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Apalabrarse

Hacer mi vida de libros, con ellos y por ellos. Nadar entre las hojas, arrancarles las

palabras, los números, las imágenes y pegarlas en mi cuello, en mis dedos, en los ojos, en

la lengua, para que, al caminar, vaya envolviendo al mundo con cuentos y poemas o tal

vez una que otra novela cuando me encuentre por más tiempo en un lugar... mi habitación,

por ejemplo. Todos podrían irse contagiando de mí con mis letras y números, ya no

tendría caso publicar libros debido al rapto de las palabras que surge del contagio, por

necesidad o por costumbre de verlas hasta en las pestañas del gato y en el excusado. Al

nacer, los bebés verán en los rostros, en las paredes y en las luces un montón de letras y,

con el tiempo, las comprenderán incluso mejor que nosotros, pero les serán tan comunes

que se volverán insignificantes para ellos hasta que alguien -quizá yo o alguno de esos

seres del nuevo mundo- vuelva a acomodar las letras en las páginas, y los techos y los

sillones queden sin palabras, se devuelvan los espacios vacíos y entonces, sí, sólo algunos

retomaremos la íntima relación que teníamos con el lenguaje escrito.

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