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Sexualidad y Espiritualidad
SEXUALIDAD Y ESPIRITUALIDAD
I. Premisa
El asceta de nuestros días desearía ser instruido incluso sobre la forma en que Cristo
vivió el testimonio de la sexualidad. Se sabe que Jesús tenía amistad con Marta y
María; que había convertido a mujeres como Magdalena y la samaritana; que otras
mujeres habían sido curadas de enfermedades; que algunas de ellas le habían
seguido y presenciado su desgarradora pasión y cruz. Jesús cultivó preferencias entre
las mujeres que le rodeaban con admirada devoción; tuvo predilección por María, que
permanecería toda absorta, meditando su palabra; por Marta, que se entregaba a
rodear de atenciones su persona física; tributó alabanzas a Magdalena, la cual, con
expansivo amor, trató su cuerpo como un sacramente que le ayudó a convertirse al
Reino de Dios.
La sexualidad es una actitud personal comunicativa, que Jesús utilizó para estrechar
relaciones amistosas para expresar su afectividad profunda y delicada y para dar
testimonio de su intimidad de amor con el Padre. Y en virtud de su sexualidad, sus
contemporáneos pudieron experimentar su humanidad como sacramento de
comunicación del Espíritu y de la palabra del Padre.
Hoy día, la sexualidad, al ser una problema para el conocimiento de Cristo constituye
un punto de suma importancia en la espiritualidad del cristiano. Desde esta
perspectiva espiritual, procedemos a su examen.
La personalidad, por ser resultado de una historia originada por una experiencia
sexual impregnada de amor, puede tener configuraciones ambivalentes, está llamada
a manifestarse de forma cada vez más humanizada; pero de hecho puede
experimentar desorientaciones concretas, retrasos, fijaciones indebidas y regresiones
imprevistas. Estas perturbaciones que detienen o hacen retroceder el desarrollo
personal, son la causa de las psicopatologías, las cuales afectan al modo de amar, a
las formas sociales de amistad y a los estilos afectivos de colaboración.
diferencia sustancial entre el ser divino y el ser humano. Dios es amor creativo de
amabilidad: no ama a un ser porque sea amable, sino que lo hace amable porque lo
ama; lo hace existir amándolo. El amor divino es verdadera dilección, pura
creatividad, auténtico abrirse como un don al otro sin ser provocado por ningún otro.
En cambio, el hombre tiene necesidad de ser despertado por el amor para hacerse
amable. De esta manera, la sexualidad humana constituye el dinamismo que
espiritualiza todo el yo, a condición de que ella misma esté dispuesta a dejarse invadir
por un amor noble.
Un joven ha podido testimoniar: “yo creo ante todo porque soy amado; pienso incluso
que éste es el motivo más profundo y más verdadero subyacente a mi fe.
Evidentemente, este ser amado no se refiere sólo a alguien que ha venido hace
tiempo, sino que se refiere también a personas bien precisas que he encontrado en el
trayecto de mi vida. Pienso que, experimentando la autenticidad de este amor, he
canalizado mi libertad y mi voluntad por el sendero de Cristo”. Se podría afirmar: “Yo
estoy totalmente armonizado con los amores con que he sido beneficiado. Mi
sexualidad personal se ha despertado y se ha iluminado en relación con las
experiencias de amor con que ha sido favorecida”. La propia conducta presente es
como un fragmento que se debe leer en el tejido de la propia historia afectiva.
Toda la vida sexual, incluso la genital, debe vivirse en el contexto de un amor oblativo;
debe estar íntimamente regulada según el dictamen de las virtudes sociales; debe
testimoniarse como don de la persona al otro. Para una sexualidad así,
espiritualmente educada, el yo se percibe a sí mismo en relación al otro como un tú.
No es un coloquio cualquiera; exige del yo manifestarse a sí mismo mediante el otro,
promocionarse humanamente en virtud de su relación interpersonal. La sexualidad
está profundamente comprometida en despertar al yo a una serie de relaciones
interpersonales conscientemente libres y a una recíproca humanización promocional.
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El pueblo hebreo antiguo sentía vergüenza y pudor en relación con su vida sexual
genital (Lev 20,21); la consideraba con inherente a la esfera animal personal, que
había que relegar al terreno de lo privado y de lo reservado, cuya experiencia
concreta contaminaba por estar totalmente sometida a la acción de fuerzas peligrosas
o tabúes (Gen 34,5; 1Sam 21,5; Lev 15,2s) Cuando alguien había realizado un acto
sexual, debía purificarse para poder acercarse a prácticas de culto a la divinidad (Núm
6,22-21; Lev 7,19-20; Jn 11,55), Si entre los griegos, debido a la religiosidad mistérica
y a la filosofía, la concepción de la pureza ritual sufrió un proceso de interiorización y
de oralización (es decir, se redujo a la una experiencia de honestidad moral interior),
en el pueblo hebreo la catarsis (o práctica de las purificaciones) va formalizándose en
diversas prescripciones detalladas (Cf Jn 2,6; Mc 7,3s). Semejantes prácticas
purificatorias de la vida sexual ayudaban al pueblo hebreo a no dejarse atraer por la
prostitución religiosa, que se había difundido en torno a los santuarios de Grecia y en
los templos de Baal (Cr Jer 3,1s; 5,7s; Ez 16 y 23).
Si está claro el principio evangélico del cese de las purificaciones rituales inherentes a
la vida sexual, tal principio no es acogido sin dificultades en a comunidad eclesial
apostólica. Pedro, reacio a olvidarse de las prescripciones sobre la pureza ritual, es
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amonestado en una visión: “Lo que Dios ha purificado no o llames impuro (He 10, 15;
15,9). El mismo Pablo constata cómo la comunidad está dividida a causa de las
impurezas cultuales y cómo la nueva práctica evangélica liberadora puede suscitar
escándalo entre algunos. “Todas las cosas son puras, pero es malo para el hombre
comer con escándalo” (Rom 14, 20). Y a los esposos preocupados por su vida sexual
les sugiere: “No se priven el uno del otro si no es de común acuerdo por cierto tiempo
para dedicarse a la oración” (1Cor 7,5).
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Esta meta no es nunca enteramente actualizable al presente. Los esposos, más que
ser ya una sola cosa en Cristo, están comprometidos a redimirse recíprocamente, a
comunicarse la gracia sacramentalmente recibida del Espíritu de Cristo. Cada uno de
ellos es ministro en relación con la vida pascual del otro; es salvador del cónyuge en
cuanto se siente salvado por el Señor; es corredentor en el ambiente familiar, porque
está sacramentalmente unido al morir-resucitar de Cristo. Los cónyuges cristianos
están estrechamente unidos en su realizarse espiritual; deben vivir su vida sexual de
modo que ejerzan un dominio mortificativo pascual de ella, que se manifiesten como
caminantes hacia una unión en el amor y se propongan una meta más allá de sus
experiencia sexual. “Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran”
(1Cor 7,29).
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Para poder instaurar una vida comunitaria noblemente interpersonal entre hombre y
mujer, Dios ha llamado a cooperar en ella a la misma actividad de los seres humanos.
Estando la acción creadora divina vinculada a la operosidad humana, se sujeta a las
vicisitudes de la historia del hombre; permite que las relaciones interpersonales entre
hombre y mujer conozcan experiencias desde puntos de vista diferentes, unas veces
negativos y otros positivos. No existe la posibilidad de instaurar en la tierra una
armonía perfectamente auténtica y definitiva entre las potencialidades del varón y de
la mujer.
El texto revelado recuerda las consecuencias del pecado en las relaciones entre
hombre y mujer mediante expresiones inculturadas, propias de la época israelítica
(Gén 3,16; Ex 20,17; Lev 15, 19s): la mujer induce al hombre al mal (Gén 3,6-12); el
hombre intenta subyugarla (Gén 3,16); en su propia intimidad se sienten extraños y
avergonzados el uno frente al otro (Gén 3,7). La historia sucesiva representará en
formas continuas variadas el intento de instaurar la reciprocidad entre el hombre y la
mujer. Pero entre ambos aflorarán en formas diversas la incomunicabilidad y la
voluntad de dominio del uno sobre el otro.
San Pablo recuerda la indicación utópica del Evangelio: hombre y mujer constituyen
un mismo ser en la alianza de caridad con Dios en Cristo (Gál 3.28; 1Cor 11, 11-22);
asimismo, la mujer en el ejercicio de ministerios y profecía, es igual al hombre (1Tes
5,19-20; 1Cor 11,4-5). Al mismo tiempo, san Pablo se declara respetuoso de las
costumbres de su época (1Cor 11,2-16). Siguiendo estas costumbres y partiendo de
la vida caritativa de Cristo viviente en la Iglesia, exige que la mujer esté sometida al
marido (1Cor 11,3), que lleve velo en señal de sumisión (1Cor 11,10) y que
permanezca silenciosa en la asamblea, dejándose instruir por el marido (1Cor 14, 34-
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35; 1Tim 2,11-12). La motivación caritativa, si por una parte comunicó una inspiración
evangélica a las costumbres dominantes, al mismo tiempo las hizo más estables
sacralizándolas (Cf Ef 5,25-29). Es posible que San Pablo no tuviera clara conciencia
del influjo que la caridad debe ejercitar al revolucionar de modo explosivo las
costumbres existentes.
se deja instruir por las iniciativas sociales de promoción femenina, puede evangelizar
las nuevas experiencias políticas. La asamblea cristianan vive en una tensión
constante, jamás resuelta en términos definitivos, entre el ideal evangélico y sus
realizaciones históricas concretas. Sería fatal que se agazapase en una ideología
capaz de neutralizar la tensión evangélica; debe aceptar las reivindicaciones
feministas, transformándolas en propuestas de enunciados evangélicos proféticos.
Pero sería injusto pensar que la desconfianza hacia la mujer es una actitud exclusiva
de la mentalidad eclesiástica. Con mayor profundidad ha estado presente en la amplia
experiencia cultural humana. En general, se podría asegurar que en las diversas
civilizaciones se han vivido las relaciones entre hombre y mujer en dependencia del
significado y del valor otorgados a la sexualidad. Según Aristóteles, y después según
los teólogos medievales, la sexualidad se limita a la esfera biológica corporal. En
consecuencia, la complementariedad entre hombre y mujer aparece limitada
simplemente a la procreación, “porque para cualquier otra actividad el hombre reciba
un mejor servicio de otro hombre que el que recibe de la mujer” (S Th I, q. 2, a. 1). La
mujer, con respecto al hombre, es un ser al que falta su perfección; se presenta en
inferioridad de condiciones en el campo cultural y social, a pesar de que por el lado
existencial convive con el hombre en auténtica relación de amor (S Th I, q. 92, a. 2).