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JOHN CHEEVER

EL NADADOR

Leer a John Cheever es para mí uno de los mejores


placeres. Me aporta lo que siempre le he pedido a la
literatura, nada. Por sí mismo me lo ha dado todo. La
dificultad de transitar por esta vida se vuelve una dulce
cotidianidad en los relatos de Cheever. Eso no impide que
subyazca cierto pesimismo, un sesgo existencialista en
cada una de sus historias. En concreto El Nadador, lo
descubrí primero en la gran pantalla, en mi época de cine
club. La película homónima está a la altura del relato.
Dirigida por Frank Perry en 1968 con una delicadeza que
refleja a la perfección el espíritu del relato. Por supuesto, la
interpretación de Burt Lancaster es una delicia. Su
portentoso físico, es una elegante estampa que condiciona
por completo la película.
Cuando leí el relato, en un volumen de cuentos, quedé
sobrecogido. Una mezcla de belleza y patetismo, de
elegancia y decadencia. Ned Marrill es el nombre del
protagonista. Un exitoso publicista en horas bajas. Aunque
en el texto no llega a especificarse del todo, subyace un
innegable sabor psicológico de fracaso. Un caluroso y
agradable día de verano, Ned y su mujer están en la casa
de unos amigos, los Westerhazy. Toman el sol de forma
relajada y tranquila. Comentan lo mucho que han bebido el
día anterior. Algo que parecen hacer todos en ese condado
de gente acomodada, burgueses a los que le sonríe la vida,
adinerados hombres de negocios que disfrutan de sus
posesiones. De súbito Ned tiene la extraña idea de cruzar
todo el condado a nado. Se hace un mapa mental de las
piscinas de todas las casas del vecindario. Se las imagina
como la corriente de un rio que bautiza con el nombre de
su mujer Lucinda. Si más explicaciones se zambulle en la
piscina y la cruza con elegante brazadas de crol. Es un
hombre de complexión atlética.
Su aspecto rebosa salud, su sonrisa optimismo e inocencia.
Se cree un explorador con la misión de descubrir los
orígenes de su rio imaginario. Sale de la piscina y corretea
con gran energía hasta la casa siguiente, los Graham. Se
siente inspirado, como en medio de una ensoñación, fuera
de la realidad.  Se lanza con total naturalidad como si fuera
un verdadero profesional, siempre de cabeza, no pasaría
por menos. Algunos lo saludan como habitual, otros se
extrañan un poco de aquella actitud. Así lo hace en unas
cuantas mansiones más: los Rosscup, los Howland y
muchos otros. Poco a poco el cansancio va haciendo mella.
Necesita un trago para combatir el desánimo. En una de las
casas hay una fiesta, pues los domingos son días de
asueto. Precisamente la casa en la que no es muy bien
recibido. Aunque él se arroga todo el derecho a penetrar en
la propiedad de los demás, utilizar su piscina y beber sus
copas.
El esplendoroso día empieza a declinar. Grandes nubes
negras asoman por el oeste, una incómoda sensación de
humedad. En su itinerario había una barrera natural en
forma de autopista que tenía que atravesar
obligatoriamente. Los automovilistas se extrañaron de ver a
aquel tipo en bañador, descalzo en la cuneta, en medio de
un montón de desperdicios, intentando cruzar. Algunos lo
increparon, otros lo miraban como a un pobre loco. A duras
penas logró cruzar. El cielo quedó cubierto por un manto
negro. La lluvia comenzó a caer arrastrada por un viento
desagradable. Las hojas de los árboles volaron como
pequeñas cometas. El desánimo se apoderaba de Ned por
momentos. Comenzó a dudar de la viabilidad de su
proyecto. Pensó en tomar una copa, necesitaba una copa.
Dio con la casa de los Biswanger, una de las pocas familias
con las que tenían desavenencias. No fue bien recibido en
medio de la fiesta. La anfitriona explicó a todo el mundo lo
que pensaba de aquel hombre. Pero el protagonista tenía
una alta concepción de sí mismo. Además, su imponente
estampa, su elegancia y sonrisa hacían que todo el mundo
sintiese una simpatía natural. Igualmente cruzó la piscina
sin hacer caso a los improperios. Bebió una copa servida de
mala manera y siguió en busca de la próxima piscina.
Según avanza el relato, descubrimos el paralelismo entre la
hazaña del nadador y su vida. La visión de sí mismo se ve
reflejada en las azuladas aguas de las piscinas. Por fin llega
al final del periplo, su propia casa. Un momento dramático,
la lluvia arrecia, el cielo descarga una procelosa tormenta
de verano. Aquí se da de bruces con la realidad. El
autoengaño ha llegado a su fin. Ha perdido esa sensación
de ingravidez para sentir los músculos como losas que le
impiden moverse. Las verjas cerradas, el jardín
abandonado y entre la maleza vencida por la lluvia un
cartel: “Se vende”.
Cheever a pesar de su prosa amable, con su impulso de
elegante descripción, deja entrever los más íntimos
rincones del alma humana. La desesperanza anida en
nuestra condición. El alcoholismo ronda a los personajes de
sus relatos. Es una sensación latente que acecha en cada
esquina. Nuestro autor describe con pulcritud la vida que le
rodea. Un ambiente burgués, acomodado, aunque no
exento de ansiedades. Aquí lo relevante, lo que convierte
en arte la cotidianidad más abstrusa es la palabra escogida
por Cheever, su escrupulosa manera de construir las frases,
de articular el discurso. Mezcla al narrador omnisciente que
contextualiza a los personajes con el diálogo.
El aspecto dialógico es fundamental en una novela pues
agiliza la lectura y nos ofrece los distintos puntos de vista
de los personajes. John Cheever habla solo de una parte de
la sociedad norteamericana, la que mejor conoce, en la que
siempre se ha movido. No en vano se le ha considera el
Chejov americano. Su especialidad son los cuentos. Tiene
una buena colección. Empezó publicando en pequeñas
revistas hasta llega a la prestigiosa New Yorker con la que
ha mantenido un vínculo a lo largo de su vida. Escribió,
además varias novelas: Crónica de los Wapshot que obtuvo
el premio National Book Award. Le siguió El escándalo de
los Wapshot, una continuación de la saga de los Wapshot,
que se considera basada en su propia familia. Bullet
park en 1969 y Falconer en 1977. Su recopilación de
relatos mereció el premio Pulitzer: The stories of
John Cheever.

JOHN CHEEVER, EL NADADOR: LA HOSTILIDAD


HACIA LOS EXTRAÑOS

Hay autores, que con un único relato o novela, pasan a


formar parte de las páginas más laureadas de la historia de
la literatura. No es el caso de John Cheever, uno de los
mejores narradores norteamericanos del siglo XX, que en el
género del relato corto, no sólo ha creado escuela a la hora
de afrontar y resolver su composición, sino que ha llegado
a fraguarse una estela casi mítica. Sobre todo, si nos
detenemos en cuentos como el titulado El nadador, que ha
sido objeto de estudio por infinidad de escritores y talleres
literarios, lo que le han posicionado en la cima de las
narraciones cortas. Como en todo buen relato corto que se
precie, nada es lo que parece, y las corrientes profundas
que no vemos son tan importantes o más que aquello que
se nos muestra en superficie. Y así, una mañana soleada
del final del verano y el tono que el narrador le proporciona
al inicio del relato, no nos hacen prever el devenir de su
protagonista y su transformación. Lo que nos lleva a
formularnos la siguiente pregunta: entonces, qué impulsa a
Neddy Merrill a volver a su casa a través de todas las
piscinas del condado. La idea inicial de placer y felicidad, se
va tornando nítidamente turbia a medida que el nadador se
sumerge una y otra vez en las piscinas de sus vecinos,
como si cada vez que se zambullera en el agua, indagara
en las heridas propias y ajenas. El nadador, en este
sentido, representa a la perfección el simbolismo de los
viajes iniciáticos, que en esta ocasión, en vez de marchar
hacia delante, vuelve atrás en el tiempo. Es en esa
introspección, donde el olvido se vuelve recuerdo, y donde
las dudas acaban convirtiéndose en certezas. La búsqueda
de la felicidad intrínseca al ser humano, en este relato está
perfectamente retratada en la figura de su protagonista,
Neddy Merrill (álter ego de John Cheever), que con el paso
de las propiedades y las piscinas, transforma el hedonismo
inicial en obstinación y en una batalla contra sí mismo y el
paso del tiempo, para posteriormente derivar en hostilidad
hacia los vecinos que acaban siendo concebidos como
extraños. El alcohol y los sempiternos vecinos de los
suburbios presentes en los cuentos de Cheever, vuelven a
formar parte de la espina dorsal de este relato, que navega
con dudas al inicio, pero con viento firme después, sobre
las corrientes ocultas que transitan nuestras vidas y la
necesidad que tenemos en un momento de hacerles frente,
aunque con ello nos enfrentemos con la dura realidad. Y
llegamos a la conclusión que tanto en la ficción como en la
no ficción nada es lo que parece, porque el pecado original
que nos persigue desde que nacemos, nos impulsa como
exploradores sin brújula a la búsqueda de esa entelequia a
la que hemos acordado en llamar felicidad. Esa ausencia de
éxito, finalmente nos lleva a hacernos preguntas que no
admiten una simple respuesta, porque sencillamente son
como las experiencias que acumulamos en el día a día, una
sucesión de interrogantes que no tienen una única solución,
como los crucigramas o los sudokus. El ímpetu que le
devuelve a su casa, pero también al principio de su
desdicha, es la sinopsis de una carrera de obstáculos que
Neddy Merrill trata de saltar, aunque se quede sin fuerzas.
El aliento que transita en cada una de las líneas de este El
nadador, marcan como nadie la pauta de un salmón en su
búsqueda por llegar al nacimiento del río del que un día
partió. Ese regreso al punto inicial, también se comporta
tanto como la necesidad de volver a empezar y no caer en
los mismos errores, como en la posibilidad de purificar
nuestra existencia; una idea que por imposible, nos lleva
hasta el absurdo. La expiación de la propia culpa, tan
presente en la vida y en la obra de Cheever, aquí alcanza
su zenit y lo hace de tal modo, que se comporta como un
grito de hostilidad hacia los extraños, aunque uno mismo
forme parte de esa pantalla.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.

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