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El hombre de mazapán
Título original: The ginger man
J. P. Donleavy, 1955
Traducción: Aníbal Leal
El traductor agradece al profesor John J. Scanlan, director general del St.
Brendan’s College, la ayuda que permitió dilucidar misteriosos aspectos de la vida,
la lengua y las costumbres de su patria, la vieja Irlanda.
Gracias a su colaboración experta, el traductor no se extravió en los
vericuetos y las callejuelas de Dublín, ni quedó varado —¡suprema indignidad!—
en alguna de las tabernas que visitó acompañando a Sebastián Dangerfield.
1
Para llegar a Balscaddoon había que subir una empinada pendiente. Corría
pegada a las casas y los ojos de los vecinos lo examinaban a uno. Niebla sobre el
espejo de agua.
Y la figura encorvada subía por el camino. Arriba el suelo se nivelaba, y en
medio de una pared de cemento había una puerta verde.
Pasando la puerta, sonrisas, tenía puestos zapatos blancos de golf y
pantalones color canela asegurados con pedazos de alambre.
—Vamos, entra, Kenneth.
—Caramba, qué lugar. ¿Cómo lo sostienes?
—Con fe.
O’Keefe recorrió la casa. Abrió puertas, cajones y armarios, descargó el agua
del inodoro, levantó la tapa, lo descargó otra vez.
Asomó la cabeza a la sala.
—Parece que esta cosa funciona realmente. Si tuviéramos algo de comer
estaríamos bien. Ahí en el pueblo vi una tienda bastante grande ¿por qué no vas con
ese acento inglés que tienes y consigues crédito? Me gusta mucho tu compañía,
Dangerfield, pero la prefiero con el estómago lleno.
—Ya agoté mi crédito.
—Y por cierto no tienes muy buen aspecto con esa ropa.
O’Keefe entró en la sala. Abrió la puerta del invernadero, pellizcó las hojas
de una planta moribunda y salió al jardín. De pie sobre el colchón de césped emitió
un agudo silbido cuando vio la caída de rocas hacia el oleaje del mar, muchos
metros más abajo. Recorrió el estrecho fondo de la casa, mirando por las ventanas.
En un dormitorio vio a Dangerfield de rodillas tajeando con un hacha una gran
manta azul. Entró apresuradamente en la casa.
—Por Dios, Dangerfield, ¿qué haces? ¿Te has vuelto loco?
—Paciencia.
—Pero esa manta está buena. Dámela en lugar de destrozarla.
—Vamos, Kenneth, observa un poco. ¿Ves? Me envuelvo el cuello así,
escondo los bordes deshilachados, y listo. Ahora tengo puesto el azul de los
remeros de Trinity. Siempre es mejor exhibir algún refinamiento fantasioso cuando
se apela al poder de la clase. Y ahora iremos en busca de crédito.
—Bastardo habilidoso. Reconozco que mejora tu apariencia.
—Enciende fuego en la cocina. Ya vuelvo.
—Consigue un pollo.
—Veremos.
Dangerfield salió al desierto camino de Balscaddoon.
El mostrador estaba cubierto de generosas fetas de tocino y canastas de
mimbre llenas de huevos relucientes. Detrás del largo mostrador los empleados,
con sus delantales blancos. Las bananas, traídas verdes de las islas Canarias,
florecían en el cielorraso. Dangerfield se detuvo frente a un empleado de pelo gris
que se inclinó solícito hacia adelante.
—Buenos días, señor. ¿En qué puedo servirlo?
Dangerfield vaciló, con los labios fruncidos.
—Buenos días, sí. Desearía abrir una cuenta en la casa.
—Muy bien, señor. Tenga la bondad de pasar por aquí.
El empleado abrió una gran carpeta que estaba sobre el mostrador. Preguntó
nombre y dirección de Dangerfield.
—Señor, ¿quiere recibir su cuenta por mes o por trimestre?
—Creo que es mejor por trimestre.
—¿Desea llevar algo hoy mismo?
Dangerfield cliqueteó suavemente los dientes, recorriendo los estantes con
la mirada.
—¿Tiene gin Cork?
—Por supuesto, señor. ¿Tamaño grande o pequeño?
—Creo que será mejor el grande.
—¿Algo más, señor?
—¿Tiene Haig and Haig?
El empleado llama en dirección al fondo del local. Un chico se mete entre
bambalinas y reaparece con una botella. Dangerfield señala un jamón.
—¿Cuántas libras, señor?
—Lo llevaré entero. Y dos libras de queso y un pollo.
El empleado todo sonrisas y comentarios. Oh, sí, claro, el tiempo. Qué niebla
tan desagradable. No ayuda a los que salen al mar o a los otros. Batir de palmas
llamando al chico.
—Ven aquí y lleva los paquetes del caballero. Y muy buenos días, señor.
En lo alto de la colina, O’Keefe espera y recoge en sus brazos los paquetes.
En la cocina los deposita sobre la mesa.
—Dangerfield, no sé cómo lo haces. La primera vez que fui a pedir crédito
me dijeron que volviese con la carta de un gerente de banco.
—La sangre azul, Kenneth. Y ahora cortaremos un pedacito de este queso
para el chico.
Dangerfield vuelve a la cocina sonriendo y frotándose las manos.
—¿Para qué trajiste tanto licor?
—Nos calentará. Creo que se aproxima un frente frío desde el Ártico.
—¿Qué dirá Marion cuando regrese?
—Ni una palabra. Estas esposas inglesas son magníficas. Saben cuál es su
lugar. Deberías casarte con una.
—Lo único que deseo es encamarme de una vez. Me sobra tiempo para
atarme a una esposa y los hijos. Sírveme un poco de escocés y sal de mi camino
mientras preparo la comida. A veces creo que lo único que sé hacer es cocinar. Un
verano estuve trabajando en Newport y pensé en abandonar Harvard. Había un
chef griego que me creía maravilloso porque yo sabía hablar griego aristocrático,
pero me despidieron porque invité al club a algunos muchachos de Harvard, y
apareció el gerente y me echó sin más trámites. Dijo que el personal no debía
alternar con los clientes.
—Tenía mucha razón.
—Y ahora me diplomé en los clásicos, y tengo que seguir cocinando.
—Una noble vocación.
O’Keefe arrojaba cacharros y bailoteaba entre la pileta y la mesa.
—Kenneth, ¿crees que sexualmente eres un individuo frustrado e
inadaptado?
—En efecto.
—Hallarás oportunidades en este excelente país.
—Sí, muchísimas, de mantener relaciones contranatura con animales de
granja. Dios mío, olvido el problema únicamente cuando tengo hambre. Pero
cuando como pierdo los estribos. Me siento a leer todos los libros sobre sexo de la
Biblioteca Widener para descubrir algún sistema. Pero de nada me ha servido.
Seguramente repugno a las mujeres, y eso no tiene cura.
—¿Nunca interesaste a ninguna?
—Una sola vez. En el colegio Black Mountain, de Carolina del Norte. Me
pidió que fuese a su cuarto para oír música. Comenzó a apretarse contra mí y yo
escapé de la habitación.
—¿Por qué?
—Seguramente era demasiado fea. Otro de mis inconvenientes. Me siento
atraído por las mujeres bellas. La única solución será envejecer y no desearlas más.
—Las desearás más que nunca.
—Caray, ¿no hablarás en serio, verdad? Si eso es lo que me espera, ya puedo
tirarme desde el jardín al mar. Dime, ¿cómo es la cosa regular?
—Te acostumbras, como ocurre con la mayoría de las situaciones.
—Yo nunca podría acostumbrarme.
—Lo harás.
—Pero, ¿qué significa esa visita de Marion a sus padres? ¿Disgustos? ¿La
bebida?
—Ella y la nena necesitan descansar.
—Me parece que el viejo sabe manejarte. ¿Cómo consiguió birlarte
doscientos cincuenta billetes? No me extraña que nunca los vieras.
—Simplemente, me llevó a su estudio y dijo: lo siento hijo, ahora las cosas
no están del todo bien.
—Tendrías que haber dicho: o la dote o no hay matrimonio. Es almirante,
debe tener plata. Tenías que haberle recitado el sermón, algo así como que Marion
debe vivir en la forma que está acostumbrada. Podrías haberlo conmovido con
algunas de esas ideas que suelen ocurrírsete.
—Demasiado tarde. Fue la víspera de la boda. Incluso rehusé una copa por
táctica. De todos modos, esperó sus buenos cinco minutos después que salió el
mayordomo antes de alegar pobreza.
O’Keefe daba vueltas al pollo, sosteniéndolo por la pata.
—Ya veo, no es tonto. Se ahorró doscientos cincuenta billetes. Si lo hubieses
pensado, podrías haberle dicho que tenías agarrada a Marion, y con el apremio del
parto necesitabas un pequeño capital. Mira en qué situación estás ahora. Bastará
que te reprueben en los exámenes de derecho y te vas al diablo.
—Kenneth, estoy bien. Tengo algo de dinero, y el resto en orden. Tengo casa,
esposa, hija.
—Querrás decir que pagas alquiler por una casa. Si dejas de pagar, no hay
casa.
—Kenneth, te serviré otra copa. Creo que la necesitas.
O’Keefe llena un cuenco con cortezas de pan. Afuera la noche y el estruendo
del mar. Campanas del Angelus. Una pausa reconfortante.
—De modo, Dangerfield, que por dignidad toda tu familia se morirá de
hambre y finalmente irán a parar al asilo. Llegas borracho, te encamas y pum, otra
boca que alimentar. Comerán spaghetti como yo tuve que hacerlo cuando era chico,
hasta que te salgan por los ojos, o tendrás que volver a Estados Unidos con tu
esposa inglesa y tus hijos ingleses.
El pollo, con hongos, fue depositado con gesto reverente en la fuente.
Relamiéndose, O’Keefe lo metió en el horno.
—Dangerfield, cuando esté listo comeremos pollo a la Balscaddoon. Ya
sabes, esta es una casa bastante espectral cuando oscurece. Pero por ahora lo único
que oigo es el ruido del mar.
—Espera.
—Bien, los fantasmas no me molestarán si tengo el estómago lleno, y si mi
vida sexual fuese satisfactoria jamás les prestaría atención. Mira, en Harvard
finalmente conseguí atrapar a Constance Kelly. Esa chica me tuvo sujeto dos años,
hasta que descubrí qué falsa era la feminidad norteamericana, y me la saqué de
encima. Pero ciertas cosas son inexplicables. Nunca pude conseguirla. Era capaz de
cualquier cosa, salvo lo definitivo. Ahí en Beacon Hill estaba a la pesca de la riqueza.
Me habría casado con ella, pero no quería entramparse conmigo al pie de la escala
social. Con su propia clase. Caramba, tiene razón. Pero, ¿sabes lo que haré? Cuando
vuelva a Estados Unidos y tenga mucho dinero, con mis trajes cortados en Saville
Row, y la pipa negra, el M.G. y mi propio chofer, y mi acento inglés a todo vapor.
Me llegaré hasta una casa suburbana donde ella vive con su marido, que es un
comepapas, desairada por todos los viejos bostonianos, y dejo a mi chofer al volante.
Avanzo por el camino del jardín y con mi bastón aparto los juguetes de los chicos y
doy unos golpecitos impacientes en la puerta. Ella sale. Tiene una mancha de harina
en la mejilla y de la cocina llega la peste de repollo hervido. La miro con sorpresa
conmovida. Reacciono lentamente y luego con mi mejor acento, envuelto en
resonancias devastadoras, le digo Constance… te has convertido… exactamente en
lo que yo preveía. Luego, me vuelvo, le permito que examine atentamente el corte
de mi traje, con el bastón aparto otro juguete y con un rugido del motor mi coche se
aleja.
Dangerfield se balanceaba en la mecedora verde con un gesto de regocijo,
meneando la cabeza en múltiples afirmaciones. O’Keefe recorría los azulejos rojos
del piso de la cocina, esgrimiendo un tenedor, su único ojo vivo reluciente en el
rostro, sin duda un irlandés enloquecido. Tal vez resbale con uno de los juguetes y
se rompa el hueso de la cadera.
—Y la madre de Constance me odiaba a muerte. Pensaba que yo la
perjudicaba socialmente. Abría todas las cartas que escribía a la hija, y yo me
instalaba en la Biblioteca Widener e ideaba las cosas más sucias que puedan
imaginarse, creo que a la vieja podrida le encantaba. Me reía pensando que ella leía
mis cartas y luego tenía que quemarlas. Cristo, la verdad es que repugno a las
mujeres. Y ese invierno que pasé en Connemara visitando a los viejos, mi prima,
que es lo más parecido a una vaca que conozco, no quería saber nada conmigo. La
esperaba para salir de la casa y buscar la leche, por las noches, con la intención de
acompañarla. Al final del campo trataba de tumbarla en la zanja. Jadeaba como una
loca y decía que haría cualquier cosa si me la llevaba a Estados Unidos y nos
casábamos. Lo intenté tres noches seguidas, de pie bajo la lluvia y hundidos hasta
los tobillos en el barro y el estiércol de vaca, yo tratando de meterla en la zanja,
queriendo tumbarla, pero era demasiado fuerte. Al fin le dije que era un montón de
grasa y que no la llevaría ni al infierno. Hay que conseguirles la visa antes de
tocarles siquiera un brazo.
—Cásate con ella, Kenneth.
—¿Y cargar con esa bestia el resto de mi vida? Podría funcionar si
consiguiera encadenarla a la cocina para que preparase las comidas, pero casarse
con una irlandesa es condenarse a la pobreza. Me casaría con Constance Kelly por
despecho.
—Te sugiero la columna matrimonial del Evening Mail. Trata de facilitar las
cosas. Hombre acomodado, amplias propiedades en el Oeste. Prefiere mujeres
robustas, con capital propio y automóvil para recorrer el Continente. Inútil
presentarse si no reúne las condiciones.
—Comamos. Prefiero no complicar mi problema.
—Kenneth, eres realmente amable.
El ave cocida fue depositada sobre la mesa verde. O’Keefe hundió un
tenedor en la pechuga chorreante y arrancó las patas. En el estante un cacharro
tembló. Las cortinitas de pintas rojas se estremecieron. Afuera soplaba el viento.
Pensándolo bien, O’Keefe sabe cocinar. Y éste es mi primer pollo desde la noche
que salí de Nueva York y el mozo me preguntó si quería llevarme el menú como
recuerdo y yo me senté en la sala alfombrada de azul y dije sí. Y a la vuelta de la
esquina, en un bar, un hombre de traje marrón me invita a beber. Se acerca y me
palpa la pierna. Dice que le gusta Nueva York y que podríamos ir a un lugar
tranquilo y charlar, estar juntos, chico simpático, chico educado. Lo dejé
enganchado en el asiento, sobre la chaqueta el manchón de rojo, blanco y azul de la
corbata, y me dirigí a Yorktown y bailé con una chica de vestido estampado que
afirmó que no se divertía y que el lugar estaba desierto. Se llamaba Jean, tenía unos
pechos notables y yo pensaba en los de Marion, mi rubia delgada y alta de dientes
regulares. Había concluido la guerra y viajaba para casarme con ella. Listo para
abordar el gran avión que me llevaría del otro lado del mar. Cuando la conocí tenía
puesto un sweater celeste y supe inmediatamente que eran peras. Nada mejor que
las peras maduras. En Londres, en el Antílope, sentado al fondo con una excelente
copa de gin gozando de la compañía de esta gente inobjetable. Ella estaba sentada a
pocos centímetros, un cigarrillo largo entre los dedos blancos. Mientras las bombas
caían en Londres. Le oí pedir cigarrillos y no tenían. E inclinándome en mi
uniforme naval, apuesto y fuerte, por favor, sírvase. Oh, realmente no puedo
aceptar, gracias, no. Pero por favor sírvase, insisto. Es muy amable de su parte. De
ningún modo. Y dejó caer uno y yo me incliné y le rocé el tobillo con el dedo. Dios,
qué pies grandes, carnosos y gratos.
—¿Qué te pasa, Kenneth? Estás pálido como una sábana.
O’Keefe tiene los ojos en el cielorraso, y de su puño cuelga una pata de pollo
a medio masticar.
—¿Oíste? Eso que araña el techo, está vivo.
—Querido Kenneth, cuando te plazca puedes revisar la casa. Se mueve por
todos lados. Incluso gime y tiene la desconcertante costumbre de seguirnos de
cuarto en cuarto.
—Por Dios, acábala. Eso me da miedo. ¿Por qué no averiguas?
—Prefiero no hacerlo.
—El ruido es real.
—Kenneth, quizá te interese revisar los cuartos. En el vestíbulo hay una
puerta trampa. Te prestaré un hacha y una linterna.
—Espera que digiera la comida. La verdad, esto empezaba a gustarme. Creí
que bromeabas.
Al fondo O’Keefe, llevando la escalera al vestíbulo.
Con el hacha preparada, O’Keefe avanza lentamente hacia la puerta trampa.
Dangerfield lo alienta. O’Keefe levanta la puerta, y con los ojos sigue el rayo de luz.
Silencio. Ni el más mínimo sonido. Reaparición general del coraje.
—Dangerfield, pareces muerto de miedo. Creí que tú eras el hombre fuerte.
Quizá no son más que algunos papeles sueltos que rozan el piso.
—Como gustes, Kenneth. Avísame cuando se te enrosque alrededor del
cuello. Vamos, adelante.
O’Keefe desapareció. Dangerfield levanta los ojos hacia el polvo que
desciende. El ruido de los pasos de O’Keefe hacia la sala de estar. Un gemido. Un
grito de O’Keefe.
—Demonios, sostén la escalera. Voy a bajar.
La puerta trampa se cierra con un golpe resonante.
—Por Dios, ¿qué es eso, Kenneth?
—Un gato. Con un solo ojo. El otro es un gran agujero. Qué espectáculo.
¿Cómo demonios llegó allí?
—No tengo la menor idea. Seguramente estuvo siempre. Tal vez perteneció
a cierto señor Gilhooley que vivía aquí, pero se cayó por el peñasco una noche y
apareció tres meses después en la isla de Man. Kenneth, ¿tú dirías que esta casa
tiene una historia de muerte?
—¿Dónde dormiré?
—Vamos, Kenneth, anímate. Pareces aterrorizado. No permitirás que te
deprima un pobre gatito. Puedes dormir donde gustes.
—Esta casa me pone la piel de gallina. Encendamos fuego… hagamos algo.
—Ven a la sala y toca el piano para mí.
Atravesaron el vestíbulo de azulejos rojos en dirección a la sala. Instalado en
un trípode, frente al balcón cerrado, un gran telescopio de bronce apuntando al mar.
En el rincón, un antiguo piano, la tapa cubierta de latas abiertas y cáscaras de queso.
Tres sillones robustos deformados por prominencias de relleno y resortes sueltos.
Dangerfield se acomodó en uno y O’Keefe enfiló hacia el piano, oprimió una tecla y
empezó a cantar:
En este cuarto lóbrego
en esta oscuridad vivimos
como bestias.
Las ventanas repiquetean en los marcos carcomidos. Las notas retorcidas de
O’Keefe. Aquí estás, Kenneth, instalado en esta banqueta, y anduviste mucho desde
Cambridge, Massachusetts, pecoso y alimentado a spaghetti. Y yo, que vine de
Saint Louis, Missouri, porque esa noche en el Antílope llevé a Marion a cenar y ella
pagó. Y una semana después a un hotel. Y le bajé el piyama verde y dijo que no
podía y yo dije sí puedes. Y otros fines de semana hasta el fin de la guerra. Adiós a
las bombas y vuelta a Estados Unidos donde me sentí trágico y solitario y pensé que
Gran Bretaña estaba hecha para mí. Lo único que conseguí del viejo Wilton fue que
pagara el taxi que nos llevó a nuestra luna de miel. Llegamos y compré un bastón
para recorrer los valles de Yorkshire. Nuestro cuarto estaba sobre un arroyo en ese
fin del verano. Y la mucama estaba loca y puso flores en la cama y esa noche Marion
se las puso en el cabello, que desprendió sobre el camisón azul. Oh las peras.
Cigarrillos y gin. Abandono de los cuerpos hasta que Marion perdió sus dientes
postizos detrás de la cómoda y se echó a llorar, envuelta en una sábana,
desplomada en un sillón. Le dije que no se preocupase, que cosas así ocurrían en la
luna de miel y pronto saldríamos para Irlanda donde había tocino y manteca y
largas noches al lado del fuego mientras yo estudiaba derecho y quizá incluso
hacíamos fugazmente el amor sobre la alfombra lanuda del piso.
Esta voz de Boston cacareando su canción. La luz amarillenta sale por la
ventana y se derrama sobre los parches de pasto doblado por el viento y las rocas
oscuras. Y baja por los escalones húmedos rozando los tocones de aulaga y los
brezos rojizos hasta la superficie del agua y la piscina. Donde las algas marinas
suben y bajan en la noche de Balscaddoon.
3
Algo le tiraba de la pierna. Abrió lentamente los ojos y vio el rostro airado
de Marion inclinado sobre él en esa mañana caótica del lunes.
—Dios mío, ¿qué le pasó a la casa? ¿Por qué no fuiste a la estación a
recibirme? Mírate. Gin. Es horrible. Tuve que tomar un taxi hasta aquí, ¿me oyes?
Un taxi, quince chelines.
—Bueno, bueno, por Dios, un poco de paciencia y te lo explicaré todo.
—¿Explicar? ¿Explicar qué? No hay nada que explicar, todo está muy claro.
Marion sostenía en alto la botella de gin.
—Bueno, no estoy ciego, ya la veo.
—Dios mío, es terrible. Realmente, pareces un cerdo. Si mami y papi
pudiesen ver esto. ¿Qué haces sobre la mesa?
—Cállate.
—No me callaré y no me mires así. ¿Qué significan esas plumas por todas
partes? Platos rotos en el piso. ¿Qué estuviste haciendo?
—La danza del macho cabrío.
—Qué horriblemente sórdido. Repugnante. Plumas por todas partes.
Maldito, maldito borracho. ¿Dónde conseguiste el dinero? No fuiste a recibirme a la
estación. ¿Por qué? Contéstame.
—Cállate. Cálmate, por el amor de Dios. El despertador no sonó.
—Mientes. Estuviste bebiendo, bebiendo, bebiendo. Mira la grasa, el
desorden, la roña. ¿Y qué es esto?
—Un pájaro marino.
—¿Quién pagó todo? Vino el maloliente O’Keefe. Estoy segura, lo huelo.
—Déjame en paz.
—¿Pagaste la leche?
—Sí, y ahora, por lo que más quieras, cállate, mi cabeza.
—De modo que pagaste, ¿verdad? Aquí está. Aquí está. Exactamente donde
la dejé y el dinero desapareció. Mentiras. Qué infame. Qué perverso infame.
—Llámame rata, no puedo soportar la buena educación además de los
alaridos.
—Oh basta, basta. No pienso seguir viviendo así, ¿me oyes? Tus mentiras
descaradas, una tras otra y yo que quería conseguir que papá hiciese algo por
nosotros y ahora vuelvo para encontrar esto.
—Tu padre. Tu padre es un montón de excremento, excremento bien
apretado, de la mejor calidad. ¿Qué estuvo haciendo, jugando a los barquitos en la
bañera?
Marion se abalanzó, y el bofetón golpeó el mentón de Dangerfield. El niño
empezó a gritar en su cuarto. Sebastián se incorporó en la mesa. Descargó el puño
en el rostro de Marion. Salió despedida hacia la alacena. Platos rotos en el suelo.
Con su ropa interior andrajosa se detuvo ante la puerta de la nursery. Un puntapié
y la abrió arrancando la cerradura. Sacó la almohada que el niño tenía bajo la cabeza
y la apretó fuerte sobre la boca que gritaba.
—Lo mataré, maldito sea, lo mataré si no se calla.
Marion detrás, hundiéndole las uñas en la espalda.
—Loco, apártate del niño, llamaré a la policía. Me divorciaré, matón,
cobarde, cobarde, cobarde.
Marion aprieta al niño contra su pecho. Sollozando, extiende su largo
cuerpo inglés y al niño a través de la cama. El cuarto devuelve como un eco las
vacilaciones de su voz gimiente. Sebastián, el rostro pálido, sale del cuarto, golpea
la puerta rota, quiere evitar que un corazón culpable conozca el sonido del
sufrimiento.
Bien avanzada la mañana, Dangerfield tomó un ómnibus para Dublín.
Arriba, ocupó un asiento delantero, castañeteándole los dientes. Por la ventanilla, el
llano lodoso y la cancha de golf barrida por el viento. La isla de North Bull
desdibujada por la luz del sol. Costaba dinero dejar a Marion. Había en ella sangre
vulgar que le venía de alguna parte, quizá de la madre. El padre de la madre había
sido comerciante. La mala sangre se nota. Yo sé que se nota. Y yo debería
marcharme. En línea recta hacia el buque. Ella no tiene valor para divorciarse. La
conozco muy bien. Nunca me dio ni una oportunidad de explicarle la situación.
Que se pudra allí. No me importa. Hay que afrontar la realidad de la vida. La
realidad, la realidad. Podríamos arreglar las cosas. Prepara buenos platos con queso.
Unos días sin comida la obligarán a aflojar. Tal vez me convenga volver con una
lata de duraznos y un frasco de crema. Siempre está ventilando la casa. Abre las
ventanas por un minúsculo pedo. Me dijo que nunca pedorrea. Por lo menos mis
pedos tienen fuerza y ruido.
El parque Fairview parece una manta húmeda y enmohecida. Me siento un
poco mejor. En esa casa O’Keefe rompió un lavabo. Cayó en él cuando intentaba
espiar detrás del botiquín de una mujer. El doliente O’Keefe, inclinado sobre los
volúmenes de la Biblioteca Nacional estudiando irlandés y soñando con la
seducción.
La estación de la calle Amiens, Dangerfield baja del ómnibus, y toma por el
sendero que sube hasta la calle Talbot. Dios mío, me parece ver prostitutas bizcas de
bocas desdentadas. No me gustaría meterme en una callejuela con una de ellas sin
tener una armadura impenetrable, y no hay armadura en Dublín. Pregunté a una
cuánto costaba y me dijo que yo tenía una mente perversa. La invité a beber una
copa y dijo que los marineros norteamericanos eran groseros y que le pegaban en el
asiento trasero de los taxis y le decían que se bañara. Afirmó que le gustaba la goma
de mascar. Y cuando tomó unas copas se puso atrozmente grosera. Me impresionó.
Me preguntó el tamaño. Casi la abofeteo. Con eso mismo. Yo lo llamo provocación.
Y le dije que se confesara. Dublín tiene más de cien iglesias. Compré un mapa y las
conté. Debe ser hermoso tener fe. Pero creo que un jarro de Gold Label corre desde
el barril en la casa de las aspidistras. Calma los nervios. Ahora no hay tiempo para
nervios. Tengo la juventud de mi lado. Todavía soy joven, ni siquiera tengo treinta,
aunque Dios sabe que las he pasado muy duras. Mucha gente me dice que tenga
cuidado. Joven, no se case sin dinero, sin un buen empleo, sin un diploma. Tienen
razón.
Dentro de la taberna con zorros embalsamados detrás de las plantas
enmacetadas. Y el salón con manchas pardas. Se inclina y oprime el botón en
procura de acción.
Por la puerta aparece el rostro tosco de un joven.
—Buenos días, señor Dangerfield.
—Una hermosa mañana de primavera. Un doble y algunos atados de
Woodbine.
—Muy bien, señor. ¿Hoy sale temprano?
—Algunas diligencias.
—Siempre hay que hacer cosas, ¿verdad?
—Así es.
Magníficos clisés. Había que alentarlos. Demasiada gente, maldito sea,
quería ser original. Acuñaba frases cuando un lugar común bien colocado servía y
evitaba sentimientos de ansiedad. Si Marion quiere formular la absurda acusación
de que me gasté el dinero de la leche, dejémoslo así.
Una bandeja aparece por la ventanilla.
—¿Se lo anoto, señor Dangerfield?
—Sí, por favor.
—Me alegro de que haga buen tiempo, y yo diría que usted tiene excelente
aspecto.
—Gracias. Sí, parece un día excelente.
Momentos como éste, sentado aquí, deberían preservarse. Me gustaría que
los amigos vinieran de visita a casa, y tal vez tendría un bar, pero nada vulgar. Y
Marion prepararía bocaditos. Aceitunas. Y los chicos jugando en el jardín. No me
opondría a tener un cuarto parecido a éste. Un zorro sobre el reborde de la
chimenea y cacharros funerarios. Creo que afuera el mundo camina enloquecido. Y
yo marcho a la cabeza. Para tener amigos, y fotografías, y cartas. Y yo también. Y las
mujeres que trampean alimentos en beneficio de amantes jóvenes. Nalgas
arrugadas a horcajadas sobre sillas de palorrosa, gimiendo cada vez que firman un
cheque. Me convierto en amante de mujeres mayores de cincuenta. A ésas sí que les
gusta. Buenas para O’Keefe. Pero quizás él se resista. Un hombre sabido pero
chapucero. Y ahora consigue ese cheque. Quiero ver dólares. Miles de dólares. Los
quiero todos sobre mí para pavimentar las calles de mi almita melindrosa.
—Hasta luego.
—Hasta luego, señor Dangerfield. Buena suerte.
Sobre el puente Butt. Tapado con diarios rotos y viejos decrépitos y
desdentados que miran pasar los últimos años. Están aburridos. Sé que los jóvenes
aprendieron de ustedes; y ustedes ofrecieron opiniones que les merecieron un breve
respeto. Pronto comparecerán ante Dios. Qué impresión le causarán. Pero,
caballeros, allá arriba está la felicidad. Todo blanco y azul. Un cielo con luz de
acetileno. Y el viaje en tercera. Malditos bastardos.
A lo largo de la plaza Merrion. En camino a la riqueza. Hago crujir los dedos.
Ahí está la bandera norteamericana. Mi bandera. Significa dinero, automóviles y
cigarros. Y que nadie la critique.
Subiendo los escalones. Una gran puerta negra. Aplomado, aproximación al
escritorio de la recepcionista. Gastadas irlandesas de edad madura y miseria.
Agobiando a los pobres comepapas que se dirigen al país del otro lado del mar.
Para que empiecen a saber cómo es que lo mandoneen a uno. Y tan simpáticas con
el joven universitario del Medio Oeste que entra brioso.
—¿Puede decirme si llegaron los cheques?
—Usted es el señor Dangerfield, ¿verdad?
—En efecto.
—Sí, llegaron los cheques. Creo que el suyo está por aquí. Pero, ¿no hay
cierto arreglo con su esposa? Creo que no puedo entregárselo si ella no lo autoriza.
Dangerfield comienza a prepararse para una erección irritada.
—Vea, si no tiene inconveniente retiraré inmediatamente el cheque.
—Lo siento, señor Dangerfield, pero tengo orden de no entregárselo sin
permiso de su esposa.
—Deme inmediatamente el cheque.
La boca de Dangerfield parece una guillotina. La mujer se muestra inquieta.
Perra insolente.
—Disculpe, pero tendré que preguntar al señor Morgue.
—Usted no preguntará nada a nadie.
—Lo siento muchísimo, pero tendré que preguntar al señor Morgue.
—¿Qué?
—Recuerde que soy la responsable de estos cheques.
El puño de Dangerfield describió un círculo en el aire y aterrizó
ruidosamente sobre el escritorio. La recepcionista pegó un salto. Y se le aflojó la
mandíbula inferior con una sugestión de obediencia.
—Usted no preguntará nada a nadie, y si no me da inmediatamente ese
cheque la acusaré de robo. ¿Me entiende? ¿Hablo claro? No permitiré que una
sierva irlandesa se entrometa en mis asuntos. Esta irregularidad llegará a oídos de
las autoridades correspondientes. Deme ese cheque y basta de tonterías.
La recepcionista con la boca abierta. Un hilo de saliva desciende por la
mandíbula. Una vacilación fugaz y el temor obliga a una mano nerviosa a entregar
el sobre blanco. Dangerfield la quema con ojos enrojecidos. En el vestíbulo se abre
una puerta. Varios campesinos, que miran desde la escalera, vuelven rápidamente a
los asientos, con las gorras sobre las manos entrelazadas. Y una declaración final de
Dangerfield.
—Ahora, maldito sea, cuando vuelva por aquí quiero que me entregue el
cheque al instante.
Desde la puerta, una voz con acento del Medio Oeste.
—Eh, amigo, ¿qué pasa?
—Tonterías.
—¿Qué?
De pronto, Dangerfield tiene convulsiones de risa. Da media vuelta, abre
bruscamente la puerta y baja a saltos los escalones. El verde oscuro del parque del
otro lado de la calle. Y a través de las copas de los árboles, los edificios de ladrillo
rojo del otro lado. Mira esas grandes losas de granito sobre las cuales camina. Qué
bien formadas, qué sólidas. Patán celta. Estoy en favor de la cristiandad pero es
necesario frenar la insolencia. Con la violencia si es necesario. Cada uno en su lugar,
así es mejor. Abrirse paso. Visitaré después a mi prestamista y compraré una
trompeta para tocar por el camino de Balscaddoon. A eso de las cuatro de la
madrugada. Y creo que me meteré en esta hermosa casa que veo aquí con las
ventanas antiguas. Esta taberna es oscura y reconfortante y suscita una sensación
profesoral. La puerta del fondo se abre sobre el Trinity College, que está enfrente.
Siento que me encuentro cerca del saber y de los estudiantes que no toman la
cerveza suelta. Quizá deposito excesiva confianza en la atmósfera.
Guardo el dinero en lugar seguro. Me espera una vida brillante. Calles y
casas viejas, los gritos de los recién nacidos y los rostros felices y sonrientes
escoltando a los muertos recientes. Automóviles norteamericanos acelerando calle
Nassau abajo y los cuerpos de ex oficiales del ejército indio enfundados en tweed
que entran con paso vacilante en el recinto oscuro y cultivado del Club de la calle
Kildare para beber el whisky matutino. Aquí está el mundo entero. Mujeres de
Foxrock con tobillos más esbeltos y nalgas bien perfiladas, en el atavío ajustado y
terco que ostenta la marca de la prosperidad, contoneándose porque poseían el
mundo y se dirigían a beber café y a ver una exposición de cuadros. No me alcanza.
Más. Veo a Marion como parte de la escena. Haré dinero. Yo. Sale el sol. Jesús como
anticonceptivo. Esta gran verja de hierro alrededor de Trinity cumple una función
útil. El mundo resurrecto. Banderas amarillas en el cielo, todo por mí, Sebastián
Bullion Dangerfield.
Y tú, querido Dios
dame fuerza
para poner el hombro
a la rueda
y empujar
como todos los demás.
5
K. O’KEEFE
Julio. Otra semana, y el final. Veo los toldos de la calle Grafton con una
muchedumbre de gente saludable pasando debajo. Todo parece estar bien cuando
hay sol. Incluso mis asuntos.
Pero las mañanas en la cama con la sábana hasta los ojos, si uno los oye
abajo cuando Marion salió a hacer compras, dando golpes estruendosos en la
puerta. Y la puerta no aguanta. Y no paran de golpear y algunos intentan meterse.
Oh, el temor de que suban y yo desnudo, mi dignidad se encoge y es un arma
bastante mediocre contra las deudas. Y gritan en la escalera, pero no desean que
haya nadie, se sienten molestos porque se metieron en la casa.
Marion no lo soporta muy bien. Está preocupada. Ya no podía controlarse,
temblaba y lloraba, está cansada de todo. El cabello rubio arratonado, le cuelga de la
cabeza como chucrut. Se hunde en el silencio. Si se le rompiera un vaso sanguíneo,
los médicos y el gasto serían terribles.
Y me deslizo de la cama y meto los pies tibios en las zapatillas frías. Me
envuelvo con frazadas y agachado me deslizo hacia la palangana resquebrajada.
Piso el tubo de pasta dentífrica, saco una gota y me cepillo vigorosamente los
dientes. El dolor de la mañana. Me inclino sobre la cocina, mudo y hambriento. No
hay café, té color de orina. Sólo me resta cantar:
Ven Espíritu Santo
y llena
mi vientre fiel.
Y en el tranvía que llega hasta el fondo de la calle Dawson mi corazón brinca
porque esta noche veré a Chris en el salón de Jury. Comprimiendo los labios borro
la culpa. Echo una ojeada a la vidriera de la tienda de artículos para caballeros.
Pienso en un sombrero hongo con mi próximo cheque. Es necesario. Mantiene la
dignidad. La dignidad en la deuda, es mi lema personal. De hecho un escudo de
armas. El sombrero hongo cruzado por un bastón.
En la puerta principal de Trinity. Por lo menos esto tiene cierto aire
profesional, con todos esos anuncios clavados aquí. Debo reconocer que me asalta
un temor abrumador cuando pienso en los exámenes. Estos estudiantes dicen que
no hicieron nada cuando tienen los ojos inyectados en sangre. En cambio yo. Sólo
veo un paisaje gigantesco de mi total ignorancia. Las semanas que faltan antes del
papelito blanco. Un hombre como yo tiene que imponerse. No puedo admitir el
fracaso. Debo tener mi bufete adonde llego a las diez de la mañana y cuelgo el
sombrero. Y cuando vienen a verme sonrío con expresión tranquilizadora. Gran
cosa la ley.
Sebastián Dangerfield cruza la calle adoquinada. Levanta la vista hacia las
ventanas manchadas de lluvia de O’Keefe. La pequeña y polvorienta mazmorra.
Sube los escalones de la sala de lectura. En verdad, un edificio extraño. Esa gente de
pie en los escalones fumando cigarrillos. Afirman que es una pausa en el trabajo.
Adentro están los nombres de los muertos gloriosos con guirnaldas oro y rojo sobre
el mármol blanco. Y luego uno baja los escalones y pasa la puerta giratoria y se
levantan los rostros hundidos en los libros. Atrás, malditos. Ustedes me intimidan y
ahuyentan la vida que hay en mí. Especialmente los pocos a quienes veo desde mi
clase con la cabeza hundida en los libros. Por mi parte, leeré algunas páginas de la
enciclopedia. Agiliza el cerebro. En la balaustrada hay cositas jóvenes y apetitosas
mirando la puerta, con la esperanza de conseguir marido. Ni una chispa de alegría
en ninguna parte, excepto en unos pocos libertinos a quienes conozco. Por lo demás,
una galería calvinista de delincuentes.
Un cielo vespertino intensamente azul. Una ligera brisa, sursudeste. En
verdad, soy una pequeña estación meteorológica. A esta hora del día la calle Dame
tiene un movimiento especial, grato a los ojos. Grupos de personas acolchando las
esquinas. Y en esta callejuela detrás del banco con las hermosas hojas verdes
infundiendo vida al granito. Es el más grato espectáculo en una tarde estival.
La puerta lateral de entrada a Jury’s. Ahí está, con los cabellos negros, la piel
blanca y los labios oscuros, y la boca, el corazón y el sonido. Sentada serenamente. Y
cerca, un comerciante de mirar torcido, lamiéndose los labios por ella. Los conozco.
Los conozco muy bien. En este ámbito de absoluta respetabilidad. Pero es un bonito
salón con palmeras y sillas de mimbre. Flexiona las piernas, vuelve a cruzarlas.
Pálidas uñas, dedos largos y tiernos y humedad en los ojos. Qué tienes debajo,
querida Chris. Dímelo.
Y se sentaron a beber café porque ella afirmó que era mucho mejor que el
alcohol y quizás también un sandwich de jamón. Y siempre acerca de los exámenes.
Siempre acerca de este lugar. Y el gaélico.
Caminaron hacia la casa. Él le sostenía la mano feliz. Se detuvo al comienzo
de la escalera, dispuesto a marcharse. Pero ella lo invitó a pasar. Sobre el piso una
carpeta verde, gastada y descolorida. En el rincón un lavabo cuadrado y una cortina
roja… La chimenea pulcramente cubierta con un ejemplar del Evening Mail. Una
puerta de tablas comunica con el jardín del fondo. Ella dice que cuando llueve
fuerte entra agua y moja el piso. Y otra puerta hacia el vestíbulo. Allí me baño y me
entretengo hasta bien tarde en la noche. Te jabonaré la espalda. Sería lindo. Soy un
tipo extraordinario para sostener conversaciones audaces. Un viejo guardarropa,
medio abierto, y una chaqueta verde, y tres pares de zapatos. Sobre el alféizar de la
ventana, al lado de la puerta de entrada, una cocina de gas y algunos cacharros
colgados de la pared.
Estoy enamorado de este cuarto. Porque es un oasis a donde no llegan los
golpes en la puerta… Y el edificio parece sólido. Quiero tener algo sólido en que
recostarme. Cuando a uno lo ponen contra la pared es razonable desear que la
pared tenga fundamentos sólidos y no amenace derrumbarse.
Sebastián descansaba en la cama mientras ella le contaba. Le hablaba del año
que había cursado en la Universidad de Londres. No me gustaba el ambiente y
después de un año llegué a la conclusión de que la psicología era una cosa aburrida
y vacía, pero de todos modos tuve que dejar porque se me había terminado el
dinero. En Irlanda mi padre tenía dinero y por eso estoy aquí. Mi padre era irlandés
y mi madre rusa. Extraña combinación, verdad, los dos murieron al comienzo de la
guerra de modo que me vine a Inglaterra. Pero ni qué decir tiene que recibí menos
de la mitad del dinero de mi padre. En fin, tenía que encontrar trabajo. Así no más.
Comprendes. ¿Resultado? El lavadero. Lo odio y odio a Irlanda. Me siento sola y
aburrida. Aquí pago treinta y cinco chelines. Y es un cuartito horrible.
Mi querida Chris, no tienes por qué preocuparte. Estoy aquí. Creo que es un
lugar precioso, seguro, un nido de amor. Y ya no estarás sola. Te aseguro que
existen cosas buenas y la mejor cerveza, y también ananás, y los campos, y gente
con fibra y gusto por la vida, y la tierra y el ganado. Sebastián, ¿lo crees realmente?
Por supuesto. Pero soy una mujer y no puedo. Odio a estos irlandeses. Los cuerpos
andrajosos, su estupidez de borrachos. Los odio. Y tener que oír sus observaciones
maliciosas y sus chistecitos sucios e hipócritas. Odio a este país.
Mi querida Chris, no te preocupes.
Ella se puso de pie con sus bellas piernas, y vertió la leche en el cacharro.
Con Ovomaltina y bizcochos.
A la una de la madrugada, un momento antes de salir él le dijo que le tenía
mucha simpatía. Buena chica. Y mi querida Chris, también yo tengo problemas.
Creo que moriré ahogado por el papel. Llegan las cuentas antes del desayuno, y en
realidad quiero desayunar primero. Pero Sebastián, cómo te metiste en ese lío. Error
de cálculo, querida Chris, y malentendidos.
Al partir le besó la mano. Y caminó en la noche a lo largo del canal, contando
las esclusas y las caídas de agua.
El caso es, Marion, que perdí el último tranvía. Bajaba por la calle Nassau
como una tromba. No pude alcanzarlo. No estoy en condiciones de correr, de modo
que volví a los cuartos de Whitington en la universidad. Es un gran tipo, me ayudó
mucho a entender la ley de contratos. Mientes, sé bien cuando mientes.
Entonces, Marion, ¿qué quieres que te diga?
Otras tardes, Chris y él fueron a dar largos paseos y un viernes después que
ella cobró fueron al café del cine Grafton, y en el último piso cenaron entre lámparas
sombreadas y ventanas medievales. Se estaba tan cómodo, tan descansado y
pacífico, y mejor que en casa. Chris insistió tanto en pagar. Pero yo no quise dar
mala impresión pareciendo despreocupado. Y después, bajamos por los muelles y
cruzamos sobre las esclusas en dirección a Ringsend, el desaguadero de Dublín.
Todo oscuro.
Eran las once cuando tomó el tranvía de regreso. Chris lo acompañó hasta la
parada. Marion instalada en el asiento escabroso. Mirándolo desde un ejemplar de
Wornan’s Home Companion que un barbero le había regalado a Sebastián. Tenía
cierto aire alegre. De mi boca brota una conversación acolchada. Y ella le pregunta
si quiere un poco de leche caliente con azúcar. Muy bien. Conversan de Estados
Unidos y las mansiones.
Cuando subieron vio flores en la caja que estaba al lado de la cama. Marion
se desviste frente al pequeño espejo. Se cepilla el cabello. Lo nombra con su voz
quejosa.
—¿Sebastián?
—¿Qué?
—Sebastián.
Pausa, mirando el tocador, y arrugando la tela con el cepillo.
—Sebastián, ¿qué nos está pasando?
Sintió que el cuerpo se le estremecía, estuvo rígido un segundo y levantó las
rodillas en la cama. La sábana que se alza lentamente.
—¿Qué quieres decir?
—No sé. Algo nos ocurre. No nos hablamos. Apenas te veo.
—¿Que no me ves? Por supuesto que me ves.
—Sabes a qué me refiero.
—¿Qué?
—Que no estás conmigo. Me siento aislada.
—Es sólo hasta el examen.
—Ya lo sé, pero vuelves tan tarde a casa.
Marion forma pequeños promontorios en la tela. Él siente livianos los
pulmones.
—Quizá tienes que estudiar, pero te muestras indiferente cuando estamos
juntos.
—¿Qué quieres decir?
—Indiferente… como si no me quisieras.
—Absurdo.
—Por favor, Sebastián, no te burles de mí, tengo sentimientos lo mismo que
tú. No puedo dejar de ser inglesa. Ni evitar la desesperación cuando estoy sola aquí,
y también durante la noche. No quiero pelear o discutir más. ¿Qué será de nosotros
y de Felicity? ¿Tu padre no nos ayudará?
—No puedo pedirle mientras la situación no sea realmente desesperada.
—Pero él es rico.
—No puedo.
—Pero debes hacerlo. No me importa si a veces sales e incluso te
emborrachas. Pero preferiría que estuvieras en casa. Todas las tardes, después de
las seis. Solías hacerlo. Y si pudiéramos tener un poco más de felicidad cuando
estamos juntos. Es lo único que pido. Nada más que eso.
—La tensión es muy grande.
—Pero quién tiene que soportarlo todo. Estoy en esta horrible casa día tras
día, y lo único que veo son estas paredes húmedas y espantosas. Si por lo menos
pudiésemos salir al campo unos días, y ver los campos verdes y sentirnos libres en
lugar de escondernos detrás de la puerta de la cocina intimidados por ese horrible
señor Skully. Llamó anoche.
—¿Qué le dijiste?
—Que hablase contigo.
—Oh.
—¿Qué podía hacer para sacármelo de encima? Creo que también él estuvo
bebiendo. Incluso tuvo el descaro de decir que podíamos lustrar el llamador de la
puerta. Tiene una excusa para venir aquí cuando se le antoja. Qué sensación
horrible. No me gustan sus ojos. No tiene carácter. Incluso le escribí a papá. Pero ya
sabes que están pasando por una situación muy difícil.
—Sin duda.
—Sí, de veras. Sé que no comprendes. Nos ayudarían si pudieran.
Él se volvió sobre el costado y hundió la cabeza en la almohada. Marion
apagó la luz. Su mano apartó la sábana. Un gemido de resortes oxidados. La
oscuridad cayó sobre él como el mar. Un lecho de dolor. Que la marea oscura me
lléve. Y me fui con el mar y me arrodillé a rezar en lo profundo.
Despertó bruscamente. Sudoroso y con miedo. Marion se aferraba a él
sollozando. Oye el golpeteo del corazón de su mujer y los gemidos. Mi corazón está
agobiado por el remordimiento y el cálculo. Dublín entreteje su trama de calles y
corre por ellas gritando y llorando. Los niños se acurrucan en los umbrales. En las
alcantarillas se vierte la sangre de cerdo. Frío e invierno.
Por la mañana silencio total entre ellos. Sebastián calienta sopa, le mete
pedazos de pan y bebe una taza de té. Cómo odio el temor a todo esto. Odio mi
propio odio. Salir de todo esto con la fuga y el crimen. Pobre Marion. Nunca me
sentí tan triste o dolorido. Porque siento que todo parece tan inútil e imposible.
Quiero poseer algo. Quiero que salgamos de esto. Abandonar este condenado país
que odio con todas mis fuerzas y que me arruinó. Destrozar con un atizador la
cabeza de Skully. Un Jesús verde alrededor de mi cuello y este maldito cielorraso
que filtra y el inmundo linóleo y Marion y sus zapatos deformados y sus medias y
bombachas y sus tetas y la maldita espalda enjuta y las cajas de naranjas. Y el olor
sombrío de la grasa y los gérmenes y las toallas manchadas de esperma. Toda la
pudrición detrás de las paredes. Dos años en Irlanda, encogido pezón sobre el
pecho del frío Atlántico. El país de la leche agria y los borrachos que de noche se
caen gritando a las zanjas, emitiendo agudos silbidos a través de los campos y los
pantanos pardos llenos de alimañas. Allá están mirando entre las ortigas, contando
las hojas de pasto, cada uno esperando que el otro muera, con ojos de vaca y cerebro
de víbora. Monstruos que gruñen encadenados y gimen en los oscuros pozos de la
noche. Y yo. Creo que soy el padre de todos. Recorro los senderos, reconforto, les
digo que traten de vivir mejor, y no dejen que los niños vean cómo el toro sirve a la
vaca. Bendigo sus ríos de plata, entono lamentos desde las torres redondas. Traigo
simiente de Iowa y revitalizo sus pasturas. Yo soy. Sé que soy el Custodio del Libro
de Kells. Campanero de la Gran Campana, Lord Rey de Tara, «Príncipe del Oeste y
Heredero de las Islas Arran». Y les digo, estúpida banda de bastardos, que soy el
padre que endulza el heno y aplica la tierra húmeda y la potasa a las raíces y el
cuentista de todas las bocas. He bajado de las naves vikingas. Soy el fertilizador de
la realeza por doquier. Y el Monarca Calderero que baila la danza del macho cabrío
sobre la Hogaza de Azúcar y ejecuta pasos de fox-trot en las calles de Chirciveen.
Sebastián, el eterno turista, Dangerfield.
Dos días sentado en el cuartito. Dos veces salió a comprar una lata de
spaghetti y patas de cerdo. Al tercer día, el remordimiento se complica con la
ociosidad. Lee las cartas de los que tienen problemas en las últimas páginas de una
revista femenina y algunos proverbios de la Biblia, a cuenta de la cristiandad
implícita en todo ello. Y de pronto el ruido del correo. Sobre el suelo del vestíbulo
una carta de O’Keefe.
Querido Farsante:
Estoy hasta la coronilla. Soy un hijo de puta hambriento. Tanto que sería
capaz de comer perro. Compré una lata de arvejas y me regalo con una ración de
doce después de cada comida. Este lugar es el más aburrido que conocí jamás. Puse
un anuncio en el periódico local, enseñanza de inglés a chicas que quieren entrar al
servicio de familias en Inglaterra. Aparecieron dos. Una tan fea como el pecado en
la vejez y sabía muy bien lo que yo quería y no le importaba, pero a pesar de mi
necesidad no pude seducirla, ni siquiera con fines académicos. Estoy destinado a
amar a mujeres hermosas y a inspirarles el deseo de acostarse con otro. Pero en
realidad las cosas son más complicadas. La otra chica se quejó al director de la
escuela y temí que me dieran el kaput. Pero el director es una buena pieza y se rio y
simpatizó, pero me dijo que dejase el asunto porque no era muy conveniente para la
escuela. Eso con respecto a mi vida heterosexual de la cual me he retirado
oficialmente.
Mi personalidad homosexual es completa. Estuve leyendo a André Gide en
francés, al marqués de Sade y Casanova. Enamorarse de un chico es precisamente
como ellos dicen. Tengo miedo de que me descubran o que él me denuncie. Viene
de noche a mi cuarto y se burla de mí apagándome la luz y luego luchando en la
oscuridad. Cristo, creo que me volverá loco. Sin duda sabe, estos chicos franceses lo
saben todo, pero me toma el pelo exactamente como Constance solía hacer en mis
habitaciones de Harvard. Si estuviese en Estados Unidos la clase me habría
denunciado hace mucho tiempo. Ven que siempre le hago preguntas y nunca le
grito cuando se acerca a mi escritorio, y en cambio lo trato de lo mejor. Estar
enamorado de un chico es una experiencia que todos deberían hacer pero me está
subiendo la presión, aunque debo decir que para mí es más excitante que perseguir
a mujeres que nunca me dieron nada. Todos lo hacen. Me muero de deseos de oler
la tierra irlandesa. Llevo el Eire en la sangre, en las venas y los carrillos. Pienso
unirme a los judíos para combatir a los árabes o a los árabes para combatir a los
judíos. Qué demonios. Estoy harto de todos. Entre otras cosas me dejo la barba. No
más mujeres… he descubierto que soy impotente, ejaculatio praecox.
¿Qué pasa con el dinero? Me dejaste colgado. Tienes que comprender que
me opongo a eso. Dependo de ti. Nada más excepto que espero ir pronto a París.
Todas las semanas ahorro cien francos de mi sueldo y perderé definitivamente mi
castidad con una prostituta. Mis mejores deseos para Marion.
Dios te bendiga
KENNETH O’KEEFE,
duque de Serutan.
Las ocho. Las calles húmedas, charcos de agua sobre los bloques de granito.
Hacia el Oeste las nubes se reúnen silenciosamente absorbiendo el olor a turba de
las chimeneas humeantes en esta helada noche de sábado. Los pies de pajarito
transportan su alma a través de esta ciudad danesa. Las voces ásperas de los
diarieros definen las esquinas de las calles que dejan atrás. Allí en la calle del Monje
Blanco los oigo decir rosarios. Y en la ventana del hospital se enciende la luz y una
enfermera corre la cortina. La morgue del hospital donde se inclinaban con amor
sobre desconocidos muertos y la belleza cándida de los que murieron jóvenes. Las
velas parpadean en las lámparas de los carruajes en los callejones de los
proveedores funerarios. Sintió una mano en el brazo, reteniéndolo, una vieja que le
pedía una moneda, sintió el regocijo del corazón y le dijo amablemente que no
pasaba nada desde la madre. Y ella se rio del caballero inglés, colmillos en la bruma.
Le pagó una copa en la taberna. Los tenía pequeños y estaba orgullosa de la
compañía de este caballero protestante, y le contó que su viejo se había derramado
agua hirviente sobre el pie y desde ese día guardaba cama. Él le contó muchas
mentiras y dejó la taberna convertida en un mar de lágrimas cuando cantó «Oh
Danny Boy».
Esta ciudad de calles equívocas, intercambiables, viejas ventanas y
corazones dolidos, e hirvientes y oscuros cacharros de té. El cuartito tibio de la
muchacha, y sus cosas pulcras, la manta de retazos y la gente moviéndose en el
vestíbulo.
Y la lluvia blanda. Entran en las casas con hogazas de pan y manteca y
quizás un poco de queso y los niños helados que parlotean despiertos por doquier.
Láminas de luz amarilla por las rendijas de la ventana. Baja los escalones de
cemento. Golpeó la D en código morse sobre la puerta verde. Una sonrisa de
bienvenida.
—Pasa. Tuve la extraña intuición de que vendrías esta noche.
—Brillante. ¿Una lámpara nueva?
—Sí.
—Magnífico. Y estás friendo.
—¿Quieres comer tocino conmigo? Es lo único que puedo ofrecerte. Y te
daré además un lindo pedazo de pan frito. ¿Te gusta?
—Creo que el pan frito es el manjar más delicioso. Mi querida Chris, ¿puedo
sentarme aquí?
—Sí. El jueves por la noche me quedé levantada pensando que me llamarías
y podríamos ir a ver la iglesia de Cristo.
—Marion está un poco nerviosa. Una pequeña confusión.
—¿Qué pasó?
—Malentendido general. Falta de dignidad de nuestras vidas. Me parece
que esa condenada casa se vendrá abajo. Sabes, creo que un día de estos el maldito
artefacto se desplomará sobre la calle, y yo debajo. Condenado lugar, tiembla
cuando me cepillo los dientes. Tal vez los tranvías socavaron los cimientos,
suponiendo que los tenga.
—¿Y cuál es el problema de tu esposa?
—El dinero. Y por cierto que no la critico. Dios. Me gustas Chris. Creo que
eres muy simpática. Qué clase de hombres conociste.
—Casi todos inofensivos. Y atados a la madre. Incluso esos hombrecitos
oscuros que la siguen a una por Londres. Cuando quieres pasear por el parque
parece que ninguno cree que solamente deseas estar sola, no hablar ni que te lleven
a ninguna parte, simplemente sola. Y un estudiante de medicina y otros estudiantes.
Muchos estudiantes.
—¿En Irlanda?
—Ninguno que me interesara.
—¿Yo?
—Tonto. Quería conocerte. Sabía que nos conoceríamos. Bueno, casi soy
responsable de nuestro encuentro. ¿No te parece? Reconozco que tenía mucha
curiosidad. Así que, cuando te vi en el banco con tu nena. Muy descarada.
—Eres audaz.
—Me alegro.
—Bien.
—Y tu tocino.
Chris con sus largos dedos. Una fuente blanca de tocino tostado. Me gusta
tu brazo y tu sweater. Dios mío, ¿cómo eres debajo? Suave dibujo de pezones y
verde redondez del seno. Un cuarto tranquilo en la ciudad. Bella muchacha morena.
Allá está la principal fábrica de cerveza del mundo volcando las botellas espumosas
sobre la calle Watling y Stephen’s Lañe y los bellos camiones azules la distribuyen
en la ciudad de modo que siempre y en todas partes yo pueda estar a no más de
veinte pasos de una botella. Tengo la certeza de que la cerveza es fuente de alegría,
un tónico de la sangre, alimento del cerebro y un gran apoyo cuando uno está en la
mala. Esta gente tiene cadenas alrededor de la cabeza. Estos celtas. Pero yo me
deslicé en las iglesias, los vi frente al altar, con la voz musical y el corazón de oro y
se oía el sonido de los peniques frecuentes cayendo en el cepillo para construirlas
más grandes, mejores, más. Mi querida Chris, mi muy preciosa Chris, cómo podría
poner mi corazón en tu mano.
Ensarta con el tenedor el pan frito, lo parte. Se lo mete en la boca y mira a
Sebastián. Su niña tiene el cabello y los ojos iguales. Su niña es hermosa. Es
agradable no estar sola. Y el sábado y el domingo para levantarse tarde.
El señor Dangerfield tomó la costra de su pan y recogió la grasa. Se la metió
en la boca.
—Muy bien. La verdad, Chris, en este país el tocino es excelente.
—Sí.
—Y ahora, ¿puedo proponer algo?
—Sí.
—¿Vamos a beber algo?
—Sí.
—Conozco un buen lugar.
—Me pondré las medias de nylon. Preciosas. Me quitaré estas cosas
miserables.
—Razonable.
—Miserables. Pero dentro de todo, lo menos miserable.
Despliega las prendas diáfanas. Frente a mí. Muy bien formada.
—Mi querida Chris, tienes un hermoso par de piernas. Sólidas. Las
escondes.
—Mi querido Sebastián, muchas gracias. Pero no las escondo. ¿Por eso los
hombres la siguen a una?
—Por el cabello.
—¿No las piernas?
—El cabello y los ojos.
—Así que eres el hombre de la casita ruinosa.
—Yo soy.
—¿Puedo decirte algo?
—Por supuesto.
—Pareces un empleado de banco, o tal vez un tipo que trabaja en una
distribuidora de carbón. Excepto esa extraña corbata.
—Se la robé a un amigo norteamericano.
—Te diré que eres el norteamericano más extraño que conocí jamás. En
general no me gustan.
—Forman una raza animosa y vital.
—Y vives en esa casa con las cortinas pardas rasgadas. Sabes, las paredes y
el techo están a la miseria.
—El dueño no lo entiende así.
—Por supuesto. Estoy lista. Me alegro de que me hayas invitado a beber una
copa.
Chris propuso una botella de gin. El señor Dangerfield se pone de pie con
aire importante para realizar la transacción.
—Salgamos de aquí. Me deprime. Mira cómo se emborrachan y siempre
tengo la sensación de que alguno terminará arrastrándose hasta aquí para decirnos
algo. Salgamos a caminar. Me parece mucho mejor.
—Me gustas, Chris.
—¿En serio?
—Sí.
—Mira, contigo no sé muy bien a qué atenerme.
Y en la calle la noche del sábado con las viejas que salen a buscar a los que
están malgastando el dinero y ocultan entre las manos una cerveza y el movimiento
travieso de las muchachas de pollera corta picoteando los pavimentos mientras se
abren camino en esta fantástica pobreza. Avanzaron a lo largo del canal. Salió la
luna y las sombras bailotearon sobre el agua. Ella le apretó fuerte la mano.
Pensando en la felicidad. Las ventanas cerradas detrás de las verjas. La gente
reunida en los sótanos alrededor de los puntos rojos del fuego, cabezas canas sobre
pechos canos. Casi toda Dublín muerta. Un aire húmedo y fresco que viene del
Oeste. Baja por la calle Clanbrassil. Ese canal atraviesa Irlanda hasta el Atlántico.
Los negocios de los judíos. Ella le toma el brazo y lo aplica contra su pecho. Algunas
pecas en el labio superior.
—Sebastián, me gustaría saber si es posible.
—¿Qué?
—Si somos posibles.
—Sí.
—¿Sabes de qué hablo?
—Creo que sí.
El viento del Oeste ha barrido del ciclo la lluvia. Caminaron lentamente. Él
contiene nerviosamente los pies. La voz dulce de la muchacha se eleva en la noche.
—¿Y tu esposa?
—¿Marion?
—Sí.
—¿Qué hay con ella?
—Bueno, es tu esposa. Y tienen una hija.
—Así es.
—Mira, no me ayudas nada.
—No puedo, yo mismo no veo claras las cosas.
—¿Los quieres? ¿Quieres a Marion?
—Quiero a Marion, a veces muchísimo… a ella y la niña, pero por mi causa
son desgraciadas.
—¿Y nosotros?
—¿Nosotros?
—Sí.
—Creo que nos llevamos bien.
—¿Te parece?
—Sí.
—¿Y cuánto tiempo nos llevaremos bien?
—Imposible saberlo. Me gustas muchísimo.
Ella se detuvo y se volvió hacia Sebastián.
—Me gustas. Para una mujer es mucho más difícil si el amor significa algo y
significa para todas las mujeres y quiero que signifique algo para mí.
—Me gustas, me gustas mucho.
—Volvamos a mi cuarto.
La arrastra suavemente de la mano.
Volvieron pasando por tres calles estrechas. Los pies vacilantes sobre los
escalones. El movimiento de la cerradura. El interior del cuartito y la lámpara nueva
y luminosa. Chris corre las cortinas. Sebastián sirve gin, de espalda a la chimenea.
Ella está de pie sobre la alfombra verde, desabotonándose la chaqueta. La mira,
muchacha de cabellos largos y oscuros. Bebo mi gin con mano temblorosa. Ella
permanece silenciosa en el centro del cuarto, frente a él. Sebastián se sienta. Chris
cruza las angostas muñecas sobre el ruedo del sweater, pasa la prenda de lana sobre
la cabeza y desnuda los brazos. La pliega con cuidado sobre la cama. Las manos
apoyadas por el dorso sobre la espalda, los cabellos, una sugestión. Sé como eres
debajo. Se acerca a su silla, se inclina sobre la cabeza de Sebastián. Apretaste tu seno
contra mi rostro. Y la punta sólida sobre mi boca y entre mis dientes. Arriba, tus
ojos lloran y las lágrimas se reúnen en el mentón. Echa hacia atrás la cabeza sobre la
silla y toca los ojos de Sebastián. Le habla en voz baja.
—Encenderé dos velas. Son italianas y están perfumadas. Sabías que debía
ocurrir esto. Hasta esta noche iba al zoológico. Pensé en eso toda la semana, y en ti.
¿Puedo mirarte?
—Sí.
Cálida luz de la vela. Los ojos grandes y oscuros de la muchacha.
—Ahora vuélvete. Pensé que eras más delgado. Un vientre de hombre de
negocios. No haces ejercicio.
—Mis manos rehúsan trabajar.
—Ayúdame a poner el colchón en el piso. Sobre los diarios. Pareces raro.
Los dos. Qué raro es un hombre. Ahí me siento ausente y desnuda.
—Oh, diablos.
—¿Qué ocurrió?
—Un golpe en el pie. Me corté el dedo.
—Te curaré. Lo lavaremos.
Vierte agua en la palangana, hasta los bordes y le mete los pies.
—¿Mejor?
—Sí, mucho mejor.
—Ahora los secaremos y un poco de talco. ¿Está bien? Es tan extraño y
curioso, los hombres y las mujeres y todo, debe tener algo que ver con el sentido de
lo positivo y lo negativo. No son azules las venas. En algún sitio leí que son la parte
más suave del cuerpo, ninguna parte de una mujer es tan suave.
Los dedos de Chris le suben por la pierna, hundiéndose en el vello. La
palangana desborda. Espera secreta y tímida, mientras se afloja la pollera.
—Ahora las medias. Me siento molesta. Este horrendo cinturón con las ligas.
Sostiene un pecho con cada mano, presiona sobre la sangre, las venas llenas,
y la carne de los labios oscuros un cilindro alargado y los ojos un jarabe de frío
blanco y tibio gris. Se le acerca. Le está diciendo que ella se expresa así, y lágrimas
de silenciosa felicidad y deseo bailar para ti. De pie, los pechos apretados uno
contra el otro, y luego las manos sobre la cabeza y un rápido giro del pecho y la
carne. Y nuevamente toca la piel del hombre con la suya. Desliza su cuerpo en el
cuerpo del hombre y le dice que está pronta y que en realidad siempre lo había
sabido, comprendes, todos esos días que estaba allá en la calle esperando el tranvía
tan frío, intolerable, sola, hambrienta de amor semanas enteras, el cuerpo húmedo y
Sebastián y ahora todo el vapor de la lavandería salió de mi corazón, estoy pronta y
mi ingle está húmeda. Querida Chris estás colmada de tierno amor que desborda de
tus labios oscuros. Afuera en la calle que pasa frente a la catedral de San Patricio
oigo el canto gregoriano. No es lejos. Ella curvó la lengua y echó en el oído de
Sebastián un aire tibio y húmedo. Siento que el aire tibio que soplaste en mi oreja es
como el aire estival inmóvil y sofocante de esa tarde de un día de Westchester en
Estados Unidos, en el camino de Pondfield, y yo estaba recostado sobre la espalda
escuchando la música que entraba por la ventana desde un jardín próximo. Era
joven y estaba solo. Te siento frío Sebastián, prefiero lentamente, armonizamos tan
bien, evita retirarte como el sol que se oculta, que yo sea tanto un cuerpo bombeante
de hembra que ordeña oro. Mira los olivos y los ríos, mil Oh Sebastián mil, siento y
alimento y empujo y corazón y bomba. Porque, querida Chris tu cuello descansa en
mi brazo. Oigo las campanas de Cristo. Oh Sebastián ahora, oh Dios mío, ahora oh
ahora, apriétame cómeme oh Dios mío me gusta. La cabeza de la muchacha
colgando hacia atrás, las palabras cayendo por su mentón en el hueco del hombro
de Sebastián, llegaste, no puedo esperar pero eres tan raro, por favor un cigarrillo.
El sudor secándose en la piel de ambos, y bocanadas de humo para mirarlas cómo
suben enroscadas hacia el cielorraso.
—Qué tipo extraño.
—¿Yo?
—Sí. ¿Y qué sientes ahora?
—Todo lo bueno.
—¿Por ejemplo?
—Alegría. Alivio.
—Algunos hombres sienten desagrado.
—Qué lástima.
—Sí. Y yo me siento mejor. Lo necesito. ¿Cómo es ella?
—¿Marion?
—Sí.
—Un enigma, no obtiene lo que quiere.
—¿Y qué quiere?
—Las dos cosas. Dignidad y yo. Me tiene a mí. Comprendes, en cierto modo.
Pero no es suya la culpa.
—Cómo es cuando…
—¿Hacemos el amor?
—Sí.
—Le gusta. No tan creativa como tú. Posee una gran sexualidad latente.
—¿Y tú la aprovechas?
—Se expresa. La preocupación no facilita las cosas.
—Me pregunto si en realidad existe la vida sexual perfecta en el
matrimonio.
—Crece y decrece.
—Sí. Qué cosa tan complicada. Siempre me atemorizó. Una se siente rara ahí.
Hace cosquillas. Me hace pensar, y es tan suave. Debe ser un instinto besar las cosas
suaves. Cuando yo tenía quince años creía que mis pezones eran como la piel de los
labios y los besaba y cuando mi madre golpeaba a la puerta del cuarto de baño me
aterrorizaba la posibilidad de que me preguntase qué les había pasado. Era una
obsesión. El sexo de los padres es tan distinto. A los diecisiete tuve una impresión
terrible viendo hacer el amor a mi madre y mi padre.
—Por Dios, dime qué ocurrió.
—Tenía gripe y pasaba para el baño y los vi desde la escalera. Estaba
empezando a aprender y no sabía que una mujer podía sentarse sobre un hombre.
Se lo conté a mi amiga y después no quiso hablarme durante un mes.
—Chris, siempre me sorprendes. Eres inteligente.
—Y tú debes ser inteligente si puedes apreciarlo.
—Exactamente. Me gusta este cuarto. Pequeñas comodidades, pequeñas
alegrías.
—No necesitas mucho.
—En efecto. ¿Y tú?
—Casarme, supongo. La mayoría de las mujeres lo desean.
—Y luego, ¿qué?
—Hijos. No deseo una empalizada alrededor de la casa y un marido
cariñoso que se esfuerza todo el día en el banco local. Pero sí cierta satisfacción. ¿De
qué te ríes?
—Pensaba en mí mismo.
Se apoya en el hombro y lo mira.
—Dime, ¿sabías que quería acostarme contigo?
—Jamás lo pensé.
—¿Lo deseabas?
—Instantáneamente, desde la primera vez que te vi.
—Yo sabía que llegaríamos a esto. Y ahora que lo hemos hecho, ¿cómo te
sientes?
—No lo sé. Siento que te conozco.
—Tómame la mano.
—Podrás amamantar a tus hijos. Déjame ver tu axila.
—Rehusó afeitarme por nadie.
—Olor a Rusia.
—Cómo te atreves.
—Intenso. Y tu ombligo.
—¿Inglaterra?
—No, pero interesante. Si tengo que trabajar para ganarme la vida adivinaré
la suerte de la gente por el ombligo.
—Una mujer quiere que conozcas solamente el suyo. Es extraño que hasta
esta noche yo estuviese dispuesta a retornar a este sórdido cuarto. Encender la radio
y escuchar a individuos muy tontos. Y cocinarme comidas mezquinas. Es muy
distinto poder cocinar para otro. Todo es tan extraño y repentino. Uno espera que
ocurra. Y ocurre. Ahora sé cómo eres desnudo. Ya no podré mirarte desde el
lavadero. Estaré desnudándote mentalmente. Es ridículo cuando uno piensa en los
genitales de un hombre y en el modo en que se viste. Deberían usar faldas o
pedazos de alfombras.
—Yo haría cortar las mías en Saville Row.
—Los curas tendrían que usarlas negras. Deja que te muerda. Quiero
morderte. Oh, tienes algo en el ombligo. Pelusa.
—Además.
—Mi ombligo es asexuado y chato y no junta nada. Y besar estas cositas
raras. ¿Te gusta?
—Más. Te digo que más y más.
—Y también en tu ombligo.
—Por Dios, sí.
—¿Y allí? Tiene un olor raro. Es muy chiquito.
La noche tan larga y grata. Espero que podré recordarla cuando sufra. Sus
dedos tan suaves. Dulce sustancia de muchacha, sola y húmeda y amante y
movediza sobre mí, sobre mí y aún más, protegido por su corazón y cada uno por
los muslos del otro, mi cabeza extraviada, los cabellos que cosquillean y acarician y
se enroscan y como una bóveda de olores y carne y gusto salino como cuando uno
nada. Vivo en esa casa de cemento agrietado. Voy a la ciudad en un tranvía absurdo,
a Trinity con todos los demás y ahora hundo la cabeza en las pinzas blancas y
redondas de los muslos de una desconocida. Sus manos bajan por mis piernas.
Desgarran las islas de cartílago de mis rodillas y después me tambalearé
eternamente en las calles. Su cabeza oscura se mueve en el aire de la vela amarilla.
Este treno en mi cráneo escarlata. Las chicas de la lavandería están de pie sobre
calderos de ropas humeantes, golpeándolas con gruesos tobillos celtas y haciendo
un strip tease. Las veo a todas allí y nos reímos, je jo ja, el ritmo de la cosa y las
chicas campesinas, desnudas por primera vez en su vida, cayendo en las calderas y
las jabonaduras, resbalando, batiendo y palmoteando sus cuerpos obesos. Es día de
fiesta. El manicomio bestial. Y él, yo, alzó su mano sagrada y les dijo que callasen un
minuto para ordenarlas en fila y dar a cada una la jarretera verde de tréboles que
pudieran usar sobre el muslo izquierdo de modo que los obispos no criticasen la
desnudez. Ahora, todos ustedes, afuera. A las calles, Dublín es una bella ciudad de
bonitos desnudos. Ustedes se parecen a los oblatos y sus nalgas también. Que toque
la banda. Las dirigió por las calles. En el Puente Butt se detuvieron y el simpático
caballero las dirigió mientras entonaban el verso: «Dejé mi corazón en un jardín
inglés». En la ciudad se difundió prontamente la noticia de que había cierta
desnudez en las calles. Las tabernas se vaciaron. Y los millones de hijos de
campesinos y también otros, todos en bicicleta a ver esas finas formas juveniles de
sólida contextura.
Los dedos esbeltos de Chris se metieron en los muslos y los de la muchacha
se cerraron sobre sus oídos y él dejó de escuchar el ruido de sopa de la boca de
Chris y sintió el dolor breve de los dientes que mordisqueaban el prepucio tenso y
el latido de su propia ingle bombeando el fluido desbordante en la garganta
femenina, acallando la voz gentil de la muchacha y empapando las cuerdas vocales
que entonaban la música de su corazón solitario. Los cabellos oscuros se extendían
en mechones limpios sobre el cuerpo de Sebastián, y durante el siguiente y
silencioso minuto fue el hombre más equilibrado de la tierra, abandonado por su
simiente, despojado de su mente.
10
Con dos tomos bajo el brazo sale por la puerta trasera del Trinity College.
Una tarde cálida y luminosa para tomar el tren. Estos comerciantes van a sus
jardines estivales y quizá a nadar un poco en Booterstown. En días así Dublín es
una ciudad tan vacía. Pero no los parques o las tabernas. Sería una buena idea
llegarse a la calle de la Paz y comprar un poco de carne. Me gustaría preparar una
buena cena con una botella de cerveza, y luego salir y caminar por la orilla y ver
algunas buenas mozas. Por tratarse de un país tan puritano, pueden verse cuerpos
muy bonitos si uno está atento y vigilante cuando algunas se cambian en la playa.
—Buenas tardes, señor.
—Buenas tardes.
—¿En qué puedo servirlo, señor?
—Para ser sincero, me gustaría un buen pedazo de hígado de ternera.
—Bueno, señor, puedo ofrecerle un lindo pedazo, está muy fresco. Un
minuto.
—Adelante, fantástico.
—Aquí lo tiene, señor. Un hermoso pedazo. ¿Piensa salir de paseo, señor?
Viene muy bien un poco de carne fresca.
—Sí, de paseo.
—Ah, Inglaterra es un gran país, ¿no es verdad, señor?
—También ustedes tienen un lindo país.
—Ah, sin duda tiene sus virtudes. Cosas buenas y otras malas. Pero siempre
es así. Aquí tiene, señor, y que su paseo sea muy agradable. Es una linda tarde.
—Sí, muy hermosa.
—Veo que usted es un hombre culto, y lleva unos libros muy gruesos.
—En efecto. Bueno, adiós.
—Que lo pase bien. Buena suerte, señor.
Caramba, qué conversación. Especialista en lugares comunes. Paseo, un
cuerno. Pero es un lindo pedazo de hígado.
La oscuridad de la estación Westland Row. Compró los periódicos, los
enrolló y subió la escalera. Sentado en el banco de hierro, podía ver a la gente
volcándose por el portón. Dónde están los esbeltos tobillos de las mujeres. Ninguna
de ustedes. Todas percheronas. Bueno, qué hay en el diario. Monotonía. Las
Aventuras de Félix el Gato. Dejemos esto. Debo ir al baño. Qué espacioso. Goteo de
agua. Santo Dios, el tren.
Retumbante, pesado, juguete negro y sucio. Pasa entre silbidos con toda la
banda de esas caras vespertinas espiando y gesticulando en las ventanillas. Debo
encontrar un compartimiento de primera clase. Dios, todo este maldito tren está
repleto. Oh caramba, probaré en tercera. Enderezarse. Poner la carne en el
portaequipaje, buscar un lugar, sentarse.
Enfrente la gente que vivía en las casas dobles de Glenageary y Sandycove,
todos hundidos en el periódico leyendo afiebradamente. Por qué algunos de
ustedes no miran por la ventana los lindos paisajes. Vean el canal y los jardines y las
flores. Caramba, es gratis. No tiene sentido inquietarse por la impiedad. Y usted,
bastardo encogido y minúsculo, qué mira. El hombrecito me clava los ojos. Afuera,
por favor.
Chug, chug, chug.
Chu, chu, chu.
Wuu, wuu, wuu.
En viaje. No debo preocuparme por esta condenada gente. Me pone
nervioso. No debo irritarme. Sigue mirándome. Si insiste juro por Dios que lo arrojo
de cabeza por esa ventana. Era de prever esta grosería en tercera clase.
La muchacha sentada enfrente lanzó una exclamación ahogada. Qué es esto.
Seguramente subí a un tren que va a Grangegorman. Que le pasa a ésta. Ese
bastardo encogido debe andar en algo, sin duda le tocó la pierna. Libertino. Quizá
debería hacer algo contra este tipo. No, mejor me ocupo de mis propios asuntos. Ya
las cosas están bastante mal. Bueno, mírenlos. Todos los que están sentados allí se
retuercen y ríen por lo bajo. Qué miran. Es intolerable. Pienso pasar una linda tarde
con mi hígado y caminar un poco y por qué esa chica aprieta la cara contra el libro.
Acaso está ciega. Consígase un par de anteojos perra estúpida. Tal vez ese bastardo
la molesta, ella se sonroja. La maldita represión sexual en esta ciudad. Eso es. Ahí
está la raíz del asunto. Distracción. Necesito distracción. Leeré los avisos fúnebres.
Donoghue —(Segundo aniversario)—. Recordando con tristeza y amor a
nuestro querido padre, Alex (Rexy) Donoghue, fallecido el 25 de julio de 1946, que
vivía en plaza Fitzwilliam (Puerta del Carnicero en el matadero de Dublín), que
Dios se apiade de su alma.
Misa por su eterno descanso. R.I.P.
Se fue para siempre, el rostro jovial,
el corazón alegre y bondadoso
el hombre a quien quisimos tanto
cuyo recuerdo jamás nos dejará.
S. D.
12
No puedo soportar la idea de salir al aire helado con las piernas endurecidas
y la cabeza dolorida por algunas de las cosas que estuve pensando toda la noche.
Ruidos de Chris vistiéndose. Antes de irse dejó una bandeja junto a su cama.
Tostadas, una rebanada de tocino y una taza de café. Lo besó en la cabeza, lo abrigó,
le dijo en voz baja que tenía el desayuno a su lado y se marchó.
Sebastián se pasa la tarde leyendo y preocupado. De tanto en tanto se
aproxima a la ventana para ver qué hay. Policías o informantes. Pero sólo ve
personas comunes. La mayoría encorvadas, llevando algo. Pero me sentiría
verdaderamente aterrorizado si apareciesen los patrulleros. La única esperanza es
ocultarme y quizá dejarme crecer el bigote.
La cama es agradable. Con mi cabeza descansando. Si tuviese las cosas que
hay en este cuarto. La sensualidad nos reunió. Pero es una palabra horrible. Creo
que es amor. Pero qué nos separa de noche en la cama. Me alejo de ella y su espalda
y procuro estar solo. Ni siquiera puedo recordar qué hago con Marion. Siendo
quien soy, contribuyo a la felicidad de todo el mundo. Nada de mal aliento o
vulgaridades secretas. Mi querida Chris, oigo tus pasos.
—Hola, Chris.
—Eres un terrible mentiroso.
—¿Qué?
—Mira el diario.
Chris le entrega el diario. En el centro, bien destacado, con gruesas letras
negras:
UN HOMBRE ENLOQUECE EN UNA TABERNA
Persecución callejera
Un testigo informó a la policía que ayer por la noche presenció una agresión
brutal en la taberna de Kelly, Garden Paradise, establecimiento autorizado.
Un hombre a quien se describió como una persona de «aspecto extranjero»,
con acento inglés, entró en dicho local en actitud amenazadora, y atacó
salvajemente a las personas presentes.
El testigo del ataque dijo a la policía que estaba bebiendo tranquilamente
con algunos amigos cuando oyó gritos y hubo una conmoción. Se volvió y vio a un
hombre que arrojaba una botella de whisky a la cabeza del barman, que se agachó y
bajó por una puerta trampa abierta en el piso. Luego, el hombre se inclinó sobre el
mostrador y destrozó todo lo que estaba a la vista. Se volvió contra los
parroquianos, que no tuvieron más remedio que huir a la calle.
El acusado escapó, y fue seguido por el testigo, que avisó a los guardias.
Encontró al hombre oculto en un corredor, pero fue amenazado y debió entregarle
el sombrero y la chaqueta. Luego, el delincuente escapó en una bicicleta. Varios
guardias y ciudadanos lo persiguieron hasta Stephen’s Green, pero perdieron el
rastro en la calle Cuffe, y se cree posible que todavía esté oculto en dicha zona.
El guardia Ball, que volvió a la escena del ataque para recoger indicios,
afirmó que el estado general del local parecía propio de un campo de batalla. El
testigo, que se fracturó cuatro dedos en el ataque, fue atendido en el Hospital de St.
Patrick Dunn, y remitido a su casa. Se continúa la búsqueda del culpable, que según
la policía es un individuo alto, delgado, que vestía pantalones tostados y chaqueta
deportiva; se cree que puede tratarse de un insano. Afírmase que sus ojos tenían
una expresión desorbitada.
—Difamación.
—Así que te atacaron.
—En efecto, y muy cruelmente.
Chris guardó silencio, inclinada sobre la cocina de gas. Dangerfield se sienta,
tenso y lamentable, sobre el borde de la cama, el Evening Mail cuelga entre sus
rodillas, y los ojos miran con tristeza las grandes letras. Oh, sí, un hombre
enloquecido.
Sebastián se pone de pie y se acerca a Chris. Le aplica una mano sobre la
cadera, oprimiendo la carne entre los dedos. Ella evita los labios de Sebastián y
aparta una mano de su pecho.
—Si así lo quieres, Chris.
—Sí.
—Muy bien.
Se dirige a la puerta, la abre rápidamente, la cierra con cuidado, se hunde en
la llovizna y la calle, desolada y oscura.
Amado y Bienaventurado Oliver, martirizado, descuartizado y en general
despedazado, te diré una cosa, hazme llegar al Promontorio sin que una horda me
persiga y publicaré mi reconocimiento en el Evening Mail.
En la tarde, el ómnibus vacío que desciende por el camino en dirección al
Promontorio. Luces de neón. Una reducida cola esperando frente al cine. Un
lugarcito encantador.
Baja del ómnibus, camina rápidamente hacia la puerta verde del número I
de Mohammed. Golpea. Nada. Con los nudillos en la ventana. Adentro, ni ruidos ni
luz. Vuelve a la puerta. La empuja, tironea. Cerrada y trabada. Retrocede un paso y
toma impulso. La puerta cae. Entra cautelosamente en el vestíbulo, levanta la
puerta y la pone en su sitio. Grita. Nada. Sube la escalera, el dormitorio vacío.
Nadie.
Y el tiempo tan hostil y sombrío. Toda la noche por delante. El único efecto
de la lluvia es mantener aplacado el polvo. Lo mismo que a mí. Y tú Marion, sangre
azul de Geek, esposa y lavandera, esclava de todas mis mezquinas y sucias
necesidades, dónde y qué hiciste y te fuiste.
Desciende a la salita y la cocina desoladas. Sobre la cocina un papel blanco
bajo una lata de arvejas.
Como ves, me mudé.
II Parque de Oro
The Geary
Co. Dublín.
No sé qué hacer, salvo que ésa parece una casa con agua corriente y me
vendría bien un baño. Quizás sea agradable. Volemos de aquí antes de que Skully
asome su fea cabeza en busca del alquiler o con cualquier otro reclamo repulsivo.
Geary. Si no me equivoco, un lugar bastante acomodado. Parque de Oro.
Encantador. Repitamos el nombre. Parque de Oro.
Una casa al final de la hilera de casas chatas, simples y dobles con bloques
de cemento que delimitaban los jardines del frente, minúsculos prados y canteros
de flores. Pasa frente a los números siete y nueve, viviendas de prudencia y ahorro
y verjas de hierro para impedir que los perros ensucien. La gente que vivía aquí
tenía automóviles. Dios mío, alquiló un solo cuarto y quizás no hay lugar para mí.
Se detuvo frente al portoncito verde para examinar el cerrojo que era
bastante complicado. En el jardín unos rododendros muy cuidados y el laurel
aislado. A un costado el garaje pegado a la casa. Para qué o por qué demonios
hiciste esto y no me dijiste una palabra. No lo toleraré. La lluvia se desliza sobre las
hojas y forma charcos. Caminaré por este sendero de cemento y fingiré que me
equivoqué de casa. Parece que al fondo hay un jardín, un caminito pasa al costado
de la casa. Tengo que indignarme. Insoportable, por cierto que no lo toleraré.
Adentro suena el timbre. Y ruido de pasos que se acercan. Este vidrio mate
no permite ver nada.
La puerta se abre.
—Por Dios, Marion, déjame pasar.
La puerta se cierra bruscamente.
—Marion, ¿estás sola? De veras, tu actitud es ridícula. No puedes hacer esto.
Rodea la casa en busca de una falla. La ventana del baño está abierta.
Sebastián trepa por la pared, las rodillas golpean las piedras encaladas y cae de
cabeza en el lavabo. Marion estaba en la puerta.
—Por qué no me dejas en paz. Bastardo desequilibrado.
—No me digas bastardo cuando casi me rompo el cuello tratando de entrar
en esta casa. Por Dios, ayúdame a bajar al piso. ¿Por qué no me dejaste pasar?
—Porque no te quiero aquí. Es mi casa y puedo llamar a la policía y echarte.
—Por amor de Dios, Marion, ¿no tienes compasión? Mírame, estoy hecho
sopa.
—Y anoche no viniste a casa.
—Me retrasé.
—Qué te pasó en la cabeza.
—Un sujeto sumamente decente me invitó a jugar squash y me golpeé la
cabeza contra la pared. Excelente jugador, pero yo conseguí vencerlo.
—Oh, vete de una vez, por favor.
—¿Sólo por jugar squash? Y yo le dije, sí, juguemos. Un sujeto muy
influyente. El padre es dueño…
—Vete. Me pasé el día empacando y mudándome y no quiero oír tus
mentiras.
—Perdóname. Es una casa tan linda. Déjame echar una ojeada. Estás sola.
¿Todo esto?
—Sí.
—¿Cuánto?
—Asunto mío.
—Pero Skully.
—Tú puedes vivir ahí.
—Oh, Dios. Vamos. Mira, cinco minutos de paz. Tiene vestíbulo. Muy
agradable Marion, ¿puedo mirar aquí?
Sebastián recorre la casa seguido por Marion, los dientes apretados y
silenciosa. Una sala de estar con sofacamas, uno de ellos contra la pared y un
receptor de radio sin duda anterior a la guerra. Tres sillas y una alfombra y
colgados de la pared algunos cuadros de caballos y mastines corriendo.
—Caramba.
—No permitiré que me lo arruines.
—De ningún modo. Me iré. Sólo quiero un rápido baño. Moriré atacado de
muerte.
—Muérete, pero ésta es mi casa.
Sebastián, muy interesado, examina los cuartos. Un saloncito con un
escritorio, una mesa y una chimenea. Una agradable estatua de madera con una
cruz en el vientre sobre el borde de la chimenea. Una ventana que mira al jardín del
fondo con hileras de cosas buenas. Debo entrar aquí a toda costa.
—¿Dónde duermes?
—Allí.
Marion señaló la puerta.
—Marion, no me eches. Por favor. Prometo hacer lo que digas pero ocurre
que necesito un poco de seguridad.
—Ja. Ja.
—Es verdad. No porque sea grande y fuerte. Mira este músculo. Pero no
quiere decir que no me afecta la inseguridad. Por favor.
—Nada más que la sospecha de que bebes, y te echo.
—Eres maravillosa, Marion. Realmente, eres muy buena…
—Basta ya.
—Lo que digas, Marion.
—Y no hagas ruido. Felicity duerme al lado del baño.
—Silencioso como un ratón.
Gran chapoteo entre las burbujas de jabón. Y después una tetera llena.
Marion con los brazos cruzados, ocultando sus pechos a los ojos bestiales de
Sebastián, y contemplando la desaparición de una hogaza de pan y un paquete de
margarina. Le rodea los hombros con el brazo, una mano sobre la muñeca de
Marion. Desnudo bajo la frazada, señaló el jardín, una extraña ondulación gris de
hojas.
—Marion, ahí sí que hay comida.
En la tierra
una planta
en la planta
una hoja.
Este hombre
se comió
la hoja.
14
KENNETH O’KEEFE
Afuera, a la calle. Solo. ¿Dije que esta fe estaba en ascenso? O dije que era
como tamal caliente. Revísenme, por favor. Oh sí, esta sustancia parda al bolsillo. Si
puedo recorrer la calle y marcharme. O’Keefe se ha ido.
Sebastián caminó apresuradamente hacia una casa con un águila sobre la
puerta, donde servían licor.
—Buenos días, señor.
—Buenos días. Ponga una botella de brandy sobre el mostrador.
—¿Entera, señor?
—Entera.
Aparece una figura. Al lado de Dangerfield. Y una mano extendida. Una
palma hambrienta.
—Muy bien.
—Kenneth, ¿me acompañarás?
—Dame mi dinero. Me habrías dejado sin un centavo.
—Tenía que conseguir cambio.
—Eres un bastardo miserable, ¿y de dónde vino ese dinero?
—Hombre de poca fe. Será una noche maravillosa. ¿Trajiste tu molinillo de
café?
—Dame el dinero.
—Muy bien, Kenneth, si así lo quieres. Pero puedo entregarte solamente
cuatro.
—Maldito sea. Entonces, dame las cuatro.
—Te invito. Cenaremos con la señorita Frías. Sé bueno. Creo que ella vale la
pena, Kenneth. Tal vez convenga examinar el asunto. ¿Te gustaría un poco de eso
que la gente hace en la oscuridad?
—Eres un hijo de puta. Me hubieras dejado volver a Dublín sin un penique.
Mañana veo a lady Eclair y no quiero que nada eche a perder el asunto. Tengo que
tomar el ómnibus de las once y media a Roundwood. Me marcho.
—Kenneth, no me dejes, por el amor de Dios.
—Te conozco, no quiero ver la vida a través de una bruma. Te pasarás toda
la noche hablando con algún fantasma.
—Vamos, Kenneth, eres un tipo que habla de corrido el griego y el latín, un
hombre que posee mucho conocimiento inútil, un sujeto cultivado, que sabe lo que
Platón decía a sus muchachos, mientras se los montaba entre los arbustos. ¿Adónde
crees que llegarás con tanta dureza? Te denunciaré a la Legión de María.
—Me marcho.
—Por Dios, quédate. Te lo ruego, Kenneth. No me dejes en este momento de
angustia. O de dinero. Bebamos. El lema. Bebamos. Vamos, Kenneth, reacciona. El
mundo es grande.
—¿Dónde conseguiste el dinero?
—De ultramar.
—¿Sí?
—La pura verdad.
—Me parece sospechoso.
—El nombre de Dangerfield nunca ha sido y nunca será mancillado por
tales sospechas.
—Estás en algo sucio.
—Kenneth, vivimos tiempos extraños. Muy extraños. Ahí tienes un mundo
de gente con ojos y bocas. Los ojos ven estas cosas y las bocas quieren las cosas que
los ojos ven. Oh, pero no pueden alcanzarlas. Así están las cosas. Hay que soportar
la desigualdad. Pues de lo contrario nada ocurre. Hombres como tú que quieren
tener conocimiento carnal de las nalgas y las tetas de las mujeres, y de la otra cosa
que tienen entre las piernas, a la que no podemos llegar tan fácilmente sin arrancar
primero las ligas y las ballenas. Está allí, pero no puedes llegar.
—Llegaré.
—Y así lo espero. Pero si tienes que arreglártelas sin eso, no te amargues,
Kenneth. Esas cosas existen por cierta razón. Santos, y todo eso. Eres un hombre
equipado para la ancianidad. No pierdas el tiempo con este apetito sexual. Creo que
somos aristócratas naturales de la raza. Nos hemos anticipado a nuestra época.
Nacimos para ser insultados por todos ésos, los que tienen los ojos y las bocas. Pero,
Kenneth, los que son como yo, lo obtienen rectalmente de toda clase de hombres.
Las clases profesionales no lo miran con buenos ojos, y precisamente en esta clase
yo ocuparía mi lugar, pero quieren burlarse de mí y expulsarme, arrancarme las
intimidades y exhibirlas en lo alto de un poste, con un anuncio. Dangerfield ha
muerto. Eso es lo que quieren oír. Pero no siento amargura. Solamente amor.
Quiero mostrarles el camino, y anticipo que sólo recibiré desprecios y burlas. Pero
están los pocos que oyen. Valen la pena. Te lo digo, Kenneth. Vuelve. Vuelve a ésta
tu iglesia. Abandona la idea de hacer dinero y vivir en una casa grande y cómoda
con sillones agradables y bonitos y una criada irlandesa echando leños al fuego y
trayendo té. Expulsa de tu mente esos trajes de tweed y los pantalones forrados de
satén, y acalla los deseos de la carne, el sabor de nuez de los pezones, la necesidad
de nalgas, la inquietud por las tetas. No desees un M.G. y un criado, vacío y engaño,
o prados que llegan al lago y canteros de flores entre los cuales uno se sienta a
pensar cómo conseguirá más dinero. Todo lo que quiero de esta vida, Kenneth, es el
lugar que me corresponde, y que los demás conserven el suyo. La gente común que
vuelva a su sitio. Y si no es mucho preguntar, Kenneth, ¿cómo apruebo estos
exámenes?
—Estudia.
—Tengo la mente en blanco.
—¿Qué diablos te pasa?
—Kenneth, estoy vencido. Nunca aprobaré. Tengo que cenar con mi tutor,
pero no puedo aparecer con estos harapos miserables, y la palabra hambre escrita
alrededor de los ojos.
—Maldito sea, a pesar de todo, quiero a este país.
—Caramba, Kenneth, ¿has enloquecido del todo?
—Lo quiero.
El rostro de Dangerfield del color de oro, los ojos como fuegos vivos.
O’Keefe encaramado en una banqueta, su bolso colgando entre las piernas.
Sebastián vierte el brandy.
—Kenneth, es bueno tener a alguien con quien hablar. Últimamente estuve
un poco solo.
—Este país puede ser muy irritante, pero nada más que estar en Dublín me
produce una extraña excitación. Lo siento en los huesos. Y cuando no tenía más que
cuatro peniques para una taza de café en Bewley’s, solía pasarme la noche despierto
memorizando palabras francesas y soñando en volver. Si pudiese abrir un
restaurante con el dinero ahorrado en este empleo, resolvería mi situación.
—Solamente necesitarías algunas sillas, mesas, tenedores y mucha grasa
rancia.
—Sí.
—Muy a la moda.
Dangerfield apunta hacia el Este con un dedo nervioso.
—Kenneth, me voy para allí. Cruzaré el mar de Irlanda y gozaré de la buena
vida. Tengo planes. Si uno se queda demasiado tiempo en la tierra de la leche agria,
se le endurecen un poco las diferentes glándulas. Sol y baile. Y quizá una canción.
—Bueno, que seas feliz con tu canto y tu baile, tengo que irme. Adiós.
—No.
—Adiós.
O’Keefe se volvió y pasó la puerta. Dangerfield contando el movimiento de
los goznes.
Soy el amigo de todos. Y de los animales si no se ponen demasiado bravos.
A algunos hay que meterlos en jaulas, pero de todos modos lo merecen. En fin, todo
es siempre justo y equitativo. Parte de las reglas. Mary la de los pechos grandes y el
padre jodido. Te persigue por la casa, tú en tu camisón, él con una escoba. Uno no
sabe lo que ocurre en muchas casas suburbanas. Atención a estos incestuosos.
Tengo una amiga en la señorita Frías, y Mary tiene fe. Necesito leer la notita.
Querido Sebastián:
Espero que te encuentres bien. Por favor escríbeme y cuéntame. Por favor
trata de arreglar para verme porque me siento muy sola, y preocupada porque mi
padre sospecha y amenaza escribir al banco. Dime cuándo debo partir para Londres
y dónde te encontraré. Los chicos fueron a Cavan a vivir en la granja de mi tío.
Por favor piensa en mí y escríbeme. Tengo muchos deseos de verte, y quiero
estar en la cama contigo. Escribe, por favor.
Cariños,
MARY
Salió con la botella. Bajo el águila. Al aire libre y puro. La noche e Irlanda.
Como lamer la humedad de las hojas. Comerse el verde. Avanzando por la calle
Geary. No confío en esta alegría aguda. El sufrimiento es mi fuerte. O’Keefe será
atrapado por lady Eclair. Irá con una doncella. Y Eclair le pegará en el trasero con
una Biblia. Pobre chef. Yo diría que faltan apenas unos días antes del fin.
Empujó la puerta del frente. Un poco ladeada. Una luz en la ventana del
garaje, desde la cocina. Hay que estar atento. Fingiré que soy Egbert y veré qué pasa.
Es necesario prestar atención a unas pocas ventanas. La puerta del fondo con llave.
Excelente, señorita Frías. Así me gusta, todo el mundo en su puesto.
Sebastián golpeó. La sombra de la señorita Frías girando la llave. Sonrió.
Alrededor de los ojos una ligera expresión de timidez, alrededor de los dientes
cierto embarazo, el rostro encendido.
—Buenas tardes, señorita Frías. Un poco de ternura.
—Buenas tardes, señor Dangerfield, ¿se mojó mucho?
—No. Afuera está agradable. Excelente aroma.
—Una amiga me consiguió salchichas de Bray.
—Realmente magnífico. Cómo está, señorita Frías… dígame, ¿cómo está?
—Oh, muy bien. Un poco cansada. Estuve en el negocio.
—¿De pie?
—Sí.
—Señorita Frías, déme un beso.
—Oh, señor Dangerfield.
Sebastián se aproxima en la cruda luz de la cocina. Deposita el brandy sobre
la mesa y extiende la mano hacia la muñeca de la señorita Frías. Cierra los dedos
alrededor del hueso, y ella suelta la sartén que cae al suelo. La señorita Frías con su
sweater gris y su boca un poco incontrolada. Este hombre perverso venido de Marte,
la mano descansando sobre su cintura. Presionando con dignidad. Y no importa lo
que ocurra, si tenemos eso, estamos bien. Murmurando al oído de la señorita Frías.
—Señorita Frías, usted tiene un hermoso cuello. Le mastico las orejas.
¿Nunca masticó orejas? Oh señorita Frías, masticar orejas es una delicia, en los
lóbulos. Especialmente los lóbulos. Esa carne tan blandita.
—Oh, señor Dangerfield, me los arrancará.
—Qué tierno.
—¿Le gusta así?
—Mezclado con ojos.
—Ji, ji.
—Ojos.
—Más.
—Señorita Frías, ¿pondremos las salchichas en esa linda sartén? Con un
poco de manteca. Chirría. Oh, creo que nos gustará, con un trago. Veamos, señorita
Frías, ¿le parece que viene bien un trago?
—Ji, ji. Oh por favor. Oh Dios mío.
—Le pasaré un poco la boca por los hombros. Señorita Frías, se lo quitará
después, como una buena chica. ¿Después? ¿Sí? Huélalas. Cómo chirrían. Oh, qué
tonto chirriar, señorita Frías. Y sabe una cosa, señorita Frías, usted es una excelente
persona.
—Ha bebido un poco.
—Cinco para el camino. Que nunca le digan que yo salí al camino, o siquiera
a la calle sin combustible para mi corazoncito. Óigalo aquí. Adelante, tóquelo. Aquí.
Ahora suena un poco débil, hasta que clave los colmillos en esta carne. Carne.
—Oh, Dios mío.
Sebastián soltó a la señorita Frías. Tu sweater gris que los moldea. Y tus
caderas tienen un lindo meneo. Deseo oprimir la punta de la nariz tibia en tu oreja
blanca y fría. Y oler este pan fresco. Que los jugos me bañen los dientes. Dios, creo
que somos dos pequeños comedores de pan. Quiero una gran hogaza. Tan grande
que pueda meterme adentro. Seguridad. Señorita Frías, quíteme las ropas y métame
en una gran hogaza de pan. Un toque de oro en la corteza. Mis ojos y mis orejas
flotan. Hágalo, métame ahí y sálveme. Cuerpecito desnudo, encogido de miedo del
mundo y el pene con el cual me abriré paso hacia la pobreza y mis minúsculas
nalgas, pliégueme como a esos nómades silenciosos y métame en el pan. No me
queme las pelotas, sólo tostadas y calientes, engordadas con la fina corteza. Y
sáqueme por la mañana horneado a punto y póngalo sobre la mesa. Y yo estaré
adentro. Mi pequeño yo con mis lindos y extraños ojos mejores que nunca. Entonces,
señorita Frías. Cómame.
Dangerfield cortando el pan. Ahora hay una hermosa pila. Siento que soy
simplemente una nave loca en aguas británicas gritando eh bastardos a babor, a
estribor y por doquier. ¿Está loco? ¿Quiere que naufraguemos? ¿O que yo caiga al
mar? O que me enrede en el cordaje. Disparen todos los cañones. Estamos en el mar,
atajo de cerdos vulgares y cuando les digo que disparen, disparen. Bajen todas las
pelotas, y por Jesús, a cualquier erección la guillotina.
—Señorita Frías, debo decirle algo. La amo.
—Cuidado, señor Dangerfield, se cortará.
—Pero el amor.
—Habla por hablar.
—Se lo repito. La amo.
—No lo creo.
—Hablo en serio, señorita Frías, y no lo digo a muchas, tal vez a nadie.
Sencillamente creo que es mejor estar en este mundo con unas pocas posesiones
amables que con nada. Ponga la carne ahí. Vea, hay un modo de prepararla, lo dice
O’Keefe, péguele un golpe aquí a la sartén, y se desliza perfectamente. Me gusta el
aceite de la oliva. Ahora, bebamos un trago. ¿Vio jamás un color semejante? ¿Quiere
oler un poco? ¿No le parece, señorita Frías, que ahora todo es más amable, no lo
cree?
—Está muy bien.
La señorita Frías recostada contra el fregadero, observando atentamente a
Sebastián con ojos húmedos. Él estaba sentado en esa silla blanca de cocina,
esperando la fritura. Y hunde el dedo en la carne de la salchicha y sorbe
ruidosamente el jugo.
—Está muy bien, señorita Frías. Pero hay otro negocio en la calle Pembroke
y vende una carne que es una gloria. Necesita un poco de ajo.
—Oh no, señor Dangerfield. ¿Ajo?
—Pero sí, señorita Frías, ajo, claro que ajo.
—Pero huele.
—Eso es lo que queremos, señorita Frías. Deseamos ese olor. Oh, todavía he
de vivir algunas cosas. Estoy pensando seriamente en comprar una taza grande
para el desayuno. Me encanta el desayuno. Haré unos pocos cambios. Muchos
cambios. Algunos importantes, otros pequeños. Señorita Frías, ¿puedo confiar en
que no dirá una palabra, con absoluta reserva? ¿Puedo? ¿Aunque le claven ganchos
y también otros instrumentos irlandeses?
—Sí.
—Señorita Frías, este es un secreto absoluto, un asunto de estado, un asunto
que arruinaría a Irlanda si se conociera, y también a mí. El viernes voy a Londres.
—No es cierto.
—Sí lo es.
—¿Qué hará?
—Unas cuantas cositas. Arreglos generales. Necesito descansar un poco de
la tensión. Tengo que resolver algunos problemas, minúsculos granos de arena en
la vaselina. Señorita Frías, usted me gusta mucho. ¿Lo sabe?
—Oh señor Dangerfield. Pero no sé qué decirle de todo lo que ocurrió.
Usted me gusta.
—¿Qué no sabe, señorita Frías?
—De lo ocurrido entre nosotros, y las cosas.
—Dígame.
—No sé. A veces siento que estoy bien y luego no sé qué será de mí. En mi
religión es pecado mortal. Dios me perdone, quisiera que no fuera cierto, y que todo
fuese un montón de mentiras. Y en el negocio me miran. Creo que si llega a
descubrirse me moriré, y con este pecado iré al infierno eterno.
—Beba un poco más, señorita Frías.
Le llena de brandy el vaso.
—Suficiente, por favor.
—Ahora, explíquese.
—Y un país como éste no es bueno para una chica como yo. Cuando pueda
casarme ya seré demasiado vieja, y quieren tanto dinero y una granja, y todo lo que
pueda servirles. Lo único que reclaman siempre es dinero. Usted es una de las
primeras personas que he conocido que no cree que el dinero es todo.
—Bueno, en realidad no sé, señorita Frías, yo no diría que eso es totalmente
cierto.
—Este no es un país para las mujeres.
—Yo diría que eso es muy cierto.
—Y tuve sueños horribles. Me atemorizan. Creo que no deberíamos volver a
hacerlo. Quisiera marcharme. Sé que en el trabajo murmuran de mí.
—Ahora, señorita Frías, no permita que esos detalles la preocupen. No les
dé ese gusto.
—Pero no es sólo eso.
—Pensándolo bien, no hay más que eso.
—Si alguien se entera de que vivo sola con usted en esta casa, y de que la
señora Dangerfield no está, sería mi fin. Y lo descubrirán, no se les escapa nada.
Irán a hablar con el cura, y en un minuto estará aquí.
—Mientras haya bebida, podemos afrontarlo, señorita Frías. Se lo aseguro.
—He visto gente que estaba mirando la casa.
—¿Cuándo?
—Largo rato, desde la vereda de enfrente.
—Serían paseantes.
—Oh, espías, señor Dangerfield. Lo sé.
—Vamos, vamos, sírvase un poco de salchicha. Señorita Frías, todo se
arreglará. No hay por qué preocuparse, nos esperan tiempos felices. Bip bip.
Tiempos de abundancia.
Sebastián se recostó en la silla y miró los ojos de la señorita Frías. Los
cabellos cortos que crecían en los costados de la cabeza. Y alrededor de su nariz la
carne se levanta. Algo que nunca había visto antes. Señorita Frías, creo que usted es
una niñita. Eso es. Necesita que la cuiden, y eso es todo. Venga, la guardaré en mi
propio bosquecillo, donde los cuervos graznan en las copas de los árboles. La
guardaré tras los grandes portales de mi casa. Oh, son gruesos y no los dejarán
pasar. Porque usted no desea a la gente, no confía en ella. Creo que me gustan de
bronce, por el peso y la apariencia, con buenos goznes de bronce. Véalo.
Dangerfield. Grandes letras S. D. sobre ella. Mantiene alejada a la gente como
Skully. Digo yo, Skully, le importaría muchísimo salir del camino mientras mi
hombre cierra esta excelente puerta. Clang. Qué alivio. Nadie sabrá jamás cómo me
alivia dejar afuera a toda esa gente. O un jardín cercado. Muros de diez metros de
alto, y creo que un metro de espesor para que sean más sólidos. Un centenar de
acres. Laberintos de boj donde pueda perderme. Y baobabs. Magnolias y extraños
tejos. Mi corazón se compone y flores bajo el árbol de tejo. Y luego, montones de
campanas. Y sus badajos son bolas. Todas las bolas son badajos. Grandes y
pequeñas, colgando por doquier. Las agito. Las agito como loco. Yo el místico
maníaco. Lleno de sonido mi hermoso jardincito y el niño que hay en mí. Gatea en
el suelo del jardín con las campanas repicando y las aves cantando y toda la
agitación en mi danza y se aquieta, saturada por todos los silencios, y me siento a
pensar en esa extraña luz y en esta parte de mí que puedo colgar de los árboles.
—Señor Dangerfield, ¿por qué no cree en el infierno y en todas esas cosas?
—El infierno es para los pobres.
—Jii.
—Señorita Frías, creo que soy un hombre que tiene futuro. ¿Qué le parece?
¿Cree que tengo futuro?
—Por supuesto, creo que tiene futuro. Será abogado.
—Y las jigas, y las cárceles, y el incógnito. Todo eso.
—Creo que usted haría bien casi cualquier cosa, señor Dangerfield. Y me
parece que sería especialmente bueno en los negocios.
—Sigamos con la carne, señorita Frías. Tengo un hambre que me viene del
vientre y quiere estrangularme.
—Oh señor Dangerfield.
—Señorita Frías, gracias sean dadas a Dios por los códigos. Ahora
arrodíllese y agradezca y también por la carne. Todos de rodillas. Pero nunca pegue
a un hombre caído. Espere a ver si trata de levantarse, y entonces, por Dios, déle
fuerte. La maza entre los ojos. Creo que mi fe ilimitada me está matando, señorita
Frías. Quiero demoler esta casa.
—No creo una palabra de lo que dice.
—Y me contengo. Todas las formas de la brutalidad me sientan.
La señorita Frías mueve la sartén, describe círculos sobre el fuego. El sonido
del gas exhalado. En las horas de mayor consumo. La desesperación de la presión
que decae. Esos malditos operarios de la compañía de gas. Ya nadie quiere trabajar
decentemente.
—Señor Dangerfield, es extraño estar con usted.
—No hablará en serio, señorita Frías.
—Usted es distinto del resto de la gente.
—Bueno, geek, geek, y todo eso. Quizá haya algo de cierto en lo que dice.
—Señor Dangerfield, por favor páseme su plato. ¿Por qué riega esa plantita
del frente con un cuentagotas?
—Señorita Frías, estuvo espiándome. En mis momentos íntimos.
—Oh, nada de eso. Pero, ¿por qué hace una cosa tan rara?
—Estoy envenenando la planta.
—Dios nos asista.
—Ahora, mire esa planta que está allí, señorita Frías. ¿Le parece que le
queda mucho tiempo en este mundo?
—Oh, señor Dangerfield, no sé qué decir. Esa pobre planta.
—Es algo que llevo adentro, señorita Frías. Me pregunté por qué no le doy a
esa planta algo que la mate.
—No habla en serio.
—Soy un asesino.
En el aire el olor de la carne condimentada y el brandy. El silbido lento y
suave del viento bajo las puertas. Y en mi corazón la tristeza. La primera tristeza del
fin. De esta extraña semana de cosas. De planes y movimientos. De ver a la bestia
salvaje de O’Keefe. De estos extraños y enloquecidos momentos en las calles. Todo
fructificando en una fría semana de invierno. Meses de estar en la cama con la ropa
de cama retorcida por mi ansiedad. Las cosas absurdas que me pasaban por la
mente como tormentas, me despertaba agitando las piernas en el aire helado.
Necesito conmigo otros cuerpos. He probado la toalla caliente en los ojos y me
calmé un poco, pero con estos medicamentos tramposos hay que tener cuidado.
Intenté las cataplasmas de mostaza en todo el cuerpo, y no olvidaré mi
equivocación, no la olvidaré muy pronto o quizá nunca. Pero no estoy tan mal. En
realidad no me quejo. Pero no me opondría a realizar un cambio total.
La señorita Frías y Sebastián Dangerfield estaban sentados en el comedor
frío comiendo salchicha de Bray y bebiendo té. Uno frente al otro, mirando los
platos y luego uno el rostro del otro. Sonrisas.
¿Esto ya no es mi hogar? Siento que todos mis hogares están detrás. Aquí no
hay más que una casa, porque creo que debo haber empeñado casi todo lo que hay,
excepto a la señorita Frías. Desapareció el Promontorio. Balscaddoon. El
Promontorio. Doon y Trinity. Y ese primer día en que me acerqué a la puerta del
fondo, después de bajar del tranvía con el tapizado verde. Y la universidad a través
de mis ojos aprensivos. Soplaba un viento helado. Mi nuevo traje, camisa blanca y
corbata negra. Me sentí perfectamente ataviado para el fracaso, pero importante
porque me miraban. Está la vivienda del portero y una playa de estacionamiento y
en este edificio veo las contorsiones del vidrio, las retortas burbujeantes y las
claraboyas emergiendo del techo. Tengo tanto deseo de aprender. Saber lo que se
hace con los ácidos y los ésteres y conseguir que mis experimentos culminen en el
momento apropiado, como el resto de ustedes. Recordaré todo lo que me digan
desde la primera palabra. Voy en camino a reunirme con mi tutor. Atravesando
estos campos de juego, lisos, verde y terciopelo. Qué bellos, con bancos donde
puedo sentarme a mirar, leer o lo que sea. Creo que el verano tardío todavía se
extiende en el cielo. Y al lado de estos canteros, en esta linda plaza donde los
miembros opulentos de la universidad viven detrás de granito y amplias ventanas.
Eso es para mí. Veo a un hombre llenando un cubo de agua de una bomba verde.
Me saluda con un gesto. Cómo puedo hacer buena impresión; me ajusto la corbata,
quizás sonreír. Confío en que advertirán que tengo entusiasmo, ardo en deseos de
aprender, estoy dispuesto a tomar notas los cuatro años. Ese edificio debe ser la
biblioteca, porque desde aquí veo estantes y más estantes. Pediré libros y leeré. Lo
prometo. Qué afortunado soy, porque todo es tan bello. Me dicen que los
estudiantes pueden jugar a las bolitas en los escalones del comedor y cazar pájaros
en el parque del colegio. Hay algunas reglas fundamentales. Quizás llegue el día en
que pueda tirar junto a los mejores. Hay pequeños grupos de alumnos y al pasar
oigo sus voces melodiosas. Y no puedo dejar de examinar las caras procurando
adivinar a los que también fracasarán. El resto de mi vida natural sin diploma.
Ahora casi deseo que unos angelitos blancos desciendan aleteando y me lleven, o
me quiten el miedo. Al fondo de la plaza empedrada repica una campana y entro en
este edificio número ocho. Al final de unos escalones labrados veo una puerta
abierta. Golpeo discretamente para no parecer grosero. Las manos fuera de los
bolsillos. Hay que hacer lo que es propio. Siempre esperar hasta que le pregunten a
uno. Pase. Desde adentro él me dice que pase. Cómo puedo pasar sin hacer ruido
con los talones. Dije lo mejor que pude que era Dangerfield y él dijo ah encantado,
por favor pase. Por todas partes pilas de papeles y libros. Seguramente es así desde
la creación. Anchas ondas de cabellos sobre la bella cabeza de este hombre,
seguramente erudito en griego y latín. Ah Dangerfield, me alegro mucho de que
haya llegado, y espero que su viaje a través del Atlántico haya sido agradable. Dios
mío, este caballero me dice que le alegra que yo haya venido y qué puedo
contestarle. No se me ocurre nada, no sé qué decir porque estoy temblando. Confío
en que esto no significará que está por ocurrir algo terrible. Simplemente se muestra
amable y dice, bueno Dangerfield, me gustaría que conociera a Hartington, dijo
Hartington, ¿verdad? Y esa persona alta que estaba de pie protegida por la sombra
avanzó, dijo sí y me extendió la mano. Asistirán juntos a las mismas clases. Quise
decir espléndido, no pude y menos riesgosamente dije cómo le va. Nuestro tutor
revisó los papeles. Extrajo folletos y dijo confío en que se sentirá muy cómodo aquí
con nosotros señor Dangerfield. Y ahora qué podía decir, atrapado por esta casual
manifestación de amistad. Deseaba tanto que supieran que yo sabía que me sentiría
cómodo, pero era demasiado tarde, no quedó espacio para explicarle que la alegría
me había enmudecido. Esa fría mañana de octubre salí del viejo cuarto lleno de
libros y papeles con esa persona extraña y alta que caminaba a mi lado y preguntó
suave y lentamente no quiere venir a tomar un café. Apenas pude decir gracias me
gustaría pero sonreía porque estaba complacientemente dispuesto a complacer.
Si hubiera música todo el tiempo. Puedo oír la canilla en el cuarto de baño.
La señorita Frías lavándose el cabello. Estoy terminando el brandy. Creo que me
balanceo en el borde de esta silla. Londres es una gran ciudad. Me arreglaré. La
cuestión es llegar, después ya veremos. Llevaré únicamente pasta dentífrica. La
envolveré bien en una bolsita. En la esquina de la avenida Newton y la calle Temple
se ha erigido una cruz para indicar el fin del Pale. Y ahora yo estoy fuera, en más de
un sentido. Me limito a inclinar hacia adelante la cabeza, me mojo los labios con la
lengua porque están tan secos y compruebo que el borde de esta alfombra ha sido
destruido por los pies. Me llevo la mano al ceño, sobre los ojos. He olvidado tanto.
Ocurren demasiadas cosas, demasiada confusión. Me siento entumecido de haber
fertilizado. En el nacimiento hay un momento de paternidad. Malarkey me lo
explicó bien. Creo que le gustaría verme fertilizar más a menudo, me dijo que era
una gran alegría tener hijos. Ahora lo sé. Qué alegría.
El lavabo del baño traga gorgoteando el agua. Seguramente baja hasta
Geary por debajo de la calle, y se vierte en la bahía del Escocés. La señorita Frías
estará retorciendo su cabello para secarlo. Sé que usa vinagre para enjuagarse.
Desde el cuarto de baño, el roce de sus pies en pantuflas sobre el suelo del vestíbulo.
Su puerta golpeando contra la silla verde. Muebles oscuros en su cuarto húmedo y
oscuro. Solía entrar ahí nada más que para mirar. Tan apartado y oculto. Un cuarto
aislado. Toco la trama. Esta casa al extremo de la calle. Apenas adivinan ustedes,
paseantes y quizás espías, cuánta desesperación y cuánto anhelo de amor hay en
esta casa amortajada.
La señorita Frías de pie en la puerta con su gruesa bata de lana, su piyama
verde, sus pantuflas rojas. Sebastián levantó lentamente los ojos.
—Está tan cansado, señor Dangerfield. Parece tan fatigado.
Sebastián sonrió.
—Sí. Lo estoy.
—Le traeré un poco de chocolate antes de acostarme.
—Señorita Frías.
—¿Sí?
—Señorita Frías, usted es buena.
—No.
—Señorita Frías, estoy cansado. ¿Qué hará cuando me marche? Estoy
preocupado por usted.
—No lo sé.
—¿Se mudará?
—Supongo que sí.
—¿Se irá de Irlanda?
—No sé.
—Váyase.
—No es fácil decidirse.
—Venga conmigo, señorita Frías.
—Usted no lo desea.
—Vamos, no diga eso.
Sebastián cayó hacia adelante, sobre el rostro. La señorita Frías lo aferró bajo
los brazos y medio puso sobre los pies el cuerpo liviano. Lo llevó lenta y
cuidadosamente a su dormitorio. Lo bajó hasta el borde de la cama. Allí quedó, los
codos sobre los muslos, las manos colgando de las muñecas.
Soñando esta puesta de sol. Clavado a una cruz y mirando hacia abajo. Un
refugio de tristeza pasiva, mistificadora. Inundado de lágrimas. Nunca te creas tan
sabio que no puedas llorar. O aceptar estas cosas. Acéptalas. Guárdalas en sitio
seguro. Son la fuente del amor.
La señorita Frías se apartó tímidamente de la puerta. La cabeza ligeramente
inclinada y el rubor extendiéndose bajo la piel de las sienes. Había un puntito en
mitad de su nariz. Las pestañas oscuras y temblorosas, la piel errabunda alrededor
de los ojos. Algunas líneas del cabello y su edad de treinta y cuatro. La vulnerable y
empinada base del cráneo. Nunca volverse y mirar a la espalda, o cuando nos
alejamos. Pero sus pies avanzan con dedos rojos. La parte de ella que eran los arcos
vencidos, los tobillos doblados y balanceantes que conferían una expresión tierna a
sus ojos. Pues las mujeres son seres solitarios, más solitarios con las mujeres y con
los hombres, cercados por niños oscuros y las cosas pequeñas y evanescentes que se
esfuman durante los años de espera. Y los corazones. Y cómo el amor era tan
redondo.
Si
hay una campana
en Dingle
y tú quieres decir
cuánto lo sientes
me voy
tócala
y que haga
ding dong.
21
Estaba soñando.
Eligiendo las medias azules y luego un par rojo. De ese material de nylon.
Son eternas. Y se paran solas y como dicen, salen caminando. Voy por estas calles
estrechas y entro en un negocio y salgo de otro. Aquí veo a una mujer de edad
madura y regordeta. Regordeta, ciruela madura. De pie detrás del mostrador
diciéndome que le encantan los extranjeros. Y yo lleno mi bolso con millones de
medias. Y no puedo sacarlas del negocio. Y llaman a un camión de desperdicios
para llevárselas. Oigo un ruido que me estremece. Pienso en una rata.
Tenía la espalda endurecida. Se incorporó. Los ojos pesados de sueño. A
uno nunca lo dejan dormir lo suficiente. Y el cuerpo tan frío.
La señorita Frías se volvió. Se inclinó sobre ella y le besó la mejilla. Los ojos
parpadearon.
—No me toque.
—¿Qué?
—No me bese.
—Por Dios, ¿qué pasa? ¿Estás borracha? Maldito sea.
—Oh no siga. Usted sé marcha de aquí y deja que caiga sobre mí el azote de
la murmuración.
—Vamos, ¿qué pasa? Dime, Lilly.
—Está muy lejos.
—Maldito sea, ¿qué pasa?
—Nada le preocupa. En el barco. No puedo evitarlo. Lo saben.
—¿Quién sabe?
—Hablarán.
—Si comes. ¿Qué te importa lo que hablen?
—Es fácil decirlo.
—Vamos, vamos, te traeré algo. ¿Te preparo una salchicha? Un poco de
carne, Lilly, olvida la murmuración de este país, y las lenguas de víbora.
—La señora Dangerfield me denunciará.
—No te hará nada. ¿Quieres una salchicha?
—Lo hará. Y me despedirán.
—Un momento, querida Lilly, el amor de esta tierra…
—Basta.
—Voy a cepillarme los dientes.
—Jesús, María y José.
—Olvida a Jesús, María y José. Ruega al B.O.P., el Bienaventurado Oliver
Plunket. Mi protector. Charla con él.
—Usted se dio el gusto conmigo. Yo tengo que quedarme aquí.
—De ningún modo. Ven a Londres.
—Una idea absurda.
—Tengo que cepillarme los dientes. Perderé mis dientes…
—No.
Con su ropa interior harapienta Sebastián se deslizó hacia el suelo frío del
cuarto de baño. Puso la mano sobre el jabón derretido. El jabón se le metió entre los
dedos.
—Los dientes de Dios.
Es mejor el cepillo de cerda. El de nylon gasta el esmalte, y arruina los
dientes. Sebastián dejó correr el agua y puso las manos juntas bajo el líquido
horriblemente frío. Un poquito del perfume de la señorita Frías en las axilas. Con
una de estas hojitas oxidadas me afeitaré la barba de la mandíbula entumecida. Y
me pongo los pantalones de pana marrón para el difícil viaje que me espera y a
causa de la bragueta imprevisible. Por Jesús y su compasión empapada de miel,
impídelo. Que nunca vuelva a ocurrir porque no podría soportarlo. ¿Qué se le ha
metido a la señorita Frías? Yo. Sí, claro. Se está volcando hacia la traición. No puede
saberse. Es posible que embrolle el timón de la nave. No puedo confiar en ella si
siente así. Es capaz de echar a perderlo todo. Tengo que andar con mucho cuidado.
Sebastián regresó al dormitorio de la señorita Frías. Se dirigió a la cómoda y
tomó el minúsculo reloj pulsera, y miró la hora. Tal vez conseguiría tres libras con
mi prestamista. No debo. No es la regla de juego. Aunque parece un poco difícil
saber quién está del lado de quién.
—Lilly, voy a cocinar unas salchichas. ¿Quieres algunas? Prepararé una
buena tetera para los dos. ¿No te gustaría? Anímate. ¿Sí?
—Odio la vida. Odio este país.
—No desesperes.
—No necesitas quedarte aquí y aguantarlos y ver cómo mueven la lengua, y
que se enteran en mi casa.
Sebastián salió del dormitorio. Puso la sartén negra sobre el gas. Cortó un
pedazo de grasa y lo derritió en el borde. Se desliza y desintegra. Aplica el cuchillo
sobre el pellejo de unión y la salchicha cae exactamente, chisporroteando en la grasa.
No sabe qué decir a esta Lilly. Podría explicarle que la vida es cuestión de
resistencia. Estuve diciendo lo mismo a demasiada gente. Tengo una estética. Diré a
la señorita Frías que se consiga una. Que la use para juzgar estas pequeñas
dificultades. Caramba, cómo se hincha esta salchicha. De allí sale un brote de sabor
que nos ahogará a todos, incluida la estética.
Sebastián se apartó de la sartén y fue al dormitorio. La señorita Frías de pie,
desnuda frente al espejo, y dijo oh cuando él entró. Cruza los brazos sobre los
pechos.
—Lilly, ya nos conocemos demasiado bien.
—Oh.
—Toma tu cepillo de dientes y te llevo a Londres.
—No puedo ir. Todos lo sabrían.
Sebastián regresó a la cocina. Sacudió la sartén. La salchicha se encoge y se
abre, y del costado brota el jugo. De ahora en adelante comida para uno. Debo beber
más té para calmar los nervios.
La señorita Frías entró en el saloncito cuando él estaba terminando el último
trozo de salchicha. Tenía puesta la pollera negra y el sweater gris y de sus orejas
colgaban unos pequeños corazones rojos. El corazón de Jesús.
—¿Pan, Lilly?
—Sí.
—¿Manteca?
—Gracias.
—¿Té?
—Por favor.
—¿Cuántos terrones de azúcar, Lilly?
—Cree que todo es muy fácil.
—Casi.
—No conoce a Irlanda.
—Lilly, conozco a Irlanda.
—Oh Dios mío. ¿Qué haré?
—Lilly, en el vestíbulo encontrarás la más fantástica colección de
correspondencia del mundo. La gente gasta muchas libras escribiéndome.
Contratando detectives para que me sigan los pasos en la ciudad de Dublín y los
alrededores. Apostando a niños en las esquinas para que me vigilen. Lilly, ya ves
que lo que hablen importa poco.
—Pero usted no quiere trabajar. La señora Dangerfield me dijo que faltaba a
todas sus clases.
—Ese no es el asunto. ¿Sabes, Lilly, que llegué a este país con el más amplio
guardarropa que se haya visto nunca en estas costas? Ahora está en poder del señor
Gleason, mi prestamista. Un hombre excelente, pero ahora de hecho tiene todas las
cosas materiales que yo no he poseído jamás, e incluso unas pocas que no eran mías.
Para mí la propiedad nada significa. Lo único que ahora deseo es paz. Solamente
paz. No quiero que me vigilen ni me sigan. No te preocupes de lo que digan. Debo
este embrollo a dos cosas. En primer lugar a mi suegro. Un simpático y anciano
caballero, almirante de la flota de Su Majestad. Y yo también soy hombre de mar.
Bien, me puso al mando del buque imaginario más fantástico. Doscientas cincuenta
libras. Las libras, Lilly. Las libras. Lilly, atención siempre a las libras. No digo que
sea todo, pero no las pierdas de vista. Y luego los médicos. Me atraparon. Uno tras
otro. Se acercan con la chaqueta blanca y esa cosa para oír los corazones y la ponen
exactamente sobre mi cartera. Tomaré otro sorbo de té.
La señorita Frías le pasó el té. Los ojos aureolados de rojo. En marcha al
trabajo. Cómo angostamos nuestros mandos. Los recogemos, los reducimos a
pequeños castillos de miedo. Tengo que salir a los prados. La señorita Frías debería
ir a la Costa de Oro. Meterse en ese plan de producción de maní que los buenos
británicos están realizando. En esa costa seguro consigue lo que quiere.
—Lilly, escríbeme, al American Express, Haymarket. ¿De acuerdo?
—No creo que debamos escribirnos.
—Anímate.
La señorita Frías mastica cuidadosamente su salchicha. Sebastián extiende
las manos y abre las pequeñas persianas floreadas. Allí está el jardín que ocupó un
lugar tan destacado en mis sueños. Todo mojado. El destartalado galpón de
herramientas. Creo que nunca lo he mirado siquiera. El prestamista se desmayaría
si llegase con rastrillos y palas. Le explicaría que la horticultura me aburre. Afuera.
Poner una mano sobre la fría tierra en una mañana como ésta sería un sufrimiento.
Ya es demasiado tarde para semillas o sembrados. El viento golpea sobre los
arbustos. Los laureles son excelentes cercos. Pasando el jardín veo el extremo
superior de las ventanas y la luz eléctrica. Qué frío. Me pregunto si alguien intentó
jamás empeñar una planta.
—Lilly, ¿puedes darme un cigarrillo?
Lilly extrae uno de su cajita de Woodbine y se lo pasa.
—Vamos, vamos Lilly, anímate.
Las lágrimas bajan por sus mejillas.
—Oh Lilly, no llores.
Un sollozo. Sebastián enciende el cigarrillo. La señorita Frías se estremece, y
la respiración entrecortada brota de su garganta. Se pone de pie. Sebastián se pone
de pie. Ella se aparta bruscamente.
—¿Qué pasa, Lilly?
La señorita Frías sale corriendo del cuarto. Golpea la puerta de su
dormitorio. Él espera, los ojos fijos en el borde de la chimenea. Mapas y una estatua
de madera con una cruz en el vientre. Se acerca al escritorio y levanta la tapa.
Cuelga de los goznes. Enfurecido arruiné este mueble y lo golpeé con el atizador.
Todo está arruinado. La puerta del frente golpea al cerrarse. Dios nos ampare.
Sebastián entra rápidamente en el vestíbulo y se acerca a la puerta. El portón del
frente chirría bajo la lluvia. Abre la puerta. La señorita Frías se aleja corriendo.
Querida Lilly. Bajo los escalones y miro desde el portón. En todo esto hay algo
histórico. Una hermosa pierna de la señorita Frías. Qué pensarán los vecinos. Oigo
las cortinas retorciéndose. Corre por la calle con las lágrimas brotándole y la suave
lluvia humedeciendo sus cabellos. Luego da vuelta la esquina. Es una mujer ágil. Y
yo estoy aquí de pie usando su blusa.
Sebastián retornó lentamente a la casa silenciosa. Se detiene en la puerta
para mirar las cartas desparramadas en el suelo. Las recoge. Veintitrés. Quién lo
creería. Escritura mezquina, de usurero. Todos y cada uno podridos. No pueden
evitarlo. En absoluto. Tienen que ganarse la vida. Los clisés son lo único que
importa en estos tiempos. No quiero heredar la tierra. Lo único que deseo es mi
pequeño establo lleno de paja. Quizá Lilly se trastornó porque me comí la salchicha
más grande. No puedo evitarlo. El té no me importa, siempre se puede preparar
más. Y es casi todo agua y por eso me parece barato. Pero la carne. Dios. La sangre
saca a flote lo peor de mí. En estos sobres hay estampillas por unos cinco chelines.
Empresas venid a mí. Y a cada una le daré un sello en el trasero. Incluso en la
angustia de la indiscreción, la locura, la lascivia y la lasitud siempre sentí que los
negocios eran para mí y yo para ellos. Incluso he practicado juegos de manos y me
he mirado los dientes en el espejo para divertirme en la oficina cuando estaba solo.
También tengo algunos malos hábitos. Oh, yo diría que tengo preparados mis
trucos. Por favor, asciéndanme.
De pie en el vestíbulo, las cartas al costado. Sebastián rígido, en posición de
atención. Una media vuelta. Y otra. Estoy de guardia. Las imágenes sobre las
paredes se estremecen. Y él marcha hacia el saloncito. Se acerca al escritorio y
arranca la tapa destruida. Será el último gemido de esos goznes. Recoge las tarjetas
de visita. Sebastián Balfe Dangerfield. Me hicieron pasar por muchas puertas. Quizá
para salir discretamente por el fondo. Y en esta larga hoja que veo aquí hay una lista.
Deudas. Debo a todo el mundo. Incluso a los esquimales. Pero. Y eso es lo principal.
He mantenido la dignidad. Dignidad en la deuda. Un manual para los que
empiezan. Deudor en muerte.
Sebastián recogió una bolsa de cartón del garaje. Caminó por la cocina
llenándola. Loza fina. Diré al señor Gleason que estos cubiertos pertenecen a la
familia. Y una tetera y un bol. La bolsa se está rompiendo a los costados. La codicia
me lleva por mal camino. Tengo que contarme el cuento de los hombres del Oeste
en la barca, la llenaron con tanto botín que se hundieron todos. Miserables
comepapas.
En el cuarto de baño. Envolvió el jabón de la señorita Frías en el tipo de
papel encerado que es la especialidad de los norteamericanos. Nadie nos gana
cuando se trata de envolver algo. Lo ató con una hermosa cinta. Aquí están las
medias de nylon de la señorita Frías. Dios mío, soy casi un ladrón. Pobre Lilly, pero
hay que comprender que este terrible aprieto me obliga a llevarlas. Treinta chelines
con un buen prestamista londinense. No quiero cargarme demasiado, quizá tenga
que andar rápido. La velocidad es esencial cuando a uno lo sorprenden en la calle.
Te lo devolveré con amor e intereses, Lilly. Y ahora a tu dormitorio. Bastante
desordenado. Si tuviese más tiempo. Podría usar estas cortinas para envolver todo.
Mejor miro debajo de los muebles. Los levanto. Y esta carpetita de la cómoda no
vendrá mal para hacer futuros pañuelos.
Sebastián vuelve al saloncito. Revisa las cartas. Una de las dueñas de la casa.
Estimado señor Dangerfield:
Esperamos que todo sea satisfactorio, pero nos gustaría recordarle que está
considerablemente atrasado…
Lo arreglo con una notita.
Estimadas señoritas Burton:
Afronto la obligación de realizar un largo viaje de negocios a Tánger. He
adoptado todas las precauciones posibles al cerrar la casa, hice venir un hombre de
Cavandish para que lustrase y tapase todos los muebles excepto la mesa del
vestíbulo, y un operario de un conocido herrero para que verificase las cerraduras
de las puertas y las ventanas.
Sé que deben estar un poco inquietas por el jardín y seguramente les
alegrará saber que me he puesto en contacto con el Departamento de Agricultura
para que tomen muestras del suelo de modo que yo pueda prepararlo bien en vista
de la siembra de primavera. Tan pronto me llegue el informe adoptaré medidas con
el fin de corregir los defectos del jardín.
Comprendo que deben estar un tanto preocupadas acerca del alquiler
pendiente, pero tan pronto regrese de Marruecos les enviaré un giro por intermedio
de mi banco para poner el alquiler al día.
Últimamente el tiempo ha sido bastante lamentable, pero quizá por eso
mismo la primavera sea aún más grata. Tanto la señora Dangerfield, que ahora está
descansando en Escocia, como yo les enviamos nuestros mejores saludos y
deseamos vivamente que llegue el momento de invitarlas a tomar el té.
Suyo sinceramente,
SEBASTIÁN BALFE DANGERFIELD
Pasó la lengua sobre la goma rancia y cerró el sobre. Les daré satisfacción,
aunque sea ilusoria. Creo que podría decirse que he realizado cierto trabajo de
pulimento. Fuera de los muebles.
Recoge el resto de las cartas y forma una pila. Sebastián las desgarra por el
medio y las deposita con aire reverente sobre un diario apelotonado, en la chimenea.
Los fósforos son una de las cosas que aún poseo, además de mi vida. Adiós a las
cartas.
Una última recorrida por la casa. El dormitorio de Marion. Inspecciona las
cortinas, escarba en los rincones, apaga todas las luces. Hay tres libros de la
biblioteca. Vencidos por toda la eternidad. Dios, qué solitario está. Y el dormitorio
de la nena. Papi, mami dice que eres un grosero. Vamos, nena, no hables así a papi.
Papi es un buen papi. Un hombre grande y bueno. Mami dice que empeñaste todos
los platos y el cochecito. Tonterías, nena, papi es un hombre grande y bueno. Oh,
podría ser peor. Peor que eso.
Cerró las puertas a medida que pasaba. Permaneció en el vestíbulo para
mirar la imagen de un hombre barbado. Sin duda un buen mozo, pero debo dejarlo.
Ahora ha llegado el momento, cerrar con llave la puerta principal.
Al volverse oyó el ruido del portoncito. Se deslizó ágilmente en el
dormitorio de la señorita Frías. Por el atisbadero, usando un sombrero negro, cuello
blanco almidonado, camisa de rayas azules y corbata marrón, Egbert Skully. El
sombrero parece un poco húmedo. La lluvia le cae a popa y a proa. Un hombre de
sombrero negro y zapatos negros. Negro por los medios privados y yo no tengo
ninguno. Muy bien. Todos en acción. Abandonen el barco.
Por el agujero Sebastián vio que Skully volvía a descender los escalones en
actitud suspicaz, levantaba la vista hacia el techo de tejas verdes y volvía a subir
silenciosamente. Inclinándose, el señor Skully frotó la ventana escarchada con la
manga para mirar adentro, pero la escarcha se mantuvo. Volvió a bajar los
escalones, deteniéndose para acercar la cara al cuarto de Sebastián y Marion.
Gracias a Dios que las ventanas están cerradas. Skully se dirigirá a la puerta del
fondo y querrá mirar en la cocina. Es terrible. Skully, a pesar de su predilección por
el oro creo que usted debe venir del fondo de la categoría más baja. Si salgo
disparado por la puerta del frente me verá antes de que llegue al final de la calle.
Sin duda me echará encima a la policía. Debo pensar rápidamente, con furia. Me
pongo el impermeable y me ato un pañuelo alrededor de la garganta. Me preparo
para estar preparado. Este no es un piano preparado. Recuerdo la carta y debo salir
a toda costa con este paquete. Eh, Skully golpea en la ventana del saloncito. Maldito,
seguramente viste grasa caliente en los platos. Quiere sorprenderme en la cama.
Gran Dios. El humo de las cartas quemadas. Levanta los ojos hacia el techo. El
astuto usurero olió uno de sus propios sobres baratos quemándose. Queda una
esperanza. Una vía de escape.
Sebastián se ajustó los cordones de los zapatos. Realizó una última
inspección del sobre dirigido a él mismo donde estaba su dinero. Esperó. Nuevos
golpes en la ventana del saloncito. Esperó otra vez. Skully prueba la puerta del
fondo. Las medidas de seguridad estaban dando sus frutos. Ahora era el momento.
Todos en acción. Bajen los botes.
Sebastián abrió la puerta del frente, esperó un instante y luego la cerró de
golpe con un fuerte empujón. Toda la casa tembló. Se mantuvo absolutamente
inmóvil en el vestíbulo. Oyó los pies de Skully corriendo alrededor de la casa. Se
detuvieron. Luego el crujido del portoncito. Eso era.
Sebastián volvió sobre sus pasos y entró en el saloncito, recogió la bolsa y
cerró las cortinas. Skully regresará desde el final de la manzana y creerá que ya lo
tiene a Sebastián, la bestia más astuta, Dangerfield, atrapado. Nada de eso, Egbert.
Ciertamente no. Abre silenciosamente la puerta, la cierra con llave. Tranquilo,
corazón, guarda tus latidos para después y deja de brincar en mi pecho. Atraviesa el
jardín y sube al techo del gallinero. Arriba, balanceándose, el ruido de algo que se
quiebra. La madera podrida cede bajo sus pies. Se aferra con las dos manos al
reborde de la pared. La bolsa de papel se deshace. Los dientes compasivos de Dios,
he perdido un botín. Control. Avance a toda máquina. Por encima de esa pared.
Estrépito de vidrios cuando sus pies atraviesan un panel del armazón. Por Dios,
Jesús retorcido. Mira el fondo de la casa en busca de ojos. Uf, una mujer mirándome
desde la ventana. ¿Qué hacer? Sonreír, por Dios, sonreír a toda costa. Hay que salir
del aprieto sonriendo. Ella está mortalmente aterrorizada. Bien puede ocurrir que
venga y vuelque mi botecito salvavidas o se me venga con escobas o me tire
ladrillos. Le grito.
—Disculpe, esta noche hay luna llena. Quiero decir que estoy loco, mi
esposa sufrió un accidente.
Corrió entre las casas y atravesó el maloliente jardín del frente y el cantero y
con un salto ligeramente mal calculado salvó la verja de lanzas de hierro. Me
dominó el temor de Dios; las verjas de lanzas y las pelotas no combinan bien. Cayó
de rodillas e inició una veloz carrera calle abajo. Por favor Skully no estés esperando
detrás de uno de estos arbustos o muros porque mi corazón no lo soportará y los
viejos pulmones están saliéndome por la boca. Lástima que perdí mi bien ganada
rapiña. Egbert nunca sospechará que lo arreglé así. Esperará semanas fuera de la
casa, aguardando el momento en que yo agite la bandera blanca entre las cortinas.
Y yo
no lo haré.
24
Dangerfield elevó la llama del gas y se frotó las manos a las tres de esa tarde
gris del viernes. Extrajo una botella de gin de la bolsa del arrugado canguro. Desde
la cama la voz dolorida de MacDoon.
—Danger, en el nombre auténtico de Dios, ¿qué tienes ahí?
—E. Nada más que e. Agua bendita. Una pequeña y pronta bendición para
todos. Parnell, despierta. Arriba de una vez. MacDoon por Dios mira si está muerto.
No quiero que el cuarto apeste a cadáver.
Parnell envuelto en vendas, asoma la cara debajo de las mantas y la hunde
otra vez.
—Danger, ven aquí con eso.
—Oh, la guardé con mucho cuidado durante la pelea. El saqueo es parte de
la batalla. Sigues pensado MacDoon que comienza una época de abundancia.
Piénsalo ahora. Y que de allá lejos los pájaros motorizados están trayéndome
huevos. Grandes. Grandes. Nada como el país de los ricos muy ricos.
—Danger. Escúchame. Quiero que sepas que tus amigos no te abandonarán
durante la postura del huevo. Nadie dirá que te han abandonado en la hora de la
riqueza.
—Mac, creo que un poco de Argelia viene bien como descanso, hemos
destruido la ciudad de Londres con un golpe poderoso.
—Sin embargo, te diría que en alguna parte se inició un contraataque.
—En efecto. Mac, uno de estos días te contaré cómo me uní a la Legión de
María. Las cosas de la lucha interior. Intestinales y otras. Pero hay que
recomponerse. Primero, un poquito de la manteca de maní de Parnell. Nada como
la manteca de maní. Sin duda, he realizado el rápido viaje al prestamista con el
cochecito chirriante. He tenido orgullo. No lo creerías Mac pero hubo tiempos en
que no hubiera descendido al cochecito engrasado o no. O a vivir de las ganancias
de una mujer. Pero pese a todo esto, los efectos de las granadas, las idas y las
venidas e incluso los ardides sin importancia de Egbert Skully, he sobrevivido
manteniendo intacta parte del hombre interior. Adelante absurdos soldados de
Cristo. Llámenme mayor Dangerfield.
—Mayor pásame la botella.
—Y Mac, sólo una vez. Mira, sólo una vez he sufrido la ignominia. Admitiré
todo lo demás pero no la igno.
—Danger, no se diga una palabra más que arruine o enturbie la belleza que
has traído a este cuarto. Dame la botella.
—Parnell. Sal de la cama. Debo formular un pedido. Tendrías ahora una
camisa limpia en vista de una cita urgente a las cinco a la que debo presentarme sin
señales de sangre o de combate.
—En el guardarropa, la camisa de las grandes ocasiones.
—Exactamente.
—Detrás de la puerta. La única cosa digna que poseo en estos tiempos.
—Oh bella camisa. El corte es todo. Llegará el día, Parnell, en que oigamos
hablar de esta maravilla. B. Berry sostiene que tres años en Borstal equivalen a
cuatro en Harrow. ¿Qué tienen estas cárceles británicas?
—En diez años se pierden algunas ventajas.
—Me inclino a creer que es demasiado tiempo incluso pata el doctorado. Oh,
una camisa bastante fina. ¿Qué aspecto tengo? Creo que me va bien. Ahora, algo
bajo las axilas. Necesito ponerme algo en las axilas. Nada de olor corporal.
—Danger, puedes salir al vestíbulo y meterte en la segunda puerta a la
izquierda. El dormitorio de la dueña de casa. Quizá haya algo para las axilas.
Dangerfield regresa.
—Muy agradable. Siempre me gustó la fragancia en contraposición a lo
infragante.
MacDoon postrado en el lecho.
—Danger, ¿veo una mujer de labios manchados de fresas, cabellos de
cuervo y dientes altivos? ¿Veo eso?
—Caballeros, a su debido tiempo. A su debido tiempo habrá un anuncio.
Salió a la fría media luz de esta calle con el parque triangular. En esa calle
agradable Parnell tenía un bonito cuarto. Bueno, cualquiera de estas casas me
vendría bien. Mary lava las ventanas y barre el sendero y me prepara la vieja avena
por las mañanas. Importo salchichas de la calle Pembroke, en Dublín. Está
prendada de mí. Me cree. Y si hay una cosa que vale la pena, es la fe. Incluso
soportaría la igno por fe. Y sea lo que fuere, tengo que compensarla. Sé que me
creen insensible porque no lloré ante la muerte. Pero no es así. Ocurre sencillamente
que no puedo hacer nada. Bueno Marion. Ahora lo sabes pero te apresuraste. Es el
defecto de la gente, se apresura. No espera, lo ven caído a uno y creen que ahí se
quedará, incluso son capaces de clavarle el talón. Pero qué diablos, como yo dije, no
tengo resentimiento. Mi corazón ahora está limpio. Marion lo comprobará muy
pronto. Una notita al abogado y quizá veremos unas pocas inversiones aquí y allí.
Reducidas y prudentes al principio.
Desciende al metropolitano. De pie en la plataforma con unas pocas
personas de la tarde que van a algún sitio. El tren vítreo y pulido se detiene
suavemente. Entra y se aleja. Me dicen que, no importa lo que haga en este
fantástico metropolitano, me mantenga apartado de la Línea del Círculo.
Caminando a lo largo de los túneles barridos por el viento. Arriba y fuera de
esta dilatada estación. Colmillos. ¿Dónde está ella? Llego tarde. Plataforma siete.
Buscar un rostro irlandés. No puedo haber olvidado su aspecto. Me advertirá en
cualquier lado, porque por atrás tengo un aire Victoriano. Debo recibirla con
alegría.
Con un abrigo negro baja tímidamente por la plataforma, arrastrando una
gran valija de cuero, mordiéndose los labios.
—Hola, Mary.
—Hola, pensé que no vendrías.
—De ningún modo. Dios mío, has adelgazado. ¿Estuviste enferma?
—Me siento bien. Pero estuve enferma un tiempo.
—Dame la valija. Caray, ¿qué traes aquí? ¿Piedras?
—Algunas cosas para cocinar, y unos platos. Y parte de una máquina de
coser. ¿Te molesta?
—Excelente. De ningún modo. Ya veremos. Creo que son las cosas que
deseamos en estos tiempos. En fin, salgamos de aquí.
Dangerfield la lleva fuera de la estación. Una breve recorrida para ver el
edificio. Tome una gira con Danger. Vea eso, y las grandes columnas. Qué
arquitectura.
—¿Qué te parece, Mary? ¿Qué me dices?
—No sé qué decir. Supongo que es bonito.
—El tamaño Mary, el tamaño. Y los que lo pagaron. Pero ahora nos vamos a
un lindo restaurante.
—Traje veinte libras.
—Caramba.
En el salón tibio con mesas a lo largo de la pared. Dangerfield dijo al mozo
que trajera cierta cosa del château y un pollo y también un cigarro.
—Sebastián, ¿no es muy caro?
—Ji, bah.
—¿De qué te ríes?
—Porque la palabra caro ya no pertenece a mi vocabulario. Ya no la uso.
Creo que eso puedo asegurarlo.
—¿Por qué?
—Después, Mary. Después hablaremos de eso.
—Bien, dime qué estuviste haciendo. Estás más delgado. Y la ropa no me
viene bien, y tuve que reformar este viejo vestido negro. Cuando estuve enferma
me sentía muy preocupada porque no escribías.
—Dame la mano Mary.
—Es un lindo lugar. Me alegro de haberme ido de Dublín.
—Muchos lo dicen.
—Cuando me enfermé y le dije que no pensaba seguir ocupándome de él, se
curó bastante pronto.
—¿Y qué dijo de Londres?
—Me amenazó con la policía. Pero le dije que se fuera al diablo y que si
volvía a ponerme la mano encima yo iría a la policía.
—¿Y qué dijo?
—Que me enviaría al cura. Yo estaba harta. Le dije que su propia alma
estaba tapada por mentiras. Y que los chicos estaban bien lejos de allí, porque ya no
tenían que escucharlo. Demasiado tiempo se había salido con la suya. Me contestó
que era un viejo y ya no le quedaba mucho tiempo y no debía dejarlo solo. Y yo le
dije ahora quieres que me quede. Yo que anduve con hombres. Y entonces explicó
que su corazón estaba dando los últimos latidos y me pidió que llamase al cura
antes de marcharme.
—Oh, no hay que ser demasiado crueles con él. Pobre hombre. Quizá el
único consuelo que busca es envenenar al Papa.
—Me alegro de que sufra. Y de haber dejado todo eso. El Tolka era lo único
que me daba placer. Caminar por el Parque Fénix hasta Chapleizod y la calle Lucan.
Y pasar por Sarsfield. Es tan lindo caminar por la orilla del río entre los árboles.
Cuando estaba ahí solía recordarte. No te rías, lo digo en serio.
El olor del vino y la suave carne de pollo. El mozo que traía repollitos y
papas al horno. Uiii. Si no fuera por mis viajes en tranvía a través del sueño cuando
descendía en las paradas de la desesperación y tenía que salir de la cama tibia para
prepararme una taza de leche con miel y me sentaba en la bamboleante silla de la
cocina. Oh esa cosa llamada alimento. O como solía decir Malarkey. Dios, Sebastián,
si llegase a tener dinero reuniría a todos los amigos en mi casa de campo y nos
sentaríamos a una mesa de una milla irlandesa de largo con los puños grasientos de
lonjas de carne de vaca y pavo y nuestras mujeres viniendo del fuego y gimiendo
bajo el peso de las fresas silvestres y las aves arrancadas al cielo, y por diversión
golpeábamos las cabezas de los toros y poníamos patas arriba todo el campo para
plantarlo, y Jesús, le metíamos medio metro de caca de pollo y algas podridas, y
luego diez toneladas de duraznos descompuestos. Oh, acaso oíste hablar jamás de
la avena. O las papas que te encienden deseos paganos por el resto de tu vida. Mary
déjame un poco de pollo.
Allí cerca están sentadas tres secretarias. Y dos hombres calvos. Creo que
esto me gusta. Es más saludable que la taberna. Oh, puedo renunciar a la taberna. Y
limitarme al cigarro, las chinelas y la máquina de coser.
—Mary, ¿me disculpas mientras hago un llamado telefónico?
—Sí.
Ahora mi dueña de casa, mi estimada señora Ritzincheck, muestre su gran
corazón. Abandone la absurda cautela y la reserva que estos ingleses creen tan
extraordinarias.
—Hola, ¿la señora Ritzincheck?
—Sí.
—Señora Ritzincheck habla el señor Dangerfield. Estoy en una situación un
tanto difícil. Mi novia acaba de llegar a Londres. Naturalmente sé que éste es un
pedido inesperado y un tanto fuera de lo común, pero no dudo que usted
comprenderá y me pregunto si a usted le molestaría muchísimo que yo compartiese
con ella mi habitación. Es una muchacha excelente.
—Bueno, señor Dangerfield, eso está contra las normas de la casa. Todos los
caballeros vendrán a pedir que les permita tener una dama en su cuarto por la
noche. Lo siento.
—Bueno, bueno, sé que es mucho pedir, pero pensé que debía ser sincero
con usted puesto que se ha mostrado tan honesta conmigo. Pero le aseguro que
todo se realizará con el mayor decoro y quizá usted pueda explicar la situación. Mi
esposa, usted comprende. Bueno, faltan pocas semanas para el día. Tenemos tantos
deseos de estar juntos. Y estuvimos separados y ahora vino de Irlanda. Y, señora de
Ritzincheck, nunca me atrevería a hacerle este pedido si no creyera que usted es una
mujer de mucha sensibilidad y gran experiencia.
—Bueno, señor Dangerfield, sin duda usted tiene un modo de decir las cosas,
y si no molestan, y recuerde, si aparece una mujer distinta todas las noches esto se
termina.
—No sabe cómo se lo agradezco, señora Ritzincheck. No tiene idea.
—Por cierto que tengo idea.
—Excelente. Nuevamente gracias. Llegaremos dentro de un rato.
Dangerfield austeramente en la caja diciendo por supuesto cuando le
dijeron esperamos que vuelva por aquí señor. Y un exquisito movimiento giratorio
guiando a Mary delante de él mismo. Un taxi se acerca al cordón de la vereda. Mary
le sostiene la mano mientras el taxi vuelve a la estación, en busca de la valija; y ella
mira por la ventanilla las calles atestadas. Que me entierren en suelo neutral. Quizá
en Austria con sencillez y colores y rostros desvaídos. Mis hijos alrededor. Deseo
que mis últimos momentos posean cierta dignidad. Mary acércate. No me temas
porque estoy perfectamente.
La señora Ritzincheck sonrió en la puerta y se secó las manos con el delantal.
Siempre digo que hay que ser francos si se puede.
Suben las escaleras, y finalmente entran en el cuartito. Mary se sienta en la
cama. Sebastián deposita la valija en el piso.
—Bueno Mary aquí estamos.
—Me gusta. Es lindo mirar desde esta altura. Me gusta Londres, todo es tan
excitante. Tanta gente de aspecto interesante.
—En efecto.
—Y tantas cosas extrañas que no hay en Dublín. Todos esos negros y
egipcios. Algunos son terriblemente apuestos y tienen dientes tan blancos.
—Mary muéstrame la máquina de coser.
—Bésame.
—La máquina, Mary. La máquina.
—Bésame.
Mary sobre él con brazos y piernas. Hacia la cama. Abajo. Por favor. Ya
sabes lo que siento con el ataque directo. Qué lengua. Lo único que deseaba era
mirar la máquina.
Afuera ha caído la noche. Y todos corren las cortinas. Y van a sentarse en sus
sillas. Mary por lo menos déjame hacer una rápida visita al baño.
—Quiero que nos bañemos juntos, Sebastián.
—Pero no debemos dar un ejemplo carnal a los demás huéspedes.
En la bañera ella dijo que el agua era terrible y no hacía espuma y parecía
gris y sucia y cualquiera podía pensar que ella jamás se lavaba. Le sonrió desde la
bañera. Lo atrajo hacia ella para besarlo otra vez. Los pies de Dangerfield
resbalaron en el piso jabonoso. Cuidado, por Dios, me caigo. El estruendo del agua
al desbordar. La señora Ritzincheck pensará que estamos festejando con martillos y
tambores, colgados de los candelabros y los diferentes artefactos del baño. Y eso
provoca celos. Todos querrán hacer lo mismo.
—Sebastián, qué aspecto tienes.
—Tranquilízate, Mary.
—Quítate la ropa, quiero ver cómo eres.
—Mary, por favor.
—No tienes pecho.
—Un minuto. Mira esto. Aquí. ¿Ves?
—Qué divertido.
—¿Cómo?
—Pero eres delgado.
—Bueno, Mary, mírame de atrás. Tendrás una idea del ancho de mis
hombros. Engaño un poco.
—Reconozco que es ancho.
—En cambio, Mary, tú tienes un pecho notable.
—Pero no debes mirar, sé que son muy grandes.
—De ningún modo.
—Pero son más pequeños que antes.
Dangerfield se mete en la bañera. Tengo que controlarme. Mantenerlo
dormido. Mary no se detendrá en nada. Alguien viene rompe la puerta y nos
sorprende en la bañera.
—Sebastián, te veo raro con esta luz.
—No me agarres, me ahogaré.
—¿No es una muerte terrible?
—Oh, no sé, Mary. Entre las olas, con los barcos en el mar.
—Frótame con el jabón.
—Melones, Mary.
—No digas eso. Llévame al mar.
—Iremos a vivir a la costa.
—Y yo pasearé desnuda por la playa.
—Caramba, Mary. Ya veremos.
—Leí de esos pintores franceses, individuos terribles, dibujaban sin ropa y
seguramente sería lindo posar para ellos.
—Mary, has cambiado.
—Ya lo sé.
—Mary, me gustas.
—¿En serio?
—Sí. Frótame aquí, Mary.
—Cómo tienes la espalda.
—Necesito que tu mano me frote. Hacía años que no me sentía tan bien.
—Me alegro, y me alegro de besarte la espalda y tirarte del pelo. Solía tirar
de los cabellos de mis hermanitos en la bañera. Tienes un pelo lindo y suave. Casi
sedoso. Es mejor ser hombre, ¿no es cierto?
—Mary, no conozco la respuesta a esa pregunta.
—Tengo algunos encajes y adornos, y los usaré para ti.
De pie sobre el linóleo en un charco de agua. La pequeña y morena Mary se
arregla sobre la nuca un rodete de anchos rizos negros y se arrolla una toalla. El
rostro sonrojado. Se inclina y seca los charcos. Fuera de la ventana y sobre las vías,
los trenes del metropolitano entran y salen. Largas plataformas grises. En puntas de
pie atraviesan el vestíbulo oscuro y se detienen frente a la estufa eléctrica. Los pies
ágiles de Mary.
—Hace frío. ¿Nunca hay nadie en el vestíbulo?
—Londres, Mary. Nunca te preocupes de esas cosas. Aquí se ve de todo.
—Me imagino.
Sebastián extendido sobre el cubrecama verde mirando a Mary desnuda que
se cepilla los largos cabellos.
—Mary, hermoso cuerpo.
—¿Te gusto?
—Ni todo el ejército de los santos podría mantenerme lejos de ti.
—Eres terrible. Te diré algo si me prometes no reírte.
—Por Dios, Mary, dilo. Dilo de una vez. Sea lo que fuere, no te lo guardes.
Tengo que saberlo.
—Podrías creer que soy una persona rara.
—Vamos, de ningún modo.
—Solía practicar desnudándome en mi cuarto frente al espejo, para que no
me importase cuando estuviera contigo en Londres. Y me imaginaba que estabas
mirando y que yo me movía así. ¿Te parece que estoy loca?
—No.
—¿Conociste a muchas mujeres?
—No diría que fueron muchas.
—¿Y cómo estaban?
—Desnudas.
—No. Dime. ¿Cómo me ves, comparada con ellas?
—Un lindo cuerpo.
—¿Y se ponían frente a ti?
—A veces.
—¿Cómo se ponían frente a ti?
—No recuerdo.
—¿Daban vueltas como las modelos, mostrando lo mejor o algo así?
—Por Dios, Mary.
—¿Lo hacían?
—En cierto modo.
—No creerás que soy demasiado atrevida. Pensé que eras un tipo raro
cuando me dijiste todas esas cosas extrañas en la fiesta, pero cuando las recordé en
mis paseos y me acostumbré, dejé de pensar que eras raro. Solía pensar en ti en el
Jardín Botánico. En esa casa grande con tantos árboles y enredaderas, era como una
jungla. Y donde están las lilas flotando en el gran estanque. Son tan extrañas. A
veces sentía ganas de tirarme. Pero tenía la sensación de que en el fondo había cosas
que podían morderme los pies. Lo hubiera hecho por divertirme si el hombre no me
hubiese mirado.
Mary se sienta en el borde de la cama. Me recuesto, mirándola. Los tienes
muy grandes. Los usaré como almohadas. Soy el cálido pasaje a la eternidad
avanzando sobre rieles fundidos en todas direcciones. Hacia Kerry y Caherciveen.
Por un dólar bailo la danza del perro y ya sabes cómo soy cuando estoy en eso. Muy
bien, los que tienen un dólar, formen una línea y miren, y desde Cincinnati, Ohio,
pueden pasar al frente.
—Sebastián, es tan lindo y tibio y grato sentir tu cuerpo y pensé que no
aparecerías en la estación. Que todo era un sueño y que jamás te encontraría. Tantos
días tuve que perder en esa condenada casa y podríamos haber estado como ahora.
¿Te parece que tengo curvas?
—Eres mi circulito.
—Pellízcame más fuerte.
—Dime gorila.
—Gorila.
—Ahora, unos buenos golpes en el pecho. Uf. No estoy tan bien como creía.
—Hazme el amor. Y quiero hijos porque a ti te gustarán. Y puedo conseguir
empleo. Cierta vez gané un premio en el teatro. Quiero frotarte mis cosas en el
pecho. ¿No es cierto que a todos los hombres les gusta?
—Me encanta.
—Y solía pensar que podía alimentarte con ellos. ¿Comerías de mí?
—Santo Dios, Mary.
—Oh, no puedo decirte estas cosas.
—Dímelas. Es sólo una broma. Comeré de ti.
—Creo que hablo así porque eres delgado. Lo necesito. ¿Eso es malo? Y esa
noche lo deseaba muchísimo.
—A veces es difícil conseguirlo.
—Pero tú me darás todo lo que yo deseo.
—Haré lo que pueda, Mary.
—Leí que una puede sentarse encima.
—Es cierto.
—Y por atrás.
—También es cierto.
—Estoy tan excitada.
Quizás incluso en alguna parte hay alguien que lo recibe por todos los
costados. Redonda Mary. Quizá soy un poco más joven que Cristo cuando lo
clavaron, pero de todos modos ya me forzaron unas cuantas veces. Y, Mary, tú me
has clavado a la cama. Con tu lascivia. Aferrado. Y retorciéndote con los ojos
encendidos de oscuro fuego. MacDoon forjando reliquias para la Santa Iglesia de
Roma. Y otros vestidos de cura en el norte de Dublín, palmeando rostros de
querubes y bendiciendo a los niños que salen por las puertas de la escuela y luego
murmurando una proposición indecente a la monja que los escolta. ¿Por qué mi
corazón se muere? ¿Por todos mis pequeños Dangerfield que brotan de los úteros
de todo el globo? Volveré a Irlanda con los bolsillos llenos de oro. Irrumpiré por las
ventanas de Skully con montones de oro. Y Malarkey puede instalar un tren de su
túnel a la taberna. Mary, ¿cómo es? ¿Notable y muy grato y siempre estaremos
juntos? Por favor. Y nunca saldrás con otros o se lo harás a ellos y yo cuidaré la casa
y la cocina para ti y cortaré camisas y zurciré medias y te haré feliz. Y Mary, ¿qué
hay de otros hombres? No hay otros hombres porque mi corazón está contigo. Y si
no te ríes te diré lo que pienso. No me reiré. Creo que Dios hizo un bonito
instrumento para que lo gocemos las pobrecitas como yo.
28
Llegada a casa de MacDoon. Hola, hola, hola. Mac de pie con los brazos
abiertos. Recibiendo. En este limbo. Por el reposo de las almas empeñadas. Y
Clocklan, cómo te enriqueciste así. ¿Ganancias de mujer? ¿O vuelo nocturno o cien
a ganador? Adelante todos.
—Cuéntanos Percy.
—Pago mis impuestos al Rey y yo, de sangre azul irlandesa, hablando con
tipos como ustedes. Antes de haber acabado tendré mi propia milicia que aparte de
mi camino a todos ustedes, piojosos irlandeses. Y Dangerfield, quítate esos harapos
mugrientos. Fuera. Y ponte algo decente sobre el lomo. Aquí está mi dirección.
Toma un taxi hasta mi casa, y no me empeñes cosas y te pones uno de mis trajes
para que la gente no crea que somos todos vagabundos la noche sagrada antes del
nacimiento del más grande de todos los irlandeses. Seguro, por cierto que no era
judío.
Dangerfield en la calle Brompton, haciendo señas y un taxi que se detiene. A
Tooting Bec. Dicen que es grande por los hospitales para enfermos mentales. Del
otro lado del Támesis. Preservativos flotando en dirección al mar. Deberían
rematarlos en Dublín. Los nativos se enloquecerían por conseguirlos. Hay que
decirles que son medias impermeables y que pueden colgarlas a secar. A Mary no le
gusta que se interpongan. Y ahora sube a escena y se expone al tipo más grosero de
inmoralidad.
Atravesando todas estas extrañas calles suburbanas. Allá en una torre de
reloj como una luna absurda. Y arriba hacia esta campana que resplandece en la
sombra. El rostro de una joven diciendo el señor Clocklan me telefoneó para decir
que usted venía y que le mostrase su habitación. Atraviesa la casa sórdida y oscura.
Bastones en abundancia y sombreros. Joven, usted viene de Irlanda. Y usted es el
señor Dangerfield. Oh el señor Clocklan me habló mucho de usted. Pero no creo
todo lo que dice de Irlanda, nunca vi nada de lo que según dice ocurre. Oh tenga la
seguridad de que es así.
La sigue por la escalera oscura. Un extraño cuadro de montañas en la pared.
En el dormitorio una cama rosada y un escritorio cubierto de diarios y la imagen de
un rostro salvaje. Y ella dice el señor Clocklan es gran coleccionista de arte pero esas
cosas nada significan para mí. Y afirma me gusta saber lo que miro. ¿Y usted sabría
lo que es esto si yo se lo mostrara?
En el guardarropa Dangerfield elige un traje de tweed con pintas negras. Y
tengo tan buen aspecto con esta primera camisa blanca desde cuando. Y me ajusto
esta bonita corbata verde. Medias y zapatos. Un bastón del vestíbulo. Y un pedazo
de papel en el sombrero para que ajuste bien. Ahora adiós usted es una chica
encantadora. Fue un placer conocerlo, señor.
Bajo los escalones de piedra parda y esta transformación seguramente
confunde al chofer del taxi. Perdóneme que se lo diga señor pero usted no parece el
hombre que entró. No lo soy excepto por la ropa interior. Ahora rápido de regreso a
la ciudad. Y me parece que directo a Plaza Trafalgar para echarle una ojeada al
árbol.
Y mira los haces brillantes. Oh son agradables. Vengo de tantos cuartos
ensombrecidos. Y Piccadilly. Chofer. ¿Me oye? Dé la vuelta a la plaza. Oh, ahora
siento que soy parte de ella, las sonrisas y los cantos. Mírenlos allí. Nada me parece
suficiente. Y necesito más. Sé que las tabernas están colmadas.
El coche acelera entrando y saliendo de las calles. Pasa frente a altos
edificios de oficinas y distingo algunas callejuelas y digo chofer pase rápido por allí
para ver si hay actos de locura o infracciones a la moral en los portales oscuros. Y
vea esa puerta allí. Deténgase, y entremos a tomar un brandy. Y ahora entro y les
telefoneo desde esa fantasiosa cabina.
—¿Eres tú Mac?
—No es Cromwell ni su madre. Aquí tienes una carta.
—Rómpela.
—De O’Keefe.
—Gracias a Dios.
—¿Por qué tardas Danger? Según los informes estás forrado de billetes y
como te dije muchas veces… ahora no te abandonaré. Y hablando de dinero, esta
noche tenemos a muchos norteamericanos, y seguro que se alegrarán de encontrar a
un hermano en tierra extranjera.
—Magnífico. Lo necesito. La tierra escupiendo ubres de oro. Clocklan me
ayudó mucho.
—Acabo de cablegrafiar al Papa pidiéndole que lo canonice tan pronto su
corazón equivoque un latido. Y, Danger, te compré un riñón, un excelente riñón de
vaca, y lo meché con ajo. Ahora trae aquí tu boca para que no tenga que regalarlo a
las bocas de estas criaturas hambrientas. Se lo pasan mirando la sangre por encima
de mi hombro. Lo estoy friendo con mi mejor grasa de tocino y como sabes, es
difícil conseguir la grasa. ¿Me parece que ya hablamos de eso?
—Sí, llegamos a la conclusión de que era difícil conseguir grasa, y sobre todo
el tocino o grasa de cerdo. Esta vida me encanta. Tengo las manos bellamente
blancas y además exquisitas. Estoy tomando atenta nota de mi desempeño frente a
estos ricos en contraposición a los muchos pobres que conocí en mis tiempos. Y me
siento cómodo. Y debo decirte algo en rigurosa confianza, de modo que difúndelo
por todas partes. Sé que mi redentor vivió.
—Danger, estoy realmente conmovido. Sabía que detrás de esa apariencia
fría y dura latía en ti un corazón cristiano. Y tengo que decirte otra cosa, quizá te
impresione. Esta noche viene Mary, y consiguió un contrato en cine.
—No hablas en serio.
—Jesús es mi juez. Danger, es una hermosa chica. Yo mismo no rechazaría
un ligero conocimiento carnal. Creo que le gustas.
—Le tengo simpatía.
—Tal vez podrían considerar la reconciliación. Danger, si la apoyas, ambos
aparecerían en los filmes y aquí todos creen que harías muy buena figura en la
pantalla.
—Ese no es mi género. Ahora, con respecto a mi riñón. Muy amable de tu
parte, Mac. ¿Tendrías la bondad de esperar hasta que me oigas bajar la escalera, y
entonces lo echas en la sartén y esperas un instante antes de que la toque, lo das
vuelta y luego lo depositas en mi plato?
—Danger, ¿debo suponer que estás ansioso de sangre?
—De sangre. Adiós.
—Adiós.
Aquí las paredes están recubiertas de paneles. Y la gente es rica. Es extraña
la cualidad lírica del dinero. Será mejor que examine mi bragueta porque las
mujeres me miran. Mary actriz. Terrible. Lamentable. Tengo que hacer algo al
respecto. Soy culpable. Quizá incluso le metí la idea en la oscura cabeza. Si engorda
la despedirán. Creo que encamará su camino hacia el estrellato. Palo por palo.
Como otras lo hacen para llegar al matrimonio. Y algunas a la pobreza, un número
menor a la riqueza, menos por amor, y por supuesto están las que lo hacen por la
sucia y vieja emoción. Gracias a Dios hay todavía algunas que renuncian a la cosa
de por vida. Ahora chofer, rápido a Minsk House, escena de la reencarnación.
La habitación estaba atestada. Apenas había espacio suficiente para meter
un pie en la puerta pero guiándome por el olor llegué a mi riñón que se cocinaba.
Querían mirarme y me mostré, e incluso me subí sobre la mesa para realizar la
danza lenta de la vaca mugiente.
—Percy, tienes una casa extraña en Tooting Bec y una encantadora doncella.
—Mantén los dedos sucios lejos de mi servicio. Y mi maldito bastón. ¿Qué
les parece con mi maldito bastón? Guárdalo. Y dame una parte del riñón.
—Percy, eres bienvenido a todo lo que poseo en este mundo.
—No te hagas el humilde y dame un pedazo de riñón.
Sonriendo Mac presentó el raro órgano y se arrojaron salvajemente sobre él.
Dangerfield se apartó de esa barbarie con el ceño enarcado. Mac le entregó la carta
por encima de las cabezas. ¿Qué novedades? Mira mis puños blancos. Mira. Y este
tweed es de buena calidad. Clocklan dijo algo como ochenta y cuatro chelines la
yarda.
Estados Unidos
Estimado rufián:
El barco no tenía lastre y nos sacudimos como maníes todo el viaje hasta
Bermuda, que para mí fue un desastre. Pero la tripulación del barco se portó
condenadamente bien y me dio dinero suficiente para llegar a Nueva York
malhumorado y sin un cobre. Ahora te diré una sola cosa; si concebiste la mera idea
de volver aquí, no importa cuál sea tu situación allí, te daré un consejo. No lo hagas.
Cuando llegué a Boston, le di toda la fuerza posible a mi acento, pero los amigos no
me alentaron mucho. Otra cosa. Salí con una chica de Radcliffe para ver si
finalmente podía organizar una vida sexual normal. Mis esfuerzos fracasaron
totalmente, lo que me induce a pensar que necesito ver al psiquiatra.
¿Y tú? ¿Y esa mujer que trabajaba en la lavandería y la otra, la pensionista? Y
dime, ¿cómo te las arreglas para encamarte así? ¿Cuál es el secreto, y dónde está mi
error? Estoy enloqueciendo. Si bien la masturbación es clásicamente significativa,
no la considero sustituto de la cosa real y para complicar todavía más las cosas ni
siquiera sé en qué consiste la cosa real. Todos los días bajo por la calle Brattle, con la
esperanza de que alguna vieja dama se rompa la pierna cuando sube a su coche y
con mi aplomo europeo correré en su ayuda y ella dirá, mi querido muchacho, qué
amable es usted, quiere venir a tomar el té conmigo cuando salga del hospital. Pero
nadie ha llegado tan lejos. También vi a Constance Kelly. Tiene el rostro cubierto de
granos. Me acerqué y puse mi acento a toda marcha y se me rio en la cara. Dios,
cómo añoro la vieja tierra. Incluso perdí el control y lloré en la plaza Harvard con
Constance, ¿y crees que me sostuvo la mano y me acarició el cabello? Se limitó a dar
media vuelta y huir.
Hazme un favor. Mira si hay vacantes de limpiadores de retretes en Londres
y volveré. Pero para finalizar quiero que recuerdes lo siguiente, que esto es Estados
Unidos y producimos, vendemos, fabricamos, peleamos y nos encamamos más que
el resto del mundo, pero el último rubro es esquivo.
Dios bendiga a
KENNETH O’KEEFE
Cálmate, Kenneth, tienes que hacerlo así. Te les acercas y las pellizcas en el
trasero. Ah qué carne tierna nena. Pero si todo lo demás fracasa. Recuerda, en
Francia tienen la guillotina. Te lo cortas completamente. Y Mac, estoy seguro, te
enviará uno postizo por si vuelves a necesitarlo. Allí veo una cabeza rubia con
lentejuelas doradas. Y oigo himnos. A lo lejos en un pesebre. Afuera los taxis
recogen gente. Sigamos al líder. Fuera de esta sala y a través de la boca detrás de
esta chica rubia. Puedo olerla. Aquí estamos todos juntos. Guiso de conejo y budín
de carne.
En la calle, la muchacha deslumbrante se aproxima a Dangerfield.
—Disculpe, usted es el señor Dangerfield, ¿verdad?
—Sí.
—El señor MacDoon me dice que usted es norteamericano. ¿Es cierto?
—Sí.
—Bueno, yo soy norteamericana y me gustaría ir en su taxi. Creo que los
norteamericanos debemos unirnos. ¿Qué hace aquí?
—Yo…
—Magnífico. Vine para Navidad. Inglaterra es tan rústica. Y este taxi es
antiguo. Le presento a mi amigo, Osgood.
—Encantado.
—Se llama Osgood Swinton Hunderington. ¿No es bonito?
—Excelente.
—Viajemos juntos. Me llamo Dorothy Cabot. Y tengo un segundo nombre,
Gastaplata.
—El mío es pimienta.
—Ja ja. Oh, me alegro de que viajemos juntos.
Los tres en el taxi. Dejan atrás los grupos de niños cantores y las madres que
arrastran juguetes rojos. Mary con un contrato en cine. Nadie conoce mejor que yo
la ley de contratos. Y Mary pienso hablar contigo. Suelta en Londres y quizá pusiste
tu foto en uno de esos tableros públicos de modo que los caballeros puedan tomar
tus medidas. Y yo diría que tienen afición a las grandes. Calabazas. Como una que
vi cuando Mac entró en un negocio a comprar una lata de corned beef australiano. Y
fue cuando Mac me habló del diseño del corpiño. Acerca del realce y la necesidad
de que tengan un poco de punta. Para conservar el aire flexible y cierto grado de
movimiento. Convinimos en que el movimiento era muy importante para separar
lo real de lo falso. Y Mary yo diría que los tuyos son la verdad y nada más que la
verdad. Y esta Dorothy aquí tiene dos minúsculas formas que le cuelgan de las
orejas. El cabello forma una curva suave alrededor de la nuca. Y Mac yo sugeriría
que esta Dorothy tenía la forma de pera que según dijiste era rara y gozaba de
demanda. Me acercaré un poquito y echaré una ojeada por la chaqueta abierta.
Como pensaba, de la clase sin breteles. Y Dorothy tienes una bonita joya en tu
pálido pecho invernal. Y manos sin vello. Las mías son frías y nudosas. Pocas veces
me incliné a los cabellos claros, y prefiero lo negro, lo profundo, el Oeste. Pero eres
rica y lo prefiero así. Pero de los pobres crecen las lilas y también las rosas. Yo soy
una flor rubia.
Osgood se vuelve hacia Dangerfield.
—¿Y le gusta vivir aquí, señor Dangerfield?
—Mucho. Podría decirse que me encanta Inglaterra.
—Bueno, eso es un verdadero cumplido. Confío en que Dorothy acabará
gustando de Inglaterra tanto como usted.
—Pero si ya me parece magnífica.
—Intento mostrar a Dorothy algunos lugares interesantes. Quizá usted
pueda indicarme algo, señor Dangerfield. Creo que he empezado bien llevándola a
conocer una celebridad como el señor MacDoon. Un hombre encantador, ¿no le
parece?
—En efecto.
—Pero, por supuesto, como es natural, me chocan un poco algunas cosas.
Sabe, la primera vez uno se sobresalta un poco. Los irlandeses tienen tanto ingenio
y tanta vitalidad. Y creo que el ingenio es esencial.
—Pero Osgood, es sencillamente maravilloso. Me encanta esa barbita roja.
Tan coqueta. En Goucher haría sensación. Es tan viril y maduro.
—Señorita Cabot, ¿de qué parte de Estados Unidos viene?
—Llámeme Dot. De Nueva York, pero ya superé eso. Mami y papi viven en
el campo. Aquí tenemos una casa en Cornwall, pero todavía no la visité.
—Señor Dangerfield, Dot me habló mucho de Nueva York, y según parece
es un lugar muy notable. Se necesita valor para vivir en edificios tan altos.
—Oh, no es nada. El departamento de mami y papi está en el piso superior
de uno de ellos, y es maravilloso. Mira al río, y a mí me encanta tirar pétalos de rosa
desde el balcón.
—Señorita Cabot, o mejor dicho Dot, sabía usted que en Nueva York no se
permite arrojar animales muertos a las aguas públicas, o lanzar, agitar o soltar
cenizas, carbón, arena seca, pelos, plumas u otras sustancias que puedan ser
impulsadas por el viento o transportar estiércol o sustancias semejantes por las
calles, a menos que estén cubiertas de modo que no puedan volcarse, o tirar
desechos, desperdicios de carnicería, restos de sangre o animales malolientes en la
calle, o permitir que un ser humano use un retrete como dormitorio. Culpable de
infracción.
—Caramba, ignoraba eso. Nunca se me ocurrió.
—Digo, ¿quiere mostrarse ingenioso, señor Dangerfield?
—Estoy cansado y aprensivo por el futuro y necesito reírme.
—No entiendo.
—Bribones y ladrones. Estoy cansado de charla. Rústicos y benefactores y
bribones. Estoy harto. Déjenme bajar.
—¿Adónde quiere ir a parar, señor?
—Ya no aguanto más. Creo que voy a desmayarme. Desmayarme y
desintegrarme. Chofer, deténgase.
—Sí, chofer, deténgase.
El taxi se detuvo. Dangerfield desciende trastabillando a la vereda. Dorothy
dice que no debo marcharme. Pero el taxi arrancó y se perdió en el tráfico. Apoyado
en la pared de un banco. Necesito el sostén de un banco. Iiiiii. Uno puede soportar
hasta cierto punto. Bancos. Debo ver bancos. Estoy por los bancos y ellos por mí. Y
necesito llegar al distrito financiero de Londres o me volveré loco. A veces también
creo que me gustaría ser ayudante de un burdel, pero no ahora. Esta noche necesito
ver los bancos.
En otro taxi sombrío que avanza por esta calle Fleet y adelante la cúpula de
San Pablo. Aquí todo está oscuro, cerrado y vacío. Por Cheapside en dirección al
Royal Exchange. Es el sector más pobre pero sé que hay riqueza. Verdadera riqueza.
Y todos esos ventanales altos. Adentro hay mostradores y libros y carpetas que
recogen polvo los días feriados. Chofer, por esa calle. Veo una luz. Estrella de Belén.
Ni un alma, solamente dinero. Déjeme aquí mismo, me meteré en este callejón en
busca de brandy.
Una entrada revestida de azulejos y un salón enorme. Todos hombres, ni
una sola mujer. Rostros pálidos. Sé que esta gente seguramente trabaja en los
bancos y aquí están riéndose y alternando con palmadas en la espalda y chistes. Y
sobre el extremo del mostrador hay un hombre con un bastón que parece la viva
imagen de O’Keefe. Toda esta gente se muestra tan cortés y satisfecha. Muchacho,
qué noche. El niño sagrado tan dulce. Y un jarro de cerveza suave. Tengo que
llamar a la fiesta. Arreglaré a Mary.
Dangerfield recorre la calle limitada por muros altos y negros. En la esquina
cabinas telefónicas, rojas, luminosas y cálidas. El viento sopla y silba alrededor de la
puerta.
—¿Hola?
—Por favor, deseo hablar con el señor MacDoon, el celta real. Y dígale que
venga enseguida pues gimo ansioso de hogar, de colmillos que se entrechocan y de
bocas verdes y codiciosas. Dígale eso.
—Muy bien, señor, mantenga la comunicación.
—La estoy manteniendo. Sigo manteniéndolo todo, hasta que apenas me
queda un vestigio de dignidad. Y es una hoja de parra. ¿Me oye? Una hoja de parra.
La mantendré. ¿Quién sabe qué es esto? ¿Alguien lo sabe?
—Danger, ¿qué estás diciendo, por el amor del pequeño señor Jesús? ¿Estás
borracho? ¿Qué ocurrió? Esa gente dijo que enloqueciste en el taxi, que estabas
desmayándote.
—Fueron mezquinos conmigo. Mezquinos, Mac. Estoy decepcionado de los
ricos. Perdí confianza en ellos.
—¿Dónde estás?
—En el centro del mundo financiero.
—Bueno, Danger, ¿por lo menos sabes qué noche es ésta?
—Mañana es el salvador y mi Cristo y me alegraré de verlo.
—Bueno, ¿dónde estás?
—¿No te dije que en medio del mundo financiero? ¿No acabo de decírtelo?
Quiero que vengas y lo veas por ti mismo, Mac. Las calles están vacías y como suele
decirse, ni un alma. Y quiero que sepas qué se siente aquí. ¿Me comprendes, Mac? Y
hay una calle llamada Cheapside. Eso mismo, Cheapside.
—Bueno Danger, quieres cerrar la boca un segundo. Mary está aquí. Y te
digo Danger, que no hubo jamás una muchacha más bonita en este sitio que las
putas temen pisar.
—Mac deja de mentir. Eres magnífico para mentir a un pobre infortunado
como yo que ha bebido y se siente confuso y conmovido por la riqueza reciente. No
lo creeré porque tengo que verlo y siento que en todo esto hay una trampa para
ponerme en las garras de la reunión.
—Bueno Danger, aquí prevalece la idea general de que estás loco. Y creen
que la tensión nerviosa provocada por los dólares te ha trastornado. Pero la chica
norteamericana opinó que eras fascinante. No había conocido a nadie como tú y
teme que te importunen en la calle. Pero el señor Hunderington sostiene que fuiste
grosero. El señor Hunderington es lord Berrido, heredero de varias pocilgas en
Kent. Afirma que te mostraste insultante. Percy lo encaró y dijo que le hundiría el
rostro en el caviar si decía otra palabra contra ti. Creo que esta noche estamos
manteniendo en su lugar a los británicos. Esta fiesta es en tu honor.
—Entonces, Mac, ¿la situación está culminando?
—Culminando, Danger. Total y absolutamente.
—Entonemos el canto de la reconciliación con Mary. Para que pueda darle la
paliza de su vida.
—Tendré listo el látigo. Ahora arrodíllate en esa cabina mientras te doy mi
bendición especial de Navidad. Arrodíllate en esa cabina. Sé que estás de pie, viejo
sucio y tramposo. Abajo. Por Dios, ¿qué haces, destrozas la cabina? Repite conmigo,
el Señor es mi pastor y soy una de sus ovejas trasquiladas.
—El Señor es mi pastor y soy una de sus ovejas trasquiladas.
—Ahora ven aquí rápido y te abriré paso al útero de Mary. Y podrías
considerar la situación de esta chica norteamericana. Dice que eres sugestivo.
—Mac, he decidido que sin duda soy un excitante. Iré. Insisto en la
alfombra.
Esperó en la vereda, húmeda, brillosa y oscura. Se acerca un taxi. Lo llama.
A la plaza del León Rojo. Rápido.
Dangerfield desciende frente a una casa de estilo georgiano. No hay signos
de luces ni pecado ni nada. Sube los escalones de piedra. Y golpea el llamador. Un
interesante pedazo de bronce.
Se abre la gran puerta verde y llega un flujo de ruidos y voces. Reciben mi
sombrero y el bastón. Una hermosa escalera, amplia y curva. Me anuncian.
Sebastián Balfe Dangerfield.
MacDoon acude presuroso y se oye el sonido de la risa de Percy Clocklan.
Alegres candelabros. Les digo que veo antiguos maestros en las paredes y mesas
crujiendo bajo el peso de los alimentos y las bebidas.
—Por aquí Danger, ella está en la biblioteca. Tienes buen aspecto. Espera
verte en harapos y no con riqueza. Y les enviaré una botella de champaña helada
para enfriar los corazones cálidos. Si las cosas no andan bien te serviré a la yanqui,
está jadeando y no se aguanta el deseo de decirte qué maravilloso eres.
—Mac, gracias profundas y sinceras. Los bancos me han enfervorizado.
Las alfombras eran espesas. Una habitación amplia y sombría. Los cabellos
negros de Mary sobre el respaldo del sillón. Volviendo las páginas de una revista.
—¿Cómo estás, Mary?
—Creí que tu amigo Mac me engañaba cuando dijo que vendrías.
—Sinceridad pura. Oí decir que estás posando.
—¿Y qué?
—No me gusta.
—Bueno, no es asunto tuyo. Seguramente has olvidado lo que me dijiste esa
noche. Me llamaste puta. Me dijiste que me tirase por la ventana y me fuese a la
mierda.
—Mira, Mary. Estoy un poco débil. No puedo soportarlo. Esa clase de
conversación provocará una recaída. Esta noche estás encantadora.
—Quieres ablandarme.
—Es la verdad.
—¿Y todo lo demás que me dijiste también es verdad? ¿Tengo que olvidarlo
todo?
—Por el momento. Estamos en Nochebuena.
—Supongo que te has santificado.
—No santificado, pero he tomado en cuenta la Nochebuena.
—¿Por qué no trataste de verme, o de hacer algo?
—Necesitaba un poco de tiempo para reflexionar. Ahora me siento mucho
mejor. ¿No luzco mejor?
—Tendrás buena ropa, pero los ojos están hinchados. Y aquí se habló de lo
que le dijiste a la chica norteamericana en el taxi. Me inclino a pensar que fuiste
grosero. Exactamente lo mismo que conmigo.
—Acábala. No pienso soportar esta clase de conversación. Por el niño Jesús,
acábala.
—No.
—Bueno, maldito sea, otra palabra y te aporreo esa maldita cara, y de paso
liquido el condenado contrato en el cine.
—Tú eres quien debe callarse y recibir una buena en la cara. No quiero tener
nada que ver con las películas, pero pensé que si ganaba un poco de dinero nos
serviría. Quería hacer cualquier cosa para ayudar y tú me hablas así. Bueno, vete a
la mierda, condenado bastardo. También yo puedo echarte.
El brazo de Sebastián silbó en el aire. La palma de su mano golpeó el rostro,
y Mary cayó sentada, aturdida. Volvió a pegarle.
—Te romperé el alma a patadas. ¿Me oyes?
Mary levantó los brazos para protegerse de los golpes. Mary y la silla
cayeron hacia atrás. Dangerfield tropezó con una mesa y cayó encima de la mujer.
—No me harás nada. Puedes golpearme y golpearme y no me importa. No
me importa lo que hagas, eres un bastardo y siempre serás un bastardo, siempre,
siempre.
Hubo un silencio de jadeos y un golpe discreto en la puerta. La puerta se
abre cautelosamente.
—Discúlpeme señor, pero ¿dejo aquí el champaña?
—Sí, por favor.
La puerta se cierra silenciosa. Sonido en pechos jadeantes. Sebastián la
aferra por las muñecas para apartar las uñas, que lo buscan. Líneas de arañazos.
Mary lo mira con ojos centelleantes. Sus muñecas y sus dedos blancos. Es un cuerpo
esbelto y blando donde antes era tan grueso y fuerte. Oh, sin duda esbelto y blando.
—Arriba.
—No.
—Arriba.
—No.
—Levántate o juro por Dios que te aplasto la cara contra el piso. Cuando te
digo que te levantes, obedece.
—Sucio bastardo. ¡Digo que te vayas a la mierda y haré lo que quiera!
Mary se recuesta con los brazos extendidos. Las piernas y las rodillas
blancas. La emoción de sus piernas. No puedo seguir cuando lo que en realidad
quiero son tus piernas blancas y desnudas oprimiendo mi cuello, exprimiendo
jadeos de placer. Y estoy de pie sobre una alfombra espesa que parece invitadora. Y
ataco con el arma de la mano abierta.
—Arriba o te doy un puntapié.
—Te amo y mira cómo me tratas.
—Arriba o te pego.
—¿Por qué eres así?
—Vamos, siéntate. Tienes que dejar el condenado teatro y el cine.
—Por qué no puedo intentarlo. Quise ganar un poco de dinero porque
dijiste que de lo contrario no me querrías. Dijiste que me tirarías por la ventana,
hiciste nudos con mi toalla, me mojaste la ropa interior y ahora que tengo la
oportunidad de ganar algo tampoco te gusta.
—No me gusta la escena de ningún modo. Está todo podrido. No me gusta.
Esta noche vuelves conmigo.
—Eso debo decidirlo yo.
—Vamos, Mary, vuelve tranquilamente conmigo. Y mañana empezamos de
nuevo. Guardemos esta botella de champaña para la mañana. Después del tocino y
los panqueques. Deja la escena y olvídate del cine y viviremos en algún lugar
tranquilo.
—Tampoco a mí me gusta; todos tratando de acostarse conmigo, hombres y
mujeres por igual. Pero qué seguridad tengo de que no me echarás otra vez. No
volveré contigo esta noche. Pero te diré dónde vivo y puedes venir a verme por la
mañana. ¿Alguna vez se te ocurrió lo que significa para mí vivir sola, y esos tipos
raros que me llaman por teléfono y me siguen por la calle? ¿Pensaste en eso?
—Mary, te reservo un lugar especial en mi pensamiento. Un lugar muy
particular. Necesité cierto tiempo para reponerme de los efectos de la impresión. Y
ahora me siento un poco mejor. Dispuesto a salir nuevamente al mundo. Pero está
ese lugar especial para ti. ¿Me perdonas?
—Veré. Sácame de aquí, y llévame a casa.
—Transgresión. Culpable de transgresión. Estás más atractiva que nunca. Y
tengo que decir algo a Clocklan antes de salir. Envuelve este champaña.
En el salón estaban las jarras de ponche y las mesas cargadas de langosta. La
bonita rubia preocupada por mí. Le veo los pechos a través del vestido. MacDoon
en medio de un grupo de vírgenes, la vara pronta para bendecir, perdonar o
fertilizar. Y Clocklan otra vez con una enfermera, naturalmente. Siempre con
enfermeras. Siempre rubias. Su doncella es morena y adivino que prospera con la
diversidad. Y más allá algunas mujeres maduras con diamantes sobre el busto en
lugar de las otras cosas. A veces tengo un yen para meter a una de ellas en la cama.
La edad no es obstáculo. Leños en el fuego. No creo en la Navidad. Un engaño. Sé
que es un engaño. Nadie me ve. Me ocupo de eso.
Sebastián respira hondo y brama.
—La Navidad es un engaño.
El ruido se pierde en ecos y se dibujan sonrisas en los rostros de MacDoon y
Clocklan pues bien sabían que esa noche había que ser sincero. Mary espera lo peor
junto a la puerta de la biblioteca.
—La Navidad es un engaño. Esta habitación está llena de bribones y
ladrones, Jesús fue celta y Judas británico.
Se oyeron murmullos, ¿lo hacemos callar, lo echamos de aquí? Clocklan alzó
la voz, si alguno de los aquí presentes se atreve nada más que a tocar los rubios
cabellos de Dangerfield le destrozo la mandíbula.
—Gracias, Percy. Ahora como todos ustedes saben, la Navidad es un
engaño. Jesús era un comepapas y Judas era inglés. Yo soy el rey de la selva. Un
yanqui grande y musculoso. ¿Me oyen? Sé que a todos les gustaría pegarme. Oh, a
muchos les agradaría hacerlo. Pero esta noche estuve en la calle Lombard para
tomar el pulso de la inversión. Ahora bien, sé de buena fuente que algunos de
ustedes poseen pocilgas y debo confesar que la cría de cerdos me parece muy
desagradable, excepto en la mesa del desayuno, donde es sabroso. Pero sé que
ustedes tienen tocino oculto en los desvanes y carne y cueros en el sótano y los
mejores claretes y brandies. Pero yo soy un hombre destinado al manicomio. ¿Qué
me dicen del manicomio? ¿Les agrada la vajilla rota o el candelabro retorcido? Me
llevo a casa el champaña de mi anfitrión, para beberlo por la mañana, lejos de todos
ustedes, amantes de los caballos. Ahora adiós. Sé que ustedes tienen tocino en el
desván y carne y cueros en el sótano.
Clocklan rugiendo de alegría y un hombre alto, el anfitrión, sonriendo
complacido. Oh, quizá después de todo es imposible derrotar a estos británicos,
porque no sólo queman la vela por los dos costados, sino por todos los costados. Y
contra eso no puede hacerse nada. Y Percy precisamente tengo que decirte algo al
oído.
—Acércate, Percy. Escucha. Cierta noche caminaba detrás de una bella joven
de largos cabellos dorados y mi corazón latía de deseo. Se volvió y le vi la cara. Era
una bruja vieja y desdentada.
—Jesús, Sebastián, toma otro billete de cinco.
—Percy, lo usaré para comprarme un juego de ropa interior de seda.
Y mientras Dangerfield abandonaba fríamente la fiesta, el mayordomo se
acercó corriendo con una botella de brandy, y tocino. Una botella y un paquete.
¿Acaso es posible derrotarlos?
—Mary, ¿no es muy amable de su parte?
—Eres un tipo terrible.
—Ahora me ha descolocado. Gracias.
—De ningún modo, señor. El amo se sintió encantado por su discursito.
—Eeeh.
—Señor, llamé un taxi para usted. Me gustó mucho eso de que Judas es
británico. Ya, muy bueno. Feliz engaño, señor.
—Oh. Sí.
—Sebastián, eres un tipo terrible.
—Feliz engaño.
Suben al taxi. Y de pie en la puerta, MacDoon al lado de Clocklan. MacDoon
comiendo una masa. La mano de Clocklan sobre la cadera de una enfermera. La
otra con un cigarro. Y en las ventanas veo a algunas de las mujeres maduras y el
rostro de la rubia norteamericana. Me parece que está llorando. ¿Ahí lloran todos?
Oh chofer. Vamos, vamos, adelante como el diablo, disparado entre las estrellas. Y
tampoco se detenga por el tráfico.
Mary, ahora estás a mi lado. Y quiero ir en el tren a Dublín, entre las rocas y
atravesando los túneles en dirección a Bray. Cuando está lloviendo. Tienes unas
orejitas. Y te llevaré a vivir en una casa fuera de Tooting Bec, con las libras de
Clocklan cerca, para pronta referencia. Compraré una pequeña cortadora de césped
para sacar al jardín y darle una rápida repasada todos los viernes, un jardín no muy
grande porque no quiero exagerar este ejercicio. Diez por diez. Tendremos una
salita con plantas, y una será un gomero. Y a la hora del té, en las tardes grises,
quiero que me leas relatos de aventuras.
—¿Por qué no eres así más a menudo, cariñoso y bueno y todo eso?
—Precisamente pensaba que podríamos tener una casita.
—¿Y bebés?
—Oh sí.
—¿Me darás un bebé? Me gustaría tener uno.
—No soy un padre orgulloso, pero ésa es una de las cosas que estoy seguro
sé hacer. Soy el hombre para ti.
—¿Y haremos uno mañana, en Navidad?
—Mary, ya es Navidad.
—No. Quiero que vengas a verme. Tengo una parrilla. Y compré cuatro
huevos. Y después podemos beber el champaña y el brandy.
—Mary, soy una mierda.
—No, no es cierto.
—En mí hay cierta mezquindad.
—Tengo un regalo para ti.
—Yo no tengo nada para ti.
—Tienes lo que deseo.
—Realmente, Mary.
—Y tendremos un hijo.
—Sí.
—¿Y no volverás a hacer nudos con mi toalla?
—Jamás volveré a hacer nudos.
—Estás encantador con tu traje y el sombrero y el bastón. Esa chica
norteamericana te buscaba, ¿no es así?
—Sólo deseaba fraternizar con un compatriota en tierra extranjera Mary,
cuando uno es yanqui, sólo los demás yanquis son amigos.
—En realidad, no era sincera. Lo único que quería era tu miembro. Pero es
mío.
—Seguramente, Mary.
Cruzan Earl’s Court y bajan por West Cromwell. Atraviesan el puente y la
desolación de las vías del tren. Veo luces encendidas en los edificios. Antiguos
cerebros dormitando. Y sobre los techos los sombreretes de las chimeneas son
horribles pedazos retorcidos. Uno de ellos con una veleta rechina en la calle Bovier.
Oh por Dios, Mary, déjame sentir tu bonito y pequeño seno. Déjame sentirlo.
Déjame tocarlo. Guía de San Antonio. Mi mano. Eres un tipo terrible, Sebastián,
pero no me calentarás. Conozco tus trucos.
—Mary, dime qué es mi regalo.
—Te compré un par de chinelas de lana.
—Maravilloso, ¿qué color?
—Marrones, para que no se vea la suciedad.
—Mañana las usaré.
—Y tengo ropa interior nueva y un perfume que se llama Deseo de la Jungla,
y creerás que soy un animal o algo así.
—Mary, traeré mis tambores.
Un beso de despedida. Y retorno a la calle Bovier y arriba por la escalera.
Donde siempre siento que algún intruso me dará un golpe en la cabeza. La
violencia está siempre en mi espíritu. Meto la llave en ese agujero condenado y
esquivo. Dejaré correr el agua caliente para obtener un mezquino sentido de calidez
y alegrar el cuarto con un poco de vapor. Un chelín en el medidor para asegurarme.
Pequeñas comodidades, pequeñas alegrías. Retiro el cubrecama, descubro las
sábanas. Y acomodo la almohada y me recuesto tranquilamente, pronto para recibir
el cielo blanco.
31
La noche despierta. Oigo el viento que sopla fuerte. Mi cama estaba tan
cálida. Cierro la ventana, las cortinas tiemblan. Mi sueño era todo lamento. Pero las
cáscaras blancas y delgadas de papas nuevas frotadas en la arcilla y guisantes
grandes como zepelines ocultos entre las hojas y las yemas de los sauces. Calzaba
botas en un estanque de ranas. Al fondo apareció una horda viniendo por los
campos y armada de ganchos, de modo que nadé en dirección al mar.
Me froto las manos para calentarlas, y bato palmas. Creo que un golpe de
calor de mi estufa eléctrica me vendría muy bien. Justo, oportuno, pronto, así de
rápido. Apuren mi agua caliente en los caños antes de que los arranque por
completo de la casa. Lavarme la cara es gran alivio, y también los dientes. No usaré
esta ropa interior, y me enfundaré desnudo en mi traje. Cuando muera quiero
descomponerme en un barril de cerveza negra y que la sirvan en todas las tabernas
de Dublín. Me pregunto si sabrán que soy yo.
Es bueno levantarse por la mañana temprano, vestirse y salir a caminar.
Mary, ¿dijiste que hice nudos en tu toalla? ¿Dijiste eso? ¿Es cierto? Dímelo. ¿Es
cierto? Que nos dan hijos por la ira de Dios. Por copular.
Desciendo la escalera guiándome por la baranda pulida, y me detengo en el
vestíbulo para oler el desayuno. Abro la puerta y salgo al viento áspero con un sol
débil en el cielo. Sigo por esta calle, larga, gris y vacía. Frío alrededor de mi
garganta. Creo que estoy fatigado de mi espantoso corazón. Pero no dejaré que
llegue el frío ahora porque aún debo mantenerlo caliente durante horas. Ahora este
puente. Se eleva en una curva sobre los trenes y sus vías. Allá abajo el pasto es
negro. Desde aquí puedo ver ese techo macizo. Y Mary, estoy en camino. Nunca
creí que volvería a ver la elegancia, como el golpe apropiado de mi bastón sobre
este puente. Seguramente fue bondadoso de Percy ayudarme. ¿Cómo estás ahora,
Mary? ¿Todavía acostada? ¿O preparando mis lonjas de tocino? También tostadas.
Teteras calientes. Este depósito necesita urgente reparación. Debo detenerme y
mirar las ventanas quebradas y mugrientas, y ver qué se guarda. El sol es débil,
Mary. La ciudad sufre de vacío. ¿Es posible que todos estén realmente en las casas?
Allí adentro es Navidad y hay fuego y los chicos se entretienen con juguetes de
hojalata. Es el sector más extraño de Londres que no es una cosa y ciertamente
tampoco es otra.
Descendía caminando la cuesta del puente dejando atrás el edificio derruido,
una oscura figura erecta y un extraño. Vengan aquí hasta que les diga. Dónde está el
mar alto y los vientos suaves y húmedos y tibios, a veces manchados de sol, con la
paz tan absurda por desear donde todo está dicho y habla. En una noche de
invierno oí caballos en un camino rural, arrancando chispas a las piedras. Sabía que
huían y que cruzarían los campos donde el repiqueteo de cascos llegaría a mis oídos.
Y dije están corriendo hacia la muerte y lo hacen con cierto espíritu y sus ojos están
locos y muestran los dientes.
La compasión de Dios
para el absurdo
hombre de mazapán.
JAMES PATRICK DONLEAVY, nació en Nueva York en 1926, de padres
inmigrantes irlandeses. Después de servir en la Marina durante la Segunda Guerra
Mundial, se trasladó a Dublín para estudiar en Trinity College, pero lo abandonó
para dedicarse a la escritura.
El hombre de mazapán, su primera novela, tardó varios años en ser publicada,
puesto que la mayoría de los editores temían ser procesados por obscenidad y
finalmente vio la luz en París, en Olympia Press, la misma editorial que había
publicado a Henry Miller y Samuel Beckett. El hombre de mazapán estuvo prohibida
en Irlanda durante veinte años y, en 1959, una adaptación teatral en Dublín hubo de
ser retirada debido a las presiones clericales.
Entre sus obras, cabe destacar Un hombre singular (1963), Las bestiales
bienaventuranzas de Balthazar B (1968), Cuento de hadas en Nueva York (1973), y Nuestra
señora de los váteres inmaculados (1997) —varias de las cuales han sido llevadas a la
escena—, así como su autobiografía, The History of the Ginger Man (1994).
Actualmente, Donleavy vive en Irlanda, dedicado a la agricultura, a la escritura y a
la pintura, una de sus más arraigadas aficiones.