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Año de Espiritualidad 2018

Sexualidad y Espiritualidad

SEXUALIDAD Y ESPIRITUALIDAD
I. Premisa

Tradicionalmente, la espiritualidad ha intentado desarrollarse fuera de los límites de la


sexualidad, El asceta propendía a olvidar hasta el término sexualidad y quedar a
oscuras en cuanto a su contenido. Hoy día no parece admisible una experiencia
espiritual válida si no implica de alguna forma una aportación constructiva de la
sexualidad. La modificación del punto de vista espiritual es fruto de una concepción
cultural totalmente nueva de la sexualidad.

El asceta de nuestros días desearía ser instruido incluso sobre la forma en que Cristo
vivió el testimonio de la sexualidad. Se sabe que Jesús tenía amistad con Marta y
María; que había convertido a mujeres como Magdalena y la samaritana; que otras
mujeres habían sido curadas de enfermedades; que algunas de ellas le habían
seguido y presenciado su desgarradora pasión y cruz. Jesús cultivó preferencias entre
las mujeres que le rodeaban con admirada devoción; tuvo predilección por María, que
permanecería toda absorta, meditando su palabra; por Marta, que se entregaba a
rodear de atenciones su persona física; tributó alabanzas a Magdalena, la cual, con
expansivo amor, trató su cuerpo como un sacramente que le ayudó a convertirse al
Reino de Dios.

La sexualidad es una actitud personal comunicativa, que Jesús utilizó para estrechar
relaciones amistosas para expresar su afectividad profunda y delicada y para dar
testimonio de su intimidad de amor con el Padre. Y en virtud de su sexualidad, sus
contemporáneos pudieron experimentar su humanidad como sacramento de
comunicación del Espíritu y de la palabra del Padre.

Hoy día, la sexualidad, al ser una problema para el conocimiento de Cristo constituye
un punto de suma importancia en la espiritualidad del cristiano. Desde esta
perspectiva espiritual, procedemos a su examen.

II. Sexualidad psicodiámica personal

¿Cuál es el sentido cultural que tiene hoy la sexualidad? La sexualidad es como un


dinamismo difuso y operante en todo el ser humano. Impregna todas las facultades y
actividades personales y caracteriza al yo como individuo singular. El hombre es un
ser totalmente sexuado, aunque la sexualidad no sea el único constitutivo del hombre.
La facultad de razonar, de querer y el mismo creer y amar con caridad se expresan
según una forma de individuación.

La sexualidad difundida y operante en todo el ser personal, influye y revela la


evolución del yo, su maduración y su progresiva transformación en adulto. Al mismo
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tiempo, el incesante dinamismo sexual vuelve al yo insatisfecho, orientado siempre


hacia una maduración ulterior, en busca de una comunicabilidad cada vez más
profunda y de la expresión de una auténtica entrega oblativa. Si la apertura al otro se
percibe como exigencia sexual perfectiva, al mismo tiempo se sufre como la
dimensión personal más profundamente ausente. Es una meta intensamente
ambicionada, que por su inasequibilidad se convierte en fuente de frustración de
sufrimiento y de experiencia dolorosa. En la sexualidad la prsona encuentra una
invitación a comprometerse de forma renovada en a superación de la
incomunicabilidad que anida en lo profundo del yo, a suprimir la incomprensión que
ofusca a todo espíritu humano y a hacerse pobre entre los pobres y los que sufren
para sustraerlos a su marginación solitaria.

La sexualidad va imprimiendo una evolución verdaderamente profunda a todo el yo. Si


al comienzo invita a la persona a desarrollarse preferentemente en el aspecto carnal,
posteriormente la incita a evolucionar sobre todo en el aspecto psíquico-espiritual. Por
ejemplo, de la infancia a la adolescencia, la sexualidad despunta en modalidades
específicas localizadas en sucesivas zonas del cuerpo: sexualidad disfrutada en la
zona oral, después en la zona anal y luego en la fálica. Es una transformación sexual
que marca el distanciamiento de un goce de sí mismo exclusivo e irrealista para
canalizarse en órganos que logran sacar al sujeto fuera de sí para darse a los demás.

En la sucesiva evolución adolescente, la sexualidad se va estructurando de forma


más personal, no expresándose ya en algo orgiástico de sí a los demás, sino según el
“eros” y la “ágape”. Se perfila la dinámica del amor, que de la fase del amor
interesado (amar a aquellos que son útiles por la satisfacción que ofrecen) hasta el
narcisismo socializado (aceptación del grupo, que se descubre como importante para
los éxitos propios) y el amor oblativo (olvidándose de la propia individualidad para
expresarse en don al otro). Un “iter “evolutivo de toda persona, que la fuerza sexual
va configurando de forma singular en sintonía con los esfuerzos responsables del
sujeto y de la influencia ambiental. Por este motivo, la educación sexual no puede
estandarizarse, sino que se centra en el sujeto individual.

La personalidad, por ser resultado de una historia originada por una experiencia
sexual impregnada de amor, puede tener configuraciones ambivalentes, está llamada
a manifestarse de forma cada vez más humanizada; pero de hecho puede
experimentar desorientaciones concretas, retrasos, fijaciones indebidas y regresiones
imprevistas. Estas perturbaciones que detienen o hacen retroceder el desarrollo
personal, son la causa de las psicopatologías, las cuales afectan al modo de amar, a
las formas sociales de amistad y a los estilos afectivos de colaboración.

¿Por qué motivo se configura la sexualidad como primordial fuerza constitutiva de la


personalidad hasta el punto de ser causa de desarrollo o de desviaciones del yo? La
sexualidad es el sustrato natural a través de cual influye en amor en el yo. Según que
sea robustecida por un amor oblativo o desgarrada por un amor captativo egoísta,
despertará las profundas potencialidades humanas del yo o las esterilizará. Existe una
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diferencia sustancial entre el ser divino y el ser humano. Dios es amor creativo de
amabilidad: no ama a un ser porque sea amable, sino que lo hace amable porque lo
ama; lo hace existir amándolo. El amor divino es verdadera dilección, pura
creatividad, auténtico abrirse como un don al otro sin ser provocado por ningún otro.
En cambio, el hombre tiene necesidad de ser despertado por el amor para hacerse
amable. De esta manera, la sexualidad humana constituye el dinamismo que
espiritualiza todo el yo, a condición de que ella misma esté dispuesta a dejarse invadir
por un amor noble.

Un joven ha podido testimoniar: “yo creo ante todo porque soy amado; pienso incluso
que éste es el motivo más profundo y más verdadero subyacente a mi fe.
Evidentemente, este ser amado no se refiere sólo a alguien que ha venido hace
tiempo, sino que se refiere también a personas bien precisas que he encontrado en el
trayecto de mi vida. Pienso que, experimentando la autenticidad de este amor, he
canalizado mi libertad y mi voluntad por el sendero de Cristo”. Se podría afirmar: “Yo
estoy totalmente armonizado con los amores con que he sido beneficiado. Mi
sexualidad personal se ha despertado y se ha iluminado en relación con las
experiencias de amor con que ha sido favorecida”. La propia conducta presente es
como un fragmento que se debe leer en el tejido de la propia historia afectiva.

Toda la vida sexual, incluso la genital, debe vivirse en el contexto de un amor oblativo;
debe estar íntimamente regulada según el dictamen de las virtudes sociales; debe
testimoniarse como don de la persona al otro. Para una sexualidad así,
espiritualmente educada, el yo se percibe a sí mismo en relación al otro como un tú.
No es un coloquio cualquiera; exige del yo manifestarse a sí mismo mediante el otro,
promocionarse humanamente en virtud de su relación interpersonal. La sexualidad
está profundamente comprometida en despertar al yo a una serie de relaciones
interpersonales conscientemente libres y a una recíproca humanización promocional.

La promoción recíproca en la sexualidad interpersonal tiene lugar a través de la


meditación del propio cuerpo. El gesto y la actitud corpórea son palabras en las que
uno se expresa y despierta al otro a la propia acogida. La caricia es el intento con el
que dos quieren revelarse recíprocamente en la propia carne. “La caricia rélvela a la
carne del otro como carne para mí y para él” (J.P: Sartre). Mas para expresarse como
sexualidad personalizante se requiere que el gesto sea expresivo de los componentes
comunicativos superiores al yo, que se ofrezca como vivo coloquio personal, que se
revele como relación de amor altruista. El diálogo sexual tiene sentido tan sólo si nace
del amor y es cauce de amor.

La comunicación interpersonal, al realizarse a través del cuerpo, aparece


necesariamente delimitada y de alguna manera opaca. El cuerpo no indica sólo cómo
debe vivirse la unión con el otro, sino también la dificultad en realizarla. En la época
actual se tiene mayor conciencia de la contradicción en que se ve sumido el yo
humano. Su sexualidad le impele a experimentar una comunicación cada vez más

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profunda con el otro y, al mismo tiempo, le hace sentir la amargura de la propia


originalidad incomunicable.

III. La sexualidad en la Palabra revelada

La revelación no ofrece un tratado sistemático sobre el tema de la espiritualidad de la


sexualidad, sino tan sólo una serie de indicaciones derivadas de situaciones
históricas. La Palabra revelada prefiere narrar más que extenderse en exposiciones
doctrinales; describe acontecimientos salvíficos realizados en el seno de la historia
humana, pero no expone una doctrina teórica. Esto permite reconstruir y vivir la
espiritualidad bíblica sobre la sexualidad en el marco de diversas concepciones
doctrinales condicionadas por propios conceptos culturales y eclesiales. La presente
indicación espiritual es una entre las posibles sistematizaciones bíblico-espirituales de
la sexualidad.

El pueblo hebreo antiguo sentía vergüenza y pudor en relación con su vida sexual
genital (Lev 20,21); la consideraba con inherente a la esfera animal personal, que
había que relegar al terreno de lo privado y de lo reservado, cuya experiencia
concreta contaminaba por estar totalmente sometida a la acción de fuerzas peligrosas
o tabúes (Gen 34,5; 1Sam 21,5; Lev 15,2s) Cuando alguien había realizado un acto
sexual, debía purificarse para poder acercarse a prácticas de culto a la divinidad (Núm
6,22-21; Lev 7,19-20; Jn 11,55), Si entre los griegos, debido a la religiosidad mistérica
y a la filosofía, la concepción de la pureza ritual sufrió un proceso de interiorización y
de oralización (es decir, se redujo a la una experiencia de honestidad moral interior),
en el pueblo hebreo la catarsis (o práctica de las purificaciones) va formalizándose en
diversas prescripciones detalladas (Cf Jn 2,6; Mc 7,3s). Semejantes prácticas
purificatorias de la vida sexual ayudaban al pueblo hebreo a no dejarse atraer por la
prostitución religiosa, que se había difundido en torno a los santuarios de Grecia y en
los templos de Baal (Cr Jer 3,1s; 5,7s; Ez 16 y 23).

En la comunidad cristiana primitiva no existen prescripciones de purificación ritual


para el culto religioso, pues ya no tiene importancia la pureza cultual. ¿A qué se debe
esto? Según la enseñanza de Jesús, no se produce la impureza por el contacto con
las cosas, siempre que exista pureza de corazón (Mt 5,8). “Lo que sale del hombre sí
que contamina al hombre (Mc 7,15s). La impureza la produce únicamente el pecado.
“Todo es limpio para los limpios (por la fe)” (Tit 1, 15; Rom 14,20), incluso la práctica
sexual, Un acto sexual no contamina, sino que sólo exige ser realizado oralmente es
decir, con “dominio de sí”. Sólo hay que purificarse de la impureza que hace el pecado
(1Jn 1,7; Heb 9,22). Pero ¿de qué modo? La purificación del pecado se obtiene
mediante la sangre de Cristo (1Jn 1,7) y gracias a su palabra (Jn 15,3).

Si está claro el principio evangélico del cese de las purificaciones rituales inherentes a
la vida sexual, tal principio no es acogido sin dificultades en a comunidad eclesial
apostólica. Pedro, reacio a olvidarse de las prescripciones sobre la pureza ritual, es
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amonestado en una visión: “Lo que Dios ha purificado no o llames impuro (He 10, 15;
15,9). El mismo Pablo constata cómo la comunidad está dividida a causa de las
impurezas cultuales y cómo la nueva práctica evangélica liberadora puede suscitar
escándalo entre algunos. “Todas las cosas son puras, pero es malo para el hombre
comer con escándalo” (Rom 14, 20). Y a los esposos preocupados por su vida sexual
les sugiere: “No se priven el uno del otro si no es de común acuerdo por cierto tiempo
para dedicarse a la oración” (1Cor 7,5).

En la Palabra revelada, la sexualidad no sólo queda liberada, la sexualidad no sólo


queda liberada de la supraestructura cultual de impureza, sino que además es tratada
en su sentido auténtico Es considerara como una relación humana; incluso como la
más profunda de las relaciones interpersonales. Por este motivo se confía a a
sexualidad la función procreadora (Gén 1, 28s), que ha de ser ejercida únicamente
dentro del matrimonio monogámico (Gén 1,26; 2,18s; Dt 17, 17). Si la Sagrada
Escritura autoriza la poligamia de manera provisional y excepcional, lo hace
únicamente para favorecer la misión procreadora

En relación con la sexualidad, la revelación se preocupa no tanto de dictar normas


morales o reguladoras cuanto de indicar su sentido más profundo en relación con el
acontecimiento salvífico. La sexualidad es utilizada como simbolismo para describir
las relaciones de alianza entre Dios y su pueblo. (Os 1-3; Jer 3,8s; 2,1; Ez16 y 23; Is
50,1). Al pueblo elegido se le inculca vivir su experiencia sexual de manera que se
refleje la alianza entre Dios y su pueblo. De la misma forma en que se instauró la
alianza, debe vivirse la sexualidad conyugal pues ésa debe ser un espejo simbólico
de cómo vive Dios en unión con los seres humanos (Mt 24,38; Lc 17,27; 14,20). Por
esta razón, en la alianza cristiana la unión de los esposos está llamada a simbolizar
cómo Dios es tá unido en Cristo al pueblo constituido en Iglesia. Y cuando se le
plantea a Jesús el problema de si existirá o no experiencia conyugal sexual en la vida
futura, recuerda él que en la alianza escatológica se consumará la comunión total de
amor con Dios, lo cual hará innecesario todo simbolismo sexual: “Cuando resuciten de
entre los muertos, no se casarán ni los hombres ni las mujeres, sino que serán como
ángeles en los cielos” (Mc 12,25).

¿Prefiere el evangelio el celibato porque es una experiencia anticipadora del estado


de vida bienaventurada? La vida de la caridad escatológica es totalmente distinta
incluso del estado virginal en este mundo. En la vida terrena la misma caridad virginal
es experimentada dentro de un componente sexual personal. En cambio, en la vida
futura la existencia será completamente nueva según el espíritu resucitado. En el
Evangelio se sugiere el celibato terreno como servicio apostólico, como mayor
disponibilidad a una misión eclesial, como posibilidad de ofrecerse libre para una
actividad misionera itinerante: si no nos casamos es para poder servir mejor al reino
de Dios (Mt 19,12). “El célibe se preocupa de las cosas del Señor y cómo agradarle”
(1Cor 7,32). Existe otra utilidad más; dado que “pasa la escena de este mundo (1Cor
7,31), “el que no se casa hace mejor” (1Cor 7,38), porque evita muchas tribulaciones.

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¿Cómo vivir en el tiempo presente la experiencia sexual conyugal? Estamos en una


alianza eclesial de transición pascual: de la vida según la carne a la vida según el
espíritu. Un tránsito que tiene como meta conducir a los individuos a toda unión
matrimonial a la formación de un solo cuerpo con Cristo y en Cristo. “Os he
desposado con un solo varón para presentaros a Cristo como virgen casta” (2Cor
11,2). Los cónyuges, unidos entre sí como una sola carne (Mt 19,6), deben buscar
ofrecerse a Cristo como una “pequeña iglesia”, alimentada y santificada por la carne
inmaculada de Cristo (Ef 5,29-30).

Esta meta no es nunca enteramente actualizable al presente. Los esposos, más que
ser ya una sola cosa en Cristo, están comprometidos a redimirse recíprocamente, a
comunicarse la gracia sacramentalmente recibida del Espíritu de Cristo. Cada uno de
ellos es ministro en relación con la vida pascual del otro; es salvador del cónyuge en
cuanto se siente salvado por el Señor; es corredentor en el ambiente familiar, porque
está sacramentalmente unido al morir-resucitar de Cristo. Los cónyuges cristianos
están estrechamente unidos en su realizarse espiritual; deben vivir su vida sexual de
modo que ejerzan un dominio mortificativo pascual de ella, que se manifiesten como
caminantes hacia una unión en el amor y se propongan una meta más allá de sus
experiencia sexual. “Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran”
(1Cor 7,29).

En conclusión, la sexualidad se presenta en la palabra revelada de acuerdo con


aspectos dialécticamente entrelazados. Representa en sí misma una realidad buena
creada por Dios (Gén 1,27), aunque desorientada por el pecado (Gén 3,7). Debe ser
vivida en sí misma liberándola de todo condicionamiento de impureza cultual, aunque
se debe intentar vivir superándola para caminar mejor hacia el reino de Dios. Debe
ser aceptada en su sentido humano realista por encima de todo aspecto mitológico-
cósmico, aunque debe ser ejercida como simbolismo de la alianza con Dios en Cristo.
La palabra de Dios no se detiene a investigar la sexualidad en su acepción científico –
psicológica, aunque de hecho la replantea inculturada según los contextos culturales
que aparecen en la historia salvífica. Esta visión bíblica tan compleja sobre la
sexualidad permitirá a la comunidad cristiana señalar la espiritualidad en torno a lo
sexual, de conformidad con la gracia eclesial y con la cultura propia de cada época.

IV. Hombre y mujer

El texto revelado presenta a Dios comprometido en una creación continuada: quiere


conducir tanto al hombre como a la mujer a ser imagen suya (Gén 1,2). Por esta
vocación, el hombre y la mujer constituyen valores autónomos; entre ellos se da no ya
una complementariedad de seres incompletos e interdependientes, sino reciprocidad.
Responsablemente adultos, están llamados a ofrecerse en relaciones interpersonales
de servicio y de don (Gén 2.18).

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Para poder instaurar una vida comunitaria noblemente interpersonal entre hombre y
mujer, Dios ha llamado a cooperar en ella a la misma actividad de los seres humanos.
Estando la acción creadora divina vinculada a la operosidad humana, se sujeta a las
vicisitudes de la historia del hombre; permite que las relaciones interpersonales entre
hombre y mujer conozcan experiencias desde puntos de vista diferentes, unas veces
negativos y otros positivos. No existe la posibilidad de instaurar en la tierra una
armonía perfectamente auténtica y definitiva entre las potencialidades del varón y de
la mujer.

El texto revelado recuerda las consecuencias del pecado en las relaciones entre
hombre y mujer mediante expresiones inculturadas, propias de la época israelítica
(Gén 3,16; Ex 20,17; Lev 15, 19s): la mujer induce al hombre al mal (Gén 3,6-12); el
hombre intenta subyugarla (Gén 3,16); en su propia intimidad se sienten extraños y
avergonzados el uno frente al otro (Gén 3,7). La historia sucesiva representará en
formas continuas variadas el intento de instaurar la reciprocidad entre el hombre y la
mujer. Pero entre ambos aflorarán en formas diversas la incomunicabilidad y la
voluntad de dominio del uno sobre el otro.

Esta experiencia de desigualdad entre el hombre y la mujer influirá en el modo mismo


de imaginar y representar a Dios. La Sagrada Escritura cuando habla de Dios, aunque
lo declara como un ser asexuado (Job 9,32) y “espíritu” (Jn 4,24), lo trata
implícitamente como varón. El mismo verbo de Dios al encarnarse es Cristo Jesús,
Dios – hombre. Todo esto ha avalado implícitamente la supremacía del hombre sobre
la mujer.

Redención y palabra de Cristo son realidades que perfeccionan las perspectivas ya


sugeridas por los profetas del Antiguo Testamento, a la vez que se comprometen a
superar estos condicionamientos que sirven de obstáculo a la comunión plena entre
hombre y mujer. A través de la transformación pascual, el hombre y la mujer están
destinados a una vida mmística en la caridad, a ser una “sola cosa” en el espíritu de
Cristo (Jn 17,22), a ofrecerse recíprocamente mediante un amor libre y liberador (Mc
10,44). Están llamados a alcanzar por la gracia las relaciones que existen en Dios de
una manera perfecta por naturaleza. Semejante utopía evangélica puede y debe
expresarse ya desde ahora en algunos signos, aunque estén en gran medida
condicionados cual compromisos históricos, que, sin embargo, deben desempeñar
una indicación profética.

San Pablo recuerda la indicación utópica del Evangelio: hombre y mujer constituyen
un mismo ser en la alianza de caridad con Dios en Cristo (Gál 3.28; 1Cor 11, 11-22);
asimismo, la mujer en el ejercicio de ministerios y profecía, es igual al hombre (1Tes
5,19-20; 1Cor 11,4-5). Al mismo tiempo, san Pablo se declara respetuoso de las
costumbres de su época (1Cor 11,2-16). Siguiendo estas costumbres y partiendo de
la vida caritativa de Cristo viviente en la Iglesia, exige que la mujer esté sometida al
marido (1Cor 11,3), que lleve velo en señal de sumisión (1Cor 11,10) y que
permanezca silenciosa en la asamblea, dejándose instruir por el marido (1Cor 14, 34-
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35; 1Tim 2,11-12). La motivación caritativa, si por una parte comunicó una inspiración
evangélica a las costumbres dominantes, al mismo tiempo las hizo más estables
sacralizándolas (Cf Ef 5,25-29). Es posible que San Pablo no tuviera clara conciencia
del influjo que la caridad debe ejercitar al revolucionar de modo explosivo las
costumbres existentes.

En los santos padres apunta la conciencia de la existencia de disparidades


irrenunciables entre hombre y mujer. Mientras, por un lado, a propósito de la
soteriología cristiana, proclaman la elevada dignidad de la mujer, especialmente en la
virginidad, por otra interpretan de forma más insistente las descripciones históricas de
la Biblia como enunciados teológicos de desconfianza respecto a la personalidad
moral de la mujer que tiene el deber de estar sometida al hombre.

El magisterio de la Iglesia, a través de su enseñanza social, inculca la dependencia de


la mujer respecto al hombre como ley natural impuesta sobre todo por la índole misma
de la familia humana: “En ningún tiempo ni lugar es lícito subvertir la estructura
esencial de la familia misma y su ley firmemente establecida por Dios” (Pío XI,
encíclica Casti connubii, 12). Y si la actual costumbre social exige la presencia activa
de la mujer en la vida social y política “la igualdad de derechos con el hombre ha
sometido a la mujer, con el abandono de la casa, donde era una reina, al mismo peso
y tiempo del trabajo. No se ha dado importancia a su verdadera dignidad y al sólido
fundamento de todos sus derechos, es decir, el carácter peculiar de su ser femenino y
la íntima coordinación de los dos sexos” (Pío XII, discurso del 21 de octubre de 1945,
17 y 27). Semejantes valoraciones del magisterio estaban influidas por las situaciones
sociales del momento, que eran negativas para la mujer, así como por preoupaciones
de moralidad pública. Al lado de estos enunciados de delimitación de la autonomía
social y familiar de la mujer, el magisterio ha proclamado de forma bastante teórica la
igualdad de dignidades entre hombre y mujer en todos los terrenos (Cf GS 29,49; AA
9-10; Juan XXIII, encíclica Pacem in terris, 41; Pablo VI Octogesima adveniens, 35;
Juan Pablo II, Mulieris disnitatem).

No sólo la enseñanza del magisterio sino la misma costumbre eclesial ha propendido


a exaltar a la mujer por el lado teórico (Proclamándola persona, hija de Dios,
reencarnación de las gracias de María santísima, templo del Espíritu Santo, etc.),
mostrando luego desconfianza respecto a su personalidad concreta (declarándola
ocasión de pecado legitimando la opresión social respecto a ella, considerándola de
modo habitual bajo la exclusiva visión sexual de madre o de núbil). Todo esto se debe
a que la comunidad cristiana se ha encerrado sobre todo en preocupaciones
moralizantes; ha temido que resultara peligroso desvincularse de la modalidades de
las costumbres sociales del momento, y ello por inconsciente reflejo del poder
eclesiástico masculino sobre la vida humana. Por el contrario, sería deseable que la
comunidad eclesial supiera anunciar proféticamente y apoyar pastoralmente la
liberación efectiva de la mujer; que supiera comunicar la inspiración evangélica a la
nueva experiencia social en proceso de actualización respecto a las relaciones
interpersonales de marido-mujer. De esta forma la comunidad cristiana, a la vez que
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se deja instruir por las iniciativas sociales de promoción femenina, puede evangelizar
las nuevas experiencias políticas. La asamblea cristianan vive en una tensión
constante, jamás resuelta en términos definitivos, entre el ideal evangélico y sus
realizaciones históricas concretas. Sería fatal que se agazapase en una ideología
capaz de neutralizar la tensión evangélica; debe aceptar las reivindicaciones
feministas, transformándolas en propuestas de enunciados evangélicos proféticos.

Pero sería injusto pensar que la desconfianza hacia la mujer es una actitud exclusiva
de la mentalidad eclesiástica. Con mayor profundidad ha estado presente en la amplia
experiencia cultural humana. En general, se podría asegurar que en las diversas
civilizaciones se han vivido las relaciones entre hombre y mujer en dependencia del
significado y del valor otorgados a la sexualidad. Según Aristóteles, y después según
los teólogos medievales, la sexualidad se limita a la esfera biológica corporal. En
consecuencia, la complementariedad entre hombre y mujer aparece limitada
simplemente a la procreación, “porque para cualquier otra actividad el hombre reciba
un mejor servicio de otro hombre que el que recibe de la mujer” (S Th I, q. 2, a. 1). La
mujer, con respecto al hombre, es un ser al que falta su perfección; se presenta en
inferioridad de condiciones en el campo cultural y social, a pesar de que por el lado
existencial convive con el hombre en auténtica relación de amor (S Th I, q. 92, a. 2).

Posteriormente, la sexualidad se ha considerado bajo la dimensión humana y


psicológica como fuente de dotes y cualidades totalmente particulares.

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