En el danzón siempre se ha tratado de encontrar una silueta humana que no resulte

demasiado compleja y que tampoco se convierta en una figura corporal inmutable. La

cadencia debe ser sutil, debe coexistir con una intención suave de movimiento; una

complicidad profunda del que escucha para con sus pies y la melodía que jamás se sueltan

para abrumarse y ser un estrepitoso deleite de coreografías. El Danzón de Magaly Ruiz

cumple con estas expectativas, pero al ser tocada únicamente por el saxofón, termina por

coartar esa habilidad de pieza de baile, y la transforma automáticamente en un encuentro de

estilo mucho más dados a la contemplación que no al movimiento y que llega a ratos al

desensamble de ese espíritu, para sustituirlo por otro más entregado al oído que al cuerpo.