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Nadie

Nadie nació en el campo, no tenía juguetes, sino vacas por ordeñar. Su televisión
era ver las estrellas y los confines del universo cada vez que el cielo se abría en
su esplendor. Nadie no tenía ropa de marca, sus botas todo terreno servían como
zapato formal, de trabajo y hasta para jugar. Una vez quiso estudiar, pero la
escuela más cercana estaba tan lejos como ir de viaje a la ciudad.
Una noche las gaitas y tambores se oyeron en la montaña. Sus padres
horrorizados como si la misma muerte hubiera cantado, corrieron con nadie, se
llevaron lo que tenían puesto, no hubo tiempo de alistar maletas, de vender pollos,
de recoger los huevos, de bajar los mangos, ni de tomar leche recién salida de la
vaca. Solo hubo tiempo para callar y escuchar como cada disparo entraba y salía
por las viejas ramas de algunos árboles. El tiempo sobrante fueron las piernas
para ir rio abajo, viendo a la distancia como los sueños se destruían como un
cultivo que no prosperó.
La noche lloraba al ritmo de ametralladoras, de mujeres violadas, de niños
llorando y de cabezas rodando como si fueran balones. Nadie, en su inocencia no
comprendía lo que pasaba.
Nadie y su familia llegaron a una plaza, llena de gente extraña para ellos.
Zombies que pasan de calle a calle mirando pequeños aparatos que les dicen que
ver, escuchar y hacer. La bulla de los carros arrulla a nadie, mientras ve las
maravillas del nuevo siglo. Sin embargo, ellos tienen una manta invisible, la gente
pasa y no los ve, ellos hablan y nadie escucha. Cansados de la indiferencia
pensaron que hablaban otro idioma, pero no, tocaban puertas y nadie abría. Las
noches teñían el cielo de un amarillo artificial, ya Nadie veía las estrellas, solo veía
en las esquinas señoras corpulentas que se montaban en taxis.
Una mañana Nadie y su familia han llegado a la cima de una montaña, pero esta
montaña no es fértil, es desértica, aunque se contempla toda la gran ciudad. Nadie
ayuda a traer palos, arena y tierra de la montaña para agachar la cabeza. En las
madrugadas el frío lo levanta y le recuerda lo lejos que está.
Así transcurre la vida de Nadie, ve que la panza de su mamá empieza a crecer de
manera anormal. Su papá llega lastimado de la gran ciudad, a veces sin ropa y
otras veces sin dignidad.
Nadie ya ha cambiado la voz, su casa es una más de una micro ciudad en el filo
de una montaña. El recuerdo de su papá ordeñando vacas y alistando los terrenos
lo han forjado. Su sueño de estudiar no se cumplió porque al morir su padre,
Nadie tuvo que responder por su mamá y su hermana.
Sin embargo, Nadie ya no se levanta de frío, hace parte del frío. Su cigarrillo diario
lo acompaña en las grises nubes que se confunden con una gran polución de la
ciudad del futuro. Un cuchillo es su herramienta de trabajo, lo maneja bien gracias
a la práctica de desyerbar el campo donde vivían.
Su madre llora noche tras noche, el sonido de la gaita retumba en las 4 paredes
de barro y madera, en el húmedo piso de tierra y en las oxidadas tejas que les
regalaron hace bastante tiempo.
Una tarde, Nadie venía del centro, traía un celular que serviría como sustento por
algunos días. En una esquina, una camioneta pomposa y digna de la civilización,
de la gente de bien, le pita para que se acerque, desde allí le ofrecen un volante
con información para trabajar, Nadie lo acepta y convencido, alegre y nervioso le
cuenta a su mamá.
En la mañana se alista su pequeño bigote de lulo, embola unos zapatos que le
dejó su papá, así mismo saca de un costal la camisa menos rota que también le
dejo su padre. Se peina con un sobre de gel y la helada agua que recogen de un
río cercano, ya que los servicios básicos son más un lujo que un derecho.
Su mamá reúne con su hija para comprarle un desayuno, y por qué no, por fin
podrá trabajar, parece que la capa invisible empieza a desaparecer.
Nadie sale por la puerta, que a su vez es una teja más del techo. Un beso en la
frente de su madre, y un abrazo a su hermana es la esperanza de que las cosas
pueden cambiar.
Un camión grande y no tan viejo lo esperaba en la otra calle, Nadie se monta y
con otros jóvenes como él, inician un recorrido de días, semanas, meses y años.
El tiempo ha pasado, ya la montaña no le cabe un alma, el gris de las tejas es el
color que adorna las amarillas calles de tierra. Alguien toca la oxidada puerta de la
casa. Un oficial ostentoso con sus soles de ascenso en su gorra, y un ramo de
rosas en su mano izquierda le da sus condolencias a la madre de Nadie.
Ella se desploma, por su cabeza pasan miles de recuerdos en un segundo, y ante
el latido de un corazón que no volverá, el llanto es quien la arrulla esa noche y el
resto de los días que vendrán.
Nadie había sido hallado muerto en un combate, Nadie fue guerrillero, Nadie
estuvo en el monte apoyando la insurgencia, Nadie no estaba trabajando, Nadie
pudo salir a estudiar, Nadie nació con una capa invisible, Nadie escuchó la gaita y
la tambora, Nadie entendió antes de morir, que su vida fue efímera como una
estrella que nació muerta y que no pudo brillar jamás. Ahora Nadie yace metros
bajo tierra, su cuerpo lo devora el tiempo, y su alma, lo devora el olvido de una
ciudad zombie.

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