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Lírica y obscena, conmovedora y tremendamente divertida, El hombre de

mazapán es un obra escrita con el virtuosismo de un Joyce, la potencia expresiva de


un Henry Miller y el desenfado de un Rabelais. Esta crónica de una lucha contra la
castidad, la fidelidad, la sobriedad y el honor, denostada en su momento por su
irreverencia y su obscenidad, se ha convertido en un clásico y ha pasado a formar
parte de la lista de «Las mejores 100 novelas del siglo XX» elaborada por la Modern
Library.
En el personaje de Sebastián Dangerfield, alias Hombre de mazapán,
Donleavy ha sabido crear un tipo inolvidable. Irresponsable, sucio, seductor,
embaucador y pobre de solemnidad, este americanoirlandés extraviado en la vieja
patria que se tambalea desde el pub a la casa de empeños, murmurando
proposiciones libidinosas al oído de toda muchacha que se le pone a tiro, está
empeñado en la búsqueda de la libertad, la riqueza y la fama que siente que le
pertenecen.
Y, aunque se burla del mundo y de sí mismo, es tan frágil como esos
bizcochos con figura humana que se deshacen entre los dedos. El talento de
Donleavy logra trastornar el universo moral haciendo que el lector se deslumbre
ante este héroe, ante su encanto, su ingenio y su feroz apetito por gozar de cada
minuto de la vida.
J. P. Donleavy

El hombre de mazapán
Título original: The ginger man
J. P. Donleavy, 1955
Traducción: Aníbal Leal
El traductor agradece al profesor John J. Scanlan, director general del St.
Brendan’s College, la ayuda que permitió dilucidar misteriosos aspectos de la vida,
la lengua y las costumbres de su patria, la vieja Irlanda.
Gracias a su colaboración experta, el traductor no se extravió en los
vericuetos y las callejuelas de Dublín, ni quedó varado —¡suprema indignidad!—
en alguna de las tabernas que visitó acompañando a Sebastián Dangerfield.
1

Brilla un extraño sol de primavera. Y los carros tirados por caballos


retumban avanzando hacia el desembarcadero, al final de la calle Tara, y los chicos
descalzos de rostro blanco gritan.
Entra O’Keefe y se trepa a una banqueta. La mochila se le balancea sobre la
espalda, y él mira a Sebastián Dangerfield.
—Unas bañeras enormes. El primer baño en dos meses. Cada vez me
parezco más a los irlandeses. Es como entrar en el subte, allá en Estados Unidos,
uno pasa por un molinete.
—¿Fuiste en primera o tercera clase, Kenneth?
—En primera. Me rompí el culo lavándome la ropa interior y en esos
condenados cuartos de Trinity no se secaba nada. Finalmente, envié mi toalla al
lavadero. Allá en Harvard podía usar un cuarto de baño con azulejos y enfundarme
en la ropa interior limpia.
—¿Qué tomarás, Kenneth?
—¿Quién paga?
—Acabo de visitar a mi prestamista con una estufa eléctrica.
—Entonces, págame una sidra. ¿Marion sabe que empeñaste la estufa?
—No está en casa. Fue con Felicity a visitar a sus padres. En los páramos de
Escocia. Creo que Balscaddoon estaba deprimiéndola. Rasguidos en el cielorraso y
gemidos del entrepiso.
—¿Cómo es el lugar? ¿No tienes miedo?
—Ven conmigo. Puedes quedarte el fin de semana. No hay mucho de comer,
pero compartiremos lo que sea.
—Es decir, nada.
—Yo no lo diría así.
—Yo sí. Desde que llegué todo anda mal, y esos tipos de Trinity creen que
me sobra el dinero. Piensan que la Ayuda a los Veteranos significa que cago dólares
o tengo una diarrea de monedas. ¿Recibiste el cheque?
—Iré a ver el lunes.
—Si el mío no llega, reviento. Y tú cargas con una esposa y una hija. Puf.
Pero por lo menos te sacas el gusto. En cambio, yo… absolutamente nada. ¿Hay
mujeres abordables aquí en Howth?
—Trataré de averiguar.
—Mira, tengo que hablar con mi instructor, y preguntar dónde dictan mis
clases de griego. Nadie lo sabe, todo se hace en secreto. No, no quiero otra copa. Iré
el fin de semana.
—Kenneth, quizá te esté esperando con la primera mujer en tu vida.
—Sí.
2

Para llegar a Balscaddoon había que subir una empinada pendiente. Corría
pegada a las casas y los ojos de los vecinos lo examinaban a uno. Niebla sobre el
espejo de agua.
Y la figura encorvada subía por el camino. Arriba el suelo se nivelaba, y en
medio de una pared de cemento había una puerta verde.
Pasando la puerta, sonrisas, tenía puestos zapatos blancos de golf y
pantalones color canela asegurados con pedazos de alambre.
—Vamos, entra, Kenneth.
—Caramba, qué lugar. ¿Cómo lo sostienes?
—Con fe.
O’Keefe recorrió la casa. Abrió puertas, cajones y armarios, descargó el agua
del inodoro, levantó la tapa, lo descargó otra vez.
Asomó la cabeza a la sala.
—Parece que esta cosa funciona realmente. Si tuviéramos algo de comer
estaríamos bien. Ahí en el pueblo vi una tienda bastante grande ¿por qué no vas con
ese acento inglés que tienes y consigues crédito? Me gusta mucho tu compañía,
Dangerfield, pero la prefiero con el estómago lleno.
—Ya agoté mi crédito.
—Y por cierto no tienes muy buen aspecto con esa ropa.
O’Keefe entró en la sala. Abrió la puerta del invernadero, pellizcó las hojas
de una planta moribunda y salió al jardín. De pie sobre el colchón de césped emitió
un agudo silbido cuando vio la caída de rocas hacia el oleaje del mar, muchos
metros más abajo. Recorrió el estrecho fondo de la casa, mirando por las ventanas.
En un dormitorio vio a Dangerfield de rodillas tajeando con un hacha una gran
manta azul. Entró apresuradamente en la casa.
—Por Dios, Dangerfield, ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco?
—Paciencia.
—Pero esa manta está buena. Dámela en lugar de destrozarla.
—Vamos, Kenneth, observa un poco. ¿Ves? Me envuelvo el cuello así,
escondo los bordes deshilachados, y listo. Ahora tengo puesto el azul de los
remeros de Trinity. Siempre es mejor exhibir algún refinamiento fantasioso cuando
se apela al poder de la clase. Y ahora iremos en busca de crédito.
—Bastardo habilidoso. Reconozco que mejora tu apariencia.
—Enciende fuego en la cocina. Ya vuelvo.
—Consigue un pollo.
—Veremos.
Dangerfield salió al desierto camino de Balscaddoon.
El mostrador estaba cubierto de generosas fetas de tocino y canastas de
mimbre llenas de huevos relucientes. Detrás del largo mostrador los empleados,
con sus delantales blancos. Las bananas, traídas verdes de las islas Canarias,
florecían en el cielorraso. Dangerfield se detuvo frente a un empleado de pelo gris
que se inclinó solícito hacia adelante.
—Buenos días, señor. ¿En qué puedo servirlo?
Dangerfield vaciló, con los labios fruncidos.
—Buenos días, sí. Desearía abrir una cuenta en la casa.
—Muy bien, señor. Tenga la bondad de pasar por aquí.
El empleado abrió una gran carpeta que estaba sobre el mostrador. Preguntó
nombre y dirección de Dangerfield.
—Señor, ¿quiere recibir su cuenta por mes o por trimestre?
—Creo que es mejor por trimestre.
—¿Desea llevar algo hoy mismo?
Dangerfield cliqueteó suavemente los dientes, recorriendo los estantes con
la mirada.
—¿Tiene gin Cork?
—Por supuesto, señor. ¿Tamaño grande o pequeño?
—Creo que será mejor el grande.
—¿Algo más, señor?
—¿Tiene Haig and Haig?
El empleado llama en dirección al fondo del local. Un chico se mete entre
bambalinas y reaparece con una botella. Dangerfield señala un jamón.
—¿Cuántas libras, señor?
—Lo llevaré entero. Y dos libras de queso y un pollo.
El empleado todo sonrisas y comentarios. Oh, sí, claro, el tiempo. Qué niebla
tan desagradable. No ayuda a los que salen al mar o a los otros. Batir de palmas
llamando al chico.
—Ven aquí y lleva los paquetes del caballero. Y muy buenos días, señor.
En lo alto de la colina, O’Keefe espera y recoge en sus brazos los paquetes.
En la cocina los deposita sobre la mesa.
—Dangerfield, no sé cómo lo haces. La primera vez que fui a pedir crédito
me dijeron que volviese con la carta de un gerente de banco.
—La sangre azul, Kenneth. Y ahora cortaremos un pedacito de este queso
para el chico.
Dangerfield vuelve a la cocina sonriendo y frotándose las manos.
—¿Para qué trajiste tanto licor?
—Nos calentará. Creo que se aproxima un frente frío desde el Ártico.
—¿Qué dirá Marion cuando regrese?
—Ni una palabra. Estas esposas inglesas son magníficas. Saben cuál es su
lugar. Deberías casarte con una.
—Lo único que deseo es encamarme de una vez. Me sobra tiempo para
atarme a una esposa y los hijos. Sírveme un poco de escocés y sal de mi camino
mientras preparo la comida. A veces creo que lo único que sé hacer es cocinar. Un
verano estuve trabajando en Newport y pensé en abandonar Harvard. Había un
chef griego que me creía maravilloso porque yo sabía hablar griego aristocrático,
pero me despidieron porque invité al club a algunos muchachos de Harvard, y
apareció el gerente y me echó sin más trámites. Dijo que el personal no debía
alternar con los clientes.
—Tenía mucha razón.
—Y ahora me diplomé en los clásicos, y tengo que seguir cocinando.
—Una noble vocación.
O’Keefe arrojaba cacharros y bailoteaba entre la pileta y la mesa.
—Kenneth, ¿crees que sexualmente eres un individuo frustrado e
inadaptado?
—En efecto.
—Hallarás oportunidades en este excelente país.
—Sí, muchísimas, de mantener relaciones contranatura con animales de
granja. Dios mío, olvido el problema únicamente cuando tengo hambre. Pero
cuando como pierdo los estribos. Me siento a leer todos los libros sobre sexo de la
Biblioteca Widener para descubrir algún sistema. Pero de nada me ha servido.
Seguramente repugno a las mujeres, y eso no tiene cura.
—¿Nunca interesaste a ninguna?
—Una sola vez. En el colegio Black Mountain, de Carolina del Norte. Me
pidió que fuese a su cuarto para oír música. Comenzó a apretarse contra mí y yo
escapé de la habitación.
—¿Por qué?
—Seguramente era demasiado fea. Otro de mis inconvenientes. Me siento
atraído por las mujeres bellas. La única solución será envejecer y no desearlas más.
—Las desearás más que nunca.
—Caray, ¿no hablarás en serio, verdad? Si eso es lo que me espera, ya puedo
tirarme desde el jardín al mar. Dime, ¿cómo es la cosa regular?
—Te acostumbras, como ocurre con la mayoría de las situaciones.
—Yo nunca podría acostumbrarme.
—Lo harás.
—Pero, ¿qué significa esa visita de Marion a sus padres? ¿Disgustos? ¿La
bebida?
—Ella y la nena necesitan descansar.
—Me parece que el viejo sabe manejarte. ¿Cómo consiguió birlarte
doscientos cincuenta billetes? No me extraña que nunca los vieras.
—Simplemente, me llevó a su estudio y dijo: lo siento hijo, ahora las cosas
no están del todo bien.
—Tendrías que haber dicho: o la dote o no hay matrimonio. Es almirante,
debe tener plata. Tenías que haberle recitado el sermón, algo así como que Marion
debe vivir en la forma que está acostumbrada. Podrías haberlo conmovido con
algunas de esas ideas que suelen ocurrírsete.
—Demasiado tarde. Fue la víspera de la boda. Incluso rehusé una copa por
táctica. De todos modos, esperó sus buenos cinco minutos después que salió el
mayordomo antes de alegar pobreza.
O’Keefe daba vueltas al pollo, sosteniéndolo por la pata.
—Ya veo, no es tonto. Se ahorró doscientos cincuenta billetes. Si lo hubieses
pensado, podrías haberle dicho que tenías agarrada a Marion, y con el apremio del
parto necesitabas un pequeño capital. Mira en qué situación estás ahora. Bastará
que te reprueben en los exámenes de derecho y te vas al diablo.
—Kenneth, estoy bien. Tengo algo de dinero, y el resto en orden. Tengo casa,
esposa, hija.
—Querrás decir que pagas alquiler por una casa. Si dejas de pagar, no hay
casa.
—Kenneth, te serviré otra copa. Creo que la necesitas.
O’Keefe llena un cuenco con cortezas de pan. Afuera la noche y el estruendo
del mar. Campanas del Angelus. Una pausa reconfortante.
—De modo, Dangerfield, que por dignidad toda tu familia se morirá de
hambre y finalmente irán a parar al asilo. Llegas borracho, te encamas y pum, otra
boca que alimentar. Comerán spaghetti como yo tuve que hacerlo cuando era chico,
hasta que te salgan por los ojos, o tendrás que volver a Estados Unidos con tu
esposa inglesa y tus hijos ingleses.
El pollo, con hongos, fue depositado con gesto reverente en la fuente.
Relamiéndose, O’Keefe lo metió en el horno.
—Dangerfield, cuando esté listo comeremos pollo a la Balscaddoon. Ya
sabes, esta es una casa bastante espectral cuando oscurece. Pero por ahora lo único
que oigo es el ruido del mar.
—Espera.
—Bien, los fantasmas no me molestarán si tengo el estómago lleno, y si mi
vida sexual fuese satisfactoria jamás les prestaría atención. Mira, en Harvard
finalmente conseguí atrapar a Constance Kelly. Esa chica me tuvo sujeto dos años,
hasta que descubrí qué falsa era la feminidad norteamericana, y me la saqué de
encima. Pero ciertas cosas son inexplicables. Nunca pude conseguirla. Era capaz de
cualquier cosa, salvo lo definitivo. Ahí en Beacon Hill estaba a la pesca de la riqueza.
Me habría casado con ella, pero no quería entramparse conmigo al pie de la escala
social. Con su propia clase. Caramba, tiene razón. Pero, ¿sabes lo que haré? Cuando
vuelva a Estados Unidos y tenga mucho dinero, con mis trajes cortados en Saville
Row, y la pipa negra, el M.G. y mi propio chofer, y mi acento inglés a todo vapor.
Me llegaré hasta una casa suburbana donde ella vive con su marido, que es un
comepapas, desairada por todos los viejos bostonianos, y dejo a mi chofer al volante.
Avanzo por el camino del jardín y con mi bastón aparto los juguetes de los chicos y
doy unos golpecitos impacientes en la puerta. Ella sale. Tiene una mancha de harina
en la mejilla y de la cocina llega la peste de repollo hervido. La miro con sorpresa
conmovida. Reacciono lentamente y luego con mi mejor acento, envuelto en
resonancias devastadoras, le digo Constance… te has convertido… exactamente en
lo que yo preveía. Luego, me vuelvo, le permito que examine atentamente el corte
de mi traje, con el bastón aparto otro juguete y con un rugido del motor mi coche se
aleja.
Dangerfield se balanceaba en la mecedora verde con un gesto de regocijo,
meneando la cabeza en múltiples afirmaciones. O’Keefe recorría los azulejos rojos
del piso de la cocina, esgrimiendo un tenedor, su único ojo vivo reluciente en el
rostro, sin duda un irlandés enloquecido. Tal vez resbale con uno de los juguetes y
se rompa el hueso de la cadera.
—Y la madre de Constance me odiaba a muerte. Pensaba que yo la
perjudicaba socialmente. Abría todas las cartas que escribía a la hija, y yo me
instalaba en la Biblioteca Widener e ideaba las cosas más sucias que puedan
imaginarse, creo que a la vieja podrida le encantaba. Me reía pensando que ella leía
mis cartas y luego tenía que quemarlas. Cristo, la verdad es que repugno a las
mujeres. Y ese invierno que pasé en Connemara visitando a los viejos, mi prima,
que es lo más parecido a una vaca que conozco, no quería saber nada conmigo. La
esperaba para salir de la casa y buscar la leche, por las noches, con la intención de
acompañarla. Al final del campo trataba de tumbarla en la zanja. Jadeaba como una
loca y decía que haría cualquier cosa si me la llevaba a Estados Unidos y nos
casábamos. Lo intenté tres noches seguidas, de pie bajo la lluvia y hundidos hasta
los tobillos en el barro y el estiércol de vaca, yo tratando de meterla en la zanja,
queriendo tumbarla, pero era demasiado fuerte. Al fin le dije que era un montón de
grasa y que no la llevaría ni al infierno. Hay que conseguirles la visa antes de
tocarles siquiera un brazo.
—Cásate con ella, Kenneth.
—¿Y cargar con esa bestia el resto de mi vida? Podría funcionar si
consiguiera encadenarla a la cocina para que preparase las comidas, pero casarse
con una irlandesa es condenarse a la pobreza. Me casaría con Constance Kelly por
despecho.
—Te sugiero la columna matrimonial del Evening Mail. Trata de facilitar las
cosas. Hombre acomodado, amplias propiedades en el Oeste. Prefiere mujeres
robustas, con capital propio y automóvil para recorrer el Continente. Inútil
presentarse si no reúne las condiciones.
—Comamos. Prefiero no complicar mi problema.
—Kenneth, eres realmente amable.
El ave cocida fue depositada sobre la mesa verde. O’Keefe hundió un
tenedor en la pechuga chorreante y arrancó las patas. En el estante un cacharro
tembló. Las cortinitas de pintas rojas se estremecieron. Afuera soplaba el viento.
Pensándolo bien, O’Keefe sabe cocinar. Y éste es mi primer pollo desde la noche
que salí de Nueva York y el mozo me preguntó si quería llevarme el menú como
recuerdo y yo me senté en la sala alfombrada de azul y dije sí. Y a la vuelta de la
esquina, en un bar, un hombre de traje marrón me invita a beber. Se acerca y me
palpa la pierna. Dice que le gusta Nueva York y que podríamos ir a un lugar
tranquilo y charlar, estar juntos, chico simpático, chico educado. Lo dejé
enganchado en el asiento, sobre la chaqueta el manchón de rojo, blanco y azul de la
corbata, y me dirigí a Yorktown y bailé con una chica de vestido estampado que
afirmó que no se divertía y que el lugar estaba desierto. Se llamaba Jean, tenía unos
pechos notables y yo pensaba en los de Marion, mi rubia delgada y alta de dientes
regulares. Había concluido la guerra y viajaba para casarme con ella. Listo para
abordar el gran avión que me llevaría del otro lado del mar. Cuando la conocí tenía
puesto un sweater celeste y supe inmediatamente que eran peras. Nada mejor que
las peras maduras. En Londres, en el Antílope, sentado al fondo con una excelente
copa de gin gozando de la compañía de esta gente inobjetable. Ella estaba sentada a
pocos centímetros, un cigarrillo largo entre los dedos blancos. Mientras las bombas
caían en Londres. Le oí pedir cigarrillos y no tenían. E inclinándome en mi
uniforme naval, apuesto y fuerte, por favor, sírvase. Oh, realmente no puedo
aceptar, gracias, no. Pero por favor sírvase, insisto. Es muy amable de su parte. De
ningún modo. Y dejó caer uno y yo me incliné y le rocé el tobillo con el dedo. Dios,
qué pies grandes, carnosos y gratos.
—¿Qué te pasa, Kenneth? Estás pálido como una sábana.
O’Keefe tiene los ojos en el cielorraso, y de su puño cuelga una pata de pollo
a medio masticar.
—¿Oíste? Eso que araña el techo, está vivo.
—Querido Kenneth, cuando te plazca puedes revisar la casa. Se mueve por
todos lados. Incluso gime y tiene la desconcertante costumbre de seguirnos de
cuarto en cuarto.
—Por Dios, acábala. Eso me da miedo. ¿Por qué no averiguas?
—Prefiero no hacerlo.
—El ruido es real.
—Kenneth, quizá te interese revisar los cuartos. En el vestíbulo hay una
puerta trampa. Te prestaré un hacha y una linterna.
—Espera que digiera la comida. La verdad, esto empezaba a gustarme. Creí
que bromeabas.
Al fondo O’Keefe, llevando la escalera al vestíbulo.
Con el hacha preparada, O’Keefe avanza lentamente hacia la puerta trampa.
Dangerfield lo alienta. O’Keefe levanta la puerta, y con los ojos sigue el rayo de luz.
Silencio. Ni el más mínimo sonido. Reaparición general del coraje.
—Dangerfield, pareces muerto de miedo. Creí que tú eras el hombre fuerte.
Quizá no son más que algunos papeles sueltos que rozan el piso.
—Como gustes, Kenneth. Avísame cuando se te enrosque alrededor del
cuello. Vamos, adelante.
O’Keefe desapareció. Dangerfield levanta los ojos hacia el polvo que
desciende. El ruido de los pasos de O’Keefe hacia la sala de estar. Un gemido. Un
grito de O’Keefe.
—Demonios, sostén la escalera. Voy a bajar.
La puerta trampa se cierra con un golpe resonante.
—Por Dios, ¿qué es eso, Kenneth?
—Un gato. Con un solo ojo. El otro es un gran agujero. Qué espectáculo.
¿Cómo demonios llegó allí?
—No tengo la menor idea. Seguramente estuvo siempre. Tal vez perteneció
a cierto señor Gilhooley que vivía aquí, pero se cayó por el peñasco una noche y
apareció tres meses después en la isla de Man. Kenneth, ¿tú dirías que esta casa
tiene una historia de muerte?
—¿Dónde dormiré?
—Vamos, Kenneth, anímate. Pareces aterrorizado. No permitirás que te
deprima un pobre gatito. Puedes dormir donde gustes.
—Esta casa me pone la piel de gallina. Encendamos fuego… hagamos algo.
—Ven a la sala y toca el piano para mí.
Atravesaron el vestíbulo de azulejos rojos en dirección a la sala. Instalado en
un trípode, frente al balcón cerrado, un gran telescopio de bronce apuntando al mar.
En el rincón, un antiguo piano, la tapa cubierta de latas abiertas y cáscaras de queso.
Tres sillones robustos deformados por prominencias de relleno y resortes sueltos.
Dangerfield se acomodó en uno y O’Keefe enfiló hacia el piano, oprimió una tecla y
empezó a cantar:
En este cuarto lóbrego
en esta oscuridad vivimos
como bestias.
Las ventanas repiquetean en los marcos carcomidos. Las notas retorcidas de
O’Keefe. Aquí estás, Kenneth, instalado en esta banqueta, y anduviste mucho desde
Cambridge, Massachusetts, pecoso y alimentado a spaghetti. Y yo, que vine de
Saint Louis, Missouri, porque esa noche en el Antílope llevé a Marion a cenar y ella
pagó. Y una semana después a un hotel. Y le bajé el piyama verde y dijo que no
podía y yo dije sí puedes. Y otros fines de semana hasta el fin de la guerra. Adiós a
las bombas y vuelta a Estados Unidos donde me sentí trágico y solitario y pensé que
Gran Bretaña estaba hecha para mí. Lo único que conseguí del viejo Wilton fue que
pagara el taxi que nos llevó a nuestra luna de miel. Llegamos y compré un bastón
para recorrer los valles de Yorkshire. Nuestro cuarto estaba sobre un arroyo en ese
fin del verano. Y la mucama estaba loca y puso flores en la cama y esa noche Marion
se las puso en el cabello, que desprendió sobre el camisón azul. Oh las peras.
Cigarrillos y gin. Abandono de los cuerpos hasta que Marion perdió sus dientes
postizos detrás de la cómoda y se echó a llorar, envuelta en una sábana,
desplomada en un sillón. Le dije que no se preocupase, que cosas así ocurrían en la
luna de miel y pronto saldríamos para Irlanda donde había tocino y manteca y
largas noches al lado del fuego mientras yo estudiaba derecho y quizá incluso
hacíamos fugazmente el amor sobre la alfombra lanuda del piso.
Esta voz de Boston cacareando su canción. La luz amarillenta sale por la
ventana y se derrama sobre los parches de pasto doblado por el viento y las rocas
oscuras. Y baja por los escalones húmedos rozando los tocones de aulaga y los
brezos rojizos hasta la superficie del agua y la piscina. Donde las algas marinas
suben y bajan en la noche de Balscaddoon.
3

El sol de una mañana de domingo elevándose desde el mar insomne frente a


la oscura Liverpool. Sentados sobre las rocas encima del agua con una cafetera. Allá
abajo, distribuidos sobre el muelle, excursionistas de colores vivos. Las velas
saliendo hacia el mar. Parejas jóvenes que suben por el camino de Balscaddoon
hacia la cima de Kilrock deseosas de hallar lugares de césped y echarse entre las
retamas. Un mar verde frío que rompe con líneas de blanco sobre la costa de granito.
Un día del nacimiento de todas las cosas, como estrellas reveladas.
Viento húmedo y salado. Y mañana regresa Marion. Y nosotros dos aquí
balanceando nuestras piernas norteamericanas. Marion, por favor, espera un poco.
Todavía no me apliques las tenazas. Los platos sucios o el trasero sucio del bebé,
sólo quiero seguir mirando las velas. Necesitamos una niñera que se lleve al bebé a
una plaza pública donde yo no oiga los berridos. O quizá ustedes dos se maten en
un choque de trenes y tu padre aguante la cuenta de la funeraria. La gente bien
educada nunca discute el precio de la muerte. En los tiempos que corren no es
barato.
Un mes con los ojos un poco vidriosos y viaje a París. Un hotelito discreto en
la rué de Seine y fruta fresca flotando en una palangana de agua fría. Tu largo
cuerpo invernal desnudo sobre la losa y qué sentiría yo si tocase tus pechos muertos.
Debo sacarle media corona a O’Keefe antes de que se marche. Por qué será tan
tacaño.
Entrada la tarde, los dos bajan la colina en dirección a la parada del ómnibus.
Los pescadores con sus lanchas de motor descargan la pesca en el muelle. Las viejas
sobre los gruesos tobillos cubiertos de sabañones, miran los pesados pechos
colgantes.
—Kenneth, ¿no te parece un bonito país?
—Mira esa mujer.
—Digo yo, Kenneth, ¿no es un bonito país?
—Parecen sandías.
—Kenneth, pobre infeliz.
—Sabes, Constance tenía linda figura. Seguramente me amaba. No podía
evitarlo. Pero eso no le impediría casarse con el hijo de una vieja familia yanqui.
Cuántas veces me senté con el culo helado en los escalones de la Widener nada más
que para mirarla pasar y seguirla hasta el sitio donde se reunía con un idiota
muerto de frío.
—Kenneth, estás jodido.
—No te preocupes, me las arreglaré.
Domingo. Día reservado al vacío y la derrota. Dublín, una ciudad
clausurada, una gran trampa gris. Sólo trabajan las iglesias, consagradas por la
música, las velas rojas y los cristos crucificados. Y por las tardes, largas colas
esperando en la lluvia a la entrada del cine.
—Digo yo, Kenneth, ¿tendrías muy grave inconveniente en prestarme
media corona reembolsable el lunes a las tres y treinta y uno en punto? El cheque
llega mañana y podría pagarte en el consulado.
—No.
—¿Dos chelines?
—No.
—¿Un chelín y seis peniques?
—No. Nada.
—Un chelín es nada.
—Maldito sea, Dangerfield, no me arrastres en tu propia caída. Por Dios,
estoy entre la espada y la pared. Mírame. Tengo los dedos como spaghetti húmedos.
Suéltame. No pretendas que nos ahoguemos los dos.
—Cálmate, Kenneth. No tomes las cosas tan en serio.
—¿En serio? Es cuestión de vida o muerte. ¿Qué quieres que haga? ¿Saltar
de alegría?
—Estás nervioso.
—No estoy nervioso, soy prudente. Quiero comer mañana. ¿Crees
sinceramente que los cheques llegarán?
—Por supuesto.
—Cuando estés encerrado en el asilo clamando por una copa no quiero
acompañarte. Es suficiente que se hunda uno de los dos. No los dos. Quiero comer
esta noche.
—Y yo quiero cigarrillos.
—Mira, aquí está el ómnibus, te daré tres peniques y me los devuelves
mañana.
—Kenneth, antes de que te marches quiero decirte una cosa. Eres un amor
de hombre.
—Oye, no me fastidies, si no quieres los tres peniques me los guardo. Es la
mitad del pasaje.
—Kenneth, te falta amor.
—Lo que me falta es una hembra y dinero.
El ómnibus reanuda la marcha. La cabeza de O’Keefe desaparece en el piso
superior y sobre un cartel verde, Guinness le hará bien. Muy cierto.
Otra vez colina arriba. Domingo en el desierto de Edar. Qué bueno conocer
los viejos nombres. Hay que respirar hondo. Últimamente tuve sueños en que me
arrestaban. Me aferran desde atrás y me detienen por escándalo público. Mientras
no se trate de una acusación de indecencia. Hay que ir al negocio y conseguir que
este buen hombre me entregue algunos cigarrillos.
—Lindo día, señor.
—Sí.
—Perdone la impertinencia, señor, pero ¿usted es el caballero que vino a
vivir en la cima de la colina?
—Eso mismo.
—Ya me parecía, señor. ¿Y le gusta?
—Espléndido.
—Me alegro mucho, señor.
—Hasta luego.
Oh, les digo. Les digo, nombres y números. Quiero ponerme un saco sobre
el rostro. ¿Por qué no se acercan para verme comer? Abran mis cartas con vapor de
agua y vean si uso braguero. Y me gusta que mi esposa ande descalza. Es bueno
para la mujer. Aseguran que es la cura de la frigidez. Odio la frigidez. Vengan a
verme y espíen por cualquier ventana.
Ascenso a la Cima y abajo está el Foso de Gaskin, el Agujero del Zorro y la
Tripa del Gaitero. Y el promontorio de Casana donde se reúnen las aves marinas.
Cierta tibieza en el aire. Me encanta. Solitario y dominical. Se encontró con el gato.
Debió haber encerrado allí a O’Keefe. Quitarle la escalera. Una buena lección de
valor.
Se le acercó una joven.
—Señor, ¿tiene fuego?
—Por supuesto.
Dangerfield encendió un fósforo, y lo acercó al cigarrillo de la muchacha.
—Muchísimas gracias.
—Bienvenida en tan hermosa tarde.
—Sí, se está bien.
—Es emocionante.
—Sí, es emocionante.
—¿Salió a caminar?
—Sí, mi amiga y yo estamos paseando.
—¿Están rodeando el promontorio?
—Sí, nos gusta. Vinimos de Dublín.
—¿De qué viven?
—Bueno, yo trabajo.
—¿En qué?
—Mi amiga y yo trabajamos en Jacob’s.
—¿La fábrica de bizcochos?
—Ponemos las etiquetas a los envases.
—¿Le gusta?
—Más o menos. Un poco aburrido.
—Sigamos caminando.
—Bueno. Avisaré a mi amiga.
Los tres caminando juntos. Conversación trivial. Nombres, Alma y Thelma.
Y la anécdota del vapor Reina Victoria, naufragó aquí a las tres de la madrugada del
quince de febrero de 1853. Trágico desastre. Y allí está la cantera. Vean las piedras.
Con esta roca hicieron el puerto. Oh, yo les digo, Alma y Thelma, Howth tiene
mucho sabor histórico. Y podría decir que yo también contribuyo. A mi modo, con
modestia. Y ellas pensaron que se estaba burlando y eran católicas y lanzaron risitas
ante ese rostro protestante.
Oscureció un poco. Permítanme tomarlas de la mano. Oh, de noche Howth
es un sitio peligroso. Las jóvenes necesitan protección. Y yo la sostendré de la mano
Alma y es una linda mano a pesar del trabajo. Thelma va adelante. ¿Le molesta,
Alma? Thelma está lejos en la oscuridad. Detengámonos ahora, así. Está mejor, el
brazo alrededor de la cintura, más seguro. ¿Le gusta? Caramba, qué hombre
apurado, y besando a un desconocido, ¿qué pensará mi amiga? Dígale que me
siento muy solo y que usted no pudo resistir un abrazo inocente. Vivo aquí, ¿quiere
venir? Oh no. ¿Una copa? Soy miembro de las Pioneras. Entonces un vaso de agua.
Podría venir el domingo próximo. Estaré en África en el centro del Congo. Tiene un
lindo busto, Alma. Usted no debería hacerme esas cosas. Vamos Alma, entre un
momentito y le mostraré el telescopio. No sea grosero, además no puedo dejar a mi
amiga. La honestidad nunca me lleva a ninguna parte. Alma, déjeme darle un beso
de despedida. No crea que no me gustó, pero mi amiga se lo contará a mi hermana.
Adiós.
Alma huye en la noche. Con su corazón que acaba de encenderse por la
presencia de un desconocido y yo sé que estás pensando que habría visto tu linda
ropa interior nueva. Mañana la meterá en el cajón durante una semana. Y por un
simpático protestante como él, y habrían tomado chocolate y viajado en taxi y los
bailes. Inquietantes posibilidades que quizá no se repitan nunca. Thelma, no es
cierto que él era formidable.
A través de mi agobiadora puerta verde. En esta casa de sonidos. Debe ser el
mar. Seguramente atraviesa incluso el piso. El gato. Exactamente como O’Keefe con
un ojo. Dice que no puede recoger una pelota. Y cuando lo llevaron al hospital y se
lo sacaron nunca le dijeron que le quedaba uno solo. Kenneth, de todos modos te
quiero. E incluso más si hubieses podido enterrar el hacha en el gato, exactamente
detrás de las orejas. Creo que esta noche la sala de estar es más segura. No quiero
apremiar a los demonios. Y tomaré un pequeño refrigerio. Y leeré mi linda y gruesa
revista comercial norteamericana. Nadie sabrá jamás lo que hizo por mí en los
momentos malos. Mi biblia de felicidad mensual. La abro y ya estoy ganando
sesenta y tres mil al año. Unos trescientos mil y parece más auténtico. Y debo ir a mi
oficina de Connecticut. Insisto. Y por la noche descanso en mi club. En Nueva York
la cosa es difícil porque los irlandeses se meten en todas partes. Imitan a los
protestantes. Y tendré una simpática y reducida familia de dos niños. Los mejores
métodos anticonceptivos. Jamás debe permitirse que la lascivia se meta en uno. La
pasión del momento, y el desastre por años. A lo sumo dos veces. Podría ser fatal.
Marion haciendo ese ruido de succión con los dientes postizos. Succiona y afloja,
adentro y afuera, pero es imposible. Sencillamente imposible, eso no existe. Se
pegan a las encías y después se aflojan. Un circulito de vello alrededor de los
pezones, cosquillea la boca del bebé. Oh, ella vivirá mucho tiempo. Me enterrarán.
Pero antes estudiaré la ley de sociedades anónimas y quizá después me ocuparé del
negocio de inversiones. Sebastián Bullion Dangerfield, director de Pesos Inc., la
principal firma bancaria del mundo. Y luego, acción. Cambiar las tasas de interés de
los prestamistas. ¿Disminuirlas? No, elevarlas. De todos modos, la gente no debe
empeñar cosas. Y enviar a O’Keefe al Sudán para que pueda correr desnudo.
Dangerfield se acomodó, los pies contra la pared. El viento estremecía las
ventanas. De pronto un gemido largo y angustiado que venía del cielorraso.
—Los dientes de Dios.
Mantener la calma. Es inútil perder el valor. Y gemidos bajo el piso. Por el
amor de Dios.
Aferra el hacha, entra en su cuarto. El aire del mar, un gran fantasma
húmedo, penetra por la ventana abierta. La cierra de un golpe. Arranca las mantas
de la cama. No sea que haya víboras. Ahora hace correr el agua del inodoro para
quitarse el miedo. Y arregla el cuarto, tiende la cama. Y otro trago del excelente gin
Cork. Unos golpes a la almohada para ventilarla. Santo Dios. El cuarto se llena de
plumas flotantes. Maldito sea. Por el amor de Dios, si así lo quieren… Fuera este
maldito acolchado.
Y Dangerfield levanta el hacha sobre la cabeza desmadejada, y la descarga
una vez y otra vez sobre la almohada. Gritos de dinero, dinero. Arrastra el colchón
y pasa la puerta, atraviesa el vestíbulo y entra en la cocina. Lo sube sobre la mesa. Y
tiene a mano el hacha para hendir al primer impostor que pise el cuarto. Otro trago
abundante. Sin duda es bueno para las tripas y por lo menos acelera mi viaje al país
del olvido. Dejé mi alma sentada contra una pared y me fui, me miraba y yo me
enfriaba porque las almas son como corazones, más o menos rojas y cálidas, muy
parecidas a corazones.
4

Algo le tiraba de la pierna. Abrió lentamente los ojos y vio el rostro airado
de Marion inclinado sobre él en esa mañana caótica del lunes.
—Dios mío, ¿qué le pasó a la casa? ¿Por qué no fuiste a la estación a
recibirme? Mírate. Gin. Es horrible. Tuve que tomar un taxi hasta aquí, ¿me oyes?
Un taxi, quince chelines.
—Bueno, bueno, por Dios, un poco de paciencia y te lo explicaré todo.
—¿Explicar? ¿Explicar qué? No hay nada que explicar, todo está muy claro.
Marion sostenía en alto la botella de gin.
—Bueno, no estoy ciego, ya la veo.
—Dios mío, es terrible. Realmente, pareces un cerdo. Si mami y papi
pudiesen ver esto. ¿Qué haces sobre la mesa?
—Cállate.
—No me callaré y no me mires así. ¿Qué significan esas plumas por todas
partes? Platos rotos en el piso. ¿Qué estuviste haciendo?
—La danza del macho cabrío.
—Qué horriblemente sórdido. Repugnante. Plumas por todas partes.
Maldito, maldito borracho. ¿Dónde conseguiste el dinero? No fuiste a recibirme a la
estación. ¿Por qué? Contéstame.
—Cállate. Cálmate, por el amor de Dios. El despertador no sonó.
—Mientes. Estuviste bebiendo, bebiendo, bebiendo. Mira la grasa, el
desorden, la roña. ¿Y qué es esto?
—Un pájaro marino.
—¿Quién pagó todo? Vino el maloliente O’Keefe. Estoy segura, lo huelo.
—Déjame en paz.
—¿Pagaste la leche?
—Sí, y ahora, por lo que más quieras, cállate, mi cabeza.
—De modo que pagaste, ¿verdad? Aquí está. Aquí está. Exactamente donde
la dejé y el dinero desapareció. Mentiras. Qué infame. Qué perverso infame.
—Llámame rata, no puedo soportar la buena educación además de los
alaridos.
—Oh basta, basta. No pienso seguir viviendo así, ¿me oyes? Tus mentiras
descaradas, una tras otra y yo que quería conseguir que papá hiciese algo por
nosotros y ahora vuelvo para encontrar esto.
—Tu padre. Tu padre es un montón de excremento, excremento bien
apretado, de la mejor calidad. ¿Qué estuvo haciendo, jugando a los barquitos en la
bañera?
Marion se abalanzó, y el bofetón golpeó el mentón de Dangerfield. El niño
empezó a gritar en su cuarto. Sebastián se incorporó en la mesa. Descargó el puño
en el rostro de Marion. Salió despedida hacia la alacena. Platos rotos en el suelo.
Con su ropa interior andrajosa se detuvo ante la puerta de la nursery. Un puntapié
y la abrió arrancando la cerradura. Sacó la almohada que el niño tenía bajo la cabeza
y la apretó fuerte sobre la boca que gritaba.
—Lo mataré, maldito sea, lo mataré si no se calla.
Marion detrás, hundiéndole las uñas en la espalda.
—Loco, apártate del niño, llamaré a la policía. Me divorciaré, matón,
cobarde, cobarde, cobarde.
Marion aprieta al niño contra su pecho. Sollozando, extiende su largo
cuerpo inglés y al niño a través de la cama. El cuarto devuelve como un eco las
vacilaciones de su voz gimiente. Sebastián, el rostro pálido, sale del cuarto, golpea
la puerta rota, quiere evitar que un corazón culpable conozca el sonido del
sufrimiento.
Bien avanzada la mañana, Dangerfield tomó un ómnibus para Dublín.
Arriba, ocupó un asiento delantero, castañeteándole los dientes. Por la ventanilla, el
llano lodoso y la cancha de golf barrida por el viento. La isla de North Bull
desdibujada por la luz del sol. Costaba dinero dejar a Marion. Había en ella sangre
vulgar que le venía de alguna parte, quizá de la madre. El padre de la madre había
sido comerciante. La mala sangre se nota. Yo sé que se nota. Y yo debería
marcharme. En línea recta hacia el buque. Ella no tiene valor para divorciarse. La
conozco muy bien. Nunca me dio ni una oportunidad de explicarle la situación.
Que se pudra allí. No me importa. Hay que afrontar la realidad de la vida. La
realidad, la realidad. Podríamos arreglar las cosas. Prepara buenos platos con queso.
Unos días sin comida la obligarán a aflojar. Tal vez me convenga volver con una
lata de duraznos y un frasco de crema. Siempre está ventilando la casa. Abre las
ventanas por un minúsculo pedo. Me dijo que nunca pedorrea. Por lo menos mis
pedos tienen fuerza y ruido.
El parque Fairview parece una manta húmeda y enmohecida. Me siento un
poco mejor. En esa casa O’Keefe rompió un lavabo. Cayó en él cuando intentaba
espiar detrás del botiquín de una mujer. El doliente O’Keefe, inclinado sobre los
volúmenes de la Biblioteca Nacional estudiando irlandés y soñando con la
seducción.
La estación de la calle Amiens, Dangerfield baja del ómnibus, y toma por el
sendero que sube hasta la calle Talbot. Dios mío, me parece ver prostitutas bizcas de
bocas desdentadas. No me gustaría meterme en una callejuela con una de ellas sin
tener una armadura impenetrable, y no hay armadura en Dublín. Pregunté a una
cuánto costaba y me dijo que yo tenía una mente perversa. La invité a beber una
copa y dijo que los marineros norteamericanos eran groseros y que le pegaban en el
asiento trasero de los taxis y le decían que se bañara. Afirmó que le gustaba la goma
de mascar. Y cuando tomó unas copas se puso atrozmente grosera. Me impresionó.
Me preguntó el tamaño. Casi la abofeteo. Con eso mismo. Yo lo llamo provocación.
Y le dije que se confesara. Dublín tiene más de cien iglesias. Compré un mapa y las
conté. Debe ser hermoso tener fe. Pero creo que un jarro de Gold Label corre desde
el barril en la casa de las aspidistras. Calma los nervios. Ahora no hay tiempo para
nervios. Tengo la juventud de mi lado. Todavía soy joven, ni siquiera tengo treinta,
aunque Dios sabe que las he pasado muy duras. Mucha gente me dice que tenga
cuidado. Joven, no se case sin dinero, sin un buen empleo, sin un diploma. Tienen
razón.
Dentro de la taberna con zorros embalsamados detrás de las plantas
enmacetadas. Y el salón con manchas pardas. Se inclina y oprime el botón en
procura de acción.
Por la puerta aparece el rostro tosco de un joven.
—Buenos días, señor Dangerfield.
—Una hermosa mañana de primavera. Un doble y algunos atados de
Woodbine.
—Muy bien, señor. ¿Hoy sale temprano?
—Algunas diligencias.
—Siempre hay que hacer cosas, ¿verdad?
—Así es.
Magníficos clisés. Había que alentarlos. Demasiada gente, maldito sea,
quería ser original. Acuñaba frases cuando un lugar común bien colocado servía y
evitaba sentimientos de ansiedad. Si Marion quiere formular la absurda acusación
de que me gasté el dinero de la leche, dejémoslo así.
Una bandeja aparece por la ventanilla.
—¿Se lo anoto, señor Dangerfield?
—Sí, por favor.
—Me alegro de que haga buen tiempo, y yo diría que usted tiene excelente
aspecto.
—Gracias. Sí, parece un día excelente.
Momentos como éste, sentado aquí, deberían preservarse. Me gustaría que
los amigos vinieran de visita a casa, y tal vez tendría un bar, pero nada vulgar. Y
Marion prepararía bocaditos. Aceitunas. Y los chicos jugando en el jardín. No me
opondría a tener un cuarto parecido a éste. Un zorro sobre el reborde de la
chimenea y cacharros funerarios. Creo que afuera el mundo camina enloquecido. Y
yo marcho a la cabeza. Para tener amigos, y fotografías, y cartas. Y yo también. Y las
mujeres que trampean alimentos en beneficio de amantes jóvenes. Nalgas
arrugadas a horcajadas sobre sillas de palorrosa, gimiendo cada vez que firman un
cheque. Me convierto en amante de mujeres mayores de cincuenta. A ésas sí que les
gusta. Buenas para O’Keefe. Pero quizás él se resista. Un hombre sabido pero
chapucero. Y ahora consigue ese cheque. Quiero ver dólares. Miles de dólares. Los
quiero todos sobre mí para pavimentar las calles de mi almita melindrosa.
—Hasta luego.
—Hasta luego, señor Dangerfield. Buena suerte.
Sobre el puente Butt. Tapado con diarios rotos y viejos decrépitos y
desdentados que miran pasar los últimos años. Están aburridos. Sé que los jóvenes
aprendieron de ustedes; y ustedes ofrecieron opiniones que les merecieron un breve
respeto. Pronto comparecerán ante Dios. Qué impresión le causarán. Pero,
caballeros, allá arriba está la felicidad. Todo blanco y azul. Un cielo con luz de
acetileno. Y el viaje en tercera. Malditos bastardos.
A lo largo de la plaza Merrion. En camino a la riqueza. Hago crujir los dedos.
Ahí está la bandera norteamericana. Mi bandera. Significa dinero, automóviles y
cigarros. Y que nadie la critique.
Subiendo los escalones. Una gran puerta negra. Aplomado, aproximación al
escritorio de la recepcionista. Gastadas irlandesas de edad madura y miseria.
Agobiando a los pobres comepapas que se dirigen al país del otro lado del mar.
Para que empiecen a saber cómo es que lo mandoneen a uno. Y tan simpáticas con
el joven universitario del Medio Oeste que entra brioso.
—¿Puede decirme si llegaron los cheques?
—Usted es el señor Dangerfield, ¿verdad?
—En efecto.
—Sí, llegaron los cheques. Creo que el suyo está por aquí. Pero, ¿no hay
cierto arreglo con su esposa? Creo que no puedo entregárselo si ella no lo autoriza.
Dangerfield comienza a prepararse para una erección irritada.
—Vea, si no tiene inconveniente retiraré inmediatamente el cheque.
—Lo siento, señor Dangerfield, pero tengo orden de no entregárselo sin
permiso de su esposa.
—Deme inmediatamente el cheque.
La boca de Dangerfield parece una guillotina. La mujer se muestra inquieta.
Perra insolente.
—Disculpe, pero tendré que preguntar al señor Morgue.
—Usted no preguntará nada a nadie.
—Lo siento muchísimo, pero tendré que preguntar al señor Morgue.
—¿Qué?
—Recuerde que soy la responsable de estos cheques.
El puño de Dangerfield describió un círculo en el aire y aterrizó
ruidosamente sobre el escritorio. La recepcionista pegó un salto. Y se le aflojó la
mandíbula inferior con una sugestión de obediencia.
—Usted no preguntará nada a nadie, y si no me da inmediatamente ese
cheque la acusaré de robo. ¿Me entiende? ¿Hablo claro? No permitiré que una
sierva irlandesa se entrometa en mis asuntos. Esta irregularidad llegará a oídos de
las autoridades correspondientes. Deme ese cheque y basta de tonterías.
La recepcionista con la boca abierta. Un hilo de saliva desciende por la
mandíbula. Una vacilación fugaz y el temor obliga a una mano nerviosa a entregar
el sobre blanco. Dangerfield la quema con ojos enrojecidos. En el vestíbulo se abre
una puerta. Varios campesinos, que miran desde la escalera, vuelven rápidamente a
los asientos, con las gorras sobre las manos entrelazadas. Y una declaración final de
Dangerfield.
—Ahora, maldito sea, cuando vuelva por aquí quiero que me entregue el
cheque al instante.
Desde la puerta, una voz con acento del Medio Oeste.
—Eh, amigo, ¿qué pasa?
—Tonterías.
—¿Qué?
De pronto, Dangerfield tiene convulsiones de risa. Da media vuelta, abre
bruscamente la puerta y baja a saltos los escalones. El verde oscuro del parque del
otro lado de la calle. Y a través de las copas de los árboles, los edificios de ladrillo
rojo del otro lado. Mira esas grandes losas de granito sobre las cuales camina. Qué
bien formadas, qué sólidas. Patán celta. Estoy en favor de la cristiandad pero es
necesario frenar la insolencia. Con la violencia si es necesario. Cada uno en su lugar,
así es mejor. Abrirse paso. Visitaré después a mi prestamista y compraré una
trompeta para tocar por el camino de Balscaddoon. A eso de las cuatro de la
madrugada. Y creo que me meteré en esta hermosa casa que veo aquí con las
ventanas antiguas. Esta taberna es oscura y reconfortante y suscita una sensación
profesoral. La puerta del fondo se abre sobre el Trinity College, que está enfrente.
Siento que me encuentro cerca del saber y de los estudiantes que no toman la
cerveza suelta. Quizá deposito excesiva confianza en la atmósfera.
Guardo el dinero en lugar seguro. Me espera una vida brillante. Calles y
casas viejas, los gritos de los recién nacidos y los rostros felices y sonrientes
escoltando a los muertos recientes. Automóviles norteamericanos acelerando calle
Nassau abajo y los cuerpos de ex oficiales del ejército indio enfundados en tweed
que entran con paso vacilante en el recinto oscuro y cultivado del Club de la calle
Kildare para beber el whisky matutino. Aquí está el mundo entero. Mujeres de
Foxrock con tobillos más esbeltos y nalgas bien perfiladas, en el atavío ajustado y
terco que ostenta la marca de la prosperidad, contoneándose porque poseían el
mundo y se dirigían a beber café y a ver una exposición de cuadros. No me alcanza.
Más. Veo a Marion como parte de la escena. Haré dinero. Yo. Sale el sol. Jesús como
anticonceptivo. Esta gran verja de hierro alrededor de Trinity cumple una función
útil. El mundo resurrecto. Banderas amarillas en el cielo, todo por mí, Sebastián
Bullion Dangerfield.
Y tú, querido Dios
dame fuerza
para poner el hombro
a la rueda
y empujar
como todos los demás.
5

La primavera se convirtió en verano. En Stephen’s Green, los actores


ocupaban sillas de tres peniques y se bronceaban un poco. Aquí y allí grandes
anillos de flores y patos deslizándose alrededor del cielo. Y ciudadanos que
ocupaban tranvías tardíos en dirección a Dalkey para nadar un poco. En esta
mañana de junio, Dangerfield pasó por la puerta principal de Trinity y subió las
escaleras polvorientas y desvencijadas del número 3, se detuvo al lado del
fregadero chorreante y manchado de óxido, y golpeó a la puerta de O’Keefe.
Pasó un minuto y luego se oyó el ruido de pies descalzos y cerrojos corridos,
y apareció un rostro barbado y triste, y un ojo vacío.
—Eres tú.
Se abrió la puerta y O’Keefe retornó a su dormitorio. Olor de esperma viejo
y manteca rancia. Enmoheciéndose sobre la mesa, una hogaza de pan, con un
extremo mordido y marcas de dientes. La chimenea llena de diarios, medias viejas,
escupitajos y productos de la autocontaminación.
—Por Dios, Kenneth, ¿no deberías encargar a alguien la limpieza?
—¿Para qué? ¿Te descompone? Vomita en la chimenea.
—¿No tienes un canasto?
—Puedo gastar mi dinero en cosas mejores que un lacayo. Me marcho.
—¿Qué?
—Me marcho. Me voy. ¿Quieres algunas corbatas? Corbatas de moño.
—Sí. ¿Adónde vas?
—A Francia. Conseguí empleo.
—¿Qué es?
—Enseñar inglés en un liceo. Besançon, donde nació la madre de Paul Klee.
—Bastardo con suerte, ¿me dices la verdad?
—Me voy exactamente dentro de una hora. Si me miras muy, muy
atentamente, verás que lleno este saco con cuatro atados de cigarrillos, un par de
medias, dos camisas, un pan de jabón y una toalla. Luego me pongo el gorro,
escupo sobre mis zapatos y los lustro con la manga. Salgo por esa puerta, dejo caer
las llaves en la entrada principal y me meto en lo de Bewley a tomar una taza de
café, posiblemente solo, a menos que tengas dinero para pagar lo tuyo. Y luego, si
aún estás mirando, bajo por la calle O’Connell, paso frente a Gresham, en la esquina
doblo a la derecha y ahí verás mi forma esbelta que desaparece en un ómnibus gris
que dice aeropuerto, y finis. ¿Ahora me entiendes?
—Kenneth, sinceramente me alegro mucho.
—¿Comprendes? Sistema. Una vida ordenada.
Dangerfield abarca el cuarto con un movimiento de la mano.
—¿Esto es lo que llamas ordenado? Lamento verte tan desordenado.
O’Keefe se toca el cráneo.
—Aquí, Jack, aquí.
—¿Qué harás con esa jarra que está sobre la cómoda? Todavía tiene pegado
el precio.
—¿Eso? Es tuyo. ¿Sabes qué significa? Te lo diré. Hace un año, cuando vine
a este agujero, estaba saturado de grandes ideas. Pensaba en alfombras y sillones y
quizá unos cuadros en la pared, y después invitaría a algunos muchachos de la
escuela pública a beber una taza de té y echar una ojeada a mis objetos de arte.
Pensé que las cosas serían como en Harvard, con la diferencia de que lograría
ingresar en algunos de los clubes, cosa que nunca pude hacer en Harvard. Creí que
sería mejor empezar con algunos objetos en el dormitorio, y compré esa jarra por un
chelín y cuatro peniques, como puedes verlo por la etiqueta, y eso fue todo. No
necesito aclararte que nunca entré en ningún club ni frecuenté a los muchachos de
la escuela pública. Me hablan, pero piensan que soy un poco tosco.
—Lástima.
—Sí, lástima. Te regalaré la jarra para que me recuerdes cuando ya no esté
en la vieja tierra irlandesa, y viva con una linda muñeca francesa. Dios mío, si
tuviese tu acento me instalaría aquí. El acento es todo. Estoy derrotado antes de
empezar. En fin, eso no será un obstáculo en Francia.
—Oye, Kenneth, no quiero entrometerme pero…
—Sí, ya sé. Dónde conseguí dinero. Eso, amigo mío, es un asunto de estado
supersecreto.
—Lástima.
—Vamos, salgamos de una vez. Recoge las corbatas si las quieres, y la jarra,
o lo que se te ocurra. No volveré a ver estos cuartos sórdidos. Ni una sola vez
encendí fuego en esa chimenea. Tengo veintisiete años y siento como si tuviera
sesenta. No sé, no sé, creo que preferiría morir antes que pasar nuevamente por
todo esto. Tiempo perdido. No me gradué. Creo que asistí a cuatro clases de griego
y dos de latín en los últimos seis meses. Aquí todo es difícil, no como en Harvard.
Estos chicos trabajan día y noche.
—¿Puedo llevarme estas hojitas de afeitar usadas?
—Lo que quieras. Durante el resto de mi vida seré tan pobre como un ratón
de iglesia.
Sebastián recogió en un puñado las corbatas y las distribuyó en sus bolsillos.
Llenó una toalla de papel con hojas de afeitar y varias láminas de jabón. Sobre la
mesa, una pila de cuadernos baratos.
—¿Qué es esto, Kenneth?
—Son los frutos, podría agregar que echados a perder, de mis esfuerzos por
ser un gran autor.
—¿No pensarás dejarlos aquí?
—Ciertamente. ¿Qué quieres que haga?
—Nunca se sabe.
—Pues yo sé. De una cosa estoy seguro, y es que no soy escritor. No soy más
que un hijo de perra hambriento y sexualmente insatisfecho.
Dangerfield estaba volviendo las páginas del cuaderno. Leyendo en voz
alta.
—“En la familia irlandonorteamericana común ésta habría sido una muy
grata ocasión de hipócrita y auténtica alegría, pero los O’Lacey no eran la familia
irlandonorteamericana común y la atmósfera mostraba una tensión casi
sacrílega…”
—Acábala. Si quieres leer eso, llévatelo. No me recuerdes esa basura. No
escribiré más. Mi oficio es la cocina.
Los dos salen del dormitorio con los periódicos extendidos sobre los resortes
del colchón. La marca del cuerpo. Enero aquí adentro y junio afuera. O’Keefe, la
rata triste, la hogaza de pan mordisqueada. Y el fregadero un ensombrecido
vestíbulo de grasa. Bajo el mechero de gas recortes de tocino color verde y una taza
rota medio llena de grasa; lo primero que hará O’Keefe será sin duda abrir un
restaurante de gran categoría. Vidas puntuadas por sagaces acuerdos comerciales,
fugaces pantallazos de felicidad que concluyen en lamentables abortos. Que a uno
lo mantienen despierto por la noche, y además pobre.
Bajaron a los saltos los escalones gastados. Caminaron sobre los adoquines.
O’Keefe adelante, las manos hundidas en los bolsillos, con cierta cadencia, como
una oruga. Seguido austera, nerviosamente, por el inquieto Dangerfield con sus
pies de pajarito. Al número 4 para orinar.
—El acto de orinar siempre me da la oportunidad de pensar. Es lo único
bueno que saco de eso. Y ahora, a la calle. Otra vez en movimiento. La sensación
más grata del mundo. Oye, Dangerfield, ¿qué se siente teniendo esposa e hijo? Para
ti es problema incluso salir a la puerta.
—Uno se las arregla. Vendrán mejores tiempos. Puedes estar seguro.
—En Grangegorman.
—¿Sabes, Kenneth, que los graduados de Trinity tienen tratamiento
preferencial en Gorman?
—Bien, te asesinarán. Pero te diré una cosa, Dangerfield, no me desagradas
tanto como quizá crees. Tengo un rincón sensible en alguna parte. Ven, te pagaré
una taza de café, aunque es malo fomentar la debilidad.
O’Keefe desaparece con sus llaves en el cuarto del portero. El portero lo
mira con una sonrisa.
—¿Se marcha, señor?
—Sí, me voy al Continente soleado, sinceramente suyo.
—Que tenga mucha suerte, señor O’Keefe. Todos lo extrañaremos.
—Hasta luego.
—Adiós, señor O’Keefe.
Unos cuantos saltos hasta el lugar en que Dangerfield espera bajo el gran
arco de granito, y otro movimiento para pasar la puerta principal que da a la calle
Westmoreland. Se sumergen en el aire con olor a humo y café y se instalan en un
cómodo reservado. O’Keefe se frota las manos.
—Estoy impaciente por llegar a París. Quizá haga un contacto adinerado en
el avión. Rica muchacha yanqui que viene a Europa en busca de cultura y desea ver
los sitios interesantes.
—Y quizá también los tuyos, Kenneth.
—Sí, pero se entiende que me ocuparía de que no viese nada más. ¿Por qué
nunca me ocurren cosas como ésas? Ese tipo que vino a visitarme a mi cuarto y que
había llegado de París, un sujeto simpático, me dijo que en París una vez que uno
conseguía entrar en un grupo la cosa marchaba como sobre rieles. Por ejemplo, un
grupo teatral con el cual se relacionó. Una serie de mujeres hermosas que gustaban
de los tipos como yo, poca apariencia pero mucho cerebro e ingenio. El único
inconveniente, según me explicó, es que les gusta viajar en taxi.
La empleada se acercó a recoger el pedido. Dos tazas de café.
—Dangerfield, ¿quieres un pedazo de torta?
—Una sugerencia muy cordial, Kenneth, si estás seguro de que es lo que
corresponde.
—Y además, señorita, quiero mi café con dos, recuerde que son dos, jarritos
de crema y además caliente un poco las masas.
—Sí, señor.
La empleada suelta una risita, recordando la mañana en que este loco de
escasa estatura y lentes entró y se sentó con su gran libro. Todas las empleadas
temían atenderlo, porque se mostraba tan hosco y tenía una expresión rara en los
ojos. Permaneció sentado, solo, toda la mañana, volviendo una página tras otra. Y a
eso de las once levantó los ojos, se apoderó de un tenedor y empezó a golpearlo
contra la mesa, reclamando que lo sirvieran. Y ni por un instante se quitó el gorro.
—Bien, Dangerfield, en menos de una hora saldré a buscar fortuna. Dios,
estoy nervioso, como si fuera a perder mi virginidad. Esta mañana me desperté con
una erección que casi tocaba el techo.
—Y, Kenneth, tiene casi seis metros de altura.
—Y está lleno de arañas. Dios, hace un par de semanas estaba desesperado.
Vino a verme Jake Lowell, un verdadero bostoniano de Harvard, pero es negro.
Tiene todas las mujeres que quiere, pero en ese momento andaba escaso. Dijo que
yo debía hacerme maricón. Afirmó que era más intelectual y que estaba en mi línea.
Y así, una noche preparó mi iniciación. Era exactamente como asistir a un baile en
Harvard. Yo me sentía nervioso, y me saltaba el estómago. Y fuimos a una taberna
donde suelen reunirse. Me explicó todo lo que tenía que decir para que supiesen
que estaba en la misma línea. Dijo que todas las invitaciones importantes se
consiguen cuando uno está en el asunto.
—Bastante escabroso, Kenneth.
—Un tiro al aire. Finalmente conseguimos una invitación para una fiesta y
yo estoy todo nervioso pensando cómo debe sentirse una mujer y entonces ellos
cancelan el asunto porque Jake es negro y seguramente provocaría muchas peleas
en la fiesta. Observa bien. Nadie se peleaba por mí.
—Kenneth, parece increíble pero es así. Recuérdalo siempre.
—Dios mío, qué puedo hacer.
—Quedan los animales, o hacer una escena en público con intenciones
indecentes, y llevar un cartel con tu nombre y dirección.
—Tengo encanto. Sería un magnífico esposo. Y he sufrido un fracaso tras
otro. Pero quizá quería casarme con Constance Kelly sólo porque sabía que ella no
podía aceptarme. Si hubiera venido a decirme Oh Kenny, querido, me entrego, soy
tuya, me habría arrojado sobre ella como un tiro y luego habría huido a doble
velocidad. Retrospectivamente creo que la única vez que me sentí feliz fue en el
ejército. Excepto la vez que estuve en el Sur, acantonado con esos miserables
sudistas. Pero en general lo pasé muy bien. Engordé. El jefe de la compañía era un
hombre de Harvard, así que no necesito aclararte que me puso detrás de un enorme
escritorio, con un soldado que me preparaba café. Y oía a todos esos bastardos
quejándose de la piojosa comida y cómo extraño los platos de mamita y entonces les
dije que mi madre nunca había sabido cocinar tan bien. Querían darme una paliza.
La comida casi debilitó mi voluntad, al extremo de que pensé en una carrera militar,
hasta que descubrí que podía conseguir lo mismo afuera si tenía bastante dinero.
—Kenneth, hablando de dinero.
Las mandíbulas de O’Keefe se cerraron con un golpe seco. Extendió
rápidamente la mano para aferrar un bizcocho.
—Mira, Kenneth, sé que es un pedido un poco repentino, pero ¿no podrías
prestarme diez libras?
O’Keefe recorrió el salón con su único ojo, en busca de la empleada, y le
indicó que se acercara.
—La cuenta, dos cafés, dos masas y este bizcocho. Me marcho.
O’Keefe, las manos adelante y atrás, acomodando el gorro en su lugar.
Levanta el bolso y lo cuelga a la espalda. Dangerfield se pone de pie, un perro fiel
siguiendo el precioso hueso.
—Kenneth, diez libras, prometo devolvértelas en cuatro días, las tendrás
cuando llegues. No lo dudes. Un préstamo absolutamente seguro. Mi padre me
envía cien dólares el martes. Te digo, Kenneth, que es absolutamente seguro, tu
dinero está más seguro conmigo que en tu bolsillo, puedes matarte en el avión.
—Muy considerado de tu parte.
—Digamos ocho.
—Tú dirás ocho. Yo no digo nada. No las tengo. Me lo paso trotando las
calles, perseguido por la mala suerte, rascando un centavo aquí y allá y por primera
vez en muchos meses consigo un poco de dinero para darme un baño y cortarme el
pelo y salir del pantano y entonces te presentas y quieres arrinconarme otra vez.
Dios mío, por qué tengo que conocer gente pobre.
Caminaban hacia la salida entre las sillas y las mesas con sus revestimientos
de vidrio y las empleadas de pie al lado del mostrador, los brazos cruzados sobre
los senos negros, el tintinear de copas y las esferas de manteca, y el olor de los
granos de café tostado. De pie frente a la caja registradora, O’Keefe rebusca en su
bolsillo. Dangerfield espera.
—Está bien, está bien, vigílame, adelante. Sí, acertaste, tengo dinero. Me
aguantaste, me diste de comer, es cierto, es muy cierto, pero ahora me estás
jodiendo.
—No he dicho nada, Kenneth.
—Aquí tienes, maldito sea, agárralo, por amor de Dios, y emborráchate,
tíralo, rómpelo, haz lo que quieras, pero quiero que me devuelvas el dinero a mi
llegada. De veras, me jodiste.
—Vamos, Kenneth, no es necesario reaccionar así.
—Soy un idiota. Si fuera rico te mandaría a la mierda. El pobre arruinando
al pobre.
—Kenneth, la pobreza es temporaria.
—En tu caso puede ser, pero yo no me engaño, sé perfectamente que puedo
hundirme para siempre y quedarme allí. Todo este mierdoso sistema existe para
mantenerme en la penuria. Y no lo soporto más. Tuve que romperme el culo para
conseguir este dinero. Trabajar. Usar mi cabeza.
—Dime como lo hiciste.
—Aquí tienes, lee.
O’Keefe extrajo de su bolsillo varias hojas de cuaderno. Garabateadas,
rasgadas y sucias.
—Están bastante roñosas.
—Lee.
Esta es mi situación. No tengo ropas para vestir y no he comido en dos días.
Debo viajar a Francia donde tengo empleo. En la situación actual carezco
absolutamente de escrúpulos o de consideración por el respetable apellido de
O’Keefe. Por lo tanto, me presentaré en el consulado norteamericano con el fin de
que me deporten, y procuraré que el asunto tenga amplia publicidad en la Prensa
Irlandesa y en el Independiente de Irlanda, que considerarán muy divertido y un
material interesante el hecho de que un norteamericano está en la vieja patria
irlandesa sin un penique, ignorado por sus parientes. Si consigo dinero hacia fines
de la semana saldré inmediatamente para Francia, y ustedes no oirán hablar más de
mí. Hablando francamente, cualquiera de las dos alternativas me parece
conveniente, aunque debo pensar en mis parientes y en lo que dirán los vecinos.
Creo que este asunto avergonzaría mortalmente a mi madre.
Suyo sinceramente,

K. O’KEEFE

O’Keefe extrajo del bolsillo otra carta.


—Esta es la réplica del padre Moynihan. Los zapatos que me dio mi madre
estaban destinados a él y yo dije a los funcionarios de la aduana que si tenía que
pagar un solo centavo de derechos por ellos los tiraba al mar. De modo que los
dejaron pasar. Oh Dios mío, nunca olvidaré a este bastardo.
Dangerfield sostenía el papel azul entre las manos.
Me siento casi incapaz siquiera sea de escribirte pues ésta es la carta más
despreciable que jamás he tenido el desagrado de recibir y además equivale a un
chantaje. Es difícil creer que seas producto de un buen hogar católico, o para el caso
que seas mi sobrino. Eres un insulto para el pueblo norteamericano. Sin embargo,
según parece siempre existe un elemento, la resaca y los seres perversos
engendrados en el arroyo, que es una amenaza para las personas decentes que
consagraron su vida y su esfuerzo a criar matones desagradecidos. Cómo te atreves
a amenazarme con tanta insolencia. Sólo porque eres el hijo de mi hermana no he
atraído la atención de la policía hacia tu sucia correspondencia. Te adjunto las
treinta monedas de plata y entiéndase que no toleraré nuevas comunicaciones tuyas.
Mientras estuviste aquí como huésped mío violaste mi hospitalidad y también la
dignidad a la cual estoy acostumbrado en esta parroquia. También estoy al tanto de
tus esfuerzos para corromper la pureza de una de las hijas de la señora Casey. Te lo
advierto, si vuelvo a oír de ti, comunicaré a tu madre los detalles de este execrable
ultraje.
J. MOYNIHAN P.P.

—Kenneth, esto es fantástico. ¿Qué hiciste allí?


—Oh, eso. No quiero recordarlo. Le dije a la chica que trabajaba en la
biblioteca que tenía que liberarse. Pareció fascinada. Pero cuando me marché
seguramente sintió remordimientos y en el confesionario reveló al viejo bastardo
que yo le había tocado el brazo, lo de siempre. Nada nuevo. Lo que ya sabemos,
desesperación, frustración, sufrimiento. Y ese viejo e hipócrita bastardo con sus
botellas de whisky y su dignidad bien guardadas. Nunca tuve tanto frío en toda mi
vida. Esa casa maldita era como una morgue. No estaban dispuestos a echar al
fuego un poco más de turba. Y apenas descubrió que yo no tenía un cobre y que
vivía de su caridad, suprime el fuego y desaparecen los cigarrillos que había por
toda la casa y el ama de llaves vigila la cocina como un halcón. Sin embargo, no hay
motivo para irritarse, esa carta insultante llegó con diez libras. Las veces anteriores
en que le pedí dinero me mandó media corona.
—En realidad, Kenneth, eres un hombre de recursos. Si regresaras a Estados
Unidos serías rico.
—Quiero dinero aquí. Me quedaría hasta la muerte si tuviese los medios
necesarios. Pero qué bastardos roñosos. Hay que evitar el campo. Después de mi
visita al reverendo Moynihan se me ocurrió hacer la prueba con la hospitalidad por
el lado de mi padre. Falsos hasta la médula. Pero cuando llegué me dieron lo mejor
que tenían, aunque era una situación embarazosa. Yo estaba sentado en un extremo
de la mesa con mantel y servilleta, y ellos masticaban sobre la madera desnuda. Y
yo les preguntaba por qué no podía ser igual que ellos y comer sobre la madera, y
me contestaban: Oh no, vienes de Estados Unidos y queremos que te sientas
cómodo. Incluso impedían que los cerdos y los pollos entraran en la casa, aunque
en realidad no me importaba. Pero cuando empezaron a preguntar si pensaba
marcharme, como un buen estúpido les dije que no tenía dinero. Puf. Las gallinas y
los cerdos otra vez en la casa, y nada de mantel y servilleta. En fin, me quedé hasta
Nochebuena, cuando mi tío dijo arrodillémonos todos y recemos el rosario. Y me
hubieras visto, sobre la piedra dura y fría murmurando avemarías y pensando en
las nalgas que hubiera podido pellizcar en Dublín. Me fui al día siguiente, después
de la cena de Navidad. Supuse que lo menos que podía hacer era asistir a la comida.
—Una delicada concesión.
Cruzaron la calle y O’Keefe compró el Irish Times y recorrieron
garbosamente el puente, ambos envueltos en un torrente de palabras originadas en
la excitación de O’Keefe y los recuerdos de Dublín. Formaban una extraña pareja y
un grupo de niños empezó a gritarles judíos, judíos, y O’Keefe se volvió con un
dedo acusador, irlandeses, irlandeses, y se quedaron mirándolo en silencio, los pies
descalzos.
—Eso es lo que me gusta de Irlanda, tan tolerante y fraternal. Imagino que lo
único que quiero de esta vida es un fuego decente en la chimenea, una alfombra
sobre el piso y un sillón cómodo para instalarme y leer. Y unos pocos dólares de
modo que no necesite esclavizarme y alternar con la gente de dinero ni, puedo
agregar, contigo mismo, en estas precisas circunstancias. Pero Dios mío, cuando no
tienes dinero, el problema es el alimento. Cuando tienes dinero, es el sexo. Cuando
dispones de ambos se trata de la salud, te inquieta la posibilidad de un ataque, o
algo por el estilo. Y si todo anda bien temes a la muerte. Y mira esas caras,
suspendidas en el primer problema, como lo estarán por el resto de sus días.
—¿Y cuál es mi problema, Kenneth?
—Que vives en un mundo de ensueño. Crees que porque naciste rico
continuarás así. Pero hay demasiados tipos como yo que esperan la oportunidad de
subir. Consigue tu diploma, el pasaporte a la seguridad, y usa anticonceptivos. Si te
llenas de hijos estás acabado.
—Hay un grano de verdad ahí.
—Cultiva la relación de esos estudiantes ricos de Trinity. Les gustas. A mí
me perjudica el acento, pero tan pronto corrija mi fonética, ya verás cómo navego.
Volveré de Francia convertido en un hombre nuevo.
En la calle Cathal Brugha doblaron y O’Keefe compró la edición parisiense
del Herald Tribune y The Western People. Metió los diarios en el bolso y enfrentó a
Dangerfield.
—Aquí nos separamos. Mis principios rechazan las despedidas.
—Como quieras, Kenneth. Deseaba agradecerte el dinero.
—No lo hagas tan doloroso. Limítate a devolverlo. Cuento con ello. No
embrolles las cosas.
—Por supuesto.
—Hasta luego.
—Cuídate, Kenneth, y usa armadura.
—La primera vez no quiero nada entre mi persona y la carne. Dios nos
bendiga.
Dangerfield se quedó ajustando los trozos de alambre que le sostenían los
pantalones. Un apretado puñado de billetes. O’Keefe a la deriva, perdido y en
pecado. Había comprado una camisa verde, de los excedentes militares, para
aguantar más tiempo.
Kenneth O’Keefe se volvió y avanzó en medio de la mañana soleada. Los
pantalones sin botamangas moldeando las piernas que Constance Kelly había dicho
que eran tan lisas. El gorro encasquetado firmemente para engañar a los mendigos
y el único ojo, una goma húmeda buscando el signo que indicaba el camino hacia el
limbo de los vivos, la matriz espesamente alfombrada de los ricos ociosos.
6

Oh el verano y el viento suave. Alivia el corazón y abarata la vida. Apaga


ese fuego en la chimenea. Apágalo. Así es mejor.
El carnicero está pocas casas más allá, sobre la misma calle. Una línea de
tranvías pasa al lado de la ventana. Y del otro lado de la calle el lavadero más
fantástico, con cuarenta muchachas y grandes calderos humeantes. Oh, creo que
saben usar exactamente el toque de ácido que es necesario.
El señor y la señora Dangerfield y su hija, Felicity Wilton, que antes residían
en Howth, ahora se han mudado al número uno de la calle Mohammed, The Rock,
Dublín.
Decidieron abandonar la casa embrujada de Howth. Pero hubo vacilaciones
hasta esa mañana después de la tormenta en que Marion abrió la puerta de la cocina
para recoger la leche y pegó un grito y Sebastián acudió a la carrera y los dos vieron,
allá abajo, un mar manchado de barro donde habían caído el jardín del fondo y el
depósito de turba. Se mudaron.
La casa nueva no era nueva. Y no se podía entrar caminando rápido por la
puerta del frente, pues uno se encontraba saliendo por el fondo. El señor Egbert
Skully llevó aparte al señor Dangerfield y le dijo que le alegraba alquilar a un
norteamericano, porque él y su esposa habían trabajado veinte años en las Grandes
Tiendas Macy y querían mucho a Nueva York, y le complacía tener inquilinos
pareados a ellos. Y espero que usted, su esposa y la nena sean felices aquí. Sé que es
un poco reducido, pero creo que les agradará lo confortable de la casa, ja, usted
parece un caballero, señor Dangerfield, un hombre a quien le gusta tener
comodidades, ¿y usted juega golf? Oh, sí. Pero mis palos no están bien. Los haré ver
por un profesional que me diga qué defectos tienen, usted sabe, soy muy puntilloso
en la alineación. Excelente idea, señor Dangerfield, y quizá mi esposa pueda dar
algunas recetas a la suya. Magnífico.
Las paredes recién empapeladas con flores pardas se sienten húmedas al
tacto. Y una bonita alfombra Axminster parda, de cuarta mano, sobre el piso de la
sala, y un escabroso canapé azul. La cocina bien, pero la canilla y la pileta estaban
afuera, al lado de la puerta. Una escalera estrecha y empinada, un gabinete con una
claraboya del tamaño de una fuente, el conservatorio. Y un tocador metido como
una caña entre dos paredes, el lavatorio. Torio era un sufijo muy importante en esta
casa. Y la ventana de la sala está a medio metro de la vereda, perfecta para los
vecinos que pasan, de modo que uno procura que no lo sorprendan con los
pantalones bajos. De todos modos, el estrépito del tranvía lo mantiene a uno en
guardia.
Una visita al depósito de combustible, para pedir carbón que se apilará bajo
la escalera. Marion consiguió cajas y las cubrió con manteles para darles color y
respetabilidad.
Y mis mapas especiales, uno o dos raros y antiguos. Tengo una lámina que
reproduce un cementerio, y la pongo bajo vidrio grueso. Y bajo la ventana, como si
fuera un escritorio, la mesa de jugar a los naipes. Las chicas de la lavandería
distraerán mi mente del tedio terrible del estudio. Salen dos veces por día, el cabello
con ruleros y los pechos como agujas en esos corpiños norteamericanos que
levantan el busto. Creo que el obispo tendría algo que decir al respecto, y con
mucha razón. Luego, las veo alinearse en la espera del tranvía, una hilera de rostros
blancos bañados de vapor. Y algunas lanzan risitas en dirección al loco que está
detrás de la cortina.
Ante nosotros el verano. La vida en esta casita fue tranquila. Nada de beber,
y cuidar a la niña cuando Marion salía de compras. Una taza de caldo por la
mañana. También veo a una criatura agradable, allá en la ventana. La descubrí
mirando hacia aquí con unos ojos pardos bastante grandes, sin sonrisas ni risitas.
Cierto desdén, el pelo oscuro lacio y espeso. Y creo que percibo inteligencia, esa
mirada es un tanto embarazosa. Me refugio en la cocina. Muy excitante.
Preparo una pequeña estantería y la lleno con obras de derecho, una breve
biografía del Bienaventurado Oliver Plunket y otras obras acerca de los pájaros. El
estante inferior para las revistas comerciales, en los grandes días que se avecinan. Y
luego, una sección destinada a mi nutrida colección que, Dios me perdone, robé de
distintas iglesias católicas. Pero lo hice porque necesitaba cobrar fuerza en mi
pauperismo. Mis favoritos son Esa cosa que llaman amor, La bebida es una maldición, y
La felicidad en la muerte.
El primer tranvía de la mañana casi lo envía a uno al piso y Felicity lanza un
grito estrangulado desde el conservatorio. Retorno al sueño con un gruñido. Recojo
las piernas, como el feto agazapado. Marion usa mi ropa interior. A veces se filtra el
sol. Luego Marion camina descalza sobre el linóleo. Incitaciones. Oh, levántate. No
me dejes todo por la mañana. En mi corazón donde nadie más puede oírme yo digo,
ahora por lo que más quieras, Marion, sé una buena británica y baja a la cocinita y
calienta el café, como una buena chica, y quieres, ya que estás, tostar unas
rebanadas de pan y no me opondría si tal vez incluyeras nada más que una
sospecha de tocino encima, sólo una sospecha, y lo preparases todo sobre la mesa y
entonces yo bajo y hago el papel de buen marido, ah querida buenos días, cómo
estás, qué buen aspecto tienes esta mañana querida cada día pareces más joven.
Esto último está muy bien. Pero desciendo dolorido y agobiado, débil y confuso, el
corazón y el alma tapados por cemento.
Pero más avanzada la mañana suceden grandes cosas. Ruido de caballos
sobre los adoquines de piedra. Luego, arriba al dormitorio, para mirar la calle. Esos
animales negros y delgados relucientes bajo la lluvia suave. Las cabezas erguidas,
arrojando rayas de vapor en el aire de la mañana. A veces veo por los pequeños
vidrios de las ventanas un lirio sobre una caja de pino. Llévame también contigo. Y
no puedo dejar de murmurar fragmentos de los poemas que leí en el Evening Mail:
Duerme tu último sueño,
sin cuidado y sin dolor
descansa donde nadie llorará,
y nosotros también te seguiremos.
Y veo los rostros sonrientes que asoman por las ventanillas del coche,
radiantes con la importancia del muerto. Sombreros que saludan a lo largo del
camino y manos que se mueven en un rápido signo de la cruz. El whisky pasado de
mano en mano. La boca verde y codiciosa ha muerto. Un violín que viene de los
campos. Los hongos que engordan en la cálida lluvia de setiembre. Muerto.
Hora de ir a buscar el diario. Y de vuelta con él al lavatorio. Entre las
paredes verdes que se despellejan. La sensación permanente de que quedaré
entrampado. Una mañana brillaba el sol y yo me sentía maravillosamente. Estaba
sentado gruñendo y gimiendo, leyendo las noticias, y luego levanté un brazo y tiré
de la cadena. Abajo en la cocina Marion lanzó un grito.
—Eh, Marion, ¿qué pasa?
—Por Dios, basta, basta, Sebastián, idiota. ¿Qué has hecho?
Descenso con veloz irritabilidad por la estrecha escalera, irrupción en la
cocina que empieza al pie. Quizás todo esto es demasiado para Marion y
enloqueció.
—Sebastián, idiota, mírame, mira las cosas de la nena.
Marion temblorosa en medio de la cocina cubierta con tiras de papel
higiénico mojado y materia fecal. De un hueco oscuro en el cielorraso salía agua,
yeso y materia fecal.
—Maldito sea, maldito sea.
—Oh condenación, condenación. Haz algo, idiota.
—Por el amor de Dios.
Sebastián sale tambaleándose.
—Cómo te atreves a escapar, maldito inútil. Es horrible, y no aguanto más.
Marion se echó a llorar, y el golpe de la puerta principal al cerrarse sofocó
los sollozos.
Atrás la playa de estacionamiento, colina abajo en dirección a la estación. Se
detiene junto a una pared y mira pasar los trenes. Uno sólo quiere cagar y vean lo
que ocurre. Ese maldito Skully probablemente puso caños de goma. Tres libras
semanales por una ratonera, con verdín en las paredes y muebles de cartón
prensado. Y Marion tenía que estar justo debajo. ¿Cómo no atinó a apartarse?
Y el sol se ocultó y parece que lloverá. Será mejor regresar a casa, de lo
contrario mi posición se debilita. Llevaré un regalito, una revista de modas llena de
lujos.
Marion sentada en el sillón, cosiendo. Se detiene en la puerta, poniendo a
prueba el silencio.
—Marion, discúlpame.
Marion mantiene inclinada la cabeza. Sebastián le ofrece el regalo.
—Lo siento sinceramente. Mírame. Te traje un regalo. Mira, tamales
calientes con condimento de tinta.
—Oh.
—¿Te gusta?
—Sí.
—¿Estás enojada conmigo?
—No hablemos de eso.
—Mi pequeña Marion. Soy un cretino. Te digo que ese baño de ahí arriba es
una buena mierda.
—Tendré algo que leer en la cama.
—Soy un auténtico cretino.
—Qué lindos vestidos.
—¿Me oyes, Marion? Soy un cerdo.
—Sí, pero me gustaría que fuésemos ricos y tuviéramos dinero. Quiero
viajar. Si por lo menos pudiésemos viajar.
—Marion, déjame darte un beso.
Marion se puso de pie, lo abrazó con sus brazos rubios, aplicó su larga ingle
contra la de Sebastián, e introdujo su lengua en lo profundo de la boca masculina.
En el fondo Marion es buena y no carece de sentimientos, sólo que a veces es
un poco irritable. Vamos, entra allí y prepara la comida. Y yo me acomodo
tranquilamente en el sillón y leo el Evening Mail. Veo una lista de ofrendas
monetarias de conciencia. Gran cosa es la conciencia. Y cartas a propósito de la
emigración y las mujeres que se casan por dinero. Aquí hay una carta acerca del
Bienaventurado Oliver Plunket. Fui a verlo en la iglesia de San Pedro, en Drogheda.
Una cabeza decapitada, antigüedad doscientos sesenta años. Me intimida. Gris,
rosa y castigada y un destello de dientes desnudos y muertos a la luz de las velas.
Unas fregonas me invitaron a tocarla, señor, tóquela ahora, trae suerte. Temeroso,
apliqué el dedo en el mohoso agujero de la nariz, porque en los tiempos que corren
la suerte nunca sobra.
Ahora las veo venir por la calle, saliendo de la lavandería. Llenan la calle, y
los rostros se alinean en espera del tranvía. Ahí está la chica de los ojos pardos y el
cabello oscuro, el rostro incoloro, salvo los labios bien formados. Las piernas
enfundadas en medias de algodón y los pies calzados con botas de los sobrantes del
ejército. Descubierta, el cabello formando rodete. Se acerca al diariero, las nalgas
anudándose blandamente con el movimiento de las piernas. Se mete el diario bajo
el brazo y se incorpora a la cola.
Intuyo que no es virgen, pero quizás no tiene hijos y los pezones son
capullos rosados, pero incluso si están succionados y son oscuros no me importa.
Lleva un pañuelo verde alrededor del lindo cuello. Los cuellos deben ser blancos y
largos con una vena azul e inquieta estremecida por el nerviosismo general de la
vida. Señor Dios de las alturas, está mirando hacia aquí. ¿Ocultarme? ¿Qué soy?
¿Una rata, una víbora? De ningún modo. Le haré frente. Eres hermosa.
Absolutamente hermosa. Descansa el rostro sobre tus pechos primaverales. Te llevo
a París y te anudo los cabellos con hojas de estío.
—Sebastián, ya está, trae una silla.
En la cocina cortando una fina rebanada de pan, mientras rasca manteca de
una taza.
—Sebastián, ¿qué haremos con el baño?
—¿Qué quieres hacer?
—¿Quién lo arreglará?
—Marion, por favor, es la hora de comer. ¿Quieres que enferme de úlcera?
—¿Por qué siempre rehuyes la responsabilidad?
—Hablemos después de la comida. No me acorrales con las cañerías
irlandesas, es una novedad en este país y los caños se confundieron.
—Pero, ¿quién pagará?
—Skully, y lo sacará de su huevito de oro.
—Y el olor, Sebastián. Qué se puede hacer con el olor.
—No es más que mierda saludable.
—Cómo te atreves a usar una palabra tan fea.
—La mierda es mierda, Marion, y lo será hasta el día del Juicio.
—Es una cosa sucia, y no permitiré que la digas en presencia de Felicity.
—La oirá, y ya que hablamos de cosas sucias me ocuparé de que la encamen
antes de que cumpla quince.
Marion conmovida silenciosamente. Mete cáscara de huevo en el café para
asentarlo. Vean las uñas de los dedos, mordisqueadas. Se mueve en medio del
desastre.
—Bueno, Marion, cálmate. Hay que adaptarse. Lleva tiempo acostumbrarse.
—¿Por qué tienes que ser tan grosero?
—La vulgaridad que llevo en la sangre.
—Trata de ser sincero. No eras así antes de que viniéramos a Irlanda. Este
país vulgar y sucio.
—Vamos, cálmate.
—Los chicos descalzos en la calle en invierno y los hombres mostrándote
sus cosas en los umbrales. Repugnante.
—Calumnias. Mentiras.
—Son un sucio rebaño. Ahora comprendo por qué sólo sirven para criados.
—¿No te parece, Marion, que estás un poco resentida?
—Sabes que es así. Mira a ese espantoso O’Keefe y sus sucias ideas. Parece
que Estados Unidos no los mejora. Saca a flote lo peor que tienen. No serviría ni
para criado.
—Creo que Kenneth es un caballero hecho y derecho. ¿Lo oíste tirarse un
pedo? Veamos, ¿lo oíste?
—Qué inmundicia. No hay más que ver con qué excitación se acerca al gato
cuando el animal está en celo para comprender que es un sujeto ruin. Cuando entra
en la habitación siento que me viola mentalmente.
—Es legal.
—La repulsiva sensualidad del campesino irlandés. Y quiere dar la
impresión de que es un hombre bien educado. Míralo comer. Qué irritante.
Manotea todo. La primera vez que lo invitamos entró como si nosotros fuéramos
sus criados y empezó a comer antes de que tuviéramos tiempo de sentarnos. Y
arrancaba los pedazos de pan, cómo no ves esas cosas.
—Vamos, vamos, un poco de paciencia con el pueblo que dio a tu país un
Jardín del Edén donde jugar, que les enciende el fuego y les sirve el té.
—Ojalá nos hubiésemos quedado en Inglaterra. Habrías ingresado en
Oxford o Cambridge. Y por lo menos habríamos conservado cierta dignidad.
—Reconozco que de eso no queda mucho.
Marion piernas largas se instaló en el sillón. Qué te hace tan alta y esbelta.
Levantas los párpados y cruzas las piernas con algo que me gusta y en ti esos
zapatos neutros adquieren un aire sexy. Y reconozco, Marion, que no eres
charlatana. Y cuando tengamos nuestra casa en el Oeste con el ganado de Kerry
comiendo el pasto en las colinas y yo sea Dangerfield K. C. todo volverá a su cauce.
Un tranvía golpea cerca de la ventana, cruje, se balancea y traquetea
siguiendo los rieles que lo llevan a Dalkey. Un sonido reconfortante. Los mapas se
estremecen sobre la pared. Irlanda es un país de juguetes. Tal vez debería acercarme
a Marion sobre el diván. Estamos experimentando con el matrimonio. Tengo que
encontrar los anticonceptivos o de lo contrario otra boca reclamando leche. La chica
de ojos pardos de la lavandería tiene unos veinticinco años. Marion otra vez
chupando los dientes postizos, puede significar que quiere.
En el dormitorio, Dangerfield frota los pies enfundados en medias sobre el
linóleo frío. Y el sonido de Marion usando la escupidera detrás del biombo
auténtico de la dinastía Ming suministrado por Skully. Y un tironcito a estas
cortinas andrajosas, en bien de la intimidad. Incluso en este gran país católico hay
que protegerse, o lo miran a uno cuando se desviste, pero recuerde que los
protestantes usan prismáticos.
Y Marion que sostiene el ruedo del vestido y lo pasa sobre los hombros
ágiles. Dice que quedan solamente treinta chelines.
—Nuestro acento y nuestros buenos modales nos permitirán salir del paso.
¿Sabías, Marion, que no pueden encarcelar a un protestante?
—No tienes responsabilidad. Y que mi hija se críe entre irlandeses salvajes y
tenga que aguantar a uno de ellos toda su vida… Pásame la crema, por favor.
Sebastián pasa la crema, sonríe y agita los pies desde el borde de la cama.
Deja caer el cuerpo con un crujido de resortes y contempla las manchas rosadas en
el cielorraso. Marion está un poco aturdida y confundida. Es difícil para ella. Estaba
quebrándose. No es tan fuerte como yo, hizo una vida protegida. Tal vez no debió
casarse conmigo. Todo es cuestión de tiempo. Bombear incansablemente; aire
adentro y afuera y luego todo acaba como los postigos de una casa que se derrumba.
Empieza y termina con un olor antiséptico. Me agrada pensar que el fin se parecerá
a hojas de madreselva que se cierran, y que desprenden una fragancia última en la
noche, pero una cosa así les ocurre sólo a los santos. Se los descubre por la mañana
con una sonrisa en los labios y se los entierra en un sencillo cajón. Pero yo quiero
una lujosa tumba de mármol de Vermont en el cementerio de Woodlawn, con
rociador automático y plantas de verdor permanente. Si a uno lo atrapan en la
facultad de medicina lo cuelgan de las orejas. Te ruego que no olvides reclamarme.
No me cuelguen todo hinchado, las rodillas apretando las nalgas rojas de otros
donde vienen a ver si soy gordo o flaco y a todos nos apuñalaron en el Bowery. A
uno lo matan en las calles de inquilinato y lo cubren de flores y lo meten en el
líquido. Por Dios, gordinflones idiotas, sáquenme ese líquido. Soy funebrero, tengo
mucho trabajo y no puedo morir.
—Marion, ¿piensas a veces en la muerte?
—No.
—Marion, ¿piensas a veces que morirás?
—Por favor, Sebastián, ¿podrías dejar ese horrendo tema? Estás de mal
humor.
—Nada de eso.
—Sí. Vienes todas las mañanas a ver los funerales de esos infelices. Horrible
y sórdido. Creo que te da un placer perverso.
—Más allá de este valle de lágrimas, arriba, hay otra vida, inconmensurable
en el tiempo, y toda esa vida es amor.
—Crees que me atemorizas con esos aires siniestros. Sólo me aburres, y
pareces repulsivo.
—¿Qué?
—Sí, lo que oíste.
—Por el amor de Dios, mírame. Mírame en los ojos. Vamos, anímate.
—No quiero mirarte en los ojos.
—Son unos globos oculares honestos.
—No puedes hablar en serio de nada.
—Sólo te hice una pregunta acerca de la muerte. Quiero saber lo que sientes,
quiero conocerte a fondo. O tal vez crees que esto es para siempre.
—Tonterías. Tú crees que es para siempre, bien lo sé. He observado que por
las mañanas no sueles estar tan animado.
—Necesito unas horas para adaptarme. Sacudir el sueño.
—Y gritas.
—¿Qué?
—Hace unas pocas noches gritaste, cómo saldré de esto. Y otra vez también,
qué es esa cosa blanca en el rincón, quítenla de ahí.
Dangerfield se aprieta el vientre, y ríe sobre los resortes que crujen.
—Puedes reírte, pero creo que en el fondo hay algo grave.
—¿Qué hay en el fondo? No comprendes que estoy loco. ¿No lo ves? Mira.
Trata de ver. Locura. Eh. Estoy loco.
Sebastián hizo un guiño y sacó la lengua.
—Basta. Siempre quieres hacer el payaso pero nunca estás dispuesto a nada
útil.
Dangerfield la miró desde el lecho, y ella flexionó los largos brazos a la
espalda y los pechos salieron de las tazas del corpiño, y los pezones bronceados se
endurecieron con el aire frío. Una línea roja sobre el hombro marcado por la tira.
Sale cansadamente de sus bombachas, enfrenta el espejo y se pasa crema blanca por
las manos y la cara. Rayitas pardas alrededor de los pezones. Marion, a menudo
hablaste de usar el tratamiento con cera, pero después de todo me gustas así.
Sebastián abandona silencioso el lecho y se aproxima al cuerpo desnudo.
Aplica los puños sobre las nalgas de su mujer y ella le aparta las manos.
—No me gusta que me toques ahí.
Y la besa en la nuca. Humedece la piel con la lengua y los largos cabellos
rubios se le meten en la boca. Marion retira del perchero la bata azul. Sebastián se
desviste y se sienta desnudo en el borde de la cama, quitándose la pelusa blanca del
ombligo, e inclinándose para quitar la roña endurecida entre los dedos de los pies.
—Sebastián, quisiera que te bañases.
—Mata la personalidad.
—Eras tan limpio cuando te conocí.
—Renuncié a la limpieza en favor de la vida espiritual. Preparación para un
mundo distinto y mejor. No hay que molestarse por un poco de roña. Mi lema es el
alma limpia. Quítate la bata.
—¿Dónde están?
—Bajo mis camisas.
—¿Y la vaselina?
—Detrás de los libros, en el estante.
Marion desgarra el papel plateado. Los norteamericanos son notables para
crear envases. Lo envuelven todo. Se abre la bata, se la quita de los hombros y la
deja caer a los pies, y luego la pliega cuidadosamente sobre los libros. Se arrodilla
en la cama. Cómo son otros hombres, gruñen y gimen, todos curvados y
circuncidados, con o sin. Ella sube a la cama, la voz tierna.
—Quiero como hacíamos en Yorkshire.
—Humm.
—¿Siempre te gustan mis pechos así?
—Humm.
—Sebastián, dime cosas, háblame. Quiero saber.
Sebastián se acerca en un movimiento circular, apretando contra el suyo el
cuerpo largo y rubio, y pensando en un mundo exterior de tambores redoblantes
bajo la ventana azotada por la lluvia. La lluvia que cae sobre los adoquines de
piedra. Y está de pie afuera, mientras un tranvía repleto de obispos pasa
retumbando, y todos alzan las manos sagradas en una bendición. La mano de
Marion aprieta y se me mete en la ingle. Ginny Cupper me llevó en su automóvil a
los campos llanos de Indiana. Estacionó al borde de los bosques, y caminamos entre
las filas soleadas de los maizales, las plantas ondulantes sobre un horizonte
amarillo. Vestía una blusa blanca y tenía una mancha gris de sudor bajo los brazos y
la sombra de sus pezones era gris. Éramos ricos. Tan ricos que jamás podríamos
morir. Ginny reía y reía, y la saliva blanca en sus dientes iluminaba el rojo oscuro de
su boca, alimentada con el alimento más refinado del mundo. Ginny a nada temía.
Era joven y antigua. Sus brazos y piernas pardas se balanceaban con salvaje
optimismo, y todas sus partes eran bellas. Bailaba sobre la larga capota de su
Cadillac carmesí, y al mirarla yo pensaba que Dios debía ser mujer. Saltó hacia mis
brazos y me derribó y gritó en mi boca. Las cabezas apretadas en el cálido suelo de
Indiana y yo clavado a una cruz. Un cuervo graznó al sol blanco y mi esperma
chorreó sobre el mundo. Ginny había lanzado su largo Cadillac contra el parapeto
de un puente de Saint Louis, y el coche resplandeció como un cuajarón de sangre en
el barro y el limo del Mississippi. Estábamos todos en el silencio estival de Suffolk,
Virginia, cuando el ataúd de cobre fue depositado nuevamente en la bóveda de frío
mármol. Fumé un cigarrillo y lo aplasté sobre las esquinas negra y blanca de la
tumba. En el estancado vacío de la estación ferroviaria, después que se fueron los
automóviles, entré en el baño de mujeres y vi las obscenidades fálicas en las puertas
de madera y las paredes grises. Me pregunto si la gente creerá que soy un tipo
lascivo. Ginny tenía gardenias en su hermoso cabello castaño. Oigo el tren. La
respiración de Marion en mi oído. Se me sacude el estómago, el último resto de
fuerza. El silencio del mundo. Las plantas ya no crecen. Ahora vuelven a crecer.
7

—Marion, creo que iré a estudiar esta mañana en el parque.


—Llévate a la nena.
—El cochecito está roto.
—Tómala en brazos.
—Me orinará en la camisa.
—Lleva el pañal de goma.
—¿Cómo podré estudiar si tengo que vigilarla? Irá gateando hasta el
estanque.
—¿Pero no comprendes? Estoy muy ocupada con todo esto. Mira el
cielorraso. Y ahí estás tú, y además usando mi sweater. No quiero que uses mi
sweater. Tengo muy pocas cosas.
—Dios mío.
—¿Y por qué no vas a ver al señor Skully y consigues que arregle ese
inmundo baño? Yo sé por qué. Le temes, ésa es la razón.
—En absoluto.
—Sí. Es suficiente que te diga Skully y echas a correr y subes la escalera
como un conejo asustado, y no creas que no te oigo cuando te metes bajo la cama.
—Lo único que quiero es que me digas dónde están mis lentes ahumados.
—Hace tiempo que no los veo.
—Los necesito. Me niego absolutamente a salir de casa sin ellos.
—Pues búscalos.
—¿Quieres que me reconozcan? ¿Eh?
—Sí, eso mismo.
—Dios maldiga esta casa. Tiene el tamaño de un ropero y ni yo mismo
puedo encontrarme en ella. A este paso, empezaré a romper cosas.
—No te atrevas. Y aquí tienes una repulsiva postal de tu amigo O’Keefe.
Marion se la arrojó a través del cuarto.
—Cuidado con mi correspondencia. No quiero que ande tirada por ahí.
—Vaya correspondencia. Léela.
Garabateado con grandes mayúsculas:
TENEMOS LOS COLMILLOS DE ANIMALES

—Eh. Oh, sí.


—Eso es, un animal detestable.
—¿Qué más?
—Y por supuesto, las cuentas.
—Bueno, no tengo la culpa.
—Sí la tienes. ¿Quién abrió la cuenta en Howth? ¿Quién compró whisky y
gin? ¿Quién?
—¿Dónde están mis lentes ahumados?
—¿Y quién empeñó los atizadores? ¿Y quién empeñó el hervidor
eléctrico…?
—Oye, Marion, ¿no podemos ser amigos esta mañana? Se ha nublado. Por lo
menos cristianos.
—¿Ves? Inmediatamente adoptas un tono sarcástico. ¿Por qué tenemos que
vivir así?
—Mis anteojos, maldito sea. Los británicos lo ocultan todo. Bueno, ahora no
podrás ocultar el cuarto de baño.
—No toleraré este tipo de conversación.
—Entonces, acéptala.
—Un día lamentarás esto. Vulgar.
—¿Quieres que te arrulle toda la vida? ¿Quieres música de la B.B.C.?
Prepararé para ti una serie de programas con el título «Mi trasero era verde».
—Qué mente sucia.
—Soy un hombre culto.
—Sí, gracias a tu vida toda cromada en Estados Unidos.
—Soy un tipo distinguido. Hablo el inglés del Rey. Mis trajes tienen un corte
impecable.
—Qué basura. No sé cómo permití que conocieses a mami y papi.
—Tu mami y tu papi creyeron que yo tenía mucho dinero. Y ya que estamos,
yo pensé que ellos tenían mucho dinero. Ninguno de los dos tenía monedas, ni
billetes, ni amor.
—Eso es mentira. Sabes que es mentira. Nunca se habló de dinero hasta que
tú empezaste.
—Está bien. Ocúpate de la nena. No soporto más. Necesito un largo paseo
en tranvía por el útero, algo que me saque de esto.
—¿Que te saque? Yo soy quien necesita que la saquen, y puede ocurrir en
cualquier momento.
—Está bien. Seamos amigos.
—Sí, te parece muy fácil. Así no más, después de decir cosas horribles.
—Llevaré a la nena.
—Y puedes comprar algunas cosas. Tráeme algunos huesos de la carnicería,
y no te vengas con una de esas repugnantes cabezas de carnero, y cuida que Felicity
no caiga en el estanque.
—Insisto en la cabeza de carnero.
—Cuidado al cerrar la puerta. Esta mañana se le cayó encima al cartero.
—Por todos los santos del cielo. Lo único que falta es que me inicie un juicio.
En la calle Mohammed espesa de tráfico y tranvías ruidosos. La lavandería
una colmena de actividad. Ahí están azotando las sábanas, y así debe ser. Un sol
cálido y amarillo. El país más hermoso del mundo, lleno de zarzas y las zarzas son
personas. Me quedaré aquí para morir y nunca moriré. Mira la carnicería. Mira los
ganchos, gimiendo con la carga de carne. Está arremangado y empuña el hacha. Un
grupo entero detrás del mostrador.
Entra en el parque. Verde, pasto verde blanco y suave por la lluvia nocturna.
Los canteros de flores. Círculos y cruces y pequeños y bonitos cercos. Elige el banco.
Recién pintado. Si mi padre muere en otoño seré muy rico, la ubre de oro. Y sentado
en un banco de plaza por el resto de mi vida. Qué día cálido y agradable. Me
gustaría quitarme la camisa y bañarme de sol el pecho, pero me echarían por
indecencia. Ayuda al crecimiento del vello, le da un elegante matiz dorado. Querida
niña, deja de pegarme en la espalda. Vamos, quédate en la frazada y juega y nada
de tonterías. Dios mío, suelta la manta, creo que voy a matarte. Papá tiene que
estudiar derecho y convertirse en un abogado de la Corte, muy muy importante y
ganar mucho dinero. Una gran ubre dorada. El bronceado en el pecho significa
riqueza y superioridad. Pero estoy orgulloso de mi humildad. Y aquí, leyendo la
lengua muerta, mi librito de derecho romano. Por parricidio, despeñado de un
promontorio en una bolsa con una víbora. Gorda fealdad retorciéndose en la
entrepierna. Y tú, hijita, gorgoteando en el pasto, diviértete ahora. Porque papá está
acabado. Lo atacan desde todos los costados. Incluso en sueños. Y anoche soñé que
llevaba una pila de diarios bajo el brazo y trepaba a un ómnibus y atravesaba
corriendo el Curragh con macizos caballos galopando al costado. En el ómnibus, un
hombre estudiaba las mariposas con una lente de aumento. Y nos dirigíamos hacia
el Oeste. Luego, un buey saltó desde detrás de un seto y el ómnibus lo cortó y lo
dejó colgando de un enorme gancho frente a una carnicería de aldea. De pronto
estaba en Cashel. Las calles llenas de cabras y las alcantarillas pardas de sangre seca.
Y en la quietud del sol ardiente, una multitud de hombres y mujeres con gruesos
abrigos negros descendiendo por el medio de un camino invernal, a cada lado el
calor vacilante del estío. El funeral del usurero. La sorprendió, los labios
burbujeantes, los ojos móviles, sentada sobre el empleado del negocio en un cajón
venido de Chicago y oyó que el cajón se derrumbaba y se lanzó sobre ellos con una
hachuela. Y conspiraron entre labios cálidos y húmedos, aferrándose unos a otros
las ropas para meter veneno en el té, las manos temblorosas extendidas hacia la
gaveta y la carne del otro, para enmadejar un capullo de pecado entre el ananás y
los duraznos. La caja estaba cerrada. Verano. La larga línea deslizándose. A través
de Cashel. Una canción:
Deslizándose a través de Cashel
una caja al sol
a través de Cashel, de Cashel
el usurero ha muerto.
El usurero ha muerto
en una caja al sol.
El empleado consiguió a la esposa
y el usurero ya se acabó.
Tened piedad del usurero.
Hay una mano en la gaveta,
hay una caja al sol,
piedad de Dios al usurero.
Alguien hablaba con Felicity. Santo Dios. Aaah.
Había doblado una rodilla y estaba acuclillada sobre los muslos apretados.
Felicity tironeaba del dedo extendido. La joven inclinaba la cabeza. Hola, nenita,
hola. Tenía una falda verde, haciendo juego con el pasto y las medias de algodón,
los tobillos delgados y esbeltos. El trasero redondo y reluciente se apoyaba sobre los
talones.
—Hola.
No se volvió. Cosquilleaba el vientre de la nena. Desvanecimiento de un
momento mágico. Ese rodete de cabello negro.
—Hola.
Lo mira por encima del hombro, ojos oscuros de mirar directo. Voz
melodiosa.
—Hola. Estaba admirando a su nena. ¿Cómo se llama?
—Felicity.
—De veras. Hola, Felicity, ¿no es cierto que eres una nena bonita? ¿No es
cierto?
Qué labios sobre qué dientes blancos. Los hombros del vestido, los brazos
que pasan por pequeños círculos. Me gustaría aferrarte.
—Trabaja en la lavandería, ¿no es así?
—Sí. Y usted vive en la casa que está enfrente.
—Sí.
—Seguramente me vio mirando por su ventana.
—¿Qué hace en ese cuarto?
—Es mi escritorio.
—Veo que bebe mucho té.
—Café.
—Es agradable.
—Tiene muy lindo cabello. ¿No es cierto, no es cierto, nena?
—Tengo que irme. Adiós, Felicity, adiós.
Mueve los dedos largos. Una leve sonrisa y se aleja por el sendero de asfalto.
Los pliegues de la tela se dividen a través de sus pantorrillas y más anchos sobre
sus muslos. Otro saludo con la mano. Sonríe nuevamente. Por favor, vuelve y juega
conmigo. Tu ropa tan razonable es sexy.
Arrojaré al mar este maldito derecho. No asimilo una palabra. Los niños son
buena publicidad. Muestran el producto final, el propósito de todo el asunto. Creo
que tiene vello en las piernas. Lo que me gusta, una leve sugestión del varón. Estoy
enamorado de esa chica. Del modo de caminar, el movimiento de las caderas. El
cuello lo dice todo, un ligero alargamiento. Ciertamente no soy homosexual, ni el
hijo de un duende. Quiero saber dónde vive y qué hace por la noche. Debo saberlo.
Oh, creo que las cosas empiezan a mejorar. Si consigo que arreglen el baño.
Cualquier cosa. Taparlo, mandarlo a la calle, lo que sea. Pero es tan poco lo que
Egbert y yo tenemos en común, y especialmente el dinero. Cómo puede abordarse
este asunto de los desperfectos de la cloaca. Siento que yo actúo en un nivel distinto
de experiencia. Retiro mi traje oscuro del empeño y llevo a Marion al Delfín a comer
carne asada y beber Beaujolais. Necesita distraerse un poco. Pobre chica. Es tan
difícil vivir con un bastardo como yo. Y mañana vengo al parque.
En la gran olla negra gorgoteaba una cabeza de carnero. Marion se lavaba el
trasero sobre una palangana en el piso. Una cosa bonita por seis peniques. La nena
fue llevada discretamente a la cama, arriba, la tarde había concluido y comenzaba la
noche. En toda la ciudad de Dublín la gente vuelve a sus casas llevando algunas
salchichas, un poco de manteca rancia y algunas bolsitas de té.
—Sebastián, alcánzame la talquera que está sobre el borde de la ventana.
—Cómo no.
—¿Cómo estaba el parque?
—Muy agradable.
—Hay tanto olor.
—Mira, es la cosa más bonita del mundo. La necesito para el cerebro. La
cabeza de carnero es alimento cerebral.
Sebastián tomó una revista de cine y se hundió en el sillón, esperando que el
carnero estuviese listo. El áspero brillo rojizo de estas caras. Cierta vez me abordó
un buscador de talentos en una colonia de verano. Dijo, no le gustaría venir a
Hollywood. Le dije que tendrían que alimentarme a coñac día y noche. Afirmó que
hablaba en serio y que deseaba que pensara en la propuesta. Le indiqué que la
pensión de mi familia era más o menos igual. Pero muchacho, espera a que te den la
primera película. El nombre del individua era Bill Kelly. Llámeme Bender Kelly.
Decía que su madre y su padre habían nacido en Irlanda y que pensaba viajar
alguna vez a Irlanda en busca de talento, y que quizá hallaría auténticos talentos. El
señor Kelly me informó que recibían muchas chicas de Irlanda. Pero en realidad
esas jóvenes irlandesas no llegaban muy lejos en Hollywood. Hay que hacer
concesiones en el momento estratégico. Por supuesto, uno tiene que comprender
que en este mundo siempre hay que hacer concesiones, mejor eso que fracasar.
Algunos aguantan, pero no mucho tiempo. Pero un tipo como usted podría llegar
lejos. ¿Dónde aprendió a representar? Discúlpeme, señor Kelly, nací actor. Bueno,
eso es lo que todos dicen. El señor Kelly bebió unas cuantas copas y afirmó que
Hollywood lo destruía a uno como solían hacer esos tipos aztecas que se
conseguían una chica, la vestían a todo lujo, como una gran estrella, la subían al
altar y le arrancaban el corazón. Pero señor Kelly, qué sórdido. Claro que es sórdido,
por eso hay que ser duro. Pero yo soy pura hojarasca, sé que no lo soportaría. Bien,
señor Sebastián Bife. Sebastián Balfe Dangerfield. Dios. Bueno, de todos modos me
gustaría contraer matrimonio y tener hijos. Me encamé con algunas chicas del
colegio secundario. Tal vez no sea muy elogiable pero ¿acaso la vida no es así, y hay
que aguantar lo que venga? En mis tiempos he manejado a algunas estrellas muy
grandes. Grandes. Realmente grandes. Y el señor Kelly se emborrachó y vomitó por
todo el bar. Conviene recordar que hay una aldea llamada Hollywood en las
montañas Wicklow.
Marion tararea en la cocina. No es un hecho frecuente.
—Nena, prepara unas tostadas.
—Corta el pan.
—Estoy estudiando.
—Desde aquí veo esas estúpidas revistas de cine.
—Marion, ¿te gustan los hombres de pecho velludo?
—Sí.
—¿Bíceps?
—Un poco.
—¿Y los hombros?
—Que puedan usar un traje.
—¿Dirías que soy tu hombre?
—No me gustan los hombres que tienen barriga.
—Un momento. ¿Barriga? Nada de eso… Mira. Quieres venir un instante.
Mira. Absolutamente nada. Podrías decir que ahí no existo.
—Ven y ocúpate de esta maldita cabeza.
—Encantado. Te digo que está saliendo maravillosamente. Con bombos y
platillos. Tocad el cuerno, malditos.
—Corta el pan.
—Cómo no, querida.
—No digas eso si no piensas mover un dedo.
—Pienso moverlo.
—No, no lo piensas.
—Muy bien, no lo pienso. ¿Por qué no compramos un receptor de radio?
Creo que necesitamos una radio.
—¿Con qué?
—En cuotas. Un sistema para personas como nosotros.
—Sí, y con eso podríamos pagar la cuenta de la leche.
—Podemos tener leche también. Unos pocos chelines semanales.
—En ese caso, ¿por qué no trabajas medio día?
—Debo estudiar.
—Por supuesto. Sí, por supuesto, tienes que estudiar.
—Oh vamos, vamos, vamos, dame un besito. Vamos, en los labios, uno solo.
—Déjame.
—Eso no es juego limpio.
—Por favor, trae la silla.
—Entonces, vayamos al cine.
—¿Te olvidaste? Como sabrás, tenemos una hija.
—Mierda.
—Basta. Deja de usar conmigo esa horrible palabra.
—Mierda.
—Si repites eso dejo la casa. Puedes usar esa clase de lenguaje con tus
amigos obreros, pero yo no lo soportaré.
—Márchate.
—Todas las comidas son iguales, absolutamente todas.
—¿Comidas? ¿Qué comidas?
—Dios mío, con qué me casé.
—Mira, no estabas obligada a casarte conmigo.
—Bien, ahora desearía no haberlo hecho. Papá tenía razón. Eres un haragán.
Solamente sabes beber con tus perversos amigos, y todos son unos inservibles.
¿Acaso te ayudarán a progresar?
—Basura británica. ¿Progresar en qué dirección? ¿A dónde hay que llegar?
—A convertirse en alguien. Crees que todo es muy fácil, ¿verdad? No creo
siquiera que obtengas tu diploma. En los exámenes haces trampa. Y no te pienses
que todo lo que haces pasa inadvertido. No te finjas asombrado, yo bien sé cómo
halagas a tus profesores. ¿Cuánto tiempo piensas aguantar de ese modo?
—Absurdo.
—Has insultado a todos mis amigos. A la gente que podría ayudarte. ¿Crees
que están dispuestos a ayudar a un inútil, un completo inútil?
—¿Inútil? ¿Inútil? ¿Yo un inútil?
—Y un mentiroso.
—¿Mentiroso?
—No te indignes. Mis amigos podrían ayudarnos, lord Gawk podría
haberte presentado a una firma londinense.
—¿Quién se lo impide?
—Tú. Tu actitud insultante. Me arruinaste socialmente.
—De ningún modo. ¿Por qué me atribuyes la culpa si tus amigos
aristócratas te ignoran?
—¿Que yo te culpo? Dios mío, ¿cómo no culparte si llamaste prostituta a
lady Gawk, le arruinaste la fiesta y me avergonzaste? ¿No es tuya la culpa?
—Esa mujer es estúpida. Decadente moral.
—Mentira. Estás ahí sentado y hace un mes que no te bañas, tus pies huelen
y tienes las uñas sucias.
—En efecto.
—Y he tenido que sufrir la humillación de que mi familia se viese
comprometida. ¿Qué te parece? Papá tenía mucha razón.
—Papá tenía mucha razón. De acuerdo. Y ahora, santo Dios, déjame cenar
en paz. Papito, papito. Bastardo estéril, ese papito tuyo no es más que una
sanguijuela en el trasero del Almirantazgo, y un montón de mierda pomposa.
Marion salió corriendo del cuarto, subió a los saltos las escaleras. Oyó cómo
cerraba de golpe la puerta del dormitorio, luego el crujido de los resortes de la cama.
Silencio.
Y luego los sollozos ahogados. Se apoderó del salero, y lo agitó sobre la
fuente. Pero nada salió. Alzó el brazo. El salero voló a través de la ventana y se
partió en pedacitos sobre la pared de cemento gris, afuera. De un puntapié mandó
al suelo la silla, recogió su chaqueta. Metió la mano detrás del reloj, donde sabía que
estaba el cambio que Marion había venido ahorrando durante semanas. Se apoderó
de todo el dinero y lo dejó caer tintineante en el bolsillo.
El rostro casi púrpura. Culpabilidad. Rechinar de dientes. El alma que
intenta salir por la boca, y tragando se la devuelve al cuerpo. Si se pudieran acallar
esos sollozos.
Pidió una botella de cerveza y un Gold Label, y después dijo al muchacho
que le trajese otra cerveza y otro Gold Label. El jovencito no entendió. Sebastián
golpeó el suelo con el pie y gritó.
—Haga lo que le digo.
El muchacho, de mangas cortas, murmuró.
—Señor, no debe hablarme de ese modo.
—Discúlpeme, estoy nervioso. Tráigame también cigarrillos.
Qué día inmundo. Necesito compañía. Una ciénaga de abrigos oscuros,
tosiendo y escupiendo. Salgamos de aquí.
Cruzó la calle. Allí tenían un tocadiscos automático. Puso «Esa vieja magia
negra» y «Jim nunca me trae lindas flores». Como Chicago. Un hombre de Chicago
me acusó cierta vez de tener acento de Harvard. ¿De dónde viene usted, de
Evanston? No hable con los tipos como yo. Los lastimados y los estúpidos, los que
moquean y estornudan. Sus tetas malolientes y velludas. No le critico que tenga
vello alrededor de los pezones. Eso no es problema. Ocurre que no me gustan los
británicos, una raza estéril y agenital. Sólo sus animales son interesantes. Gracias a
Dios que tienen perros. Ella desea pasarse la vida sentada sobre el trasero en la
India, flagelando a los nativos. Anhela la calle Bond. El té de la tarde en Claridge.
Lady Gawk cosquilleándose el pubis con un abanico chino. A esa mujer le romperé
algo en la cara. Es terrible cómo pierdo la dignidad. Me preocupan tontos
malentendidos. Que se vaya. Le diré que se marche y no vuelva.
Termina la canción. Afuera, de pie frente al cine en espera del tranvía
traqueteante. Qué ruidoso, emerge de la noche descendiendo la colina, vehículo
absurdo y bamboleante. Se diría que funciona como un molinillo de café. Pero me
gustan el color y los asientos, todos verdes y cálidos, anaranjados, rosados y
pasionales. Y subir la escalera en espiral hasta el piso superior y ver a los escolares
sentados en la plataforma exterior. Me gusta porque puedo ver todos los jardines y
algunas de las ventanas del atardecer. Cuando llegué a este país me impresionaron
los tranvías. Desde la plataforma superior se puede ver el interior de algunas
ventanas personales. Mujeres que tienen puesta únicamente la bombacha. Con
frecuencia vi mucho cromado en los dormitorios y estufas eléctricas
resplandeciendo en las paredes. Y las camas cubiertas con edredones de satén,
grandes, gruesos y rojizos.
Descendió en la calle de la Universidad. Enjambres de transeúntes. Una
banda de jóvenes gaiteras estaba pasando frente al Trinity College, todas de verde y
borlas y acordes. La, de da deda la de. Seguidas por gruñidos. Este parque de
diversiones inglés. Quiero entrar en una taberna. ¿Dónde? Debo dinero en todas. En
realidad, me caracterizo por mi capacidad para obtener crédito en una taberna, y
eso ya es mucho decir. Subo por la calle Grafton, me animo con su riqueza. Pero
dónde están los ricos. Pobres y miserables bastardos como yo, no tienen dónde ir.
Nadie los invita. Por qué nadie me invita. Vamos, invítenme. Todos tienen miedo.
En la calle Duke. Me disponía a cruzar. Ya tenía un pie fuera de la vereda. Un
momento.
En la vereda de enfrente, mirando la vidriera de la zapatería. No debo
entregarme al pánico. No embrollar las cosas. Tengo que acercarme a ella antes de
que reanude la marcha. Permanece inmóvil. No se mueve. Desairado. No, no
admitiré un desaire. Uf. Me ve. Está confundida. Momento óptimo. Muestro ligera
sorpresa. Estoy sorprendido. No tengo que demostrarlo. Naturalidad. Bravo y
noble. Y por supuesto, un caballero. Un rápido saludo.
—Buenas tardes.
—Hola.
—¿Mirando ofertas?
—Sí, para pasar el tiempo.
Mate en una jugada.
—La invito a tomar una copa.
—Bueno…
—Vamos.
—Bien, nada me lo impide. De acuerdo.
—¿Dónde vive?
—Camino de Cintura Sur.
—Usted no es irlandesa.
—¿Por qué lo dice? ¿La voz?
—No, los dientes. Todos los irlandeses tienen dientes cariados. Usted los
tiene buenos.
—Ja ja.
Llegaron al final de la calle Grafton.
—Entremos en esa taberna. Arriba tiene buenos asientos.
—De acuerdo.
Esperan en la acera. Pasan dos escarabajos norteamericanos. Una ráfaga de
viento. El cielo frío. Le toma la mano un instante, cálidos nudillos en los dedos
largos. Nada más que para ayudarla a cruzar la calle. Sube la escalera delante de
Sebastián, con un movimiento extraño. Enagua blanca. Pies pequeños, de paloma.
Voces a la vuelta del corredor y en la puerta. Se acallan ligeramente cuando entran
y se sientan. Ella cruza las piernas y se alisa la pollera sobre la bonita rodilla.
—Mi nombre es Christine.
—El mío…
—Conozco el suyo.
—¿Cómo?
—Por una de las chicas del lavadero. Tiene un amigo que trabaja en el
almacén donde compra su esposa.
—Fantástico.
—Es cierto.
—Seguramente también sabe qué como.
—Sí.
—¿Qué?
—Cabeza de carnero.
—Oh, en efecto.
Eres una muchacha muy hermosa. Blanca. Tu cuerpo debe ser muy blanco.
Déjame comer el loto. Esta noche salí sintiéndome muy mal. Qué débiles son
nuestros corazones. Porque ahora podría brincar de alegría. El mundo obedece a
una ley. Grandes y pardooscuros. Los ojos.
—¿Le gusta trabajar en el lavadero?
—Lo odio.
—¿Por qué?
—Oh, el calor y el vapor y el ruido.
—¿Y cómo es donde vive?
—Oh, no sé. No sé cómo podría describirlo. Por lo menos hay árboles en la
calle. Eso siempre ayuda. Es sencillamente una de esas casas en terraza del camino
de Cintura Sur. Vivo en el sótano. Es bastante agradable, comparado con lo que
tendría que soportar en otros lugares.
—¿Sola?
—Sola. No tolero compartir la vivienda.
—¿Qué quiere tomar?
—Cerveza, por favor.
—¿Cuánto hace que trabaja en el lavadero?
—Unos meses.
—¿El pago?
—No muy bueno. Cuatro libras diez chelines.
—Christine, opino que usted es una muchacha muy simpática.
—¿Qué estudia?
—Derecho. Una coincidencia muy grata. Estaba desesperado. Deshecho y
vencido. Un paseo por la calle Grafton a veces me reanima. Pero todos parecían tan
deprimidos como yo.
—Es mala hora. Sólo se encuentra gente que busca distraerse.
—¿Y usted?
—Simplemente miraba. A menudo lo hago. Me agrada pensar que en los
negocios hay cosas que deseo. Bajo del ómnibus al principio de Stephen’s Green y
atravieso el parque. Prefiero ir por ese lado, y miro los patos desde el puente y bajo
por la calle Grafton. A veces tomo un café en una de esas heladerías y luego a casa.
Esa es toda mi vida.
—¿Y por el lado de la cultura?
—El cine, y a veces por un chelín me siento al fondo del Gate.
Están sentados y luego encienden cigarrillos. Generalmente no apruebo que
se fume. Pero ahora veo que las cosas parecen bien encaminadas. La luz que se
enciende repentinamente en medio de las sombras. Muy cristiano. La luz que
muestra el camino. Cuando se me ocurría la idea, entraba en la iglesia de la calle
Clarendon, a rezar y a veces a ver si adentro estaba más caliente, y después
sentarme un rato, para aflojar un poco la tensión. He soportado momentos de
tremenda tensión y en esa penumbra católica y su gaélico inherente, me sentía
ligeramente triste y lamentable, y consideraba el antes y el después y a menudo
tenía el sentimiento de que en verdad conseguiría apoderarme de algunos dólares.
Ignoro por qué el dinero alivia la tristeza. Pero la alivia. Oh Christine. ¿Cómo eres
bajo la ropa?
Pidieron otra vuelta de cerveza y ella lo miró y sonrió y dijo que debía
volver a casa. Y, ¿puedo llevarla? No es necesario. Insisto. Realmente no es
necesario. Por puro placer, entonces. De acuerdo.
Caminaron por la calle Suffolk, llegaron a la calle Wicklow y entraron por la
calle Grand George. Y allí había nacido Thomas Moore. Entre, conózcala, es una
hermosa taberna. Pero debo volver a casa para lavarme el cabello. Estaremos nada
más que unos minutos.
Entraron. Las figuras embarazadas los miraban y murmuraban en voz muy
baja. El hombre les indicó un reservado, pero Dangerfield dijo que beberían en el
mostrador.
Oh, muy bien, señor, una hermosa tarde. Sin duda.
Y cuando dejaron atrás el Caballo Herido él trató de meterla allí. Pero ella
dijo que desde la esquina podía seguir sola. Pero yo debo acompañarla.
La casa en que vivía estaba al final de una larga hilera. Pasaron un portón de
hierro, y un minúsculo jardín con un arbusto y barrotes sobre la ventana. Y su
puerta está al pie de tres escalones, con un caño para desagotar el agua, que sin
duda pasa debajo de la puerta. Lo invitaría a pasar pero tengo que lavarme el
cabello. Oh, no se preocupe. Y gracias por acompañarme a casa. De ningún modo, y
¿puedo volver a verla? Sí.
Bajó los escalones. Una pausa, se volvió, sonrió. La llave. La puerta verde.
Unos segundos. Una luz que se enciende. Una sombra que atraviesa la ventana. La
suya. Qué tierna y cálida, más tierna que todas las rosas. Ven, Dios mío, y llena mi
corazón en este viernes triangular.
8

Julio. Otra semana, y el final. Veo los toldos de la calle Grafton con una
muchedumbre de gente saludable pasando debajo. Todo parece estar bien cuando
hay sol. Incluso mis asuntos.
Pero las mañanas en la cama con la sábana hasta los ojos, si uno los oye
abajo cuando Marion salió a hacer compras, dando golpes estruendosos en la
puerta. Y la puerta no aguanta. Y no paran de golpear y algunos intentan meterse.
Oh, el temor de que suban y yo desnudo, mi dignidad se encoge y es un arma
bastante mediocre contra las deudas. Y gritan en la escalera, pero no desean que
haya nadie, se sienten molestos porque se metieron en la casa.
Marion no lo soporta muy bien. Está preocupada. Ya no podía controlarse,
temblaba y lloraba, está cansada de todo. El cabello rubio arratonado, le cuelga de la
cabeza como chucrut. Se hunde en el silencio. Si se le rompiera un vaso sanguíneo,
los médicos y el gasto serían terribles.
Y me deslizo de la cama y meto los pies tibios en las zapatillas frías. Me
envuelvo con frazadas y agachado me deslizo hacia la palangana resquebrajada.
Piso el tubo de pasta dentífrica, saco una gota y me cepillo vigorosamente los
dientes. El dolor de la mañana. Me inclino sobre la cocina, mudo y hambriento. No
hay café, té color de orina. Sólo me resta cantar:
Ven Espíritu Santo
y llena
mi vientre fiel.
Y en el tranvía que llega hasta el fondo de la calle Dawson mi corazón brinca
porque esta noche veré a Chris en el salón de Jury. Comprimiendo los labios borro
la culpa. Echo una ojeada a la vidriera de la tienda de artículos para caballeros.
Pienso en un sombrero hongo con mi próximo cheque. Es necesario. Mantiene la
dignidad. La dignidad en la deuda, es mi lema personal. De hecho un escudo de
armas. El sombrero hongo cruzado por un bastón.
En la puerta principal de Trinity. Por lo menos esto tiene cierto aire
profesional, con todos esos anuncios clavados aquí. Debo reconocer que me asalta
un temor abrumador cuando pienso en los exámenes. Estos estudiantes dicen que
no hicieron nada cuando tienen los ojos inyectados en sangre. En cambio yo. Sólo
veo un paisaje gigantesco de mi total ignorancia. Las semanas que faltan antes del
papelito blanco. Un hombre como yo tiene que imponerse. No puedo admitir el
fracaso. Debo tener mi bufete adonde llego a las diez de la mañana y cuelgo el
sombrero. Y cuando vienen a verme sonrío con expresión tranquilizadora. Gran
cosa la ley.
Sebastián Dangerfield cruza la calle adoquinada. Levanta la vista hacia las
ventanas manchadas de lluvia de O’Keefe. La pequeña y polvorienta mazmorra.
Sube los escalones de la sala de lectura. En verdad, un edificio extraño. Esa gente de
pie en los escalones fumando cigarrillos. Afirman que es una pausa en el trabajo.
Adentro están los nombres de los muertos gloriosos con guirnaldas oro y rojo sobre
el mármol blanco. Y luego uno baja los escalones y pasa la puerta giratoria y se
levantan los rostros hundidos en los libros. Atrás, malditos. Ustedes me intimidan y
ahuyentan la vida que hay en mí. Especialmente los pocos a quienes veo desde mi
clase con la cabeza hundida en los libros. Por mi parte, leeré algunas páginas de la
enciclopedia. Agiliza el cerebro. En la balaustrada hay cositas jóvenes y apetitosas
mirando la puerta, con la esperanza de conseguir marido. Ni una chispa de alegría
en ninguna parte, excepto en unos pocos libertinos a quienes conozco. Por lo demás,
una galería calvinista de delincuentes.
Un cielo vespertino intensamente azul. Una ligera brisa, sursudeste. En
verdad, soy una pequeña estación meteorológica. A esta hora del día la calle Dame
tiene un movimiento especial, grato a los ojos. Grupos de personas acolchando las
esquinas. Y en esta callejuela detrás del banco con las hermosas hojas verdes
infundiendo vida al granito. Es el más grato espectáculo en una tarde estival.
La puerta lateral de entrada a Jury’s. Ahí está, con los cabellos negros, la piel
blanca y los labios oscuros, y la boca, el corazón y el sonido. Sentada serenamente. Y
cerca, un comerciante de mirar torcido, lamiéndose los labios por ella. Los conozco.
Los conozco muy bien. En este ámbito de absoluta respetabilidad. Pero es un bonito
salón con palmeras y sillas de mimbre. Flexiona las piernas, vuelve a cruzarlas.
Pálidas uñas, dedos largos y tiernos y humedad en los ojos. Qué tienes debajo,
querida Chris. Dímelo.
Y se sentaron a beber café porque ella afirmó que era mucho mejor que el
alcohol y quizás también un sandwich de jamón. Y siempre acerca de los exámenes.
Siempre acerca de este lugar. Y el gaélico.
Caminaron hacia la casa. Él le sostenía la mano feliz. Se detuvo al comienzo
de la escalera, dispuesto a marcharse. Pero ella lo invitó a pasar. Sobre el piso una
carpeta verde, gastada y descolorida. En el rincón un lavabo cuadrado y una cortina
roja… La chimenea pulcramente cubierta con un ejemplar del Evening Mail. Una
puerta de tablas comunica con el jardín del fondo. Ella dice que cuando llueve
fuerte entra agua y moja el piso. Y otra puerta hacia el vestíbulo. Allí me baño y me
entretengo hasta bien tarde en la noche. Te jabonaré la espalda. Sería lindo. Soy un
tipo extraordinario para sostener conversaciones audaces. Un viejo guardarropa,
medio abierto, y una chaqueta verde, y tres pares de zapatos. Sobre el alféizar de la
ventana, al lado de la puerta de entrada, una cocina de gas y algunos cacharros
colgados de la pared.
Estoy enamorado de este cuarto. Porque es un oasis a donde no llegan los
golpes en la puerta… Y el edificio parece sólido. Quiero tener algo sólido en que
recostarme. Cuando a uno lo ponen contra la pared es razonable desear que la
pared tenga fundamentos sólidos y no amenace derrumbarse.
Sebastián descansaba en la cama mientras ella le contaba. Le hablaba del año
que había cursado en la Universidad de Londres. No me gustaba el ambiente y
después de un año llegué a la conclusión de que la psicología era una cosa aburrida
y vacía, pero de todos modos tuve que dejar porque se me había terminado el
dinero. En Irlanda mi padre tenía dinero y por eso estoy aquí. Mi padre era irlandés
y mi madre rusa. Extraña combinación, verdad, los dos murieron al comienzo de la
guerra de modo que me vine a Inglaterra. Pero ni qué decir tiene que recibí menos
de la mitad del dinero de mi padre. En fin, tenía que encontrar trabajo. Así no más.
Comprendes. ¿Resultado? El lavadero. Lo odio y odio a Irlanda. Me siento sola y
aburrida. Aquí pago treinta y cinco chelines. Y es un cuartito horrible.
Mi querida Chris, no tienes por qué preocuparte. Estoy aquí. Creo que es un
lugar precioso, seguro, un nido de amor. Y ya no estarás sola. Te aseguro que
existen cosas buenas y la mejor cerveza, y también ananás, y los campos, y gente
con fibra y gusto por la vida, y la tierra y el ganado. Sebastián, ¿lo crees realmente?
Por supuesto. Pero soy una mujer y no puedo. Odio a estos irlandeses. Los cuerpos
andrajosos, su estupidez de borrachos. Los odio. Y tener que oír sus observaciones
maliciosas y sus chistecitos sucios e hipócritas. Odio a este país.
Mi querida Chris, no te preocupes.
Ella se puso de pie con sus bellas piernas, y vertió la leche en el cacharro.
Con Ovomaltina y bizcochos.
A la una de la madrugada, un momento antes de salir él le dijo que le tenía
mucha simpatía. Buena chica. Y mi querida Chris, también yo tengo problemas.
Creo que moriré ahogado por el papel. Llegan las cuentas antes del desayuno, y en
realidad quiero desayunar primero. Pero Sebastián, cómo te metiste en ese lío. Error
de cálculo, querida Chris, y malentendidos.
Al partir le besó la mano. Y caminó en la noche a lo largo del canal, contando
las esclusas y las caídas de agua.
El caso es, Marion, que perdí el último tranvía. Bajaba por la calle Nassau
como una tromba. No pude alcanzarlo. No estoy en condiciones de correr, de modo
que volví a los cuartos de Whitington en la universidad. Es un gran tipo, me ayudó
mucho a entender la ley de contratos. Mientes, sé bien cuando mientes.
Entonces, Marion, ¿qué quieres que te diga?
Otras tardes, Chris y él fueron a dar largos paseos y un viernes después que
ella cobró fueron al café del cine Grafton, y en el último piso cenaron entre lámparas
sombreadas y ventanas medievales. Se estaba tan cómodo, tan descansado y
pacífico, y mejor que en casa. Chris insistió tanto en pagar. Pero yo no quise dar
mala impresión pareciendo despreocupado. Y después, bajamos por los muelles y
cruzamos sobre las esclusas en dirección a Ringsend, el desaguadero de Dublín.
Todo oscuro.
Eran las once cuando tomó el tranvía de regreso. Chris lo acompañó hasta la
parada. Marion instalada en el asiento escabroso. Mirándolo desde un ejemplar de
Wornan’s Home Companion que un barbero le había regalado a Sebastián. Tenía
cierto aire alegre. De mi boca brota una conversación acolchada. Y ella le pregunta
si quiere un poco de leche caliente con azúcar. Muy bien. Conversan de Estados
Unidos y las mansiones.
Cuando subieron vio flores en la caja que estaba al lado de la cama. Marion
se desviste frente al pequeño espejo. Se cepilla el cabello. Lo nombra con su voz
quejosa.
—¿Sebastián?
—¿Qué?
—Sebastián.
Pausa, mirando el tocador, y arrugando la tela con el cepillo.
—Sebastián, ¿qué nos está pasando?
Sintió que el cuerpo se le estremecía, estuvo rígido un segundo y levantó las
rodillas en la cama. La sábana que se alza lentamente.
—¿Qué quieres decir?
—No sé. Algo nos ocurre. No nos hablamos. Apenas te veo.
—¿Que no me ves? Por supuesto que me ves.
—Sabes a qué me refiero.
—¿Qué?
—Que no estás conmigo. Me siento aislada.
—Es sólo hasta el examen.
—Ya lo sé, pero vuelves tan tarde a casa.
Marion forma pequeños promontorios en la tela. Él siente livianos los
pulmones.
—Quizá tienes que estudiar, pero te muestras indiferente cuando estamos
juntos.
—¿Qué quieres decir?
—Indiferente… como si no me quisieras.
—Absurdo.
—Por favor, Sebastián, no te burles de mí, tengo sentimientos lo mismo que
tú. No puedo dejar de ser inglesa. Ni evitar la desesperación cuando estoy sola aquí,
y también durante la noche. No quiero pelear o discutir más. ¿Qué será de nosotros
y de Felicity? ¿Tu padre no nos ayudará?
—No puedo pedirle mientras la situación no sea realmente desesperada.
—Pero él es rico.
—No puedo.
—Pero debes hacerlo. No me importa si a veces sales e incluso te
emborrachas. Pero preferiría que estuvieras en casa. Todas las tardes, después de
las seis. Solías hacerlo. Y si pudiéramos tener un poco más de felicidad cuando
estamos juntos. Es lo único que pido. Nada más que eso.
—La tensión es muy grande.
—Pero quién tiene que soportarlo todo. Estoy en esta horrible casa día tras
día, y lo único que veo son estas paredes húmedas y espantosas. Si por lo menos
pudiésemos salir al campo unos días, y ver los campos verdes y sentirnos libres en
lugar de escondernos detrás de la puerta de la cocina intimidados por ese horrible
señor Skully. Llamó anoche.
—¿Qué le dijiste?
—Que hablase contigo.
—Oh.
—¿Qué podía hacer para sacármelo de encima? Creo que también él estuvo
bebiendo. Incluso tuvo el descaro de decir que podíamos lustrar el llamador de la
puerta. Tiene una excusa para venir aquí cuando se le antoja. Qué sensación
horrible. No me gustan sus ojos. No tiene carácter. Incluso le escribí a papá. Pero ya
sabes que están pasando por una situación muy difícil.
—Sin duda.
—Sí, de veras. Sé que no comprendes. Nos ayudarían si pudieran.
Él se volvió sobre el costado y hundió la cabeza en la almohada. Marion
apagó la luz. Su mano apartó la sábana. Un gemido de resortes oxidados. La
oscuridad cayó sobre él como el mar. Un lecho de dolor. Que la marea oscura me
lléve. Y me fui con el mar y me arrodillé a rezar en lo profundo.
Despertó bruscamente. Sudoroso y con miedo. Marion se aferraba a él
sollozando. Oye el golpeteo del corazón de su mujer y los gemidos. Mi corazón está
agobiado por el remordimiento y el cálculo. Dublín entreteje su trama de calles y
corre por ellas gritando y llorando. Los niños se acurrucan en los umbrales. En las
alcantarillas se vierte la sangre de cerdo. Frío e invierno.
Por la mañana silencio total entre ellos. Sebastián calienta sopa, le mete
pedazos de pan y bebe una taza de té. Cómo odio el temor a todo esto. Odio mi
propio odio. Salir de todo esto con la fuga y el crimen. Pobre Marion. Nunca me
sentí tan triste o dolorido. Porque siento que todo parece tan inútil e imposible.
Quiero poseer algo. Quiero que salgamos de esto. Abandonar este condenado país
que odio con todas mis fuerzas y que me arruinó. Destrozar con un atizador la
cabeza de Skully. Un Jesús verde alrededor de mi cuello y este maldito cielorraso
que filtra y el inmundo linóleo y Marion y sus zapatos deformados y sus medias y
bombachas y sus tetas y la maldita espalda enjuta y las cajas de naranjas. Y el olor
sombrío de la grasa y los gérmenes y las toallas manchadas de esperma. Toda la
pudrición detrás de las paredes. Dos años en Irlanda, encogido pezón sobre el
pecho del frío Atlántico. El país de la leche agria y los borrachos que de noche se
caen gritando a las zanjas, emitiendo agudos silbidos a través de los campos y los
pantanos pardos llenos de alimañas. Allá están mirando entre las ortigas, contando
las hojas de pasto, cada uno esperando que el otro muera, con ojos de vaca y cerebro
de víbora. Monstruos que gruñen encadenados y gimen en los oscuros pozos de la
noche. Y yo. Creo que soy el padre de todos. Recorro los senderos, reconforto, les
digo que traten de vivir mejor, y no dejen que los niños vean cómo el toro sirve a la
vaca. Bendigo sus ríos de plata, entono lamentos desde las torres redondas. Traigo
simiente de Iowa y revitalizo sus pasturas. Yo soy. Sé que soy el Custodio del Libro
de Kells. Campanero de la Gran Campana, Lord Rey de Tara, «Príncipe del Oeste y
Heredero de las Islas Arran». Y les digo, estúpida banda de bastardos, que soy el
padre que endulza el heno y aplica la tierra húmeda y la potasa a las raíces y el
cuentista de todas las bocas. He bajado de las naves vikingas. Soy el fertilizador de
la realeza por doquier. Y el Monarca Calderero que baila la danza del macho cabrío
sobre la Hogaza de Azúcar y ejecuta pasos de fox-trot en las calles de Chirciveen.
Sebastián, el eterno turista, Dangerfield.
Dos días sentado en el cuartito. Dos veces salió a comprar una lata de
spaghetti y patas de cerdo. Al tercer día, el remordimiento se complica con la
ociosidad. Lee las cartas de los que tienen problemas en las últimas páginas de una
revista femenina y algunos proverbios de la Biblia, a cuenta de la cristiandad
implícita en todo ello. Y de pronto el ruido del correo. Sobre el suelo del vestíbulo
una carta de O’Keefe.
Querido Farsante:
Estoy hasta la coronilla. Soy un hijo de puta hambriento. Tanto que sería
capaz de comer perro. Compré una lata de arvejas y me regalo con una ración de
doce después de cada comida. Este lugar es el más aburrido que conocí jamás. Puse
un anuncio en el periódico local, enseñanza de inglés a chicas que quieren entrar al
servicio de familias en Inglaterra. Aparecieron dos. Una tan fea como el pecado en
la vejez y sabía muy bien lo que yo quería y no le importaba, pero a pesar de mi
necesidad no pude seducirla, ni siquiera con fines académicos. Estoy destinado a
amar a mujeres hermosas y a inspirarles el deseo de acostarse con otro. Pero en
realidad las cosas son más complicadas. La otra chica se quejó al director de la
escuela y temí que me dieran el kaput. Pero el director es una buena pieza y se rio y
simpatizó, pero me dijo que dejase el asunto porque no era muy conveniente para la
escuela. Eso con respecto a mi vida heterosexual de la cual me he retirado
oficialmente.
Mi personalidad homosexual es completa. Estuve leyendo a André Gide en
francés, al marqués de Sade y Casanova. Enamorarse de un chico es precisamente
como ellos dicen. Tengo miedo de que me descubran o que él me denuncie. Viene
de noche a mi cuarto y se burla de mí apagándome la luz y luego luchando en la
oscuridad. Cristo, creo que me volverá loco. Sin duda sabe, estos chicos franceses lo
saben todo, pero me toma el pelo exactamente como Constance solía hacer en mis
habitaciones de Harvard. Si estuviese en Estados Unidos la clase me habría
denunciado hace mucho tiempo. Ven que siempre le hago preguntas y nunca le
grito cuando se acerca a mi escritorio, y en cambio lo trato de lo mejor. Estar
enamorado de un chico es una experiencia que todos deberían hacer pero me está
subiendo la presión, aunque debo decir que para mí es más excitante que perseguir
a mujeres que nunca me dieron nada. Todos lo hacen. Me muero de deseos de oler
la tierra irlandesa. Llevo el Eire en la sangre, en las venas y los carrillos. Pienso
unirme a los judíos para combatir a los árabes o a los árabes para combatir a los
judíos. Qué demonios. Estoy harto de todos. Entre otras cosas me dejo la barba. No
más mujeres… he descubierto que soy impotente, ejaculatio praecox.
¿Qué pasa con el dinero? Me dejaste colgado. Tienes que comprender que
me opongo a eso. Dependo de ti. Nada más excepto que espero ir pronto a París.
Todas las semanas ahorro cien francos de mi sueldo y perderé definitivamente mi
castidad con una prostituta. Mis mejores deseos para Marion.
Dios te bendiga

KENNETH O’KEEFE,

duque de Serutan.

Jamás veré tiempos de bonanza. Digamos con un poco de mayordomo. Con


O’Keefe en la puerta principal anunciando su paso con cierto acento aristocrático.
Kenneth seguramente tiene problemas de dinero pero se las arreglará.
Un lindo empleo. Una vida bastante agradable. No advierte que ahora lo
está pasando bien. Pero en realidad creo que Kenneth necesita una menopausia.
El mes de agosto. La temporada de fútbol, una soleada tarde de Nueva
Inglaterra. Un aire estival neutro sopla dulce y suave sobre el pasto. Y miren a esa
gente saliendo de los vestuarios llena de brío y energía, y por supuesto de
entusiasmo. Ver una pelota que desciende en una espiral perezosa sobre el campo,
y se zambulle en los brazos brutales de un amable idiota que arremete en este
tiempo estival tan extraño e indiferente. Por cosas así sería capaz de arrodillarme en
este cuartito destartalado y llorar. Pero no juego al fútbol, y sin embargo el deseo de
ese aire seco y ávido me oprime el corazón. Oh, cómo me duele el recuerdo. Y las
lindas muchachas. Como el pan, buenas para comer. Cómanme. Y coñac, alfombras
y automóviles. ¿Qué tengo ahora? La Ley de Ayuda a los Veteranos. Y también la
de Derechos. Y cuando uno llega a la edad que tengo ahora inevitablemente siente
que necesita tratamiento preferencial. Preferencia por el veterano. Tuve un sueño
en que estos veteranos me miraban. Llegaba a Battery Park. Salían por millares del
ferry de Staten Island. Y otros emergían del metropolitano viniendo desde Brooklyn.
Redoblando grandes tambores con los puños recubiertos de cuero, y sosteniendo en
alto antorchas de la libertad. Dispuestos a atraparme. Y qué terrible sentimiento. A
atraparme por libertinaje y engaño. Por no ir al frente. Les digo, papanatas, que yo
estaba detrás del libro. El hombre detrás del libro. Tenían una estatua de la Virgen
Bendita. Pero les ruego, no soy más que un chico común. Oye, chico, eres un leproso
moral y un degenerado. Somos los veteranos católicos y vamos a purificar a los
piojosos bastardos como tú ahorcándolos. Pero les digo que soy rico. Muchacho, no
eres rico. Marchaban por Wall Street, y atravesaban la ciudad para atraparme.
Duermo en mi cuarto sucio de alcohol con la llorosa hermana de alguien.
Encuentran mi cuarto, eligen mi puerta parda incombustible entre un millón de
puertas. Yo estaba en Washington Heights por el anonimato. Ellos estaban en la
calle 125, rumor de tambores. Por favor protección. Ninguna. Yo un ejemplo. A una
milla de distancia con carteles, «Eliminemos a los degenerados». Pero les digo que
yo no estoy degenerando. Dios mío, también tienen perros. Esta hermana de
alguien, sollozando. Caballeros, les digo que soy protestante y estoy por encima de
esta tontería. Mira, muchacho, sabemos quién eres. Pero, caballeros, soy irlandés y
católico. Hermano, vamos a colgarlo por decir eso. Piedad. Ruido de pies subiendo
las escaleras. Afirmo que todo fue muy desagradable. Echaron abajo la puerta. Un
jugador de fútbol se zambulle en el cuarto. Hermano, soy de Fordham y a los
pervertidos como tú los arreglamos sin vueltas. ¿Qué te pasa Hermano, estás loco o
algo por el estilo? Por cierto que me encogí aterrorizado y metieron un asta de
bandera por la ventana y me sacaron del rincón, me dieron puñetazos en las
costillas y me retorcieron las pelotas y me ahorcaron. Me desperté con la sábana
hecha jirones. Marion pensó que me había dado un ataque, o quizás era papafobia.
En este cuartito. No puedo hacer más que sonreír. Un tranvía pasa
traqueteando. Y hago girar mis pulgares. Y tomo algunos de estos diarios y los
apelotono en el hogar. Un fosforita. Mi cuarto anaranjado. Mañana tengo que ver a
Chris, tal vez a la noche. Sólo puedo pensar en que estoy en el Valle de las Colinas
oliendo el ajo o en las orillas del Barrow, una tarde estival en el aire de alondras, y
últimas canciones y los saltos de los salmones. Los dedos nocturnos me tocan.
Tristeza de la madreselva. Tarareo. Tengo que llorar.
9

Las ocho. Las calles húmedas, charcos de agua sobre los bloques de granito.
Hacia el Oeste las nubes se reúnen silenciosamente absorbiendo el olor a turba de
las chimeneas humeantes en esta helada noche de sábado. Los pies de pajarito
transportan su alma a través de esta ciudad danesa. Las voces ásperas de los
diarieros definen las esquinas de las calles que dejan atrás. Allí en la calle del Monje
Blanco los oigo decir rosarios. Y en la ventana del hospital se enciende la luz y una
enfermera corre la cortina. La morgue del hospital donde se inclinaban con amor
sobre desconocidos muertos y la belleza cándida de los que murieron jóvenes. Las
velas parpadean en las lámparas de los carruajes en los callejones de los
proveedores funerarios. Sintió una mano en el brazo, reteniéndolo, una vieja que le
pedía una moneda, sintió el regocijo del corazón y le dijo amablemente que no
pasaba nada desde la madre. Y ella se rio del caballero inglés, colmillos en la bruma.
Le pagó una copa en la taberna. Los tenía pequeños y estaba orgullosa de la
compañía de este caballero protestante, y le contó que su viejo se había derramado
agua hirviente sobre el pie y desde ese día guardaba cama. Él le contó muchas
mentiras y dejó la taberna convertida en un mar de lágrimas cuando cantó «Oh
Danny Boy».
Esta ciudad de calles equívocas, intercambiables, viejas ventanas y
corazones dolidos, e hirvientes y oscuros cacharros de té. El cuartito tibio de la
muchacha, y sus cosas pulcras, la manta de retazos y la gente moviéndose en el
vestíbulo.
Y la lluvia blanda. Entran en las casas con hogazas de pan y manteca y
quizás un poco de queso y los niños helados que parlotean despiertos por doquier.
Láminas de luz amarilla por las rendijas de la ventana. Baja los escalones de
cemento. Golpeó la D en código morse sobre la puerta verde. Una sonrisa de
bienvenida.
—Pasa. Tuve la extraña intuición de que vendrías esta noche.
—Brillante. ¿Una lámpara nueva?
—Sí.
—Magnífico. Y estás friendo.
—¿Quieres comer tocino conmigo? Es lo único que puedo ofrecerte. Y te
daré además un lindo pedazo de pan frito. ¿Te gusta?
—Creo que el pan frito es el manjar más delicioso. Mi querida Chris, ¿puedo
sentarme aquí?
—Sí. El jueves por la noche me quedé levantada pensando que me llamarías
y podríamos ir a ver la iglesia de Cristo.
—Marion está un poco nerviosa. Una pequeña confusión.
—¿Qué pasó?
—Malentendido general. Falta de dignidad de nuestras vidas. Me parece
que esa condenada casa se vendrá abajo. Sabes, creo que un día de estos el maldito
artefacto se desplomará sobre la calle, y yo debajo. Condenado lugar, tiembla
cuando me cepillo los dientes. Tal vez los tranvías socavaron los cimientos,
suponiendo que los tenga.
—¿Y cuál es el problema de tu esposa?
—El dinero. Y por cierto que no la critico. Dios. Me gustas Chris. Creo que
eres muy simpática. Qué clase de hombres conociste.
—Casi todos inofensivos. Y atados a la madre. Incluso esos hombrecitos
oscuros que la siguen a una por Londres. Cuando quieres pasear por el parque
parece que ninguno cree que solamente deseas estar sola, no hablar ni que te lleven
a ninguna parte, simplemente sola. Y un estudiante de medicina y otros estudiantes.
Muchos estudiantes.
—¿En Irlanda?
—Ninguno que me interesara.
—¿Yo?
—Tonto. Quería conocerte. Sabía que nos conoceríamos. Bueno, casi soy
responsable de nuestro encuentro. ¿No te parece? Reconozco que tenía mucha
curiosidad. Así que, cuando te vi en el banco con tu nena. Muy descarada.
—Eres audaz.
—Me alegro.
—Bien.
—Y tu tocino.
Chris con sus largos dedos. Una fuente blanca de tocino tostado. Me gusta
tu brazo y tu sweater. Dios mío, ¿cómo eres debajo? Suave dibujo de pezones y
verde redondez del seno. Un cuarto tranquilo en la ciudad. Bella muchacha morena.
Allá está la principal fábrica de cerveza del mundo volcando las botellas espumosas
sobre la calle Watling y Stephen’s Lañe y los bellos camiones azules la distribuyen
en la ciudad de modo que siempre y en todas partes yo pueda estar a no más de
veinte pasos de una botella. Tengo la certeza de que la cerveza es fuente de alegría,
un tónico de la sangre, alimento del cerebro y un gran apoyo cuando uno está en la
mala. Esta gente tiene cadenas alrededor de la cabeza. Estos celtas. Pero yo me
deslicé en las iglesias, los vi frente al altar, con la voz musical y el corazón de oro y
se oía el sonido de los peniques frecuentes cayendo en el cepillo para construirlas
más grandes, mejores, más. Mi querida Chris, mi muy preciosa Chris, cómo podría
poner mi corazón en tu mano.
Ensarta con el tenedor el pan frito, lo parte. Se lo mete en la boca y mira a
Sebastián. Su niña tiene el cabello y los ojos iguales. Su niña es hermosa. Es
agradable no estar sola. Y el sábado y el domingo para levantarse tarde.
El señor Dangerfield tomó la costra de su pan y recogió la grasa. Se la metió
en la boca.
—Muy bien. La verdad, Chris, en este país el tocino es excelente.
—Sí.
—Y ahora, ¿puedo proponer algo?
—Sí.
—¿Vamos a beber algo?
—Sí.
—Conozco un buen lugar.
—Me pondré las medias de nylon. Preciosas. Me quitaré estas cosas
miserables.
—Razonable.
—Miserables. Pero dentro de todo, lo menos miserable.
Despliega las prendas diáfanas. Frente a mí. Muy bien formada.
—Mi querida Chris, tienes un hermoso par de piernas. Sólidas. Las
escondes.
—Mi querido Sebastián, muchas gracias. Pero no las escondo. ¿Por eso los
hombres la siguen a una?
—Por el cabello.
—¿No las piernas?
—El cabello y los ojos.
—Así que eres el hombre de la casita ruinosa.
—Yo soy.
—¿Puedo decirte algo?
—Por supuesto.
—Pareces un empleado de banco, o tal vez un tipo que trabaja en una
distribuidora de carbón. Excepto esa extraña corbata.
—Se la robé a un amigo norteamericano.
—Te diré que eres el norteamericano más extraño que conocí jamás. En
general no me gustan.
—Forman una raza animosa y vital.
—Y vives en esa casa con las cortinas pardas rasgadas. Sabes, las paredes y
el techo están a la miseria.
—El dueño no lo entiende así.
—Por supuesto. Estoy lista. Me alegro de que me hayas invitado a beber una
copa.
Chris propuso una botella de gin. El señor Dangerfield se pone de pie con
aire importante para realizar la transacción.
—Salgamos de aquí. Me deprime. Mira cómo se emborrachan y siempre
tengo la sensación de que alguno terminará arrastrándose hasta aquí para decirnos
algo. Salgamos a caminar. Me parece mucho mejor.
—Me gustas, Chris.
—¿En serio?
—Sí.
—Mira, contigo no sé muy bien a qué atenerme.
Y en la calle la noche del sábado con las viejas que salen a buscar a los que
están malgastando el dinero y ocultan entre las manos una cerveza y el movimiento
travieso de las muchachas de pollera corta picoteando los pavimentos mientras se
abren camino en esta fantástica pobreza. Avanzaron a lo largo del canal. Salió la
luna y las sombras bailotearon sobre el agua. Ella le apretó fuerte la mano.
Pensando en la felicidad. Las ventanas cerradas detrás de las verjas. La gente
reunida en los sótanos alrededor de los puntos rojos del fuego, cabezas canas sobre
pechos canos. Casi toda Dublín muerta. Un aire húmedo y fresco que viene del
Oeste. Baja por la calle Clanbrassil. Ese canal atraviesa Irlanda hasta el Atlántico.
Los negocios de los judíos. Ella le toma el brazo y lo aplica contra su pecho. Algunas
pecas en el labio superior.
—Sebastián, me gustaría saber si es posible.
—¿Qué?
—Si somos posibles.
—Sí.
—¿Sabes de qué hablo?
—Creo que sí.
El viento del Oeste ha barrido del ciclo la lluvia. Caminaron lentamente. Él
contiene nerviosamente los pies. La voz dulce de la muchacha se eleva en la noche.
—¿Y tu esposa?
—¿Marion?
—Sí.
—¿Qué hay con ella?
—Bueno, es tu esposa. Y tienen una hija.
—Así es.
—Mira, no me ayudas nada.
—No puedo, yo mismo no veo claras las cosas.
—¿Los quieres? ¿Quieres a Marion?
—Quiero a Marion, a veces muchísimo… a ella y la niña, pero por mi causa
son desgraciadas.
—¿Y nosotros?
—¿Nosotros?
—Sí.
—Creo que nos llevamos bien.
—¿Te parece?
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo nos llevaremos bien?
—Imposible saberlo. Me gustas muchísimo.
Ella se detuvo y se volvió hacia Sebastián.
—Me gustas. Para una mujer es mucho más difícil si el amor significa algo y
significa para todas las mujeres y quiero que signifique algo para mí.
—Me gustas, me gustas mucho.
—Volvamos a mi cuarto.
La arrastra suavemente de la mano.
Volvieron pasando por tres calles estrechas. Los pies vacilantes sobre los
escalones. El movimiento de la cerradura. El interior del cuartito y la lámpara nueva
y luminosa. Chris corre las cortinas. Sebastián sirve gin, de espalda a la chimenea.
Ella está de pie sobre la alfombra verde, desabotonándose la chaqueta. La mira,
muchacha de cabellos largos y oscuros. Bebo mi gin con mano temblorosa. Ella
permanece silenciosa en el centro del cuarto, frente a él. Sebastián se sienta. Chris
cruza las angostas muñecas sobre el ruedo del sweater, pasa la prenda de lana sobre
la cabeza y desnuda los brazos. La pliega con cuidado sobre la cama. Las manos
apoyadas por el dorso sobre la espalda, los cabellos, una sugestión. Sé como eres
debajo. Se acerca a su silla, se inclina sobre la cabeza de Sebastián. Apretaste tu seno
contra mi rostro. Y la punta sólida sobre mi boca y entre mis dientes. Arriba, tus
ojos lloran y las lágrimas se reúnen en el mentón. Echa hacia atrás la cabeza sobre la
silla y toca los ojos de Sebastián. Le habla en voz baja.
—Encenderé dos velas. Son italianas y están perfumadas. Sabías que debía
ocurrir esto. Hasta esta noche iba al zoológico. Pensé en eso toda la semana, y en ti.
¿Puedo mirarte?
—Sí.
Cálida luz de la vela. Los ojos grandes y oscuros de la muchacha.
—Ahora vuélvete. Pensé que eras más delgado. Un vientre de hombre de
negocios. No haces ejercicio.
—Mis manos rehúsan trabajar.
—Ayúdame a poner el colchón en el piso. Sobre los diarios. Pareces raro.
Los dos. Qué raro es un hombre. Ahí me siento ausente y desnuda.
—Oh, diablos.
—¿Qué ocurrió?
—Un golpe en el pie. Me corté el dedo.
—Te curaré. Lo lavaremos.
Vierte agua en la palangana, hasta los bordes y le mete los pies.
—¿Mejor?
—Sí, mucho mejor.
—Ahora los secaremos y un poco de talco. ¿Está bien? Es tan extraño y
curioso, los hombres y las mujeres y todo, debe tener algo que ver con el sentido de
lo positivo y lo negativo. No son azules las venas. En algún sitio leí que son la parte
más suave del cuerpo, ninguna parte de una mujer es tan suave.
Los dedos de Chris le suben por la pierna, hundiéndose en el vello. La
palangana desborda. Espera secreta y tímida, mientras se afloja la pollera.
—Ahora las medias. Me siento molesta. Este horrendo cinturón con las ligas.
Sostiene un pecho con cada mano, presiona sobre la sangre, las venas llenas,
y la carne de los labios oscuros un cilindro alargado y los ojos un jarabe de frío
blanco y tibio gris. Se le acerca. Le está diciendo que ella se expresa así, y lágrimas
de silenciosa felicidad y deseo bailar para ti. De pie, los pechos apretados uno
contra el otro, y luego las manos sobre la cabeza y un rápido giro del pecho y la
carne. Y nuevamente toca la piel del hombre con la suya. Desliza su cuerpo en el
cuerpo del hombre y le dice que está pronta y que en realidad siempre lo había
sabido, comprendes, todos esos días que estaba allá en la calle esperando el tranvía
tan frío, intolerable, sola, hambrienta de amor semanas enteras, el cuerpo húmedo y
Sebastián y ahora todo el vapor de la lavandería salió de mi corazón, estoy pronta y
mi ingle está húmeda. Querida Chris estás colmada de tierno amor que desborda de
tus labios oscuros. Afuera en la calle que pasa frente a la catedral de San Patricio
oigo el canto gregoriano. No es lejos. Ella curvó la lengua y echó en el oído de
Sebastián un aire tibio y húmedo. Siento que el aire tibio que soplaste en mi oreja es
como el aire estival inmóvil y sofocante de esa tarde de un día de Westchester en
Estados Unidos, en el camino de Pondfield, y yo estaba recostado sobre la espalda
escuchando la música que entraba por la ventana desde un jardín próximo. Era
joven y estaba solo. Te siento frío Sebastián, prefiero lentamente, armonizamos tan
bien, evita retirarte como el sol que se oculta, que yo sea tanto un cuerpo bombeante
de hembra que ordeña oro. Mira los olivos y los ríos, mil Oh Sebastián mil, siento y
alimento y empujo y corazón y bomba. Porque, querida Chris tu cuello descansa en
mi brazo. Oigo las campanas de Cristo. Oh Sebastián ahora, oh Dios mío, ahora oh
ahora, apriétame cómeme oh Dios mío me gusta. La cabeza de la muchacha
colgando hacia atrás, las palabras cayendo por su mentón en el hueco del hombro
de Sebastián, llegaste, no puedo esperar pero eres tan raro, por favor un cigarrillo.
El sudor secándose en la piel de ambos, y bocanadas de humo para mirarlas cómo
suben enroscadas hacia el cielorraso.
—Qué tipo extraño.
—¿Yo?
—Sí. ¿Y qué sientes ahora?
—Todo lo bueno.
—¿Por ejemplo?
—Alegría. Alivio.
—Algunos hombres sienten desagrado.
—Qué lástima.
—Sí. Y yo me siento mejor. Lo necesito. ¿Cómo es ella?
—¿Marion?
—Sí.
—Un enigma, no obtiene lo que quiere.
—¿Y qué quiere?
—Las dos cosas. Dignidad y yo. Me tiene a mí. Comprendes, en cierto modo.
Pero no es suya la culpa.
—Cómo es cuando…
—¿Hacemos el amor?
—Sí.
—Le gusta. No tan creativa como tú. Posee una gran sexualidad latente.
—¿Y tú la aprovechas?
—Se expresa. La preocupación no facilita las cosas.
—Me pregunto si en realidad existe la vida sexual perfecta en el
matrimonio.
—Crece y decrece.
—Sí. Qué cosa tan complicada. Siempre me atemorizó. Una se siente rara ahí.
Hace cosquillas. Me hace pensar, y es tan suave. Debe ser un instinto besar las cosas
suaves. Cuando yo tenía quince años creía que mis pezones eran como la piel de los
labios y los besaba y cuando mi madre golpeaba a la puerta del cuarto de baño me
aterrorizaba la posibilidad de que me preguntase qué les había pasado. Era una
obsesión. El sexo de los padres es tan distinto. A los diecisiete tuve una impresión
terrible viendo hacer el amor a mi madre y mi padre.
—Por Dios, dime qué ocurrió.
—Tenía gripe y pasaba para el baño y los vi desde la escalera. Estaba
empezando a aprender y no sabía que una mujer podía sentarse sobre un hombre.
Se lo conté a mi amiga y después no quiso hablarme durante un mes.
—Chris, siempre me sorprendes. Eres inteligente.
—Y tú debes ser inteligente si puedes apreciarlo.
—Exactamente. Me gusta este cuarto. Pequeñas comodidades, pequeñas
alegrías.
—No necesitas mucho.
—En efecto. ¿Y tú?
—Casarme, supongo. La mayoría de las mujeres lo desean.
—Y luego, ¿qué?
—Hijos. No deseo una empalizada alrededor de la casa y un marido
cariñoso que se esfuerza todo el día en el banco local. Pero sí cierta satisfacción. ¿De
qué te ríes?
—Pensaba en mí mismo.
Se apoya en el hombro y lo mira.
—Dime, ¿sabías que quería acostarme contigo?
—Jamás lo pensé.
—¿Lo deseabas?
—Instantáneamente, desde la primera vez que te vi.
—Yo sabía que llegaríamos a esto. Y ahora que lo hemos hecho, ¿cómo te
sientes?
—No lo sé. Siento que te conozco.
—Tómame la mano.
—Podrás amamantar a tus hijos. Déjame ver tu axila.
—Rehusó afeitarme por nadie.
—Olor a Rusia.
—Cómo te atreves.
—Intenso. Y tu ombligo.
—¿Inglaterra?
—No, pero interesante. Si tengo que trabajar para ganarme la vida adivinaré
la suerte de la gente por el ombligo.
—Una mujer quiere que conozcas solamente el suyo. Es extraño que hasta
esta noche yo estuviese dispuesta a retornar a este sórdido cuarto. Encender la radio
y escuchar a individuos muy tontos. Y cocinarme comidas mezquinas. Es muy
distinto poder cocinar para otro. Todo es tan extraño y repentino. Uno espera que
ocurra. Y ocurre. Ahora sé cómo eres desnudo. Ya no podré mirarte desde el
lavadero. Estaré desnudándote mentalmente. Es ridículo cuando uno piensa en los
genitales de un hombre y en el modo en que se viste. Deberían usar faldas o
pedazos de alfombras.
—Yo haría cortar las mías en Saville Row.
—Los curas tendrían que usarlas negras. Deja que te muerda. Quiero
morderte. Oh, tienes algo en el ombligo. Pelusa.
—Además.
—Mi ombligo es asexuado y chato y no junta nada. Y besar estas cositas
raras. ¿Te gusta?
—Más. Te digo que más y más.
—Y también en tu ombligo.
—Por Dios, sí.
—¿Y allí? Tiene un olor raro. Es muy chiquito.
La noche tan larga y grata. Espero que podré recordarla cuando sufra. Sus
dedos tan suaves. Dulce sustancia de muchacha, sola y húmeda y amante y
movediza sobre mí, sobre mí y aún más, protegido por su corazón y cada uno por
los muslos del otro, mi cabeza extraviada, los cabellos que cosquillean y acarician y
se enroscan y como una bóveda de olores y carne y gusto salino como cuando uno
nada. Vivo en esa casa de cemento agrietado. Voy a la ciudad en un tranvía absurdo,
a Trinity con todos los demás y ahora hundo la cabeza en las pinzas blancas y
redondas de los muslos de una desconocida. Sus manos bajan por mis piernas.
Desgarran las islas de cartílago de mis rodillas y después me tambalearé
eternamente en las calles. Su cabeza oscura se mueve en el aire de la vela amarilla.
Este treno en mi cráneo escarlata. Las chicas de la lavandería están de pie sobre
calderos de ropas humeantes, golpeándolas con gruesos tobillos celtas y haciendo
un strip tease. Las veo a todas allí y nos reímos, je jo ja, el ritmo de la cosa y las
chicas campesinas, desnudas por primera vez en su vida, cayendo en las calderas y
las jabonaduras, resbalando, batiendo y palmoteando sus cuerpos obesos. Es día de
fiesta. El manicomio bestial. Y él, yo, alzó su mano sagrada y les dijo que callasen un
minuto para ordenarlas en fila y dar a cada una la jarretera verde de tréboles que
pudieran usar sobre el muslo izquierdo de modo que los obispos no criticasen la
desnudez. Ahora, todos ustedes, afuera. A las calles, Dublín es una bella ciudad de
bonitos desnudos. Ustedes se parecen a los oblatos y sus nalgas también. Que toque
la banda. Las dirigió por las calles. En el Puente Butt se detuvieron y el simpático
caballero las dirigió mientras entonaban el verso: «Dejé mi corazón en un jardín
inglés». En la ciudad se difundió prontamente la noticia de que había cierta
desnudez en las calles. Las tabernas se vaciaron. Y los millones de hijos de
campesinos y también otros, todos en bicicleta a ver esas finas formas juveniles de
sólida contextura.
Los dedos esbeltos de Chris se metieron en los muslos y los de la muchacha
se cerraron sobre sus oídos y él dejó de escuchar el ruido de sopa de la boca de
Chris y sintió el dolor breve de los dientes que mordisqueaban el prepucio tenso y
el latido de su propia ingle bombeando el fluido desbordante en la garganta
femenina, acallando la voz gentil de la muchacha y empapando las cuerdas vocales
que entonaban la música de su corazón solitario. Los cabellos oscuros se extendían
en mechones limpios sobre el cuerpo de Sebastián, y durante el siguiente y
silencioso minuto fue el hombre más equilibrado de la tierra, abandonado por su
simiente, despojado de su mente.
10

Con dos tomos bajo el brazo sale por la puerta trasera del Trinity College.
Una tarde cálida y luminosa para tomar el tren. Estos comerciantes van a sus
jardines estivales y quizá a nadar un poco en Booterstown. En días así Dublín es
una ciudad tan vacía. Pero no los parques o las tabernas. Sería una buena idea
llegarse a la calle de la Paz y comprar un poco de carne. Me gustaría preparar una
buena cena con una botella de cerveza, y luego salir y caminar por la orilla y ver
algunas buenas mozas. Por tratarse de un país tan puritano, pueden verse cuerpos
muy bonitos si uno está atento y vigilante cuando algunas se cambian en la playa.
—Buenas tardes, señor.
—Buenas tardes.
—¿En qué puedo servirlo, señor?
—Para ser sincero, me gustaría un buen pedazo de hígado de ternera.
—Bueno, señor, puedo ofrecerle un lindo pedazo, está muy fresco. Un
minuto.
—Adelante, fantástico.
—Aquí lo tiene, señor. Un hermoso pedazo. ¿Piensa salir de paseo, señor?
Viene muy bien un poco de carne fresca.
—Sí, de paseo.
—Ah, Inglaterra es un gran país, ¿no es verdad, señor?
—También ustedes tienen un lindo país.
—Ah, sin duda tiene sus virtudes. Cosas buenas y otras malas. Pero siempre
es así. Aquí tiene, señor, y que su paseo sea muy agradable. Es una linda tarde.
—Sí, muy hermosa.
—Veo que usted es un hombre culto, y lleva unos libros muy gruesos.
—En efecto. Bueno, adiós.
—Que lo pase bien. Buena suerte, señor.
Caramba, qué conversación. Especialista en lugares comunes. Paseo, un
cuerno. Pero es un lindo pedazo de hígado.
La oscuridad de la estación Westland Row. Compró los periódicos, los
enrolló y subió la escalera. Sentado en el banco de hierro, podía ver a la gente
volcándose por el portón. Dónde están los esbeltos tobillos de las mujeres. Ninguna
de ustedes. Todas percheronas. Bueno, qué hay en el diario. Monotonía. Las
Aventuras de Félix el Gato. Dejemos esto. Debo ir al baño. Qué espacioso. Goteo de
agua. Santo Dios, el tren.
Retumbante, pesado, juguete negro y sucio. Pasa entre silbidos con toda la
banda de esas caras vespertinas espiando y gesticulando en las ventanillas. Debo
encontrar un compartimiento de primera clase. Dios, todo este maldito tren está
repleto. Oh caramba, probaré en tercera. Enderezarse. Poner la carne en el
portaequipaje, buscar un lugar, sentarse.
Enfrente la gente que vivía en las casas dobles de Glenageary y Sandycove,
todos hundidos en el periódico leyendo afiebradamente. Por qué algunos de
ustedes no miran por la ventana los lindos paisajes. Vean el canal y los jardines y las
flores. Caramba, es gratis. No tiene sentido inquietarse por la impiedad. Y usted,
bastardo encogido y minúsculo, qué mira. El hombrecito me clava los ojos. Afuera,
por favor.
Chug, chug, chug.
Chu, chu, chu.
Wuu, wuu, wuu.
En viaje. No debo preocuparme por esta condenada gente. Me pone
nervioso. No debo irritarme. Sigue mirándome. Si insiste juro por Dios que lo arrojo
de cabeza por esa ventana. Era de prever esta grosería en tercera clase.
La muchacha sentada enfrente lanzó una exclamación ahogada. Qué es esto.
Seguramente subí a un tren que va a Grangegorman. Que le pasa a ésta. Ese
bastardo encogido debe andar en algo, sin duda le tocó la pierna. Libertino. Quizá
debería hacer algo contra este tipo. No, mejor me ocupo de mis propios asuntos. Ya
las cosas están bastante mal. Bueno, mírenlos. Todos los que están sentados allí se
retuercen y ríen por lo bajo. Qué miran. Es intolerable. Pienso pasar una linda tarde
con mi hígado y caminar un poco y por qué esa chica aprieta la cara contra el libro.
Acaso está ciega. Consígase un par de anteojos perra estúpida. Tal vez ese bastardo
la molesta, ella se sonroja. La maldita represión sexual en esta ciudad. Eso es. Ahí
está la raíz del asunto. Distracción. Necesito distracción. Leeré los avisos fúnebres.
Donoghue —(Segundo aniversario)—. Recordando con tristeza y amor a
nuestro querido padre, Alex (Rexy) Donoghue, fallecido el 25 de julio de 1946, que
vivía en plaza Fitzwilliam (Puerta del Carnicero en el matadero de Dublín), que
Dios se apiade de su alma.
Misa por su eterno descanso. R.I.P.
Se fue para siempre, el rostro jovial,
el corazón alegre y bondadoso
el hombre a quien quisimos tanto
cuyo recuerdo jamás nos dejará.

En sus oídos, como gotas de plomo caliente.


—Caramba, qué es eso. Aquí hay mujeres.
Silencio absoluto en el compartimiento cuando el trencito traqueteó sobre el
Gran Canal y los descuidados jardines del fondo de las casas, en Ringsend.
Sebastián pegado al diario, casi rozándole los ojos. Y de nuevo, como una
obscenidad dicha en la iglesia.
—Le digo, señor, que hay damas en el vagón.
Quién sería el primero en saltar sobre él. Debía dejar que alguno de ellos
hiciera el primer movimiento. Le atrapo las piernas cuando empiece el lío. Esta
situación me preocupa. Odio este tipo de cosas. Por qué, Dios mío, tuve que
meterme en este condenado vagón. Cómo saldré de esto. No cabe duda, ese hombre
es un maniático sexual. En cualquier momento empezará a decir obscenidades. Mi
paciencia tiene un límite. Es como esa vieja que decía su rosario y después de diez
oraciones lanzaba una sarta de palabrotas horribles. Y no puedo soportar la grosería.
Mírenlos, todos se comportan como si nada ocurriera. Mejor levanto los ojos, tal vez
quiera liquidarme con un golpe sorpresivo. Ese hombre en el rincón, con la nariz
roja. Se ríe, apretándose el estómago. Dios mío, sálvame. Nunca volveré a viajar en
tercera clase.
—Repito e insisto. Hay damas presentes.
Sebastián lo encaró, y sus labios prácticamente masticaban las palabras.
—¿Qué dice?
—Bueno, ¿no ha olvidado algo?
—No lo entiendo.
—Le repito que hay damas presentes. Debería examinar su propia
apariencia.
—¿Se dirige a mí?
—Sí.
Esta conversación ya es demasiado. Debí haber ignorado a este idiota. Una
situación muy embarazosa. Debería golpear a ese bastardo del rincón que parece
divertirse tanto. Veremos si le gusta tener la mandíbula rota. Por qué no encierran a
gente como ésta en Irlanda. Toda la ciudad está llena de tipos así. Si me atacan, por
Dios que iniciaré juicio a la empresa por vender pasaje a este loco. Esas dos chicas
están muy nerviosas. Este condenado tren es un rápido a la costa. Dios mío.
Procuraré dominarme. Control. Control absoluto y completo hasta la costa.
—Señor, su comportamiento es abominable. Debo advertirle. Esta es una
cosa terriblemente grave. Escandalizar en un medio público. Está mostrando una
parte de su cuerpo.
—Disculpe, pero métase en sus asuntos o le rompo la cara.
—Es asunto mío evitar esta clase de cosas cuando hay damas presentes.
Vergonzoso. Usted ve que hay otras personas en el vagón.
No hay nada que hacer. No debo permitirle que me obligue a iniciar una
conversación así. Tengo que usar el cerebro. Estamos llegando a Booterstown. En
un minuto salgo. ¿Que muestro el cuerpo? Sí. Se me ven los dedos. Santa y católica
Irlanda, tengo que usar guantes. No quiero ser indecente mostrando los dedos y
también el rostro. De veras, es la última vez que aparezco sin máscara. Un momento
crucial. Pero no me someteré al capricho de ninguno de ellos, y menos aún de ese
patán desequilibrado.
Evito el rostro rojizo, encogido, insistente y maníaco. Los ojos clavados en la
ventana. Ahí está el parque y el lugar donde me habló por primera vez mi querida
Chris. Oh, liberación. Ese monstruo risueño en el rincón. Lo sacaré fuera del vagón
y a puntapiés lo llevaré de un extremo de la estación al otro. Qué hace. Señala su
propio vientre. ¿Yo? ¿El vientre? Cristo crucificado. Está afuera. Toda
completamente afuera. Pego un salto en dirección a la puerta. Salgo. Veloz. Detrás,
una voz.
—¿No se olvida algo más?
Un rápido giro, arrebata del portaequipaje el paquete manchado de sangre.
Y detrás.
—Parece que hoy olvida su carne a cada momento.
11

Infatigable movimiento giratorio del vaso, sorber, tragar, más. A un costado


el paquete con el fiel hígado, pardo y sangre. Sobre los techos de las casas, del otro
lado de la calle, se pone el sol. Es tarde y Marion ya debe estar al borde de un ataque.
He intentado razonar este asunto. No es cuestión de coraje o pena o lo que sea, pero
lo cierto es que encuentro imposible afrontar esta situación terrible y embarazosa. Si
por lo menos me hubiese abotonado la bragueta. Si por lo menos.
—Buen hombre, le ruego me sirva otra copa.
—De acuerdo, señor Dangerfield.
Podría habérseme ahorrado este sufrimiento. Creí que ya había dejado atrás
esa clase de cosas. Bueno, gracias a Dios que no caminé por la playa con eso al aire.
Necesito hablar con alguien. No tengo con quien hablar. La única solución es volver.
En el camino compraré una cabeza.
Empujó la derruida puerta verde y se dejó caer fatigado en la silla
destartalada. Marion en la cocina, y él la mira inexpresivo. En la pared, arriba,
detrás de Marion, el medidor de gas. Me gustaría destacar que el medidor es verde,
la ranura para echar los peniques es de latón, y este medidor mide el gas con que
cocino mi comida miserable. Ya no puedo soportar más.
Marion mira la puerta y se estremece.
—Ya no puedo más, Sebastián.
Sebastián la mira interesado.
—Lo digo en serio. Es demasiado. Estuviste bebiendo.
—Querida Marion.
—Te dejaré.
—Me dejarás.
—Hablo en serio.
—Oh, hablas en serio.
—Sí.
—Marion estoy trastornado. Ahora, ¿sabes lo que significa trastornado? Que
soy capaz de hacer cualquier cosa. Te mataré aquí mismo si no me dejas en paz.
Quiero paz. Y ahora, Marion, sabes lo que deseo. Paz, maldito sea.
—No me grites. No te temo.
—Me temes, Marion. Es mejor así. Aléjate de mis manos.
—No te tengo nada de miedo. Oh, eres perverso.
—Mi querida Marion, estás nerviosa. Realmente nerviosa. Pestañeas. Ahora
acuéstate y te traeré un poco de ácido prúsico para calmar los nervios.
—Lamentarás todo esto. ¿Cómo te atreves a decir semejante cosa? Te pasas
toda la noche bebiendo, callejeando. La última vez viniste borracho. ¿Hasta dónde
puedes llegar? ¿Hasta dónde puedes descender? Dímelo, ¿hasta dónde?
—En Calcuta había un hombre que se pasó la vida en la alcantarilla.
—El nombre de mi hija está deshonrado. Pero a ti qué te importa. Hablas de
tus estudios, ¿no es así? Incluso tuviste el descaro de llevarte el dinero que estaba
detrás del reloj, y allí estás con esa horrible mueca en la cara diciéndome que
piensas matarme. Bueno, inténtalo. Es lo único que te digo, inténtalo. Y quisiera que
sepas una cosa más. Escribí a tu padre y le conté todo. Todas las maravillas que
hiciste.
En la silla grasienta, Sebastián, silencioso, inmóvil, las manos apretando
tensamente los brazos. La mira sin cansarse, el rostro pálido de miedo.
Sebastián habla con voz serena y lenta.
—Cometiste un grave error, Marion. Un error muy grave.
—No hables así.
—Un grave error, Marion. Estás forzando la situación.
—Por amor de Dios, no sigas. No puedo soportarlo.
—No tenías ningún derecho. ¿Me entiendes? Digo que ningún derecho.
—Basta.
—¿Qué le dijiste?
Marion, las manos cubriendo el rostro, llorando.
—Repito, ¿qué le dijiste? Contéstame.
—Eres horrible. Horrible y repugnante.
—¿Qué le dijiste, maldito sea?
—Todo.
—¿Qué?
—Dije que todo.
—Maldito sea, ¿qué le dijiste?
—La verdad. Que nos morimos de hambre. Que la nena está raquítica. Y
todo porque te bebes el dinero de la casa. Y también le hablé de la casa, y que me
abofeteaste y me golpeaste cuando estaba embarazada, me arrojaste de la cama y
me tiraste por la escalera. Que debemos centenares de libras. Toda la repugnante
verdad.
—Marion, no debiste hacer eso. ¿Me oyes?
Marion, su voz emergiendo en las pausas.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Qué quieres que haga? ¿Seguir así eternamente?
Hasta que no haya esperanza. Vivir de tus sueños de convertirte en gran abogado
cuando jamás trabajas y haces trampa en los exámenes. Y no piensas trabajar jamás.
Lo sé bien, y que te pasas el tiempo con esa gentuza. Estás afuera toda la noche.
Odio esta casa. Odio todo esto, Irlanda, todo lo que hay aquí. Dejas que afronte sola
la situación en este inmundo agujero.
—Cierra esa boca maldita.
—No quiero.
—Cierra la boca.
—No quiero.
Extendió lentamente la mano y retiró la pantalla de la lámpara. La depositó
sobre la mesita.
—¿Te callarás?
—No.
Aferró la lámpara por el cuello y la destrozó contra la pared.
—Ahora cállate.
Marion silenciosa, los ojos desorbitados y llorosos, mirando al hombre en la
silla desvencijada, sosteniendo el extremo de la lámpara destrozada con sus largos
dedos rosados. Hombre siniestro. La mira fijamente y ella no puede decidirse a salir
de la habitación, y escucha su voz que la flagela.
—Eres una porquería. Condenada sangre británica. Maldita estupidez. ¿Me
oyes? Llora. Llora. Por eso que hiciste podría matar a un hombre. Eres una perra
hipócrita. ¿Me oíste? Dije que eres una perra hipócrita.
—Por favor, no me hables así.
—Esa carta te costó mucho dinero. ¿Me oíste? Dinero. Si vuelves a escribir a
mi padre te estrangularé.
—Oh, basta por amor de Dios.
—Estoy loco de rabia. Dios, volver a casa para oír esto. Como si todo lo
demás fuera poco. Quiero demoler esta casa. Con todo lo que hay adentro. Voy a
pulverizarlo todo. Y no tendrás dónde meterte. Irás a parar al arroyo. El lugar que
te corresponde. Con ese padre vulgar y tu madre roñosa y el mojigato de tu noble
tío. ¿Sabes qué son? Basura y roña humana, ni siquiera merecen vivir.
—Por favor, no hables así.
—Fuera.
—Por favor, Sebastián.
—Fuera, maldito sea. Obedece. Sal o te estrangulo ahora mismo.
—¿Cómo has llegado a esto?
—Tú me llevaste a esto. Por eso ahora soy como soy. Tú.
—No es cierto. No puedes culparme. Lamento haber escrito a tu padre. Lo
siento.
—Fuera.
—No comprendes que lo siento. ¿No entiendes?
—No entiendo maldito la cosa. Estoy rabioso y ciego. Estoy loco.
—Por favor, basta. Te lo ruego, Sebastián, basta.
Marion se acercó hacia el hombre que agitaba su cuerpo en la silla,
mostrando los dientes, y agitando los puños sobre su propia cabeza.
—Apártate. No te acerques. Dios, ¿por qué vine a este condenado país?
Estoy acabado. Acabado. Acabado. Ni un rayo de esperanza. Ni una víbora podría
vivir aquí. Aquí no vive nada. Toda la porquería del mundo sobre mí. Sin un
minuto de respiro. ¿Qué intentas hacerme? ¿Acabarme para siempre? ¿Por qué
tengo que aguantar esto? ¿Por qué? No hables más de trabajo, estudio, trabajo. No
pienso trabajar. Nunca. Esa carta te costó miles. Maldita seas.
—¿No comprendes siquiera por un instante que lo lamento? No quería
hacerlo. ¿No ves que me obligaste?
—Veinte mil libras. Dios mío.
—Me dejaste aquí día tras día en esta miseria. Sin gas, sin agua caliente y el
baño y el cielorraso perdiendo. Yo soy quien debe enojarse, quien debe estar
trastornada. ¿Te digo algo?
—Madre de Dios, basta. No quiero oír más. Acábala de una vez. No quiero
oír nada. Me desheredaste.
—No será para siempre.
—Cállate, yo sé lo que digo.
—Se arreglará, tendrás que esperar unos años.
—Y qué. Estás viva. No te has muerto. No estás enferma. ¿No puedes
esperar un año?
—Tampoco yo estoy bien. Cuando llegue el momento podemos estar
muertos. Y Felicity. También es tuya. Piensa en ella.
—No soporto más esta situación. Afuera con todo. Afuera. Estoy tan harto
que juro por Dios que destruiré toda la casa. Arrancaré las ventanas. Arrasaré con
todo. Afuera. Dónde está mi condenada cabeza. ¿Dónde está?
—Ahí, en el piso.
—No quiero saber nada más. Absolutamente nada. Nada. Oh, Dios mío.
Sinceramente, necesito distraerme. No soporto más todo esto. Olvídalo y déjame en
paz esta noche porque si no tengo paz… acabo con todo.
—La olla está bajo la mesa.
—Gracias.
—Hay dos cebollas y una zanahoria si quieres usarlas.
—Gracias.
—Puse cinco peniques en el medidor de gas.
—Está bien.
—Te ayudaré, si quieres.
—Está bien… ¿Queda algo de mi ajo?
—Vi un diente en el cajón de la mesa.
Marion está de pie con las manos apretadas. Tensa, desesperada. Camina de
un lado para otro y se acerca a la silla, pone las manos sobre los brazos y mira por la
ventana el cielo ensombrecido de nubes y las gotas de lluvia que golpean los vidrios.
Sebastián en la cocina, el ruido de cacharros. El cuchillo que golpea la superficie de
la mesa y la cabeza hundiéndose en el agua. Veo tantas verduras viejas, arrugadas y
secas al fondo de tantos cajones. Un poco de paz. Sólo un poco. Me gustaría tanto
pasar algunos días en el campo, mirando a las vacas que ramonean el pasto.
—Marion, salgo un minuto. ¿Necesitas algo? No llores. Por lo que más
quieras, no llores. ¿Por qué lloras? Por favor. Volveré en un minuto, vamos, no
llores. ¿Quieres algo?
—No.
La paz de Dios con vosotros, alegres caballeros. Sólo es cuestión de tiempo.
Otra vez llueve. Y ahora hace frío. Una cerveza más. Quisiera algo que me calme los
nervios. Debería ser químico —bálsamo para los nervios, el nuevo producto de
Dangerfield, el principal distribuidor mundial. Grandes anuncios en toda Irlanda.
Bálsamo para los tumos. Indigno. Mantener la dignidad y al demonio con el dinero.
Caminó rápidamente por la calle. De pie frente al mostrador bebiendo la
espumosa cerveza negra. Pide otra y va a sentarse al lado del fuego. Cruza las
piernas, estudia el agujero en un talón. La suela de los zapatos se entibia
deliciosamente y el gargarismo pardo como ellos dicen estaba reflotándole el
espíritu. Pobre Marion. No es tan mala. Pero qué idea fantástica se le metió en la
cabeza.
Quedará algún resto de amor. Creo que lo mejor que puedo hacer en estas
circunstancias es callar hasta que se calme la tormenta. Oh las armas que debemos
usar los individuos de corazón blando. El padre se me echará encima.
Pero ahora volveré a esa cabeza de carnero. Los ojos. Me encantan los ojos.
Ofreceré una sopa clara a Marion. Debería remendarme las medias y lavar mis
camisas. Las cosas podrían ser diferentes. En adelante debo controlarme. Puede
rompérseme un vaso sanguíneo del cerebro y moriré entre espasmos. Todos
quieren gozar a dos puntas. Dinero y amor. Tuve una, y ahora estoy completamente
jodido. Dos onzas de manteca. Empuja la puerta de un localcito.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches.
—Hace buen tiempo. Y parece que así seguirá.
—Sí.
—Sopla viento, es buen anuncio.
—Sí, es buen anuncio.
—¿Puede darme dos onzas de manteca?
—¿Dijo dos onzas, señor?
—Sí.
—Bueno, no sé. Generalmente vendemos por media libra, o una libra.
—¿Venden cuartos de libra?
—Bien, creo que sí.
—¿Puede darme medio cuarto de libra?
—Sí.
—Entonces, medio cuarto de libra.
Sebastián lo mira. Oh, astuto usurero. El fondo de estos negocios es el lugar
más sórdido del mundo. Allí acecha con la esposa de enorme busto, los dos barriles
resonantes. Zoquete estúpido, intolerable.
El hombre le entrega el paquetito, cuidadosamente atado, con un ojal para el
dedo.
Afuera, al aire. Contraste. Un poco de olor a turba. Las cosas no están tan
mal. Esperemos a ver qué ocurre. Hay que aceptar lo que venga. Lo bueno y lo malo.
Los antiguos proverbios tienen mucha sustancia. Cuántas mentiras se dicen en los
momentos difíciles. Dios mío, verdaderamente terrible. Hecho para el mundo. Pero
el mundo fue hecho para mí. Estaba aquí mucho antes de que yo llegase y se
pasaron años preparándolo. Parece que algo funcionó mal cuando pensaron en mí.
Empujó con el pie la puerta verde y la cerró con el talón. Marion sentada en
la silla. Esta noche no le pediré nada. Hay que soportar algunas incomodidades en
bien de la paz. La aterroricé, y mejor que continúe así. La obliga a callar. Oh, el olor.
Vaya. Qué buen cocinero. Hum. O’Keefe palidecería de envidia. Tengo que
escribirle. Tengo talento gastronómico. Tengo, tengo. Ahora, un lindo plato de sopa
clara para Marion. Un pedacito de manteca flotando majestuosamente en el líquido,
para reforzarlo. Calma, tome Bálsamo para los Nervios.
—Marion.
Levanta los ojos, vacilante. Extiende las dos manos y aferra el plato blanco.
Recogió los vidrios, fragmentos de mi cólera.
—Gracias.
Aquí tienes pan y un poco de manteca.
—Gracias.
—Pruébalo.
—Está bien. Gracias.
—¿Tiene bastante sal? No llores más. Está bien. Ocurre que esta tarde volví a
casa en el tren con el pene afuera.
—¿Cómo?
—Me olvidé de abotonar la bragueta.
—¿Y la gente te vio?
—Sí.
—Oh, no.
—Oh, sí. Lo más irritante que me ocurrió jamás. En el trayecto de Dublín al
Promontorio.
—Pobrecito. Lo siento muchísimo.
La vida es mucho mejor así. Remendar los agujeros. Renovado sentimiento
de seguridad. Si pudiéramos salir de esta casa. Skully nos tiene agarrados de las
pelotas. El alquiler es una trampa. O’Keefe tenía razón, nunca pagues alquiler.
Atrapados entre estas paredes húmedas. La nena me rompe los oídos. Tengo que
encontrar una casa más grande. Para salir de aquí. Explicárselo al padre. Pero es
imposible reparar el daño con una nueva serie de mentiras.
Llena el plato. Con la cuchara aparta los ojos, los lleva a la boca. Los saborea.
Se sienta y descansa. Qué agradable.
—¿Adónde vas, Sebastián?
—Se me ocurrió algo. Necesitamos fuego para animarnos.
Sale un segundo al vestíbulo. Vuelve y sobre el centro del piso levanta una
pata y la descarga con fuerza, se rompe en pedazos. Una antigüedad genuina, Luis
cagatose.
—Sebastián, no hagas eso.
—Oh, creo que servirá como leña. Mi querido Egbert, vea, estábamos en el
cine, dejamos a nuestra querida hija con una tía y entonces un bandido o varios.
Derribaron la puerta principal. La responsabilidad es suya. Un asuntito de robo en
este gran país católico.
—No lo creerá.
—No tiene alternativa. Si me acusa de algo, le informaré que está
calumniándome. Ya sabes, estudiante de derecho. Tiene que comprender que
conozco la ley.
Sebastián de pie en el diván, levanta otra vez una pierna sobre la silla,
destroza el centro.
—Ahora bien, éste es un problema de ingeniería. Se observa una debilidad
general de la estructura.
Derribó la silla y arrancó las patas una por una.
—Un poco de papel en la hornalla, Marion. Volveré en un segundo.
Salió de la casa con una risita. Marion echó al fuego los pedazos de la silla.
Regresa Sebastián, abre orgullosamente la bolsita, y adentro hay siete pedazos de
carbón.
—Sebastián, ¿qué hiciste? ¿Dónde conseguiste ese carbón?
—Vamos, vamos, nunca rechaces las cosas buenas.
—Pero eso es robar.
—El robo está sólo en la intención.
—Oh, Dios mío.
—Marion, el país de la esperanza y la gloria, la madre de los libres.
—Qué cosas dices.
Sentado en el cuartito, las puertas cerradas y la ventana también.
Resplandor, el carbón y los méritos del matrimonio. Satisfecho con los ojos del
ternero. El jugo del cráneo. Empuñó la pluma.
Mi querido Kenneth:
Hay una palabra que lo dice todo; camalegre. Ahora bien, si pronuncias la
palabra por la mañana al levantarte y antes de cada comida verás que las cosas
cambian. Para aprovecharlo lo mejor posible uno debe poner los incisivos sobre los
labios y exhalar hasta que se oye un ruido silbante y luego la palabra. También es
buena para la fertilidad. Y puedo agregar que soy gran creyente en la fertilidad. Las
cosas aquí están un poco angustiosas. Hay asuntos como el alquiler. Mira, un
hombre te da una llave y te metes en esta casa y empiezas a hacer tu vida y al fin de
la semana entregas al tipo tres pedazos de papel con redimible en Londres escrito
sobre ellos y el hombre te deja estar donde estás. Si no das al individuo esos
papelitos descubres que se pone en la ventana observándote mientras te rascas las
pelotas y como puedes comprender esos ojos impersonales sobre ti mientras
resuelves el problema del prurito testicular es una situación muy desagradable. De
modo que apelo a ti, Santo Duque, para que me permitas demorar el pago de diez
angustiosos papeles redimibles en Londres. A propósito, Londres es una ciudad
muy hermosa, la más grande del mundo. En el fondo de mi cabeza algo me induce a
pensar que iré allí uno de estos días.
Con respecto al chico. Una situación muy chocante. No se trata, mi querido
Kenneth, de que yo sea mojigato. Lejos de ello. Pero, realmente, crees conveniente
renunciar a las alegrías del mundo heterosexual sin considerar primero todas sus
posibilidades. Te lo concedo, es indudable que debe ser doloroso e incluso
destructivo soportar el celibato pero una vez que has tenido éxito, presto, aparecen
pequeños O’Keefe, iguales a ti. Pero si has desesperado, si tienes el heterofantasma,
no te queda más remedio que entregarte con abandono. Pero con respecto a ese
chico. Permítele conocerte mejor. Muestra tu interés en otros. Lamentablemente,
para mí es difícil aconsejarte en estos asuntos, y a lo sumo dependo de un
conocimiento que, en el mejor de los casos, no es más que general. Pero, Kenneth,
llevará tiempo, mucho tiempo, obtener estas cosas que tanto deseamos. Debemos
estar dispuestos a esperarlas. Pero llegarán, una mañana luminosa y soleada. Con
respecto a la ejaculatio praecox; con tiempo y práctica se resolverá. Supongo que tu
método actual de satisfacción es manual. Por consiguiente, te sugiero que tomes las
cosas con calma. Es una cuestión de grados, quizá de algo de sufrimiento, pero
sabes, observo que cuanto más difíciles las cosas más me inmunizo, debe ser el
desarrollo de una defensa natural, ya conoces ese tipo de cosas, a cada acción una
reacción igual y contraria. Yo debía suponer que estas cosas son así.
No he visto a nadie desde que te fuiste, en realidad desde hace varios meses,
porque debo mantenerme apartado de las calles principales pero mi coraje está
desarrollándose y siento que tal vez pueda pasar un día o dos de buena vida con
algunas de esas personas a las que hace tiempo no veo. Dublín es una ciudad
extraña. Es una ciudad colmada de cosas buenas pero por una razón o por otra uno
está demasiado ocupado pensando en cosas como el pan y el té, la paz de un lugar
para dormir donde la lluvia que se filtra no lo obligue a uno a soñar con el Titanic.
Paso gran parte de mi tiempo caminando a lo largo del canal y bebiendo café,
cuando puedo pagarlo, en Jury’s. Cuando vuelvas a la vieja tierra irlandesa con
mucho gusto te llevaré allí. Uno se sienta bajo las palmeras, con las piernas
cruzadas y habla y llega a toda clase de conclusiones, algunas valiosas y otras sólo
interesantes. Pero podemos esperar todas estas cosas. Continúan llevándolos a
Grange todas las mañanas, lo considero muy sugestivo, pero mucho más desde que
me compré una bicicleta de segunda mano y la pinté de negro y le puse una
banderita negra en el manubrio y me pongo a la cola de todos los funerales que van
a Grange. He comprobado que alguna gente se ríe de mí porque hago esto y creen
que tal vez este hombre está un poco loco, pero yo digo sí y continúo con mi
pequeña y dolorida actividad. He descubierto una de las grandes dolencias de
Irlanda, el 67% de la población nunca estuvo completamente desnudo en toda su
vida. Y dime una cosa, en tu condición de hombre de amplia experiencia clásica, no
te parece un poco extraño y quizá un tanto antihigiénico. Creo que ciertamente
pueden decirse las dos cosas. Me inclino a afirmar que este hecho debe tener mucho
que ver con el sufrimiento pasivo que uno observa en las calles. En este país hay
otras cosas que andan mal pero debo dejarlas esperando porque apenas están
tomando forma en mi espíritu. Pero no debes tomar demasiado en serio este
problema. Mira, el sexo es algo que tenemos para producir nuevos y mejores bebés.
Si puedes producir un bebé estás perfectamente. Siento que es un mundo egoísta
que desea esta emoción barata que sobreviene al producir un bebé. Olvídalo.
Esta noche me he refugiado en mi saloncito. Tuve un día difícil. Algunos
sostienen que en mi caso siempre será tan difícil pero la mayoría son unos bastardos.
Cometí un acto indecente en el tren que lleva al Promontorio, y de eso te hablaré
cuando vuelvas a esta tierra. También hay otras cosas, de las que conversaremos
cuando vengas. Entiendo que estás un poco desesperado y que te gustaría regresar
aquí. ¿Por qué no vuelves? No te sería muy difícil encontrar algo, sobre todo si
hablas francés. Con mucho gusto te alojaré y alimentaré con lo que tenemos y para
terminar mi querido Kenneth espero que en una de tus obras te será útil lo que te
adjunto. Quizá un breve coro después de cada acto.
Allá en los esteros
donde los hombres son solteros
pigwidgeon en el ropero
Banshee en el diván.
Un anticristo doliente
mientras el usurero está muerto.
Allá en los esteros.
Tu amigo

S. D.
12

Afuera llueve. Una mañana fría. Felicity en su cochecito, en la cocina,


revolviendo un cepillo de dientes en un frasco de jalea. Marion de pie, apoyada en
el reborde de la chimenea, frente al hogar oscuro y vacío. Calza chinelas, está
envuelta en una frazada, se le ven las canillas. Acaba de leer la carta, la pliega
cuidadosamente y la devuelve al sobre.
Adiviné que había problemas. Bajé la escalera con mi habitual inocencia y
caí de boca en su silencio que es el signo de que tiene un arma. Permaneció de pie,
inmóvil, como si estuviese mirando al mozo de cuadra que le ensilla el caballo. Una
mancha de lápiz labial en la comisura de la boca le hace una sonrisa retorcida. Por
un instante se me ocurrió que era una Inca. Se mostró bastante amable cuando le
pregunté de quién era la carta. Dijo sencillamente, de tu padre.
—Iré a buscar mis lentes.
—Me temo que la carta es para mí.
—¿Qué quieres decir, temes algo?
—Sólo eso. No la leerás.
—Un momento, esa carta es de mi padre, y me propongo saber qué dice.
—Y yo me propongo que no lo sepas.
—No te hagas la difícil.
—Haré lo que me parezca. No pienso seguir tolerando tu maldad.
—A qué viene toda esta charla. No actúes como si tuvieras pruebas secretas
contra mí.
—Te aseguro que no es pura charla. Me marcho.
—Mira, Marion, no me siento bien. No quiero pelear a esta hora de la
mañana. Y ahora, explícate. ¿Qué significa eso de que te marchas?
—Que me voy de aquí.
—Hay un contrato de alquiler.
—Ya lo sé.
—Por tres años.
—Sé que es por tres años.
Marion enarca el ceño. Lleva una mano al hombro, recoge la frazada.
Sebastián de pie en el umbral con piyama púrpura, pantuflas rojo vivo y sweater
gris de cuello alto, el tejido empieza a deshacerse y el hilo de lana cuelga a su
espalda y desaparece en los escalones.
—Ah, por Dios, no empecemos otra vez. Sólo quiero saber de qué habla.
Bien sabes, si es que se trata de aclarar las cosas, que nunca rendiré ese maldito
examen si tengo que soportar más peleas. Veamos, ¿de qué se trata? ¿Mi padre te
ofreció dinero o algo por el estilo?
—No leerás la carta.
—Muy bien. No leeré la carta. Y ahora dime, ¿de qué demonios se trata?
—Tu padre está de mi lado.
—Mira Marion, de acuerdo. Ahora sabemos que harás las cosas a tu gusto.
Conozco la basura que seguramente viene en esa carta. Y es probable que te haya
enviado un cheque.
—En efecto, eso hizo.
—Y te dijo que yo siempre fui un bastardo.
—Así es.
—Expulsado de las escuelas.
—Sí.
—Muy bien. ¿Qué piensas hacer?
—Irme de aquí ahora mismo.
—¿Adónde?
—Esta mañana hablaré con un agente.
—¿Y el contrato?
—Asunto tuyo.
—Perra estúpida.
—Adelante. Di lo que quieras. No me importa. A propósito, dejaste la mitad
de mi sweater en la escalera.
—Ahora, Marion, entendámonos. No creo que esta pelea nos lleve a
ninguna parte.
—En todo caso, a ti no te llevará a ninguna parte.
—Dime, ¿de cuánto es el cheque?
—Es asunto mío.
—Tengo que sacar del empeño la máquina de escribir. La necesito para
escribir mis notas.
—Ja, ja, ja.
Marion echa hacia atrás la cabeza burlona, los ojos desdeñosamente
entrecerrados. La vena azul, bella y ancha en la garganta rubia. Un fragmento
rosado y sus canillas moviendo las pantuflas, moliendo el polvo de carbón en el
piso.
—Supongamos que admito algunas indiscreciones.
—¿Indiscreciones? Mira, eso sería realmente divertido.
—Ahora que tenemos la posibilidad de empezar de nuevo.
—¿De verdad? Oh, nosotros. De modo que ahora es nosotros.
—Pienso en el contrato de alquiler.
—Tú lo firmaste.
Sebastián se volvió y subió tranquilamente la escalera. Tip top, tip top. A su
espalda el hilo de lana. El dormitorio. Se despoja de la púrpura, se enfunda los
pantalones. Ata un nudo en el sweater. Se calza los pies sin medias. Una chaqueta
para mejorar la respetabilidad. Y mi querido par de zapatillas de golf. Lástima,
debo llevarlas al empeño. Seguramente diez chelines y seis peniques. Ahora, mi
querida Marion, te daré algo en que pensar.
En el baño, Sebastián arrancó una tabla del piso, con el taco de la zapatilla de
golf hundió un clavo en el caño de plomo. Bajó serenamente la escalera. Marion lo
vio pasar por el vestíbulo.
La puerta se cerró con un quejido.
Apuesto una cosa. No insistirá mucho tiempo en lo mismo. Es definitivo. Si
lo quiere así, así será.
Esta amargura y este odio nebuloso. Ningún camino cómodo que lleve a la
ubre de abundancia. Aquí estamos en la noche cerrada de todo. Porque cuando yo
vivía en Estados Unidos tenía muchas cosas buenas. Nunca tuve que preocuparme
por el agua caliente. Iba a mi club, donde sobraba. Uno se pone bajo una ducha y la
deja caer sobre la cabeza. Me calmaba. Facilidad y confort y calma es lo único que
quiero. Y en este maldito tranvía salgo al encuentro de la deuda y también de otras
cosas. Soy un estudiante universitario de pie en la escalera de la capilla con el papel
blanco que dice que conozco la ley de contratos y puedo recibir salarios de hambre
por un año. Mi certificado de que no robaré de la gaveta abierta porque soy un
caballero y cerraré la gaveta después de saquearla.
Las cuatro en este martes oblongo. Sebastián pasa por la puerta de una
taberna secreta, se aproxima cautelosamente a un espacio vacío frente al mostrador.
El barman se le acerca suspicaz.
—Quiero un Gold Label triple. Rápido, por favor.
—Señor, me temo que no puedo servirlo.
—¿Qué dice?
—No puedo servirlo, señor, las normas de la casa, usted ya bebió suficiente.
—¿Que yo bebí lo suficiente? ¿Qué diablos quiere decir?
—Señor, creo que ha tenido suficiente para sus necesidades. Ya ha bebido
bastante.
—Esa actitud es despreciable.
—Tranquilo, señor. Tengamos paz. Cuando recupere la sobriedad, con
mucho gusto lo serviremos. Duerma un poco, y se sentirá muy bien.
—Terrible insulto. ¿Está seguro de que usted no está borracho?
—Vamos, señor, hay un lugar y una oportunidad para todo.
—Por Dios.
Sebastián se apartó del mostrador, enfiló hacia la puerta y salió a la calle.
Aturdido. Avanzó por el pavimento pasando frente a las vidrieras de los negocios
con lapicera y lápices y escalones de piedra que terminaban en puerta georgianas y
lanzas negras de empalizadas, y un salón de té con mujeres grises agrupadas
alrededor de las mesas. Así que estoy borracho. Cristo crucificado. Borracho. No
hay más remedio que sufrir este insulto como he sufrido tantos otros. Lo olvidaré
en pocos años, no hay por qué preocuparse. Daré una vuelta en tranvía. Dalkey. Ese
pueblito tan simpático en la costa, con pequeños castillos y todo eso. El lugar
adonde iré a vivir cuando tenga dinero. Odio este país. Creo que odio este país más
que cualquier otra cosa. Borracho. Hijo de perra, debería aferrarlo de las orejas, ahí
detrás del mostrador, y golpearlo contra el cielorraso. Pero es mejor olvidar todo el
asunto. Estoy en el fondo del pozo. Reconozco que me encuentro en un estado tal
que apenas puedo pensar. Pero no permitiré que mí insulten. Inadmisible ultraje.
Pasó frente al club de la calle Kildare, cruzó la calle y esperó el tranvía,
apoyado en las verjas del Trinity College.
Acaso no es un hermoso lugar. A pesar de todos los rechazos y desaires.
Pero recuerdo que también lo pasé bastante mal allí. Durante la primera semana en
el comedor. Octubre, otoño, y ese año yo tenía mucho frío porque el tiempo era
malo. Pero era grato entrar ahí porque hay un grueso caño que recorre todas las
paredes y está lleno de agua caliente. Y es un salón tan grande, con enormes retratos
colgados de la pared, de modo que me mantenía bien en el centro, no fuese que uno
me cayera sobre la cabeza. Pero es una experiencia tan agradable entrar en ese
comedor en un día frío de Dublín y decir, cómo le va, a la encantadora mujer que
está en la puerta recogiendo las túnicas y avanzar en la línea académica con una
bandeja de latón. En los días mágicos con media corona, es tan delicioso tomar un
bollo de Chelsea y un platito blanco. Más adelante sobre las mesas altas hay lindas
bolitas de manteca. Todas las bolas son como campanas. Luego, está la mujer de
cabello blanco que sirve las papas. ¿Cómo está usted? Y esos días con la media
corona siempre pronto recibía pastel de conejo de la encantadora dama de cabellos
rojos que día a día era más joven y entonces decía, con voz siempre tan serena,
porque eran palabras mágicas. —Por favor, también unos repollitos. No el último.
No. La línea seguía. Bandejas cubiertas con menudencias. Había que llegar pronto
para conseguir las menudencias porque eran tan buenas que desaparecían muy
pronto. La mesa siguiente, una azucarera porque pensaba servirme un poco de
crema para derramar sobre una banana, bien cortada y todo mezclado en la copa, y
finalmente la caja para pagar. Mis trágicos dos chelines y seis peniques. Y ese día yo
estaba muy hambriento. Marché con la línea recogiendo todo el alimento,
arreglándolo con cuidado. Y tenía la cabeza dolorida y pesada de pensar, y los ojos
cansados. La bandeja se me deslizó de los dedos y cayó al suelo. La jalea de naranja
se mezcló con vidrios rotos ese día que compré un vaso de leche para tomarlo con
mi bizcocho de Chelsea. Me dijeron que había estado torpe y me preguntaron por
qué lo hice. Y a veces en mi corazón hay una música que toca para mí. Un treno sin
sonido. Me insultaron. Les tenía tanto miedo y nunca pudieron mirar en mi interior
y ver un universo entero de ternura o dejarme en paz porque yo estaba tan triste y
sufría tanto. Por qué lo hizo. Y corazones. Y por qué el amor era tan redondo.
El tranvía se balancea calle abajo. Rechina y se detiene, viaja sentado, y
sueña. Incluso pasa frente al número I de Mohammed. Tal vez fui un cretino por
romper otra vez los caños. Que sepa que me necesita. Y yo necesito ese dinero. En
Dalkey estaré completamente solo. No habrá peligro de encontrar a nadie.
Sebastián llega a la calle principal. Hormigueo de gente. Entra en una taberna. Dos
jóvenes bonitas y risueñas detrás del mostrador.
—Buen día, señor.
—Por favor, un Gold Label doble.
Busca bajo el mostrador. Siempre escondiendo el licor. Maldita muchacha
con sus pulseras y sus aros baratos, el condenado par de tetas de oro, chorreando
dinero.
—Y veinte Woodbines.
Otra vez mete la mano bajo el mostrador. Los ofrece sonriendo y moviendo
los ojos. Hileras de botellas de vino y agua mineral y oporto y jerez depositados
durante años. Como adornos para beber cerveza. En Dalkey vive mucha gente rica.
Grandes residencias a orillas del mar. Me gusta. Y doy un paseo por la calle Vico y
desde el puerto de Killiney miro en dirección a Bray. El cambio de escena es bueno
para el espíritu. Y la mortificación de que me traten como a un borracho me parece
terrible, en vista de mi absoluta y total sobriedad.
—Por favor, puede servirme una cerveza negra.
—Cómo no, señor.
Muy atareada bombeando la bebida. Me gusta esta bonita chica. Me
apasiona. Sé que me apasiona. El sol amarillo entra por la ventana. Esos tipos están
hablando de mí. No me llevo bien con los hombres.
—Y otro vasito.
—¿Gold Label?
—Sí, por favor.
Era un niño extraño. Me enviaron a los lugares apropiados. Y yo iba a los
más inapropiados. Secretos y pecaminosos, y cierta vez incluso trabajé. Creo que es
algo bastante usual, empezar desde abajo. Él, ja, ja, se las rebusca. Pero cuando uno
tiene tantos problemas no es fácil rememorar el pasado. Quizá fui un chico
malcriado. Muy propenso a las mentiras. Y a decir groseras falsedades a los
maestros, supongo que sobre todo por miedo. Pero en esa época qué habría hecho si
no hubiese podido mentir. Recuerdo que el maestro me decía que yo hacía muecas
y era feo. Lo cual no era cierto. Era un niño extremadamente bello y curioso. Los
maestros son insensibles a la verdadera belleza.
—¿Cómo se llama?
—Gertrude.
—¿Puedo llamarla Gertrude?
—Sí.
—Gertrude, ¿quiere darme otro Gold Label y un vaso de cerveza negra?
—Sí.
Fui a una buena escuela preparatoria, preparándome para la universidad.
Nunca creí que estas escuelas estaban a la altura de mi capacidad. Me mantuve
alejado de todos. Nunca busqué amigos. Pero mi silencio fue observado por los
profesores y pensaron que era un tipo inestable y cierta vez oí que decían a algunos
muchachos muy ricos que se mantuvieran apartados de mí porque no era una
buena influencia. Luego crecí y adquirí más audacia. Una muchacha sensual que
tenía marcas de viruela en el rostro y mechones de pelo en los muslos cuando yo
creía que las piernas de las chicas siempre eran lindas y suaves, me llevó al centro
desde los suburbios donde yo vivía, y bebimos en los bares. Cuando se sintió íntima
y posesiva y percibiendo mi reserva y mi temor dijo que yo no debía usar una
corbata rayada con una camisa rayada y yo decía para mis adentros, procurando
disimular el dolor, que me había puesto la camisa y la corbata a las apuradas. Y
cuando volvimos juntos a casa en el metropolitano se durmió con la cabeza sobre
mi hombro. Me sentí molesto porque se la veía vieja y tosca. Una chica que se
escapaba, expulsada de las escuelas y que fumaba desde los doce. Y yo, siempre
acababa conociendo ese tipo de chicas, no por sexo o pecado, sino porque ellas
tenían el alma agobiada por esas lamentables bebidas sin alcohol y esos bailes, y me
veían con mis ojos grandes e ingenuos y venían a invitarme para conseguir un
cigarrillo o una copa.
—Gertrude, usted es muy eficiente detrás del mostrador. Quiero un vaso
realmente grande de Gold Label.
Gertrude sonrió a Kathleen.
Tenía diecinueve años y había crecido y estaba ataviado con traje de
marinero y de vuelta en Virginia y Norfolk. Los días de licencia iba a las bibliotecas
porque detrás de los estantes podía escapar. Los días soleados nada significaban
para mí. E hice un viaje a Baltimore. En una pensión extraña durante una fría y seca
víspera de Año Nuevo. Soplaba el viento. Mi habitación no tenía ventanas. Apenas
una claraboya abierta. Mientras estuve en esa parte de Estados Unidos sentí la
proximidad del Gran Pantano de la Tristeza y las tablas rotas y los anuncios
descascarados y las tabernas aisladas con la codicia y el silencio, el alcohol y las
víboras. Caminaba por la ciudad, perdido y tratando de entenderla. Ponerla en un
sitio y mirarla y quedarme allí con todo Baltimore alrededor de mí donde pudiese
recogerla con la mano y llevarla. Pero seguir caminando arriba y abajo y alrededor
de cada calle y hallar que era una cosa vacía y sin importancia sin el resto. Me metí
en un bar, atestado y oscuro, tropezando con las piernas de la gente. Voces, suspiros
y risas y mentiras y labios y dientes y blanco de los ojos. Secretos de axilas afeitadas
y el vello delgado y ralo del labio superior de las mujeres traspasando el polvo
oscuro. Todos estos pechos aferrados por moldes de rayón. Avancé entre codazos
hasta el mostrador y me senté en una banqueta roja y cromada. Sentada a mi lado,
una muchacha con un vestido negro poco elegante. En una pierna le vi medias
caladas. Extraña chica con grandes ojos pardos en el rostro redondo de piel áspera y
labios delgados. Aquí en Baltimore. Sentado, buscando en un bar. Hubo una
horrible pelea. Y los insultos. Cheapskate, ásperos y certeros. Y bastardos. Amigo,
aquí hay mujeres. Me gustaría ver cómo lo hace, quién se cree, salgamos a la calle,
oiga, cuide su lenguaje, yo no soy ningún hijo de puta, péguenle, por Dios,
péguenle. En medio de toda esta rutina aburrida ella se volvió hacia mí y dijo hola,
sonrió levemente, apenas y dijo usted parece mucho más tranquilo. La invité a
beber una copa y ella dijo sí, pero no necesitaba una docena de tragos para pasarlo
bien, o beber toda la tarde ya que estoy aquí porque quise hacer algo distinto, y en
realidad, no te importa que te levante. Tenía los cabellos negros peinados hacia
atrás, ajustados en la nuca, y la oí hablar con su voz sonora, armoniosa y amable.
Entré sola aquí y ahora estoy hablando con un marinero —sí, me gustaría beber una
botella de champaña con usted, me gustaría —nunca lo hice. —¿Es lindo? ¿Y por
qué entró aquí? Espero que perdone mi conducta, pero fue mera curiosidad. Era
una muchacha suave y limpia. Y dijo me estoy mostrando presuntuosa y atrevida.
No es mi intención —sólo que estoy un poco mareada. He pedido tres whiskies. Me
había prometido que un día entraría sola en un bar y me sentaría a beber con otras
personas, pero tuvo que llegar la víspera de Año Nuevo para que lo hiciera —nadie
es el mismo en Año Nuevo, ¿no es verdad? ¿O no le importa lo que le digo? Le
expliqué que me parecía muy agradable. Y vi que se le iluminaban los ojos. ¿Por eso
me paga una botella de champaña, porque soy agradable? Espero que lo sea. Me
siento bastante bien —me río y parezco tonta, y usted se muestra sereno y
reservado, ¿no es así? Y aquí estoy, hablándole, a un completo desconocido, y hablo
y hablo… bueno, le hablaré de mí. Estoy en la universidad, y en realidad no me
gusta porque no tengo tiempo para divertirme porque tengo que trabajar y no salgo
con nadie, nunca estuve en un club nocturno —por supuesto, tengo curiosidad,
pero eso se opone a todo lo que creo, quiero decir la vida frívola y sofisticada de la
sociedad. No creo que esa clase de cosas sea importante —y le diré la verdad— que
en Navidad entré aquí porque en esta noche tan especial no tengo con quién salir y
me dije que de todos modos bebería una copa y si alguien me hablaba le contestaría,
pero decidí hablarle porque me pareció que con usted se podía y que sería amable y
que también se siente solo, ¿no es así? Y no soy una muchacha valerosa, sino más
bien frustrada. Lo único que hice es entrar en un bar, y tenía un miedo terrible de
que el barman me dijera que no se admitían mujeres sin acompañante. Y ahora que
estoy aquí todo parece tan simple y fácil y me alegro de haber venido. Y empiezo a
ver que ése es el modo de hacer muchas cosas en la vida —sencillamente, adelante,
y ya está. Lo vi entrar y me dije que usted parecía bastante simpático y luego se
puso a mi lado y sencillamente quise hablarle —y lo hice— y ahora, ¿dónde
estamos? Me dijo que tenía que pedirme una sola cosa —que no le preguntase el
nombre porque tal vez se arrepintiese de todo, y que no gastase mucho dinero en
ella, una desconocida, porque de todos modos probablemente nunca volveríamos a
vernos. Se mostró cálida. Apreté la nariz sobre sus cabellos lacios y negros y mis
labios detrás de su oreja, murmurando que me gustaba y que por favor se quedase
conmigo. Puso su rostro frente al mío y dijo claramente, si eso significa que quieres
acostarte conmigo o si quieres que me acueste contigo, seré franca, quiero. De todo
corazón. Franca. Y no quiero darme aires de perdida. Pero supongo que lo soy. ¿Lo
soy? O qué. ¿Qué esperas de una chica como yo? Y después de esa observación
supongo que no me creerás si te digo que no tengo la menor idea de cómo es
acostarme con un hombre. Pero, ¿dónde y cómo y cuándo? El asunto es complicado,
¿verdad?
Sebastián se puso de pie, llevó el vaso a ese mostrador de Dalkey, esperó
detrás de las figuras
—Un Gold Label doble.
De vuelta al asiento. Se acomoda lentamente y extiende las piernas, cruza las
rodillas, sacude el pie y deposita el vaso al alcance de su brazo. La taberna estaba
llenándose con los rostros que aparecen a las siete, después del trabajo y después de
la cena.
La llevé a un cuarto de un hotel amplio e importante de Baltimore y
recorrimos las calles llenas de gente y una chica bailando sobre el techo de un taxi, y
marineros y soldados extendiendo las manos hacia los tobillos de la muchacha. Le
tironean de las ropas hasta que empiezan a arrancárselas. Las manos la arrebatan.
En el cuarto me dijo que estaba un poco atemorizada. Bebimos más champaña. Me
senté en una cama de matrimonio, excitado. Le hablé. Mi capacidad de seducción.
Engaño puro. Bluff para que me acepte. La siento a mi lado. Su voz en mi oído.
Tengo miedo. Estoy atemorizada. No me obligarás a hacer nada, ¿verdad? Pero creo
que eres bueno. Y yo me muestro apenas un tanto blasé y despreocupado, pero la
verdad me inquieta mucho lo que pueda ocurrirme. Pero después de un tiempo una
acaba odiando a cada uno y a todos y se amarga mucho porque no tiene dinero ni
vestidos ni amigos ricos que la lleven a lugares elegantes y aunque una sabe que en
realidad todo eso es falso, lo cierto es que se infiltra y una se amarga porque lo
único que tiene es una buena cabeza y es más inteligente que ellos pero le gustaría
usar pechos postizos porque los naturales son chatos pero siente que es una
horrible mentira y sin embargo las otras lo hacen y tienen éxito y en definitiva una
afronta la cruda verdad de que ellas se casarán y una no y que terminarán odiando
el matrimonio pero irán a reuniones y cócteles y bridge mientras los maridos
duermen con otros hombres. Era una muchacha extraviada. Y yo puse el dedo en su
agujerito triste y tenso, sintiéndome perdido y llorando y vagando entre la lluvia y
los árboles, un mundo demasiado grande, y perdido y su cabeza oscura era tan
oscura y tenía los ojos cerrados.
Llevó el vaso de vuelta al mostrador y salió. Subió al tranvía. En el tranvía,
porque todos vamos hacia East Geenga. Soy un hombre que va hasta el final de la
línea. He sufrido más de lo que puedo soportar. Súbanme al barco, sáquenme. A
Florida. Conduzco mi gran automóvil por los Everglades. Húmedo, empapado.
Solía pasear alrededor del Fuerte Lauderdale borracho y por la noche me zambullía
en los canales para matar cocodrilos. Y recorría Miami Beach manejando con los
pies. Qué quieres que haga. ¿Debo quedarme en este sórdido panorama de
desesperanza religiosa? Este país me resulta extraño. Quiero volver a Baltimore.
Nunca tuve oportunidad de ver nada, o viajar en los trenes, o ver los pueblitos.
Levantar chicas en los parques de diversiones. U olerlas con los maníes en Suffolk,
Virginia. Quiero volver.
Pasos rápidos calle arriba. No se ve nada a un lado y al otro. No hay casas ni
escaleras ni verjas de hierro de las empalizadas. Medio corriendo, tropezando,
repiqueteando, abriendo el aire.
Aminorar. Lánguido, y también atento, mientras entra, una actitud
reservada y otras cosas también y ya arreglaremos esto.
El bar está lleno de viejos. Unos a otros se comunican secretos al oído. De
todas las copas se desprende humo. Los rostros se vuelven cuando entra
Dangerfield. El sonido de botellas descorchadas. Las botellas vacías golpean sobre
el mostrador. Espuma de algas marinas se eleva en los vasos húmedos. Es necesario
frenar la grosería. Prontamente. Yo diría que sofrenarla, no alentarla, y no ahorrar
golpes.
Sebastián se acerca al mostrador, y se detiene digno y discreto. El barman
arregla algunas botellas. Se le acerca. Sus ojos encuentran la mirada de los ojos
enrojecidos y asiente a este cliente de elevada estatura.
—¿Sí?
—Un Gold Label doble.
El barman se aleja unos pasos y vuelve con la botella, tenso, y vierte el
líquido.
—¿Agua?
—Soda.
El barman se aleja, toma la botella de soda. Un chisporroteo. Un ruido
resonante. Plop. El whisky desborda el vaso, se derrama sobre el mostrador.
—Disculpe, señor.
—Sí.
—Es una botella nueva.
—Comprendo.
El barman retira la botella y vuelve en busca del dinero. Permanece molesto
frente a Dangerfield. Se moja los labios, dispuesto a hablar, pero espera, y nada dice.
Dangerfield lo mira. Los viejos olfatean el desastre, y se vuelven en sus banquetas
para mirar.
—Dos chelines.
—Esta tarde estuve aquí alrededor de las cuatro. ¿Recuerda?
—En efecto.
—Y se negó a servirme.
—Sí.
—Dijo que yo estaba borracho. ¿Cierto?
—Cierto.
—¿Le parece que ahora estoy borracho?
—No me toca a mí decidirlo.
—Pero lo decidió esta tarde. Repito. ¿Cree que ahora estoy borracho?
—No quiero problemas.
—La mitad de mi whisky está sobre el mostrador.
—No quiero problemas.
—Quiere tener la bondad de traer la botella para reponer la cantidad que me
salpicó la cara.
El barman con su camisa blanca y las mangas arrolladas trae la botella.
Sebastián quita el corcho y llena el vaso hasta el borde.
—No puede hacer eso. No admitimos eso.
—Repito. Cree que ahora estoy borracho.
—Tranquilícese, no quiero problemas, no quiero tener problemas aquí. No
creo que esté borracho. Borracho no. Un poco excitado. No.
—Soy una persona sensible. Odio que me insulten. Que todos lo sepan.
—Tranquilícese, tengamos paz.
—Cállese mientras hablo.
Todas las figuras giran en sus banquetas y sobre los pies planos.
—No quiero problemas, ningún problema.
—Cállese. ¿Estoy borracho? ¿Estoy borracho?
—No.
—Pues entonces, basura celta, estoy borracho. Óiganme, estoy borracho y
voy a arrasar esta madriguera, romperé todo, y el que no quiera salir lastimado que
se vaya.
La botella de whisky pasó rozando la cabeza del barman, y se despedazó en
un manchón de vidrio y gin. Dangerfield se bebió de un trago el whisky, y un
hombre detrás con una botella de cerveza la rompió sobre la cabeza de Dangerfield,
la cerveza le corría por las orejas y la cara, y él se la lamía reflexivamente en las
comisuras de la boca. Horrorizado, el hombre huyó de la taberna. El barman bajó
por la puerta trampa del piso. Sebastián se inclina sobre el mostrador. Elige una
botella de coñac para ulterior referencia. Tres valerosas figuras en la puerta espían
el caos y dicen deténganlo, y este Danger se dirige a la puerta y un hombre extiende
la mano para aferrarlo pero se la retuerce prontamente hasta que los dedos se le
rompen con un alarido de dolor y los otros dos retroceden para atacarlo por la
espalda y uno se tira sobre los hombros de Dangerfield, y va a sentarse de culo
cinco metros más allá, en la calle. El resto se había refugiado en los umbrales o
fingía que se dedicaba a pasear al perro.
Dangerfield corría como un loco por el medio de la calle y el grito llamen a
los guardias ponía alas en sus piernas. Entró en un sendero, la botella sujeta bajo el
brazo. Más gritos cuando lo vieron volver una esquina y filtrar por otra calle. Por
amor de Dios, tenía que ocultarse. Sube una escalera y consigue pasar la puerta y
esconderse.
Le late el corazón, y se apoya en la pared para recuperar el aliento. Una
bicicleta contra la pared. Por cierto que oscuro y oloroso. Esperanza. Hay que
esperar que pasen frente a la casa. Ruido de pies. Oigo los tacos pesados de un
policía. Ora por mí. Si me atrapan quedaré deshonrado. Debo evitar la captura en
vista de la publicidad indeseable que provocará. O quizá me golpeen con garrotes.
Maldito sea.
La puerta se abre lentamente. Una luz brilla en la oscuridad. Dangerfield se
sitúa cautelosamente detrás de la puerta mientras ésta se abre. Una cabeza pequeña
se asoma, vacila. Debo atraparlo por razones de seguridad. Sebastián golpea la
puerta con el hombro y atrapa por el cuello a la figura.
—Si dice una palabra lo mato.
—No. Por Jesús, María y José no abriré la boca.
—Cállese. Deme el sombrero. Y la chaqueta.
—Oh no, soy hombre de Dios. Usted no sabe dónde detenerse.
—Lo que se detendrá es su vida si no calla y me da esa chaqueta.
—Sí señor. Lo que usted quiera señor, cualquier cosa, pero no lastime a un
viejo, señor. Soy inválido de nacimiento, y lo ayudaré a huir. Lo que pueda.
—Suba la escalera.
—¿Qué piensa hacerme? Puedo salir un viernes de los primeros nueve
viernes.
—No podrá salir a ninguna parte si no sube la escalera. Vaya arriba y
quédese allí. Si dice una palabra vuelvo y lo mato.
El hombrecito de ojos azules subió la escalera, se detuvo en el primer
descanso y ascendió tambaleándose el resto. Sebastián se pone la chaqueta. Los
hombros le ajustan, las mangas le llegan a los codos. Se inclina para recoger el coñac.
La chaqueta se abre por el medio. Espía por la puerta. Nadie a la vista. Mucho
cuidado, cautela. Cómo me metí en este maldito embrollo. Qué fantásticamente
absurdo.
Baja los tres escalones de granito. ¿En qué dirección? En la esquina aparece
un uniforme azul y un casco. Dios todopoderoso. El guardia se detiene, y mira,
reanuda la marcha. Dangerfield afirma la bicicleta al costado de la vereda, monta, y
empieza a pedalear temerosamente seguido por la voz del hombrecito que asoma
por la ventana más alta del edificio.
—Ése, ése es. Me quitó la chaqueta y el sombrero. Ése.
La bicicleta avanza velozmente por la calle estrecha y da vuelta la esquina y
entra en una baraúnda de bocinas y la botella se desliza, le golpea la rodilla y se
rompe en la calle con ruido apagado. En medio de la calle un policía dirige el
tránsito. Levanta la mano para detener la corriente de vehículos. No puede saber
que soy yo. No puedo correr riesgos, adelante absurdo soldado de Cristo,
pedaleando hacia la condenación.
—Eh usted, deténgase. Deténgase. Ya me oyó, alto ahí. Eh.
Desordenado avance hacia St. Stephen’s Green. La bicicleta se tambalea
sobre los adoquines, resbala sobre los rieles del tranvía. Dangerfield agazapado
sobre el manubrio. Se lame los labios. Los ojos llorosos por el viento, pestañeando y
ciegos. Me echarán encima el patrullero, si tienen uno, o tal vez motocicletas o toda
la fuerza policial sobre monopatines. Adelante, el semáforo. Uf. Rojo, hay que
detenerse.
La bicicleta describe un amplio arco frente al tránsito que se aproxima. Más
bocinas y chirridos de frenos. Baja a la calle una multitud de niños y un pequeño
esquiva a derecha e izquierda frente a la máquina trastabillante, hasta que al fin se
encuentra debajo de Dangerfield jadeante.
—¿Te lastimaste?
—No, no.
—¿Estás seguro?
—No no me lastimé.
—Lo siento muchísimo, pequeño. Estoy muy apurado. Mira, te regalo esta
maldita bicicleta, antes de que termine matándome.
El niño está en medio de la calle, mirando al hombre que se quita el
sombrero y lo arroja detrás de una empalizada y hace un atado con la chaqueta que
sigue el mismo camino, y en la caída se despliega y planea.
Recorre la calle Cuffe. Toma por Aungier. Hay que desaparecer. A buen
paso. Bajo por esta callejuela y atravieso los patios posteriores de las casas. Camino
entre las paredes blancas y el olor de orina. Tampoco quiero que me atrapen.
Dangerfield atravesó rápidamente el laberinto de senderos y llegó a una
plazoleta con un farol común y más chicos. Se metió en un umbral y esperó. Atrás
nadie. En la calle, una niña arrastra por los cabellos a un chico. El niño grita y patea.
Los pies desnudos están hinchados y lastimados. Otro chico sale de la casa con un
montón de diarios y grita que deje tranquilo al pequeño, y le da un golpe en el
brazo, y ella le aplica un puntapié en la rodilla y él la aferra y la derriba. La niña
extiende una garra y quiere alcanzarle los ojos y él le dobla los brazos y la chica le
escupe en la cara.
Sebastián sale del portal y recorre lentamente el sendero. Avanza y
retrocede y se desvía y pasa frente a esas casas de ladrillo rojo, en terraza, cada una
con su llamador reluciente y las cortinas y las cosas bonitas en las ventanas de la
planta baja. Al final de esta calle puedo ver las montañas de Dublín y el sol poniente
y ojalá estuviera allí con una maciza pared alrededor de mí. Entra en la calle
bordeada de árboles. La cruza ágilmente. Con un movimiento cierra la puertita.
Baja los escalones. Rap, rap. Espera. Silencio, rap, rap. Dios mío, mi querida Chris,
no me dejes afuera, aquí me atraparán.
—Hola.
La voz detrás.
—Dios mío.
—¿Qué te ocurrió?
Chris llevando paquetes, el rostro contraído de inquietud mientras baja los
escalones.
—Déjame pasar.
—Tenme esto. Tienes la nuca llena de sangre.
—Un pequeño malentendido.
—Oh, querido. ¿Te peleaste?
—Un poco nervioso.
—Pero dime. ¿Qué ocurrió?
—Está bien. Me marcho.
—No seas tonto. Entra y siéntate. Claro que no te irás. Pero no puedes
pretender que no te pregunte cuando apareces de pronto cubierto de sangre.
¿Cómo fue?
—Sencillamente fue.
—No hables tonterías. Cálmate. Tendré que calentar agua y lavar la herida.
Bebiste demasiado. ¿Te duele?
—No.
Chris revisa el cajón. Extrae las botellas. Yodo. Agua en el hervidor.
—Chris, quiero explicarte cómo puedo evitar el mal de este mundo. Cómo
someter a los pecadores y exaltar a los buenos. He pasado una tarde terrible. En
verdad, mi sufrimiento ha sido agudo, y quizá más que eso. Más que el pecado o el
mal o lo que sea. He llegado a la conclusión de que los habitantes de esta isla son
espurios.
—Te peleaste, ¿no es verdad?
—Creo que fue el incidente menos caballeroso que he protagonizado jamás.
—¿En un bar?
—En un bar. La tosquedad de esta isla es abrumadora.
—Y bien. ¿Cómo? ¿Por qué?
—Entré en la taberna para beber tranquilamente una copa. Estaba
absolutamente sobrio. Un hombre me aferra del brazo y lo retuerce: dice afuera,
está borracho. Le contesto, discúlpeme, pero estoy sobrio. Naturalmente salí del
local en vista del mal trato. Ahora bien, no soy mala persona, y jamás provoco
ningún tipo de desorden. Pero regresé después al bar, pedí otra copa y me atacaron
brutalmente. Un comportamiento indigno. Todos contra mí como una jauría de
lobos. Trataron de doblegarme y saltaron sobre mí. Pero utilicé mis tácticas más
esquivas y logré escapar con vida. No me cabe duda de que están revisando la
ciudad para infligirme nuevas sevicias.
—¿De veras?
—Ven Chris, siéntate a mi lado.
—No.
—Siéntate a mi lado. Estoy muy nervioso.
—Te curaré la cabeza.
—¿Puedo pasar la noche aquí?
—Sí. Creo que deberías bañarte.
—Tendré que abandonar este condenado país. Sí, por Dios.
—¿Tienes dinero?
—No.
—Deberías tomar un baño de tres peniques.
Le ayuda a quitarse la ropa. Entra en el baño húmedo con la bañera
sostenida por patas de león y el piso frío y pegajoso. Adentro, blub, gurgle slub dub
glub. La cara blanca cubierta de espuma, nadie me reconocerá. En la calle caminaré
siempre hacia atrás. La luz amarilla y el cielorraso agrietado y verde. Todo el año
pasado estuviste aquí en la bañera mientras yo vivía perseguido y triste en Howth.
—Ven conmigo, Chris.
—Bebiste demasiado. Dilo cuando estés menos confuso.
—¿Qué? Quiero decir, confuso.
—Vuélvete y déjame secarte la espalda.
—Quiero que te vayas conmigo.
—No puedo decidir de pronto una cosa como ésa.
—¿Quieres?
—¿Adónde? ¿Y tu esposa y tu hijo?
—Nos arreglaremos.
—¿Y tu carrera?
—Tendrá que esperar hasta que recupere la tranquilidad. Estoy en una
situación molesta.
—Sin duda.
—Me tratas mal. No lo merezco.
—Enciende la luz. Te prepararé chocolate.
Hay que apelar a las grandes soluciones. Me he colocado en una situación
muy desagradable. Ojalá no me detengan y encarcelen. Me vieron andar como un
loco en esa bicicleta por todas las calles de Dublín. Por favor, no me metan en la
cárcel de Mountjoy, a menos que me pongan en la biblioteca. Casarme contigo,
querida Chris. Pero lo que me confundió es la sangre. Creía tanto en la sangre, la
dinastía de los Dangerfield, honorables monarcas de reinados y he llegado a lo
sumo al número I de la calle Mohammed, donde la mierda cae del techo de un
modo impresionante y el pan tiene una semana de antigüedad y el té parece
limaduras de hierro. Quiero irme a un país más civilizado. Qué me pasará cuando
sea viejo. Y esté encorvado y deshecho.
Chris deposita dos tazas blancas sobre la mesa. Está desnuda bajo la bata.
Siento mejor la cabeza. Y ella llena la botella de agua caliente. Sólo se me ocurre
decir que enrollen la alfombra de la tierra y la guarden hasta el verano próximo,
para entonces las cosas mejorarán. Los dos juntos en la cama. Creo que es la única
paz que he tenido durante años. Mi querida Chris, descansar la mano en tu trasero
desnudo es tan grato. Y tocar y sentirte tan cerca, pues los dos nos protegemos.
Aquí juntos. Lo estamos, ¿no es así? Recemos. A San Judas por lo imposible, ¿o no
se permite rezar por un orgasmo?
13

No puedo soportar la idea de salir al aire helado con las piernas endurecidas
y la cabeza dolorida por algunas de las cosas que estuve pensando toda la noche.
Ruidos de Chris vistiéndose. Antes de irse dejó una bandeja junto a su cama.
Tostadas, una rebanada de tocino y una taza de café. Lo besó en la cabeza, lo abrigó,
le dijo en voz baja que tenía el desayuno a su lado y se marchó.
Sebastián se pasa la tarde leyendo y preocupado. De tanto en tanto se
aproxima a la ventana para ver qué hay. Policías o informantes. Pero sólo ve
personas comunes. La mayoría encorvadas, llevando algo. Pero me sentiría
verdaderamente aterrorizado si apareciesen los patrulleros. La única esperanza es
ocultarme y quizá dejarme crecer el bigote.
La cama es agradable. Con mi cabeza descansando. Si tuviese las cosas que
hay en este cuarto. La sensualidad nos reunió. Pero es una palabra horrible. Creo
que es amor. Pero qué nos separa de noche en la cama. Me alejo de ella y su espalda
y procuro estar solo. Ni siquiera puedo recordar qué hago con Marion. Siendo
quien soy, contribuyo a la felicidad de todo el mundo. Nada de mal aliento o
vulgaridades secretas. Mi querida Chris, oigo tus pasos.
—Hola, Chris.
—Eres un terrible mentiroso.
—¿Qué?
—Mira el diario.
Chris le entrega el diario. En el centro, bien destacado, con gruesas letras
negras:
UN HOMBRE ENLOQUECE EN UNA TABERNA
Persecución callejera

Un testigo informó a la policía que ayer por la noche presenció una agresión
brutal en la taberna de Kelly, Garden Paradise, establecimiento autorizado.
Un hombre a quien se describió como una persona de «aspecto extranjero»,
con acento inglés, entró en dicho local en actitud amenazadora, y atacó
salvajemente a las personas presentes.
El testigo del ataque dijo a la policía que estaba bebiendo tranquilamente
con algunos amigos cuando oyó gritos y hubo una conmoción. Se volvió y vio a un
hombre que arrojaba una botella de whisky a la cabeza del barman, que se agachó y
bajó por una puerta trampa abierta en el piso. Luego, el hombre se inclinó sobre el
mostrador y destrozó todo lo que estaba a la vista. Se volvió contra los
parroquianos, que no tuvieron más remedio que huir a la calle.
El acusado escapó, y fue seguido por el testigo, que avisó a los guardias.
Encontró al hombre oculto en un corredor, pero fue amenazado y debió entregarle
el sombrero y la chaqueta. Luego, el delincuente escapó en una bicicleta. Varios
guardias y ciudadanos lo persiguieron hasta Stephen’s Green, pero perdieron el
rastro en la calle Cuffe, y se cree posible que todavía esté oculto en dicha zona.
El guardia Ball, que volvió a la escena del ataque para recoger indicios,
afirmó que el estado general del local parecía propio de un campo de batalla. El
testigo, que se fracturó cuatro dedos en el ataque, fue atendido en el Hospital de St.
Patrick Dunn, y remitido a su casa. Se continúa la búsqueda del culpable, que según
la policía es un individuo alto, delgado, que vestía pantalones tostados y chaqueta
deportiva; se cree que puede tratarse de un insano. Afírmase que sus ojos tenían
una expresión desorbitada.
—Difamación.
—Así que te atacaron.
—En efecto, y muy cruelmente.
Chris guardó silencio, inclinada sobre la cocina de gas. Dangerfield se sienta,
tenso y lamentable, sobre el borde de la cama, el Evening Mail cuelga entre sus
rodillas, y los ojos miran con tristeza las grandes letras. Oh, sí, un hombre
enloquecido.
Sebastián se pone de pie y se acerca a Chris. Le aplica una mano sobre la
cadera, oprimiendo la carne entre los dedos. Ella evita los labios de Sebastián y
aparta una mano de su pecho.
—Si así lo quieres, Chris.
—Sí.
—Muy bien.
Se dirige a la puerta, la abre rápidamente, la cierra con cuidado, se hunde en
la llovizna y la calle, desolada y oscura.
Amado y Bienaventurado Oliver, martirizado, descuartizado y en general
despedazado, te diré una cosa, hazme llegar al Promontorio sin que una horda me
persiga y publicaré mi reconocimiento en el Evening Mail.
En la tarde, el ómnibus vacío que desciende por el camino en dirección al
Promontorio. Luces de neón. Una reducida cola esperando frente al cine. Un
lugarcito encantador.
Baja del ómnibus, camina rápidamente hacia la puerta verde del número I
de Mohammed. Golpea. Nada. Con los nudillos en la ventana. Adentro, ni ruidos ni
luz. Vuelve a la puerta. La empuja, tironea. Cerrada y trabada. Retrocede un paso y
toma impulso. La puerta cae. Entra cautelosamente en el vestíbulo, levanta la
puerta y la pone en su sitio. Grita. Nada. Sube la escalera, el dormitorio vacío.
Nadie.
Y el tiempo tan hostil y sombrío. Toda la noche por delante. El único efecto
de la lluvia es mantener aplacado el polvo. Lo mismo que a mí. Y tú Marion, sangre
azul de Geek, esposa y lavandera, esclava de todas mis mezquinas y sucias
necesidades, dónde y qué hiciste y te fuiste.
Desciende a la salita y la cocina desoladas. Sobre la cocina un papel blanco
bajo una lata de arvejas.
Como ves, me mudé.
II Parque de Oro
The Geary
Co. Dublín.

No sé qué hacer, salvo que ésa parece una casa con agua corriente y me
vendría bien un baño. Quizás sea agradable. Volemos de aquí antes de que Skully
asome su fea cabeza en busca del alquiler o con cualquier otro reclamo repulsivo.
Geary. Si no me equivoco, un lugar bastante acomodado. Parque de Oro.
Encantador. Repitamos el nombre. Parque de Oro.
Una casa al final de la hilera de casas chatas, simples y dobles con bloques
de cemento que delimitaban los jardines del frente, minúsculos prados y canteros
de flores. Pasa frente a los números siete y nueve, viviendas de prudencia y ahorro
y verjas de hierro para impedir que los perros ensucien. La gente que vivía aquí
tenía automóviles. Dios mío, alquiló un solo cuarto y quizás no hay lugar para mí.
Se detuvo frente al portoncito verde para examinar el cerrojo que era
bastante complicado. En el jardín unos rododendros muy cuidados y el laurel
aislado. A un costado el garaje pegado a la casa. Para qué o por qué demonios
hiciste esto y no me dijiste una palabra. No lo toleraré. La lluvia se desliza sobre las
hojas y forma charcos. Caminaré por este sendero de cemento y fingiré que me
equivoqué de casa. Parece que al fondo hay un jardín, un caminito pasa al costado
de la casa. Tengo que indignarme. Insoportable, por cierto que no lo toleraré.
Adentro suena el timbre. Y ruido de pasos que se acercan. Este vidrio mate
no permite ver nada.
La puerta se abre.
—Por Dios, Marion, déjame pasar.
La puerta se cierra bruscamente.
—Marion, ¿estás sola? De veras, tu actitud es ridícula. No puedes hacer esto.
Rodea la casa en busca de una falla. La ventana del baño está abierta.
Sebastián trepa por la pared, las rodillas golpean las piedras encaladas y cae de
cabeza en el lavabo. Marion estaba en la puerta.
—Por qué no me dejas en paz. Bastardo desequilibrado.
—No me digas bastardo cuando casi me rompo el cuello tratando de entrar
en esta casa. Por Dios, ayúdame a bajar al piso. ¿Por qué no me dejaste pasar?
—Porque no te quiero aquí. Es mi casa y puedo llamar a la policía y echarte.
—Por amor de Dios, Marion, ¿no tienes compasión? Mírame, estoy hecho
sopa.
—Y anoche no viniste a casa.
—Me retrasé.
—Qué te pasó en la cabeza.
—Un sujeto sumamente decente me invitó a jugar squash y me golpeé la
cabeza contra la pared. Excelente jugador, pero yo conseguí vencerlo.
—Oh, vete de una vez, por favor.
—¿Sólo por jugar squash? Y yo le dije, sí, juguemos. Un sujeto muy
influyente. El padre es dueño…
—Vete. Me pasé el día empacando y mudándome y no quiero oír tus
mentiras.
—Perdóname. Es una casa tan linda. Déjame echar una ojeada. Estás sola.
¿Todo esto?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Asunto mío.
—Pero Skully.
—Tú puedes vivir ahí.
—Oh, Dios. Vamos. Mira, cinco minutos de paz. Tiene vestíbulo. Muy
agradable Marion, ¿puedo mirar aquí?
Sebastián recorre la casa seguido por Marion, los dientes apretados y
silenciosa. Una sala de estar con sofacamas, uno de ellos contra la pared y un
receptor de radio sin duda anterior a la guerra. Tres sillas y una alfombra y
colgados de la pared algunos cuadros de caballos y mastines corriendo.
—Caramba.
—No permitiré que me lo arruines.
—De ningún modo. Me iré. Sólo quiero un rápido baño. Moriré atacado de
muerte.
—Muérete, pero ésta es mi casa.
Sebastián, muy interesado, examina los cuartos. Un saloncito con un
escritorio, una mesa y una chimenea. Una agradable estatua de madera con una
cruz en el vientre sobre el borde de la chimenea. Una ventana que mira al jardín del
fondo con hileras de cosas buenas. Debo entrar aquí a toda costa.
—¿Dónde duermes?
—Allí.
Marion señaló la puerta.
—Marion, no me eches. Por favor. Prometo hacer lo que digas pero ocurre
que necesito un poco de seguridad.
—Ja. Ja.
—Es verdad. No porque sea grande y fuerte. Mira este músculo. Pero no
quiere decir que no me afecta la inseguridad. Por favor.
—Nada más que la sospecha de que bebes, y te echo.
—Eres maravillosa, Marion. Realmente, eres muy buena…
—Basta ya.
—Lo que digas, Marion.
—Y no hagas ruido. Felicity duerme al lado del baño.
—Silencioso como un ratón.
Gran chapoteo entre las burbujas de jabón. Y después una tetera llena.
Marion con los brazos cruzados, ocultando sus pechos a los ojos bestiales de
Sebastián, y contemplando la desaparición de una hogaza de pan y un paquete de
margarina. Le rodea los hombros con el brazo, una mano sobre la muñeca de
Marion. Desnudo bajo la frazada, señaló el jardín, una extraña ondulación gris de
hojas.
—Marion, ahí sí que hay comida.
En la tierra
una planta
en la planta
una hoja.
Este hombre
se comió
la hoja.
14

Apelando a engañosas seducciones, Sebastián se metió en el II de Parque de


Oro. Varias noches después de las diez y media se dirigió, dando grandes rodeos, al
I de la calle Mohammed para proceder tranquilamente al saqueo de diferentes
artículos. Los transportó en bolsas grises de las que se usan para llevar cerveza. En
la casa de empeños cambió un espejo grande por un sombrero hongo, un ardid
destinado a evitar que lo reconocieran. E hizo arreglos con el Evening Mail para que
se publicara su agradecimiento al Bienaventurado Oliver.
Las dueñas de la casa los invitaron a beber una taza de té. Una anciana
pareja protestante, hermanas, de la clase que vive de inversiones. Confiaban en que
Sebastián y Marion cuidarían el jardín, porque había varias plantas raras del
Himalaya, regaladas por un primo, miembro de la Sociedad Real de Horticultura. Y
pensaban dejarles su Wedgwood, pues veían que eran una pareja encantadora, el
señor Dangerfield alumno de Trinity, bueno, así se sentían perfectamente seguras.
Al principio nos inquietaba tanto la idea de alquilar, en los tiempos que corren no se
sabe que gente se puede llegar a conocer, por supuesto Dublín no es lo que era, la
gente hace dinero en el comercio y esos individuos que gobiernan el país.
Sebastián con ojos votivos, palabras impregnadas de lealtad, suaves gotas
de bálsamo. Me complace profundamente tratar con gente de estirpe protestante.
Los ojos de solterona relucientes de honestidad. Sí, la puerta del frente, esos torpes
patanes la habían roto cuando trasladaron las cosas, gente descuidada y torpe,
ahora había un hombre digno de confianza, qué placer tenerlos a ustedes. Por
supuesto, vuelvan otro día. Y enviaré una carga de abono para el jardín. Adiós,
adiós.
La casa estaba al final de un callejón. Secreta y encerrada al mismo tiempo.
No es posible tenerlo todo. Y prefiero que la carbonera esté fuera de la casa. No es
bueno colgar la ropa sobre el carbón. Puedo respirar de nuevo, cultivar flores y
comer gratis. Casi.
Marion dijo que debían alquilar la sala y de ese modo pagaban la mitad del
alquiler. No estaba dispuesta a caer nuevamente en la pobreza y a verse perseguida
a cada momento por lascivos buscadores de dinero. Sebastián se ofreció para
publicar un anuncio, con la condición de que alquilaran a un católico.
—No admitiré que un católico viva en mi casa. No merecen confianza.
Además, no se bañan.
—Marion. Esto es absolutamente absurdo. Vamos, un poco de democracia.
—Odio a los católicos.
—Hay que perdonar un poco de impureza espiritual.
Marion cedió. Sebastián se instaló frente al escritorio del saloncito y escribió
sobre una hoja de papel:
Sala-dormitorio. En Geary. Ambiente tranquilo y culto. Comodidades. Se
prefiere señorita empleada, N.B., Cat. Rom., Abst.
Sencillez. Lo de no-bailes elimina a los fantasiosos y los frívolos. Abstemios,
siempre favorece la respetabilidad. Sin embargo, debe entenderse que ésta es una
casa donde reina la libertad.
El sábado por la tarde aparecieron los dos anuncios. Bajo el rubro
Agradecimientos:
Agradecimiento al Bienaventurado Oliver que nos salvó. Con esta
publicación se cumple una promesa.
El lunes por la tarde, Sebastián recogió las respuestas. Eran interesantes.
Tres adjuntaban fotografías, una de ellas bastante atrevida. Pero no toleraré
indecencias. Dios perdone a los católicos.
Se trataba de elegir un nombre apropiado. Había una señorita Frías. Lilly
Frías. Una averiguación directa. Enviar una carta y pedirle que viniese a ver la
habitación.
La señorita Frías llegó vestida con una chaqueta de tweed y sombrero.
Vendedora en una semillería. Complexión mediana y apariencia de andar
mediando la treintena. Sebastián señaló que si la señorita Frías tenía interés, podía
utilizar el jardín del fondo para trabajar. Abrieron las cortinas del saloncito y la
señorita Frías dijo que el suelo parecía hallarse en buen estado.
Me la imagino después de las horas de trabajo con la pala. No tendría
inconveniente en conseguir algunos alimentos gratis. Dicen que la horticultura es
buena para la salud.
La señorita Frías decidió tomar la habitación y dijo que deseaba trasladarse
inmediatamente, pues le agradaba abandonar sin demora el lugar que ahora
ocupaba. La señorita Frías parecía una persona interesante. Mostraba los primeros
signos de la edad, una ligera papada, la sonrisa nerviosa, la boca delgada y un poco
tensa, estaba viviendo los últimos años de fecundidad. Y respetabilidad.
Después que se marchó, Sebastián se acomodó en la silla que consideraba
propia, con respaldo ajustable. Podía descansar en posición supina y mirar el
cielorraso. Después de un rato se movió. Era el momento de pasar revista. Mirar las
cosas retrospectivamente. Había recorrido un largo trecho. Del Promontorio a
Geary, de la clase inferior a la media, del carbón bajo la escalera al carbón fuera de
la casa, de la canilla afuera a la canilla adentro, del frío al calor. Lejos de las puertas
y las paredes agrietadas y cerca de las alfombras y el Wedgwood. Mi prestamista se
sorprenderá. Sólo extraño los tranvías, el hermoso armatoste que me llevaba sobre
las vías rectas a Dublín y me traía de vuelta. Sin duda el señor Skully se sentirá un
tanto conmovido al descubrir que nos fuimos, quizá por el alquiler y tal vez por
esas libras pendientes. Oh Dios mío, qué mundo egoísta. Pero yo diría que Skully
tendrá que trabajar mucho para encontrarme ahora. Es tan agradable aquí. Y creo
que me complacerá sobremanera charlar con la señorita Frías acerca del jardín.
El miércoles por la tarde llegó la señorita Frías en un taxi con sus cosas.
Sebastián se acercó sonriente a la puerta. La habitación estaba lista. Una lámpara
sobre la cama, para leer. Magnífico. Los muebles desempolvados y lustrados con
cera a la lavanda. Un riel para la cortina. Una linda habitación. Muchas plantas bajo
la ventana, daban sombra. Mi cuarto favorito. La oscuridad crea una sensación de
seguridad, pero nada es bastante bueno para el pensionista.
Marion y yo tenemos camas gemelas. Es mejor así. No quiero reuniones de
lascivia y fecundidad. Cuando llegué a Irlanda fui a las farmacias en busca de esas
cosas. Dije, por favor una docena. El hombre me dijo, cómo se atreve a pedir
semejante cosa y se escondió detrás del mostrador hasta que me marché.
Naturalmente pensé que estaba loco. Seguí caminando por la calle. Un hombre con
una ancha sonrisa, cómo le va y cómo no. Mostré los dientes un segundo. Observé
que los suyos estaban un poco ennegrecidos. Le hablé amablemente, y le pedí el
modelo norteamericano, si era posible. Vi que la cara se le alargaba, la mandíbula
flotaba, las manos se retorcían y una botella se rompía en el piso. La mujer que
estaba detrás salió indignada del negocio. Con un áspero murmullo el hombre me
dijo que no vendía esa clase de cosas. Además por favor váyase porque los curas le
cerrarían el negocio. Pensé que el caballero debía tener algo contra el modelo
norteamericano que yo prefiero. Entré en otro negocio y compré una barra de
Imperial Leather, en vista de que eso me daba categoría. Discretamente pedí al
hombre media docena, modelo inglés. El hombre murmuró en voz baja una
plegaria, dulce madre de Jesús, sálvanos de los licenciosos. Luego se persignó y
abrió la puerta para que me marchase. Salí pensando que Irlanda es un país muy
peculiar.
Volví a estudiar, y comprobé que tomar ese espléndido brebaje preparado
con cacao era muy grato con la señorita Frías. Marion decía que necesitaba
descansar, de modo que la señorita Frías y yo nos sentábamos a charlar una hora
durante la noche.
—Señorita Frías, perdóneme la pregunta, pero estoy sumamente interesado
en las pensiones irlandesas. ¿Estuvo en una de ellas?
—En efecto, señor Dangerfield. No vale la pena repetir la experiencia, pero
uno se acostumbra a ellas.
—Y bien, ¿cómo son, señorita Frías?
—Bueno, señor Dangerfield, en algunas hay gente bastante simpática, pero
con tanto movimiento es difícil dormir durante la noche.
—¿Qué clase de movimiento, señorita Frías?
—Sería muy embarazoso explicarlo, señor Dangerfield.
La señorita Frías con su sonrisa leve y tímida y los párpados pálidos
entornados sobre los ojos. Creo que sus pestañas eran grises. Había trabajado en
Inglaterra, en el campo. Ahorrado dinero. Quería establecerse por su cuenta. Decía
que era emprendedora.
La señorita Frías se sentaba frente a él ante la mesa de la cocina. Al principio
bebían en el saloncito, pero cuando se conocieron un poco mejor, se estableció una
atmósfera más amistosa y se sentaron alrededor de la mesa de la cocina. Una noche
ella dijo que confiaba en que la señora Dangerfield no se molestaría porque ella
conversaba a solas con el marido, como en efecto ocurría.
Pasaron algunas semanas así. Semanas de cálida seguridad. Hasta una
mañana. Solo en la casa. Frío y nubes cubriendo el cielo, fuente de lluvia. Se oyó un
golpe sospechoso en la puerta del frente. Puestos de combate. Sebastián acude
prontamente al cuarto de la señorita Frías para echar una rápida ojeada a la escalera.
Dios mío, soy un geek cocinado. Hosco y vigilante, las manos angelicalmente
entrelazadas, la lluvia cayéndole del sombrero negro, estaba de pie el descontento e
ingrato Egbert Skully. Contengo la respiración para no hacer el menor ruido. En
puntas de pie. La desesperada esperanza de que la maldita puerta del frente esté
con llave. Me arriesgo y voy rápidamente al fondo.
Sebastián echó llave a la puerta de la cocina. Corrió las cortinas del saloncito.
Otro golpe en la puerta del frente, ruido de pasos que descienden y pasos alrededor
por el costado de la casa. Sebastián se acerca a la puerta del frente. Con llave. De
vuelta al cuarto de la señorita Frías, corre ajustadamente las cortinas, y deja un par
de centímetros para espiar y ver. Golpes en la puerta del fondo. Este bastardo
entrometido. Me siguió la pista. Me ha descubierto. Me desplacé únicamente de
noche, con un complicado disfraz y chucherías y cosas y agobiado y por lo demás
incapacitado. Qué lástima.
Sebastián lanzó un chillido.
—Yyyyyyy.
Skully golpea la ventana detrás de estas cortinas que vibran con el tremendo
golpeteo. Soy un tonto. Corrí las cortinas. Skully lo advirtió. Sucio y pequeño
bastardo. Gracias a Dios que las puertas están cerradas. Debo conservar la calma.
Quizá el temor sea cierto estado y condición de la mente. En teoría estoy aquí pero
en realidad me fui. Usemos la telepatía mental, tan eficaz como cualquier otra cosa
en una situación así. Señor Skully. Señor Egbert Everad Skully. Escúcheme. El señor
Dangerfield, el señor Sebastián Balfe Dangerfield se fue a Grecia. Le digo que está
en Atenas tocando el tambor. Se fue hace un mes en el barco Holyhead porque no
quería hacer ese fatigoso viaje a Liverpool. No está detrás de esa cortina verde con
flores rojas como usted cree, aterrorizado y dispuesto a escupir unas pocas libras
para librarse de usted. Salga de esta casa y olvídelo. Y en todo caso, qué son
cincuenta libras. Nada. Bien que se libró de este bastardo, Dangerfield. Señor Skully,
¿me oye? Le digo que estoy en Grecia.
Más golpes en la ventana. La telepatía no produce efecto. Este animal
irlandés seguramente no tiene cerebro para recibir el mensaje. Cuánto aguantará
este cerdo. Patán. El más odioso de los filisteos. Ahora mismo quisiera convertirme
en cierto Percivil Buttermere O.B.E. y aparecer en la puerta armado de bastón y
piyama, echar una ojeada, ver a Skully, retroceder y con muchas nasales británicas,
decir mi buen hombre, ¿usted está loco? Vaya, qué intenta hacer. Le molestaría
muchísimo dejar de golpear mis ventanas y salir de mi porche. ¿Es el carbonero?
Entonces dé la vuelta, mi cocinera lo atenderá, y si no lo es, le importaría
muchísimo desaparecer, usted tiene un aspecto sumamente sospechoso.
De pronto Skully se volvió. Manipuló el portoncito del frente. Después de
pasar lo cerró cuidadosamente. Dándole esa apariencia de intacto.
Temblando, Sebastián fue a descansar en la silla supina. Por favor, Dios, no
permitas que Skully encuentre a Marion o me arrancará la piel a tiras. Soy un
hombre que está sentado aquí y ha sido descubierto. La única solución es darle
algunas libras. Enviárselas por correo desde East Jake. Esa bestia peluda vendrá
aquí, a la mañana, al mediodía, a la noche y después y entre horas. Oh, qué mundo
de angustia y malentendido. Conseguir el alquiler de la señorita Frías y enviarle
algunas libras. Hay que tomar precauciones y organizarse para aguantar el sitio.
Y el miedo. Me sube desde los pies y me siento vacío y enfermo. Siento que
estoy ante una gran oscuridad. Tengo que saltar y no llegaré del otro lado.
Bienaventurado Oliver te invoco nuevamente, hazme pasar estos exámenes. Tal vez
crees que no soy más que un presuntuoso macho cabrío, pero bien puede decirse
que eso no es todo lo que hay en mí. Y me juzgan. Con un papel y todas esas
preguntitas. Y yo me veo apareciendo en el tablero. Oh qué día espantoso. Mirando
el papel con los nombres pulcramente escritos. Naturalmente empiezo por los más
distinguidos y luego los que vienen después y los últimos nombres de las terceras
menciones. Ningún Sebastián Dangerfield. Y la pequeña nota de condenación al
final del papel blanco. Un candidato fracasado. Qué sé yo de derecho. No puedo
estacionar en mitad de la calle o hacer demasiado ruido o presentarme desnudo en
público. Y sé que un hombre no puede violar a una doncella menor, ni con su
consentimiento, ni sin él, ni a una esposa o doncella adulta, ni a otra mujer contra su
voluntad so pena de multa y cárcel, por iniciativa de una parte o del Rey.
Oh, sí, conozco algo. Y puedo atender un caso. Geek versus gook. Por qué
me persigue así, Skully.
Marion entró por el garaje con los brazos llenos de paquetes.
—¿Sebastián?
—¿Qué?
—¿No dijiste que te ocuparías de los platos?
—No pude.
—¿Por qué no?
—Skully.
—¿Qué quieres decir?
—Estuvo dando vueltas alrededor de la casa toda la mañana.
—Oh no.
—Oh sí. Como te digo.
—Yo sabía que no podía durar.
—Mi buena Marion, nada dura.
—Oh Dios mío.
—En efecto.
—Cuándo seremos libres.
—Anímate, lo peor ya pasó.
—Cállate… estamos otra vez en el punto de partida.
—De ningún modo. Al final, Marion.
—Y dime, ¿cómo explicaremos a la señorita Frías todo esto, que nos
ocultamos y no contestamos la puerta y todas esas cosas?
—Olvidas que la señorita Frías es católica. ¿Cómo crees que sobreviven en
Irlanda?
—¿Y cuando él esté curioseando?
—Le enviaré un giro desde el norte de Dublín. Con una nota diciéndole que
estoy en casa de amigos.
—No lo engañarás.
—Pero hay que intentarlo. Todos los trucos imaginables. Tenemos que
advertir a la señorita Frías.
—No, por lo que más quieras.
—Es inevitable.
—¿Por qué?
—Supón que Skully aparece una noche, y prueba las puertas y golpea las
ventanas. No podemos quedarnos sentados y no hacer nada. Le explicaré a la
señorita Frías que conocí a uno de esos tipos que pueden salir de Grangegorman,
loco como una cabra, le pagué una copa y desde entonces me persigue. Entenderá.
La ciudad está colmada de tipos así.
—Qué situación horrible.
—Vamos Marion, anímate. Levanta el ánimo. Todo se arreglará. Déjalo en
mis manos.
—Ya he cometido esa clase de error. Por qué teníamos que firmar ese
contrato. Habrá que pagar el alquiler hasta el final.
—Una costumbre de este país. Tranquilízate. Cambiaremos nuestro ritmo
de vida. Le hablaré a la señorita Frías de ese loco (los católicos tienen gran respeto
por los insanos) y le diré que vamos a oscurecer el frente de la casa.
—Dios mío, no podemos sugerir una cosa semejante.
—Es necesario. Ahora bien, si lo hacemos construiré una barricada móvil al
costado de la casa, de modo que Skully no pueda pasar al fondo, y entonces
encendemos la luz. Creo que incluso podré arreglarme con la señorita Frías. Entre
nosotros hay cierto rapport.
—Lo he observado.
Marion entró en la cocina. Tensa y dolorida. La oye arreglar los paquetes de
alimentos, un grato sonido. No me dejaré derrotar ni desanimar. Aguantaré unas
semanas más, y estaré fuera de todo esto. En condiciones de entregar a Skully su
dinero de sangre. Organizaré una campaña de tal naturaleza que conseguiré el
derrumbe incondicional de Egbert, el carnicero. Y el resto que está en el
Promontorio, también puede esperar lo suyo. Se acabó la paz. No más sesiones
soleadas con el Irish Times por la mañana, contemplando el desorbitado crecimiento
de mi jardincito. Pero oh sí, tomemos sol mientras podamos y cuando corramos las
húmedas cortinas sobre el alma del día, tengamos la certeza de que veremos otra
vez la luz del día.
Frente al pan, el té, un frasco de jalea de grosellas negras, abundante en
vitaminas C, salchichas y un poco de margarina, Sebastián enfrentó el rostro
grisáceo de la señorita Frías. Una pizca de pintura labial y un toque de lápiz
alrededor de los ojos. Ella tomó el pan con cierto aire de reserva. Yo le acerqué la
margarina porque no puedo tolerar los malos modales en la mesa aunque en
general soy hombre muy tolerante.
—Señorita Frías, debo explicarle una situación bastante extraña. En realidad,
ridícula. Confío en que no la inquietará. Ocurre que un hombre está rondando la
casa. Es inofensivo, pero totalmente deschavetado. Fue tonto de mi parte, pero por
casualidad una noche le regalé un cigarrillo en una taberna, sin pensar en las
consecuencias. Me pareció que era un sujeto más o menos interesante. Sin embargo,
me impresionaron sus ojos. Resultó que había salido de Grangegorman con la tarde
libre. Después, toda la situación cobró un sesgo muy fantástico. A este hombre se le
metió en la cabeza que era el dueño de una casa en que yo viví, y que le debo
dinero.
—Una situación realmente absurda, ¿no es verdad, señor Dangerfield?
—Por cierto. Y ahora vino aquí. Bien, no me queda más remedio que
ignorarlo. Cerrar las puertas y ventanas y correr las cortinas. Pero me pareció lógico
avisarle. No es nada grave. Pero no quisiera que usted se encontrase con que un
desconocido le golpea la ventana. Es un sujeto completamente inofensivo. Si no
fuera así no le darían permiso. Así que ignórelo.
—Señor Dangerfield, ¿no podría avisar a la policía?
—Oh, prefiero no hacerlo, señorita Frías. Sería injusto que este pobre infeliz
sufriese maltrato, y después le prohibieran salir. Creo que es mejor ignorarlo, de ese
modo seguramente se cansará. Si la encuentra afuera y él empieza a hablarle del
alquiler y el dinero dígale sencillamente que no estoy en casa y que se marche.
—Sí, eso haré. Gracias por avisarme. En realidad, señor Dangerfield,
imagino que un desconocido podría atemorizarme.
—Por supuesto.
—Yo lavaré estos platos, señor Dangerfield. Quédese sentado y termine su
té.
—Oh no, señorita Frías.
—Me llevará sólo un minuto.
—Muy amable de su parte, señorita Frías.
Sebastián se mojó los labios. La señorita Frías deja correr el agua. Sebastián
recoge el mantel. Se limpia rápidamente los labios. Marion lee en el dormitorio. Una
hermosa noche. Creo que iré al dormitorio y comunicaré la buena noticia a Marion.
—Oye, Marion.
—¿Qué pasa?
—Todo está bien. Ya te dije que la señorita Frías entendería.
—De acuerdo.
—Déjame lugar.
—Ve a tu cama.
—Hace frío. ¿No quieres un poco de lo que yo tengo?
—Boca sucia, ve a hablar con la señorita Frías.
—Ahora te prefiero a ti.
—Quita las manos.
—Uiiiiiii
—Eres repugnante.
—Es el modo de vivir. La luz. Bing. Que haya electricidad. Que haya gas
para tener siempre agua caliente y cocinar. Que haya un aquelarre caliente para
quienes lo necesitan. Hemos recorrido un largo trecho, Marion. Un largo trecho.
—Y tú para nada ayudaste.
—Inclínate.
—Vete.
Del cuarto de la señorita Frías llegaba el sonido de la música. Y los laureles
susurraban afuera. El aire olía a verde, fresca emanación de las ramas. Cuando yo
era pequeño, una doncella negra me pinchaba el pene. Se llamaba Matilda, y yo la
miraba por el agujero de la cerradura, empolvándose su intimidad. Me hacía
muchas cosas. Se preocupaba de mi fisiología. Los negritos lo tienen más grande.
Oh, te alimentan por los dientes y el peso y te limpian las orejas y otras cosas y te
cortan las uñas y cepillan el cabello pero no hay una orgía del órgano. Creo que
Marion piensa que el mío es demasiado pequeño.
Pero yo sé
que es más grande
que la mayoría.
15

Estos días puedo deslizarme en el cuarto de baño y realizar dignamente mi


tocado.
La señorita Frías pasa frente a mi puerta. Marion la deja abierta en el ajetreo
de la comida de la nena. Yo estoy en la cama y miro a la señorita Frías que pasa en
diferentes etapas de sugestivo descuido. En su kimono rojo, las canillas rojas,
agradables con el tipo de tobillo delgado que yo prefiero. En realidad, la señorita
Frías está bien construida. Y esta mañana me vio. Sonreí, como uno hace en casos
así. Se le puso escarlata el cuello. Está muy bien que la cara se sonroje, pero cuidado
con las que tienden a sonrojarse en el cuello.
Fui a tomar el desayuno. Querida hija cierra la boca piojosa. Ciérrala. O le
meteré algo para taparla. Y por cierto no será jalea de grosellas.
—Daaa, da.
—¿Qué pasa?
—Aaa, da puu-puu.
—Deja tomar el desayuno a da-da. Da-da tiene hambre. Y ahora, cierra la
boca.
—Basta. Tiene perfecto derecho a hablar.
—La encerraremos en el garaje… no entiendo por qué no se usan cadenas
para sujetar a los chicos. Voy a Trinity.
—Adelante, no te lo impediré.
—Pensé que querrías saberlo.
—Bien, no me interesa.
—Vamos, vamos. Mi retorno. Me parece que deberíamos pagar una libra de
la cuenta de electricidad. Marion, ¿me escuchas?
—Te oigo.
—Sería buena idea resolver una parte de ese problemita.
Marion vierte leche en un recipiente.
—Oye, Marion, ¿estás enferma? Ahora, por todos los demonios…
—Deja de usar ese lenguaje frente a la niña. Y también frente a la señorita
Frías. Estoy harta. Si quieres ir, pues hazlo.
—Vamos, Marion, sé razonable. Más tarde o más temprano hay que pagar
las cuentas, porque de lo contrario cortarán la corriente. ¿Qué pensarán las
señoritas Smith? Yo creo que…
—Por lo que más quieras, deja de gimotear. ¿Desde cuándo te preocupa lo
que la gente piense?
—Siempre fui así.
—Qué porquería.
Sebastián se pone de pie y camina hacia la cocina, y pone el brazo sobre los
hombros de Marion.
—Por favor, quítame las manos de encima.
—Marion.
—Creí que pensabas ir a Trinity. Vete, pues.
—No quiero desaprovechar la salida.
—Qué mentiroso.
—Eres un poco severa, Marion.
—Y vuelves borracho.
—Por favor. Te meteré una bala en la boca.
—Por qué no peleas con un hombre. No pienso darte un penique.
—Tengo una propuesta…
—No pienso cambiar de idea.
—Muy bien, Marion. Si así lo quieres. Sé protestante y miserable. Si me
disculpas. Me marcho.
Sale de la cocina con el rostro de piedra. Toma un bolsón del saloncito y se
mete en la habitación de la señorita Frías. Dos jarrones. En el bolsón. Y el sombrero
hongo bien ajustado sobre el cráneo. Sale rápidamente por la puerta del frente,
tropieza en la bajada y al suelo. Cae de cabeza sobre el laurel, la cara golpea el suelo
cubierto de hojas en descomposición. Los jarrones en alto, por razones de seguridad.
Algunas malas palabras para aliviar la tensión. Tironea el portoncito verde. No se
abre. Un puntapié. Se abre bruscamente. El gozne inferior cuelga del resorte.
Llegó a Dublín en el piso superior del tranvía. Se deslizó entre la multitud
elegante de la calle Grafton. Pasa bajo las tres bolas de oro y se acerca al mostrador.
Deposita los dos jarrones. Un hombre funeral se inclina murmurando sobre ellos.
—Bien, señor Dangerfield.
—Herencias. Fino Waterford.
—Ya lo veo, señor Dangerfield. No se vende mucho en estos tiempos. Parece
que la gente no le da mucho valor.
—El vino está popularizándose mucho.
—Ah sí, señor Dangerfield. Ja.
—Los norteamericanos se enloquecen con estas cosas.
—Diez chelines.
—Que sea una libra.
—Quince y no discutamos.
Sebastián se volvió con el dinero. Chocó con un hombre que entraba por la
puerta. Un hombre de cráneo rotundo y hombros perfilados contra el tiempo.
—Jesucristo vuelve a casa a descansar. Sebastián.
—Percy, cómo te va.
—Desagoto la mierda de los baños públicos de Iveagh House. Bebo lo que
encuentro y monto cuando puedo.
—Realmente magnífico.
—Y vengo a empeñar cinco libras de carne.
—Eh, imposible.
—Aquí está.
—Percy, es increíble.
—Bebamos una copa. Espera un segundo mientras dejo la carne, y te lo
contaré todo.
Sebastián esperó bajo las tres bolas. Percy, sonriente, salió y empezaron a
andar por la calle. Percy Clocklan, un hombre bajo y corpulento. Tan vigoroso que
podía derrumbar las paredes de una habitación soplando fuerte. Pero lo hacía sólo
en las casas de la gente que no le gustaba.
Se sentaron en el rincón de una minúscula taberna. Unas pocas brujas cada
una masticando sus propias encías en los oídos sordos de la otra. Diciéndose las
cosas más sucias que pueden imaginarse. Realmente chocante. El rostro de Percy
Clocklan era todo sonrisa y alegría.
—Sebastián, lo he tenido todo. Mi padre fue gerente de un banco. Mi
hermana miembro de la Sociedad Expiatoria, mi hermano director de una empresa
y yo vivo en Iveagh House, sobre la calle Bride, un refugio de pobres y moribundos.
—Ya vendrán tiempos mejores.
—Deja que te explique. Aquí estoy, educado con la crema en Clongowes.
Nueve años en el comercio textil aguantándome a esos terribles idiotas y ni un
aumento. Le dije al gerente que se metiese la mercadería en el culo. Jesús, no
debería haberlo hecho. Mírame ahora. Todas las mañanas tengo que agarrar un
caño y dedicarme a limpiar la porquería de estos bastardos irlandeses que vienen
de noche hartos de encamarse y hacen sus cosas en los pisos. La otra noche
sorprendí a un viejo piojoso meando en la fuente. Pero saco apenas un chelín para
una comida y dos chelines y seis peniques para pagar la cueva donde duermo. Soy
el mozo. Y ésa es la cosa buena. Y me pagan y me meto en las piezas y por ocho
peniques tengo a las que se retrasaron.
—Percy, ¿qué querrías tener en la vida?
—¿Sabes lo que quiero? Te lo diré. Y puedes escuchar a esos malditos
cretinos que están sentados ahí hablando idioteces durante horas y no llegan a
ninguna parte. Te diré lo que quiero y en realidad es todo lo que quiero. Quiero una
mujer con las tetas y el culo terriblemente grandes. Las tetas y el culo más grandes
de todo el puterío. Me la monto… Oh las tetas, las tetas. Pensar en ellas. Dios sabe lo
que es bueno. Nada más que las tetas, y un culo muy grande de modo que pueda
volver a casa por la noche y tirar un pedazo de carne en la parrilla y llenarme las
tripas y luego montármela. Quiero algunos chicos. Algo por qué trabajar. Incentivo,
eso quiero. Estoy aquí en una maldita taberna irlandesa perdiendo el tiempo. Me
acerco a los cuarenta y tal vez podría haber sido un tipo importante con
automóviles y criadas, pero no me importa una mierda. Ahora eso terminó y es
inútil quejarse. Pero si tuviera una mujer con un par de tetas terriblemente grandes
no me verían más el pelo en una taberna. Sería tan feliz como el pecado. Me casé
una vez pero nunca volveré a cometer el mismo error. Quería beber todas las
noches y tenía terror de los hijos.
—Percy, primero el embarazo. Y luego la copa para reaccionar de la
inseguridad que trae el embarazo.
—Ya lo sé. Ya lo sé. Fui un terrible estúpido. Pero ella no quería saber nada.
Decía que era demasiado joven para esclavizarse con los hijos. Ahora comprendo
mejor. No quería renunciar a su empleo. Yo no tenía ninguna influencia sobre ella.
Ahora no me importa, cualquier puta vieja me sirve, y montones de vino tinto para
olvidarme de la comida y del alquiler.
—¿Y dónde conseguiste esa carne?
—Sebastián, ni una palabra de esto. Mira, es confidencial. Tenía esa tipa que
trabajaba con los carniceros. Me pasaba hasta ocho libras de la mejor carne del día.
Vendía tres o cuatro libras y me quedaba bastante para conseguir mi botella de tinto
y meterme el resto en la tripa. Anduve bien muchos días. De tanto en tanto le daba
unas libras al viejo Tony Malarkey para sus chicos. Viví un tiempo con él, pero es
como una gallina irlandesa, cacareando y celoso cuando yo venía de una noche con
las retrasadas. No puede soportar que otros lo pasen bien. De modo que me mudé.
Pero descubrieron a la mujer.
—¿Y hoy dónde conseguiste la carne?
—Ahora te lo explico. La sorprendieron robando la maldita carne y ahí
mismo la echaron. Y esa noche quiso que me la montara gratis, y yo le dije si creía
que era un toro de establo para malgastar mi energía en su esqueleto irlandés y sus
tetitas chatas sin un pedacito de carne detrás. De veras, hay gente que no tiene
decencia. Sebastián, eres el único tipo decente que conozco. Cuando tienes dinero
pagas una copa y no cacareas. Yo debería haber sido cura y habría llamado todas las
semanas el furgón de Morgan, con unos buenos tragos y un ama de casa con tetas
como pirámides; entonces sí que hubieras oído buenos sermones. Habría enseñado
la maldita decencia a esta gente. Pero cuando no conseguí más carne de esta puta
irlandesa, busqué otra en una carnicería. Entraba todos los días a comprar huesos
para una semana, y no pasó mucho tiempo antes de que empezara a sacar carne
para mí.
—Eres un tipo terrible.
—Y hay una nena irlandesa en la Iveagh House que la tiene conmigo. Dice
que un par de pelotas decentes en la mano vale más que un pene volando.
—Percy, serías un excelente marido.
—No me vengas con ésas.
—De veras.
—Mírame. Estoy perdiendo el pelo. Duermo al lado de un montón de
vendedores de diarios y todos me dicen hola en la calle Grafton. Yo, del Clongowes
Wood College.
—Mírame, Percy.
—Te miro. Más dinero que el presidente con el cheque de los veteranos.
—Percy, los gastos son enormes. Y tengo que mantener mi dignidad.
—Dignidad de puta irlandesa. ¿Quieres venir a una fiesta?
—Esta noche no.
—Sebastián, ¿estás loco? En la casa de Tony, las Catacumbas. Tony quiere
verte. Oí decir que O’Keefe se fue a París y se hizo maricón.
—Es cierto. Está en una ciudad pequeña y persigue todo lo que se mueve.
—Dios, ven a la fiesta.
—No puedo.
—Entonces, bebamos una copa.
—Percy, he sufrido mucho desde la última vez que te vi. Cierto señor Skully,
que es el dueño de la casa donde yo vivía, me busca para reclamarme dinero. Y
además, hay algunas casas de comercio.
—Sebastián, deberías dedicarte a las apuestas. Ahí está tu problema. Una
apuesta me cambia completamente el día. Caray, vamos a tomar una copa de vino
tinto.
El vino tinto es dulce y espeso, sangre muerta seca. Corre por las calles. Sólo
atino a imaginarme que me gustaría estar entre dos muslos. Conocía a una chica
que usaba un sweater anaranjado. Le ponía las manos sobre la desnuda cintura del
vientre esbelto. Era una lechera. Yo era un caballero. Estábamos sujetos en un
abrazo erótico.
Bajaron por la calle entre los chicos y las alcantarillas de granito hablando
del dinero que se hacía criando ovejas.
—Sebastián, ¿alguna vez te montaste una?
—Realmente, Percy.
En
Argelia
hay una ciudad
llamada
Teta.
16

Sebastián estaba sentado, doblado sobre el vientre, exultante. Una noche


maravillosa. Estaban sentados en la Casa Escocesa entre dos grandes barriles.
Afuera, los botes Guinness hacían chug chug. Estentórea risa de Clocklan.
Creo que me las arreglaré para que sea una gran noche. Invitación a toda
clase de hombres. Dolientes y enfermos, hipócritas y perversos. Sucios y
deshonrados. Comunicantes cotidianos y miembros prestigiosos de la Legión de
María. Fracasados y al borde del fracaso. Dublín abunda en empleados y
funcionarios de menor categoría. A las nueve en la oficina hasta la seis, a casa. Los
cuerpos arruinados y maltratados. La esposa no pondrá allí su mano, ni practicará
un doloroso bombeo. Una reunión de angustiados y humillados. El señor
Dangerfield, alias Danger, Bullion, Balfe, Boom y Bestia, le dirá cómo salir del
asunto. Pero conviene recordarlo, es duro pero justo. Estas pequeñas jodeduras
demostraron a la gente que ustedes podían aguantar. El dolor tanto como el placer.
Y creo que debería haber una mesa en medio del piso, para mostrar el
animal. Cuadernos baratos para anotar, por favor. Les diré todo lo que quieran
saber. Tal vez ahora no parezco gran cosa, pero de aquí a cinco años. Uf. Y no
olviden que además estoy en Trinity. Nadie me detendrá. Para clausurar la velada
bailaré una danza española y atraparé aceitunas con la boca y también otras cosas.
Y por supuesto canciones, dirigidas por el señor Dangerfield y el té y las masas
servidas por auténticas putas del norte de Dublín, para los que están reprimidos.
—Clocklan, sufro un terrible ataque de tristeza.
—Agarra la maldita cerveza y deja la tristeza. Esta será una gran fiesta.
—Debería volver a casa, Percy.
—Deja eso. No puedes perderte esta diversión.
Subían por la calle Grafton llevando paquetes grises de cerveza. Dangerfield
cantaba:
Mi corazón es como una uva aplastada.
Sólo la pepita me queda.
Sólo la pepita.
—Me echarán de casa.
—Dios, en qué casa vives. A tu mujer, un buen puntapié en el agujero. ¿Te
echará? Tonterías. Estamos en Irlanda.
Pasaron una verja de hierro y descendieron los escalones negros y
empinados. Tony Malarkey, anfitrión, sonriente, todo complacido como un toro
que huele la nalga cálida de una vaca en celo, contando los paquetes de cerveza.
Ojos sobre los corchos. Pasan por un fregadero, y luego se abre una enorme cocina.
La bebida sobre la mesa. Clocklan lleva la suya a un rincón de la habitación,
ocultando la botella bajo unos harapos. Malarkey lo mira.
—¿Qué piensas hacer con esa bebida, Clocklan, maloliente puta vieja?
—No pienso malgastarla en tus viejas tripas.
El aire se llena con el estallido de los corchos. Olor de paredes y cavidades
húmedas. Sensación de largos corredores y cuartos ocultos, túneles en la tierra,
pozos negros y bodegas de vino llenas de colchones mohosos. Una lamparita
encendida en el centro de la cocina. El piso, manchado, azulejos rojos. Paredes
encaladas y vigas costrosas cruzando el techo. Y más gente irrumpiendo por la
puerta, cargada con bolsas de cerveza.
Sebastián se mete botellas en los bolsillos. Está armándose. Atraviesa la
habitación. Una muchacha baja y robusta está de pie, sola. Ardientes ojos verdes y
largos cabellos negros. Quizás el padre es fabricante de ataúdes. O ella es criada.
Sebastián a su lado. Ella marca una reja. Uf, no es criada ni sierva. Qué ojos
verdes, animales. Él aferra la botella, la sostiene entre las rodillas, un rápido
movimiento del tirabuzón. Luego endereza el cuerpo. Bop. La espuma parda se
derrama por las comisuras de sus labios. Sonríe a la chica.
—¿Cómo se llama?
—Raro que me lo pregunte así, de improviso.
—¿Qué le gustaría que le preguntase?
—No sé. Pero es extraño que de pronto me pregunte el nombre.
—Me llamo Sebastián.
—Yo me llamo Mary.
—Mary, parece italiana.
—¿No es usted un poco atrevido?
—Buuuuubebo. Danggiggigi. Que en africano quiere decir cualquier cosa
menos bonita.
—Se está burlando. No me gusta. Usted es raro.
—Tenga una botella de cerveza, Mary. Quiero decirle algunas cosas.
Primero, unas palabras acerca del pecado.
—¿Usted qué sabe del pecado?
—Puedo perdonar el pecado.
—Lo que dice es pecado. No hablaré con usted si dice esas cosas.
Asumiendo el papel de caballero, Sebastián ofreció un vaso de cerveza a
Mary. La llevó a un banco y se sentaron a charlar. Ella dijo que cuidaba la casa. El
padre no podía mover el vientre desde hacía tres semanas y tuvieron que llamar al
médico y el médico no pudo ayudarlo y pensaban que podía morir envenenado.
Explicó que el hombre se quedaba acostado y no salía a trabajar. Estaba así desde
hacía meses y el olor era insoportable y ella tenía que atender la casa y a los dos
hermanitos.
Clocklan en el otro extremo del cuarto, haciendo la corte a una rubia de
suave piel. La reunión destila matices de hastío y descontento. De pronto una
botella de cerveza atraviesa volando el cuarto, y se rompe en la cabeza de un tipo
afeminado. Se oyó un estremecido murmullo de admonición y un coro de aliento.
Una silla en pedazos, y una muchacha se retuerce y grita que no la manosearán.
Sebastián se refugia en su banco con Mary, y le relata lo que está pasando. Algo
atraviesa el lugar. Clocklan se ha apartado de su rubia y conversa con un
hombrecito que según dijo alguien era joyero por oficio y disposición. De pronto
Clocklan levantó el puño y lo descargó sobre el rostro del hombrecito. El tipo cae al
suelo, y gatea desesperadamente hacia la seguridad de un banco, lejos del mugido
de Clocklan, y recibe un puntapié en el rostro de una muchacha que creyó que
intentaba mirarle bajo la pollera.
Sin duda, un sótano de condenados. No puedo tolerar a los tullidos
económicos y no simpatizo con los que otrora fueron ricos. Ahí están todos
huyendo de todos. Quizá no puedo soportar que esta espera acabe. Los pocos que
quedan en el centro de la habitación. Los otros derrotados en la batalla se habían
retirado a los rincones del cuarto y no tenían opinión, de pie con los ojos vidriosos y
borrachos.
Mary levanta los ojos verdes.
—Oh, qué cosas ocurren aquí.
—Una banda de desesperados, Mary.
—¿De qué región de Inglaterra viene?
—No soy inglés, Mary.
—¿Qué es, entonces?
—Norteamericano.
—¿De veras?
—Y usted es irlandesa.
—Sí.
—¿Y le gusta Irlanda?
—Me gusta. No aceptaría vivir en otro país.
—¿Ha vivido en otro lugar?
—No.
—¿Y le gusta su padre?
—Qué pregunta extraña. ¿Por qué me hace preguntas tan raras?
—Usted me gusta. Quiero saber si usted simpatiza con su padre.
—No. No me gusta.
—¿Por qué?
—Porque él no simpatiza conmigo.
—¿Por qué no simpatiza con usted?
—No lo sé, pero nunca me quiso.
—¿Cómo sabe que él no la quiere?
—Porque me pega.
—Santo Dios, Mary. ¿De veras, le pega?
—Sí, me pega.
—¿Por qué?
—Por nada.
—Debe ser por algo.
—No. Si llego tarde a casa me pregunta por qué llego tarde y no importa lo
que yo diga, encuentra una excusa para golpearme y me arrincona en el vestíbulo,
para que no pueda escapar, y empieza a pegarme. Me odia.
—¿En serio?
—Sí. Y sin razón. Apenas entro en la casa, lo veo sentado escuchando la
radio, y voy a colgar mi chaqueta, y entonces me llama a la sala y me pregunta
dónde estuve, y me acusa de ver a hombres en los parques y salir con ellos. Y yo no
estuve con nadie. Luego me dice mentirosa y me insulta y si le explico que estoy
diciendo la verdad, se me viene encima.
—¿Y su madre?
—Murió.
—¿Y usted cuida de su padre y sus hermanos?
—Sí.
—¿Por qué no se va? Vaya a Inglaterra y consiga empleo.
—No quiero abandonar a mis hermanitos. Son muy pequeños.
—Pero ahora no puede pegarle.
—A veces lo intenta, pero ya soy más fuerte que él.
Puedo contemplar a Mary. ¿De qué se trata? Es fácil descansar los ojos en
ella. ¿También será fácil tocarla? Las mangas del sweater arrolladas hasta los codos,
las muñecas esbeltas y flexibles y los hombros bien formados. No quisiera vérmelas
con ella, excepto en la pasión mutua.
De pronto un estrépido en la puerta, la tabla del medio cede y aparece una
enorme cabeza cantando.
El bello trasero de Mary Maloney
es la dulce manzana del pecado.
Que me den el bello trasero de Mary
y una botella llena de ginebra.
Un hombre, los cabellos congelados por la cerveza y la grasitud humana, el
pecho rojo centelleante bajo la chaqueta negra, los puños nudosos rotando
alrededor del cráneo pétreo, se zambulló en el cuarto lleno de almas torturadas con
una canción caudalosa.
Tu madre nació de Jesús
con los cabellos blanconieve
y el más grande par de tetitas
que el mundo conoció jamás.
Mary dio un codazo a Sebastián.
—¿Quién es? Qué canción chocante.
—Es el hijo del auténtico Lord Mayor de Dublín. Y su tío escribió el himno
nacional.
Mary apreciativa, sonriente.
El hombre atravesó las baldosas rojas saludando ásperamente a la gente
aquí y allá, y hablando a todos.
—Me encantaron las cárceles británicas. Y ustedes hermosas mujeres. Qué
bien construidas. Me encantaría hacérselo a todas ustedes y a sus hermanitos.
Vio a Sebastián.
—Por el amor de nuestro Santo Padre, el Papa, ojalá consiga otra máquina
de escribir dorada. Dame tu mano Sebastián antes de que te mate a golpes con
ejemplares encuadernados del Catholic Herald. ¿Cómo estás, por el amor de Dios?
—Barney, te presento a Mary. Mary, éste es Barney Berry.
—Encantada de conocerlo, Barney.
—Mary, eres hermosa. ¿Cómo estás? Me encantaría hacértelo. No dejes que
esta puta te toque o te desflore. ¿Cómo estás, Mary?
—Muy bien.
Barney se alejó de un salto y subió a la mesa e inició una ágil danza de
macho cabrío.
Mary se volvió hacia Sebastián.
—Parece buen tipo.
—Un hombre excelente, Mary.
—¿Su tío escribió la canción?
—Mary, cuando digo algo, es la verdad. Sólo digo la verdad. Y dígame,
Mary, ¿qué piensa hacer con su vida?
—¿Qué quiere decir?
—En la vida.
—¿Qué me propongo ser? No lo sé. Ignoro qué quiero ser. Cuando era
pequeña pensaba ser bailarina. No me disgustaría ir a la escuela de arte. Me agrada
dibujar.
—¿Qué dibuja?
—Toda clase de cosas. Me gusta dibujar mujeres.
—¿Por qué no hombres?
—Me gustan más las mujeres. Pero también los hombres.
—¿Pero más las mujeres?
—Sí. Nunca me hicieron esta clase de preguntas. Jamás conocí a un hombre
gentil.
—¿Ninguno?
—No me refiero a usted. No lo conozco. Quizá es buen hombre. Las mujeres
son amables.
—¿Le gusta el cuerpo de la mujer?
—Qué preguntas extrañas. Y además, ¿por qué quiere saber eso?
—Porque usted tiene un hermoso cuerpo.
—¿Cómo lo sabe?
—Por los dientes.
—¿Cómo?
—Buenos dientes, buen cuerpo. Los dientes de Dios son dientes sanos. Mary,
debe acompañarme a beber una copa.
—Todo está cerrado.
—Oh, hay lugares.
El lugar lleno de humo. Cráneos bamboleantes. Los que se vieron forzados
al silencio, adheridos a los muros blancos y descascarados y los castigadores, una
banda numerosa. Barney canta, y se balancea sobre las baldosas. Transpiración.
Clocklan ha dejado a la rubia para llevarse al pequeño joyero hacia el fondo oscuro
de las catacumbas con el fin de seguir castigándolo. Le golpea la cabeza con la base
del puño. Es verdad, el lugar burbujea y se retuerce, sencillamente se retuerce.
Malarkey aúlla que es un rey excelso y maldito y si los demás no lo vivan les
romperá la cara. La mujer de Clocklan se sube a la mesa para bailar. Golpes y
meneos, ella marca el compás. Y Percy vuelve con una ancha sonrisa que se le borra
cuando ve a su mujer sobre la mesa, y dice que es una repugnante trotona y que no
tiene el más mínimo orgullo, cómo baila así frente a toda esta manada.
Pienso que el padre de Mary es un patán grosero y constipado. Las cosas
que existen al norte de Dublín no son nada recomendables. Pero creo que Mary
tiene mucho encanto y sensibilidad. La llevo conmigo a mi jardín personal de luz de
sol, al que no llamo Edén por obvias razones. Señora, puedo tocarle los pezones con
los ojos. Creo que esta gente en general está toda contra todos. No les importa vivir
entre sábanas sucias y proceder indiscriminadamente. Sin el más mínimo
pensamiento de las consecuencias que Dios les reserva.
Malarkey tomó del brazo a Dangerfield.
—Sebastián, ¿quieres ver la cosa más sorprendente de tu vida?
—Por supuesto.
—Ven a la bodega.
Sebastián y Mary siguen a Tony.
—Y ahora, por amor de Dios no hagan el menor ruido, pues de lo contrario
el viejo Clocklan tendrá un ataque. Miren ahí.
Al fondo del salón largo y oscuro se detuvieron frente a una ventana medio
abierta. Se inclinan sobre el alféizar, miran por el agujero negro. En el centro del
cuarto, dos figuras sobre un angosto catre de tela, remolino de cuatro piernas
retorcidas. Revolcándose. Se oyó un sonoro crujido. Y luego un grito. El catre se
desarma, los traseros desnudos golpean la piedra. Un Clocklan desnudo
aferrándose desesperadamente a la suave piel desnuda. Ella dijo Oh Dios mío qué
pasó y gimió. Clocklan gruñe, ignorando las risas que vienen del vestíbulo, pegado
a la rubia gimiente.
—Sebastián, ¿alguna vez en tu vida viste algo parecido?
—Tony, debo reconocer que Clocklan tiene muchísimo espíritu.
—Sucia puta irlandesa. Sería capaz de montarse a la madre en el ataúd.
Mary vuelve corriendo a la cocina. El lugar está atestado. El piso cubierto de
botellas rotas. Una muchacha de pie en un rincón, borracha, orinándose la pierna
enfundada en nylon. Un lindo charco. Una voz afirma.
—Digan lo que quieran de mí, pero por Dios, no insulten a mi Rey.
—Me monto a tu viejo Rey.
—¿Quién dijo eso?
—Me monto a tu viejo Rey.
—Vamos, a ver, que se presente. ¿Quién dijo eso?
—El rey es pura mierda.
—Vean, no toleraré eso.
—Arriba Irlanda.
—Dios salve al Rey.
—Pelotas para el rey.
—Dios salve a todos los presentes. Y también a los demás.
Oh, guía mi camino de retorno a esta sangre católica. Y hablemos también
de la matanza. Puños agitados en el humo y el olor. Qué escena lamentable. Bastaría
un decibel de todo esto. Decadencia moral. Y una agradable carencia de fibra. Pero
de decencia, ni el más mínimo rastro. Debo detener esto.
Dangerfield toma una silla y sube a la mesa, cierra los dedos sobre la
lámpara eléctrica y la arranca del cielorraso. Un chisporroteo azul llameante.
Cáscaras de yeso se rompen en el piso. El cuarto oscuro se puebla de gritos.
—María y José están masacrándonos.
—Sáqueme de encima las manos sucias.
—¿Quién lo hizo?
—Me han robado.
—Me la dieron. Aaaay.
En la oscuridad Sebastián guió a Mary y juntos subieron los escalones de
hierro que conducían a la calle. Pasaba un carruaje.
—Oiga, buen hombre.
El coche se detuvo.
—La señorita y yo queremos beber una copa, ¿conoce algún lugar?
—Seguramente, seguramente.
Treparon al mohoso interior. Se acomodaron sobre una masa de tapizado
roto y alfombras húmedas.
—¿No es maravilloso, Mary?
—¿Por qué arrancó la luz del techo? Podría haber muerto alguien.
—Me abrumó la depravación y el general decaimiento moral. Mary, ¿su
padre alguna vez le pegó en el pecho?
—Me pega en todas partes. Pero sé defenderme.
—Mary, la llevaré a The Head. Donde podamos beber con gente de más
categoría.
—Mejor me vuelvo a casa.
—¿Por qué?
—Es necesario. Usted va a Trinity.
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo dijo una de las chicas. Todos esos estudiantes de Trinity son iguales.
Los únicos buenos son los negros. Son caballeros. No son atrevidos ni se propasan.
—Mary, tal vez no soy negro pero tampoco soy malo.
—Se rio de esa gente que estaba al fondo, toda desnuda.
—Estaban reunidos en congreso.
—Qué modo de hablar.
El coche pasa bajo el puente ferroviario. Deja atrás a los fabricantes de
monumentos. Y un negocio donde yo solía guardar mis raciones. Olor frío y lechoso.
A menudo yo compraba dos huevos y una tajada de tocino. A una chica de amplio
pecho. Me miraba fijamente. Y una vez compré avena y salí y me emborraché
terriblemente del otro lado de la calle. Invité a los jubilados a beber una copa.
Vinieron todos con sus bufandas apretadas, tosiendo graciosamente. Y todos me
contaron cuentos. Acerca de los hombres y sus hijas. Los oí antes, pero una vez no
es suficiente —necesito escucharlos con mayor frecuencia. Y después desparramé
por ahí mi bolsa de avena.
Sebastián besó a Mary. Ella se defendió los pechos con los codos. Pero
entreabre la boca. Y tiene un traserito duro y muslos gruesos pero no puedo meterle
la mano en el seno. Tampoco pellizcarla ahí debajo. Ni un centímetro. Dime, Mary,
¿qué te parece si tú y yo vamos donde crecen los olivos? O por lo menos donde no
hay esta maldita humedad. Muchacho, qué labios estrechos.
Ahora que recorremos los muelles, recuerdo cuánto desearía ver un poco de
generosidad. Esta Mary belicosa resulta un poco molesta porque es dura como una
piedra y casi está intentando pelearme. Recojo esa impresión. Me sujeta la mano y
sin provocación me la retuerce. Me suelto y me aparto de ella.
—Mary, tengo que mostrarte algo.
Sebastián extrajo del bolsillo una caja de fósforos. La abrió y mostró a Mary
una imagen del Bienaventurado Oliver Plunket.
—¿Eres católico? Seguro que no.
—Mary, soy todo y especialmente católico.
—No puedes ser católico y además otra cosa.
—Mary, soy un gran viento que viene de East Jesus, un geek de Galia.
—Quieres burlarte. Y tengo que volver a casa. Vivo cerca del puente de la
Capilla.
—Vamos, Mary, quiero que conozcas esta hermosa posada antigua. La más
bella de su tipo en Europa. Y te cantaré:
Oh, la calle de la Taberna es la más tonta
de las calles enloquecidas,
oh, la mejor, realmente la mejor
para este mugido de Misurí.
—¿Te gusta?
—Tienes mucha labia.
—Mary, cuando todo el mundo sea una camalegre. Ése será el momento.
—Estás loco.
Sebastián asomó la cabeza por la ventanilla y habló amablemente con el
conductor.
—Mary, vamos a un cuartito tibio con un fuego encendido. Y te pagaré unas
copas si podemos sentarnos y charlar. Me gustaría hablarte de las cosas del
papismo. Jamás podríamos salir adelante sin el Papa. Él mantiene un poco de
dignidad en esta tierra. Si hubiese unos cuantos más como él no existiría tanto
libertinaje y engaño. Mary, en este mundo hay mucha gente mala.
Mary movió la cabeza en el hombro de Sebastián y murmuró:
—Bésame de nuevo.
Sebastián se sobresaltó, enarcando el ceño.
—Mary, ¡realmente!
—No me avergüences.
Puedo ver el Palacio del Tribunal del otro lado del río. Oh, los alegatos de
infracción a la paz del Rey en el reino de Inglaterra, cometidos mediante la fuerza y
las armas, de acuerdo con el derecho y la costumbre de Inglaterra, no deben
formularse sin mandato del Rey. Oh, estas cositas de la ley. Las conozco todas. Y un
río es una corriente natural de agua de mayor volumen que un arroyo o un
riachuelo. Y el Liffey es un río. Y la bóveda de los cuatro tribunales es como un
chico postrado. Pero no importa. Esta Mary, con su trasero espatulado, retorciendo
el cuerpo tosco y tenso. Siéntate en mi rodilla, ahora, mientras desaprendo las leyes
de la cloaca. A uno le ocurren muchas cosas extrañas, de peculiar naturaleza. Quizá
si tuviera un pez, muerto y legamoso y si mantuviese abierta la ventana de la
señorita Frías y las cortinas corridas y esperase que el narigudo Skully asomara la
cabeza y le diese un latigazo violento en la cara. Plosh. Justo entre los ojos. Pifff.
Toma ésa, grosero.
Un corcovo cuando el coche pasó sobre el cordón de la vereda, dando vuelta
a la calle de la Taberna. El sucio vehículo se detuvo frente a un portón de hierro
cerrado. El caballo relinchó nerviosamente. Atacado de pulgas. Sebastián descendió
cautelosamente y el hombre le pidió una libra.
Los dos esperando en el silencio. Una situación de ligero malentendido. La
oportunidad de medirse verbalmente. Sebastián empezó calmoso.
—Dime, viejo, ¿te gustaría pasar la Navidad en el «Joy», echando los dientes
por tu trasero católico?
—A esta hora de la noche es una libra.
El hombre lo mira con ojos letárgicos que desbordan chelines. Clava los ojos
en los ojos sangrientos y desorbitados, marcados de gris alrededor de los globos
rojos.
—Quizá quieras que te destroce esa boca de rata y te haga un bautismo celta
en el Liffey, vulgar ladronzuelo.
—Llamaré a los guardias.
—¿Qué?
—Llamaré a los guardias.
—¿Qué? Maldito sea.
Sebastián disparó una mano y atrapó por la chaqueta al hombre, hasta que
el rostro bajó hacia la calle y los pies se elevaron en el asiento.
—Maldito sea, di otra palabra insolente y te hago tragar el caballo y el coche.
¿Me entiendes?
—Llamaré a los guardias.
—Cuando acabe contigo no podrás llamar a tu condenada madre. Porquería.
¿Me oyes? Porquería. Una libra, bastardo. Repugnante hipócrita. No tienes decencia.
Ni amor. ¿Sabes lo que es amor? ¿Dónde está tu amor, bastardo? Caramba, te
estrangularé si no muestras un poco de amor. Muéstrame un poco de amor o te
estrangulo.
Una vaga sonrisa se dibuja en la boca del hombre. Sus ojos son dos agujeros
aterrorizados. Escenita en la calle de la Taberna. Mary baja, le tironea los dedos
alrededor de la garganta del hombre silencioso.
—Déjalo. ¿Qué te hizo? ¿Por qué no le pagas y lo dejas ir?
—Cállate.
—Eres terrible.
—Cállate. Vamos a beber, todos.
Un resplandor de esperanza en los ojos del hombre, y culpabilidad.
Sebastián, siempre sosteniéndolo del cuello.
—¿Vendrá a beber una copa?
—De acuerdo, entraré a beber.
—Quiero volver a casa.
—Ya está, Mary. Este caballero vendrá y tomará un trago. Y tú también.
—Quiero volver a casa. Eres terrible.
—De ningún modo. Este caballero sabe que estaba aprovechándose de mí.
Sé bien cuánto es hasta la calle de la Taberna.
Mirada esquiva del hombre.
Sebastián se acercó a la verja de hierro y extendió una mano y oprimió el
botón del timbre en la pared. Espera. Sebastián sacude la verja. Un murmullo
suspicaz surge del callejón oscuro.
—¿Quién está ahí? Basta de escándalo. Váyase a dormir… aquí no hay nada.
Sebastián mete la cara entre los barrotes.
—Viajeros del Oeste. Sólo diez minutos. Somos amigos del hombre de la
barba.
—Váyanse. Salgan de aquí. ¿Qué se creen que es esto?
—Nos envía el hombre de la barba. Amigo del cadáver.
La voz se aproxima.
—Muéstrese a la luz, y deje de armar escándalo. Ni muerto estaría una
tranquila con el ruido que hacen. A ver la cara. ¿Quién es la mujer? Aquí no se
admiten mujeres. ¿Qué se creen que es esto?
—Vamos, vamos… es la Dama del Alba.
—La Dama del Alba, mi trasero. Esto es intolerable (usted ya estuvo aquí)
¿por qué tanto barullo? Usted sabe que no puede comportarse así. No hagan ruido
al entrar y váyanse pronto.
—Oh, usted es una mujer excelente, y tiene el cuerpo de una mujer de
treinta.
—Acabe con eso. ¿Dónde está el hombre de la barba?
—En Maynooth. Dijo que el precio de la bebida era escandaloso y por unas
plegarias podía conseguirlo gratis.
—No diga blasfemias y cuidado con esos barriles. Usted es un embrollón…
Los conozco muy bien a todos.
—Vamos, vamos, señora…
—No me llame señora… sé lo que anda buscando.
El grupo avanza lentamente. Llega al final del corredor. Atraviesa una
puerta. A lo largo de la pared oscura. El interior del cuarto medieval de luz amarilla.
El ojo pineal del mundo.
—¿Dónde está Catherine, la chica? Envíela con dos cervezas calientes y un
vasito de ginebra para la dama, y lo que guste usted misma. Y no me desagradaría
un ratito en la cama con usted.
—Oh, acábela con eso, y no haga ruido.
En este semicírculo de expectativa. Sofás rechonchos y retorcidos. Aquí no
hay mucho sentido de fraternidad británica a pesar de lo deportivo de la habitación,
con cuadros de cacerías por todas partes. Catherine es una belleza y lo mismo Mary
alrededor de la nariz y los ojos. Pero éste es un sofá de cerda de caballo. Canta
conmigo, Mary.
Sebastián
bendito eres,
y Sebastián,
y también la auténtica canción.
Una mecha nocturna reunida
con un sótano repleto de besos.
Móntame.
Toca, hip, mi tierno
yo,
el gran árbol del amor.
Catherine, la doncella, entró con una bandeja de bebidas. Mira a Sebastián
con una sonrisa astuta y tímida. Ojos azules, y algo de la bovinidad celta en los
tobillos. El cochero se limpia la boca con la manga y limpia el borde del vaso con la
mano para purificarlo.
Mary sentada inmóvil, alisándose la pollera y mirando a Sebastián.
—¿No te gusta, Mary?
—Está bien.
—Señor, es una excelente cerveza.
—Bastante buena.
—Tiempo lluvioso.
—Sin duda.
Me parece que no llegaré muy lejos con esta conversación o con Mary.
Procuro excitar su simpatía por mi condición de individuo ajeno a la iglesia y a la
gracia. Puede ser el agujero de la aguja que me permita llegar al suyo. Mi enfoque
de la vida es cloacal. Mucha gente lo ha dicho. No por eso me propongo aflojar. Si
hay ilusión, gocemos del asunto con elegancia. Te tendré, Mary. Como a Marion. En
los buenos viejos tiempos tenía a Marion bien atada. Alrededor del dedo. Arriba a
preparar el té. Y tostadas. Eso era amor. Pero yo lo maté. Las cosas no duran.
Cambian. Y a veces se multiplican, como los bebés.
Entró la encargada del establecimiento.
—Bueno, fue la última vuelta. Tengo que acostarme.
—Una para el camino y para usted. Somos viajeros muy cansados.
—¿Quiere que me arresten?
—No sea que nos maten al salir.
—Acábela. Usted es una buena pieza. Si los dejo entrar, no puedo sacarlos.
Una vuelta y nada más. Catherine, dos whiskies y una ginebra, y afuera. En los
tiempos que corren no se puede conseguir que trabajen, sólo piensan en trapos y
salir a bailar. Antes les rompía el trasero a patadas, a ella y a sus amiguitos. Ahora
no quieren trabajar.
—No saben ocupar su lugar.
—Si lo sabré. Vienen del campo y cualquiera diría que son niñas de sociedad.
Hay que bajarles los humos.
—Las he visto viajando en primera clase.
—Ésas deberían caminar… jamás en primera clase.
—Disciplina. Más disciplina.
—Salen con negros todas las noches de la semana. Yo les quitaría eso.
—Llegará el día en que reciban el merecido castigo por su pereza. Estoy
segura.
—Cuanto antes mejor.
—Creo firmemente en la justicia.
—Totalmente de acuerdo.
—Ahora, si me disculpa un momento, debo hacer pipí.
—Son trece chelines y seis peniques.
—Mi cochero la atenderá.
Sebastián se abrió paso por el corredor y salió a una puerta al aire libre.
Orinó profusamente. Se encontró con Catherine que volvía en la oscuridad. Se
entrelazaron. Y ella le puso la mano entre las piernas. Y dejó caer ruidosamente la
bandeja. El corredor se iluminó súbitamente.
—¿Qué están haciendo? Vamos, no toleraré eso con mis empleadas. Basta.
Catherine, quita los brazos del caballero, sucia porquería.
—Vamos, vamos, está bien. Catherine y yo nos perdimos en el corredor.
—Lo conozco bien, Romeo. Y tú vuelve a la cocina, descarada. Porquería.
Sebastián aplicó a madame un pellizco en el trasero mientras valsaba
pasando a su lado y ella le aplicó un golpe en la mano. Oh, Dios, oh. Iremos a
sentarnos todos bajo el árbol shittah. Algo que nadie sabe es que empeñé un espejo
de un retrete público. Uno de esos artefactos modernos, atornillado. Usé el extremo
de un tenedor para sacar los tornillos, y fui a lo de mi prestamista. Después me
dirigí al cine Grafton para cenar en el interior seudotúdor. Sentado al lado de la
ventana, desde donde podía ver Dawson Lounge escrito en un alto muro. La
felicidad puede ser incómoda. Y la espera de la comida fue grande, pero evoqué
unos pocos temores para moderar el resplandor de la dulzura conservadora. La
empleada, una hermosa muchacha de complexión oscura, la boca generosa y los
dientes blancos y los pechos saludables de opulenta ondulación mientras se
acercaba con las fuentes de comida. Oh, cómo me despierta el apetito.
Madame de pie en la puerta, el enorme busto sobresaliendo del corredor.
—Y ahora basta, afuera todos, antes de que vengan los guardias y echen
abajo la puerta.
—Permítame agradecerle la agradable velada.
—Afuera.
—¿Me estoy convirtiendo en perro?
La dueña de casa se echó a reír. Los empujó hacia la salida, pasando al lado
de los barriles. Y borrachos acechando en los portales, vomitando y meando.
Sebastián dijo al cochero que los dejase en el Puente de Metal, y que llegaría el
tiempo en que él le reembolsaría tanta amabilidad.
Subieron los escalones lisos. De pie, mirando las gaviotas y los cisnes. Mary
aferró el brazo de Sebastián.
—Una hermosa vista.
—Sin duda.
—Todas las gaviotas.
—Sí.
—Me gusta hacer esto.
—¿De veras?
—Cierto.
—Sí, es una sensación agradable.
—Como si uno flotara, o algo así.
—Sí, flotando.
—¿Qué pasa, no te gusta?
—Me encanta Mary.
—Hablas sin parar, y de pronto tienes una idea y callas.
Me había distraído la comida en el restaurante del cine Grafton. Porque la
empleada era tan amable. Una fuente colmada de excelentes y gruesas salchichas, y
lonjas y una montaña de papas doradas. Oí a la empleada decir por la escotilla que
se apurara porque el simpático caballero estaba muerto de hambre. Y el té era tan
sabroso que yo me reía sin poder contenerme con el goce desbordante de todo eso.
Y una suave brisa de la calle Grafton, que me tentaba a vivir eternamente.
Pero sé cuándo ha llegado el momento de hacer crecer las margaritas, aromáticas y
frecuentes. Y justo cuando estaba acuchillando una salchicha se oyó un grito. La
puerta de la cocina se abrió bruscamente. La empleada salió disparada, una fuente
blanca se le rompió en la cabeza, perseguida por una joven de rostro sudoroso, el
cabello, mechones congelados en desorden alrededor de la cabeza. Gritaba que
quería matar a alguien, que no podía soportar más en ese agujero caliente. Gritaba y
decía que la dejaran sola. Siguió rompiendo platos. Y egoístamente, temí la
posibilidad de que destruyese mi placer. En efecto, sentí que la indignidad de todo
el asunto me había arruinado la comida. Pero se calmó y le dieron cinco minutos de
descanso para que depurase la cabeza de toda esa rebelión. Sólo por mi comida, yo
desbordaba ternura hacia su piel trabajadora y los manchones rojos de sus piernas.
Pero la disciplina es necesaria. De todos modos, apoyo totalmente ese momento de
ensueño cuando uno ya no aguanta más.
Sebastián se inclinó sobre el hombro áspero de Mary, y besó la comisura de
su boca, mientras ella apartaba la cabeza.
—No lo hagas donde todos pueden vernos. Vamos a mirar la vidriera del
negocio de lanas.
Cruzaron el puente, tomados de la mano. Contemplaron las prendas de lana.
Mary dijo que estaba ahorrando para comprarse un vestido en primavera. Explicó
que el padre nunca le permitía comprar ropa nueva, y que la acusaba de querer
usarla en los bailes.
Dijo a Sebastián que tenía amigas que iluminaban fotografías, y que algunas
de las tomas no eran muy agradables. Quizá ella hiciese lo mismo muy pronto,
porque el tío tal vez recogiese a los hermanos, y entonces sería libre. Lo único que
no le agradaba de la vida en Phibsboro era la cárcel de Mountjoy. Un día que
pasaba por la cárcel vio a un hombre aferrado de los barrotes y tenía una extraña
barba y le pidió que le trajese un poco de champaña y salmón ahumado. Sólo atiné a
escapar y es lo mismo en Grangegorman, todos corriendo de un lado para el otro
con la cabeza vacía.
Pasaron frente a las casas viejas y ruinosas de la calle Dominick. Mary le
mostró la casa donde vivía antes de mudarse a la calle Cabra. Dijo que era un lugar
terrible lleno de borrachos y los tipos se mataban con cadenas de bicicleta. La
aterrorizaba la idea de salir de noche. Pero en la calle Cabra se paseaba por el Jardín
Botánico y le gustaba leer los nombres raros de las plantas en latín, y paseaba a lo
largo del Tolka, un bonito río.
—Vivo aquí.
Se detuvieron frente a una casa de ladrillos rojos.
—Mary, ¿cuándo puedo volver a verte?
—No sé. Si hablas bajo podemos entrar en el vestíbulo. Vivo arriba.
—Mary, eres una chica simpática.
—Les dices lo mismo a todas.
—Deja que te bese la mano.
—Está bien, si quieres.
—Hermosos ojos verdes, y cabellos negros.
—¿Crees que soy muy gruesa?
—De ningún modo. ¿Estás loca?
—Bueno, estoy a dieta.
—Déjame ver. Oh, de ningún modo, sólo llenita. Y esto, está perfecto.
—Eres atrevido.
La espalda contra la pared, él frente a Mary y los brazos tensos, teniéndola
por los codos cubiertos por la chaqueta de color ciruela. La besó, y ella echó hacia
atrás la cabeza.
—¿Te gusta, Mary?
—No debería decírtelo.
—Puedes decírmelo.
—Pero tú no besas como los demás.
—¿Los demás?
—Sí.
—Pero, Mary, soy hombre refinado.
—Pero ellos no hacen así.
—Y no son refinados.
—No es eso.
—Te daré otro.
Ella cierra los brazos sobre la espalda de Sebastián, aprieta.
—No hacen así.
—¿Te gusta?
—¿Por qué quieres saber?
—Quiero llevarte.
Un ruido a través del cielorraso. Mary se inmoviliza, la cabeza echada hacia
atrás, atenta. Murmura.
—Dame la mano.
Lo conduce al fondo del vestíbulo y baja dos escalones detrás de la escalera.
Esperan, y luego ella descansa la mano en los cabellos de Sebastián, y rasca. Bueno
para la caspa. Oh la vibración en este vestíbulo. Se respira seguridad. Mary, tu boca
y la salsa de tomate.
—Sebastián es un nombre raro.
—Venerable.
—¿Qué?
—Eso significa. Merecedor de honor y respeto.
—Eres extraño.
—Iiiii iiiiii iiik
—Eres un tipo de labia.
—Y tú una chica bien formada.
—Lo dices por decir.
—Oh, de veras. Mira aquí, qué hermosura. Y allí también. Grande en todas
partes.
—Aquí no estamos seguros.
—¿Dónde?
—Podríamos ir atrás. Es muy tranquilo.
Una luz al final del corredor. Caminan frente a una hilera de cochecitos
rotos, excelentes para transportar cosas a la casa de empeño. Pueden pasar frente a
cualquier propietario. En los tiempos que corren hay que estar alerta. Tengo
hambre de amor. No amor común, sino auténtico. El amor que es como música o
algo así. Mary es una chica buena y fuerte para el trabajo pesado. Limpiar pisos y
cosas por el estilo. Ella y una casa que sea refugio del alma. Ya estoy harto del tipo
delicado. Si consigo a Mary como doncella, a Chris como pensionista, la señorita
Frías como secretaria y Marion para dirigir todo, formaríamos un grupo magnífico.
Podría ocupar mi lugar en la sociedad, arreglarme la ropa y todo lo demás. Oh,
habrá cambios. No toleraré tonterías, ni descuidos. Por lo menos tengo normas. Y sé
que la sociedad respeta a un hombre por su disciplina.
Lo sostenía de la mano, y lo guiaba. A esta hora de la madrugada. Debo
volver a casa. Y este olor de estiércol. Mary abrió la puerta derruida de un galpón.
—Cuidado con las bicicletas. Por aquí.
—¿Qué es esto?
—Carbón.
—Por amor de Dios.
—¿Qué pasa?
—¿Qué es esto, Mary?
—Un colchón.
El tableteo de una escoba que cae. Mary murmura atemorizada:
—Jesús, María y José.
Y Sebastián, solícito.
—Ruega por nosotros, Bienaventurado Oliver.
—Estaremos bien. ¿Quieres una botella de cerveza?
—Mary, te querré hasta el último suspiro. ¿Dónde está?
Mary mete la mano detrás de las cajas y la turba.
—Es del dueño de casa. La oculta aquí, cuando las tabernas cierran. La
esposa le arma escándalo si trae bebida a la casa.
—Eres muy buena, Mary.
—¿Dices muchas cosas sin pensarlas?
—¿Qué?
—Lo que dijiste.
—¿Qué dije?
—Cuando te expliqué que tenía la cerveza.
—Ven, siéntate a mi lado mientras abro la botella.
Se acercó y se sentó en el colchón, a su lado, apoyada en la pared, mientras
él quitaba el corcho con una maniobra de la muñeca. Estamos entre restos de carbón.
Y una pila de turba. Ocurre que yo sé que los perros y los gatos prefieren el carbón y
la turba. Y no me agrada sentarme en medio de todo eso.
—Mary, está muy tranquilo aquí.
—Sí, hay paz.
—Lo necesito, Mary.
—¿Por qué?
—Por muchas razones. Pequeñas dificultades aquí y allá. La mayoría
malentendidos. Una chica como tú me reconforta mucho.
—Aquí no está muy limpio ni es muy cómodo.
—Acércate.
—No sé qué decirte.
—Estoy casado.
—Ya lo sé.
—Por el buen Dios, Judas, José y el surtido general de bienaventurados y
santos.
—Pero no me importa que estés casado. Creo que nunca me casaré.
—No lo hagas.
—¿Por qué?
—Podría tocarte en suerte un irlandés.
—¿Y qué?
—Vuelven borrachos a casa y te rompen la cabeza. Se arrojan sobre tu
trasero todos los sábados por la noche y por poco te matan. Y otras noches también.
Cerdos. Mary, no querrás eso.
—Quizá.
—En ese caso, nada tengo que aconsejarte. Consigue otra botella de cerveza.
—Bebes rápido.
—Indispensable, Mary, vista la general falta de decencia.
—¿Qué haces?
—Estudio derecho.
—¿Y además?
—Horticultura. Colecciono estampillas, y adornos de bronce de los caballos.
Me interesa mucho la observación de las aves. Rehuso jugar. Rehuso absolutamente
apostar a un caballo.
Los ojos de Mary cavilosos. Sebastián se inclina y aprieta los labios en su
oreja. Mary se inclina sobre él. Y yo meto la mano bajo su sweater. Estas dos
montañas que emergen del mar.
—Mary, ¿vendrías a Inglaterra conmigo?
—Sí. Iré adonde tú quieras.
—Necesitaremos un poco de dinero.
—Tengo treinta libras en el banco.
—Alcanzará.
—Pero no estoy segura de poder retirarlas.
—¿Están a tu nombre?
—Sí.
—El dinero todo lo puede.
Dangerfield gruñe pues ella no era un peso liviano. Pero aquí tenía una
muchacha buena y fuerte, no teme al trabajo, no lo creo. Dispuesta a poner el
hombro para empujar la rueda. Ese es el problema del mundo, no hay bastante
gente que ponga el hombro a la rueda, y dejan que otros hagan el trabajo. Hay que
sacudirles la pereza, se van los domingos, estúpidos paseos por el campo. Es
doloroso verlos buscando algo que hacer el día libre. Tengo que poner a Mary de
espaldas porque los pedazos de carbón atraviesan el colchón y se me clavan en la
columna. Off. Como una tortuga que se vuelve. Vamos, muévete. Me parece que no
estoy en condiciones de hacer este esfuerzo. Circo, payasos, arriba el sweater. Uf,
qué hombrón y cómo jadea. Mi pensamiento más penetrante se entretiene con el
cuerpo de otra, y penetra hasta la raíz. Cuántas cosas más interesantes pueden
hacerse con treinta libras, que no tenerlas en el banco. Tiene los senos en todo el
pecho. Nunca conocí pezones como estos. Seguro que son buenos para amamantar.
En la calle Grafton hay un restaurante llamado La Ubre, atendido por robustas
matronas del campo. El almuerzo de tetas es una especialidad. No más privaciones
del seno. Porque en mi propio caso nunca me parecen suficientes, y aunque esta
noche estoy un poco cansado me encanta jugar con este extraño par.
—Sebastián, nunca sentí una cosa así. Adentro es todo púrpura. Hazme todo,
todo lo que quieras. Quiero que lo hagas todo.
—Tranquila, Mary. No querrás tener un bebé, ¿no es cierto?
—No me importa. Quiero todo, todo.
—Te arruina la vida.
—Igual lo quiero.
—Otra noche, cuando esté preparado.
—No quiero que uses esas cosas. Lo quiero así. Vamos.
—Por Dios, cálmate, Mary. No lo arruines todo. No seas tonta.
—No soy tonta, sé lo que quiero.
—Los dos nos arruinaremos. Los bebés quieren comer, no te lo permito. Esta
noche no.
—Por favor, hazlo. Quiero todo. Nunca sentí una cosa así.
—Volverás a sentirlo.
Mary aplasta sus labios sobre él. Enlaza la rodilla de Sebastián con sus
muslos, lo aplasta contra el suelo y voltea una botella de cerveza. Jesús, Mary, no
puede ser. No me hagas esto. En mi vida ya hay bastante malentendido, no necesito
un hijo ilegítimo. Ella quiere obligarme a ceder. Rehuso absolutamente entregarme
por la fuerza. Qué indignidad. Está loca. Sin reservas. No se para en nada.
—Mary, seguro que alguien nos oyó.
—Todos duermen. Me gusta.
—¡Mary!
—Me gusta.
—Mary, de veras.
—Me gustas.
—Mary, nos descubrirán.
—Me gustas tanto.
—Mary, basta.
—Me gusta sentirlo. Nunca sentí nada igual. ¿Es veneno?
—Cura el dolor de garganta.
—Puerco.
—De veras.
—Ahora me lo apliqué.
—La espalda me mata, Mary. Afloja un poco.
—¿Así está mejor?
—Mary, la botella de cerveza se derramó por todo el piso.
—La besé.
—Mi cerveza.
—¿Seguro que no es veneno?
—Cuidado, Mary. Me haces doler.
—Qué rico. Me gustas. Si quieres me voy contigo.
—Un lindo viajecito. ¿Puedes ahorrar algo? Mary, el dinero es importante.
—Tengo solamente las treinta libras. No puedo ahorrar.
—Con un poco de cuidado. Mary, sobrevivir es la orden.
—Por favor, bésame.
Su mano aferra desesperadamente una botella de cerveza, besa la boca
afiebrada de Mary y ella le abre la camisa y le besa el pecho. Los cuerpos ruedan a
un lado y al otro. Mis problemas me acompañan a todas partes, incluso en los
desvíos. Por lo menos Mary y yo tendremos lo suficiente para vivir en Londres.
Unas vacaciones para mí. Un empleo para ella. Aflojaré algunas de estas cadenas
irlandesas. Con tal de que me mantenga lejos de Gales y la cárcel. Porque allí estaré
protegido. Ocho millones más. De este sótano abandonado de Dios con el trasero
desnudo de Mary brincando sobre mí. El momento de adoptar decisiones.
Prepararé una trampa para Skully con un saco, ya saben ustedes de qué, listo para
caerle en la cabeza. Y secreto, muy silenciosamente y por la noche. Con la
experimental Mary. La visión del asunto casi es demasiado. Un festín de alegría. De
todos modos, Mary, toma de mí lo que necesites para que no vayas por ahí
pidiendo más. Una orgía sexual, si es necesario, todo lo que pueda darte, porque
ahora me voy. Déjamelos. Con mi nueva lengua. Pienso ser una realidad.
—Te quiero, Sebastián.
—Mary, tus lindos ojitos.
—Quiero irme contigo.
—Necesitamos dinero para los dos.
—También tengo cuatro libras ahorradas para mi vestido.
—Es mejor que las traigas.
—¿Cuándo volveré a verte?
—Mary, por un tiempo no.
—¿Por qué no?
—Tengo que hacer planes.
—Pero, ¿por qué no puedo verte?
—Mi esposa.
—No tiene por qué saber.
—Hay que tomar precauciones.
—Pero yo quiero quedarme contigo.
—De acuerdo, pero debemos tener cuidado y no apurar las cosas. Puedo ir
primero a Londres, y luego te vienes. Necesito un poco de dinero.
—Te daré algo.
—Puedo necesitar bastante.
—Puedo darte la mitad.
—No necesito tanto, pero ya veremos.
—Quiero ir contigo.
—Te escribiré. A Poste Restante.
—Está bien. ¿Lo harás?
—Confía en mí, Mary. No quiero que tu padre sepa. Tenemos que evitar las
situaciones desagradables.
—Es un bastardo.
—Mary, no debes decir eso. Es un hombre un poco confundido. Hay
muchos como él. Pero no lo tomes a mal. Recuerda, duro pero justo. Así son las
cosas. Y, Mary, no quiero que te equivoques. Te daré una semana o dos para
pensarlo, y si entonces aún quieres venir, envíame diez libras. Al principio puede
ser difícil.
—No me importa, mientras me dejes estar contigo.
—Mary, mira si hay otra botella de cerveza antes de que me vaya. Un
traguito para acompañar mi largo viaje. Fíjate si hay una o dos para llevar. Me
ayuda a pensar.
—Te gusta mucho la cerveza.
—Mary, gustar no es la palabra. La llevo en la sangre y también en otros
lugares. Quiero que me escribas al Poste Restante de la oficina de Geary. Pero no
uses mi nombre. Escribe a Percivil Buttermere. La ortografía es importante.
P-e-r-c-i-v-i-l B-u-t-t-e-r-m-e-r-e.
—Raro.
—Mary, es cuestión de saber quién aguanta más.
—Me gustas. ¿Y viviremos juntos y harás todo eso? ¿Sí?
—Claro.
—No me importa si morimos.
—No digas eso. Provocas a Dios. Debemos desalentar esa actitud. Envuelve
las botellas.
—Bésame otra vez.
—Y no te olvides de Percivil Buttermere. Es muy importante. Te diré cuándo
debes enviar el dinero. Ni una palabra a nadie.
—No hablaré. De todos modos, no tengo con quién.
—Tengo que marcharme.
—La última vez, con la lengua.
Gritos en la casa de Mary, pero no de ella. Me alejé rápido de la calle. Pasé
por el mercado de ganado. Y hombres gritando a los vacunos. Cuál es cuál.
Empujaban a las reses gimientes por las puertas y les disparaban en la cabeza o las
ponían en el barco. La noche ha concluido. Significa que hay que esperar otra.
Una mañana fresca y nueva. Unas pocas almas en las calles. Entró en una
taberna donde los viejos estaban sentados, las manos aferrando vasos de sidra,
escupiendo en el aserrín. La conversación cesó cuando entró Dangerfield. Todos se
volvieron para mirar.
Había un hombre
que armó una nave
para marcharse
pero se hundió.
17

Tengo los ojos pegoteados. Los pies llagados. ¿Qué hice?


Por lo menos no estoy preso. Permanece inmóvil un momento para obtener
la latitud y la longitud. Nunca volveré a hacerlo. Parece que tiene algo que ver con
el ganado. Y con las copas. Y con varias reuniones. Y vasos de sidra.
Tengo el cerebro destrozado. No me gusta cuando no sé ni siquiera en qué
mes vivo. ¿Quién anduvo manipulando la cómoda y sacando los cajones? Y estoy
cubierto sólo con una sábana y una chaqueta. ¿Marion? Nada más que un colchón
sobre los resortes.
Se sentó. Se quitó las escamas de los ojos. El timbre de la puerta. Cierren los
compartimientos estancos. Aseguren las escotillas. Taponen todo, no pasarán,
infames bastardos. La puerta del fondo.
Sebastián se tambaleó desnudo atravesando el saloncito y entró en la cocina.
Dio vuelta la llave y retrocedió presuroso hacia el saloncito, y esperó bajo la mesa.
Por el espejo de la pared vio asomarse el gorro del cartero. Tengo que hablar con el
cartero. Retira una frazada de la cama de la señorita Frías.
El cartero rodea la casa. Dangerfield abre la puerta.
—Aquí estoy.
—Había ido por el fondo. Pensé que no oía el timbre. Señor, tengo una carta
certificada para usted. Ayer no estaba nadie en casa.
—Salí. Ahora me estaba bañando.
—¿Quiere firmar aquí, por favor? Lamento molestarlo, señor. Hoy hace más
calor.
—Sinceramente, así lo espero. Muchas gracias. Cuando no me encuentre,
pase la correspondencia bajo la puerta.
—Y aquí tiene otra.
—Muy bien.
—Gracias, señor.
—Buenos días.
Un buen cartero. Escribiré al Ministro de Correos y Telégrafos para que lo
asciendan. Un cuchillo para abrir las cartas.
Estimado señor Dangerfield:
Intenté sin éxito verlo en su actual dirección. Le envío esta carta certificada
en la esperanza de que finalmente la reciba. Tengo mucho que hacer y me resulta
difícil dedicar tiempo a buscarlo.
Como usted sabe, su alquiler tiene un atraso de cincuenta y cuatro libras, y
además usted ha violado su contrato, que termina en noviembre del año próximo,
de modo que faltan catorce meses y una semana y cuatro días. No tengo
inconveniente en renunciar a la semana y los cuatro días si usted tiene la
amabilidad de enviarme esta semana la totalidad o parte de la suma. Mi esposa no
se siente bien a causa de todas las dificultades que nos ha ocasionado esta
propiedad. Y cuando fuimos a ver la casa sentí mucho encontrarla en condiciones
tales que mi esposa se enfermó.
Deseo que sepa, señor Dangerfield, que no toqué nada ni revisé ninguna de
las cosas que parecían ser de su propiedad. Pero debo informarle que en la cocina
faltan una sartén grande y una olla. Queda un solo vaso de los cuatro que
entregamos con la casa, y dos platos, uno muy rajado y que necesita arreglo, de los
cuatro originales. El sofá necesita arreglo, y el viejo sillón, que es una pieza antigua,
ha desaparecido totalmente del salón. La alfombra Axminster está cubierta con
manchas de sopa y otras manchas que mi esposa, pensando en su esposa, no quiere
que yo mencione. Llamé al plomero, con un gasto considerable, para que
inspeccionara el lavatorio, y afirma que el caño de plomo fue golpeado con un
objeto que quizá era un hacha, y halló otros agujeros de naturaleza sospechosa.
Señor Dangerfield, no me corresponde aconsejarle acerca de su forma de
vida, pero mi esposa se siente muy apenada porque un caballero norteamericano
como usted quizá no se ajusta a las normas que según sabemos ambos se respetan
en Estados Unidos, pero de todos modos mi esposa y yo estamos orgullosos de la
ciudadanía que adquirimos en ese país.
Antes de terminar, mencionaré que el cielorraso del dormitorio se ha
desprendido en una superficie tan grande que en vista de la impresión que podía
causar a mi esposa no le permití subir al piso alto. Los dos espejos desaparecieron,
uno es una antigüedad y es difícil encontrarlo, y lo mismo digo de una cortina de
encaje en la sala del frente y de nueve piezas surtidas de cubiertos. De buena gana
ignoraría aspectos secundarios como las manchas en la alfombra y la grasa en la
cocina si esta semana obtuviese satisfacción en la forma de un pago. Mi esposa ha
venido haciendo una serie de visitas al médico desde que se sintió tan enferma a
causa del incumplimiento del contrato, y yo me he visto obligado a gastar mucho
dinero. Estoy seguro, señor Dangerfield, que usted resolverá la situación, y
apreciaré que me informe cuándo esté en casa, pues se trata de un viaje largo para
no tener ninguna satisfacción. No deseo comunicarme todavía con mi abogado,
pues creo que quizá usted estuvo un poco ocupado con su nena, y tal vez descuidó
la pequeña deuda pendiente entre nosotros. Mis saludos a su esposa, que tanto mi
esposa como yo esperamos goce de buena salud. Respetuosamente suyo.
EGBERT SKULLY

Estimado señor Skully:


Una máquina de planchar me atrapó por el cuello y estaré indispuesto por
toda la eternidad.Suyo en la muerte.
S. D.

Por qué no podemos ser todos amiguitos. Amigos en Jesús. Ni un ruido en


la casa, debe estar hecha de goma.
Encendió el gas, y llenó la tetera. La señorita Frías siempre estaba dispuesta
a poner un chelín en el medidor. Veamos, ¿qué es esta carta de O’Keefe? Kenneth,
¿qué hay de nuevo? ¿Qué noticias temibles me comunicas? No me digas nada
desagradable, quieres, nada desagradable. Sólo cosas gratas. Creo que me iré de
aquí. Completamente solo en esta casa. Y temo sentir ese escalofrío último y
definitivo, el que debe evitarse a toda costa. Este mundo me ha provocado tantas
molestias y tanta indignidad. Estoy deprimido y atemorizado. Pero antes de que me
vaya al fondo, el último viaje, antes de acabar el asunto, unos cuantos sabrán lo que
es bueno. Kenneth, no seas ingrato.
Estimado Falsario:
Ni un centavo. Como me lo imaginaba. Bien. Sé que tus asuntos están
embrollados. No puedo aguantar más tiempo aquí —como tú dices, camalegre.
Ahora, quisiera arreglar la cosa contigo. No me envíes dinero aquí porque vuelvo a
la vieja tierra irlandesa, llego el lunes próximo. Hace tres semanas escribí al Irish
Times y publiqué un aviso. Y conseguí empleo. ¿Oíste hablar de lady Eclair,
Roundwood, Co. Wicklow? Bien, evidentemente lady Eclair quiere hacer bien las
cosas y desea un chef francés. Te imaginarás el resto. Para todos los fines prácticos,
ahora soy franchute.
Creo que en las cocinas de lady Eclair habrá oportunidades de romance con
las doncellas que estarán sometidas a mi lascivo pulgar. Ahora bien, no tengo
seguridad absoluta de haber conseguido el empleo, pero lady Eclair dice que
pagará mi viaje a Irlanda, y aquí entras tú. Quiero que me tengas siete (7) libras
esperando, de modo que no perezca de hambre en ese país agrícola.
Compruebo que el hambre me pone en desventaja cuando trato con gente
que come tres veces por día. Dependo de ti.
Abandoné la homosexualidad porque en definitiva me estaba complicando
más la vida. Me satisfago con la mano, como de costumbre, pero lo considero muy
aburrido. Sin embargo, escribí algo que titulé «Guía de principiantes en la
masturbación», en griego para mayor refinamiento, pero renuncié al asunto,
desesperado. Entonces decidí volver a la tierra irlandesa. Si debo ser célibe, más
vale que lo haga donde el celibato es virtud. Hablo francés lo suficiente para
engañar. Dije a lady Eclair que me eduqué en Inglaterra y que viajé mucho por
Estados Unidos.
Necesito esas siete libras. O de lo contrario estaré kaput y a merced
coloquial de lady Eclair, a quien deseo impresionar con mi dominio del inglés, y
también de las cosas interesantes que descubra en la casa. También deseo parecer
temperamental, pues así tendré cierto espacio de maniobra, y quizá pueda alternar
con alguno de sus invitados ricos, después que hayan saboreado el alimento de mi
cocina bien administrada. Si las cosas salen mal siempre puedo sugerir que lady
Eclair meta una nalga en una salsera. No me falles.
Dios te bendiga

KENNETH O’KEEFE

Duque Suplente de Serutan

Kenneth, todos queremos circulante. Y como debes saber, si tuviera algo, de


buena gana lo compartiría. Pero lo único que tengo aquí es una pila de revistas
comerciales que quemaré para calentarme.
El cielo está cubierto de nubes, alto mar grisáceo y caballos blancos. Agitado
e inquieto en toda la costa. En un día como este, cuando solía contemplar a los
hombres valerosos que salían sobre las aguas profundas. Y las focas emergiendo. Si
una luz amarilla centellea al final de la tierra, significa algo terrible. Allá lejos, la
muerte y el desastre.
Sebastián busca aspirina. La casa parece extrañamente vacía. El guardarropa.
Las ropas de Marion han desaparecido. En el suelo solamente mis chanclos de
goma. La nurserí vacía. Desnuda. Quita de mi corazón esa mano blanca y fría.
Recorre otra vez afiebradamente la casa. Abre todos los cajones, revisa los
armarios. No está el costurero, ni los ovillos de hilo. Ningún mensaje, ni un anuncio.
El escritorio. Con llave. Aferró el atizador y lo descargó sobre la veta suave. Cerró
los dedos sobre un pedazo de madera y arrancó la tapa. Adentro, limpio y pulcro, y
vacío. Salvo unas pocas tarjetas de visita, mías. Recorrer la cocina. Mirar el garaje.
Un charco gris de agua penetra bajo la puerta. No hay cochecito. Una cáscara vacía
de bloques de cemento.
De vuelta al agua que hierve en la cocina. Té y aspirina. Té castaño rojizo. Y
es lo único que hay. En días así echan los terrones sobre la caja de pino. Dios, dónde
están los vientos tibios y húmedos del Atlántico y la profusión de plantas tropicales.
Moriré de frío. Hacer algo. Afeitarse. ¿Es cierto que las mujeres son frígidas porque
los hombres no tienen barba? Marion, te llevaste lejos tus tetas peludas. Por Cristo
crucificado, estoy acabado. No hay hojas de afeitar. Me afeitaré con el borde de la
bañera. Señorita Frías, tomaré prestada su toalla, es criminal, pero la situación es
desesperada. Voy a rociar ácido nítrico sobre la alfombra Axminster del señor
Skully.
Sobre el borde de la chimenea está una de mis preciadas posesiones, mi
estatua estoica con una cruz en el vientre. Ahora debo reposar sin moverme, los
globos oculares congelados en mi cabeza. Cero absoluto. De modo que Marion me
ha dejado con la bolsa que guarda dos contratos de arriendo. Hay un juego llamado
cricket. Y ésta es una meta húmeda.
Sebastián se acostó a dormir en la silla supina. A las cinco y cuarenta y cinco
entró la señorita Frías. En mi sueño yo acababa de dar la orden de bajar los botes
salvavidas, de empezar a cantar, y unas pocas cosas más, y me dirigía a proa para
embarcar en una balsa de caucho insumergible. Era el 14 de abril de 1912. Y el mar
estaba helado. La luz se encendió. La señorita Frías de pie en el umbral. Mirando.
Embarazada.
—Oh, señor Dangerfield.
—Discúlpeme, señorita Frías, temo que me dormí.
—Oh.
Dangerfield se envuelve en la frazada, cubriendo sus partes expuestas.
—Lamento el desorden, señorita Frías.
—Oh, no es nada, señor Dangerfield.
—Detesto pedírselo, señorita Frías, pero quisiera saber si tiene un cigarrillo.
—Ciertamente, señor Dangerfield, con mucho gusto, sírvase.
—Le estoy muy agradecido… realmente agradecido.
—No sé cómo explicárselo, señor Dangerfield, pero la señora Dangerfield
me dijo que le comunicase que no piensa volver.
—¿Sabe adónde fue?
—Estaba muy nerviosa, y se marchó sin decirme adónde, aunque entiendo
que pensaba tomar el barco de Liverpool, y que tenía boleto para el tren a
Edimburgo.
—Temerario.
—Estaba muy nerviosa.
—No habrá recibido mi telegrama.
—No creo que recibiera nada.
—No. Muy lamentable. Hubiera evitado este malentendido. Temerario.
—Señor Dangerfield, limpiaré esto.
—Oh, no se moleste, señorita Frías. Déjelo por mi cuenta. Me ocuparé de
todo. El escritorio tiene algunos desperfectos.
—Oh no, señor Dangerfield, parece tan cansado. Yo me ocuparé. No me
llevará más de un minuto. Compré un poco de pan y salchichas. Creo que en la
alacena hay tomates. Señor Dangerfield, ¿quiere compartir la comida conmigo?
Debe tener mucho apetito.
—No podría, señorita Frías, no es justo.
—Por favor señor Dangerfield.
—Bueno, es muy amable de su parte, señorita Frías.
—Oh, no diga eso.
—Maldito sea, la gran puta, perra.
—¿Le pasa algo, señor Dangerfield?
—Oh no, señorita Frías… me pica un poco la pierna. Si me disculpa, iré a
cambiarme para comer.
—Por supuesto, señor Dangerfield.
Envuelto en la manta, Sebastián se deslizó fuera del cuarto. Claro, soy un
iroqués.
Se puso los pantalones de pana, ocultos y húmedos en un cajón. Fue
dificultoso abotonarse la bragueta. No quiero mostrar el pene sonrosado porque la
señorita Frías creerá sin duda que me muestro sugestivo. Y jamás podría soportar
otra pesadilla por mostración de parte o partes. Debo tener cuidado en el trato que
doy a la señorita Frías. Más bien simpática. Refinada. Y en los tiempos que corren
no hay muchas así. Todas van tras el sucio dinero. Oh, ¿dónde está la dignidad?
¿Las familias antiguas y las viejas propiedades? ¿Los carruajes y los lacayos? Cómo
se ha extendido la vulgaridad. Hay que imponerse. La cabeza gacha. Y Marion lo
mismo que el resto. Se escapó, adelante. Afuera, y quédate ahí. No me diste una
oportunidad. Llegará el día en que reaparezcas, cuando yo vuelva a ocupar el lugar
que me pertenece en este mundo, cuando tenga lo que debo tener. Mi derecho. Y
entonces. Mis guardabosques te expulsarán, y para siempre. Fuera. Largo. Fuera.
Estaba aullando.
—¿Señor Dangerfield, pasa algo?
—Todo en orden. Todo perfectamente en orden.
—Cuando guste, señor Dangerfield.
—Gracias, señorita Frías.
Termino de atarme este pedazo de alambre de cobre alrededor de la cintura.
Un pedazo de esta cortina para aprovechar el encaje. Un corte por aquí. Otro corte.
Otro corte. Otro. Plegar. Así. Esconder un poco los bordes deshilachados. Peinarse
los cabellos. Veamos los dientes. Abro los labios. Parecen manchados. Pero tengo
una nariz fina y recta, y las aletas nerviosas y anchas. Un aristócrata por donde se lo
mire. Y mis ojos son inquisitivos, grandes. Todos dicen que tengo ojos muy bellos.
Sebastián entra en el saloncito. Una mirada culpable al escritorio destrozado.
La señorita Frías deposita una gran fuente de salchichas sobre la mesa circundada
de caoba. Un mantel, lonjas de tocino. Un cuenco de leche y una pila de pan bien
cortado. Azúcar. Los platos limpios y brillantes, el cuchillo a un lado, el tenedor al
otro.
La señorita Frías se sentó, y la mano alisó la pollera en actitud de modestia e
insinuante sensualidad. Dangerfield vacilante. Hay que dejar que el pensionista
haga siempre el primer movimiento hacia el alimento.
—De veras, es muy bondadoso de su parte, pero no creo que en realidad sea
justo permitírselo, señorita Frías.
—Señor Dangerfield, no tiene ninguna importancia. Me gusta hacer algo,
como cocinar.
—Pero después de un día pesado. Creo que es pedir demasiado.
—Oh, no.
La señorita Frías sonrió con sus dientes un poco grandes, bien formados.
Parecidos a los míos. Sin lápiz labial. Es grato mirarle la boca. Está sentada
calmosamente, y me pasa las cosas. Esa fuente.
Sebastián se sirvió cuatro salchichas, dejando cinco. Pensaba servirse
únicamente tres pero cierto instinto incontrolable me indujo a tomar cuatro. Y paso
el pan a la señorita Frías. Debo mostrar que mi atención no se concentra en las
salchichas. Tal vez Marion le habló, y le contó muchas mentiras de mí. La señorita
Frías comprobará por sí misma que soy buena persona. Si hubiese más gente como
la señorita Frías, gente bondadosa y considerada. Sus cabellos grises son muy
tentadores.
—Estas salchichas son deliciosas. Señorita Frías, creo que nunca comí nada
igual.
—Las consigo en la calle Pembroke. Un negocio que está pasando el puente.
Fabricación casera.
—No es verdad, señorita Frías, que eso demuestra que no hay nada mejor
que las cosas hechas en casa.
—Concuerdo, realmente, señor Dangerfield.
—Y bien, ¿cómo anduvo el trabajo, señorita Frías?
—Me temo que siempre igual. Cuando el trabajo en el negocio me cansa, me
consuelo pensando que me permite conocer a mucha gente diferente.
—¿Y cómo andan las ventas?
—En esta época disminuyen. Empieza a pedirse la papa temprana, y creo
que es el momento de plantar frutales.
—¿De veras? Es fascinante.
—Oh, señor Dangerfield, creo que si lo hiciera un tiempo acabaría por
aburrirme mucho.
—Pero es muy interesante.
—Me aburre.
—¿La aburre?
—Un poco. Estoy cansada de trabajar para otra gente. Señor Dangerfield,
quisiera trabajar para mí. Pero es tan difícil empezar.
—Sí, señorita Frías, en estos tiempos las cosas son un poco difíciles. Por
supuesto, ya no son como antes.
—Qué gran verdad ha dicho, señor Dangerfield. Ahora todo el mundo
arregla su jardín. Ayer un hombrecito vino a pedirme semillas de petunia. Parecía
un hombre humilde. Supuse que era jardinero de alguna casa. Después descubrí
que es un hombre muy adinerado, que nos compra mucho. En los tiempos que
corren es tan difícil conocer a la gente.
—Extraordinario. Realmente extraordinario.
Sebastián llenó de té la taza de la señorita Frías, y retiró una rebanada de
pan. La señorita Frías tenía tres salchichas. Tengo que demostrarle que las dos que
restan no me interesan. Hay que aguantar. Que ella tome la iniciativa. Paciencia es
el lema. Reprimir los deseos animales.
—Señor Dangerfield, sírvase esas dos salchichas antes de que se enfríen.
—Oh, imposible, señorita Frías, ya tomé mi parte. Realmente. ¿No las
quiere?
—Estoy satisfecha.
—Pero de veras insisto en que se sirva por lo menos una, señorita Frías.
—No, realmente. Vamos, permítame servirle.
—Bien, reconozco que tengo un poco de apetito. Generalmente cuido mucho
mi dieta. Dígame, señorita Frías, ¿le gusta Irlanda?
La señorita Frías emitió una risita. Un sonido suave y tierno. Es muy
simpática.
—Bien, señor Dangerfield, es mi patria, pero sinceramente no puedo negar
que a veces pensé vivir en otro lado. Pero me gusta bastante. La gente es buena.
—Yo diría que los irlandeses son una raza excelente. Ahora bien, usted
viene de Wexford. ¿Usted diría que en Wexford la gente es mejor?
La señorita Frías gargarizó una risita menuda.
—Oh, no sé, señor Dangerfield, pero son industriosos.
—Sin duda, una gran cualidad.
—¿El trabajo?
—Señorita Frías, una cosa muy necesaria para la mayoría de las personas. Y
ahora, señorita Frías, no quiero abordar situaciones personales, pero si pudiese
elegir, ¿qué haría en este mundo?
—Creo que trataría de tener mi propio negocio. Y a usted, señor Dangerfield,
¿qué le gustaría?
—Bien, señorita Frías, para ser totalmente franco con usted, nada me
encantaría más que ser asegurador de Lloyd’s o heredar una gran fortuna.
—Ja, ja, señor Dangerfield, a todos nos gustaría eso.
—Ja, ja, por cierto.
—Pero eso no es fácil, ja, ja, ja.
—Eh, je. Me temo que no, señorita Frías. Claro que no. Ja, ja.
—Ja, ja.
—Señorita Frías, ¿quiere venir a tomar una copa conmigo?
—Bueno…
—Vamos ahora mismo, tuvo un día muy pesado. Y creo que merece algo
después de esta comida tan agradable. Le hará bien un paseíto. Conozco un lugar
muy interesante, Los Tres Ojos.
—Pero no quiero que la gente piense mal, señor Dangerfield… ya sabe cómo
hablan todos. Sé que no tenemos mala intención. Pero me da miedo.
—No se preocupe. Está oscuro y llueve, no veremos a nadie.
—Bueno, de acuerdo.
—Ah, una cosita. Me pregunto, señorita Frías, si usted podría hacerme un
pequeño favor. Tal vez pueda pagarme el alquiler de esta semana, estoy un poco
escaso.
—Ya lo pagué a la señora Dangerfield.
—Oh, comprendo, qué dificultad. En realidad, señorita Frías, no quiero
molestar a nadie. Usted debe decidirlo, y no quiero que de ningún modo se sienta
obligada. ¿Podría adelantarme una libra del alquiler de la semana próxima? Por
supuesto, no se sienta obligada. No le quepa duda que jamás me atrevería a pedirle
nada semejante, si no fuera por las circunstancias. Usted comprende.
—No, yo entiendo, pero la señora Dangerfield me cobró el alquiler de todo
el mes próximo por adelantado.
—Esa perra sucia. Le pido perdón señorita Frías. Le ruego me perdone, a
veces me confundo tanto.
—No se preocupe, señor Dangerfield.
La señorita Frías se dirigió hacia su cartera, depositada sobre el alféizar de la
ventana. Extrajo una libra del monedero. Sebastián se distraía inclinándose,
gruñendo y atándose el cordón del zapato.
—Señorita Frías, de veras es usted sumamente amable.
—No es nada.
—Me molesta tanto hacerle ese pedido, señorita Frías, pero ¿podría
prestarme un pañuelo? Me temo que el que llevo puesto es muy insatisfactorio.
—Pero, por supuesto, elija uno. Están en el primer cajón de la cómoda.
Sebastián en el cuarto de la señorita Frías. Había uno amarillo. Brillante y
suave.
—Señorita Frías, ¿puedo usar éste?
—Sí, claro.
—Elegante. Me gusta un poco de color. Creo que Los Tres Ojos le agradará
mucho. Señorita Frías. Ah, me siento renovado. Digo más, ágil. Déme los hechos,
señorita, y al demonio con la ficción. Quiero los hechos.
—Ja, ja.
Descendieron los escalones del pequeño porche del frente. Sebastián
ofreciéndole el brazo. Un millón de blandas gotas descendiendo. Ella le sostenía
apenas el brazo. Y en las calles de la clase media y en esas ventanas había
comodidades. Sillones secos. Sebastián silbó una tonada.
Por una calle lateral, atravesando lotes vacíos, jardines de los pobres y
paredes encaladas, toldos plegadizos, baldosas brillando por doquier en estas calles
oscuras y retorcidas. Las gallinas haciendo ruido.
Los Tres Ojos eran un lugar pequeño y tibio. Se acomodaron en el banco
duro y estrecho. Una llamada del timbre. Asoma una cabeza. Buenas noches, señor.
Y las bebidas. La señorita Frías pidió un vaso de oporto.
—¿Por qué vino a Dublín?
—Para ser enfermera.
—Y maltratar a los pobres infortunados.
—Lo dejé.
—¿Por qué?
—No me gustaba mucho, y no me llevaba bien con las otras chicas. Y
pagaban mal.
—Y entonces, ¿qué hizo?
—Empecé a trabajar en la Compañía de Seguros de Dublín, pero tampoco
me gustó. Después me fui a Inglaterra. Pero en la oficina había un hombre que no
me interesaba mucho. No nos llevábamos bien.
—¿Por qué?
—Tenía muy elevada opinión de sí mismo. Era mi jefe.
—Comprendo.
—Y yo no quería darle la satisfacción.
—Hizo muy bien, señorita Frías. Y ahora, dígame, señorita Frías, ¿qué edad
tiene?
—Oh, señor Dangerfield, no puedo decirle eso.
—Oh, sí, puede, señorita Frías.
—Oh, no puedo decírselo. Sencillamente no puedo.
—Señorita Frías. Soy su amigo. Recuérdelo. Amigo. Puede decirme
cualquier cosa, todo. Y por supuesto, la edad. Veamos, ¿qué edad tiene?
Sebastián se inclinó y cubrió la mano de la señorita Frías, en el regazo de la
mujer. Confortamiento en momentos de angustia.
—Oh Dios mío, señor Dangerfield, tengo treinta y cuatro.
—Excelente edad. La mejor.
—¿Cómo lo sabe?
—Señorita Frías, a veces siento que tengo cincuenta y tres. Es poco frecuente,
pero a veces me siento con veinte. Como los días. ¿Nunca sintió que un martes era
sábado? ¿O una semana toda hecha de viernes? Hace poco tuve setenta. Pero
recuerdo que treinta y cuatro es una magnífica edad. Señorita Frías, ¿tiene
inconveniente en que beba otra copa, rápidamente?
—Oh, no. Hágalo.
—Y ahora, señorita Frías, vamos a lo concreto. ¿Qué desea? ¿Qué quiere de
la vida?
—Dios mío, qué pregunta.
—Contésteme. Con sinceridad, señorita Frías.
—Bueno, su pregunta es muy amplia. Quiero muchas cosas en la vida. Por
supuesto, como ya le dije, mi propio negocio.
—Ah, quiere dinero, señorita Frías. Anda en busca de dinero.
—Yo no lo diría así.
—Pero le gustaría, ¿no es verdad?
—Pero, señor Dangerfield, ¿uno no trabaja también para salvar el alma?
—La gente se congracia con Dios. Cree que él puede ayudarla. Bien, señorita
Frías, ¿en qué piensa por la mañana cuando se levanta?
La señorita Frías movía su vaso y lo miraba.
—En prepararme para ir a trabajar.
La señorita Frías se rio, con una risa que le venía del estómago. Y dijo que
convenía regresar porque tenía que levantarse temprano. Sebastián compró una
botellita de whisky Power’s. Se la metió en el bolsillo. Golpeó a la puerta,
reclamando al barman la última copa para el camino. Puso la mano en la cintura de
la señorita Frías, guiándola, mi querida fragata, fuera del local. Querida, cuidado
con el timón.
De regreso en la casa.
—Señor Dangerfield, le gustaría un poco de café. Lo compré hoy.
—Señorita Frías, sabe, usted sería una esposa excelente.
—Oh, señor Dangerfield.
—De veras.
—Oh, ja, ja. Oh.
La señorita Frías en la cocina. Sebastián en la silla supina, levantada unas
pocas muescas. Se sirve una copa. Crueldad no es la palabra, Marion. Hice todos los
esfuerzos posibles en beneficio de nuestra pequeña familia. Las cosas no eran
ideales, pero yo estaba dispuesto a sacar el mejor partido. Yo también quiero salir y
gozar de la vida. Soy humano. Pero la señorita Frías ha sido muy buena conmigo.
Cómo se mueve alrededor de esa cocina. La flexión de su nalga no está nada mal y
de su zapato marrón sale una pierna fuerte y bien desarrollada. La mano pesada,
pero eso no es problema. Las manos pesadas son signo de tristeza. La señorita Frías
tiene un físico bastante bueno. Amable y juvenil. Veo todas las curvas, las salientes
y los huecos, los dedos. Yum yum yumm. Oh sí, apretar, atraer y sentir. Adelante, te
hace bien. Necesito ayuda y un cortés período de descanso, de sueño, de paz, para
sobrevivir estas pocas semanas hasta que sea absoluta y podridamente rico.
—Señorita Frías, le serviré una copita.
—Muy poquito.
—Sabe, señorita Frías, me reconforta mucho tenerla aquí.
La sangre le teñía la cabeza. La señorita Frías desvió la cara.
—Hablo en serio, señorita Frías.
—Me gusta estar aquí.
—Debo pedirle disculpas por todo este trastorno.
—No se preocupe.
—Me molestaría que no fuese feliz aquí.
—Soy muy feliz. De veras, señor Dangerfield. Creo que es el lugar más
agradable que he conocido. Me siento tan libre y cómoda.
—Eso mismo, señorita Frías… sin duda, eso mismo.
—Me gusta que las cosas sean libres y cómodas.
—De acuerdo, completamente de acuerdo, libres y cómodas. Cómodas y
libres… así deberían ser las cosas, y así me gustan, señorita Frías. Nada de ataduras.
—Sí, eso creo.
La señorita Frías trajo el jarro de café con una fuente de bizcochos. Se
sonrieron a través de la mesa.
—A cada momento aparecen problemas, ¿no es verdad, señorita Frías?
Situaciones desagradables. Pero ya vendrán tiempos mejores. Hay muchas nubes,
todas de plomo. Señorita Frías, usted me gusta.
—Y usted también me gusta.
Los bizcochos fueron ofrecidos a Sebastián. Tomó cuatro. La señorita Frías
revolviendo el azúcar. Los dos con los ojos preocupados. Oh los ojos.
Sí ojos.
No ojos.
Qué cosas ven ellos.
Dicen algunos que felicidad
y otros
sufrimiento.
Oh los ojos.
Oh sí,
los ojos.
—¿Señorita Frías?
—¿Sí?
—Seré completamente sincero, pues sé que con usted es posible, sin que
haya malentendidos.
—¿Sí, señor Dangerfield?
—Señorita Frías, ¿puedo dormir en su cuarto?
Una pausa. Un toque de rubor en el rostro de la señorita Frías. Sus ojos
bajaron hacia el café. Sebastián continúa con la voz del buen compañero, un sonido
sin inflexiones.
—Señorita Frías, no quiero que me interprete mal. Pondré el colchón en el
piso de su cuarto. Le confieso que soy un poco raro. Después de tantos problemas
creo que no soportaré dormir solo. ¿Le importaría muchísimo? Sé que debe parecer
un poco irregular, pero qué diablos, más vale que le sea sincero.
—Oh no, señor Dangerfield, no es nada irregular. Sé cómo debe sentirse. No
me importa. Comprendo lo que usted quiere decir.
—Señorita Frías, usted de veras es buenísima. Muy comprensiva.
—Pero, ¿está seguro de que no se sentirá incómodo? Yo puedo dormir en el
suelo, estoy acostumbrada. Solíamos hacerlo en el ejército territorial.
—Je, je, de ningún modo. El colchón es realmente perfecto. Pero, por
supuesto, espero no ser una molestia.
—De ningún modo, señor Dangerfield, no me molesta.
—Me gusta su café. Muy bueno.
—Me alegro. Lo preparé en una jarra de vidrio.
—Es el método apropiado.
—Sí.
—Señorita Frías, esta velada ha sido sumamente grata.
—También a mí me gustó.
—Me alegro de que así sea.
—Mucha gente mira con desprecio a la mujer que entra en una taberna.
—Son anticuados, señorita Frías.
—Precisamente.
La señorita Frías recogió la vajilla. El agua corriente. El sonido de la limpieza.
Lo mejor del mundo es no tener que afrontar los platos grasientos por la mañana.
Aquí estoy trayendo mi colchón. Gris, rayado, una masa húmeda. Despacio ahora,
sobre el piso. Tengo que conseguir una manta. No es posible que la señorita Frías
vea estas sábanas sucias… no sería bueno. Vamos, pasemos la puerta, fuera del
camino esa silla antes que la rompa. Que le dé el tratamiento. Como a las
antigüedades genuinas de Skully. Devolver el pañuelo de la señorita Frías. Plegar
los pantalones. Todo muy ordenado. Mi ropa interior está un poco rota. ¿Qué es
mejor, dormir desnudo o demostrar la modestia de esta ropa interior rota?
Modestia a toda costa. Son las cosas que dan felicidad al matrimonio. Las comidas a
su hora, azúcar, manteca y sal sobre la mesa. Las medias remendadas e ir al cajón y
encontrar una camisa limpia. La señorita Frías acertó al lavar esos platos. Sin ruido.
Sin excusas. Excelente persona. ¿Tengo olor? Me huelo la axila. Un poco. No es
posible tenerlo todo.
Ahora me envuelvo con la manta, y tapo cualquier indicio de suciedad. El
cuarto de la señorita Frías tiene cierto espíritu. Personalidad. Digamos que es un
cuarto vivido. ¿Quizá debería parecer dormido? No. Nada de falsedades hipócritas.
Acostado, sincero, honesto y despierto.
La señorita Frías entró en el cuarto.
—¿Seguro que se siente cómodo allí, señor Dangerfield?
—Muy seguro. Notablemente cómodo.
—Recogeré algunas cosas.
La señorita Frías retiró su bata de un perchero que estaba detrás de la puerta,
y una bolsa de celofán verde del cajón de la cómoda. Se dirigió al cuarto de baño.
Agua corriente. La puerta se cierra. Afronto una semana terrible. Una semana de
lunes constantes. Creo que partiré de un viernes. Y debo jugar a la perfección este
juego de no ser visto.
Vuelve la señorita Frías.
—Señor Dangerfield, apagaré la luz. Espero que esté realmente cómodo.
—Realmente feliz. Señorita Frías, sé que esto es muy molesto para usted.
Quiero que comprenda que lo aprecio verdaderamente. Hasta ahora he contado a
mis amigos con una mano de dedos amputados.
—Oh señor Dangerfield.
Se apagó la luz. Ella estaba de pie frente a la cama, quitándose la bata. No
debo forzar tanto los ojos para ver todo lo posible. No quiero que lo advierta. Se
acuesta con piyama verde. Por lo que puedo ver, le sienta bien. Trepa hasta la
almohada desde los pies de la cama. Qué cosa, la lascivia. Fuera. Apetito carnal o
apertura al orificio. Llegar al cerebro de la señorita Frías. Se encuentra instalada en
su cama. Mueve las piernas entre las sábanas. Escucho atentamente esas cosas. Oh,
no se me escapa nada. Y la señorita Frías, acostada allí, como tú en tu camita, y yo
aquí, postrado, en el suelo porque todo es tan minúsculo en el mundo. Sobre el
borde, a través de la oscuridad y todo lo demás, veo los grandes dedos de tus pies
emergiendo bajo las mantas. Y si levanto un poco la cabeza puedo ver el resto de ti.
Me siento tan solitario y tú también estás solitaria. Encuentro de corazones.
Recuérdalo. Tantas veces y click, nos alejamos en este mundo sin techos.
—¿Señorita Frías?
—¿Sí?
—¿Puedo tomarle la mano?
La señorita Frías movió el brazo en dirección a la voz y curvó la muñeca
sobre el borde de la cama. Y los dedos de Sebastián se cerraron alrededor de su
mano. Era un niñito y mojaba la cama porque creía que estaba afuera con muchos
chicos jugando en un pantano, y podía orinar en cualquier parte. Tocar a la señorita
Frías parece seguro y triste. Porque pienso que la empujo a mi propio pozo. Por
compañía o los huesos de su mano. Uñas y nudillos. Pero siento que ella aprieta
más fuerte. Sus músculos tironean de mis huesos. Ahora estoy de rodillas. Y los
codos apoyados en su cama. La cabeza le tiembla. Los cabellos desplegados en gris
y negro. Suspiros de su boca. Siento sus manos tristes sobre la espalda. Déjame
entrar bajo las mantas. Su lengua acaricia mi oreja. Jugo. Suelto los botones, caliento
mi pecho frío con el suyo. Señorita Frías. Oh señorita Frías.
Ella eleva la espalda. Y yo te quito el piyama. Garganta del llanto natal. Con
besos le enjugo las lágrimas. Han desaparecido. Te sentiste sola en la oscuridad.
Yacen el uno al lado del otro. La señorita Frías tiene la mano sobre el ceño.
Vuelve a ponerse el piyama. Va al cuarto de baño.
—Señorita Frías, tráigame un vaso de agua.
Estaba bebiéndolo cuando ella se echó a llorar. Le tomó la mano y ella se
desasió y se tocó la cabeza. Las manos sobre los ojos.
—Vamos, vamos, ése no es modo de comportarse.
La señorita Frías le vuelve la espalda.
—No debía haberlo hecho.
—Vamos, vamos, está bien.
—No, no está bien. Oh Dios, no debí dejarlo venir a mi cuarto.
—Fue caritativo.
—No es cierto. Estuvo mal. Oh Dios… que Dios me perdone.
—No lo tome así.
—Es pecado mortal. Y usted me llevó a eso, señor Dangerfield.
—Señorita Frías, usted misma lo hizo.
—Oh Dios, no es cierto. No fue culpa mía. Jamás podría confesarlo. ¿Por qué
lo hizo?
—¿Por qué lo hizo? Se necesitan dos para hacerlo.
—Por favor, no lo agrave.
—No lo agravo, señorita Frías. Se está mostrando muy infantil.
—Se lo ruego.
—Se salvará si dice el acto de contrición.
—Tengo que decirlo.
—Dios está en la habitación. Dígalo.
—No hable así… podríamos caer fulminados.
—Tranquilícese, señorita Frías.
—No quise hacerlo. Sé que no quise hacerlo.
—Sí, quiso.
—No, por favor, no quise.
La señorita Frías se volvió de costado, el cuerpo estremecido y sollozante.
—Señorita Frías. Dios es todopoderoso.
—Pero es un pecado mortal que debo confesar al cura, y además es
adulterio.
—Por favor, señorita Frías. Domínese. Esto no le hará bien.
—Es adulterio.
—Un pecado mortal es igual a otro.
—Estoy condenada. No es lo mismo.
—¿Quiere que me vaya?
—No me deje sola.
—No llore. Dios no la condenará. Usted es una buena persona. Dios
persigue únicamente a los que son bastardos sin remedio, pecadores habituales.
Usted debe mostrarse comprensiva.
—Tendré que decir su nombre.
—¿Qué?
—Su nombre. Tendré que decírselo al cura.
—¿Por qué? Qué tontería.
—Me lo preguntará.
—De ningún modo.
—Sí. Y enviarán el cura a mi madre.
—Ridículo. El cura debe limitarse a perdonar sus pecados.
—No.
—Señorita Frías, usted hizo lo mismo otra vez.
—Sí.
—Por Dios. ¿Y el cura fue a ver a su madre?
—Sí.
—¿Y preguntaron el nombre del individuo?
—Sí.
—Realmente, es fantástico. ¿Y cuándo ocurrió?
—Cuando yo tenía veinte años.
—¿Cómo fue?
—Un hombre que trabajaba para nosotros. Me enviaron a un convento en
Dublín para hacer penitencia. El cura dijo que no me daría la absolución si no
revelaba el nombre. Y usted es casado.
—¿Tiene miedo del cura?
—Sí.
—En el puerto hay una iglesia especial, y allí puede confesarse. Averiguaré
dónde es.
—Oh, no. No puedo aparecer ahí. No es respetable.
—El pecado, señorita Frías, nunca es respetable. Cálmese un poco, todo
saldrá bien.
—No sé qué hacer.
—No todos los confesores son iguales. Trate de encontrar uno más
comprensivo.
—Los conozco y no puedo preguntar a nadie una cosa como ésta. Se
enterarían todos.
—Ahora, duérmase, mañana se arreglará todo.
Sebastián extendió la mano. Unas palmadas amistosas en el hombro. Se secó
las lágrimas y se limpió la nariz. Bebí un sorbo de agua y tragué, procurando calmar
la sed. La señorita Frías había cerrado los ojos. Se dormiría. Tenía un lindo sueldito,
no había por qué preocuparse. Podía recibir todo lo que aguantara y confesarlo de
una vez. Oh Señor, a pesar de todas tus faltas aún te amo. Y él le preguntará, ¿usted
se meneaba? Tus nalgas. Seguramente hay muchos escalones de aquí al cielo. E
Irlanda es la que está más cerca. Pero están arruinando a Jesús con tanta publicidad.
18

A las seis de la mañana del lunes Sebastián trepó sobre el cuerpo de la


señorita Frías y en la oscuridad avanzó a tientas hacia el cuarto de baño. Usó el
jabón perfumado de la señorita Frías para lavarse la cara y alrededor de las orejas y
el cuello. Luego se mojó generosamente la cabeza con agua helada para estimularse.
Buen hábito matutino. Y la pasta dentífrica, cepillarse ahí atrás, alrededor de los
molares.
En puntas de pie de regreso al cuarto y el cajón de la señorita Frías. Abre
lentamente el cajón. La señorita Frías duerme profundamente. Lleva el cajón al
vestíbulo y retira una de esas blusas. Pum. El cajón se desequilibró. En la oscuridad
lo perdió. Calamitoso estrépito.
La señorita Frías despertó con un miedo terrible en la voz.
—¿Quién anda ahí?
—Yo.
—Oh Jesús, María y José. ¿Qué ocurrió?
—Un pequeño accidente.
—Oh.
Creo que es la primera conversación matutina que mantengo con la señorita
Frías.
Hablamos en la oscuridad.
—Señorita Frías, ¿podría molestarla pidiéndole una de sus blusas?
Silencio. Dangerfield de pie, desnudo en la oscuridad. Espera. La voz un
poco aguda, con un toque de incertidumbre.
—Por supuesto.
—Dios la bendiga y conserve.
Sebastián tantea en el suelo, buscando el cajón, lo arrastra con una silla fuera
del cuarto. Si la luz se hubiese encendido me habría mortificado. Los desnudos
están indefensos. Creo que la noche es mi mejor amigo. Y la muerte un obstáculo
que hay que superar hasta que llegan los años buenos y gozosos de lascivia,
glotonería y pereza. Me refugié en mi cubil con mantas cubriendo las ventanas
estratégicas. La señorita Frías fue buena conmigo. Me dejó el desayuno. Pero me he
visto reducido a tortas de avena. Mi último e insípido recurso. Reducido a mi
acento.
Ella está muy inquieta. Y presa de remordimiento. La comunión cloacal no
es tan divertida como otrora. La conforté con pasajes de este Tomás de Aquino,
donde dice que a uno le hace bien. Y le expliqué, tiernamente próximo a su oído, las
cabezas sobre la almohada, que del estiércol crecen las lilas. Para conocer el
verdadero bien uno necesitaba caer en el mal y el pecado. Qué bien le hace a Dios,
querida señorita Frías, que un niño nazca puro, y viva y muera en estado de pureza.
¿Qué gracia podía existir en esa esterilidad vacía y blanca? Seguramente usted no
quiere eso. No. Hay que hundirse en la cosa, más abajo. La blancura más
inmaculada es la que tiene un toque de negro. De todos modos, los virtuosos eran
una pandilla hipócrita. Y ella aceptó este pequeño confortamiento. Desnuda y a mi
lado, diciendo, si mi madre llega a enterarse, la matará. Señor Dangerfield, aunque
me confiese en los muelles, el obispo vendrá a este cuarto y me internarán en el
convento. Mi querida señorita Frías, si el obispo viniese aquí, creo que yo mismo
tomaría las órdenes.
Encontró una camisa amarilla. Para abrigar el espíritu. Y la señorita Frías
nunca notaría la falta de una de sus blusas. Es necesario que haya un poco de
calidez. Todo está tan frío como las pelotas de un eunuco en los muelles.
Se vistió, pasó al saloncito y metió algunas tortitas de avena en su
impermeable, se apoderó de un riel de la cortina y salió a la mañana fría y oscura.
Dejó atrás el portoncito del frente que colgaba de los goznes, descendió de un
brinco a la calle y aspiró ávidamente la atmósfera.
Repiqueteó con el riel en los barrotes de las verjas. Todo está húmedo y
silencioso. Nubes blancas y bajas. Algunas luces parpadean en las casas. Ahí viene
un lechero silbando. Y oigo el estrépito del tranvía. La mañana es grande.
Pasa frente al edificio de la aduana, en el muelle, la calle empedrada se llena
con el retumbo de carros y caballos enormes y pesados. Se detiene, y los mira pasar.
Los taxis y carruajes recogen pasajeros a la salida del desembarcadero.
Dangerfield se apoya en la pared del depósito, frente a la puerta de la
tercera clase. Una última inspección a su atuendo, un tironcito a la corbata y al largo
cuello, bastante a la moda, de la blusa de la señorita Frías. Qué bueno volver a ver a
O’Keefe.
Salen los pasajeros. Sebastián repiquetea con el riel sobre la pared del
edificio. Extrae una tortita de avena, la mastica y come. Grasa rancia. Seca y
pegajosa.
De pronto en el marco de la puerta, medio hombre y medio bestia, el
mentón con la barba roja, la misma camisa verde con que se fue, los mismos
pantalones. El saco con sus cosas atravesado sobre el pecho, el mismo rostro triste
sin sonrisa. Se detuvo, miró suspicaz a un diariero y compró un periódico. Lo abrió
rápidamente, lo cerró rápidamente, y lo metió bajo el brazo. Acomodó la cuerda
que sostenía el bolsón con un movimiento torpe, e inclinándose un poco hacia
adelante, bajando la cabeza, comenzó a caminar por el muelle y de pronto se detuvo.
Volvió lentamente la cabeza. Sus ojos encontraron los ojos del espectro silente y
austero de Sebastián Dangerfield, cuyos labios cadavéricos, entreabriéndose,
mostraron los dientes recién cepillados, mientras se inclinaba cuidadosamente
contra los ladrillos.
Dangerfield cruzó la calle sembrada de estiércol. Metió una mano en el
bolsillo y extendió otra a O’Keefe, que esperaba.
—Kenneth, ¿quieres una tortita de avena?
—Me lo imaginaba.
—¿Qué cosa, Kenneth?
—Tortitas de avena.
Una risa perversa.
—Kenneth, ¿no te alegras de verme? ¿Que te dé la bienvenida cuando
vuelves a este verde jardín en medio del mar?
—Depende.
—Vamos, mi querido Kenneth, afloja esa cautela animal. Mira. El comercio,
barriles y más barriles, vigas de acero y esas magníficas bestias, listas para que las
despedacen. Un magnífico y próspero país.
—Veremos.
Caminaron costeando las enormes cajas y se detuvieron para dar paso a un
rebaño de bueyes que atravesaba la calle en la media luz que empezaba a
acentuarse. Los ojos salvajes y miedosos de los animales. Una larga y enmarcada
línea de bicicletas, deslizándose por el borde de la calle, y los taxis y los carruajes
que partían del barco. Eran frías figuras internándose en la antigua ciudad danesa.
19

Fueron a desayunar al café Woolworth. Había salido el sol. Sentados, uno


frente a otro ante la mesa blanca. Tocino y huevos, té, pan y manteca. Delicioso.
—Kenneth, háblame de tus viajes.
—Aburridos.
—¿Fuiste a una profesional en París?
—No. A último momento tuve miedo.
—Entonces, ¿supongo que…?
—Ni por asomo.
—Entiendo. Lástima, Kenneth. Habrá que hacer algo por ti. Algún arreglo.
Hay que llevarte al Congo, o algo por el estilo. ¿Te gustaría una pigmea?
—¿Dónde están esas siete libras?
—Vamos, cálmate. No tienes que preocuparte. Está arreglado. Y dime, ¿qué
más ocurrió?
—Nada. No conseguí nada. Exactamente nada. Luchaba en la oscuridad con
ese alumno, y renuncié porque no me llevaba a ninguna parte y estaba
enloqueciéndome. Lo único que me impidió perder totalmente la chaveta fue esta
fantástica correspondencia con lady Eclair.
O’Keefe separa rápidamente la suave película blanca del huevo, distribuye
manteca sobre un pedazo de pan. Desde esta ventana pueden ver los primeros
movimientos de la mañana en Dublín.
—Fue realmente fantástico. Ya te dije que vi un anuncio pidiendo chef.
Escribo y me llega una respuesta escrita en tercera persona, lady Eclair desearía
saber si Kenneth O’Keefe es protestante o católico. Contesto que Kenneth O’Keefe
no es ninguna de las dos cosas, y no tendrá que ser depositado en la iglesia los
domingos. Me contesta, lady Eclair cree que Kenneth O’Keefe debería tener una
religión porque todos necesitan una congregación para cuidar de su alma inmortal.
Entonces le informo que el alma inmortal de Kenneth O’Keefe ya está bien cuidada
y por lo tanto no considera útiles las iglesias. En la carta siguiente dice que lady
Eclair desearía citar un pasaje de los Proverbios, «La pobreza y la vergüenza
recaerán sobre quien rehusó instruirse, pero quien atendió a la reprensión será
honrado». Contesté que Kenneth O’Keefe ya ha padecido mucha pobreza y
vergüenza mientras fue miembro de la iglesia de Roma y que «El simple todo lo
creía; pero el prudente cuidaba sus pasos».
—¿Y te contrató?
—Por ahora. Este asunto de la religión será un problema. No me gusta la
gente interesada en salvar las almas ajenas. ¿Dónde está el dinero?
—Por favor. Aguantar. Te lo ruego. Paciencia, Kenneth.
—¿Cómo es la casa? ¿Tiene cuarto de baño?
—Todas las comodidades. Un lugar reservado al jabón. Cuatro hornallas de
gas. Pisos de madera. Un poco húmeda y solitaria.
—¿Cocina?
—Kenneth, te digo que todo.
—¿Y estás solo?
—No.
—¿No estás solo?
—Exactamente.
—¿Quién vive contigo?
—No con, Kenneth. En la casa. Cierta señorita Frías. Una encantadora joven
de Wexford. Te la presentaré.
—Marion. ¿Adónde?
—Lejos. Escocia. No se siente bien.
—¿Qué pasa? ¿Embarazada?
—Espero que no. Bueno, creo que estarás bien. Ven conmigo a Geary.
—¿A Marion no le importa que estés solo en la casa con la señorita Frías?
—No lo creo. La señorita Frías es muy buena católica. Una persona fuera de
lo común. No temas, Kenneth, nada de escándalos. Una persona muy interesante.
—¿Tienes dinero?
—Ven.
—Maldito sea. ¿No tienes nada?
—Ando un poco escaso.
—Maldito sea. Me imaginaba que sería así. Está bien, pagaré la cuenta. Soy
un infeliz, un bastardo infeliz y derrotado.
Dangerfield se recuesta en la silla. Se limpia la boca. Las empleadas lo miran.
O’Keefe abre la marcha hacia la calle. Su llamativa barba roja. Mete las manos en los
bolsillos. Dangerfield va detrás, caminando de un modo extraño.
—¿Qué te pasa?
—Esto, Kenneth, es el paso de la araña. Durante cierto tiempo he tratado de
perfeccionarlo. Mira, cada dos pasos adelantas desde atrás el pie derecho y saltas.
Te permite dar vuelta sin detenerte y caminar en dirección contraria.
—¿Para qué?
—Estos días me preocupa un poco la necesidad de virar en redondo.
Kenneth, me gusta la movilidad.
Se acercaban al final de la calle Grafton.
—Kenneth, tengo sed.
—Sí.
—Un sorbo de agua.
—Entra en un negocio. Te darán agua.
—Es muy complicado.
O’Keefe suspicaz. La mandíbula apretada. Acelera el paso.
—Vamos, Kenneth, qué tiene de malo querer un poco de agua.
O’Keefe se detiene. Alza los brazos. Los ojos desorbitados. Gritando.
—Maldito borracho. Maldito el maldito país. El alcohol es la maldición de
este país. Maldito sea.
La turba retrocede, dejando espacio al que vocifera. Dangerfield abandona
su paso de la araña y enfila velozmente en dirección a la taberna O’Donogue. Yerra
la puerta. Fuerte choque del cuerpo con la pared. Se detiene, aturdido. Rasca los
ladrillos. O’Keefe lo mira, y estalla en una risa incontrolable. La gente retrocede aún
más. Cuando los que vociferan ríen, hay violencia.
O’Keefe habla a la gente.
—¿No ven que estoy loco? El alcohol es la maldición de este condenado
país.
Sigue a Dangerfield que está de pie, un poco crispado, en la taberna, al lado
de la puerta.
—Por Dios, Kenneth, ¿qué te pasa? ¿Quieres que me descubran?
—Bastardo, conseguiste meterme en una taberna. Caray, qué estúpido
parecías chocando con la pared.
—Bueno, yo pienso que tú te estás chiflando.
—Volví aquí después de medio año de soledad, poco de comer, nada de
sexo, absolutamente nada, y encuentro esto. No hay dinero y no pienso pagarte una
copa. Ya no lo soporto. No quiero seguir esta vida.
—Kenneth, estás nervioso. Vamos, cálmate. Sé que lo pasaste mal, y quiero
que seas feliz aquí.
—Cállate. Bebe. Aquí tienes. Tómalo. Bebe, pero cállate. Bebe, bebe…
adelante.
Con expresión dolorida, Dangerfield tomó la media corona. Murmuró algo
al hombre detrás del mostrador. Volvió a O’Keefe con un jarro de sidra y un jarro
de cerveza para sí mismo. En el ojo de O’Keefe un poco de bruma. Dangerfield
depositó los peniques del cambio. O’Keefe los apartó. Sebastián los metió en el
bolsillo.
—Mira, Dangerfield. En mi casa, cuando alguien se tiraba un pedo podías
olerlo en todos los cuartos. A la hora de la comida había siete pares de manos
extendidas hacia una pila de spaghetti. Pelear y tragar. Yap, yap, yap. Estoy aquí
porque quiero salir definitivamente de eso, y lo que me sacará es el dinero. Me
importa un cuerno lo que hagas. Mátate bebiendo, asesina a Marion, pero yo tengo
suficiente. ¿Qué puedo mostrar por los dos años que estoy aquí? Este saco contiene
todo lo que poseo en el mundo.
—Kenneth, solamente quiero ayudarte.
—Pues bien, no lo estás haciendo. Me hundes. No quiero cargar contigo.
—No hablas en serio, Kenneth.
—En serio. No me importa si no vuelvo a verte jamás en la vida. Puedes
morirte en la calle, no me importa. Lo único que quiero es mi dinero y después
emborráchate y muere.
—Kenneth, qué palabras tan duras.
—¿Qué diablos he conseguido en todo el tiempo que estuve aquí? Nada. Y
por culpa de gente como tú. Los irlandeses son iguales en todas partes. Caras
comprimidas en máscaras de sufrimiento. Quejas y excusas. Y gemidos, charlas y
rezongos irlandeses. ¿Me oyes? Estoy harto. Odio todo esto. Pensé que se podía
progresar si aprendía electricidad. Un buen empleo. Buen sueldo. Tener hijos. No
quiero hijos. No quiero que me arrastren al fondo del pozo. Y escuchar a un
comepapas con sotana diciendo éste es el segundo domingo después de Pentecostés,
el domingo próximo haremos una comida de comunión, y quiero verlos a todos
depositando un dólar en el plato. Y cuando tengo una oportunidad de salvarme,
alguien me jode.
—Oh, Kenneth, estás irritado. Cálmate. Y recuerda que la pobreza es
sagrada. Pero no te esfuerces por escapar. Todo lo demás llegará. Te cantaré una
cancioncilla.
Todo el camino
desde la tierra
de Kerry
hay un hombre
feliz entre los muertos.
Y este hombre
estaba en la calle
y golpeaba con los pies
pero nadie lo oía.
20

Llegaron a Geary. Allá abajo el mar, golpeando y lamiendo. Y hay que


inclinarse para pasar bajo estas nubes. Oh, madame, inclínese, quiero decirle algo.
Allí abajo es como pan blando y los seres del mar se encuevan y ocultan. Yo solía
trepar por estos lados. Atrapaba a las minúsculas criaturas sorprendidas en estas
cunas cristalinas de rocas. Como yo. Hasta que alejan el sol temible y me ofrecen un
refugio profundo.
En el correo. De Geary. Dangerfield se acerca bruscamente al mostrador.
Golpea los talones.
—Digo yo, buen hombre, ¿quiere informarme si hay una carta para Percivil
Buttermere?
El empleado se vuelve hacia la hilera de casilleros. Dangerfield rota sobre
sus tobillos. O’Keefe de pie, sombrío, a un costado. Un apóstata. El hombre
murmurando y mirando. Una libra en el bolsillo vale más que veinte en el correo.
Sonrisas culpables.
—Kenneth, ten fe. Dicen que con eso se hacen muchas cosas. Oh, deseo que
el mundo muestre más fe.
—No siento simpatía por la angustia que eso te causa.
El empleado revisa, buscando a ese Butter. Separa una carta para mirarla
mejor. La devuelve. Llega al final. Se oyen gruñidos y murmullos.
—Lo siento señor, nada para Buttermere.
—Digo yo, du ding dong, seguramente un error. Digo que un error. O dije.
O’Keefe encoge los hombros rodeando la cabeza. Y los baja lentamente. Un
gesto para acomodar el bolso, y se inclina en dirección a la puerta. Lleva a la calle su
cansado yo.
—Señor, volveré a mirar, por usted.
—De veras. Asunto muy urgente.
El empleado, miope y murmurante.
—Tenemos muchos Butcher, Buttimer… y Buttermede.
—Digo, ding dong, puede ser ésa.
Borroneada.
—Déjeme ver.
Sonido de papel desgarrado.
—Es ésta. Ding dong. Salgan, salgan del refugio, pandilla de bastardos, y
cierren las escotillas, o algo por el estilo.
—¿Qué señor?
—Una expresión de sentimientos.
—Oh.
Un felino, los ojos encendidos. Había tres billetes de cinco libras y otros de
menor valor. Y una carta. Y un momento de vacilación y un instante de animal.
Leyendo estas dulces palabras en gaélico.
CINCO LIBRAS ESTERLINAS PAGADERAS AL TENEDOR DE
ESTA NOTA, CONTRA SU PRESENTACIÓN EN LONDRES.

Afuera, a la calle. Solo. ¿Dije que esta fe estaba en ascenso? O dije que era
como tamal caliente. Revísenme, por favor. Oh sí, esta sustancia parda al bolsillo. Si
puedo recorrer la calle y marcharme. O’Keefe se ha ido.
Sebastián caminó apresuradamente hacia una casa con un águila sobre la
puerta, donde servían licor.
—Buenos días, señor.
—Buenos días. Ponga una botella de brandy sobre el mostrador.
—¿Entera, señor?
—Entera.
Aparece una figura. Al lado de Dangerfield. Y una mano extendida. Una
palma hambrienta.
—Muy bien.
—Kenneth, ¿me acompañarás?
—Dame mi dinero. Me habrías dejado sin un centavo.
—Tenía que conseguir cambio.
—Eres un bastardo miserable, ¿y de dónde vino ese dinero?
—Hombre de poca fe. Será una noche maravillosa. ¿Trajiste tu molinillo de
café?
—Dame el dinero.
—Muy bien, Kenneth, si así lo quieres. Pero puedo entregarte solamente
cuatro.
—Maldito sea. Entonces, dame las cuatro.
—Te invito. Cenaremos con la señorita Frías. Sé bueno. Creo que ella vale la
pena, Kenneth. Tal vez convenga examinar el asunto. ¿Te gustaría un poco de eso
que la gente hace en la oscuridad?
—Eres un hijo de puta. Me hubieras dejado volver a Dublín sin un penique.
Mañana veo a lady Eclair y no quiero que nada eche a perder el asunto. Tengo que
tomar el ómnibus de las once y media a Roundwood. Me marcho.
—Kenneth, no me dejes, por el amor de Dios.
—Te conozco, no quiero ver la vida a través de una bruma. Te pasarás toda
la noche hablando con algún fantasma.
—Vamos, Kenneth, eres un tipo que habla de corrido el griego y el latín, un
hombre que posee mucho conocimiento inútil, un sujeto cultivado, que sabe lo que
Platón decía a sus muchachos, mientras se los montaba entre los arbustos. ¿Adónde
crees que llegarás con tanta dureza? Te denunciaré a la Legión de María.
—Me marcho.
—Por Dios, quédate. Te lo ruego, Kenneth. No me dejes en este momento de
angustia. O de dinero. Bebamos. El lema. Bebamos. Vamos, Kenneth, reacciona. El
mundo es grande.
—¿Dónde conseguiste el dinero?
—De ultramar.
—¿Sí?
—La pura verdad.
—Me parece sospechoso.
—El nombre de Dangerfield nunca ha sido y nunca será mancillado por
tales sospechas.
—Estás en algo sucio.
—Kenneth, vivimos tiempos extraños. Muy extraños. Ahí tienes un mundo
de gente con ojos y bocas. Los ojos ven estas cosas y las bocas quieren las cosas que
los ojos ven. Oh, pero no pueden alcanzarlas. Así están las cosas. Hay que soportar
la desigualdad. Pues de lo contrario nada ocurre. Hombres como tú que quieren
tener conocimiento carnal de las nalgas y las tetas de las mujeres, y de la otra cosa
que tienen entre las piernas, a la que no podemos llegar tan fácilmente sin arrancar
primero las ligas y las ballenas. Está allí, pero no puedes llegar.
—Llegaré.
—Y así lo espero. Pero si tienes que arreglártelas sin eso, no te amargues,
Kenneth. Esas cosas existen por cierta razón. Santos, y todo eso. Eres un hombre
equipado para la ancianidad. No pierdas el tiempo con este apetito sexual. Creo que
somos aristócratas naturales de la raza. Nos hemos anticipado a nuestra época.
Nacimos para ser insultados por todos ésos, los que tienen los ojos y las bocas. Pero,
Kenneth, los que son como yo, lo obtienen rectalmente de toda clase de hombres.
Las clases profesionales no lo miran con buenos ojos, y precisamente en esta clase
yo ocuparía mi lugar, pero quieren burlarse de mí y expulsarme, arrancarme las
intimidades y exhibirlas en lo alto de un poste, con un anuncio. Dangerfield ha
muerto. Eso es lo que quieren oír. Pero no siento amargura. Solamente amor.
Quiero mostrarles el camino, y anticipo que sólo recibiré desprecios y burlas. Pero
están los pocos que oyen. Valen la pena. Te lo digo, Kenneth. Vuelve. Vuelve a ésta
tu iglesia. Abandona la idea de hacer dinero y vivir en una casa grande y cómoda
con sillones agradables y bonitos y una criada irlandesa echando leños al fuego y
trayendo té. Expulsa de tu mente esos trajes de tweed y los pantalones forrados de
satén, y acalla los deseos de la carne, el sabor de nuez de los pezones, la necesidad
de nalgas, la inquietud por las tetas. No desees un M.G. y un criado, vacío y engaño,
o prados que llegan al lago y canteros de flores entre los cuales uno se sienta a
pensar cómo conseguirá más dinero. Todo lo que quiero de esta vida, Kenneth, es el
lugar que me corresponde, y que los demás conserven el suyo. La gente común que
vuelva a su sitio. Y si no es mucho preguntar, Kenneth, ¿cómo apruebo estos
exámenes?
—Estudia.
—Tengo la mente en blanco.
—¿Qué diablos te pasa?
—Kenneth, estoy vencido. Nunca aprobaré. Tengo que cenar con mi tutor,
pero no puedo aparecer con estos harapos miserables, y la palabra hambre escrita
alrededor de los ojos.
—Maldito sea, a pesar de todo, quiero a este país.
—Caramba, Kenneth, ¿has enloquecido del todo?
—Lo quiero.
El rostro de Dangerfield del color de oro, los ojos como fuegos vivos.
O’Keefe encaramado en una banqueta, su bolso colgando entre las piernas.
Sebastián vierte el brandy.
—Kenneth, es bueno tener a alguien con quien hablar. Últimamente estuve
un poco solo.
—Este país puede ser muy irritante, pero nada más que estar en Dublín me
produce una extraña excitación. Lo siento en los huesos. Y cuando no tenía más que
cuatro peniques para una taza de café en Bewley’s, solía pasarme la noche despierto
memorizando palabras francesas y soñando en volver. Si pudiese abrir un
restaurante con el dinero ahorrado en este empleo, resolvería mi situación.
—Solamente necesitarías algunas sillas, mesas, tenedores y mucha grasa
rancia.
—Sí.
—Muy a la moda.
Dangerfield apunta hacia el Este con un dedo nervioso.
—Kenneth, me voy para allí. Cruzaré el mar de Irlanda y gozaré de la buena
vida. Tengo planes. Si uno se queda demasiado tiempo en la tierra de la leche agria,
se le endurecen un poco las diferentes glándulas. Sol y baile. Y quizá una canción.
—Bueno, que seas feliz con tu canto y tu baile, tengo que irme. Adiós.
—No.
—Adiós.
O’Keefe se volvió y pasó la puerta. Dangerfield contando el movimiento de
los goznes.
Soy el amigo de todos. Y de los animales si no se ponen demasiado bravos.
A algunos hay que meterlos en jaulas, pero de todos modos lo merecen. En fin, todo
es siempre justo y equitativo. Parte de las reglas. Mary la de los pechos grandes y el
padre jodido. Te persigue por la casa, tú en tu camisón, él con una escoba. Uno no
sabe lo que ocurre en muchas casas suburbanas. Atención a estos incestuosos.
Tengo una amiga en la señorita Frías, y Mary tiene fe. Necesito leer la notita.
Querido Sebastián:
Espero que te encuentres bien. Por favor escríbeme y cuéntame. Por favor
trata de arreglar para verme porque me siento muy sola, y preocupada porque mi
padre sospecha y amenaza escribir al banco. Dime cuándo debo partir para Londres
y dónde te encontraré. Los chicos fueron a Cavan a vivir en la granja de mi tío.
Por favor piensa en mí y escríbeme. Tengo muchos deseos de verte, y quiero
estar en la cama contigo. Escribe, por favor.
Cariños,

MARY

Salió con la botella. Bajo el águila. Al aire libre y puro. La noche e Irlanda.
Como lamer la humedad de las hojas. Comerse el verde. Avanzando por la calle
Geary. No confío en esta alegría aguda. El sufrimiento es mi fuerte. O’Keefe será
atrapado por lady Eclair. Irá con una doncella. Y Eclair le pegará en el trasero con
una Biblia. Pobre chef. Yo diría que faltan apenas unos días antes del fin.
Empujó la puerta del frente. Un poco ladeada. Una luz en la ventana del
garaje, desde la cocina. Hay que estar atento. Fingiré que soy Egbert y veré qué pasa.
Es necesario prestar atención a unas pocas ventanas. La puerta del fondo con llave.
Excelente, señorita Frías. Así me gusta, todo el mundo en su puesto.
Sebastián golpeó. La sombra de la señorita Frías girando la llave. Sonrió.
Alrededor de los ojos una ligera expresión de timidez, alrededor de los dientes
cierto embarazo, el rostro encendido.
—Buenas tardes, señorita Frías. Un poco de ternura.
—Buenas tardes, señor Dangerfield, ¿se mojó mucho?
—No. Afuera está agradable. Excelente aroma.
—Una amiga me consiguió salchichas de Bray.
—Realmente magnífico. Cómo está, señorita Frías… dígame, ¿cómo está?
—Oh, muy bien. Un poco cansada. Estuve en el negocio.
—¿De pie?
—Sí.
—Señorita Frías, déme un beso.
—Oh, señor Dangerfield.
Sebastián se aproxima en la cruda luz de la cocina. Deposita el brandy sobre
la mesa y extiende la mano hacia la muñeca de la señorita Frías. Cierra los dedos
alrededor del hueso, y ella suelta la sartén que cae al suelo. La señorita Frías con su
sweater gris y su boca un poco incontrolada. Este hombre perverso venido de Marte,
la mano descansando sobre su cintura. Presionando con dignidad. Y no importa lo
que ocurra, si tenemos eso, estamos bien. Murmurando al oído de la señorita Frías.
—Señorita Frías, usted tiene un hermoso cuello. Le mastico las orejas.
¿Nunca masticó orejas? Oh señorita Frías, masticar orejas es una delicia, en los
lóbulos. Especialmente los lóbulos. Esa carne tan blandita.
—Oh, señor Dangerfield, me los arrancará.
—Qué tierno.
—¿Le gusta así?
—Mezclado con ojos.
—Ji, ji.
—Ojos.
—Más.
—Señorita Frías, ¿pondremos las salchichas en esa linda sartén? Con un
poco de manteca. Chirría. Oh, creo que nos gustará, con un trago. Veamos, señorita
Frías, ¿le parece que viene bien un trago?
—Ji, ji. Oh por favor. Oh Dios mío.
—Le pasaré un poco la boca por los hombros. Señorita Frías, se lo quitará
después, como una buena chica. ¿Después? ¿Sí? Huélalas. Cómo chirrían. Oh, qué
tonto chirriar, señorita Frías. Y sabe una cosa, señorita Frías, usted es una excelente
persona.
—Ha bebido un poco.
—Cinco para el camino. Que nunca le digan que yo salí al camino, o siquiera
a la calle sin combustible para mi corazoncito. Óigalo aquí. Adelante, tóquelo. Aquí.
Ahora suena un poco débil, hasta que clave los colmillos en esta carne. Carne.
—Oh, Dios mío.
Sebastián soltó a la señorita Frías. Tu sweater gris que los moldea. Y tus
caderas tienen un lindo meneo. Deseo oprimir la punta de la nariz tibia en tu oreja
blanca y fría. Y oler este pan fresco. Que los jugos me bañen los dientes. Dios, creo
que somos dos pequeños comedores de pan. Quiero una gran hogaza. Tan grande
que pueda meterme adentro. Seguridad. Señorita Frías, quíteme las ropas y métame
en una gran hogaza de pan. Un toque de oro en la corteza. Mis ojos y mis orejas
flotan. Hágalo, métame ahí y sálveme. Cuerpecito desnudo, encogido de miedo del
mundo y el pene con el cual me abriré paso hacia la pobreza y mis minúsculas
nalgas, pliégueme como a esos nómades silenciosos y métame en el pan. No me
queme las pelotas, sólo tostadas y calientes, engordadas con la fina corteza. Y
sáqueme por la mañana horneado a punto y póngalo sobre la mesa. Y yo estaré
adentro. Mi pequeño yo con mis lindos y extraños ojos mejores que nunca. Entonces,
señorita Frías. Cómame.
Dangerfield cortando el pan. Ahora hay una hermosa pila. Siento que soy
simplemente una nave loca en aguas británicas gritando eh bastardos a babor, a
estribor y por doquier. ¿Está loco? ¿Quiere que naufraguemos? ¿O que yo caiga al
mar? O que me enrede en el cordaje. Disparen todos los cañones. Estamos en el mar,
atajo de cerdos vulgares y cuando les digo que disparen, disparen. Bajen todas las
pelotas, y por Jesús, a cualquier erección la guillotina.
—Señorita Frías, debo decirle algo. La amo.
—Cuidado, señor Dangerfield, se cortará.
—Pero el amor.
—Habla por hablar.
—Se lo repito. La amo.
—No lo creo.
—Hablo en serio, señorita Frías, y no lo digo a muchas, tal vez a nadie.
Sencillamente creo que es mejor estar en este mundo con unas pocas posesiones
amables que con nada. Ponga la carne ahí. Vea, hay un modo de prepararla, lo dice
O’Keefe, péguele un golpe aquí a la sartén, y se desliza perfectamente. Me gusta el
aceite de la oliva. Ahora, bebamos un trago. ¿Vio jamás un color semejante? ¿Quiere
oler un poco? ¿No le parece, señorita Frías, que ahora todo es más amable, no lo
cree?
—Está muy bien.
La señorita Frías recostada contra el fregadero, observando atentamente a
Sebastián con ojos húmedos. Él estaba sentado en esa silla blanca de cocina,
esperando la fritura. Y hunde el dedo en la carne de la salchicha y sorbe
ruidosamente el jugo.
—Está muy bien, señorita Frías. Pero hay otro negocio en la calle Pembroke
y vende una carne que es una gloria. Necesita un poco de ajo.
—Oh no, señor Dangerfield. ¿Ajo?
—Pero sí, señorita Frías, ajo, claro que ajo.
—Pero huele.
—Eso es lo que queremos, señorita Frías. Deseamos ese olor. Oh, todavía he
de vivir algunas cosas. Estoy pensando seriamente en comprar una taza grande
para el desayuno. Me encanta el desayuno. Haré unos pocos cambios. Muchos
cambios. Algunos importantes, otros pequeños. Señorita Frías, ¿puedo confiar en
que no dirá una palabra, con absoluta reserva? ¿Puedo? ¿Aunque le claven ganchos
y también otros instrumentos irlandeses?
—Sí.
—Señorita Frías, este es un secreto absoluto, un asunto de estado, un asunto
que arruinaría a Irlanda si se conociera, y también a mí. El viernes voy a Londres.
—No es cierto.
—Sí lo es.
—¿Qué hará?
—Unas cuantas cositas. Arreglos generales. Necesito descansar un poco de
la tensión. Tengo que resolver algunos problemas, minúsculos granos de arena en
la vaselina. Señorita Frías, usted me gusta mucho. ¿Lo sabe?
—Oh señor Dangerfield. Pero no sé qué decirle de todo lo que ocurrió.
Usted me gusta.
—¿Qué no sabe, señorita Frías?
—De lo ocurrido entre nosotros, y las cosas.
—Dígame.
—No sé. A veces siento que estoy bien y luego no sé qué será de mí. En mi
religión es pecado mortal. Dios me perdone, quisiera que no fuera cierto, y que todo
fuese un montón de mentiras. Y en el negocio me miran. Creo que si llega a
descubrirse me moriré, y con este pecado iré al infierno eterno.
—Beba un poco más, señorita Frías.
Le llena de brandy el vaso.
—Suficiente, por favor.
—Ahora, explíquese.
—Y un país como éste no es bueno para una chica como yo. Cuando pueda
casarme ya seré demasiado vieja, y quieren tanto dinero y una granja, y todo lo que
pueda servirles. Lo único que reclaman siempre es dinero. Usted es una de las
primeras personas que he conocido que no cree que el dinero es todo.
—Bueno, en realidad no sé, señorita Frías, yo no diría que eso es totalmente
cierto.
—Este no es un país para las mujeres.
—Yo diría que eso es muy cierto.
—Y tuve sueños horribles. Me atemorizan. Creo que no deberíamos volver a
hacerlo. Quisiera marcharme. Sé que en el trabajo murmuran de mí.
—Ahora, señorita Frías, no permita que esos detalles la preocupen. No les
dé ese gusto.
—Pero no es sólo eso.
—Pensándolo bien, no hay más que eso.
—Si alguien se entera de que vivo sola con usted en esta casa, y de que la
señora Dangerfield no está, sería mi fin. Y lo descubrirán, no se les escapa nada.
Irán a hablar con el cura, y en un minuto estará aquí.
—Mientras haya bebida, podemos afrontarlo, señorita Frías. Se lo aseguro.
—He visto gente que estaba mirando la casa.
—¿Cuándo?
—Largo rato, desde la vereda de enfrente.
—Serían paseantes.
—Oh, espías, señor Dangerfield. Lo sé.
—Vamos, vamos, sírvase un poco de salchicha. Señorita Frías, todo se
arreglará. No hay por qué preocuparse, nos esperan tiempos felices. Bip bip.
Tiempos de abundancia.
Sebastián se recostó en la silla y miró los ojos de la señorita Frías. Los
cabellos cortos que crecían en los costados de la cabeza. Y alrededor de su nariz la
carne se levanta. Algo que nunca había visto antes. Señorita Frías, creo que usted es
una niñita. Eso es. Necesita que la cuiden, y eso es todo. Venga, la guardaré en mi
propio bosquecillo, donde los cuervos graznan en las copas de los árboles. La
guardaré tras los grandes portales de mi casa. Oh, son gruesos y no los dejarán
pasar. Porque usted no desea a la gente, no confía en ella. Creo que me gustan de
bronce, por el peso y la apariencia, con buenos goznes de bronce. Véalo.
Dangerfield. Grandes letras S. D. sobre ella. Mantiene alejada a la gente como
Skully. Digo yo, Skully, le importaría muchísimo salir del camino mientras mi
hombre cierra esta excelente puerta. Clang. Qué alivio. Nadie sabrá jamás cómo me
alivia dejar afuera a toda esa gente. O un jardín cercado. Muros de diez metros de
alto, y creo que un metro de espesor para que sean más sólidos. Un centenar de
acres. Laberintos de boj donde pueda perderme. Y baobabs. Magnolias y extraños
tejos. Mi corazón se compone y flores bajo el árbol de tejo. Y luego, montones de
campanas. Y sus badajos son bolas. Todas las bolas son badajos. Grandes y
pequeñas, colgando por doquier. Las agito. Las agito como loco. Yo el místico
maníaco. Lleno de sonido mi hermoso jardincito y el niño que hay en mí. Gatea en
el suelo del jardín con las campanas repicando y las aves cantando y toda la
agitación en mi danza y se aquieta, saturada por todos los silencios, y me siento a
pensar en esa extraña luz y en esta parte de mí que puedo colgar de los árboles.
—Señor Dangerfield, ¿por qué no cree en el infierno y en todas esas cosas?
—El infierno es para los pobres.
—Jii.
—Señorita Frías, creo que soy un hombre que tiene futuro. ¿Qué le parece?
¿Cree que tengo futuro?
—Por supuesto, creo que tiene futuro. Será abogado.
—Y las jigas, y las cárceles, y el incógnito. Todo eso.
—Creo que usted haría bien casi cualquier cosa, señor Dangerfield. Y me
parece que sería especialmente bueno en los negocios.
—Sigamos con la carne, señorita Frías. Tengo un hambre que me viene del
vientre y quiere estrangularme.
—Oh señor Dangerfield.
—Señorita Frías, gracias sean dadas a Dios por los códigos. Ahora
arrodíllese y agradezca y también por la carne. Todos de rodillas. Pero nunca pegue
a un hombre caído. Espere a ver si trata de levantarse, y entonces, por Dios, déle
fuerte. La maza entre los ojos. Creo que mi fe ilimitada me está matando, señorita
Frías. Quiero demoler esta casa.
—No creo una palabra de lo que dice.
—Y me contengo. Todas las formas de la brutalidad me sientan.
La señorita Frías mueve la sartén, describe círculos sobre el fuego. El sonido
del gas exhalado. En las horas de mayor consumo. La desesperación de la presión
que decae. Esos malditos operarios de la compañía de gas. Ya nadie quiere trabajar
decentemente.
—Señor Dangerfield, es extraño estar con usted.
—No hablará en serio, señorita Frías.
—Usted es distinto del resto de la gente.
—Bueno, geek, geek, y todo eso. Quizá haya algo de cierto en lo que dice.
—Señor Dangerfield, por favor páseme su plato. ¿Por qué riega esa plantita
del frente con un cuentagotas?
—Señorita Frías, estuvo espiándome. En mis momentos íntimos.
—Oh, nada de eso. Pero, ¿por qué hace una cosa tan rara?
—Estoy envenenando la planta.
—Dios nos asista.
—Ahora, mire esa planta que está allí, señorita Frías. ¿Le parece que le
queda mucho tiempo en este mundo?
—Oh, señor Dangerfield, no sé qué decir. Esa pobre planta.
—Es algo que llevo adentro, señorita Frías. Me pregunté por qué no le doy a
esa planta algo que la mate.
—No habla en serio.
—Soy un asesino.
En el aire el olor de la carne condimentada y el brandy. El silbido lento y
suave del viento bajo las puertas. Y en mi corazón la tristeza. La primera tristeza del
fin. De esta extraña semana de cosas. De planes y movimientos. De ver a la bestia
salvaje de O’Keefe. De estos extraños y enloquecidos momentos en las calles. Todo
fructificando en una fría semana de invierno. Meses de estar en la cama con la ropa
de cama retorcida por mi ansiedad. Las cosas absurdas que me pasaban por la
mente como tormentas, me despertaba agitando las piernas en el aire helado.
Necesito conmigo otros cuerpos. He probado la toalla caliente en los ojos y me
calmé un poco, pero con estos medicamentos tramposos hay que tener cuidado.
Intenté las cataplasmas de mostaza en todo el cuerpo, y no olvidaré mi
equivocación, no la olvidaré muy pronto o quizá nunca. Pero no estoy tan mal. En
realidad no me quejo. Pero no me opondría a realizar un cambio total.
La señorita Frías y Sebastián Dangerfield estaban sentados en el comedor
frío comiendo salchicha de Bray y bebiendo té. Uno frente al otro, mirando los
platos y luego uno el rostro del otro. Sonrisas.
¿Esto ya no es mi hogar? Siento que todos mis hogares están detrás. Aquí no
hay más que una casa, porque creo que debo haber empeñado casi todo lo que hay,
excepto a la señorita Frías. Desapareció el Promontorio. Balscaddoon. El
Promontorio. Doon y Trinity. Y ese primer día en que me acerqué a la puerta del
fondo, después de bajar del tranvía con el tapizado verde. Y la universidad a través
de mis ojos aprensivos. Soplaba un viento helado. Mi nuevo traje, camisa blanca y
corbata negra. Me sentí perfectamente ataviado para el fracaso, pero importante
porque me miraban. Está la vivienda del portero y una playa de estacionamiento y
en este edificio veo las contorsiones del vidrio, las retortas burbujeantes y las
claraboyas emergiendo del techo. Tengo tanto deseo de aprender. Saber lo que se
hace con los ácidos y los ésteres y conseguir que mis experimentos culminen en el
momento apropiado, como el resto de ustedes. Recordaré todo lo que me digan
desde la primera palabra. Voy en camino a reunirme con mi tutor. Atravesando
estos campos de juego, lisos, verde y terciopelo. Qué bellos, con bancos donde
puedo sentarme a mirar, leer o lo que sea. Creo que el verano tardío todavía se
extiende en el cielo. Y al lado de estos canteros, en esta linda plaza donde los
miembros opulentos de la universidad viven detrás de granito y amplias ventanas.
Eso es para mí. Veo a un hombre llenando un cubo de agua de una bomba verde.
Me saluda con un gesto. Cómo puedo hacer buena impresión; me ajusto la corbata,
quizás sonreír. Confío en que advertirán que tengo entusiasmo, ardo en deseos de
aprender, estoy dispuesto a tomar notas los cuatro años. Ese edificio debe ser la
biblioteca, porque desde aquí veo estantes y más estantes. Pediré libros y leeré. Lo
prometo. Qué afortunado soy, porque todo es tan bello. Me dicen que los
estudiantes pueden jugar a las bolitas en los escalones del comedor y cazar pájaros
en el parque del colegio. Hay algunas reglas fundamentales. Quizás llegue el día en
que pueda tirar junto a los mejores. Hay pequeños grupos de alumnos y al pasar
oigo sus voces melodiosas. Y no puedo dejar de examinar las caras procurando
adivinar a los que también fracasarán. El resto de mi vida natural sin diploma.
Ahora casi deseo que unos angelitos blancos desciendan aleteando y me lleven, o
me quiten el miedo. Al fondo de la plaza empedrada repica una campana y entro en
este edificio número ocho. Al final de unos escalones labrados veo una puerta
abierta. Golpeo discretamente para no parecer grosero. Las manos fuera de los
bolsillos. Hay que hacer lo que es propio. Siempre esperar hasta que le pregunten a
uno. Pase. Desde adentro él me dice que pase. Cómo puedo pasar sin hacer ruido
con los talones. Dije lo mejor que pude que era Dangerfield y él dijo ah encantado,
por favor pase. Por todas partes pilas de papeles y libros. Seguramente es así desde
la creación. Anchas ondas de cabellos sobre la bella cabeza de este hombre,
seguramente erudito en griego y latín. Ah Dangerfield, me alegro mucho de que
haya llegado, y espero que su viaje a través del Atlántico haya sido agradable. Dios
mío, este caballero me dice que le alegra que yo haya venido y qué puedo
contestarle. No se me ocurre nada, no sé qué decir porque estoy temblando. Confío
en que esto no significará que está por ocurrir algo terrible. Simplemente se muestra
amable y dice, bueno Dangerfield, me gustaría que conociera a Hartington, dijo
Hartington, ¿verdad? Y esa persona alta que estaba de pie protegida por la sombra
avanzó, dijo sí y me extendió la mano. Asistirán juntos a las mismas clases. Quise
decir espléndido, no pude y menos riesgosamente dije cómo le va. Nuestro tutor
revisó los papeles. Extrajo folletos y dijo confío en que se sentirá muy cómodo aquí
con nosotros señor Dangerfield. Y ahora qué podía decir, atrapado por esta casual
manifestación de amistad. Deseaba tanto que supieran que yo sabía que me sentiría
cómodo, pero era demasiado tarde, no quedó espacio para explicarle que la alegría
me había enmudecido. Esa fría mañana de octubre salí del viejo cuarto lleno de
libros y papeles con esa persona extraña y alta que caminaba a mi lado y preguntó
suave y lentamente no quiere venir a tomar un café. Apenas pude decir gracias me
gustaría pero sonreía porque estaba complacientemente dispuesto a complacer.
Si hubiera música todo el tiempo. Puedo oír la canilla en el cuarto de baño.
La señorita Frías lavándose el cabello. Estoy terminando el brandy. Creo que me
balanceo en el borde de esta silla. Londres es una gran ciudad. Me arreglaré. La
cuestión es llegar, después ya veremos. Llevaré únicamente pasta dentífrica. La
envolveré bien en una bolsita. En la esquina de la avenida Newton y la calle Temple
se ha erigido una cruz para indicar el fin del Pale. Y ahora yo estoy fuera, en más de
un sentido. Me limito a inclinar hacia adelante la cabeza, me mojo los labios con la
lengua porque están tan secos y compruebo que el borde de esta alfombra ha sido
destruido por los pies. Me llevo la mano al ceño, sobre los ojos. He olvidado tanto.
Ocurren demasiadas cosas, demasiada confusión. Me siento entumecido de haber
fertilizado. En el nacimiento hay un momento de paternidad. Malarkey me lo
explicó bien. Creo que le gustaría verme fertilizar más a menudo, me dijo que era
una gran alegría tener hijos. Ahora lo sé. Qué alegría.
El lavabo del baño traga gorgoteando el agua. Seguramente baja hasta
Geary por debajo de la calle, y se vierte en la bahía del Escocés. La señorita Frías
estará retorciendo su cabello para secarlo. Sé que usa vinagre para enjuagarse.
Desde el cuarto de baño, el roce de sus pies en pantuflas sobre el suelo del vestíbulo.
Su puerta golpeando contra la silla verde. Muebles oscuros en su cuarto húmedo y
oscuro. Solía entrar ahí nada más que para mirar. Tan apartado y oculto. Un cuarto
aislado. Toco la trama. Esta casa al extremo de la calle. Apenas adivinan ustedes,
paseantes y quizás espías, cuánta desesperación y cuánto anhelo de amor hay en
esta casa amortajada.
La señorita Frías de pie en la puerta con su gruesa bata de lana, su piyama
verde, sus pantuflas rojas. Sebastián levantó lentamente los ojos.
—Está tan cansado, señor Dangerfield. Parece tan fatigado.
Sebastián sonrió.
—Sí. Lo estoy.
—Le traeré un poco de chocolate antes de acostarme.
—Señorita Frías.
—¿Sí?
—Señorita Frías, usted es buena.
—No.
—Señorita Frías, estoy cansado. ¿Qué hará cuando me marche? Estoy
preocupado por usted.
—No lo sé.
—¿Se mudará?
—Supongo que sí.
—¿Se irá de Irlanda?
—No sé.
—Váyase.
—No es fácil decidirse.
—Venga conmigo, señorita Frías.
—Usted no lo desea.
—Vamos, no diga eso.
Sebastián cayó hacia adelante, sobre el rostro. La señorita Frías lo aferró bajo
los brazos y medio puso sobre los pies el cuerpo liviano. Lo llevó lenta y
cuidadosamente a su dormitorio. Lo bajó hasta el borde de la cama. Allí quedó, los
codos sobre los muslos, las manos colgando de las muñecas.
Soñando esta puesta de sol. Clavado a una cruz y mirando hacia abajo. Un
refugio de tristeza pasiva, mistificadora. Inundado de lágrimas. Nunca te creas tan
sabio que no puedas llorar. O aceptar estas cosas. Acéptalas. Guárdalas en sitio
seguro. Son la fuente del amor.
La señorita Frías se apartó tímidamente de la puerta. La cabeza ligeramente
inclinada y el rubor extendiéndose bajo la piel de las sienes. Había un puntito en
mitad de su nariz. Las pestañas oscuras y temblorosas, la piel errabunda alrededor
de los ojos. Algunas líneas del cabello y su edad de treinta y cuatro. La vulnerable y
empinada base del cráneo. Nunca volverse y mirar a la espalda, o cuando nos
alejamos. Pero sus pies avanzan con dedos rojos. La parte de ella que eran los arcos
vencidos, los tobillos doblados y balanceantes que conferían una expresión tierna a
sus ojos. Pues las mujeres son seres solitarios, más solitarios con las mujeres y con
los hombres, cercados por niños oscuros y las cosas pequeñas y evanescentes que se
esfuman durante los años de espera. Y los corazones. Y cómo el amor era tan
redondo.
Si
hay una campana
en Dingle
y tú quieres decir
cuánto lo sientes
me voy
tócala
y que haga
ding dong.
21

Miércoles. Esa mañana Dangerfield recogió del vestíbulo sembrado de


facturas una postal de los lagos de Killarney, con un poema.
Mi corazón anhela
la escena familiar
azules lagos que tanto quiero
de la patria verde y lejana.
Y al dorso:
Estoy kaput. En el local de Jury, el miércoles, a las siete.
Duque de SERUTAN (ret.)

Dangerfield viajó en el ruidoso tranvía, en dirección a Dublín. Al final de la


calle Dawson bajó cautelosamente del chirriante artefacto. Movimientos rápidos, el
rostro desviado a la izquierda para ver las vidrieras de los negocios y evitar las
miradas. En Brown y Nolans veo que tienen algunos bellos libros, qué bueno no
verme obligado a leerlos. Así debería ser, ahorra tiempo. Recibí correspondencia de
esta excelente firma. Cortés. No como las otras. Dicen quizás estimado señor usted
olvidó una suma tan pequeña o desearía le facturemos por año. Sí, por año les
contesté. Caramba, cómo pasa el tiempo.
Un olor agradable en la puerta de este restaurante. Miren eso, gente
adinerada y feliz. Algunos salen. Suben a ese deslumbrante automóvil. Esta
elegancia me reconforta el corazón. Y sé que necesito otra cosa. Con una agilísima
maniobra de pies entro en un local al lado del callejón. Una amable joven me
entrega un vaso de cerveza porque no puedo afrontar a los derrotados de la batalla
sin tomar algo que alivie mi nerviosa desesperación.
Cruza College Green. Mira el reloj de Trinity. Las siete y cinco. Un pequeño
diariero se interpone en mi camino. Señor, dénos un penique. Mi corazón está
contigo, hijito. ¿Y tu madre también es irlandesa? Hijito, por favor dame un Evening
Mail. Y aquí tienes medio penique para ti. Señor, que Dios lo bendiga.
Sebastián entró en Jury por la puerta lateral. Sentado en un rincón al fondo,
medio tapado por la rama de una palma, estaba el duque retirado. Ante sí, sobre la
mesa, un vaso de brandy.
—Por Dios, Kenneth.
—Eres tú.
—Hola, Kenneth.
—Ves a un hombre totalmente acabado. Voy a beber hasta reventar.
—Las palabras más sabias que has dicho jamás.
—Reventado.
—Cuéntame qué pasó.
Dangerfield se instala cómodamente en esta silla de mimbre, plegando la
mano para oír, como el padre confesor, el relato del hombre de la barba roja.
—Renuncié.
—¿Qué?
—Fui al consulado y les dije que me repatriaran.
—Kenneth, no hablarás en serio.
—El barco parte mañana por la noche. Ahora está en el dique Alexander. Un
tipo enfermo, y yo ocupo su lugar. Lady Eclair fue un fracaso. Apenas llegué
comprendí que no funcionaba. Lo sentí en los huesos. Demasiado bueno para ser
cierto. Me echó una ojeada y por poco le da un ataque. Y yo casi pierdo la brújula.
Le dije que me diera treinta chelines y me marchaba porque me estaba sacando de
las casillas.
—Cálmate, Kenneth. ¿Cómo sucedió?
—Creía que yo era francés. No me dio una sola oportunidad, y mi acento
extranjero naufragó. Parecía que acababa de llegar de Estados Unidos. ¿Qué podía
hacer? En una situación así no tiene sentido prolongar el sufrimiento. Ninguno de
los dos iba a ninguna parte de modo que le dije que me diese treinta chelines por
mis gastos en Dublín y el viaje y me marchaba. Me fui, y eso es todo.
—Vamos, anímate. Una sonrisita. Ya sabes, no hay mal que dure…
—Estoy harto de la gente. Cuanto menos tenga que ver con ella por el resto
de mi vida, mejor. Y no me importa si muero.
—Qué tontería. ¿Dónde estuviste?
—Eso también. Estuve parando en casa de Malarkey, y por Dios, qué
deprimente. ¿Sabes qué pasó?
—¿Qué?
—Clocklan se suicidó.
—Dios.
—El lunes, cuando te dejé, fui a lo de Tony. No podía dormir, porque
estaban golpeando en la ventana, y luego hubo una pelea en la escalera. No sé qué
demonios pasaba. Quería dormir tranquilo, y llegar bien a la entrevista. En realidad,
tanto me hubiera valido estar despierto toda la noche. Por Dios, fue realmente
extraño. Y entonces, a eso de las diez menos cuarto vemos ese uniforme bajar la
escalera. Abrimos la puerta, y el policía pregunta si un tal Tony Malarkey vivía ahí.
Todos estábamos por decir que no, por razones de principio, cuando Tony grita
desde el fondo pidiendo su té, y el policía pregunta si ése es el señor Malarkey.
Tony se acerca a la puerta, y el policía le pregunta si conoce a un hombre llamado
Percy Clocklan y Tony dice que remotamente. Entonces el policía dijo que traía un
mensaje para él, a esta dirección, a un señor Tony Malarkey, y el mensaje lo recogió
alguno en la playa de Portmarnock. Dijo que el mensaje estaba en una botella de
whisky Power que la marea había dejado en la playa. Y entonces el policía mete la
mano en el bolsillo de la chaqueta —todos seguíamos el procedimiento desde
detrás de la puerta—, extrae un papel arrugado y se lo entrega a Tony. Creo que
Tony palideció un poco. Y después el policía le pregunta si sabe algo del asunto y
Tony contesta que no sabe palabra excepto que Clocklan salió para Inglaterra una
semana antes y después no se supo nada. El policía le pregunta si estaba deprimido
antes de partir y Tony dice que no podía saberlo porque estaba siempre borracho y
entonces el policía dice que es una investigación de rutina y si saben algo más
informarán a Tony. Tony miró la puerta y nos dice que se trata de ese bastardo
Clocklan, saltó por la borda del buque de la carrera y si cree que voy a perder el
tiempo reclamando su cuerpo está loco.
—Bienaventurado Oliver ruega por nosotros.
—Tony no parecía muy impresionado, pero yo quedé a la miseria. Continuó
diciendo que si Clocklan quería suicidarse, por qué se ponía sentimental y le
escribía notas. La nota decía que estaba harto y que no aguantaba más y que estaba
hecho una piltrafa. Era la única solución y quería que Terry y los chicos lo
recordasen. Dios mío, me sentí realmente mal. Tony de pie con una taza de té
diciendo que si conocía a Clocklan, seguramente no había saltado del buque antes
de llegar a Liverpool porque de lo contrario pensaría que había pagado más de lo
que valía el viaje. Realmente, me sentí deprimido. Por eso todo el asunto de lady
Eclair fue un fracaso total. Pensé que si un tipo tan despreocupado como Clocklan
se eliminaba, ¿qué esperanza tenía yo?
—¿Qué es eso de hacerte reembarcar?
—Tomé el ómnibus a Roundwood. Esperé cerca de la taberna local, y allí me
recogieron. Después vine a la entrevista. No sé qué me ocurrió. Hace pocos días
estaba entusiasmado. Tenía sueños maravillosos, mostradores recubiertos de cinc,
sartenes, fuentes, doncellas que llevaban los cubiertos. Y cuando llega el momento
de actuar ¡puf! todo revienta, y sólo quería un poco de humo. Estaba nervioso como
un cachorro. Pensaba en Clocklan flotando en el mar de Irlanda y comprendí que
todo había terminado. Apenas bajé del ómnibus en el muelle, me fui derecho al
consulado. Entré y dije depórtenme. El vicecónsul era un buen tipo. Telefoneó,
encontró el barco y listo. Y ahora me voy de vuelta a Estados Unidos. Soy un tipo
derrotado y acabado. Malarkey dijo que era maravilloso y para mí es peor que la
muerte.
—Dios mío, pobre Percy. Me gustaba.
—Sí.
—Kenneth, con tanta mala noticia conviene tomar algo.
—Sí.
Dangerfield castañetea los dedos, O’Keefe imprime un incesante
movimiento giratorio al vaso sobre la mesa.
—Kenneth, no te dejes abatir.
—En mi vida me sentí tan jodido. Y ahora estoy pasando las últimas
veinticuatro horas en esta tierra. Cuando volví a las Catacumbas todos me
felicitaban. ¿Te imaginas eso?
—Supongo que es posible.
—Parece que Tony no entiende.
—Quizá piensa en la comida que consumías en su casa.
—Tengo que reconocerlo. Es un tipo generoso. Cuando vas de visita a casa
de Malarkey, te dan lo mejor que tienen. Pasas al sótano y no tienen un penique,
pero todo está limpio y ordenado y si te invitan a comer algo, aunque sea pastel de
papas, pesado como plomo, sientes que te dan un banquete. Es un país jodido y
odio dejarlo, pero si no lo hago me muero.
—Lástima lo de Percy. Podría haberte encontrado algo en Iveagh House.
—Ahora todo ha concluido; ¿y qué piensas hacer?
—Kenneth, el buque de la carrera, viernes por la noche.
—No entiendo. Tus cosas están tan jodidas que no creo que sepas lo que
haces. ¿Para qué vas a Londres?
—A descansar la vista. Alguna vez viste los ojos en la calle. ¿Los viste?
Buscando algo. Y en esta bella y cultivada ciudad, a mí me buscan. Marion está en
Escocia, con la nena. Oh, le va muy bien. Marion es una gran muchacha. Por
supuesto, podré dedicarme a mis estudios, y quizá divertirme un poco por la noche.
—¿Con qué?
—Kenneth, sabes una cosa, creo que tienes el trasero de un sirviente.
—Lo tengo ahora. Como sabrás, en este asunto hay algo raro. Estuve
hablando de ti con Malarkey, y según dice se rumorea que te marchas y que Marion
te dejó, y que en Geary hay cierta irregularidad y algún conocimiento carnal. Y
también que te enredaste con una mujer en Rathmines, una que trabaja en la
lavandería de Blackrock, y otra en Cabra. Según dice Tony, pura murmuración,
pero ¿verdad que a veces acierta?
—Advierto que tu fe en Malarkey es tan honda que no tiene sentido decir
nada. Pero me gustaría destacar que mi vida es un libro abierto. Sí, un libro abierto.
—Dangerfield, no me engañas. Mañana me voy, de modo que me importa
un cuerno cómo te jodes, pero te diré una cosa. Las mujeres, las copas y el caos
general te arruinarán, y lo mismo digo de este absurdo bailoteo en la calle. Creo que
terminarás en Gorman.
—Como gustes, Kenneth.
La sonriente empleada depositó dos vasos sobre la mesa.
—Su brandy, señor.
Dangerfield con un rictus.
—Ah.
O’Keefe con un suspiro.
—¿Cuánto, cuánto?
La empleada se inclinó solícita.
—Siete chelines, señor.
O’Keefe con tristeza.
—Y aquí un chelín de un hombre pobre, porque me marcho de Irlanda y ya
no lo necesitaré.
Sonriendo sobre una flor de sonrojo.
—Gracias, señor, muchísimas gracias. Lamento que se marche de Irlanda.
O’Keefe la mira.
—¿Por qué lo lamenta? Ni siquiera me conoce.
La empleada con expresión de seriedad.
—Oh sí, lo conozco. Solía venir mucho el año pasado. Todas lo recordamos.
Entonces no tenía barba. Creo que le sienta.
O’Keefe, sorprendido, se recuesta en la crujiente silla de mimbre. Sonríe.
—Me gusta mucho lo que dijo. Gracias.
La empleada se sonroja y se marcha.
—Maldito sea, Dangerfield. Soy un endurecido hijo de puta pero sabes que
me arrodillaría y le besaría el culo a un jesuita si así pudiera quedarme.
—Yo recogería las limosnas si lo haces.
—Dios mío, aquí la gente se interesa en uno.
—Extranjeros.
—Aun así, en Estados Unidos se cagan en ellos. Esta mañana me levanté
temprano y caminé por la calle Fitzwilliam. Aún estaba oscuro. Oí que se acercaba
un clip clap y el lechero venía cantando. Era hermoso. Dios mío, no quiero volver.
—La tierra de los ricachos. Los que son monstruosamente ricos. Ahí están
los dólares.
—Siento que cada minuto en Estados Unidos es tiempo perdido.
—Vamos, Kenneth, el país de la oportunidad para espíritus jóvenes como el
tuyo. Quizá un poco de esa infelicidad, y la gente se tira por la ventana. Pero
también hay momentos de alegría. Incluso puede resolverse tu problema.
—Si no puedo resolverlo aquí, nunca lo haré allí.
—Veremos cómo reaccionas cuando los tengas frente a los ojos. No creo
exagerar cuando digo que los cuerpos que tienen allá son hermosos.
—Puedo esperar.
—¿Y cómo está Tony?
—Se pasa el día fabricando juguetes para sus chicos. Se levanta por la
mañana y pide a gritos el té. Luego sale, se encuentra con un apostador y apuesta
un chelín. Después está nervioso hasta que el caballo pierde. Y luego, como él
mismo dice, cuando el caballo pierde me voy a casa y me peleo con Clocklan.
Cuando estuve ahí traté de que Tony se interesara en tomar el Norte por la fuerza. Y
Tony me contó de la vez que pasaron la frontera. Todos querían liquidar policías,
era imposible contenerlos, estaban dispuestos a clavar la tricolor en el Norte. De
modo que pasaron la frontera, los bolsillos llenos de bombas caseras, granadas de
mano y gelinita. Se encuentran con un policía. Son cuarenta, y viene un policía y
dice vamos, vamos, este es el país del Rey, de modo que compórtense o tendré que
encerrarlos a todos. Tienen la cara larga, pliegan la tricolor, dejan las bombas y se
meten en la primera taberna y se emborrachan, y el policía con ellos. Estuvo bueno.
Sabes, no creo que jamás quieran apoderarse del Norte. Barney dice que son la
mejor gente de la tierra. Mira, quizá el Norte podría apoderarse del Sur.
—Kenneth, por lo menos conseguiríamos anticonceptivos.
—¿Y qué harás con tus mujeres cuando vuelvas a Londres?
—Kenneth, ¿crees que tengo un harén? Llevo una vida de espartano
sacrificio. La señorita Frías es una de las mejores personas que conozco, es buena
católica y desde todo punto de vista hace una vida respetable y provechosa.
—Malarkey dice que el vecindario está deshonrado por este asunto.
—La señorita Frías y yo jamás nos rebajaríamos. O nos fijaríamos el uno en
el otro lascivamente. Todo dentro de los límites del buen gusto y la dignidad.
Además, desearía destacar que la señorita Frías piensa unirse a las monjas.
—Perverso bastardo.
—¿No te has visto complicado alguna vez en algo indigno, o no
suficientemente digno, o algo así? Vamos, O’Keefe, déjate de historias. Geek.
Kenneth, estás tan dominado por el deseo que te imaginas cosas. Tú piensas que yo
peco. No yo.
—Encajas tan bien ahí como una banana en su cáscara. Tony dice que le das
tanto que ella apenas puede ir a trabajar por la mañana.
—Absolutamente ofensivo. La señorita Frías camina en puntas de pie entre
los tulipanes.
—Crees que puedes hacer todo eso, sin pagar las consecuencias. Las copas te
hacen pensar así.
—Y sin duda la sociabilidad es lo que me hace beber.
—¿Sabes qué deseo hacer cuando tenga dinero? Mudarme al hotel
Shelbourne. Entrar por la puerta principal y decir al portero por favor lleve mi
Daimler al garaje.
—No, Kenneth. Lleve mi auto al garaje.
—Dios, tienes razón. Eso mismo. Mi auto. Por favor, lleve mi auto al garaje.
Y luego subo a las habitaciones del Shelbourne. Dicen que tiene el bar más hermoso
del mundo. Llamo a Malarkey y lo invito a venir ¿Cómo te va, Tony, cómo están las
cosas en las Catacumbas?
—Sí, Kenneth, tienes el trasero de un sirviente.
—Quieres decir para cabalgar. Justo para un caballo. Sabes que si no fuera
por los británicos este lugar estaría habitado por salvajes.
—Me alegro de que hayas llegado a entenderlo así.
—Los irlandeses creen que los hijos son fruto de la ira de Dios, por
encamarse. Todo lo que oyes es que si no fuera por ustedes, chicos, la vida sería
color de rosa, y lo pasaríamos bien. Pero trabajamos y nos reventamos para darles
un poco más de lo que tuvimos, y ahora mira lo que hacen, no traen a casa ni un
penique. Haraganes inútiles, pierden el tiempo con los libros y en el ferrocarril hay
buenos empleos.
—Geek.
En el olor y el ruido de los ocho del salón de Jury, estaban sentados con las
piernas estiradas y los dedos de los pies retorciéndose en los zapatos, deshelando
los huesos húmedos en el aire de la calefacción central. Curas dispersos en todo el
salón, los rostros rojizos, los ojos acuosos y ardientes. Los cuellos inmaculados
sofocando la carne escarlata, clérigos doloridos. Con empleadas, jóvenes, oscuras y
redondas. Macetas con palmas. No era lo que había adentro sino lo que había afuera
lo que hacía que lo de adentro fuese grato y deseable. Porque afuera está la
humedad grisácea que lo cubre todo. Y penetraba por los zapatos, humedecía las
medias, y se deslizaba entre los dedos de los pies. Aquí cerca está el Banco de
Irlanda. Tan grande y redondo y granítico. Afuera hay una prostituta y un
mendigo.
—Bien, Kenneth, es propio y justo que dispongamos de la comodidad de
esta hermosa sala el último día.
—¿Viste los dientes de la empleada? Blancos.
—También tiene hermosos ojos.
—¿Por qué no puedo sentir que tal vez un día me case con una de estas
chicas?
—Kenneth, en los tiempos que corren está muy de moda casarse con un
miembro de las clases inferiores.
—El problema es que me casaré con un miembro de mi propia clase.
—Querida, me gusta tu sangre.
—Sí. Toda mi vida sexual depende de los matices de la riqueza. Vuelvo de
una buena cabalgata en los límites de la propiedad, buscando intrusos.
O’Keefe se recuesta sumergiéndose en esta súbita gloria, y continúa con
maduro aplomo.
—Atravieso el lavadero y llamo, y digo, Tessie, qué hay para cenar, y Tessie
acude apresuradamente al cocinero. Lady O’Keefe ya me dijo qué hay para la cena,
pero con mi ágil estilo democrático bromeo con las chicas del lavadero. Lady
O’Keefe en un extremo de la mesa y yo en el otro, y conversamos de la propiedad y
los caballos. Le pregunto qué hizo en la exposición floral y si alguna de nuestras
plantas obtuvo un premio. Después de la cena, a la biblioteca para beber café con
una gota de limón y una botella de Hennessy. Me lee una obra hasta las diez. Sube a
su cuarto. Estoy en la biblioteca unos diez minutos y subo a mi dormitorio.
Advierto que la puerta de comunicación está entreabierta. Espero unos discretos
diez minutos, me acerco en puntas de pie, golpeo delicadamente, ¿puedo entrar,
querida? Sí, querido, entra. Ja.
—Eh, Kenneth, si llegas a ser rico resultará un anticlímax.
—Dios mío.
Sobre la cabeza de O’Keefe una sucia gorra parda de tweed. Las mujeres del
salón miran a estos dos completamente despatarrados. Y aguzan el oído para
escuchar qué cosas fantásticas dice el hombre de la barba, con ese acento terrible, y
el hombre de la actitud altiva y la voz refinada, que agita exquisitamente los dedos
y echa la cabeza hacia atrás para eructar su risa. Tan seguros de sí mismos.
Y entre los curas y las matronas que hacían mohines había comerciantes de
Manchester que fabricaban muebles para venderlos a los funcionarios del gobierno,
para la sala de estar. Y eran tipos de rostro ligeramente rojizo, con un matiz de
orgullo en las voces. Usaban camisas azules rayadas con cuellos duros blancos y
garbosos trajes de caballero rural con espigados blancos y chaquetas cortas y debajo
tirantes, rojos, azules, verdes y solapas de lana y botones detrás y por todas partes.
Y hombres de Bradford y Leeds que miraban cautelosamente por el rabillo del ojo.
Sé que ustedes son ricos, tienen ropa interior de seda y han acabado un magnífico
pedazo de carne con una montañita de hongos, zanahorias, arvejas y otras cosas.
Kenneth O’Keefe dijo a la empleada que quería café. Examinó el salón para
ver quién observaba o escuchaba. Con la cabeza inclinada hacia adelante, se quitó el
gorro y se rascó la parte posterior de su cabeza pardo claro. Dangerfield semisupino,
el mentón descansando sobre el pecho, examinando cavilosamente a O’Keefe.
—Kenneth, nuestra última audiencia nocturna.
—Ajá.
—Después, baja el telón.
Los hombres de negocios de Bradford y Leeds que viven entre edificios de
piedra arenisca en calles humosas y oscuras, palpando y juzgando el precio del
lienzo con mirada aguda, que pasan largas tardes sobre el té y probándose trajes,
con nieblas invernales alrededor de sus mansiones de piedra oscura. Estos hombres
se recuestan en sus sillas, extraen de los bolsillos airosos pañuelos de seda, y se
quitan los lentes, y con el lienzo fino frotan sensualmente, atrás y adelante, en
redondo, tocando con fuerza y luego muy suavemente el vidrio exquisito, y lo
ponen contra la luz y con dedos extraños y largos los devuelven a los ojos. En la
angustia de los precios y los arruinados que salen del mercado sonríen, levemente
pero sonríen, los hombres más ricos del mundo.
—Kenneth, te acompañaré hasta el muelle.
—No tengo inconveniente.
Kenneth O’Keefe dirigió una última sonrisa a la encantadora empleada.
Terminaron el café y se pusieron de pie. Las luces del salón se acentuaron. Todos
dejaron de hablar. En el silencio los dos atravesaron el salón. Las empleadas con su
uniforme negro estaban contra la pared, junto a la ventanilla del servicio. Una de
ellas metió diestramente la cabeza en el agujero y dijo que se marchaban.
Aparecieron otras tres caras de ojos brillantes. Cuando se aproximaban a la puerta
todos los miraban. Todos de pie aplaudiendo. Gritando bravo con sus bocas. Las
luces más brillantes y los aplausos de sus manos más ruidosos. Los caballeros de
Bradford y Leeds enjugando las lágrimas de sus ojos con las puntas de los pañuelos
de seda, retorciendo el lienzo con un índice, parpadeando y mirando. Finalmente,
también los curas. Sé que nos creen gloriosos. Y tumultuosos. Nuestras espaldas
pasan por las puertas de vaivén, salen a la calle, cercada por depósitos y casas de
cambio y durante el día colmada por el afán del dinero y una vía desierta durante la
noche.
—Kenneth, cuando vuelvas, vendré a recibirte caminando desnudo con un
sombrero hongo verde. Con un carro adornado de gallardetes verdes y banderines
importados de Checoslovaquia y una banda de gaiteras soplando enloquecidas.
¿Sabías que llevaron a Estados Unidos el gorrión inglés para que se comiera el
estiércol de caballo de las calles?
—No.
—Estudia el asunto. Tienes que luchar, Kenneth. Hay que resistir o te vas a
la mierda. Y quizá uno de nosotros pronto se enriquezca un poco. Y cuando estés en
alta mar, quiero que te acuerdes de rezar. Porque yo estaré en esa ciudad de
Londres y Londres desborda lascivia. ¿Qué opinas?
—Nada. La odio. Una mirada a la estación Victoria me bastó. Qué diablos,
quizá tenga suerte.
—Hay que luchar. Kenneth, hay libros que así lo dicen. Y también de los
animales que desaparecieron. No presentaron combate. Agregan una palabrita al
final de la página para decirte algo. Extinguidos. Hay que evitarlo.
—Aquí te dejo.
—Bueno, Kenneth, es una situación irónica. Me separo de ti al norte de
Dublín. Nunca creí que sería así.
—Mis saludos a Tony y los demás. Aunque lo creo improbable, espero verte
sentado de culo en el Old Bailey.
—Puedes estar seguro, Kenneth.
—Buena suerte.
O’Keefe se alejó tristemente y desapareció en esa calle oscura y grisácea
llamada Seville Place. Dangerfield retornó atravesando el puente Butt, bajo una
lluvia fina. Mi cuerpo tiene coyunturas azules. Irlanda irá al cielo con ese tiempo
tan malo. Me froto los nudillos porque este clima es sólo para los sesos. Grúas y
mástiles a lo largo del río. En el muelle Aston los últimos ómnibus salen para el
campo. Y grupos de hombres enfundados en abrigos negros chupando cigarrillos,
escupiendo, mezquinos. Con las lengüetas de los zapatos colgando como bocas
hambrientas de perros. Ahora daría cualquier cosa por una copa. Vistiendo este
harapo de desesperación y tristeza. Lleno de agujeros y sucio. Sobre mis hombros,
húmedo y frío. Dicen que nada dura. Todo gris. ¿Gris de qué? Gris de lluvia. Y
rosado por charcos. Hay colores para todo. Dicen que verde de trabajo. ¿Y ahora
qué? ¿Y la Ociosidad? Creo que negro. Ustedes, los de cubierta, arriba mi pequeña
enseña negra. ¿Y bien? Por la lascivia. ¿Qué dirán? ¿Rojo? No. No rojo. Creo que
pardo. Pardo de la lascivia. Rojo del dinero y azul de los muertos.
Llévense
los muertos.
Hagan música
por favor.
22

La señorita Frías estaba acostada sobre la espalda, la cabeza sobre dos


cómodas almohadas blancas. Bajo los ojos rayas grisadas. Al borde de las lágrimas.
La mano dividida sobre el lomo de su libro, mirando hacia las mantas. El señor
Dangerfield, árbitro del saber, estaba erecto a los pies de la cama, solícito y amante.
Mirándola en los ojos de los que emanaba dolor, y le pedían que la buscase ahora. Y
estaban juntos en su cuartito, separados del resto de la casa, y afuera el mundo listo
para destrozarlos. Cómo evitarlo. Y Dangerfield. Y la señorita Frías.
—Te llamaré Lilly.
Una sonrisa tímida le atiesó los labios, los ojos desviados y otra vez
mirándolo y los labios tensos y el borde de los dientes que le mordisquean la boca y
el rostro frente al de Sebastián.
—Oh.
—Creo que es tiempo de que te llame Lilly. Lilly.
—Oh, bueno.
—Lilly.
—Oh, Dios.
—¿Hay algo de comer, Lilly?
—Solamente tocino y té, pero recoja ese billete de diez chelines, señor
Dangerfield y compre huevos.
—No. No podría.
—Sí. Por favor. Insisto.
Dangerfield se acerca a la cómoda. Desliza el billete en un bolsillo.
—No tardaré.
Sin embargo, me rebajo a realizar tareas serviles. Ocurre que no hubo
suficiente dinero. De todos modos, siempre en movimiento. Los ojos bien abiertos y
nunca se sabe cuándo o qué puede aparecer. Aprovechar el ambiente. Arrancar los
frutos de mis árboles. Buenas camisas de los mostradores, y ponerlas en cuenta.
Una tonelada de turba de mi vendedor de combustible, y envíeme la factura. Me
llevo un pavo grande, una trampa para ratones y un queso semifresco, una libra del
mejor café Robert y un pedazo de salame, oh y un cuarto de chucrut y le importaría
muchísimo cargarlo en mi cuenta. El aire saturado de ciertamente señor. Oh, estuvo
bueno. ¿Manteca cremosa? ¿Cuántas libras, señor? Creo que las tres. ¿Lonjas de
tocino? Un lindo pedazo, por favor. Una tonelada si quiere. Imagínenme
caminando por la calle Grafton. Paso frente al café Mitchell y la entrada a la cual
siempre me asomé atentamente para ver rostros aristocráticos saliendo de cuellos
de vestidos floreados y bien olientes, y miraba sus narices y las aletas bastante
agradables, por supuesto carreras de caballos y ojos chispeantes de vitaminas
siempre con la esperanza de que uno me sonriera. Y uno habla. Oh, Sebastián,
¿dónde estuvo? ¿Qué? No habla en serio. Quiere decir que tiene hambre. Tremendo.
Oh, bromea. Chocante. Pero vamos, venga a tomar el té conmigo. Por supuesto que
pago. ¿Qué lleva puesto? Eso, sí, eso. Dios mío, es una frazada. Temerario. Lo único
que se me ocurre. Terriblemente F.A.I. Quiero decir, algo así como la R.A.F. ¿La
F.A.I.? La Fuerza Aérea Irlandesa, claro, estúpido. Venga a tomar té. Oh, no, úsela.
Me gusta. Le sienta. Muy excitante. Usted tiene actitudes extrañas, todos lo dicen. Y
allí estoy con esta joven, arriba, junto a la ventana. Ella paga. Yo estoy bajo la manta
parda. Parda por lascivia. Como la torta que me pagó. Como una, robo dos. Como
una, robo otra. Después. Voy al baño y mojo la frazada en el lavabo. Me apodero de
un letrero de cartón y me fabrico un cuello duro. Uso el cordón del zapato, que es
negro. Negro por medios privados. Retorno usando eso y nada más. Podría decirse
que estoy haciendo un gesto evidente de indecencia. Pero alimentado.
Y esta noche entro y compro huevos. Y señorita Frías, mi lila y Lilly,
¿adónde irás? No quise lastimarte, sino comprenderte, estar contigo y darte amor. Y
mezclamos nuestros cuerpos en la cama y una noche usé tu piyama. Creo que el
verde me sienta.
—Por favor, una docena, que sean buenos.
Creo que este negocio trabaja muy bien. Un mostrador nuevo y vidrios y
aquí y allá se ve una uña limpia.
Sebastián se apresura a regresar a la calle Geary, y con los bruscos
movimientos hacia la izquierda se mete en su callejón. Camina hacia una pared.
Busca el cerrojo en el portón verde. ¿Qué hicieron estos vecinos? La luz encendida
en esa casa. ¿Qué estaban haciendo con sus cuerpos? Tostándose frente a los
últimos carbones. Mañana me voy lejos. O’Keefe sale mar afuera. Y la señorita Frías,
veo un rayo de luz por el reborde de la persiana. Criticable desde el punto de vista
de la seguridad, pero no importa porque es el último día. Sólo quedan algunas
horas. Entro en la casa para sostenerte la mano y pasar contigo la última noche.
Quiero llevarte conmigo pero no puedo. ¿Estarías dispuesta a poner el hombro a la
gran rueda? Fuerza. Yo te enseñaré cómo. Fuiste buena conmigo como no lo fue
ninguna de las otras y me acompañaste en esta última soledad, podría haber
enloquecido de no haber sido por tu cuerpo y tus sonrisas y tus dulces pechos. Me
salvaste. Incluso los pequeños y secretos olores de tus axilas. Como osos en
invernaderos. Hocicando los pelos cortos.
Camina por el costado de la casa. Mira los laureles. Aquí está oscuro.
Enciende esta luz. La señorita Frías mantiene limpia la cocina. En su habitación.
—Por favor, no te levantes, Lilly, déjamelo.
—Permítame. Usted está cansado. No es trabajo, señor Dangerfield.
—Lilly, esta noche, la última, llámame Sebastián.
—No puedo. No me lo pida, venga y siéntese. Yo me encargo. Le espera un
viaje muy largo.
—Sí. Eres muy amable. ¿Puedo mirar tu libro, Lilly?
—Es una de esas cosas terribles.
—Lilly, estoy helado, creo que al salir me resfrié un poco, tengo la nariz
congestionada. ¿Crees que podría acostarme en tu cama calentita?
—Pero no deberíamos hacerlo más.
—Solamente hasta que coma el tocino y los huevos.
—Señor Dangerfield, usted es terrible.
—Es tu botella de agua caliente. No puedo vivir sin ella.
Lo dejó sentado en la silla. Y él se desvistió. Los zapatos pulcramente a un
costado de la cama. Afuera el viento. Me digo y me repito que son templados,
húmedos y tibios. Me paso la vida inclinado sobre un mapa meteorológico.
Huésped del cómodo lecho de Lilly. Lindo nombre. ¿Por qué lo hice? La llamo
blanca y pura. Virgen. Nieve amontonada. Y yo me deslizo entre estas sábanas, bien
hondo en pos de la botella. La alcanzo, la engancho, me la acerco a las pelotas y la
espero. Creo que cuando esté en Londres ingresaré en el Club del Trinity College.
Leo las calmantes palabras que dicen que el Club existe para promover la relación
social y la camaradería entre sus miembros, ofrecer la oportunidad de renovar
antiguas amistades y mantener a los hombres de Trinity en contacto con la vida de
la Universidad. Me digo siempre que soy uno de ustedes porque no quiero perder
nunca la fe. Algo a lo cual aferrarme. Y por las noches iré a sentarme con ustedes.
Me mostraré reservado y escucharé. Esas cosas que me son tan caras. Confío en que
esté lloviendo. Y desciendo de mi coche, absorbo unas pocas bocanadas de gorda
niebla. Uso la corbata de Trinity. Qué corbata tan elegante. La más ilustre. Digo
¿Trinity? Caramba. Sí. ¿Usted? Sí. Cuarenta y ocho. Cuarenta y seis y cualquier año
que usted quiera. Cómo le va, soy Dangerfield. Hermoso espectáculo. Por cierto. En
realidad, terriblemente bueno. ¿Habrá candelabros? ¿Pollo? ¿Repollitos? ¿Fuego
encendido? ¿Y eso será lo que yo quiero? Por favor.
Lilly vino con el té. Las largas fetas rojas atravesando la fuente y las dos
yemas brillantes. Y el pan enmantecado. Una servilleta verde claro. Deposita todo.
—Lilly.
—Oh, me hará volcar todo.
—Uno solo. En los labios. Así.
—Se quemará si lo suelto.
Mi taza de té. Ahí está.
—Lilly, eres muy buena. Necesito esto, el calor y la comida. A veces me
pregunto si hay una isla un poco más pequeña que ésta, para irnos.
—Sería hermoso.
—Lilly, estuviste haciendo tus valijas.
—Sí.
—Qué vida lamentable. Quisiera asentarme en algún sitio. Quedarme
definitivamente. Estoy harto de mudanzas. Lilly, necesitamos algo que podamos
considerar propio. Creo que eso es lo que todos necesitamos, y basta de traslados.
—Mi tía dijo que me tendrá en su casa hasta que consiga un lugar.
—¿Cómo es tu tía?
—Tiene un estudio al fondo de su casa, y pinta esos modelos desnudos. Una
vez posé para ella, y me pareció terrible.
—¿Por qué?
—El modo de mirarme.
—¿Lasciva?
—Sí.
—Lo mismo de siempre, Lilly. Lo mismo. No sé cómo puede evitarse. Y el
único resultado es la cama.
—Oh, señor Dangerfield, usted sigue con eso.
—Odio dejarte. Siento que es injusto.
—Señor Dangerfield, no tiene que preocuparse por mí. Sabré cuidarme.
—Pero quisiera saber que estarás bien.
—¿Y la señora Dangerfield? Sé que no es cosa mía, pero me pareció que
estaban hechos el uno para el otro.
—Una pequeña confusión. Creo que el dinero no alcanzaba. La señora
Dangerfield creyó que yo estaba podrido en plata. Me parece que hay bastante
dinero por ahí, pero por el momento es difícil moverlo. Pero tengo planes.
—Me gustaría casarme.
—Ten cuidado. Cuídate de estos irlandeses.
—No con uno de ellos. Me gustaría un indio.
—¿Americano? Como yo. ¿Sabías que tengo sangre mohawk? Juu juu.
—Señor Dangerfield, fue una gran experiencia conocerlo, aunque no estoy
de acuerdo con todo lo que usted dice. Pero creo que en el fondo es buena persona.
—Lilly.
—Lo digo en serio.
—Ven aquí.
—He jurado no hacerlo de nuevo. Por favor. No.
—No hay ningún mal en ello.
—Solamente en la mejilla, porque no puedo detenerlo cuando empieza.
—No hay nada malo en eso, Lilly.
—Cuidado, volcará todo. No.
—Entonces, acuéstate a mi lado. Ese besito en la oreja no es nada. Solamente
uno. Lilly, te pusiste perfume.
—Se lo ruego, señor Dangerfield, por favor no me haga eso.
—Quiero que vengas a visitarme en Londres. ¿Vendrás?
—No volveremos a vernos. ¿Y qué será de la casa, señor Dangerfield?
—Ya arreglé eso. Acércate un poco. Es nuestra última noche juntos. El té
estuvo muy bueno.
—Llegaron muchas cartas para usted.
—También me ocuparé de eso. Ahora no hablemos de estas cosas,
acomódate aquí y no pienses en nada. Ya me ocupé de todo.
—Señor Dangerfield, por lo menos me quiere un poquito.
—Me gustas, Lilly. Fuiste buena conmigo. Me confortaste. Tómame la mano.
Así. Cálmate. Todo saldrá bien. Hace mucho que no me siento tan bien.
La señorita Frías en su piyama verde. Deposité la yema anaranjada sobre mi
pan y comí. Creo que casi lo he conseguido. Por lo menos, lo posible. Paz. Sagrado
silencio. Mañana en acción, o a la carrera, como quieran. Quizá Skully intentará
algo y se enredará solo en los hilos secretos que dejo tendidos sobre mi huella. No
quiero que nadie me atrape. Ni que me detengan o arrinconen. En Inglaterra le
ponen a uno una cuerda alrededor del cuello y lo sueltan, hup. Del otro lado del
canal levantan esa cosa brillante y afilada y le dicen a uno que ponga allí esa cosa
como de sílfide que uno tiene. No sé por qué me aterroriza tanto esta pena capital,
ya que me siento un caballero y me ajusto a todas las normas y las reglas que
ustedes quieran, e incluso a unas cuantas que yo mismo imaginé. Oh, miren el lazo
y los nudos y los cuchillos. Y también a estos doctores. Apenas uno les permite
enfundarse en esas chaquetas blancas y tenerlo a uno de la muñeca quieren
auscultarle el pecho. Pretenden mirar el interior de la boca. Después lo depositan a
uno en una mesa y se acercan al armario en busca del cuchillo. Dicen que solamente
echarán una ojeada adentro.
Lilly, nunca me canso de tus pechos, tus rodetes o tus encantos de treinta y
cuatro años. Alguna vez dejaré de imaginarlos y gustarlos bajo la chaqueta de ese
piyama verde. Es raro que yo formule jamás estas afirmaciones dogmáticas, pero no
puedo dejar de sentir que cuando otras cosas hayan desaparecido ese conocimiento
carnal perdurará. Supongo que en mi caso se ha tratado pura y sencillamente de un
hombrecito atemorizado, vigilante y atento a todos los animales de presa. Lilly, he
tenido otras mujeres. Las he besado en la cama. Y una chica que vive cerca del
Caballo Herido, otro cuerpo sabroso con músculos tiernos, y mi cara hundida en el
cabello rizado y centelleante. Recibía el jugo y el confortamiento de mis muslos. Y
hablaba y conversaba con ella yendo por las orillas del canal donde según oí decir
hace años la diligencia que venía del Sur cargada de gente cayó por el puente hacia
el canal y ellos pensaron como buenos irlandeses e ingenieros que debían lograr
que flotaran y abrieron las compuertas y los ahogaron a todos. El canal es mi lugar
favorito por ésta y por otras razones. Y también esta chica fue buena conmigo. De
otro modo es inútil. Bondad. Y tú entraste en mi vida para concertar esta colusión,
la inquilina en la cama con el dueño de casa. Una cosa usual en los tiempos que
corren pero diferente en nuestro caso porque ambos lo necesitábamos. Y las
pequeñas charlas que celebramos. Te conté la historia del viaje con el pene al aire.
Te reíste. Oh, esas cosas ahora son divertidas, pero ese martes yo estaba para que
me encerraran. Lilly, tu buena disposición y tu interés me cautivaron, me ataron a
tu cuerpo y a los tés tan agradables que tuvimos. Puedo armar frases originales
incluso con las mejores. Pero mejor mantengo secreta esa parte de mi persona.
Como las enmarañadas leyes de esa iglesia tuya. Pero sé algo de derecho y de las
normas que llaman Canon. Incluso entré en Brown y Nolans y pedí el libro, y
estuve tres horas frente al mostrador leyendo, y los empleados muy inquietos
porque estoy seguro que vieron que bajo el impermeable yo usaba los restos de una
casulla, y esas leyes eran tan interesantes. Tuve la sensación de que estaba
explorando el pecado y el limbo. Lilly, te oí murmurar en medio de tu angustia,
santa Madre de Dios, nunca me perdonarán. Pero por supuesto lo harán, suculenta
y tierna pollita y sensual criatura.
Con la luz apagada y la B.B.C. que ha terminado sus programas nocturnos.
Minúsculos sonidos afuera. Y anuncios de ventarrones en Malin, Rockall, Shannon,
Fastnet y el mar de Irlanda. La lluvia golpea contra los vidrios de las ventanas. Las
hojas de los laureles se estremecen enloquecidas. Y nuestra cortina verde se hincha
y una luz divide el cuarto. Afuera sobre el agua. Creo que es mi tumba. La isla de
Man, el estrecho de Dalkey y los puertos de Bullock y Colimore, ciento veinte millas
a Liverpool. Abracémonos fuerte, Lilly y basta ya de bien y mal. Y dígame, señor
Dangerfield, si se enteran y no es tan fácil que me perdonen porque me obligan a
confesarlo todo y apenas uno deja entrever algo empiezan a hacer preguntas, estaba
solo, y el matrimonio, y qué hacía él. Entre tus piernas, hija mía. Y qué otras cosas
hicieron y él también hacía eso. Sí, lo hacía. Lilly te cedo todo este sufrimiento. Yo
no soy un cobarde barato. El derecho de sociedades anónimas y la concertación de
tratados entre naciones tienen su importancia. Se lo diré, señor Jesús, conocí a Lilly
y si usted conociera a Lilly como yo conocí a Lilly. Bien. Tampoco usted la habría
rechazado, ¿no le parece? De ningún modo. Jesús y yo hemos pasado juntos
muchas cosas. Y te digo Lilly, se moriría de risa y diría, ¿por qué mi querida niña te
acostaste con el hombre de mazapán? Grandioso. No te preocupes. Qué es una
encamada entre amigos si te toca en suerte un buen pedazo. Conozco unos cuantos
de esos tipos egoístas allá abajo, eficientes pero melindrosos que no la pasan muy
bien y que quieren liquidar a muchachos como Dangerfield. Conozco a Dangerfield.
Su vida entera. Océanos de integridad y charcos de confiabilidad. Por Dios, es decir,
yo mismo, el mejor hombre que jamás hice de una costilla o de los peces el día que
lo hice, ya no recuerdo cuál. Quiero que venga aquí conmigo. Cuando estés muerto,
Danger. Dicen que nunca te vencieron en ajedrez, dominó o criquet, o en tu razón
cuando el resto dice que estás equivocado. Y para usar una de las frases bastante
divertidas de Dangerfield, yo tampoco soy una gallina cobarde.
Bueno Lilly. Así son las cosas. Ahora acércate. Porque recuerda que el
viernes estaremos separados. Cuando yo extienda la mano para tocar la tuya blanca
que se aleja. En la nave trompeteante que sale mar afuera. ¿Estarás de pie al lado del
tanque de gas haciendo señas? Cuando choque mi pecho contra el tuyo. Estoy triste.
Separación de cuerpo y cuerpo. Y esta noche pido por favor tu favor. Y cualquier
pecado mortal que quieras cometer. Y recuerdas el pequeño cacharro blanco del
garaje, lo recogiste una noche cuando yo volvía a casa después de unas horas en las
tabernas y yo dije señorita Frías, le ruego que lo traiga. Llénelo con agua y
tráigamelo. Y metí los pies, y me permitiste usar tu talco. Y me ayudaste a secarlos.
Y yo inclinando la cabeza bamboleante entre mis piernas. Como me encontraron
varias mañanas colgado sobre las cadenas en Trinity mis cabellos rozando la punta
del pasto. Lilly qué lindo y blanco cuero cabelludo tienes, ni un poquito de caspa.
Cuando sostuviste mis pies. En tus manos. Señorita Frías, eres la persona más
buena que he conocido. Te sostengo por los hombros. Por eso hago esto. Porque me
gustas. Y te quito la chaqueta del piyama verde. Después de tu placer, empiezas a
llorar. Déjame tomarte el pezón. No estoy loco como Kenneth, pero igual lo necesito.
Este cordón alrededor de tu cintura. Lo empujo bajo tu ombligo que es hondo.
¿Puedo abotonar tu vientre, Lilly? ¿Sabías que tengo un diploma? En ombligos.
Realicé trabajos especializados. Publiqué artículos. Hice muchas cosas. ¿Hay una
marea ascendente de carne? Por qué señorita Frías, ríes por lo bajo. ¿Con qué objeto?
¿Crees que después de todo es divertido? Copular y acabar. O porque dije que Dios
estaba de mi parte o muy interesado desde allá arriba mirando esta tierna escenita.
¿O estás mirando como si fueras un ojo en el cielorraso? Lo que está en las sábanas.
Una escena de catch. No te vuelvas hasta que haya terminado con tu boca. Es la
última vez. Los pecados brotan por todas partes. Me tientas, Lilly. ¿Y esto eres tú? Y
tu voz en mi oído. Pronunciando un juramento y no puedes esperar hasta que
hayamos acabado. Lilly, puedes sentirme. No, no te dejo. La última noche. Te deseo
pero no puedo permitirte. Vamos, vamos. Te extrañaré y cómo hacíamos el amor.
Lilly, sólo me queda sembrar mi semilla irlandesa. Vender mi semilla, Lilly. En el
negocio. Sembraron a la madre del Señor y dicen que no tuvo nada que ver con la
carne. Pero Lilly, me estás dando la espalda. Esta última noche me dices qué es lo
que me dejarás hacer, porque lo hice una vez antes y después unas veces más.
Aprenden toda clase de cosas en la granja mirando a los animales. Pero ¿no te hará
daño o te dolerá? Puedo fingir, pero me siento chocado, pero por otra parte no
puedo dejar de reírme de una situación tan tonta. Me ofreciste tu trasero. También
estoy conmovido. No sé por qué. Como el Cuatro de Julio en esa fiesta del Parque
Fénix. Un dulce y soleado día de verano con la gente que llegaba en coches
relucientes, vestidos y joyas. Me acerqué casi en puntas de pie a la puerta con la
esperanza de deslizarme y entonces recogieron mi tarjetita y leyeron Sebastián Balfe
Dangerfield y casi le pedí al hombre por favor no tan alto. Me encontré frente a una
sonrisa tras otra. Ando un tanto escaso de fraternidad pero puse un poco de calor
en cada apretón de manos. Filete de lenguado. Sobre las mesas bocados que
seguramente nunca vieron en esta isla. Me dirigí a una de las mesas. ¿Champaña,
señor? ¿Cómo pueden ser tan amables? ¿De dónde puede venir tanta bebida? Bollos
de crema con hongos. No dije una palabra a nadie. Marion conversando con el
conde de Kilcool. Parecía que mi calzado no era muy elegante para alternar con esa
gente. Sin embargo, después de más o menos una hora. Creo que tenía algo que
decir. Llamaron a los infantes de marina y alguien murmuró vean que saquen de
aquí enseguida a ese hombre. Yo me disponía a gritar por Dios no me aparten de
toda esta bebida. Un caballero de edad dijo algo cuando se me acercaron. Y me
dejaron. Después durante el aria de alguien me arrastré bajo las mesas desatando
los cordones de los zapatos, y me temo que también mirando bajo los vestidos. Al
día siguiente me parece que leí en el Evening Mail algo acerca del Ministro a quien
ascendían al rango de embajador. Una cosa trae la otra. Por una parte. Y luego por
otra. Sobre estas sábanas blancas cuerpos blancos entrelazados. Lilly se aparta de
mí cuando golpeo estos montículos. Y el tacto frío. Es como dicen, un círculo
apretado y nada más allá. Y mis brazos alrededor de tu cuello. Montándote. Pardo
de lascivia o de potro. Echo mi corazón por tu garganta y tú lo destrozas y me
hablas Lilly de tierno corazón. Y el dolor sube y baja por mis piernas. Y aunque tú te
limitas a pasar el tiempo, quiero decir tendida de costado, torciendo un hombro,
para subir la manta y evitar el frío, piensa en mí. Si paseas la vista por el Liffey con
un cielo nublado en el atardecer te sientes en el cielo. Mis sueños de recolectar
medios peniques sobre el puente de metal. Señorita Frías. Pura como la nieve
acumulada. Blanca como el Polo Norte. Y las nalgas un poquitín blandas. ¿Y por
qué, Lilly, quieres que lo haga así? He tratado de ser un miembro de la sociedad
cristiana, pues en el fondo soy calvinista, por supuesto con una o dos reservas. Y me
he mostrado un tanto puritano frente a los que están vestidos impropiamente y a
los individuos de acento tosco, pues qué queda si uno no conserva su lugar. Y todos
estamos a un tiro de piedra del cielo. Oh, los campos felices donde nos encorvamos.
Y aun el día en que eché una ojeada al Museo Municipal de Arte Moderno y me dije
demonios qué hermosa exposición. Sí, imágenes sugestivas. Con las cosas que allí
se muestran en la carne coloreada. Lilly, ¿esto es para engañar a la concepción? Y lo
hace toda la gente del campo. En los zoológicos también. Me encanta el Museo
Zoológico. Conocí todo lo que había que saber del alce irlandés, puesto a la entrada,
con los cuernos que dan de una pared a la otra. Y peces y aves embalsamados de
toda Irlanda. Y también un mastín irlandés hermosamente embalsamado. Y en el
piso superior una ballena colgando en medio de la sala con un balcón alrededor y
allí cuentan eso de la evolución representada por los microbios que se agrandan
cada vez más. Prefiero creer que el Gran Jefe allá arriba nos empezó con Adán y
Eva.
El cabello de la señorita Frías es placentero y tiene un ligero olor verde. Una
pelusa sobre la nuca. Un cuello esbelto. Fácilmente podría estrangularla. Vista de
atrás parece más ancha. De frente están esas dos distracciones. Las distancias se
acortan con la familiaridad. Conozco los hechos. Un buen par de hombros hechos
para el trabajo. Uno de mis pequeños sueños marítimos es que si Marion se ahogase
en el vapor de la Carrera, la señorita Frías viviría conmigo e iría a trabajar al jardín
del fondo. Excavaría todo y lo regaría generosamente con cal y fosfatos y
montículos de algas mezcladas con huesos y tripas irlandeses combinados con hojas
muertas y todo pudriéndose graciosamente y formando una linda mezcla viscosa.
Imágenes de la señorita Frías depositando la semilla. Especialmente la de papa.
Algunos creen que es un vegetal soso. No yo. Como el león, el rey de todos. Yo
habría ayudado a Lilly a sembrar la papa aunque no me gusta mucho usar las
manos. Ahora volquemos el abono. Un poco de estiércol de pollo no vendrá mal.
¿Por qué el alimento significa tanto dinero en mis sueños?
—Lilly, ¿por qué quisiste que lo hiciéramos así?
—Oh, señor Dangerfield, así es mucho menos pecado.
Y también
es divertido.
23

Estaba soñando.
Eligiendo las medias azules y luego un par rojo. De ese material de nylon.
Son eternas. Y se paran solas y como dicen, salen caminando. Voy por estas calles
estrechas y entro en un negocio y salgo de otro. Aquí veo a una mujer de edad
madura y regordeta. Regordeta, ciruela madura. De pie detrás del mostrador
diciéndome que le encantan los extranjeros. Y yo lleno mi bolso con millones de
medias. Y no puedo sacarlas del negocio. Y llaman a un camión de desperdicios
para llevárselas. Oigo un ruido que me estremece. Pienso en una rata.
Tenía la espalda endurecida. Se incorporó. Los ojos pesados de sueño. A
uno nunca lo dejan dormir lo suficiente. Y el cuerpo tan frío.
La señorita Frías se volvió. Se inclinó sobre ella y le besó la mejilla. Los ojos
parpadearon.
—No me toque.
—¿Qué?
—No me bese.
—Por Dios, ¿qué pasa? ¿Estás borracha? Maldito sea.
—Oh no siga. Usted sé marcha de aquí y deja que caiga sobre mí el azote de
la murmuración.
—Vamos, ¿qué pasa? Dime, Lilly.
—Está muy lejos.
—Maldito sea, ¿qué pasa?
—Nada le preocupa. En el barco. No puedo evitarlo. Lo saben.
—¿Quién sabe?
—Hablarán.
—Si comes. ¿Qué te importa lo que hablen?
—Es fácil decirlo.
—Vamos, vamos, te traeré algo. ¿Te preparo una salchicha? Un poco de
carne, Lilly, olvida la murmuración de este país, y las lenguas de víbora.
—La señora Dangerfield me denunciará.
—No te hará nada. ¿Quieres una salchicha?
—Lo hará. Y me despedirán.
—Un momento, querida Lilly, el amor de esta tierra…
—Basta.
—Voy a cepillarme los dientes.
—Jesús, María y José.
—Olvida a Jesús, María y José. Ruega al B.O.P., el Bienaventurado Oliver
Plunket. Mi protector. Charla con él.
—Usted se dio el gusto conmigo. Yo tengo que quedarme aquí.
—De ningún modo. Ven a Londres.
—Una idea absurda.
—Tengo que cepillarme los dientes. Perderé mis dientes…
—No.
Con su ropa interior harapienta Sebastián se deslizó hacia el suelo frío del
cuarto de baño. Puso la mano sobre el jabón derretido. El jabón se le metió entre los
dedos.
—Los dientes de Dios.
Es mejor el cepillo de cerda. El de nylon gasta el esmalte, y arruina los
dientes. Sebastián dejó correr el agua y puso las manos juntas bajo el líquido
horriblemente frío. Un poquito del perfume de la señorita Frías en las axilas. Con
una de estas hojitas oxidadas me afeitaré la barba de la mandíbula entumecida. Y
me pongo los pantalones de pana marrón para el difícil viaje que me espera y a
causa de la bragueta imprevisible. Por Jesús y su compasión empapada de miel,
impídelo. Que nunca vuelva a ocurrir porque no podría soportarlo. ¿Qué se le ha
metido a la señorita Frías? Yo. Sí, claro. Se está volcando hacia la traición. No puede
saberse. Es posible que embrolle el timón de la nave. No puedo confiar en ella si
siente así. Es capaz de echar a perderlo todo. Tengo que andar con mucho cuidado.
Sebastián regresó al dormitorio de la señorita Frías. Se dirigió a la cómoda y
tomó el minúsculo reloj pulsera, y miró la hora. Tal vez conseguiría tres libras con
mi prestamista. No debo. No es la regla de juego. Aunque parece un poco difícil
saber quién está del lado de quién.
—Lilly, voy a cocinar unas salchichas. ¿Quieres algunas? Prepararé una
buena tetera para los dos. ¿No te gustaría? Anímate. ¿Sí?
—Odio la vida. Odio este país.
—No desesperes.
—No necesitas quedarte aquí y aguantarlos y ver cómo mueven la lengua, y
que se enteran en mi casa.
Sebastián salió del dormitorio. Puso la sartén negra sobre el gas. Cortó un
pedazo de grasa y lo derritió en el borde. Se desliza y desintegra. Aplica el cuchillo
sobre el pellejo de unión y la salchicha cae exactamente, chisporroteando en la grasa.
No sabe qué decir a esta Lilly. Podría explicarle que la vida es cuestión de
resistencia. Estuve diciendo lo mismo a demasiada gente. Tengo una estética. Diré a
la señorita Frías que se consiga una. Que la use para juzgar estas pequeñas
dificultades. Caramba, cómo se hincha esta salchicha. De allí sale un brote de sabor
que nos ahogará a todos, incluida la estética.
Sebastián se apartó de la sartén y fue al dormitorio. La señorita Frías de pie,
desnuda frente al espejo, y dijo oh cuando él entró. Cruza los brazos sobre los
pechos.
—Lilly, ya nos conocemos demasiado bien.
—Oh.
—Toma tu cepillo de dientes y te llevo a Londres.
—No puedo ir. Todos lo sabrían.
Sebastián regresó a la cocina. Sacudió la sartén. La salchicha se encoge y se
abre, y del costado brota el jugo. De ahora en adelante comida para uno. Debo beber
más té para calmar los nervios.
La señorita Frías entró en el saloncito cuando él estaba terminando el último
trozo de salchicha. Tenía puesta la pollera negra y el sweater gris y de sus orejas
colgaban unos pequeños corazones rojos. El corazón de Jesús.
—¿Pan, Lilly?
—Sí.
—¿Manteca?
—Gracias.
—¿Té?
—Por favor.
—¿Cuántos terrones de azúcar, Lilly?
—Cree que todo es muy fácil.
—Casi.
—No conoce a Irlanda.
—Lilly, conozco a Irlanda.
—Oh Dios mío. ¿Qué haré?
—Lilly, en el vestíbulo encontrarás la más fantástica colección de
correspondencia del mundo. La gente gasta muchas libras escribiéndome.
Contratando detectives para que me sigan los pasos en la ciudad de Dublín y los
alrededores. Apostando a niños en las esquinas para que me vigilen. Lilly, ya ves
que lo que hablen importa poco.
—Pero usted no quiere trabajar. La señora Dangerfield me dijo que faltaba a
todas sus clases.
—Ese no es el asunto. ¿Sabes, Lilly, que llegué a este país con el más amplio
guardarropa que se haya visto nunca en estas costas? Ahora está en poder del señor
Gleason, mi prestamista. Un hombre excelente, pero ahora de hecho tiene todas las
cosas materiales que yo no he poseído jamás, e incluso unas pocas que no eran mías.
Para mí la propiedad nada significa. Lo único que ahora deseo es paz. Solamente
paz. No quiero que me vigilen ni me sigan. No te preocupes de lo que digan. Debo
este embrollo a dos cosas. En primer lugar a mi suegro. Un simpático y anciano
caballero, almirante de la flota de Su Majestad. Y yo también soy hombre de mar.
Bien, me puso al mando del buque imaginario más fantástico. Doscientas cincuenta
libras. Las libras, Lilly. Las libras. Lilly, atención siempre a las libras. No digo que
sea todo, pero no las pierdas de vista. Y luego los médicos. Me atraparon. Uno tras
otro. Se acercan con la chaqueta blanca y esa cosa para oír los corazones y la ponen
exactamente sobre mi cartera. Tomaré otro sorbo de té.
La señorita Frías le pasó el té. Los ojos aureolados de rojo. En marcha al
trabajo. Cómo angostamos nuestros mandos. Los recogemos, los reducimos a
pequeños castillos de miedo. Tengo que salir a los prados. La señorita Frías debería
ir a la Costa de Oro. Meterse en ese plan de producción de maní que los buenos
británicos están realizando. En esa costa seguro consigue lo que quiere.
—Lilly, escríbeme, al American Express, Haymarket. ¿De acuerdo?
—No creo que debamos escribirnos.
—Anímate.
La señorita Frías mastica cuidadosamente su salchicha. Sebastián extiende
las manos y abre las pequeñas persianas floreadas. Allí está el jardín que ocupó un
lugar tan destacado en mis sueños. Todo mojado. El destartalado galpón de
herramientas. Creo que nunca lo he mirado siquiera. El prestamista se desmayaría
si llegase con rastrillos y palas. Le explicaría que la horticultura me aburre. Afuera.
Poner una mano sobre la fría tierra en una mañana como ésta sería un sufrimiento.
Ya es demasiado tarde para semillas o sembrados. El viento golpea sobre los
arbustos. Los laureles son excelentes cercos. Pasando el jardín veo el extremo
superior de las ventanas y la luz eléctrica. Qué frío. Me pregunto si alguien intentó
jamás empeñar una planta.
—Lilly, ¿puedes darme un cigarrillo?
Lilly extrae uno de su cajita de Woodbine y se lo pasa.
—Vamos, vamos Lilly, anímate.
Las lágrimas bajan por sus mejillas.
—Oh Lilly, no llores.
Un sollozo. Sebastián enciende el cigarrillo. La señorita Frías se estremece, y
la respiración entrecortada brota de su garganta. Se pone de pie. Sebastián se pone
de pie. Ella se aparta bruscamente.
—¿Qué pasa, Lilly?
La señorita Frías sale corriendo del cuarto. Golpea la puerta de su
dormitorio. Él espera, los ojos fijos en el borde de la chimenea. Mapas y una estatua
de madera con una cruz en el vientre. Se acerca al escritorio y levanta la tapa.
Cuelga de los goznes. Enfurecido arruiné este mueble y lo golpeé con el atizador.
Todo está arruinado. La puerta del frente golpea al cerrarse. Dios nos ampare.
Sebastián entra rápidamente en el vestíbulo y se acerca a la puerta. El portón del
frente chirría bajo la lluvia. Abre la puerta. La señorita Frías se aleja corriendo.
Querida Lilly. Bajo los escalones y miro desde el portón. En todo esto hay algo
histórico. Una hermosa pierna de la señorita Frías. Qué pensarán los vecinos. Oigo
las cortinas retorciéndose. Corre por la calle con las lágrimas brotándole y la suave
lluvia humedeciendo sus cabellos. Luego da vuelta la esquina. Es una mujer ágil. Y
yo estoy aquí de pie usando su blusa.
Sebastián retornó lentamente a la casa silenciosa. Se detiene en la puerta
para mirar las cartas desparramadas en el suelo. Las recoge. Veintitrés. Quién lo
creería. Escritura mezquina, de usurero. Todos y cada uno podridos. No pueden
evitarlo. En absoluto. Tienen que ganarse la vida. Los clisés son lo único que
importa en estos tiempos. No quiero heredar la tierra. Lo único que deseo es mi
pequeño establo lleno de paja. Quizá Lilly se trastornó porque me comí la salchicha
más grande. No puedo evitarlo. El té no me importa, siempre se puede preparar
más. Y es casi todo agua y por eso me parece barato. Pero la carne. Dios. La sangre
saca a flote lo peor de mí. En estos sobres hay estampillas por unos cinco chelines.
Empresas venid a mí. Y a cada una le daré un sello en el trasero. Incluso en la
angustia de la indiscreción, la locura, la lascivia y la lasitud siempre sentí que los
negocios eran para mí y yo para ellos. Incluso he practicado juegos de manos y me
he mirado los dientes en el espejo para divertirme en la oficina cuando estaba solo.
También tengo algunos malos hábitos. Oh, yo diría que tengo preparados mis
trucos. Por favor, asciéndanme.
De pie en el vestíbulo, las cartas al costado. Sebastián rígido, en posición de
atención. Una media vuelta. Y otra. Estoy de guardia. Las imágenes sobre las
paredes se estremecen. Y él marcha hacia el saloncito. Se acerca al escritorio y
arranca la tapa destruida. Será el último gemido de esos goznes. Recoge las tarjetas
de visita. Sebastián Balfe Dangerfield. Me hicieron pasar por muchas puertas. Quizá
para salir discretamente por el fondo. Y en esta larga hoja que veo aquí hay una lista.
Deudas. Debo a todo el mundo. Incluso a los esquimales. Pero. Y eso es lo principal.
He mantenido la dignidad. Dignidad en la deuda. Un manual para los que
empiezan. Deudor en muerte.
Sebastián recogió una bolsa de cartón del garaje. Caminó por la cocina
llenándola. Loza fina. Diré al señor Gleason que estos cubiertos pertenecen a la
familia. Y una tetera y un bol. La bolsa se está rompiendo a los costados. La codicia
me lleva por mal camino. Tengo que contarme el cuento de los hombres del Oeste
en la barca, la llenaron con tanto botín que se hundieron todos. Miserables
comepapas.
En el cuarto de baño. Envolvió el jabón de la señorita Frías en el tipo de
papel encerado que es la especialidad de los norteamericanos. Nadie nos gana
cuando se trata de envolver algo. Lo ató con una hermosa cinta. Aquí están las
medias de nylon de la señorita Frías. Dios mío, soy casi un ladrón. Pobre Lilly, pero
hay que comprender que este terrible aprieto me obliga a llevarlas. Treinta chelines
con un buen prestamista londinense. No quiero cargarme demasiado, quizá tenga
que andar rápido. La velocidad es esencial cuando a uno lo sorprenden en la calle.
Te lo devolveré con amor e intereses, Lilly. Y ahora a tu dormitorio. Bastante
desordenado. Si tuviese más tiempo. Podría usar estas cortinas para envolver todo.
Mejor miro debajo de los muebles. Los levanto. Y esta carpetita de la cómoda no
vendrá mal para hacer futuros pañuelos.
Sebastián vuelve al saloncito. Revisa las cartas. Una de las dueñas de la casa.
Estimado señor Dangerfield:
Esperamos que todo sea satisfactorio, pero nos gustaría recordarle que está
considerablemente atrasado…
Lo arreglo con una notita.
Estimadas señoritas Burton:
Afronto la obligación de realizar un largo viaje de negocios a Tánger. He
adoptado todas las precauciones posibles al cerrar la casa, hice venir un hombre de
Cavandish para que lustrase y tapase todos los muebles excepto la mesa del
vestíbulo, y un operario de un conocido herrero para que verificase las cerraduras
de las puertas y las ventanas.
Sé que deben estar un poco inquietas por el jardín y seguramente les
alegrará saber que me he puesto en contacto con el Departamento de Agricultura
para que tomen muestras del suelo de modo que yo pueda prepararlo bien en vista
de la siembra de primavera. Tan pronto me llegue el informe adoptaré medidas con
el fin de corregir los defectos del jardín.
Comprendo que deben estar un tanto preocupadas acerca del alquiler
pendiente, pero tan pronto regrese de Marruecos les enviaré un giro por intermedio
de mi banco para poner el alquiler al día.
Últimamente el tiempo ha sido bastante lamentable, pero quizá por eso
mismo la primavera sea aún más grata. Tanto la señora Dangerfield, que ahora está
descansando en Escocia, como yo les enviamos nuestros mejores saludos y
deseamos vivamente que llegue el momento de invitarlas a tomar el té.
Suyo sinceramente,
SEBASTIÁN BALFE DANGERFIELD

Pasó la lengua sobre la goma rancia y cerró el sobre. Les daré satisfacción,
aunque sea ilusoria. Creo que podría decirse que he realizado cierto trabajo de
pulimento. Fuera de los muebles.
Recoge el resto de las cartas y forma una pila. Sebastián las desgarra por el
medio y las deposita con aire reverente sobre un diario apelotonado, en la chimenea.
Los fósforos son una de las cosas que aún poseo, además de mi vida. Adiós a las
cartas.
Una última recorrida por la casa. El dormitorio de Marion. Inspecciona las
cortinas, escarba en los rincones, apaga todas las luces. Hay tres libros de la
biblioteca. Vencidos por toda la eternidad. Dios, qué solitario está. Y el dormitorio
de la nena. Papi, mami dice que eres un grosero. Vamos, nena, no hables así a papi.
Papi es un buen papi. Un hombre grande y bueno. Mami dice que empeñaste todos
los platos y el cochecito. Tonterías, nena, papi es un hombre grande y bueno. Oh,
podría ser peor. Peor que eso.
Cerró las puertas a medida que pasaba. Permaneció en el vestíbulo para
mirar la imagen de un hombre barbado. Sin duda un buen mozo, pero debo dejarlo.
Ahora ha llegado el momento, cerrar con llave la puerta principal.
Al volverse oyó el ruido del portoncito. Se deslizó ágilmente en el
dormitorio de la señorita Frías. Por el atisbadero, usando un sombrero negro, cuello
blanco almidonado, camisa de rayas azules y corbata marrón, Egbert Skully. El
sombrero parece un poco húmedo. La lluvia le cae a popa y a proa. Un hombre de
sombrero negro y zapatos negros. Negro por los medios privados y yo no tengo
ninguno. Muy bien. Todos en acción. Abandonen el barco.
Por el agujero Sebastián vio que Skully volvía a descender los escalones en
actitud suspicaz, levantaba la vista hacia el techo de tejas verdes y volvía a subir
silenciosamente. Inclinándose, el señor Skully frotó la ventana escarchada con la
manga para mirar adentro, pero la escarcha se mantuvo. Volvió a bajar los
escalones, deteniéndose para acercar la cara al cuarto de Sebastián y Marion.
Gracias a Dios que las ventanas están cerradas. Skully se dirigirá a la puerta del
fondo y querrá mirar en la cocina. Es terrible. Skully, a pesar de su predilección por
el oro creo que usted debe venir del fondo de la categoría más baja. Si salgo
disparado por la puerta del frente me verá antes de que llegue al final de la calle.
Sin duda me echará encima a la policía. Debo pensar rápidamente, con furia. Me
pongo el impermeable y me ato un pañuelo alrededor de la garganta. Me preparo
para estar preparado. Este no es un piano preparado. Recuerdo la carta y debo salir
a toda costa con este paquete. Eh, Skully golpea en la ventana del saloncito. Maldito,
seguramente viste grasa caliente en los platos. Quiere sorprenderme en la cama.
Gran Dios. El humo de las cartas quemadas. Levanta los ojos hacia el techo. El
astuto usurero olió uno de sus propios sobres baratos quemándose. Queda una
esperanza. Una vía de escape.
Sebastián se ajustó los cordones de los zapatos. Realizó una última
inspección del sobre dirigido a él mismo donde estaba su dinero. Esperó. Nuevos
golpes en la ventana del saloncito. Esperó otra vez. Skully prueba la puerta del
fondo. Las medidas de seguridad estaban dando sus frutos. Ahora era el momento.
Todos en acción. Bajen los botes.
Sebastián abrió la puerta del frente, esperó un instante y luego la cerró de
golpe con un fuerte empujón. Toda la casa tembló. Se mantuvo absolutamente
inmóvil en el vestíbulo. Oyó los pies de Skully corriendo alrededor de la casa. Se
detuvieron. Luego el crujido del portoncito. Eso era.
Sebastián volvió sobre sus pasos y entró en el saloncito, recogió la bolsa y
cerró las cortinas. Skully regresará desde el final de la manzana y creerá que ya lo
tiene a Sebastián, la bestia más astuta, Dangerfield, atrapado. Nada de eso, Egbert.
Ciertamente no. Abre silenciosamente la puerta, la cierra con llave. Tranquilo,
corazón, guarda tus latidos para después y deja de brincar en mi pecho. Atraviesa el
jardín y sube al techo del gallinero. Arriba, balanceándose, el ruido de algo que se
quiebra. La madera podrida cede bajo sus pies. Se aferra con las dos manos al
reborde de la pared. La bolsa de papel se deshace. Los dientes compasivos de Dios,
he perdido un botín. Control. Avance a toda máquina. Por encima de esa pared.
Estrépito de vidrios cuando sus pies atraviesan un panel del armazón. Por Dios,
Jesús retorcido. Mira el fondo de la casa en busca de ojos. Uf, una mujer mirándome
desde la ventana. ¿Qué hacer? Sonreír, por Dios, sonreír a toda costa. Hay que salir
del aprieto sonriendo. Ella está mortalmente aterrorizada. Bien puede ocurrir que
venga y vuelque mi botecito salvavidas o se me venga con escobas o me tire
ladrillos. Le grito.
—Disculpe, esta noche hay luna llena. Quiero decir que estoy loco, mi
esposa sufrió un accidente.
Corrió entre las casas y atravesó el maloliente jardín del frente y el cantero y
con un salto ligeramente mal calculado salvó la verja de lanzas de hierro. Me
dominó el temor de Dios; las verjas de lanzas y las pelotas no combinan bien. Cayó
de rodillas e inició una veloz carrera calle abajo. Por favor Skully no estés esperando
detrás de uno de estos arbustos o muros porque mi corazón no lo soportará y los
viejos pulmones están saliéndome por la boca. Lástima que perdí mi bien ganada
rapiña. Egbert nunca sospechará que lo arreglé así. Esperará semanas fuera de la
casa, aguardando el momento en que yo agite la bandera blanca entre las cortinas.
Y yo
no lo haré.
24

Dicen que frecuenta este lugar gente de letras y cultivada conversación, y lo


llaman Palacio. Me mantengo fuera de la vista. En el bolsillo un billete comprado a
la British & Irish Steam Packet Co., Ltd. Garantiza que ésta mi carne será depositada
en una costa civilizada. A las ocho de esta noche. Orden de entrega firmada y
sellada.
Sebastián terminó su cerveza. Salió de la taberna y pasó rápidamente bajo el
portal del Banco de Irlanda. Si este lecho llegara a derrumbarse, chicos, ni siquiera
Skully podría encontrarme. Corriendo por la calle, pasa el portal principal de
Trinity. De pie frente al tablero de información. Nunca se sabe. Quizás un mensaje
de Dios. Espía en la vivienda del portero. Todos los ocupantes sonriendo y
frotándose las manos en torno de un lindo y agradable fuego en la chimenea.
Usando bonitos uniformes negros. Dispuestos a ofrecer su poquito de esperanza o
ayuda.
—Buenos días, señor Dangerfield.
Muchachos, les ofrezco mi mueca de culpabilidad y péguenla en el tablero
porque pronto dejaré de necesitarla. Y buenos días colmados de lonjas de tocino y
huevos frescos de las rabadillas calientes de los pollos con café borboteando en el
hogar al compás de las sabrosas salchichas que se abren en la vieja sartén. Buenos
días, ¿y cómo están ustedes? Saludo de estudiante. Vengan, síganme, estudiantes.
Aparten las narices de las hojas de papel y huelan un poco este aire. Ustedes no
querrán esta seguridad, es malo para la digestión. Quieren algo mejor. Afuera, bajo
los árboles. Soy el gaitero. Bip bip. Ustedes, los del desván, el trasero blanco de estar
sentados. Alto. Eh, paren. Un golpecito de timón a la derecha. A la izquierda no está
de moda. Los veo a todos allá en sus ventanas antes del alba, cuando creen que
nadie mira, extendiendo las manchas de orina de la pared al suelo. Dicen que ha
madurado la piedra. Afirman que al vicedecano le pegaron en la cabeza con una
bolsa llena envuelta en el Irish Standard. Y no crean que me olvidé cuando me
invitaron a beber té y nos sentamos alrededor del fuego invernal, cordiales y llenos
de pasteles.
Dangerfield avanzaba a brincos, usando el paso rotatorio. Recorría el
sendero de cemento al costado de la biblioteca. Mi púrpura pasión, mi rosado
colgante. Trinity cubierta por una bella y suave lluvia y sus suaves alfombras de
pasto. En los umbrales hay botellas de leche que me bebo. Son útiles después de la
borrachera. Y allá la imprenta, al fondo de la calle oscura y plateada, donde
imprimen los exámenes. Mis pequeños y torturados sueños de meterme a ver. Y a lo
largo de esta verja de hierro con la cadena de poste a poste y los remaches de
minúsculas espiras. Y los árboles de la plaza. Las ramas extendidas como cabellos
sueltos. Y los faroles y adentro el vidrio reluciente. Los raspadores de metal en los
porches de granito. Las gaviotas que descienden de los edificios de piedra y se
posan en la calle gritando. No hay mundo afuera. O corazones hervidos en dolor. U
ojos moribundos astutos y crueles. Ni palas hundiéndose premiosas en el suelo en
busca de oro. Solamente comepapas.
Pasó frente a él un profesor de bata, seguido por un gato gris. Las piernas
del piyama verde y blanco recogiendo una línea de humedad y los pies azules
calzados en chinelas. El profesor asintió, un poco temprano para sonreír. Hundo mi
cabeza. Lo veo subir los escalones y entrar en el vestíbulo de piedra con sus piernas
solitarias y académicas y detrás el gemido lácteo del gato.
Arriba en las ventanas veo cosas que me hacen sentir que soy un turista. Veo
un hombre con barba detrás de la grasa y el vaso manchado de vapor. Vierte té en
cacharros o algo parecido. Me da un poco. Creo que lo conocí en el Movimiento de
Estudiantes Cristianos. Un tipo robusto y animoso. Oh, recuerdo haber leído al
respecto en el calendario. Decía que el Movimiento de Estudiantes Cristianos es una
fraternidad de alumnos que desean comprender la fe cristiana y vivir la vida
cristiana. Este deseo es la única condición de la afiliación. Les ruego me permitan
pertenecer a la entidad. Conocí allí a ese hombre. Es posible que olvide muchas
cosas. Me acerqué al Movimiento de Estudiantes Cristianos con el corazón abierto y
la boca también. Y me detuve en la puerta del número 3, tímidamente atento a la
salvación. Un joven de cabellos rubios y rizados se acercó extendiéndome la mano
en un saludo cálido y firme. Bienvenido a nuestra pequeña sociedad, entre, lo
presentaré. ¿Estudia derecho? Lo he visto en la Universidad. Formamos un grupo
muy pequeño. Esta es la señorita Feen, la señorita Otto, la señorita Fitzdare, la
señorita Windsor y el señor Hindes, Tuffy y Byrne. Ahora, permítame ofrecerle una
taza de té. ¿Flojo o fuerte? Flojo, por favor. En el rincón un recipiente con agua sobre
un mechero de gas, arrojando vapor al aire de la tarde. Un piano. La señorita
Fitzdare tenía un vestido liviano de suave lana gris, y cuando pasó bajo mi nariz
estremecida, un perfume invernal. Me ofreció una torta de crema y me preguntó ¿es
la primera vez que viene? Sí, la primera vez. Me pareció encantadora. Mientras
decía no muchos universitarios demuestran interés, me incliné y le dije tiernamente,
un grupo cordial. Intentamos serlo. Oh, creo que lo consiguen admirablemente.
Deseo muy vivamente asistir a las reuniones de oración. Puse en acción mi halo y
ella dijo que estaba tan contenta y a usted le gusta el canto. Por supuesto la canción
es para mí. Por favor diga algo más, señorita Fitzdare. Tenemos algunas voces
excelentes en el grupo. Y usted, señorita Fitzdare, ¿usted canta? Conmigo. A veces,
quizá. Pase otra vez bajo mi nariz. Salí esa noche a los olores fríos de Dublín y las
últimas rayas de luz. Bajé por la calle Dame con esperanza y un corazón macizo. En
este grupito cantándome notas altas y retorcidas. No totalmente de acuerdo en
todos los aspectos, pero por lo menos reconfortado por sus caras bondadosas y
consideradas, los ojos vivaces. Los quería tanto.
Caminó entre las esquinas de dos edificios, al fondo del Teatro de la Reina.
Sentía que todo estaba cerrado por el invierno. Este callejón y nunca había visto el
lugar. Una noche trepé al montículo alfombrado de pasto al lado del campo de
juego y lloré entre las rodillas. Y los sábados por la tarde venía aquí a mirar cómo se
rompían unos a otros la cabeza persiguiendo una pelota. Apenas algunas personas
en los bordes del campo, con bufandas y cuellos levantados. Al fondo están los
edificios de ciencias donde mezclan las cosas para que hagan bum. Y el
Departamento de Botánica y las bonitas flores. Debe ser agradable conseguir un
diploma cultivando plantas. Y la sala de exámenes. Solicitar permiso para vivir.
Mejor que la mayoría. El edificio de Física donde gasté un chelín para entrar en la
Sociedad del Gramófono. Fría pero agradable. Y más allá de las canchas de tenis el
edificio de Zoología. Tienen una impresionante colección de insectívoros y un
elefante en medio del salón. Subí los escalones y oprimí el botón reluciente de los
visitantes y vinieron a guiarme en una recorrida. Y después de las clases de derecho
me acerqué a este pequeño museo para mirar los murciélagos. Podría decirse que
tenía muchas y fantasiosas actividades. Los animales embalsamados son mi
especialidad. Y el pabellón de los deportes. Aquí jugué el extraño juego de tenis con
Jim Walsh. Tampoco sabías eso. Y la bañera de agua fría fría. Los tipos rudos del
rugby se zambullen mugiendo. Yo me contentaba con quedarme bajo la ducha
hasta que estaba agradablemente escaldado.
Sebastián pasó bajo el arco de la entrada posterior del Trinity College. Cruzó
la calle Fenian entre las audaces maniobras de carros y automóviles. Caminaba con
la cabeza inclinada, y de tanto en tanto levantaba los ojos para examinar el territorio
que tenía al frente. Calle Merrion arriba y el sol salía iluminando los edificios del
gobierno. Secretarias con matutinos meneos de caderas en los umbrales. Todos sus
labios rojo vivo. Chaquetas rojas sobre sus amplias espaldas. Pasan hombres de
abrigo oscuro. Y la nariz roja, y las manos ásperas y rojas. Muchachas con tobillos
púrpura. Continúo. Más rápido. Sobre el Baggot Inferior. Un rápido giro a la
derecha, subo por Pembroke y alrededor de la plaza de bonitas puertas georgianas.
Crucé la plaza Fitzwilliam y de pasada toqué las verjas de hierro. Hasta que abrí un
estrecho portón y bajé los escalones empinados. Golpeo. No hay respuesta.
Trasmito el S.O.S. en la ventana. Seguro que vendrá. Sé que Tone es un as del mar.
Se enciende la luz. Se abre la puerta y Tony Malarkey se asoma.
—Dios mío, Sebastián, tenía que asegurarme.
—Y con mucha razón. Hola Tony.
—Hace semanas que no contesto la puerta.
—¿Problemitas con el dueño de casa?
—Estoy jodido. ¿Cómo te va? Entra mientras cierro.
Sebastián esperó detrás de Tony, mirando mientras su amigo cerraba la
puerta y ponía en su lugar una sólida tabla, asegurándola con varias cuñas.
—Caramba, qué bueno, Tone. Excelente.
—Oh, Dios mío, todo esto me ha quitado diez años de vida. Ya no se
contentaban con golpear, querían echar abajo la puerta. Trabajé toda la noche y a la
mañana estaba listo. Vinieron con dos policías, tipos fuertes, pero no pudieron
moverla. De modo que estaban allí murmurando con sus malditos papeles y yo
detrás de la puerta dispuesto a enviar a la luna la primera cabeza que asomara.
Malo para los chicos, no podía dejarlos salir.
—Pero, Tone, ¿qué pasó?
—Saqué todo. Envié al campo a Terry y los chicos. Y hago guardia en esta
tumba, por si renuncian al deseo de echarme. Es buen lugar, ¿no te parece?
Sebastián se sentó en el alféizar de la ventana. Tony apoyado contra la
cocina, sonriendo, los brazos cruzados, un par de zapatos de cuero crudo en los pies
cruzados. El cuarto desnudo, con su único cacharro colgado sobre la cocina y las
voces de los dos haciendo eco en las paredes espesas y húmedas. Mirándose uno al
otro. Dangerfield doblándose hacia adelante, chillidos. Tony echa atrás la cabeza y
ríe. Las ventanas se estremecen.
—¿Te parece, Tone, que esto es eterno? ¿Qué opinas ahora?
—Dios, lo creo, y ni siquiera me queda una bala para el arma.
—¿Me parece que te vendría bien dormir un poco, una siesta en el «Nevin»?
Aquí yace el cuerpo de Tone que dejó sólo un gemido. ¿Qué te parece?
—Sebastián, estamos acabados. Este mes ha sido realmente el peor. Cuando
las cosas andan mal uno piensa que no pueden empeorar. Y luego se jode más. Y se
quedan así hasta que uno está tan cansado y acabado que ya no puede seguir
preocupándose. Así son las cosas. Tan podridas que uno tiene que animarse o morir.
Clocklan tenía razón, esa puta. Allá arriba, negociando las nubes de Dios.
—Kenneth me contó.
—Así hay que hacer. Una botella de Jameson y al agua. Estuve leyendo en
los diarios para ver si el viejo putañero aparece en alguna costa. No me extrañaría
que el verano próximo se presentase en una playa para asustar a unos pobres chicos
indefensos.
—Tone, ¿crees realmente que se tiró al mar?
—No sé qué pensar. Después nadie oyó hablar de él. No me sorprendería
que estuviese en cualquier lado, por ejemplo en Cardiff, montándose alguna vieja
bruja para sacarle unas libras. O’Keefe se marchó al fin. Qué vergüenza.
—En alta mar.
—Qué lástima.
—Bueno, Tone, ¿qué piensas hacer?
—No tengo la más putañera idea.
—¿Dónde duermes?
—Ven, te mostraré. Te reirás.
Sebastián lo siguió por el largo corredor, y sus voces resonaron con el eco de
los cuartos oscuros y profundos. Sebastián se detuvo en la puerta. Malarkey se
acercó a la pared y raspando un fósforo sobre la piedra rugosa encendió un pico de
gas.
—Jesús retorcido. Caramba Tone, es un poco fantástico.
—Sabía que te reirías.
En esta habitación larga y rosada. En los dos extremos enormes pernos de
riel hundidos en la pared, sosteniendo gruesas cuerdas de las cuales colgaba una
hamaca gigantesca revestida con un abrigo negro.
—Tone, que el Bienaventurado Oliver ruegue por todos nosotros.
Con un brinco rápido y ágil Tony aterrizó en el centro del gigantesco lecho
negro. Extendió la mano.
—Sebastián, pásame esa cuerda que está sobre la pared.
Sonriendo, Malarkey tiró de la cuerda de modo que se acercó a la pared, y
luego dejó que se le deslizara entre los dedos. La hamaca se balanceó suavemente
hacia adelante y hacia atrás. Desde la puerta débiles chillidos animales de
Dangerfield.
—Tone, si no estuviéramos en las Catacumbas, si no estuviera aquí en este
pozo, con un tipo honesto como tú, diría que son mentiras lo que veo, pero como lo
veo y lo miro, tengo que creerlo.
—Sebastián, te diré una cosa. Habría perdido la chaveta si no fuera por esto.
Es lo que me salva. No tenía dónde dormir y solamente este abrigo y basura. No
podía descansar bien en el suelo con la comunidad suburbana de ratas. De modo
que con el abrigo que me regaló un norteamericano rico y esta cuerda que encontré
mientras buscaba algo que empeñar me puse al trabajo.
Tony levantó el abrigo.
—Trencé sogas con viejos pedazos de cuerda y trapos. Usando el calor del
gas.
—Tony, tienes tanto seso que nunca llegarás a nada.
—Seguramente, Sebastián. Dime, ¿qué hay de nuevo?
—Me voy a Londres.
—¿De veras?
—Esta noche, en el vapor de la Carrera.
—¿Qué ocurrió?
—Es tan complicado que no lo sé.
—Parece razonable.
—Tone, nos están arrinconando.
—Hace un año que quieren sacarme de aquí y todavía no lo consiguieron. Es
mi única satisfacción en la vida. Joder al dueño de casa. Pero te digo una cosa,
Sebastián, mientras quede una papa en Irlanda, no me vencerán. Habrá un montón
de caras rotas antes de que yo esté acabado.
—Así se habla, Tone.
—Pero los chicos. No sé qué haré. Necesitan un lugar donde vivir. Tengo
que encontrar algo. Conseguir un poco de dinero. Bastarían unas libras para
comprar una granjita en los Wicklows.
—Podrías ser pistolero.
—Sebastián, no puedo.
—Tone, el orgullo te domina.
—Me tiene bien agarrado de las pelotas.
—Tony, creo que un trago nos vendría muy bien.
—Creo que tienes razón por primera vez desde la última ocasión en que lo
dijiste.
—Espera, usaré tu baño.
—No puedes.
—¿Qué pasa, Tone?
—Dios mío, arranqué esa porquería y la vendí en el puerto por treinta
chelines.
—Por los dientes de Dios.
—Y también un buen pedazo de plomo, conseguí ocho chelines y tres
peniques.
—Siempre lo mismo.
—Estoy desesperado.
—Vamos, Tone, dime una cosa. Interés profesional. ¿Cómo llevaste al
puerto una cosa así?
—En el cochecito. Le até una cinta. Almohada y frazada.
—Tone, podría decirse que hemos llevado algo más que bebés en los
cochecitos.
—Terry tuvo un ataque.
—¿Cómo está?
—Muy bien.
—¿Y los chicos?
—No tienen idea de lo que pasa. Todo es magnífico. Una belleza de chicos.
Solamente necesitan amor y comida.
—Y mientras quede una papa, ¿eh Tone?
—Eso mismo.
—Creo que ahora viene el trago. Es el momento de beber.
Se detuvieron en la puerta del frente. Tony manipulando sus complicadas
defensas.
—Sebastián, mira esto.
Tony ajustó la gruesa tabla sosteniéndola perpendicularmente a un costado
de la puerta. Sebastián salió, observando con interés. Tony cerró fuertemente la
puerta. Adentro, el sonido de la tabla que ocupaba su lugar.
—Por el amor del B.O.P.
—¿No te parece bien?
—Tone, no me gustaría tenerte de enemigo. ¿Cómo entras?
—Ahora, mira.
Tony abrió la puerta del depósito de carbón. Metió la mano y exploró
cuidadosamente la pared, sonriendo. Sacó una cuerda.
—Esta cuerda atraviesa la pared, y uno tira hasta que la tabla descansa sobre
el marco de la puerta, y entonces adentro. Me costó mucho trabajo.
—Tone, alguien me dijo que puedes aguantar sesenta mil voltios en un oído
y sacarlos por el otro mientras cantas Adelante soldados de Cristo.
—Maldito sea, ¿quién te dijo eso? No quiero que ande circulando ese rumor.
—Eh, venceremos. A vencer y vencer y vencer. ¿Me oyen? Venceremos.
Partieron en dirección a la calle Baggot Inferior. Entraron en el edificio de la
esquina. Malarkey usando una bufanda púrpura con minúsculas rayas amarillas y
verdes dispuesta cuidadosamente para ocultar prendas que habían visto mejores
tiempos en la espalda de un rico norteamericano. Dangerfield sosteniendo su
impermeable de mujer cerrado con un gran imperdible para bebé.
—Sebastián, he oído decir en fuentes dignas de crédito que has estado
aprovechándote un poco de tu pensionista.
—Tone, no te entiendo.
—Astuto putañero.
—La señorita Frías piensa ingresar en las carmelitas.
—Quieres decir en la camita.
—Tone, en beneficio de tu paz mental te aseguro que ningún comercio,
carnal o de otra clase, ha existido entre nosotros. Por lo contrario, la señorita Frías y
yo con frecuencia hemos asistido juntos a la bendición. Hemos recibido el agua
bendita en los cachetes. Los de la cara. Sabes que tiene una voz muy bella. Un poco
tirando a barítono, pero con sentimiento. Sí, sentimiento. Pone todo su corazón en el
canto. Canta desde lo más hondo.
—Si tú no estuviste montándote a la señorita Frías día y noche y sobre todo
de noche, estoy dispuesto a renunciar de por vida a las copas y las apuestas.
—Eeeeeeh.
Después de recoger los peniques del vuelto, se trasladaron a una taberna de
la calle Baggot. Sebastián, que afirmó sentir la amenaza de un ligero escalofrío,
bebió varios brandies dobles.
—Sebastián, sabes, tengo que conseguir una granja apenas consiga un poco
de dinero. El único modo de vivir. Se gana mucho.
—Tone, creo que confías demasiado en la granja. Cuando la tengas estarás
en pie al alba alimentando los cerdos y a algún toro ansioso de encontrar un buen
trasero.
—Es cierto.
—Tone, lamento marcharme.
—¿Qué importa?
—Cierta tristeza. La nave general. Pero necesito el cambio. Sobre el agua, y
muy lejos. Adiós a los campos verdes. Es extraño, Tone, que tú, descendiente
directo del monarca original, te aferres tanto a tu país. Sin tierra ni papas.
—Si no fuera que mi vieja sangre es azul hace mucho que la habría vendido
en el hospital.
—Pero, Tone, nunca la mezcles. No lo hagas jamás. Llegará nuestro día.
Tenemos que prevenirnos del hambre y unas pocas cosas más, y llegará nuestro día.
La sagrada hora de las dos y media en que las tabernas aseguran las puertas
con grandes defensas de hierro para evitar la entrada de los sedientos. Fueron al
cine Green, se sentaron frente a una mesa blanca y engulleron fuentes de tocino,
huevos y papas fritas. Cuando salieron se había atascado el tráfico. Las cabezas
asomaban por las ventanillas de los automóviles y sonaban las bocinas. En el
extremo de la calle un hombre enorme y grueso estaba tendido en el suelo, y se
dormía. Algunos afirmaban que estaba bebido. Otros que intentaba oír el pulso de
la ciudad. Sebastián bailoteó y aulló. Los diarieros mezclados con la gente le
preguntaron qué hacía. Hijito, la danza del perro.
Descendieron por la calle Grafton con el tropel del viernes y pasaron al lado
de los clientes que esperaban entrar en el cine. Sobre la ciudad un cielo encapotado.
Oscuro, muy oscuro. Resplandece de lámparas en el café del cine Grafton. Mi
refugio. Las bicicletas incorporándose al tráfico atascado, y la situación
generalizándose sobre la ciudad. Las tabernas se llenaban con una turba de
hombres que se pasaban la manga por la nariz y tenían sabañones en los nudillos.
Los barmen, trabajando a presión. Sirviendo a las voces tocadas por la audacia del
día de pago, y las bocas calladas el lunes. Y ahora bajamos por la calle Wicklow
porque aquí hay una taberna que siempre me pareció muy especial. Sus caobas o
sus barriles son insuperables. Cuando entro el encargado se muestra amable
conmigo e incluso me ha preguntado si yo iba al teatro. Por una vez no mentí
derechamente y dije que no. ¿Qué digo cuando miento? Les explicaré. Digo que mi
nombre es Patosky y que vengo del Oesky cada año Bisiesky.
Dangerfield extendió la mano hacia el hombre para recibir dos espumosos
vasos de cerveza. Se retiraron a un rincón. Depositan los vasos en un estante. Tony
extrae una caja de colillas.
—Santo Dios. Tone.
—Las saqué de la chimenea de un norteamericano en Trinity. Las tiran
grandes.
—Déjalas. Déjalas. Tone. Y permíteme invitarte en un momento de largueza.
Inclinados sobre los cigarrillos y la cerveza. Hay un momento en la ciudad
de Dublín en que el vidrio tintinea. La desesperación matutina y la agonía pasiva de
la tarde florecen en una jalea de alegría. Y después, cuando se derrite, lo baña todo.
Contemplé el rostro de Tone, es decir a Irlanda.
—Tone, qué harías si consiguieses dinero. Mucho dinero.
—¿Quieres la verdad?
—Quiero la verdad.
—Primero, hacerme un traje. Luego voy a las Siete T y pongo un billete de
cien libras sobre el mostrador. Me lo bebo todo. Envío cien libras a O’Keefe y le digo
que vuelva. Incluso, si me emborracho lo suficiente, pongo una placa en la vereda,
la esquina de Harry y Grafton. Percy Clocklan, conservador de camas, que aquí se
tiró un pedo. R.I.P. Luego, Sebastián, arranco de College Green y camino metro por
metro de allí a Kerry, emborrachándome en cada taberna. Me llevará cosa de un
año. Luego llego a la Península Dingle y salgo al extremo de Slea Head, liquidado,
mojado y sin dinero. Me siento ahí y lloro en el mar.
—Tone, agarra esto.
Dangerfield depositó un billete plegado de una libra en la mano de
Malarkey.
—Carajo. Gracias Sebastián.
—Adiós, Tone.
—Buena suerte.
Apretón de manos. Sebastián vació su vaso. La mano al frente buscando
espacios entre los abrigos, y una salida a la calle. De pie en la esquina. Levanta los
ojos hacia el cielo sombrío y encapotado. Se abrocha el impermeable alrededor de la
garganta. Para contener las corrientes de aire que se filtran. Y las manos en los
bolsillos húmedos y fríos. Mientras trato de producir calor frotando los peniques.
Tengo un pasaporte. Me quedan dos horas. He visto putas caminando por esa calle.
Ahí adentro venden vajilla. Y la gran ventana oscura del herrero. Piensen cuántas
palanganas, miles de caños de cobre, bañeras y cortadoras de césped. El lugar me
encanta. Quiero morir en un distrito rural, con el cementerio no muy lejos. Para mí
el campo. El último viaje campestre. Un ataúd sin manijas. Lo único que pido no lo
claven demasiado fuerte.
Sebastián entró por la puerta lateral del Caballo Herido. Bajó un Power’s
Gold Label. Se acercó un hombre de atuendo británico y hablando francés. Le dije
que mi bilis era verde. Dijo usted habla francés. Guu guu comepapas.
Afuera. Calle arriba. Bajo los escalones. Espío por la ventana. Golpes en la
puerta. Sus chinelas arrastrándose. Un gesto de vacilación. Ahí adentro hay carne
que apreté contra la mía. La lamí, pellizqué, apreté, le hice cosquillas. Oh sí, su
ronroneo. Y cuando he sentido un trasero como el suyo no lo olvido muy pronto o
nunca. Te pido corazón que dejes de latir como los martillos del infierno. Aquí
aparece su cabello por la puerta.
—Yo.
—Oh.
—¿Puedo pasar? Por favor. Sé que soy el hombre grande y malo. La gran
bestia. Todo eso. Lo sé. Pero.
—Hiedes a alcohol.
—Chris, que Dios me bendiga, como a cualquier buen papista romano.
—Entra. Siéntate. No necesitas quedarte de pie. Siéntate. No quiero que me
usen. Como un zapato que te pones en el pie. ¿Por qué no viniste antes?
—Salgo para Londres en el vapor de la carrera dentro de una hora. Alégrate.
—No quiero animarme. Con tu alma de piedra.
—Ujú. Espera un minuto. Vamos, no quiero que te sientas así. Por favor. Y
no es de piedra. Quizá de yeso o de jade.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? Tu vida era un embrollo, y hubo algunos
malentendidos.
—En efecto. Ahora te lo ruego. Ven, bebamos una copa.
—No.
—Vamos, por favor.
—¿Qué crees que soy? Aquí un día tras otro. Sola. Esperando que llegases.
Ni una palabra. ¿Te parece bonito? ¿Qué sabes de los sentimientos de una mujer?
No sabes nada de la vida.
—Conozco la vida. También yo estoy en este baile.
Ella se volvió y alisó una bombacha. Pasó la plancha sobre el encaje. Plegó la
prenda y la depositó sobre la pila de ropa limpia. Sebastián se sentó, el rostro
preparado para escuchar. Con los codos descansando sobre las rodillas. Las piernas
dobladas para mayor comodidad, una actitud de relativa desesperación, y el
mentón descansando en la palma de la mano.
—¿No podías haber escrito?
—Pensé hacerlo.
—Y ahora vienes a decirme que te marchas. Así no más. ¿Nunca sufriste?
¿Nunca te sentiste miserable?
—He cometido errores. Y nunca sé cuándo los pagaré. No soy insensible. Si
pudiese ponerme al día. Repararía todo lo que te hice. No olvido cuando la gente es
buena conmigo. Pero cuando corro peligro de que me claven una lanza en el trasero,
me atrapen y me castiguen, tengo que hacer lo que puedo. Empezaré de nuevo en
Londres. Me llegará algún dinero, del otro lado del mar. No soy mala persona.
—No seas tan tonto.
—Irlanda ha sido demasiado para mí. Me acosan e insultan. Puedes venir a
Londres.
—Escríbeme.
—¿Vendrás? Por Dios, ven.
—Escríbeme. Ese abrigo es ridículo.
—Mi manto mágico. Un besito.
Un beso en el sótano solitario. Pasos en el vestíbulo. Retiene una de sus
manos, que ahora se ha ablandado. Concerté la paz. Arriba y afuera. Una última
mirada. Adiós.
Un golpe de viento y lluvia me azota la espalda. Ahora cruzo la calle para
subir al ómnibus tibio e iluminado, y sumergirme en su interior. Veo a Chris
cerrando la puerta. La campanilla del guarda y el aire cálido y húmedo. Limpio
parte del vapor que cubre la ventanilla, porque allá afuera hay vidrieras llenas de
juguetes, lonjas de carne y las vidrieras manchadas y secretas de las tabernas.
En los muelles con figuras cargadas de valijas que avanzan presurosas sobre
los adoquines de piedra, dejan atrás las luces de las planchadas de los barcos
amarrados. Las gaviotas agitan las alas blancas en la sombra. Bajo la luz de la
entrada, los pasajeros dispersan adioses entre los taxis y los diarieros. Compro mi
último Evening Mail. Viajo hacia el Este. En busca de civilizaciones mejor
cimentadas.
—¿Equipaje, señor?
—No.
—¿Tiene algo que declarar?
—Nada.
Entre las barandas estrechas y empinadas. La mortecina luz amarilla del
barco. A lo largo de este puente, las ventanillas que protegen del mar. Casi las ocho.
Casi me he ido. Camino hacia el lado del barco que mira en dirección a Liffey. Allí
están las aguas que vienen de Blessington. Un hombre llevando el cable al otro lado.
Muchachos, quiero ver un poco de arte marinero. Diestramente. Están haciendo
demasiado ruido con las horquillas de los remos. Hacia el Sur está el Trinity College,
el puente Balls, Donnybrook, Milltown, el puerto de los Vientos y más lejos. Los
conozco a todos. Un viento de fría muerte entre mis rodillas. Las agujas negras e
inclinadas de las montañas bajas. Dentro de esa alfombra luminosa. Todas mis
desesperaciones minúsculas y tristes. Como oteando desde mi torre. Recojo mis
naves de los bordes del mar. Las convoco desde donde estaban muriendo. No
quiero irme. ¿Pero si no lo hago? Ya no hay nada que pueda considerar mío. ¿Qué
puedo decir? Háblenme. ¿Qué puedo decir? Tanto que me gustaría guardar para
siempre. Hilos de agua barridos de las hojas aceitosas de laurel o mis pasos durante
los silencios de la mañana o tarde en la noche. Y los rebuznos de los burros. O
cuando estoy acostado sobre la espalda en Irlanda mirando arriba fuera del mundo.
Cierto día de verano subí a la montaña y estuve en Kilmurry. Desde el fondo de los
empinados campos verdes y hasta el banco de Moulditch, un azul y tembloroso
reborde de mar, ligeramente blanco. Este día había un tren que venía de Wicklow y
se dirigía a Dublín. Arrastrándose sobre mi mano. Desplegado sobre las tierras
bajas de prados. El sol brillaba sobre ese tren. Llevando lejos mi corazón. Hicieron
sonar el silbato y yo casi pego un brinco. Y retorna de las casas derruídas a lo largo
del muelle de John Rogerson. Oigo el cabrestante. Criquetea y gruñe. Espumarajos
blancos dispersándose en el agua. Suavemente hacia el medio de la corriente. Frente
a otras naves y la media isla de Ringsend. ¿Hay un nido de fuego y hogar protegido
por esas ventanas? El barco deslizándose entre los faros de Bayley y Muglins. Un
hombre en bicicleta sobre el camino del Palomar. Howth y Dalkey. Siento el mar
bajo mis pies.
Desplegaré la vela
en este viernes de la crucifixión
con cielos tormentosos
que se desploman sobre el mar
y mi corazón
estremecido
por la muerte.
25

Desprendo el imperdible. La blusa de la señorita Frías. Este mohoso


pullover. Lo dejo sobre la silla. Y pienso que debo cubrir mi desnudez con el
impermeable manchado y seguro. Camino sobre la alfombra con los pies desnudos,
hundo los dedos en algo horrible.
Abro la puerta, salgo a este amplio vestíbulo. Una doncella aparece por el
corredor. Su sonrisa amable y juvenil examina con bastante atención mis tobillos.
—¿Desea una toalla de baño, señor?
—Bueno…
Me siento confundido, me detengo en el vestíbulo en una situación molesta
para contemplar la posibilidad de una toalla, porque tal vez mis pies huelen y mis
valles íntimos están cargados con depósitos de pobreza.
—Un instante, señor. Son toallas grandes y calientes.
—Bien. Calientes. Sí. ¿Es allí?
—La puerta a su derecha, señor.
—Bueno gracias.
—De nada, señor.
Las rarezas de esta especie. Su sombrerito. Un brinco. Empujo esta puerta
impersonal y enciendo la luz. Al fondo, una bañera para bañar el mundo. Tan gorda
y lejana y repleta. Una silla revestida de corcho. Canillas. Objetos gigantescos. Me
quitaré esta prenda impermeable y tomaré un sorbo de libido. Un poco de esta
admiración del ego en el espejo. Vamos, por cierto no estoy del todo mal. Un poco
grueso en la cintura. Extraña exhibición de costillas. Flexiono los músculos. Santo
Dios. Debo afiliarme a un club de atletismo.
Estaba cerrando la ventanita, mirando en la corriente de aire helado para
abarcar todas las ventanas. En esta enorme ciudad. Sé que aquí hay hombres de
negocios. Lo sé.
Un golpe en la puerta. De un tipo que se ejecuta limpiamente con los
metacarpios.
—¿Señor?
—Un momento.
Abro la puerta. El hombre desnudo. Por favor, no me crea desprovisto de
modestia. Joven, ¿no sabe que esta es una actividad peligrosa? Quiero decir, usted
me entiende, aquí estamos los dos y un hombre y una mujer. Sinceramente, creo
que tal vez no me negaría a poseerla. Por bondad, ya que no por otra cosa.
—Aquí tiene. Una toalla grande y linda. Esas toallitas chicas no secan ni a
una hormiga.
—Ja, ja.
—De antes de la guerra, señor.
—Por cierto, muchas gracias.
—Y sea bienvenido, señor.
Cierro la puerta y llevo esta toalla que se parece mucho a una alfombra
bastante grande. Y abro las canillas y brota el agua. Me hundo. Me recuesto en este
bálsamo cálido. Vengo de muchos años de cansancio y días fríos caminando las
calles mal calzado, empujando mi alma educada, deslizándome razonablemente
detrás de barriles, paredes y baluartes, jugando oculto y tenso en las orillas y por
doquier.
Flotando. No hay nada parecido. Es como la suspensión del cuerpo. Anoche,
al bajar del barco. Me preguntaron dónde pensaba alojarme. Bajo un arbusto en
Hyde Park. Y al bajar del tren vi los árboles descarnados. Encantado de ver tantas
calles. Mañana leo los avisos personales.
Caballero se ausenta por un año, desea relacionarse con persona apropiada,
aficionada a la caza, la vida rural, para cuidar una propiedad, personal completo.
Debe querer a los animales. Remuneración adecuada.
Más. Más de lo mismo. Les digo que hay abundancia. Y otras figuras erectas
y dedos delicados como los míos. Y mujeres altas y descarnadas. De zapatos bajos.
Y rosadas por puras. Óxido por honestidad. Soy un pedazo de hierro viejo.
El enorme cuarto de baño está caliente. Me siento sobre el corcho y me seco
cuidadosamente los dedos. De pie para realizar una última inspección de mi
persona en el espejo. Creo que el vapor la ha agrandado.
Envuelto en el impermeable, y yendo al encuentro de las comodidades. Una
gran cama doble, y el lavabo y el espejo reflejando la luz. Una gruesa colcha
floreada. Y quizá una alfombra Axminster, cuya semejanza las semejantes del señor
Skully jamás vieron. Los irlandeses en efecto tienen esas pequeñas pretensiones.
Querido Egbert, ¿crees que todavía estoy detrás de las cortinas?
En la esquina de la cuna al descubierto. Ahora déjenme descansar aquí. Creo
que nunca he estado tan desnudo como ahora. Lo hace pensar a uno. En otros. Lilly,
últimamente he pensado en ti. No vayas con las monjas.
Extendió la mano hacia el teléfono. Buzz buzz. Click click.
—Por favor, con el señor MacDoon.
—Veré si está en casa.
Con estas máquinas de conversar se oyen muchas cosas extrañas.
Aproximación de sus pies de duende.
—¿Hola?
—Habla Dangerfield.
—De nuevo.
—Habla Dangerfield.
—Otra vez.
—Habla Dangerfield.
—Y ahora, por el amor de nuestro salvador que malgastó su sangre Rh
negativa por unos pobres infelices como nosotros, ¿no me dirás que estás en
Londres?
—Aquí estoy, Mac. Y me gustaría saber si hay violencia aquí. Aborrezco la
violencia y a los que deambulan por las calles moliendo a palos a los caídos.
—Apenas cuelgues diré a Parnell, desnudo e hirsuto rey de asesinos, que
alerte a los bajos fondos, para que te dejen pasar sano y salvo.
—¿Puedes aguantarme?
—Aguantarte. Exactamente. Puedo, si quieres colgar por el cuello del
cielorraso. Entregamos un gancho a todos los invitados. Tengo anillitos en el techo.
La habitación tiene nueve pies por once, y admito hasta cuarenta invitados por
noche. Su Majestad no lo haría mejor. Por supuesto, yo duermo en una cama. Es un
tanto desconcertante ver todos esos pies que le apuntan a uno por la mañana, se
tiene la sensación de que lo están pisoteando a uno.
—Mac, ¿dirías que la cosa tiene cierto aire de matadero?
—Eso diría. ¿Cuándo te veremos?
—De inmediato. Sólo tengo que vestirme, para no ofrecer a los ojos del
público cierto estado de desnudez.
—¿Sabes cómo llegar aquí?
—Yo diría que sí, Mac. Pero secreto total. Ni una palabra a nadie. En una
hora estoy allí.
—Extenderemos la alfombra roja, blanca y azul. En el frente hay dos
enormes animales. Mete el puño en la boca del que está a la izquierda, no tiene
ninguna intención política, y tira de la lengua.
—Mac, si me muerde jamás te lo perdonaré.
—Adiós.
—Bip bip.
Ah, el buen Dios, oh mi alma, en eso estamos. Soy un padrillo loco. Con los
ojos rosados. No te gustaría verme ahora, Marion, ¿eh? No te guardo rencor. Oh no.
Me siento perfectamente calmo. Completamente relajado. Pero cuando vengas a mí
en Mayfair, después que las cosas sean como deben ser, no trates de agregarte y
creas que el asunto volverá a ser tan fácil. No te preocupes. Llegará el tiempo de los
infieles y recibirás un buen puntapié en el culo. Dios, qué bien me siento esta noche.
Las mejillas sonrosadas. Las aletas de mi nariz se estremecen con la sensibilidad
que me posee. Salpicaduras del agua caliente de esta canilla. Este jabón es fragante.
Mary, te lavaré con él.
Hubo sonrisas en el vestíbulo. Sin duda, revestimientos de mármol. Afuera,
a la vida nocturna. Un tranquilo parque enfrente. Me gusta. Una vuelta por aquí. Y
bajo al metropolitano. Todo el mundo enjoyado. Esa chica tiene un lindo vestido
gris. Las manos un poco gruesas alrededor de los nudillos. Pero un par de piernas
que deben ser hermosas. Confío en que no pensará que la estoy mirando. Porque en
realidad me siento muy distante. Estoy mirando tus piernas y me pregunto cómo
serán más arriba. O tal vez incluso puedas indicarme cómo llegar a casa de
MacDoon. Estos asientos son cómodos. Mantengo así las piernas porque creo que
las suelas pueden desprenderse en cualquier momento. De aquí en adelante tengo
que usar el paso de arrastre. No es un momento apropiado para que me persigan.
Tantos rostros que mirar. Arriba por esta escalera. Sus piernas son
extraordinarias. Debo preguntarle el camino. Indispensable.
—Discúlpeme, pero podría decirme cómo se llega a Minsk House.
—Por supuesto. La tercera calle a la derecha.
—Gracias. ¿No le molesta si le digo que tiene hermosas piernas?
—Bueno, no. Supongo que no.
—Pues cuídelas mucho. Y muchísimas gracias.
—Gracias a usted.
No quiero enredarla. Una chica como ésta merece tener su oportunidad. Sus
dientes son un poco chicos, pero parejos y limpios, y yo siempre digo que me los
den parejos y limpios, antes que grandes y sucios. El barrio no es feo, ciertamente
no lo es. Debo reconocer que MacDoon mantiene su nivel a toda costa y ahora que
he visto un poco la ciudad creo que apruebo su actitud. Santo cielo. Debe ser aquí. Y
esos leones o lo que sea. No me atrevo a meter la mano ahí, quizá no pueda sacarla.
Pero tengo que hacerlo. Bienaventurado Oliver sálvame de los colmillos. Dijo que
tirara. Siento algo de lo cual prefiero no hablar. No veo nada por ninguna parte. Tal
vez Mac está un poco achispado ahí adentro. Sé que es capaz de las cosas más
fantásticas. Oigo algo.
Una puerta se abre y se cierra. Una sombra pasa sobre la pared. Una figura
inclinándose sobre un barril. Mete algo, saca algo. Alguien dice algo.
—Eh. Eh aquí, Mac. ¿Eres tú, Mac?
MacDoon. Una figura menuda bailoteando. Afírmase que sus ojos son como
las joyas de la corona. Una barba roja puntiaguda en el mentón. Sin duda, un
duende. No es posible hablarle muy fuerte, porque puede explotar en el aire.
—Baja, baja, abajo. Baja Dangerfield abajo.
—Mac, en estos tiempos todos mis conocidos bajan. ¿A qué se debe?
—Los tiempos, los tiempos que corren. Y qué tal blandes tu martillo. Por
aquí, Danger. En las mandíbulas de la lucha.
Una puerta con una boca alrededor. Los labios rojos y los dientes blancos.
—Mac, esto es terrorífico. Me escupirá indigesto.
—E inmolesto.
—Mac, me alivia estar en Londres.
—Siéntate. Yo diría que tienes cierto matiz de angst alrededor de los ojos.
—Un poquito.
—Ahora cuéntamelo todo. Oí decir que tienen campanas nuevas en el
infierno.
Dos sillones hermosos y mullidos. Una estufa de gas de llama azul, y encima
un tarro de cola. En las paredes colmillos pegados. Grandes, medianos y curvos y,
como dijo Mac, uno a imagen y semejanza. De una cajita de colores llegaban
gemidos.
—Mac, por el cielo, ¿qué hay allí?
—Progenie.
—Oh, Dios mío.
—Bueno Danger quiero noticias.
—Bien creo que puedo decir que he recorrido un camino largo, bastante
largo. Ahora lo veo en perspectiva. Ha sido duro, perverso y a veces incluso injusto.
Digámoslo así.
—Danger, quiero sangre.
—Bueno, por supuesto también hubo un poco de sangre. Un poquito. Y
confusión. La de Marion en Withwait con Felicity.
—Una interrupción, Danger. Mira, siempre creí que harías lo correcto y te
apoderarías de una de las alas de Withwait Hall. En Dublín siempre supusieron que
ese sería el curso natural de los hechos. Pensábamos que era mera cuestión de
tiempo que el sentimiento de culpa impulsara al suicidio al almirante Testarudo
Wilton, y que la vieja lady Wilton fuera enviada inmediatamente a Harrogate para
recuperarse del golpe, mientras tú vendías los derechos de caza y te convertías en
señor de Withwait. Ahora se necesita estilo, Danger.
—Mac, estoy de acuerdo. La muerte podría hacerme muchísimos favores.
—Y hemos oído que el viejo Dangerfield no está bien.
—Es verdad Mac y debo decir que esa situación agrava mi ansiedad. Me
siento realmente jodido. Afirman que soy un apóstata. Dicen que he intentado
salvar mi propio pellejo, bastante mancillado. Aquí estoy reducido al acento. Ni
fuego ni hogar. Pero el hecho de estar aquí me induce a sentir que aún hay
esperanza. Y te diré lo siguiente. Aunque me han tratado muy mal no olvidaré a
quienes me extendieron la mano. En este mismo momento Tone Malarkey está
detrás de sus baluartes. Creo que si Dios alguna vez lo aceptase en el paraíso no lo
dejaría salir jamás. Y pienso que en secreto está planeando obtener algunas libras y
comprar bloques de cemento y amurarse con un túnel que descienda hasta los
Daids, para ir a buscar su cerveza. Dice que las piezas de su corazón que bombean
son carborundum puro. Bueno, los dos sabemos que es una sustancia bastante dura,
incluso en vista del actual y vertiginoso avance científico. Tone dijo que llegó a ser
como es comiendo salmón vivo extraído del Shannon. Y Tone es el único hombre
que conozco que jamás ha dicho una mentira.
—Danger, debo reconocer que lo que dices es cierto.
—En nombre de Dios, Mac, ¿qué es eso?
—Je, je.
Mac levantó de un montón confuso a los pies de su cama la cabeza de un
canguro. Se la puso sobre el cráneo y la bamboleó. Se metió en el resto del cuerpo y
bailó alrededor del cuarto.
—Mac, creo que es magnífico.
—Mi traje de beber. Y aquí, un regalito que estoy seguro apreciarás.
Las manos de Mac sobre una pequeña reproducción parda de la cabeza del
Bienaventurado Oliver.
—Mac, creo que nunca sabrás cuánto aprecio o necesito esto. Los dientes son
perfectos. La parte más importante de Oliver. Eeeeeeh y E por esfuerzo. Ayúdame a
difundir el justo nombre de Oliver entre las almas que no tienen en sí mismas ni
siquiera un gramo de Dios.
—Fabriqué los dientes con una tecla de piano.
—Milagroso.
—Úsalo.
—Así lo haré. Y ahora Mac debo preguntarte si es verdad que ambos
tenemos boca.
Suben y pasan por las mandíbulas, y salen a los árboles grises y la noche. A
lo largo de las calles húmedas y vacías. Enormes ventanas y un criado que viene y
corre las cortinas. Un gran automóvil negro se desliza al costado, y los neumáticos
murmuran en la calle.
—Mac, es agradable ver esto.
—Concuerdo Danger.
—Y durante años no he visto tanta riqueza. Realmente años. Y la necesito.
La necesito.
—Y aquí Danger está la Cueva del Oso, pero primero debo mostrarte
enfrente algo que sé te impresionará.
MacDoon condujo a Dangerfield a lo largo de la calle. Se detuvieron frente a
una fuente y una entrada en el muro. Un poema.
Dios
bendiga
a los
pobres.
—Mac, confío en que no te sentirás molesto si me arrodillo aquí y murmuro
una breve plegaria desde el pavimento. Una cosa muy bella. Si más gente pensara
así, ¿habría luchas? ¿Disputaríamos? Te lo pregunto, ¿disputaríamos?
—Danger, sólo puedo decirte que me han encomendado diseñar corpiños
cuyo realce infundirá renovada lascivia en los corazones de estos ciudadanos.
Las luces cálidas atraviesan las ventanas escarchadas. Entran en el salón con
sus flores y las pilas de sandwiches. Las sillas y las mesas lustradas. Gente de cierta
clase con perros. MacDoon trajo los dos vasos de cerveza y los depositó sobre la
mesa reluciente. General sensación de sed.
Dangerfield se recostó en la silla, plegando las piernas bien metidas bajo la
mesa. Sonrió.
Sentados charlando de Dublín cuando era la Roma del mundo, oh, sus
pequeñas acechanzas y desesperaciones. De Clocklan que abandonó el barco.
MacDoon se refirió a las severas exigencias de la mujer, y cómo estaba empezando a
desear que pudiese verse libre de todas o que lo tuviese tan grande que debiera ser
transportado por la Brigada de Bomberos de Londres, para usarlo en los grandes
incendios.
Y estos perros. Animales felices y hambrientos. Si tuviese por lo menos uno.
Sé que ensucian las calles y a veces son repugnantes unos con otros y los jardines de
las aldeas. A pesar de la indelicadeza deseo uno. Preferiblemente de buen linaje y
pedigrí que armonice con el mío. Y debo reconocer, MacDoon, que eres
extraordinariamente buen mozo con tus manos finas, y aquí estás chapuceando en
esta ciudad interminable. Quizá Mary pueda posar para ti cuando diseñes los
tamaños grandes. Y llevar a casa el tocino, a un lindo y elegante cuarto con una
hermosa cocina de gas y alfombras colgadas de las paredes, donde yo pueda
sentarme como un detective, fumando una pipa y descansando los pies. Leeré
libros, me lustraré las uñas. Nada me importa de los codiciosos. Creo que tomaré
otro baño antes de despedirme y meterme en la cama.
Se separaron en la estación. Donde los trenes rojos entraban y salían.
Concretamente, en Earl’s Court. Y viajo en estos hermosos vagones, mirando a todo
el mundo. De retorno al hotel, y a deslizarme cansado en la pesada cama. La cara
sobre la almohada, cubierto por las mantas. Y los autos chirriando en las esquinas,
allí abajo.
Con velas desplegadas. Vi las luces de Holyhead. El sombrío Liverpool. Y
los pájaros inmóviles encima de ese edificio. Algodón, carne y granos. Desde el
puente miro abajo, los rostros aterrorizados del reconocimiento. Seguro únicamente
en el mar. Desayuno, un periódico de tres peniques, y mirando a todas esas chicas
de labios rojos y ruleros. Estoy solo. Y tomé el tren. La tierra era gris. Y cuando
llegué aquí todos los demás ocupaban grandes automóviles y taxis por todas partes,
y yo no tenía a nadie y recorrí la plataforma preguntándome qué hacer. Veo que a
todos los reciben con besos.
Y no
uno
para mí.
26

En el domingo londinense, Sebastián Dangerfield fue por consejo de


MacDoon a un lugar de la calle Bovier donde alquiló un cuarto en el último piso de
una casa amarilla de estilo Victoriano. Un cuartito minúsculo y limpio. Un blando
sofá verde cubierto con una cretona verde. En el rincón, al lado de la ancha ventana,
una mesa de roble, una silla y otra de mimbre. Una retorcida estufa eléctrica en la
pared y un medidor de a chelín al lado de la puerta. Un lavabo y un baño pasando
el vestíbulo, donde desde una silla uno veía las vías y la estación.
Todas las mañanas un golpecito en la puerta dado por una india. Desayuno.
Extender la mano para recibirlo y encender la estufa eléctrica. A vestirse. Bajo los
escalones oscuros. Entro donde todos sonríen y dicen hola y otros buenos días.
Agradable decorado y tiestos de flores secas. Siempre me gustaron. Sé que esta
gente pertenece al Commonwealth. Esa mujer dice que su hijo tiene otro empleo. Sí,
usted sabe, decidieron ascenderlo. Señora, es magnífico.
Todas las mañanas es igual. Avena con sorbos de leche y azúcar. Luego el
tocino y los huevos. Los traen a la mesa. Oh, es excelente. Y la india trae las frituras.
Y todas las mañanas vuelvo a subir la escalera y miro por la ventana mientras ellos
salen a la calle con pequeños paraguas. Y esa mujer allí que se complace en hacerlo.
Lo sé bien. De pie, desnuda e impertérrita al lado de su ventana devolviéndome la
mirada con cierta altivez entre los pliegues de la toalla con que se seca la cara. No
crea que no la veo, hermana. Tiene un cuerpo lindo y robusto. Pero si la viese en la
calle vestida creo que tal vez usted sería distinta con su encaje blanco saliéndole de
varios lugares del vestido.
Bajo la escalera y busco mi nombre en las cartas. Calle arriba y me detengo
para mirar el foso de un edificio bombardeado donde merodea un gato. Compro un
diario a la mujer que atiende el puesto. Retorno y me siento con las piernas
apoyadas en el reborde de la ventana. Oh, creo que habrá un signo. Muy grande. Y
dirá Dangerfield vive. El lunes a última hora envío la carta culpable a Mary, oh mi
amor fatigado, probado y sincero, ven a Londres y trae quince libras y te recibiré en
la estación y te llevaré a mi pequeña matriz.
Miércoles por la noche. Después de subir atemorizado entre las sombras de
la escalera. Un telegrama en la cama.
LLEGO EUSTON VIERNES CINCO TARDE CARIÑOS MARY
Jueves, Dangerfield en la calle haciendo buena figura y poniendo la mano en
la boca del animal y dando un tirón a la lengua. En el aire lleno de vapor MacDoon
retuerce un alambre para fabricar la cola del canguro. Parnell sostiene un extremo
con pinzas. MacDoon extiende la mano y extrae un sobre amarillo que está detrás
de un espejo. Lo entrega a Dangerfield.
—Para ti Danger, llegó esta tarde.
Se sienta. Dangerfield abre el sobre con dedos nerviosos. Silencio. Todos
esperan. El ceño fruncido y un chasquido de labios.
—Mac, ¿me darías una taza de té con un poco de limón?
—¿Malas noticias, Danger?
—Todavía no lo sé. Mi padre ha muerto.
MacDoon se inclina sobre la tetera, vierte el té. Con su cincel echa una rodaja
de limón en la taza. Hasta el fondo del té color yodo. Sebastián se recuesta en la silla.
Parnell retuerce el alambre con las pinzas. En el otro extremo MacDoon se
incorpora. Afuera está oscuro. Observan la llama azul que consume el gas y
enrojece los minúsculos pedazos de asbesto. Quizás no es momento de afrontar el
futuro. Dicen que en todos hay algo de bueno. Si se les da una oportunidad. Y un
buen puntapié en el culo.
—Muy bien. Fuera, fuera, fuera. Todos. Rápido. A la Caverna del Oso. Mac.
Whisky, whisky.
MacDoon suelta un zapato que estaba calzando en la pata del canguro.
Parnell se ajusta los lentes con un movimiento de estudiada elegancia, y se aclara
varias veces la garganta. Y un gemido del pequeño que está en la caja.
—Mac, uno de estos días me dejarás llevar a tu hijo en una excursión que
pienso hacer a la isla de Man con fines de descanso. Pienso ordenar la construcción
de una capillita en la cima de Snaeffell. Y quizá rezarás una pequeña misa por mí.
—Ciertamente, Danger.
—Parnell, ¿me buscarás un sastre acreditado en Row?
—Claro que sí, Danger.
—Algo así como un Humber de preguerra con portaequipaje me vendría
bien. Mac, ¿encontraré uno en Mayfair? ¿Qué te parece?
—Seguro.
—Bueno. Sí. Sí. Excelente. Tengo que arreglar muchas cosas. Chapas de
bronce. Ahí están. Detrás del bronce. Y creo que iré a vivir en la calle Old Queen.
—Danger, ¿huelo dinero en tu vida?
—Mac, puedes decirlo así. Sí. Creo que puedes decirlo así. Dirías ahora que
este cuarto tiene el sesgo universal. ¿Podríamos decir eso?
—Podrías decirlo, Danger.
—He conocido lunes que caían en viernes. Jueves en martes. Pero el
domingo es un día que jamás puedo aceptar. ¿Puedo decirlo así? Creo que todos
necesitamos una copa.
—Danger, Parnell y yo no tenemos más remedio que aceptar. Y ahora, si
todos ustedes se arrodillan les impartiré mi bendición negra y salpicaré con jugo
sagrado vuestras jóvenes e inocentes cabezas, buena banda de paganos que son
todos ustedes.
—Mac, tú dirías que fui concebido en idolatría. Parnell por error, y tú de
ningún modo.
—Sí.
Algunas risitas. Dangerfield se mete en el canguro. Parnell ajusta la cola de
alambre. Dangerfield fue elevado a la calle. Un extraño grupo. La cabeza del
canguro girando los globitos oculares en las cuencas de celofán. MacDoon con su
barba roja apoyado en un cayado de pastor. Parnell golpeando una cacerola vacía
con una cuchara. Procesión de santos y bestias. Las catorce absurdas estaciones de
la cruz. Paganos.
El mostrador era un río. La cerveza fluía incontrolada. Decíase en la Taberna
que nunca se había conocido una noche así. Dublín instalado en Londres. Algunos
afirman que los romanos eran hombres de Kerry disfrazados. Charla acerca del
descanso y de ver todo un poco más claro y arreglar asuntos. Se extraían
conclusiones. Mejor con que sin. Y en el caso de sin mejor aquí que allí. Sed.
Dangerfield sentado sin la cabeza del canguro, todo un espectáculo con el
vientre preñado que Mac le había hecho al animal, y el pequeño colgando su cabeza
confundida fuera de la bolsa. Se habló de que alguno se metiera en la bolsa y
Dangerfield lo llevase para viajar más barato al Soho. Se resolvió que esa noche
debían ver el Soho.
La gente salió de la taberna para mirarlos bajar por la calle. Parnell tocando
el ritmo fúnebre. MacDoon ejecutando la danza de Bali delante del canguro.
Avanzan lentamente por el centro de las calles. Se abren las ventanas para
contemplar el extraño espectáculo. MacDoon arrastra al canguro, usando su largo
cayado. Parnell al frente caminando hacia atrás por la calle de Kensington Church,
donde una joven arroja una flor desde la ventana de un piso alto. A Notting Hill,
donde intentaron cerrar las puertas, y Parnell lo impidió con el pie. La calle de
Bayswater. Oh, realmente fantástico. La danza de la trinidad idiota. Un policía dijo
vamos vamos muchachos, cálmense y ellos dijeron por designación de Su Majestad
el Rey y el policía gigantesco detuvo el tráfico para que pudieran pasar sin riesgo.
MacDoon ejecutando el brinco del duende. Diversión para la fatigada Inglaterra. Y
un sombrero que se llena de peniques. En Marble Arch, agobiados por el peso del
dinero, lo meten en la bolsa del canguro de modo que era necesario arrastrarlos, tan
cargados de oro y éxito. El más absurdo circo callejero que el mundo ha visto jamás.
En Arch subieron a un ómnibus. Una mujer, que tenía unas largas y peludas
orejeras de piel de conejo, se volvió y vio al animal sentado detrás, y gritó, y todos
los que estaban en el piso superior del ómnibus clavaron los ojos en la bestia. En
Tottenham Court con la bolsa rebosante de peniques tuvieron que sacar a la bestia
arrastrándola con la ayuda del guarda. MacDoon dijo que no había visto nada
parecido desde la noche en que dejaron salir el ganado de los mercados antes del
alba y Dublín desbordaba de mugidos de vacunos y la ciudad se paralizó y algunos
dijeron que después Dublín nunca fue la misma.
Costearon la plaza del Soho y luego entraron por la calle de los Griegos y se
metieron en una taberna.
El canguro charlaba frente al mostrador. Elevó su voz en una canción.
Díganme británicos
cómo saben
que les gusta
este Soho ho.
Ni alegría ni bebida
cerdos inútiles
me gustaría saber
por qué les gusta
este Soho ho.
Se oyeron algunos gruñidos y rezongos y MacDoon dijo vamos Danger esta
gente es buena gente bebiendo sus tragos.
Gruñen y rezongan
escupen, se fruncen
estos pobres cerdos
Oh Dios, qué apestosos.
Se pusieron de pie. Catorce en total avanzando hacia el canguro que cantaba
venid todos los fieles. El moreno y bruto Parnell sobre ellos. Empezó la cosa.
Parnell aferró al tipo de adelante y sosteniéndolo un instante sobre la cabeza
lo arrojó contra la turba que avanzaba. MacDoon giraba el cayado sobre su cabeza y
dijeron agarren a ese bastardo de helicóptero y Mac rompió limpiamente la nariz
del hombre. El canguro extendió la mano sobre el mostrador y estaba vaciando una
botella de gin cuando desde atrás descargaron una silla sobre su cabeza. El canguro
cayó al piso, los brazos y las piernas abiertas. Parnell atacó desde todos los costados
mientras MacDoon los aferraba con la empuñadura del cayado y los enviaba al
suelo. La casa temblaba. Quedaban ocho de los catorce, seis inconscientes y
pisoteados. MacDoon cayó y estaban pateándolo y él los aferraba por los tobillos
con el cayado y los derribaba. Estaban empujando a Parnell hacia la puerta y
gritaban estos condenados intelectuales de Oxford creen que pueden llamarnos
cerdos. Echaron a Parnell y aseguraron la puerta. Arrastraron la figura inconsciente
de MacDoon para tirarlo a la calle, diciendo le ajustamos las cuentas al grandote, no
lo intentará otra vez. Afuera un gran alarido de guerra. Se volvieron hacia la puerta.
Otro alarido de guerra y una voz gritando allá voy. La puerta parda manchada de
vómito se abrió con un quejido de goznes y madera astillada. La puerta cayó en
pedazos en el salón. Parnell, el rostro cubierto de sangre, la ropa rasgada,
desencadenó su feroz contraataque y tres de los ocho restantes escaparon por la
escalera gritando este hombre está loco, llamen a la policía. Lo tenían a raya con
sillas. Una multitud reunida en la calle. La sirena policial.
MacDoon medio revivido y Parnell arrastrando al abatido canguro por la
puerta, trastabillando en la calle. Arrojan a la bestia al interior de un taxi y aúllan en
la oreja del hombre aterrorizado, vamos bastardo cockney corre como los mastines
del infierno antes de que la ira de los celtas caiga sobre tu cráneo inglés.
El canguro gime que necesita una copa o morirá. No valía la pena vivir la
vida si no se podía tomar algo. El chofer del taxi decía que llamaba a la policía si no
dejaban de pelear allí atrás, y que mejor fueran al hospital porque estaban cubiertos
de sangre.
El taxi se detuvo y se sumergieron en los olores blancos del hospital.
Trinidad maltratada. Entrando por los tibios corredores. Las enfermeras salen de
todas partes para contemplar el espectáculo del canguro que cojea.
Desde la cabeza caliente podía ver por los agujeros de los ojos a las
enfermeras de amplio pecho y la bondadosa monja que llamaba al médico chino. Y
esta monja dijo ¿qué pasa? ¿Estuvieron en una taberna? En efecto. Nunca tuvimos
pacientes como ustedes, y en realidad están bastante golpeados, pero el doctor hará
un trabajo especialmente bueno en su cara, la herida es seria. Parnell es un hombre
valeroso. Oh, un tipo brutal, y este Mac, por Dios, podría liquidar a una banda
completa de cockneys en plena juventud si no fuera por la sed fabulosa de las
jóvenes doncellas inglesas e incluso de otras ansiosas de un trago de su jugo
irlandés.
El hospital llamó a otro taxi y con el médico chino, la monja compasiva y
trece enfermeras arrancadas de sus camas estuvieron contemplando a la trinidad
trágica que salía en tropel por el portón. Pero el canguro, afectado de una ligera
locura a causa de su propio viento que se acumulaba en la cabeza del animal y de
otras cosas como esa lluvia de gratos dólares de plata, salió por una puerta y entró
por otra, hasta que todos estaban corriendo alrededor del taxi, entrando por una
puerta y saliendo por la otra. La residencia de las enfermeras poblada de cabezas
asomadas hasta que los tres fatigados granujas se amontonaron uno encima de otro,
medio ahogados, y se desmayaron, y se los llevaron. La gente del hospital
saludándolos.
27

Dangerfield elevó la llama del gas y se frotó las manos a las tres de esa tarde
gris del viernes. Extrajo una botella de gin de la bolsa del arrugado canguro. Desde
la cama la voz dolorida de MacDoon.
—Danger, en el nombre auténtico de Dios, ¿qué tienes ahí?
—E. Nada más que e. Agua bendita. Una pequeña y pronta bendición para
todos. Parnell, despierta. Arriba de una vez. MacDoon por Dios mira si está muerto.
No quiero que el cuarto apeste a cadáver.
Parnell envuelto en vendas, asoma la cara debajo de las mantas y la hunde
otra vez.
—Danger, ven aquí con eso.
—Oh, la guardé con mucho cuidado durante la pelea. El saqueo es parte de
la batalla. Sigues pensado MacDoon que comienza una época de abundancia.
Piénsalo ahora. Y que de allá lejos los pájaros motorizados están trayéndome
huevos. Grandes. Grandes. Nada como el país de los ricos muy ricos.
—Danger. Escúchame. Quiero que sepas que tus amigos no te abandonarán
durante la postura del huevo. Nadie dirá que te han abandonado en la hora de la
riqueza.
—Mac, creo que un poco de Argelia viene bien como descanso, hemos
destruido la ciudad de Londres con un golpe poderoso.
—Sin embargo, te diría que en alguna parte se inició un contraataque.
—En efecto. Mac, uno de estos días te contaré cómo me uní a la Legión de
María. Las cosas de la lucha interior. Intestinales y otras. Pero hay que
recomponerse. Primero, un poquito de la manteca de maní de Parnell. Nada como
la manteca de maní. Sin duda, he realizado el rápido viaje al prestamista con el
cochecito chirriante. He tenido orgullo. No lo creerías Mac pero hubo tiempos en
que no hubiera descendido al cochecito engrasado o no. O a vivir de las ganancias
de una mujer. Pero pese a todo esto, los efectos de las granadas, las idas y las
venidas e incluso los ardides sin importancia de Egbert Skully, he sobrevivido
manteniendo intacta parte del hombre interior. Adelante absurdos soldados de
Cristo. Llámenme mayor Dangerfield.
—Mayor pásame la botella.
—Y Mac, sólo una vez. Mira, sólo una vez he sufrido la ignominia. Admitiré
todo lo demás pero no la igno.
—Danger, no se diga una palabra más que arruine o enturbie la belleza que
has traído a este cuarto. Dame la botella.
—Parnell. Sal de la cama. Debo formular un pedido. Tendrías ahora una
camisa limpia en vista de una cita urgente a las cinco a la que debo presentarme sin
señales de sangre o de combate.
—En el guardarropa, la camisa de las grandes ocasiones.
—Exactamente.
—Detrás de la puerta. La única cosa digna que poseo en estos tiempos.
—Oh bella camisa. El corte es todo. Llegará el día, Parnell, en que oigamos
hablar de esta maravilla. B. Berry sostiene que tres años en Borstal equivalen a
cuatro en Harrow. ¿Qué tienen estas cárceles británicas?
—En diez años se pierden algunas ventajas.
—Me inclino a creer que es demasiado tiempo incluso pata el doctorado. Oh,
una camisa bastante fina. ¿Qué aspecto tengo? Creo que me va bien. Ahora, algo
bajo las axilas. Necesito ponerme algo en las axilas. Nada de olor corporal.
—Danger, puedes salir al vestíbulo y meterte en la segunda puerta a la
izquierda. El dormitorio de la dueña de casa. Quizá haya algo para las axilas.
Dangerfield regresa.
—Muy agradable. Siempre me gustó la fragancia en contraposición a lo
infragante.
MacDoon postrado en el lecho.
—Danger, ¿veo una mujer de labios manchados de fresas, cabellos de
cuervo y dientes altivos? ¿Veo eso?
—Caballeros, a su debido tiempo. A su debido tiempo habrá un anuncio.
Salió a la fría media luz de esta calle con el parque triangular. En esa calle
agradable Parnell tenía un bonito cuarto. Bueno, cualquiera de estas casas me
vendría bien. Mary lava las ventanas y barre el sendero y me prepara la vieja avena
por las mañanas. Importo salchichas de la calle Pembroke, en Dublín. Está
prendada de mí. Me cree. Y si hay una cosa que vale la pena, es la fe. Incluso
soportaría la igno por fe. Y sea lo que fuere, tengo que compensarla. Sé que me
creen insensible porque no lloré ante la muerte. Pero no es así. Ocurre sencillamente
que no puedo hacer nada. Bueno Marion. Ahora lo sabes pero te apresuraste. Es el
defecto de la gente, se apresura. No espera, lo ven caído a uno y creen que ahí se
quedará, incluso son capaces de clavarle el talón. Pero qué diablos, como yo dije, no
tengo resentimiento. Mi corazón ahora está limpio. Marion lo comprobará muy
pronto. Una notita al abogado y quizá veremos unas pocas inversiones aquí y allí.
Reducidas y prudentes al principio.
Desciende al metropolitano. De pie en la plataforma con unas pocas
personas de la tarde que van a algún sitio. El tren vítreo y pulido se detiene
suavemente. Entra y se aleja. Me dicen que, no importa lo que haga en este
fantástico metropolitano, me mantenga apartado de la Línea del Círculo.
Caminando a lo largo de los túneles barridos por el viento. Arriba y fuera de
esta dilatada estación. Colmillos. ¿Dónde está ella? Llego tarde. Plataforma siete.
Buscar un rostro irlandés. No puedo haber olvidado su aspecto. Me advertirá en
cualquier lado, porque por atrás tengo un aire Victoriano. Debo recibirla con
alegría.
Con un abrigo negro baja tímidamente por la plataforma, arrastrando una
gran valija de cuero, mordiéndose los labios.
—Hola, Mary.
—Hola, pensé que no vendrías.
—De ningún modo. Dios mío, has adelgazado. ¿Estuviste enferma?
—Me siento bien. Pero estuve enferma un tiempo.
—Dame la valija. Caray, ¿qué traes aquí? ¿Piedras?
—Algunas cosas para cocinar, y unos platos. Y parte de una máquina de
coser. ¿Te molesta?
—Excelente. De ningún modo. Ya veremos. Creo que son las cosas que
deseamos en estos tiempos. En fin, salgamos de aquí.
Dangerfield la lleva fuera de la estación. Una breve recorrida para ver el
edificio. Tome una gira con Danger. Vea eso, y las grandes columnas. Qué
arquitectura.
—¿Qué te parece, Mary? ¿Qué me dices?
—No sé qué decir. Supongo que es bonito.
—El tamaño Mary, el tamaño. Y los que lo pagaron. Pero ahora nos vamos a
un lindo restaurante.
—Traje veinte libras.
—Caramba.
En el salón tibio con mesas a lo largo de la pared. Dangerfield dijo al mozo
que trajera cierta cosa del château y un pollo y también un cigarro.
—Sebastián, ¿no es muy caro?
—Ji, bah.
—¿De qué te ríes?
—Porque la palabra caro ya no pertenece a mi vocabulario. Ya no la uso.
Creo que eso puedo asegurarlo.
—¿Por qué?
—Después, Mary. Después hablaremos de eso.
—Bien, dime qué estuviste haciendo. Estás más delgado. Y la ropa no me
viene bien, y tuve que reformar este viejo vestido negro. Cuando estuve enferma
me sentía muy preocupada porque no escribías.
—Dame la mano Mary.
—Es un lindo lugar. Me alegro de haberme ido de Dublín.
—Muchos lo dicen.
—Cuando me enfermé y le dije que no pensaba seguir ocupándome de él, se
curó bastante pronto.
—¿Y qué dijo de Londres?
—Me amenazó con la policía. Pero le dije que se fuera al diablo y que si
volvía a ponerme la mano encima yo iría a la policía.
—¿Y qué dijo?
—Que me enviaría al cura. Yo estaba harta. Le dije que su propia alma
estaba tapada por mentiras. Y que los chicos estaban bien lejos de allí, porque ya no
tenían que escucharlo. Demasiado tiempo se había salido con la suya. Me contestó
que era un viejo y ya no le quedaba mucho tiempo y no debía dejarlo solo. Y yo le
dije ahora quieres que me quede. Yo que anduve con hombres. Y entonces explicó
que su corazón estaba dando los últimos latidos y me pidió que llamase al cura
antes de marcharme.
—Oh, no hay que ser demasiado crueles con él. Pobre hombre. Quizá el
único consuelo que busca es envenenar al Papa.
—Me alegro de que sufra. Y de haber dejado todo eso. El Tolka era lo único
que me daba placer. Caminar por el Parque Fénix hasta Chapleizod y la calle Lucan.
Y pasar por Sarsfield. Es tan lindo caminar por la orilla del río entre los árboles.
Cuando estaba ahí solía recordarte. No te rías, lo digo en serio.
El olor del vino y la suave carne de pollo. El mozo que traía repollitos y
papas al horno. Uiii. Si no fuera por mis viajes en tranvía a través del sueño cuando
descendía en las paradas de la desesperación y tenía que salir de la cama tibia para
prepararme una taza de leche con miel y me sentaba en la bamboleante silla de la
cocina. Oh esa cosa llamada alimento. O como solía decir Malarkey. Dios, Sebastián,
si llegase a tener dinero reuniría a todos los amigos en mi casa de campo y nos
sentaríamos a una mesa de una milla irlandesa de largo con los puños grasientos de
lonjas de carne de vaca y pavo y nuestras mujeres viniendo del fuego y gimiendo
bajo el peso de las fresas silvestres y las aves arrancadas al cielo, y por diversión
golpeábamos las cabezas de los toros y poníamos patas arriba todo el campo para
plantarlo, y Jesús, le metíamos medio metro de caca de pollo y algas podridas, y
luego diez toneladas de duraznos descompuestos. Oh, acaso oíste hablar jamás de
la avena. O las papas que te encienden deseos paganos por el resto de tu vida. Mary
déjame un poco de pollo.
Allí cerca están sentadas tres secretarias. Y dos hombres calvos. Creo que
esto me gusta. Es más saludable que la taberna. Oh, puedo renunciar a la taberna. Y
limitarme al cigarro, las chinelas y la máquina de coser.
—Mary, ¿me disculpas mientras hago un llamado telefónico?
—Sí.
Ahora mi dueña de casa, mi estimada señora Ritzincheck, muestre su gran
corazón. Abandone la absurda cautela y la reserva que estos ingleses creen tan
extraordinarias.
—Hola, ¿la señora Ritzincheck?
—Sí.
—Señora Ritzincheck habla el señor Dangerfield. Estoy en una situación un
tanto difícil. Mi novia acaba de llegar a Londres. Naturalmente sé que éste es un
pedido inesperado y un tanto fuera de lo común, pero no dudo que usted
comprenderá y me pregunto si a usted le molestaría muchísimo que yo compartiese
con ella mi habitación. Es una muchacha excelente.
—Bueno, señor Dangerfield, eso está contra las normas de la casa. Todos los
caballeros vendrán a pedir que les permita tener una dama en su cuarto por la
noche. Lo siento.
—Bueno, bueno, sé que es mucho pedir, pero pensé que debía ser sincero
con usted puesto que se ha mostrado tan honesta conmigo. Pero le aseguro que
todo se realizará con el mayor decoro y quizá usted pueda explicar la situación. Mi
esposa, usted comprende. Bueno, faltan pocas semanas para el día. Tenemos tantos
deseos de estar juntos. Y estuvimos separados y ahora vino de Irlanda. Y, señora de
Ritzincheck, nunca me atrevería a hacerle este pedido si no creyera que usted es una
mujer de mucha sensibilidad y gran experiencia.
—Bueno, señor Dangerfield, sin duda usted tiene un modo de decir las cosas,
y si no molestan, y recuerde, si aparece una mujer distinta todas las noches esto se
termina.
—No sabe cómo se lo agradezco, señora Ritzincheck. No tiene idea.
—Por cierto que tengo idea.
—Excelente. Nuevamente gracias. Llegaremos dentro de un rato.
Dangerfield austeramente en la caja diciendo por supuesto cuando le
dijeron esperamos que vuelva por aquí señor. Y un exquisito movimiento giratorio
guiando a Mary delante de él mismo. Un taxi se acerca al cordón de la vereda. Mary
le sostiene la mano mientras el taxi vuelve a la estación, en busca de la valija; y ella
mira por la ventanilla las calles atestadas. Que me entierren en suelo neutral. Quizá
en Austria con sencillez y colores y rostros desvaídos. Mis hijos alrededor. Deseo
que mis últimos momentos posean cierta dignidad. Mary acércate. No me temas
porque estoy perfectamente.
La señora Ritzincheck sonrió en la puerta y se secó las manos con el delantal.
Siempre digo que hay que ser francos si se puede.
Suben las escaleras, y finalmente entran en el cuartito. Mary se sienta en la
cama. Sebastián deposita la valija en el piso.
—Bueno Mary aquí estamos.
—Me gusta. Es lindo mirar desde esta altura. Me gusta Londres, todo es tan
excitante. Tanta gente de aspecto interesante.
—En efecto.
—Y tantas cosas extrañas que no hay en Dublín. Todos esos negros y
egipcios. Algunos son terriblemente apuestos y tienen dientes tan blancos.
—Mary muéstrame la máquina de coser.
—Bésame.
—La máquina, Mary. La máquina.
—Bésame.
Mary sobre él con brazos y piernas. Hacia la cama. Abajo. Por favor. Ya
sabes lo que siento con el ataque directo. Qué lengua. Lo único que deseaba era
mirar la máquina.
Afuera ha caído la noche. Y todos corren las cortinas. Y van a sentarse en sus
sillas. Mary por lo menos déjame hacer una rápida visita al baño.
—Quiero que nos bañemos juntos, Sebastián.
—Pero no debemos dar un ejemplo carnal a los demás huéspedes.
En la bañera ella dijo que el agua era terrible y no hacía espuma y parecía
gris y sucia y cualquiera podía pensar que ella jamás se lavaba. Le sonrió desde la
bañera. Lo atrajo hacia ella para besarlo otra vez. Los pies de Dangerfield
resbalaron en el piso jabonoso. Cuidado, por Dios, me caigo. El estruendo del agua
al desbordar. La señora Ritzincheck pensará que estamos festejando con martillos y
tambores, colgados de los candelabros y los diferentes artefactos del baño. Y eso
provoca celos. Todos querrán hacer lo mismo.
—Sebastián, qué aspecto tienes.
—Tranquilízate, Mary.
—Quítate la ropa, quiero ver cómo eres.
—Mary, por favor.
—No tienes pecho.
—Un minuto. Mira esto. Aquí. ¿Ves?
—Qué divertido.
—¿Cómo?
—Pero eres delgado.
—Bueno, Mary, mírame de atrás. Tendrás una idea del ancho de mis
hombros. Engaño un poco.
—Reconozco que es ancho.
—En cambio, Mary, tú tienes un pecho notable.
—Pero no debes mirar, sé que son muy grandes.
—De ningún modo.
—Pero son más pequeños que antes.
Dangerfield se mete en la bañera. Tengo que controlarme. Mantenerlo
dormido. Mary no se detendrá en nada. Alguien viene rompe la puerta y nos
sorprende en la bañera.
—Sebastián, te veo raro con esta luz.
—No me agarres, me ahogaré.
—¿No es una muerte terrible?
—Oh, no sé, Mary. Entre las olas, con los barcos en el mar.
—Frótame con el jabón.
—Melones, Mary.
—No digas eso. Llévame al mar.
—Iremos a vivir a la costa.
—Y yo pasearé desnuda por la playa.
—Caramba, Mary. Ya veremos.
—Leí de esos pintores franceses, individuos terribles, dibujaban sin ropa y
seguramente sería lindo posar para ellos.
—Mary, has cambiado.
—Ya lo sé.
—Mary, me gustas.
—¿En serio?
—Sí. Frótame aquí, Mary.
—Cómo tienes la espalda.
—Necesito que tu mano me frote. Hacía años que no me sentía tan bien.
—Me alegro, y me alegro de besarte la espalda y tirarte del pelo. Solía tirar
de los cabellos de mis hermanitos en la bañera. Tienes un pelo lindo y suave. Casi
sedoso. Es mejor ser hombre, ¿no es cierto?
—Mary, no conozco la respuesta a esa pregunta.
—Tengo algunos encajes y adornos, y los usaré para ti.
De pie sobre el linóleo en un charco de agua. La pequeña y morena Mary se
arregla sobre la nuca un rodete de anchos rizos negros y se arrolla una toalla. El
rostro sonrojado. Se inclina y seca los charcos. Fuera de la ventana y sobre las vías,
los trenes del metropolitano entran y salen. Largas plataformas grises. En puntas de
pie atraviesan el vestíbulo oscuro y se detienen frente a la estufa eléctrica. Los pies
ágiles de Mary.
—Hace frío. ¿Nunca hay nadie en el vestíbulo?
—Londres, Mary. Nunca te preocupes de esas cosas. Aquí se ve de todo.
—Me imagino.
Sebastián extendido sobre el cubrecama verde mirando a Mary desnuda que
se cepilla los largos cabellos.
—Mary, hermoso cuerpo.
—¿Te gusto?
—Ni todo el ejército de los santos podría mantenerme lejos de ti.
—Eres terrible. Te diré algo si me prometes no reírte.
—Por Dios, Mary, dilo. Dilo de una vez. Sea lo que fuere, no te lo guardes.
Tengo que saberlo.
—Podrías creer que soy una persona rara.
—Vamos, de ningún modo.
—Solía practicar desnudándome en mi cuarto frente al espejo, para que no
me importase cuando estuviera contigo en Londres. Y me imaginaba que estabas
mirando y que yo me movía así. ¿Te parece que estoy loca?
—No.
—¿Conociste a muchas mujeres?
—No diría que fueron muchas.
—¿Y cómo estaban?
—Desnudas.
—No. Dime. ¿Cómo me ves, comparada con ellas?
—Un lindo cuerpo.
—¿Y se ponían frente a ti?
—A veces.
—¿Cómo se ponían frente a ti?
—No recuerdo.
—¿Daban vueltas como las modelos, mostrando lo mejor o algo así?
—Por Dios, Mary.
—¿Lo hacían?
—En cierto modo.
—No creerás que soy demasiado atrevida. Pensé que eras un tipo raro
cuando me dijiste todas esas cosas extrañas en la fiesta, pero cuando las recordé en
mis paseos y me acostumbré, dejé de pensar que eras raro. Solía pensar en ti en el
Jardín Botánico. En esa casa grande con tantos árboles y enredaderas, era como una
jungla. Y donde están las lilas flotando en el gran estanque. Son tan extrañas. A
veces sentía ganas de tirarme. Pero tenía la sensación de que en el fondo había cosas
que podían morderme los pies. Lo hubiera hecho por divertirme si el hombre no me
hubiese mirado.
Mary se sienta en el borde de la cama. Me recuesto, mirándola. Los tienes
muy grandes. Los usaré como almohadas. Soy el cálido pasaje a la eternidad
avanzando sobre rieles fundidos en todas direcciones. Hacia Kerry y Caherciveen.
Por un dólar bailo la danza del perro y ya sabes cómo soy cuando estoy en eso. Muy
bien, los que tienen un dólar, formen una línea y miren, y desde Cincinnati, Ohio,
pueden pasar al frente.
—Sebastián, es tan lindo y tibio y grato sentir tu cuerpo y pensé que no
aparecerías en la estación. Que todo era un sueño y que jamás te encontraría. Tantos
días tuve que perder en esa condenada casa y podríamos haber estado como ahora.
¿Te parece que tengo curvas?
—Eres mi circulito.
—Pellízcame más fuerte.
—Dime gorila.
—Gorila.
—Ahora, unos buenos golpes en el pecho. Uf. No estoy tan bien como creía.
—Hazme el amor. Y quiero hijos porque a ti te gustarán. Y puedo conseguir
empleo. Cierta vez gané un premio en el teatro. Quiero frotarte mis cosas en el
pecho. ¿No es cierto que a todos los hombres les gusta?
—Me encanta.
—Y solía pensar que podía alimentarte con ellos. ¿Comerías de mí?
—Santo Dios, Mary.
—Oh, no puedo decirte estas cosas.
—Dímelas. Es sólo una broma. Comeré de ti.
—Creo que hablo así porque eres delgado. Lo necesito. ¿Eso es malo? Y esa
noche lo deseaba muchísimo.
—A veces es difícil conseguirlo.
—Pero tú me darás todo lo que yo deseo.
—Haré lo que pueda, Mary.
—Leí que una puede sentarse encima.
—Es cierto.
—Y por atrás.
—También es cierto.
—Estoy tan excitada.
Quizás incluso en alguna parte hay alguien que lo recibe por todos los
costados. Redonda Mary. Quizá soy un poco más joven que Cristo cuando lo
clavaron, pero de todos modos ya me forzaron unas cuantas veces. Y, Mary, tú me
has clavado a la cama. Con tu lascivia. Aferrado. Y retorciéndote con los ojos
encendidos de oscuro fuego. MacDoon forjando reliquias para la Santa Iglesia de
Roma. Y otros vestidos de cura en el norte de Dublín, palmeando rostros de
querubes y bendiciendo a los niños que salen por las puertas de la escuela y luego
murmurando una proposición indecente a la monja que los escolta. ¿Por qué mi
corazón se muere? ¿Por todos mis pequeños Dangerfield que brotan de los úteros
de todo el globo? Volveré a Irlanda con los bolsillos llenos de oro. Irrumpiré por las
ventanas de Skully con montones de oro. Y Malarkey puede instalar un tren de su
túnel a la taberna. Mary, ¿cómo es? ¿Notable y muy grato y siempre estaremos
juntos? Por favor. Y nunca saldrás con otros o se lo harás a ellos y yo cuidaré la casa
y la cocina para ti y cortaré camisas y zurciré medias y te haré feliz. Y Mary, ¿qué
hay de otros hombres? No hay otros hombres porque mi corazón está contigo. Y si
no te ríes te diré lo que pienso. No me reiré. Creo que Dios hizo un bonito
instrumento para que lo gocemos las pobrecitas como yo.
28

La mañana del domingo, sosteniendo la mano de Mary revestida de un


guante negro, entraron en la estación de Earl’s Court. Amantes reconfortados y
envueltos en sonrisas y miradas y palabritas murmuradas al oído. Y acabo de
afeitarme y rociarme con una ardiente loción, porque Mary tú dices que te gusta
tanto frotar tu mejilla contra la mía.
La guía hacia el interior del tren. Mary cuando cruza así las piernas me
atraganto. Veo que te has depilado bastante las cejas, y no lo apruebo.
Salieron del metropolitano en Victoria. Se cruzaron con unos cuantos rostros
animados. Y luego frente al Palacio Buckingham y Semley Place y hacia el interior
de esta iglesia de ladrillos rojos. Entre las cortinas verdes, en dirección a la música y
el oro.
La gente dispersa en el recinto, la frente tocando el suelo. Huelo el humo. Y
el canto. Sal de las puertas del altar con el bálsamo y la bendición y tócame. Y un
poco también a Mary. Y cuando vaya a mi último lecho quiero que todos ustedes
usen esta vestidura de oro, y depositen mucho bálsamo sobre el ataúd.
—¿Qué te parece, Mary?
—Maravilloso. Tanta música. Me siento extraña por dentro. Quisiera volver
a nuestro cuarto. ¿Vamos?
—Jesús, realmente no tienes reverencia.
—Sé que es terrible. No puedo evitarlo. Pero, ¿cuánto dura, cuándo
termina?
—Toda la mañana. Entran y salen.
—Es extraño. ¿Qué son?
—Rusos.
—Ojalá fuera rusa. Es tan excitante.
—Eso mismo.
—Y los hombres con barba. Sebastián, ¿te dejarías la barba?
—Soy un poco conservador.
—Siempre quise casarme con un hombre de barba.
—Ven aquí, y absorberemos un poco de este incienso.
Y se acercaron al pequeño grupo que recibía la bendición. Dangerfield puso
un puñado de monedas como limosna.
Los pájaros de motor vienen con mucho más desde el otro lado del mar. Y
quiero que me quieran por mi dinero.
Con las campanas de la iglesia a vuelo salieron y entraron en una cafetería
de paredes blancas, a beber té.
—Sabes, Sebastián, cuántas cosas hay aquí. Iglesias de todas clases y los
trenes subterráneos y uno diría que tal como proceden con nosotros en Irlanda no
deberían tener tiempo para hacer todo esto.
—Los británicos tienen tiempo para hacer muchas cosas, Mary.
—¿Después del té volveremos al cuarto?
—Mary, realmente. Primero un paseíto por el parque para respirar.
—Quiero probar todas esas cosas que tú me dijiste.
Sentados uno frente a otro. Mary un poco encorvada, mirándolo por encima
de las masas. Mary, eres un demonio. Pero necesito un paseo por el parque.
Contengo la respiración. Oh, sé que me crees capaz de hacerlo noche y día con las
luces apagadas y encendidas, pero eso se gasta lo mismo que el resto. Vamos,
demos un paseo tranquilo, subiendo por la calle Bond para que tengas idea de las
cosas que necesitaré en adelante. Y quizá convenga ver algunos disfraces, porque
ciertos amigos nos quieren mucho cuando hay abundancia.
Tomaron el ómnibus en dirección al parque. Estas enormes entradas con las
corrientes de coches. Y entre los árboles Rotten Row. Los caballos galopando.
Tantos brincos y cabriolas seguramente les desarrollan los traseros muy grandes.
Tengo la sensación de que todo el pecado comienza en el parque. Del mismo modo
que el matrimonio empieza en la sombra. Y concluye con las luces encendidas.
—Mary, caminaremos hacia el estanque.
—¿Qué es eso?
—Donde navegan los botes.
—¿Y luego volvemos?
—Mary, ¿por qué lo deseas tanto?
—No lo sé. Pero lo siento así. Y lo sentía incluso antes de conocernos. A
veces cuando me arrodillaba a rezar en una reunión de la Legión de María.
—Una excelente organización.
—No seas tan mentiroso. No crees que es una excelente organización. ¿Por
ahí se sale del parque?
—Mary, ambos somos miembros de la Legión. Ya verás que yo también
gozo de prestigio. Qué terrible, jóvenes como tú ansiosas de pene y ni un poquito de
religión.
—La Legión puede irse al infierno.
—Muy bien, Mary, si así lo deseas, pero te diré lo siguiente. Si no fuera por
la Legión, en Irlanda todos se matarían copulando. También los arzobispos. Y todas
las monjas estarían embarazadas.
—No quieres llevarme de vuelta al cuarto.
—Nada de eso. Ocurre sólo que soy un poco sensible respecto de la Legión.
En todas las cosas hay algo de bueno. Todo es bueno. Todo. Leo en tus ojos que no
me crees. Muy bien. Taxi. Derecho a nuestro cuarto sin desvíos.
Mary corre las cortinas. Los tiene bien marcados. Dice que le gustan las
cosas ajustadas. Cada vez que me quito las bombachas jadeas.
Y se quedaron en el cuarto hasta el lunes. Apasionada Mary. Y luego el
martes Mary implacable y desconsiderada. Pero el miércoles con una grisácea y
general tristeza en toda la ciudad y un toque de lluvia fría, lo llamaron al teléfono y
MacDoon dijo que había correspondencia de aspecto oficial, y besando a Mary por
la puerta entreabierta y Mary creo que eres dura como la roca. Y tengo la sensación
de que estuve pegándote sin parar con un martillo. Pero no llores si me retraso, ni te
angusties. Acércate a tu máquina de coser y canta una cancioncilla. Pon un poco de
hilo amarillo y hazme una bandera.
Desciende los cuatro tramos de la escalera alfombrada de verde. A paso
rápido, calle arriba. Allí tengo un bonito y pequeño refugio con Mary. Nada le
alcanza. Y no puedo decir que estoy en condiciones de darle mucho más. Tendré
que pedir consejo a Doon. Dicen que si no se les da bastante lo buscan en otro lado.
Que me envíen manzanas de Nueva Inglaterra y también algunas especias de
Oriente. Para tener buena provisión de jugo. Muy bien, MacDoon, ¿qué tienes para
mí? Estoy un poco seco, por las exigencias de Mary. Y recuerdo los tiempos cuando
era más joven, me lo pasaba manipulando botones, cierres y alfileres, retorciendo,
tirando y rompiendo, intentando conseguirlo. Y ahora me sobra. Vamos cálmate,
querida. Realmente, esto es excesivo. Hubo un hombre que se gozaba en sus
picantes aventuras y su perversión hasta que todo esto lo llevó a la muerte a los
noventa y siete años. Mary puede ser petulante. No me gustó la expresión de sus
ojos cuando le pedí que me pasara las medias que estaban en el respaldo de la silla.
Signo de rebelión. Tal vez después se convierta en una mujer prepotente. Tengo que
observarla. Y guarda sus cosas en su cajón, y tiene su propia toalla. De todos modos,
un poco áspera. Me tenía por las muñecas cuando estaba encima con esa expresión,
a ver si te salvas de ésta. Pero tengo algunos trucos para afrontar esas tonterías. No
le gustó mucho cuando le pasé el brazo por la pierna y le hice la llave egipcia, hasta
que se mordió los labios y casi lloró.
—Mac, por Dios, ¿dónde está?
—Oh, aquí lo tengo Danger. Ahora tranquiliza tu pobre y doliente alma y
por Jesús crucificado dame un minuto para contarte una pequeña historia. Bueno,
en Irlanda un hombre avanzaba por un camino rural y encontró a dos niñitas, y les
pidió que fuesen a jugar con él. Les dijo que era un jueguito perverso, y que les
daría una bolsa de chocolates. Y las niñas jugaron, y él les dio la bolsa. Cuando se
marchó, la abrieron y estaba llena de piedras.
—Basta. Basta. Dame eso, por lo que más quieras. ¿Dónde está la carta, la
carta?
—Siéntate. Tal vez sean tus últimos instantes de pobreza. Y el único modo
de gozar de la abundancia es recordar los días de escasez. Danger, afírmase que no
has salido de la cama desde que ella llegó y te diré francamente y en la cara que es
una deshonra que tan buen cristiano como tú incurra en tan grave lascivia que lo
mantiene en su cuarto tres días seguidos.
—Mac, estoy fuera de mí. Mi corazón no soporta esa clase de tratamiento.
—Te haré un solo pedido, entregártela en mi bandeja de plata.
—Dámela sobre un pedazo de mierda. Preséntamela sobre tu pene si lo
prefieres, pero dámela.
—Ah, aquí estamos. Aquí estamos Danger, en mi propia bandeja de plata
que se remonta al tiempo de los geeks que eran gooks de la Galia.
Un dedo rasga el sobre. Despliega el papel oficio. La ley. Al final los ojos se
le clavaron sobre esto:
…una suma retenida en fideicomiso que aporte un ingreso no mayor de seis
mil dólares anuales, el cual comenzará a pagarse cuando usted haya alcanzado la
edad de cuarenta y siete años, momento en que…
Yo postrado y completamente loco.
Mac vierte agua caliente en su teterita marrón. Afirma que es una clase
especial de té, proveniente de Shaba Gompa.
Sólo quiero
abrirme paso
no que me abran
la cabeza.
29

Navidad. Acostado sobre la espalda, escuchando los villancicos que vienen


de la calle. Hace dos semanas desperté en este cuarto y Mary se había ido. Dejó una
nota sobre la mesita y decía que de todos modos me quería y que confiaba en que
yo no pensaba realmente todo lo que le decía.
Y Mac había dicho que la encontró en la calle y conversaron y ella preguntó
por mí y cómo estaba y si comía bien y por qué me comportaba así cuando ella
quería ayudar. Mac decía que había conseguido un papel en una obra. Y que posaba.
Tamaños grandes de ropa interior.
Esta desesperación no es grata. Pero ni una vez dije que renunciaba. La
señora Ritzincheck dice que necesita el alquiler. Oh sé que está un poco ansiosa, y
en realidad no habla en serio.
Si mojo aquí esa toalla puedo aplicármela a los ojos y me sentiré mucho
mejor. No te preocupes, no desesperes, servirá. Adelante, cara al viento, velas
desplegadas y capearé esto aunque casi todos los puentes se han inundado y estoy
embarcando agua en medio de la nave.
Esta mañana encontré en mi plato una lonja suplementaria e incluso otro
huevo y la señora Ritzincheck dijo que mi conversación era muy interesante. Una
agradable mujer de unos cuarenta años. No más sin duda. Pero por favor no se
aproveche de mí.
Y la semana pasada fui a la Galería Nacional en Trafalgar Square, donde
según dicen los cuadros poseen inestimable valor. Me instalé en un cómodo sillón y
dormité un poco. Y fui a caminar hasta que se deshicieron los zapatos. Pero Mac
dijo que tenía un par en las patas del canguro, y si quería cambiarlos por los míos. Y
ahora mis zapatos brincan alrededor del teatro Abbey.
Y esta es la tarde antes del nacimiento de Cristo. Buena voluntad hacia todos
los hombres. ¿Y qué les parece también unas pocas libras? Estoy delgado y
macilento pero todavía no dispuesto a vender mi cuerpo a las facultades de
medicina o a la dueña de casa. Mac me dijo que esta noche había una fiesta con
mucha comida y bebida. Cada vez que resto veintisiete de cuarenta y siete queda
veinte. Bueno yo sé esperar. Es lo que todos dicen ahora. Y lo que dijo Mary, que
esperar no me llevaría a ninguna parte. Por lo menos Mac se mostró razonable y me
llevó a ver los museos, con los motores y las máquinas y las reproducciones de
barcos. E incluso ese gran péndulo que muestra la rotación del mundo. Yo podría
haberles explicado lo mismo. Y después me llevó a Chelsea y compró una botella de
vino para acompañar la carne y la ensalada y yo le dije Mac, ahora puedo volver los
ojos hacia mi vida interior y ver ciertas cosas. Y tú dirías, Mac que el matrimonio me
arruinó. Pero yo estaba enamorado, sus cabellos lacios y rubios como las suecas, y
quizá sus piernas delgadas y esbeltas me llevaron al altar, es posible que con la
ayuda de un empujoncito de los parientes políticos.
Mac y yo estamos sentados en esa taberna elegante y yo le explico que no
me sentía sentimental, sino que tenía que decirle cómo eran las cosas allá. Cómo
crujían las hojas y la luz de la luna. El aire fragante y diáfano de Nueva Inglaterra.
Mujeres como para comérselas. Sabrosos bronceados estivales y traseros que se
menean. Uf. Pero Mac, sólo para mirarlos. Se conservan lejos del pasto. ¿Y no
comprendes cómo me pueden inducir a caer de rodillas, sollozando? Y pensé que
podría regresar e instalarme en el valle del Hudson, o a lo largo del Housatonic en
Connecticut. Pero no. Soy el mes de octubre. Eterno invierno y no puedo regresar.
Entonces Mac dijo, cálmate Danger. Fuera las lágrimas. Ven conmigo y
tomaremos un taxi con radio para divertirnos.
Fueron a un suburbio desconocido, entraron por una puerta y subieron la
escalera y Mac dijo te presento a Alphonse, y le dije encantado. Luego tuve que
orinar y me dijo use la pileta y yo recordé que los ingleses orinan en las piletas de
Francia e incluso en las suyas, y pensé, bueno eso está bien para los ingleses y
seguramente enseñaron lo mismo a los pobres irlandeses pero estos no llegan a
Francia por el costo y el idioma, así que dije si no le importa usaré el lavabo.
Y comentamos los salarios del pecado y convinimos en que eran elevados.
Después de esta pequeña reunión levanté una maceta y la arrojé por la ventana de
un banco. Mac desapareció como un relámpago y dijo que yo era inestable.
Al día siguiente en la calle Earl’s Court yo había bebido y dijeron, qué
descorteses, que me vieron correr por el centro de la calle agitando un paraguas y
que ataqué al pobre MacDoon que me rogaba desistiera. Afirman que lo castigué
severamente en los tobillos y Mac afirmó que yo era incorregible y un rufián, lo cual
por supuesto era muy cierto. Me llevaron en un celular y me pusieron en una
habitación con barrotes. Y nunca me trataron tan bien. La esposa de un policía me
preparó una torta y los vencí a todos en ajedrez y dijeron que yo era un sujeto muy
divertido y que si todos fueran como yo, la vida de un policía hubiera sido un
paraíso. Me informaron que debía hacer una visita a la Embajada de Estados
Unidos.
De modo que fui. Tocado con un gorro cosaco. Y creo que causé conmoción.
Alguien me preguntó si era espía y me llevaron ante un hombre instalado detrás de
un escritorio limpiándose las uñas de los dedos. Me miró y no dijo nada. Luego
extrajo una carpeta llena de papeles. Los examinó levantando y bajando la cabeza.
Me preguntó si podía recordar mi número de serie en la marina. Le dije que
solamente sabía que era alto. Dijo que eso era malo. Me inquieté y dije que era bajo.
Afirmó que eso era peor. Luego se inclinó hacia mí y preguntó cómo sé que usted
no es un impostor. Muchacho, ojalá lo fuera. Habló por teléfono. Revisó los papeles
y dijo es evidente que usted pasó un tiempo en las Islas Británicas y yo expliqué en
Irlanda y Gran Bretaña porque Malarkey insiste en esa clase de cosas, y contestó
muchacho para nosotros es lo mismo. Lo miré mientras decía señorita Bife verifique
el caso A48353, y luego dijo que era un hombre muy ocupado pero examinando su
carpeta señor Dangerfield que es la más nutrida y complicada que he visto jamás,
advierto que ha tenido algunos choques aquí y allá, y debe dinero pero no hay
indicios de que sea desleal a Estados Unidos. Pensé que los dos nos echaríamos a
reír pero a lo sumo pude mostrar los dientes. Y pensé antes de salir lo menos que
puedo hacer es aprovechar un buen cuarto de baño. Y bajé la escalera con
movimientos un poco temblorosos a causa del interrogatorio y pasé por esta puerta
y el hecho de que allí estuviese una mujer que me daba la espalda y se peinaba no
me inquietó en lo más mínimo. De modo que entré en una de las cabinas e hice lo
que necesitaba. Robé el rollo de papel higiénico, pero el inodoro lamentablemente
estaba bien sujeto. Estoy seguro que a mi prestamista le habría dado un ataque.
Pero es un indicio de los tiempos que vivimos. Cuando salí de la cabina se oyeron
gritos, tales como no se conocen desde Babel y una mujer se me acercó y gritó, fuera,
en mi propia cara. De modo que le apliqué un bofetón por su grosera vulgaridad.
Seguramente alguien hizo funcionar la alarma contra incendios porque empezó a
sonar una campanilla. Yo me dije, Bienaventurado Oliver, te elevaré a la Santidad si
me sacas de ésta e incluso pagaré los cirios que encienda ante ti en Drogheda pero
sácame de esto. Varios dedos me señalaron. Dijeron allí está. No había más remedio
que abandonar el barco y puse manos a la obra. Había salvado unos tres metros
cuando un evidente jugador de fútbol intentó un tackle y de no haber sido por otro
universitario que venía en dirección contraria yo habría terminado allí, pero
chocaron de cabeza. Subí la escalera con ágiles maniobras. Alaridos de vírgenes por
todas partes. Quedaba una sola muchacha colgada de un pedazo de mi
impermeable, y comprendí que en todo caso podía renunciar a ese pedazo, y lo
arranqué. Salí por la puerta como un balazo mientras el infante de marina se
cuadraba.
Sí, allí están cantando. Oh pueblito de Belén. Y Mary me dejó todos estos
chelines y una toalla. Y dicen arroje la toalla.
Tengo que abandonar esta cama. Mac dice que la reunión me animará.
Primero necesito lavarme un poco. Fuera los pantalones. Dios mío, flaco y gastado,
envejecido antes de tiempo. El vello púbico encaneciendo. Oí decir que en el Nuevo
Mundo tienen tinturas y permanentes. Dicen que algunos incluso se lo planchan,
pero no se puede prestar mucha atención a esos rumores. Cualquier cosa que llame
la atención. Veo algunos adornos de Navidad en esa ventana. Creo que colgaré algo
de mi ventana y celebraré en privado mi propia Navidad.
El vestíbulo frío y oscuro. Las luces apagadas de la estación me entristecen.
Gente con juguetes rojos. Sé que las tabernas están atestadas. Y en Dublín en este
mismo instante podría agregarme a la rueda. Bebiendo gratis, pero paso
inadvertido por la festividad. Cierro mi cuartito, pongo en lugar seguro la llave y
desciendo la escalera y salgo.
Vacilo frente a la casa. Levanto los ojos hacia la ventana. Los cantores se han
alejado por la calle y ahí aparece esa mujer saliendo de su casa con el paraguas
firmemente arrollado, con el cual golpea el pavimento. Creo que quiere atraer mi
atención. Debería acercarme y decir, vea es Navidad y vamos a divertirnos juntos.
Si no tiene inconveniente, apártese de mi camino. Pero, señora, la he visto
desnudarse todas las noches, ¿esto no significa nada para usted? Nada, excepto que
usted es un repulsivo espía. Señora, rechazo la inferencia. Salga de mi camino
vagabundo. Oh sí. Los ómnibus aparecen luminosos, alegres y atestados. Sé que las
tabernas están colmadas.
Dangerfield entró por la calle Earl’s Court y se detuvo frente a un negocio de
antigüedades, restregándose los zapatos en los pantalones. Metió la mano en el
bolsillo, la extrajo y levantó al cielo la palma abierta. Se volvió para mirar el tráfico
en esa pululante Nochebuena. Un taxi que frena violento con un chirrido.
La puerta del taxi se abre bruscamente. Dangerfield se vuelve. Y retorna
bruscamente. Un hombre. Con un bastón bajo el brazo, pagando el taxi y
volviéndose con una sonrisa. Estoy loco. ¿Absolutamente fuera de mis cabales o mi
cuerpo o esta es una calle del cielo y todos nos abalanzamos al infierno? ¿O estoy
viendo a un impostor o una piojosa falsificación?
Y con una sonrisa más ancha. Guantes blancos. ¿Conozco a otro que use
guantes blancos? O este bastón de ébano. Pero es esta cara redonda que florece
angelical alrededor de dos hileras de dientes muy blancos y un rugido de risa en mi
propia cara. Afuera, Percy Clocklan. Fuera. La roñosa locura irlandesa se me viene
encima. Fuera.
En el rostro enmudecido de Dangerfield.
—Caramba, Dangerfield, puta ladina, ¿por qué no me avisaste que estabas
en Londres? Por Dios, ¿estás en camino a la tumba?
—Percy, si eres tú, sólo puedo decir que en eso estoy y que necesito una
copa.
—Pensaba preguntarte si aún tenías boca.
—Percy, tengo boca. Pero me diste un terrible susto.
Percy Clocklan señala con el bastón negro en dirección a una vidriera
iluminada. Del interior llegan cantos. Vengan todos alegres caballeros. Y allá fueron.
Al interior del lugar y rodeados de canto. Dos brandies.
—Percy, ¿tienes un cigarrillo?
—Lo que quieras. Lo que gustes. Guarda el cambio.
—Percy, acepto todo esto por fe. Aunque por el gusto de este brandy diría
que estoy en un bar de Navidad. Pero permíteme señalar que hasta hace un minuto
estabas muerto.
—Oh, las putas me creyeron.
—Malarkey fue el único que dudó. Dijo que no aceptarías perder lo que
habías pagado por el viaje. Todos los demás creyeron. Pero, Dios mío, me alegro
mucho de verte vivo, y en apariencia próspero.
—¿En apariencia próspero? Estoy próspero. Oh, me creyeron. Terminé una
botella de whisky irlandés y pensé que era una lástima desperdiciarla. De modo
que metí la nota. Sabía que el viejo Malarkey negaría haberme conocido jamás. Y,
caramba, ¿qué dices de ti?
—Percy, estoy acabado. Las cosas empeoran a cada momento. Pero me
arreglaré. ¿Adónde ibas?
—Una visita sorpresiva a Mac, y la fiesta, cuando te vi parado en la vereda,
como si no tuvieses donde caerte muerto. No pude creer en mis ojos. Realmente,
aterroricé al conductor. Tienes un aspecto lamentable. ¿Qué son esas ropas?
Harapos y diarios.
—Percy, hace un tiempo que no visito a mi sastre.
—Pues bien, irás conmigo. Te harán uno de los mejores trajes de Inglaterra.
—Percy, dime. ¿De dónde vino esta prosperidad?
—No importa de donde vino. No importa en absoluto. Pero me rompí el
alma y conseguí una cosa buena. Y ahora gano montones de dinero. A toneladas.
Dejé Irlanda y me dije que ganaría dinero, lo que necesitaba para beber y
encamarme. Incluso me compré un Rolls.
—Estarás bromeando.
—Bromas, las pelotas. Te llevaré a dar una vuelta.
—Percy, es demasiado para mí. Navidad, el niñito Jesús y la fría Belén todo
al mismo tiempo. Estoy acabado.
Clocklan mete la mano en el bolsillo, y extrae una cartera negra.
—Esto es lo único que guardé de todas las cosas que traje a Inglaterra, y la
robé de la chaqueta del viejo Tony, cuando estaba en la cocina con él, y gritaba
pidiendo una taza de té.
—Maravilloso.
—Ese podrido la hizo personalmente.
—Excelente trabajo.
—Si saca de las tabernas su viejo esqueleto podría arreglarse.
Clocklan extrajo cinco billetes de cinco libras y los entregó a Dangerfield.
—Percy, no sabes lo que esto significa para mí.
—Sé lo que significa, y santas paces. Pero tú nunca rehusaste pagar una copa
ni te quejaste como los demás. Rebaño de cerdos, se lo pasan sentados sobre sus
traseros quejándose. Quejándose por sus madres. Y mis parientes que no me dieron
un trago de sopa ni un podrido chelín ahora quieren verme porque meo oro puro. Y
todos los demás, hablando idioteces.
—Percy, estoy muy agradecido.
—No me lo agradezcas. Bebe. Bebe. No malgastes el tiempo de la taberna. Y
tira esos cigarrillos roñosos, conseguiremos cigarros buenos. ¿Qué te pasa,
Sebastián? ¿Dónde están tus modales grandiosos y tu lengua de plata?
—Se convirtió en plomo.
—Lo pagan a buen precio. Y esos harapos. Dios, tíralos. Mejor estar en
cueros que usar esa porquería. Bebe y después iremos a que te afeiten y corten el
pelo.
—Percy, muy amable de tu parte.
—Embarca la bebida y agarra lo que puedas mientras sea gratis, y no me
hagas preguntas del dinero o los precios. El podrido Clocklan es dueño de Londres.
Dueño de la cama. Mi Rolls es tan largo que se atasca en el tráfico.
—¿Cómo es adentro? Dime eso, Percy. Es lo único que quiero saber, será mi
recompensa.
—Tengo que usar salvavidas por miedo a hundirme en el tapizado y morir
ahogado.
—Más. Más. Eeeeeh.
—Y una brújula para no perderme adentro.
—Grande.
Y cruzaron la calle y entraron en una peluquería, el peluquero envolvió a
Dangerfield en toallas y le cubrió el rostro con una crema espumosa y le pasó la
navaja por las mejillas. Luego la máquina de masaje vibratorio. En el rincón,
Clocklan conversando con un japonés. Unos tijeretazos en la nuca y un poquito de
agua colonia aquí y allá. Señor, ¿un poco de talco en la cara? Un poquito por favor.
¿Y no le parece, señor, que le arreglamos bien las puntas chamuscadas? Oh sí,
excelente. Ahora estamos en forma, ¿verdad, señor? Yo diría que listo para salir al
mar.
Leven
anclas.
30

Llegada a casa de MacDoon. Hola, hola, hola. Mac de pie con los brazos
abiertos. Recibiendo. En este limbo. Por el reposo de las almas empeñadas. Y
Clocklan, cómo te enriqueciste así. ¿Ganancias de mujer? ¿O vuelo nocturno o cien
a ganador? Adelante todos.
—Cuéntanos Percy.
—Pago mis impuestos al Rey y yo, de sangre azul irlandesa, hablando con
tipos como ustedes. Antes de haber acabado tendré mi propia milicia que aparte de
mi camino a todos ustedes, piojosos irlandeses. Y Dangerfield, quítate esos harapos
mugrientos. Fuera. Y ponte algo decente sobre el lomo. Aquí está mi dirección.
Toma un taxi hasta mi casa, y no me empeñes cosas y te pones uno de mis trajes
para que la gente no crea que somos todos vagabundos la noche sagrada antes del
nacimiento del más grande de todos los irlandeses. Seguro, por cierto que no era
judío.
Dangerfield en la calle Brompton, haciendo señas y un taxi que se detiene. A
Tooting Bec. Dicen que es grande por los hospitales para enfermos mentales. Del
otro lado del Támesis. Preservativos flotando en dirección al mar. Deberían
rematarlos en Dublín. Los nativos se enloquecerían por conseguirlos. Hay que
decirles que son medias impermeables y que pueden colgarlas a secar. A Mary no le
gusta que se interpongan. Y ahora sube a escena y se expone al tipo más grosero de
inmoralidad.
Atravesando todas estas extrañas calles suburbanas. Allá en una torre de
reloj como una luna absurda. Y arriba hacia esta campana que resplandece en la
sombra. El rostro de una joven diciendo el señor Clocklan me telefoneó para decir
que usted venía y que le mostrase su habitación. Atraviesa la casa sórdida y oscura.
Bastones en abundancia y sombreros. Joven, usted viene de Irlanda. Y usted es el
señor Dangerfield. Oh el señor Clocklan me habló mucho de usted. Pero no creo
todo lo que dice de Irlanda, nunca vi nada de lo que según dice ocurre. Oh tenga la
seguridad de que es así.
La sigue por la escalera oscura. Un extraño cuadro de montañas en la pared.
En el dormitorio una cama rosada y un escritorio cubierto de diarios y la imagen de
un rostro salvaje. Y ella dice el señor Clocklan es gran coleccionista de arte pero esas
cosas nada significan para mí. Y afirma me gusta saber lo que miro. ¿Y usted sabría
lo que es esto si yo se lo mostrara?
En el guardarropa Dangerfield elige un traje de tweed con pintas negras. Y
tengo tan buen aspecto con esta primera camisa blanca desde cuando. Y me ajusto
esta bonita corbata verde. Medias y zapatos. Un bastón del vestíbulo. Y un pedazo
de papel en el sombrero para que ajuste bien. Ahora adiós usted es una chica
encantadora. Fue un placer conocerlo, señor.
Bajo los escalones de piedra parda y esta transformación seguramente
confunde al chofer del taxi. Perdóneme que se lo diga señor pero usted no parece el
hombre que entró. No lo soy excepto por la ropa interior. Ahora rápido de regreso a
la ciudad. Y me parece que directo a Plaza Trafalgar para echarle una ojeada al
árbol.
Y mira los haces brillantes. Oh son agradables. Vengo de tantos cuartos
ensombrecidos. Y Piccadilly. Chofer. ¿Me oye? Dé la vuelta a la plaza. Oh, ahora
siento que soy parte de ella, las sonrisas y los cantos. Mírenlos allí. Nada me parece
suficiente. Y necesito más. Sé que las tabernas están colmadas.
El coche acelera entrando y saliendo de las calles. Pasa frente a altos
edificios de oficinas y distingo algunas callejuelas y digo chofer pase rápido por allí
para ver si hay actos de locura o infracciones a la moral en los portales oscuros. Y
vea esa puerta allí. Deténgase, y entremos a tomar un brandy. Y ahora entro y les
telefoneo desde esa fantasiosa cabina.
—¿Eres tú Mac?
—No es Cromwell ni su madre. Aquí tienes una carta.
—Rómpela.
—De O’Keefe.
—Gracias a Dios.
—¿Por qué tardas Danger? Según los informes estás forrado de billetes y
como te dije muchas veces… ahora no te abandonaré. Y hablando de dinero, esta
noche tenemos a muchos norteamericanos, y seguro que se alegrarán de encontrar a
un hermano en tierra extranjera.
—Magnífico. Lo necesito. La tierra escupiendo ubres de oro. Clocklan me
ayudó mucho.
—Acabo de cablegrafiar al Papa pidiéndole que lo canonice tan pronto su
corazón equivoque un latido. Y, Danger, te compré un riñón, un excelente riñón de
vaca, y lo meché con ajo. Ahora trae aquí tu boca para que no tenga que regalarlo a
las bocas de estas criaturas hambrientas. Se lo pasan mirando la sangre por encima
de mi hombro. Lo estoy friendo con mi mejor grasa de tocino y como sabes, es
difícil conseguir la grasa. ¿Me parece que ya hablamos de eso?
—Sí, llegamos a la conclusión de que era difícil conseguir grasa, y sobre todo
el tocino o grasa de cerdo. Esta vida me encanta. Tengo las manos bellamente
blancas y además exquisitas. Estoy tomando atenta nota de mi desempeño frente a
estos ricos en contraposición a los muchos pobres que conocí en mis tiempos. Y me
siento cómodo. Y debo decirte algo en rigurosa confianza, de modo que difúndelo
por todas partes. Sé que mi redentor vivió.
—Danger, estoy realmente conmovido. Sabía que detrás de esa apariencia
fría y dura latía en ti un corazón cristiano. Y tengo que decirte otra cosa, quizá te
impresione. Esta noche viene Mary, y consiguió un contrato en cine.
—No hablas en serio.
—Jesús es mi juez. Danger, es una hermosa chica. Yo mismo no rechazaría
un ligero conocimiento carnal. Creo que le gustas.
—Le tengo simpatía.
—Tal vez podrían considerar la reconciliación. Danger, si la apoyas, ambos
aparecerían en los filmes y aquí todos creen que harías muy buena figura en la
pantalla.
—Ese no es mi género. Ahora, con respecto a mi riñón. Muy amable de tu
parte, Mac. ¿Tendrías la bondad de esperar hasta que me oigas bajar la escalera, y
entonces lo echas en la sartén y esperas un instante antes de que la toque, lo das
vuelta y luego lo depositas en mi plato?
—Danger, ¿debo suponer que estás ansioso de sangre?
—De sangre. Adiós.
—Adiós.
Aquí las paredes están recubiertas de paneles. Y la gente es rica. Es extraña
la cualidad lírica del dinero. Será mejor que examine mi bragueta porque las
mujeres me miran. Mary actriz. Terrible. Lamentable. Tengo que hacer algo al
respecto. Soy culpable. Quizá incluso le metí la idea en la oscura cabeza. Si engorda
la despedirán. Creo que encamará su camino hacia el estrellato. Palo por palo.
Como otras lo hacen para llegar al matrimonio. Y algunas a la pobreza, un número
menor a la riqueza, menos por amor, y por supuesto están las que lo hacen por la
sucia y vieja emoción. Gracias a Dios hay todavía algunas que renuncian a la cosa
de por vida. Ahora chofer, rápido a Minsk House, escena de la reencarnación.
La habitación estaba atestada. Apenas había espacio suficiente para meter
un pie en la puerta pero guiándome por el olor llegué a mi riñón que se cocinaba.
Querían mirarme y me mostré, e incluso me subí sobre la mesa para realizar la
danza lenta de la vaca mugiente.
—Percy, tienes una casa extraña en Tooting Bec y una encantadora doncella.
—Mantén los dedos sucios lejos de mi servicio. Y mi maldito bastón. ¿Qué
les parece con mi maldito bastón? Guárdalo. Y dame una parte del riñón.
—Percy, eres bienvenido a todo lo que poseo en este mundo.
—No te hagas el humilde y dame un pedazo de riñón.
Sonriendo Mac presentó el raro órgano y se arrojaron salvajemente sobre él.
Dangerfield se apartó de esa barbarie con el ceño enarcado. Mac le entregó la carta
por encima de las cabezas. ¿Qué novedades? Mira mis puños blancos. Mira. Y este
tweed es de buena calidad. Clocklan dijo algo como ochenta y cuatro chelines la
yarda.
Estados Unidos

Estimado rufián:
El barco no tenía lastre y nos sacudimos como maníes todo el viaje hasta
Bermuda, que para mí fue un desastre. Pero la tripulación del barco se portó
condenadamente bien y me dio dinero suficiente para llegar a Nueva York
malhumorado y sin un cobre. Ahora te diré una sola cosa; si concebiste la mera idea
de volver aquí, no importa cuál sea tu situación allí, te daré un consejo. No lo hagas.
Cuando llegué a Boston, le di toda la fuerza posible a mi acento, pero los amigos no
me alentaron mucho. Otra cosa. Salí con una chica de Radcliffe para ver si
finalmente podía organizar una vida sexual normal. Mis esfuerzos fracasaron
totalmente, lo que me induce a pensar que necesito ver al psiquiatra.
¿Y tú? ¿Y esa mujer que trabajaba en la lavandería y la otra, la pensionista? Y
dime, ¿cómo te las arreglas para encamarte así? ¿Cuál es el secreto, y dónde está mi
error? Estoy enloqueciendo. Si bien la masturbación es clásicamente significativa,
no la considero sustituto de la cosa real y para complicar todavía más las cosas ni
siquiera sé en qué consiste la cosa real. Todos los días bajo por la calle Brattle, con la
esperanza de que alguna vieja dama se rompa la pierna cuando sube a su coche y
con mi aplomo europeo correré en su ayuda y ella dirá, mi querido muchacho, qué
amable es usted, quiere venir a tomar el té conmigo cuando salga del hospital. Pero
nadie ha llegado tan lejos. También vi a Constance Kelly. Tiene el rostro cubierto de
granos. Me acerqué y puse mi acento a toda marcha y se me rio en la cara. Dios,
cómo añoro la vieja tierra. Incluso perdí el control y lloré en la plaza Harvard con
Constance, ¿y crees que me sostuvo la mano y me acarició el cabello? Se limitó a dar
media vuelta y huir.
Hazme un favor. Mira si hay vacantes de limpiadores de retretes en Londres
y volveré. Pero para finalizar quiero que recuerdes lo siguiente, que esto es Estados
Unidos y producimos, vendemos, fabricamos, peleamos y nos encamamos más que
el resto del mundo, pero el último rubro es esquivo.
Dios bendiga a

KENNETH O’KEEFE

(Duque de Serutan con licencia)

Cálmate, Kenneth, tienes que hacerlo así. Te les acercas y las pellizcas en el
trasero. Ah qué carne tierna nena. Pero si todo lo demás fracasa. Recuerda, en
Francia tienen la guillotina. Te lo cortas completamente. Y Mac, estoy seguro, te
enviará uno postizo por si vuelves a necesitarlo. Allí veo una cabeza rubia con
lentejuelas doradas. Y oigo himnos. A lo lejos en un pesebre. Afuera los taxis
recogen gente. Sigamos al líder. Fuera de esta sala y a través de la boca detrás de
esta chica rubia. Puedo olerla. Aquí estamos todos juntos. Guiso de conejo y budín
de carne.
En la calle, la muchacha deslumbrante se aproxima a Dangerfield.
—Disculpe, usted es el señor Dangerfield, ¿verdad?
—Sí.
—El señor MacDoon me dice que usted es norteamericano. ¿Es cierto?
—Sí.
—Bueno, yo soy norteamericana y me gustaría ir en su taxi. Creo que los
norteamericanos debemos unirnos. ¿Qué hace aquí?
—Yo…
—Magnífico. Vine para Navidad. Inglaterra es tan rústica. Y este taxi es
antiguo. Le presento a mi amigo, Osgood.
—Encantado.
—Se llama Osgood Swinton Hunderington. ¿No es bonito?
—Excelente.
—Viajemos juntos. Me llamo Dorothy Cabot. Y tengo un segundo nombre,
Gastaplata.
—El mío es pimienta.
—Ja ja. Oh, me alegro de que viajemos juntos.
Los tres en el taxi. Dejan atrás los grupos de niños cantores y las madres que
arrastran juguetes rojos. Mary con un contrato en cine. Nadie conoce mejor que yo
la ley de contratos. Y Mary pienso hablar contigo. Suelta en Londres y quizá pusiste
tu foto en uno de esos tableros públicos de modo que los caballeros puedan tomar
tus medidas. Y yo diría que tienen afición a las grandes. Calabazas. Como una que
vi cuando Mac entró en un negocio a comprar una lata de corned beef australiano. Y
fue cuando Mac me habló del diseño del corpiño. Acerca del realce y la necesidad
de que tengan un poco de punta. Para conservar el aire flexible y cierto grado de
movimiento. Convinimos en que el movimiento era muy importante para separar
lo real de lo falso. Y Mary yo diría que los tuyos son la verdad y nada más que la
verdad. Y esta Dorothy aquí tiene dos minúsculas formas que le cuelgan de las
orejas. El cabello forma una curva suave alrededor de la nuca. Y Mac yo sugeriría
que esta Dorothy tenía la forma de pera que según dijiste era rara y gozaba de
demanda. Me acercaré un poquito y echaré una ojeada por la chaqueta abierta.
Como pensaba, de la clase sin breteles. Y Dorothy tienes una bonita joya en tu
pálido pecho invernal. Y manos sin vello. Las mías son frías y nudosas. Pocas veces
me incliné a los cabellos claros, y prefiero lo negro, lo profundo, el Oeste. Pero eres
rica y lo prefiero así. Pero de los pobres crecen las lilas y también las rosas. Yo soy
una flor rubia.
Osgood se vuelve hacia Dangerfield.
—¿Y le gusta vivir aquí, señor Dangerfield?
—Mucho. Podría decirse que me encanta Inglaterra.
—Bueno, eso es un verdadero cumplido. Confío en que Dorothy acabará
gustando de Inglaterra tanto como usted.
—Pero si ya me parece magnífica.
—Intento mostrar a Dorothy algunos lugares interesantes. Quizá usted
pueda indicarme algo, señor Dangerfield. Creo que he empezado bien llevándola a
conocer una celebridad como el señor MacDoon. Un hombre encantador, ¿no le
parece?
—En efecto.
—Pero, por supuesto, como es natural, me chocan un poco algunas cosas.
Sabe, la primera vez uno se sobresalta un poco. Los irlandeses tienen tanto ingenio
y tanta vitalidad. Y creo que el ingenio es esencial.
—Pero Osgood, es sencillamente maravilloso. Me encanta esa barbita roja.
Tan coqueta. En Goucher haría sensación. Es tan viril y maduro.
—Señorita Cabot, ¿de qué parte de Estados Unidos viene?
—Llámeme Dot. De Nueva York, pero ya superé eso. Mami y papi viven en
el campo. Aquí tenemos una casa en Cornwall, pero todavía no la visité.
—Señor Dangerfield, Dot me habló mucho de Nueva York, y según parece
es un lugar muy notable. Se necesita valor para vivir en edificios tan altos.
—Oh, no es nada. El departamento de mami y papi está en el piso superior
de uno de ellos, y es maravilloso. Mira al río, y a mí me encanta tirar pétalos de rosa
desde el balcón.
—Señorita Cabot, o mejor dicho Dot, sabía usted que en Nueva York no se
permite arrojar animales muertos a las aguas públicas, o lanzar, agitar o soltar
cenizas, carbón, arena seca, pelos, plumas u otras sustancias que puedan ser
impulsadas por el viento o transportar estiércol o sustancias semejantes por las
calles, a menos que estén cubiertas de modo que no puedan volcarse, o tirar
desechos, desperdicios de carnicería, restos de sangre o animales malolientes en la
calle, o permitir que un ser humano use un retrete como dormitorio. Culpable de
infracción.
—Caramba, ignoraba eso. Nunca se me ocurrió.
—Digo, ¿quiere mostrarse ingenioso, señor Dangerfield?
—Estoy cansado y aprensivo por el futuro y necesito reírme.
—No entiendo.
—Bribones y ladrones. Estoy cansado de charla. Rústicos y benefactores y
bribones. Estoy harto. Déjenme bajar.
—¿Adónde quiere ir a parar, señor?
—Ya no aguanto más. Creo que voy a desmayarme. Desmayarme y
desintegrarme. Chofer, deténgase.
—Sí, chofer, deténgase.
El taxi se detuvo. Dangerfield desciende trastabillando a la vereda. Dorothy
dice que no debo marcharme. Pero el taxi arrancó y se perdió en el tráfico. Apoyado
en la pared de un banco. Necesito el sostén de un banco. Iiiiii. Uno puede soportar
hasta cierto punto. Bancos. Debo ver bancos. Estoy por los bancos y ellos por mí. Y
necesito llegar al distrito financiero de Londres o me volveré loco. A veces también
creo que me gustaría ser ayudante de un burdel, pero no ahora. Esta noche necesito
ver los bancos.
En otro taxi sombrío que avanza por esta calle Fleet y adelante la cúpula de
San Pablo. Aquí todo está oscuro, cerrado y vacío. Por Cheapside en dirección al
Royal Exchange. Es el sector más pobre pero sé que hay riqueza. Verdadera riqueza.
Y todos esos ventanales altos. Adentro hay mostradores y libros y carpetas que
recogen polvo los días feriados. Chofer, por esa calle. Veo una luz. Estrella de Belén.
Ni un alma, solamente dinero. Déjeme aquí mismo, me meteré en este callejón en
busca de brandy.
Una entrada revestida de azulejos y un salón enorme. Todos hombres, ni
una sola mujer. Rostros pálidos. Sé que esta gente seguramente trabaja en los
bancos y aquí están riéndose y alternando con palmadas en la espalda y chistes. Y
sobre el extremo del mostrador hay un hombre con un bastón que parece la viva
imagen de O’Keefe. Toda esta gente se muestra tan cortés y satisfecha. Muchacho,
qué noche. El niño sagrado tan dulce. Y un jarro de cerveza suave. Tengo que
llamar a la fiesta. Arreglaré a Mary.
Dangerfield recorre la calle limitada por muros altos y negros. En la esquina
cabinas telefónicas, rojas, luminosas y cálidas. El viento sopla y silba alrededor de la
puerta.
—¿Hola?
—Por favor, deseo hablar con el señor MacDoon, el celta real. Y dígale que
venga enseguida pues gimo ansioso de hogar, de colmillos que se entrechocan y de
bocas verdes y codiciosas. Dígale eso.
—Muy bien, señor, mantenga la comunicación.
—La estoy manteniendo. Sigo manteniéndolo todo, hasta que apenas me
queda un vestigio de dignidad. Y es una hoja de parra. ¿Me oye? Una hoja de parra.
La mantendré. ¿Quién sabe qué es esto? ¿Alguien lo sabe?
—Danger, ¿qué estás diciendo, por el amor del pequeño señor Jesús? ¿Estás
borracho? ¿Qué ocurrió? Esa gente dijo que enloqueciste en el taxi, que estabas
desmayándote.
—Fueron mezquinos conmigo. Mezquinos, Mac. Estoy decepcionado de los
ricos. Perdí confianza en ellos.
—¿Dónde estás?
—En el centro del mundo financiero.
—Bueno, Danger, ¿por lo menos sabes qué noche es ésta?
—Mañana es el salvador y mi Cristo y me alegraré de verlo.
—Bueno, ¿dónde estás?
—¿No te dije que en medio del mundo financiero? ¿No acabo de decírtelo?
Quiero que vengas y lo veas por ti mismo, Mac. Las calles están vacías y como suele
decirse, ni un alma. Y quiero que sepas qué se siente aquí. ¿Me comprendes, Mac? Y
hay una calle llamada Cheapside. Eso mismo, Cheapside.
—Bueno Danger, quieres cerrar la boca un segundo. Mary está aquí. Y te
digo Danger, que no hubo jamás una muchacha más bonita en este sitio que las
putas temen pisar.
—Mac deja de mentir. Eres magnífico para mentir a un pobre infortunado
como yo que ha bebido y se siente confuso y conmovido por la riqueza reciente. No
lo creeré porque tengo que verlo y siento que en todo esto hay una trampa para
ponerme en las garras de la reunión.
—Bueno Danger, aquí prevalece la idea general de que estás loco. Y creen
que la tensión nerviosa provocada por los dólares te ha trastornado. Pero la chica
norteamericana opinó que eras fascinante. No había conocido a nadie como tú y
teme que te importunen en la calle. Pero el señor Hunderington sostiene que fuiste
grosero. El señor Hunderington es lord Berrido, heredero de varias pocilgas en
Kent. Afirma que te mostraste insultante. Percy lo encaró y dijo que le hundiría el
rostro en el caviar si decía otra palabra contra ti. Creo que esta noche estamos
manteniendo en su lugar a los británicos. Esta fiesta es en tu honor.
—Entonces, Mac, ¿la situación está culminando?
—Culminando, Danger. Total y absolutamente.
—Entonemos el canto de la reconciliación con Mary. Para que pueda darle la
paliza de su vida.
—Tendré listo el látigo. Ahora arrodíllate en esa cabina mientras te doy mi
bendición especial de Navidad. Arrodíllate en esa cabina. Sé que estás de pie, viejo
sucio y tramposo. Abajo. Por Dios, ¿qué haces, destrozas la cabina? Repite conmigo,
el Señor es mi pastor y soy una de sus ovejas trasquiladas.
—El Señor es mi pastor y soy una de sus ovejas trasquiladas.
—Ahora ven aquí rápido y te abriré paso al útero de Mary. Y podrías
considerar la situación de esta chica norteamericana. Dice que eres sugestivo.
—Mac, he decidido que sin duda soy un excitante. Iré. Insisto en la
alfombra.
Esperó en la vereda, húmeda, brillosa y oscura. Se acerca un taxi. Lo llama.
A la plaza del León Rojo. Rápido.
Dangerfield desciende frente a una casa de estilo georgiano. No hay signos
de luces ni pecado ni nada. Sube los escalones de piedra. Y golpea el llamador. Un
interesante pedazo de bronce.
Se abre la gran puerta verde y llega un flujo de ruidos y voces. Reciben mi
sombrero y el bastón. Una hermosa escalera, amplia y curva. Me anuncian.
Sebastián Balfe Dangerfield.
MacDoon acude presuroso y se oye el sonido de la risa de Percy Clocklan.
Alegres candelabros. Les digo que veo antiguos maestros en las paredes y mesas
crujiendo bajo el peso de los alimentos y las bebidas.
—Por aquí Danger, ella está en la biblioteca. Tienes buen aspecto. Espera
verte en harapos y no con riqueza. Y les enviaré una botella de champaña helada
para enfriar los corazones cálidos. Si las cosas no andan bien te serviré a la yanqui,
está jadeando y no se aguanta el deseo de decirte qué maravilloso eres.
—Mac, gracias profundas y sinceras. Los bancos me han enfervorizado.
Las alfombras eran espesas. Una habitación amplia y sombría. Los cabellos
negros de Mary sobre el respaldo del sillón. Volviendo las páginas de una revista.
—¿Cómo estás, Mary?
—Creí que tu amigo Mac me engañaba cuando dijo que vendrías.
—Sinceridad pura. Oí decir que estás posando.
—¿Y qué?
—No me gusta.
—Bueno, no es asunto tuyo. Seguramente has olvidado lo que me dijiste esa
noche. Me llamaste puta. Me dijiste que me tirase por la ventana y me fuese a la
mierda.
—Mira, Mary. Estoy un poco débil. No puedo soportarlo. Esa clase de
conversación provocará una recaída. Esta noche estás encantadora.
—Quieres ablandarme.
—Es la verdad.
—¿Y todo lo demás que me dijiste también es verdad? ¿Tengo que olvidarlo
todo?
—Por el momento. Estamos en Nochebuena.
—Supongo que te has santificado.
—No santificado, pero he tomado en cuenta la Nochebuena.
—¿Por qué no trataste de verme, o de hacer algo?
—Necesitaba un poco de tiempo para reflexionar. Ahora me siento mucho
mejor. ¿No luzco mejor?
—Tendrás buena ropa, pero los ojos están hinchados. Y aquí se habló de lo
que le dijiste a la chica norteamericana en el taxi. Me inclino a pensar que fuiste
grosero. Exactamente lo mismo que conmigo.
—Acábala. No pienso soportar esta clase de conversación. Por el niño Jesús,
acábala.
—No.
—Bueno, maldito sea, otra palabra y te aporreo esa maldita cara, y de paso
liquido el condenado contrato en el cine.
—Tú eres quien debe callarse y recibir una buena en la cara. No quiero tener
nada que ver con las películas, pero pensé que si ganaba un poco de dinero nos
serviría. Quería hacer cualquier cosa para ayudar y tú me hablas así. Bueno, vete a
la mierda, condenado bastardo. También yo puedo echarte.
El brazo de Sebastián silbó en el aire. La palma de su mano golpeó el rostro,
y Mary cayó sentada, aturdida. Volvió a pegarle.
—Te romperé el alma a patadas. ¿Me oyes?
Mary levantó los brazos para protegerse de los golpes. Mary y la silla
cayeron hacia atrás. Dangerfield tropezó con una mesa y cayó encima de la mujer.
—No me harás nada. Puedes golpearme y golpearme y no me importa. No
me importa lo que hagas, eres un bastardo y siempre serás un bastardo, siempre,
siempre.
Hubo un silencio de jadeos y un golpe discreto en la puerta. La puerta se
abre cautelosamente.
—Discúlpeme señor, pero ¿dejo aquí el champaña?
—Sí, por favor.
La puerta se cierra silenciosa. Sonido en pechos jadeantes. Sebastián la
aferra por las muñecas para apartar las uñas, que lo buscan. Líneas de arañazos.
Mary lo mira con ojos centelleantes. Sus muñecas y sus dedos blancos. Es un cuerpo
esbelto y blando donde antes era tan grueso y fuerte. Oh, sin duda esbelto y blando.
—Arriba.
—No.
—Arriba.
—No.
—Levántate o juro por Dios que te aplasto la cara contra el piso. Cuando te
digo que te levantes, obedece.
—Sucio bastardo. ¡Digo que te vayas a la mierda y haré lo que quiera!
Mary se recuesta con los brazos extendidos. Las piernas y las rodillas
blancas. La emoción de sus piernas. No puedo seguir cuando lo que en realidad
quiero son tus piernas blancas y desnudas oprimiendo mi cuello, exprimiendo
jadeos de placer. Y estoy de pie sobre una alfombra espesa que parece invitadora. Y
ataco con el arma de la mano abierta.
—Arriba o te doy un puntapié.
—Te amo y mira cómo me tratas.
—Arriba o te pego.
—¿Por qué eres así?
—Vamos, siéntate. Tienes que dejar el condenado teatro y el cine.
—Por qué no puedo intentarlo. Quise ganar un poco de dinero porque
dijiste que de lo contrario no me querrías. Dijiste que me tirarías por la ventana,
hiciste nudos con mi toalla, me mojaste la ropa interior y ahora que tengo la
oportunidad de ganar algo tampoco te gusta.
—No me gusta la escena de ningún modo. Está todo podrido. No me gusta.
Esta noche vuelves conmigo.
—Eso debo decidirlo yo.
—Vamos, Mary, vuelve tranquilamente conmigo. Y mañana empezamos de
nuevo. Guardemos esta botella de champaña para la mañana. Después del tocino y
los panqueques. Deja la escena y olvídate del cine y viviremos en algún lugar
tranquilo.
—Tampoco a mí me gusta; todos tratando de acostarse conmigo, hombres y
mujeres por igual. Pero qué seguridad tengo de que no me echarás otra vez. No
volveré contigo esta noche. Pero te diré dónde vivo y puedes venir a verme por la
mañana. ¿Alguna vez se te ocurrió lo que significa para mí vivir sola, y esos tipos
raros que me llaman por teléfono y me siguen por la calle? ¿Pensaste en eso?
—Mary, te reservo un lugar especial en mi pensamiento. Un lugar muy
particular. Necesité cierto tiempo para reponerme de los efectos de la impresión. Y
ahora me siento un poco mejor. Dispuesto a salir nuevamente al mundo. Pero está
ese lugar especial para ti. ¿Me perdonas?
—Veré. Sácame de aquí, y llévame a casa.
—Transgresión. Culpable de transgresión. Estás más atractiva que nunca. Y
tengo que decir algo a Clocklan antes de salir. Envuelve este champaña.
En el salón estaban las jarras de ponche y las mesas cargadas de langosta. La
bonita rubia preocupada por mí. Le veo los pechos a través del vestido. MacDoon
en medio de un grupo de vírgenes, la vara pronta para bendecir, perdonar o
fertilizar. Y Clocklan otra vez con una enfermera, naturalmente. Siempre con
enfermeras. Siempre rubias. Su doncella es morena y adivino que prospera con la
diversidad. Y más allá algunas mujeres maduras con diamantes sobre el busto en
lugar de las otras cosas. A veces tengo un yen para meter a una de ellas en la cama.
La edad no es obstáculo. Leños en el fuego. No creo en la Navidad. Un engaño. Sé
que es un engaño. Nadie me ve. Me ocupo de eso.
Sebastián respira hondo y brama.
—La Navidad es un engaño.
El ruido se pierde en ecos y se dibujan sonrisas en los rostros de MacDoon y
Clocklan pues bien sabían que esa noche había que ser sincero. Mary espera lo peor
junto a la puerta de la biblioteca.
—La Navidad es un engaño. Esta habitación está llena de bribones y
ladrones, Jesús fue celta y Judas británico.
Se oyeron murmullos, ¿lo hacemos callar, lo echamos de aquí? Clocklan alzó
la voz, si alguno de los aquí presentes se atreve nada más que a tocar los rubios
cabellos de Dangerfield le destrozo la mandíbula.
—Gracias, Percy. Ahora como todos ustedes saben, la Navidad es un
engaño. Jesús era un comepapas y Judas era inglés. Yo soy el rey de la selva. Un
yanqui grande y musculoso. ¿Me oyen? Sé que a todos les gustaría pegarme. Oh, a
muchos les agradaría hacerlo. Pero esta noche estuve en la calle Lombard para
tomar el pulso de la inversión. Ahora bien, sé de buena fuente que algunos de
ustedes poseen pocilgas y debo confesar que la cría de cerdos me parece muy
desagradable, excepto en la mesa del desayuno, donde es sabroso. Pero sé que
ustedes tienen tocino oculto en los desvanes y carne y cueros en el sótano y los
mejores claretes y brandies. Pero yo soy un hombre destinado al manicomio. ¿Qué
me dicen del manicomio? ¿Les agrada la vajilla rota o el candelabro retorcido? Me
llevo a casa el champaña de mi anfitrión, para beberlo por la mañana, lejos de todos
ustedes, amantes de los caballos. Ahora adiós. Sé que ustedes tienen tocino en el
desván y carne y cueros en el sótano.
Clocklan rugiendo de alegría y un hombre alto, el anfitrión, sonriendo
complacido. Oh, quizá después de todo es imposible derrotar a estos británicos,
porque no sólo queman la vela por los dos costados, sino por todos los costados. Y
contra eso no puede hacerse nada. Y Percy precisamente tengo que decirte algo al
oído.
—Acércate, Percy. Escucha. Cierta noche caminaba detrás de una bella joven
de largos cabellos dorados y mi corazón latía de deseo. Se volvió y le vi la cara. Era
una bruja vieja y desdentada.
—Jesús, Sebastián, toma otro billete de cinco.
—Percy, lo usaré para comprarme un juego de ropa interior de seda.
Y mientras Dangerfield abandonaba fríamente la fiesta, el mayordomo se
acercó corriendo con una botella de brandy, y tocino. Una botella y un paquete.
¿Acaso es posible derrotarlos?
—Mary, ¿no es muy amable de su parte?
—Eres un tipo terrible.
—Ahora me ha descolocado. Gracias.
—De ningún modo, señor. El amo se sintió encantado por su discursito.
—Eeeh.
—Señor, llamé un taxi para usted. Me gustó mucho eso de que Judas es
británico. Ya, muy bueno. Feliz engaño, señor.
—Oh. Sí.
—Sebastián, eres un tipo terrible.
—Feliz engaño.
Suben al taxi. Y de pie en la puerta, MacDoon al lado de Clocklan. MacDoon
comiendo una masa. La mano de Clocklan sobre la cadera de una enfermera. La
otra con un cigarro. Y en las ventanas veo a algunas de las mujeres maduras y el
rostro de la rubia norteamericana. Me parece que está llorando. ¿Ahí lloran todos?
Oh chofer. Vamos, vamos, adelante como el diablo, disparado entre las estrellas. Y
tampoco se detenga por el tráfico.
Mary, ahora estás a mi lado. Y quiero ir en el tren a Dublín, entre las rocas y
atravesando los túneles en dirección a Bray. Cuando está lloviendo. Tienes unas
orejitas. Y te llevaré a vivir en una casa fuera de Tooting Bec, con las libras de
Clocklan cerca, para pronta referencia. Compraré una pequeña cortadora de césped
para sacar al jardín y darle una rápida repasada todos los viernes, un jardín no muy
grande porque no quiero exagerar este ejercicio. Diez por diez. Tendremos una
salita con plantas, y una será un gomero. Y a la hora del té, en las tardes grises,
quiero que me leas relatos de aventuras.
—¿Por qué no eres así más a menudo, cariñoso y bueno y todo eso?
—Precisamente pensaba que podríamos tener una casita.
—¿Y bebés?
—Oh sí.
—¿Me darás un bebé? Me gustaría tener uno.
—No soy un padre orgulloso, pero ésa es una de las cosas que estoy seguro
sé hacer. Soy el hombre para ti.
—¿Y haremos uno mañana, en Navidad?
—Mary, ya es Navidad.
—No. Quiero que vengas a verme. Tengo una parrilla. Y compré cuatro
huevos. Y después podemos beber el champaña y el brandy.
—Mary, soy una mierda.
—No, no es cierto.
—En mí hay cierta mezquindad.
—Tengo un regalo para ti.
—Yo no tengo nada para ti.
—Tienes lo que deseo.
—Realmente, Mary.
—Y tendremos un hijo.
—Sí.
—¿Y no volverás a hacer nudos con mi toalla?
—Jamás volveré a hacer nudos.
—Estás encantador con tu traje y el sombrero y el bastón. Esa chica
norteamericana te buscaba, ¿no es así?
—Sólo deseaba fraternizar con un compatriota en tierra extranjera Mary,
cuando uno es yanqui, sólo los demás yanquis son amigos.
—En realidad, no era sincera. Lo único que quería era tu miembro. Pero es
mío.
—Seguramente, Mary.
Cruzan Earl’s Court y bajan por West Cromwell. Atraviesan el puente y la
desolación de las vías del tren. Veo luces encendidas en los edificios. Antiguos
cerebros dormitando. Y sobre los techos los sombreretes de las chimeneas son
horribles pedazos retorcidos. Uno de ellos con una veleta rechina en la calle Bovier.
Oh por Dios, Mary, déjame sentir tu bonito y pequeño seno. Déjame sentirlo.
Déjame tocarlo. Guía de San Antonio. Mi mano. Eres un tipo terrible, Sebastián,
pero no me calentarás. Conozco tus trucos.
—Mary, dime qué es mi regalo.
—Te compré un par de chinelas de lana.
—Maravilloso, ¿qué color?
—Marrones, para que no se vea la suciedad.
—Mañana las usaré.
—Y tengo ropa interior nueva y un perfume que se llama Deseo de la Jungla,
y creerás que soy un animal o algo así.
—Mary, traeré mis tambores.
Un beso de despedida. Y retorno a la calle Bovier y arriba por la escalera.
Donde siempre siento que algún intruso me dará un golpe en la cabeza. La
violencia está siempre en mi espíritu. Meto la llave en ese agujero condenado y
esquivo. Dejaré correr el agua caliente para obtener un mezquino sentido de calidez
y alegrar el cuarto con un poco de vapor. Un chelín en el medidor para asegurarme.
Pequeñas comodidades, pequeñas alegrías. Retiro el cubrecama, descubro las
sábanas. Y acomodo la almohada y me recuesto tranquilamente, pronto para recibir
el cielo blanco.
31

La noche despierta. Oigo el viento que sopla fuerte. Mi cama estaba tan
cálida. Cierro la ventana, las cortinas tiemblan. Mi sueño era todo lamento. Pero las
cáscaras blancas y delgadas de papas nuevas frotadas en la arcilla y guisantes
grandes como zepelines ocultos entre las hojas y las yemas de los sauces. Calzaba
botas en un estanque de ranas. Al fondo apareció una horda viniendo por los
campos y armada de ganchos, de modo que nadé en dirección al mar.
Me froto las manos para calentarlas, y bato palmas. Creo que un golpe de
calor de mi estufa eléctrica me vendría muy bien. Justo, oportuno, pronto, así de
rápido. Apuren mi agua caliente en los caños antes de que los arranque por
completo de la casa. Lavarme la cara es gran alivio, y también los dientes. No usaré
esta ropa interior, y me enfundaré desnudo en mi traje. Cuando muera quiero
descomponerme en un barril de cerveza negra y que la sirvan en todas las tabernas
de Dublín. Me pregunto si sabrán que soy yo.
Es bueno levantarse por la mañana temprano, vestirse y salir a caminar.
Mary, ¿dijiste que hice nudos en tu toalla? ¿Dijiste eso? ¿Es cierto? Dímelo. ¿Es
cierto? Que nos dan hijos por la ira de Dios. Por copular.
Desciendo la escalera guiándome por la baranda pulida, y me detengo en el
vestíbulo para oler el desayuno. Abro la puerta y salgo al viento áspero con un sol
débil en el cielo. Sigo por esta calle, larga, gris y vacía. Frío alrededor de mi
garganta. Creo que estoy fatigado de mi espantoso corazón. Pero no dejaré que
llegue el frío ahora porque aún debo mantenerlo caliente durante horas. Ahora este
puente. Se eleva en una curva sobre los trenes y sus vías. Allá abajo el pasto es
negro. Desde aquí puedo ver ese techo macizo. Y Mary, estoy en camino. Nunca
creí que volvería a ver la elegancia, como el golpe apropiado de mi bastón sobre
este puente. Seguramente fue bondadoso de Percy ayudarme. ¿Cómo estás ahora,
Mary? ¿Todavía acostada? ¿O preparando mis lonjas de tocino? También tostadas.
Teteras calientes. Este depósito necesita urgente reparación. Debo detenerme y
mirar las ventanas quebradas y mugrientas, y ver qué se guarda. El sol es débil,
Mary. La ciudad sufre de vacío. ¿Es posible que todos estén realmente en las casas?
Allí adentro es Navidad y hay fuego y los chicos se entretienen con juguetes de
hojalata. Es el sector más extraño de Londres que no es una cosa y ciertamente
tampoco es otra.
Descendía caminando la cuesta del puente dejando atrás el edificio derruido,
una oscura figura erecta y un extraño. Vengan aquí hasta que les diga. Dónde está el
mar alto y los vientos suaves y húmedos y tibios, a veces manchados de sol, con la
paz tan absurda por desear donde todo está dicho y habla. En una noche de
invierno oí caballos en un camino rural, arrancando chispas a las piedras. Sabía que
huían y que cruzarían los campos donde el repiqueteo de cascos llegaría a mis oídos.
Y dije están corriendo hacia la muerte y lo hacen con cierto espíritu y sus ojos están
locos y muestran los dientes.
La compasión de Dios
para el absurdo
hombre de mazapán.
JAMES PATRICK DONLEAVY, nació en Nueva York en 1926, de padres
inmigrantes irlandeses. Después de servir en la Marina durante la Segunda Guerra
Mundial, se trasladó a Dublín para estudiar en Trinity College, pero lo abandonó
para dedicarse a la escritura.
El hombre de mazapán, su primera novela, tardó varios años en ser publicada,
puesto que la mayoría de los editores temían ser procesados por obscenidad y
finalmente vio la luz en París, en Olympia Press, la misma editorial que había
publicado a Henry Miller y Samuel Beckett. El hombre de mazapán estuvo prohibida
en Irlanda durante veinte años y, en 1959, una adaptación teatral en Dublín hubo de
ser retirada debido a las presiones clericales.
Entre sus obras, cabe destacar Un hombre singular (1963), Las bestiales
bienaventuranzas de Balthazar B (1968), Cuento de hadas en Nueva York (1973), y Nuestra
señora de los váteres inmaculados (1997) —varias de las cuales han sido llevadas a la
escena—, así como su autobiografía, The History of the Ginger Man (1994).
Actualmente, Donleavy vive en Irlanda, dedicado a la agricultura, a la escritura y a
la pintura, una de sus más arraigadas aficiones.

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