Está en la página 1de 11

1

EMIL LUDWIG EN LOS TOROS Y ALBERTO BALDERAS

Nota introductoria. Rafael Enríquez Lizaola

Con esta nota introductoria busco situar el momento durante el cual Emil Ludwig,
renombrado hombre de letras –biógrafo, dramaturgo, periodista, trotamundos--
estuvo en tierras mexicanas. Si bien su visita tenía otros propósitos, en el camino se
encontró brevemente, por última y única ocasión, con Alberto Balderas, un diestro
de la fiesta taurina que a esas fechas gozaba de una fama importante.

Conviene, asimismo, considerar que la mirada de un personaje como Ludwig,


ajeno a las corridas de toros, nos aporta una visión muy distinta a las abundantes
páginas de los expertos en ese campo, lo que despertó mi interés en reproducirla.

Hago mía esta oportunidad para señalar que desde mis primeros años me
entusiasmó lo que ocurría alrededor del carnaval de Autlán: el bullicio previo a la
fiesta taurina con los típicos personajes de la chirimía y el tamborcillo –conocidos
popularmente como el “pito y la caja”. Estos personajes, con su paso por las calles
autlenses, anunciaban el inicio de la fiesta.

Igualmente son memorables la algarabía y los gritos ocurrentes de los


aficionados; las magníficas interpretaciones de la banda de música dirigida entonces
por el maestro Jaime Gómez --cuyas notas cobijadas por el aire se escuchaban en
casi toda la ciudad.

También es cierto que junto con otros niños nos agolpábamos a la entrada de
la plaza de toros de Autlán para estar atentos a las “puertas libres” y disfrutar --
desde nuestra inocencia infantil-- los últimos tres toros de la tarde. Afirmo, además,
que me emocioné, como otros muchos, al ver a famosos toreros que alegraron la
concurrencia de la plaza de toros local cuyos nombres no vienen a este propósito

Sin embargo, el ambiente taurino que era parte de mi entorno, no me regaló la


afición por las corridas de toros. Pero como podemos leer en la crónica referida, uno
puede recrear lo que sucede en el ambiente taurino con una mirada diferente para
2

narrar o describir otras facetas, algunas muy bellas y otras no tanto. La fiesta
taurina, por tanto, permea el campo del arte en todas sus manifestaciones, --música,
letras, pintura-- por tanto, no deben asombrarnos las aportaciones de los legos en
este tema.

Alberto Balderas en Autlán

Al retomar a Emil Ludwig, debo señalar que describió con gran sensibilidad y
agudeza el dramático fin del torero Alberto Balderas, cuyo nombre lleva la plaza de
toros de Autlán. De esta forma, Ludwig nos sitúa en los momentos culminantes y fin
del ídolo.

¿Por qué el interés en esta crónica? Como escribió en sus crónicas Ernesto
Medina Lima, la primera corrida formal realizada en Autlán, se llevó a cabo con la
participación de Alberto Balderas, junto con Jesús Solórzano otro gran torero. Los
dos diestros referidos tenían para ese entonces una importante trayectoria en el
medio taurino.1 Su presencia en Autlán ocurrió --siguiendo a Medina Lima--, el
domingo 4 de febrero de 1940.

El autor antes mencionado escribió que en esa ocasión no solo se llevó a cabo
en Autlán una corrida formal como suele suceder generalmente; fueron dos corridas
de toros formales. La siguiente de ellas, con las dos figuras de la tauromaquia ya
señalados, se llevó a cabo el 6 de febrero, el martes de carnaval.

Así pues, correspondió a estos dos toreros brindar un espectáculo de gran


dimensión en la plaza de toros autlense, construida sólidamente para dar cabida a
una importante concurrencia que aplaudió como nunca a semejantes figuras.

Seguramente la calidad humana, el carisma y la presencia de Balderas


causaron honda impresión en los dirigentes de la fiesta taurina de Autlán. Después
de la desaparición del diestro, las autoridades locales acordaron que la plaza de toros

1
Medina Lima, Ernesto, “La primera corrida formal en Autlán”, en Crónicas de Autlán de la Grana,
Jalisco, pp. 75 -80.
3

de Autlán llevara el nombre de Alberto Balderas, tal y como se conoce desde hace
más de setenta años.

Y aunque en otros lugares de la República existen plazas de toros que también llevan
el nombre de Alberto Balderas, no es por nada, pero la de Autlán, como dijeran
algunos “es la más hermosa y mejor construida; es, en pocas palabras, la mejor de
todas.”.2

Pero volvamos a lo los toreros. En efecto, la sencillez, calidad humana y


personalidad del torero Alberto Balderas cautivó a propios y extraños: De acuerdo
con Medina Lima, este torero –los toreros, pues incluye a Jesús Solórzano y cuadrillas
que los acompañaron-- permanecieron en Autlán por lo menos unos cuatro días, y
menciona que “asistieron a un baile en el Salón Mutualista; ellos bailaron, arrancaron
suspiros a numerosas mujeres.”3

Al finalizar su estancia en Autlán, --continúa Medina Lima— y poco antes de partir


hacia otros rumbos, Balderas pidió a los mariachis un violín y ejecutó “un trozo de
las Czardas de Monti”.4 Estamos pues ante un torero que aunaba a su destreza
taurina contaba importante formación educativa pues, como me comentara alguna
vez el reportero taurino, Adiel Bolio, su padre era director de orquesta y quería que
su hijo cursara una carrera profesional.

Quién fuera a pensar que el mismo año de 1940, --dos días antes de la llegada
de un nuevo año— Balderas moriría en la ciudad de México a consecuencia de las
heridas que le causó uno de los toros --el cuarto de la tarde-- según podemos leer
más adelante.

2
Siete plazas de toros de toros de la República Mexicana llevan también el nombre de “Alberto
Balderas”, pero ninguna tan bien plantada como la de Autlán.
3
Ibidem, p. 80.
4
Ibidem, p. 80.
4

Un escritor de fama mundial y Balderas

Balderas cautivó también a personajes de otras latitudes y de ellos, reitero, merece


destacarse a Emil Ludwig. La impresión que el joven torero causó en el escritor
quedó plasmada claramente en una crónica breve, concisa y emotiva.

Interesante dicha crónica, ya que en ella Ludwig advierte que no era afecto a las
corridas de toros. Sin embargo, la casualidad hizo posible que el destacado escritor
coincidiera con Balderas en el momento lamentable de su partida de este mundo.

Fue, asimismo, testigo de los dramáticos recuerdos de un brevísimo encuentro


en el redondel, y esos recuerdos quedaron para siempre en la memoria de Ludwig,
quien enfoca su crónica en el torero, no en el astado, del cual omite su nombre.
¿Aporta valor a la crónica saber el nombre del astado? Sin el contexto humano y la
digresión acerca del entorno el dato pasa a segundo plano.

Para situarnos un poco en aquellos años, es pertinente mencionar que Emil


Ludwig arribó a México el 28 de diciembre de 1940, el mismo “día de los inocentes”,
y regresó a los Estados Unidos el 10 de enero de 1941. Ludwig, alemán de origen
judío, fijó su residencia en los Estados Unidos después del triunfo del III Reich.

La abundante producción bibliográfica de este escritor se expresa principalmente


por las biografías de personajes que son parte de la llamada “historia de bronce”.
Entrevistó a líderes políticos que aún vivían, como Benito Mussolini y José Stalin.

De ahí que el motivo de la visita de Ludwig a México fue para cumplir con una
comisión de varios periódicos canadienses y su objetivo principal consistía en
entrevistar al ex presidente Lázaro Cárdenas y al presidente Manuel Ávila Camacho.

Sus anfitriones incluyeron en la agenda del escritor una corrida de toros, pues
Ludwig les expresó su interés en conocer algunos rasgos del carácter de los
mexicanos. Qué mejor que el ambiente propio de una multitud festiva en una plaza
de toros. De esta forma, el 29 de diciembre, justo al otro día de su arribo a México,
5

Ludwig acudió a la fiesta taurina tuvo lugar en la desaparecida plaza El Toreo de a


Condesa, entonces situada en la actual y muy de moda colonia Condesa.

El edificio taurino, era propiedad de Maximino Ávila Camacho, conocido por su


carácter atrabiliario, el reverso de la medalla de su hermano Manuel. Así pues, en
dicha plaza, por azares del destino Ludwig fue testigo del fatal desenlace de Alberto
Balderas, cuya fama iba en ascenso.

Plaza El Toreo de La Condesa. Archivo Charles B. Waite. Ca. 1907.

Durante su estancia en la capital mexicana, el reconocido escritor se las ingenió para


eludir a reporteros e intelectuales que disputaban su presencia. Bernardo Ortiz de
Montellanos, quien entonces era director de la Revista Literaria escribió en el número
uno del 15 de enero de 1941 lo siguiente:

Comisionado por periódicos del Canadá para escribir una serie de artículos sobre
México, estuvo entre nosotros Emil Ludwig. Durante una corrida de toros, efectuada
el 29 de diciembre, en el transcurso de la cual un toro mató al torero Alberto
Balderas, el célebre biógrafo que se hallaba de charla con el propio Balderas en el
callejón, estuvo a punto de ser alcanzado por un toro que salió de la barrera. 5

La referencia acerca de que Ludwig “estuvo a punto de ser alcanzado por un toro”
no la encontramos en esta crónica, seguramente porque no sucedió. Pero lo evidente
es que la impresión que este suceso le causó al destacado escritor lo llevó publicar
en abril de 1941, la crónica magistral que trasciende la típica nota informativa, el
dato o el acontecimiento:

5
Ortiz de Montellano, Bernardo. “Presencias y ausencias” Revista Literaria, número 15, enero de
1941, p. 1.
6

Gloria y descenso de Alberto Balderas

Emil Ludwig6

Sólo para ver a la muchedumbre, para tener una impresión rápida y clara del
semblante mexicano, fui a una corrida de toros. No me gustan, porque se basan en
una treta ventajosa para el hombre. ¿Hay algo más fácil que engañar a un animal?
No obstante, el matador corre un serio peligro que nunca, hasta entonces había
comprobado con mis propios ojos.

Era tarde ya, y no bien llegué cuando me llevaron a donde estaban los toreros,
apostados en dos filas, para que se nos fotografiara. Apenas tuve tiempo de mirar

6
México en cien crónicas, Productora e Importadora de Papel (PIPSA), 1990, pp. 84 - 86.
7

la cara de aquél que se hallaba en el centro y que era, por todos conceptos, el más
interesante del grupo.

Sobre un cuerpo delgado de adolescente y por encima de todo aquel esplendor


azul y de oro se destacaba una cabeza que nosotros en Europa hubiéramos
calificados de eslava. Tan anchas eran la nariz y la boca. Al sonreír adquirió un
parecido sorprendente de un gran actor alemán por el que sentía yo especial
predilección.

Visión en el burladero

Después me condujeron a un pasillo circular y, para que viera mejor, se me colocó dentro
de uno de esos refugios abiertos de madera que llaman burladeros. Poco más arriba de
donde yo estaba se veía uno de los palquitos de los que carecen las plazas de toros
españolas: aberturas angostas que guiñan como ojos de chino. Ahí estaban mis
amigos, bien resguardados, y sobre mí había dos pies enormes que se apoyaban en
una barandilla de hierro: eran los de un fotógrafo que hizo llover en mi cabeza capas
de polvo y cenizas de cigarro.

La muchedumbre, mitad al sol, mitad a la sombra, no parecía distinta a la de


España; pero si no me equivoco, es aquí más exigente, por lo menos así me lo
hicieron suponer los siseos y silbidos que casi continuamente se escucharon durante
los dos primeros toros. Unas veces les cae mal el banderillero, otras el espada, y
aun a veces el toro mismo.

Me pareció que los mexicanos no son fáciles de contentar y quizá, eso explique
por qué son tan difíciles de gobernar. No fue sino hasta el tercer toro cuando el
cambió el ánimo de la muchedumbre. Entra en acción el joven y elegante matador
a quien yo estrechara la mano momentos antes y el público no tarda en sentirse
cautivado.

La capa roja descubierta

Vendría luego el gran momento, el único por el cual vale la pena asistir a ese
espectáculo cruel. El matador descubre la espada sacándola debajo de la capa roja
8

y se enfrenta al bruto para matarlo. La bestia no conoce el significado de la espada;


pero el torero y la multitud sí lo conocen. Sin embargo, en este instante, el animal
parece quedar atónito, como si cediera a una sugestión mágica.

¿Se trata tan solo de la sorpresa que le causa la desaparición de la capa encarnada
que hasta entonces lo irritara? ¡Quién sabe! Pero el hecho es que permanecen
algunos segundos frente a frente, ambos enteramente iguales, cada uno tramando
la muerte del otro, en idéntico peligro.

En ese momento el espada se alza de puntillas meciéndose ligeramente mientras


apunta y da la estocada con decisión rápida acertando en el lugar preciso. La bestia
se tambalea, la multitud ruge de entusiasmo y la cuadrilla acude corriendo.

El animal hace las últimas tentativas de acometer, pero las patas le fallan y en
pocos instantes se desploma. Desde las graderías, pletóricas de espectadores,
que por primera vez se muestran satisfechos de la pelea, cae a la arena una lluvia
de flores, de sombreros.

El hombre, que momentos antes se viera entre la vida y la muerte, tiene ahora
que dar una vuelta a la arena para agradecer las aclamaciones con una sonrisa,
semejante a un Tristán agotado después del tercer acto. Alza los sombreros y
bastones para devolverlos; pero conserva las flores.
9

Al cabo de una vuelta de dos o tres minutos se detiene frente al palco de la autoridad
y levanta en alto, con ambas manos, un ramo formado por las rosas recogidas, y su
cuerpo esbelto y reluciente hace una inclinación leve en actitud de saludo.

Para este momento viven y lucha, pensé, esta es la gloria, y no es mayor la de


dictador alguno. ¿Qué fueron los césares en sus carros triunfales comparados con
este hombre joven y arrogante en su traje de luces de seda azul oro y que ante las
ovaciones frenéticas de veinte mil espectadores levanta las rosas y con la sonrisa en
el rostro radiante? ¡Ay, que corto es este momento! Si hubiese estado solo me
habría ido después de esta escena terminante, pero no terminaba siquiera de
pensarlo cuando era ya demasiado tarde.

El cuarto toro, negro y fogoso entraba ya. Saludando al ruedo, oí decir que iba a
lidiarlo el mismo diestro. Por más que era lógico, supongo, que no se hubiera
repuesto aun del agotamiento nervioso causado por su reciente triunfo.

Después de la muerte del anterior todas mis simpatías estaban con el toro y no
con el torero, pues el animal es el verdadero héroe de la fiesta. En la plenitud de su
vigor juvenil, tal como tuve ocasión de verlo en las vastas llanuras de Andalucía.
Tras largos días y noches de encierro se abre ante él una gran puerta y se
encuentra frente a un gran círculo de arena bañado de luz, bastante amplio para
salir corriendo y brincando.

Los miles de espectadores saben que no puede ni debe salir vivo de ese redondel.
Pero él lo ignora, solo él. La bestia que se oculta dentro del hombre se complace
previendo la muerte del animal; pero espíritu que se oculta dentro de la bestia está
lleno de alegría, quiere jugar y pelear.

La multitud exaltada por el triunfo anterior estaba predispuesta al entusiasmo.


Cada suerte bien lograda, cada lance acertado daban motivo a ovación.
Transcurrieron algunos minutos y ya el vencedor de la reciente lidia se acercaba a
su segunda víctima, teniendo aun cubierta la espada.
10

¡Era de ver como desafiaba al toro, como se burlaba de él! Debido al primer
triunfo, y también a la fama de que gozaba el diestro en el país -y que yo ignoraba-
el público confiaba plenamente en el matador y aguardaba el segundo golpe
maestro.

La lucha se desarrollaba a unos diez metros de mi sitio. El hombre y el toro me


parecían unidos en una especie de rabia amorosa. Ambos se buscaban y se
perseguían.

“¡Alberto!”, “¡Alberto”! gritaba la gente como si quisiera enloquecer todavía más


al toro y al torero. De repente, vi por un segundo un cuerpo en el aire, un grito
unánime de la multitud estremeció la plaza. El lidiador cayó por tierra, pero
inmediatamente se incorporó y con cinco o seis brincos ganó la salida más cercana.

Corrió con la gracia perfecta que es propia de los jóvenes atletas. Después del
tercero o cuarto salto, uno de sus peones le dio alcance y, con un ademán inolvidable
lo envolvió en la capa roja, a fin, quizás, de contener con ello el desbordamiento del
vientre desgarrado. Mi acompañante, amigo del torero, huyó de mi lado para ir a
verlo.

Al cabo de pocos minutos se dijo que el diestro había muerto. Entonces estalló
el furor de la multitud, furor dirigido contra el toro como si hubiera cometido una
injusticia. Enloquecido, el público gritaba de nuevo al espada: “¡mátalo, mátalo! En
efecto, pocos minutos después de su víctima, la bestia corría igual suerte.

Yo creí que el espectáculo había terminado. ¿No sacrificaría la muchedumbre las


dos últimas peleas en aras de la memoria de su ídolo? ¡Ni pensarlo! Dos minutos
más tarde la multitud hallábase nuevamente absorta ante el quinto toro y su
domador.

Entonces comprendí por qué la gloria de los dictadores es tan efímera, y cuán
necio es esperar la gratitud de un pueblo. Nunca vi la gloria y la muerte tan juntas.
Apenas si he visto cosas semejantes en la historia.
11

Pocos minutos separaron el momento de la apoteosis y aquél otro en que se


desplomó. Más, como maestro en su arte, cuando el toro ya le había desgarrado las
entrañas, se impuso a sí mismo el último deber: el de no permanecer postrado. Los
saltos que dio hasta la barrera, como las danzas del teatro esquiliano fueron la
herencia de gran tradición.

Si los reyes de nuestra época hubieran procedido así, habrían logrado salvar el
poder para sus hijos. ¡Alberto Balderas, ídolo de los mexicanos, con estos cinco
brincos has alcanzado la altura de los héroes! Tu energía, tu porte, tu sentimiento
del honor, constituyen un ejemplo del bello morir, en nada inferior al que nos legara
Sócrates.

---------------------o-------------------

También podría gustarte