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PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA

MAESTRÍA EN HISTORIA
SEMINARIO HISTORIOGRÁFICO DE ÉNFASIS I
Héctor Pineda
Relatoría

Desde la perspectiva de Bolívar y su


Partido de Libertadores, el público nacional e internacional,
así como las próximas generaciones no podían saber de
las contingencias de la guerra sucia y las divisiones entre
las filas patriotas militares. Había que borrar de la memoria histórica
estos acontecimientos por el bien de la independencia
y la unidad republicana centralista (no federalista),
y por el bien de la reputación del Libertador.
Lina del Castillo, “La cartografía impresa en la creación de la opinión pública en la época de Independencia”.

En “Las Casas 2016/2019: conversión, etnocidio, violencia epistémica”, el historiador José


Rabasa señala, refiriéndose a la obra de Fray Bartolomé de Las Casas en relación con uso
incuestionado del concepto de buen salvaje por la crítica contemporánea, y desde una
perspectiva decolonial, que “la máquina de guerra del buen salvaje se da para operativos
locales dentro de un horizontes histórico abierto. La lucha contra el Estado no tiene fin. El
Estado (...) siempre ha coexistido con la necesidad de construir exteriores a ser incorporados
o destruidos” (2019, 368-9). Asimismo, “la figura del buen salvaje parecería conformar la
imagen de indios dóciles dispuestos a someterse a una servidumbre voluntaria, pero le
podemos dar la vuelta a los términos diciendo que el saberse ‘buen salvaje’ suspende la
internalización de todo esfuerzo civilizatorio” (369). Ello conlleva, en definitiva, afirmar que
“ahora se actuaría desde el exterior de la historia y el Estado” (369).
Consciente de que, en efecto, Las Casas se refiere particularmente a las comunidades
indígenas sometidas a los procesos -diversos, además- de conquista que tuvo lugar en lo que
se impuso como Nueva España durante los complejos siglos XVI y XXII, me pregunto: ¿es
posible leer tanto las insurgencias como las colaboraciones a las campañas libertadoras
decimonónicas por parte de los sectores afrodescendientes a la luz de esta propuesta
reinvindicativa y que, aunque Rabasa lo sobreentiende, pone en escena la agencia vital de los
actores, individuales y colectivos, participantes de un anhelado nuevo modo de concebir la
vida política? Con el temor a equivocarme, considero que el estudio de Marixa Lasso,
titulado Mitos de armonía racial: raza y republicanismo durante la era de la revolución,
Colombia 1795-1831, responde, en parte, a dicho interrogante centrándose en los papeles
-nótese el plural- que desempeñaron ciertos sujetos y comunidades imaginados afro-
republicanos en la conformación de de un proyecto moderno, nacional y homogéneo que, al
mismo tiempo, visibilizó una pretendida igualdad racial y ocultó, contra viento y marea, las
diferencias étnicas, culturales, políticas y económicas. A modo de primera impresión, se me
hace que la gran virtud que reside en este trabajo investigativo es el hecho de que termina por
poner en evidencia las fragilidades en términos de unidad territorial del proyecto republicano
de nación y la vulnerabilidad de los pactos y alianzas a los que inicialmente habían llegado
las élites militares y grupos de descendientes africanos libres y esclavos, o como se los
‘inventó’ la historiografía tradicional, pardos.
En ese sentido, el objetivo que aquí se propone es recoger algunos puntos de
discusión del estudio de Lasso, no sin antes mencionar algunos aspectos relacionados con la
mundaneidad -en términos de Edward Said- de la autora. Marixa Lasso, panameña-
estadounidense, es actualmente profesora titular del Departamento de Historia de la
Universidad Nacional de Colombia. Es doctora en historia de la Universidad de Florida
(2002). Ha sido beneficiada con becas de investigación del National Humanities Center, del
American Council of Learned Societies y de la Fulbright, entre otros. Dentro de su
producción académica, vale la pena destacar Erased: The untold Story of the Panama Canal
(Harvard University Press, 2019), “Nationalism and Immigrant Labor in a Tropical Enclave:
The West Indians of Colón City, 1850-1936”, “Los grupos afro-descendientes y la
independencia: ¿un nuevo paradigma historiográfico?” (artículos publicados en 2013) y la
obra aquí reseñada (publicada originalmente en inglés en 2007 y traducida al español en
2013). En lo que respecta a sus. Se pudiera decir que sus líneas de investigación versan sobre
las luchas de independencia desde la perspectiva de sectores populares como negros y
mulatos1.
Así, Laxo abre su investigación tratando de desmontar dos mitos: por un lado, “que
las clases más bajas no eran más que mera carne de cañón y ejercieron muy poca, si es que no
ninguna, influencia política”, y por otro lado, “que las guerras de Independencia fueron
lideradas por élites inspiradas en ‘ilusiones ilustradas’ foráneas, que no tenían relación alguna
con la realidad hispanoamericana” (2013, 1). Estos mitos -o invenciones, en términos de Del
Castillo- alimentaron una imagen ensalzada de los llamados próceres de la patria, como
sucedió con uno de los primeros historiadores post revolucionarios, José Manuel Restrepo, y
su Historia de la revolución; en palabras de Lasso, “la historia fundacional de Restrepo
inscribió los actos de los patriotas pardos en un discurso de peligro e irracionalidad que
contrastaba con la conducta noble y politizada de la élite criolla” (2).
Despolitizadas las comunidades afrodescendientes de su decisivo papel en las guerras
de independencia, así como es ahistorizado su accionar político, Lasso afirma que “Bolívar
sostenía que un sistema político enteramente representativo no convenía a los suramericanos.
Creó una dicotomía que distinguía entre norteamericanos políticamente virtuosos y
suramericanos cuyo ‘carácter, costumbres y luces’ no se adecuaban a ‘las instituciones
perfectamente representativas’. Según Bolívar ‘los sistemas enteramente populares, lejos de
sernos favorables, temo que sean nuestra ruina’” (3). En contra de estos prejuicios, la autora
precisa que negros y mulatos “influyeron y participaron en los debates políticos sobre la
ciudadanía que tuvieron lugar durante el periodo revolucionario, y a veces incluso empujaron
a las élites a tolerar medidas radicales que originalmente no habían contemplado” (9). Ello
implicó, por tanto, crear ciertas condiciones en el nivel del estatus para con ciertos sectores
militares afrodescendientes mediante la configuración ideológica de la denominada igualdad
racial, sin olvidar el hecho de que “la igualdad legal no eliminó la discriminación racial”
(10). Esta maquinaria discursiva (igualdad racial, democracia racial, armonía racial, entre
otros), en opinión de Lasso, “les permitió a las élites mantener unos patrones informales de
discriminación, al impedir la conformación de asociaciones políticas constituidas a partir de
la raza” (10-1).
En este punto de la introducción, resulta fundamental el hecho de que Lasso
materialice la agencia política de los sectores afrodescendientes, tradicionalmente reducida al
(importante, sí) acontecimiento de la abolición de la esclavitud en la mayoría de las nacientes
repúblicas americanas a partir de 1850; poniendo la mirada en los matices comportamentales
de dichas colectividades en las batallas, la historiadora panameña-estadounidense precisa que
“la aparición de rumores de una guerra de razas demuestra que las incipientes relaciones

1 Información obtenida de: https://unal.academia.edu/MarixaLasso/CurriculumVitae,


http://scienti.colciencias.gov.co:8081/cvlac/visualizador/generarCurriculoCv.do?cod_rh=0000844233 y
https://cienciassociales.javeriana.edu.co/documents/2260588/2369415/perfiles/9165d844-8f78-4a39-a3ff-
08f1b95d5976
raciales republicanas ya estaban cargadas de profundas tensiones. Con la aparición de una
poderosa clase negra política y militar -que incluía a generales y congresistas- y la concesión
del derecho al voto a un sector de la población de negros libres, los pardos habían generado
nuevas expectativas de libertad e igualdad” (11). Lo que, a mi modo de ver, llega a ser un
giro novedoso en la argumentación de la autora es el carácter polisémico de esos términos
inventados por el proyecto republicano, ya que, por ejemplo, “el ideal de la armonía y la
igualdad racial potencialmente podía tanto empoderar a los deslegitimados como mantenerlos
en su lugar” (15), algo similar a lo que se pudo apreciar en el concepto de buen salvaje
reinterpretado por Rabasa.
A modo de cierre de esta introducción, bien vale la pena traer a colación -aspecto que
con cierta frecuencia pasan por alto los historiadores- las aproximaciones conceptuales sobre
las que se sostiene la propuesta investigativa de Lasso; de este modo, para la autora el
término pardo “describe a las gentes libres de ascendencia africana, sin importar su color.
Aunque este término fue empleado originalmente para describir a los mulatos, a principios
del siglo XIX ya era usado comúnmente en Colombia como término genérico para referirse a
las gentes libres de ascendencia africana” (16). No obstante, y si bien su interés se centra en
estos últimos, la definición de criollo es bastante superficial y pareciera desconocer los
complejos modos de la subjetividad que podían abarcar a diferentes colectividades bajo esta
denominación; para Lasso, entonces, “la palabra criollo se refiere a los miembros de la élite
blanca nacidos en Hispanoamérica” (16). En lo que respecta a las fuentes utilizadas, Mitos de
armonía racial pone en diálogo “debates parlamentarios, artículos de periódicos, sentencias
judiciales, discursos militares, ceremonias de manumisión y diarios personales para rastrear
las bases culturales, intelectuales y políticas del nuevo mito nacionalista de la armonía racial”
(16). El ejercicio crítico de análisis de estos archivos le permitió a la autora a llegar a una de
las primeras conclusiones esbozadas en esta parte: “el voto no fue el único acto político. Los
casos judiciales ilustran los cambios que los pardos esperaban de la República y la manera en
la que ellos presionaron al Gobierno -mediante peticiones, panfletos y el apoyo a figuras
políticas en las calles- para que llevase a cabo esos cambios” (17).
En el primer capítulo, “Tensiones raciales en la sociedad colonial tardía”, Lasso
establece el locus geopolítico y demográfico en el que se configuran las comunidades en
cuestión: según la investigadora, “con una próspera población de 13.396 habitantes,
Cartagena dominaba el comercio de la Nueva Granada y tenía la más alta concentración de
mercaderes del virreinato” (19) para finales del siglo XVIII y principios del XIX. En lo que
respecta a las actividades económicas de esta ciudad, se puede decir que estas “favorecieron
el crecimiento de una populosa clase de artesanos y militares pardos. En 1780, al menos mil
artesanos vivían en la ciudad, de los cuales más del 80% eran pardos” (20). Los que decidían
unirse a la causa militar, por su parte, “no solo ganaron privilegios legales, sino también el
acceso a símbolos de estatus, tales como uniformes y rangos de oficiales, que constituían una
vía de escape a las rígidas jerarquías raciales de la Colonia” (21). No fueron ajenas, en ese
sentido, las otras dos ciudades portuarias más importantes del virreinato neogranadino en
términos de comercio, por cuanto “seguían los patrones sociales y económicos de Cartagena.
Estas ciudades tenían una élite blanca compuesta por mercaderes, oficiales de la Corona,
hacendados y una amplia población de color que incluía artesanos, pequeños vendedores,
campesinos y bogas2” (22).

2 Es decir, y según el Diccionario de Autoridades (Tomo I, 1726), aquel que se dedica a “gobar ò remar. Lat.
Remigatio. Remorum agitatio. ARGENS. Maluc. lib. 6. pl. 204. Para volverla al abrígo apretaron
excessivamente à los Chinos en la boga. OV. Hist. Chil. fol. 133. Hizo aprestar quarenta y siete canóas, y las
despachó con setenta Españoles, y mil y ducientos Indios de boga y guerra”. Recuperado de:
http://web.frl.es/DA.html
A diferencia de otras ciudades del interior del territorio neogranadino, Cartagena
contaba con la ventaja de estar más al tanto de la situación política y económica del Caribe y
la Francia revolucionaria, pues se puede evidenciar que, “por un lado, la Revolución francesa
y la revolución esclava de la colonia caribeña de Santo Domingo inauguraron nuevas
maneras de comprender las relaciones sociales; por otro lado, las nuevas políticas raciales
borbónicas lentamente empezaron a erosionar las bases ideológicas de la jerarquía racial
colonial” (22), asunto que, desde la óptica elitista criolla, resultaba problemático por cuanto
“los criollos temían que las mínimas reglamentaciones raciales de la Corona a favor de los
pardos eventualmente pudieran interferir en las jerarquías locales” (23).
En medio de esos conflictos de intereses entre criollos y peninsulares, se encontraban
los pardos disputándose esos espacios; prueba de ello se puede ver en un fascinante relato
referido por Lasso a propósito de la conversión de una novicia mulata en monja en el
convento de Santa Clara de Cartagena. Así, comenta la autora que “las monjas [criollas, vale
precisar] se quejaron ante el rey de que la madre superiora y el sacerdote del convento,
contando con el apoyo del obispo y el gobernador, las habían sometido a amenazas y a
detenciones arbitrarias por oponerse a la ordenación de una novicia mulata” (25). Este gesto
aprobatorio por parte de las autoridades coloniales es leído por la historiadora no solo como
el simple hecho de que “sus cualidades morales [de la novicia] eran más importantes que su
color, sino también, y esto era aún más relevante, porque las distinciones raciales entre
americanos tenían cada vez menos sentido” (26). En términos legislativos, este debate entre
criollos y afrodescendientes también tuvo repercusiones, ya que “la oposición del Cabildo a
la nueva ley expresaba el sentimiento criollo de que el decreto de gracias al sacar [expedido
en 1795 y que favorecía el ascenso social de ciertos grupos de pardos] era otro acto arbitrario
de los españoles, que pretendían socavar la autoridad criolla y promover el caos social” (27).
Resulta significativo, entonces, que en otros espacios de la vida pública hubo una
mayor incidencia de ciertos movimientos colectivos -y, sobre todo, individuales- de parte de
negros tanto libres como esclavos. Ejemplo de ello ocurrió con la conspiración republicana de
Gual y España organizada en la Guaira y que, según Lasso, pudo haber tenido cierta
influencia en Cartagena. Esta fue una conspiración multiétnica que tuvo como protagonista
“artesano pardo y miembro de la milicia, llamado José Cordero. La participación de Cordero
en esta (...) ilustra el interés de los artesanos negros en las nuevas ideas políticas que
circulaban en el mundo atlántico” (33). Precisa la autora, además, que “aunque Cartagena no
tuvo una conspiración republicana o una rebelión esclava de la escala de la de Venezuela en
la década de 1790, los pardos locales tuvieron contacto con la Revolución haitiana” (35), la
cual, si bien no constituyó una rebelión esclava a gran escala, sí “había entrado a formar parte
del imaginario popular local” (36).
Las búsquedas del segundo capítulo, titulado “El mito republicano de la armonía
racial”, se centran en la caracterización del proyecto nacional al que apuntaban los recién
independizados territorios americanos de la Corona española. El objetivo era, como primera
medida, establecer “la igualdad racial entre las gentes libres (...) [así como construir o, mejor,
inventar] poderosas ideas nacionalistas que vinculaban la armonía e igualdad racial con la
identidad nacional” (37). Algo que este proyecto republicano probablemente no contempló es
la posibilidad de que “el apoyo de los negros y mulatos hubiera podido ser asegurado sin
necesidad de realizar modificaciones legales tan radicales” (37). En aras de conformar una
nación moderna que tuviera en cuenta a los sectores -supuestamente- relegados por el orden
colonial, “cuando las élites criollas decretaron la igualdad racial, renunciaron a unos bien
establecidos mecanismos para mantener la jerarquía social e instruyeron un nuevo sistema
racial, cuyas implicaciones estaban muy lejos de ser claras y alentadoras” (37). Si hay algo
que queda, eso sí, muy claro, es el hecho de que “el vínculo entre la igualdad racial y el
patriotismo convirtió la igualdad en un grito patriótico que claramente separó a los
americanos de los españoles” (38).
En el marco de los debates políticos de 1811 en Cádiz llevó, en parte, a que la Corona
española cambiara su mirada con respecto a los pardos; si antes -como se vio con el ejemplo
de la novicia mulata convertida en monja- el accionar político de las comunidades
afrodescendientes era instrumentalizado por las élites criollas o españolas (es decir, promover
los valores morales con el fin de evitar las diferenciaciones de clase y raza), ahora en la
primera parte del siglo XIX los peninsulares tenían esa misma percepción pero en el contexto
específico de la legitimación del poder criollo: “los españoles habían utilizado el aterrador
ejemplo de Haití para advertir a los americanos sobre los peligros de concederles la
ciudadanía a los pardos. Los americanos respondieron con imágenes de una sociedad
armoniosa de benignos dueños de esclavos y pacíficos negros, una que no tenía nada que ver
con Haití” (41). En ese orden de ideas, las élites criollas tampoco se abstuvieron de
instrumentalizar a negros y mulatos, pues, durante las discusiones constitucionales de 1811, y
con el fin de legitimar su lugar dentro de un nuevo orden representativo-republicano, “los
diputados americanos presentaron una noción diferente de la nacionalidad, en la que la
contribución social a la patria, la cuna y la educación prevalecían sobre el origen” (46).
Mientras ello ocurría en España, en Cartagena los criollos miembros del Consejo “no
podían derrocar con éxito a las autoridades españolas sin antes asegurar el apoyo de los
grupos populares de la ciudad” (47). Desde el ojo de un testigo, Lasso trae a colación la
historia de una alianza entre criollos y pardos con el fin de derrocar al gobernador de
Cartagena, lo que posteriormente resultaría en la independencia de la ciudad. Precisa la
autora, además, que “cuando llegaron las noticias de Cádiz, la Junta ya había conferido
igualdad de derechos legales a todas las razas, y una retórica que asociaba la jerarquía racial
con el despotismo español había comenzado a emerger” (50). Como hecho ilustrativo que
demuestra la agencia política de los pardos en Cartagena, la historiadora panameña-
estadounidense es contundente al señalar que “cuando el Congreso Constitucional de la
naciente Primera República de Cartagena publicó su Constitución en 1812, dos diputados
pardos la firmaron” (50).
¿Sucedía algo similar en otras latitudes del continente como Venezuela? Según Lasso,
“en la Caracas revolucionaria los pardos de la ciudad se habían ido involucrando cada vez
más en las políticas republicanas” (51); prueba de ello cuando, “pocos meses después, los
pardos se convirtieron en miembros activos de la Sociedad Patriótica de Caracas, un grupo
radical que presionaba con vigor al Congreso” (51). Precisa, sin embargo, que las discusiones
mantenidas por los diputados venezolanos no eran las mismas a las de aquellos en Cádiz: “no
debatieron el derecho de los pardos a la ciudadanía; Más bien, el tema fue si la Constitución
debía eliminar de forma explícita cualquier tipo de distinciones raciales entre negros y
blancos” (51). Ello favoreció, en consecuencia, la constitución de una idea cada vez más
extendida de la armonía racial, ya que, por el contrario, “la raza facilitaba la emergencia de
las facciones [por oposición a la unidad nacional], lo que dificultaba el logro del sueño de una
sociedad regida por ciudadanos virtuosos. (...) la idea de Bolívar de una pardocracia
representaba el triunfo de una facción particular, la de los pardos, sobre la unidad de la
nación” (64).
Las deudas y conflictos entre las élites criollas -ahora gobernantes republicanas
después de 1819- y las ‘gentes de ascendencia africana’, son el tema de interés del tercer
capítulo, “La Primera República y los pardos”. Lasso indica que “la multitud, presentada
como el pueblo, había ayudado a legitimar la toma del poder por los criollos” (71), al mismo
tiempo que estos últimos “temía[n] que los negros y mulatos escaparan a su control político”
(71). Tanto fue así que, mediante la referencia a un testimonio escrito de Manuel Trinidad
Noriega, teniente pardo de los revolucionarios independentistas cartageneros, Lasso da cuenta
de la participación activa que tuvieron negros y mulatos durante los saqueos a las casas de los
peninsulares. Así, el relato de Noriega “les atribuye un mayor grado de autonomía [con
respecto a los criollos patriotas], iniciativa y agresión” (74). Los acontecimientos posteriores
que tuvieron a Noriega como ‘mediador’ entre los sectores populares enfurecidos y ávidos de
confrontar a los españoles, y estos últimos, fueron vistos de manera positiva por parte de la
prensa local, la cual no condenó “los excesos contra los españoles. Un recuento del suceso
enfatizó la proeza de las milicias de pardos y blancos, y de los batallones patriotas en defensa
de la Junta; de esta manera contribuía a la naciente retórica que asociaba el patriotismo con la
igualdad racial” (75).
Otra de las virtudes de Mitos de armonía racial tiene que ver con la visibilización de
algunos rostros afrodescendientes en el contexto de la naciente república, asunto del cuarto
capítulo, “Historias de vida de patriotas afrocolombianos”. Con la alusión al caso de Tomás
Aguirre, mejor conocido como Tomasico, Lasso pone de manifiesto la fragilidad del poder
criollo y, por ende, la agencia activa de los pardos en espacios que, según el mito, se creían
impensables intervenir. Así, Tomasico, durante las campañas libertadoras, “se rebeló junto
con otros esclavos de su hacienda y huyó a las montañas cercanas. Luego se alió con las
tropas realistas, y en 1816 participó en la toma de la ciudad de Honda” (100), capturando a
patriotas y lo que le valió la libertad concedida por los españoles.
Durante este periodo, Tomasico y sus aliados tomaron posesión de una hacienda
abandonada por la guerra; no obstante, y una vez terminada esta, fue comprada con todo y
esclavos. Tomasico exigió a su nuevo amo la libertad que había ganado, pero le fue negada.
Si se comportaba bien por el lapso de un año, le sería entregado su certificado de libertad, no
obstante, “Tomasico no solo no aceptó la oferta, sino que continuó estimulando actos de
desobediencia entre los esclavos y le robó al capataz su certificado” (102). Llevado a la
cárcel, Tomasico argumentó a su favor que “el derecho de los amos a tomar la ley en sus
propias manos había desaparecido completamente de su retórica, al igual que las diferencias
entre libertos y hombres blancos” (102). Esto resultó ser efectivo y coherente con las nuevas
políticas judiciales de la república, al mismo tiempo que prueba, según Lasso, que “el poder
de coerción de la élite había disminuido críticamente y una nueva ideología liberal había
sacudido su legitimidad tradicional” (103).
Las insurgencias de negros y mulatos en contra del poder republicano blanco después
de las guerras de independencia, así como intentos de sedición que acrecentaban el rumor de
una guerra civil interracial, son los puntos de discusión del quinto y último capítulo, llamado
“Guerra de colores”. A propósito de si estos levantamientos de pardos -cuyo caso más
ilustrativo es el de José Prudencio Padilla, ejecutado por las fuerzas militares bolivarianas-
pueden ser interpretados como una rebelión a gran escala que buscaba la constitución de una
‘república de negros’, lleva a Lasso a considerar que “el hecho de que ninguna de estas
conspiraciones se hubiera convertido en una rebelión racial no disminuye su relevancia
histórica; por el contrario, la existencia de rumores sobre conspiraciones raciales y guerras de
colores plantea muchas preguntas: (...) ¿Cuándo y en qué circunstancias era más probable que
emergieran los rumores de guerra de colores, y qué impacto tenían en las ideas raciales
republicanas? (130).
A partir de la afirmación de que “estudiar la guerra de colores como un rumor permite
investigar su influencia en el desarrollo de las ideas raciales modernas” (131), Lasso vuelve a
poner en evidencia la vulnerabilidad del proyecto republicano de las élites dirigentes, ya que
para ellas “la guerra de colores era una aberración, un lamentable extravío de la Revolución
haitiana que debía ser evitado a toda costa” (135), pero, en el fondo, era solo un fantasma de
rebelión que sí visibilizaba la inestabilidad política. Recurriendo a la imagen del general Piar,
“general venezolano pardo ejecutado por Bolívar en 1817 por fomentar la guerra de colores”
(137), un pardo cartagenero acusado de sedición, Calixto Noguera, constituye el claro
ejemplo de que, incluso en lenguaje simbólico, hay intentos por cuestionar el recién orden
instaurado. A propósito del general venezolano Piar, Lina del Castillo señala que “Bolívar
desvió cualquier acusación de violencia racial de sus propias tropas al pintar al general Piar y
sus hombres con un pincel cargado de tensión racial. Piar no buscaba obtener la igualdad
entre los hombres de color, de acuerdo a [sic] Bolívar. Eso fue debido a que ya gozaban de
esa igualdad” (2012, 414), lo que demuestra que la guerra de colores tuvo repercusiones en
diferentes latitudes del continente americano.
De manera similar, Lasso concordaría con Del Castillo en relación con la supuesta
completitud de la igualdad racial, pues afirma que “las élites locales se referían a la armonía
racial como algo que ya había sido alcanzado: la proponían como una realidad presente, no
como algo que debía ser logrado; describían sus pueblos como lugares donde la paz y
armonía racial ya reinaban” (2013, 142). Sin embargo, la realidad era otra: persecuciones,
ejecuciones y encarcelamientos a pardos eran la muestra de que “cada vez que los pardos
trataban el tema de la discriminación racial, las élites locales, además de oprimirlos y
silenciarlos, se sentían obligadas a reiterar su compromiso público con la igualdad racial”
(149).
Finalmente, y en la sexta parte, que corresponde a las conclusiones del texto, Lasso
plantea una interesante pregunta a modo de reflexión: “¿cómo construir identidades
nacionales unificadoras en sociedades atormentadas por el racismo y los conflictos étnicos y
raciales?” (151). No duda en aseverar que “la respuesta a esta pregunta, nunca fácil ni
automática, no estuvo determinada solo por las élites blancas: también lo estuvo por los
indígenas y las gentes de ascendencia africana” (151). Así mismo, en lo que respecta a la
superioridad intelectual simbólica y política que las élites criollas argumentaban como natural
y correlativa a la herencia española, Lasso concluye que “los colonos blancos vieron su
primacía racial y social puesta en riesgo por cambios demográficos y nuevas políticas
imperiales” (152) a finales del siglo XVIII. Sin embargo, después de las guerras
independentistas, el discurso criollo era otro: “España representaba todo lo que podía poner
en peligro el futuro potencial de Colombia” (153), lo que tuvo como consecuencia la creación
de un proyecto republicano basado en la igualdad racial. Este último permitió visibilizar, en
parte, que “la participación política de los negros (...) no era fácil de controlar. Los pardos se
habían unido al movimiento patriota como conciudadanos con igualdad de derechos; les
habían dicho que eran el pueblo soberano” (153).
Por otra parte, Lasso concluye que “el concepto de guerra de colores tendría un
efecto profundo en las ideas raciales colombianas. Fue clave para la consolidación del
discurso nacionalista de la armonía racial y, al mismo tiempo, fijó los límites discursivos de
las formas legítimas de tratar el tema de la igualdad racial” (154). Como interrogante dirigido
al lector, Lasso se pregunta: “¿qué legado de este periodo deberíamos recuperar?” frente a lo
cual responde: “tal vez los pardos republicanos deberían servirnos de guías. Ellos apoyaron el
ideal de armonía e gualda racial sin dejar de lado las denuncias contra la discriminación”
(158). Mitos de armonía racial constituye, en últimas, un ejercicio investigativo fundamental
a hora de complejizar tanto los procesos como las subjetividades involucradas en la
conformación de una idea de república autónoma y, sobre todo, pionera de la experiencia
democrática moderna en territorio americano.
Con base en la afirmación de Lasso de que los sectores afrodescendientes nos pueden
servir para comprender campañas libertadoras y proyectos de Estado, bien vale tener en
cuenta estas preguntas: ¿no está la autora reproduciendo, de alguna manera, la
instrumentalización que pretendía identificar en las fuentes consultadas?, ¿qué sentido tiene
plantearle serios cuestionamientos a la historiografía tradicional si, consciente o
inconscientemente, el oficio historiográfico del presente con frecuencia deja de lado su
función ético-política, esto es, si se explican las independencias pasando por las clases menos
favorecidas con el riesgo de restarle capacidad de acontecimiento al levantamiento, la
insurgencia o al simple disenso? La violencia -diría Rabasa- no solo pasa por la sujeción
física sino también por la epistémica.
Referencias

Del Castillo, Lina. 2012. “La cartografía impresa en la creación de la opinión pública en la
época de Independencia”. En Disfraz y pluma de todos: Opinión pública y cultura
política, siglos XVIII y XIX, editado por Francisco Ortega y Alexander Chaparro, 377-
420. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia-University of Helsinki.
Lasso, Marixa. 2013. Mitos de armonía racial: Raza y republicanismo durante la era
de la revolución, Colombia 1795-1831. Bogotá: Universidad de los Andes-Banco de
la República.
Rabasa, José. 2019. “Las Casas 2016/2019: conversión, etnocidio, violencia
epistémica”. Cuadernos de Literatura 23, n°45: 352-372,
https://revistas.javeriana.edu.co/index.php/cualit/article/view/27733

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