semana Santa, Nuestro Señor predijo a sus
apóstoles lo que sucedería. Judas comprendió sus palabras: «Sabéis que
dentro de dos días es la Pascua y el Hijo del Hombre será entregado para
que le crucifiquen» (Mt 26, 2).
Cristo iba a ser crucificado. Era cierto. Era preciso, pues, que en el
cataclismo general Judas salvara algo para satisfacer su codicia. «Entonces
se fue uno de los doce, llamado Judas Iscariote, a los príncipes de los
sacerdotes y les dijo: ‘¿Que me dais y os lo entrego?’ Se convinieron en
treinta piezas de plata» (Mt 26, 14-15). Ochocientos años antes Zacarías
había profetizado: «Si queréis, dadme mi salario, y si no, dejadlo. Y me
pesaron mi salario: treinta monedas de plata» (Zac. 11, 12). El que se vistió
de la forma de siervo fue vendido por el precio de un esclavo.
Al día siguiente por la tarde, en la última Cena, cuando Nuestro
Señor hizo su testamento y nos legó lo que jamás moribundo alguno pudo
legar, es decir, a Sí mismo, el Salvador habló de nuevo de la traición: «...
uno de vosotros me entregará» (Mt 26, 21). Los discípulos se miraron
entre sí, diciendo: «¿Soy yo, Señor, soy yo?»
A los ojos de Dios ninguna conciencia es pura; ninguno puede estar
seguro de su inocencia. Judas preguntó: «¿Soy yo, Rabbí?» El Señor
88
respondió: «Tú lo has dicho». Entonces Judas salió, y «era de noche».
Siempre es de noche cuando uno se aparta de Dios.
Unas horas después, Judas descendía por la colina de Jerusalén al
frente de una tropa de soldados. Aunque aquella noche era luna llena, los
soldados pidieron una señal a Judas para prender al que no conocían:
«Aquel a quien yo bese, ése es: prendedlo» (Mt 26, 48).
Atravesando el torrente Cedrón y penetrando en el Huerto, Judas
echó los brazos alrededor del cuello de Nuestro Señor y un beso manchó
sus labios. Como respuesta, una palabra: «Amigo». Después, la pregunta:
«¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?» (Lc 22, 48). Esta fue la
última palabra que Jesús dirigió a Judas. Judas tenía derecho a un becerro
cebado, pero prefirió el becerro de oro.
Sólo Judas sabía dónde encontrar a Nuestro Señor en la noche
cerrada. Los soldados lo ignoraban. Es dentro de su propia Iglesia donde
Cristo es entregado en manos de sus enemigos La traición procede del mal
católico. No son los enemigos quienes causan mayor mal a la causa de
Cristo, sino aquellos a quienes la Iglesia ha cuidado desde la cuna y han
sido educados en la fe. El escándalo de los apóstatas da ocasión a los
enemigos aun tímidos. Los enemigos completan la obra cruenta de la
crucifixión; pero los que han vivido en unión con Cristo les preparan el
camino.
Judas mostró más celo por la causa del enemigo que por la de
Nuestro Señor. Igualmente, los hombres que abandonan la Iglesia buscan,
al atacarla, tranquilizar su conciencia inquieta. Puesto que su conciencia
rehúsa dejarlos tranquilos, se niegan a dejar tranquilo al guía de su
conciencia. El Voltaire burlón fue el Voltaire que abandonó la Iglesia. El
odio no se debe a la incredulidad, sino al contrario. La Iglesia inquieta a
los pecadores en su pecado; se dan cuenta éstos de que, si pudieran
borrarla del mundo, podrían pecar impunemente.
Pero ¿por qué traicionar con un beso? Es que traicionar a la divinidad
es un crimen tan abominable que es preciso hacerlo preceder siempre de
alguna señal de afecto. ¡Cuántas veces, en las discusiones religiosas,
escuchamos una alabanza de Cristo en su Iglesia seguida de un «pero» que
introduce la insinuación malévola!
Podemos atacar las cosas humanas sin buscar excusas; en este caso
no se necesita un amor hipócrita que sirva de vaina a la espada que mata.
Pero en presencia de lo sagrado y divino es preciso fingir afecto, cuando el
afecto debía ser sin ficción.
89
Muchos son los que atacan las creencias de la Iglesia por la sola
razón —dicen— de que querrían guardar pura su doctrina. Si se oponen a
su disciplina, es porque quieren conservar una libertad o incluso una
amplitud, que consideran esencial a la piedad. Si acusan a la Iglesia de no
ser suficientemente espiritual, es porque pretenden ser defensores de un
ideal más elevado. Sin embargo, jamás ninguno de ellos nos dice qué nota
de espiritualidad debe alcanzar la Iglesia antes de que puedan unirse a ella.
Por el contrario, siempre la deferencia para con la religión precede a la
hostilidad con respecto a la divinidad: «Salve, Rabbí, y le besó».
No había acabado aún Judas de cometer el crimen y ya experimentó
la repugnancia. Las fuentes profundas del remordimiento brotaron en su
alma; pero, como tantas almas de nuestros días, llevó sus remordimientos
en la peor dirección. Volvió hacia aquellos con los que había negociado.
Había vendido al Señor por treinta monedas de plata.
El precio recibido por la traición de la divinidad está fuera de toda
proporción con respecto a su valor real. Siempre que vendemos a Cristo,
sea por la riqueza, sea por el ascenso —como aquellos que abandonan su
fe porque no pueden hacer una carrera política llevando la cruz sobre sus
espaldas—, nos sentimos, a fin de cuentas, siempre frustrados.
Nada extraño, pues, que Judas devolviera aquellas treinta piezas de
plata a quienes se las habían dado y que las echara a rodar y tintinear sobre
el pavimento del Templo diciendo: «He pecado entregando sangre
inocente» (Mt 27, 4). No quería ya lo que tanto había deseado antes. Todo
el atractivo había desaparecido. Los mismos a quienes devolvió el dinero
no lo quisieron. Este dinero sólo era bueno para comprar un campo de
sangre. Restituyó el dinero, pero las almas no se salvan por el abandono de
lo que se posee, sino por el don de su ser.
Experimentar el mal sabor del pecado no basta. Es preciso también
arrepentirse. El Evangelio nos dice: «Viendo entonces Judas, el que le
había entregado, cómo era condenado Jesús, se arrepintió» (Mt 27, 3).
Pero Judas no se arrepintió en el verdadero sentido de la palabra.
Cambiaron sus sentimientos. No se arrepintió respecto a Nuestro Señor,
«se arrepintió de sí mismo». Esto es, odio de sí, y el odio de sí lleva al
suicidio. Aborrecerse ya es matarse. El odio de sí únicamente es saludable
si va asociado al amor de Dios.
La desilusión y el disgusto es, quizá, dar un paso hacia la religión,
pero no es la religión misma. Hay quienes creen amar a Dios, porque la
vida no ha cumplido todas sus promesas o porque sus sueños no se han
90
realizado. Suspiraban por una felicidad terrena y no ha sido más que un
espejismo. Las depresiones económicas, las tristezas, la enfermedad, las
decepciones les han separado, poco a poco, del mundo, donde no
encuentran ya placer. Han perdido la esperanza de recobrar su juventud,
comienzan a detestar débilmente el pecado. Confunden la sabiduría con la
saciedad. Juzgan de las virtudes a través de los vicios de los cuales se
abstienen. Se cuidan poco de la aprobación o desaprobación del mundo.
Los antiguos amigos ya no les interesan; no pueden encontrar en ellos nada
nuevo.
El resultado es que, al cabo de cierto tiempo, buscan consuelo en la
religión. Guardan los mandamientos porque no tienen motivos
suficientemente fuertes para no observarlos. Dejan de beber, abandonan
otros vicios, porque les arruinan la salud. Su virtud es la inercia: se
parecen a los icebergs en las corrientes frías del Ártico. Leen a Freud
porque están llenos de ansiedad, de complejos y temores, y aprenden que
es preciso, de una u otra manera, sublimar sus emociones. Tienen piedad,
pero la tienen de sí mismos. Lamentan su suerte, pero no lamentan haber
ofendido a Dios.
Pero ¿cuándo comenzó la traición de Judas? El primer testimonio de
su caída que hallamos en los Evangelios se refiere al día en que Nuestro
Señor anunció que legaría al mundo su persona en la Eucaristía. En la
maravillosa historia de este gran sacramento se introduce la sugerencia de
que el Salvador sabía quién era el que lo traicionaría. Nuestro Señor
acababa de anunciar que continuaría estando presente en el mundo, oculto
bajo la forma de pan. Sus palabras sublimes dejaban entender que la unión
con El sería más íntima que la unión entre los cuerpos y los alimentos que
comemos: «Así como me envió mi Padre vivo, y vivo Yo por mi Padre, así
también el que me come vivirá por Mí... el que come este pan vivirá para
siempre».
Nuestro Señor, que sabía lo que pasaba en las almas, prosiguió: «Pero
hay alguno de vosotros que no creen». Y el Evangelio añade: «Porque
sabía Jesús desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el
que había de entregarle» (Jn 6, 57-58, 64).
La traición tuvo efecto la noche misma en que Nuestro Señor dio lo
que había prometido: dar por la vida del mundo, es decir, la santa
Eucaristía.
91
En todo el Evangelio ninguna narración revela mejor que la tragedia
del apóstol traidor el poder que ha tenido una única pasión para aprisionar,
para encadenar a un hombre, para apoderarse de él y degradarle.
¿Qué influencias religiosas hubieran podido ser mejores que aquellas
de las que se vio rodeado Judas, él, que recibió en su espíritu, en su
memoria y en su corazón la impronta de la Vida única, incomparable, de la
que irradiaba el ardor de la sabiduría y de la caridad?
Nosotros, que le conocemos, que poseemos su verdad y su vida,
somos quienes podemos herirle más que quienes le desconocen. Tal vez no
desempeñaremos el tremendo papel de traidores; traicionaremos con
expresiones insignificantes, parecidas al beso de Judas; con el silencio,
cuando debiéramos defenderle; con el temor a la burla, cuando debiéramos
proclamar nuestra fe; con la crítica, cuando debiéramos dar testimonio;
con un encogerse de hombros, cuando debiéramos juntar las manos en
oración. En verdad, el Señor puede preguntar muy bien: «Amigo mío, ¿vas
a traicionar al Hijo del Hombre con un beso?»
Judas desciende por el valle de Hinnom, el valle de los terribles
recuerdos, el valle de la Gehenna. Camina sobre el suelo frío y pedregoso
en medio de las agudas rocas, entre los árboles nudosos y achaparrados,
muy parecidos a su alma torturada y tortuosa.
Todo parecía dar testimonio contra él: el polvo al que estaba
destinado; la roca, que era su corazón; los árboles, sobre todo, hablaban;
sus ramas eran brazos acusadores, dedos que le señalaban; sus nudos
asemejaban otros tantos ojos. Las hojas se agitaban, rehusando participar
en su inútil destrucción. Su murmullo parecía decir que todos los demás
árboles de su especie temblarían de vergüenza hasta el día final de los
Juicios Supremos.
Sacando un cabo de su correa (¡cómo le recordaba esta correa la de
Pedro, de la que colgaban las llaves del cielo!) lo lanzó a una rama maestra
y ató el otro extremo alrededor de su cuello. Se hubiera dicho que el viento
arrastraba el eco de palabras oídas un año antes: «Venid a Mí todos los que
estáis fatigados y cargados y hallaréis descanso para vuestras almas». Pero
él se arrepentía a sus ojos, no a los ojos de Dios.
Y mientras el sol se oscurecía, en los dos lados opuestos de Sión, dos
árboles adquirían un puesto en la historia: el árbol del Calvario, el de la
esperanza, y el árbol de Hinnom, el de la desesperación. De uno colgaba
Aquel que iba a reunir el cielo y la tierra; del otro, el que no quería tener
nada que ver con la tierra ni con el cielo.
92
Lo más triste es que podía haber sido san Judas. Poseía lo que tiene
toda alma: una inmensa capacidad de santidad y de paz. Estemos seguros
que cualesquiera que sean nuestros pecados, sin consideración a los
abismos de nuestras traiciones, hay siempre una mano tendida para
asirnos, una mirada en que brilla la luz del perdón, una voz divina que nos
dice la palabra que hasta el fin oyó Judas: «Amigo».
93
Capítulo III
PILATO
94
nación, porque habla de un reino espiritual, de una ley moral más elevada,
de su divinidad; porque había llegado a ser el jefe de una cruzada
espiritual.
Roma no toleraría semejante propaganda. Atraería el castigo de los
romanos. Vendrían sus ejércitos y destruirían la ciudad, en definitiva, ¿para
qué sirve la religión, si no desempeña ningún papel en la organización
política, económica y social de un país? Caifás decidió, pues: «Es
preferible que muera un hombre antes que perezca toda la nación».
Apenas transcurridas pocas horas, Nuestro Señor, acusado hace poco
de desinteresarse demasiado por la política, se ve reprochado por lo
contrario. El populacho que conduce al prisionero atado con una cuerda se
detiene ante el pórtico de Pilato, ante el umbral que señalaba la entrada de
una casa romana.
Pilato, prevenido de su venida, salió al encuentro de los acusadores.
Jesús y Pilato están frente a frente. Pilato miraba al hombre en pie delante
de él, silencioso, impasible, empurpurado con su propia sangre, el rostro
surcado por señales rojas y lívidas, sometido a tratos abominables desde
antes de su condena. Pilato, volviéndose hacia la multitud aullante,
preguntó: «¿Qué acusación traéis contra este hombre?» (Jn 18, 29)
Si lo hubieran acusado de haber blasfemado, llamándose Dios, Pilato
no hubiera hecho más que sonreír. Tenía sus dioses ante los que cada día
derramaba su incienso. ¿Qué le importaban las divinidades de ellos?
Pero se podía lanzar contra Cristo la acusación contraria: era
demasiado político, no era bastante divino, se mezclaba en los asuntos
nacionales, no era patriota. En respuesta a la pregunta de Pilato el griterío
ensordecedor de tres acusaciones asaltó la balaustrada de su palacio:
«Hemos encontrado a éste pervirtiendo a nuestro pueblo; prohíbe pagar
tributo al César y dice que Él es el Mesías-rey» (Lc 23i 2). En estos
términos: ¡Cristo es un fascista!
A partir de este día, estas dos acusaciones contradictorias no han
dejado de lanzarse contra la persona de Cristo, en su Cuerpo, la Iglesia. Se
acusa a su Iglesia de no ser bastante política cuando condena al nazismo y
al fascismo; se le acusa de ser demasiado política cuando condena al
comunismo. No es bastante política cuando rehúsa condenar a un régimen
que desagrada a otro sistema, pero que permite la libertad religiosa; se la
considera demasiado política cuando condena a un régimen que suprime
por completo toda religión.
95
Es curioso, en verdad, observar cómo aquellos mismos que poco
antes hicieron todo lo que estuvo de su parte para expulsar a la Iglesia e
impedirle ejercer su influencia sobre la educación y la vida social, son los
mismos que la atacan porque no hace más para salvar al mundo de donde
fue expulsada. Se echa de casa a la Iglesia y se lamentan después de que la
Iglesia no haya mantenido la casa en orden.
¡Ojalá estuviera uno obligado a definir el sentido de las palabras! ¿La
Iglesia es fascista? Si el fascismo significa, como es el caso, la supremacía
del Estado o de la nación sobre el individuo y, en consecuencia, la
supresión de sus derechos y libertades entonces es la Iglesia es antifascista,
como lo prueba suficientemente la Encíclica contra el fascismo. Si por
fascismo se entiende anticomunismo, es decir, cualquier sistema que se
opone a la supresión de sus derechos y libertades, entonces sí, la Iglesia es
antifascista, como lo prueba suficientemente la Encíclica contra el
fascismo. Si por fascismo se entiende anticomunismo, es decir, cualquier
sistema que se opone a la supresión de libertades, entonces la Iglesia es
fascista y todo americano que prefiere la democracia al totalitarismo
también lo es.
En realidad, lo mejor para desembarazarse de esta confusión de
palabras es llamar fascismo a todas las formas de totalitarismo y dividirlo
en negro, castaño y rojo. Deberíamos, pues, de ahora en adelante, hablar
del comunismo como del fascismo rojo.
Hay una semejanza esencial entre fascismo, nazismo y comunismo.
El fascismo subordina la persona al Estado, el nacismo a la Raza y el
comunismo a la Clase. La única diferencia entre estas tres formas de
totalitarismo es aquella que se da entre el simple robo, el robo con
contusiones y el robo a mano armada.
¿Cuál es la lógica de estas acusaciones contradictorias?
Evidentemente, el mundo se imagina que la Iglesia debe ser utilizada como
influencia civilizadora cuyo único fin es dar un tono moral a ciertas formas
políticas. Cuando sucede que lo espiritual y lo político coinciden, como
acaeció el Domingo de Ramos, hay una tregua, un momento de paz, pero
falsa paz, preludio de Viernes santo.
La segunda acusación, es decir, que la Iglesia se mezcla en la política,
merece particular atención. ¿Es ello verdad? Todo depende de lo que se
entienda por política. Si mezclarse en política significa usar de su
influencia en favor de un régimen, de un partido, con exclusión de quienes
igualmente respetan la libertad y los derechos fundamentales de la
96
persona, que proceden de Dios, la respuesta categórica es ¡no! La Iglesia
no se mezcla en política. Si mezclarse en política es juzgar o condenar una
filosofía de la vida que hace del Partido, o del Estado, o de la Clase, o de la
Raza la fuente de todos los derechos o que esclaviza al alma, hace imperar
el partido sobre las conciencias y niega los derechos fundamentales por los
que hemos luchado durante la última guerra, la respuesta categórica es ¡sí!
La Iglesia, verdaderamente, juzga semejante filosofía. Pero haciendo esto
no se mezcla en política, porque no se trata de política, sino de teología.
Cuando un Estado se proclama tan absoluto como Dios, cuando exige la
soberanía sobre el alma, cuando destruye la libertad de conciencia y la
libertad religiosa, tal Estado ha dejado de ser un sistema político para
convertirse en una contra-iglesia.
Mientras la política permanezca siendo política, la Iglesia no tiene
nada que censurar. Es totalmente indiferente a cualquier régimen. La
Iglesia se adapta a todas las formas de gobierno, a condición de que
respeten la libertad de conciencia. Le es indiferente que un pueblo elija
vivir bajo una monarquía, una república, una democracia o, incluso, una
dictadura militar, con tal que estos gobiernos garanticen las libertades
fundamentales. Si «mezclarse en política» significa la intromisión del clero
en el terreno político del Estado, la Iglesia se opone invariablemente,
porque la Iglesia enseña que el Estado es un poder supremo en el orden
temporal. Pero cuando la política deja de serlo y se convierte en una
religión, cuando exige la supremacía sobre el alma y reduce al hombre a
no ser más que un grano en el racimo colectivo, cuando limita su destino a
la de servidor de Moloch, cuando niega la libertad de conciencia y la
libertad religiosa, cuando entra en rivalidad con la religión en un terreno
que a ésta le pertenece, el alma inmortal destinada a Dios, entonces la reli-
gión protesta. Y, cuando lo hace, no protesta contra la política, sino contra
una anti-religión, contra una contra-religión.
El organismo humano puede adaptarse al calor tórrido del ecuador o
al frío glacial del polo, pero no puede vivir sin aire. Del mismo modo, la
Iglesia puede adaptarse a cualquier forma política, pero no puede vivir
fuera de la atmósfera de la libertad. Nunca en la historia lo espiritual ha
estado tan poco protegido contra la política. Jamás la política ha usurpado
tanto a lo espiritual. Es Jesucristo quien ha sufrido bajo Poncio Pilato, no
Poncio Pilato bajo Jesucristo.
En cierto país de nuestros días la religión no existe, sino por el
consentimiento de un dictador. Sin perseguir activamente a la Iglesia, el
gobierno usurpa sus funciones. Da el pan solamente a quienes conspiran
97
contra la religión, se esfuerza en crear la uniformidad ideológica para la
liquidación de quienes se oponen, y, por el simple peso de una propaganda
inspirada por el Estado, querría fundar la organización de masa de la
sociedad sobre una base puramente laica y antirreligiosa.
El gran peligro actual no es que la religión se inmiscuya en la
política, sino la política en la religión. Por vez primera en la historia del
cristianismo, la política, que ha comenzado a separarse de la moral y de la
religión, se da cuenta de que el hombre no vive solamente de pan. Ha
ensayado, pues, cautivar su alma por medio de toda palabra que sale de la
boca del dictador. Por vez primera en la civilización cristiana occidental, el
reino del Anticristo ha adquirido una forma política y un substrato social y
se levanta contra el cristianismo y por encima de él como una contraiglesia
que tiene sus dogmas, sus escrituras, su infalibilidad, su jerarquía, su jefe
visible, sus misioneros y su propio jefe invisible, demasiado temible para
ser nombrado.
La cultura de hoy es refinada. El Estado moderno extiende su poder
sobre zonas fuera de su dominio, sobre la familia, la educación y el alma.
Concentra la opinión pública en manos cada vez menos numerosas, cosa
tanto más peligrosa cuanto que la propaganda puede ser difundida por
medios mecánicos. Busca conseguir sus fines por medios
extraparlamentarios. La idea de una comunidad de trabajadores es
reemplazada por la cooperación de masa sobre base impersonal; el
contrato es sustituido por la responsabilidad. Las líneas están ya netamente
marcadas.
En el futuro, el conflicto opondrá la religión divina y la religión del
Estado, el Cristo y el Anticristo bajo una máscara política. La historia lo
atestigua: no es la religión la que ha invalido la esfera temporal, sino más
bien son los jefes temporales, celosos, quienes han irrumpido en lo
espiritual. Algunos de ellos eran reyes y príncipes que se intitulaban
incluso «soberanos católicos, defensores de la fe». Hoy son los dictadores.
Pero el problema es siempre el mismo: la invasión de lo espiritual por
lo político. Si se objeta que la religión condujo a Enrique a Canosa,
entiéndase bien que fue exactamente por la razón que enfrentó al mundo
con Hitler, es decir, la violación por el emperador de la libertad individual.
La diferencia entre la época de Enrique y la de Hitler es que, cuando la
religión poseía alguna influencia en el mundo y los reyes tenían
conciencia, era posible a la Iglesia llevarlos a la penitencia. Rechazada esta
autoridad moral, las naciones deben gastar ahora 523 billones de dólares y
millones de vidas para reducir a los dictadores.
98
Hay algo alarmante en la breve descripción de la muerte de Nuestro
Señor. Ningún nombre se menciona en el Credo, sino el de un solo juez.
Ninguna referencia a Judas, Anás y Caifás Se pasa rápidamente sobre la
vida terrestre de Nuestro Señor, pero se conserva un solo detalle
significativo: «Padeció bajo el poder de Pondo Pilato». No es únicamente
el recuerdo de un hecho histórico, sino también una profecía de lo que
sucederá siempre a Cristo en su Cuerpo místico. La Iglesia, en los días
sombríos de la historia, será abatida, perseguida; se creerá definitiva su
muerte; sufrirá bajo Poncio Pilato: bajo el poder de un Estado
todopoderoso.
Puede ser que la religión no gane nada con oponerse a la religión del
Estado, porque el Estado moderno está armado y la religión no. La religión
podrá incluso ser restringida por un juez antiguo, que declara conveniente
que un hombre muera antes que perezca toda la nación, o por un juez
moderno, que encuentra pertinente que perezca todo el pueblo por un solo
hombre, por un dictador. Podrá oír desprenderse de los labios de los
modernos Pilatos la palabra de poder: «¿No sabes que puedo condenarte?»
Pero siempre resonará la dulce voz de Cristo que responde: «No
tendrías ningún poder sobre Mí, si no te hubiera sido dado de lo alto» (Jn
19, 11).
Como Cristo no se libró a sí mismo, tampoco nos librará a nosotros
del poder del Estado totalitario; será preciso ver en todo su designio. Quizá
sus hijos son perseguidos por el mundo para permitirles retirarse del
mundo. Sus más enconados enemigos cumplen, tal vez negativamente, su
obra, porque la misión del totalitarismo podría consistir en la liquidación
del mundo moderno, que se ufana de ser indiferente a Dios, en su moral y
en sus leyes.
Acaso aquellos de entre nosotros a quienes importa poco que Dios
exista o no, sufrirán las consecuencias de quienes, a través de Fuerbach y
Hegel, nos han enseñado a expulsarle totalmente.
Quizás el laicismo que sufrimos es una reacción contra nuestra propia
debilidad intelectual. Quizás el crecimiento del ateísmo y del totalitarismo
son la medida de nuestra falta de celo y de piedad, y la prueba de que
hemos fallado en nuestros deberes de cristianos.
Lo mismo que la suciedad engendra enfermedades, puede también
decirse que la impiedad engendra el fascismo rojo; y no seremos liberados
por la victoria de Cristo antes de llevar su señal. Quizás esos cristianos que
en el siglo pasado identificaron la religión con un optimismo ingenuo y
99
tradujeron el darwinismo al lenguaje económico de una prosperidad
ilimitada, deban aprender que Cristo no pertenece al tiempo, porque en
este caso podría sucederle que fuera desposeído por el tiempo.
Tal vez la pérdida del ideal sobrenatural, la decadencia de la familia,
la falta de respeto por los demás, el crecimiento del egoísmo son los
elementos que han hecho posible entre nosotros este estado de cosas.
Quizá debiéramos aprender de forma realista que nuestro destino no está
limitado por las dimensiones de la historia temporal, porque, como decía
Newman, la Iglesia es «un imperio universal desprovisto de armas
terrestres; tiene pretensiones temporales sin sanciones temporales;
pretende gobernar sin tener la fuerza de obligar; muestra una tendencia
continua a adquirir, estando continuamente expuesta a ser despojada; tiene
la grandeza de alma junto con la debilidad del cuerpo».
Pero sea la que fuere la razón de estos días de prueba, de una cosa
podemos estar ciertos: que Cristo, que sufrió bajo Poncio Pilato, firmó la
sentencia de muerte de Pilato, y no fue Pilato quien firmó la sentencia de
muerte de Cristo. La Iglesia de Cristo será atacada, despreciada,
ridiculizada; pero jamás será destruida. Los enemigos de Dios no podrán
jamás destronar a Dios del cielo, ni vaciar los tabernáculos de su Señor en
la Eucaristía, ni cortar todas las manos que absuelven, aunque puede
ocurrir que devasten la tierra.
Una realidad que deben reconocer los enemigos de Dios es que la
civilización moderna ha conquistado el mundo, pero que, al hacerlo, ha
perdido su alma. Y, al perder su alma, perderá el mismo mundo en que se
apoya. Incluso en los Estados Unidos, nuestra pretendida cultura liberal,
que ha tratado de evitar una laicización completa, dejando pequeños islotes
de libertad individual, corre el peligro de olvidar que si estos islotes aún
existen es porque el alma de ellos es la religión. Si la religión desaparece,
desaparecerá con ella la libertad, porque sólo el espíritu de Dios nos hace
libres.
La política ha tomado tan plena posesión de la vida, que tiene la
insolencia de pensar que el hombre no puede tener una filosofía que no sea
o de derechas o de izquierdas. Apaga todas las luces de la religión para
poder decir que todos los gatos son pardos. Presume que el hombre vive en
un plano puramente horizontal y no puede desplazarse más que a la
derecha o a la izquierda. Si nuestros ojos fueran menos materiales,
veríamos que el alma puede mirar en otras dos direcciones, las verticales:
hacia arriba y hacia abajo.
100
Una y otra dirección aparecieron en la crucifixión de Nuestro Señor.
Incluso los hombres crueles que lo crucificaron sabían que estas
direcciones eran las que contaban. Le gritaron, pues: «Baja y creeremos».
De una manera o de otra este eco ha sido recobrado y resuena hoy en el
mundo: «¡Abajo la religión! ¡Abajo el capital! ¡Abajo el trabajo! ¡Abajo
los reaccionarios! ¡Abajo los progresistas!»
No hace tanto tiempo que nos precipitamos hacia abajo. ¿Puede
edificarse un mundo sobre esta palabra: abajo? ¿No hay en nuestro
vocabulario ningún otro grito? ¿Nuestro Jefe el Cristo no ha lanzado otro:
«Si fuere levantado de la tierra, lo atraeré todo hacia Mí»? (Jn 12, 32).
¡Arriba! ¿Quién nos elevará? ¿Los dictadores que lo crucificaron?
Quizá. Pero, ¿hacia dónde seremos elevados? Hacia la Cruz, preludio del
sepulcro vacío; hacia la Cruz de Cristo, nuestro Redentor. Oíd esta palabra:
¡Arriba! Gritadla por todas partes. «Elevados por encima del odio de
clases; por encima de la envidia; por encima de la avaricia; por encima de
la guerra; elevados al otro lado de las puertas de las estrellas... más alto...
más alto... más alto... hasta Dios.»
101
Capítulo IV
HERODES
103
esculpido en el Nuevo Testamento: «Mirad que ninguno incurra en
fornicación, impureza o iniquidad, como Esaú, que vendió su
primogenitura por una comida» (Heb 12, 16). En ninguna parte del
Antiguo Testamento oímos hablar de la religión de los edomitas o de sus
dioses. Su única cualidad era la astucia y Nuestro Señor ha señalado a esa
raza llamando raposa a Herodes (Lc 13, 32).
He aquí a Nuestro Señor de pie ante la raposa, el traidor, el
incestuoso, el adúltero, el asesino de Juan, el enemigo del pueblo, el
hombre más calificado que hubo en el mundo para condenar al inocente.
Aquel Niño de Belén a quien su padre había querido matar está ahora ante
él, de pie, encadenado. «Viendo Herodes a Jesús se alegró mucho, pues
desde hacía bastante tiempo deseaba verle, porque había oído hablar de él
y esperaba ver de él alguna señal» (Lc 23, 8).
¡Herodes rebosaba de alegría!, pero únicamente porque esperaba
contemplar algún juego de manos, algún truco. Obligaría a Nuestro Señor
a valerse de la magia para salvar su vida. He ahí todo lo que para algunos
representa la religión: un placer efímero para pasar el rato en el intolerable
aburrimiento de la existencia. Eso les ayuda a sentirse virtuosos en medio
de los períodos de saciedad. Ahí estaba la corte de Herodes: la guardia de
palacio, los cortesanos, los murmuradores y, probablemente, Herodías y
Salomé, con las manos todavía húmedas de la sangre de Juan Bautista.
Herodes comenzó proponiendo a Nuestro Señor numerosas
preguntas, no de doctrina y disciplina, como Anás, sino cuestiones
inspiradas por la curiosidad. Las almas hastiadas plantean dificultades
intelectuales, nunca preguntas que conduzcan a la regeneración moral. Es
por eso que Jesús no respondió nada a todas aquellas preguntas. Se había
esforzado por salvar a Judas y a Pilato, pero a Herodes no le dirigió ni una
palabra
¿Por qué Nuestro Señor rehusó hablarle? ¿Es posible que Aquel que
vino a salvar a los hombres y que los amó hasta morir por ellos no intente
conquistar almas endurecidas como la de Herodes? ¿Por qué quien habló a
Judas el traidor, a Magdalena la pecadora y a Dimas el ladrón, guardó
hermético silencio delante de un rey?
Porque la conciencia de Herodes estaba muerta. La religión le era
demasiado familiar. Quería milagros, ciertamente, pero no para entregar su
voluntad a Dios, sino para satisfacer su curiosidad. Su alma había sido
sorda ya a tantas llamadas, comprendida la del Bautista, que otra nueva no
le haría sino más culpable. La voz de Dios no le llegaría más. Devorado
104
por la lujuria y el pecado, era —cuerpo y alma— semejante a un cadáver.
Herodes no ofrecía su alma a la salvación, sino sus nervios a las
excitaciones exteriores.
La búsqueda de sensaciones, aunque se espiritualicen, no puede ser
llamada religión. Cristo no se convierte en servidor de los sentidos. La
aptitud para la santidad estaba, en Herodes, aniquilada.
Así pues, el Señor del universo no dirigió palabra alguna a aquel
mundano. Nerón tuvo como guía la conciencia de Séneca, la cual no
refrenó su concupiscencia y crueldad. Alejandro tuvo a Aristóteles, el cual
no moderó su imperialismo. Herodes el Grande tuvo a los Magos, lo que
no impidió la degollación de los Inocentes. Herodes, su hijo, tuvo a Juan
Bautista, lo que no le contuvo de ridiculizar a la religión
Herodes figura como el tipo de aquellos que han tenido de la religión
un conocimiento suficiente, pero que han rehusado aprovecharse de ella.
La Escritura los describe así: «Por haber despreciado la sabiduría y no
haber seguido el temor de Yahvé», «me buscarán, pero no me hallarán»
(Prov. 1, 29.28).
Para hablar del infierno, los hombres han empleado distintas
imágenes; ninguna más terrible que la del silencio de Dios: «No me seas
sordo; no sea que, si no me oyeres, me asemeje a los que descienden a la
tumba» (Ps. 37, 1).
Dios, algunas veces, juzga en silencio. Y este silencio de Nuestro
Señor resonó más alto en los oídos de Herodes que los reproches
vehementes de Juan Bautista. Semejante silencio es un trueno, porque es el
castigo une Dios inflige al alma falta de sinceridad que busca la verdad, no
para abrazarla, sino para rechazarla.
Sin duda, el peor castigo que Dios puede imponer a un alma es
dejarla tranquila. Ningún eco, ninguna agitación de conciencia, ningún
reproche. «Efraín ha vuelto a sus ídolos. Dejadle.» Cuando violamos sus
leyes, la naturaleza emplea para reprochárnoslo el lenguaje del dolor. El
dolor de muelas, por ejemplo, nos demuestra que la naturaleza tiene un
idioma para ordenarnos a poner remedio al mal. La conciencia tiene
también una voz: los remordimientos que nos mandan volver a Dios.
Pero ciertas enfermedades matan sin que el sufrimiento levante la
voz: así el cáncer, que destruye en silencio. Del mismo modo le ocurre a la
conciencia. Si no habla por el remordimiento, no os creáis con buena
salud. Vuestra alma está, quizá, muerta. Nuestro Señor no os responderá
nada, aunque lo cubráis con la túnica de los locos. Entonces el silencio que
105
se producirá alrededor de la cruz a la que le habéis enviado será su última
llamada.
Este es el castigo del laicismo del mundo moderno. Respecto a la
religión, su alma está muerta. Para el espíritu moderno, la religión ha
llegado a ser el objeto de una vulgar curiosidad. Poneos en guardia de
tener una conciencia muerta, de haceros sordos a las mil y una gracias
actuales que, a lo largo de un mes os solicitan para que volváis a Dios, para
que busquéis la verdad y purifiquéis vuestra conciencia. Alerta con esta
frivolidad moral que sella los labios divinos, porque en un alma así no hay
nada para que el espíritu de Dios pueda actuar.
Desgraciados aquellos que presumen de tener la conciencia pura,
cuando, en realidad, están muertos. Habladles de una falta cometida o de
un deber omitido y responderán, seguros de sí mismos, que eso no les
importa. Sin importarles lo que puedan pensar los demás, estiman que su
conciencia no les arguye de pecado. Harían muy bien en examinar su alma
y preguntarse si su paz no es la paz falsa y mortal del palacio donde el
demonio habita totalmente armado. «Cuando un fuerte bien armado guarda
su palacio, seguros están sus bienes» (Lc 11, 21).
De vez en cuando en la historia, llega un momento en que los juicios
de moralidad de la religión acerca de una sociedad que ha dejado atrás las
antiguas costumbres, caen en oídos sordos «Tienen oídos y no oyen.» ¿De
qué sirve, en nuestros días, que la religión diga al mundo moderno que el
divorcio y la desintegración de la familia acarrearán al fin la destrucción
de la nación? ¿Quién nos escuchará si decimos que un Estado que persigue
a la religión es una amenaza para el mundo? ¿Quién prestará atención al
aviso dado a los capitalistas de que el beneficio privado es malo cuando se
ignoran los principios de la justicia social, y a los jefes sindicalistas que la
organización no es un fin, sino solamente un medio para el bien común de
la Nación?
Las conciencias muertas no tienen para con la religión más que una
reacción, la de Herodes: la burla, que parece darles una superioridad
intelectual. Se creen elevados por encima del nivel intelectual de los
demás, considerando a éstos por debajo del nivel propio.
Esto nos lleva al segundo acto del drama de Herodes: vistió a Cristo
con la túnica de los locos y lo remitió a Pilato. En Roma, el candidato a un
puesto vestía una túnica blanca —la lega cándida, de donde procede la
palabra candidato—, e iba de un elector a otro pidiendo su sufragio.
Vistiendo así a Jesús, quizá Herodes quería sugerir que era candidato a la
106
realeza y a la divinidad, pero que los títulos de este candidato no recibían
ningún apoyo por parte del procurador o del tetrarca.
Era una buena broma. Podía estar seguro de que Pilato gustaría de la
gracia. Tendría un doble efecto; probaría que Cristo no era más que un
pobre loco, y, cuando Pilato y él rieran juntos, se harían amigos, porque la
enemistad cesa cuando dos ríen juntos, incluso en el caso de que Dios sea
el objeto de la burla.
El poder perverso no puede soportar la vista del inocente. Desde la
adolescencia, en que el alumno bueno es puesto en ridículo por los malos
alumnos que juzgan su virtud, hasta la madurez, en que los malos se ríen
de la religión, la moral es siempre la misma; la persecución religiosa no
apareció en el mundo porque la religión estuviera corrompida, sino porque
lo estaban las conciencias.
Uno de los riesgos a que uno se expone, cuando se es religioso, es la
burla, la chanza. Si Nuestro Señor se sometió a las burlas groseras de un
tetrarca degenerado, podemos estar seguros que nosotros, sus discípulos,
no escaparemos a ellas. Cuanto más divina sea una religión, más la
ridiculizará el mundo, porque el espíritu del mundo es enemigo de Cristo.
Las religiones puramente humanas y las sectas populares fundadas por los
modernos sobre la base de la sensibilidad, no son nunca objeto del
desprecio del mundo. Pero desde el momento en que una religión se pro-
clama divina debe estar preparada a aceptar los ultrajes de aquellos que se
oponen a lo divino. Entonces la risa y el buen humor, tan necesarios a la
existencia humana, se corrompen al volverse contra Aquel que nos los dio.
Contemplad ahora el ridículo lanzado sobre la religión por los
burlones. Les inflige un terrible castigo: el de cegarlos para que no
perciban su máxima necesidad y su propia salvación. Se asemejan a los
hambrientos que se mofan del vecino que los alimenta porque va vestido
pobremente.
La tragedia de los irónicos consiste en que rechazan a quien
solamente puede salvarlos. Herodes rechazó su propia paz, cuando
escarneció al Prisionero que estaba en pie delante de él. Los que no tienen
ningún motivo intelectual para oponerse a la religión, pero ironizan todo lo
que de ella depende, que se ríen de su salvación y ridiculizan la santidad,
irán a las tinieblas a llorar con los malditos.
La época actual no deja de parecerse al momento en que Nuestro
Señor estaba de pie, impotente, delante de Herodes Se nos viste con la
túnica de los locos. Se burlan de nosotros si predicamos con Cristo la
107
condena del divorcio. Se nos trata como locos si exigimos que la
educación vuelva a ser religiosa; si afirmamos que todo poder político
procede de Dios; si insistimos en el hecho de que la unidad del mundo es
imposible sin la aceptación de una ley moral universal; si oramos, si
ayunamos, si nos aplicamos una disciplina.
He aquí la respuesta: es preciso que seamos locos, puesto que se ha
escarnecido a Cristo como loco. Una época de sensualidad es
necesariamente época de persecución. Un siglo sin razón es un siglo de
ironía. El poder perverso no se someterá al juicio de la verdad. ¡Oh Señor!,
dadnos, como a Cristo, la túnica blanca de la irrisión para que se
manifieste el abismo que separa a los mundanos de los servidores del
espíritu. Revestíos de esta tánica, mis hermanos cristianos, pues un nuevo
crimen apareció en el mundo: el crimen de ser cristiano. Vuestro Cristo,
ante vosotros, ha llevado la túnica del loco: «eligió Dios la necedad del
mundo para confundir a los sabios» (1 Cor. 1, 27).
En el cielo su túnica de gloria es también blanca. El Apocalipsis nos
dice que la túnica del mártir es blanca. Que los soldados cojan esta túnica
blanca de Herodes y se la jueguen a los dados. Tu tánica de gloria será
blanca, no como un símbolo irrisorio de una candidatura al poder político,
sino como la insignia gloriosa de los hijos del Cordero. No os abatáis
cuando llevéis esta túnica. Seréis odiados por un tiempo: «Yo os escogí del
mundo; por esto el mundo os aborrece» (Jn 15, 19). «En el mundo habéis
de tener tribulación» (Jn 16, 33).
La divinidad es la única cosa en el mundo ante la cual los hombres no
pueden permanecer indiferentes. Es preciso amarla u odiarla. Cristo es
demasiado grande para que se le ignore, demasiado santo para no ser
odiado. Lo que decían de El los demonios se encuentra de nuevo en los
labios de todo hombre que obra el mal: «¿Qué hay entre Ti y nosotros,
Jesús nazareno? ¿Has venido a perdernos?» (Mc i 24).
El mal es hipersensible y no sabría permanecer indiferente al desafío
que le hace el bien. Reconoce a sus enemigos muy anticipadamente. Que
un hombre en un mundo que cree en Freud venga a predicar:
«Bienaventurados los puros de corazón»; que a quienes creen en el
fascismo rojo o en la lucha de clases se les diga: «Si alguno toma tu capa,
dale tu túnica» ¡que se adelante en un mundo agresivo y exclame:
«Bienaventurados los pacíficos»; que en un mundo en que los niños son
educados sin la oración o el pensamiento en Dios venga y diga: «Dejad
que los niños se acerquen a Mí»; que arroje al mar los cerdos de los
capitalistas, al tiempo que devuelve a un hombre la salud, y veréis si puede
108
haber para él otro final que no sea la cruz. No podéis predicar la virtud a
un mundo malo y esperar algo distinto a la crucifixión.
Nadie perderá su tiempo por unas bagatelas. Nadie desenvainará su
espada contra unos seres pobres y débiles. El instinto del mal no se
equivoca: reconoce a sus enemigos. Buscad, pues, al Cristo aborrecido a
quien se le paga el tributo magnífico de la persecución y recibe la gran
cortesía del odio; porque lo que odia el mundo es su rival, y su rival es
divino; pero lo divino es el canal de la salvación.
No reneguéis de vuestro Maestro ni bajo la persecución. «Pero a todo
el que me negare delante de los hombres yo le negaré también delante de
mi Padre que está en los cielos» (Mt 10, 33). Si se nos odia, señal de que
suscitamos interés. Una Iglesia que sólo se contentara con dar tono moral a
los movimientos seglares podría morir muy bien de inanición. Si las
fuerzas paganas del mundo no se preocuparan de nosotros, no nos
calumniarían, no intentarían destruirnos, no levantarían frente a nosotros
enemigos para apoderarse de las almas, significaría que habíamos perdido
toda influencia, todo contacto y que nuestras estrellas habían cesado de
brillar.
¿Se agita el puño contra la tumba de Napoleón? ¿Ejércitos
enfurecidos atacan la tumba de Mahoma, se lanzan al asalto del sepulcro
de Lenin? Estos hombres han muerto. Pero se asalta la ciudadela de Cristo,
se enfurecen contra su Esposa, se mata a los miembros de su Cuerpo, se
intenta amordazar a los jóvenes corazones que quisieran susurrar su
nombre en la escuela. Es preciso, pues, que Cristo viva hoy en su Cuerpo,
que es la Iglesia.
La Iglesia puede aún excitar la cólera de las fuerzas perversas del
mundo. Puede aún provocar la persecución. La alegría de ser contado
como enemigo del mal es la alegría del honor. Nuestro corazón se reanima
ante el tributo de la enemistad, mientras el que el mundo nos trate como
amigos o con indiferencia, lo que indica es que estamos muertos como
cristianos, como sal que ha perdido su sabor o como una antorcha que se
ha apagado.
Con esta perspectiva puede verse en la persecución de los judíos en
Europa una señal de predilección divina. Quizá no comprendan el sentido
metafísico de la persecución, pero es interesante constatar que a lo largo de
este siglo trabajan las fuerzas que persiguieron a la vez al Antiguo y al
Nuevo Testamento. Dos categorías de hombres han sido tomadas como
objeto de odio: los que prepararon su venida y los que la siguieron. Es po-
109
sible que pocos cristianos y judíos comprendan la metafísica de la
antirreligión moderna; pero tanto en unos como en otros las almas
profundas pueden comprender el sentido. Ven que existen en el mundo
fuerzas activas que quieren ignorar a quienes conocen a Dios; y, oprimidos
por un enemigo común, cristianos y judíos se aproximan en el abrazo del
Dios todo amor que los ha creado igualmente.
No. Cristo no ha buscado la oposición, como no lo hace su Cuerpo
que es la Iglesia. Ofrece su amor, pero los egoístas lo rechazan y de ahí
proviene la oposición. Al brindar la Iglesia a todos su amor, experimenta la
fuerza de este amor por la resistencia que dicho amor enciende en el
corazón de todos aquellos que saben que el reino del amor de Cristo
conduce a la derrota de sus malas obras.
La túnica blanca del loco juzga al mundo: es la señal del mal en que
ha caído; el estertor de agonía de su maldad. Se ha pronunciado una
sentencia contra los irónicos. Puesto que la Iglesia es martirizada por los
poderes del mal, estos poderes son condenados. El trato que infligen a la
inocencia permite reconocer que sus obras son pecado. Así, los hombres
que viven en el mundo y no saben dónde buscar una religión la encuentran,
al fin, en la misma religión que el mundo crucificó, y, hallándola,
encuentran la paz que el mundo no puede arrebatar.
¡Discípulos verdaderos de Cristo! Preparaos a que el mundo se ría a
costa vuestra. No podéis esperar que os muestre más respeto que a Nuestro
Señor. Cuando se ríe de vuestra fe, de las prácticas de la Iglesia, de sus
ritos, de sus mortificaciones, estáis muy cerca de ser identificados con
Aquel de quien la recibimos. No devolváis ironía por ironía. No podemos
librar las batallan de Dios con las armas de Satanás. Devolver burla por
burla no es la respuesta de un cristiano, porque Nuestro Señor, al
desprecio, «no respondió» nada. El mundo bien puede reírse de un
cristiano que falta a su deber de cristiano, pero no de su silencio
respetuoso.
La respuesta de Nuestro Señor a Herodes era que continuaba siendo
Nuestro Señor. Los perros ladran a la luna toda la noche, pero la luna no
contesta gruñendo. Continúa brillando. ¡Brilla, cristiano, con el resplandor
de tu túnica blanca de irrisión! ¡Será un día tu túnica de gloria!
110
Capítulo V
CLAUDIA Y HERODÍAS
112
Es posible, incluso, que hubiera oído su doctrina y que su alma
hubiera sido conmovida por ella, «porque nadie hablaba como este
hombre». El contraste entre la opinión que tenía del mundo que ella
conocía y sus propios pensamientos hacía más fuerte su llamada. Las
mujeres de Jerusalén, que veían a Claudia tras la celosía de su ventana y
tras el centelleo de las gemas de sus manos blancas, o que advertían la
altivez de su rostro de patricia, no se preocupaban de la profundidad de sus
pensamientos, de la intensidad de sus sufrimientos, de la vehemencia de
sus aspiraciones.
Recordemos que, entre los romanos, la sumisión a las leyes igualaba
casi a la de los prusianos. Ninguna mujer podía intervenir en los procesos
judiciales ni presentar, siquiera, una sugerencia. Lo que hace más notable
la entrada de Claudia en la escena es que envió un mensaje a su marido
Poncio Pilato el mismo día en que se daba sentencia en la causa más
importante de su carrera, la única por la cual se le recordará siempre: el
proceso de nuestro Salvador bendito.
Enviar un mensaje a un juez mientras éste estaba sentado en el
tribunal era un delito penado con castigo, y sólo el horror al acto que veía
se iba a realizar pudo impulsar a Claudia a obrar así. Como lo cuenta San
Mateo: «Mientras estaba sentado en el tribunal envió su mujer a decirle: no
te metas con ese justo, pues he padecido mucho hoy en sueños por causa
de él» (Mt 27, 19). Mientras las mujeres de Israel se callaban, esta mujer
pagana daba testimonio de la inocencia de Jesús y pedía a su marido que le
tratara según justicia.
El mensaje de Claudia resumía todo lo que el cristianismo iba a
realizar en favor de la mujer pagana. Es la única mujer romana de quien
hablan los Evangelios; es una mujer de la más alta posición social. Su
sueño resumía los sueños y aspiraciones del mundo pagano, su esperanza
secular en un justo —-un Salvador—. Traía a la memoria a Sófocles: «No
busques el fin de esta maldición, antes de que aparezca un Dios para tomar
sobre su cabeza, en lugar tuyo, las angustias de tus propios pecados»; o a
Prometeo, que «amó al hombre hasta el exceso».
El conocimiento que tenía de Cristo era imperfecto, «Ese justo.» En
este sentido, era la expresión del mundo pagano. Lo que había de mejor
parecía haberse conservado en el corazón de una mujer. Tenía alertado el
sentido espiritual.
Hubo, sin duda, un tiempo en que Pilato habría hecho todo lo que su
mujer le pidiera. Esta vez. no fue así. El proceso demostró que el hombre
113
político se equivocó y que la mujer, extraña a la política, tuvo razón.
Claudia comprendió, mejor que Pilato, los presagios del momento. Cristo
sufrió bajo Poncio Pilato. Fue para gloria de Claudia el que se levantara
una voz. de mujer en nombre de la justicia.
Considerad ahora a Herodías, segunda mujer de Herodes, más
correctamente llamado Herodes Filipo, hijo del viejo Herodes el Grande, el
que había ordenado la matanza de los niños de Belén. Cuando éste murió,
dejó la mayor parte de su fortuna a Filipo, pero no su realeza, lo cual iba
mal con la ambición de Herodías.
Sucedió que, cuando el hermanastro de su marido Herodes Antipas
(de los ocho hijos de Herodes el Grande, tres llevaban el nombre de
Herodes) vino a ver a Filipo, se inició una intriga amorosa entre Herodías
y su cuñado. Herodes Antipas devolvió a su mujer, hija de Aretas, rey de
Arabia, se casó con la mujer de su hermano y la llevó a su palacio, la Casa
Dorada de Maqueronte. ¿No introdujo este segundo matrimonio en esta
familia una confusión semejante a la que introducen los divorcios en
nuestras costumbres modernas?
Herodes gustaba que se le mostraran las celebridades extranjeras y le
agradaba oír a los grandes predicadores. Invitó, pues, a Juan Bautista a
predicar en su corte. No era Juan el hombre que desaprovechara la ocasión
para descubrir a Herodes y Herodías sus conciencias culpables. No
imaginaban el tema que elegiría el hombre de Dios como mensaje en la
Casa Dorada. Tan pronto como estuvo de pie ante la corte, señaló con dedo
acusador a Herodes, que había tomado como esposa a una divorciada, y
tronó: «No te es lícito tener la mujer de tu hermano» (Me. 6, 18).
Herodes se estremeció. Se rebeló. La libertad de pensamiento no
supone el derecho a juzgar de la conciencia de otro. Antes de saber dónde
se hallaba, se ve Juan aherrojado y la puerta de un calabozo subterráneo se
cierra para aquel que Nuestro Señor describió como «el hombre más
grande que haya nacido de mujer».
El hombre olvida a veces semejantes incidentes, la mujer, jamás.
Poco tiempo después llegó el cumpleaños de Herodes. El escenario es el
siniestro castillo fortificado de Maqueronte, uno de los lugares más
desolados del mundo. Se alza en la cima de un aislado peñasco de basalto
negro, a 1.150 metros sobre la ribera oriental del Mar Muerto.
Se organiza un festín a lo Baltasar. En la sala del banquete,
brillantemente iluminada, están reunidos los invitados de Herodes:
caballeros y damas, oficiales, parásitos, murmuradores y toda la secuela
114
que trae consigo una corte. El castillo brilla con mil luces. El rumor de
fiesta llega hasta el calabozo profundo, donde aguarda el prisionero de
Cristo.
Al fin, Herodes no tiene más que ofrecer a sus hastiados huéspedes
para reavivar su placer. Que lo complete el estímulo de una danza lasciva,
que la danzarina sea la bella Salomé, hija de Herodías y de su primer
marido. Los manjares son abundantes el vino corre a raudales y, mientras
se bebe, Salomé danza. Es sorprendente que una princesa de la orgullosa
casa de Herodes se abaje a danzar en público como una esclava, en
presencia de hombres medio borrachos. Era contrario a todas las ideas
orientales el que una mujer penetrara en semejante reunión. Sin embargo,
esto no era increíble, si uno conoce la moralidad de Herodes y de su
familia.
Heredes, embriagado por el vino y sobreexcitado por la danza, dijo a
Salomé: «Pídeme lo que quieras y te lo daré». Y le juró: «Cualquier cosa
que me pidas te la daré, aunque sea la mitad de mi reino». Saliendo ella,
dijo a su madre: «¿Qué quieres que pida?» Ella le contestó: «La cabeza de
Juan Bautista». Entrando luego con presteza, hizo su petición al rey
diciendo: «Quiero que al instante me des en una bandeja la cabeza de Juan
Bautista» (Mc 6, 22-25).
¿Qué haría Herodes? El Evangelio dice que «se entristeció» (Mc 6,
26). Pero había jurado y era preciso mantener el juramento. Algunos
prefieren ser infieles a Dios y a su conciencia antes que faltar a un
juramento, aunque sea hecho en estado de semiembriaguez.
Los invitados oyen que se abre la puerta del calabozo... Minutos
después la cabeza ensangrentada de Juan Bautista es entregada en bandeja
de plata a la joven, quien, asimismo, hizo entrega de tal horrible bandeja a
su madre.
A primera vista la semejanza entre Claudia y Herodías es
sorprendente. Las dos eran nobles, las dos esposas de hombres políticos.
Las dos toman contacto con las más grandes personalidades religiosas de
todos los tiempos: una con Cristo, la otra con Juan Bautista. Las dos
envían un mensaje a su marido y, sin embargo, ¡qué diferencia en sus
reacciones!: una sirve a Cristo; la otra, a un dictador totalitario.
¿Por qué una manifiesta tanta repugnancia para con la religión? ¿Por
qué la otra le atribuye tanto valor? ¿Por qué la reacción de una fue
defender la religión y la de la otra atacarla? ¿Por qué Claudia buscó salvar
tina vida y Herodías destruir otra?
115
En la vida de cada uno llega, por lo menos, un momento importante
que permite ir a Dios. Nuestra manera de reaccionar depende de nuestra
buena o mala voluntad. Se da en algunos una voluntad de pecar y las
buenas acciones fortuitas no son más que interrupciones de una intención
permanente dirigida hacia el mal. En otros la voluntad es buena y, aunque
una mala acción pueda a veces contrariarla, siendo buena, la voluntad está
dispuesta a reparar y hacer todos los sacrificios para seguir las directrices
de la conciencia y las gracias actuales del momento.
La voluntad de Claudia era buena; la de Herodías era mala. La
primera abrazó la religión; la segunda la rechazó. La voluntad buena es
parecida a un buen terreno. Cuando la semilla de la gracia de Dios cae en
él, germina. La voluntad mala es parecida a la roca, incapaz de conversión.
«Otra cayó sobre la peña y, nacida, se secó por falta de humedad» (Lc 8,
6).
Claudia y Herodías son los prototipos de todas las mujeres que han de
representar un papel en la vida social y política del mundo. O bien serán
las hijas de Herodías, que arruinan sus hogares con el divorcio, educando a
sus hijos, como fue educada Salomé, en la falsa sabiduría, que les enseñará
a arrastrar a los hombres hacia lo peor, uniéndose a no importa qué jefe
político que favorezca sus intereses o satisfaga sus ambiciones personales;
incapaces de olvidar los justos reproches de los modernos «Juan», sin tener
jamás escrúpulos de llegar a ser semejantes a la Bestia de Belchen para
decapitar a los mensajeros de Cristo. O bien las mujeres de hoy serán hijas
de Claudia, que lancen un reto a la política que querría llevar a la muerte al
Justo; que impulsen hacia el camino heroico del deber a quienes estén
propensos a dejarse llevar por la indecisión, la cobardía o el compromiso;
que prediquen sin desfallecimiento la justicia a su marido, aconsejándole,
salvándole, afrontando incluso una ley dura antes que ser infieles a la
conciencia; que no titubeen jamás, incluso cuando el hombre en el poder
desprecie su amor antes que proclamar la virtud y justicia de Cristo, sino
que su conversación, llena de reserva y respeto, esté a punto de conquistar
a un gobernador para Cristo.
En los tiempos modernos, los hombres no han conseguido crear un
mundo en que sea grato vivir. ¿Lo conseguirán las mujeres? Dependerá de
la forma en que saquen del hombre aquello que tiene de mejor o de peor.
En el Palacio de los Duques de Venecia hay un fresco que cubre las
paredes de la sala del Consejo. El artista hizo figurar por tres veces en este
fresco el rostro de su esposa, siempre en primer plano, destacando su
tónica azul. En el cielo, su rostro tiene una expresión de santa pureza; en el
116
purgatorio, su mirarla está atormentada; en el infierno muestra el horror de
una tortura sin arrepentimiento. ¿Qué significa esta anomalía?
La respuesta se halla en la vida del artista. Su esposa era a veces un
ángel bueno que le conducía al cielo y hacia Dios; otras veces fue su
prueba, su cruz, su purgatorio; en otras ocasiones, su tentadora, agente de
Satán, que le llevaba al infierno.
El nivel de toda civilización será aquel que le consiga la mujer. Lo
que era Claudia pudo haberlo sido Pilato; lo que era Herodías, lo fue
Herodes. El amor, más que el saber, hace el mundo. El saber se fragmenta
para adaptarse al espíritu a quien se distribuye. Por eso es preciso dar a los
niños ejemplos concretos.
El amor va por delante de las exigencias del objeto amado. Si aquel a
quien se ama es virtuoso, es preciso ser virtuosos para conquistarlo. En
consecuencia, cuanto más elevado es el amor tanto más elevados deben ser
quienes aspiran a él; cuanto más noble es la mujer más lo será el mundo.
Cuando las llamas sagradas de una común ternura funden en su fuego
a dos almas predestinadas, puede cada una transformar a la otra en lo que
desea ardientemente.
El que una mano de mujer sujetara la hebilla de la armadura de un
caballero no era un capricho romántico; era la imagen de una verdad
eterna. Lo que respeta un hombre cuando está en peligro de perder su
honor es lo único que sujeta bien la armadura de su alma.
Se necesitan, sí, hombres fuertes como Pedro, cuyo estoque resonará
sobre el broquel de las hipocresías mundanas; hombres fuertes como
Pablo, cuya espada de dos filos cortará las ligaduras que sujetan las
energías del mundo; hombres fuertes como Juan, cuya voz vehemente lo
despertará del sueño indolente de un descanso sin heroísmo.
Pero son necesarias también mujeres que, como dijo el Santo Padre,
«sean para sus hermanas maestras y guías, para rectificar ideas, disipar
prejuicios, esclarecer puntos oscuros, explicar y difundir las enseñanzas de
la Iglesia, contener estas corrientes que amenazan el hogar, porque, ¿quién
puede, mejor que la mujer, comprender lo que es necesario para la
debilidad de su sexo, para la integridad y el honor de la joven, para la
protección y educación del niño?».
Si sois de esta clase de mujeres, os saludaremos y pregonaremos
vuestro elogio, no como la descendiente moderna de Herodías, en otro
tiempo superior a nosotros y ahora nuestra igual, sino como la cristiana
117
inspirada por Claudia, que, manteniéndose cerca de la Cruz el Viernes
Santo, fue la primera al Sepulcro en la mañana de Pascua.
118
Capítulo VI
119
Pilato tenía a Cristo en sus manos. ¿Cómo desembarazarse de él? Su
imaginación saltó hasta la cárcel. Desde el punto de vista político tuvo una
idea magnífica, pero débil y moralmente corrompida. Permitiría al pueblo
votar para elegir el preso que liberaría. Sin duda, Pilato deseaba asegurar la
libertad de Cristo y por eso escogió a Barrabás de entre los tres hombres de
quienes hemos hablado.
Barrabás era bien conocido. Era un «notable», inverosímilmente,
como su nombre indica, el hijo de un rabino (Mt 27, 16). San Juan nos dice
que era ladrón (Jn 18, 40). Había sido detenido en una sedición y por
asesinato cometido en esa ocasión (Lc 23, 19).
Según nuestro lenguaje, era un «revolucionario». Cuando se recuerda
que Israel estaba sometido a los romanos, es preciso interpretar este
término como «patriota» o miembro de la «resistencia» clandestina. Quería
rechazar el yugo de la tiranía política. Toda la nación gemía en espera de
un libertador. Por eso se le pregunta a Cristo: «¿Eres Tú el que viene o
hemos de esperar a otro?» (Mt 11, 3). Desde hacía dos siglos Israel no
tenía ya un Judas Macabeo para ponerse al frente de una revuelta contra el
César. Barrabás se adelantó para llenar este cometido; en su entusiasmo
por la libertad de su pueblo había cometido un homicidio y, lo que era más
grave a los ojos de Pilato, era un sedicioso.
Pilato intentó mezclar las cosas escogiendo un preso sobre quien
pesaba exactamente la misma acusación que sobre Cristo, es decir, haber
promovido la sedición contra César. Después de algunos minutos, dos
hombres estaban ante la multitud, en pie sobre el presuntuoso pavimento
de mármol blanco del Pretorio. Pilato está sentado sobre una plataforma
elevada, rodeado de la guardia imperial. A un lado, Barrabás, guiñando los
ojos al sol que no ha visto desde hacía meses. Al otro lado está Cristo.
He aquí dos hombres acusados de revolución. Barrabás ha apelado a
los agravios nacionales; Cristo a la conciencia. Barrabás quería hacer caer
las cadenas sin tener en cuenta al pecado. Nuestro Señor quería librar al
hombre del pecado, y las cadenas dejarían de existir. Suenan las trompetas.
Ha vuelto el orden. Pilato avanza y se dirige al populacho: «¿A quién
queréis que os suelte: a Barrabás o a Jesús, el llamado Cristo?» (Mt 37,
17).
La pregunta de Pilato tenía todo el aspecto de una libre elección en
una democracia, pero no era más que falsa apariencia. Ponderad esta
pregunta. Considerad en primer lugar a qué gentes se dirige; luego, la
pregunta misma. El pueblo no se inclinaba a entregar a la muerte a Nuestro
120
Señor (Mt, 37, 30). Por esto unos demagogos «suscitaron la agitación entre
el pueblo y persuadieron a la muchedumbre a que pidieran a Barrabás».
Siempre existe una masa indiferente, incapaz de reflexión, a merced de
esta especie de elocuencia que se llama «la prostituida de las artes». El
pueblo puede ser descarriado por malos pastores; los mismos que gritan el
«¡Hosanna!» el domingo son capaces de gritar el viernes «¡Crucifícalo!»
En esto se manifiesta el grave peligro que corre la democracia, pues
lo que le acaeció a este pueblo se repite en la historia: el Pueblo degenera y
se convierte en masa.
¿Cuál es la diferencia? Cuando decimos pueblo, hablamos de
personas que se deciden por sí mismas, que se gobiernan por su
conciencia, determinadas por una intención moral y que mantienen el
derecho frente a la demagogia. Cuando decimos masa, hablamos de esas
gentes que no se gobiernan interiormente por su conciencia, cuyo
pensamiento está determinado desde fuera por algunos jefes
irresponsables, que son accesibles al contagio mental de la propaganda y
que tienen, en consecuencia, una aptitud sicológica a la esclavitud.
En la mañana del Viernes Santo, bajo la influencia de los pro-
pagandistas, el pueblo se hizo masa. Una democracia dotada de conciencia
se convierte en turbocracia7 dotada de poder. Cuando una democracia
pierde el sentido moral, es capaz de votar el fin de la misma democracia.
Cunando Pilato pregunta: «¡A quien queréis que os suelte?» (Mt, 27,
17) no presidía una justa elección democrática. Admitía que votar significa
el derecho de elegir entre el inocente y el culpable, entre el bien y el mal,
el justo y el injusto.
Esto es falso. La verdadera democracia no vota nunca por el inocente
o el culpable. El tribunal de Pilato, como el de Herodes, había declarado
inocente a Nuestro Señor. Toda democracia se funda sobre un absoluto
teológico y sobre relatividades económicas y políticas. Para gloria eterna
de la democracia americana, cuando vamos a las urnas no se trata de votar
por un régimen de justicia o un régimen de injusticia; votamos más bien
por los medios relativamente buenos de alcanzar un fin relativamente
bueno en sí. Nuestra democracia admite que existe un absoluto sobre el
cual no votamos. Ciertas verdades jamás se discuten, por ejemplo: «Todos
los hombres reciben de su Creador ciertos derechos inalienables». Somos
capaces de votar porque jamás ponemos en tela de juicio ni este ni otros
semejantes. Esto es lo que constituye la grandeza de América.
7
El autor usa en inglés «mobcracy», turba, canalla (N. del T.).
121
De Tocqueville creyó, al principio, que América no sobreviviría por
sus conflictos de grupos, clases y puntos de vista. Descubrió más tarde que
bajo todo eso existía una tradición común, una común herencia, una fe
común que nadie ponía jamás en duda.
Una de las razone» de la desintegración de las democracias europeas
es porque carecían de este fondo común de absolutos. El áspero
racionalismo de Voltaire, el humanitarismo sentimental de Rousseau,
bastante fuertes para fomentar una sublevación en masa, no lo eran
bastante para crear una fe. En América, además de un sistema político,
tenemos una fe política. Por eso nuestros partidos políticos no han tenido
jamás un espíritu partisano. El partido contrarío no va al exilio. El partido
de mayoría se constituye en guardián de los derechos de la minoría. Los
partidos pueden diferir en cuestiones políticas, porque están de acuerdo en
las grandes ideas.
Unidad en la necesario,
Libertad en lo opinable,
Y en todo, caridad
122
mientras el voto se basa en la conciencia y no en la propaganda electoral.
La verdad no gana la victoria cuando los números, en cuanto números,
obtienen la decisión. Los números sólo pueden elegir a una reina de
belleza, pero no a la justicia. La belleza es cuestión de gustos; pero la
justicia queda fuera de ellos. El derecho permanece derecho, incluso si la
persona no respeta el derecho, y el mal permanece mal, aunque todo el
mundo lo haga. La primera votación en la historia del cristianismo fue a
favor del mal.
Barrabás quedó estupefacto de un resultado que superaba sus más
ardientes esperanzas. Había combatido por la libertad política. Había
suministrado los nombres de algunos Quislings 8, había saboteado obras
romanas, había organizado algunas partidas de patriotas; su arresto le había
valido algún prestigio, porque la detención realza el prestigio de los
revolucionarios. Pero todo esto no era nada comparado con los gritos que
le saludaban como a un jefe, como a un héroe. No era ya un fuera de la ley,
sino un hombre libre —eso entrañaba la muerte de Cristo—, ¡lo cual no
era nada!
¡Barrabás era libre! Gozaba de cuatro libertades:
1.ª, libertad que le rescataba de la crueldad: nada de cárceles
romanas;
2.ª, libertad que le rescataba de la necesidad: nada de agua y pan
negro;
3.ª, libertad de palabra: podía de nuevo preconizar la revolución;
4.ª, libertad de religión: podía, si quería, hablar contra ella.
124
«el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan» (Mt 11,
12).
¡Aprended, charlatanes que habláis de libertad en una tierra libre, que
la única verdadera libertad que hay en el mundo es la libertad de ser santo!
125
Capítulo VII
126
«Pasados ocho días, otra vez estaban dentro los discípulos y Tomás
con ellos. Vino Jesús, cerradas las puertas, y, puesto en medio de ellos,
dijo: la paz sea con vosotros. Luego dijo a Tomás: alarga acá tu dedo y
mira mis manos y tiende tu mano y métela en mi costado y no seas
incrédulo, sino fiel. Respondió Tomás y dijo: ¡Señor mío y Dios mío!» (Jn
20, 26-29).
El Cristo que el mundo necesita hoy es el Cristo viril que puede
desplegar ante un mundo malo la garantía de la victoria en su propio
cuerpo ofrecido en sacrificio sangriento por la salvación. Ninguno de los
falsos dioses, libre de sufrimiento físico y de dolor moral, nos puede
aliviar en estos días trágicos.
Quitad de nuestra vida el Cristo con las llagas, Hijo de Dios vivo,
resucitado de entre los muertos por el poder de Dios, y ¿qué seguridad
tenemos de que el mal no triunfará sobre el bien? Si para El que vino a esta
tierra a enseñarnos la dignidad del alma humana y desafiar a un mundo
pecador para convencerle de pecado no tiene otro fin, otro destino, que el
ser colgado de un árbol con criminales comunes, ladrones, para diversión
de los romanos, entonces cada uno de nosotros puede decirse: «Si esto es
lo que le sucede al justo, ¿para qué llevar una vida virtuosa?»
¿Qué motivo nos induciría a la virtud, si la mayor de las injusticias no
era reparada, si la más noble de todas las vidas podía ser arrancada sin
recurso?
¿Qué pensar de un Dios que impasiblemente mirara este espectáculo
de la inocencia sometida al patíbulo y que no arrancara los clavos para
colocar allí un cetro, o que no enviara un ángel para tomar la corona de
espinas y reemplazarla por una guirnalda de flores?
¿Qué pensar de la naturaleza humana, si esta flor inmaculada es
pisoteada por las botas de los verdugos romanos y destinada a pudrirse en
tierra como todas las flores escachadas? Su hedor, ¿no sería tanto más
fuerte cuanto su perfume era en su origen más delicioso? ¿No odiaríamos,
no sólo a este Dios que no diera importancia ni a la verdad, ni al amor, sino
también a los hombres, nuestros semejantes, que hubieran participado en
su muerte? Si éste es el fin de la virtud, ¿para qué ser virtuosos? Si sucede
cosa semejante a la justicia, ¡que reine entonces la anarquía!
Pero si este hombre es al mismo tiempo Dios, si no es un profesor de
moral humanitaria, sino nuestro Redentor, si puede tomar sobre sí lo que
hay de peor en el mundo y superarlo por el poder de Dios; si, desarmado,
puede llevar a cabo la guerra sin otras armas que la bondad y el perdón; si
127
los muertos alcanzan la victoria y los que matan pierden la batalla, ¿quién
estará sin esperanza cuando Cristo resucitado nos muestre sus manos y su
costado?
¿Qué nos enseñan las llagas de Cristo? Nos enseñan que la vida es un
combate, que nuestro destino a una resurrección final es semejante al suyo;
que, si no hay una cruz en nuestra vida, no habrá sepulcro vacío; que sin
Viernes Santo no habrá Domingo de Pascua; que sin corona de espinas no
habrá aureola de luz, y que, si no sufrimos con El, no resucitaremos con
El.
El Cristo de las cinco llagas no nos da una paz que proscriba la lucha,
porque Dios detesta la falsa paz para aquellos que están destinados a la
guerra contra el mal.
Las llagas no solamente nos recuerdan que la vida es un combate,
sino que son también una garantía de victoria. Nuestro Salvador dijo: «Yo
he vencido al mundo». Quiere decir que fundamentalmente ha vencido al
mal. La victoria está asegurada, sólo que la buena nueva no se ha
esparcido todavía. El mal no podrá ser jamás más fuerte que lo fue aquel
día, pues lo peor que puede hacer no es reducir a ruinas las ciudades,
enviar guerras y lanzar bombas atómicas sobre los buenos y los seres con
vida; lo peor que podría hacer es matar a Dios. Habiendo sufrido una
derrota, precisamente en eso, en el momento en que era el más fuerte,
cuando llevaba su más sólida armadura nunca jamás podrá ser vencedor.
No creáis, pues, que las llagas de Jesús y su victoria sobre el mal nos
inmunizan contra él y la desgracia, el sufrimiento físico y el dolor moral,
la crucifixión y la muerte. Lo que nos ofrecen no es la inmunidad en este
mundo, sino una buena oportunidad de perdón por el pecado en nuestra
alma. La victoria final sobre el mal físico se obtendrá en la resurrección de
los justos Enseña al noble ejército de los que sufren aquí abajo a so-
portarlo, pero con valentía y serenidad, a considerar todas las pruebas
como «la sombra de su mano extendida para acariciar» y transfigurar los
más grandes dolores en los más grandes beneficios de la vida espiritual.
Exclamaremos con San Pablo en la exaltación del triunfo: «¿Quién
nos arrebatará al amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la
persecución, el hambre, la desnudez., el peligro, la espada?... Mas en todas
estas cosas vencemos por Aquel que nos amó. Porque persuadido estoy
que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo
presente, ni lo venidero, ni las virtudes, ni la altura, ni la profundidad, ni
128
ninguna otra criatura podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús,
Nuestro Señor» (Rom. 8, 35-39).
En oposición a la fe cristiana en el Cristo resucitado, hay una
filosofía materialista que pone su fe no en Dios, sino en el hombre, y,
sobre todo, en un hombre que desempeña el oficio de dictador.
Nuestro Occidente ve el peligro que encierra esta fe nueva, pero es
impotente para resistirla, porque sus defensas no se apoyan sino sobre las
fluctuaciones de la opinión vacilante de hombres políticos y de jefes, que
no pueden comunicar una fe que no poseen. La causa de Occidente está
debilitada por su aversión a la doctrina, su odio al dogma, que le impiden
oponer una ideología a otra y no le permite hacer frente al enemigo más
que por ineficaces cambios de ministerios.
Las antorchas del pueblo permanecen extinguidas porque nuestro
Occidente se ha separado del verdadero fuego encendido sobre los eternos
altares del Dios viviente. Como una mariposa en la noche, el occidental se
aproxima a la llama humeante del totalitarismo, se precipita y perece en
ella. Hoy la lucho es demasiado desigual. Las fuerzan materialistas tienen
una filosofía de la vida, el Occidente no.
Puesto que fundamentalmente todas las contiendas son teológicas,
resulta que, si abandonamos la fe en Cristo, que ha forjado nuestra
civilización cristiana occidental, no podemos ofrecer meta alguna al
hombre viador ni esperanza a una generación perdido. No puede oponerse
una opinión a una ideología ni compromisos tranquilizadores a una
filosofía de la vida. El simple hecho de dar vuestro brazo derecho a un oso
no os da la garantía de que no os coja el izquierdo.
Los argumentos contra el nuevo materialismo deben ser teológicos.
Es preciso recurrir a la doctrina para combatir una doctrina. Esto es claro.
Si no damos a los occidentales una fe para luchar contra una fe falsa, los
discípulos fanáticos de la revolución mundial seducirán y enardecerán la
fidelidad de millones de hombres y seremos destruidos por el error.
Por el contrario, si creemos que, a lo largo del conflicto entre el bien
y el mal, Dios está siempre obrando en la historia, la última victoria del
bien podrá salir de la tragedia, mientras que, una vez, más, el amor
triunfará del pecado llevado hasta el extremo.
Ni os parece que las llagas de Cristo no son más que insignificante y
débil seguridad contra los poderes bien armados del mal, contemplad el
viejo conflicto entre las fuerzas del bien y del mal, representadas por
David y Goliat. Goliat suponía que todo campeón que llegara hasta él para
129
enfrentársele estaría armado con una lanza; olvidaba que la causa de Dios
se apoya en otras armas.
David tomó una honda, en apariencia inofensiva, cortada en el
bosque y, después de haber escogido en un arroyo cinco chinitas, avanzó al
encuentro del filisteo. Goliat estaba tan persuadido de que sería una lucha
de arma contra arma que, cuando vio a David venir contra él sin armadura
sobre el cuerpo y sin otra cosa que cinco piedrecillas insignificantes y una
honda, receló y dijo: «¿Crees que soy un perro, para venir contra mí con
un cayado?» (1 Sam. 17, 43). Y David respondió: «Tú vienes contra mí
con espada, lanza y venablo, pero yo voy contra ti en el nombre de Yahvé
Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a los que has insultado» (1 Sam. 17,
45).
Goliat avanzó enjaezado de pies a cabeza; sólo su frente, sin cubrir
por la visera, servía de blanco. Al primer hondazo. David le pegó en la
cabeza, la piedra penetró en su frente y Goliat cayó al suelo. Puesto que no
había otra espada más que la del filisteo, David la cogió y le cortó la
cabeza con ella.
Esta figura se realizó el Viernes Santo, cuando Cristo libró la batalla
con el Goliat del mal, sostenido por el poder de todos los gobiernos del
universo. No tenía otras armas más que la cruz, cortada en el bosque como
la honda de David. En el arroyo ruidoso del odio del mundo tomó, no
cinco chinitas, sino cinco llagas, cada una de las cuales hubiera bastado
para rescatar al mundo, y así mató al Goliat del mal.
Si nuestro Jefe ha enarbolado cinco llagas, nosotros, sus soldados, el
día de la gran parada, cuando venga a juzgar a los vivos y a los muertos,
será preciso que estemos preparados para enseñarle las llagas recibidas por
su causa y en su nombre. A cada uno de nosotros dirá «Muéstrame tus
manos y tu costado. ¡Desgraciados de aquellos de nosotros que desciendan
del Calvario con las manos blancas y sin heridas!
Para matar al Goliat del mal, si existe una de esas llagas que
podríamos escoger, como David escogió sus piedrecillas, será la que el
centurión del ejército romano le hizo cuando hundió una lanza en el
costado del Salvador. Hasta el día de la victoria final marcharemos
confiadamente a las órdenes de este gran Capitán que, por vez primera en
la historia, llevó esta condecoración que la humanidad prendió sobre su
pecho: ¡el Corazón purpúreo del Dios todo amor!
130
EN LA LÍNEA DE LA CRUZ
131
Primera palabra
134
Quien hizo el ojo, ¿no verá? El que hizo la oreja, ¿no oirá? El que dio
a los soldados el coraje para morir, ¿no será el mismo Jefe que muere para
que el bien ocupe el puesto del mal?
¿Por qué, pues, decís: «Baja y creeremos»? Creéis que por amor al
prójimo sois capaces de sacrificaros a vosotros mismos, y ¿es posible que
Dios no pueda? Verdaderamente no sabéis lo que hacéis.
¿Habéis visto nunca al Amor levantarse contra la fuerza bruta y caer
abatido, porque no ha querido cesar de amar?
Si admiráis el sermón de la Montaña, donde fue predicado el amor,
¿por qué rehusáis el sermón desde la Cruz, en donde muere el Amor
afrontando el odio?
¿Acaso no es el Calvario inseparable de la otra Montaña? Era, por
tanto, necesario que el Amor, afrontándose al mal, fuera crucificado.
El amor, despojado de poder, es vencido por el mal. Pero el amor,
armado de poder, morirá antes que renunciar a la virtud.
Es también necesario que Dios sufra con sufrimiento humano. El
amor, ¿será amor si no cuesta nada al que ama? ¿No dijo Goethe: «Si yo
fuera Dios, este mundo de pecado me rompería el corazón»? Pues bien,
esto le ha ocurrido a Cristo: tiene el corazón quebrado.
Y si vuestro amor hacia el hombre encuentra alguna vez la burla y el
menosprecio, ¿le diréis a Cristo, Dios-Amor crucificado: «Baja y
creeremos»? ¿En qué se puede creer, si el Amor debe amar sin la Cruz?
La cruz no nos viene de un talismán de la antigüedad, sino del mismo
cielo, ya que «el Cordero es inmolado desde el principio del mundo»
(Apoc. 13, 8). Desde el primer día en que la sangre de un hermano clamó a
los cielos, hasta la hora presente, en que la raza de Abel es triturada por su
envidioso hermano —la raza de Caín—, y en que la sangre injustamente
derramada grita al cielo, Dios ha oído este grito, se ha hecho hombre y ha
bajado para dar su sangre, a fin de que el hombre, sublimándose a sí
mismo, pueda llegar a ser hijo de Dios.
La Cruz es eterna. No se la puede arrancar. No se la puede derribar.
Está en el corazón de la creación. Es la raíz de nuestros pequeños
calvarios. ¿Por qué, pues, decís: «Baja de la Cruz y creeremos»?
Es Dios quien nos da la Cruz y es la Cruz la que nos da a Dios.
Aceptáis la cruz, pero no el crucifijo. La cruz que lleváis puede ser
una alhaja, un talismán, pero no un crucifijo. ¡Cuando lo veáis os sentiréis
enrolados! Una estatua de Buda no os conmueve. ¡Colocad durante tres
135
días, sobre vuestra mesa de trabajo, un crucifijo, y comprobaréis cuál es su
efecto sobre vosotros!
¡Humanistas, hermanos míos! Recordad los días de la Revolución
francesa, cuando el populacho invadía las Tullerías, corriendo de un salón
a otro, saqueándolo todo. Una puerta cerrada... Mirad, ¡es la capilla! Sobre
el sagrario, el crucifijo. La turba furiosa calló. Alguien gritó:
«¡Descubríos!» Todas las cabezas se inclinaron. Se doblaron las rodillas.
Mientras un laico descolgaba el crucifijo y lo colgaba en una casa vecina,
la ola destructora reanuda su salvaje carrera. Cristo había sido desclavado
de la Cruz. Ya se podía avanzar. ¡La religión era cosa cómoda!
No es cosa extraordinaria que uno quiera desclavar el Cristo. Se
acepta la cruz, pero no al crucificado. El crucifijo pone vuestra alma en
peligro. Permanecéis fríos ante la Esfinge, pero Cristo en la Cruz os da un
sentimiento de culpabilidad.
Pero suponed que. atendiendo vuestro deseo, Cristo hubiera bajado
de la Cruz. Entonces os hubierais visto obligados a hacer su voluntad: ¿qué
hubiera sido, pues, de vuestra libertad? Un día vendrá sin su Cruz o, mejor,
en lugar de ser llevado por ella, será El quien la llevará. Pero vendrá para
juzgar y castigar y no para sanar, como hace ahora, pues el tiempo de la
curación habrá pasado.
El humanista no puede ser mucho tiempo humano, pues se convierte
en ángel o bestia, no es simplemente hombre. Si venís del animal, no
podéis deshaceros de lo animal; pero si venís de Dios, podéis abandonar lo
humano para ser hijos de Dios. Este es el verdadero humanismo, donde el
hombre encuentra su centro en su origen.
Antes que sea demasiado tarde, queridos humanistas, renunciad a
vuestra petición: «Baja y creeremos». Escuchad primero: «Padre,
perdónalos». No hay perdón a bajo precio. Si Jesús lo ofreciera sin la Cruz,
no lo aceptaríais. Pero si viene de una mano taladrada, ¿cómo podríais
rehusarlo? Esta Cruz es el precio que ha pagado Dios para rescataros de
vuestros pecados. Sin ella ya no hay más ni pecado ni Dios.
A medida que ascendéis a una vida más noble, ¿no escogéis el
sufrimiento y la dificultad con preferencia al confort y la facilidad? ¿Por
qué, pues, no escoger a Aquel que ha hecho tanto por vosotros?
136
Segunda palabra
139
La explicación sicológica atribuye el mal a los deseos reprimidos, a
los instintos sexuales contrariados, al complejo de Edipo, los cuales
podrían ser abolidos vulgarizando la estética y ampliando los beneficios de
la máquina y del sufragio universal.
Estas explicaciones las rechaza Joad después de preguntarse: «¿Se
podrá afirmar que no ha sido cruel ningún rico, que no ha sido tirano
ningún hombre que no reprimió sus instintos, que no ha sido egoísta
ningún niño que pudo desarrollar libremente su yo?»
Sentado este problema, pasa ante el espíritu el largo desfile de los
soberanos absolutos, sultanes, califas, emperadores y reyes, así como la
pequeña medianía: maestros de escuela, sirvientes de hospicio, capataces
que mandaban esclavos, los Squeers, los Brookleurst, los Bumbles, los
Murdstones,9 en la cola de este triste cortejo; todas las gentes que poseían
bastante dinero para no ser atrapadas por la pobreza y bastante poder para
sustraerse a la sujeción de la autoridad.
Más bien se han servido de su poder para aumentar, y esto a menudo
deliberadamente, la miseria de los seres humanos con una lógica que ha
provocado la terrible sentencia de Lord Acton: «Todo poder corrompe, y el
poder absoluto produce la corrupción absoluta».
Ninguna de las explicaciones modernas del mal, declara Joad, es
suficiente. «El mal no es solamente un subproducto de unas circunstancias
desfavorables; está demasiado extendido y muy profundamente enraizado
para admitir algunas de estas explicaciones; tan ampliamente extendido,
tan profundamente enraizado, que se ve uno forzado a concluir que lo que
enseñan las religiones es verdad y que el mal es el estado endémico en el
corazón del hombre.»
¡Un estado endémico en el corazón del hombre! Es así. Lo llevamos
en la sangre. Circula por nuestras venas; anima el cerebro, cuando la mente
está pervertida; da energía a la voluntad, cuando ésta mata; excita los
músculos que dejan caer las bombas; persigue a los que rezan.
Frente a este mal, endémico en el corazón humano, surge esta verdad:
«Una cosa es ser ciego y otra es saberlo».
Hay esperanza para los sordos que quieren oír, para los cojos que
quieren andar, para los enfermos que reconocen la necesidad que tienen de
9
Estos nombres designan a los personajes de las novelas de Dickens, Sequeers: el
brutal maestro, en Nicolás Nicklebs; Bumble: el bedel, en Oliver Noist; Murdstone: el
abuelo de David Copperfield. (N. del T.)
140
médico y para los pecadores que experimentan la necesidad de un
Redentor.
Así fue cómo el buen ladrón venció al mal: admite el vacío de su
alma e implora a Dios la salvación. Una cosa hay en el mundo peor que el
pecado: la negación de nuestro estado de pecadores.
La tragedia del mundo moderno es que sean tantos los que nieguen el
pecado. Jamás en la historia del mundo ha estado el mal tan extendido, y
nunca como ahora se ha tenido tan poca conciencia de ello. Decid a un
moderno que reconcilie su alma con Dios y os dirá: ¿Qué le he hecho? Yo
le he dejado en paz, ¿por qué Él no quiere dejarme tranquilo?
¿Por qué habla así? Por la misma razón que un hombre sano podría
decir al cirujano que quisiera operarle: «Estoy muy bien. Déjeme en paz».
Si sois para vosotros mismos la propia ley, si os habéis establecido
vuestras propias normas y sois vuestro propio dios, es una necedad pedir
ser reconciliado con otro dios.
Cuanto peor se vuelve el hombre, menos cuenta se da de su
perversidad, lo mismo que el enfermo no es consciente de su enfermedad
cuando la fiebre sube hasta el delirio. Hasta llega a creerse sano y quiere
volver a su trabajo. Un pecador se cree siempre virtuoso. Hasta el
momento de despertar, ignoramos que dormíamos, o ignoramos lo que es
el pecado mientras no nos apartamos de él.
A no ser que estéis enfermos, no llamáis al médico; hasta que no os
reconocéis pecadores no llamáis a vuestro Redentor. Nuestro Señor dijo:
«No tienen los sanos necesidad de médico, sino los enfermos» (Mt. 9, 12).
Cuando llegues a dejar de tratarte a ti mismo de tonto (sin creerlo) y
empieces a tratarte de mala «pieza», creyéndolo, estás en el camino que
condujo al buen ladrón a la conversión. Sentirse culpable es condición
imprescindible para la conversión; como saberse enfermo lo es para
curarse. Mientras creamos en nuestra virtud, no encontraremos a Dios.
Si creemos saberlo todo, ¿cómo nos va a enseñar Dios lo que
ignoramos?
Admitimos con frecuencia que tenemos mal carácter, que somos
intemperantes; pero ¿admitimos alguna vez que somos orgullosos? A
grandes voces condenamos el orgullo en los otros, pero negamos ser
nosotros reos de este vicio. Cuanto mayor es nuestro amor propio, tanto
más detestamos el amor propio en los demás. Cuanto más decimos: «No
tengo amor propio», tanto más demostramos que estamos llenos de él.
141
Nuestro orgullo nos hace mirar a la gente por encima del hombro,
hasta el extremo de no poder levantar los ojos a Dios. En efecto, porque no
admite nuestro orgullo más ley ni autoridad que nosotros mismos, es
esencialmente opuesto a Dios.
Todos los otros pecados nuestros pueden venir de nuestro propio
fondo, por ejemplo: la avaricia, la lujuria, la cólera, la gula. Pero el orgullo
viene directamente del infierno. Por este pecado cayeron los ángeles. El
destruye toda posibilidad de conversión.
Sí, por consiguiente, podemos humillarnos, como el buen ladrón, y
reconocer que hemos obrado mal, desde nuestra desesperación creadora
podemos clamar al Señor e implorar que se acuerde de nosotros en nuestra
miseria. En el mismo momento en que cesemos de envanecernos y
pavonearnos, empezaremos a vernos cual somos y nuestra humildad será
ensalzada.
Examinemos nuestra conciencia. Preguntémonos no lo que sabemos,
sino lo que ignoramos; no hasta qué punto somos buenos, sino hasta qué
punto somos malos. No juzguemos de nosotros mismos por la ciencia que
poseemos, sino por nuestra conciencia; no por nuestra instrucción, sino por
nuestra conducta; no por nuestra educación, sino por nuestro corazón.
Tan pronto como nos damos cuenta que en nuestra alma hay un
vacío, que comprendemos que al pecar no hemos cesado de pertenecernos
a nosotros misinos, y que reconocemos que, junto al brocal del pozo
tenemos todavía sed, que hemos obrado neciamente y que nuestras locuras
pasadas acumulan sus sombrías deudas, desde el fondo del cenagal de
nuestra alma tenebrosa clamaremos como el ladrón y como todos los
católicos cuando se confiesan: «Perdóname, Padre, porque pequé; soy un
pecador».
Tal es el comienzo de la salvación. El ladrón muere como ladrón, ya
que roba el Paraíso. Si ganamos el Paraíso, seremos asimismo ladrones, ya
que jamás mereciéramos lo que recibiremos: ¡el Dios de la eterna paz!
142
Tercera palabra
144
Ahora establece este nuevo parentesco. Su Madre según la carne
llega a ser la madre de todos los «que no de la sangre, ni de la voluntad
carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios son nacidos» (Jn 1, 13).
Para introducir estas nuevas relaciones y presentarla como Madre de
los cristianos, la llama «mujer»; es la vocación a la maternidad universal.
Y a Juan, hasta entonces hijo del Zebedeo, no le llama Juan, pues esto
hubiera sido conservar los lazos de la sangre. Le llama «hijo»; «hijo, he
ahí a tu Madre».
Jesús fue el primogénito de María, según la carne; pero al pie de la
Cruz, Juan fue el primogénito según el espíritu; puede que Pedro fuera el
segundo, Andrés el tercero, Santiago el cuarto y nosotros los que hacemos
el millón de millones.
Había establecido Jesús una nueva familia, con nuevas relaciones
sociales. Es en este contexto y no en otro en que se regularán las
cuestiones económicas y sociales. «Vosotros buscad su reino (el de Dios) y
todo eso se os dará por añadidura» (Lc 12, 31).
¡La religión no es un asunto individual! No se puede tener una
religión individual, como un gobierno individual, como una astronomía o
matemáticas individuales. Hasta tal punto es social la religión que no se
limita a la clase de los criminales, como lo creía el mal ladrón, ni a
ninguna clase, raza, nación o color. Estas miras son demasiado
aristocráticas.
El esnobismo, la novedad, se dan lo mismo entre los proletarios como
entre la nobleza. Los nuevos sistemas totalitarios han creado unos
personajes tan desagradables como cualquiera de los «sangre azul» de la
monarquía.
La tercera palabra de Nuestro Señor nos revela especialmente que
todos los deberes sociales fluyen de estos lazos espirituales. No dijo:
«Juan, cuida a mi Madre», ni «María, ocúpate de Juan como de mí
mismo». Los deberes fluyen con toda naturalidad de la nueva relación que
ha establecido entre María y Juan, como de madre e hijo.
La religión se convierte en distribución de responsabilidades María
había educado a su Niño; debía ahora adoptar otros y amarlos como hijos
suyos por desventajosa que fuera la comparación.
Juan había cumplido sus deberes filiales con el Zebedeo; ahora, en
tanto fuere hijo de María, debía aceptar los nuevos deberes y vivir de tal
modo que nunca hiciese nada que avergonzara a su Madre.
145
María prosigue cumpliendo sus deberes de llevar las cargas del
prójimo, pues la encontramos en medio de los apóstoles en Pentecostés,
prodigando su cuidado maternal a la Iglesia recién nacida, como los había
prodigado al Niño Jesús.
Nunca olvidará Juan la palabra «hijo» que escuchó al pie de la Cruz.
Algunos años después de la Ascensión, veremos que escribe a la Iglesia
naciente: «Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados
hijos de Dios y lo seamos» (1 Jn 3, 1).
Nada de raza, de clase, de color mesiánico. Nuestro Señor ha muerto
por todos los hombres, estableciendo de este modo nuevas relaciones con
Dios. Y de estas relaciones brotan la desaparición de los cuchitriles, la
justicia social y todo lo demás, y solamente esto.
De donde se sigue que Nuestro Señor no habló de la esclavitud. Sabía
Él que la esclavitud no podría ser desarraigada en tanto que los hombres
no se vieran ligados unos a otros sobre la base de la igualdad que tienen
entre sí los hijos de Dios.
No habló acerca de la necesidad de los hospitales para niños. Pero
desde el principio proclamó en el mundo pagano la grandeza de la
infancia, haciéndose niño entre los niños.
No dijo nada de la necesidad de la democracia. Pero puso la base,
cuando dijo a Pilato lo que nosotros, americanos, tenemos escrito en la
Declaración de la Independencia, es decir, que todos los derechos y todas
las libertades vienen de Dios.
No recomendó portarnos bien con el servicio, pero se ciñó una toalla
y lavó los pies a sus apóstoles. «Y el que de vosotros quiera ser el primero,
sea siervo de todos» (Mc 10, 44).
El ejemplo clásico de los resultados de estas nuevas relaciones lo
tenemos en el esclavo Onésimo, que se escapa de casa de su dueño
Filemón. Fue al encuentro de San Pablo, que le bautizó, mandándole
volver después a Filemón, llevando una cartita en la que Onésimo es
llamado «el hijo a quien entre cadenas engendré... acógele como si de mí
se tratase... recíbele no como a esclavo, sino como a un hermano querido,
amado particularmente por mí, y cuánto más por ti según la ley humana y
según el Señor» (Flm. 10, 16). Onésimo no era esclavo porque era
cristiano.
¡Qué barreras no habría derribado San Pablo en la Sociedad de
Naciones! «No hay ya judío ni griego» (es decir, distinciones raciales o
políticas); «no hay siervo o libre» (distinciones económicas); «no hay
146
varón o hembra» (distinción de sexos), «porque todos sois uno en Cristo-
Jesús» (Gál. 3, 28).
Cuando Chile y Argentina iban a entrar en guerra, por sugerencia de
una mujer fueron fundidos los cañones de las dos naciones para hacer una
estatua que se colocó en la frontera de los Andes y que se llamó «el Cristo
de los Andes». Lleva esta inscripción: «Antes se desgajarán las montañas
que se rompa el pacto de paz, contraído a los pies de Cristo, entre dos
naciones». Este pacto nunca ha sido roto.
Un día lee uno en el Evangelio: «Amarás a tu prójimo como a ti
misino». Es decir, ama el interés de los otros como tu propio interés. No se
realizará esto hasta que los grupos se consideren como unidos al bien
común por las nuevas relaciones que les llevarán al sacrificio de sus
intereses particulares.
El descontento social durará mientras cada individuo no viva más que
para sí; se prolongará la lucha de clases mientras cada clase no busque más
que su propio interés; tendremos guerra mientras cada nación no tenga
presente sino su exclusivo interés.
Después de haber escuchado esta tercera palabra desde la Cruz,
reconocemos que la equitativa distribución de los bienes materiales no
vuelve hermanos a los hombres; pero cuando se hayan hecho hermanos
bajo la paternidad de Dios, entonces tendrá efecto esta distribución.
El hijo pródigo creyó encontrar la paz recibiendo su parte de
herencia; pero esta división sólo tuvo efectividad hasta después de volver a
su padre.
La comunidad en las cosas no será posible sin la previa comunidad de
relaciones personales. El egoísmo del individuo no se corrige con el
egoísmo de clase. El egoísmo es loco.
El autor de Peer Gynt escribe sobre los huéspedes de un asilo de
perturbados: «Los hombres son aquí, sobre todo, ellos mismos; ellos
mismos, nada más que ellos mismos Vuelan con las alas desplegadas del
yo. Cada cual está encerrado en sí mismo como en un tonel cuyo borde es
el yo, y sumergido en el pozo del yo. Nadie derrama una lágrima por las
desgracias del otro, ni se preocupa por lo que el otro piensa. Centrados
sobre su yo, se aborrecen a sí mismos. Hacen siempre lo que les place,
odian lo que hacen. Siguiendo su propio camino, lo destruyen y se pierden.
Incapaces de soportarse, no pueden soportar a otro».
No maravilla el que un joven, producto de la escuela progresista
preguntara: ¿Será necesario que yo haga siempre lo que quiera? No es
147
casualidad que esta época que creía en la expresión del yo termine en
desilusión y asco de sí.
En el camino de Damasco, Nuestro Señor habló a Saulo, lleno de
airada cólera contra los cristianos: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?
Te es duro cocear contra el aguijón» (Act. 26, 14).
Empleó la imagen del buey que se hiere al cocear bajo el pinchazo de
la pica. Era decirle: «Cuando te irritas contra mí, te rebelas contra ti... Tú
me persigues, pero eres tú quien pereces».
¡Los hombres, las naciones, los sistemas se destruyen al buscar un
orden que no esté basado en la hermandad de los hombres bajo la
paternidad de Dios! Es necesario que la «conciencia de clase» se
transforme en «conciencia de hermandad», sin lo cual perecerá el mundo.
La libertad que se aleja de Dios es, en realidad, la libertad de consumar
nuestra propia ruina.
A los egoístas va dirigida la lección de la Cruz. Comenzad a vivir
para los demás y comenzaréis a vivir para vosotros. La religión implica
relaciones sociales.
No hemos esperado a tener veintiún años para ser americanos, una
vez estudiada la Constitución. Hemos nacido americanos, salido del seno
de América. De la misma manera, en el orden espiritual, hemos nacido del
seno de la Iglesia. Es la Iglesia fundada por Cristo quien nos hace
cristianos; no somos, ni vosotros ni yo, en cuanto cristianos, quienes
añadimos nuestra individualidad a las otras para formar una institución.
Por lo tanto, no digáis: La religión es un asunto estrictamente
personal. No podéis tener vuestra religión personal como no podéis tener
vuestro sol personal. Si vuestra religión personal os une a Dios y si mi
religión personal me une a Dios, ¿acaso no se dan entre nosotros
relaciones comunes que nos religan a nuestro Padre común?
Cuando vamos a un concierto, ¿no escuchamos atentamente la
música, es decir, no nos dejamos influenciar por algo que está fuera de
nosotros mismos? ¿Creemos que, cuando se asiste a un concierto, cada uno
debería obrar a su antojo, exigir los trozos que le gustasen, coger la batuta
del director de orquesta o silbar una tonada?
¿Por qué, pues, cuando se trata de la religión, cuyo director de
orquesta es Dios, pretendemos imponer nuestras ideas individuales o decir
que la religión es «lo que yo pienso de Dios»? La religión es lo que Dios
quiere que sea. Por consiguiente, yo debo buscar su voluntad y no la mía;
descubrir su verdad, no mi opinión.
148
Tampoco es verdad decir: «La manera de conducir mi vida no atañe a
nadie más que a mí», o bien: «Esto no perjudica a nadie». ¿Podéis arrojar
una piedra al mar sin que las olas afecten las más lejanas playas? ¿Cómo
pensáis, entonces, que vuestras acciones pueden carecer de repercusiones
sociales?
La moralidad es esencialmente una triple relación: relación entre el
yo y mi conciencia, entre mi yo y mi prójimo, entre mi yo y mi Dios.
No podéis imaginar un solo acto malo que no perturbe estas tres
relaciones, ni que sea un pecado secreto. Tomad, por ejemplo, un fuerte
odio que no aparezca con violencia externa.
En primer lugar, perturba las relaciones con uno mismo: físicamente,
produciéndonos dolor de estómago; espiritualmente, creando una tensión
entre el ideal entrevisto y el fracaso experimentado al perseguirlo, y
moralmente, más tarde, por los remordimientos causados.
En segundo lugar, perturba vuestras relaciones con el prójimo,
disminuyendo la suma de amor en el mundo. Si lo mismo hiciesen un
número bastante de individuos, esto sería la causa de una guerra.
Tercero, perturba vuestras relaciones con Dios, pues si somos un
motor construido por Dios, que funciona magníficamente cuando es
alimentado con el combustible del amor divino, si pretendemos hacer
funcionar este motor con el combustible del odio, se seguirá su
destrucción, la de uno mismo y la de la alegría de vuestras relaciones con
Dios.
Las querellas, los desacuerdos, las guerras, las luchas y discusiones,
todos comienzan por una declaración de falsa independencia:
independencia de Dios e independencia de nuestros semejantes.
Sea dicho de paso que ésta es la razón por la que los judíos, por una
parte, y los cristianos, por otra, se equivocan en la solución, cuando se
esfuerzan por llegar al colmo de la intolerancia en las protestas habidas en
el seno de sus propios grupos. Nunca los judíos abolirán el antisemitismo,
mientras se contenten con protestar en sus filas y en su prensa contra la
intolerancia y pasen completamente en silencio la intolerancia en lo que
toca a los cristianos. Lo mismo sucederá a los cristianos. No habrá paz en
tanto que los unos y los otros no protesten por causa de sus mutuas
relaciones, mientras el cristiano no defienda al judío y el judío al cristiano.
Una de las razones del ocaso de la fe en la divinidad de Cristo fuera
de la Iglesia es la de no haber entendido la relación entre Nuestro Señor y
su Madre.
149
Como hijos, ¿qué juzgaríais vosotros de aquel que pretendiera amaros
y rehusara que le hablarais de vuestra madre? Pues bien, ¿pensáis que
Cristo puede aprobar sentimientos distintos, sobre todo cuando nos dio a
su Madre desde la Cruz?
Para poner fin a todo egoísmo, ¿por qué no vernos ligados los unos a
los otros por estas relaciones cada vez más estrechas, primero como
criaturas de Dios, después como hijos del Padre celestial, hermanos de
Cristo, miembros de su Cuerpo Místico, gobernados por un solo Caudillo,
y como hijos de María, Madre nuestra, a quien —como los niños pequeños
que nunca se hacen hombres— decimos con Mary Dixon Thayer:
Amable Señora vestida de azul,
¡Enseñadme a rezar!
¡Vuestro hijito era Dios,
decidme qué es lo que debo decirle!
¿Le subíais a veces,
dulcemente, a vuestras rodillas?
¿Cantabais para El como mamá lo hacía para mí?
¿Le cogíais la mano por la noche?
¿Intentasteis alguna vez contarle historias del
mundo?
¡Oh!, y El, ¿lloraba?
¿Creéis que le gusta
que yo le hable de las cosas,
las pequeñas casillas que me suceden?
¿Y las alas del ángel hacen ruido?
¿Me puede entender,
si yo le hablo muy bajito?
¿Me entiende El ahora?
¡Decídmelo Vos que lo sabéis,
Señora toda bella, vestida de azul!
¡Enseñadme a rezar!
Vuestro hijito era Dios
Y Vos sabéis cómo hay que hacer.10
10
Lovely Lady dressed in Blue. / Teach me how to pray! / God was just your little
Boy, / Tell me tohat to say! / Did you lift thim up sometimes, / Gently, on your knees?
/ Did you sing to thim the way / Mother does to me? / Did you hold this hand at
night? / Did you ever try / Telling stories of the world? / O! And did the cry? / Do you
really think the cares / If I tell thim things — / Little things that happen? And / Do the
Angel’s wings / Make a noise? And can the hear / Me if I speak low? / Does the
150
(Un niño arrodillado)
understand me now? / Tell me for you know! / Lovely Lady dressed in Bue / Teach
me how to pray! / God was just your Little Boy / And you know the way. (A child on
his knees).
151
Cuarta palabra
152
Da cuarta palabra, dirigida a la Cruz, fue proferida por los
intelectuales del momento, los Príncipes de los Sacerdotes, los escribas y
fariseos: «Salvó a otros y a sí mismo no puede salvarse. Si es el Rey de
Israel, que baje ahora de la Cruz y creeremos en El. Ha puesto su
confianza en Dios, que Él le libre ahora, si es que le quiere, puesto que ha
dicho: soy el Hijo de Dios» (Mt 27, 42-43).
Los intelectuales saben lo suficiente acerca de la religión para
falsearla; por eso ponderan, para ridiculizarlos, cada uno de los tres títulos
que había reclamado Cristo.
«Salvador.» Así le habían llamado los samaritanos. Sus enemigos
admitían ahora que había salvado a otros: a la hija de Jairo, al hijo de la
viuda de Naím y a Lázaro. Podían, también, admitir que ahora el mismo
Salvador experimentaba la necesidad de salvación. El milagro decisivo
había fallado.
¡Pobres necios! No puede salvarse a sí mismo, naturalmente. La
lluvia no puede salvarse a sí misma, si debe hacer crecer la hierba. El sol
no puede salvarse a sí mismo, si debe iluminar el mundo; el soldado no
puede salvarse a sí mismo, si debe salvar su patria. Y Cristo no puede
salvarse a sí mismo, si debe salvar a sus criaturas.
«Rey de Israel.» Este título se lo puso la muchedumbre, después que
hubo alimentado a la multitud, cuando huyó solo a las montañas. La
multitud lo había repetido el Domingo de Ramos, esparciendo el ramaje
bajo sus pies. Ahora se lo atribuyen como burla. «Si es el Rey de los
Judíos, que baje de la Cruz».
¿Es necesario que todos los reyes de la tierra se sienten sobre tronos
dorados? ¿Y si el Rey de Israel ha decidido reinar sobre una cruz, ser Rey,
no de los cuerpos por la fuerza, sino de los corazones por amor? Lo escrito
sobre el Mesías está repleto de ideas de un rey que por la humillación
había de llegar a la exaltación.
¡Qué necedad la de burlarse de un rey porque rehúse bajar de su
trono! Si bajase, serían los primeros en decir, como lo habían dicho otra
vez, que lo hacía con el poder de Belcebú.
«Hijo de Dios.» «Ha puesto su confianza en Dios.» «Que Dios le
libre, si le ama, pues él ha dicho: Yo soy el Hijo de Dios.» Las fuerzas
antirreligiosas se alegran en el momento de las grandes catástrofes. En
tiempo de guerra preguntan: «¿Dónde está Dios?» ¿Por qué en épocas
tumultuosas es siempre Dios el acusado y no el hombre? ¿Por qué durante
153
la guerra el juez y el culpable intercambian sus asientos, cuando el hombre
pregunta: «Por qué Dios no se alista para la guerra»?
Nuestro Señor fue privado del privilegio de obrar libremente cuando
fue atado con cuerdas y clavado en la Cruz. Fue privado del privilegio de
hablar libremente cuando, en el patio de Caifás, el soldado le abofetea con
guante de hierro. Ahora se le priva del privilegio de pensar libremente,
mientras los intelectuales le escarnecen con risa de desprecio.
En lenguaje siniestro, diabólico, hay dejos de burla infernal. Esta
burla es un hálito del infierno, pues, revolviéndose contra Dios, las almas
se vuelven unas contra otras y el hombre se convierte en lobo para el
hombre. Cada uno devora, literalmente, al otro; un alma perdida,
demoníaca, hace presa en el alma de su prójimo. El más cercano es, por
consiguiente, el que más se descarta. Es ley del infierno odiar a aquel que
está más cerca. De la misma manera que los criminales cogidos en la red
de la justicia se vuelven unos contra otros, así los que penetran, trope-
zando, en el reino de las tinieblas eternas, se llenan de la maldad de todas
las otras almas, en esta región de la muerte.
De esta forma oyó Cristo que se burlaban de Él. Estas gentes le
juzgan perdido. Ignoran que su suerte ya está echada. Por esto, los
condenados se befan de quien creen que está predestinado a la
condenación. El infierno triunfa en los humanos. Ciertamente, es la hora
del poder de los demonios.
¡Vosotros los virtuosos, que en la tierra sois escarnecidos por causa
de vuestra fe en Dios!, tenéis ahí un ejemplo. La burla de que habéis sido
objeto en la oficina porque ayunáis los viernes por amor a la Pasión sufrida
por vuestro Salvador el Viernes Santo; ese plegarse de unos labios
desdeñosos, esa sonrisa irónica que os aguarda porque rezáis o porque sois
sumiso, a la Iglesia; los sarcasmos de vuestros compañeros porque os
arrodilláis en el cuartel junto a vuestra cama; todo eso no es sino el eco de
los ultrajes que recibió el Salvador en el Calvario.
¡Pero no bajéis de vuestra cruz! «Alegraos y regocijaos, porque
grande será en los cielos vuestra recompensa» (Mt 5, 12).
«Si sufrimos con él, con él reinaremos. Si le negamos, también él nos
negará» (2 Tim. 2, 12).
¿Por qué Aquel que es la estrella de la mañana no ha de disipar las
tinieblas de esta hora? Porque es el momento en que quiere reparar por los
pecados de los hombres. El movimiento del pecado es doble: separarse de
Dios para volverse a las criaturas.
154
El que no tiene pecado quiere ahora experimentar ese doble efecto
del pecado. Puesto que el pecar es volverse hacia las criaturas, sufre de
parte de los hombres; puesto que pecar es desviarse de Dios, no se sustrae
al abandono divino; en medio de las burlas y las sarcásticas sonrisas clama
con voz potente: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»
Es su respuesta a los intelectuales. Que desvíen en este momento su
pensamiento del saber y que mediten en la conciencia del pecado. El
pecado es la separación de Dios, es la suprema soledad. ¡El pecado aparta
al hombre de Dios, aparta al hombre del hombre!
Jesús permite ahora que ese poder de ruptura del pecado, permanente
en el infierno, devaste lo más íntimo de su alma a fin de sufrir lo que han
merecido nuestros pecados.
He aquí la razón por la que deja sin respuesta las burlas de infierno y
el desprecio de los intelectuales. Dice la Sagrada Escritura: «Nadie se
burla de Dios» ¡Dios permitirá la burla a los comienzos! ¡Pero, al fin, no!
Esta amistad entre Dios y el hombre que el pecado ha roto, la siente
como suya. Su clamor revela que la esencia del pecado no es un
acercamiento, sino una separación. Es todo lo que el pecado merece: la
burla por parte del hombre, la repulsa por parte de Dios. En esto consiste el
gusano y el fuego del infierno.
No vayáis a creer que este grito de congoja significa que quien tomó
sobre sí los pecados del mundo no es el Hijo de Dios. Dios no podía ser
abandonado de Dios. Pero Dios, bajo forma de hombre, podía conocer el
abandono, pues según la fuerte expresión de San Pablo: «¡Cristo nos
redimió de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros maldición,
pues escrito está: maldito todo el que es colgado del madero!» (Gal. 3, 13).
i Las palabras que citaba estaban tomadas de un salmo escrito mil años
antes, y que profetizaban los sarcasmos lanzados contra la Cruz!
El Hijo de David cita los cantos de David. El Hijo de Dios por su
propio Espíritu hacía brotar las fuentes de agua viva en el Hijo del
Hombre. El Verbo hecho carne se servía de las palabras que estaban
inspiradas. El Poeta recitaba su propio poema. Era el poema de la
Redención. Los tribunales, el populacho, los pecadores empedernidos, los
intelectuales, hicieron cuanto pudieron para destruirlo, rechazándole a la
cara su amor, pero este noble, este regio amor permanecía intacto. En la
hora de las tinieblas, cuando experimentaba el abandono y la soledad, me-
recidos por el pecado, en su naturaleza humana, llama a Dios.
155
Ahí queda indicado para los intelectuales el camino que les llevará a
Dios por parte del hombre y por parte de Dios.
a) Por parte del hombre, este grito: «¡Dios mío!», es la antítesis del
orgullo de los intelectuales. Es un grito de humildad y de profunda
obediencia. Habiendo el hombre alcanzado los más profundos abismos de
la soledad, reclama todavía el derecho de ser humano. Es la confesión del
deber filial, es una plegaria tan sumisa que el hombre continúa buscando a
Dios incluso en las tinieblas del abandono.
Cristo, tomando sobre sí el pecado del hombre, reclama a Dios que se
porte justamente con la criatura predestinada a ser su hijo, y abra de nuevo
la puerta al pródigo. ¡El pecador llama! Adán, después de su pecado, se
escondió. Dios pregunta: ¿Dónde estás?» El nuevo Adán, ahora, se adueña
de la soledad de alma de Adán y pregunta a Dios: «¿Dónde estás Tú?»
Tal es el fundamento de la religión, tal el camino de la salvación para
todos los intelectuales; hacerse obedientes, abandonarse totalmente a Dios,
reconocerse criaturas, implorar la recuperación de la amistad.
Un hombre puede experimentar también los dolores del infierno, la
burla y la soledad y preguntar todavía a Dios por qué no es digno de entrar
en el cielo. La palabra de Jesús no quiere decir que no crea en la miseria y
en los castigos merecidos por el pecado: ¡no habla de «un Dios», ni aun de
«Dios», sino que dice: «¡Dios mío, Dios mío!»
Al presentarse desnudo como un niño que nada tiene y que no puede
vivir en la soledad del pecado, el hombre prueba que no hay alegría sino
en Dios: «¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera de ti, nada deseo sobre la
tierra» (Sal. 72, 25). El grito del Salvador expresaba la esperanza del
hombre. Era la negación de lo caótico en medio del caos. Nosotros, por
consiguiente, podemos traer a Dios nuestro «porqué».
Entonces entendemos la maravilla: no es Dios en verdad quien nos
abandona, sino nosotros los que abandonamos a Dios. Adán, después de su
pecado, se oculta de Dios; esto es lo que el hombre hace. ¡Nunca Dios nos
abandona realmente! Cristo, en su naturaleza humana, nunca se separó de
su naturaleza divina.
Porque el hombre está hecho para Dios, siente el pecado como un
abandono. Se parece a quien, rehusando comer, dice: «alimento, me has
abandonado», o a los labios resecos del que se apartaba desdeñoso de una
fuente diciendo: «agua, ¿por qué me has abandonado?» De la misma
manera que el estómago tiene necesidad de alimento y los labios resecos
tienen necesidad de agua, el espíritu tiene necesidad de la verdad y el
156
hombre tiene necesidad de Dios. Rehusamos beber y nos asombra tener
sed; rehusamos amar a Dios y nos asombramos de ser desgraciados.
b) Si, por parle del hombre, el retorno a Dios se verifica al reconocer su
estado de criatura, por parte de Dios la reconciliación se efectúa por el
amor. Las criaturas demasiado a menudo traicionadas y ridiculizadas cesan
de amar. Tocan el fondo del mal y dicen: «ya no quiero saber nada con él».
Pero el amor divino rehúsa apartarse del pecador aun en el pecado.
Lejos del Señor el apartarse de nosotros. «El Señor ha cargado sobre sí
todas nuestras iniquidades» (Is. 53, 6).
Llevar el pecado era continuar amando, aun durante la crucifixión.
A pesar de tanto amor, puedo continuar en el pecado, pues soy libre.
Y aunque veo a Cristo amarme, a pesar de eso, le crucifico; y, aunque le
oigo pedir por mí al Padre, le abandono; y al saber que nunca perderá la fe
en mí, a pesar de que yo me convierta en impenitente, ¿cómo podré
continuar pecando frente a un tal amor?
Puede ser que no esté al término de mí camino, pero sí al fin de mi
rebeldía. Veo la naturaleza del pecado y exclamo: ¿Por qué estoy
abandonado? Veo la naturaleza de Dios y grito: ¡Dios mío, Dios mío!
Un chiquillo ha pecado gravemente. La madre sufre por este pecado.
Y este sufrimiento está en relación directa con la fuerza de su amor y con
la gravedad del pecado. Porque la madre ama al niño, no puede ella dejarle
soportar solo las consecuencias de la falta. Ella las divide y las hace suyas.
Si el niño ve sufrir a la madre, se sentirá impulsado a penitencia. La madre
entonces podrá perdonar.
Cristo nos ha amado hasta tal punto que ha tomado sobre sí nuestros
pecados como si fuera culpable. Nos atrae al arrepentimiento con el precio
que ha pagado por nuestro rescate. El perdón, por consiguiente, no es algo
que se nos deba. La Cruz fue la suprema expresión de la rectitud de Dios.
Si la redención se hubiera realizado sin costo alguno, sería para
nosotros un insulto, pues ningún hombre que posea el sentimiento de la
justicia quiere ser soltado sin motivo. Sería un insulto a Dios, pues, todo el
orden moral fundado en la justicia estaría en peligro. La Cruz es la prueba
eterna de que ningún pecado es perdonado gratuitamente.
Dios salvaguarda su justicia aun en el mismo momento en que
perdona: «Todos errábamos como ovejas, cada uno seguíamos nuestro
propio camino mientras que Yahvé hizo que le alcanzara la culpa de todos
157
nosotros» (Ts. 53, 6). «A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por
nosotros, para que en El fuéramos justicia de Dios» (2 Cor. 5, 27).
Que consideremos al hombre o consideremos a Dios, nosotros nos
ponemos en relación con Dios, principalmente en condición de hijos
desobedientes que vuelven a un Padre amante y santo.
Intelectuales, sois vosotros en el mundo el estamento más difícil de
conducir a Dios, no porque seáis sabios, pues nadie es sabio a menos que
haya descubierto la verdad. A aquellos que se tenían por sabios a sus
propios ojos y rechazaban la verdad, Nuestro Señor les decía: «Los
publícanos y las meretrices os precederán en el Reino de los Cielos» (Mt
21, 31).
¿Tendría razón San Pablo cuando decía a los intelectuales de Corinto
que la sabiduría del mundo era locura a los ojos de Dios? ¿El carácter
reside sólo en el intelecto, como creéis vosotros, o en la voluntad que se
adhiere a Dios en las tinieblas, como este mundo le revela?
¿Son todos los intelectuales felices? ¿Los ignorantes, todos
desgraciados? ¿Tenéis razón cuando pensáis que, si un hombre conserva la
rectitud intelectual, su moralidad privada no importa a nadie?
¿No estará determinado en gran parte entre los modernos el odio
contra la religión por su modo de vivir? Después de todo, ¿no se ilusionan
al adaptar sus creencias a sus costumbres más bien que al acomodar las
costumbres a unas creencias?
¿Por qué los intelectuales ponen más interés en destruir la fe en los
demás que en comunicarles sus propias incertidumbres? Decís a los otros
que creer en Dios es una puerilidad, pero ¿qué prudencia les dais a
cambio? ¿Por qué nunca pensáis hacer a los demás mejores, sino
solamente en hacerlos «más prudentes» según vuestro propio juicio?
Hace algunos años que, en uno de los grandes colegios del Este de
Norteamérica, instruía a un joven a quien sus camaradas ponían en
ridículo. Compraban rosarios y los agitaban ante sus ojos cuando se le
cruzaban en el Campus.11 Este colegio, sin embargo, fue fundado para que
se enseñara allí la religión. ¿Por qué es necesario que los intelectuales se
mofen? ¿Saber es verdaderamente comprender?
Tomaos una hora esta noche para meditar acerca de la respuesta dada
por Nuestro Señor a los intelectuales de su tiempo. Ha tenido una
respuesta para todas sus burlas: el abandono completo y total en Dios; la
11
Este nombre designa una extensión de campo o parque donde se levantan las
edificaciones de un colegio o de una universidad. (N. del T.)
158
humillación del orgullo hasta la nada. «Destruyendo consejos y toda
altanería que se levante contra la ciencia de Dios y doblegando todo
pensamiento a la obediencia de Cristo» (2 Cor. 10, 5). Examinando vuestra
conciencia, preguntaos: ¿Eres tú tu propio creador? ¿No debes a ningún
otro lo que hay en ti de más profundo? ¿Tienes más derecho que una rosa
para pretender que no hay vida que exceda a la tuya? ¿La libertad de tu
alma tiene su origen en sí misma? ¿Nunca en tu vida has hecho mal y
nunca has experimentado el deseo de reparar?
¿No ha dicho Nuestro Señor: «En verdad os digo: si no os hacéis
como niños, no entraréis en el reino de los cielos»? (Mt 18, 3). Con esto
quería decir que os es necesario revestiros de un nuevo espíritu. No nos
exige ser muchachuelos. Nos pide que nos parezcamos a los niños, es
decir, que nos mostremos dóciles, que nos dejemos enseñar.
Por consiguiente, cuando en las tinieblas sintáis vuestra alma inquieta
y vuestra conciencia torturada, no creáis que esto es efecto de irrupciones
sicológicas, llegadas del inconsciente. Más bien en la llamada de Dios.
Cuando permanecéis desvelados en la noche, apesadumbrados por
vuestros pecados, porque en la oscuridad vuelven vuestras propias faltas;
cuando lloráis la pérdida de vuestros padres o amigos, reflexionando en
aquel momento sobre el problema de la muerte; cuando estáis
emocionados por la pureza, el sacrificio y la fe de los otros; incluso cuando
los ponéis en ridículo; cuando ensayáis mil veces al día descebar las
inquietudes de vuestra conciencia, ¡preguntaos qué son estas solicitudes!
Son las gracias actuales, las señales del Pastor que llama a la oveja
perdida. No los contrarrestéis introduciendo en ellas cuestiones
especulativas, como hizo la samaritana al brocal del pozo, porque la raíz
de vuestro descontento está en vuestra conducta y no en vuestro espíritu.
Si habéis permanecido alejados de los sacramentos desde hace veinte
años o más, no queráis justificar vuestra rebeldía contra Dios diciendo que
no creéis en el sacramento de la Penitencia. Vuestra resistencia
semiintelectual es un camuflaje de vuestra cobardía moral. Tenéis miedo
de mirar vuestros pecados de frente y también de recitar un Credo.
¡Caed de rodillas! ¡Humillaos ante vuestro Dios! Él os oye antes de
que vosotros le hayáis llamado. Conoce vuestra soledad. Porque la
experimentó en la Cruz. Conoce vuestras necesidades las pagó en el
Calvario,
No creáis que este Amor os ha olvidado la copa de la afección
humana lo que habéis vaciado, no el cáliz de la salvación.
159
Dios eterno suplica todavía. Rehúsa destruir vuestra libertad. «Venid
a mí todos los que soportáis un pesado fardo.» El Maestro no despreciará
un corazón contrito y humillado; desde el fundo de vuestro corazón
dirigidle la antigua plegaria:
160
Quinta palabra
12
Alusión a los matrimonios mixtos entre católicos y protestantes (N. del T.)
161
Su lenguaje es correcto; sus modales, elegantes; evitan hacer sufrir a
los demás; desaprueban el libertinaje; para ellos, jurar, blasfemar, es una
vulgaridad; en resumen, se trata de «personas honradas y modernas».
Escépticos, dudan de la existencia misma de la verdad y consideran
todo entusiasmo religioso como una locura. La religión les ha
proporcionado más ocasiones de tomarla a burla que de convertirse. Se
vanaglorian de su objetividad, pero ésta consiste solamente en pasear su
mirada por todos los planetas, sin fijarla en ninguno.
Aman la búsqueda de la verdad, pero evitan escrupulosamente la
responsabilidad de descubrirla; quieren escuchar a todos los maestros, sin
ser discípulos de ninguno; encuentran más fácil poner todas las cuestiones
en duda que examinarlas.
No les preocupa conocer si una opinión es justa o falsa, pero sí si es
«progresista» o «reaccionaria», «liberal» o «contemporánea»; les encanta
hacer distinción entre «el Jesús histórico» y «el Cristo paulino», y dicen
que se harían cristianos si fueran eliminadas todas las «exageraciones» y
«falsificaciones». Se dedican a un solo oficio para el que no existe
aprendizaje: la crítica.
Las transacciones y especulaciones de la bolsa, los sucesos efímeros
del día, la ciencia superficial de los locutores, encuentran el camino directo
de su corazón. Pero la religión para ello es fastidiosa, cuando no es
irrisión. La religión, dicen, les entristece, y tienen necesidad de relajarse.
¿Cuál es la reacción de los «modernos» frente a la Cruz? Volvamos a
sus ascendientes, aquellos que lanzaron al Crucificado la quinta palabra.
Los Evangelistas los llaman: «los que pasaban delante de la cruz». Los
modernos de entonces se gozaban en los equívocos, en los chistes,
desprestigiosos de la religión. Encuentran ocasión en la cuarta palabra del
Salvador en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me habéis
abandonado?» Esta palabra fue pronunciada en hebreo: «Elí, Elí, Lamma
Sabacthani».
Los espectadores de sobra sabían lo que significaba. Pero, para
aquellos que se querían mofar, era ésta una bonita ocasión de hacer un
juego de palabras. Aparentando entender «Eloí» más bien que «Elí» y
Elías más bien que Dios, dicen: «He aquí que llama a Elías. Veamos si
viene Elías a liberarlo» (Mt 27, 47-49; Mc 15, 34-36). El rasgo picante
consiste en el hecho de que, según ellos, el que se decía Mesías llamaba a
un hombre cuya venida debía preceder a la del Mesías.
162
Esta es la típica actitud de los que dan a la religión un sentido distinto
del que tiene realmente. Toman Eloí por Elí, Dios por Elías, el servicio
social por religión, la fantasía por contemplación, la morbosidad por
mortificación, el sicoanálisis por confesión, la política por Papado. Los
diletantes13 y los modernos creen que decimos Elías cuando, en realidad,
decimos Dios.
Sus mismas palabras denotan pasividad, indiferencia y falsa
prudencia: «Veamos si viene Elías a liberarlo» (Mt 27, 49). ¡Esperad,
tomadlo con calma! ¡No os precipitéis! ¡Esperad a ver qué hace la Iglesia a
propósito del marxismo! ¡Esperad a ver si ella cambia sus leyes sobre el
matrimonio! ¡No os precipitéis en dar a Dios vuestra alma!
Las dificultades de los modernos siempre son de palabra, nunca
reales. Los que permanecen alejados de Dios padecen una confusión que
ellos mismos se crean. Toman a la Iglesia por una cosa diferente de lo que
es, de la misma manera que los que pasaban tomaban a Dios por Elías. No
es la verdad que conocen lo que les aleja de la salvación, es el error que
han aprendido. Se dan cuenta cuando penetran en una iglesia. Desde fuera,
las vidrieras parecen como enrejados de plomo sin ningún sentido; pero,
desde dentro, muestran dibujos de una hermosura y un encanto exquisitos.
Del mismo modo que Nuestro Señor no respondió a la burla de la
cuarta palabra, tampoco responde ahora a las chanzas. Las almas delicadas
no se abajan nunca al nivel de los bufones, «porque la burla brota de
corazones mezquinos».
Pero les responde indirectamente. A los que pasaban, a los diletantes,
a los modernos demasiado prudentes, les da la llave de la salvación: la
necesidad de un ardor abrasador como la sed al servicio de una causa.
Ninguno de los sufrimientos del cuerpo humano es comparable al de la
sed. ¿Quién no ha oído hablar de «la sed agobiante que embarga el respiro
de los que mueren en el campo de batalla»?
Durante casi tres horas, coronado de espinas, había tenido su cabeza
desnuda bajo los ardores de un sol cegador, mientras que su vida se
escapaba con la sangre por cuatro fuentes. ¡Era natural, por consiguiente,
que pidiera de beber!
13
Diletante: en lo que toca a religión, no comprometido, no practicante, tibio,
indiferente. En lo profesional, aficionado, mediocre, no profesional,
generalmente porque no tiene cualidades para ello. (Nota del Editor)
163
¡El, el Hombre-Dios! ¡El, que cerró las puertas al océano cuando
saltaba de su abismo! ¡El, que colocó las estrellas en sus órbitas y los
cuerpos en el espacio! ¡El, que había dicho: «Quien crea en mí no tendrá
jamás sed»! (Jn 7, 37). ¡El que de pie en el Templo, el último día de una
fiesta, había clamado con potente voz: «Si alguno tiene sed, que venga a
mí y beba»! (Jn 7. 37). No es a Dios al que se dirige en este momento, ni a
los verdugos, ni a su Madre, sino al hombre. Él le pide de beber: «Tengo
sed».
Había una sed verdadera: la que experimenta todo crucificado. Pero
bajo el símbolo físico de la sed se ocultaba una realidad espiritual, y San
Juan, que estaba al pie de la cruz, nos la hizo conocer: decía esto para que
se cumpliera la Sagrada Escritura. ¿Qué Escritura? Sus propias palabras:
«Tuve sed y me distéis de beber» (Mt 25, 35). Era la sed de las sedes, la
sed de la salvación de las almas.
Mientras los espectadores permanecían fríos, Él se abrasaba con un
fuego vivo; mientras ellos tenían sus pies en el arroyo sin profundidad, Él
se zambullía en el abismo; mientras esperaban firmes, El pasaba, al lanzar
este grito, por un infierno. Mientras los modernos decían: «Veamos»,
Nuestro Señor les respondía: «Volveos ardientes». «Yo he venido a echar
fuego en la tierra, y ¿qué he de querer, sino que se encienda?» (Lc 12, 49).
La religión no admite un amor que calcule. Es necesario amar la vida
como el vino y beber la muerte como el agua. La religión es amor.
... El amor no es amor14
si, pudiendo cambiar, cambia,
o si se aleja cuando está lejos del amado.
¡Oh no! Es una roca siempre fija
que sin desquiciarse aguanta las tormentas.
... El tiempo no es el azote del amor,
aun cuando toca las mejillas y los labios rosados
con su encorvada hoz.
El amor no cambia al ritmo de las cortas horas,
sino que permanece hasta el juicio final.
SHAKESPEARE (soneto 116)
14
...Love is not love / Which altere, when it alteration finds, / Or bends with the
remover to remove. / O! No! it is au ever- fixed mark / That looks on tempests, and is
never shaken; / ... Love's not Time’s fool, though rosy lips and checks / Within his
bending sickle's compass come / Love alters not wich his brief hours and weeks / But
bears it out even to the eadge of doom. (Shakespeare.)
164
Estos son los discípulos que Jesús escoge: Santiago y Juan, los hijos
del trueno, que pedían descargara un rayo sobre los samaritanos, pero cuyo
celo, una vez bien orientado, retumbará a través del mundo como el
trueno; Pedro, impulsivo, ardiente, impetuoso, desenvainará
temerariamente la espada en la noche y, sin embargo, por amor a Dios,
exhalará su último suspiro crucificado cabeza abajo, porque le parece que
no convenía morir como el Señor; Magdalena, en fin, apasionada y
sensual, una de esas mujeres que entregan su cuerpo sin entregar su alma,
aquella que, abrasada por el contacto de la mano de Cristo, entregará su
cuerpo a la penitencia por salvar las almas por la gracia.
En la religión no hay lugar para los calculadores. «Conozco tus obras
y que no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente, mas porque
eres tibio y no eres ni caliente ni frío, estoy para vomitarte de mi boca»
(Apoc. 3, 15-16). Tiste es el menosprecio para los indiferentes.
Las posibilidades de conversión son mucho mayores en una pasión
mal dirigida que en la indiferencia. Por la gracia de Dios, la dirección de la
llama puede cambiar, puede elevarse en lugar de descender, incitar al bien
más que al vicio. Pero donde hay indiferencia, falsa tolerancia y una
anchura de espíritu que no es más que flojera, y considera todas las causas
sin comprometerse con ninguna, los resultados son nulos.
Hay en la cárcel muchos santos en potencia, y muchos demonios en
potencia al servicio de Dios. En ambos casos, la sed existe; la sed de
Satanás o la sed de Dios. Y la sed puede cambiar de objeto.
Lenin, por ejemplo, fue un San Francisco al revés, y San Francisco,
un Lenin. Uno y otro partieron de la idea de la violencia. Lenin creía llegar
a la reforma social por la violencia hecha a una clase; San Francisco creía
en la reforma social por la violencia hecha a sí mismo.
Tenían los dos razón en cuanto al punto de partida: la violencia.
«Desde los días de Juan el Bautista hasta el reino de los cielos sufre
violencia, y los violentos lo arrebatan» (Mt 11, 12). La diferencia entre
ellos venía de la dirección de esta violencia.
El odio y el amor salen de la misma pasión, como la risa y el dolor se
abrevan en la misma fuente de lágrimas. La diferencia se halla en el
motivo y el fin de la vida. La religión es algo que es necesario odiar o
amar. No se puede mirarla como mero espectador.
Son en gran número los que tienen reputación de ser virtuosos,
cuando no son más que pasivos. Les alabamos por su amplitud de espíritu,
165
pero tienen un espíritu tan amplio que no se deciden jamás por nada. Se
parecen a los icebergs en las frías corrientes del norte: quieran o no, están
obligados a ser icebergs; pero descender en el Gulf-Stream, la templada
corriente del sur, y permanecer iceberg, he aquí lo que probaría el carácter.
¡Modernos! No esperéis una prueba fabricada por nosotros mismos,
como los que pasaban delante de la Cruz. Aquéllos dictaban sus normas
para aceptar la divinidad de Cristo; vosotros dictáis las vuestras para
aceptar la divinidad de la Iglesia. Queréis comerciar con la religión: esto es
imposible.
La Iglesia jamás ha puesto a la venta los artículos del Credo; jamás
aceptó, para ganar un alma, compromisos sobre una verdad divina. No
faltan las boticas religiosas para esto; por eso hoy han quebrado tan gran
número de ellas. Y lo más interesante es que estas boticas religiosas que,
para ganaros a vosotros los modernos, han aceptado compromisos sobre la
verdad de Dios, son, precisamente, las que vosotros desecháis.
Las pruebas de la divinidad de Cristo nunca son tan irresistibles que
destruyan vuestra libertad. Son suficientes para convenceros sin haceros
violencia. Nunca Cristo forzará la puerta de vuestra razón: «He aquí que
estoy a la puerta y llamo». El cerrojo está por vuestro lado, no por el lado
de Dios.
El fin propio de la especulación no es solamente destruir el error, sino
conservar y consolidar la estructura de la verdad.
Hay un gran peligro en querer analizar demasiado:
Poco a poco sustraemos
del hecho la fe y el sofisma;
de la verdad, la ilusión.
Y con lo que resta nos morimos de hambre.15
Tal vez tengáis un conocimiento mayor de hechos aislados que los
que poseen la mayor parte de los hombres —éste es, con frecuencia, el
caso de los modernos—, pero no habéis hecho nada con vuestra voluntad.
¿Habéis meditado alguna vez que el conocimiento se acrecienta con el
amor?
Naturalmente, es necesario primero conocer para amar, pero es
necesario en seguida amar para conocer, porque el conocimiento que viene
15
Little by Little subtract / Faith and fallacy from fact, / The illusory from the
true, / And starwe upon the residue.»
166
de fuera por el estudio no es nada comparado con el conocimiento que
viene de dentro por el amor. Conocer una cosa es atraerla hacia sí; amar
una cosa es ser atraído por ella.
¿Habéis probado alguna vez amar a Dios en vosotros, fundados en lo
poco que conocéis de Él? En este caso, vuestro conocimiento avanzaría a
grandes pasos: «Quien quiere hacer la voluntad de Dios conocerá si mi
doctrina es de Dios o si es mía» (Jo. 7, 17).
Vosotros, los modernos, no seréis convencidos por argumentos, pues
seguramente vuestra instrucción religiosa es suficiente. Lo que os es
necesario es buena voluntad. El mejor antídoto contra el veneno del
escepticismo es el amor. Atizad en vosotros el fuego y el entusiasmo. Dios
no sabe qué hacer de las almas tibias.
Amad a vuestro prójimo con amor desinteresado, sacrificado,
apasionado, y encontrarías a Dios. Visitad a los enfermos en los hospitales,
a los pobres en los tugurios. Dadles vuestros bienes, pero, sobre todo,
escuchadles. Observad la diferente actitud entre los que tienen fe y los que
carecen de ella. ¡Qué paz en el sufrimiento los unos, qué rebeldía los otros!
Poco a poco llegaréis a ver que, si la presencia de Dios origina tal
diferencia en sus vidas, del mismo modo será en la vuestra.
Sufrid con el prójimo con una simpatía profunda. Amadlo sin
egoísmos y aprenderéis más que en los libros. Elías no os visitará; lo hará
Cristo en el sufrimiento y en la pobreza. «Porque tuve hambre y me disteis
de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba
desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; preso y vinisteis a
verme» (Mt 25, 35-36).
Nuestro Señor dice: «Tengo sed». Era, en la Cruz, un modo de decir:
«Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré»
(Mt 11, 28). Dios siempre encuentra un pretexto para darnos alguna cosa.
«Dame de beber», dice a la samaritana. Pero el que pide dice además:
«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice dame de beber, tú le
pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva» (Jn 4, 10). ¡Si tiene sed de
nosotros es que nuestra necesidad de Él es muy grande! No es El quien
pierde si no le amamos; somos nosotros.
Sin Él, nuestros corazones están jadeantes; nuestros labios, resecos.
Hoy creemos que de las rocas de este mundo brotarían manantiales para
nosotros, pero mañana los encontramos secos. Cada día trae una nueva
decepción y el vano reflejo del mismo espejismo.
167
En última instancia, la palabra de Nuestro Señor, desde lo alto de la
cruz, pone de manifiesto el secreto de vuestra infelicidad: vuestra
mediocridad. No tenéis gran amor, no os abrasáis, no tenéis sed. Lo mismo
que nosotros, que, conociendo al Salvador y su cruz, nos hemos
contaminado con vuestra pasividad. Como vosotros, hemos llegado a ser
tibios.
Las cohortes de Satanás ponen más pasión en propagar el mal que los
hijos de Dios en propagar la verdad. Del mismo modo que Prometeo robó
el fuego del cielo, de esta manera el fuego de Pentecostés ha sido robado
de nuestros altares y se eleva ahora en los templos del antidios.
En cierto sentido, todos nosotros somos modernos: no amamos al
Amor como debiéramos. Dios es un fuego devorador y nosotros unas
brasas casi apagadas. Cristo vino a traer fuego a la tierra, y nosotros
ponemos una cortina de humo.
Todos esperamos que Elías le libere. ¿Por qué no le liberamos en
seguida nosotros mismos? ¡Hemos subido al Calvario, pero descendemos
sin haber sido crucificados! ¡Infelices! ¡Desgraciados los que, bajando del
Gólgota, llevan las manos blancas y sin heridas!
En la cruz, el Salvador clama: «Tengo sed», y le damos vinagre y
hiel. Si la Cruz tiene algún sentido, ella significa que nuestra bondad
humana no es suficiente. Con razón nos podría decir Jesús:
168
(Grabado sobre una vieja losa en la
catedral de Lübeck, en Alemania,)
169
Sexta palabra
170
que, según la mente del paganismo, consideraban a todos los dioses como
divinidades nacionales. Babilonia tenía su dios; los medos y los persas
tenían los suyos; los griegos, también; los romanos, otro tanto. Esto
implicaba el que, de todos esos dioses nacionales, ninguno parecía más
pobre y endeble que este Dios de Israel, que no podía bajar de una cruz,
para salvarse.
Su burla se asemejaba a esta que oímos hoy día: «Alemania ruega a
Dios, América ruega a Dios, Inglaterra ruega a Dios. ¿En qué bando se
encuentra Dios?»16. La idea es que Dios debe ser necesariamente una
divinidad geográfica, reservada para un pueblo, raza o nación.
Naturalmente, la respuesta a esta provocación es que, si nosotros
rezamos como debemos, pertenecemos todos al mismo bando, ya que la
perfecta plegaria es: «Hágase tu voluntad». El solo hecho de hacer una
pregunta de tal género pone de manifiesto que no comprendemos que Dios
es el Padre de todos. Mucha gente se atormenta por saber si Dios está en
nuestro bando y no se inquietan lo más mínimo por saber si nosotros
estamos en el de Dios.
Pero en esta burla hay algo todavía más significativo. Estos hombres
buscaban lo sensacional; esperaban algo melodramático en la religión, algo
tan espectacular como sería ver romper las cadenas y cambiarse la cruz en
un trono.
A sus ojos, Dios, para complacer su gusto por lo sensacional, no se
podía justificar más que con una acrobacia o con una excentricidad.
Querían una vida de Cristo a lo Hollywood, con escenas de amor entre
Judas y la Magdalena.
Por eso le pidieron que bajara de la cruz. Querían un incidente que,
realizándose ante sus ojos, les hiciera exclamar: «¡Ah!», más que algo que,
iluminando su espíritu con la gracia de Dios, les hiciera decir: «Creo».
A través de los siglos hubo grupos que menospreciaron esta discreta
reserva que tiene la religión. En el Antiguo Testamento, Naamán fue al
encuentro del profeta Elíseo para que le curara de la lepra. Esperaba una
curación espectacular. Pero el hombre de Dios le dijo: «Ve a lavarte al
Jordán». Naaman, despechado por un consejo tan simple, tan banal, le dio
la espalda y se marchó furioso.
Satanás también cree en lo sensacional. Una de las tentaciones en el
desierto fue sugerir a Cristo que se arrojara desde lo alto del pináculo del
16
Estas palabras fueron pronunciadas en 1944, en el curso de la Segunda Guerra
Mundial y aparecieron en la prensa. (N. del T.)
171
Templo, para que los ángeles le llevaran, por miedo de que su pie rozara
contra las piedras.
Y ahora los aburridos que están al pie de la Cruz, impulsados por un
sádico instinto, hacen la misma petición: Baja con capullos de rosas en
lugar de las llagas, con una guirnalda en lugar de una corona de espinas y
con la fuerza en vez del sacrificio.
Y en supuesto que hubiera bajado de la cruz sin heridas, ¿qué
hubieran creído los oradores de lo sensacional? Sin duda, hubieran hecho
venir a un profesor de Atenas para demostrar que todo aquello no era más
que ilusión.
Mientras los soldados reclamaban una cosa tan espectacular como el
ver que el rey de los judíos rompía sus cadenas, Nuestro Señor pronunció
una palabra muy sencilla, una palabra que significa: «El drama ha
terminado». Palabra que expresaba un sosegado triunfo: «Todo está
acabado».
Para los soldados esto tuvo que ser tan increíble como lo sería para ti
el llegar una tarde al teatro, hacia las ocho treinta, y cuando al preguntar:
«¿Se va a levantar pronto el telón?», escucharas: «Demasiado tarde. La
obra ha terminado. Se ha bajado ya el telón. Habéis perdido el espectáculo.
Ya terminó».
Si los amadores de lo sensacional no consiguen encontrar a Dios, es
porque la religión no es nunca espectacular. Las vírgenes locas van a
comprar aceite para sus lámparas y, cuando regresan, caen en la cuenta de
que el Esposo ya ha entrado y la puerta está cerrada. No hay en esto
ningún dramatismo.
Una humilde mujer llama a la puerta de una posada y el posadero le
dice que no hay sitio. Entra en un establo y en él nace el Niño. Así fue la
entrada de Dios en el mundo. Nada de dramatismo.
Un recaudador de impuestos está sentado a su mesa, contando dinero.
Uno que pasa le dice: «Sígueme». Mateo llega a ser uno de los apóstoles.
Ningún dramatismo hay en esto.
Tres criminales comunes a los ojos de la ley romana suben una colina
llevando sus cruces. Nuestro Señor perdona a uno de ellos y le hace entrar
en el paraíso. Ningún dramatismo.
Ciertamente, aquello era más bien aburrido. Los soldados, pues,
juegan a los dados y echan sus vestidos a suerte. Mientras se realizaba la
172
inmensa tragedia de la redención, a un tiro de piedra, los soldados,
sentados, estaban jugando.
¡Si reconociéramos, al menos, que toda la vida es un juego de azar!
Algunos arrojan los dados por algo de tan poca monta como unos vestidos
o la fortuna; otros se juegan una vida, y el envite es la salvación eterna.
Pero todo esto era muy poco dramático. Los soldados jugarían y
perderían. Pero el Crucificado decía que su causa había ganado la partida:
«Todo está terminado».
«Todo está terminado.» ¿Qué quería decir? En la Sagrada Escritura
tres veces se emplea una expresión del mismo género. Al principio, en la
mitad y al fin de la historia de la humanidad. Al principio, porque leemos
en el Génesis: «Quedaron, pues, acabados el cielo y la tierra con todo su
cortejo de seres» (Génesis 2, 1).
Al final de los tiempos oiremos resonar esta palabra a lo largo y a lo
ancho del mundo: «Y salía del Santuario una gran voz que, viniendo del
trono, decía: ‘Está hecho’». Entre estos dos extremos oímos a Nuestro
Señor en la cruz, dividiendo la historia en dos mitades: la que le precedió y
la que sigue a su venida, reunidas en El, cuando declara: «Todo está
terminado».
El Verbo humillado, por quien fue creado el mundo, toma éste entre
sus manos y lo entrega a su Padre diciendo: «El telón puede ahora
levantarse sobre el reino del Espíritu. El mundo está preparado para el
último acto».
Esta palabra, tan sencillamente pronunciada, nos manifiesta que
Cristo no es solamente verdadero Dios, sino también verdadero hombre.
Primero le revela como Hijo de Dios. En cuanto Verbo eterno, volvía
al Padre eterno diciendo que la redención del hombre estaba cumplida y
que era llegada la hora de enviar el Espíritu Santo a las almas para hacerlas
hijas de Dios. Lo que había sido tan maravillosamente creado podía ser
ahora regenerado de un modo todavía más maravilloso.
Dios al principio vio que era buena su obra y se alegró. Ve ahora el
Hijo que la obra es mejor todavía y su alegría estalla en un poema: «La
obra está perfecta», pues «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia»
(Rom. 5, 20). «Pues como por la desobediencia de uno muchos fueron los
pecadores, así también por la obediencia de uno, muchos serán hechos
justos» (Rom. 5, 19). El Padre dice a su Hijo durante toda la eternidad:
«Tú eres mi Hijo, hoy yo te engendré». Ahora el Hijo dice a su Padre: «Tú
eres mi Padre, hoy la obra que me encomendaste la he acabado».
173
Pero, además, este grito de victoria manifiesta su naturaleza humana.
El pecador es ahora absuelto de su pecado, se paga el último cuadrante, la
deuda se borra, se restaura la unión del hombre con Dios. Todas las deudas
del hombre han sido pagadas, pues Cristo, siendo hombre, ha sufrido como
tal.
Pero al ser Dios, su sufrimiento es de un valor infinito. «Porque, en
verdad, Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo y no
imputándole delitos, y puso en nuestras manos la palabra de
reconciliación» (2 Cor. 5, 19). Ya desde ahora puede esperar que el Padre
abra la tumba la mañana de Pascua, proclamando definitivamente que no
es El quien está muerto, sino el pecado.
Esta palabra no fue el suspiro del dolor que encuentra un alivio; fue
la palabra del artista divino al terminar la obra que su Padre le había
encomendado, acabándola a la edad de treinta y tres años.
El perfeccionamiento de la creación por medio de la redención, la
restauración del hombre caído a la dignidad de la adopción divina, resultó
tanto menos espectacular cuanto que Cristo no acaba su obra con una
autobiografía. No dijo: «He terminado», sino «Todo está acabado». Él no
es el sujeto de la obra más grande que jamás se realizó en esta pobre tierra
de pecado. El servidor de Yahvé no se nombra a sí mismo; habla del plan
de Dios que ha realizado. No dice siquiera: «Gracias a Dios he triunfado»
o «Se me recordará». Lo que termina la autobiografía del Hijo es lo
impersonal, teniendo en cuenta que es más bien una biografía escrita por el
Padre y el Espíritu Santo. Cristo Jesús no soportaría la idea de un libro
titulado: «Mis tres años en Israel».
No es Jesús uno de esos «grandes hombres» de este mundo. En los
grandes hombres anida siempre algo de espectacularidad. Como para
justificar sus obras cierran su vida con un retumbante: «Yo soy». Los
grandes hombres se exhiben a las miradas. El Crucificado se oculta. Es la
señal de que es Dios al mismo tiempo que hombre.
¡Amantes de lo sensacional! La salvación no es sensacional. La fe no
es emocional, la redención no es espectacular. Podéis, como los soldados,
estar sentados a la sombra de la Cruz y no comprender su significación.
Para justificar vuestra repulsa de Dios podéis apoyaros sobre los
escándalos. Es lo que hacen los soldados. Era un horrible escándalo el que
Cristo, Hijo de Dios, colgara impotente de una cruz.
Reconoced que nadie hay menos sensacional que Dios, que declara
acabada su obra con esta palabra sencilla y tranquila. Viene en la brisa y no
174
en el trueno. Buscad, pues, a Dios entre las gentes ordinarias. Puede que
avancen a su encuentro a tientas, puede que hayan tenido la dicha de
encontrarle, pues no está Dios lejos de nosotros: «porque en él vivimos, y
nos movemos, y existimos» (Act. Ap. 17, 28).
¿Recordáis una noche en que se amortiguaron los ensordecedores
ruidos del mundo y en la que contemplasteis una perspectiva nueva de
aspiraciones espirituales? Comprendisteis que era la voz de Dios. Era una
gracia actual. ¿Habéis experimentado alguna vez un remordimiento, una
fuerte impresión, un disgusto por vuestros excesos, un deseo de paz
interior? Era la voz de Dios.
Seáis o no creyentes, probad esta experiencia. A la primera ocasión
que se os presente, entrad en una iglesia católica Para esto no es necesario
creer, como nosotros los católicos, que Nuestro Señor está real y
verdaderamente presente en el sagrario. Simplemente, quedaos allí
sentados durante una hora y sentiréis una paz tan profunda como nunca la
hayáis experimentado en vuestra vida.
Me preguntaréis, como un día me preguntó un buscador de lo
sensacional, después de una noche de adoración en la Basílica del Sagrado
Corazón de París: «¿Qué es lo que hay en esta iglesia?» Sin palabras, sin
discusiones, sin exigencias acompañadas de truenos, seréis conscientes de
algo ante lo cual tiembla vuestra alma: gustaréis el sentimiento de lo
divino.
Dios penetra en el alma con paso silencioso. Dios viene a nuestro
encuentro más que vosotros al suyo. Cada vez que le abrís un canal
derrama un nuevo raudal de gracias. Todo sin espectacularidad, por la
oración, por los sacramentos, ante el altar, en el servicio del prójimo por
amor.
Nunca vendrá como vosotros esperáis y, sin embargo, nunca
quedaréis decepcionados. Cuanto mayor sea vuestra respuesta a su
apremiante llamada, más grande será vuestra libertad.
Demasiado tiempo habéis querido ser «vosotros mismos». ¿No creéis
que hay alguna cosa mejor? ¿Qué diríais vosotros de vivir como «hijo de
Dios»?
175
Séptima palabra
178
«Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Lc 23, 47; Mt. 27, 54;
Mc 15, 39).
Un soldado había hallado la fe en el campo de batalla; un pensador
había descubierto en medio de la muerte la respuesta al enigma de la vida.
Esta vida no es el fin de todo. Este soldado llega a ser el representante de
este séptimo y último grupo de los que toman contacto con la Cruz, es
decir, los pensadores.
Este término se emplea en oposición a los intelectuales que se creen
instruidos. Por pensadores entendemos aquí aquellos que se interesan por
el fin último de la vida: ¿Por qué he nacido? ¿Por qué estoy aquí abajo?
¿Dónde voy? Los pensadores no son, necesariamente, gente instruida ni
aquellos cuya vida se desliza en la meditación, sino más bien los que ante
el espectáculo de la muerte reflexionan sobre su profundo sentido.
Se pregunta uno qué pensó Juan cuando vio penetrar aquella lanza en
el costado de su Salvador. ¿Se acordó del incidente de la víspera, cuando
Pedro se sirvió de una espada para cortar la oreja del criado del Sumo
Sacerdote? Recordó también, sin duda, que el Señor dijo a Pedro: «Vuelve
tu espada a su vaina, pues quien toma la espada a espada morirá» (Mt 26,
52).
¿Cómo, entonces, este centurión no perece por la espada? Es que
parece decir Nuestro Señor: os permito que empleéis la espada contra Mí,
pero no contra vuestro prójimo. Por eso dijo a los soldados: «Ya os dije
que yo soy; si, pues, me buscáis a Mí, dejad ir a éstos» (Jn 18, 8).
Con Juan había allí una mujer, la madre de Santiago y Juan, a quienes
Nuestro Señor había llamado «hijos del trueno». Retumba el trueno. La
tierra tembló. Pero allí estaba un solo «hijo del trueno». ¿Dónde está
Santiago? ¿Por qué está ausente?
Me pregunto sí esta buena madre recuerda el día que fue a encontrar
a Nuestro Señor para decirle: «Di que estos dos hijos míos se sienten, uno,
a tu derecha y, otro, a tu izquierda en tu reino» (Mt 20, 21). Así son todas
las madres. Mueven lo indecible para que sus hijos se sitúen en buenos
puestos. Y la madre de aquellos jóvenes no era una excepción. Quería
asegurarse de que sus hijos se situarían dentro de las clases superiores de
la sociedad.
Y el Maestro, ¿qué respondió? «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis
beber el cáliz que yo tengo que beber?» (Mt 20, 22). ¡Solamente uno de
ellos fue capaz! ¡Ah! ¡Es que el Reino de Dios se diferencia en mucho del
reino de los hombres!
179
María Magdalena también estaba allí. ¡Pobre María! Se encontrará
allí donde se derrame el bálsamo de la salvación. Lo ve sobre el suelo y
advierte que algunas gotas se han deslizado sobre su hermosa cabellera.
Como antes rompió el vaso derramándolo en casa de Simón, veía ahora a
nuestro bendito Salvador hacer otro tanto. Había quebrado un gran vaso,
cuando se entregó totalmente, y el perfume llenó esta mansión que es el
mundo.
Finalmente estaba allí María, su madre. Para las madres, sus hijos
nunca crecen; aun en su muerte, para ellas siempre son niños. Su alma
vuelve al lejano pasado, a aquella noche en que comenzó la guerra, la
guerra contra el mal. ¡Qué bien lo recordaba! A través de las grietas del
techo de un establo, detrás de las alas de los ángeles, había visto una gran
estrella que resplandecía en la noche. ¡Para ella era el estandarte del Pudre
celestial cuyo Hijo marchaba a la guerra!
¡Madres del mundo entero, no creáis que esta Madre ignora lo que es
tener un hijo en la guerra! ¡Recuerda la noche aquella, cuando partió El
para la batalla, armado tan sólo de un cuerpo humano! Y la batalla
comenzó. ¡Oh María! ¡Esto no es Belén! ¡Es el Calvario! A diferencia de
las otras madres, tú estás en pleno combate. ¡Extraña guerra en la que las
madres mismas marchan a la batalla! Estás herida, ¡traspasada por siete
espadas! Por doquier, el olor de la muerte; los clavos, los martillos, las
heridas. ¡Horrible espectáculo!
¡Oh María!, levanta los ojos del campo de batalla como los elevaste
del pesebre. Es noche aún, noche en medio del día. El sol ha ocultado sus
rayos; parece muy lejano; se diría una estrella. ¿Recuerdas la blanca
estrella de Navidad? Esta es distinta. ¡Oh María, eres en el mundo la
primera Madre que debía haber recibido la Estrella de Oro!
180
LA VICTORIA SOBRE EL PECADO
181
Primera palabra: la cólera
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
La cólera es la pasión que, más que todas las otras, hunde profundas
raíces en la naturaleza racional del hombre. Puede haber compatibilidad
entre la cólera y la razón, ya que la cólera está fundada en la razón que
sopesa la injuria recibida y la satisfacción que es necesario exigir. No nos
encolerizamos a menos que hayamos recibido alguna injuria o que así lo
creamos.
No toda cólera es culpable, pues existe una cólera justa. Encontramos
la expresión más perfecta en Nuestro Señor arrojando a los vendedores del
Templo. Paseando bajo la sombra de los pórticos en la fiesta de Pascua, se
encontró con los avariciosos comerciantes, cuyas víctimas eran los fieles
deseosos de comprar los corderos y las palomas para los sacrificios.
Tejiendo un látigo de cordeles, se situó en medio de ellos con una
sosegada dignidad y espléndido dominio de sí, más impresionantes que el
mismo látigo. Ahuyentó fuera los bueyes y los corderos; con sus manos
volcó las mesas de los cambistas, que se atropellaban para recoger las
monedas que rodaban por los suelos; señaló con el dedo a los vendedores
de palomas y les ordenó abandonar el recinto exterior; dijo a todos: «Fuera
de aquí, y no convirtáis la casa de mi Padre en tienda de traficantes».
Entonces se cumplió el mandamiento de la Escritura: «Encolerízate y
no peques» Para que la coleta no sea pecado son necesarias tres
condiciones: 1.ª, que la causa sea justa: la defensa del honor de Dios, por
ejemplo; 2.ª, que no supere las exigencias de la causa, es decir, que sea
controlada por la razón; 3.ª, que sea rápidamente dominada: «Que el sol no
se ponga siempre sobre vuestra cólera».
Aquí nos vamos a referir, no a la cólera justa, sino a la cólera injusta,
que no se apoya en causa legítima; a la cólera excesiva, vengativa,
prolongada; a esta cólera, a este odio contra Dios que ha destruido la
religión en la sexta parte de la faz de la tierra; a la que durante la guerra
civil en España incendió veinticinco mil iglesias y capillas y asesinó doce
mil siervos de Dios; a este odio que no se dirige solamente contra Dios,
sino contra el prójimo y que acucian los secuaces de la lucha de clases, que
182
hablan de paz y encuentran gloria en la guerra; a esta cólera roja que
enrojece la cara; a esta cólera blanca que hace detenerse el corazón y
palidecer; a esta cólera que busca devolver mal por mal, golpe por golpe,
ojo por ojo, mentira por mentira; a la cólera del puño tendido dispuesto a
golpear no para defender lo que se ama, sino para atacar lo que se odia; en
una palabra: esta cólera que arruinará nuestra civilización, si no es
superada por el amor.
Nuestro Señor vino a reparar el pecado de cólera enseñándonos
primero una plegaria: «Padre, perdónanos nuestras deudas, así como
perdonamos a nuestros deudores». Dándonos después un precepto: «Amad
a vuestros enemigos; haced bien a los que os odian». Todavía más
concretamente añade: «Si alguno quiere obligaros a hacer una milla con él,
haced dos... Aquel que quiere hacerte un juicio para llevarte la túnica, dale
también el manto».
Están prohibidas las venganzas y las represalias: «Habéis oído decir:
‘ojo por ojo, diente por diente...’. Pero yo os digo: ‘Amad a vuestros
enemigos’».
Cuando los gerasenos se irritaron contra El, porque concedía más
valor a un hombre enfermo que a una piara de cerdos, la Escritura no da
ninguna respuesta: «Subiendo a la barca paso a la otra orilla del lago». Al
soldado que, con su puño enguantado, le golpea, le responde dulcemente:
«Si he hablado mal, dime en qué; pero si bien, ¿por qué me golpean?»
La plena reparación de la cólera fue ofrecida en el Calvario. Se
podría decir que la cólera y el odio condujeron al Salvador a esta colina.
Su propio pueblo le odiaba, puesto que renegó de la justicia para condenar
al Justo; los gentiles le odiaban, ya que consintieron su muerte; los
bosques le odiaban, ya que un árbol tuvo que soportar su peso; las flores le
odiaban, puesto que entrelazaron de espinas su frente; las entrañas de la
tierra le odiaban, porque prestaron el hierro para los martillos y clavos.
En fin, para personificar todo este odio, la primera generación de
puños tendidos que hubo en la historia, erguidos junto a la Cruz, los agitó
frente a Dios. Entonces se desgarró su cuerpo a jirones, de la misma
manera que hoy se destroza su sagrario. No hace mucho, en España y en
Rusia fue destrozado el Crucifijo, de la misma manera que entonces en el
Calvario se golpeó al Crucificado.
No creáis que el puño cerrado es una novedad del siglo XX; las
gentes de frío corazón que hoy lo esgrimen son directos descendientes de
183
aquellos que, al pie de la cruz, levantaron la mano contra el Amor y
cantaron con voz ronca la primera Internacional del odio.
Cuando se contemplan estos puños crispados, no puede uno menos de
sentir que, si alguna vez pudo la cólera estar justificada, si en algún
momento fue lícito a la justicia juzgar, si en alguna ocasión pudo existir
derecho a golpear, si alguna vez pudo legítimamente protestar la inocencia,
si, finalmente, en algún momento Dios pudo en su justo derecho vengarse
del hombre, fue en éste.
A pesar de todo, en el instante en que la hoz y el martillo se unían
para arrasar la colina del Calvario, a fin de levantar allí una cruz y hendir
los clavos en las manos del Amor encarnado para impedirle bendecir, el
Salvador, a semejanza del árbol que perfuma el hacha que lo corta, deja
caer, por vez primera sobre esta tierra la palabra que repara totalmente la
cólera y el odio, una plegaria por el batallón de los puños tendidos: «Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen».
Ahora el más grande pecador puede salvarse; el pecado más negro
puede ser borrado; el puño crispado puede abrirse; el imperdonable puede
ser perdonado. Aunque estaban seguros de saber lo que hacían, Él se
amparó en el único medio de disminuir su crimen; y lo hace valer ante los
ojos de su Padre con todo el ardor de su corazón misericordioso: su excusa
es la ignorancia, «no saben lo que hacen». Si hubieran sabido lo que
hacían clavando al Amor en un árbol, y, a pesar de todo, hubieran
continuado haciéndolo, nunca serían salvados. Estarían condenados.
Porque los puños se han cerrado por ignorancia, se pueden abrir y
transformarse en manos justas; porque la lengua blasfema por ignorancia,
puede todavía rezar. No es la prudencia consciente la que salva; es la
inconsciente ignorancia.
Esta palabra venida de la cruz nos brinda dos lecciones: 1.ª, la
ignorancia es la razón del perdón; 2.ª, el perdón no tiene límites.
Es la ignorancia la razón del perdón. La inocencia divina ha
encontrado esta razón; el culpable no puede menos que hacerlo. San Pedro,
el día de Pentecostés, en su primer sermón, se vale del mismo argumento
para excusar la crucifixión tan presente a su espíritu: «Habéis matado al
autor de la vida... Hermanos, ya sé que por ignorancia habéis hecho esto,
como también vuestras autoridades».
No habría lugar para el perdón si hubiera habido conciencia del mal,
deliberación perfecta, total comprensión de las consecuencias del acto. Por
eso no hay posibilidad de redención para los ángeles caídos. Ellos sabían
184
lo que hacían. Nosotros no lo sabemos. Somos muy ignorantes; nos
desconocemos y desconocemos a los demás.
¡Desconocedores de los otros! ¿Qué sabemos de sus motivos, de su
buena fe, de las circunstancias que acompañaron sus acciones? Cuando
nos imponen la violencia, olvidamos que apenas conocemos su corazón y
decimos: «No tienen la menor excusa. Sabían muy bien lo que hacían». Y,
sin embargo, Nuestro Señor, en el mismo caso, halló una excusa: «No
saben lo que hacen»
Desconocemos el fondo del corazón del prójimo; por eso rehusamos
perdonar. ¡El Salvador conocía lo íntimo de los corazones y, conociéndolo,
perdonó! Tomad de cualquier acontecimiento el testimonio de cinco
personas y escucharéis cinco versiones diferentes. Ninguna de ellas vio
todo el complejo. Nuestro Señor lo ve; por esto perdona.
¿Por qué encontramos excusas a nuestra cólera contra el prójimo y
rehusamos admitir esas excusas cuando es el prójimo el que está irritado
contra nosotros? Decimos que nos perdonarían si nos comprendieran
perfectamente, y que la única razón de su enfado es que «no comprenden».
¿Por qué no es reversible esta ignorancia? ¿No podemos desconocer sus
motivos como creemos que desconocen los nuestros? Nuestra repulsa para
encontrar una excusa a su odio, ¿no significa tácitamente que en parecidas
circunstancias seríamos indignos de perdón?
Nuestro propio desconocimiento es otra razón para perdonar a los
demás. Desgraciadamente somos nosotros quienes menos nos conocemos;
los pecados de los otros, sus faltas, sus debilidades, los conocemos mil
veces mejor que los nuestros. Puede ser malo criticar a los otros, pero es
algo peor no criticarnos a nosotros mismos.
Si primero nos criticáramos a nosotros mismos, tendríamos menos
peligros de criticar a los demás, porque si proyectáramos la luz sobre
nuestra alma, caeríamos en la cuenta de que no tenemos derecho a
proyectarla sobre el alma de nuestros prójimos. No llegamos a entender
cuán grande es la necesidad que tenemos de perdón porque ignoramos
nuestro verdadero estado.
¿Es que nunca ofendisteis a Dios? ¿Tiene derecho el Señor de estar
irritado contra nosotros? ¿Cómo, pues, nosotros, que tenemos tan gran
necesidad de perdón, no nos esforzamos en conseguirlo, perdonando a los
demás? La respuesta es que no examinamos nunca nuestra conciencia.
Desconocemos nuestro verdadero estado, hasta tal punto que lo único
que sabemos de nosotros mismos es nuestro nombre, nuestra dirección y el
185
total de nuestra fortuna. De nuestros egoísmos, de nuestra envidia, de
nuestras murmuraciones, de nuestros pecados, no conocemos
absolutamente nada. En efecto, para evitar el conocernos, detestamos el
silencio y la soledad. Por temor a que nuestra conciencia nos dirija un
reproche insoportable, ahogamos su voz con las distracciones, las
diversiones y el ruido. Si nos reconociéramos a nosotros mismos en los
otros, detestaríamos nuestras propias faltas.
Si nos conociéramos mejor, perdonaríamos más fácilmente a los
demás. Cuanto más severos seamos con nosotros, tanto más indulgentes
seremos con los otros; el hombre que nunca se ha prestado a obedecer no
sabe mandar; y aquel que nunca se sometió a la disciplina no sabe
mostrarse misericordioso.
Los egoístas son siempre los más duros para los demás, y los que son
más severos para consigo mismo son los más benévolos con los otros, del
mismo modo que el profesor menos preparado siempre es el más exigente
con sus alumnos.
Sólo un Dios que pensaba tan poco en sí mismo que se hizo hombre y
murió como un criminal, podía perdonar las debilidades de los que le
crucificaban.
No es malo odiar, sino hacerlo a conciencia. No está el mal en
encolerizarse, sino el hacerlo con plena deliberación. «Dime a quien
detestas y te diré quién eres». Según tu odio, te diré tu carácter. ¿Odias la
religión? Es que tu conciencia te atormenta. ¿Odias a los capitalistas? Es
que eres avaro y querrías ser capitalista. ¿Odias a los obreros? Eres un
vanidoso egoísta. ¿Odias al pecado? Es que amas a Dios. ¿Odias tu odio,
tu egoísmo, tu carácter colérico, tu ruindad? Es que tu alma es virtuosa,
porque «si alguno viene en pos de mí… —dice Jesús— y no odia su propia
vida, no puede ser mi discípulo».
La segunda lección que se deduce de esta primera palabra venida de
la cruz es que no hay límites para el perdón. Nuestro Señor perdonó siendo
inocente y no porque hubiera sido perdonado. Por consiguiente, debemos
perdonar no solamente cuando hemos sido perdonados, sino aun siendo
inocentes.
El problema de los límites del perdón inquietaba a Pedro. Y preguntó
a Nuestro Señor: «¿Si mi hermano peca contra mí, le perdonaré hasta siete
veces?» Pensaba Pedro que al decir siete veces llegaba a los límites del
perdón, porque lo máximo eran cuatro veces, según enseñaban los escribas.
Y creía que era imposible ir más lejos. Admitía que, después de siete
186
ofensas, se renunciaba automáticamente al derecho a que lo perdonara» …
Equivalía a decir: «renuncio a la deuda que habéis contraído conmigo, si
no supera los siete dólares; si supera esta suma, cesa mi deber de
perdonarla. Por ocho dólares puedo hacerte restituir».
Respondiendo Nuestro Señor a Pedro, le dice que el perdón es
ilimitado; perdonar es dejar a un lado todo, los derechos y borrar los
límites. «Yo te digo no siete veces, sino setenta veces siete.» Lo cual no
significa literalmente cuatrocientas noventa veces, sino indefinidamente. A
continuación, el Salvador narra la parábola del administrador infiel que tan
pronto como su amo le perdonó una deuda de cincuenta millones de
pesetas, trataba de ahogar a uno de sus compañeros que le debía ochenta y
siete pesetas. El despiadado servidor, rehusando ser misericordioso con su
deudor, vio que le anulaban el perdón concedido. No fue culpable porque,
teniendo él mismo necesidad de misericordia, rehusara mostrarse
misericordioso con los demás, sino porque, habiéndola obtenido, continúa
siendo despiadado. «De este modo os tratará mi Padre celestial, si cada
uno no perdona a su hermano de todo corazón.»
Perdonemos, pues, y seremos perdonados; apacigüemos nuestra
cólera contra el prójimo; Dios apaciguará la suya contra nosotros. El juicio
es una cosecha: recogeremos lo que hayamos sembrado. Si durante la vida
sembramos la cólera contra nuestros hermanos, recogeremos la justa cólera
de Dios. No juzguemos y no seremos juzgados.
Si durante la vida perdonamos a nuestros prójimos de todo corazón,
en el día del juicio el Dios de toda sabiduría se permitirá lo inaudito:
olvidará y no hará más que restar. Aquel cuya memoria es eterna no se
acordará más de nuestros pecados. De este modo seremos salvos, una vez
más, por la divina «ignorancia».
Porque perdonamos a los otros por el motivo de no saber lo que
hacían, Nuestro Señor nos perdonará por la razón de que no se acordará ya
más de lo que hemos hecho. Si por causa de su primera palabra en la Cruz
ve extenderse una mano para bendecir a un enemigo, podrá incluso olvidar
que ésta había sido antes un puño cerrado, enrojecido de sangre cristiana.
¿Tendrás todavía la osadía de vivir en pecado
y de crucificar de nuevo a tu Salvador agonizante?
¿No han sido suficientes sus angustias?
¿Es necesario que se desangre aún más?
¿Es necesario que nuestros placeres culpables se alimenten
187
de sus tormentos y aumenten la historia
de la dolorosa pasión del Señor glorioso?
¿No hay rastro de piedad? ¿No existe remordimiento
en el pecho del hombre? ¿Acaso existe una irrevocable ruptura
entre la misericordia y el corazón del hombre?
¿Están separados para siempre? ¿Jamás se encontrarán?
No existe rastro de piedad en nosotros; sólo Tú,
dulce Jesús, la tienes para nosotros, nosotros que no la tenemos
contigo. Tú la has acaparado hasta tal punto
que toda está allá arriba y no queda nada aquí abajo.
No, bendito Salvador; nosotros, pródigos, nada poseemos
de nuestra propia cosecha, a menos que recurramos
a ti, Señor nuestro, a ti que tienes el poder;
a ti, a quien crucificamos a todas horas.
¡Señor! Somos crueles contigo y con nosotros también.
Perdónanos, Jesús: no sabemos lo que hacemos.
FRANCIS QUARLES
188
Segunda palabra: la envidia
«Hoy estarás conmigo en el Paraíso»
La envidia es la tristeza por el bien del otro y la alegría por el mal que
le acontece. La envidia es para el alma lo que la herrumbre para el hierro,
la polilla para la lana, las termitas para la madera: mata el amor fraterno.
Aquí no nos referimos a la envidia legítima o celo que nos impulsa a
imitar los buenos ejemplos y a adelantar a los que valen más que nosotros,
porque la Escritura sagrada nos ha mandado: «Sed celosos de los dones
espirituales». Nos referimos, más bien, a esa envidia culpable que se aflige
por el bien del prójimo, sea espiritual o temporal, porque parece disminuir
nuestro propio bien. El envidioso considera el honor concedido a otro
como ultraje hecho contra él y, en consecuencia, se entristece. La envidia
se manifiesta por la discordia, el odio, la alegría maliciosa, la
murmuración, el juicio temerario, el menosprecio, los celos y la calumnia.
Hallamos un ejemplo de este linaje de envidia en una de las mujeres
que pidieron a Salomón que mediara en su disputa. La primera dijo: «Esta
mujer y yo vivimos las dos en la misma casa. Y el niño de esta mujer
murió durante la noche, porque se acostó sobre él. Se levantó a
medianoche, cogió a mi hijo que estaba a mi lado, mientras tu siervo
dormía y acostó a su hijo muerto en mi seno...». La otra mujer dijo: «No es
verdad; tu hijo es el muerto y el mío, el vivo».
Como de ello no había ningún testigo, Salomón ordenó que se trajera
una espada, porque juzgaba, con razón, que el corazón de la madre
verdadera la llevaría a dar a su hijo antes que verle morir.
Blandiendo la refulgente espada, el rey dijo: «Partid en dos al niño
vivo, y dadle una mitad a una y la otra mitad a la otra». Habiendo oído
estas palabras la mujer cuyo hijo era el vivo, gritó llena de terror y de
piedad: «Te suplico, señor mío, que le des el niño que vive; ¡no lo mates!»
Y la otra decía: «Que no sea ni para ti ni para mí; que lo parta». Entonces
el rey, deduciendo quién debía ser la madre, mandó dar el niño a la que
hubiera preferido entregárselo a la otra antes que verlo matar. La moraleja
de esta historia es que la envidia puede llegar a extremos tales que no se
tenga escrúpulo de cometer un crimen.
189
En nuestra época, la envidia ha tomado una forma económica. A la
avaricia de los ricos equivale la envidia de los pobres. Ciertos pobres
detestan a los ricos no porque éstos se hayan apoderado injustamente de
los bienes que poseen, sino porque ellos desean estos bienes. Los que no
tienen se escandalizan de la suerte de los que tienen por la sola razón de
que están tentados por el apetito de riquezas.
Los comunistas odian a los capitalistas porque quieren ser capitalistas
a su vez; envidian las riquezas no por necesidad, sino por codicia.
Asociada a esta forma de envidia encontramos la envidia social, ese
género de esnobismo que se burla de aquellos cuya situación es más
elevada porque se querría ocupar su situación y disfrutar de sus aplausos.
Se pretende que, no habiendo alcanzado para sí la consideración popular,
se está privado de su derecho. Esta es la razón por la que detestamos a los
que no nos conceden suficiente atención y amamos a los que nos adulan.
Sí la envidia aumenta hoy en día, como sucede sin duda, es que se ha
abandonado la creencia en una vida futura y en la justicia divina.
Si la vida de aquí abajo lo es todo, uno piensa que se debería tener
todo. Partiendo de ahí, la envidia llega a ser regla de vida.
Nuestro Señor, en su predicación, no cesó de clamar contra la
envidia. A los que estaban celosos de la misericordia ofrecida a la oveja
perdida, les muestra a los ángeles del cielo regocijándose más por un
pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no tienen
necesidad de ella. A los que ambicionan las riquezas les hace esta
advertencia: «No reunáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los
corroen y donde los ladrones horadan y roban. Atesorad tesoros en el cielo,
donde ni la polilla ni el orín los corroen y los ladrones no horadan y
roban» (Mt 6, 19-20). A los que estaban deseosos de poder, les pone el
ejemplo de los apóstoles, disputándose los primeros puestos: pone un niño
en medio de ellos y, abrazándole, les recuerda que el cielo estaba abierto
solamente para aquellos que tenían la simplicidad de los niños, porque
Cristo no se halla en medio de la grandeza, sino en medio de la pequeñez:
«El que recibe a uno de estos pequeñuelos en mi nombre, a mí me recibe.
Y el que me recibe, no me recibe a mí, sino a Aquel que me envió».
Pero su predicación contra la envidia no le salvó de los envidiosos.
Pilato fue envidioso de su poder; Anás, de su inocencia; Caifás, de su
popularidad; Herodes, de su grandeza moral; los escribas y fariseos, de su
sabiduría. Cada uno de ellos puso su sede sobre una falsa superioridad
moral, desde la que pudiera condenar a la Cruz al autor de toda moralidad.
190
Y para que en adelante El no pudiera ser envidiado, le contaron entre los
malhechores.
Nacido entre un buey y una mula, he aquí que le crucifican entre dos
criminales. Era el último insulto que se le podía hacer. Se daba al público
la impresión de que eran tres ladrones, y no dos, los que se destacaban allí
sobre el cielo. En cierto sentido era verdad: dos, por avaricia, habían
robado el oro, y el Otro se adueñó de los corazones por amor. Salvandus,
Salvator et Salvatus: el ladrón que pudo ser salvado, el ladrón que fue
salvado y el Salvador. Las cruces llevaban estas palabras: Envidia, Mi-
sericordia, Compasión.
El mal ladrón envidiaba el poder que Nuestro Señor se atribuía.
Como los príncipes de los sacerdotes, los escribas y fariseos rodeaban de
burlas al Salvador y se mofaban: «Salva a los otros y no puede salvarse a
sí mismo»; y el mal ladrón añadía a sus insultos: «Si eres el Cristo, sálvate
y a nosotros contigo». O, en otros términos: «Si yo tuviere este poder, el
poder que te atribuyes como Mesías, lo usaría para algo distinto a estar
colgado, impotente, de un árbol. Bajaría de la Cruz, aplastaría a mis ene-
migos y probaría lo que en realidad es la fuerza».
También la envidia muestra que, de poseer las cualidades que envidia
en los otros, haría mal uso de ellas, como el mal ladrón que había
abandonado la redención del pecado para soltarse de los clavos. También
hoy en el mundo son numerosos los que envidian la riqueza y que, si la
poseyesen, perderían probablemente su alma. La envidia jamás piensa en
las responsabilidades. Atribuyéndose todo a sí, hace mal uso de los dones
recibidos.
La compasión produce en el alma un efecto totalmente diferente. El
buen ladrón no experimentaba ninguna envidia por el poder del Maestro,
sino solamente piedad por sus sufrimientos. Reprendiendo a su compañero
le dice: «¿Ni tú, que estás sufriendo el mismo suplicio, temes a Dios?
Nosotros justamente sufrimos porque recibimos el digno castigo de
nuestras obras; pero éste nada malo ha hecho» (Lc 23, 40-41).
No había en él la menor envidia. No deseaba nada en el mundo, ni
aun ser separado de la trágica cruz a la que estaba cosido. No envidiaba el
poder de Dios, porque Dios sabe lo que le conviene hacer con su poder. No
envidiaba a sus semejantes, porque no tenían allí nada que darle. Se
abandonó, por consiguiente, a la divina Providencia sin suplicar otra cosa
que el perdón: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Un
moribundo pide a otro moribundo la vida; un hombre que no tiene nada
191
pide un reino a un pobre; un ladrón a las puertas de la muerte suplica morir
como ladrón y roba el Paraíso. Porque no tenía nada, lo recibe todo: «En
verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Hubiéramos creído que sería un santo la primera alma comprada en el
Calvario con el oro purpúreo de la redención; pero en el plan divino es un
ladrón quien roba este privilegio y escolta al Rey de reyes en su entrada en
el Paraíso.
Esta segunda palabra nos enseña dos cosas. La primera, que la
envidia es la fuente de los falsos juicios que hacemos sobre los demás. Si
envidiamos a los otros, existe un 90 por 100 de posibilidades de que nos
equivoquemos acerca de su carácter.
El mal ladrón se equivocó acerca de Él, y no advirtió ni la divinidad
del Salvador ni su propia salvación, porque envidió el poder de Nuestro
Señor. Con un falso razonamiento creyó que el poder debía ser empleado,
como lo hubiera hecho él, trocando los clavos en botones de rosas, la cruz
en un trono, la sangre en púrpura real y las briznas de hierba de la colina
en agresivas bayonetas de acero.
En el curso de la historia del mundo nadie estuvo más cerca de la
redención y, sin embargo, nadie más alejado. La envidia fue la causa de
que se equivocara en la petición: pidió ser bajado cuando debería haber
rogado ser subido. Nos recuerda la envidia de Herodes el Grande, que vino
a parar en un parecido error de apreciación: asesinó a los Inocentes porque,
según pensaba, el Rey Niño venía a destruir el reino terreno cuando lo que
venía era a anunciar el celestial.
Así nos sucede a nosotros. La murmuración, la calumnia, los juicios
temerarios, nacen de nuestra envidia. Decimos: «Oh, aquél es un
envidioso» o «aquélla es una envidiosa»; pero, ¿cómo sabemos que el otro
es envidioso si no lo hemos sido antes nosotros? ¿Cómo sabemos que los
otros obran por orgullo si ignoramos cómo se comporta el orgulloso? Toda
palabra envidiosa está basada sobre un falso juicio con respecto a nuestra
propia superioridad moral. Al convertirnos en jueces pensamos estar por
encima de los demás; nos estimamos más virtuosos y más inocentes que
ellos.
Acusar a los otros, es decir: «Yo no soy así». Envidiarles, es decir:
«Me habéis robado lo que me pertenecía». La envidia de la fortuna ajena
ha tenido como consecuencia el grosero y erróneo juicio de pensar que la
mejor manera de destruir los abusos que los ricos cometen con sus
192
riquezas es quitárselas por medio de la violencia, para que los expoliadores
cometan a su vez abusos parecidos.
La envidia del poder político ha dado origen a la doctrina errónea que
permite derribar los gobiernos si la violencia organizada es lo
suficientemente fuerte para hacerlo. La envidia llega a ser de esta manera
la negación de toda justicia y de todo amor. Desarrolla en los individuos un
cinismo que destruye todos los valores morales, porque, arruinando a los
demás, nos arruinamos a nosotros mismos. Produce en los grupos una
hipocresía que tiende una mano acogedora al adversario hasta que se sabe
suficientemente fuerte para suprimirle.
Puesto que la envidia está hoy tan extendida por el mundo, conviene
no conceder ningún crédito al 90 por 100 de las ruines habladurías que
escuchamos a propósito del prójimo. Pensemos siempre lo que el buen
ladrón debió de abandonar para alcanzar la verdad. Fue necesario que
rehusara creer en el juicio de aquellos cuatro jueces envidiosos, en las
burlas de los escribas y envidiosos ancianos, en las blasfemias de los
curiosos espectadores, deseosos de homicidios, y en las envidiosas
provocaciones del mal ladrón, que prefería perder su alma con tal de
conservar sus dedos ágiles para cometer nuevos hurtos.
Si Dimas hubiera envidiado el poder del Señor, no se hubiera
salvado. Encuentra la paz rehusando creer a los envidiosos calumniadores.
Nuestra paz la encontraremos en la misma incredulidad.
No son pocas las veces que detrás de una observación irónica, de una
murmuración ponzoñosa contra el prójimo, haya algo de celos, algo de
envidia. Será bueno aquí recordar que siempre es en el manzano más
cargado donde se ven más ramas rotas. Debería ser un consuelo para
aquellos que soportaran ataques injustos el recordar que hay imposibilidad
física de tomar la delantera para aquel que queda atrás a fin de no dar un
puntapié.
La segunda lección que se debe sacar de esta palabra es que el único
medio para vencer la envidia es mostrarse compasivo, como el buen
ladrón. ¡Cristianos de verdad! Todos somos miembros del Cuerpo Místico
de Cristo y deberíamos, por consiguiente, amarnos unos a otros como
Cristo nos ha amado.
Si nuestro brazo está herido, todo nuestro cuerpo experimenta dolor.
Del mismo modo, si la Iglesia sufre el martirio en cualquier parte del
mundo, deberíamos sentir compasión hacia ella, como miembros de su
cuerpo, y esta compasión debería manifestarse por la plegaria y las obras
193
buenas. La compasión debería extenderse no solamente a los que están
fuera de la Iglesia y viven como si la Cruz nunca hubiera sido plantada en
la tierra, sirio también a los enemigos de la Iglesia, que querrían destruir
hasta la sombra de la Cruz. Dios es su juez; nosotros, no.
Como hermanos de Cristo, hijos del Padre celestial, hijos en potencia
de María, deben merecer nuestra compasión, puesto que han costado la
sangre del Salvador. Desgraciadamente existen personas que censuran a la
Iglesia el que reciba en su seno a grandes pecadores en su lecho de muerte.
Hace algunos años, un hombre que era considerado como un bandido
y un asesino encontró la muerte a manos de sus cómplices. Algunos
momentos antes de morir suplicó ingresar en la Iglesia; fue bautizado, hizo
la Primera Comunión, recibió la Extremaunción y una última bendición.
Personas que deberían saber más protestaron. ¡Incomprensible! ¡Envidiar
la salvación de un alma!
¿Por qué no alegrarse de la misericordia de Dios? Después de todo, la
profesión de este hombre no era diferente de la del buen ladrón. ¿Por qué
Nuestro Señor no va a estar también deseoso de salvar al ladrón del siglo
veinte como al ladrón del siglo primero? Los unos y los otros tienen un
alma. Parece que la envidia culpable de la salvación de un ladrón es un
pecado más grave que el robo.
Un ladrón fue salvado; que nadie, pues, desespere. Un ladrón fue
condenado; que nadie sea presuntuoso. Tened compasión de los miserables
y la divina Misericordia será vuestra recompensa. Cuando los fariseos
acusaban a Nuestro Señor de comer y beber con los publícanos y
pecadores, respondió, insistiendo en la necesidad de la misericordia: «No
son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Id y
aprended lo que significan estas palabras: Quiero la misericordia y no el
sacrificio. Porque no he venido para llamar a los justos, sino a los pe-
cadores».
Un día una mujer fue al encuentro del cura de Ars, San Juan Vianney,
y le dijo: «Desde hace años mi marido no ha asistido a misa ni ha recibido
los sacramentos. Ha sido infiel, perverso, injusto. Se acaba de tirar de lo
alto de un puente y se ha ahogado; ha muerto dos veces, en su cuerpo y en
su alma». El cura de Ars respondió: «Señora, hay una pequeña distancia
entre el puente y el agua. Esta distancia le prohíbe a usted juzgar».
La distancia entre las dos cruces fue la que salvó al ladrón penitente.
Si hubiera estado seguro de sí misino, hubiera mirado a Jesús con
194
suficiencia desde lo alto y perdido su alma. Pero, porque era consciente de
su propio pecado, hizo un lugar en sí para el divino perdón.
Y la respuesta del Redentor a su requerimiento prueba que, con
respecto a los misericordiosos, el amor es ciego, porque si amamos a Dios
y a nuestro prójimo, a pesar de que éste sea nuestro enemigo, el amor
divino se volverá ciego, como ocurrió con el buen ladrón. Cristo ya no
verá nuestras faltas, y esta ceguera será para nosotros la aurora de la visión
del Amor.
EL LADRÓN PENITENTE
Dime, intrépido ladrón, ladrón bendito,
tú que en un abrir y cerrar de ojos
te cuelas en el Paraíso,
y que en pleno día robaste el cielo,
¿qué truco has podido inventar
para realizar tu intento?
¿Qué armas?
¿Con qué hechizos?
«El amor y la fe.»
Dime, intrépido ladrón, ladrón bendito,
¿cómo has podido adivinar
una corona sobre esta cabeza?
¿En qué texto, en qué narración
has leído un reino y una cruz?
¿Cómo has llegado a descubrir
a Dios en un hombre a punto de morir?
¿Con qué luz?
¿Por qué espectáculo?
«El espectáculo del dolor.»
«Vi el sufrimiento de Dios,
y ante este espectáculo
se me hizo la luz.
195
También mi dolor
engendró el remedio.
Aprended de mí esta regla:
Tened compasión de El; El os acogerá piadosamente.
Servíos de este medio.
Nunca falla.
Todavía es posible robar el cielo.»
ANÓNIMO
196
Tercera palabra: la lujuria
«Mujer, aquí tienes a tu hijo.... aquí tienes a tu madre»
198
Así, por medio del nacimiento virginal, la reparación por los pecados
de la carne empezó en el primer instante de la Encarnación. Ese mismo
amor que Cristo manifestó siempre por la virginidad encontró eco en el
primer sermón de su vida pública. «Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios.»
Más tarde, cuando escribas y fariseos buscaban cómo perderle, les
lanzó el reto de encontrar algo impuro en su vida: «¿Quién de vosotros
podrá acusarme de pecado?»
Por fin, en el Calvario, y como reparación suprema de todos los
deseos y pensamientos impuros de los hombres, como reparación de los
pecados vergonzosos, es despojado de sus vestiduras; como reparación de
las voluptuosidades carnales es casi desposeído de su carne, pues, como
dice la Sagrada Escritura, «se podían contar todos sus huesos».
Estamos tan habituados a contemplar artísticos crucifijos de marfil y
hermosas imágenes en nuestros devocionarios, que pensamos que Nuestro
Señor guardó en la cruz su integridad corporal. El hecho es que de tal
manera reparó por los pecados de la carne, que su cuerpo fue rasgado, su
sangre derramada, y que la Escritura habla de El en la Cruz como de un
leproso, castigado por Dios y afligido hasta tal punto, que «ya no hay en El
gracia, ni hermosura... ni nada que nos atraiga».
Nuestro Señor quiso ir más lejos en la reparación de los pecados de
lujuria, hasta renunciar a los más santos y legítimos derechos de la carne.
Si existe un derecho legítimo y puro, es el del amor a la propia madre. Si
existe un vínculo honesto, es el de la amistad que nos une a uno de
nuestros semejantes. Pero tan abusivo empleo ha hecho el hombre de la
carne, de tal forma la ha pervertido, que nuestro divino Salvador renunció
a las relaciones más legítimas para reparar por las ilegítimas.
A fin de reparar los abusos de la carne, se desprendió totalmente,
dando su madre a su mejor amigo. Mira a su Madre y le dice adiós:
«Mujer, he ahí a tu hijo»; mira a su mejor amigo y repite la despedida: «He
ahí a tu madre».
¡Qué diferencia, al observar lo que ocurre en el mundo! Una madre
privará a su hijo de una educación superior en el extranjero y dirá: «No
puedo separarme de mi hijo». Una mujer privará a su marido de las
ventajas temporales que le proporcionaría una corta ausencia y exclamará:
«No puedo separarme de mi marido». Nuestro Señor no dice: «No puedo
separarme de mi madre». Se separa de ella. La amaba lo suficiente para
199
que pudiera cumplir el plan de Dios y su destino, es decir, convertirse en
Madre nuestra.
El amor era tan intenso que, para que a otros nunca les faltara quien
les amase, Cristo se separó de su madre. Como el pelícano, se hirió en su
amor a María, para que ella nos alimentase con su maternidad. María
aceptó tan gravoso cargo, a fin de continuar la obra redentora de su Hijo.
El momento en que Jesús, renunciando a sus legítimos derechos de la
carne, nos dio a María, su madre, y a Juan, su mejor amigo, fue el instante
de la muerte del egoísmo.
Dos lecciones podemos aprender de la tercera palabra que nos vino
desde la Cruz:
1.a El único medio para escapar verdaderamente a las exigencias de la
carne es encontrar algo superior a la carne y digno de ser amado.
2.ª María es el refugio de los pecadores.
200
El equilibrio del organismo entero se perturba cuando apartamos un
miembro de la función que cumple con relación al todo, o cuando lo
separamos del fin más elevado para el que existe. Esas personas cuyas
lecturas, pensamientos y conversación son siempre acerca de la
sexualidad, se asemejan al cantor que pensara más en su laringe que en el
canto. Dan tanta importancia a lo que debiera estar subordinado a una más
alta intención, que la armonía de la vida queda destruida.
Pero si, en lugar de concentrar la atención sobre un órgano, lo
integramos en el plan de la vida, todo malestar cesará. Un orador que lo
sea de veras no se preocupará de lo que ha de hacer con las manos, porque,
llevarlo del ardor de su discurso, las subordina a la superior intención que
le anima.
Prácticamente, Jesucristo dice lo mismo: «No os preocupéis... de qué
habéis de comer». Igual ocurre con la carne. Cultivad un amor noble, tened
el deseo de corresponder a todo lo que Dios quiere de vosotros y la pasión
menos noble será integrada en el todo.
La Iglesia aplica esta sicología al voto de castidad. Pide a sus
sacerdotes y a sus religiosos que renuncien incluso a los placeres legítimos
de la carne, no porque desee que no amen, sino porque desea que amen
más perfectamente. Sabe que su amor a las almas será mayor cuanto más
disminuya su amor carnal; de la misma forma que Nuestro Señor murió
por los hombres en la cruz, porque los amaba más que a su propia vida.
Y no hay que pensar que el voto de castidad sea una pesada carga.
Thompson lo ha llamado «una pasión sin apasionamiento, una ardiente
tranquilidad». Y así es, en efecto. Con el voto de castidad nace una nueva
pasión, la del amor de Dios. La consolación de este noble amor es lo que
hace tan soportable el abandono del amor inferior. Solamente al perder este
amor superior se convierte el voto en un fardo, como la honradez sólo es
una carga para quienes han perdido el sentido de los derechos del prójimo.
La razón de la degeneración en el orden moral y del declinar de la
decencia está en que hombres y mujeres han perdido este amor superior. Al
desconocer a Cristo, que les amó hasta morir para salvarlos en el Calvario,
y a María, que les amó hasta ser al pie de la cruz la Reina de los mártires,
no tienen a nadie a quien ofrecer este sacrificio.
El sacrificio, esto es, el renunciar a una cosa por otra, es la única
forma de demostrar en este mundo el amor. El amor está esencialmente
ligado a una elección; la elección es una negación y la negación, un
sacrificio. Cuando un joven da su corazón a una muchacha y la pide en
201
matrimonio, no le dice solamente: «Es a ti a quien escojo»; le dice
también: «No escojo a las demás, las rechazo a todas; renuncio a ellas por
ti». Aplicad esto al problema de la lujuria.
Quitad todo amor superior a la carne. Haced desaparecer a Dios, al
Crucificado, a la Madre de los Dolores, a la salvación y la felicidad eterna.
¿Qué posibilidad de elegir queda? ¿Qué se gana entonces con oponerse a
las exigencias imperiosas y revolucionarias de la carne? Pero, admitido lo
divino, la mayor felicidad de la carne será precipitarse sobre el altar del
Amado, donde su sufrimiento le parecerá de poco valor comparado con la
felicidad que experimenta al darse.
La mayor desesperación del alma es encontrarse inútil. Sería incluso
capaz de infligir una herida a fin de poderla vendar y curar. Esta es la
actitud de los corazones puros: han integrado su carne en lo divino; por
medio de la cruz han sublimado sus deseos; el noble amor que poseen les
hace apartarse del atractivo inferior, para que nunca su madre tenga que
avergonzarse de ellos.
María es el refugio de los pecadores. — La Purísima Virgen es
también refugio de pecadores. Conoce el pecado no por experiencia de la
caída, no por el amargor que dejan los remordimientos, sino por la visión
de lo que ha hecho el pecado con su divino Hijo. Contempló su carne
ensangrentada pendiendo en jirones, como los rayos de púrpura en una
puesta de sol; y al ver lo que Cristo sufría en su carne, conoció hasta qué
punto había pecado la carne. ¿Qué mejor medio de medir el horror del
pecado que comprobar los males causados al Inocente, al Salvador,
después de estar a solas, durante tres horas, con El?
María no es refugio de los pecadores solamente por conocer lo que es
el pecado, sino también porque escogió como compañera durante las horas
más terribles de su vida a una pecadora arrepentida. El módulo del aprecio
que tenemos a nuestros amigos nos viene dado por el deseo que tenemos
de su presencia en los momentos de gran necesidad.
María había oído decir a Jesús: «Las meretrices y los publícanos
entrarán antes en el reino de los cielos que los escribas y fariseos».
Escogió, pues, para que le acompañase al pie de la cruz, a la pecadora
absuelta, María Magdalena. ¿Qué dirían las malas lenguas de entonces al
ver a nuestra bendita Madre en compañía de una mujer que todos sabían
que había sido de las que venden el cuerpo sin entregar el alma?
202
Supo entonces Magdalena que María es el refugio de los pecadores.
Podemos deducir que, si entonces quiso tener a Magdalena por compañera,
querrá también hoy aceptar nuestra compañía,
La pureza de María no es de las que dicen: «Soy más santa que tú»,
no es una santidad distante que recoge sus faldas para no entrar en
contacto con la suciedad de los pecadores; no es tampoco una santidad que
desprecia y mira por encima del hombro a los pecadores. Es, más bien, una
pureza radiante que no se contamina más por su solicitud hacia los
pecadores que lo pueda ser el rayo de sol por un vidrio sucio, al atravesarlo
con sus ondas.
No hay ninguna razón para que pierdan ánimo los que han caído. La
esperanza es el mensaje del Gólgota. Encontrad un amor más noble que la
carne, un amor puro, comprensivo, redentor, y la lucha será infinitamente
más soportable. Este amor está en la Cruz y a sus pies.
Llegaremos a olvidar que la Cruz existe. El Salvador será para
nosotros una rosa encarnada y María el tallo que la mantiene erguida.
Desde el Calvario hunde ese tallo sus raíces en todos nuestros
corazones heridos, recoge nuestras oraciones, nuestras súplicas, y se las
ofrece. Y si las rosas tienen en esta vida espinas, es para apartar toda
influencia perturbadora que pudiera destruir nuestra unión con Jesús y
María.
RECONOCIMIENTO
Sí Cristo volviera a la tierra un día de estío,
y, desconocido, paseara por nuestras afanadas calles,
me pregunto qué ocurriría sí nos encontrásemos,
y en qué forma actuaría, El que es Dios.
Quizá, amablemente, olvidaría que yo había faltado a la oración.
Tal vez me perdonara y al estrechar mi mano me diría:
«Hijo mío, he oído a mí Madre hablar de ti»
MRS. FREDERICK V. MURPHY
203
Cuarta palabra: el orgullo
«Dios mío. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
204
en sus acciones, pues jamás hizo un favor en provecho propio, ni siquiera
para procurarse un lugar donde reclinar la cabeza.
Nos dio un ejemplo más de humildad, cuando el Jueves Santo se ciñó
una toalla y con una jofaina y agua lavó, El que era Señor de cielos y
tierra, los pies encallecidos de sus discípulos, diciendo: «No es el siervo
mayor que su Señor... Si pues yo, que soy vuestro Señor y Maestro, os he
lavado los pies, también habéis vosotros de lavaros los pies unos a otros».
En fin, con un precepto nos enseña la humildad: «Si no os hiciereis
como niños no entraréis en el reino de los cielos».
Pero la humillación suprema la hallamos en la clase de muerte que
eligió: «Se humilló... hasta la muerte de cruz». Para reparar el falso orgullo
del noble abolengo, desecha el consuelo de la divinidad; por el orgullo que
proporciona la popularidad, es escarnecido y despreciado, mientras cuelga,
maldito, del leño; por el orgullo de la superioridad desdeñosa, está en
medio de dos ladrones; por el orgullo de la riqueza, rechaza incluso la
propiedad de su lecho de muerte; por el orgullo de la carne, es azotado
hasta no quedar ni rastro de hermosura en El; por el orgullo de poseer
amigos influyentes, es olvidado de aquellos a quienes había sanado; por el
orgullo del poder, es débil y abandonado; por el orgullo de quienes
renuncian a Dios y a su fe, quiere sentir la privación de Dios.
Por el amor propio, la falsa independencia y el ateísmo, ofrece la
satisfacción de renunciar a todos los goces y satisfacciones de su
naturaleza divina. Los orgullosos se olvidan de Dios; por ellos quiere
experimentar lo que significa «vivir sin Dios» y su corazón se rompe en el
más triste de todos los lamentos: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» La unión subsistía en la separación, pero estas palabras
desoladas fueron pronunciadas a fin de que no nos faltara nunca el
consuelo.
Dos lecciones podemos sacar de esta palabra: 1.ª No nos enal-
tezcamos a nosotros mismos, pues Dios resiste a los orgullosos. 2.ª
Enorgullezcámonos de la humildad, pues la humildad es la verdad y el
camino que lleva a la verdadera grandeza.
¿Qué motivo podemos tener para ser orgullosos? Como nos recuerda
San Pablo: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por
qué gloriarte como si no lo hubieras recibido?» ¿Estamos orgullosos de
nuestra voz, de nuestro dinero, de nuestra belleza, de nuestros talentos?
¿No son, acaso, dones de Dios, quien podría quitárnoslos en cualquier
momento?
205
Desde el punto de vista material, ¡valemos tan poco! Del cuerpo
humano se podría sacar el hierro para formar un clavo, dos terrones de
azúcar, aceite para fabricar siete pastillas de jabón, fósforo para 2.200
cerillas y magnesio para una fotografía. En su conjunto, los elementos
químicos del cuerpo humano no valen más de dos dólares. «¿De qué puede
enorgullecerse el espíritu del hombre?»
Pero espiritualmente valemos más que el universo. Pues, «¿de qué le
sirve al hombre ganar el universo, si pierde su alma?», o «¿qué puede dar
el hombre a cambio de su alma?»
Dios resiste a los orgullosos. Condena al fariseo, que en lugar
destacado del Templo se vanagloria de sus buenas obras; mas el publicano
que, retirado, se sabe pecador, se golpea el pecho e implora perdón, vuelve
a su casa justificado. Las meretrices y los publícanos que tienen conciencia
de su pecado entrarán en el cielo antes que los escribas y fariseos
conscientes de su santidad.
Jesús da gracias a su Padre celestial porque ha ocultado su sabiduría a
los sabios de este mundo y a los intelectuales conscientes de su saber y
porque la ha revelado a los sencillos. «Te doy gracias, Padre, Señor de
cielos y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los
prudentes y las has revelado a los pequeños.»
Ciertamente, quien tenga experiencia de trato con orgullosos
confirmará la verdad de esta declaración: si para conseguir mi salvación
eterna me dieran a elegir entre convertir a un sabio instruido de sí mismo,
orgulloso de su saber, o a cien hombres entre los más corrompidos
moralmente y cien mujeres de las que hacen la «carrera», escogería la tarea
más fácil: la de convertir a estos últimos. Nada más difícil de vencer en
este mundo que el orgullo intelectual. Si pudiéramos servirnos de él para
blindar nuestros barcos de guerra, no habría obús que pudiera atravesarlos.
Se comprende fácilmente: pues cuando un hombre cree saberlo todo,
no le queda ya nada por aprender, ni siquiera lo que Dios podría decirle.
Cuando un alma está llena hasta los bordes de sí misma, no queda sitio
para Dios. No puede llenarse de aceite un vaso que ya está lleno de agua.
Así le ocurre al alma.
Dios no puede comunicar su verdad y su vida más que a aquellos que
están vacíos de sí mismos. Hemos de hacer un hueco en nuestra alma para
que pueda ocuparlo la gracia. Vivimos con la impresión de que hacemos
más de lo que realmente llevamos a cabo. Tomemos, por ejemplo, el
simple hecho de sorber con una paja. Erróneamente creemos aspirar el
206
líquido con la paja, pues, hablando con propiedad, la succión no existe. Lo
único que hacemos es crear un vacío: la atmósfera presiona el líquido con
un peso equivalente al de un océano que recubriera la tierra con un espesor
de once metros. Es esta presión la que hace subir el líquido cuando
hacemos el vacío.
Lo mismo ocurre con nuestra vida espiritual. El bien que hacemos no
se debe tanto a nuestra actuación personal cuanto a la presión espiritual de
la gracia de Dios. Solamente después de que Pedro trabajara inútilmente
durante toda la noche, llenó Cristo su barca con una pesca milagrosa.
Cuanto más alto es el edificio, más profundos han de ser los cimientos.
Cuanto mayor sea la virtud, mayor ha de ser la humildad.
Sólo los humildes son los instrumentos de que se sirve Dios para
hacer el bien en este mundo. Al reducirse a cero, dejan sitio al infinito, y, al
contrario, a quienes se creen infinito, Dios les abandona en sus pequeños
ceros.
Incluso de tejas abajo encontramos un fundamento natural a la
humildad. Todo nos parece grande comparado con nuestra pequeñez. Al
montarse sobre una escoba, que no llega a 1,50 m. de largo, cualquier
chiquillo se cree cabalgando a través del espacio sobre un alado Pegaso y
oye los cascos que golpean las nubes, mientras se agarra a «la silbante
cabellera de los vientos». Su universo está habitado de gigantes, por ser é1
tan pequeño; soldaditos de plomo son para él verdaderos soldados que
libran auténticas batallas y el rojo de la alfombra es la sangre del campo de
batalla. Cuando crece y se convierte en hombre, los gigantes disminuyen
de tamaño; los caballos vuelven a ser mangos de escoba y los soldados de
metal pintado no llegan al medio palmo de altura. Lo mismo ocurre en el
orden espiritual. Mientras existe un Dios más sabio, potente y grande que
nosotros, el mundo es un lugar maravilloso.
La verdad es entonces algo tan vasto que no podemos llegar a sus
profundidades ni empleando toda una eternidad. El amor es entonces tan
duradero, que ni siquiera una eternidad puede hacer monótono su éxtasis.
La virtud es tan profunda que siempre está la acción de gracias a flor de
labios.
Por el contrario, olvidad a Dios, convertíos en vuestro propio dios, y
vuestro reducido saber será el único título de omnisciencia. Los santos
serán para vosotros unos imbéciles; los mártires, unos «fanáticos»; los
religiosos, unos «desgraciados»; la confesión, «una invención de los
curas»; la Eucaristía, «un vestigio del paganismo»; el cielo, «una pueril
207
fantasía», y la verdad, «una ilusión». Debe ser maravilloso saber tanto,
pero tiene que ser terrible descubrir al fin que uno sabe tan poco.
La segunda lección que debemos sacar de la cuarta palabra es que la
humildad es la verdad. Ser humilde no es subestimar nuestros talentos,
nuestros dones o capacidades; tampoco consiste en exagerarlos. Un
hombre que mida 1,90 metros no será más humilde si dice que mide 1,80
metros que si pretende tener 2 metros. La humildad es la verdad; es
reconocer los dones como dones y los defectos como defectos. La
humildad es la dependencia de Dios, y el orgullo, la independencia frente a
él.
Un sentimiento de independencia, de ausencia de Dios, fue el que
arrancó al corazón de Cristo en la cruz aquel grito desolador de abandono:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» El alma humilde,
consciente de su dependencia de Dios, es siempre un alma agradecida.
¿Cuántos son los cantantes, oradores, músicos, actores, médicos o
profesores que piensan en agradecer a Dios los talentos que les han hecho
eminentes en sus profesiones? De entre los diez leprosos curados, sólo uno
volvió a darle las gracias: «¿No son diez los curados? ¿Dónde están los
otros nueve?» Esa es la proporción de los ingratos que no dan las gracias,
porque no son humildes.
El alma humilde evitará el vanagloriarse de sus buenas obras, porque
las vaciaría de todo mérito. Los que obran el bien para que los vean los
hombres y proclaman sus acciones filantrópicas al son de trompetas por las
plazas públicas, oirán un día las más severas palabras que pueda escribir la
pluma o la lengua pronunciar: «Ya has recibido tu recompensa».
El humilde, aunque sea grande s los ojos del mundo, se tendrá por
inferior a los demás, pues pensará siempre que la grandeza interior de
aquéllos puede sobrepasar en mucho a su pequeña grandeza interior. No
hará ostentación ante el prójimo de su accidental superioridad: obrar de
esta manera denotaría falta de grandeza real. Los hombres auténticamente
grandes son los humildes: siempre son accesibles, benévolos y
comprensivos.
Son los hombres mezquinos los que se creen obligados a adoptar
aires de gran señor. Un joven que sea rico de verdad no necesita vestirse
bien para impresionar con su fortuna a sus amigos; eso es lo que hace el
muchacho pobre que quiere crear así una falsa impresión de riqueza. Lo
mismo ocurre con los que tienen la cabeza vacía: necesitan constantemente
208
dar la impresión de que saben mucho, hablando de los muchos libros que
han leído y de la Universidad en que consiguieron sus grados académicos.
El hombre instruido no tiene necesidad de parecer instruido, ni el
santo de parecer piadoso; ésa es la forma de actuar de los hipócritas. El
hecho de que tantos jóvenes se tomen los honores en serio, cambien de
tono y cultiven posturas teatrales, prueba que no les debieran haber
concedido tales honores: les sobrepasan. No sólo no han podido asimilar
los honores, sino que ha ocurrido lo contrario. La púrpura que los cubre los
aplasta.
Una esponja sólo puede absorber una cierta cantidad de agua y no
más; el hombre puede absorber una cierta cantidad de alabanzas y no más;
se alcanza la saturación en el momento en que los honores dejan de formar
parte de la persona y apunta adelante como un pulgar dolorido. Los
hombres verdaderamente grandes se parecen a San Felipe Neri, quien,
viendo un día pasar a un criminal camino de la cárcel, exclamó: «Ahí
tenéis a Felipe Neri, si la gracia de Dios no le sostuviera».
Si empezamos a ser humildes, o, por lo menos, a no colocar a los
demás por debajo de nosotros mismos; si a los que nos dirigen dardos
envenenados respondemos: «Padre, perdónalos»; si a los que nos ponen a
la categoría de los ladrones intentamos convertirles diciendo: «Hoy
mismo, en el Paraíso»; si de quien nos cubre de vergüenza ante nuestra
familia, como Cristo fue avergonzado ante su Madre, hacemos un nuevo
amigo de nuestra Madre celestial: «He aquí a tu hijo»; si delante de
quienes, desde el punto de vista del mundo, son nuestros inferiores nos hu-
millamos pidiéndoles de beber: «Tengo sed»; si empezamos a ser sinceros
y a estimarnos en lo que valemos; si hacemos todo esto, aunque sólo fuera
durante una hora, llevaremos a cabo una completa revolución. El ejemplo
no nos falta, pues delante tenemos a Quien se humilló hasta la muerte en
cruz, a Quien renunció a los consuelos divinos, mientras la omnipotencia
revestía los harapos de la debilidad, la fuerza se armaba del abandono y
Dios parecía estar abandonado por Dios.
Y todo esto, ¿por qué? Porque nosotros habíamos querido dirigir
nuestra vida sin tener en cuenta a Dios; habíamos querido ser
independientes. Al escoger la humillación de la cruz como reparación del
orgullo, nuestro Salvador nos recuerda una vez más la historia de David y
Goliat.
Goliat, el gigante, iba revestido de una armadura de bronce y tenía en
su mano una espada afilada como un bisturí. David, el zagal de pastor, sin
209
armadura, no llevaba otras armas que cinco chinitas cogidas en el torrente
cercano. Goliat, desdeñoso, le dijo: «¿Acaso soy un perro para que vengas
a mí con un palo?» Humildemente, sin confiar en su propia fuerza, le
respondió David: «Vengo contra ti en nombre del Señor...». Ya sabemos lo
que ocurrió. Con una piedra, el adolescente mató al gigante protegido por
la armadura y por la espada.
La victoria de David prefiguraba la realidad del Viernes Santo.
Nuestro Señor es el humilde David que se prepara a abatir el orgullo con el
palo de su cruz y con cinco pequeños guijarros, las cinco llagas de sus
manos, pies y costado. Sin otras armas que esas cinco llagas y el palo de la
cruz, conseguimos la victoria sobre el Goliat del orgullo en el campo de
batalla de nuestra alma.
A los mundanos dichas armas les parecen inadecuadas para el
combate, incapaces de vencer, pero no piensa igual quien comprende el
plan de Dios: «Lo que es necedad a los ojos del mundo, lo escogió Dios
para confundir a los sabios; y lo que para el mundo es debilidad, lo escogió
Dios para confundir a los fuertes». Dios ha sido el vencedor con una cruz y
una frente coronada de espinas.
Escuchemos a Oscar Wilde:
¡Oh boca llena de golpes! ¡Frente coronada de espinas!
¡Cáliz de nuestras vulgares miserias!
Por amor a nosotros, que no te amamos,
has soportado la agonía de siglos sin fin.
Éramos vanidosos e ignorantes,
y no sabíamos que al golpear tu corazón
golpeábamos a nuestros propios corazones.
Somos a la vez semilla y sembrador,
noche que cubre y luz que se extingue,
lanza que atraviesa y costado que sangra,
labios que traicionan y vida traicionada.
El abismo conoce la calma; la luna, el reposo;
pero nosotros, señores de la naturaleza,
somos nuestro propio y terrible enemigo.
No sólo eso, no sólo eso: estamos crucificados
210
y, a pesar de todo, creemos que el sudor de sangre
cae como lluvia de tus sienes.
Quita los clavos, bajaremos, lo sé.
Restaña las rojas llagas, y estaremos curados.
No tenemos necesidad del hisopo en el extremo de una caña,
nosotros, que somos puramente humanos, que somos como dioses,
[que somos Dios.
OSCAR WILDE
211
Quinta palabra: la gula
«Tengo sed»
213
cabeza». No había lujo en su manera de alimentarse, y sabemos que una
comida preparada por él consistía únicamente en peces y pan.
En fin, en el Calvario se le despoja de sus vestidos, se le niega un
lecho de muerte, para que salga de este mundo que le pertenece tal como
entró, siendo a un tiempo Señor y no poseyendo nada. Las aguas del mar y
los manantiales eran suyos y habían brotado a su palabra; daba libertad a
las cascadas y ponía freno a los océanos. También había dicho: «Quien
beba de esa agua tendrá aún sed; pero el que beba del agua que yo le daré
no tendrá ya más sed. Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba».
Pero en este momento se escapa de sus labios el más breve de los
siete gritos que brotaron de la Cruz, aquel que, reparando los excesos,
expresa el más vivo de los sufrimientos humanos: «Tengo sed».
Inmediatamente, un soldado clava en lo alto de un palo una esponja
impregnada en vinagre y se la acerca a la boca. Así se cumplió lo que
profetizara el Salmista mil años antes: «En mi sed me dieron a beber
vinagre».
Quien alimentaba los pájaros del cielo se vio privado de alimento;
quien convirtió el agua en vino padece ahora sed; se han secado los eternos
manantiales; el Dios-Hombre sufre la pobreza; el divino Lázaro, en pie
ante la puerta del universo, mendiga una miga de pan, una gota de agua,
pero la puerta de la generosidad le está cerrada.
Esta fue la reparación por el lujo en el comer y el beber. Mirabeau,
agonizante, pidió que le dieran opio, diciendo: «Me habíais prometido
evitarme todo sufrimiento inútil... Sostened a esta cabeza, la mayor de
Francia». Cristo, muriendo, rehúsa el brebaje que hubiera aliviado sus
sufrimientos. Quiere experimentar la más atormentadora de las
necesidades humanas para establecer, en la balanza de la justicia, el
equilibrio con los que tuvieron más de lo que necesitaban.
Llegó hasta hacerse el último de los hombres y pedirles de beber, no
del agua que brota de la tierra, sino de una bebida capaz de calmar su
sediento corazón: Tengo sed de amor.
Esta palabra brotada de la Cruz nos revela que existe una doble sed y
una doble hambre: una del cuerpo, otra del alma. En anteriores ocasiones,
Nuestro Señor las había distinguido: «¡Ay de vosotros, los que ahora reís,
porque gemiréis y lloraréis!», «Bienaventurados los que ahora padecéis
hambre, porque seréis hartos. Bienaventurados los que ahora lloráis,
porque reiréis.»
214
Más tarde, a la multitud que atravesó el lago de Genezaret en busca
de pan, les dice: «Procuraos no el alimento perecedero, sino el alimento
que permanece hasta la vida eterna, el que el Hijo del hombre os da».
A la Samaritana, venida a sacar agua del pozo de Jacob, le predice:
«Quien bebe de esta agua volverá a tener sed, pero el que beba el agua que
yo le diere, no tendrá jamás sed, pues el agua que yo le daré se hará en él
una fuente que salte hasta la vida eterna». Pero por encima de todas las
alusiones al alimento y a la bebida destinados al hombre interior en
contraposición a los del hombre exterior, promete el alimento supremo,
que es El mismo: «Mi carne es verdaderamente comida, y mi sangre es
verdaderamente bebida».
A la luz de esta doble hambre y doble sed, del alma y del cuerpo, se
esclarece la distinción entre régimen y ayuno. La Iglesia ayuna, el mundo
«se pone a régimen». Materialmente no existen diferencias, pues yo puedo
adelgazar diez kilos tanto de una forma como de otra. Toda la diferencia
está en la intención.
El cristiano no ayuna para el cuerpo, sino para el alma, mientras el
pagano no ayuna para el alma, sino para el cuerpo. El cristiano no ayuna
porque juzgue el cuerpo malo, sino para convertirlo en instrumento dócil
en las manos del alma, como lo es la herramienta en las manos de un hábil
obrero.
Llegamos, pues, al problema fundamental de la vida. ¿Es el alma
instrumento del cuerpo, o éste de aquélla? ¿Debe el cuerpo obedecer al
alma, o es al revés? Cada uno de los dos tiene sus apetitos y exige
imperiosamente el cumplimiento de sus deseos. Si complacemos al uno,
desagradamos al otro, y viceversa. No pueden sentarse juntos en el
banquete de la vida.
El desarrollo del carácter depende de la sed y del hambre que cada
cual cultive. Ponerse a régimen o ayunar: tal es el problema. Perder la
papada para ganar a los ojos de las criaturas, o para dominar el cuerpo y
hacerle obedecer a las exigencias espirituales del alma: ésa es la cuestión.
Lo que vale un hombre se juzga por sus deseos.
Decidme de qué tenéis hambre y sed, y os diré quién sois. ¿Tenéis
más hambre de riqueza que de misericordia; de dinero más que de virtud;
de poder más que de servicio? En ese caso sois unos egoístas, unos
corrompidos y unos orgullosos. ¿Tenéis más sed del vino de la vida eterna
que del placer; del cariño de los pobres más que del favor de los ricos; de
215
las almas más que de los puestos de honor en los convites? En este caso
sois unos humildes cristianos.
Lo que causa una verdadera pena es que sean tan numerosos los que
se interesan tanto por el cuerpo que olvidan el alma, y, al descuidarla,
pierden el deseo de las cosas espirituales. Igual que en el orden fisiológico
es posible perder el apetito, también en el orden espiritual puede ocurrir
que perdamos todo deseo sobrenatural. Glotón de las cosas perecederas, se
convierte uno en indiferente frente a las eternas.
Las almas pervertidas están muertas para lo divino que las envuelve,
como los sordos lo están para con los sonidos que les rodean, y los ciegos
para con la belleza extendida a su alrededor.
En su autobiografía, cuenta Darwin que su amor por la biología le
hizo perder el amor que antes sintiera por la poesía y por la música,
pérdida que lamentó todos los días de su vida. Nada atenúa tanto la
capacidad para lo espiritual como una atención desmesurada a lo material.
El excesivo amor al dinero puede destruir toda jerarquía de valores;
el amor excesivo a la carne, todo valor espiritual. Llega entonces un
momento en que parece que todo se rebela contra la parte superior de
nuestro ser. Como lo dice el poeta: «Todo te traiciona a ti, que me
traicionaste». La naturaleza es tan leal a su Creador, que acaba por ser
desleal a quienes abusan de ella. «Fidelidad traidora, bellaquería leal»; he
ahí la mejor descripción poética, pues, fiel para con Dios, será siempre
inconstante para con nosotros.
La quinta palabra es la petición dirigida por Dios al corazón humano
para que se comprometa a calmar su sed en las solas aguas que pueden
saciarla. Dios no puede obligar a los hombres a que tengan sed de la
santidad más bien que de la bajeza, ni de lo divino antes que de lo profano.
Por eso su ruego toma la forma de una afirmación: «Tengo sed», que
quiere decir: «Tengo sed de que tengan sed de mí». Y esa sed nos salva.
Una doble recomendación se oculta en este breve sermón predicado
desde lo alto de la Cruz: en primer lugar, que es menester mortificar la sed
y el hambre corporales; en segundo, que es necesario cultivar una sed y un
hambre espirituales.
Es necesario mortificar el hambre y la sed corporales, no porque la
carne sea mala, sino porque el alma la debe dominar, a fin de que no se
convierta en tirano. Aparte de todos los excesos que es necesario evitar, la
Cruz nos impulsa a reducir al mínimo los dispendios lujosos, por amor a
los pobres. ¿Cuántos piensan en renunciar a un banquete, a una función
216
teatral, a un baile de sociedad, por simpatía y sincera afición hacia los
pobres de Cristo? El mal rico no lo pensó y este olvido le causó la pérdida
de su alma. ¿Cuántos, entre aquellos cuyos recursos son más modestos, se
privan solamente una vez al mes de ir al cine para echar en el cepillo de los
pobres el equivalente de mi entrada, a fin de que Aquel que ve en lo
secreto les recompense en secreto?
No hay que equivocarse acerca del consejo divino referente al freno
que debe ponerse a los apetitos corporales. Estando un día Nuestro Señor
invitado en casa de un rico fariseo, se dirigió a su anfitrión diciendo:
«Cuando recibes a comer o invitas a cenar a tus amigos, a tus hermanos, a
tus parientes o vecinos ricos para que, a su vez, te inviten, recibes así tu
recompensa. Cuando des un banquete llama, por el contrario, a los pobres,
a los lisiados, cojos y ciegos y serás bendecido, porque no tienen qué
devolverte: recibirás tu recompensa en la resurrección de los justos».
El dinero gastado en excesos de la mesa no nos servirá para el último
día; pero los pobres a los que hayamos ayudado con nuestra renuncia y
mortificación se levantarán, como otros tantos abogados, ante el tribunal
de la divina justicia, intercediendo para conseguir misericordia para
nuestras almas, aunque las tengamos cargadas de pesadas culpas.
Al divino Juez no se le ablandará por el dinero, pero se puede dejar
influenciar por los pobres. En el último día —el único que verdaderamente
cuenta— se cumplirá la magnífica profecía de la Virgen Santísima: «A los
hambrientos los llenó de bienes y a los ricos despidió vacíos».
Cuando se abandona lo superfluo en el comer y en el beber por un
motivo espiritual, debe realizarse con espíritu de alegría: «Cuando ayunéis
no os pongáis tristes, como los hipócritas que extenúan su rostro para
demostrar ante los hombres que ayunan En verdad os digo que ya han
recibido su recompensa Por el contrario, cuando tú ayunes, perfuma tu
cabeza y lava tu rostro, a fin de que no parezca a los hombres que ayunas,
sino a tu Padre que está en lo secreto, y tu Padre que ve en lo secreto te lo
premiara».
Debemos, además, cultivar un hambre y una sed espirituales. La
mortificación de los apetitos corporales no es más que un medio, no un fin.
El fin es la unión con Dios, el Deseado del alma: «Gustad y ved cuán
bueno es el Señor». La gran tragedia de la vida no es tanto lo que el
hombre ha sufrido, sino lo que ha dejado pasar sin utilidad. Son pocos a
quienes la riqueza permite satisfacer sus deseos terrenos, pero no hay nadie
217
que, queriendo, no pueda gozar del alimento espiritual que Dios sirve a
todos cuantos se lo piden.
Y, sin embargo, son raros los que piensan en el alimento de su alma.
Cuán pocos deberían ser en Jerusalén, puesto que merecieron arrancar de
labios de Jesús esta dulce queja: «Cuántas veces he querido acoger a tus
hijos como la gallina acoge a sus polluelos bajo sus alas, pero tú no has
querido».
Cuando oímos el grito: «¡Tengo sed!», el Salvador podría muy bien
repetirnos las palabras que dirigió a la Samaritana junto al pozo: «Si
conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le
pedirías a El y El te daría a ti agua viva» (Jn 4, 10).
Pero, ¿cuántos piden? Pensad en el don más grande que Dios ha
hecho a los hombres: el pan de vida y el vino que engendra vírgenes.
¡Cuán pocos aprovechan la divina presencia para romper cada mañana el
ayuno, tomando el celeste alimento del alma! ¿Cuántos tienen conciencia
suficiente de la presencia de Nuestro Señor en el tabernáculo para visitarle
diariamente en su prisión de amor? Si no lo hacemos, ¿no es ésta la prueba
de que nuestro sentido espiritual está enervado? Nuestro cuerpo se
lamentaría de que se le privara de un postre más que nuestra alma de una
comunión.
¿No es maravilloso que Nuestro Redentor crucificado haya tenido sed
de nosotros en la Cruz, sed de nuestros ingratos corazones y de nuestras
almas insensibles? Y no creamos que esta sed le viene de la necesidad que
experimenta, sino de la nuestra. No tiene más necesidad de nosotros para
su perfección que la que nosotros tenemos de la planta que crece junto a
nuestra ventana. Durante la sequía deseamos la lluvia, no porque nos sea
necesaria, sino porque es la planta quien la necesita.
Del mismo modo, Dios tiene sed de nosotros, no porque le seamos
necesarios para su felicidad, sino porque El nos es necesario para la
nuestra. Sin El, nos es imposible desenvolvernos. Así como ciertas
enfermedades, tales como el raquitismo y la anemia, son producto de una
deficiencia de vitaminas indispensables, nuestra falta de carácter es
producto de una deficiencia del espíritu.
La inmensa mayoría de los hombres y de las mujeres están hoy
subdesarrollados espiritualmente hasta tal extremo que, si semejante
deficiencia se manifestase en su cuerpo, serían físicamente unos
monstruos.
218
¿Cuántos millones de espíritus existen que no poseen una sola
convicción bastante firme para poderla llevar en la vida como sostén en
sus penas y como consuelo en su muerte? ¿Cuántos millones de voluntades
no han descubierto todavía el fin de la vida, y por esta causa revolotean,
como mariposas, de una brillante emoción a otra, incapaces de encontrar el
descanso?
Que cultiven el gusto de algo más que el pan y los juegos; que
sondeen las profundidades de su ser para descubrir en él los áridos
espacios que reclaman el frescor de las fuentes eternas. Ciertamente, estas
almas demacradas, famélicas, no son enteramente condenables. Han oído
decir a numerosos predicadores; Id a Cristo. Pero, ¿qué significa esto?
¿Volver diecinueve siglos atrás? En este caso, ¿no tienen el derecho de
poner en duda la divinidad de quien no ha podido proyectarse en el
tiempo? ¿Mirar al cielo? En este caso, ¿qué han llegado a ser su bendición,
el perdón concedido a los pecadores y su verdad, de la que dijo que duraría
hasta el fin de los tiempos? ¿Dónde está ahora su autoridad? ¿Dónde su
poder? ¿Dónde su vida? Si no se encuentran en parte alguna sobre la tierra,
¿para qué ha venido? ¿Para dejar solamente el eco de sus palabras, el
recuerdo de sus acciones y para desaparecer, no dejándonos más que una
historia y los que la enseñan?
En alguna parte —sobre la tierra— reside hoy su verdad: «El que os
escucha a vosotros, a mí me escucha». En alguna parte de la tierra reside
su poder: «He aquí que os he dado poder...» En alguna parte de la tierra
reside su vida: «El pan que yo os daré es mi carne por la vida del mundo».
¿Dónde encontrarlo?
Existe sobre la tierra una institución que reivindica sus derechos a
esto: verdad, poder, vida de Cristo; a los que llamaron a sus puertas y
pidieron de beber les ha sido dado el elixir de la vida divina y, con él, esta
paz. que fascina a los que beben y que jamás tendrán sed, y a los que
comen y jamás tendrán hambre.
A todos y a cada uno de nosotros, los de dentro y los de fuera de la
Iglesia, Nuestro Señor nos pide: «¿Quieres aceptar el cáliz de mi amor?»
El bebió nuestro cáliz de odio y de amargura en el huerto de Getsemaní, y
las heces eran tan amargas que gritó: «Padre mío, si es posible pase de mí
este cáliz».
Pero lo bebió hasta la última gota. Si bebió la copa de nuestros odios,
¿por qué no beber nosotros su cáliz de perdón? Cuando El exclama:
«Tengo sed», ¿por qué se le ofrece hiel y vinagre?
219
Yo no podré decirlo todo; escuchad, sin embargo,
los sentimientos que al recordarlo me invaden,
cuando pienso en el noble Mártir suspendido de su Cruz,
en el éxtasis sublime de su Corazón en el mío.
Penetrado de una gozosa angustia, he sabido lo que es
formar parte de Cristo y experimentar como míos
los sombríos dolores de los miembros fraternos;
sentir en mi cuerpo, en su sencilla verdad,
la sombra de la maldición extendida sobre todos ellos,
las palabras duras, las duras miradas, la espantosa miseria,
las heridas de la muerte para quienes no existen lágrimas ni piedad,
conocer las tristes saciedades de mis hermanos los ricos,
el aburrimiento de la vida, de la muerte,
para quienes les falta todo porque les falta el amor.
He sentido el pesado dolor del mundo,
que cada vez se hace más pesado, mientras el mundo
prosigue su camino hacia el futuro infierno,
hacia las grandes ciudades con sus kilómetros de calles,
donde, día a día, los hombres caminan, buscando trabajo,
y se hielan bajo los puentes en las noches de invierno,
para llegar, al fin, a la soga, al río, al puñal.
¡Horror por todo lo que soportan nuestros hermanos!
¡Y esto no era nada, comparado con lo que debía seguirte,
los sufrimientos que hacemos soportar a nuestros hermanos,
a nuestros hermanos y a nuestras hermanas! En mi corazón
parecía latir el corazón de Cristo, y todo el pecado del mundo
con su roja malicia, con su gris negligencia,
se levantaba, ocultando con sus tinieblas el rostro de Dios.
220
Sexta palabra: la pereza
«Todo está acabado»
221
Ha ganado el derecho de enseñarnos la necesidad del trabajo y,
temiendo que nos hiciésemos la ilusión de que existen obras más
importantes que la salvación de las almas, aun cuando se trate de enterrar
al padre, dijo a un discípulo que le pedía permiso: «Sígueme y deja a los
muertos enterrar a sus muertos».
A un joven que deseaba ser su discípulo, pero que quería primero
decir adiós a sus amigos, Nuestro Señor le dijo: «Cualquiera que después
de haber puesto la mano en el arado vuelve la vista atrás no es digno del
Reino de Dios». No es cumplir su mandamiento trabajar sólo para ganar el
pan, porque a los que querían más pan les dijo: «No trabajéis por un
alimento que perece, sino por el que dura hasta la vida eterna, que os dará
el Hijo del Hombre».
Lograr la salvación no es tarea fácil. Hay dos carreteras que
atraviesan este mundo y dos puertas para entrar en la vida futura. «Entrad
por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y el camino que conducen
a la perdición, y numerosos son los que por allí pasan. Pero estrecha es la
puerta y estrecho el camino que conducen a la vida y pocos los
descubren.»
Cosa curiosa; su invitación se dirige solamente a los que trabajan por
la recompensa eterna: «Venid a mí todos los que andáis agobiados y
cargados, que Yo os aliviaré. Tomad mi yugo y aprended de mí, que soy
manso y humilde de corazón y encontraréis reposo para vuestras almas.
Porque mi yugo es suave y mi carga ligera».
Cumplió tan perfectamente hasta el último detalle en la obra que le
confiara su Padre, que la misma tarde de su agonía, en el Cenáculo, en
presencia de sus discípulos, pudo levantar los ojos al cielo y orar así:
«Padre, te glorificaré sobre la tierra consumando la obra que tú me has
encomendado hacer». Y al día siguiente, en las primeras horas de la tarde,
el Carpintero, muerto por gente de su oficio, lanzó con voz potente desde
la Cruz el grito de reparación suprema por la pereza, y el canto de triunfo:
«Todo está consumado».
No dijo «muero», porque no era la muerte quien venía a prenderle.
Fue El quien avanzó hacia ella para vencerla. El cáliz de la redención es
vaciado hasta la última gota; el último clavo ha sido hundido en el
maderamen de la casa del Padre; ha sido dada la última pincelada al lienzo
de la salvación. Su obra está terminada.
Pero no la nuestra. Importa comprenderlo, porque hay perezosos que
se justifican diciendo que para salvar su alma les basta tener fe en Cristo.
222
El que vino a trabajar tan duramente por la redención del mundo no vino a
dispensar a sus discípulos del trabajo. El discípulo no es mayor que su
maestro. La sola fe en El no es bastante para la salvación, porque «la fe sin
las obras es una fe muerta». No le basta al estudiante tener fe en la ciencia
de su profesor; es necesario que estudie. No le basta al enfermo tener fe en
su médico; es necesario que el organismo colabore con él y con los
medicamentos. No es bastante creer que Washington fue «el padre de
nuestra patria»; necesitamos asumir y cumplir nuestros deberes de
ciudadanos americanos.
Asimismo, pues, no basta creer en Cristo; es necesario vivir de Cristo
y, de alguna manera, morir como Cristo. Sus palabras no admiten
equivoco: «El que no toma mi Cruz y me sigue no es digno de mí. El que
halla su vida la perderá, y el que la pierde por mi amor la encontrará».
San Pablo, comprendiendo qué trabajo entrañaba el ser cristiano,
escribía a los Romanos idéntico mensaje: «Si hemos sido injertados en El
por la semejanza de su muerte, también lo seremos por su resurrección»
(Rom. 6, 4). Lo que hizo El con su naturaleza humana debemos nosotros
hacerlo también con la nuestra: plantarla en el suelo de la cruz y esperar la
resurrección de la Pascua eterna.
Más tarde, San Pablo repite a los Corintios: «Si tenéis parte en los
sufrimientos, también la tendréis en la consolación». Y San Pedro, que
conocía tan bien el escándalo de la Cruz, celebraba la alegría de revivir
esta Cruz: «Antes habéis de alegraros en la medida en que participáis en
los padecimientos de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis
de gozo» (I Pedro 4, 13).
Estas afirmaciones no dan esperanza alguna a los perezosos
espirituales. Nuestro Señor es el molde para troquelar medallas: es
necesario que llevemos su impronta. El es el modelo y debemos
modelarnos según El. La Cruz es condición de nuestra salvación y es
necesario ser clavados allí. Nuestro Señor amó tanto su Cruz, que lleva las
cicatrices hasta en su gloria. Habiendo conseguido la victoria sobre la
muerte, conserva el recuerdo de las heridas que ella le infligió. Si son tan
preciosas para El, no pueden estar desprovistas de sentido para nosotros.
Nos recuerdan que también debemos nosotros estar marcados con estos
signos y sellados con estos sellos.
En el día del juicio nos dirá a cada uno: «Muéstrame tus manos y tus
pies. ¿Dónde están las cicatrices de tu victoria? ¿No has batallado por la
223
verdad? ¿No has ganado batallas por la virtud? ¿No te ha herido el
enemigo?»
Si podemos probar que hemos sido sus soldados y mostrarle las
cicatrices en nuestras manos de apóstol, entonces gozaremos de la paz
victoriosa. Pero, ¡infelices de nosotros, si bajamos del Calvario que es
nuestra peregrinación por la tierra con las manos blancas y sin heridas!
Dos lecciones se deducen de esta sexta palabra que dan testimonio de
la obra acabada de Cristo y de nuestras propias obras inacabadas. Lo
primero, que es necesario guardarse de la pereza espiritual, porque su
castigo es terrible; después, que es necesario trabajar en el
perfeccionamiento de nuestra vida.
El Evangelio nos narra tres ejemplos de pereza. Las vírgenes fatuas
eran castas, pero perezosas. Las vírgenes prudentes llenaron de aceite sus
lámparas y esperaron hasta oír los pasos del esposo que se aproximaba.
Las vírgenes fatuas no pensaron en el aceite. Cansadas de esperar, se
durmieron. Cuando llegó el esposo, las vírgenes prudentes, alumbrando
con sus lámparas, le acogieron. Las vírgenes fatuas van en pos del aceite,
pero todo el mundo duerme; las tiendas están cerradas. Vuelven a la sala
del convite, pero la puerta está ya cerrada. Claman: «¡Señor, Señor,
ábrenos!» Pero el Señor responde: «En verdad os digo que no os
conozco». Nuestro Señor concluye la parábola con estas palabras: «Estad
preparados, porque no conocéis ni el día ni la hora».
El segundo ejemplo de pereza es la parábola de la higuera estéril.
Volviendo a la ciudad muy de mañana, sintió Jesús hambre. Viendo una
higuera cerca del camino, se acercó a ella, pero no halló más que hojas,
pues no era tiempo de frutos. Y le dijo Jesús: «Que jamás nazca fruto de
ti».
El tercero es la parábola de los talentos. El que había recibido cinco
talentos ganó otros cinco; el que había recibido dos ganó otros dos; pero el
que había recibido uno cavó en la tierra y lo escondió. A éste le dice el
amo: «Siervo malo y haragán, ¿conque sabías que yo quiero cosechar
donde no sembré y recoger donde no esparcí? Debías, pues, haber
entregado mi dinero a los banqueros, para que a mi vuelta recibiese lo mío
con los intereses. Quitadle, pues, el talento y dádselo al que tiene diez.
Porque a todo el que tiene se le dará y andará sobrado; mas al que no tiene
le será quitado. Y al siervo desaprovechado arrojadle a las tinieblas de allá
afuera; allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt 25, 26-30).
224
El denominador común de estas tres parábolas es el riesgo de ser
perezoso y la necesidad del trabajo. La pureza, sin las obras, no salvará a
nadie, como no salvó tampoco a las vírgenes necias. Los que no hacen
nada corren el riesgo de perder lo poco que tienen. En otras palabras, es
posible perder el alma por no hacer nada. «¿Cómo es posible, si no
hacemos nada malo...?» Perdemos el alma no solamente por el mal que
hacemos, sino también por el bien que dejamos de hacer.
Descuidad el cuerpo, y los músculos se anquilosarán; descuidad el
espíritu, y os volveréis débiles mentales; descuidad el alma, y se seguirá la
ruina. De la misma forma que la vida corporal es el conjunto de fuerzas
que se oponen a la muerte, la vida espiritual es, hasta cierto punto, la suma
de fuerzas que resisten al mal. Si nos olvidamos de tornar un antídoto
contra un veneno ingerido, esta negligencia nos llevará a la muerte. Si nos
olvidamos de tomar precauciones contra el pecado, moriremos
simplemente a causa de nuestra negligencia.
El cielo es una ciudad situada en lo alto de una colina. No entraremos
en ella si nos quedamos al pie de la colina. Es menester que subamos. Los
que son demasiado perezosos para emprender la ascensión pueden
compararse a los pecadores que no desean subir. Que nadie crea que
puede, durante esta vida, estar completamente indiferente con respeto a
Dios y juntarse a El en la hora de la muerte.
Si le hemos descuidado en la tierra, ¿de dónde nos vendrá la
capacidad de poseerle en el cielo? Una persona cualquiera no puede entrar
de repente en una sala en la que se da una conferencia sobre matemáticas
superiores y entusiasmarse con las ecuaciones, si en toda su vida no se ha
preocupado lo más mínimo por desarrollar en sí el gusto por las
matemáticas. El cielo de los poetas se convertiría en infierno para los que
no han amado jamás la poesía. Así, el cielo de la verdad divina, de la
virtud, de la justicia, sería un infierno para los que nunca se han propuesto
cultivarlas aquí abajo. El cielo se reserva a quienes trabajan por alcanzarlo.
Si rehusamos toda inspiración divina; si ahogamos toda aspiración
del alma hacia Dios; si bloqueamos a Cristo todas las entradas, ¿de dónde
podrá nacer en el último día nuestro gusto por Dios? Las mismas cosas que
descuidamos serán entonces nuestra ruina. Lo que hubiera debido
servirnos como ayuda en nuestro desarrollo del amor de Dios, se volverá
en contra nuestra y nos condenará.
El sol, que con sus rayos aviva a una planta, puede, según en qué
circunstancias, marchitarla. La lluvia que vivifica a una flor puede, en
225
otras ocasiones, pudrirla. El mismo sol brilla sobre el barro y sobre la cera;
a uno lo endurece y a la otra la derrite. La diferencia no está en el sol. sino
en el objeto sobre el que brilla.
Así ocurre con Dios. La vida divina, que brilla sobre un alma que le
ama, la reblandece y la transforma para la vida eterna; pero esta misma
vida, al brillar sobre un alma perezosa que no se preocupa de las cosas de
Dios, la endurece y la transforma para la muerte eterna.
Cielo e infierno son, ambos, efecto de la divina bondad. La diferencia
entre los dos está en nuestra manera de reaccionar ante esta bondad, y
podemos considerarlos, bajo este aspecto, como creación nuestra. Bajo
diversos aspectos, el hombre y Dios son los creadores del cielo y del
infierno.
Prestemos, pues, atención a la palabra venida de la Cruz: «Todo está
acabado». Nosotros cumplimos nuestra vocación, como El cumplió la
suya, sola y únicamente en la cruz. Sólo los que ponen por obra la verdad,
no los que la predican o la oyen, alcanzan la corona de la recompensa.
Hacer esto implica dar, no lo que tenemos, sino lo que somos.
Inútiles son los vanos temores por nuestra salud, si trabajamos en
serio por el reino de Dios. Dios se preocupará de nuestra salud, si nos
preocupamos nosotros de su causa. En todo caso, siempre es mejor
consumirse que oxidarse por la falta de uso. Quizá a los ojos del mundo es
una locura el encender, por amor a Dios, la vela por ambos extremos; pero
desde el punto de vista cristiano es ganancia: la luz es más potente. Una
sola cosa importa en esta vida: ser juzgado digno de la «Luz del mundo»
en la hora de su visita.
«Estad alerta, velad; pues no sabéis cuándo es el tiempo. Es como un
hombre que, emprendiendo un viaje, dejó su casa y lo puso todo en manos
de sus siervos, señalando a cada cual su labor, y al portero ordenó que
velase. Velad, pues, ya que no sabéis cuando va a venir el dueño de la casa:
si a primeras horas de la noche, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a
la madrugada; no sea que, llegando de improviso, os halle durmiendo. Y lo
que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad» (Mc 13, 33-37).
No es suficiente estar en guardia contra la pereza espiritual; nos es
necesario trabajar por la perfección de nuestra vida. La palabra esencial en
la lucha contra la pereza es «acabado». El mundo nos juzga según los
resultados; Nuestro Señor nos juzga según nuestra manera de cumplir y
terminar las tareas confiadas. Una vida que ha logrado su fin no es
necesariamente una vida que ha conocido el éxito.
226
Sembrador y segador no son siempre la misma persona, Los que han
sido destinados por Dios para sembrar reciben por ello su recompensa y
por nada más, aunque no hayan hecho entrar una sola gavilla en los
graneros eternos. En la parábola de los talentos la recompensa es
proporcional al desarrollo de las posibilidades y al cumplimiento de los
deberes asignados.
Un día, Nuestro Señor, sentado frente al tesoro del Templo, vio cómo
los ricos introducían en él sus riquezas. Vio también a una viuda pobre que
echaba unas monedas y dijo: «En verdad os digo que esta pobre viuda ha
dado más que los otros, pues ellos han ofrecido a Dios de lo que les
sobraba, y esta mujer ha entregado lo que necesitaba para vivir» (Lc 21, 1-
5).
El resultado, insignificante para el tesoro, era infinito para su alma.
No había cumplido su deber a medias: lo había cumplido hasta el fin. Eso
es lo que significa llevar a término la vida.
En el orden cristiano no son esenciales las personas importantes ni
son grandes precisamente las que llevan a cabo las grandes empresas. A los
ojos de Dios no es más noble un rey que un campesino. Ni tiene más valor
el jefe de gobierno, con miles de soldados bajo sus órdenes, que un niño
paralítico. El primero tiene más ocasiones de hacer el mal. Si el muchacho,
como la viuda en el Templo, se resigna a la voluntad de Dios y cumple su
deber mejor que el dictador que no se preocupe porque reine la justicia a
gloria de Dios, es el muchacho el mayor entre ambos. «En Dios no hay
acepción de personas» (Rom. 2, 11).
Los hombres y las mujeres no son más que unos actores en el teatro
de la vida. ¿Qué razón tiene el que representa el papel de rico para
enorgullecerse de su oro y de sus suntuosos vestidos y despreciar al que
representa el papel de mendigo y le pide las migas que caen de su mesa?
Al caer el telón, ambos no son más que hombres. De igual forma, cuando
Dios haga bajar el telón sobre el drama de la redención del mundo, no nos
preguntará qué papel hemos representado, sino cómo hemos hecho el
papel que nos estaba confiado. Santa Teresa del Niño Jesús decía que se
podía salvar un alma recogiendo alfileres por amor de Dios.
Si pudiéramos crear mundos y lanzarlos al espacio de un capirotazo,
no agradaríamos más a Dios que dejando caer una moneda en la escudilla
de un lisiado. Lo importante no es lo que hacemos, sino por qué lo
hacemos. Un limpiabotas que, con ánimo de agradar a Dios, da lustre a un
227
par de zapatos, hace más bienes al mundo que todas las asambleas de los
sin-Dios convocadas por Moscú.
El valor de la obra está en la intención. Los deberes son como la
piedra, el mármol o el lienzo. Lo que vale del mármol es la escultura que
de él pueda sacar el escultor; el cuadro pintado por el artista ennoblece la
tela; y la gloria de la piedra está en la idea del arquitecto.
Así ocurre con nuestras obras. La intención las valoriza, como la
escultura al mármol. Dios no se interesa por lo que hacemos con nuestras
manos, con nuestro dinero, con nuestra mente o con nuestros labios, sino
con nuestra voluntad. Lo que cuenta no es la obra, sino el artesano.
Que las almas que juzgan como de escaso valor aquello que realizan
se den cuenta de que cualquier tarea, por insignificante que pueda parecer,
cumplida por amor de Dios, tiene un gran valor sobrenatural. Los ancianos
que soportan las burlas de los jóvenes, los enfermos crucificados en sus
lechos, el emigrante desconocido en la fábrica, el barrendero público, el
basurero, la que ayuda a vestir a los actores, la actriz que nunca ha
representado un papel sobresaliente, el carpintero sin trabajo y el cribador
de carbonilla, estarán sentados en tronos por encima de los dictadores, de
los presidentes, de los reyes y de los cardenales, si sus humildes faenas han
sido inspiradas por un amor más elevado.
Ningún trabajo está terminado si no se hace por amor y gloria de
Dios. «Ya comáis, ya bebáis, cualquier cosa que hagáis, hacedla a gloria de
Dios.» Cuando tengamos que rendir cuentas al fin de la vida, se nos harán
dos preguntas. El mundo nos preguntará: «¿Qué has dejado?» Los ángeles:
«¿Qué has traído?»
El alma puede llevar muchas cosas, pero, en el momento que deba
presentarse ante el tribunal de Dios, sus únicos bienes serán los que haya
podido salvar del naufragio: sus buenas obras hechas por amor de Dios.
Todo lo que dejamos atrás esta «inacabado». Todo lo que llevamos con
nosotros está «acabado».
¡Ojalá pudiéramos morir a tiempo y no demasiado pronto! No me
refiero a morir jóvenes, sino a morir antes de haber puesto fin a nuestra
tarea. Cosa curiosa, nadie piensa que Nuestro Señor murió demasiado
joven: había cumplido la obra de su Padre. Pero siempre, muramos a la
edad que muramos, nos damos cuenta que queda mucho por hacer.
¿Por qué, pues, sino porque no hemos hecho bien las obras que nos
estaban confiadas? Nuestro trabajo puede muy bien ser humilde, tal vez
consista sólo en añadir una piedra al Templo de Dios. Sea como fuere,
228
haced el acto más pequeño en unión con vuestro Salvador, que murió en la
cruz, y habréis «acabado» vuestra vida. ¡Así no moriréis nunca demasiado
jóvenes!
230
Séptima palabra: la avaricia
«Padre, en tus manos entrego mi espíritu»
232
donde ni la polilla ni el orín los corroen, y donde los ladrones no horadan
ni roban. Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6, 19-21).
«Por esto os digo: No os inquietéis por vuestra vida, sobre qué
comeréis, ni por vuestro cuerpo, sobre qué os vestiréis. «¿No es la vida
más que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad cómo las aves
del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre
celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ¿Quién de
vosotros, con sus preocupaciones, puede añadir a su estatura un solo codo?
Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Mirad a los lirios del campo cómo
crecen: no se fatigan ni hilan. Pues yo os digo que ni Salomón en toda su
gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy
es y mañana es arrojada al fuego, Dios así la viste, ¿no hará mucho más
con vosotros, hombres de poca fe? No os preocupéis, pues, diciendo: ¿Qué
comeremos, qué beberemos o qué vestiremos? Los gentiles se afanan por
todo eso, pero bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso tenéis
necesidad. Buscad, pues, primero el reino y su justicia, y todo eso se os
dará por añadidura. No os inquietéis, pues, por el mañana, porque el día de
mañana ya tendrá sus propias inquietudes; bástale a cada día su afán» (Mt
6, 25-34).
El hombre que ama con exceso la riqueza es un hombre miserable; ha
hecho un mal negocio; hubiera podido, con su generosidad, conseguir el
cielo y no posee sino la tierra. Hubiera podido conservar su alma, y la ha
vendido por cosas materiales. Más fácilmente un camello pasará por el ojo
de una aguja que un avaro pasará por la puerta del cielo. Es cosa fácil
condenar a los ricos; no falta hoy gente que lo hace. Pero si así se com-
portan nuestros economistas revolucionarios, no es porque amen la
pobreza: es porque envidian la riqueza.
No fue así la conducta de nuestro divino Salvador. El que condenó al
rico Epulón y al hombre que, en el mismo día de su muerte, ordenaba
construir más amplios graneros; El que proclamaba con energía que nadie
podía servir a Dios y a Mammón, vivió su Evangelio.
El que había creado el mundo no nació en una clínica maternal, ni en
su hogar paterno, ni en una gran ciudad, sino en un establo en medio del
campo.
No ganó el dinero en operaciones de bolsa, sino con su trabajo de
humilde carpintero.
Para ganarse la vida se sirvió de las dos herramientas más primitivas:
un martillo y unas tablas. Durante los tres años de su predicación no tuvo
233
un techo bajo el que acogerse: «Las raposas tienen cuevas, y las aves del
cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza»
(Mt 8, 20).
En su muerte no tuvo herencia que dejar. Dio su madre a Juan; su
cuerpo, a la tumba; su sangre, a la tierra; sus vestidos, a sus verdugos.
Despojado de todo es, sin embargo, odiado, a fin de confundir a quienes
dicen que la religión es odiada a causa de sus bienes.
La religión es odiada porque es la religión, y los bienes de la Iglesia
no son más que una excusa y un pretexto para arrojar a Dios de la tierra.
Nada de disputas a propósito del testamento de Jesús; nada de querellas
relacionadas con la partición de sus bienes; nada de pleitos para el Señor
del Universo.
Lo entregó todo para reparar por la avaricia, no conservando para sí
sino lo inmaterial: su espíritu. Con potente voz, tan potente que liberó a su
alma de su carne, pronunció este adiós testimoniando que daba su vida,
que no se la arrebataban: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu».
Este gran clamor retumbó en las tinieblas y se prolongó hasta
perderse en los confines del mundo. El griterío del mundo ha hecho desde
entonces lo indecible para sofocarlo. Para no escucharlo, los hombres se
han ocupado en bagatelas. Pero a través de la bruma de las sombrías
ciudades, en el silencio de la noche, resuena este clamor en todos los
corazones que no se esfuerzan por olvidar, y, cuando lo escuchamos,
recibimos dos lecciones:
1.ª Cuanto más numerosas sean nuestras ataduras a la tierra, tanto
más duro nos resultará morir.
2.ª No somos destinados a ser felices aquí abajo.
En toda amistad, los corazones se unen hasta el punto de convertirse
en uno solo y su pensamiento es común. Esto es lo que hace la separación
tan dolorosa: no son dos corazones los que se separan, es un solo corazón
el que se desgarra.
Cuando un hombre ama exageradamente las riquezas, ellas y él
crecen juntos como el árbol que retoña a través de las grietas de una roca.
La muerte, para este hombre, por su estrecha identificación con la materia,
es un arrancarse doloroso. Tiene todos los motivos por qué vivir, ninguno
por qué morir. En la muerte se convierte en el mendigo más desnudo, más
despojado del universo, porque no posee nada que pueda llevarse consigo.
Descubre, demasiado tarde, que no se ha pertenecido a sí mismo, sino a las
234
cosas, pues la riqueza es una dueña despiadada. Durante su vida no le ha
permitido pensar en otra cosa más que en su acrecentamiento. Cae en la
cuenta ahora, demasiado tarde, que habiéndose dedicado a llenar sus
graneros, nunca ha tenido tiempo para salvar la única cosa que puede
llevarse a la eternidad: su alma. Por adquirir una parte ha perdido el todo;
ha conquistado medio mundo, pero ahora le bastan unos pocos palmos de
terreno.
Se parece al gigante que, ligado con diez mil cuerdas a diez mil
estacas, no tiene otra cosa en qué pensar, sino en aquello que pronto ha de
abandonar. Por esto la muerte resulta tan dura para los ricos avaros. Por el
contrario, a medida que disminuyen nuestras ataduras a la tierra, la
separación se hace más fácil. En donde está nuestro tesoro, allí está nuestro
corazón. Si habéis vivido para Dios, la muerte es una liberación. La tierra
y sus riquezas son la jaula donde estamos encerrados, y la muerte,
abriéndonos la puerta, permite a nuestra alma volar hacia su Bienamado,
para quien ella, sola, había vivido y por quien, sola, esperaba morir.
Nuestra capacidad de renuncia es mayor que nuestro poder de
adquisición. Nunca podrían nuestras manos contener todo el oro del
mundo, pero podemos olvidar hasta su deseo. No podemos poseer el
mundo, pero podemos desatarnos de él. Por esto el alma que ha hecho voto
de pobreza está más llena que la del avaro más rico, porque este último no
tiene todo lo que codicia, al paso que el religioso no codicia nada; en cierto
sentido, el religioso lo posee todo, es perfectamente dichoso.
Fue esta pobreza de espíritu, elevada al grado más sublime, lo que
hizo tan fácil la muerte de Nuestro Salvador. No tenía ataduras en la tierra.
Su tesoro estaba con el Padre y su alma se regía por la ley espiritual de la
gravitación.
El oro cae como el barro; la caridad se eleva como la llama: «Padre,
en tus manos entrego mi espíritu».
La muerte de Nuestro Señor en la cruz nos revela que estamos
destinados aquí abajo a estar siempre insatisfechos. Si la tierra hubiera de
ser un paraíso, Aquel que la creó no la hubiera abandonado el Viernes
Santo. La entrega de su espíritu en las manos del Padre era al mismo
tiempo la negación a entregárselo a la tierra. La realización, el remate de la
vida, está en el cielo y no en la tierra.
Esta última palabra de Nuestro Señor nos dice que en ninguna parte
encontraremos satisfacción, sino en Dios. Es absolutamente imposible
conocer aquí abajo la felicidad perfecta. No hay cosa que mejor lo
235
demuestre que el desengaño. Casi se podría decir que el desengaño es la
esencia de la vida. Aspiramos a un puesto, al matrimonio, a la propiedad,
al poder, a la popularidad, a la riqueza, y, cuando los poseemos, hemos de
reconocer, si somos sinceros, que no nos llenan nuestras aspiraciones.
En nuestra infancia esperábamos impacientemente la Navidad;
llegada la fiesta, teníamos suficientes golosinas, probábamos todos los
juguetes, arrullábamos a todos los muñecos y, una vez acostados, muy en
el fondo del corazón, nos decíamos: «No sé por qué, pero esto no es todo
lo que yo esperaba». Esta experiencia se ha repetido mil veces en la vida.
¿Por qué estamos decepcionados? Porque cuando entrevemos en el
porvenir un ideal, lo vestimos, en cualquier hipótesis, del infinito que
existe en el alma. Puedo imaginar un palacio con diez mil habitaciones,
adornadas de diamantes y esmeraldas., pero nunca veré una. Puedo pensar
en una montaña de oro, pero nunca veré una. De este modo, a nuestro ideal
terrestre lo coloreamos con las cualidades de nuestra alma espiritual. Pero
cuando llega a realizarse, es concreto, cerrado, mezquino, encarcelado.
Entre el ideal concebido y la realidad que está ante nosotros hay una
enorme desproporción.
Esta desproporción entre lo infinito y lo finito es la causa de nuestra
decepción. Imposible escapar a ella. Tenemos la eternidad en el corazón,
pero el tiempo en la mano. El alma exige el cielo y estamos en la tierra.
Nuestros ojos se levantan hacia las montañas, pero descansan en la llanura.
Es más fácil estrangular nuestro ideal que satisfacerlo. Tocarlo es hacerlo
añicos. En este mundo, tocar con el dedo un ideal es destruirlo. «Ninguna
persona es grande para su ayuda de cámara.» No tenemos sed cuando
estamos en el brocal del pozo. La satisfacción de nuestro ideal terreno se
vuelve contra nosotros, como una respuesta cruel del hombre a quien
hicimos un cumplido hipócrita.
Pero no hay razón para que seamos pesimistas o cínicos. La
decepción no prueba que no exista el ideal, sino solamente que no se
realiza aquí abajo. De la misma manera que no tendríamos ojos, si no
hubiera bellezas para ver; ni oídos, si no hubiera armonías que oír, no
tendríamos aspiraciones al infinito, si no hubiera un Dios para amar.
Sólo en Él se hace la reconciliación entre la persecución y la captura.
En la tierra oscilamos de la una a la otra. La persecución tiene su encanto,
porque es la caza de un ideal, la búsqueda de a la alegría, el camino hacia
la victoria. La captura también tiene su encanto, pues es la posesión, el
gozo, la paz.
236
Pero mientras vivimos en el tiempo no podemos gozar de las dos a la
vez. La captura pone fin a la excitación de la persecución; y la persecución
sin la captura nos pone fuera de sí, como lo haría el refrescante manantial
que, al acercarnos, se alejara de nuestros resecos labios.
¿Cómo unir la persecución sin suscitar el desencanto de la captura, y
la captura sin perder la alegría de la persecución? Aquí abajo es imposible,
pero no en el cielo, porque, cuando alcancemos a Dios, capturaremos el
infinito, y como Él es el infinito nos concederá una eternidad de
persecución para descubrir las alegrías desconocidas de la vida, de la
verdad, del amor y de la belleza.
Tal es el sentido oculto de esta última palabra, de este adiós caído de
lo alto de la cruz. Hace siglos, el sol, brillando sobre las plantas y los
árboles, encarceló en ellos su luz y su calor. Hoy excavamos el suelo para
encontrar de nuevo en el carbón esta luz y este calor, y, mientras se
levantan las llamas, pagamos nuestra deuda al sol.
También la luz divina, encerrada durante treinta y tres años en un
corazón humano, vuelve al Padre para recordarnos que, reproduciendo un
ciclo parecido y entregando nuestras almas en las manos del Padre,
encontraremos respuesta al enigma de la vida, fin a la decepción y el
comienzo de la eterna paz para la eternidad de nuestros corazones.
Todo nos desilusiona, excepto el amor redentor de Nuestro Señor.
Podéis continuar adquiriendo cosas, pero seréis pobres hasta el momento
en que vuestra alma se llene del amor del que murió por vosotros en la
Cruz. Vuestro espíritu ha sido hecho para volver a Dios, como el ojo ha
sido hecho para ver y el oído para oír. Si hubierais tenido otro destino, las
palabras del Salvador agonizante lo hubieran revelado. El espíritu es capaz
de lo infinito; el conocimiento de una flor, una hora de vida, un minuto de
amor, no agotan sus posibilidades; le es necesaria la plenitud de estas
cosas; en una palabra: le es necesario Dios.
La tragedia de nuestra vida moderna es que tanta gente cifre su gozo
más en desear que en descubrir. Habiendo perdido el único fin de la vida
humana, buscan sucedáneos en las mezquinas cosas de la tierra. Después
de repetidas decepciones comienzan a poner su felicidad, no en un placer,
sino en la caza del placer, llevando la existencia de la mariposa, que jamás
se posa el tiempo suficiente para conocer sus íntimos deseos; se lanzan a la
carrera con la esperanza de que nunca terminará; pasan las páginas sin
descubrir la intriga del libro; golpean a las puertas de la verdad, pero
huyen con miedo, no sea que, abiertas las hojas, se les invite a entrar. La
237
vida, más bien que un avanzar, se convierte en huida lejos de la paz; es una
evasión momentánea de la frustración más que sublimación por la victoria.
De vez en cuando, a través de las nubes del Calvario, les llega el
destello y el eco de la palabra que entrega un espíritu en las manos de
Dios; pero en lugar de satisfacerles el que es el fin de la vida, le crucifican.
«Pero los viñadores, cuando vieron al hijo, se dijeron: Es el heredero;
ea, a matarle, y tendremos su herencia. Y, cogiéndole, le sacaron fuera de
la viña y le mataron» (Mt 21, 38-39).
Algunos piensan también que, si pudieran arrojar a Dios de la tierra,
la herencia de pecado les pertenecería sin remordimientos y que si, al
menos, pudieran solamente hacer callar la conciencia, podrían heredar la
paz sin la justicia. Esta fue la mentalidad que envió a Nuestro Señor a la
Cruz. Si fuera posible apagar la voz de Dios, piensan que oirían en paz la
voz de Satán.
Pero enfocad el mundo de modo diferente. ¿Cuántos existen entre
ellos que hayan matado la conciencia para poder decir: «¿Soy feliz, no
echo nada de menos?» Si no os atrevéis a decir esto, ¿por qué no buscáis?
¿Por qué no buscáis en la única dirección en la que sabéis que se encuentra
la felicidad?
En la muerte dejaréis todo, a excepción solamente de una cosa: el
deseo de vivir. Queréis la única cosa que la Cruz os puede dar: la vida
después de la muerte. A su luz, el misterio de la existencia se esclarece. La
Cruz se relaciona conmigo, personalmente, individualmente, como si
ninguno otro existiera en el mundo. El sacrificio del Señor me ha
delineado la cruz, la más sublime de las hazañas: un programa de vida en
la sumisión a la voluntad de Dios. Ha recorrido el sombrío camino desde
Getsemaní hasta la muerte en el Calvario por entregarse a la gloria de Dios
y a mi salvación.
Con la renuncia de sí mismo repara mi culpable búsqueda de alegrías.
«Fue traspasado por causa de nuestros pecados, molido por causa de
nuestras iniquidades; el castigo salvador pesó sobre Él, y en sus llagas
hemos sido curados» (Is. 50, 5).
Si en la sinfonía del mundo falta a este Maestro sólo mi nota de
virtud; si en la batalla por el bien le es necesaria a este Capitán mi lanza ;
si en la obra maestra de la Redención falta a este Artista mi pequeña
contribución de color; si este Árbol de la vida siente caer mi hojita hasta la
tierra del pecado; si este Arquitecto del universo nota la ausencia de mi
piedrecita en la construcción de su templo, el Padre celestial nota mi silla
238
vacía en el banquete que ofrece a millones de hijos de Dios, y este Orador
que habla desde lo alto de la cruz nota mi distracción, mientras me vuelvo
para contemplar a un verdugo; si Dios tiene tan gran preocupación por mí,
es que valdré algo, puesto que Él tiene tanto amor por mí.
239