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PA R T E
Género y feminismos:
debates recientes
Gabriela Castellanos
Universidad del Valle, Colombia
É
stos son momentos difíciles para viejas luchadoras
como yo, pues parecería que se está perdiendo te-
rreno y estamos retrocediendo en todas las causas
que llevamos años defendiendo. No sólo nos encontramos ante una polari-
zación política entre fundamentalismos opuestos a nivel mundial, sino que
en nuestro país parece imperar una fuerte derechización, una pérdida de
derechos políticos, económicos y culturales, mientras que la resistencia a
estas tendencias, salvo contadas excepciones, parece pobre o insuficiente.
En cuanto a las luchas por los derechos de las mujeres, a pesar de algu-
nos logros importantes, nos enfrentamos hoy a un antifeminismo exa-
cerbado: poco después de que el Vaticano enviara una carta a los obispos
alrededor del mundo criticando a las feministas por acabar con la familia
tradicional, en España varios obispos opinaron que si los hombres ma-
tan a sus mujeres, es culpa de las feministas que han llevado a las muje-
res a abandonar la feminidad. En Estados Unidos algunos católicos pi-
den la excomunión de Kerry, el candidato a la presidencia, por apoyar el
aborto. Alrededor del mundo la administración de Bush impone la “ley
mordaza”, retirando apoyo financiero a cualquier entidad que trabaje
en el campo de salud sexual y reproductiva, informando a las mujeres
que atiende sobre cualquier aspecto relacionado con el aborto. Por otra
parte, la trivialización de la imagen de la mujer y el consumismo parecen
invadirnos por todas partes.
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Ahora más que nunca tenemos que seguir luchando y trabajando de ma-
nera cada vez más aunada e inteligente; sin embargo, en muchas ocasio-
nes observo entre nosotras un esquematismo a la hora de establecer posi-
ciones políticas o de escuchar los planteamientos de otras, una tendencia
a la polarización que de hecho se convierte en un obstáculo para la acción
conjunta y solidaria. Siguiendo un binarismo que cabría esperar que hu-
biéramos dejado atrás hace ya mucho tiempo, las posiciones se plantean
en torno a dos ejes: igualdad o diferencia. Diversos planteamientos se
hiper-simplifican y son metidos a la fuerza en estos dos estereotipos, ge-
nerando que quien se ubique en un polo, condene a priori las posiciones
de aquellos que, a su modo de ver, se sitúan en el polo opuesto.
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del feminismo, proponiéndonos una tercera vía más allá del liberalismo
con su demanda de acceso igualitario a las esferas de poder y al orden
simbólico, y más allá también del feminismo radical con su énfasis en la
reivindicación de lo femenino. Esa tercera actitud propuesta por Kris-
teva nos llevaría a desconstruir el binarismo entre lo masculino y lo fe-
menino, y, por tanto, a complejizar nuestro concepto de identidad (Kris-
teva, 1981: 13-35). Aunque algunas posturas particularmente polémicas
de esta autora (como su insistencia en que autodefinirse como mujer
es necesariamente “oscurantista”) (Kristeva, 1974: 163) hayan alejado a
muchas feministas de sus aportes, pienso que las posibilidades de esta
tercera posición no han sido suficientemente exploradas. No obstante,
antes de abordar las posibilidades del feminismo que llamaré “descons-
truccionista”, me parece importante plantear algunas reflexiones sobre
el feminismo de la igualdad y el de la diferencia, que pueden permitirnos
reconsiderar la polarización entre estos dos feminismos.
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ta” con su libro La mujer en el siglo XIX. Fuller fue parte del movi-
miento intelectual denominado “trascendentalismo norteamericano”,
y como tal participó en una evolución del individualismo liberal en el
cual se hacía énfasis en el lado emocional e intuitivo del conocimiento
y el crecimiento orgánico de la personalidad, en contraposición al ra-
cionalismo mecanicista de la Ilustración. En su obra, la autora extrae
narrativas de la tradición indígena norteamericana, para resaltar el
autodesarrollo mediante la soledad y la comunión de cada mujer con
su propia verdad como individuo, a fin de poder relacionarse mejor con
los demás y amar a partir de la fuerza y no de la debilidad. La auto-
ra subraya la especificidad femenina: las mujeres, en su opinión, son
“fundamentalmente diferentes de los hombres”, pues gozan de “una
percepción intuitiva que trasciende la razón para entender las sutiles
conexiones entre las personas y entre todas las formas de vida” (Dono-
van, 1993: 34). Los hombres, sin embargo, han ridiculizado e ignorado
el saber femenino por no compartirlo.
Fuller, por tanto, plantea la primera teoría de la diferencia de las mujeres,
y de cómo su vida y la vida de la sociedad cambiarían si a las mujeres se les
permitiera expresar sus cualidades especiales. Por consiguiente, para ella
la liberación de las mujeres está ligada con el mejoramiento de la sociedad,
como lo dirán feministas posteriores (Donovan, 1993: 34).
Así, queda claro que aun antes de las sufragistas de inicios del siglo XX
con su lucha por la igualdad de derechos, encontramos feministas que
insistían ya en las diferencias de las mujeres respecto a los hombres. Por
otro lado, ya hemos visto cómo la diferencia era una parte fundamental
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A partir del análisis de Fraser no debe extrañarnos que existan estas dos
tendencias: por un lado, la redistribución mediante lo que se ha llamado
el feminismo de la igualdad y, por el otro, el reconocimiento mediante
lo que se ha denominado el feminismo de la diferencia. Al mismo tiem-
po, tampoco es extraño que estas dos búsquedas en ocasiones choquen
entre sí. Fraser analiza las “interferencias” entre las necesidades de re-
conocimiento que tienden a acentuar y subrayar las diferencias entre
los grupos y las necesidades de redistribución que buscan eliminarlas.
Así, por ejemplo, en la medida en que se llegue a tener salario igual a
trabajo igual, habremos logrado que los empleadores sean ciegos ante la
diferencia sexual a la hora de fijar salarios, con lo cual, en ese sentido, se
hará una redistribución y la diferencia se habrá borrado. Mientras que
por el contrario, en tanto logremos una aceptación del estilo femenino de
ejercer liderazgo en el trabajo, a fin de que las mujeres no sean pasadas
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por alto a la hora de decidir las promociones a niveles más altos de toma
de decisiones, habremos logrado un reconocimiento y se habrá acentua-
do la diferencia. “El resultado es que las políticas de reconocimiento y
las de redistribución parecieran a menudo tener objetivos contradicto-
rios: mientras que las primeras tienden a promover la diferenciación
de los grupos, las segundas tienden a socavarla” (Fraser, 1997: 6). Ya
volveremos sobre esta distinción.
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Butler sostiene que “los sistemas jurídicos del poder” no sólo regulan la
vida política, sino que además llegan a formar, definir y reproducir de-
terminados tipos de sujeto. Los actos lingüísticos mediante los cuales
construimos los “ ‘sujetos’ del feminismo”, es decir, los conceptos “mujer”
o “feminista”, están enmarcados discursivamente en el mismo “sistema
político que supuestamente facilita su emancipación. Esto se vuelve polí-
ticamente problemático si se demuestra que ese sistema produce sujetos
‘generizados’ a lo largo de un eje de dominación” (Butler, 1990). En otras
palabras, la misma identidad de mujer o de feminista puede contener ya
los gérmenes de la dominación. Por este motivo, si el feminismo tanto de
la igualdad como de la diferencia, apela al sistema y emplea los conceptos
de manera poco crítica, se estará derrotando a sí mismo, en tanto sólo
logrará reproducir una modalidad nueva de lo mismo que combate.
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Esta nueva concepción fluida de las identidades, nos dice la autora, está
basada en el papel del discurso en su formación, a través de un proceso
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siempre cambiante. Citando de nuevo a Hall, Miller nos dice que la iden-
tidad está construida discursivamente,
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Butler emplea aquí el término acuñado por el filósofo del lenguaje J. L.
Austin, quien afirmó que “hacemos cosas” con las palabras; dicho de otra manera,
realizamos (perform) actos al decir ciertas expresiones en ciertos contextos. El
lenguaje, entonces, no sólo informa, sino que actúa, realiza acciones como prome-
ter, negar, amenazar, ofrecer, aceptar, etc.
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que este rasgo no forma parte de nuestra identidad. Es el caso, por ejem-
plo, de mujeres o negros que tras haber alcanzado (excepcionalmente,
claro) posiciones de poder, conviven con los hombres y con los blancos
sin aparentemente recordar nunca a sus congéneres, ni problematizar-
se ni mucho menos solidarizarse frente a las frecuentes instancias de
discriminación que otros negros u otras mujeres sufren a partir de las
estructuras de poder dentro de las cuales laboran estos seres “excepcio-
nales”, su identidad deja de ser relevante.
Puesto que en todo discurso el poder de algún modo siempre está pre-
sente, es precisamente cuando nos ufanamos de nuestro rechazo a todo
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Debo confesar que para mí el término “posestructuralismo” plantea otro tipo
de problemas, pues nos remite a un tipo de concepción del lenguaje que, siguiendo
a Bajtín y a Volosinov, la considero teóricamente inadecuada. Por ese motivo, pro-
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para englobar en una sola o que realmente son posiciones muy diversas,
descalificándolas a todas. Por tanto, nos habla de las posibilidades críti-
cas del “posestructuralismo”:
No estoy segura sobre el término “posmoderno”, pero sí hay un objetivo y un
objetivo importante para aquello que quizá yo entiendo mejor bajo el térmi-
no posestructuralismo: es el hecho de que el poder permea el mismo aparato
conceptual que busca negociar sus términos, incluyendo la posición del suje-
to, del crítico o la crítica; más aún, que esta implicación de los términos de
critica en el campo del poder no es el advenimiento de un relativismo nihilista
incapaz de darnos normas, sino más bien la condición previa de una crítica
políticamente comprometida. Establecer un conjunto de normas que están
más allá del poder o de la fuerza, es en sí misma una práctica conceptual po-
derosa que sublima, disfraza y extiende su propio juego de poder a través de
recurrir a figuras de universalidad normativa (Butler, 1995: 39).
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No me queda claro qué tan factible sea en la práctica esta solución. Como
lo reconoce la misma autora, una política cultural de desconstrucción fe-
minista es algo muy alejado “de los intereses e identidades inmediatos
de las mujeres” (Fraser, 1997: 50). Por otra parte, cuando existe una de-
valuación cultural de la identidad, por la razón que sea, los sujetos deva-
luados, sean hombres o mujeres, tienden a aferrarse agresivamente a la
diferencia, desafiando la devaluación. Por ejemplo, esto ha sucedido con
el movimiento negro en Estados Unidos durante la década de los sesen-
ta, produciendo la consigna del “orgullo negro”, y, en la actualidad, con el
movimiento gay a nivel mundial, con el “orgullo gay”. A su vez, lo mismo
sucede entre las mujeres con el énfasis en la diferencia y propuestas
como la de “mujer salvaje”, a la que me referí antes. Lo que quiero decir
es que lo que puede ser políticamente más deseable desde el punto de
vista del análisis abstracto, no siempre es viable en el mundo real. En
cualquier caso, también estoy segura de que mientras más rápidamente
seamos capaces de aceptar el feminismo desconstruccionista, más cerca
estaremos de alcanzar las metas que buscamos.
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