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La tortura y falsos dilemas

Henrik López
Profesor de la Universidad de los Andes

Durante la pasada campaña electoral en 2007, ocurrió que en un debate


televisado Antanas Mockus presentó un dilema moral a uno de los candidatos a la
alcaldía de Bogotá. En su momento, se generó una polémica sobre la respuesta
del candidato, discusión que no pasó de ser parte de un efímero momento político.
Según sucedió, el candidato optó por una respuesta que corresponde a la teoría
del mal menor.

En reciente entrevista, el Juez Scalia (Magistrado de la Corte Suprema de Estados


Unidos), en la que se refirió al método de interrogación llamado ahogamiento
simulado, señaló que los jueces debían adoptar medidas estrictas cuando los
testigos se negaban a responder los interrogatorios. Luego añadió:

“Supongo que es lo mismo con aquello llamado tortura. ¿Es realmente


sencillo determinar que golpear a una persona en la cara para establecer
donde ha escondido una bomba que va a estallar en Los Angeles está
prohibido por la Constitución?” 1 .

Dentro del reciente debate que se ha originado en Estados Unidos sobre los
medios de “interrogación” que utiliza la C.I.A., se ha conocido que éstos utilizan el
ahogamiento simulado. Varios lo han defendido, bajo la idea del mal menor: ¿se
puede justificar que se abstenga de “interrogar”, así sea “fuertemente”, a una
persona, si con ello se evita un daño mayor?

La trampa de la pregunta estriba en que cierra las opciones, al negar de entrada la


existencia de otras opciones. Esquema propio de las alternativas utilitaristas,
sustentados en pensamientos limitados, en los que lo único que interesa es el
pragmático enfrentamiento del daño mayor.

Resulta interesante que bajo el ropaje de un dilema moral, se esconde la


disposición al abandono de los valores e ideales que explican el porqué debe
1
Traducción personal. Extractado de noticia aparecida en el portal de la BBC. US Judge stops in torture row.
12 February 2008. Dispone en http://news.bbc.co.uk/2/hi/americas/7239748.stm Capturado el 21/02/08.
enfrentarse el mal mayor. Así, en el caso de la tortura, la necesidad de evitar el
daño mayor se justifica por el deber de proteger los derechos de las personas, que
es precisamente lo sacrificado. La reelección para evitar una catástrofe, lleva a
destruir los principios republicanos que se pretenden defender (asumiendo, de
buena fe, que eso es lo que se desea defender). El secuestro para lograr la
libertad. Los muros de la infamia, para lograr la resocialización. Etc.

Nuestra civilización –en la que se han alcanzado distintos niveles evolutivos- se


asienta sobre los principios de respeto y responsabilidad. Se demanda respeto por
los derechos del otro y se castiga a quien infringe este mandato, esta es la base
de la responsabilidad. Este esquema organizativo es altamente frágil, pues
demanda un constante control sobre el uso de la fuerza. No quiere ello decir que
el poder y la violencia no puedan ejercerse y que de hecho no se ejerzan por fuera
de los cauces de los principios organizativos. No seamos ingenuos.

Pero, he aquí la diferencia, tales desviaciones son ilegítimas. La discusión sobre


qué diferencia al secuestrador del carcelero es apropiada para ilustrar el punto.
Ambos privan de la libertad a una persona. Pero sólo el segundo, al amparo del
respeto por los principios estructurantes de nuestra civilización, actúa
legítimamente. Únicamente éste otorgó a la persona la posibilidad de defensa y de
justificar su posición. El primero impone su fuerza –no su poder, pues carece de
él-, es la expresión de la brutalidad pura.

Quien tortura, al igual que aquel que apoya los modos de tortura, impone su propia
fuerza y reivindica la brutalidad como regla estructurante. Claramente evoca el mal
menor, cual miel para endulzar su traición. Pero, por ahí dicen, el que entre la miel
anda, algo se le pega. ¿Qué tanto se le pega? ¿Cuánto está dispuesto a
abandonar por el mal menor?

La teoría del mal menor nos lleva fácilmente, máxime cuando se soporta en
información incompleta o en falacias, a un callejón sin salida, pues quien propone
la justificación envía el siguiente mensaje: “no hay otra opción y toda persona
racional optaría por ésta”. Sin embargo la propuesta justificante oculta las otras
opciones.

Este ocultamiento permite descubrir cuanto se está dispuesto a abandonar. Se


abandona la diversidad de opciones y, de esta manera, se traiciona por entero
nuestra civilización. Los principios enunciados –respeto y responsabilidad- se
traducen, entre muchas formas, en que nos organizamos en torno al
reconocimiento del valor intrínseco del otro y sobre un uso controlado y
condicionado de la fuerza. Al torturar, negamos tal valor y aprovechamos nuestra
efímera fuerza para imponer nuestra voluntad sobre el otro. Antes que poder,
utilizamos la violencia y, a la postre, quedamos con las ruinas de nuestra propia
civilización.
Estas ruinas son una advertencia sobre la fragilidad de nuestro modelo axiológico.
Un orden construido en torno a la confianza –que nos asegura libertad-, que es el
real soporte de nuestra seguridad. Hoy en día el respeto por el otro se traduce en
derechos humanos y a partir de ello se genera el modelo de confianza consistente
en la proscripción del sufrimiento y el dolor: dignidad humana.

Empero, algunos nuevamente alegarán que frente al sufrimiento colectivo ¿no se


justifica el sufrimiento individual? Seamos sinceros, al reclamar el principio de
confianza, no se evoca de manera romántica una pretendida bondad infinita del
ser humano y, mucho menos, se hace un llamado a dar la otra mejilla. Se parte,
precisamente, del potencial de brutalidad de los seres humanos y en el esfuerzo
por superarlo. Así, no se pretende que nos quedemos de brazos cruzados frente al
delincuente, a quien aterroriza, a quien secuestra, a quien destruye a la persona
humana. Exigimos su sanción, pero con la garantía de que en el camino, no
resultemos iguales o peores que el infractor. Es decir, al igual que exigimos
sanción, rechazamos la brutalidad como respuesta.

La reivindicación de la tortura y el menosprecio por el dolor y el sufrimiento,


torpedea el esfuerzo por expulsar la brutalidad de nuestra civilización. Pero, por
encima de todo, es una confesión de nuestra propia debilidad colectiva, de nuestra
incapacidad para enfrentar los temores –esa histeria colectiva-, de la fragilidad del
compromiso con y por el otro.

Quienes reivindican la brutalidad, quienes traicionan nuestra civilización, se


colocan en la periferia de este frágil orden. No podemos confundirnos en este
punto. Que el “centro” haga tal reivindicación, no es un llamado para “seguir sus
pasos”; no es expresión de liderazgo. Por el contrario, es indicación de que se ha
colocado en otra orilla, que ha abrazado otro modelo organizativo y funcional.

La tortura ha sido proscrita por los tratados de derechos humanos. Lo que significa
que en el nivel planetario, la brutalidad de esta práctica se ha rechazado y nuestra
civilización ha logrado imponerse en este plano. También implica que quien abjura
de este mandato, se coloca en la periferia axiológica del orbe. Para el país, esta
es la oportunidad para demostrar nuestra mayoría de edad: ¿tenemos la madurez
para distanciarnos de “líder” que se proscribe a sí mismo? Mucho me temo que
nuestra agenda está dictada por la fascinación por este modelo –nuestras élites- o
por una oposición ciega que cae en el mismo extremismo –nuestros violentos- , de
manera que seguiremos proscritos.

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