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Con esta nota introductoria busco situar el momento durante el cual Emil Ludwig,
renombrado hombre de letras –biógrafo, dramaturgo, periodista, trotamundos--
estuvo en tierras mexicanas. Si bien su visita tenía otros propósitos, en el camino se
encontró brevemente, por última y única ocasión, con Alberto Balderas, un diestro
de la fiesta taurina que a esas fechas gozaba de una fama importante.
Hago mía esta oportunidad para señalar que desde mis primeros años me
entusiasmó lo que ocurría alrededor del carnaval de Autlán: el bullicio previo a la
fiesta taurina con los típicos personajes de la chirimía y el tamborcillo –conocidos
popularmente como el “pito y la caja”. Estos personajes, con su paso por las calles
autlenses, anunciaban el inicio de la fiesta.
También es cierto que junto con otros niños nos agolpábamos a la entrada de
la plaza de toros de Autlán para estar atentos a las “puertas libres” y disfrutar --
desde nuestra inocencia infantil-- los últimos tres toros de la tarde. Afirmo, además,
que me emocioné, como otros muchos, al ver a famosos toreros que alegraron la
concurrencia de la plaza de toros local cuyos nombres no vienen a este propósito
narrar o describir otras facetas, algunas muy bellas y otras no tanto. La fiesta
taurina, por tanto, permea el campo del arte en todas sus manifestaciones, --música,
letras, pintura-- por tanto, no deben asombrarnos las aportaciones de los legos en
este tema.
Al retomar a Emil Ludwig, debo señalar que describió con gran sensibilidad y
agudeza el dramático fin del torero Alberto Balderas, cuyo nombre lleva la plaza de
toros de Autlán. De esta forma, Ludwig nos sitúa en los momentos culminantes y fin
del ídolo.
¿Por qué el interés en esta crónica? Como escribió en sus crónicas Ernesto
Medina Lima, la primera corrida formal realizada en Autlán, se llevó a cabo con la
participación de Alberto Balderas, junto con Jesús Solórzano otro gran torero. Los
dos diestros referidos tenían para ese entonces una importante trayectoria en el
medio taurino.1 Su presencia en Autlán ocurrió --siguiendo a Medina Lima--, el
domingo 4 de febrero de 1940.
El autor antes mencionado escribió que en esa ocasión no solo se llevó a cabo
en Autlán una corrida formal como suele suceder generalmente; fueron dos corridas
de toros formales. La siguiente de ellas, con las dos figuras de la tauromaquia ya
señalados, se llevó a cabo el 6 de febrero, el martes de carnaval.
1
Medina Lima, Ernesto, “La primera corrida formal en Autlán”, en Crónicas de Autlán de la Grana,
Jalisco, pp. 75 -80.
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de Autlán llevara el nombre de Alberto Balderas, tal y como se conoce desde hace
más de setenta años.
Y aunque en otros lugares de la República existen plazas de toros que también llevan
el nombre de Alberto Balderas, no es por nada, pero la de Autlán, como dijeran
algunos “es la más hermosa y mejor construida; es, en pocas palabras, la mejor de
todas.”.2
Quién fuera a pensar que el mismo año de 1940, --dos días antes de la llegada
de un nuevo año— Balderas moriría en la ciudad de México a consecuencia de las
heridas que le causó uno de los toros --el cuarto de la tarde-- según podemos leer
más adelante.
2
Siete plazas de toros de toros de la República Mexicana llevan también el nombre de “Alberto
Balderas”, pero ninguna tan bien plantada como la de Autlán.
3
Ibidem, p. 80.
4
Ibidem, p. 80.
4
Interesante dicha crónica, ya que en ella Ludwig advierte que no era afecto a las
corridas de toros. Sin embargo, la casualidad hizo posible que el destacado escritor
coincidiera con Balderas en el momento lamentable de su partida de este mundo.
De ahí que el motivo de la visita de Ludwig a México fue para cumplir con una
comisión de varios periódicos canadienses y su objetivo principal consistía en
entrevistar al ex presidente Lázaro Cárdenas y al presidente Manuel Ávila Camacho.
Sus anfitriones incluyeron en la agenda del escritor una corrida de toros, pues
Ludwig les expresó su interés en conocer algunos rasgos del carácter de los
mexicanos. Qué mejor que el ambiente propio de una multitud festiva en una plaza
de toros. De esta forma, el 29 de diciembre, justo al otro día de su arribo a México,
5
Comisionado por periódicos del Canadá para escribir una serie de artículos sobre
México, estuvo entre nosotros Emil Ludwig. Durante una corrida de toros, efectuada
el 29 de diciembre, en el transcurso de la cual un toro mató al torero Alberto
Balderas, el célebre biógrafo que se hallaba de charla con el propio Balderas en el
callejón, estuvo a punto de ser alcanzado por un toro que salió de la barrera. 5
La referencia acerca de que Ludwig “estuvo a punto de ser alcanzado por un toro”
no la encontramos en esta crónica, seguramente porque no sucedió. Pero lo evidente
es que la impresión que este suceso le causó al destacado escritor lo llevó publicar
en abril de 1941, la crónica magistral que trasciende la típica nota informativa, el
dato o el acontecimiento:
5
Ortiz de Montellano, Bernardo. “Presencias y ausencias” Revista Literaria, número 15, enero de
1941, p. 1.
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Emil Ludwig6
Sólo para ver a la muchedumbre, para tener una impresión rápida y clara del
semblante mexicano, fui a una corrida de toros. No me gustan, porque se basan en
una treta ventajosa para el hombre. ¿Hay algo más fácil que engañar a un animal?
No obstante, el matador corre un serio peligro que nunca, hasta entonces había
comprobado con mis propios ojos.
Era tarde ya, y no bien llegué cuando me llevaron a donde estaban los toreros,
apostados en dos filas, para que se nos fotografiara. Apenas tuve tiempo de mirar
6
México en cien crónicas, Productora e Importadora de Papel (PIPSA), 1990, pp. 84 - 86.
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la cara de aquél que se hallaba en el centro y que era, por todos conceptos, el más
interesante del grupo.
Visión en el burladero
Después me condujeron a un pasillo circular y, para que viera mejor, se me colocó dentro
de uno de esos refugios abiertos de madera que llaman burladeros. Poco más arriba de
donde yo estaba se veía uno de los palquitos de los que carecen las plazas de toros
españolas: aberturas angostas que guiñan como ojos de chino. Ahí estaban mis
amigos, bien resguardados, y sobre mí había dos pies enormes que se apoyaban en
una barandilla de hierro: eran los de un fotógrafo que hizo llover en mi cabeza capas
de polvo y cenizas de cigarro.
Me pareció que los mexicanos no son fáciles de contentar y quizá, eso explique
por qué son tan difíciles de gobernar. No fue sino hasta el tercer toro cuando el
cambió el ánimo de la muchedumbre. Entra en acción el joven y elegante matador
a quien yo estrechara la mano momentos antes y el público no tarda en sentirse
cautivado.
Vendría luego el gran momento, el único por el cual vale la pena asistir a ese
espectáculo cruel. El matador descubre la espada sacándola debajo de la capa roja
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¿Se trata tan solo de la sorpresa que le causa la desaparición de la capa encarnada
que hasta entonces lo irritara? ¡Quién sabe! Pero el hecho es que permanecen
algunos segundos frente a frente, ambos enteramente iguales, cada uno tramando
la muerte del otro, en idéntico peligro.
El animal hace las últimas tentativas de acometer, pero las patas le fallan y en
pocos instantes se desploma. Desde las graderías, pletóricas de espectadores,
que por primera vez se muestran satisfechos de la pelea, cae a la arena una lluvia
de flores, de sombreros.
El hombre, que momentos antes se viera entre la vida y la muerte, tiene ahora
que dar una vuelta a la arena para agradecer las aclamaciones con una sonrisa,
semejante a un Tristán agotado después del tercer acto. Alza los sombreros y
bastones para devolverlos; pero conserva las flores.
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Al cabo de una vuelta de dos o tres minutos se detiene frente al palco de la autoridad
y levanta en alto, con ambas manos, un ramo formado por las rosas recogidas, y su
cuerpo esbelto y reluciente hace una inclinación leve en actitud de saludo.
El cuarto toro, negro y fogoso entraba ya. Saludando al ruedo, oí decir que iba a
lidiarlo el mismo diestro. Por más que era lógico, supongo, que no se hubiera
repuesto aun del agotamiento nervioso causado por su reciente triunfo.
Después de la muerte del anterior todas mis simpatías estaban con el toro y no
con el torero, pues el animal es el verdadero héroe de la fiesta. En la plenitud de su
vigor juvenil, tal como tuve ocasión de verlo en las vastas llanuras de Andalucía.
Tras largos días y noches de encierro se abre ante él una gran puerta y se
encuentra frente a un gran círculo de arena bañado de luz, bastante amplio para
salir corriendo y brincando.
Los miles de espectadores saben que no puede ni debe salir vivo de ese redondel.
Pero él lo ignora, solo él. La bestia que se oculta dentro del hombre se complace
previendo la muerte del animal; pero espíritu que se oculta dentro de la bestia está
lleno de alegría, quiere jugar y pelear.
¡Era de ver como desafiaba al toro, como se burlaba de él! Debido al primer
triunfo, y también a la fama de que gozaba el diestro en el país -y que yo ignoraba-
el público confiaba plenamente en el matador y aguardaba el segundo golpe
maestro.
Corrió con la gracia perfecta que es propia de los jóvenes atletas. Después del
tercero o cuarto salto, uno de sus peones le dio alcance y, con un ademán inolvidable
lo envolvió en la capa roja, a fin, quizás, de contener con ello el desbordamiento del
vientre desgarrado. Mi acompañante, amigo del torero, huyó de mi lado para ir a
verlo.
Al cabo de pocos minutos se dijo que el diestro había muerto. Entonces estalló
el furor de la multitud, furor dirigido contra el toro como si hubiera cometido una
injusticia. Enloquecido, el público gritaba de nuevo al espada: “¡mátalo, mátalo! En
efecto, pocos minutos después de su víctima, la bestia corría igual suerte.
Entonces comprendí por qué la gloria de los dictadores es tan efímera, y cuán
necio es esperar la gratitud de un pueblo. Nunca vi la gloria y la muerte tan juntas.
Apenas si he visto cosas semejantes en la historia.
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Si los reyes de nuestra época hubieran procedido así, habrían logrado salvar el
poder para sus hijos. ¡Alberto Balderas, ídolo de los mexicanos, con estos cinco
brincos has alcanzado la altura de los héroes! Tu energía, tu porte, tu sentimiento
del honor, constituyen un ejemplo del bello morir, en nada inferior al que nos legara
Sócrates.
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