placeres. Me aporta lo que siempre le he pedido a la literatura, nada. Por sí mismo me lo ha dado todo. La dificultad de transitar por esta vida se vuelve una dulce cotidianidad en los relatos de Cheever. Eso no impide que subyazca cierto pesimismo, un sesgo existencialista en cada una de sus historias. En concreto El Nadador, lo descubrí primero en la gran pantalla, en mi época de cine club. La película homónima está a la altura del relato. Dirigida por Frank Perry en 1968 con una delicadeza que refleja a la perfección el espíritu del relato. Por supuesto, la interpretación de Burt Lancaster es una delicia. Su portentoso físico, es una elegante estampa que condiciona por completo la película. Cuando leí el relato, en un volumen de cuentos, quedé sobrecogido. Una mezcla de belleza y patetismo, de elegancia y decadencia. Ned Marrill es el nombre del protagonista. Un exitoso publicista en horas bajas. Aunque en el texto no llega a especificarse del todo, subyace un innegable sabor psicológico de fracaso. Un caluroso y agradable día de verano, Ned y su mujer están en la casa de unos amigos, los Westerhazy. Toman el sol de forma relajada y tranquila. Comentan lo mucho que han bebido el día anterior. Algo que parecen hacer todos en ese condado de gente acomodada, burgueses a los que le sonríe la vida, adinerados hombres de negocios que disfrutan de sus posesiones. De súbito Ned tiene la extraña idea de cruzar todo el condado a nado. Se hace un mapa mental de las piscinas de todas las casas del vecindario. Se las imagina como la corriente de un rio que bautiza con el nombre de su mujer Lucinda. Si más explicaciones se zambulle en la piscina y la cruza con elegante brazadas de crol. Es un hombre de complexión atlética. Su aspecto rebosa salud, su sonrisa optimismo e inocencia. Se cree un explorador con la misión de descubrir los orígenes de su rio imaginario. Sale de la piscina y corretea con gran energía hasta la casa siguiente, los Graham. Se siente inspirado, como en medio de una ensoñación, fuera de la realidad. Se lanza con total naturalidad como si fuera un verdadero profesional, siempre de cabeza, no pasaría por menos. Algunos lo saludan como habitual, otros se extrañan un poco de aquella actitud. Así lo hace en unas cuantas mansiones más: los Rosscup, los Howland y muchos otros. Poco a poco el cansancio va haciendo mella. Necesita un trago para combatir el desánimo. En una de las casas hay una fiesta, pues los domingos son días de asueto. Precisamente la casa en la que no es muy bien recibido. Aunque él se arroga todo el derecho a penetrar en la propiedad de los demás, utilizar su piscina y beber sus copas. El esplendoroso día empieza a declinar. Grandes nubes negras asoman por el oeste, una incómoda sensación de humedad. En su itinerario había una barrera natural en forma de autopista que tenía que atravesar obligatoriamente. Los automovilistas se extrañaron de ver a aquel tipo en bañador, descalzo en la cuneta, en medio de un montón de desperdicios, intentando cruzar. Algunos lo increparon, otros lo miraban como a un pobre loco. A duras penas logró cruzar. El cielo quedó cubierto por un manto negro. La lluvia comenzó a caer arrastrada por un viento desagradable. Las hojas de los árboles volaron como pequeñas cometas. El desánimo se apoderaba de Ned por momentos. Comenzó a dudar de la viabilidad de su proyecto. Pensó en tomar una copa, necesitaba una copa. Dio con la casa de los Biswanger, una de las pocas familias con las que tenían desavenencias. No fue bien recibido en medio de la fiesta. La anfitriona explicó a todo el mundo lo que pensaba de aquel hombre. Pero el protagonista tenía una alta concepción de sí mismo. Además, su imponente estampa, su elegancia y sonrisa hacían que todo el mundo sintiese una simpatía natural. Igualmente cruzó la piscina sin hacer caso a los improperios. Bebió una copa servida de mala manera y siguió en busca de la próxima piscina. Según avanza el relato, descubrimos el paralelismo entre la hazaña del nadador y su vida. La visión de sí mismo se ve reflejada en las azuladas aguas de las piscinas. Por fin llega al final del periplo, su propia casa. Un momento dramático, la lluvia arrecia, el cielo descarga una procelosa tormenta de verano. Aquí se da de bruces con la realidad. El autoengaño ha llegado a su fin. Ha perdido esa sensación de ingravidez para sentir los músculos como losas que le impiden moverse. Las verjas cerradas, el jardín abandonado y entre la maleza vencida por la lluvia un cartel: “Se vende”. Cheever a pesar de su prosa amable, con su impulso de elegante descripción, deja entrever los más íntimos rincones del alma humana. La desesperanza anida en nuestra condición. El alcoholismo ronda a los personajes de sus relatos. Es una sensación latente que acecha en cada esquina. Nuestro autor describe con pulcritud la vida que le rodea. Un ambiente burgués, acomodado, aunque no exento de ansiedades. Aquí lo relevante, lo que convierte en arte la cotidianidad más abstrusa es la palabra escogida por Cheever, su escrupulosa manera de construir las frases, de articular el discurso. Mezcla al narrador omnisciente que contextualiza a los personajes con el diálogo. El aspecto dialógico es fundamental en una novela pues agiliza la lectura y nos ofrece los distintos puntos de vista de los personajes. John Cheever habla solo de una parte de la sociedad norteamericana, la que mejor conoce, en la que siempre se ha movido. No en vano se le ha considera el Chejov americano. Su especialidad son los cuentos. Tiene una buena colección. Empezó publicando en pequeñas revistas hasta llega a la prestigiosa New Yorker con la que ha mantenido un vínculo a lo largo de su vida. Escribió, además varias novelas: Crónica de los Wapshot que obtuvo el premio National Book Award. Le siguió El escándalo de los Wapshot, una continuación de la saga de los Wapshot, que se considera basada en su propia familia. Bullet park en 1969 y Falconer en 1977. Su recopilación de relatos mereció el premio Pulitzer: The stories of John Cheever.
JOHN CHEEVER, EL NADADOR: LA HOSTILIDAD
HACIA LOS EXTRAÑOS
Hay autores, que con un único relato o novela, pasan a
formar parte de las páginas más laureadas de la historia de la literatura. No es el caso de John Cheever, uno de los mejores narradores norteamericanos del siglo XX, que en el género del relato corto, no sólo ha creado escuela a la hora de afrontar y resolver su composición, sino que ha llegado a fraguarse una estela casi mítica. Sobre todo, si nos detenemos en cuentos como el titulado El nadador, que ha sido objeto de estudio por infinidad de escritores y talleres literarios, lo que le han posicionado en la cima de las narraciones cortas. Como en todo buen relato corto que se precie, nada es lo que parece, y las corrientes profundas que no vemos son tan importantes o más que aquello que se nos muestra en superficie. Y así, una mañana soleada del final del verano y el tono que el narrador le proporciona al inicio del relato, no nos hacen prever el devenir de su protagonista y su transformación. Lo que nos lleva a formularnos la siguiente pregunta: entonces, qué impulsa a Neddy Merrill a volver a su casa a través de todas las piscinas del condado. La idea inicial de placer y felicidad, se va tornando nítidamente turbia a medida que el nadador se sumerge una y otra vez en las piscinas de sus vecinos, como si cada vez que se zambullera en el agua, indagara en las heridas propias y ajenas. El nadador, en este sentido, representa a la perfección el simbolismo de los viajes iniciáticos, que en esta ocasión, en vez de marchar hacia delante, vuelve atrás en el tiempo. Es en esa introspección, donde el olvido se vuelve recuerdo, y donde las dudas acaban convirtiéndose en certezas. La búsqueda de la felicidad intrínseca al ser humano, en este relato está perfectamente retratada en la figura de su protagonista, Neddy Merrill (álter ego de John Cheever), que con el paso de las propiedades y las piscinas, transforma el hedonismo inicial en obstinación y en una batalla contra sí mismo y el paso del tiempo, para posteriormente derivar en hostilidad hacia los vecinos que acaban siendo concebidos como extraños. El alcohol y los sempiternos vecinos de los suburbios presentes en los cuentos de Cheever, vuelven a formar parte de la espina dorsal de este relato, que navega con dudas al inicio, pero con viento firme después, sobre las corrientes ocultas que transitan nuestras vidas y la necesidad que tenemos en un momento de hacerles frente, aunque con ello nos enfrentemos con la dura realidad. Y llegamos a la conclusión que tanto en la ficción como en la no ficción nada es lo que parece, porque el pecado original que nos persigue desde que nacemos, nos impulsa como exploradores sin brújula a la búsqueda de esa entelequia a la que hemos acordado en llamar felicidad. Esa ausencia de éxito, finalmente nos lleva a hacernos preguntas que no admiten una simple respuesta, porque sencillamente son como las experiencias que acumulamos en el día a día, una sucesión de interrogantes que no tienen una única solución, como los crucigramas o los sudokus. El ímpetu que le devuelve a su casa, pero también al principio de su desdicha, es la sinopsis de una carrera de obstáculos que Neddy Merrill trata de saltar, aunque se quede sin fuerzas. El aliento que transita en cada una de las líneas de este El nadador, marcan como nadie la pauta de un salmón en su búsqueda por llegar al nacimiento del río del que un día partió. Ese regreso al punto inicial, también se comporta tanto como la necesidad de volver a empezar y no caer en los mismos errores, como en la posibilidad de purificar nuestra existencia; una idea que por imposible, nos lleva hasta el absurdo. La expiación de la propia culpa, tan presente en la vida y en la obra de Cheever, aquí alcanza su zenit y lo hace de tal modo, que se comporta como un grito de hostilidad hacia los extraños, aunque uno mismo forme parte de esa pantalla. Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.