El final del reinado de Carlos II condujo a la monarquía a un conflicto sucesorio.
El rey agonizaba sin heredero, y sus testamentos cambiaban a tenor de lo que le indicaran distintos favoritos. En los últimos momentos, dos candidatos se disputan el trono: Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV y de María Teresa de Austria; y el archiduque Carlos de Austria. A la muerte del rey (noviembre 1700) el heredero es Felipe de Anjou, que pasará a ser rey con el nombre de Felipe V. Pero el archiduque no aceptará esta solución. El cambio dinástico, en España, se hará en el contexto de una guerra de dimensiones europeas: la Guerra de Sucesión española (1700-1714). El ascenso de Felipe al trono suponía una alianza borbónica temible entre España y Francia, intolerable para los intereses de Inglaterra y los Países Bajos. Apoyando al candidato austriaco, Inglaterra, Holanda y Portugal entrarán en guerra contra el bando borbónico. En el territorio peninsular también se produjo una división a grandes rasgos (esta cuestión está siendo revisada últimamente por los investigadores): Castilla, mayoritariamente a favor del Borbón; Aragón, mayoritariamente a favor del Austria. Hasta 1707 la guerra pasa por distintas alternativas que parecían inclinarse hacia los intereses de Carlos de Austria. Pero en dicho año se produce una batalla clave: Almansa. Fue el punto que permitió al ejército borbónico recuperar definitivamente la iniciativa y penetrar en el territorio aragonés con seguridad. También se puede hacer notar que es el último momento de la historia de España en que el Reino de Murcia jugó un papel protagonista, con el obispo Luis Belluga al mando civil, eclesiástico y militar. La dirección de la guerra se estableció de forma terminante en 1711, cuando fallece el emperador, y Carlos de Austria hereda su corona. Si Inglaterra temía la unión de Francia y España en una sola cabeza, tampoco le interesa la unión de Austria y la monarquía hispánica en la persona de Carlos. Inglaterra y Holanda abandonarán el apoyo a los habsburgos y empezarán a negociar una paz que, sobre todo, les beneficie a ellos. Será el conjunto de tratados conocidos como Paz de Utrecht (y Rastadt) firmados entre 1713 y 1714: - Austria recibe, a cambio de renunciar a la corona española, los países bajos españoles, Milanesado, Nápoles y Cerdeña. - Inglaterra recibe Gibraltar y Menorca (hasta 1774). - España pierde sus posesiones europeas, queda como potencia continental de segundo orden y sometida a la influencia francesa en virtud de los Pactos de familia (1733, 1743 y 1769). A cambio, Felipe V recibe la corona de la monarquía hispánica, aún enormemente rica por sus colonias; pero debe renunciar a sus derechos al trono de Francia.
Como se puede ver, la verdadera ganadora ha sido Inglaterra, que ha conseguido
conjurar el peligro de una superpotencia continental que amenace su supremacía marítima. Desde el momento de su ascenso al trono español, Felipe V se convirtió en la encarnación del absolutismo monárquico de inspiración francesa (su abuelo Luis XIV se preocupó de instruir a Felipe con una correspondencia publicada no hace mucho tiempo por historiadores murcianos). El cambio dinástico, por tanto, se convierte también en un cambio de estilo de gobierno, ya que a partir de ahora el rey no tiene motivo ninguno para respetar las particularidades de sus reinos, si considera que no tiene que hacerlo. Llega la tradición centralista francesa, la uniformización legal, la desaparición (no total) de fueros y privilegios. Se puede decir que con Felipe V se produce la unificación política de España, que se había iniciado bajo la figura de unidad dinástica con los Reyes Católicos. El primer instrumento de esta política será los Decretos de Nueva Planta: - 1707: Valencia y Aragón. - 1715: Mallorca. - 1716: Cataluña.
Con estos decretos, se impone a la península la organización político-
administrativa castellana (con excepción de Navarra y País Vasco, a los que hay que agradecer su apoyo a la causa borbónica); quedan abolidas las cortes territoriales, que serán incorporadas a las Cortes de Castilla, que a partir de entonces serán las Cortes de España, con funciones meramente decorativas. También empieza a desaparecer el sistema polisinodial. A la extinción de los consejos territoriales (algunos de ellos simplemente sin sentido, al perderse los territorios), se suma la aparición de una nueva figura: la Secretaría, precedente de los ministerios. El rey prefiere los órganos unipersonales a los colegiados. En 1714 ya se crean las Secretarías de Estado y Asuntos Exteriores, Asuntos Eclesiásticos y Justicia, Guerra y Marina... En cuanto a la administración territorial, se sustituyeron los virreinatos por demarcaciones provinciales, al frente de las cuales estaba un capitán general. Se implantan reales audiencias, y se extendió la institución de los corregidores. La mayoría de las reformas consistió en extender a todo el territorio peninsular la administración castellana. Pero el sello francés se hizo notar no solo en el estilo centralista y uniformizador, sino en la introducción de una figura netamente gálica: el intendente. Se trataba de funcionarios que dependían directamente del rey, gozaban de amplios poderes, y su misión eran la recaudación de impuestos y la dinamización económica del país: controlar a las autoridades locales, cuidar de las reales fábricas, impulsar el desarrollo de la agricultura y la ganadería, levantar mapas, realizar censos, atender al urbanismo... Andando el tiempo, la figura del intendente se unió a la castellana del Corregidor, creando el llamado Intendente-Corregidor. Como se ve, las reformas internas de Felipe V se centraron en la reorganización política y administrativa. Esa fue la base necesaria para el conjunto de reformas económicas y sociales que solemos denominar “reformismo borbónico” y que tendrán su momento de máximo esplendor con Fernando VI y sobre todo con Carlos III (época del despotismo ilustrado).