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FRANCISCO CORTÉS RODAS


ALFONSO MONSALVE SOLÓRZANO
(Coordinadores)

MULTICULTURALISMO
LOS DERECHOS DE LAS
MINORÍAS CULTURALES

RES PUBLICA // Instituto Filosofía Universidad Antioquía


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Esta edición ha sido posible por una ayuda de COLCIENCIAS, organismo director de la
Ciencia de Colombia, canalizada por el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquía

Primera edición, 1999

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I.S.B.N.: 84-95095-56-4
D.L.: MU-759-1999

Edición a cargo de: Diego Marín Librero-Editor


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ÍNDICE

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Francisco Cortés Rodas

PRIMERA PARTE: LIBERALISMO, MULTICULTURALISMO Y


DEMOCRACIA

La democracia: Espacio de diferencias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17


Carlos Thiebaut
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento . . . . . . . . 37
Francisco Colom González
El derecho de las minorías a la diferencia cultural . . . . . . . . . . . . . . . 57
Juan Carlos Velasco Arroyo
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento
conciliador de la tensión entre multiculturalismo comunitarista
y liberalismo multicultural . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana
Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal . . . . . . . . . . . . 119
Francisco Cortés Rodas

SEGUNDA PARTE: EL MULTICULTURALISMO EN COLOMBIA

Comunidades, ciudadanos y derechos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143


María Teresa Uribe de H.
8 Índice

Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena . . . 159


Gloria Isabel Ocampo

El multiculturalismo en Colombia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179


Alfonso Monsalve Solórzano

TERCERA PARTE: MULTICULTURALISMO Y FILOSOFÍA

Fenomenología y multiculturalismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219


Guillermo Hoyos Vásquez

Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 235


José L. Villacañas Berlanga

CUARTA PARTE: CONTROVERSIAS SOBRE EL MULTICULTU-


RALISMO

El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación


de Habermas y de Rawls . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 259
Margarita Cepeda

La brega de Kymlicka con la cultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 277


Carlos B. Gutiérrez
9

PRÓLOGO

Este libro recoge las ponencias del II Seminario Internacional de Filoso-


fía Política, Liberalismo, Multiculturalismo y Derechos Diferenciados, orga-
nizado por Alfonso Monsalve Solórzano y Francisco Cortés Rodas, miembros
del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, que celebró sus
sesiones del 26 al 28 de mayo de 1997.
Los debates actuales en la filosofía política sobre el multiculturalismo
pretenden dar cuenta de algunos de los fenómenos que en la realidad polí-
tica de las sociedades modernas están en primer plano; a saber: aquellos del
conflicto intercultural1. Este conflicto tiene manifestaciones distintas en
países y en tradiciones culturales distintas. En Yugoslavia, por ejemplo, el
conflicto intercultural produjo, en la forma del resurgimiento del naciona-
lismo, la disolución de un Estado-Nación y una de las guerras más atroces
de los últimos tiempos en el corazón de la vieja Europa. En Canadá, el con-
flicto entre los anglo-canadienses y los franco-canadienses, estuvo a punto,
hace muy poco tiempo, de producir la secesión de Quebec de la federación.
En México este conflicto generó en Chiapas el renacer de las insurreccio-
nes indígenas y campesinas y el resurgir del movimiento guerrillero. El con-
flicto intercultural ha ido acompañado, en otros lugares, del despertar del
racismo y la xenofobia, como ha sucedido en los Estados Unidos, de la rea-
parición de nuevos movimientos fascistas en Francia, Inglaterra, España e
Italia, y neonazis en Alemania y Austria. En términos de conflicto intercul-
tural se pueden caracterizar nuevos movimientos sociales, como las femi-

1 Entre la amplia literatura sobre el multiculturalismo cito aquí sólo algunos títulos de
compilaciones que me parecen muy interesantes: Multiculturalism and «The Politics of Recog-
nition», A. GUTMANN, (Ed.), Princenton University Press, Princenton, 1992. A. HONNETH, (Ed.),
«Schwerpunkt: Multiculturalismus», en: Deutsche Zeitschrift für Philosophie, Berlín, 43, 1995,2,
pp. 271-373. W. KYMLICKA, (Ed.), The Rights of Minority Cultures, Oxford University Press,
New York, 1995. F. COLOM, G. LAFOREST, (Presentadores), «Dimensiones Políticas del Multi-
culturalismo», en: Revista Internacional de Filosofía Política, Nº 7, 1996, pp. 5-140, Madrid.
10 Francisco Cortés Rodas

nistas, los gays y grupos religiosos fundamentalistas, las minorías cultura-


les, como los turcos en Alemania, los Kurdos, los afroamericanos, hispano-
americanos y asioamericanos en los Estados Unidos, y los miembros de las
comunidades autónomas de Cataluña, el País Vasco y Galicia en España; las
minorías nacionales, como los quebequenses; así como también algunos
grupos indígenas, en los Estados Unidos, Canadá, México, Brasil, Ecuador,
Perú y Colombia.
La diversidad de fenómenos sociales y políticos que comprende el térmi-
no multiculturalismo, o mejor la realidad multicultural en el mundo contem-
poráneo es, como puede verse, muy amplia. Para la mayoría de los autores
que se ocupan de los problemas del multiculturalismo, la existencia de este
nuevo tipo de conflictos políticos de carácter intercultural es el resultado de
la confluencia de distintos fenómenos, los cuales han determinado una trans-
formación profunda y estructural del mapa político a nivel mundial. Entre
estos fenómenos podemos enumerar, el fin del equilibrio entre el este y el oes-
te como resultado del derrumbamiento del poder socialista en la vieja Unión
Soviética, los grandes procesos de migración del sur pobre hacia los países
más ricos de Europa y Norteamérica como consecuencia de la crisis econó-
mica en África y Latinoamérica, los procesos de globalización económicos,
políticos y culturales, y el debilitamento del carácter vinculante de la ideolo-
gía liberal y las instituciones democráticas en los países de occidente. En
suma, lo que está en el trasfondo de estas transformaciones es la pérdida de
fuerza cohesionadora de la idea de Estado-nación: mientras que en la antigua
Unión Soviética esta idea se asentaba en la prioridad de los ideales de la revo-
lución, en las democracias occidentales esta idea se basa en el establecimien-
to del modelo de ciudadanía liberal2. A luz del socialismo, los ideales de la
revolución justificaban la subordinación de las pretensiones, aspiraciones y
derechos de las minorías culturales y nacionales. A la luz del liberalismo, los
ideales y virtudes ciudadanas justifican también la subordinación de las pre-
tensiones, aspiraciones y derechos de las minorías culturales y nacionales.
Así, el fin de un sistema y el debilitamiento del otro han constituido el mar-
co, al interior del cual se han manifestado en las últimas décadas un nuevo
conjunto de problemas políticos.
Es importante, sin embargo, diferenciar la naturaleza y tipo de conflictos
políticos que han resultado como consecuencia de la participación en la vida
pública de nuevos grupos sociales como los anteriormente mencionados. El
resurgimiento de aspiraciones nacionalistas entre serbios, croatas, checos y
eslovacos, es un fenómeno distinto del comprendido en las aspiraciones de
autonomía política reclamadas por los quebequenses en Canadá, los vascos,

2 Al respecto ver: E. GELLNER, Condiciones de la Libertad. La sociedad civil y sus rivales,


Paidós, Barcelona, 1994.
Prólogo 11

catalanes, los zapatistas, o por la comunidad u’wa en Colombia. El trasfondo


histórico es bien diferente en cada caso. Las reivindicaciones de autonomía
política hechas por comunidades de base nacional, como algunas de las ante-
riormente mencionadas o de ciertas comunidades indígenas, tienen una natu-
raleza completamente distinta de aquellas pretendidas por otros tipos de
grupos culturales, como por ejemplo los hispanoamericanos en los Estados
Unidos, los turcos en Alemania, los gays en cualquier lugar, o los fundamen-
talistas religiosos. El tratamiento indiferenciado de estos problemas produce
confusiones y puede llevar a la formulación de políticas equivocadas. La for-
mulación inadecuada de políticas para tratar estas cuestiones tiene sumidas a
muchas regiones en conflictos violentos como ha sucedido en Europa Orien-
tal y en la antigua Unión Soviética3.
En Colombia el multiculturalismo ha tenido entre otras manifestaciones
interesantes, las reivindicaciones de autonomía jurídica y política hechas por
algunas comunidades indígenas para justificar ciertas formas de castigo inter-
nas para quienes violen las leyes comunitarias, como sucedió con la comuni-
dad Paez a comienzos de 1996, o para justificar la protección de ciertas
formas culturales de vida, como es el caso de los u’was. En este sentido, una
de las preguntas centrales que buscamos tematizar y desarrollar en este libro
es si se requiere justificar una teoría de los derechos de las minorías para
lograr la protección, desarrollo y florecimiento de algunos grupos minorita-
rios, como las comunidades indígenas, o si el sistema liberal de los derechos
individuales es suficiente para garantizar las demandas de reconocimiento de
la integridad de las formas de vida culturales.
El interés nuestro al hacer este volumen es el de presentar una nueva face-
ta del debate sobre el multiculturalismo y otro conjunto de problemas que per-
mitan ampliar las perspectivas de esta discusión. En la primera parte,
Liberalismo, Multiculturalismo y Democracia, Carlos Thiebaut desarrolla un
amplio concepto de las nuevas teorías de la democracia, construidas a partir
de los planteamientos de Jürgen Habermas y John Rawls, con el fin de mos-
trar que estas teorías pueden dar un especial lugar al reconocimiento de for-
mas de particularidad y diferencialidad sin tener que pensar que abandonan
sus supuestos universalistas sino, precisamente, concibiéndose como más
cabalmente articuladoras de los mismos. Francisco Colom muestra que las
filosofías del reconocimiento han abierto el camino para una vinculación de
la identidad cultural con la dignidad de la persona. Para esto propone una
defensa normativa del reconocimiento de las identidades culturales a partir
del principio de la autonomía personal y de la dignidad cívica. Al señalar que

3 Para una clara diferenciación de los grupos minoritarios en las sociedades modernas véa-
se W. KYMLICKA, Multicultural citizenship. A liberal theory of minority rights. Clarendon Press,
Oxford, 1995. (Edición castellana: Ciudadanía Multicultural. Una teoría liberal de los derechos
de las minorías, Paidós, Barcelona, 1996).
12 Francisco Cortés Rodas

la única dignidad posible para las culturas es la que se desprende de sus pro-
pios actores, descarta la idea de la pertenencia cultural como un bien autóno-
mo con derechos inherentes y susceptible de imponer obligaciones a sus
sujetos. Óscar Mejía y Daniel Bonilla señalan que el conflicto entre una con-
cepción comunitarista y una concepción liberal del multiculturalismo sólo
puede resolverse si se concibe al conjunto de sujetos colectivos de la ciuda-
danía como los inspiradores de una opinión pública activa desde la cual el
derecho infiere sus contenidos normativos; para esto destacan la teoría dis-
cursiva del derecho y la democracia de Habermas. Juan Carlos Velasco seña-
la en dirección similar las tensiones entre las teorías que afirman el
reconocimiento de derechos de las diferentes minorías entendidos como dere-
chos colectivos (Taylor), y, aquéllas que parten de la defensa de la diversidad
cultural como derechos individuales (Habermas). Considera, sin embargo,
que el intento más serio de justificar los derechos de las minorías desde las
coordenadas del pensamiento liberal es el propuesto por Kymlicka. Francis-
co Cortés examina también las limitaciones del pensamiento liberal en rela-
ción con los problemas de las minorías culturales en las sociedades
democráticas modernas. Parte de formular una crítica a la propuesta comuni-
tarista hecha por Taylor, para proponer a continuación un contrapunto entre el
modelo deliberativo de Habermas y el planteamiento de una teoría de los
derechos de las minorías de Kymlicka.
En la segunda parte, El Multiculturalismo en Colombia, María Teresa Uri-
be hace una crítica a la lectura liberal del desarrollo lineal de los derechos en
el orden constitucional colombiano, según el modelo inglés expuesto en el ya
clásico libro Citizenship and social Class, de T. H. Marschall. Contra esta lec-
tura, propone una mirada en clave cultural y política de la historia constitu-
cional de Colombia, la cual puede contribuir a desvirtuar la linealidad en el
desenvolvimiento de los derechos ciudadanos, a percibir su desarrollo desi-
gual y conflictivo, y, a constatar cómo, en las ciudadanías mestizas que han
predominado en la vida política de Colombia, hay más rasgos de la hipótesis
comunitaria y multicultural que de la hipótesis del ciudadano individual. Glo-
ria Isabel Ocampo examina, en la perspectiva de la antropología, algunas
implicaciones teóricas y políticas de la jurisdicción especial que la Constitu-
ción Política de Colombia de 1991 reconoce a las comunidades indígenas.
Muestra la tensión existente en la nueva Carta entre asumir una posición plu-
ralista y supeditar el ejercicio de la jurisdicción indígena a la normatividad
general. Alfonso Monsalve se vale de las categorías conceptuales de Kymlicka
para hacer una interpretación sobre los fenómenos del multiculturalismo en
Colombia. Indica, además, que el reconocimiento del carácter multicultural
de la sociedad colombiana es apenas un aspecto de la construcción del país,
que debe incluir, además, el reconocimiento de los derechos económicos y
sociales de sus ciudadanos.
Prólogo 13

En la tercera parte, Multiculturalismo y Filosofía, Guillermo Hoyos mues-


tra, a través de una reconstrucción crítica de la fenomenología de Husserl, que
la reflexión no es privilegio de Europa ni de la cultura occidental, porque la
filosofía no constituye por sí misma ninguna forma de vida. Al ser una ins-
tancia crítica con respecto a toda cultura, es apertura a otras formas de vida,
por cuanto manifiesta la relatividad de la propia, y en su horizonte la diversi-
dad de culturas. La interrelación entre las culturas no se da reduciendo las
diferencias, sino al afirmarse ellas mismas en diversas formas de participa-
ción. José Luis Villacañas sugiere la necesidad de la reflexión filosófica sobre
el mito para entender algunas dimensiones centrales de nuestro presente, las
cuales no pueden comprenderse desde la perspectiva del nuevo mito denomi-
nado «multiculturalismo», «tan estrecho y tan aséptico, tan anglosajón, tan
lejano del mito». Así, piensa que mediante la recuperación del mito griego del
hombre autóctono, es posible mostrar cómo la filosofía puede ofrecer una
palabra para hacer visible el espíritu, que el pensamiento práctico de orienta-
ción analítica no puede concebir.
En la cuarta parte, Controversias Sobre el Multiculturalismo, Margarita
Cepeda desarrolla un diálogo ficticio entre Habermas, Rawls y el Otro.
Éste, desde una posición claramente antiuniversalista cuestiona algunos de
los presupuestos de los procedimientos justificatorios de Rawls y de Haber-
mas, especialmente las nociones de libertad y de igualdad. Con la figura del
Otro señala los límites de la concepción moderna de moralidad, e indica las
incapacidades del universalismo moral para escuchar al otro, ponerse en su
lugar para entender sus razones y captar su sufrimiento. Carlos B. Gutiérrez
examina críticamente la propuesta de Kymlicka y muestra sus límites
mediante una revisión exhaustiva de sus conceptos.
Finalmente, quiero dar las gracias a todos los participantes en el II Semi-
nario Internacional de Filosofía Política, Liberalismo, Multiculturalismo y
Derechos Diferenciados, incluidos aquellos que por razones ajenas a su volun-
tad no han podido hacer llegar por escrito sus colaboraciones. De modo muy
especial a Alfonso Monsalve Solórzano por su colaboración en todas las tare-
as organizativas del seminario y al público asistente por su activa intervención
en los coloquios que siguieron a todas y cada una de las sesiones. Deseo expre-
sar mi reconocimiento a Jorge Antonio Mejía Escobar, Gustavo Valencia Res-
trepo, y a cuantos compañeros de trabajo del Instituto que nos animaron y
colaboraron en la organización de este evento, así como también a las institu-
ciones que hicieron posible su organización: Universidad de Antioquia, Uni-
versidad del Valle, Colciencias, Icetex y Planetario de Medellín.

Francisco Cortés Rodas


15

PRIMERA PARTE
LIBERALISMO, MULTICULTURALISMO
Y DEMOCRACIA
17

La democracia: Espacio de diferencias

Carlos Thiebaut

¿En qué grado las teorías liberales de la democracia presuponen defini-


ciones histórica y contextualmente determinadas del ciudadano, de la esfera
común que regulan, de prácticas y tradiciones específicas, definiciones a las
que, no obstante, son ciegas? ¿En qué medidas desconocen esas teorías los
trasfondos evaluativos y normativos que operaban en su contexto de surgi-
miento? ¿En qué medida, y si reconociéramos, como estimo debemos hacer-
lo, la pluralidad de las experiencias y las formas de democracia, y si
atendemos a las maneras en que distintos sistemas y tradiciones democráticas
abordan el pluralismo social y cultural, podemos seguir reteniendo con senti-
do una concepción normativa de tal sistema y en qué términos, y con qué
coherencia podemos hacerlo? Estas preguntas, y otras a ellas asociadas, pare-
cen poner sobre la tierra de las concreciones históricas y geográficas, sobre el
humus de las tradiciones culturales y sociales, las grandes ideas normativas
que, en forma de teorías y de sistemas políticos democráticos, han reclamado
un contenido universalista: los derechos individuales, el sistema de control de
las democracias parlamentarias, la médula jurídica del estado de derecho en
su plasmación constitucional. Esas preguntas pueden plantearse en forma de
sospecha global, en forma de cuestionamiento de un proyecto teórico ilustra-
do y pueden ser el origen de la denuncia de su fracaso. En tal tono mayor, tie-
nen el riesgo de convertirse en abstracciones filosóficas —de una, entre otras,
oculta filosofía de la historia— y conducir a una anulación de aquella dimen-
sión política, y no ya metafísica, que ha caracterizado grandes segmentos
de la reflexión filosófica moderna y, en concreto, a las más recientes refor-
mulaciones de la teoría democrática de la mano, por ejemplo, de John Rawls
18 Carlos Thiebaut

y Jürgen Habermas. Así, estimo, ha acontecido con las reflexiones tradicio-


nalistas de Alasdair MacIntyre. Pero esas preguntas pudieran no entenderse
en la manera de una tan generalizada sospecha y pueden concernir, por el con-
trario, a cuestiones medulares de las teorías y las prácticas políticas contem-
poráneas. Pudieran, en efecto, referir a la necesidad de reconsiderar hasta qué
punto las teorías democráticas de las que disponemos dependen de formas
determinadas de configuración de los sistemas democráticos, de formas his-
tóricamente moduladas de la experiencia democrática misma, a las que inten-
tarían dar forma teórica las propuestas de la democracia constitucional para
solventar los problemas que ha hecho evidentes una nueva conciencia de las
formas de la pluralidad social y cultural. Planteadas en tono no apocalíptico
o no metafísico, las preguntas parecen darle una voz central a miradas como
la de Tocqueville a la hora de comprender el entramado de las teorías de la
justicia contemporáneas, una forma de mirada que parece a veces sospecho-
samente ausente de esas mismas teorías. Planteadas como una indagación
sobre el carácter histórico y contextual, las preguntas de las que partíamos
parecen apuntar, pues, a un núcleo central de la plausibilidad, incluso teóri-
ca, de nuestra comprensión de la democracia moderna. Quisiera, en estas
líneas, interrogar en qué formas las diversas conciencias de la pluralización
cultural y social están cuestionando elementos centrales de esa comprensión,
en qué maneras la idea de diferencia, y no de homogeneidad, se convierte en
el centro de las nuevas teorías liberales de la democracia. Mi hipótesis de
fondo es que, en la medida en que percibamos la teoría de la democracia plu-
ralísticamente, esa teoría podrá, a su vez, estar mejor pertrechada para afron-
tar los retos del pluralismo social y cultural porque, entre otras cosas,
entenderemos mejor la tensión interna que en aquella teoría existe entre su
contenido universalista y la pluralidad de las formas de su expresión y de su
ejercicio; entenderemos mejor qué significa, en esa teoría, el que tenga o
diga tener un «contenido universalista».
En los dos últimos decenios asistimos a un continuado debate sobre la
estructura política de las sociedades desarrolladas y de aquellas que —no sin
serios problemas en la definición— llamamos sociedades en vías de desarro-
llo, un debate que abarca diversidad de campos metodológicos y de momen-
tos teóricos. Varios de esos campos o momentos aparecen necesariamente
coimplicados en lo que pudiera adecuadamente resumirse como una revisión
de la teoría de la democracia, de sus fundamentos normativos, tanto como de
sus formas de configuración y de ejercicio. En efecto, en la filosofía política
—o en la filosofía política que no renuncia a una perspectiva normativa, a
diferencia de los momentos más patentemente descriptivos de la ciencia polí-
tica— parece haberse generalizado la conciencia explícita de que una ade-
cuada descripción de los procesos políticos democráticos requiere también
una indagación sobre el entramado normativo —moral y jurídico— en térmi-
La democracia: Espacio de diferencias 19

nos del cual puede plantearse, precisamente, la operación de dichos procesos


y el carácter fáctico de su legitimación. Consiguientemente, a estos análisis
filosófico-políticos les resultaría difícil cuestionar que sólo una teoría de la
democracia permite justificar teórica y prácticamente la validez normativa de
los principios y ordenamientos políticos de las sociedades contemporáneas, o
que dicha justificación ejerce un lugar central en el funcionamiento de los
mismos vía, precisamente, la legitimación del sistema democrático en la con-
ciencia y en las prácticas de los ciudadanos. Pero, que no se cuestione esa pri-
macía de la democracia como forma de legitimación, o como sistema de
gobierno, no significa, no obstante, que la misma no se enfrente a serios pro-
blemas tanto teóricos como prácticos. En campos diversos —desde las diso-
nancias patentes entre la igualdad política de los ciudadanos y las múltiples
formas de la desigualdad económica y social, hasta las menores tensiones
entre aquella igualdad y la multiplicidad de las formas de la particularización
cultural y social— se cuestionan muchos supuestos clásicos de la teoría
democrática moderna y se plantean retos aún no solventados para el ejercicio
democrático en todas las sociedades. La necesidad de conjugar una teoría
política de la democracia, tanto con una teoría de la igualdad, como con una
teoría de la diferencialidad social parece haberse hecho apremiante y tal pare-
ce ser el reto crucial al que se enfrentan las teorías de la justicia contemporá-
neas. En concreto, la última década ha sido fértil en un conjunto de
planteamientos —muchas veces resumidos en la apresurada rúbrica del mul-
ticulturalismo— que presentan el rostro problemático de un supuesto central
en las teorías y en las prácticas de la democracia en su momento teórico o jus-
tificativo y en su momento práctico o de ejercicio. Ese supuesto apuntaba,
precisamente, a la homogeneidad (supuesta y postulada) de los ciudadanos en
el espacio público político y a la clara separación entre la esfera público-polí-
tica y jurídica en la que esa homogeneidad se predica, por una parte, y las
esferas en las que se condensa un cúmulo diferencial de rasgos que constitu-
ye la particularidad real de los individuos, por otra. Que el espacio político no
puede ya pertrecharse bajo esa separación ni fundarse ingenuamente en aque-
lla homogeneidad es el cuestionamiento contemporáneo más radical a las teo-
rías clásicas de la democracia en la tradición liberal, un cuestionamiento que
de maneras diversas viene repitiéndose en las últimas décadas hasta el punto
que ha forzado a esa misma tradición a habérselas con sus propios funda-
mentos normativos. Introducir o reintroducir, pues, la consideración de la
diferencialidad —o de las diferencialidades económicas, sociales y cultura-
les— en los modelos mismos de la democracia y en las formas de su ejerci-
cio, en su validez teórica y en su validez práctica, parece, consiguientemente,
una tarea crucial.
El caso de la diferencialidad cultural parece especialmente relevante tan-
to por su efectos políticos como por sus efectos sobre una teoría normativa del
20 Carlos Thiebaut

orden democrático. El cuestionamiento de la segregación entre la esfera


pública y las esferas privadas de los modelos liberales clásicos y de grandes
segmentos de la teoría democrática —un cuestionamiento que se ha realiza-
do desde muy diversos frentes, desde las teorías de la igualdad al feminis-
mo— ha tenido el efecto de no considerar ya las categorías normativas de la
esfera política inmunes frente a los valores, las normas y las imágenes que de
sí tienen los individuos y los colectivos, elementos todos que operan en la
esfera a la que, no sin confusiones, llamamos cultural. Por tal entendemos las
formas de pertenencia a tradiciones, a grupos que articulan simbólica y nor-
mativamente sus sistemas de pertenencia, a las relaciones que se establecen
por el hecho de compartir una lengua y un trasfondo común de significados.
Esas formas de pertenencia conforman una raigambre social que es difícil
desconsiderar porque es un ámbito central en el que tiene lugar la continui-
dad de los grupos y de los individuos y en el que se configuran sus autoper-
cepciones y aquellos constructos mentales que ellos mismos definen como
fines y motivos de sus acciones. Dada la importancia de esta esfera no es de
extrañar que también los teóricos liberales —y no sólo comunitaristas— pue-
dan, por ello, hablar directamente de «derechos culturales»1. Con ello quiere
indicarse, en primer lugar, que la esfera de la cultura puede y debe ser objeto
de determinada protección jurídica —lo cual, en sí mismo, no es un rasgo
especialmente novedoso o revolucionario— y se reconoce, en segundo lugar,
que sería inviable una consideración de la estructura jurídica de la esfera polí-
tica misma que desconociera la necesidad de protección jurídica de esa esfe-
ra, no política, que constituye la cultura; que desconociera el «derecho a la
propia cultura» de cada ciudadano o de cada grupo al que éste pertenezca cul-
turalmente. Esto último es, quizá, más relevante, pues indica con claridad que
una vez que introducimos la conciencia de la pluralidad cultural, esa plurali-
dad no puede tener ya un carácter meramente accesorio con respecto a un
corazón duro acultural en las teorías liberales y democráticas. En efecto, esta-
mos llegando a pensar que si estas teorías pudieron, en otros momentos ante-
riores, prescindir de su consideración a efectos políticos y normativos fue
fundamentalmente porque la esfera cultural se daba como homogénea o por-
que su relativa homogeneidad, no sin tensiones pensamos ahora, podía ser
supuesta o impuesta con la configuración de un orden político determinado y,
en concreto, en el seno de los estados. Parece que ahora, por el contrario, nos
vemos forzados a reconocer a esa esfera cultural plural un carácter constituti-
vo y ello, al menos, tanto como supuesto del propio ejercicio democrático,
cuanto al reconocerle el rango de objeto privilegiado de regulaciones jurídi-
cas y normativas.

1 W. KYMLICKA: Ciudadanía multicultural, Barcelona, Paidós, 1996. J. Raz, «Multicultu-


ralism: A liberal perspective», Dissent, Invierno (1994), pp. 67-79.
La democracia: Espacio de diferencias 21

II

Partamos, pues, del ya inevitable reconocimiento de la diferencialidad.


En tres órdenes de cuestiones, que poseen distinto rango analítico, se ha
producido esa introducción de la diferencialidad y el consiguiente cuestio-
namiento de los supuestos «homogeneístas» de las teorías clásicas. El pri-
mer orden refiere a las aportaciones de las investigaciones históricas y
sociológicas sobre los procesos de configuración de las prácticas y las for-
mas de los sistemas democráticos, análisis que muestran que ni aquellas
prácticas ni estas formas son, ni han sido, tan homogéneas como los mode-
los normativos de democracia parecen dar por supuesto. El segundo orden
apunta a la diferencialidad de las formas de articulación de los órdenes
jurídico y político en los diversos sistemas constitucionales existentes y a
cómo esos sistemas se las tienen, en manera también diversa, con diferen-
tes formas de diversidad cultural y social. Por último, el tercer orden de
cuestiones se refiere a la construcción —desde la formulación de supues-
tos a la propuesta de principios normativos— de los modelos teóricos de la
democracia y en la manera en que se introduce en ellos el hecho de la
diversidad o la pluralidad de valoraciones y de horizontes normativos de
los ciudadanos.
En primer lugar, en un análisis que se refiere a la textura específica de los
procesos históricos y sociales, ha vuelto a pasar a primer plano el hecho de
que el sistema democrático no puede concebirse, ni la resolución de sus pro-
blemas solventarse, como si se hubiera generado ex novo, o pudiera generar-
se, por medio de un proceso mental, como si de una Atenea política moderna
que pudiera salir de la cabeza de un nuevo Zeus, preferentemente racional,
se tratara. El experimento mental de las teorías clásicas del contrato social
—fundamentadoras del absolutismo y del primer liberalismo— o los nuevos
experimentos mentales que fundamentan la intuición y el supuesto democrá-
tico, parecen depender de una estilización cultural o epocal que este primer
orden de cuestiones pone en entredicho. En efecto, los modelos históricos de
los que disponemos en las diversas sociedades democráticas más muestran
diferencialidad que homogeneidad. No sólo existen diversidad de caminos y
de modelos de configuración de la democracia —como sistema y como cul-
tura— en el ámbito europeo; las diferencias entre las historias de las diversas
democracias en América, Asia o Europa, en lo que a la experiencia de conti-
nuidad y de procesos políticos se refiere, y las existentes entre ellas y el
modelo hegemónico de Estados Unidos son aún más radicales. Esto último es
más relevantes en la medida en que, además, la experiencia de esta última
nación parece pesar de manera especial en las teorizaciones contemporáneas.
Si las experiencias y los moldes conceptuales son más diversos, pues, de lo
que las teorías de la época clásica pudieran suponer, y si las nuevas teoriza-
22 Carlos Thiebaut

ciones presuponen, también por su parte, un específico sesgo —usamerica-


no— de esa experiencia histórica, no debe extrañarnos que la teoría liberal
misma sea puesta en jaque en el momento en que se hace relevante la aten-
ción a las particularidades históricas de otros procesos y otras culturas políti-
cas.
Regresaremos posteriormente a una interrogación específica de este
carácter, la que inquiere si las formas de la experiencia histórico-política que
confieren una fuerte plausibilidad argumentativa a la teoría del liberalismo
político de Rawls —la tolerancia religiosa y el rechazo de la esclavitud—
pueden lastrar su reflexión hasta hacerla exclusivamente local, aunque sea
una localización que acontece en un centro imprescindible de la experiencia
democrática moderna. Regresaremos también a una idea central que puede
aducirse a ese respecto, a saber, que los contenidos universalistas de la digni-
dad de la persona humana y la forma imparcial que debe adoptar la raciona-
lidad pública, lo razonable en el sentido rawlsiano del término, no se agotan
en la forma de las experiencias históricas aludidas y que, en sentido estricto,
no serían éstas necesarias para que otras culturas pudieran acceder, para que
hubieran ya accedido, a aquellos contenidos universalistas. Retengamos,
mientras tanto, la sugerencia que este primer momento de análisis comporta:
incluso en las tradiciones democráticas relativamente consolidadas los cami-
nos y los procesos políticos no son homogéneos y harían plausibles, si no
necesarias, concepciones también menos homogéneas de las formas y teorías
de ejercicio democrático. El carácter de esa heterogeneidad se resiste, tam-
bién, a una fácil clasificación. Diferencias de riqueza, de acceso e implemen-
tación de las sucesivamente nuevas revoluciones tecnológicas de los últimos
doscientos años, de tradiciones y cosmovisiones religiosas, de los puntos de
los que partían cada una de las sociedades (de cómo, por ejemplo, se confi-
guraban fiscal, jurídica, política y culturalmente los antiguos regímenes, en
caso de que tales existieran o, más sencillamente, las estructuras normativas
previas a las implementaciones democráticas), diferencias de ubicación en el
entramado internacional (como países dependientes o independientes, y en las
respectivas formas de esa dependencia o independencia), de cómo se articuló
la idea de nación, esa comunidad imaginada que configura la idea de la
común pertenencia política, modulan de formas tan diversas la conciencia y
las prácticas políticas —incluso, insisto, en el ámbito democrático— que
muchas veces correremos el riesgo de considerar a la mayoría de ellas como
anomalías, desviaciones o imperfecciones en la medida en que sólo tomemos
como modelo cumplido el de alguna o algunas metrópolis. Sin menoscabo de
la importancia que tengan los procesos de imitación modernizadora en la
esfera política y en la esfera cultural, los ejemplos transnacionales son, en
filosofía y en ciencia política, peligrosos cuando se quiere extraer de ellos
fuerza normativa. Porque —sugiramos— la fuerza normativa de un modelo
La democracia: Espacio de diferencias 23

refiere, en primer lugar, a la capacidad de justificación racional que pueda ese


modelo tener para regular las acciones de aquéllos que a él acuden. En segun-
do lugar, porque esa fuerza parecerá referirse, por tanto, al grado en que los
supuestos, el desarrollo y las consecuencias normativas del modelo sean efi-
cazmente plausibles para esos ciudadanos a la luz de sus problemas y de su
propia experiencia. En tercer lugar, y en resumen, porque esa fuerza normati-
va del modelo será eficaz en la medida en que refiera a una forma del apren-
dizaje propio.
Estimo que el cuestionamiento de la homogeneidad de los modelos y de
los procesos liberal democráticos no debiera conducirnos, a no ser que rein-
cidiéramos en el tono metafísico mayor de cuyo rechazo partíamos, a repu-
diar las intuiciones políticas básicas que los subyacen. En primer lugar,
porque es evidente que la heterogeneidad de esos procesos históricos no se
resume, tampoco, en una posible categorización unitaria como la que aquél
tono metafísico supone al indicar que el modelo liberal-democrático es el hijo
de la ilustración. Más bien, una conciencia pluralista indica que la diversidad
de caminos ilustrados y la diversidad de caminos modernizadores no puede
resumirse en un único modelo, en un único sistema de supuestos conceptua-
les o en único conjunto de estrategias argumentativas o, si lo hace, lo hará con
muchos matices. E indica eso en la medida en que apunta a que las teorías de
la democracia liberal de las que disponemos tienen carácter explicativo y jus-
tificativo en la medida en que condensan, en forma legitimadora para los suje-
tos que las formulan y que a ellas acuden, la experiencia histórica de esos
mismos sujetos. El vértigo relativista y pluralista pudiera hacerse en este
momento inevitable. Ese vértigo nos llevaría a hacer depender la validez de
las teorías y los modelos democráticos existentes a sus contextos históricos,
geográficos y culturales de génesis y a vincular de tal forma dicha validez a
determinadas tradiciones que no podríamos hablar, estrictamente, de una teo-
ría democrática sino de pluralidad de ellas (y de otras muchas teorías que no
serían, propiamente tales). Pero, ese vértigo relativista es también, estimo,
evitable incluso aunque sostengamos —como es necesario hacer a la luz de
lo que venimos diciendo— el carácter plural de las experiencias que confor-
man los procesos históricos democráticos. Podemos, en efecto, pensar que
sostener una teoría democrática determinada requiere, ciertamente, de una
apelación de plausibilidad para los agentes que la usarán (y que por ello debe
acudir a su propia experiencia) sin tener, no obstante, que sostener la tesis
epistémica fuerte —la tesis estrictamente relativista— de que cada sistema de
aprendizaje histórico es incomprensible o intraducible desde y para otros sis-
temas de aprendizaje. Aprender algo en términos de mi experiencia no requie-
re suscribir los mismos términos en los que alguien, en otro momento,
aprendió lo mismo o algo muy similar a ello. Aunque la democracia se dijera
de determinadas maneras en el contexto de su surgimiento puede, en su
24 Carlos Thiebaut

núcleo normativo, ser dicha en lo fundamental en otros contextos de valida-


ción. Los derechos que protegen y constituyen jurídicamente el ejercicio de
las libertades de los ciudadanos, la institucionalización de la soberanía popu-
lar como fuente efectiva de legitimación y como regulación de adopción de
decisiones, y el control constitucional de los procesos jurídicos y políticos
pueden, en efecto, adoptar formas diversas y distintos efectos normativos sin,
no obstante, dejar de pensarse significativamente como un núcleo normativo
coherente de lo que llamamos democracia. Regresaremos, como indiqué, más
tarde a este argumento, pero valga lo dicho para indicar que no es necesario
concluir en un contextualismo radical, y el consiguiente escepticismo episté-
mico, por el hecho de reconocer la diferencialidad de las experiencias histó-
ricas ni por indicar que esa diferencialidad es crucial a la hora de articular
teorías políticas.

III

Un segundo orden de cuestiones en el que la idea de diferencialidad, y en


concreto de diferencialidad cultural, se hace patente en las recientes discusio-
nes de las teorías del orden democrático, se refiere a la manera en que el orde-
namiento jurídico reconoce, o debe reconocer, la diferencialidad dicha. Si en
el primer nivel comprobábamos o apuntábamos a la diversidad de caminos
históricos y sociales del sistema político democrático, en este segundo indi-
caremos que existen diversidad de modelos jurídicos y políticos tanto para
comprender qué es el sistema democrático como para atender y comprender,
en concreto, la diversidad cultural. Quizá un primer lugar especialmente rele-
vante al que podemos acudir para entender esa diversidad de modelos jurídi-
cos sea la interpretación que demos del hecho constitucional, un lugar que
está centrando diversos debates de la filosofía política contemporánea y en el
que podremos ver dos modelos, el de Dworkin y el de Habermas, de com-
prensión del carácter constitucional del sistema democrático. Un segundo
lugar en el que los modelos jurídicos abordarán la cuestión de la diferenciali-
dad será, específicamente, el de la manera en que se abre paso la considera-
ción de los derechos culturales en las perspectivas indicadas. Las
constituciones dan forma jurídica a una experiencia democrática y la inter-
pretación de lo que hacen y de cómo lo hacen, de cómo operan al dar esa for-
ma y al modular la participación de todos los ciudadanos es, por eso, un tema
crucial porque permite pensar, precisamente, que la distinta ubicación de
estos ciudadanos en los espacios culturales podrá tener efectos sobre su par-
ticipación política. Centrándonos, primero, en el hecho constitucional encon-
traremos diversas interpretaciones de ese actuar de la constitución como
conformador del ejercicio democrático. Partiremos, pues, de ellas para pasar,
posteriormente, a mostrar en qué maneras distintas interpretaciones se coim-
La democracia: Espacio de diferencias 25

plican con diversos tratamientos de la diferencialidad cultural. Como acabo


de indicar, en este punto serán especialmente relevantes las distintas propues-
tas de tratamiento de los derechos culturales.
Ronald Dworkin ha propuesto recientemente una interpretación del papel
de la constitución que es especialmente significativa a la hora de afrontar la
regulación jurídica de un determinado número de derechos individuales en
situaciones y ante problemas que no se presentaban cuando el primer marco
constitucional, en concreto el usamericano, fue propuesto. Dworkin presenta
un modelo hermenéutico fuerte de lectura aplicadora de la constitución de los
Estados Unidos en la esfera constitucional de la «revisión judicial», que rom-
pe con interpretaciones literales o positivistas de ese texto, interpretaciones
directamente basadas en la intención explícita del legislador. Pero también, y
junto a este elemento de hermeneútica constitucional, su propuesta de una
«lectura moral»2 reclama una interpretación del texto por parte de la Corte
Suprema que está ligada a una especial interpretación de la democracia. O,
mejor dicho, su propuesta apunta a la idea de que según sea la interpretación
que demos al carácter jurídico y político de la constitución —a su lectura y
aplicación en nuevas circunstancias por medio de la revisión judicial— así
será la concepción de la democracia que tengamos, y viceversa. Una inter-
pretación de la democracia como mera fijación de un sistema mayoritario de
adopción de decisiones tenderá a pensar la constitución como la fijación de
las reglas para que tal sistema de adopción de decisiones tenga lugar; una
interpretación «constitucional» de la democracia fijará, por contra, requisitos
constitucionales que determinen qué cosas y cómo pueden decidirse por sis-
tema democrático, incluido —obvio es— el de la mayoría. Esos requisitos
constitucionales implican una cierta idea de igualdad que ni se resume ni se
reduce a la idea de un hombre, un voto si —y esta es la cláusula crucial—
tal cláusula se entiende agregativamente, por así decirlo, y no cualitativa-
mente; si se entiende que la igualdad política es cuestión estadística y no
cuestión también moral, es decir, una cuestión que considera la igual digni-
dad de cada ciudadano. El imperio de la mayoría —y no el imperio de una
mayoría constitucionalmente definida en términos de respeto a la ley, de
imperio de la ley— pudiera, de otra manera, ser una perfecta coartada comu-
nitarista frente a los derechos de los individuos que tan tenaz y liberalmente
defiende Dworkin. El imperio de la mayoría —una intuición crucial en la idea
de democracia— no puede, por ello, pensarse a costa de la idea de libertad de
cada uno: es necesario que sepamos pensar la democracia de tal manera que
ninguno de esos fueros —el acuerdo de todos y el respeto a cada uno— sufra
a costa del otro. La constitución, pues, sería la encargada de fijar aquel con-

2 R. DWORKIN: Freedom’s Law. The moral reading of the American Constitution, Oxford,
Oxford University Press, 1996; cfr. especialmente la introducción, «The moral reading and the
majoritarian premise», pp. 1-38.
26 Carlos Thiebaut

junto de restricciones y de reglas que permiten pensar ambos fueros (y los de


la igualdad, no lo olvidemos) en congruencia. Pero, para que tal acontezca es
necesario pensar que tales restricciones y reglas requieren, para ser correcta-
mente aplicadas, ser entendidas de una determinada manera y en una especial
interpretación: deben ser entendidas, precisamente, como estructuradoras de
un contenido moral que requiere, precisamente, una lectura moral. La lectura
moral interpreta la constitución no en términos de la intención explícita de los
legisladores en el momento que la redactaron, sino en términos de aquellos
principios morales que ellos emplearon para fijar la letra de sus artículos. De
esa manera, el ejercicio constitucional de la democracia se refiere a principios
que determinan restricciones pero se abre, también, a nuevos contextos en los
que el alcance de tales principios puede verse ampliado, modificado o espe-
cificado. La constitución fija un marco de acciones políticas y jurídicas posi-
bles, pero lo que la lectura moral indica es que la idea misma de posibilidad
no está cerrada sino que requiere ser actuada, construida, renovada.
La lectura moral, pues, indica que las cláusulas constitucionales que deter-
minan y conforman el ejercicio democrático tienen un carácter constitutivo de
este ejercicio en el presente e indica también, lo que es especialmente signi-
ficativo a nuestros efectos, que quienes están especialmente obligados a tal
lectura —los tribunales constitucionales y, en concreto, la Corte Suprema—
se convierten en un punto focal de ese ejercicio democrático. Pudiera pensar-
se, inmediatamente, que tal judicialización del sistema democrático es alta-
mente cuestionable. En el contexto norteamericano, un argumento
comunitarista podría indicar, e indica, que la fijación de interpretaciones por
parte de los tribunales de los límites y de los alcances del ejercicio democrá-
tico cuestiona seriamente la soberanía popular que se expresaría, más bien, en
términos de ejercicio directo de la mayoría. No es el momento de entrar en la
reconstrucción que Dworkin hace de la idea de comunidad, de una comuni-
dad liberal3, y de cómo esa noción haría compatible, al contrario de lo que la
crítica comunitarista que acabo de indicar supone, la lectura moral con la
perspectiva democrática. Pero sí es importante, quizá, subrayar que en un sen-
tido importante la propuesta de Dworkin supone no sólo ya una interpretación
de la restricciones constitucionales que constituyen la democracia —lo que es
su punto central— sino, también, un específico modelo de funcionamiento del
sistema democrático mismo que condensa una también específica experiencia
de la acción política democrática, la usamericana. El mismo Dworkin reco-
noce que la lectura moral que propone sería coherente con otras formas de
definición de una democracia constitucional y que la tesis hermenéutica que
sostiene requiere también la responsabilidad que el legislador tiene de ejerci-

3 Véase R. DWORKIN: La comunidad liberal, est. preliminar de D. Bonilla e I. Jaramillo,


Bogotá, Univ. de los Andes, 1996.
La democracia: Espacio de diferencias 27

tarla. No sólo serían, pues, los jueces, sino también los parlamentos los reque-
ridos a interpretar moralmente sus actos jurídicos y políticos, y ello sería posi-
ble en formas diversas. Pero, podemos seguir pensando que el peso sustancial
que recibe, en su modelo, la Corte Suprema no encontraría equivalentes en
otras tradiciones y sistemas en los cuales ese peso pasaría, más bien, al siste-
ma parlamentario mismo. Entiéndase que no indico ni que la lectura moral de
Dworkin, el núcleo sustantivo de su reciente propuesta, no sea una convin-
cente propuesta de hermenéutica constitucional ni tampoco que pueda menos-
cabarse el carácter constitucional del ejercicio democrático. Indico que una
concepción distinta de ese ejercicio desplaza las demandas de la lectura moral
hacia otros ámbitos.
En este sentido, puede sugerirse que otros modelos, como el propuesto por
Jürgen Habermas, muestran ese desplazamiento. En Faktizität und Geltung4
elabora Habermas la misma idea de la conexión necesaria entre el imperio de
la ley y la democracia que hemos visto en Dworkin, y específicamente en la
consideración de que una autolegislación democrática sólo puede desarrollar-
se en la medida en que se garanticen constitucionalmente las libertades indi-
viduales. Pero el modelo teórico habermasiano de la cooriginalidad de las
autonomías privada y pública da un mayor peso esta última, en forma de una
autonomía cívica intersubjetivamente ejercitada, de lo que el rechazo dwor-
kiniano a la interpretación mayoritarista de la democracia parecía suponerle a
la participación de todos en la esfera pública. No es, ciertamente, que Dwor-
kin negara la importancia de esa participación, pero Habermas acentuaría el
alcance normativo de la misma. El modelo habermasiano de la esfera públi-
co-política, con las interacciones de la sociedad civil activa en la conforma-
ción normativa y jurídica del sistema democrático, desplaza el peso de su
legitimación al conjunto de procedimientos democráticos y a sus interaccio-
nes que filtran y canalizan, desde la vida democrática misma, los flujos de esa
legitimación. Este modelo, pues, parece teorizar una experiencia histórica de
la democracia distinta a la norteamericana y al lugar central que, en esta cul-
tura política, tiene la interpretación constitucional de la Corte Suprema, una
interpretación que ha inducido y posibilitado importantes modificaciones en
la textura civil de Estados Unidos como aconteció con el movimiento de los
derechos civiles en los años sesenta. El mayor peso de los partidos europeos y
de la cultura público-política de las sociedades europeas en el esquema haber-
masiano —a eso apunta, precisamente, su modelo de los trasvases de fuerza
comunicativa entre las distintas subesferas de lo público— no negará, cierta-
mente, importancia a la discusión constitucional ni a los mecanismos de la
revisión judicial; les restará, no obstante, el privilegio de convertirse en sede o

4 J. HABERMAS: Faktizität und Geltung, Frankfurt, Suhrkamp, 1992. Hay traducción al


español en Editorial Trotta, Madrid, 1997.
28 Carlos Thiebaut

en ejemplo primordial de aquel uso público de la razón, como haría el mismo


Rawls a la hora de especificar, precisamente, el carácter de ese uso5.
Puede, ciertamente, argumentarse que tales diferencias son sólo de matiz
y que los desplazamientos indicados no niegan importantes factores comunes
y que ambos modelos comparten el carácter final de la interpretación de los
tribunales constitucionales y su importancia a la hora de configurar el ejerci-
cio democrático, y a veces —como ha sucedido en el caso de legislaciones
sobre el aborto o de discusión de derechos de ciudadanía— de maneras res-
trictivas. El que se compartan esos rasgos abonaría nuestra idea anterior que
diferentes sistemas y formas de experiencia democráticas no son intraduci-
bles; el que, no obstante, podamos entender de maneras distintas el carácter
constitucional de las democracias modernas indicaría que una teoría de la
democracia constitucional habrá de dejar lugar a esas distinciones.
Lo hasta ahora indicado en nuestro segundo orden de cuestiones —recor-
demos: el de la regulación jurídica de los sistemas democráticos— creo que
abre de manera adecuada la segunda consideración que, en el mismo orden,
queríamos indicar, a saber, las diversas formas como puede jurídicamente
ordenarse el reconocimiento de la diferencialidad social y cultural. Permítan-
me estilizar —hasta el riesgo de la simplificación— una sugerencia de inter-
pretación. El modelo fuertemente liberal de Dworkin, o para el caso de Rawls,
(y liberal no sólo en el sentido técnico, sino también en el sentido cultural de
posición progresista) no tendría, estimo, excesivas dificultades en acomodar
la protección jurídica de los derechos culturales —en el mismo sentido, aun-
que quizá no por los mismos argumentos, que Kymlicka6— en la medida en
que las constricciones constitucionales del ejercicio de la democracia ponen
un especial acento en la dimensión cualitativa y evaluativa de los derechos del
individuo. En este sentido, ese modelo puede fácilmente entender que el reco-
nocimiento de aquello que hace de los individuos sujetos de la participación
política y objetos de la protección jurídica, a saber, el que son sujetos de eva-
luaciones morales y autointerpretativas que regulan críticamente sus vidas,
está implicado en la protección de sus mismos derechos individuales. A tal
nos llevaría la lectura moral y a ello apuntan diversas reflexiones de Dworkin
en distintos campos, distintos a los de la diferencialidad cultural, como los
derechos referidos al dominio de la vida. Por otra parte, y como he indicado
en otro lugar7, el modelo habermasiano —igualmente liberal en lo que a esta

5 Véase J. RAWLS: El liberalismo político, Barcelona, Crítica, 1996, pp. 266 ss.
6 W. KYMLICKA: Ciudadanía multicultural, Barcelona, Paidós, 1996.
7 C. THIEBAUT: «Democracia y diferencia: un aspecto del debate sobre el multiculturalis-
mo», Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 31 (1994) pp. 41-60.
8 Cfr. C. TAYLOR: «The Politics of Recognition» en A. Gutman (ed.) Multiculturalism,
Princeton, Princeton Univ. Press, 1994, pp. 25-73.
La democracia: Espacio de diferencias 29

misma idea se refiere— parece requerir, no obstante, una simetría y una cier-
ta simultaneidad entre el reconocimiento cívico de la diferencialidad y su
reconocimiento jurídico. Habermas, con la visión de un teórico social, más
que con la más estricta visión de un teórico del derecho constitucional, podrá
ciertamente reconocer la necesidad de la protección jurídica de determinadas
prácticas diferenciales, pero mostrará, ante todo, que tal reconocimiento jurí-
dico depende de un más amplio reconocimiento social y, por ende, político.
La tercera vía habermasiana, entre la concepción comunitarista —como la
ejemplificada por Charles Taylor8— y la concepción liberal —como la ejem-
plificada por Kymlicka—, acentuará que el potencial motivador de una cul-
tura, aquello que la permite seguir siendo válida como matriz de la
socialización de los individuos y aquello que la permite, también, ser recono-
cida y protegida, depende de su capacidad de ser reflexivamente asumida por
sus miembros, cuyo igual acceso al ámbito cultural es lo que ha de ser, preci-
samente, protegido y garantizado. El modelo habermasiano, pues, añadiría (y
matizaría de una manera importante) que la protección de las demandas de la
diferencialidad depende del reconocimiento social de la misma, una vez que
queda garantizada la igualdad de acceso de todos y cada uno. Ese reconoci-
miento se requiere, en primer lugar, por parte de quienes bajo tal diferencia-
lidad se encuadren o den en encuadrarse y, por parte, en segundo lugar, de
quienes, sin pertenecer a ella, la reconozcan.
Permítanme detenerme, un momento, en esta idea comentando las dife-
rentes interpretaciones que del reconocimiento de los derechos de diferencia
pueden hacerse. El argumento liberal de Kymlicka recoge una doble intui-
ción: en primer lugar, la intuición liberal de la protección del derecho de indi-
viduo a elegir y a escoger su propia vida y sus propios objetivos; en segundo
lugar, la intuición de que tal elección para ser posible requiere un horizonte
cultural, una «cultura societaria». La conclusión de Kymlicka es, pues, que
existen buenos argumentos liberales para proteger jurídicamente, en la mane-
ra de especiales derechos culturales a cuya tipificación, análisis y límites pro-
cede en su trabajo, esas condiciones culturales de posibilidad del individuo.
Insisto que esos buenos argumentos liberales podrían, tal vez, ser interpreta-
dos o parafraseados teóricamente de manera distinta desde otras posiciones
también liberales. Así, Joseph Raz9 ha indicado también que la pertenencia a
tradiciones culturales es condición de posibilidad para la autonomía y la liber-
tad de los individuos en la medida en que en ellas se condensan y articulan las
orientaciones de valor que se presuponen en toda elección en base a prefe-
rencias. La posición de Habermas indicaría que tal argumento de protección
de los derechos de la diferencialidad interpreta en manera excesivamente ins-
trumental ese horizonte cultural de posibilidad de la elección de los indivi-

9 J. RAZ: «Multiculturalism: A liberal perspective», Dissent, Winter (1994), pp. 67-89.


30 Carlos Thiebaut

duos, al igual que los comunitaristas por su parte —tal como quedó dicho en
su discusión con Taylor10— procederían, por el contrario, a interpretar de una
manera excesivamente sustancialista la constitución cultural de la identidad
de esos mismos individuos. Entre aquel instrumentalismo y esta sustantiviza-
ción de la identidad cultural, y como señaló en la ya mencionada discusión
con Taylor, Habermas propondría que los derechos culturales serían mejor
entendidos en la medida que se consideraran derechos no colectivos, sino
subjetivos que garanticen equitativamente a todos los ciudadanos el acceso a
esos ámbitos culturales, propios o ajenos. Esta concepción apunta, pues, a una
interpretación de la esfera cultural especialmente dinámica que se aleja de una
idea del reconocimiento de los derechos culturales como derechos de conser-
vación de patrimonios preexistentes y que, desde luego, no los hace suscepti-
bles de ser entendidos como derechos colectivos. Más bien, la esfera cultural
puede ser entendida como susceptible de regulación cultural en los marcos
jurídicos requeridos, pero haciendo a los individuos el origen y el fundamen-
to de protección11. Creo que cabe extraer algunas consecuencias más de esta
diferente interpretación de por qué y cómo podrían reconocerse los derechos
culturales de diferencia. En concreto, qué pueda y deba ser regulado por tal
medio dependerá no tanto de la explícita reclamación que los individuos
hagan de sus condiciones culturales de elección, cuanto del conjunto de pro-
cesos al que conduce el hecho de garantizarles el acceso equitativo a los
ámbitos culturales. Sería, precisamente, la protección de esos procesos lo que
debe pasar a primer plano, y esos procesos no pueden ser pensados sino en la
forma de un ejercicio democrático que, a su vez, garantice los derechos indi-
viduales y el acceso a la conformación de las decisiones colectivas. Podría,
así, argumentarse, en concreto, que la tipificación de derechos diferenciales a
los que alude Kymlicka en derechos de autogobierno de minorías nacionales,
de protección de derechos propiamente multiculturales para minorías étnicas
y de especiales derechos de representación para entrambos grupos, presupo-
ne un modelo históricamente configurado de qué sean minorías nacionales o
étnicas que cierra en exceso la comprensión, necesariamente más fluida, de
las formas de identificación cultural y de los procesos por los que estas for-
mas se llegan a constituir. En efecto, pensar que se debe garantizar el libre y
equitativo acceso a los ciudadanos a los recursos culturales permite pensar
que otros modelos, distintos al de Kymlicka, podrían entrar en juego. Por
ejemplo, aquel que atendiera a comunidades étnicas o de otro orden que no
han sido reconocidas hasta el presente como tales, y cuya identidad no ha sido
hecha consciente para los mismo individuos y que, por lo tanto, no ha sido

10 Cfr. J. HABERMAS: «Struggles for Recognition in the Democratic Constitutional State»


en A. Gutman, o.c., pp. 107-148.
11 Cfr. también, en la misma línea, el argumento de R. Forst «Foundations of a Theory of
Multicultural Justice», Constellations 4, 1 (1997) pp. 63-71.
La democracia: Espacio de diferencias 31

vivida como necesitada de protección y de reconocimiento. Una concepción


dinámica puede entender que estos grupos comiencen a reclamar formas de
identidad cultural y de autoorganización —y en este caso están tanto las
comunidades negras norteamericanas o diversidad de comunidades indígenas
en América—. También cabría pensar en otro modelo que señalara que los
fenómenos nacionalistas lo son de extinción y de nacimiento (y por supuesto
de renacimiento) de manera que no hemos de considerarlos sólo como hechos
existentes en un momento dado, sino como conformados por procesos histó-
ricos, muchas veces entre ambiguos efectos de exarcebación y de normaliza-
ción. Lo que en estos casos requeriría protección y regulación jurídica es,
precisamente, la posibilidad de ese desarrollo y proceso histórico, una pro-
tección y regulación que garantizase el igual acceso democrático de todos
quienes conformaran, o dieran en conformar, ese grupo nacional, el libre
acceso de las razones de cada uno y de sus propias definiciones de lo que sea
su identidad cultural y política.
Estas diversas maneras de abordar el reconocimiento de la diferencialidad
dependen, pues, de cómo se interpreten las relaciones entre los procesos
sociales y la configuración jurídica de las formas de participación política, de
cómo se entienda lo que implica una teoría de la democracia y de su carácter
constitucional. En este segundo orden de cuestiones la idea de la diferencia-
lidad ha ganado rango normativo y ha implicado una concepción normativa
del proceso democrático. La consideración de ese rango normativo y el carác-
ter que adquiere la diferencialidad en las teorías de la democracia nos lleva al
tercer orden de cuestiones que queríamos considerar.

IV

Seremos breves en esta consideración, pues muchos elementos que a ella


refieren han sido ya señalados. El problema que quisiera abordar en esta últi-
ma parte recoge dos hilos que han quedado pendientes de nuestras considera-
ciones anteriores en forma de una duda y de una propuesta: la duda indica,
como señalamos al tratar el primer orden de cuestiones, que la existencia de
formas diversas de experiencias históricas democráticas parece poner en
jaque los supuestos homogeneistas de las teorías de la democracia constitu-
cional a las que nos hemos venido refiriendo y la propuesta apunta a que el
contenido universalista a las que esas teorías dan forma no se reduce a la
génesis contextual de dichas experiencias democráticas. En breve, sugeriré
que la democracia, como espacio de diferencias, ni se reduce a las formas his-
tóricas que de ella conocemos ni parece agotarse en ellas.
Un lugar privilegiado para reflexionar y atar nuestra duda y nuestra pro-
puesta lo constituye la potente teoría rawlsiana en su última formulación de
El liberalismo político. Una, muy breve y obvia, consideración sobre la pro-
32 Carlos Thiebaut

puesta de Rawls es la que indicaría que, a diferencia de Una teoría de la jus-


ticia, el quiebro político y no metafísico que encarna se basa, precisamen-
te, en partir del reconocimiento del hecho de la diversidad de concepciones
valorativas y de intereses presentes en las sociedades complejas. En la teo-
ría misma, pues, entra como un engranaje central el reconocimiento de la
diferencialidad que nos está ocupando y lo hace, precisamente, en la forma
de una teoría de la justicia de máxima abstracción que se pretende adecua-
da para dar cuenta del carácter constitucionalmente reglado del ejercicio
democrático. La doble intuición, o el doble axioma, del que la teoría parte
para construir los principios de justicia y para posteriormente articularlos en
las prácticas democráticas constitucionales, es la concepción política de la
persona y el ejercicio de racionalidad específico que es adecuado a aquello
de lo que la teoría trata, a saber, el uso razonable de la razón en la forma
específica de su uso público. Pues bien, y esto es lo que me parece crucial
para responder a nuestra duda y para articular nuestra propuesta, en diver-
sos momentos cruciales de su obra, Rawls apunta a una pregunta: ¿Por qué
habrá de ser plausible teóricamente esta concepción y, por consiguiente,
cómo hacer similarmente plausibles sus supuestos? La indagación sobre la
plausibilidad teórica de la propuesta rawlsiana y sobre sus supuestos tiene
que ver, precisamente, con un intento de responder a lo que el teórico esta
haciendo en relación con las concepciones, intuiciones o experiencias bási-
cas que tenemos los ciudadanos que atendemos a lo que nos dice. La idea
de equilibrio reflexivo es, en este sentido, central. Por la misma Rawls
entiende la facultad y el ejercicio que los ciudadanos tienen de compulsar y
de validar, en diversos momentos del proceso teórico en el que la propues-
ta nos embarca, los supuestos de lo que se nos va diciendo o la validez de
la argumentación que se nos propone. Ese es el núcleo de la teoría del con-
trato social y de su rango hipotético tal como la entiende la idea rawlsiana
del «equilibrio reflexivo»: el transitar sistemáticamente entre la práctica y
la experiencia vividas y el modelo normativo y argumentativo que ideal-
mente se propone como marco de justificación de principios que aclararán
y ordenarán, si están adecuadamente formulados, la concepción de la justi-
cia y de la vida pública que aplicaremos en nuestra práctica y en nuestra
experiencia democrática.
La Declaración de Independencia de Estados Unidos, la idea y las conse-
cuencias de la tolerancia religiosa y la abolición de la esclavitud son, en la
reflexión de Rawls, elementos configuradores de esa experiencia en lo que
tienen de tradición histórica. Un argumento fuertemente contextualista, como
el que antes comentamos, indicaría que las formas de esas experiencias, en la
medida en que se encarnan en una tradición democrática como la usamerica-
na, determinan la plausibilidad de la teoría que se nos presenta en la medida
en que constituyen la posibilidad del equilibrio reflexivo. Cuando Rawls, por
La democracia: Espacio de diferencias 33

ejemplo, argumenta a favor de determinada concepción de la dignidad de los


ciudadanos acudiendo, como muestra de la misma, a las razones que opera-
ron en el rechazo de la esclavitud, o cuando propone entender que su teoría
aplica hoy a la filosofía el argumento de tolerancia que subyacía a la articu-
lación de la libertad religiosa en el intento de generar, así, un nuevo espacio
de reflexión política, estaría —seguiría argumentando el contextualista (y,
para el caso, el comunitarista)— sistematizando una forma de experiencia
democrática que encuentra su fuerza motivadora en la continuidad de esa tra-
dición. Por lo tanto, concluye el argumento contextualizador, en la medida en
que esa forma de experiencia no se comparta o no se haya compartido, es fla-
co el fundamento de las nociones normativas que se nos proponen y más fla-
ca aún la posibilidad de acudir a ellas para proponer un modelo normativo
adecuado para sociedades multiculturales o complejas. No creo que sea, no
obstante, implausible el siguiente contraargumento: las tres ideas o experien-
cias que hemos mencionado —la declaración de independencia, la tolerancia
religiosa y el rechazo de la esclavitud— conforman tres nociones normativas
cuyo carácter no se resuelve ni se limita a esas experiencias históricas. La
declaración de independencia apunta a la idea normativa de la autodetermi-
nación de los ciudadanos constituyendo un espacio político de igualdad y
refiere, por lo tanto, a la coimplicación de la dignidad de cada uno con el ejer-
cicio de soberanía de todos. El rechazo de la esclavitud comporta la idea de
que la dignidad del individuo está dada no en función de una forma de perte-
nencia y posición social, cultural o económica, sino en virtud de la dignidad
que se le reconoce a toda persona política. El argumento de la generalización
de la tolerancia religiosa a la totalidad de los ámbitos creenciales, incluyendo
a las creencias que se articulan en concepciones comprehensivas seculariza-
das en el orden público, refiere a la idea normativa de un uso público de la
razón que se define, precisamente, por no depender para su inteligibilidad de
ninguno de esos ámbitos creenciales. Nuestro contra-arguemento indicaría,
pues, que el referir a experiencias históricas para aducir la plausibilidad teó-
rica de lo que Rawls nos propone es, más bien, mostrar el «lado experiencial»
que deben tener las ideas normativas básicas de una teoría de la democracia
que ejerza las funciones que como tal teoría se le requieren. Pero ese «lado
experiencial» refiere al proceso por el que comprendemos tales nociones y a
los procesos por los que acudimos a ellas; la plausibilidad teórica de lo que se
nos dice viene dada, en tales términos hermenéuticos, por la ejemplificación
que comportan esas experiencias, pero la validez de la teoría y de esas nocio-
nes no se agotan en ellas. Sería más que irrazonable, irracional, el pensar que
nosotros, habitantes de sociedades que no han compartido esas experiencias,
no podremos entender y re-contextualizar a nuestra vez las ideas normativas
de autogobierno, de dignidad de las personas políticas o de una forma impar-
cial de argumentación; aunque tal vez no sea tan irrazonable el indicar que la
34 Carlos Thiebaut

manera como en la teoría se acude a hacer plausibles sus propios supuestos sí


depende, y fuertemente, del contexto de surgimiento y de su contexto de refe-
rencia.
A lo que apunta, pues, el contraargumento es a indicar que el carácter
potencialmente pluralista de las experiencias, tradiciones y teorías democrá-
ticas (un carácter que algunas de estas teorías, como la de Rawls, integran en
su misma construcción) sitúa y define una peculiar forma de entender las rela-
ciones entre el contenido universalista propuesto en esas teorías y el contex-
to particularista al que se refieren, bien como contexto de surgimiento, bien
como contexto de aplicación. Esas relaciones entre el universalismo y el par-
ticularismo permiten pensar mejor el pluralismo de la democracia: el que la
define como sistema y aquel con el que, como tal sistema, se las tiene que ver.
El argumento de Rawls podría parafrasearse quizá de esta manera: acudimos
a experiencias que muestran o ejemplifican ante los ciudadanos el alcance de
los conceptos normativos de una teoría de la democracia para mostrar que el
proceso de aprendizaje y de construcción del espacio público que los sistemas
democráticos encarnan no puede darse por clausurado; la interpretación del
alcance de los derechos que nos reconozcamos como ciudadanos en el ejerci-
cio democrático dependerá del proceso mismo por el que como tales nos
constituímos en el presente; ese alcance depende, por lo tanto, no de los ejem-
plos de nuestra tradición a los que acudimos para hacernos plausible ese pro-
ceso —o a ejemplos de otras tradiciones diversas— sino de la fuerza que
extraigamos de los contenidos universalistas de nuestros conceptos normati-
vos. Por ello, concluiría nuestra paráfrasis de Rawls, dichos contenidos uni-
versalistas no pueden pensarse al margen, sino en el seno de las diferencias
que muestran el surgimiento plural de formas, prácticas y teóricas, de la
democracia y el no menos plural ejercicio que comporta el reconocimiento de
toda la gama de diferencialidad que los ciudadanos consideran relevantes para
definirse a sí mismos como tales.
Puede, tal vez, pensarse que nuestra paráfrasis de Rawls se acerca en
exceso a la versión habermasiana que antes comentamos. No creo, en efecto,
que la idea de «equilibrio reflexivo», por medio de la cual la particularidad de
una experiencia y una tradición democrática enlaza en la conciencia de los
ciudadanos con la arquitéctonica de su teoría, esté lejana de la formación dis-
cursiva de la voluntad pública que Habermas, por su parte, quiere sistemati-
zar. Ninguna de ambas teorías diferirían en este punto crucial con el que
concluye nuestra reflexión: que el contenido universalista de las ideas centra-
les de las teorías contemporáneas de la democracia constitucional no puede
pensarse ya como si supusieran un contexto homogéneo de surgimiento o de
plausibilidad. Si las teorías liberales clásicas pudieron ser ciegas a la diferen-
cialidad cultural y política, bien porque presuponían una homogeneidad cul-
tural, bien porque desconocían la pluralidad existente, las nuevas teorías, y
La democracia: Espacio de diferencias 35

en consonancia con nuevas experiencias cuyo carácter aún no está cerrado,


integran esa conciencia de pluralidad como uno de sus argumentos centrales.
Los tres órdenes de cuestiones que hemos recorrido —desde el reconoci-
miento de la pluralidad de tradiciones democráticas hasta el lugar que éstas
tienen en el seno de las teorías democráticas, pasando por las formas de reco-
nocimiento jurídico de la diferencialidad en los sistemas democrático-consti-
tucionales— se han encaminado, pues, a una doble idea: en primer lugar, a la
necesidad de pensar las teorías y las prácticas de la democracia en un nuevo
contexto pluralista; en segundo lugar, a rechazar que el reconocimiento de ese
contexto implique suscribir una tesis relativista y fuertemente contextualista
como las que, estimo, tienen que acabar haciendo los planteamientos comu-
nitaristas. Así entendidas, las teorías de la democracia pueden dar un especial
lugar al reconocimiento de formas de particularidad y diferencialidad sin
tener que pensar que abandonan sus supuestos universalistas sino, precisa-
mente, concibiéndose como más cabalmente articuladoras de los mismos.

(23 de mayo de 1997)


37

Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento

Francisco Colom González

El multiculturalismo se ha impuesto como uno de los términos que más


suena en los debates académicos de los últimos años. Sin embargo, al igual
que ha ocurrido con los términos de otras tantas discusiones estelares en tor-
no a la legitimidad, la ideología, la postmodernidad o la sociedad civil, el
multiculturalismo suma a su dispar valoración política una imprecisión
semántica notable. Literalmente, el término parece tener tantos significados
como bocas lo pronuncian. Su auge se inscribe en el contexto de un renacido
interés por el tema de las identidades en el ámbito de la filosofía y de las cien-
cias sociales. Normativamente alude, además, a la idea de la democracia entre
las culturas, a la posibilidad de organizar institucionalmente en un marco plu-
ralista la diversidad de intereses e identificaciones emanados de la heteroge-
neidad cultural a la que parecen irremisiblemente abocadas las sociedades
modernas. Como ha señalado Robert Hughes, el prestigioso crítico cultural de
la revista Time, «el multiculturalismo afirma que las gentes con distintas raí-
ces pueden coexistir, que pueden aprender a leer los repertorios de imágenes
de otros, que pueden y deben mirar más allá de las fronteras de la raza, la
lengua, el género y la edad sin prejuicios o engaños y aprender a pensar con-
tra el trasfondo de una sociedad híbrida»1.
La ambigüedad del término estriba en que puede entenderse indistinta-
mente como la descripción de un hecho social, de un modelo político o de una
ideología. Estas tres dimensiones están en realidad vinculadas, puesto que las
políticas calificadas de «multiculturales» se han diseñado para dar respuesta a
toda una serie de movimientos que reclaman formas específicas de integración
en las estructuras políticas de las sociedades democráticas. Una desafortunada

1 R. HUGHES: Culture of Complaint. New York-Oxford, Oxford University Press, 1993,


pp. 83-84.
38 Francisco Colom González

asociación de ideas, como la identificación sin más del multiculturalismo con


lo que se ha dado en llamar las políticas de la identidad o la presentación de
éstas como esencialmente distintas e incluso como históricamente sucesoras
de las políticas de clase o de distribución, ha terminado por añadir más con-
fusión al tema, ya que con ello se da por supuesta una etiología común para
toda una serie de movimientos sociales que persiguen objetivos y estrategias
muy heterogéneas.
Dada la confusión creada por el uso polisémico del término, un análisis de
sus connotaciones normativas puede ayudar a vislumbrar el alcance de sus
ambiciones políticas. De partida es preciso señalar que el multiculturalismo,
contrariamente a las políticas de asimilación, entraña una voluntad de reco-
nocimiento de la diferencia. Desde un punto de vista moral, además, como
fórmula de convivencia esta voluntad de reconocimiento es más ambiciosa
que la simple tolerancia. La reflexión sobre el proceso moral del reconoci-
miento ha venido perfilando durante los últimos años un paradigma con per-
files propios en el seno de la filosofía práctica. Desde que en 1971 John Rawls
publicara su Teoría de la justicia e inaugurase toda una época del pensa-
miento filosófico, una de las críticas que más sistemáticamente se ha dirigido
contra su esquema es la de haber ignorado por completo todo aquello que ata-
ñe a la dimensión normativa y al trasfondo colectivo de las identidades2. Esto
es así porque los problemas de redistribución y de reconocomimiento parecen
en principio remitir a concepciones de la justicia, paliativos sociales y crite-
rios de diferenciación distintos3. Por emplear la terminología de Michael
Walzer, la distribución y el reconocimiento constituyen «esferas de justicia»
distintas en la medida en que remiten a bienes sociales asimismo distintos4.
2 Al aludir a estas críticas no sólo estoy pensando en su conocido debate con los teóricos
«comunitarios», sino también en las críticas realizadas desde el entorno del feminismo y desde
los movimientos de las minorías étnicas y nacionales. Antes de que arreciasen durante los años
ochenta los argumentos sobre el poso comunitario del que necesariamente nacerían nuestros jui-
cios y compromisos morales, ya algún crítico había señalado las insuficiencias de una noción de
justicia y de un modelo de pluralismo concebidos primordialmente para la distribución de recur-
sos y para la conciliación de desavenencias de tipo religioso o ideológico. Lo cierto es, sin embar-
go, que «los grupos raciales, lingüísticos o nacionales débiles o desaventajados o que aprecian
y desean preservar sus características e identidad propias (...) persiguen su reconocimiento, sta-
tus legal y derechos en cuanto entidades colectivas». V. VAN DYKE: «Justice as Fairness: for
Groups?», en American Political Sciencie Review, Vol. 69 (1975), p. 607.
3 Véase N. FRASER: «Redistribución y reconocimiento: hacia una visión integrada de justi-
cia del género», en Revista Internacional de Filosofía Política Nº 8 (Diciembre 1996), pp. 18-40.
4 Walzer cuestiona uno de los supuestos más consolidados en la historia de la filosofía
occidental: el de la existencia de un principio justicia único y unitario. Por el contrario —man-
tiene— «la idea de justicia distributiva tiene tanto que ver con la producción como con el con-
sumo, con la identidad y el status como con la tierra, el capital o las posesiones personales (...)
Esta multiplicidad de bienes se ve replicada por una multiplicidad de procedimientos, agentes y cri-
terios distributivos (...) Los principios de justicia son, por ello, pluralistas en su forma. Sus dife-
rencias se derivan de la distinta interpretación de los propios bienes sociales». Spheres of Justice.
New York, Basic Books, 1983, pp. 3 y 6.
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 39

Estrictamente hablando, pues, no es posible «distribuir reconocimiento», ya


que éste no es una cantidad fungible, pero resulta obvio que en la práctica
ambos principios, están indisolublemente vinculados. A nadie escapa que las
pautas de redistribución de recursos a través de políticas públicas dependen
en gran medida del grado de aceptación e influencia con que cuenten los dis-
tintos grupos sociales.

1. RECONOCIMIENTO Y DESARROLLO MORAL

Una distinción fundamental en este contexto es si el reconocimiento, o


más bien su ausencia, se entiende meramente como una cuestión de equidad
política, por ejemplo, en el acceso a la esfera pública, o como una función
más profunda que afecta al proceso de autorrealización de los sujetos que la
sufren. Esta no es una distinción baladí, al menos no en términos morales,
pues resulta imprescindible para la evaluación normativa de los daños impu-
tables a los procesos de aculturación. Optar por el segundo criterio supone
admitir hegelianamente la existencia de una relación genética entre reconoci-
miento e identidad propia, o más específicamente, entre el reconocimiento
recíproco generado a través de la interacción social y el desarrollo moral de
la autoconciencia. Charles Taylor apoya esta tesis al afirmar que «nuestra
identidad se configura parcialmente por el reconocimiento o por su ausencia,
a menudo por el infrarreconocimiento de otros, de manera que una persona
o grupo de personas puede sufir un auténtico perjuicio, verse seriamente dis-
torsionada, si las personas o la sociedad que la rodean le devuelven una ima-
gen disminuida o degradante o despreciable de sí misma»5.
Los procesos de reconocimiento no constituyen, sin embargo, una expe-
riencia moral unitaria. Axel Honneth ha recordado a este respecto los muy
distintos significados con que la tradición filosófica ha manejado esta cate-
goría moral6. Como es sabido, en su proyecto de reconstrucción de la historia
de la eticidad el joven Hegel estableció el vínculo entre la adquisición inter-
subjetiva de la autoconciencia y el desarrollo moral de la comunidad en su
conjunto como una lucha por el reconocimiento. Esta pugna se expresaría a
través de tres modelos distintos y progresivamente exigentes de interacción
moral: como satisfacción de las necesidades afectivas naturales en el vínculo
amoroso, como reconocimiento recíproco de una esfera de libertad individual
en el ámbito del derecho y, por último, como valoración de los elementos
reproductores del orden social en la esfera comunitaria de la eticidad. La diná-

5 Ch. TAYLOR: «The Politics of Recognition», en A. Gutmann: Multiculturalism. Examining


the Politics of Recognition. Princeton, Princeton University Press, 1994, p. 25.
6 A. HONNETH: «Reconocimiento y obligaciones morales», en Revista Internacional de
Filosofía Política nº 8 (diciembre 1996), p. 6. De aquí en adelante me serviré de su reinterpreta-
ción de la filosofía moral de Hegel.
40 Francisco Colom González

mica del reconocimiento sería fruto, pues, del proceso intersubjetivo de cons-
titución de la autoconciencia y de los conflictos planteados por las crecientes
y múltiples demandas de los individuos. Aunque Hegel abandonaría en su
obra de madurez el modelo explicativo de la intersubjetividad para asumir el
de la dialéctica del espíritu, esa primera taxonomía de las formas de recono-
cimiento es todavía perceptible en su ulterior diferenciación de las esferas
sociales de la familia, la sociedad civil y el Estado.
Honneth ha querido ver un reflejo de aquella primera diferenciación hege-
liana en el contexto de las éticas contemporáneas. Así, la categoría del reco-
nocimiento ha sido empleada por la teoría feminista para aludir al tipo de
cuidado amoroso representado por la relación maternofilial. En las éticas de
corte discursivo ese mismo término designa más bien un respeto recíproco
similar al mostrado por los participantes en un diálogo. Por último, en el caso
de las éticas comunitarias el reconocimiento se dirige a la valoración de
modos de vida ajenos. Cada una de estas perspectivas remite a contenidos
morales de naturaleza diversa. Como es obvio, no posee la misma virtualidad
universalista el reconocimiento de la autonomía moral de los individuos que
la relación afectiva de la madre con el hijo o la solidaridad entre los miem-
bros de una misma comunidad.
¿Cuál es la índole del reconocimiento que pueda reclamarse en nombre de
las diferencias culturales? La respuesta no es sencilla, precisamente por los
malentendidos que rodean al debate multicultural. No todos los movimientos
sociales englobados bajo el epígrafe general de las «políticas de la identidad»
plantean sus reivindicaciones en términos culturales. Se trata en realidad de
movimientos de orígenes muy heterogéneos. Los movimientos feminista o
gay, los nacionalismos, las reivindicaciones de las minorías étnicas, de las
comunidades de inmigrantes o de las poblaciones indígenas apenas si com-
parten entre sí el rasgo de presentar sus reivindicaciones políticas en virtud de
una identidad diferenciada. Los criterios de territorialidad y autogobierno
resultan, por ejemplo, decisivos para distinguir los movimientos nacionalistas
e indigenistas en Estados plurinacionales, más interesados en una diferenca-
ción política y cultural, de los grupos de inmigrantes o de género y orienta-
ción sexual, que suelen reclamar una integración social igualitaria7. Común a
todos ellos es, no obstante, el hecho de plantear sus exigencias mediante un
lenguaje articulado con el vocabulario de los «derechos» y la «cultura».
Lo cierto es que el término «cultura» se ha manejado en toda esta discu-
sión con absoluta ligereza. En la tradición de la sociología y de la antropolo-
gía, la cultura se ha entendido como una dimensión específica de los grupos
humanos referida a sus prácticas simbólicas. El papel de la cultura en la cons-
titución de las identidades colectivas se plasma en fórmulas narrativas sobre
7 Véase F. REQUEJO COLL: «Pluralismo, democracia y federalismo», Revista Internacional
de Filosofía Política, 7 (mayo 1996), pp. 93-120.
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 41

las que converge toda una serie de elementos lingüísticos, religiosos y étnicos
que aportan referencias comunes y delimitan criterios fundamentales de per-
tenencia e interacción social. Por ello, si bien es cierto que las formas de dis-
criminación contra mujeres y homosexuales, al igual que contra algunas
identidades étnicas, se encuentran siempre culturalmente mediadas, antropo-
lógicamente hablando no se puede afirmar que las categorías de género o de
orientación sexual constituyan realmente «culturas». Una cuestión distinta es
que grupos militantes de mujeres y homosexuales se hayan dotado de tal len-
guaje con fines políticamente reivindicativos.
Los conflictos del multiculturalismo pierden su nebuloso perfil si los con-
cebimos como lo que son en la práctica: conflictos políticos en los que la retó-
rica de la cultura juega un papel referencial. En algunos casos se reivindica el
derecho a acceder públicamente a determinados bienes culturales, como el
uso de una lengua o la práctica de una religión, y más concretamente el dere-
cho a preservar sus estructuras específicas de reproducción social. En otros
casos las identificaciones culturales sirven para reclamar formas diferencia-
das de participación en la configuración de la voluntad política, sobre todo
cuando esas adscripciones han marcado históricamente a sus portadores. Por
último, en otros casos, los menos, el orgullo de la identidad compartida y la
afirmación de la diferencia se exhiben como vehículos para un separatismo
cultural o político.

2. LA IDEA DE LOS «DERECHOS CULTURALES»

Con respecto al primero de estos puntos, la filosofía liberal ha sido tradi-


cionalmente más proclive a teorizar el «derecho a la cultura» que la idea mis-
ma de los «derechos culturales». En efecto, bajo esta última rúbrica pueden
converger prácticas susceptibles de una regulación política y jurídica tan dis-
tinta como las creencias religiosas, la educación o la lengua. La libertad de
credo constituye uno de los derechos liberales más antiguos. El derecho que
la protege no sólo trata de garantizar el libre ejercicio del culto por las comu-
nidades religiosas, sino también la libertad de sus miembros para revisar sus
propias creencias. Esto tan sólo ha sido históricamente posible en la medida
en que la privacidad se ha diferenciado como esfera autónoma para la elec-
ción de las formas de vida. La moderna tolerancia liberal propicia por ello el
respeto hacia las identificaciones privadas en general en tanto que su conte-
nido no implique un atentado a las libertades e identidades de los demás. Esto,
sin embargo, no siempre fue así. Nacida en el contexto de las guerras religio-
sas del siglo XVII, la primera concepción de la tolerancia no implicaba el
reconocimiento de una misma dignidad para todas las creencias y prácticas
religiosas. Tolerar significaba más bien a admitir la heterogeneidad religiosa
como un mal menor o inevitable. La tolerancia se articuló por ello, bajo el
42 Francisco Colom González

precepto «cuius regio, eius religio», en el plano exterior de las relaciones


entre los príncipes, no en el interior del dominio regio.
El segundo de los derechos asimilables a la cultura, el derecho a la edu-
cación, hace tiempo que ha sido asumido como un derecho social por el ide-
ario democrático y aplicado por las políticas públicas del Estado social de
derecho en la medida de las disponibilidades de cada momento. En este sen-
tido, se ha recorrido un largo trecho desde el primitivo ideal nacional-repu-
blicano que vinculaba la escolarización básica y obligatoria con el proyecto
de la creación de «ciudadanos». Un caso muy distinto es el de los derechos
linguísticos de las minorías, ya que la lengua, a diferencia de la religión, no
puede confinarse al ámbito de la conciencia ni el derecho a hablarla, si se
excluye su posible función como vehículo educativo, constituye exactamente
un derecho social. La cuestión reside en que la protección de la cultura de un
grupo no es reducible a la protección de los individuos que la integran8. Los
derechos lingüísticos son constitutivamente derechos colectivos, ya que aun-
que se ejerzan individualmente, sólo tienen sentido si se reconocen para una
comunidad entera. No existen, en definitiva, lenguas privadas, tan sólo usos
privados de las mismas en función de la estructura sociolingüística de cada
país. La disputa en torno a los derechos individuales y colectivos es bastante
estéril si sólo se plantea en términos de una relación de prioridad. Obviamen-
te, un derecho colectivo sólo puede gozar de legitimidad desde una perspec-
tiva liberal si no se ejerce contra los derechos individuales de los miembros
de la comunidad en cuestión. Dicho de otra manera, los derechos de grupo
sólo pueden encontrar una justificación liberal cuando se trate de proteger
intereses que no puedan ser defendidos de otra manera, ya que son inherente-
mente colectivos9. La cuestión verdaderamente crucial estriba en las razones
que puedan aducirse desde una perspectiva democrática para conceder un
determinado derecho a una colectividad.
Esta cuestión nos remite directamente al problema genérico de los dere-
chos de las minorías. Lo significativo en nuestro contexto es la apelación a
los rasgos culturales compartidos con el fin de delimitar los contornos de las
mismas. No todos los derechos específicos de grupo son de índole cultural,
8 N. BRETT: «Language Laws and Collective Rights», Canadian Journal of law and Juris-
prudence Nº 2, (1991), p. 229.
9 «Los derechos de grupo se adscriben a colectivos de individuos y tan sólo pueden ser
ejercidos colectivamente o, al menos, en nombre del colectivo [....] Adicionalmente, el bien ase-
gurado por el citado derecho es con frecuencia un bien colectivo, en el sentido de que si se
garantiza será accesible a todos o a casi todos los miembros del grupo. Aún más, podemos tam-
bién afirmar que [...] los intereses servidos por el grupo son los intereses que los individuos, en
cuanto miembros del grupo, tienen en los bienes colectivos del grupo: participar en las activi-
dades comunes y en la persecución de objetivos compartidos por el grupo». A. BUCHANAN:
Secession. Boulder, Westview Press, 1991, pp. 74-75. Ver asimismo M. MCDONALD: «Should
Communities have rights? Reflections on Individual Liberalism», en Canadian Journal of Law
and Jurisprudence Nº. 2 (1991), p. 229.
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 43

aunque algunos atañan a las condiciones materiales que permiten la supervi-


vencia de determinadas formas culturales. Como Allen Buchanan ha señala-
do, los derechos de secesión, de propiedad colectiva y de anulación o de veto
legislativo en Estados compuestos representarían otras tantas formas de dere-
chos de grupo no tan infrecuentes en los sistemas constitucionales liberales.
En términos más genéricos, los instrumentos territoriales de autogobierno
consagrados por el federalismo permiten a los grupos que acceden a ellos la
salvaguardia de un elevado grado de autonomía cultural. En realidad, en el
seno de un Estado federal, los derechos culturales de los grupos territorial-
mente fijados se encuentran implícitamente subsumidos en los derechos de
autogobierno. Ninguno de los anteriormente citados, sin embargo, es estricta-
mente un derecho cultural, sino político.
La reciente experiencia española es particularmente ilustrativa a este res-
pecto. El autogobierno de Cataluña y la defensa de la lengua catalana han
constituido las señas históricas de identidad del catalanismo. Obviamente, no
es preciso ser nacionalista ni catalán para defender la pervivencia de la len-
gua catalana. Negarse a ello no sólo atentaría contra un aspecto fundamental
de la identidad lingüística de sus hablantes, sino que constituiría un ataque
directo contra sus legítimas reclamaciones ciudadanas. Se trata, pues, de una
dimensión de la integridad de las personas con suficiente calado moral para
ser incluido en el elenco de los derechos liberales. De no ser así, el liberalis-
mo político siempre será susceptible de ser denunciado como un mero meca-
nismo ideológico vinculado a los intereses de dominación de determinados
grupos culturalmente mayoritarios que copan los resortes de poder del Esta-
do nacional. Ahora bien, la supervivencia de una lengua minoritaria no está
garantizada si, además de enseñarla en las escuelas, no se la dignifica y pro-
mueve en la esfera pública haciendo uso administrativo, económico y cultu-
ral de ella. Esto es particularmente obvio si tomamos como referencia el caso
de las lenguas oficiales. Los Estados modernos tienen que optar por un limi-
tado número de lenguas para el ejercicio de sus funciones reguladoras y para
la socialización cultural de sus ciudadanos. Aun cuando estas opciones sean
presentadas como puramente instrumentales, lo cierto es que sus consecuen-
cias favorecen el status social de una lengua concreta y la competencia lin-
güística de sus hablantes, mientras que disminuyen o ignoran las de otros
ciudadanos con un patrimonio lingüístico distinto. Esta dimensión institucio-
nal de las lenguas explica que, en el caso del que estamos hablando, un nacio-
nalista catalán necesariamente incluya la defensa de la lengua en su proyecto
político.
Reconocido constitucionalmente como lengua cooficial de Cataluña, el
catalán se ha beneficiado desde la transición democrática de la legislación
emanada de los órganos de gobierno autonómicos. La «normalización» lin-
güística del catalán ha basado así su estrategia en un diseño fundamental-
44 Francisco Colom González

mente territorial. La otra alternativa, una estrategia «personalista» apoyada,


por ejemplo, en redes escolares diferenciadas en función de la lengua, como
en Quebec, fue descartada en aras de la cohesión social de Cataluña. Los
intentos por rebajar la hegemonía del castellano han desencadenado, sin
embargo, el conocido conflicto sobre los derechos culturales de las minorías
dentro de las minorías, un conflicto posibilitado típicamente por las estructu-
ras territoriales de corte federal. El derecho de la minoría castellanoparlante a
educarse y recibir servicios en la propia lengua choca aquí con las exigencias
de discriminación positiva para una lengua que, pese a ser localmente mayo-
ritaria, se ha visto históricamente amenazada. La evolución de la jurispru-
dencia española a este respecto es interesante. Pese a que la constitución tan
sólo menciona el derecho a emplear las lenguas regionales frente a la obliga-
ción de aprender el castellano, el Tribunal Constitucional ha terminado por
reconocer la legalidad del uso general del catalán como lengua vehicular en
la enseñanza y de la exigencia de un suficiente conocimiento del mismo para
el acceso al funcionariado autonómico. Sin embargo, no ha admitido la obli-
gatoriedad de aprender en la lengua vernácula. Se ha pretendido conciliar así
la defensa de unos derechos colectivos de carácter lingüístico atrincherados
en una estructura de corte federal con el reconocimiento cualificado de los
derechos individuales en un contexto de cooficialidad lingüística.
Esta discusión sobre los derechos diferenciados no debe hacer olvidar que
son únicamente los miembros de los grupos en su calidad de tales los titula-
res de cualesquiera derechos que se les reconozca colectivamente. Los
«hechos culturales» no tienen ni pueden tener personalidad jurídica alguna.
Como ha señalado Habermas, la supuesta contradicción de las diferencias
culturales con las intuiciones liberales sobre los derechos depende de su ade-
cuada formulación filosófico-política10. El bien social que protegen estos
derechos es el de la autonomía de sus portadores, pero esta autonomía no es
puramente privada. La autonomía no es un nicho en el que desarrollar aisla-
damente los proyectos vitales, sino que constituye el presupuesto y el punto
de llegada de su derecho de participación en la vida pública. En un Estado
constitucional democrático todos los ciudadanos deben ser capaces de perci-
birse como autores de las leyes a que están sometidos como sujetos de dere-
cho privado. La actualización democrática de esos derechos puede ser
perfectamente sensible al contexto social y político de los ciudadanos que los
reformulan, ya que no es la neutralidad moral del sistema jurídico lo que mar-
ca los conflictos, sino las cambiantes valoraciones que de forma inevitable
acompañan la redefinición de los derechos básicos. Son, en definitiva, las
garantías jurídicas del Estado democrático de derecho las que deben permitir

10 J. HABERMAS: «Kampf um Anerkennung im demokratischen Rechtstaat», en Die Einbe-


ziehung des Anderen. Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1996, p. 242.
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 45

a los ciudadanos, a través de los mecanismos representativos para la forma-


ción de la voluntad, decidir el grado de importancia que deseen conceder a
determinados rasgos culturales con vistas a la organización política de su vida
en común.
El gran malentendido liberal en este contexto ha sido afirmar que el Esta-
do es o puede ser neutral con respecto a todas las opciones culturales. Esto es
debido a que, tradicionalmente, el liberalismo ha tendido a tratar la cultura de
la misma manera que la religión o las preferencias sexuales: como una deci-
sión individual de carácter privado que no debe reclamar atención alguna por
parte del Estado11. Las formas de vida, se nos recuerda, no son relevantes por
sí mismas, sino tan sólo en la medida en que afectan al bienestar de los indi-
viduos12. La neutralidad liberal se ha entendido así como una defensa de la
autonomía individual y de la privaciadad en cuanto reductos de las identifi-
caciones culturales. El recurso a la privacidad, sin embargo, no supone garan-
tía alguna de integridad identitaria. Durante los dos últimos siglos las
corrientes intelectuales holistas y comunitarias han insistido en la imposibili-
dad de comprender desde los supuestos ontológicos del liberalismo los vín-
culos morales, sociales y culturales que confieren sentido a la vida de las
personas y hacen posibles sus compromisos colectivos13. El punto de desave-
nencia, sin embargo, como se ha señalado repetidamente desde las filas del
liberalismo, no es en realidad ontológico. El liberalismo no descansa sobre
una sociología atomista o una teoría presocial de los derechos. Tampoco per-
sigue un acuerdo entre personas con concepciones diversas del bien ni care-
ce él mismo de tal concepción. Su idea del individuo y de su capacidad para
evaluar las opciones que se le presentan se situa siempre en el seno de las rela-
ciones sociales. Lo que cuestiona más bien es que tales relaciones deban
encontrar una traducción política. El liberalismo excluye, por tanto, la exis-
tencia de un bien común políticamente respaldado, pero no que exista una
comprensión común de lo «justo». En este sentido, una norma de derecho, el
principio de autonomía o el de la satisfacción de deseos son perfectamente
asumibles como concepciones liberales del bien14.

11 W. KYMLICKA: «Liberalism and the Politization of Ethnicity», en Canadian Journal of


Law and Jurisprudence (1988) Nº 2, p. 241.
12 CH. KUKATHAS: «Are there any Cultural Rights?», en W. KYMLICKA (ed.): The Rights of
Minority Cultures. Oxford, Oxford University Press, 1995, p. 234.
13 He intentado ofrecer un repertorio de posiciones que sostienen, con diferentes matices,
ese punto de vista en F. COLOM-J.Mª. HERNÁNDEZ (comps.): Teorías de la Comunidad. Valencia,
Edicions Alfons en Magnanim (en prensa).
14 Para una crítica de éstos y otros tópicos atribuidos al liberalismo ver CH. TAYLOR: «Cross-
Purposes: the Liberal-Communitarian Debate», en N. Rosenblum (ed.): Liberalism and the Moral
Life. Cambridge-London, Harvard University Press, 1989, pp. 159-182; W. KYMLICKA:«Liberal
Individualism and Liberal Neutrality», Ethics Nº 99 (July 1989), pp. 883-905 y B. BARRY: La jus-
ticia como imparcialidad. Barcelona, Paidós, 1997, pp. 171 y ss.
46 Francisco Colom González

3. EL INFRARRECONOCIMIENTO Y LAS HERIDAS DE LA SUBJETIVIDAD

Dados estos antecedentes intelectuales, no es de sorprender que el tránsi-


to desde el debate sobre el comunitarismo hasta el del multiculturalismo haya
tenido lugar, prácticamente con los mismos autores y términos, mediante la
asociación de la dignidad humana con el reconocimiento de la identidad cul-
tural compartida por los individuos. En este sentido, Charles Taylor y Axel
Honneth han coincidido en descartar el reconocimiento como un bien acce-
sorio o añadido a la identidad moral de las personas, pues su ausencia reper-
cute negativamente sobre su capacidad misma de autorrepresentación. Más
concretamente, Honneth se ha servido del análisis de las «heridas morales»
para recorrer, con una mirada hegeliana, las fases en las que se despliega el
desarrollo de la autoconciencia moral. De partida, mantiene, sólo son suscep-
tibles de daño moral aquellos seres que se relacionan con su propia vida de
una forma reflexiva. A diferencia de la infelicidad personal o de la desgracia
inesperadamente acaecida, infligir un daño moral a alguien significa causarle
un perjuicio en su capacidad de autorreferencia moral15. Nuestra fragilidad
moral frente a los demás se debe justamente a que construimos los juicios
sobre nosotros mismos con ayuda de los juicios aprobatorios o reprobatorios
de nuestros semejantes. Por ello, y en función de su gravedad, las heridas
morales tienden a destruir los presupuestos constitutivos de la capacidad indi-
vidual para actuar responsablemente, lo que es decir tanto como moralmente.
La experiencia de una injusticia moral —concluye Honneth— va por ello
acompañada siempre de una conmoción psíquica, ya que se frustra en el suje-
to una expectativa que afecta de forma central a las condiciones de su propia
identidad.
Un análisis más detallado de estos presupuestos permite discernir varios
tipos de autorreferencia moral en los sujetos. Honneth ha establecido a este
respecto tres niveles categoriales: la confianza en sí mismo (Selbsvertrauen),
el amor propio (Selbstachtung) y la autoestima (Selbstschätzung)16. Cada una
de estas tres categorías implica, respectivamente, la confianza en la propia
valía, en el valor del propio juicio y en el desempeño competente de las capa-
cidades personales. En una distinción similar, Michael Walzer ha reducido
estas categorías a dos, self-esteem y self-respect, que aquí traduciré respec-
tivamente por «autoconfianza» y «amor propio» para ponerlas a tono con las
de Honneth. La autoconfianza, en el sentido en que Walzer emplea el térmi-
no, alude a la seguridad en sí mismo, a la satisfacción con uno mismo, y
depende de la valoración que uno se otorgue con relación a los demás. El
amor propio, por el contrario, indica el respeto que uno siente por sí mismo

15 A. HONNETH: Kampf um Anerkennung. Frankfurt a.M., Suhrkamp, 1992, p. 212.


16 O.c. p. 211.
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 47

en el desempeño de un determinado rol social. Implica, pues, una determina-


da concepción moral de la persona, un código de dignidad para evaluarse a sí
mismo como miembro competente de una comunidad, no para compararse
con los demás17. Esta idea del amor propio subsume, por tanto, las dimensio-
nes cognitiva y societaria de la autorreferencia moral para las que Honneth
emplea términos distintos.
El amor propio le puede impedir a una persona, por ejemplo, aceptar
determinadas condiciones de trabajo atendiendo al código de dignidad profe-
sional que le sirva de guía. Esa noción de dignidad de rol torna también com-
prensible que, en determinadas circunstancias, la duda ofenda o el silencio
humille. A diferencia de la confianza en sí mismo, esencialmente subjetiva,
las referencias del amor propio se encuentran considerablemente mediadas
por el entorno social. La variedad de rangos y roles existentes en la sociedad
remite así a distintos modelos de amor propio, cada uno de ellos regido por
su correspondiente código de conducta: el probo funcionario, la madre sacri-
ficada, el fiel sirviente18. Sin embargo, en el ámbito estrictamente político de
una sociedad democrática, esto es, en un mundo de ciudadanos, las jerarquí-
as del amor propio son inconcebibles. La ciudadanía democrática es un esta-
tuto radicalmente desvinculado de cualquier otro tipo de jerarquía. Su
postulado reza que todos los ciudadanos son iguales, poseen los mismos dere-
chos y cuentan con la misma credibilidad. Para ello es preciso que los ciuda-
danos se reconozcan recíprocamente como tales. La ciudadanía, por tanto,
más que una idea política universalista es una función de pertenencia, un con-
cepto específico de membrecía que depende del respeto igualitario entre
pares. El amor propio del ciudadano, es decir, el respeto que éste sienta por
sus derechos y obligaciones cívicas, no sólo depende exteriormente del reco-
nocimiento por sus iguales, sino también interiormente de su capacidad para
aceptar la responsabilidad por unos actos que serán evaluados por los demás.
Por ello también, proclamarse en un arranque de generosidad universal «ciu-
dadano del mundo» no sólo implicaría en sentido estricto tener por conciuda-
danos a la humanidad entera, sino que ésta lo reconociese a uno como tal.
La ciudadanía implica, según lo visto, encontrarse en plena posesión del
carácter, de las cualidades y de las acciones propias. La agresión contra el
bienestar físico o psíquico de las personas, su engaño o manipulación y su
estigmatización o desprecio constituyen, por tanto, especies distintas de
daño moral. Cada tipo de herida perturba distintamente la confianza de los

17 M. WALZER, o.c., pp. 274 y ss.


18 Por ejemplo, en el contexto de la «guerra mediática» que invade la política española en
el momento de escribir estas líneas, un conocido empresario televisivo ha declarado haber recha-
zado un soborno para que no firmase un determinado contrato «por respeto a mí mismo y a mi
proyecto empresarial» (sic). En la terminología moral que aquí empleamos, la expresión «por
amor propio» hubiera recogido ese mismo significado.
48 Francisco Colom González

sujetos en su propia valía, en su capacidad de juicio o en el aprecio social de


sus cualidades. Cada una de ellas remite también, de forma inversa, a otras
tantas formas de reconocimiento: la afectividad en el ámbito de las relacio-
nes primarias, el respeto de los derechos en la esfera de las relaciones jurí-
dico-políticas y la muestra de solidaridad en el seno de la comunidad
correspondiente. Estas formas de reconocimiento son, para Honneth, inde-
pendientes entre sí, ya que se guían por criterios morales que sólo poseen un
carácter obligatorio en el contexto de cada forma particular de relación
social.
Si bien el daño moral provocado por la falta de reconocimiento va acom-
pañado de la experiencia de una conmoción emocional, un razonamiento
moral confuso puede llevar asimismo a malinterpretar las relaciones entre
las distintas esferas y criterios de reconocimiento. Esta es la razón por la
que, por ejemplo, carece moralmente de sentido reivindicar «derechos» ante
un desengaño amoroso o por la que consideramos corrupta la reclamación
de un cargo meritocrático en nombre de la «amistad». En la vida cotidiana,
ninguna de las relaciones de reconocimiento posee una ventaja jerárquica
sobre las demás ni sabemos a priori qué relación será preferible en cada
caso. Ante un conflicto de lealtades o un dilema moral no tenemos más
remedio que decidir a cuál de nuestros vínculos sociales concedemos pri-
macía. Muchos de los malentendidos en torno al multiculturalismo y su
supuesta incompatibilidad con las reglas políticas de la democracia liberal
descansan precisamente en razonamientos moralmente confusos. Particu-
larmente arriesgada en este sentido es la proposición que equipara el reco-
nocimiento de la dignidad de las personas con el del reconocimiento de sus
adscripciones culturales.
Hasta ahora hemos seguido los argumentos de Axel Honnteh sobre la fun-
ción constitutiva del reconocimiento en el desarrollo de la autoconciencia
moral de las personas. Estos argumentos guardan todavía silencio sobre el
papel que puedan jugar las adscripciones culturales en todo ese proceso.
Dicho con otras palabras, es la dignidad de las personas la destinataria del
reconocimiento, no la adherencia cultural de sus identidades. El derecho de
cada individuo al respeto, el reconocimiento de la identidad propia, no tiene
nada que ver con el valor de la cultura en que se inscribe, sino con el recono-
cimiento de sus miembros como portadores de unos derechos básicos en
cuanto sujetos libres, iguales y capaces de raciocinio moral.
Han sido más bien autores canadienses quienes han ido más allá al
explorar el carácter constitutivo que la cultura posee para la identidad de los
individuos, concediéndole de paso una personalidad propia a la teoría libe-
ral emanada de ese país. Partiendo del ideal romántico de la autorrealiza-
ción, Charles Taylor ha explorado la ética de la «autenticidad», de la
búsqueda de sí mismo, como vía por la que llegamos al reconocimiento de
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 49

los horizontes de significado que nos guían en nuestro proceso de madura-


ción moral. Aun siendo moralmente autónomos, las referencias con que
construimos nuestros proyectos de vida nos son proporcionadas por nuestro
contexto existencial19. Si, como mantiene Taylor, desde un punto de vista
funcional todas las culturas son en principio igualmente valiosas, pues pro-
porcionan los instrumentos para la constitución moral y la maduración bio-
gráfica de los sujetos, la falta de reconocimiento de una identidad cultural o
la puesta en peligro de su supervivencia será algo más que una falta contra
la tolerancia: representará un auténtico atentado a la potencia ontológica de
los individuos.
El argumento complementario que vincula no ya la cultura con la constitu-
ción de la subjetividad moral, sino la dignidad cívica y la pertenencia cultural,
ha sido formulado por Will Kymlicka como dos formas distintas del respeto
debido a los individuos: en cuanto miembros de una comunidad cultural espe-
cífica —en cuyo caso habríamos de reconocer la legitimidad de sus exigen-
cias para la protección de su cultura— y en cuanto ciudadanos de una misma
comunidad política —en cuyo caso deberemos reconocer su competencia
para reclamar derechos igualitarios de ciudadanía—20. Ambos tipos de
demandas, reconoce Kymlicka, pueden entrar y de hecho entran a menudo en
conflicto. El desafío para la teoría liberal reside, precisamente, en la posibili-
dad de conciliarlas. Las «políticas de la identidad» constituirán un capítulo de
la política democrática en la medida en que exijan la protección de determi-
nadas formas de pertenencia cultural en nombre y a través de los derechos
ciudadanos, no en contra de ellos. Por eso, cuando la dignidad de las perso-
nas es maltratada no tanto por su identidad y cualidades particulares, sino por
su pertenencia a un grupo social desfavorecido, el restablecimiento de su dig-
nidad pública, de su amor propio como ciudadanos iguales a los demás, exi-
girá el reconocimiento simultáneo de ambas dimensiones21. Efectivamente,
parece difícil reconocerle a nadie su dignidad personal recordándole, al mis-
mo tiempo, lo despreciable de su modo de vida, pero ello no significa que

19 «Tan sólo puedo definir mi identidad contra el trasfondo de las cosas que importan.
Excluir la historia, la naturaleza, la sociedad, las peticiones de solidaridad, todo salvo lo que
encuentre en mí mismo, sería eliminar toda candidatura a lo que importa. Sólo si existo en un
mundo en el que la historia, las exigencias de la naturaleza o las necesidades de mis congéne-
res o los deberes de ciudadanía o la llamada de Dios o cualquier otra cosa de este tipo impor-
tan, puedo entonces definir una identidad propia que no sea trivial. La autenticidad no es
enemiga de las demandas que emanan más allá del yo. Supone esas demandas». Ch. TAYLOR:
The Malaise of Modernity. Concord, Anansi, 1991, p. 40 (reeditado posteriormente con el título
de Ethics of Authenticity).
20 W. KYMLICKA: Liberalism, Community and Culture. Oxford, Oxford University Press,
1989, p. 151.
21 A. GUTMANN: «Introduction»,en Multiculturalism: Examining the Politics of Recognition,
o.c., p. 8.
50 Francisco Colom González

pueda concederse a priori la dignidad de todas las formas de vida. La digni-


dad de las culturas, en realidad, no es otra que la de sus portadores, el juicio
que nos merezcan sus prácticas y actitudes con respecto a sus semejantes. Aún
más, las «culturas» como tales no existen, existen tan sólo sujetos acultura-
dos. Un argumento normativo que plantee el reconocimiento cultural en fun-
ción de la autonomía de los individuos no puede por menos que vincular la
dignidad cultural a ese mismo principio. Tan sólo merecerán, pues, ser reco-
nocidas como dignas aquellas formas de identidad cuya afirmación o desa-
rrollo no implique necesariamente una merma en la autonomía de otras
identidades ajenas. Este principio de dignidad no considera los conflictos cul-
turales como juegos de suma cero ni proclama falsos universalismos, pero
tampoco se deja seducir por el fetichismo de la identidad. Recordemos, una
vez más, que la clave de la discusión gira en torno a la posibilidad de integrar
el cuestionamiento del universalismo en un modelo de «igualdad liberal». Por
tanto, el modelo de liberalismo resultante deberá ser necesariamente distinto
del «ortodoxo»22.
Las necesidades de reconocimiento de los sujetos se justifican, según lo vis-
to hasta ahora, por el imperativo de evitar o de reparar los daños morales que
su ausencia o el desprecio provocan, unos daños que se manifiestan a distintos
niveles sociales y bajo diversas formas de incapacitación emocional, social y
política. La forma más elemental de desprecio en el ámbito de las relaciones
primarias es el maltrato físico. La agresión física o sexual provoca un daño en
la autoestima de la víctima y en su estabilidad emocional que puede afectar irre-
versiblemente a su ulterior capacidad para el desarrollo de relaciones afecti-
vas23. En un nivel distinto, la desposesión de derechos o la exclusión social son
afrentas que atentan directamente contra la integridad moral de las personas y
repercuten sobre su amor propio al negarles la competencia cognitiva necesaria
para pertenecer a una comunidad de derecho. La historia de la democracia libe-

22 Esa «ortodoxia liberal» en cuestiones culturales podría resumirse acudiendo a las palabras
del conocido sociólogo americano Nathan Glazer: «El Estado no se opone a la libertad de la gen-
te para expresar sus particulares vínculos culturales, pero tampoco alimenta esa expresión ... Los
esfuerzos (de los grupos étnicos) han de ser puramente privados. No es la función de las agen-
cias públicas vincular las identidades legales con la pertenencia cultural o la identidad étnica.
El principio de separación entre Estado y sociedad convierte a la religión y a las comunidades
étnicas en una cuestión voluntaria y privada. La separación entre Estado y sociedad es, en este
sentido, todo lo que ofrece la democracia liberal». Citado por W. KYMLICKA en «Liberalism and
the Politicization of Ethnicity», Canadian Journal of Law and Jurisprudence, Vol. IV, Nº 2 (July
1991), pp. 241-242.
23 Un caso particularmente dramático, por la profundidad de sus secuelas psíquicas, es el
trauma del incesto y del estupro. Numerosos testimonios y un análisis de diversos historiales clí-
nicos pueden encontrarse en S. BUTLER: Conspiracy of Silence: the Trauma of Incest. Volcano,
Ca., Volcano Press, 1985 y C.C. TOWER: Secret Scars: a Guide for Survivors of Child Sexual Abu-
se. New York, Penguin, 1988.
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 51

ral está plagada de estas exclusiones, ya que el reconocimiento de la capacidad


de juicio político ha estado largamente limitado a determinadas condiciones de
género y de status económico, étnico y educativo.
Las secuelas de la exclusión social han sido a menudo interpretadas inver-
sa e interesadamente como justificaciones para la misma. Un caso particular-
mente sangrante fue el de la sentencia sobre el caso Dred Scott por la Corte
Suprema americana en 185724. Con ella se negó el acceso a la ciudadanía
americana a todos los negros de los Estados Unidos, independientemente de
su condición de libertos. Las causas aducidas por el ponente de la resolución,
el juez Taney, señalaban que los negros nunca habían sido parte integrante del
pueblo americano identificado en el preámbulo de la constitución. Puesto que
las leyes discriminatorias contra los negros existían en el momento de pro-
mulgar aquélla, no cabía suponer que los distintos Estados de la Unión mira-
sen como conciudadanos «a una clase de seres a la que habían estigmatizado
de tal manera y sobre la que habían acuñado tan profundas y duraderas
señas de inferioridad y degradación»25. En definitiva, los negros padecían la
exclusión por no ser ciudadanos, pero no podían ser ciudadanos porque se
encontraban excluidos.
Una última forma de desprecio es la que se manifiesta en la injuria, la dis-
criminación o la ignorancia de algunos miembros de una comunidad. Este es un
tipo de herida moral que no necesita plasmarse en el ámbito jurídico, como en
el caso anterior. Refleja más bien experiencias que van desde las más leves de
la «muerte social» o el «ninguneo», en ingeniosa expresión mexicana, hasta la
proyección sistemática de prejuicios y valoraciones jerárquicas sobre determi-
nadas categorías de sujetos, con su consiguiente relegación del núcleo de la vida
comunitaria. Estos prejuicios pueden llegar a ser interiorizados por sus destina-
tarios, minando su autoestima individual y colectiva, o producir efectos opues-
tos de sobreaculturación con respecto a los patrones culturales hegemónicos.
Un caso particularmente ilustrativo sobre el que merece la pena reflexio-
nar es el de los procesos anómicos sufridos por numerosas comunidades
indígenas en América y en Oceanía. Su confinamiento en reservas y la inci-
dencia en ellas de políticas públicas ignorantes de las particulares estructu-
ras familiares, sociales y económicas sobre las que descansa su vida
comunitaria las ha relegado a un profundo estado de postración y desinte-
gración, como suelen revelar sus estadísticas de suicidio, criminalidad, alco-

24 Scott fue un esclavo negro llevado por su dueño desde Missouri, un estado esclavista,
hasta el territorio del noroeste, donde la esclavitud había sido abolida por el Congreso. A su regre-
so a Missouri Scott inició un pleito para obtener su libertad. Sobre la historia de esta decisión
judicial y sus posteriores repercusiones en la legislación estadounidense sobre ciudadanía, ver
K.L. LARST: Belonging to America. New Haven-London, Yale University Press, 1989, cap. 4.
25 Citado en o.c., p. 43.
52 Francisco Colom González

holismo y embarazos juveniles. Más que una ausencia de reconocimiento, en


muchos casos puede afirmarse que se ha producido un mal reconocimiento
de estas colectividades. Sus relaciones con los respectivos gobiernos nacio-
nales han estado históricamente mediadas por tratados que con demasiada
frecuencia se han incumplido en la letra y en el espíritu. Los intentos pater-
nalistas de remediar sus males sociales mediante su asimilación como «ciu-
dadanos plenamente partícipes en la vida cultural, social, económica y
política del país»26, han tenido por lo general resultados opuestos a los per-
seguidos. Al margen de las consecuencias del impacto sobre sus estructuras
sociales de formas de vida más complejas y poderosas, se ha olvidado con
frecuencia en sus respectivos países que los indígenas no son ciudadanos
como los demás, que existen hechos históricos y jurídicos moral y política-
mente relevantes a la hora de definir su forma específica de participación en
la comunidad política en la que están englobados27. Así, mientras que el
infrarreconocimiento de las poblaciones negras se ha producido típicamene
negándoles su ingreso igualitario en la comunidad, los prejuicios contra los
indígenas se han manifestado más bien en el rechazo de que constituyan
comunidades distintas con formas de vida propias y, habría que añadir, par-
ticularmente frágiles a la modernización28.
De todo lo visto puede concluirse que no todas las personas precisan el
mismo tipo de reconocimiento en todos los contextos. En unos casos será
preciso eliminar diferencias adscritas, en otros propiciar un mayor reconoci-
miento de las mismas, desenmascarar una falsa universalidad o deconstruir
determinadas jerarquías valorativas. Quizá el único criterio común de justi-
cia que pueda servir de referencia para todo ello sea el que Nancy Fraser ha
calificado de «justicia bivalente». Este principio combinaría la «paridad par-
ticipativa», esto es, la idea de que «la justicia requiere arreglos sociales que
permitan que todos los miembros adultos de la sociedad interaccionen entre
ellos como iguales», y la «paridad intersubjetiva»: «que los modelos cultu-
rales de interpretación y valoración sean de tal manera que permitan expre-
sar un respeto mutuo por todos los participantes y asegurar la igualdad de
oportunidades para conseguir la estima social»29. Se trata, en definitiva, de

26 Estos fueron los términos con los que Pierre Elliot Trudeau, primer ministro de Canadá,
justificó en 1968 la elaboración de un «libro blanco» sobre política indígena con fines asimila-
cionistas. He aportado una breve mirada a la historia reciente de la política indigenista canadiense
en F. COLOM: «Canadá: las comunidades indígenas», Nexos Nº 231 (marzo 1997), pp. 21-23.
Sobre la evolución de su equivalente mexicana, véase G. DE LA PEÑA: «La ciudadanía étnica y la
construcción de los indios en el México contemporáneo», Revista Internacional de Filosofía
Política, Nº 6 (diciembre 1995), pp. 116-140.
27 Sobre este punto, ver J. R. DANLEY: «Liberalism, Aboriginal Rights and Cultural Minor-
ties», en Philosphy and Public Affairs Nº 20 (1991), pp. 168-185.
28 W. KYMLICKA: «Liberalism and the Politicization of Ethnicity», o.c., p. 248.
29 N. FRASER, o.c., pp. 32-33.
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 53

conciliar la «política de la diferencia» con la «igualdad liberal», una inte-


gración que se aproximaría al concepto acuñado por Walzer como «igualdad
compleja»30.
Este tipo complejo de igualdad, a diferencia de la «igualdad simple», no
sólo debe desacoplar posibles relaciones hegemónicas entre las distintas esfe-
ras de los bienes sociales. Debe también apoyar la igualdad de oportunidades
para que los individuos persigan sus fines particulares y asuman los inevita-
bles riesgos de la contingencia social sin el lastre añadido de estereotipos
valorativos que supongan un menoscabo para su amor propio. A su vez, esta
noción de igualdad debe descartar la hipóstasis de las identidades culturales,
cualquier supuesto derecho natural de las culturas a la supervivencia más allá
de las preferencias y del uso efectivo que los individuos hagan de ellas. Esto
no es una llamada al darwinismo cultural. Una cosa es la desaparición de las
culturas a lo largo de los procesos históricos de transformación social y otra
muy distinta dejarlas intencionadamente morir de inanición.

4. SUJETOS AUTÓNOMOS Y CULTURAS PROTEGIDAS

Llegado este punto cobran todo su significado las perspectivas filosófi-


cas que vinculan el reconocimiento de la identidad con la autorrealización de
la persona, ya que la equiparación sin más de dignidad personal e identidad
cultural puede llevar a conclusiones paradójicas. Semejante identificación
podría suponer de partida un desplazamiento del peso de la preocupación
moral desde las necesidades de autonomía del individuo hacia las necesida-
des expresivas de los grupos, pero no sólo eso. Si, en efecto, todas las cultu-
ras societarias son funcionalmente equiparables en cuanto «bienes
primarios», esto es, si todas las estructuras culturales proporcionan los con-
textos de intersubjetividad en los que nos formamos como sujetos morales y
si, además, estas estructuras son ajenas a nuestra elección, es decir, nos vie-
nen dadas, no parecerían existir criterios para discernir normativamente
entre las múltiples formas posibles de aculturación o para poder imputarles
a éstas daños subjetivos.
Las culturas, en efecto, no son realidades estables. Carecen de contornos
definidos, de sujetos fijos siquiera, y se transforman a lo largo de la vida de
las personas. Los individuos, por lo demás, viajan, emigran, se dejan perme-

30 «Imaginemos una sociedad en la que los diferentes bienes sociales son poseídos en forma
de monopolios —como de hecho lo son y siempre lo serán, obstruyendo la intervención continua
del Estado— pero en la que ningún bien es generalmente convertible [...] Esta es una sociedad
igualitaria compleja. Aunque existan muchas pequeñas desigualdades, la desigualdad no se mul-
tiplicará mediante un proceso de conversión ni se sumará a través de los distintos bienes, ya que
la autonomía de las distribuciones tenderá a generar una variedad de monopolios locales pose-
ídos por distintos grupos de hombres y mujeres». M. WALZER, o.c., p. 17.
54 Francisco Colom González

ar por entornos culturales diferentes y aprenden a formar juicios sobre sí mis-


mos y sobre los demás en contextos en continua evolución. Pese a ser algo
excepcional, uno puede nacer a una nueva religión, como San Agustín, o a
una nueva lengua, como Conrad o Nabokov. Aun cuando la socialización
moral de los individuos tenga lugar en el seno de comunidades concretas y
bajo unos rasgos culturales específicos, el aprendizaje del comportamiento
moral como tal sí sería trasladable a otros contextos comunitarios31. En defi-
nitiva, como ha señalado John Danley, «aunque la pertenencia cultural sea
crucial para el desarrollo y la acción de las personas, de ahí no se sigue que
la asimilación gradual y voluntaria a otra cultura amenace su amor propio.
La mayoría de las culturas minoritarias no se enfrentan con la pérdida de la
pertenencia cultural en términos absolutos, sino con la pérdida de una per-
tenencia cultural concreta»32.
El tipo de argumentaciones presentadas hasta ahora parece cortado, a la
medida de las culturas liberales en las que los individuos gozan de autonomía
para revisar y replantear sus fines vitales. La teoría moral del reconocimien-
to se enfrenta por ello con un grave problema ante las formas de vida que no
reconozcan esa autonomía individual. Kymlicka ha sorteado el primero de
estos problemas aludiendo a la ausencia de «expectativas razonables» que nos
permitan imaginar que las personas vayan a prescindir en masa de sus propios
recursos culturales. Aunque algunas así lo hagan a través de la emigración
—matiza— por lo general renuncian a algo a lo que consideran que tienen
derecho. Con respecto a las comunidades antiliberales, su reticencia a ir más
allá del mero fomento de la educación en los valores del liberalismo se apo-
ya en una combinación de criterios pragmáticos —la ineficacia de las deci-
siones impuestas— y normativos —los derechos de autogobierno, allí donde
existen, no pueden ser quebrantados33.
Chandras Kukathas ha defendido una variante de la teoría liberal que, aun
reconociendo el papel de las estructuras culturales para el bienestar físico y
psíquico de los individuos, propone equiparar su estatuto al de las asociacio-
nes voluntarias. En éstas, el único derecho fundamental que poseen los indi-
viduos es el de abandonarlas. Esa posibilidad de «salida», en la terminología
de Albert Hirschman34, bastaría para provocar reacciones anticipadas por par-
te de las élites comunitarias, sobre todo si la posibilidad de un abandono masi-

31 Para el desarrollo de esta idea, ver J. MUGUERZA: «Los peldaños del cosmopolitismo», en
R. RODRÍGUEZ ARAMAYO, et al. (eds.): La paz y el ideal cosmopolita de la Ilustración. Madrid,
Tecnos, 1996, pp. 347-374.
32 J.R. DANLEY: o.c., p.180.
33 O.c., pp. 122 y ss.
34 A.O. HIRSCHMAN: Exit, Voice and Loyalty. Cambridge, Mas., Harvard University Press,
1970.
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 55

vo y la constitución de una comunidad alternativa se convirtiesen en una


expectativa verosímil35.
Esta propuesta puede gozar de validez limitada para comunidades antilibe-
rales que no reclamen instrumentos políticos de autogobierno en el seno de
sociedades liberales. Al fin y al cabo, no podemos olvidar que la mayoría de
nuestros ámbitos de vida, como el entorno familiar, los vínculos afectivos o las
prácticas religiosas y culturales en su sentido más amplio, difícilmente pueden
adjetivarse de liberales, si por ello entendemos su sujección a «derechos» for-
malmente recurribles36. Los daños derivados de la expulsión del seno de seme-
jantes comunidades, aunque subjetivamente significativos para sus miembros,
no son socialmente vinculantes y pueden ser compensados por las múltiples
posibilidades de pertenencia que ofrecen las sociedades liberales.
Sólo en sociedades cerradas y estructuralmente poco flexibles puede la
exclusión de los individuos de su placenta cultural significar una condena
al ostracismo. El derecho de salida, sin embargo, no basta cuando las prác-
ticas comunitarias antiliberales implican un daño a la integridad física o psí-
quica de sus miembros y, desde luego, es manifiestamente inaplicable como
criterio de legitimación política. Kukathas ignora asimismo que en el con-
texto ya de sociedades y minorías escrupulosamente liberales, la protección
de las estructuras culturales de estas últimas a menudo sólo es posible
mediante la asignación de cuotas de representación y de fórmulas de auto-
gobierno. Sin embargo, hay que tener buen cuidado en justificar cuáles pue-
dan ser las razones aducibles para desplazar al individuo del centro de la
protección jurídica y reorientar ésta hacia los derechos de los grupos cultu-
ralmente definidos.
Ciertamente, el reconocimiento de derechos específicos de grupo no casa
siempre de forma impecable con las concepciones liberales tradicionales.
Tampoco es fácil de asumir la idea de que el Estado pueda abandonar su neu-
tralidad para promover una determinada concepción de la vida buena. La jus-
tificación que he mantenido aquí es la de la defensa de la equidad frente a
situaciones estructurales de desventaja. Los derechos diferenciados para las
minorías sólo estarían entonces legitimados si su capacidad de acción social
en condiciones de igualdad de oportunidades se viese sistemáticamente per-
judicada por sus particulares adscripciones culturales. Como me he cuidado
en insistir, estos derechos no tienen por qué ser directamente culturales ni tie-
ne sentido moral alguno proteger las culturas en nombre de algún supuesto
derecho inherente de éstas a la supervivencia. Tan sólo he defendido los

35 O.c., pp. 237 y ss.


36 La «liberalización» en este sentido restringido es precisamente uno de los aspectos de la
«colonización del mundo de la vida» sobre la que advierte Jürgen HABERMAS. Véase su Theorie
des kommunikativen Handelns. Frankfurt a.M. Suhrkamp, 1981 (Vol. II), pp . 470 y ss.
56 Francisco Colom González

hechos culturales en cuanto contextos constitutivos del ejercicio de la auto-


determinación de las personas y sometidos, por tanto, a la influencia de la
voluntad de éstas37. Reconocer la pertenencia cultural de las personas como
un bien social, su papel en el amor propio de los individuos en cuanto miem-
bros de la comunidad política y las particularidades jurídicas y políticas que
su protección implica no debe llevarnos, pues, a hipostasiar esa relación de
identificación hasta el punto de convertirla en un imaginario sujeto moral.

(27 de Mayo de 1997)

37 Kymlicka es a menudo ambiguo en torno a este punto. Así, cuando en algunos pasajes
afirma que «deberíamos asegurar que todos los grupos nacionales tuviesen la oportunidad de
mantenerse como culturas distintas, si así lo deciden; esto aseguraría que el bien de la perte-
nencia cultural estuviese igualmente protegido para los miembros de todos los grupos naciona-
les», parecería que el bien de la pertenencia cultural fuese un objeto a preservar por sí mismo. Sin
embargo, en otros pasajes afirma que «los derechos diferenciados de autogobierno compensan
de las desiguales circunstancias que sitúan a las culturas minoritarias en una desventaja siste-
mática en el mercado cultural», enfatizando así la reponsabilidad de los actores culturales con
respecto a la contingencia de su propio legado. Ver Multicultural Citizenship, o.c. pp. 112-113.
57

El derecho de las minorías a la diferencia cultural

Juan Carlos Velasco Arroyo

Los debates políticos más vivos en la actualidad giran, tras el agota-


miento de las grandes ideologías, en torno a las demandas de reconocimien-
to de los diferentes grupos nacionales y culturales. La articulación política del
pluralismo cultural de las sociedades modernas no resulta, sin embargo, nada
sencilla desde los instrumentos jurídicos del constitucionalismo democrático.
El establecimiento de derechos especiales para determinadas minorías ha sido
sin duda el recurso más socorrido. Pero esta técnica jurídica presenta impor-
tantes dificultades conceptuales y prácticas. Así, y con carácter previo, nos
sale al paso la cuestión empírica de la identificación de los diferentes grupos
titulares de derechos especiales o la pregunta no menos compleja referida a la
justificación de tales derechos. Desde una perspectiva más práctica, no puede
olvidarse tampoco el abuso histórico del lenguaje de los derechos de las
minorías en manos de ideologías de signo totalitario defensoras de la segre-
gación racial. Por ello, el concepto de minorías debería emplearse con gran
cuidado. Como en tantos otros asuntos, la dificultad estriba en cohonestar
valores dispares: la libertad de los individuos y grupos con la igualdad de
todos ante la ley. O, dicho con otras palabras, garantizar la coexistencia de los
derechos humanos con los derechos de las minorías. Las respuestas teóricas
más representativas en los últimos tiempos basculan entre el reconocimiento
de derechos de las diferentes minorías entendidos como derechos colectivos
(Charles Taylor) o la defensa de la diversidad cultural como derechos indivi-
duales (Jürgen Habermas). Pero el intento más serio de justificar los derechos
de las minorías desde las coordenadas del pensamiento liberal es, sin duda, la
postura de Will Kymlicka. Se trataría, en cualquier caso, de no desequilibrar
la tensión entre el particularismo inherente a toda comunidad histórica y la
pretensión universalista incorporada a la noción de Estado de derecho.
58 Juan Carlos Velasco Arroyo

La coexistencia en un mismo marco geográfico de diferentes grupos étni-


cos y culturales no es evidentemente un fenómeno nuevo en la historia huma-
na. En los últimos siglos, sin embargo, cabe observar un aumento del grado
de diversidad posibilitado por las sucesivas revoluciones de los medios de
transporte y comunicación. Más allá de la constatación trivial, lo relativa-
mente novedoso estriba en la creciente toma de conciencia de que en todos
los Estados —aunque con diferente grado de intensidad— se ha conformado
o se está conformando una realidad social poliédrica en su estructura y poli-
fónica en sus manifestaciones, un mundo sumamente complejo en sus dife-
rencias y no siempre concertado armónicamente. De este modo, la cuestión
de la articulación de un marco nuevo para regular la convivencia entre los
grupos humanos portadores de diversas culturas se ha ido abriendo camino en
la actual agenda política: «En estos días resulta difícil encontrar una sociedad
democrática o en proceso de democratización que no sea la sede de alguna
controversia importante sobre si las instituciones públicas debieran recono-
cer —y cómo— la identidad de las minorías culturales desfavorecidas»
(Gutmann, 1993, 13).
En algunos Estados —Colombia podría ser al respecto un buen
ejemplo— el mosaico social planteado por los grupos de asentamiento
reciente con un origen dispar se superpone a la existencia previa de otros
grupos en el mismo territorio. Una historia poco edificante ha provocado que
las primeras poblaciones, los grupos indígenas, se hayan convertido en una
minoría que ve seriamente amenazada su identidad. A veces a esta situación
se añade además ese otro fenómeno —tan fecundo, por otra parte— del mes-
tizaje de etnias y culturas. Todo esto contribuye ciertamente a desmentir la
pretendida homogeneidad adjudicada de modo algo precipitado al Estado-
nación: resulta patente la existencia de un entramado heterogéneo —la diver-
sidad cultural— en el interior de aquello que se venía considerando que era,
o debía ser, homogéneo —el ámbito geográfico unificado por la autoridad
estatal—.
Para aclararse en este magma socio-político algo confuso, así como para
precisar desde un inicio el sentido y el alcance de este artículo y evitar ade-
más malentendidos, parece conveniente tratar de definir —aunque sea estipu-
lativamente— el concepto de minoría que se va a utilizar. Aunque el término
minorías alude a comunidades humanas numéricamente menores a otras, esta
primera determinación cuantitativa no parece que sea completamente decisi-
va. En el significado de ese concepto sociológico se incluye la referencia a la
condición de subordinación (o incluso de marginación) de determinadas
comunidades por razones históricas, políticas y sociales, esto es, grupos
sociales que no ocupan una posición dominante en el conjunto de la sociedad.
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 59

El término minoría o grupo minoritario hace referencia, pues, a elementos


cualitativos, más que cuantitativos o estadísticos: designa a cualquier grupo
de personas que recibe un trato discriminatorio, diferente e injusto, respecto
de los demás miembros de la sociedad. Un grupo tal se define, por tanto, por
su posición de subordinación social y no por su número. Así, v.gr., las muje-
res, a pesar de representar la mitad de la población de cualquier sociedad,
constituyen de hecho una minoría en numerosas sociedades (Osborne, 1996).
Otro rasgo de esta delimitación conceptual sería que esos grupos humanos,
cuyos miembros poseen características nacionales, lingüísticas, religiosas o
étnicas diferentes al resto de la población, comparten además alguna con-
ciencia de pertenencia que los mantiene unidos o, dicho con otras palabras,
comparten una misma identidad colectiva.
Parece también conveniente establecer una tipología elemental de las
diferentes minorías: así podrían distinguirse, en primer lugar, aquellas que
podríamos denominar minorías territoriales (en ocasiones, etnoterritoria-
les), esto es, minorías que poseyendo algunas de las notas antes reseñadas
constituyen la población mayoritaria en una determinada región geográfica
de un Estado soberano y expresan demandas de autogobierno político en ese
territorio; y, en segundo lugar, aquellas otras minorías que llamaré minorí-
as dispersas —pues se encuentran diseminadas por todo el territorio de un
Estado— y que son portadoras de demandas de reconocimiento público de
su singularidad cultural, pero no tanto de autogestión política. Un ejemplo
claro del primer tipo de minorías sería el de los habitantes francófonos del
Quebec. Para el segundo tipo, se podría pensar en el caso de los gitanos en
España o de los turcos en Alemania, por mencionar dos situaciones bien
diferentes: en un caso se trata de una minoría establecida históricamente a
lo largo y ancho del territorio de un Estado y en el otro de una minoría asen-
tada recientemente y que todavía no ha roto los lazos con el país de origen.
Estas distinciones algo elementales ofrecen un instrumento conceptual bási-
co para la reflexión teórica sobre el modo de reconocimiento público, con
plasmación jurídica, que cada caso merece. El desarrollo de este artículo se
centrará en los problemas específicos que plantea el reconocimiento de
las minorías dispersas y tan sólo se tendrá en cuenta el caso de las mino-
rías etnoterritoriales a la hora de examinar un conocido ensayo de Charles
Taylor (1993). Para el reconocimiento de las minorías etnoterritoriales, con-
sidero oportuna la articulación de determinadas regulaciones federales de
carácter asimétrico en los ámbitos simbólico-cultural, institucional y com-
petencial (cfr. Requejo, 1996 y Kymlicka, 1996a), pues como afirma Haber-
mas (1993, 171): «La vía del federalismo se ofrece ciertamente como una
solución cuando los miembros de los diferentes grupos étnicos y de los dis-
tintos mundos culturales de vida se pueden deslindar unos de otros territo-
rialmente».
60 Juan Carlos Velasco Arroyo

LA DIMENSIÓN COLECTIVA Y PÚBLICA DEL RECONOCIMIENTO DE LA DIFERENCIA

Para las concepciones liberales del derecho y del Estado, basadas en la neu-
tralidad de la esfera pública, el reconocimiento de las diferencias y de los dere-
chos específicos de las minorías representa un serio desafío. Desde una
concepción formalmente universalista o cosmopolita se tiende a considerar
que los problemas de convivencia multicultural deben resolverse, en virtud de
la común pertenencia al género humano, mediante la estricta aplicación de los
mismos derechos a todos los individuos, sin contemplar las diferencias parti-
culares de los mismos. Se recuerda que el derecho es neutral y sólo establece
el marco general para el desenvolvimiento de las libertades individuales y, en
consecuencia, no cabría hablar de derechos de los grupos minoritarios, sino tan
sólo de derechos de los individuos que los integran. Esa concepción concuer-
da con la teoría tradicional de los derechos humanos, según la cual éstos sólo
se aplican a los individuos porque son los únicos sujetos de derechos. Todo
individuo tiene derecho a las mismas libertades según leyes generales, rezaba
la fórmula kantiana. Se parte, pues, como presupuesto normativo, de la igual-
dad esencial entre todos los seres humanos que los hace merecedores de los
mismos derechos: la dignidad humana. Lo diferente en cada individuo es con-
siderado como adjetivo e insustancial. De este modo, la consiguiente abstrac-
ción de la pluralidad humana y de las diferencias naturales que esta idea
presupone no puede alcanzar un grado mayor. La dimensión comunitaria,
intersubjetiva, del ser humano es dejada de lado y asimismo se pasa por alto
que el proceso de individuación sólo es posible a través de la socialización de
los sujetos (como ha puesto de manifiesto, entre otros, los estudios de G.H.
Mead, cfr. Habermas, 1990, 188-239) y que, en definitiva, como nos enseñó
Hegel (cfr. Honneth, 1997), la autoconciencia de los hombres depende de la
experiencia de reconocimiento social. Según las ideas propias de este univer-
salismo abstracto, cabe reivindicar la libertad de expresión religiosa, lingüísti-
ca o cultural, pero siempre que se haga a título individual. Sin embargo, tales
manifestaciones de particularidad no tienen realmente una forma de expresión
estrictamente personal ni reservada a la esfera privada, por lo que su recono-
cimiento como derecho individual no se compadece bien con su sentido más
profundo ni con su realidad fenomenológica. Así, por ejemplo, al considerar el
derecho a hablar la propia lengua no se discute la utilización meramente pri-
vada de la misma, sino sobre todo su uso público en la administración, en la
educación o en los medios de comunicación. El reconocimiento de estas dife-
rencias culturales no puede quedar relegado al ámbito de la privacidad, sino
que precisa una serie de medidas políticas públicas, respaldadas por el Estado:
un compromiso político con los valores del pluralismo cultural.
El universalismo y el individualismo que subyacen a la teoría clásica de
los derechos humanos impiden a menudo una comprensión adecuada de los
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 61

problemas generados por la diversidad cultural. Incluso se puede llegar a


enfocar bien la cuestión, pero ser incapaz de ver otras posibilidades. Así, en
un artículo sobre esta materia, se planteaba la siguiente pregunta: «¿Qué
mecanismos políticos y jurídicos deben ser creados para una efectiva protec-
ción de las minorías?» (Fernández, 1992, 75). La respuesta dada por el mis-
mo autor era sumamente representativa del modo de pensar liberal: «el
respeto a las minorías no es más que una consecuencia del reconocimiento del
derecho a la autonomía y a la libertad personales», y por lo tanto basta con el
establecimiento de un marco jurídico general que garantice los derechos
humanos e institucionalice la tolerancia. Pero, en realidad, ¿basta con estos
criterios tan generales para proteger la identidad de los diversos grupos cul-
turales que integran una sociedad plural?, ¿es éste el modo adecuado de ges-
tionar la diferencia? Hay quienes responden negativamente a ambas
cuestiones. Dado que las reivindicaciones de ciertas minorías no sólo persi-
guen la abolición de la segregación y de la exclusión social, sino el reconoci-
miento de sus peculiaridades culturales, «el estatuto jurídico de las minorías
no parece satisfecho sólo mediante la referencia a derechos individuales»
(Javier de Lucas, 1994, 200). En un sentido similar se manifiesta también
Jeremy Colwill (1994, 213): «la contradicción fundamental entre la protección
adecuada de las minorías y la dominación de una estructura individualista y
universal de los derechos humanos permanece sin resolver». Pues, en defini-
tiva, «el derecho a igual protección jurídica significa simplemente que el
derecho debe tratar a todo el mundo de la misma manera; los poseedores de
estos derechos son, con otras palabras, individuos despojados de todas sus
diferencias y sacados de sus contextos culturales, sociales y económicos»
(ibídem, 214).
Parece conveniente, en todo caso, relativizar esa visión individualista del
derecho, que con frecuencia sólo alcanza la categoría de tópico. En el dere-
cho moderno, pero no en el derecho de corte puramente liberal, sino en el
constitucionalismo propio del Estado social y democrático de derecho, se
admite la existencia de derechos colectivos tales como la libertad sindical. A
los sindicatos, en cuanto colectivos, se les reconocen unos derechos de repre-
sentación y negociación. Es preciso advertir algo que puede ser sumamente
interesante para la construcción de una sociedad multicultural: en la regula-
ción de un derecho de titularidad colectiva como es la libertad sindical se
mantiene, sin embargo, una referencia individual, pues se niega la posibilidad
de la sindicación obligatoria (propia tan sólo de sistemas totalitarios) y cada
individuo conserva la libertad de sindicarse o no, de optar por afiliarse entre
los diversos sindicatos existentes o de fundar uno nuevo. Resultaría, en todo
caso, una actitud reductivista sostener que los individuos son los únicos titu-
lares posibles de los derechos, dado que no existen suficientes razones ni en
el orden teórico ni en el orden práctico para negar que los grupos o los colec-
62 Juan Carlos Velasco Arroyo

tivos sociales puedan serlo también, con tal de que no se llegue a anular la
autonomía individual. El límite irrebasable en el reconocimiento de los dere-
chos colectivos es que no se obligue a nadie contra su voluntad a ser titular
de un derecho en cuanto miembro del grupo, esto es, que se mantenga ínte-
gramente la condición de adscripción voluntaria al grupo. Esta condición
sería trasladable a la configuración de los derechos de las minorías: los dere-
chos colectivos no pueden hacerse valer por las minorías para limitar la liber-
tad de sus miembros.
A pesar del predicamento del que todavía goza la visión individualista de
los derechos humanos antes expuesta, los documentos más representativos
del actual derecho internacional —la Declaración Universal de los Derechos
Humanos de 1948 y el Pacto Internacional de 1966 sobre derechos sociales,
económicos y culturales— reconocen el derecho individual «a tomar parte en
la vida cultural de la comunidad» así como el derecho colectivo a desarrollar
y difundir la propia cultura: expresiones, que pese a su vaguedad extrema,
señalan un marco programático que deberá ser completado por un desarrollo
jurídico más preciso. Es conveniente no pasar por alto, en todo caso, el dato
de que en esos documentos internacionales el titular de los derechos cultura-
les es una entidad colectiva, los «pueblos», esto es, grupos sociales no defi-
nidos o vagamente caracterizados.
Una objeción común de tipo legalista contra el establecimiento de una
regulación jurídica peculiar para determinados colectivos en un mismo mar-
co estatal consiste en advertir que esas medidas implican una ruptura de la
unidad del ordenamiento jurídico y de la jurisdicción. Esa objeción puede ser
contestada recordando que el derecho es, en realidad, mucho más flexible de
lo que algunos amantes del orden jurídico piensan. El pluralismo jurídico, es
decir, la situación que se produce cuando en el mismo espacio sociopolítico
existen o son válidos dos o más órdenes jurídicos, es un hecho en las socie-
dades avanzadas y no sólo en sociedades poco desarrolladas donde aún no se
ha alcanzado el monopolio estatal del derecho (cfr. Javier de Lucas, 1995).

¿QUÉ GRUPOS MINORITARIOS SERÍAN ACREEDORES DE DERECHOS COLECTIVOS?

Antes de dilucidar de qué clase de derechos son acreedores las culturas


minoritarias ha de plantearse una cuestión de carácter general, de no tan fácil
respuesta, acerca de la identificación del sujeto colectivo legitimado para el
eventual disfrute de esos derechos: ¿cúales son los criterios disponibles para
identificar una minoría?; ¿qué minorías tienen derecho a una protección espe-
cial?; ¿las minorías autóctonas o las comunidades recientemente instaladas?
Teniendo en cuenta la idea de la validez universal de los derechos humanos,
no parece muy admisible que pueda diferenciarse entre las minorías autócto-
nas y aquellas otras instaladas tras las nuevas migraciones: esta misma dis-
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 63

tinción suscita múltiples polémicas. En cualquier caso, la diversidad cultural


entre los seres humanos no es un fenómeno natural ni objetivo, sino artificial
y subjetivo o, mejor dicho, intersubjetivo y construido a lo largo de un pro-
ceso histórico. De ahí que sea preciso evitar el riesgo de definir los rasgos de
identidad a partir de mitos y esencias intemporales. La identidad colectiva, al
igual que la identidad individual, no es un dato invariable, sino un proceso de
búsqueda permanente. Y dado que la conciencia de identidad colectiva, al
menos, en los grupos minoritarios, surge comúnmente a través de experien-
cias negativas de marginación, parece más justificado postular procesos diná-
micos de interpretación de la identidad colectiva en los que puedan participar
todos los que se sientan concernidos. La consideración de elementos subjeti-
vos y voluntaristas no estaría entonces fuera de lugar. Así, si observamos la
génesis histórica de los derechos humanos, vemos, en efecto, que éstos nun-
ca —o casi nunca— fueron concedidos gratuitamente por el poder estableci-
do, sino que fueron reclamados y exigidos tras dolorosas experiencias de
injusticia y conquistados mediante largas luchas sociales1. De modo semejan-
te, las diferentes minorías culturales que han sentido directamente el despre-
cio y la marginación social pueden llegar a encontrar en tales experiencias el
motivo inductor o la fuerza impulsora para emprender acciones de resistencia
política en pro de determinados derechos. En este mismo sentido, podría
recordarse aquí el surgimiento de los derechos sociales, que en su origen no
fueron sino concesiones arrancadas por las luchas del movimiento obrero, o
en el reconocimiento de la igualdad de derechos de las mujeres como una
consecuencia del esfuerzo del movimiento sufragista.
Aunque a través de las luchas por el reconocimiento social se llegara a
despejar ese complejo problema de la identificación de los posibles grupos
titulares de especiales derechos de protección, todavía persistiría la dificul-
tad referente a la justificación de los derechos colectivos, esto es, a las razo-
nes que podrían alegarse en favor de la atribución de derechos no a los
individuos aislados sino a comunidades, a grupos de individuos articulados
en torno a una cultura compartida (historia, literatura, forma de hablar, siste-
ma de creencias, estructura de acción, etc.). Cabe recordar que tan sólo a par-
tir de la I Guerra Mundial se plantea por vez primera de un modo serio la
cuestión de la protección de las minorías en su dimensión colectiva, esto es,
entendida no simplemente como la tutela de cada uno de los miembros que
las integran. Desde entonces, las minorías se convierten en un caso típico de

1 Cfr. A. HONNETH, 1997, 160-169. Los grupos sociales se despliegan a lo largo de la his-
toria en procesos de hegemonía, dominio y resistencia, de ahí que las relaciones de poder desem-
peñen un papel central en la configuración de las identidades de los colectivos humanos. La
dialéctica entre el amo y el esclavo, descrita por Hegel en la Fenomenología del Espíritu, puede
iluminar el proceso de conformación de las identidades —mutuamente dependientes— de los
grupos sociales hegemónicos y de los subordinados.
64 Juan Carlos Velasco Arroyo

protección jurídica colectiva. La Sociedad de Naciones acordó un complica-


do sistema de protección de la identidad étnica, cultural, lingüística y reli-
giosa de las minorías existentes principalmente en Europa Central. Dicho
sistema contemplaba un conjunto de garantías respecto al uso de la lengua y
a ciertas instituciones de autogobierno de las minorías, así como al manteni-
miento de ciertos fueros especiales: un conjunto de medidas e instrumentos
legales de difícil articulación, de discutible eficacia y que se revelaron como
frecuente causa de inestabilidad. Al constituirse las Naciones Unidas como
la organización internacional que al finalizar la II Guerra Mundial reempla-
zaba a la Sociedad de Naciones, se produjo una transición desde el énfasis
anterior en la «protección de las minorías» hasta el actual fomento de las
políticas de «prevención de la discriminación», algo que puede observarse
en los mismos documentos fundadores de la organización y en los docu-
mentos internacionales sobre derechos humanos refrendados desde entonces.
Esta nueva orientación ha favorecido las actuaciones prácticas animadas por
una intención profundamente integracionista y dirigidas a la supresión de las
diferencias mediante medidas antidiscriminatorias de talante liberal, en nada
favorecedoras del pluralismo cultural. Al respecto, sostiene Colwill (1994,
217): «En el contexto específico de protección de las minorías, la adhesión
continuada a la forma universal de los derechos humanos equivale, en efec-
to, a una conspiración con políticas de asimilación e integración, y a una des-
trucción eventual de las minorías». Una consecuencia perversa de esa
concepción es el hecho de que toda gestión internacional dirigida a la pro-
tección de las minorías pueda ser juzgada como una intromisión intolerable
en la soberanía de los Estados.
Pero, ¿qué argumentos pueden ofrecerse en favor de la protección de las
minorías culturales, entendida dicha protección no tanto como un derecho
individual que podría derivarse directamente del catálogo de derechos, sino
como un derecho atribuido a determinados grupos? Una primera posibilidad
sería considerar el derecho de protección de las minorías como una conse-
cuencia directa de la prohibición general de discriminación. Una vía alter-
nativa consistiría en plantear los derechos de las minorías como una
implicación lógica del mandato general de la tolerancia de lo diferente. Y
una tercera línea de argumentación, que subsumiría las dos anteriores,
podría apoyarse en un principio clásico de la justicia: lo igual debe ser tra-
tado de igual modo y lo desigual de modo desigual. De esta manera podría
abogarse por la diversidad y la pluralidad, sin abjurar de la consideración de
la idea de igualdad. Pues, aunque constituya una obviedad recordarlo, los
seres humanos son iguales y, a la vez, diferentes, individualizables, impli-
cándose mutuamente ambas proposiciones. La diferencia es la expresión de
la igualdad. La dificultad radica ahora en encontrar con respecto a qué son
diferentes los individuos, cuál es el tertium comparationis. El reto, como se
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 65

pone de manifiesto en el clásico debate en torno a la igualdad y la diferen-


cia, es alcanzar este propósito sin poner en peligro un principio básico de
todo Estado moderno y liberal como es la igualdad ante la ley. Pero esta
norma fundamental tampoco es sagrada: aunque para el derecho no existe,
en principio, acepción de personas en razón de su sexo, raza, religión, etc.,
el propio orden jurídico no ignora la existencia de diferencias reales entre
los hombres a la hora de imponer distintas obligaciones (v.gr. el carácter
progresivo de los deberes fiscales). Ciertamente cualquier criterio demarca-
dor que se adopte entrañará siempre riesgos y más aún cuando se trata de
clasificar a las personas por grupos étnicos o adscripciones culturales, con
la amenaza no remota de hundirse en eternas disquisiciones metafísicas. En
el caso de que se optara por un criterio culturalista —con todas las ambi-
güedades que comporta— como candidato idóneo, el argumento que tuvie-
ra como premisa mayor el susodicho principio de la justicia rezaría así:
dado que la capacidad de reproducción social, incluso de supervivencia, de
cada cultura es sensiblemente diferente, cada grupo portador de una cultura
requerirá una atención distinta para garantizar la conservación de su patri-
monio cultural en un sentido amplio. Pero, aparte de cargar con nuevos pro-
blemas lógicos, con ello sólo se habría desplazado el objeto de la
controversia, porque ahora habría que dilucidar qué es lo que se entiende por
el vocablo cultura. Dejémoslo aquí, pues con lo dicho sólo se pretendía
mostrar la cadena de dificultades que entraña buscar un acuerdo sobre la
materia de marras.

SOBRE LA COMPATIBILIDAD ENTRE EL DERECHO A LA DIFERENCIA Y EL PRIN-


CIPIO DEL IGUALDAD

La cuestión puesta a debate no es el derecho de las diferentes minorías a


la igualdad, pues quien niega tal derecho se coloca fuera del discurso demo-
crático. La cuestión que el multiculturalismo ha conseguido llevar a la pales-
tra pública es, más bien, el derecho de las minorías a salvaguardar sus
diferencias constitutivas. A mi entender, representa una falsa polémica con-
cebir como actitudes antagónicas o contradictorias el mantenimiento de la
idea de universalidad de los códigos normativos y la afirmación simultánea
de las diferencias particulares entre los individuos y grupos humanos. Aunque
se trate de un malentendido bastante extendido, carece de sentido contrapo-
ner el principio de igualdad («todos los hombres son iguales» u otras expre-
siones constitucionales de parecido tenor) con el reconocimiento de las
diferencias entre los seres humanos, pues, en realidad, la noción de diferen-
cia no es antónima de la noción de igualdad, sino de la noción de homoge-
neidad o uniformidad. Una sociedad justa, tal como afirma John Rawls, debe
distribuir los bienes básicos desigualmente con el fin de favorecer a los que
66 Juan Carlos Velasco Arroyo

se encuentran en situaciones más desfavorecidas. Esta aparente desigualdad


de trato no es ninguna muestra de injusticia, sino de todo lo contrario. Lo
injusto es tratar situaciones diferentes del mismo modo. Y de lo que se trata
aquí es de cómo dar relevancia normativa a los hechos diferenciales a nivel
grupal, más que a nivel individual.
La idea de universalidad se ha de concretar primordialmente en el reco-
nocimiento de los derechos de ciudadanía a todos los individuos. Sin
embargo, el individuo no queda por ello de ningún modo reducido a la sola
condición de ciudadano. Su identidad personal es mucho más rica e integra
elementos referentes a las relaciones de parentesco y de vecindad, de con-
fesionalidad religiosa, de comunidad lingüística, y de colectividades de
variada índole. Cada ser humano es, por constitución antropológica, un ser
único e irrepetible. Y, lo que es de suma importancia, a la hora del recono-
cimiento de derechos especiales a las diversas minorías, esas diferencias
entre los seres humanos no sólo se manifiestan a nivel individual, sino tam-
bién de forma colectiva. De la valoración de esa diversidad humana como
un factor enriquecedor para la vida social, y no sólo del mero reconoci-
miento del hecho bruto de la heterogeneidad entre los humanos, lo cual
implicaría una suerte de falacia naturalista, se deriva la elevación de la dife-
rencia a la categoría de derecho básico. Y ese reconocimiento de la diferen-
cia como derecho no es incompatible con un sistema democrático, ni con la
universal e igual condición de ciudadano atribuible a todos y cada uno de
los individuos. En el «derecho a la diferencia», el derecho es lo universal, y
en él es donde se da y es posible la diversidad. No hay, pues, por qué renun-
ciar de antemano a la posibilidad de una fundamentación universalista de
los derechos culturales de las minorías, pues, como sostiene Alain Tourai-
ne, «son a la vez derechos a la diferencia y reconocimiento del interés uni-
versal de cada cultura. Porque una cultura no es un conjunto particular de
reglas y creencias, sino un esfuerzo por dar sentido universal a una expe-
riencia particular» (Touraine, 1995, 21). La regulación del derecho a la
diferencia sin introducir alguna referencia de valor universal sí contribui-
ría a potenciar un relativismo cultural y normativo cargado de un inmenso
potencial conflictivo.

II

Llegados a este punto en el que las aporías no hacen sino aflorar una
detrás de otra, quizás fuese útil fijar la atención en alguna discusión teórica
que verse sobre este particular con el fin de encontrar alguna senda transita-
ble. La justificación normativa de derechos especiales para determinadas
minorías tiene, como ya se ha señalado, un difícil anclaje en una democracia
de corte liberal. Precisamente esta cuestión constituye uno de los motivos
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 67

centrales del debate todavía en curso entre comunitarismo y liberalismo2, que


ha sido retomado como objeto de una particular disputa entre Charles Taylor
y Jürgen Habermas. Ambos comparten la exigencia de reconocimiento deri-
vada del ideal de la dignidad humana y ambos admiten también que dicha exi-
gencia apunta en dos direcciones: tanto a la protección de los derechos de los
individuos en cuanto seres humanos, como al reconocimiento de los intereses
de los individuos en cuanto miembros de grupos humanos específicos. La
divergencia fundamental entre ambos autores estriba en la defensa que hace
Taylor de una política del reconocimiento diferenciado de las culturas mino-
ritarias frente a la política del reconocimiento igualitario de los individuos
pertenecientes a esas culturas por la que aboga Habermas. En lo que sigue,
tan sólo se recogen algunos de los argumentos esgrimidos en dicha disputa,
sin ánimo de realizar un relato completo de la misma.

LA REIVINDICACIÓN DE LA «POLÍTICA DE LA DIFERENCIA» (TAYLOR)

En el ensayo «La política del reconocimiento» (1993), Taylor se ocupa de


las cuestiones relativas a la justificación de las distintas formas políticas de
tratamiento de la diversidad cultural. El punto de partida lo sitúa en el entra-
mado cultural como elemento constitutivo de los procesos de formación de la
identidad personal. Tal como ya había sostenido en otros escritos suyos (v.gr.
Taylor, 1996), considera que el reconocimiento intersubjetivo de la identidad
cultural resulta clave para la autocomprensión y el autorrespeto del ser huma-
no. Ese reconocimiento mutuo de diversas identidades sólo es pleno en la
medida en que se da un acuerdo sustantivo sobre determinados valores, esto
es, dentro de un denso horizonte axiológico compartido (ahí se muestra la cla-
ra impronta comunitarista del autor). En ese proceso, las relaciones dialógi-
cas desempeñan un papel esencial. Hasta aquí toda su argumentación parece
impecable. Sin embargo, cabe objetarle que sus incursiones en la metáfora de
la interioridad —y de la voz interior— no resultan el cauce más acertado para
un planteamiento que pretende ser político (o, al menos, de filosofía política),
ni su percepción existencial de la búsqueda del sentido mediante la categoría
de autenticidad permite establecer un enlace nítido con la dimensión política.
En su reconstrucción de los hitos de la constitución del yo moderno, en pri-

2 Cfr. C. THIEBAUT, 1992, 53-63. Desde el siglo XVIII el discurso social de la modernidad
ha girado bajo distintos títulos en torno a un único tema: pensar en un «equivalente del poder uni-
ficador de la religión» tras el desencantamiento del mundo (Habermas, 1989, 172). Mediante esta
idea sería posible diferenciar entre comunitaristas y liberales (cfr. WELLMER, 1996, 79-80): los
liberales argumentan que una sociedad basada en la garantía de los derechos individuales puede
generar un equivalente funcional de la religión que mantenga integrados a todos los miembros de
una sociedad; los comunitaristas, por su parte, afirman que sólo en el contexto de formas de auto-
determinación comunitaria — que asuman una concepción compartida de bien— los derechos
humanos pueden encontrar un sentido no destructivo.
68 Juan Carlos Velasco Arroyo

mer lugar, y en su presentación de la cuestión del reconocimiento de las par-


ticularidades culturales, en segundo lugar, Taylor quiere aportar una perspec-
tiva filosófica históricamente informada, aunque en realidad tan sólo
selecciona una serie de autores, eso sí, clásicos, pertenecientes a una deter-
minada tradición, que podría denominarse romántica, pero que no puede iden-
tificarse como la única tradición moderna relevante: Agustín, Rousseau,
Herder y Hegel. Así, tras introducir el ideal moral de fidelidad a la propia
identidad personal, Taylor recupera de una mano tan dudosa como es la de
Herder la siguiente idea: los pueblos deben ser fieles a sí mismos y a su par-
ticular modo de ser, dando pábulo de este modo a una interpretación esencia-
lista y, a la vez, sumamente reaccionaria y autoritaria de la nación. En Taylor
falta, en definitiva, una reflexión sobre las mediaciones políticas necesarias
para implementar su pensamiento filosófico de modo que sea compatible con
la democracia.
La identidad cultural del individuo representa un bien o valor básico que,
según Taylor, el liberalismo ignora. El individuo llega a ser tal tan sólo en
contextos sociales dados: la formación de la identidad individual es una cons-
trucción social. Para un comunitarista como Taylor, un contexto o marco cul-
tural seguro constituye un artículo primario y básico para la consecución de
una buena vida individual, por lo que mantiene una significación existencial
incluso en las sociedades avanzadas caracterizadas por la distribución de fun-
ciones como forma de integración social. Por ello cuestiona la pretensión uni-
versalista —de raíz ilustrada— de imparcialidad de la esfera pública ante la
diversidad cultural. Sospecha que un universalismo meramente abstracto pue-
de considerarse, por su manifiesta inclinación hacia la homogeneidad, como
un factor negador de los hechos diferenciales y, por tanto, de la identidad mis-
ma de las personas. Según Taylor, no puede negarse que el pluralismo cultu-
ral de nuestras sociedades, la afirmación de la diversidad, constituye además
de un factum, el suelo sobre el que debe levantarse cualquier planteamiento
político de carácter democrático. Dando un paso más, acusa abiertamente a la
concepción liberal de etnocentrista, ya que bajo el barniz de una cultura polí-
tica universalista se esconde realmente una forma de vida concreta, acuñada
según patrones genuinamente occidentales. Un particularismo bajo la másca-
ra de lo universal: «los propios liberalismos 'ciegos' son el reflejo de culturas
particulares» (Taylor, 1993, 68 y cfr. 92-93) que poseen una voluntad de
imponerse hegemónicamente. Aunque la objeción de eurocentrismo está jus-
tificada en el sentido de que Europa es el hogar cultural de un pretendido uni-
versalismo, sin embargo, puede considerarse —ahora en contra de la opinión
de Taylor— que es infundada en la medida en que dicho universalismo es en
sí mismo esencialmente antiparticularista: pone las bases para un reconoci-
miento de la libertad inherente a todos los seres humanos y de todas las tradi-
ciones culturales.
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 69

Se suele dar por sentado —así se argumenta en el discurso de Taylor—


que en un sistema democrático respetuoso con los derechos humanos no es
admisible (en base a la interdicción de intervenciones discriminatorias de
carácter negativo) que existan minorías oprimidas o perseguidas, esto es, que
determinados grupos humanos sean discriminados negativamente en la titula-
ridad y en el disfrute de los derechos que poseen los otros miembros de la
comunidad política. Si bien esta formulación negativa no suele cuestionarse,
no sucede lo mismo con la justificación del reconocimiento activo de dere-
chos a las comunidades minoritarias presentes en un determinado Estado.
Más controvertible aún son las medidas de intervención activa, promovidas
con el fin de que dichas comunidades no pierdan su identidad cultural y/o
puedan acceder a bienes básicos (educación, trabajo, sanidad, etc.) en igual-
dad de oportunidades reales con el resto de la población. En principio, la mera
noción de derechos particulares (que podría confundirse con la categoría de
fuero o privilegio, en el sentido de «hacer una excepción») parece entrar en
flagrante contradicción con el principio democrático de igualdad de derechos
y, más concretamente, con aquella interpretación del mismo que exige que
todos los hombres deben ser considerados del mismo modo y que reclama que
la ley se muestre consecuentemente neutral o «ciega», por principio, ante las
diferencias que presentan los sujetos individuales y que, por tanto, desconoz-
ca el conjunto de particularidades que conforman la complejidad real del
género humano. Sin embargo, dado que las condiciones de partida no son
iguales para todos los miembros de una sociedad, la aplicación ciega de nor-
mas no hace sino consagrar la desigualdad originaria: aplicar estrictamente el
principio de igualdad a situaciones de hecho desiguales es conculcar el prin-
cipio mismo. Sólo si se posterga el principio de igualdad formal ante la ley y
simultáneamente se realza el principio de igualdad real de oportunidades esta-
ría justificado articular medidas que procurasen la equiparación de los parti-
cipantes en el campo de juego hasta que puedan entrar de nuevo en vigor las
antiguas reglas ciegas, hasta que nadie pueda ser perjudicado por su empleo
(cfr. Taylor, 1993, 63). Si se siguen estas pautas, nada impide que encuentren
un sitio en una concepción de la justicia como imparcialidad ciertas medidas
de carácter temporalmente limitado —normas meramente coyunturales—
puestas en vigor con la finalidad expresa de fomentar la integración de los
grupos minoritarios: éste es el caso de las acciones conocidas como «discri-
minación positiva» (cfr. Velasco, 1998).

HABERMAS VS. TAYLOR:


EL RECONOCIMIENTO CONSTITUCIONAL DE LAS DIFERENCIAS CULTURALES

Taylor no pretende, según él mismo confiesa, situarse fuera del modelo


liberal, ni de la perspectiva universalista, ni mucho menos postular un siste-
70 Juan Carlos Velasco Arroyo

ma que viole los derechos fundamentales de los individuos. No oculta, sin


embargo, sus problemas con el liberalismo concebido desde el horizonte de
la heterogeneidad, es decir, como una respuesta al fenómeno del pluralismo
social. No asume, en especial, ese liberalismo especializado, empleando pala-
bras de Walzer (1984), en el «arte de la separación», esto es, en la diferencia-
ción de esferas (público/privado; ciudadano/persona; política/cultura;
iglesia/estado, etc.). Quizás para evitar ese escollo, Taylor distingue a su vez
dos modos de ser liberal: por una parte, una versión dominante que él carac-
teriza como el modelo procesualista del liberalismo o liberalismo de los dere-
chos; por otro lado, un modelo sustancialista del liberalismo. Michael Walzer
(1993), en su comentario al artículo de Taylor, denomina a estos dos modelos
«Liberalismo 1» y «Liberalismo 2» respectivamente, y por comodidad se
seguirán aquí esas etiquetas. El Liberalismo 1, guiado por el principio de
«igual dignidad» de todos los seres humanos, otorga una clara prioridad a los
derechos individuales y a las provisiones no discriminatorias sobre cualquier
clase de metas colectivas. Mediante la aplicación uniforme de esas reglas se
comporta como si fuera «ciego a las diferencias» culturales existentes en la
sociedad. El Liberalismo 2 se formula, por el contrario, en torno a la supervi-
vencia de una determinada cultura —la mayoritaria en el entorno social—
como una legítima meta colectiva, siempre que queden protegidos adecuada-
mente los derechos básicos de los individuos. La imposición de algunas res-
tricciones a los derechos individuales no básicos —privilegios e
inmunidades— puede justificarse en nombre del objetivo colectivo de la
comunidad mayoritaria antes formulado.
La idea de Taylor de que el Liberalismo 2 (con sus políticas públicas de
reconocimiento de las diferencias colectivas) es sólo una corrección o una
mejora de una comprensión inadecuada de los principios liberales propuestos
por el liberalismo 1 (igualdad de reconocimiento a través de derechos indivi-
duales), debe considerarse errónea, pues, en realidad, el Liberalismo 2, tal
como lo formula Taylor, «ataca esos principios en sí mismos y pone en cues-
tión el núcleo individualista de la comprensión moderna de la libertad»
(Habermas, 1993, 150).
El malentendido básico existente entre Taylor y Habermas se debe, según
mi interpretación, al diferente escenario social en que imaginan la realiza-
ción de sus respectivas políticas del reconocimiento: Taylor tiene en mente,
ante todo, la situación de Quebec, caso prototípico de una minoría etnoterri-
torial, y la cuestión de la justificación normativa de las leyes lingüísticas en
favor del francés; Habermas, por su parte, presta atención al caso de las
comunidades de emigrantes cada vez más numerosas en Europa, las minorí-
as dispersas, pues éste es el modo como emerge el pluralismo cultural en el
Viejo Continente. El texto de Habermas mantiene finalmente una intención
política crítica, en concreto, con respecto a la nueva regulación restrictiva del
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 71

derecho de asilo en Alemania, así como frente a la respuesta legislativa dada


al fenómeno inmigratorio en general. Hay que advertir que mientras en la
provincia de Quebec existe una clara reivindicación de autogobierno como
forma de garantizar la cultura francófona, en los casos europeos a los que se
refiere Habermas sólo se formulan demandas de reconocimiento jurídico de
la particularidad cultural, pero no de autogestión política. Si esto es así, no
parece extraño que según Habermas se puedan aceptar demandas de autono-
mía cultural siempre que exista un suficiente nivel de lealtad constitucional,
esto es, de aceptación del marco político con sus principios básicos.
Habermas constata —como contrapunto a la exposición de Taylor— que
el fenómeno de la inmigración masiva plantea la cuestión de cuáles son las
condiciones legítimas de entrada de los extranjeros en un país. La novedad
aportada por el filósofo alemán con respecto al canadiense es vincular esta
cuestión y, en general, todas aquellas relativas al pluralismo cultural emer-
gente en el continente europeo, con el desarrollo de una teoría de la demo-
cracia. Habermas empieza distinguiendo dos tipos de asimilación o
integración de los extranjeros: la integración política —que implica la acep-
tación del marco político— y la aculturación propiamente dicha —entendi-
da como asimilación de una nueva forma de vida y la pérdida de las raíces
propias—. Y sostiene que en un Estado democrático de derecho está justifi-
cada la búsqueda de la primera forma de integración, esto es, que se exija a
los nuevos vecinos una disposición a adaptarse a los hábitos políticos del
nuevo hogar con el fin de garantizar tanto el mantenimiento de la conviven-
cia pacífica en libertad como de la identidad comunitaria, pues de lo que se
trata es, en definitiva, de convivir disfrutando de los mismos derechos y obli-
gaciones. Hay un amplio ámbito de libre disposición existencial del ciuda-
dano sobre el cual el Estado no tiene nada que decir. Fiel en esto al postulado
liberal de separar política y cultura, defiende que el Estado carece de fines
culturales específicos, que ésta es una cuestión propia de la expresividad de
los individuos. No es tarea del Estado la reproducción cultural de la socie-
dad, sino tan sólo la reproducción política. No es necesario, por tanto, pre-
tender la aculturación, porque la identidad de una sociedad democrática
«depende de los principios constitucionales anclados en la cultura política y
no de las orientaciones éticas básicas de una forma de vida cultural predo-
minante en un país» (Habermas, 1993, 183-184). Esta distinción se encuen-
tra especialmente justificada en aquellas sociedades en donde convivan
distintas culturas:

«Si en la misma comunidad política democrática han de coexistir diversas for-


mas de vida cultural, religiosa y étnica, entonces la cultura mayoritaria debe
estar suficientemente desvinculada de su tradicional fusión con la cultura polí-
tica compartida por todos los ciudadanos» (Habermas, 1996, 23).
72 Juan Carlos Velasco Arroyo

Esta diferenciación entre el plano de la cultura y el de la política se


encuentra también en la base del concepto de patriotismo constitucional que
Habermas ha hecho suyo (cfr. Habermas, 1987, 173 y ss.): una identificación
no con la herencia de una tradición cultural de una sociedad, sino con los prin-
cipios que instauran las condiciones de convivencia entre las diferentes for-
mas de vida y que, por tanto, posibilitan la existencia de un pluralismo social
y de visiones del mundo. Esta forma de identidad política constituye una con-
dición necesaria para el reconocimiento público de los diversos particularis-
mos existentes en el seno de una comunidad política:

«El ejemplo de sociedades multiculturales como Suiza y los Estados Unidos


muestra que una cultura política en la que puedan echar raíces los principios
constitucionales no tiene por qué apoyarse sobre un origen étnico, lingüístico
y cultural. Una cultura política liberal constituye sólo un denominador común
de un patriotismo constitucional que agudiza el sentido de la multiplicidad y
de la integridad de las distintas formas de vidas coexistentes en una sociedad
multicultural» (Habermas, 1992, 642-643).

El objetivo último de la res publica sería, pues, lograr una integración


política cuyo norte fuese una noción democrática de ciudadanía, que como tal
tan sólo hace relación al espacio público. El status de ciudadanía en una
sociedad democrática —la condición de ciudadano de un Estado, con pleno
reconocimiento de todos los derechos como sujeto político— no se basa pre-
cisamente en la asunción de las pretensiones particularistas de la sociedad,
sino tan sólo en la participación en una cultura política común de carácter uni-
versalista centrada en dos elementos: la noción de derechos individuales y la
neutralidad de la esfera pública, dos principios característicos del Estado
democrático de Derecho. En otras palabras, el principio de la ciudadanía
democrática no se asienta sobre una determinada forma de vida, sino en la
intervención en los procesos de formación de la opinión y de la voluntad polí-
tica de una sociedad. El núcleo de la ciudadanía viene dado, según este autor,
por los derechos de participación y comunicación política (cfr. Habermas,
1992). Pero acaso no sea tan nítida la distinción entre cultura política básica
y la dimensión estrictamente cultural, pues como sostiene Thiebaut:

«Más bien, habría que pensar que las diferencias teóricamente funcionales entre
ambas formas de integración y el complejo modelo de relaciones entre ambas
contiene una tensión interna que quizá esté sólo latente porque la conformación
ética de la cultura política y la integración ética en sentido estricto están conce-
bidas, en último término, bajo una suerte de armonía» (Thiebaut, 1994, 54-55).

Aunque Habermas considera que, en dominios progresivamente amplios


de la vida moderna con expresión pública, las normas y los valores particula-
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 73

ristas se ven desplazados en beneficio de otros más generales y abstractos («En


las sociedades modernas se imponen principios jurídicos y morales que cada
vez están menos cortados al talle de formas de vida particulares», Habermas,
1989, 406), no pretende ocultar el hecho de que, en realidad, hasta en los pro-
pios textos constitucionales —donde se plasma la voluntad política de una
república— y, de un modo aún más claro en el resto del ordenamiento jurídi-
co, se pueden encontrar rasgos manifiestos de determinadas formaciones cul-
turales. Así, por ejemplo, la elección de la lengua oficial utilizada en la
administración o la decisión sobre los currícula de las escuelas públicas tienen
su explicación en las tradiciones culturales de una sociedad y expresan, por
tanto, «la identidad colectiva de la nación de ciudadanos» (Habermas, 1993,
168). A causa de este dato, y frente a la acusación comunitarista de que la pre-
sunta neutralidad liberal raya casi con la ceguera, debe más bien hablarse de
una inevitable «impregnación ética» del Estado de derecho y del proceso
democrático legislativo (cfr. ibídem, 164-171). Esa sittliche Imprägnierung ha
de entenderse en el sentido de que las particulares concepciones de lo bueno y
también los «usos y costumbres de una sociedad» (precipitado histórico y cam-
biante de un cúmulo de experiencias compartidas) se reflejan en los códigos
jurídicos, llegando incluso a conformarlos a su imagen: éste sería el caso de las
garantías constitucionales concedidas a las diferentes iglesias en los países
democráticos como respuestas normativas a reiteradas guerras de religión o el
de las medidas de protección de un determinado modelo de familia vigente en
Occidente (monógamo, heterosexual y nuclear). Debido a esta impregnación o
conformación ética de las normas constitucionales, no parece descartable la
propuesta de Thiebaut (1994, 56) en favor de afinar algo más el modelo haber-
masiano de integración social, desdoblando la estructura de la integración polí-
tica. Así, según Thiebaut, habría que imponer, por un lado, un mayor grado de
abstracción para unos pocos principios normativos básicos de carácter proce-
dimental (que constituirían el primer nivel de integración) y, por otro, estable-
cer un nivel intermedio de integración, anterior al nivel de las particularidades
culturales de los grupos, de carácter ético-político, cuya reforma fuera accesi-
ble para las nuevas mayorías que se formasen sin necesidad de provocar una
quiebra constitucional.
El quid de la cuestión estriba en encontrar un modo de cohonestar el reco-
nocimiento del pluralismo cultural, el factum de la modernidad (como diría
Rawls), la coexistencia igualitaria de grupos y subculturas con una identidad
diferenciada, con una estructura política que se funde en principios universa-
listas. La propuesta habermasiana se encuentra próxima a una lectura contem-
poránea del ideal estoico del cosmopolitismo y, en particular, a la noción de
raigambre kantiana de «universalismo multicultural» formulada por Thomas
McCarthy (1993), en la medida que sostiene que el «elemento cosmopolita
habría que reavivarlo y desarrollarlo hoy en el sentido de un multiculturalis-
74 Juan Carlos Velasco Arroyo

mo» (Habermas, 1991, 218). Se trataría de concebir estructuras políticas que


logren encarnar ese ethos cosmopolita tan afín al pensamiento liberal y esta
tarea comienza con la delimitación de las condiciones de admisión a la comu-
nidad política. Habermas considera que la condición esencial de admisión a la
ciudadanía es el respeto de las reglas del juego político o, con otras palabras,
la exigencia de lealtad constitucional. Y ahora dicho de manera negativa, las
únicas formas de exclusión permisibles —que marcarían, por tanto, los límites
de la tolerancia— serían las exclusiones en favor de la supervivencia misma
del orden democrático-liberal. No se trata, sin embargo, de una idea mera-
mente conciliadora o banal, pues su aceptación implica ya de entrada la exclu-
sión de toda actitud integrista o fundamentalista que impida un espacio
suficiente para el disenso razonable y pretenda convertir los hábitos culturales
y códigos morales de una determinada forma de vida en obligatorios para
todos los ciudadanos de una sociedad (Habermas, 1993, 177). La erradicación
de esos elementos fundamentalistas, siguiendo siempre procedimientos esta-
blecidos legalmente, constituiría una misión legítima de una autoridad demo-
crática, pues no está dicho en ningún sitio que el imperativo de la tolerancia
deba seguirse sin restricción alguna (cfr. Bobbio, 1991, 243-256). En cualquier
caso, el derecho a desarrollar la propia cultura no puede ser un derecho abso-
luto, como no lo es ninguno de los derechos humanos. Es un hecho empírico
—que podrá tildarse de desagradable si se quiere— que existen elementos sig-
nificativos incorporados en numerosas culturas que directamente se oponen a
derechos humanos ampliamente reconocidos. Aquí me refiero a esos casos
extremos que representan ciertas costumbres propias de algunas culturas
como, por ejemplo, el homicidio ritual, el matrimonio concertado por los pro-
genitores o la extirpación del clítoris a niñas (cfr. Facchi, 1994). Ante tales
conductas difícilmente se puede aceptar una actitud de estricta neutralidad so
pena de incurrir en graves inconsistencias normativas. La protección de la
diversidad cultural llevada hasta sus últimas consecuencias y a falta de otro
factor limitador justificaría sin más la imposición a los individuos de las pro-
pias tradiciones legales, aunque éstas se encuentren en abierta contradicción
con sus derechos humanos. La actitud más apropiada al liberalismo no es
entonces la neutralidad pasiva, sino la neutralidad selectiva, esto es, neutrali-
dad ante las opciones culturales de los individuos, pero intransigencia contra
todo aquello que impida la emergencia de las diferencias y limite seriamente
la capacidad de opción de los individuos. De ahí que la regulación de un mar-
co jurídico común se revele como un medio idóneo y casi imprescindible,
pues «propugnar el derecho a la diferencia exige», como afirma Savater
(1995, 30), «establecer un derecho común que legitime las diferencias, no la
coexistencia disgregadora de una diferencia de derechos que a unos les auto-
rice a ser individuos y a otros (sobre todo, a otras) no les permita más que ser
miembros de una sociedad tradicional». Una retórica política centrada exclu-
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 75

sivamente en motivos particularistas imposibilita a la larga la articulación de


los restantes motivos universalistas sobre los que necesariamente hay que
apoyarse para defender el pluralismo cultural. No parece posible reclamar el
reconocimiento de la diferencia con un vocabulario no universalista, pues,
siguiendo ahora a Wellmer (1996, 100), «una «política de las diferencias», sea
en lo tocante a minorías culturales o en lo tocante a culturas no occidentales,
no puede practicarse en absoluto sin el transfondo de principios morales y
jurídicos de tipo universalista».

EL RECONOCIMIENTO DE LAS MINORÍAS EN LA DEMOCRACIA DELIBERATIVA

La posición habermasiana sobre las políticas de reconocimiento de la dife-


rencia resulta aceptable sólo si se admiten los elementos esenciales de su con-
cepción procedimentalista del derecho y de su versión participativa del
proceso político, esto, su noción de política deliberativa. Frente a los reduc-
cionismos que achaca a Taylor, Habermas no es capaz de entender, ni de asu-
mir, el liberalismo (ni el 1 ni el 2) sin reconocer la conexión interna entre
Estado de derecho y democracia, por un lado, y entre la autonomía privada y
pública de los individuos, por otro. No hay Estado de derecho legítimo sin
democracia: la legitimidad del Estado procede del respeto de la autonomía de
los ciudadanos y «éstos son autónomos solamente cuando los destinatarios de
los derechos se pueden comprender a sí mismos a la vez como sus autores»
(Habermas, 1993, 164). Y si se acepta esto, no tiene sentido seguir hablando
con seriedad de la ceguera liberal ante las diferencias sociales y culturales. No
cabe entender la democracia, tampoco la liberal, sin el activo papel que los
actores sociales, en especial, los movimientos sociales, desempeñan en la
lucha política por el reconocimiento, entre los que Habermas destaca el femi-
nismo y los grupos en favor de la diversidad cultural (ibídem, 154). Si existe
esta ciudadanía activa, condición de posibilidad de la democracia, entonces
resulta posible «realizar un sistema de derechos a través de un camino demo-
crático» (ibídem, 157) y alcanzar así una comprensión radicalmente demo-
crática de los derechos fundamentales. Un sólido espacio público
permanentemente activo, con un variado entramado asociativo y participati-
vo, puede convertirse en el escenario más adecuado para el reconocimiento
de los distintos grupos culturales. El modelo de política deliberativa, con su
estructura policéntrica de poder y su procedimiento discursivo para tomar
decisiones y llegar a acuerdos (perfilado de acuerdo con la máxima quod
omnes tangit, ab omnibus tractari et approbari debet), es la respuesta aporta-
da por Habermas al reto de una sociedad multicultural. Una respuesta, en
cualquier caso, más articulada políticamente que la dada por Taylor. Y, frente
a Taylor, muestra que el marco normativo de un Estado democrático de dere-
cho también sabe mostrarse flexible y receptivo a las iniciativas de los ciuda-
76 Juan Carlos Velasco Arroyo

danos y a la defensa de la identidad cultural de los mismos. La incorporación


de numerosas demandas feministas igualitaristas en los ordenamientos jurídi-
cos sería un buen ejemplo de que las diferentes luchas por el reconocimiento
político también pueden alcanzar una articulación adecuada en el marco libe-
ral del Estado democrático de derecho.
Resulta crucial en la propuesta habermasiana que el reconocimiento de las
diferencias se realice mediante el derecho público, es decir, a través de técni-
cas jurídicas que garanticen la imparcialidad y la publicidad de las soluciones
encontradas. Fruto de su reciente entusiasmo por lo jurídico, Habermas asume
como un hecho indiscutible que «para hacerse efectivas en las sociedades com-
plejas, las decisiones políticas se sirven de las formas regulativas del derecho
positivo» (Habermas, 1993, 163). El derecho tiene la extraña virtud de esta-
blecer la política (o un determinado programa político) y la moral (o un deter-
minado código moral) en una sociedad de modo vinculante. Entre los
mecanismos jurídicos disponibles, la regulación de derechos colectivos en
favor de las minorías culturales sería, en principio, bastante apropiada para la
articulación de una sociedad democrática multicultural. Por un cierto sentido
de la elegancia en la construcción teórica y para evitar confusiones innecesa-
rias, Habermas rechaza empero el concepto de derechos colectivos si su titu-
laridad corresponde a grupos diferenciados. Considera además que, en última
instancia, son reductibles a derechos individuales, pues no son más que una
abreviatura de los mismos. La teoría de los derechos ganaría puntos en el gra-
do de complicación, pero no en el de claridad ni en el de eficacia (Habermas,
1993, 173-176). Los derechos colectivos serían, más bien, una vía inadecuada
para asegurar la supervivencia de las culturas, pues éstas poseen una dinámica
propia de adaptación al medio, se encuentran en continua revisión, incluso
aquéllas que triunfan y tienen un seguimiento mayoritario. Los derechos colec-
tivos, esto es, la identificación de un colectivo (pueblo, confesión, etc.) como
titular de derechos, que se considera a su vez legitimado para imponer obliga-
ciones a sus miembros, serían además cuestionables normativamente al entrar
en conflicto con la facultad irrenunciable de los individuos para enfrentarse
con su tradición de modo crítico y reflexivo. Se incurriría en un injustificable
paternalismo si se obviara la autonomía fundamental de los ciudadanos y no se
asumiera la misma hasta las últimas consecuencias, tanto en su dimensión
pública como privada (Habermas, 1993, 161).
Habermas no incurre en el craso error de preconizar una interpretación
universalista de los derechos como una nivelación abstracta de las diferencias
y se muestra consciente de que para gestionar las diferencias sociales y cul-
turales hace falta, más bien, un alarde de sensibilidad contextual. Pero, de
todos modos, en su pensamiento se detecta un preocupante silencio en rela-
ción a los derechos colectivos de las minorías entendidos como derechos dife-
renciados en función de la pertenencia a un grupo. Como ha propuesto
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 77

Kymlicka (1996b, 29-34; 1996c, 58-71), entre los derechos colectivos que
puede reclamar un grupo deben distinguirse al menos dos tipos. Por un lado,
en el ámbito de las relaciones intragrupales, se encontraría el derecho del gru-
po a limitar la libertad de sus propios miembros en nombre de la solidaridad
de grupo o de la pureza cultural: éstos son los derechos colectivos como res-
tricciones internas. Por otro lado, en el ámbito de las relaciones intergrupa-
les, estaría el derecho de un grupo contra el resto de la sociedad, con el objeto
de asegurar que los recursos y las instituciones de los que depende la minoría
no sean vulnerables a las decisiones de la mayoría: los derechos colectivos
como protecciones externas. Unos derechos tratarían de proteger al grupo del
impacto de la disidencia interna y otros de las presiones externas. La posición
básica de Kymlicka consiste en afirmar que desde los presupuestos liberales
pueden y deben defenderse los derechos colectivos entendidos como protec-
ciones externas (pues de este modo se impide que unos grupos opriman a
otros) y han de excluirse las restricciones internas: «los derechos de las mino-
rías no deberían permitir a un grupo dominar a los demás grupos y tampoco
deberían capacitar a un grupo para oprimir a sus propios miembros. Dicho
con otras palabras, (...) deberían asegurar la existencia de igualdad entre los
grupos y de libertad e igualdad dentro de los grupos» (Kymlicka, 1996b, 36).
En la base del pensamiento político de Kymlicka se encuentra la convic-
ción de que «la vida política tiene una dimensión inevitablemente nacional»
(Kymlicka, 1996b, 35). Si se tiene en cuenta que los Estados modernos libe-
rales no son más que la plasmación de proyectos de construcción nacional de
las mayorías, la única manera que las minorías tienen de alcanzar la necesa-
ria protección jurídica es, según Kymlicka, reclamar su propio Estado o, por
los menos, algunos rasgos e instrumentos fundamentales del mismo. De ahí
se derivaría la pretensión de las minorías nacionales a que se vean reconoci-
dos derechos especiales de representación, derechos de autogobierno (conse-
jos y tribunales tribales, por ejemplo) y derechos poliétnicos que protejan
prácticas religiosas y culturales. Lo característico de la tesis de Kymlicka
estriba en afirmar la plena compatibilidad de estas pretensiones políticas de
los grupos minoritarios con el pensamiento liberal.
Pero esta justificación de los derechos de las minorías que Kymlicka pro-
pone resulta, a mi juicio, problemática. En primer lugar, no resulta tan obvio
que los Estados modernos, incluso los llamados Estados-nación, tengan como
fin primordial la reproducción de una determinada cultura nacional. Y no me
refiero aquí a un deber ser ideal, sino a los hechos visibles en la trayectoria de
esos Estados. Otra cosa diferente es que, efectivamente, en la retórica políti-
ca la cultura (la lengua, la literatura, la historia o la religión) tenga un papel
destacado debido a la profunda carga emocional que conlleva. En la práctica,
insisto, parece mucho más claro que el aparato estatal se encuentra orientado
a la reproducción de determinadas relaciones sociales y económicas, cuando
78 Juan Carlos Velasco Arroyo

no al sostenimiento de una elite social. Para la consecución de estos fines pue-


de apoyarse ciertamente en el fomento de una determinada cultura y en el des-
precio de otras, pero aún así la cultura elegida a menudo es manipulada e
incluso mutilada. Y, en segundo lugar, tampoco está claro que para salva-
guardar una cultura nacional sea necesario crear un nuevo Estado-nación. Las
diferentes minorías, especialmente las minorías etnoterritoriales, pueden
encontrar satisfacción a sus legítimas demandas, como el propio Kymlicka
propone, en formas de autogobierno regional y en fórmulas políticas de carác-
ter federal.
Habermas no comparte, ciertamente, los presupuestos nacionalistas de
Kymlicka, que implican una visión reduccionista y unilateral de lo político.
Pero, en realidad, desde los presupuestos habermasianos no habría ninguna
razón de peso para rechazar los derechos colectivos como protecciones
externas, pues en la medida en que su objetivo sea «situar a los distintos gru-
pos en mayor pie de igualdad» (Kymlicka, 1996c, 60) pueden justificarse
mediante el principio liberal de no discriminación. Para evitar los riesgos
que Habermas considera asociados a la noción de derechos colectivos, pro-
pone considerar los derechos culturales de los individuos en estrecho víncu-
lo con los derechos políticos de ciudadanía. Habría entonces que entenderlos
como requisito para el ejercicio de la autonomía pública de los individuos y,
por tanto, como una condición para la realización de la democracia. Las
libertades de opinión y de expresión no son sólo derechos de protección de
la esfera individual, sino que sobre todo cumplen una función esencial en el
proceso democrático de formación de la voluntad. El establecimiento de un
modelo político de reconocimiento universal de las diferentes culturas no
puede ser el resultado de una imposición. Su mantenimiento estable depen-
derá, más bien, de la calidad democrática de los procesos de deliberación y
toma de decisiones.
El concepto de ciudadanía acuñado por Habermas está fuertemente mar-
cado por sus implicaciones políticas como núcleo integrador de los miembros
de las sociedades secularizadas. Más allá de las raíces nacionales, étnicas,
religiosas o culturales, la condición de ciudadano se caracteriza esencialmen-
te por la voluntad de participación en la vida colectiva: designa el estatuto de
miembro individual de una comunidad política. La noción de ciudadanía
democrática es equivalente a la idea de vínculo social voluntario y se opone,
por tanto, a la adscripción no voluntaria del individuo a un colectivo o comu-
nidad. La aceptación de un vínculo sólo es voluntaria si puede ser renovada o
suspendida por el interesado en cualquier momento.
La ciudadanía no es el simple agregado de ciudadanos, pero tampoco pre-
supone una colectividad organizada monolíticamente (un pueblo supuesta-
mente homogéneo, more schmittiano), sino un grupo humano reunido como
sociedad civil policéntrica, con múltiples y heterogéneos foros de diálogo, que
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 79

generan constantes flujos de opinión que posteriormente se canalizan —sin ser


desviados, ni estancados— a través de las instituciones de la democracia repre-
sentativa. Utilizando el concepto de ciudadanía democrática es posible pensar
en formas multiculturales de integración social que reemplacen a las formas de
integración social centrada en la idea de nación —en sí una forma moderna y
reflexiva de integración, aunque no universalista—. También la idea de un
multiculturalismo extremo o radical resulta incompatible con la noción de una
ciudadanía democrática, pues termina destruyendo la conciencia de pertenen-
cia a la comunidad política. Si la conciencia de pertenencia a una determinada
comunidad cultural es absoluta, se ciega cualquier posibilidad de integración
en una comunidad más amplia y las instituciones estatales son vistas entonces
como meros instrumentos de la elite dominante (cfr. Touraine, 1994, 145-148).
No parece nada sencillo enfrentarse con el reto que supone para la inte-
gración social el creciente grado de pluralismo cultural, de manera que se sal-
vaguarde el respeto de los derechos humanos. Cualquier propuesta de
solución ha de intentar la conciliación del universalismo de matriz liberal con
la política de reconocimiento de las diferencias: «el pluralismo cultural debe
combinar el universalismo de los derechos con la particularidad de las expe-
riencias» (Touraine, 1995, 21). Para lograr esa conciliación, es preciso supe-
rar la dialéctica, ya tradicional, entre ambos polos. El espacio público
deliberativo delimita el ámbito de juego común donde conciliar el antagonis-
mo entre universalidad y particularidad. El polo de la universalidad lo cons-
tituye el reconocimiento igual para todos los individuos de los derechos de
ciudadanía y, por tanto, de la posibilidad de participar en todas las delibera-
ciones sobre los asuntos públicos en igualdad de oportunidades. En el polo de
la particularidad se encuentran, de hecho, todos los individuos y grupos que
quieren participar con su propia voz y melodía —formada por su incardina-
ción en diversas tradiciones culturales—.
Relativizar la propia forma de vida y a abrirse a un franco diálogo intercul-
tural son, en todo caso, presupuestos básicos o, más bien, actitudes personales
imprescindibles para alcanzar esa concordia buscada. Si la idea rectora es la
defensa de una forma de igualdad que a la vez sea garante de la diversidad, es
preciso mantener cierto recelo ante aquellas manifestaciones de etnocentrismo
o de ideologías y actitudes que pretenden imponer hegemónicamente reglas de
comportamiento tendentes a asegurar una dudosa homogeneidad. Y sería nece-
sario mantener igualmente una actitud de sospecha ante la unilateral exaltación
de un diferencialismo cultural total, que no deja de presentar un carácter extre-
mo al mostrarse indiferente a la cuestión de la integración social de la comuni-
dad política. Algo que, a mi parecer, sería tan negativo como la simple
postulación de un uniformismo economicista (alcanzado mediante las inexora-
bles leyes del mercado) y político (conseguido a través de la acción del Estado)
indiferente ante la diversidad cultural.
80 Juan Carlos Velasco Arroyo

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83

El paradigma consensual-discursivo del derecho como


instrumento conciliador de la tensión entre multiculturalismo
comunitarista y liberalismo multicultural

Daniel Bonilla Maldonado


Óscar Mejía Quintana

I. INTRODUCCIÓN

El presente estudio desea mostrar de qué manera los vacíos que dejan las
visiones multiculturalistas del comunitarismo y del liberalismo pueden ser
colmados, teórica y prácticamente, a través del derecho, como único instru-
mento de integración posible de una sociedad desencantada, ya sea postlibe-
ral, como tradicional en transición estructural como la colombiana.
A través del derecho, pero no del que conocemos en estas latitudes, sino
de un nuevo paradigma consensual-discursivo que infiera del conjunto de
visiones omni-comprehensivas de la ciudadanía y la opinión pública los
contenidos normativos desde los cuales alimentar la concepción, concreción
y ejecución de contenidos, instrumentos y productos jurídico-legales de
todo orden, puede esta sociedad desgarrada encontrar el medio que le per-
mita rehacer el lazo social desintegrado.
Ello tiene una significación especial para nuestro medio por la situa-
ción de violencia en que vivimos, de una parte, pero también porque las
soluciones que ante ella se plantean hacen referencia, inevitablemente, a
dos de las posiciones anotadas, complementando, si no exacerbando, el
conflicto armado con un conflicto de interpretaciones filosófico-políticas
y jurídicas que oscilan entre la defensa liberal del estado de derecho y la
ampliación comunitarista de la misma, sin encontrar las mediaciones con-
cretas que pudieran resolver esa tensión. Tensión presente en instituciones
como el Congreso y las Cortes, en especial la Constitucional, como en la
84 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

ciudadanía que no encuentra un modelo de interpretación desde el cual


orientarse.
En lo que sigue expondremos suscintamente los principales elementos
de ambas visiones multiculturales a partir de la interpretación que de ellas
hace Charles Taylor. Posteriormente, abordaremos el paradigma discursi-
vo del derecho de Habermas, como posible instrumento para superar la
tensión liberal-comunitarista y en las conclusiones intentaremos mostrar
las principales debilidades de ambas posiciones y los horizontes de supe-
ración que pueden defenderse desde los planteamientos conciliadores del
paradigma jurídico mencionado.

II. ÉTICA DE LA AUTENTICIDAD, POLÍTICA DEL RECONOCIMIENTO Y LIBERA-


LISMO: LA MIRADA DE CHARLES TAYLOR

Este acápite tiene como objetivo analizar brevemente las interpretaciones


que defiende Charles Taylor sobre la política del multiculturalismo así como
las consecuencias que ésta tiene en el plano político de dichas comunidades.
De igual forma se busca hacer explícito el hilo argumentativo que le permite
construir y sustentar al filósofo canadiense tales posiciones.
Con el fin de concretar este último objetivo, se hará una concisa síntesis
del individualismo, de las críticas que se le hacen a sus formas degradadas y
de la defensa que hace Taylor de esta perspectiva moral, cuando es interpre-
tado como ideal de la autenticidad. Del mismo modo se evidenciara cómo
para Taylor este ideal está estrechamente relacionado con la construcción de
la identidad de los seres humanos y cómo, también para el autor, ésta se cons-
truye dialógicamente (nunca monológicamente) en el marco constituido por
los horizontes de perspectivas que determinan a cada sujeto.
Luego se mostrará cómo para Taylor el reconocimiento, no reconoci-
miento o falso reconocimiento del otro, es vital para el ser humano y cómo
este fenómeno tiene consecuencias importantes en el plano político de una
comunidad y en el de los modelos teóricos que han de guiar la conducta de
los individuos en esta órbita.

1. El individualismo y el sentimiento de declive cultural1

No son pocos los hombres de finales del siglo XX que experimentan cier-
to grado de malestar cuando se enfrentan, viven o analizan algunas facetas de
la cultura moderna. En efecto, determinadas aristas que componen la expe-

1 Las reflexiones que se desarrollan en ese acápite tienen como fuente principal las siguien-
tes obras de CH. TAYLOR: Fuentes del yo, Editorial Paidós, Barcelona, 1996; Ética de la autenti-
cidad, Editorial Paidós, Barcelona, 1994; Multiculturalismo y política del reconocimiento, Fondo
de Cultura Económica, México, 1993.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 85

riencia de la modernidad son interpretadas por muchos individuos de nuestros


días como claras muestras de declive cultural. Aunque no hay acuerdo sobre
cuando comenzó este proceso de deterioro (¿después de la segunda guerra
mundial?, ¿desde los primeros años del siglo XVI?) existe mediano consenso
sobre el nacimiento y desarrollo del proceso mismo2.
Para Charles Taylor la sensación de descenso cultural que permea la coti-
dianeidad de muchos hombres de nuestros días es causada, principalmente,
por tres fenómenos: el individualismo, la razón instrumental y las consecuen-
cias que estos dos factores tienen en el plano político de las sociedades con-
temporáneas. Estos puntos no son los únicos que componen la dinámica que
muchos experimentan como decadencia cultural, pero son tal vez algunos de
los que determinan su estructura y algunos de los que generan mayor inquie-
tud entre los filósofos morales y políticos contemporáneos3.
Estos tres tópicos, desde la perspectiva de Taylor, han sido profusamente
estudiados y discutidos en diversos ámbitos académicos y sociales generando
la sensación de que se conocen en profundidad. Mas el complejo entramado
de ideas y discusiones que gira en torno a ellos oscurece muchos de sus ele-
mentos estructurantes.
Este hecho ha generado un desfiguramiento de sus límites y posibilida-
des, que resulta perjudicial para comprenderlos y determinar las consecuen-
cias, positivas o negativas, que tienen para los seres humanos. Es por ello
que para Taylor vale la pena analizarlos nuevamente, tratando de iluminar
algunos aspectos que han sido marginados o distorsionados por anteriores
interpretaciones e intentar una nueva que los muestre en toda su complejidad
y riqueza.
Dado el objetivo que nos hemos planteado en este acápite, la razón instru-
mental y las consecuencias que tienen este fenómeno y el del individualismo en
el plano político de las comunidades, se abordarán brevemente a través de notas
de pie de página o comentarios puntuales. Por el contrario el individualismo será
analizado ampliamente de manera que podamos evidenciar el camino concep-
tual que guía y sustenta las posiciones que Taylor defiende en torno a la política
del multiculturalismo, así como sus consecuencias en la órbita política de las
comunidades contemporáneas.

2. El individualismo: sus características básicas y las críticas funda-


mentales

El individualismo es definido por Taylor en términos genéricos como la


posibilidad que tienen todos los seres humanos de elegir su proyecto de buen

2 CH. TAYLOR, Ética de la autenticidad, Editorial Paidós, Barcelona, 1994, p. 36.


3 Ibídem, p. 37.
86 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

vivir. Esta postura se fundamenta en un profundo escepticismo que determi-


na la imposibilidad de argumentar racionalmente en materia moral y que exi-
ge que cada sujeto busque su realización intentando ser fiel a sí mismo4.
Como fenómeno cultural el individualismo puede ser analizado desde dos
perspectivas. La primera, busca evidenciar sus límites, contradicciones y
fallas, así como explicitar los vacíos que generan las formas degradadas en las
que ha devenido. La segunda, tiene como objetivo reinterpretar el menciona-
do fenómeno, buscando sus componentes fuertes, aquellos que pueden apor-
tar elementos para la comprensión de algunos aspectos de la realidad
contemporánea y para guiar a los individuos por sus intrincados caminos.
Analizando el individualismo desde la primera perspectiva, muchos críti-
cos de la modernidad, incluyendo a Taylor, consideran que éste ha devenido
en formas degradadas que crean sujetos centrados en sí mismos, alejados de
cualquier compromiso con el otro, con su comunidad o con la naturaleza5. Se
trata pues de una perspectiva que ha creado una cultura narcisista que deter-
mina que los seres humanos asuman una relación instrumental con todo aque-
llo que no los constituye, que vean en el otro o en la naturaleza meros
instrumentos para la consecución de fines que han sido elegidos autónoma-
mente6.

4 Ibídem., p. 38.
5 Ibídem., p. 67.
6 Este punto entronca con el segundo síntoma que muchos hombres de hoy perciben como
símbolo de declive cultural: la razón instrumental. Este tipo de razonamiento es definido por Tay-
lor como aquel tipo de reflexión que busca encontrar el medio más eficiente para la conquista de
un fin previamente determinado. Se trata pues, de encontrar la mejor relación costo-beneficio
entre los medios disponibles y el objetivo que se persigue. Ver: TAYLOR, CH., ibídem. pp. 40-44
y 121-134.
No hay duda que este tipo de razonamiento es útil en ciertos ámbitos y ciertas materias; la
cuestión, para los críticos de este fenómeno típico de la modernidad, es que ha tomado tanta fuer-
za que amenaza con apoderarse de todas las facetas de la vida humana. Es así como ciertas deci-
siones que deberían tomarse con base en otros criterios, como las relacionadas con la protección
de la naturaleza o las que buscan distribuir recursos escasos entre los individuos que conforman
una comunidad, lo son en términos costo-beneficio, haciendo que ciertos fines independientes
que guían nuestras vidas se vean opacados o marginados por la búsqueda de mayor rendimiento.
Las consecuencias que esta razón instrumental tiene en la órbita política son, para muchos,
preocupantes. Para Taylor, la sociedad tecnológica-industrial, así como el áurea de prestigio que
cubre a la ciencia y a la tecnología ejercen una presión muy fuerte sobre gobernantes y ciudada-
nos para que el cálculo costo-beneficio sea el único criterio a partir del cual se toman las deci-
siones que determinan la configuración de los asuntos políticos de la sociedad.
La potencia que ha alcanzado este tipo de racionalidad está directamente relacionada con la
desaparición de los viejos órdenes morales que otorgaban una explicación para el orden de la
sociedad y de la naturaleza. Cuando éstos son suprimidos, dando paso al individualismo, la
estructura de la sociedad y el destino de la misma puede reinterpretarse teniendo en cuenta úni-
camente la felicidad o el bienestar de los individuos.
Para Taylor es claro que la hegemonía de la razón instrumental en nuestras comunidades es
un factor que empobrece las vidas de las mismas, así como las de los ciudadanos que las com-
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 87

De esta forma el individualismo degenera en un relativismo acomodaticio en


el que cada individuo elige sus propios valores y asume que es imposible argu-
mentar racionalmente sobre ellos. Se trata, pues, de una perspectiva moral autoin-
dulgente que legitima el resultado de cualquier elección que haga el sujeto sobre
su proyecto de buen vivir, trivializando así la reflexión y el debate moral.
Es tal la trivialización a la que conducen las formas degradadas del indi-
vidualismo que ellas mismas llevan a su autoanulación. En efecto, los indivi-
duos ante la angustia y la inseguridad que causa el no tener un horizonte
moral que los sostenga y les de alguna certeza, acuden cada vez más a supues-
tos expertos (guías espirituales, líderes de sectas políticas o religiosas, etc.)
que puedan guiarlos por el camino moral adecuado7.
Algunas otras de las objeciones que se oponen a las formas degradadas de
individualismo están dirigidas a las consecuencias que éstas traen para la
práctica política de las comunidades. Para sus críticos, los sujetos que están
inmersos en la cultura individualista conciben la órbita política de manera
puramente instrumental. Se interesan en la práctica política de su sociedad no
porque estén convencidos de la importancia de hacer parte del debate que
determinará el futuro de su comunidad, sino porque constituye el espacio en
el que se hace posible la consecución de ciertos bienes necesarios para la
materialización del proyecto de vida de cada uno. Así, se abre la posibilidad
de que surjan tiranías blandas, gobiernos paternalistas en donde al sujeto no
le preocupa nada distinto a que el Estado le otorgue los suficientes bienes para
el desarrollo de la perspectiva moral que ha escogido8.
Los individuos entonces, empiezan a padecer lo que Taylor llama un ence-
rramiento de corazones, se convierten en seres inmunes a las exigencias de la
ciudadanía, la solidaridad y la historia9.

ponen. El imperio de este tipo de razonamiento cierra múltiples caminos para redirigirlas, para
reinterpretarlas y por tanto comprenderlas de manera diversa.
Ahora bien, aunque los anteriores hechos innegablemente componen la dinámica de nuestras
comunidades, Taylor considera excesivos los análisis que indican que éstos construyen una jau-
la de hierro en la que nos hallamos encerrados y de la que no podemos escapar; o de la cual sólo
podremos huir una vez se haya eliminado la estructura capitalista de nuestra economía y las for-
mas estatales que nos rigen.
Taylor considera que no estamos absolutamente condicionados por los mecanismos imper-
sonales guiados por la racionalidad instrumental y que tiene sentido preguntarse por cuales son
los fines de nuestra vida individual y comunitaria y si éstos deben ser materializados a partir del
esquema medio-fin.
Sobre este tema ver: TAYLOR, CH., Ibídem. pp. 40-47 y 121-134 y 135-146.
7 Ibídem. p. 51.
8 Ibídem. p. 44.
9 Taylor considera que el mejor antídoto contra estas formas paternalistas de Estado radi-
ca en la construcción de una vigorosa cultura política que valore la participación de los ciudada-
nos en los debates sobre el futuro de su comunidad y que esté atenta a evitar la sensación de
impotencia y de aislamiento que genera el que el gobierno tome decisiones sin consultar a sus
ciudadanos.
88 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

Ahora bien, para Taylor las críticas antes expuestas iluminan puntos del
individualismo que pocos considerarían plausibles y que la mayoría intenta-
ría neutralizar. Aunque también cree que con ellas se oscurece el fuerte ideal
que esconden las formas distorsionadas del individualismo: el ser fieles a
nosotros mismos10. Esto es lo que el autor llama, analizando el individualis-
mo desde la segunda perspectiva señalada, el ideal de la autenticidad. Este
ideal es definido como la construcción de un modo de vida superior o mejor
a partir de lo que cada uno debería desear. Es decir que esta ética de la auten-
ticidad exige y defiende el que las personas tengan como reto y derecho el
definir autónomamente lo que ha de ser su proyecto de buen vivir, hacia dón-
de han de dirigir sus esfuerzos de autoconstrucción11.
Por otra parte el ideal antes expuesto, puede hacerse más sólido si distin-
guimos entre el acto de elegir un proyecto de buen vivir y el contenido del
mismo. El hecho de que valoremos la elección autónoma de la perspectiva de
buena vida, no implica que el contenido de la misma ha de tener en cuenta
únicamente los intereses egoístas del sujeto que decide. De esta forma no hay
razón alguna para que los contenidos del proyecto de buen vivir no tengan en
cuenta las exigencias que hace la convivencia con otros hombres y con la
naturaleza12.
Esta distinción permite contrastar las potencialidades que el ideal de la
autenticidad posee al aceptar y defender esta distinción y las formas distor-
sionadas del individualismo que confunden los dos elementos mencionados,
conduciendo a los sujetos hacia proyectos de vida radicalmente egoístas,
desentendidos de todo aquello que no se relaciona directamente con sus más
estrechos intereses.
De esta manera se puede evidenciar cómo el trabajo de Taylor se dirige
hacia una reinterpretación del individualismo, para rescatarlo de visiones que
lo empobrecen y que lo conducen hacia formas pervertidas13.
Ahora bien, aunque el ideal de la autenticidad es defendido por casi todos
los ordenamientos jurídicos occidentales14 las posiciones en torno a él son

10 El ideal fuerte del individualismo es oscurecido no sólo por las críticas que se hacen a
sus formas degradadas (que impiden acceder al ideal mismo) sino por el profundo relativismo
moral en el que éstas se sustentan. Este relativismo, así como el escepticismo que lo funda, impi-
den la discusión argumentativa en torno al ideal, manteniéndolo en la sombra.
11 Ibídem. p. 51.
12 Ibídem. p. 51.
13 De igual forma en la labor académica de Taylor se evidencia cierto afán moralizador que
busca alertar a los sujetos inmersos en la cultura del individualismo de los riesgos que corren, al
no darle a esta una interpretación fuerte, de caer en trivializaciones de la misma que estrecharí-
an ineludiblemente sus vidas. Ver: Carlos THIEBAUT, «Recuperar la moral: la filosofía de Char-
les Taylor», (introducción) en: TAYLOR, C., Ibídem. pp. 11-23.
14 El ideal de la autenticidad es defendido en la mayoría de los ordenamientos jurídicos
occidentales a partir de la consagración de derechos como el libre desarrollo de la personalidad,
la libertad de conciencia, la libre expresión, etc.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 89

disímiles. Algunos teóricos lo consideran como uno de los mayores logros de


la modernidad, al que pocos estarían dispuestos a renunciar; otros lo conside-
ran valioso aunque inconcluso, en tanto su materialización está limitada
estructuralmente por factores que determinan nuestra realidad como el siste-
ma económico imperante y la concepción patriarcal de la familia; otros fijan
una posición ambigua frente al mencionado ideal en tanto se impone cuando
los órdenes morales tradicionales quedan al margen. Para estos últimos críti-
cos, si bien los antiguos horizontes morales limitaban en ciertos aspectos al
ser humano, en otros lo alimentaban e impulsaban de manera notable. En
efecto, tales estructuras morales le proporcionaban al individuo una interpre-
tación ordenada del universo, en donde se indicaba su posición, la de los otros
hombres y las reglas, límites y virtudes de la dinámica social.
Es así como para estos críticos el ideal de la autenticidad implica la pérdi-
da de la dimensión heroica de la vida presente en esquemas morales pasados.
El extravío de un valor superior al hombre por el cual vale la pena luchar y
morir es considerado por muchos un costo inmenso que contrasta con «los
pequeños y vulgares placeres que se buscan en épocas democráticas», place-
res que están centrados casi exclusivamente en la satisfacción inmediata de los
deseos del individuo.
Taylor, sin embargo, considera que estas últimas críticas no comprenden
adecuadamente la fuerza moral que respalda al ideal de autorrealización. Es
claro que en nuestros días existe cierta laxitud moral, pero es evidente tam-
bién que ésta no es exclusiva de la modernidad o más específicamente de los
últimos años del siglo XX.
Tal vez si hacemos una breve referencia a los antecedentes directos15 del
ideal de la autenticidad podremos hacerlo aún más fuerte y responder a los
críticos que la objetan añorando un pasado, supuestamente, más atractivo.
Este ejercicio le permitirá al autor evidenciar la fuerza moral que respalda
nociones como la de autorrealización y algunas de las más importantes razo-
nes por las cuales los hombres de hoy se ven compelidos a actuar conforme a
las directrices del ideal en cuestión.
El primero que articula el ideal de la autenticidad es Rousseau. En efecto,
el filósofo francés es el primer pensador que da forma al ideal moral escon-
dido tras las nacientes formas de individualismo que determinaban los lími-

15 Taylor considera como antecedentes indirectos de la ética de la autenticidad al individua-


lismo no comprometido de Descartes y al individualismo político defendido por Locke. En el pri-
mero, la exigencia es que cada persona piense por sí misma de manera autorresponsable y, en el
segundo, se trata de hacer a la persona y a su voluntad anteriores a las obligaciones sociales. Ver:
CH. TAYLOR, Fuentes del yo, Editorial Paidós, Barcelona, 1996, pp. 159-173 y 175-192.
Son antecedentes indirectos pues aunque la ética de la autenticidad se nutre de ellos también
los critica. Cuestiona la racionalidad no comprometida de la perspectiva cartesiana y el atomis-
mo que no reconoce lazos con la comunidad de la posición de Locke.
90 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

tes de la cultura europea del siglo XVIII16. El punto de partida de Rousseau


es la hipótesis de que los seres humanos están dotados de un sentido intuiti-
vo de lo que es bueno o malo. Cada ser humano posee una voz interior que
ha de seguir para actuar conforme a la moral, voz que cada uno ha de inter-
pretar para construir su propia perspectiva de buen vivir. Por lo tanto, para
comprender qué es el bien y qué el mal, es necesario un proceso de intros-
pección que lleve a establecer contacto con la voz de la naturaleza que está
anclada en el interior de cada individuo, voz interior a la cual Rousseau lla-
ma el sentido de la existencia17.
El aporte de Rousseau es importante pues por primera vez en la moderni-
dad, estar en contacto con nuestros sentimientos morales adquiere significa-
do independiente y crucial. Se convierte en algo que hemos de alcanzar si
queremos ser verdaderos seres humanos.
Ahora bien, si con Rousseau se articula el germen de la ética de la auten-
ticidad con Herder ésta crece y se desarrolla. Para este pensador alemán, cada
ser humano posee una interioridad que lo diferencia de los otros hombres,
interioridad que ha de seguir para ser fiel a sí mismo y realizarse como indi-
viduo. Con esto nace la idea, novedosa para la modernidad, de que cada ser
humano posee una profundidad interna en la que se halla la fuente de la mora-
lidad y a la cual hay que apelar para encontrar el modelo de buen vivir que ha
de seguirse. Así, las diferencias entre los hombres adquieren relevancia moral
exigiendo que la fidelidad frente a sí mismo implique la fidelidad a la propia
originalidad18.
Las reflexiones de Herder frente a este tema, claramente condicionadas
por la perspectiva romántica en la que se hallaba inmerso, se extienden tam-
bién a los pueblos. Cada pueblo tiene su propia forma de ser, a la cual ha de
profesar fidelidad y según la cual ha de comprenderse y guiar sus destinos. He
aquí la semilla de los nacionalismos contemporáneos.

3. Horizontes Ineludibles

Como ha sido expuesto, el ideal de la autenticidad defiende el derecho que


tienen los individuos a definir autónomamente su proyecto de buen vivir,
reclamando además, que este proceso de definición no exige que el conteni-
do de la decisión incluya únicamente los intereses egoístas de los sujetos. Se
hace claro entonces que dentro de los requerimientos que hace la autenticidad

16 CH. TAYLOR, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, F.C.E:, México,


1992, pp. 48-49. De igual forma ver: Ética de la autenticidad, TAYLOR CH., Ibídem., pp. 61-65.
17 El principal contendor de este sentido intuitivo de la moral es el utilitarismo, especial-
mente aquel que tiene relación con los cálculos prudenciales que permitirían la consecución del
reino de los cielos y por tanto evitarían el castigo divino. Ver: TAYLOR, CH., Ibídem., p. 61.
18 TAYLOR, CH., Multiculturalismo y política del reconocimiento, Ibídem., pp. 49-51.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 91

no está la exclusión de las exigencias que se originan en la solidaridad, la ciu-


dadanía y la historia a los seres humanos.
Si analizamos atentamente las anteriores afirmaciones podremos ver que
el ideal de la autenticidad está estrechamente relacionado con el proceso de
construcción de la identidad individual. En efecto, cuando estamos definien-
do nuestro proyecto de buen vivir estamos definiendo lo que somos y trata-
mos de dar respuesta a las preguntas ¿de dónde venimos? y ¿hacia dónde
vamos?19.
Para muchas personas inmersas en la cultura individualista, aun entendi-
da como ideal de la autenticidad, esta dinámica de autoconstrucción debe y
puede ser materializada de manera aislada por cada sujeto. Esta interpretación
monológica del proceso de construcción de la identidad individual busca neu-
tralizar la influencia de agentes externos en las decisiones que debe tomar
cada sujeto sobre la materia en cuestión. Es así como se busca que el indivi-
duo decida libremente su proyecto de buen vivir y por tanto cómo se autode-
fine y cuáles son sus metas y esperanzas.
Para Taylor la anterior interpretación de lo que puede y debe ser el proce-
so de construcción de la identidad individual es poco plausible, puesto que
subestima el carácter dialógico de la vida humana y olvida el hecho de que el
horizonte de perspectivas que determina a los seres humanos condiciona ine-
ludiblemente las decisiones que cada uno asume consigo mismo. Este hori-
zonte de perspectivas constituye el marco dentro del cual es posible la
elección, marco que si bien incluye ciertas opciones excluye otras, propor-
cionando los parámetros de significación que permiten determinar cuáles
cosas valen, cuáles no y cuáles tienen poco valor.
Si no se acepta la existencia de cierto entramado de circunstancias que le
indican al sujeto qué es valioso y qué no lo es, inevitablemente se cae en un
relativismo blando que acentúa el valor de la elección misma. Este relativis-
mo legitima el contenido de la elección en tanto que es fruto del libre arbitrio
del sujeto, desconociendo que las cosas no son significativas únicamente por-
que un individuo lo determine. Si así fuera ninguna alternativa sería signifi-
cativa ya que todas lo serían. No existiría un criterio independiente del acto
de elegir que permitiera evaluar el valor moral del contenido de lo seleccio-
nado.
Esta compleja estructura de valores, sentimientos, intuiciones e ideas
constituye el espacio a partir del cual nos construimos. No podemos escapar
de sus redes ya que es a partir de sus vectores que desde nuestra infancia nos
comprendemos y comprendemos el mundo. Ahora bien, aunque estamos
constituidos por este entretejido de creencias y convicciones, es posible dis-

19 Taylor define la identidad como el proceso de autoconstrucción que plantea respuestas a


las preguntas ¿quiénes somos? y ¿de dónde venimos? Ver: TAYLOR, CH., Ética de la autenticidad,
Ibídem. pp. 70 y 67-76.
92 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

tanciarse parcialmente de él, cuestionarlo y en ocasiones cruzar sus límites y


ampliar sus parámetros.
Para Taylor, comprender adecuadamente el papel que juega el horizonte
de perspectivas en el que estamos inmersos, y dentro de él, el lugar que ocu-
pa el otro en la construcción de la identidad resulta crucial. El pensador cana-
diense considera que es a través de este marco de referencias que nace la
posibilidad de convertirnos en seres humanos plenos. En efecto, es en este
plano de fuerzas en donde adquirimos los lenguajes20 que nos permiten com-
prendernos a nosotros mismos, y por tanto definir una identidad.
Es decir que somos capaces de dar razón de lo que somos únicamente a
partir del lenguaje y este lenguaje se adquiere a partir del horizonte de pers-
pectivas que nos condiciona, específicamente a través del contacto con el
otro, del estrecho lazo que nos une con lo que Taylor llama los «otros signi-
ficativos».
Muchos autores acompañarían a Taylor hasta este punto. Sin duda diver-
sos teóricos y ciudadanos reconocen el enorme ascendiente que tiene el mar-
co de referencias en el que nos movemos en el proceso de autodefinición
individual. A pesar de esta concesión, recomiendan a los seres humanos enfi-
lar todos sus esfuerzos hacia la minimización de los efectos de tales condi-
cionamientos. Es decir, aconsejan a los individuos fijar como idea regulativa
la interpretación monológica de la construcción de la identidad21.
Taylor argumenta que la anterior posición no tiene en cuenta que el pro-
ceso de construcción de la identidad es un proceso continuo de creación y
destrucción. En efecto, durante su desarrollo el individuo defiende interpreta-
ciones sobre sí mismo que cuestiona de manera constante y que en ocasiones
intercambia o complementa con unas nuevas. En esta dinámica incesante el
contacto con el otro resulta fundamental pues su reconocimiento, no recono-
cimiento o falso reconocimiento, determina la interpretación que el individuo
tiene sobre sí mismo y por tanto, según sea el caso, su deseo de transformarla
o afirmarla22. De esta manera, dice Taylor, «el que yo descubra mi propia iden-
tidad no significa que yo la haya elaborado en el aislamiento, sino que la he
negociado por medio del diálogo, en parte abierto, en parte interno, con los
demás»23.

20 Taylor entiende el vocablo lenguaje en un sentido amplio que incluye lenguajes corpo-
rales, gestuales, artísticos etc. Ver Ibídem., p. 68.
21 Ibídem., pp. 69-70.
22 De esta forma el contacto con el otro es una relación que no se puede descartar de mane-
ra absoluta a pesar de los deseos y esfuerzos del sujeto. Taylor considera que ni siquiera el ermi-
taño o el artista solitario es capaz de lograr la anulación total del carácter dialógico de la vida. El
primero mantiene como interlocutor a la divinidad y el segundo a los potenciales espectadores de
su obra. Ver: TAYLOR, CH., Ibídem., p. 70.
23 Multiculturalismo y política del reconocimiento, Ibídem., p. 55.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 93

Quienes defienden el ideal monológico en esta instancia, según Taylor,


tampoco tienen en cuenta que en la mayoría de los casos, sino en todos, la
definición del proyecto de buen vivir incluye ciertos valores que sólo pueden
ser vivenciados a través del contacto con el otro24. Es decir, mucho de lo que
somos y queremos ser está íntimamente ligado y condicionado por el encuen-
tro con otros seres humanos25. Marginarlos de este proceso significa abrir
espacios para ver frustradas las propias expectativas y metas.
De esta forma, el horizonte de perspectivas que envuelve a las personas,
y dentro de él la presencia del otro, son a la vez un hecho ineludible que las
determina y un fenómeno que genera exigencias normativas para quienes
desean asumir el individualismo como ideal de la autenticidad.

4. La Política del Reconocimiento

En el acápite anterior se expuso de manera breve cómo el ideal de la


autenticidad, y por tanto el proceso de construcción de la identidad, está
determinado por la mirada del otro. De esta forma la elaboración de las res-
puestas a las preguntas qué soy, de dónde vengo y hacia dónde voy no se
desarrolla de manera aislada, solipsista. Por el contrario este proceso se
desenvuelve dialógicamente, en estrecha pugna con el otro.
Es así como el ideal de la autenticidad involucra la idea de reconocimien-
to. Esta idea parte de una hipótesis fundamental esbozada en el anterior acá-
pite: el reconocimiento, no reconocimiento o falso reconocimiento del otro
determina de manera notable la manera en la que me comprendo. De esta for-
ma, el reconocimiento no es una cortesía que el otro me hace sino una nece-
sidad humana vital cuya ausencia puede generarme un daño inmenso26.
La articulación de esta idea nace, según el análisis de Taylor, cuando se
eliminan las estructuras jerárquicas de la sociedad que dan base al honor. En
el antiguo régimen lo que el sujeto es, su identidad, depende del lugar que
ocupa en el esquema social y el honor que se deriva de tal posición. La iden-
tidad entonces, se deriva socialmente y depende de las desigualdades que
constituyen a la comunidad. En efecto, para que unos tengan honor es menes-
ter que otros no lo tengan. Si todos las personas fueran igualmente honorables
la idea de honor y su valor moral perderían sentido27.

24 Ética de la autenticidad, Ibídem., p. 70.


25 En palabras del autor «nuestra comprensión de qué es una buena vida puede transfor-
marse por medio del disfrute en común con las personas que amamos... algunos bienes se nos
hacen accesibles solamente a través del disfrute común». Ética de la autenticidad, Ibídem., p. 70.
26 Muchas de las exigencias que hacen hoy algunas corrientes feministas y muchos acti-
vistas de los derechos de las minorías étnicas centran sus argumentos en esta idea del reconoci-
miento. Ver a este respecto: Multiculturalismo y política del reconocimiento, Ibídem., pp. 43-44.
27 Ibídem., pp. 45-46 y Ética de la autenticidad, Ibídem., pp. 79-80.
94 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

Lo anterior no significa que la relevancia que tiene el reconocimiento del


otro en la construcción de la identidad surja con el ideal de la autenticidad;
significa simplemente que en otras épocas este fenómeno no era un problema,
pues la identidad, como se dijo anteriormente, era socialmente derivada a par-
tir de categorías incuestionadas. Lo que nace con la modernidad, nos dice
Taylor, es la idea de que el reconocimiento puede fracasar; la idea de que el
otro puede negarme ese reconocimiento28.
Como resultado del declive del honor como categoría moral en el antiguo
régimen, en la modernidad, además de la idea de reconocimiento y en estre-
cho nexo con ésta, surge el concepto de dignidad igualitaria que hoy conoce-
mos y aceptamos de manera amplia29. La hipótesis fundamental de la cual
parte este concepto es que todas las personas son dignas en tanto personas, es
decir, en tanto que pertenecen a la especie humana. De esta manera los hom-
bres se reconocen esencialmente iguales en la medida en que son individuos
del mismo genero: el humano.
La difusión y aceptación de la perspectiva de la dignidad inherente a todo
sujeto tiene consecuencias importantes en el ámbito privado y en el público.
En este último plano, por ejemplo, tal perspectiva es la que permitió funda-
mentar e implementar la democracia en la Europa del siglo XVIII. En efecto,
esta idea es la única compatible con el procedimiento político anotado pues
permite fundamentar el que todos los individuos, en tanto que se reconocen
igualmente dignos, participen equitativamente en los procesos de toma de
decisiones que se relacionan con el destino de su comunidad30.

5. El reconocimiento y sus consecuencias en la órbita política

Como se puede evidenciar a partir de los argumentos expuestos en el ante-


rior acápite, la idea de reconocimiento tiene importantes consecuencias para
el plano político y para el plano individual. En la medida en que en el ante-
rior aparte hicimos referencia a las consecuencias que la mencionada idea tie-
ne en el plano individual (a través de las reflexiones en torno a la identidad y
al papel que el otro juega en su construcción), en este aparte trataremos de
evidenciar cuales son los efectos que esta idea tiene en la órbita pública.
La idea de que la identidad se construye en lucha con el otro y no a partir
de estructuras sociales predefinidas ha determinado el nacimiento en el plano
social de lo que Taylor denomina la política del reconocimiento igualitario.
Esta política, que juega un papel importante en las sociedades contemporáne-
as, no es sólo uno de los principales fundamentos del sistema democrático,

28 Ibídem., pp. 81-82.


29 Multiculturalismo y política del reconocimiento, Ibídem., pp. 59-60.
30 Ibídem., p. 46.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 95

sino que se constituye en una herramienta clave para evidenciar cómo reco-
nocer falsamente a un individuo (o grupo de individuos) o no reconocerlo,
puede constituirse en una forma de opresión31. En efecto, la continua indife-
rencia y/o la mirada negativa del otro puede llevar a que el sujeto pierda su
autoestima y por tanto se interprete como un ser humano con poco valor,
como un ser inferior en relación con quien lo evalúa.
Este hecho, por ejemplo, es enfatizado por algunas corrientes feministas,
y constantemente debatido por autores preocupados por temas relacionados
con la multiculturalidad. Éstos y aquellas consideran que el no reconoci-
miento o falso reconocimiento del que son objeto las mujeres y las minorías
étnicas por parte de la cultura blanca-patriarcal hegemónica, les ha causado
graves daños a estos grupos. Las primeras, por ejemplo, autointepretándose
como objetos sexuales y las segundas como culturas menores.
Ahora bien, si continuamos con el análisis de la política del reconoci-
miento igualitario (que nace en el plano social a partir de la idea genérica del
reconocimiento) podremos ver como ésta da lugar a otras consecuencias
importantes para el plano político de las comunidades occidentales.
La reformulación de la manera en que se concibe la identidad individual
y la perspectiva de la dignidad igualitaria, las dos en relación con la idea del
reconocimiento, han producido dos principios políticos distintos pero interre-
lacionados que dinamizan la órbita pública: el principio de la dignidad uni-
versal y el principio de la diferencia32.
El primero es producto del tránsito, al que hicimos referencia anterior-
mente, del honor como valor fundamental en el antiguo régimen, a la digni-
dad igualitaria en la modernidad.
Este principio defiende la igualdad fundamental de todos los ciudadanos,
por lo que les otorga los mismos títulos y derechos. Es así como este postu-
lado tiene como consecuencia práctica primordial la concesión de iguales
derechos políticos y civiles a todos los individuos que componen la polis.
Desaparece así la diferenciación antes existente entre ciudadanos de primera
categoría y ciudadanos de segunda categoría.
El segundo, que nace como una derivación de la transformación de la
manera como se interpreta la identidad individual, defiende la capacidad que
tienen todos los seres humanos de construir la suya, así como el producto
efectivo de la dinamización de esta potencia33.
Es así como el principio de la dignidad universal defiende lo que es común
a todos los ciudadanos, mientras que la política de la diferencia pide protec-
ción, sobre una base universalista, a lo que es original en cada uno de los

31 Ibídem., pp. 43-45.


32 Ibídem., pp. 59-60.
33 Ibídem., p. 60.
96 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

hombres. De esta forma, mientras el segundo principio exige que se reconoz-


ca la especificidad, lo que diferencia a cada sujeto o pueblo; el primero recla-
ma lo que todos los hombres compartimos, lo que trasciende la
heterogeneidad «aparente» de lo humano.
A través del anterior argumento podemos ver cómo el principio de la dife-
rencia nace de una interpretación del principio de dignidad universal. A pesar
de que el segundo es fuente originaria del primero (en cuanto a la igualdad
fundamental de los hombres), éste entra en tensión con aquél pues exige que
se reconozca aquello que no es universalmente compartido: las diferencias
que configuran la identidad de los hombres y de los pueblos34.
En concordancia con lo anteriormente expuesto, los dos principios fijan
una posición disímil frente a la manera como ha de evitarse la discriminación
política. Así, mientras el principio de dignidad universal indica que para pro-
teger la igualdad entre los ciudadanos hay que ser ciego a las distinciones; el
principio de la diferencia redefine la discriminación, indicando que ésta apa-
rece cuando no se toman en cuenta las desemejanzas entre los hombres para
tomar decisiones en la órbita política35.
Si analizamos la relación entre el principio de igualdad que nos indica que
ha de darse trato igual a los casos iguales y trato diverso a los casos diversos,
y las dos políticas que venimos exponiendo, podremos ver más claramente
sus disimilitudes. Por un lado, la política de la dignidad universal exige que
se aplique la primera parte del principio de igualdad. Esto en tanto que en el
ámbito político la igualdad fundamental de los hombres anula cualquier dife-
rencia relevante que permita concluir que se está frente a un caso que exija un
trato diferencial. Por otro lado, el principio de la diferencia reclama la aplica-
ción en primera instancia de la segunda parte del mencionado postulado, pues
la diversidad humana, que es la regla, implica un trato diferencial para cada
caso.
En ciertas ocasiones, como excepción, la política de la dignidad universal
exige que se tengan en cuenta las diferencias para tomar decisiones en el
ámbito público. Tales exigencias están destinadas a neutralizar las desigual-
dades que se presentan en las comunidades, a través de cierto tipo de deci-
siones políticas. Estas medidas, generalmente conocidas como formas de
discriminación positiva o acción afirmativa, tienen por objetivo anular las
injusticias que afectan a ciertos grupos marginados de la sociedad (desigual-
dades que impiden que estos grupos lleven una vida realmente digna), para
inmediatamente volver a las formas políticas ciegas a la diferencia que per-
miten proteger la igualdad fundamental de los seres humanos.
Los anteriores argumentos, dice Taylor, «parecen bastante convincente ahí
donde su base factica es sólida; sin embargo no justifican algunas de las medi-
34 Ibídem., pp. 61-62.
35 Ibídem., pp. 62-64.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 97

das que hoy se piden en nombre de la diferencia»36. En efecto, si lo que se


quiere es proteger e impulsar lo original de cada ser o grupo humano, alter-
nativas como las anteriores resultan inútiles, pues toman en cuenta la dife-
rencia para neutralizarla y prontamente volver a la igualdad abstracta que
defiende el principio de la dignidad universal.
Es así como el principio de la diferencia es acusado por el de la dignidad
universal de violar el postulado de no discriminación, mientras el primero
acusa al segundo de ser un agente homogeneizador que subestima la impor-
tancia que tiene la diversidad y que busca introducir en un molde uniforma-
dor a la variedad humana.

6. La política del reconocimiento igualitario, el principio de la dignidad


universal, el principio de la diferencia y el liberalismo

Históricamente la política de la dignidad universal ha derivado en una for-


ma de liberalismo que el principio de la diferencia cuestiona por homogenei-
zante: el liberalismo procedimental37.
Este tipo de liberalismo defiende el fraccionamiento de la órbita privada
y la órbita pública como medida necesaria para proteger el valor de la tole-
rancia y la igual dignidad de todos los hombres. Esta discontinuidad entre
moral y política permite que el Estado sea neutral frente a sus ciudadanos y
los trate con igual consideración y respeto. Por el contrario, si el Estado asu-
me como propio un específico proyecto de buen vivir, los ciudadanos que no
lo comparten se verán afectados negativamente al no tener las mismas posi-
bilidades para escoger y materializar un proyecto de vida distinto al oficial38.
Así, este tipo de liberalismo desconfía de las metas colectivas que pretenden
proteger e impulsar a través del gobierno, una cultura o visión de vida parti-
cular.
Para evitar el desequilibrio antes anotado, el Estado en el liberalismo de
la neutralidad es ciego a los distintos proyectos de buen vivir de sus ciudada-
nos y busca, a través de la igualación de títulos y derechos, que a todos ellos
se les garantice la posibilidad de escoger, materializar y cambiar sus perspec-
tivas vitales.

36 Ibídem., p. 63.
37 Ibídem., pp. 84-85.
38 Este tipo de liberalismo se sustenta en la idea kantiana de que la dignidad humana con-
siste en gran medida en la autonomía para determinar una buena vida por sí mismo. Esta capaci-
dad sería irrespetada si el Estado jerarquiza alguna de las posibles alternativas de buen vivir sobre
las otras, a través de su apoyo.
De esta forma en el liberalismo de la neutralidad cada hombre tiene la posibilidad de ele-
gir un determinado proyecto de bien vivir pero también reconoce el compromiso de tratar a sus
conciudadanos en forma equitativa e igualitaria, cualquiera que sea la perspectiva moral que
defienda.
98 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

Ahora bien, este tipo de liberalismo también trae consecuencias para la


revisión judicial pues exige que el conjunto de derechos que está en cabeza
de todos los ciudadanos sea interpretado por los jueces sin tener en cuenta el
contexto cultural y los proyectos de vida de los individuos implicados. Es así
como la aplicación de los derechos ciudadanos no puede guiarse por las metas
colectivas de un grupo específico de la comunidad, así éste sea el grupo
mayoritario de la misma39.
Taylor considera que las acusaciones que se le hacen al liberalismo proce-
dimental desde la política de la diferencia son acertadas. Para Taylor este
modelo político subvalora la diversidad humana en tanto no acoge la posibili-
dad, deseada en muchas sociedades (como la quebequense), de que las comu-
nidades políticas se organicen de manera que persigan una meta colectiva, que
promuevan a través del Estado la supervivencia y desarrollo de una cultura.
Pero al mismo tiempo que defiende las anteriores objeciones, Taylor se
pregunta si la política de la dignidad universal ha de devenir siempre en un
modelo liberal como el anotado. El mencionado pensador responde negativa-
mente a este cuestionamiento pues cree que es posible interpretar el liberalis-
mo de manera que respete el principio de la diferencia, que permita perseguir
metas colectivas a través del Estado sin que se atente contra la política de la
dignidad universal.
Esta interpretación, que podríamos llamar liberalismo sustancial, defien-
de la continuidad entre moral y política siempre y cuando se respeten los
derechos fundamentales de los individuos que no compartan la visión de buen
vivir que es impulsada por el Estado. Taylor considera que este modelo es útil
cuando para la comunidad y su gobierno es axiomático que la supervivencia
y florecimiento de la cultura tradicional se constituya en un bien40.
En estos casos la comunidad política no es neutral frente a los diversos
proyectos de buen vivir de sus ciudadanos pues trata activamente que uno de
ellos, el tradicional, no sólo sobreviva sino que se proyecte hacia el futuro.
Así se legitima y se promueve que los jueces, legisladores y gobernantes ten-
gan en cuenta los objetivos colectivos cuando desarrollan sus labores, permi-
tiendo que en los procesos de revisión judicial, en la creación de las leyes y
en la ejecución de las mismas tales objetivos generen consecuencias.
De esta forma el liberalismo sustancial considera que una comunidad polí-
tica se puede organizar en torno a un proyecto de buen vivir determinado sin
que esto redunde en la marginación y discriminación de quienes no lo com-
parten y sin que derive en un atentado contra su dignidad. Esto, pues a todos
los ciudadanos, sin excepción, se les garantiza una carta de derechos funda-
mentales que nunca pueden ser violados.

39 Multiculturalismo y política del reconocimiento, Ibídem., pp. 90-91.


40 Ibídem. pp. 88-89.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 99

Así, en una sociedad que adopte el liberalismo sustancial hay que distin-
guir entre las libertades esenciales que nunca podrían ser violadas, de aque-
llas inmunidades y privilegios que en ocasiones, cuando entren en conflicto
con la política publica, pueden ser restringidas. En palabras de Taylor «este
modelo de liberalismo está dispuesto a sopesar la importancia de ciertas for-
ma de trato uniforme contra la importancia de la supervivencia cultural y
optan a veces en favor de esta ultima»41.
De esta manera, Taylor considera que una sociedad con poderosos pro-
yectos colectivos puede ser liberal, siempre y cuando esté en capacidad de
garantizar la diversidad y los derechos fundamentales de las minorías.
No hay duda de que durante la implementación y vida de un modelo como
el del liberalismo sustancial habría grandes dificultades y en ocasiones se pre-
sentarían arbitrariedades. Pero éstas y aquéllas no serían mayores a las que
tendrían otra interpretaciones del liberalismo en donde se privilegia la igual-
dad frente a la libertad o se pretende lograr un equilibrio entre las dos42.
De esta forma el liberalismo sustancial, en tanto defiende la continuidad
entre moral y política, reconoce que no es un modelo neutral, imparcial y
ahistórico en el que pueden convivir todas las culturas. La interpretación del
liberalismo que defiende Taylor se autodefine como un modelo político que
nace determinado por una serie de condicionamientos espacio-temporales que
le impiden presentarse como una perspectiva que puede incluir a todas las
culturas y que puede implementarse en todas ellas. Este liberalismo sustancial
reconoce que sus raíces se hunden en la tradición cristiana occidental por opo-
sición al liberalismo procedimental que se presenta como una alternativa polí-
tica neutral que es capaz de acoger dentro de sus límites a todas la culturas y
que es oponible a cualquier individuo racional como la mejor alternativa para
comprender y desarrollar una comunidad política43.
No obstante el reconocimiento de su perspectividad, el reto para el libera-
lismo sustancial es grande: «enfrentarse al sentido de marginación que sien-
ten los individuos que no comparten la visión impulsada por el Estado sin
comprometer su principios políticos fundamentales»44. Así, mientras por un
lado promueve la continuidad entre moral y política, por el otro se enfrenta a
la creciente diversidad étnica y cultural de la sociedades contemporáneas.

7. La política del reconocimiento y el multiculturalismo

En el anterior acápite se expuso como la política del reconocimiento dio


lugar a la política de la dignidad igualitaria. De igual modo se reseñó cómo
ésta, históricamente, desemboca en un liberalismo procesal que resulta into-

41 Ibídem., p. 91.
42 Ibídem., p. 89.
43 Ibídem., pp. 91-93.
100 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

lerante frente a la diferencia en tanto es refractario a impulsar metas colecti-


vas a través del Estado y exige que los derechos en cabeza de los individuos
sean interpretados sin tener en cuenta tales metas. También se ha señalado
cómo para Taylor existe una interpretación del liberalismo, el liberalismo sus-
tancial, que acepta la defensa de una perspectiva cultural a través del Estado
y que acepta que en ciertos casos se ponderen las metas colectivas frente a
algunos derechos no fundamentales en cabeza de los individuos y se les dé
prioridad a las primeras.
Ahora bien, si en el anterior aparte se «trataba de saber si la superviven-
cia cultural sería reconocida como meta legítima, si los objetivos colectivos
se tolerarían como consideraciones legitimas en la revisión judicial o para
otros propósitos de la política social»45, en éste analizaremos cuál es la rela-
ción entre política de reconocimiento y multiculturalismo.
Como fue indicado anteriormente, la política del reconocimiento genera
en el plano social el principio de la diferencia. Este principio que en primera
instancia defiende la potencialidad de cada hombre y cada cultura de definir
su identidad, se ha ampliado hasta proteger la consecuencia material de esa
definición. Es decir que exige el respeto igualitario para todos los individuos
y las culturas que de hecho se han desarrollado. Esta exigencia, en el plano
intercultural, se opone por tanto a cualquier forma de imperialismo, a cual-
quier posición que defienda la superioridad natural y/o la imposición de una
cultura sobre otras.
Es por lo anterior que esta política de la diferencia cuestiona de manera
radical la supuesta hegemonía de la cultura blanca occidental frente a cultu-
ras de otras latitudes o a culturas minoritarias que conviven con ella, y a la
vez evidencia el grave daño que el no reconocimiento o falso reconocimien-
to histórico de aquella sobre éstas ha producido en su autocomprensión46.
De esta forma la política del reconocimiento y el principio de la diferen-
cia exigen que se reconozca el igual valor de todas las culturas. ¿Pero cuál
puede ser el sentido de esta exigencia?
Para Taylor significa que todas las culturas que han alentado a sociedades
enteras durante un periodo notable tienen algo importante que decir a todos
los hombres47.
Ahora bien, la anterior afirmación es sólo una hipótesis inicial de la que
se parte para acercarse a culturas diferentes de la propia, para aproximarse al

44 Ibídem., p. 94.
45 Ibídem., p. 94.
46 De igual manera la política de la diferencia denuncia que si hay alguna razón por la cual
las sociedades multiculturales pueden entrar a vivir serios conflictos es por la falta de reconoci-
miento de igual valor entre los grupos que la conforman.
47 Como se puede ver esta premisa descarta etapas breves de una cultura relevante (etapas
de decadencia por ejemplo) y fragmentos culturales de una sociedad. Ibídem. p. 98.
48 Ibídem.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 101

estudio de otras culturas. Esta afirmación no puede ser una proposición cate-
górica que defiende de antemano el igual valor efectivo de todas las culturas
existentes. Tal evaluación sería una concesión y no una muestra de verdade-
ro respeto, en tanto se haría a partir de las propias categorías, sin conocer
realmente a las otras culturas, sin conocer qué es lo que ellas consideran
valioso48.
En efecto, para comprender cuál es el aporte que la otra cultura hace a la
historia humana es necesario que quien se acerca a ella amplíe el horizonte
desde el cual interpreta, de forma que comprenda realmente lo que es valioso
para ésta. Es necesario entonces, que se de una fusión de horizontes de inter-
pretación que permita acercarse a la manera como el otro interpreta el mundo
y que de lugar al desarrollo de nuevos vocabularios para expresar los con-
trastes entre las culturas49.
De esta forma «en caso de encontrar apoyo sustantivo a la suposición ini-
cial (igual valor de todas las culturas), será sobre la base del entendimiento de
lo que constituye un valor para el otro»50 y no desde lo que quien se acerca a
éste considera importante. Si se evalúa desde esta última perspectiva estaría-
mos no sólo frente una muestra de condescendencia sino de etnocentrismo: se
aclamaría al otro por ser como yo. Lo que exigen la política del reconoci-
miento y la de la diferencia es que «haya auténticos juicios de valor que se
apliquen a las costumbres y creaciones de culturas diversas»51 fundamentados
en un estudio juicioso y un acercamiento comprometido a los horizontes des-
de los cuales éstas se autocomprenden.
Es así como para Taylor es plausible exigir que los individuos se acer-
quen a las otras culturas presuponiendo el igual valor de todas ellas. Pero
no considera plausible que se exija de antemano la conclusión de que todas
las culturas tienen un gran valor o tienen un valor real igual a todas las
demás.
Es claro para Taylor que la hipótesis de la cual se parte es conflictiva, pero
a su vez considera que es razonable pensar que las culturas que le han dado
sentido a millones de hombres diversos, durante un largo periodo, tienen algo
relevante que decir al resto de culturas y de individuos. Negar a priori tal
suposición no podría ser explicado sino como fruto de una inmensa arrogan-
cia etnocentrista52.
Taylor no está seguro de que la presuposición de igual valor pueda ser exi-
gida como un derecho. Mas tal cosa no le preocupa pues cree que el proble-
ma puede enfocarse de manera diversa a través de la pregunta ¿es esa la
manera como debemos enfocar a los otros? Es decir, puede asumirse como

49 Ibídem. pp. 99-100.


50 Ibídem. p. 99.
51 Ibídem. p. 101.
52 Ibídem. p. 106.
102 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

una fuerte exigencia normativa que ha de guiar nuestra relación con los indi-
viduos y culturas distintos53.
Es así como la interpretación que hace Taylor de la política de la diferen-
cia y de la política del reconocimiento en el ámbito intercultural exige «no
juicios perentorios e inauténticos de valor igualitario, sino disposición para
abrirnos al género de estudio cultural comparativo que desplace nuestros hori-
zontes hasta lograr la fusión con otros... y ante todo exige que se admita que
aún nos encontramos muy lejos de ese horizonte último desde el cual el valor
relativo de diversas culturas puede evidenciarse»54.

III. WILL KYMLICKA Y LOS DERECHOS DIFERENCIADOS DE GRUPO

El trabajo filosófico de Taylor constituye, sin duda, un aporte importante


para la comprensión y análisis del fenómeno multicultural de las sociedades
contemporáneas. En efecto, el rastreo que hace de las fuentes de la identidad
moderna y de los orígenes de la política del reconocimiento, nos otorga
importantes elementos para comprender por qué la política del multicultura-
lismo es un discurso común entre muchos hombres y culturas de finales del
siglo XX.
De igual forma, la denuncia que hace sobre la discriminación de que son
objeto las culturas minoritarias a partir del no reconocimiento o falso recono-
cimiento que reciben de la cultura blanca-occidental hegemónica, abre
muchas espacios para confrontarla y batallar por su abolición.
Del mismo modo, la invitación que hace el pensador canadiense a abrir-
nos hacia el otro, tratando de ampliar nuestros horizontes de comprensión, es
también un elemento importante que descubre caminos teóricos para acercar-
se a la riqueza y a los conflictos que genera el fenómeno multicultural en
nuestras sociedades. Su incitación a que tomemos en serio al otro y respete-
mos la diferencia como una postura que se genera en juicios de valor que
nacen del acercamiento concreto al otro, no como mera condescendencia,
resulta igualmente fuerte y atractiva.
Mas en nuestro parecer, las reflexiones de Taylor se queden cortas en la
medida en que no abren alternativas político-jurídicas concretas u otorgan
herramientas específicas en estas áreas para defender efectivamente el igual
valor de las culturas, para defender la riqueza que implica la convivencia en
un mismo Estado de diversas perspectivas culturales, así como para enfrentar
los retos y conflictos que genera este hecho.
Desde nuestra perspectiva, el mencionado vacío puede ser llenado, por lo
menos parcialmente, si atendemos a la propuesta que sobre el multiculturalis-

53 Ibídem. p. 106.
54 Ibídem., p. 107.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 103

mo hace el filósofo canadiense Will Kymlicka. En efecto, en su último libro


La ciudadanía Multicultural55, este pensador desarrolla una teoría liberal de
los derechos de las minorías. En este libro Kymlicka analiza de manera amplia
y profunda el fenómeno del multiculturalismo. En él son tocados tópicos com-
plejos como la representación política de las minorías, los diferentes tipos de
minorías y especialmente, los derechos que deberían ser reconocidos a los gru-
pos minoritarios en los estados democráticos.
Este pensador canadiense considera que los Estados democráticos ademas
de reconocer y defender los derechos fundamentales de los individuos deben
reconocer una serie de derechos especiales para los grupos minoritarios. Estos
derechos tiene como objetivo preservar el horizonte cultural que provee sen-
tido a la libertad individual y a su ejercicio, así como hacer posible la perte-
nencia a su grupo cultural (considerado un bien fundamental para la
construcción de la identidad de muchos individuos) y promover la desapari-
ción de las desigualdades que afectan a las minorías culturales56.
En efecto, Kymlicka considera que para garantizar que la supervivencia y
florecimiento de estos grupos no dependa de la voluntad de las mayorías y
como una forma de aliviar las tensiones de los conflictos étnico-culturales, el
Estado ha de defender lo que el llama los derechos diferenciados de grupo57.
Dentro de los mencionados derechos el filósofo canadiense distingue cin-
co categorías: los derechos poliétnicos, los de representación, los de autogo-
bierno, los derechos lingüísticos y los territoriales58. Tales derechos tienen en
cuenta la diferenciación que hace Kymlicka entre grupos raciales, étnicos y
de inmigrantes que dan lugar a la polietnicidad y las minorías nacionales que
generan Estados multinacionales59.
Los derechos poliétnicos son aplicables fundamentalmente a grupos de
inmigrantes, a grupos étnico religiosos y a minorías sin territorio y tienen
como propósito permitir y proteger que estos grupos expresen de manera libre
su cultura, sin que este hecho se constituya en un obstáculo para que puedan
tener éxito en la sociedad hegemónica. Esta categoría de derechos diferencia-
dos de grupo incluye, entre otros, derechos contra la discriminación, derecho
a conseguir financiación estatal y protección legal para la realización de prác-
ticas culturales y el derecho a exigir una educación que incluya las culturas
minoritarias y sus lenguas60.
Los derechos de representación tienen como objetivo garantizar la parti-
cipación equitativa de las minorías culturales y de las naciones en los proce-

55 Will KYMLICKA, La ciudadanía multicultural, Editorial Paidós, Barcelona, 1996.


56 Ibídem. pp. 46-55.
57 Ibídem. p. 18.
58 Ibídem. pp. 46-55 y 104-106 y 61-62.
59 Ibídem. pp. 26-46.
60 Ibídem. pp. 52-53.
104 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

sos políticos y en los organismos o entes de representación política. Esta cate-


goría de derechos incluye medidas como las de representación proporcional y
la garantización de ciertos cupos para las minorías culturales en congresos o
asambleas61.
Los derechos de autogobierno y los territoriales están restringidos a las
naciones y pretenden impulsar y proteger algún tipo de autonomía política y
jurisdicción territorial para asegurar el pleno desarrollo de sus culturas y la
defensa de los intereses de los individuos que las componen62.
Los derechos lingüísticos se aplican tanto a la minorías étnicas como a las
naciones y buscan promover la supervivencia y florecimiento de las lenguas
de las diferentes culturas63.
Los anteriores derechos diferenciados buscan la protección de las minorí-
as culturales frente a la cultura hegemónica. Mas para Kymlicka, estos dere-
chos no son absolutos, por el contrario deben estar siempre limitados por los
principios de libertad individual, democracia y justicia social. Es por esta
razón que el filósofo canadiense distingue entre restricciones internas y pro-
tección externa en relación con los derechos de las minorías. Así, mientras la
segunda categoría hace referencia a las relaciones entre los diversas minorías
culturales y a la relación entre éstas y la cultura dominante. La primera se
refiere a los miembros de una minoría en relación con los límites que se fijen
al interior de cada una de sus culturas para cuestionar y transformar las tradi-
ciones64.
Una política liberal del multiculturalismo, desde la perspectiva de Kym-
licka, deberá promover el reconocimiento de derechos de grupo que promue-
van la equidad entre los diversos grupos y los protejan de los ataques de la
cultura hegemónica; pero no deberá implementar derechos que promuevan
las restricciones internas.
En nuestro concepto, la propuesta de Kymlicka en torno a los derechos
diferenciados de grupo va un paso más allá que la de Taylor en cuanto provee
herramientas concretas que permiten asumir adecuadamente los retos y pro-
blemas que surgen de la polietnicidad y multinacionalidad de las sociedades
contemporáneas. En efecto los derechos grupales defendidos por Kymlicka
son armas eficaces que se pueden esgrimir para proteger y permitir el floreci-
miento de las culturas minoritarias. Mas desde nuestra perspectiva, el hecho
de que estos derechos sean configurados, desarrollados y sugeridos sin tener
en cuenta a los individuos que van a afectar constituye un problema serio. Tal
vez este conflicto pueda ser solventado y nuestros instrumentos para com-
prender y afrontar las exigencias de la multiculturalidad enriquecidos, si ana-

61 Ibídem. pp. 53-55.


62 Ibídem. pp. 47-52.
63 Ibídem. pp. 114-115, 136-138, 153-154.
64 Ibídem. pp. 58-71.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 105

lizamos algunos elementos que componen la propuesta que defiende Haber-


mas en torno al derecho.

IV. EL PARADIGMA DISCURSIVO

En su último libro, Facticidad y Validez: Apuntes para una Teoría Dis-


cursiva del Derecho y del Estado de Derecho Democrático65, Habermas ha
planteado un nuevo paradigma discursivo-procedimental del derecho66, así
como un modelo normativo de democracia radical que en conjunto constitu-
yen un instrumento de conciliación y superación de la tensión entre la con-
cepción multicultural comunitarista y la concepción de ciudadanía
multicultural liberal.
En la propuesta de Habermas los contenidos de la visión institucional
del multiculturalismo y los derechos multiculturales positivizados que de
ella se desprenden no son sugeridos, interpretados o impuestos por ninguna
instancia, pública o privada, sino que son inferidos directamente del con-
senso mínimo a que llega la opinión pública del conjunto de sujetos colec-
tivos que conforman la sociedad civil, filtrados a través del complejo
parlamentario en el marco de condiciones discursivo-procedimentales que
garantizan una participación amplia y simétrica, de los actores sociales
representativos y finalmente implementados y garantizados a través del
andamiaje administrativo y jurisdiccional del poder ejecutivo y las cortes
judiciales.

65 J. HABERMAS, Faktizität und Geltung. Beitrage zur Diskurstheorie des Rechts und des
Demokratischen Rechsstaats, Frankfurt: Suhrkamp Verlag, 1992; traducción al inglés, de William
Rehg, Between Facts and Norms. Contributions to a Discourse Theory of Law and Democracy,
Cambridge: MIT Press, 1996. Las citas a la obra en este estudio son una traducción libre de la
versión en inglés, con fines netamente expositivos, del autor de este ensayo. A partir de aquí los
comentarios a esta obra se apoyaron también en apuntes y traducciones libres al español del pro-
fesor Guillermo Hoyos (Departamento de Filosofía, Universidad Nacional de Colombia).
66 Sobre la última obra de Habermas consultar, en castellano, a GUILLERMO HOYOS, «Ética
discursiva, derecho y democracia» en Cristina Motta (Edr.), Ética y Conflicto, Bogotá: TM-
UniAndes, 1995, pp. 49-80; así como, del mismo autor, Derechos Humanos, Ética y Moral,
Bogotá: Viva La Ciudadanía, 1994, pp. 69-81; y JOSÉ ESTEVEZ, La Constitución como Proceso,
Madrid: Editorial Trotta, 1994. En inglés, ver WILLIAM OUTHWAITE, «Law and the state» en
Habermas: A Critical Introduction, Stanford: Stanford University Press, 1994, pp. 137-151;
KENNETH BAYNES, «Democracy and the Rechsstaat» en STEPHEN WHITE (Ed.), HABERMAS, Cam-
bridge: Cambridge University Press, 1995, pp. 201-232; JAMES BOHMAN, «Complexity, plura-
lism, and the constitutional state» en Law and Society Review, Volume 28, N. 4, 1994,
pp. 897-930; MICHEL ROSENFELD, «Law as discourse: bridging the cap between democracy and
right» en Harvard Law Review, Volume 108, 1995, pp. 1163-1189; y FRANK MICHELMAN, «Bet-
ween facts and norms» (Book reviews) en The Journal of Philosophy, New York: Columbia Uni-
versity, Volume XCIII, Number 6, June, 1996, pp. 307-315. En francés ver PHILIPPE GERARD,
Droit et Democratie. Reflexions sur la Legitimit, du Droit dans la Societ, Democratique, Bruxe-
lles: Publications de Facultes Universitaires Saint-Louis, 1995.
106 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

El derecho como integrador social, la democracia comprendida discursiva-


mente y el paradigma discursivo-procedimental del derecho constituyen los
medios de superación de la tensión planteada en tres sentidos. Primero, en la
medida en que las particulares concepciones de racionalidad práctica que cons-
tituyen la identidad de los diversos sujetos colectivos o, étnico-culturales, es
decir, su espectro de símbolos, tradiciones, valores y normas de reconoci-
miento social que constituyen su mundo de vida y que expresan su poder
comunicativo en el marco de los mecanismos de conformación de la opinión
pública, son traducidos por un potencial paradigma discursivo del derecho en
poder administrativo. De esta manera, la abstracción de los contenidos, de las
respectivas autopercepciones práctico-racionales de los diferentes sujetos,
étnico-culturales adquiere concreción institucional frente al Estado y a los
otros sujetos colectivos sociales.
Esto supone, segundo, un marco de deliberación política simétrica, donde
todos los actores sociales, en especial los afectados por la positivización de
determinados derechos, tengan la posibilidad de conferirles contenidos con-
cretos a éstos desde sus concepciones de racionalidad práctica. El complejo
parlamentario deviene el medio por excelencia de ello —así como las Cortes,
para el caso de darles contenidos constitucionales— pero sólo en cuanto sus
interpretaciones estén derivadas, no de la lógica autorreferente del sistema
jurídico y político, sino desde los consensos mínimos a que la discusión
pública de tales derechos haya podido llegar.
En un mundo y una sociedad global desencantada como la nuestra sólo
una concepción y una estrategia tales podrían, en un tercer sentido, hacer
del derecho el medium de integración social y no, como hasta el momento,
un dique contra los impulsos provenientes del mundo de la vida y, por lo
tanto, un factor más de deslegitimación institucional y violencia confronta-
cional.
La democracia participativa sólo adquiere sentido a través, de un paradig-
ma discursivo del derecho por medio del cual todos los actores sociales en
conflicto real o potencial puedan conferirle contenidos específicos a las leyes,
disposiciones y sentencias con las que se pretende regular, sin su participa-
ción, su vida privada y pública. Sólo esto puede hacer del derecho, en socie-
dades tradicionales en transición estructural como la nuestra, un medio para
rehacer el lazo social desintegrado y reconstruir comúnmente la legitimidad
social y política en cuestión.
En lo que sigue, expondremos las principales nociones que Habermas
desarrolla sobre el derecho como medio de integración social y la recons-
trucción discursiva del derecho que ello supondría, las relaciones de esta
estrategia con una reconstrucción paralela de la democracia, entendida en tér-
minos discursivos y, finalmente, el paradigma discursivo-procedimental del
derecho que todo lo anterior supondría como condición de posibilidad última
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 107

de un modelo alternativo de democracia real, frente al modelo comunitarista


y el modelo liberal.
De esta manera podremos, en las conclusiones, justificar nuestra afirma-
ción de que sólo a través del derecho, entendido discursivamente, se concilia
la reclamación abstracta, de corte iusnaturalista, de respeto a una identidad
comunitaria y el reconocimiento liberal de esa identidad a través de la impo-
sición de derechos positivos, de corte iuspositivista, sin tener en cuenta los
afectados.

1. El derecho como integrador social

Por su posición onmimediadora en la sociedad moderna, el derecho pare-


ce ser, hoy por hoy, el único instrumento y el ámbito social exclusivo desde
el cual replantear la integración social y reconstruir los presupuestos de legi-
timidad que fundamenten de nuevo el lazo social desintegrado67. Desde la
perspectiva de Habermas, el derecho es concebido como la esfera central de
la integración social, como la categoría de mediación social entre hechos y
normas o, en otras palabras, entre el mundo de la vida y los subsistemas fun-
cionales económico y político-administrativo. La tensión entre facticidad y
validez, entre legalidad y legitimidad, entre los ámbitos mundo-vitales y sis-
témicos sólo puede resolverse, en un mundo desencantado, a través del dere-
cho, exclusivamente68:
«Los mensajes normativamente substantivos pueden circular a través
de la sociedad solamente en el lenguaje del derecho. Sin su traducción al
complejo código legal que está abierto igualmente al mundo de la vida y
al sistema, esos mensajes caerían en los oídos sordos de los medios-guías
de las esferas de acción. El derecho entonces funciona como un «trans-
formador» que, antes que todo, garantiza que la red comunicativa de la
integración social se tienda a través de la sociedad como un todo tejido
conjuntamente»69.
De esta manera, la pluralidad de culturas y subculturas, de clases y frac-
ciones de clase, de visiones omni-comprehensivas, cuya fragmentación exa-
cerba la gobernabilidad de las sociedades contemporáneas, tanto modernas
como tradicionales en transición estructural como las nuestras, se ve conci-
liada a través de un mecanismo común, el derecho, que recoge en su capaci-
dad normacional el mínimo consenso normativo de la ciudadanía y lo plasma
en regulaciones sistémico-funcionales que, al emanar de su dinámica inter-

67 Ver, específicamente, JÜRGEN HABERMAS, «Law as a category of social mediation bet-


ween facts and norms» y «The sociology of law versus the philosophy of justice» en Ibídem.,
pp. 1-41 y 42-81.
68 Ibídem., pp. 38-39.
69 Ibídem., p. 56.
108 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

subjetiva, permite reconstruir y consolidar el lazo social, desintegrado por el


proceso de racionalización moderna descrito por Weber70.
Ello supone una reconstrucción discursiva del derecho71 que logre captar
la dualidad estructural que posee y la cual constituye la tensión interna entre
hechos y normas, entre legalidad y legitimidad. La validez legal relaciona las
dos caras de esta tensión en una interpelación que hace del derecho, por una
parte, en tanto hecho social, forzosamente coercitivo a fin de garantizar los
derechos ciudadanos y, por otra, en tanto procedimiento para conformar la
ley, abierto a una racionalidad discursiva legitimatoria, democráticamente
organizada. El procedimiento legítimo de hacer leyes es válido cuando con-
voca el acuerdo de los ciudadanos a través de procesos participativos legal-
mente constituidos e institucionalizados72.
La reconstrucción del derecho exige la diferenciación entre moral y dere-
cho. Las normas morales y las normas legales, aunque diferentes son com-
plementarias, como complementaria es la relación que puede establecerse
entre la ley natural y la ley positiva. La teoría del discurso, a través del Prin-
cipio Discursivo (Principio D), concebido en su grado más alto de abstrac-
ción, provee para los conflictos legales, morales y políticos un
procedimiento discursivo imparcial que puede ofrecer soluciones legítimas
para todos los participantes en un discurso práctico73.
En el marco de una teoría del discurso, moral, derecho y política se com-
plementan a través de un procedimiento postconvencional que no puede ser
limitado, ni al procedimentalismo sustancial del derecho sacro tradicional y
al iusnaturalismo, como tampoco al procedimentalismo procesal de la moder-
nidad y al iuspositivismo, integrándolos en una nueva dimensión:
«El principio discursivo intenta asumir la forma del principio de la demo-
cracia solamente por medio de la institucionalización legal. El principio de la
democracia es lo que entonces confiere fuerza legitimante al proceso legisla-
tivo. La idea clave es que el principio de la democracia se deriva de la inter-
penetración del principio discursivo y la forma legal. Comprendo esta
interpenetración como una lógica, génesis de derechos... Por lo tanto, el prin-
cipio de la democracia sólo puede aparecer como el corazón de un sistema de
derechos»74.

70 Ver, en general, MAX WEBER, Economía y Sociedad, México: F.C.E., 1987; así como
ENRIQUE SERRANO, Legitimación y Racionalización, Barcelona/México: Anthropos/Universidad
Autónoma Metropolitana, 1994.
71 Ver, específicamente, J. HABERMAS, «A reconstructive approach to law I: the system of
rights» y «A reconstructive approach to law II: the principles of the constitutional state» en Ibí-
dem., pp. 82-131 y 132-193.
72 Ibídem., pp. 83-84.
73 Ibídem., p. 105.
74 Ibídem., pp. 120-121.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 109

Procedimiento necesariamente crítico que se fundamenta en un listado de


derechos fundamentales —discursivamente legitimados por la ciudadanía—
los cuales emergen como condiciones extrajurídicas jurídicamente institucio-
nalizadas que hacen posible a la ciudadanía la conformación de la ley. Haber-
mas sintetiza así este catalogo de derechos básicos:
«1. Derechos básicos que resultan de la elaboración políticamente autó-
noma del derecho a la más amplia expresión posible de iguales libertades
individuales. Estos derechos requieren los siguientes corolarios necesarios:
2. Derechos básicos que resultan de la elaboración políticamente autóno-
ma del estatus de miembro en una asociación voluntaria de coasociados bajo
la ley.
3. Derechos básicos que resultan inmediatamente de la aplicacionabilidad
de derechos y de la elaboración políticamente autónoma de la protección legal
individual.
Estas tres categorías de derechos son el producto, simplemente, de la apli-
cación del principio discursivo al procedimiento del derecho como tal, esto
es, a las condiciones de la forma legal de una asociación horizontal de perso-
nas libres e iguales. Los anteriores derechos básicos garantizan lo que se lla-
ma la autonomía privada de los sujetos legales, en el sentido de que esos
sujetos recíprocamente reconocen a cada otro en su rol de destinatarios de
leyes... Sólo con el siguiente paso pueden los sujetos legales convertirse en
protagonistas de su orden legal, a través de lo siguiente:
4. Derechos básicos a igual oportunidad para participar en procesos de
opinión y formación de voluntad en los cuales los ciudadanos ejerzan su auto-
nomía política y a través de la cual generen derecho legítimo. Esta categoría
de derechos es reflexivamente aplicada a la interpretación constitucional y a
adelantar el desarrollo político o la elaboración de los derechos básicos abs-
tractamente identificados de (1) a (4), para derechos políticos fundamentados
en el estatus de ciudadanos activamente libres e iguales... Este estatus es auto-
rreferente, hasta el punto de que capacita a los ciudadanos a cambiar y expan-
dir su variedad de derechos y deberes, o «estatus legal material», así como a
interpretar y desarrollar, simultáneamente, su autonomía privada y pública.
Finalmente, con la mirada en ese objetivo, los derechos designados atrás
implican los siguientes:
5. Derechos básicos a la provisión de condiciones de vida que sean social,
tecnológica y ecológicamente seguras, hasta el punto de que las actuales cir-
cunstancias hagan ello necesario para que los ciudadanos estén en igualdad de
oportunidades para utilizar los derechos civiles consignados de (1) a (4)»75.
Este sistema de derechos, de carácter y validez universales, no define sólo
derechos subjetivos: hacen parte, en la aplicación e interpretación que cada

75 Ibídem., pp. 122-123.


110 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

pueblo haga de ellos, de la cultura política a través de la cual su ciudadanía


los incorpora a su vida cotidiana. La ley tiene su génesis en el poder comuni-
cativo de la multiplicidad de sujetos colectivos que conforman el mundo de
la vida. El sistema de derechos, discursivamente concertado, democrática-
mente aprobado y legalmente concretado, concilia, a través del derecho
comunicativamente concebido, la tensión entre la autonomía pública y priva-
da de la ciudadanía76.
Habermas problematiza el tipo de relación interna entre el derecho y la
política para mostrar que su constitución co-original y su interpenetración
conceptual permiten una base de legitimidad más amplia en una sociedad
fragmentada77.
La relación postconvencional entre ambos viene establecida por el hecho
de que el derecho no recibe su sentido legitimatorio ni a través de la forma
legal, en sí misma, ni por un contenido moral previamente determinado, sino
por un procedimiento legislativo-político que engendra legitimidad en la
medida en que garantiza discursivamente las diferentes perspectivas públicas
de la ciudadanía. Esto lleva a considerar la vía legislativa, no sólo como una
rama entre los poderes del Estado, sino como el medio por excelencia para la
expresión discursiva de la opinión pública, como un proceso de interacción
entre instituciones jurídico-políticas formales y estructuras comunicativas
informales de la esfera pública78. El derecho permite que el sistema adminis-
trativo sea atravesado por el poder comunicativo de la sociedad, convirtién-
dose, así en un instrumento de integración social.
El derecho opera como un médium que posibilita al poder comunicativo
convertirse en poder político y transformarse en poder administrativo, siendo
el estado de derecho legitimado tanto por los procesos discursivos de confor-
mación de la opinión pública del primero como por los procedimientos de
creación de leyes del segundo. El poder comunicativo se funda en el sistema
de derechos que garantiza, jurídica y extrajurídicamente, la deliberación autó-
noma y la simetría discursiva, individual y colectiva, de la ciudadanía.
El derecho, a diferencia de la moral, opera como un medio de auto-orga-
nización legal de la comunidad, en determinadas condiciones sociales e his-
tóricas. A través de él, tienen una proyección realizativa muchas convicciones
morales, fundidas con proyecciones teleológicas específicas. Esto lleva a la
necesidad de diferenciar tres órdenes, diferentes pero concatenados, que son
relevantes para la formación de la voluntad política: además del moral, el éti-
co y el instrumental. Los tres se articulan desde los procesos de formación de
opinión de la voluntad pública. Lo cual significa que el derecho, pese a su
relativo grado de concrecidad, no sólo concierne al contenido moral, pero

76 Ibídem., p. 130 y ss.


77 Ibídem., pp. 133-134.
78 Ibídem., pp. 135-136.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 111

también al sentido legal de su validez y al modo de su legislación. Es decir,


en él y a través de él se combinan tres diferentes facetas de la razón práctica,
tres diferentes maneras de justificación y aplicación del discurso relativo a las
cuestiones sociales: el moral, el ético-político y el pragmático79.
En esa dirección, el proceso legislativo debe agotar, para Habermas, las
siguientes instancias: primero, la determinación de recomendaciones pragmá-
ticas, cuyo sentido del deber está orientado por la elección libre de decisiones
instrumentales sobre la base hipotética de intereses y valores preferencias por
parte de los actores. Segundo, la definición de objetivos, ético-políticos, cuyo
sentido del deber está orientado por la realización de los patrones de vida bue-
na de una comunidad específica, sobre la base de la interpretación hermenéu-
tica, de su cultura, tradición y proyecciones históricas. Tercero, la
consideración de un contexto normativo moral, cuyo sentido del deber está
orientado hacia la autonomía de la voluntad, sobre la base de una elección
racional de validez universal que no sea contextualmente contingente.

2. Reconstrucción discursiva de la democracia

Habermas plantea una teoría normativa de la democracia80 que integra


dos visiones opuestas de la democracia contemporáneas: de una parte, la
perspectiva liberal, que reduce el proceso democrático a una negociación de
intereses en el marco de procedimientos de voto y representatividad legisla-
tiva regulados por un catálogo de derechos individuales; y, de otra, la pers-
pectiva republicana, que le confiere al proceso de formación de la opinión
pública un carácter ético-político particular, delimitando la deliberación ciu-
dadana a un marco cultural compartido.
El modelo de democracia radical que de esto se infiere, supone una sínte-
sis entre las concepciones liberal-privada y republicano-comunitarista. La
razón pública no es ejercida por ninguna rama del poder sino por la esfera de
la opinión pública que configura el conjunto de ciudadanos y sujetos colecti-
vos libres e iguales de una sociedad81. Para ello concibe un modelo de socie-
dad holística donde el papel cardinal del Estado debe ser la neutralidad frente
al conjunto de formas de vida y visiones competitivas del mundo, lo cual
impone la necesidad de una reinterpretación discursiva del proceso democrá-
tico.
La categoría central de esta reconstrucción discursiva de la democracia
viene a ser la de una soberanía popular procedimentalizada. El núcleo de una
política deliberativa reside no sólo en una ciudadanía colectivamente activa

79 Ibídem., pp. 162-163.


80 Ver «Deliberative politics: a procedural concept of democracy» y «Civil society and the
political public sphere» en Ibídem., pp. 287-328 y 329-387.
81 Ibídem., pp. 297-298.
112 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

sino en una institucionalización de los procedimientos y condiciones de


comunicación públicas, así como en la interrelación de la deliberación insti-
tucionalizada con los procesos informales donde se crea y consolida esa opi-
nión ciudadana82.
Esto se logra a través de un modelo de política deliberativa de dos vías.
La esfera pública opera, de una parte, como una red plural, abierta y espon-
tánea de discursos entrecruzados de los diferentes actores ciudadanos,
garantizada deliberativamente; y, de otra, gracias a un marco de derechos
básicos constitucionales. Ambas condiciones posibilitan la regulación
imparcial de la vida común, respetando las diferencias individuales de los
diferentes sujetos colectivos y la integración social de una sociedad desen-
cantada83.
En el marco de las prescripciones constitucionales que garantizan el flujo
del poder comunicacional social, la circulación del poder político permite a la
sociedad civil penetrar el sistema político-administrativo a través de una esfe-
ra pública politizada y beligerante, consolidando un poder generado comuni-
cativamente con una competencia dual tanto sobre los actores sociales
involucrados como sobre el poder administrativo de la burocracia84.
La esfera pública es interpretada como el conjunto de estructuras comuni-
cativas de la sociedad que canalizan las cuestiones sociales políticamente
relevantes pero dejando su manejo especializado al sistema político85. No se
refiere tanto a las funciones ni al contenido de la comunicación cotidiana
como al espacio social que se genera en esa acción comunicativa. Este espa-
cio social está compuesto por la amplia red de discursos públicos que se
manifiestan en todo tipo de asambleas donde se van madurando opiniones
sobre asuntos que conciernen los intereses particulares de la ciudadanía. De
allí que no pueda ser mensurable estadísticamente86.
Su principal objetivo es la lucha por expandir influencia política dentro de
la sociedad, en torno a los asuntos específicos que convocan el interés gene-
ralizado en determinados momentos. Cuando tal influencia se ha extendido
sobre una porción significativa de la ciudadanía, se evidencia la autoridad
definitiva que la audiencia pública posee, en tanto es constitutiva de la estruc-
tura interna y la reproducción de la esfera pública87.
A diferencia de la visión liberal que ve la sociedad como un conglomera-
do de individuos o de la marxista que la ve como expresión superestructural

82 Ibídem., p. 300.
83 Ibídem., pp. 306-308.
84 Modelo desarrollado por Habermas a partir de una revisión crítica de la propuesta de
Bernard PETERS, Rationalitat, Recht und Geselleschaft, Frankfurt am Main, 1991.
85 Ibídem, p. 360.
86 Ibídem, p. 362.
87 Ibídem., p. 364.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 113

de una estructura económica, la esfera de la sociedad civil, recientemente


redescubierta88, debe interpretarse como «... compuesta por esas asociaciones,
organizaciones y movimientos que emergen más o menos espontáneamente,
y, estando atentos a la resonancia de los problemas sociales en las esferas de
la vida privada, destilan y transmiten esas reacciones de una manera amplifi-
cada en la esfera pública»89.
Por medio de la comunicación descentrada sin sujeto90 que se crea discur-
sivamente, la ciudadanía, dispersa en la esfera pública, penetra los procesos
institucionales de gestión pública. Ello remite, una vez más, al rol del dere-
cho interpretado democráticamente, en cuanto sea capaz de traducir el poder
comunicativo de la sociedad a leyes, decisiones burocráticas y políticas públi-
cas. La democracia se funda y se legitima en la participación ciudadana en la
toma de decisiones y su deliberación debe garantizarse en todos los niveles de
decisión administrativa, so pena de acudir, de manera plenamente justificada,
a la desobediencia civil91.

3. El paradigma discursivo-procedimental del derecho

Todo lo expuesto anteriormente no es sino la expresión de un conflicto de


paradigmas del derecho92. Los paradigmas jurídicos subyacentes a concep-
ciones y prácticas legales definen una perspectiva de abordaje particular de
todo sistema jurídico-legal. Los paradigmas legales convencionales no ofre-
cen nuevos horizontes a la sociedad en cuanto no permiten la mediación del
poder comunicativo de la esfera de la opinión pública93.
Dos paradigmas jurídicos han determinado la historia del derecho moder-
no: el paradigma burgués de derecho formal y el paradigma de Estado bene-
factor de derecho materializado. El primero, que puede denominarse
paradigma burgués-liberal, reduce la ley a formalidad legal y la justicia a
igual distribución de derechos, mientras que el segundo, que puede designar-
se paradigma de bienestar social, reduce la ley a políticas burocráticas y la
justicia a justicia distributiva. En ambos casos, la perspectiva del juez se ha
sobredimensionalizado, de lo que la figura del superjuez Hércules de Ronald
Dworkin es un ejemplo fehaciente, imposibilitando a la teoría legal concebir

88 Al respecto ver J.L. COHEN y A. ARATO, Civil Society and Political Theory, Cambridge:
M.I.T. Press, 1992, obra de la que Habermas desprende sustanciales planteamientos.
89 J. HABERMAS, Op. Cit., p. 367.
90 Sobre este concepto (subjectless comunication) ver Ibídem., pp. 184, 299-301, 408-409.
91 Ibídem., p. 383.
92 Ver «The indeterminacy of law and the rationality of adjudication», «judiciary and legis-
lator: on the role and legitimacy of constitutional adjudication» y «Paradigms of law» en Ibídem.,
pp. 194-237, 238-286 y 388-446.
93 Ibídem., pp. 194-195.
114 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

la opinión pública como fuente de inspiración normativa de los procedimien-


tos legales94.
Ambos paradigmas se expresan al interior de diferentes escuelas iusfilo-
sóficas contemporáneas, haciendo explícita la tensión inmanente entre el
principio de validez legal y la demanda de legitimación discursiva de la ley.
Tanto la hermenéutica jurídica, como el realismo y el positivismo legales,
incluyendo en el primero al modelo dworkiniano, que pretenden dar una solu-
ción postiusnaturalista a esa tensión, son inadecuados para una sociedad plu-
ralista con multiplicidad de concepciones del bien.
La perspectiva monológica de Dworkin sólo puede superarse a través de
una teoría discursiva del derecho. Habermas retoma críticamente la teoría de
la argumentación de Robert Alexy95 (así como las de Toulmin y Pierce, entre
otros) para mostrar que sólo una interpretación dialógica del derecho, como
la que ésta supone, permite sobrepasar el «solipsismo»96 del superjuez Hér-
cules dworkiniano y fundamentar argumentativamente «las presuposiciones y
procedimientos» del discurso legal como tal97.
Pero la teoría del discurso legal parece adolecer de una debilidad tangen-
cial: su énfasis en el dominio del derecho y su discusión y toma de distancia
frente al discurso moral le hace olvidar el papel que la política deliberativa
juega en todo el proceso y de qué manera es a través de ella, es decir, de la
expresión del poder comunicativo de la sociedad civil, que es posible inferir
discursivamente los contenidos normativos —no sólo legal-argumentativos—
de los procedimientos y productos jurídicos98.
La disolución del paradigma burgués-liberal y su variante, la del estado de
bienestar, se ve justificada en ambos casos, en cuanto la perspectiva ciudada-
na pretende ser reemplazada o por una separación inflexible de poderes (para-
digma liberal) que le arrebata su soberanía sin posibilidad efectiva de
recuperarla en el manejo de los asuntos públicos pese a los diques de un poder
judicial que por defenderla se extralimita, o en la «materialización» del orden
legal (paradigma de estado de bienestar) que al imponerle a la administración
pública un contenido social específico «remoraliza», desde una determinada
visión de bien, los contenidos de un discurso legal que debía ser autónomo e
imparcial frente a la pluralidad de concepciones sociales de vida buena99.
De ahí que las respuestas de ambos paradigmas, que en sus momentos his-
tóricos fueron acertadas, requieran hoy en día una reformulación diferente
que le permita al discurso legal inferir contenidos normativos discursiva y

94 Ibídem., pp. 196-197.


95 Ver «The Theory of legal discourse» en Ibídem., pp. 222-237.
96 Ibídem., p. 225.
97 Ibídem., p. 229.
98 Ibídem., p. 233.
99 Ibídem., pp. 240-252 y ss.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 115

comunicativamente desde la esfera de la opinión pública, sin caer en la dicta-


dura del sistema legal o de las mayorías, o en la «tiranía de valores» del super-
juez, sucesiva o indiscriminadamente. En este contexto, se impone la
necesidad de un tercer paradigma donde las condiciones procedimentales para
la génesis democrática de los estatutos legales sea garantizada por la legiti-
midad de la ley promulgada»100.
Todo esto se expresa y se resuelve, una vez más, en un conflicto y con-
troversia entre dos modelos democráticos de ciudadanía, que desagarran tan-
to la filosofía política como la teoría jurídica: el modelo liberal (pasivo) y el
modelo republicano (activo) y su respectivas concepciones de libertades ciu-
dadanas negativas y positivas101. La visión liberal propicia un modelo pasivo
de ciudadanía, reduciéndola a un refrendador regular, a través del mecanismo
de las elecciones, de las políticas públicas del estado de bienestar social y de
la administración estatal del momento, mientras que la republicana, de otra,
al forzar una moralización de la política desde una determinada concepción
de vida buena, pese a suponer un concepto altamente protagonístico de la ciu-
dadanía, rompe la necesaria autonomía e imparcialidad que el pluralismo de
las sociedades complejas requiere para preservar el equilibrio y la integración
social de sus diferentes comunidades entre sí.
Mientras que la visión liberal reduce la ciudadanía a términos legal-pro-
cedimentales, la visión comunitarista la entiende más en términos éticos que
legales. Y pese a que, contra la visión liberal, un concepto de política demo-
crática deliberativa supondría una referencia concreta a una comunidad ética
integrada, es imposible defender la moralización de la política que esta últi-
ma supone102.
El paradigma discursivo-procedimental del derecho concierne antes que
todo con la calidad de la discusión y argumentación democráticas lo cual se arti-
cula a través de un modelo de democracia discursiva que se constituya en alter-
nativa al modelo liberal-individualista y sus patologías inherentes de desinterés
y privatismo civil y al republicano-comunitarista y su imposición de una visión
moralizadora unilateral de la vida política y legal de una sociedad103.

V. CONCLUSIONES

El comunitarismo y el liberalismo manifiestan debilidades sustanciales en


su consideración de la problemática y las soluciones multiculturales que abor-
dan y proponen.

100 Ibídem., p. 236.


101 Ver «The role of the Supreme Court in the liberal republican and proceduralist models»
en Ibídem., pp. 267-286.
102 Ibídem., p. 285.
103 Ibídem., p. 282.
116 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

El primero, por reducir la cuestión a la necesidad de que sean reconocidos


el marco cultural y las tradiciones constitutivas de una comunidad dada sin
aceptar que una resolución definitiva de la problemática pasa por una positi-
vización jurídica expresa de sus derechos étnico-culturales. Un caso patente
sería, dentro del comunitarismo, el de MacIntyre, cuya reivindicación de la
comunidad, pese a la certitud de sus planteamientos, no desemboca en pro-
puestas específicas que permitan un mejora de la situación social que pade-
cen muchas de las minorías cobijadas bajo sus acertadas denuncias.
Pero, sin duda, como Taylor lo sugiere claramente en su análisis, más res-
ponsablidad le cabría al liberalismo por creer que la sola positivización de
derechos individuales o colectivos o, en el mejor de los casos, étnico-cultura-
les, sin la participación activa de las comunidades afectadas en la definición
de los contenidos regulatorios e, incluso, la redacción de éstos en los térmi-
nos de una solución adecuada.
Tal posición puede ilustrarse, por lo menos en su intención, a través del
planteamiento de Kymlicka que muestra la forma como el liberalismo, inclu-
so en su versión más benefactora, sigue pecando por exceso. En su último
libro, el mencionado autor plantea la necesidad de considerar un catálogo de
derechos multiculturales tanto para las sociedades que denomina poliétnicas
como para las que define como multiculturales. Las primeras compuestas por
grupos inmigrantes, raciales y étnicos y las segundas por la existencia de
minorías con estatus semi-autónomos a su interior.
De acuerdo con sus particulares condiciones, ambos tipos de sociedad
serían susceptibles de contener, para sus respectivas minorías, un catálogo de
cinco tipos de derechos, a saber: derechos poliétnicos, derechos lingüísticos,
derechos de representación, derechos de autogobierno y derechos de territo-
rialidad, los cuales, en conjunto, definirían las características de una ciudada-
nía multicultural a la que tendrían que aspirar el tipo de sociedades descritas.
Sin duda este catálogo, aunque difiera en contenido del espectro de dere-
chos formulados, por ejemplo, en la Constitución de 1991 en Colombia, se
identificaría con ella en un mismo aspecto: quien eventualmente define tales
derechos, ya sea desde la academia o desde los ámbitos de poder, lo hace sin
acudir a la ciudadanía, a las visiones omni-comprehensivas que le darían con-
tenidos concretos a tales derechos, a los sujetos colectivos que le dan vida
desde sus tradiciones, símbolos y valores socio-culturales particulares, a los
marcos de racionalidad práctica desde donde cada minoría pueda interpretar
y resimbolizar la letra de tales derechos y conferirles el espíritu que sus espe-
cíficas necesidades espirituales y materiales requieran.
Es en ese sentido donde creemos que un paradigma consensual-discursi-
vo del derecho puede lograr lo que no alcanza la mera denuncia de la discri-
minación de las comunidades minoritarias o la concepción paternalista de los
derechos que éstas requerirían para evitarla. En ambos casos, por defecto o
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 117

por exceso, la comunidad queda excluida de la discusión e, incluso, redacción


de las disposiciones jurídico-positivas que, posteriormente, pretenden regular
su vida cotidiana.
El caso de los U'wa, en Colombia, para citar este ejemplo reciente, es una
clara muestra de que, primero, los marcos de racionalidad práctica de las
minorías se regulan legalmente y, por lo tanto, las discusiones sobre multicul-
turalidad no se resuelven sólo filosófica sino jurídicamente; y que, segundo,
cuando las comunidades afectadas no han sido tenidas en cuenta estructural-
mente en la consideración de tales regulaciones legales, las disposiciones que
éstas contienen, incluso cuando definen amplios catálogo de derechos indivi-
duales y colectivos, incluyendo el de su autonomía o el de la obligación de
consultarlas en casos especiales, se devuelve peligrosamente en su contra,
desbordadas por una racionalidad procedimental que no dominan y a las que
son sometidas sútil pero inmisericordemente, quedando después a merced de
una discresionalidad judicial poco sensible a sus íntimas convicciones y
requerimientos.
De allí la necesidad, antes de quedarse solamente en las discusiones vací-
as sobre multiculturalismo o en la imposición o reconocimiento legal-paterna-
lista de derechos positivos sobre los derechos multiculturales, de evidenciar
que esta tensión bizantina sólo se supera en la posibilidad de que la comuni-
dad co-defina consensual-discursivamente sus propios derechos positivos des-
de una situación dialógica de simetría institucional —en tanto actores libres e
iguales— con otros actores sociales, estatales y legislativos, en el marco de
espacios de concertación preestablecidos jurídicamente que permitan una par-
ticipación amplia y no coaccionada de las minorías de cualquier clase.
Porque el problema tampoco es solamente de comunidades étnicas discri-
minadas sino de sujetos colectivos marginados de toda discusión institucional,
es decir, legal-positiva, sobre su mundo-de-vida particular. Amas de casa,
ancianos, homosexuales, prostitutas, estudiantes, hombres y mujeres dedica-
dos a oficios no convencionales, trabajadores informales, gremios periféricos
de la racionalidad laboral tradicional, niños trabajadores, enfermos de SIDA o
cualquier enfermedad de profilaxis general, campesinos, colonos, en fin, suje-
tos colectivos que componen el variado e infinito espectro de la ciudadana y la
opinión publica, con sus respectivas visiones omni-comprehensivas y marcos
de racionalidad práctica, con su particular visión y necesidades mundo-vitales,
son a diario ignorados sistemáticamente por todas las instancias de poder,
legislativas, ejecutivas, judiciales, que desde el orden jurídico positivo preten-
den regular sus vidas sin escuchar sus voces, sin reconocerlos como alter ego,
sin preocuparse siquiera en la manifestación física de su presencia para ratifi-
car o, incluso, rectificar las normas que regulan su vida.
Es ahí donde el derecho se revela como un medio de dominación pero
también como el único medio postconvencional capaz de reconciliar consigo
118 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana

misma a una sociedad desencantada y desgarrada intestinamente, dependien-


do, claro está, de donde haya de inferir sus impulsos normativos: si de los
subsistemas e intereses económicos o administrativos, o incluso autopoiéticos
y autorreferenciales del subsistema jurídico, o, por el contrario, del mundo de
la vida, del poder comunicativo de la ciudadanía, del consenso de consensos
de la multiplicidad de sujetos colectivos que componen la sociedad civil, de
la voz de los sin voz, de la presencia de los hasta ahora ausentes en los espa-
cios institucionales.
Sólo entonces, los contenidos de los productos y procedimientos jurídicos,
es decir, los derechos fundamentales, las leyes, los decretos, las reformas y las
sentencias constitucionales, los conceptos y preceptos, las políticas públicas,
todo lo que emane del estado, de las ramas del poder público, todo debe estar
mediado por la voluntad de la ciudadanía, del constituyente primario —esa
entelequia siempre nombrada pero nunca reconocida como otro.
Una voluntad configurada a partir del marco de racionalidades prácticas
de diversos sujetos colectivos ciudadanos, es decir, de las tradiciones, símbo-
los y valores constitutivos de sus identidades colectivas concretas, desde las
cuales les da carne y vida, no solamente al derecho sino, a través de él, a la
existencia social misma. El eterno clamor insatisfecho de Antígona de que las
leyes vuelvan a ser de la humanidad se habrá por fin realizado.
119

Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal

Francisco Cortés Rodas

Mientras que en las décadas de los setenta y los ochenta el liberalismo


tuvo en la filosofía política y en la discusión académica un auge renovador, al
presentarse en las versiones de John Rawls, Ronald Dworkin y Bruce Acker-
mann como alternativa a la crisis política de las sociedades modernas ha mos-
trado tener grandes limitaciones para dar respuestas a nuevos problemas y
nuevas realidades, que han aparecido hoy en los espacios públicos de nues-
tras sociedades. Las dificultades para formular coherentemente una política
liberal pueden apreciarse al enfrentar asuntos como el tratamiento de las
minorías culturales tales como los grupos indígenas en Canadá, Estados Uni-
dos, México, Perú, Brasil y Colombia, o de las minorías étnicas como los que-
bequenses en Canadá y los vascos en España1.
Las limitaciones del liberalismo han sido señaladas también por otros gru-
pos sociales como las feministas y los homosexuales, así como por los afroa-
mericanos, los asioamericanos y los latinoamericanos residentes en Estados
Unidos, los kurdos, los inmigrantes africanos en Europa y los turcos en Ale-
mania. Pueden verse también en el débil tratamiento de las democracias libe-
rales a las políticas de inmigración, así como a la problemática de la pobreza
en los países del Tercer Mundo. No todos estos asuntos serán objeto de dis-
cusión en este capítulo; me centraré en el problema planteado inicialmente
por Charles Taylor (1.1), reformulado y ampliado posteriormente por Jürgen

1 Entre la amplia literatura sobre el multiculturalismo cito aquí sólo algunos títulos de
compilaciones que me parecen muy interesantes: Multiculturalism and «The Politics of Recog-
nition», A. GUTMANN, (Ed.), Princenton University Press, Princenton, 1992. A. HONNETH, (Ed.),
«Schwerpunkt: Multiculturalismus», en: Deutsche Zeitschrift für Philosophie, Berlín, 43, 1995,2,
271-373. W. KYMLICKA, (Ed.), The Rights of Minority Cultures, Oxford University Press, New
York, 1995. F. COLOM y G. LAFOREST, (Presentadores), Dimensiones políticas del multicultura-
lismo, en: Revista Internacional de Filosofía Política, Nº 7, 1996, 5-140, Madrid.
120 Francisco Cortés Rodas

Habermas (1) y desarrollado también por Will Kymlicka (2), con relación a
las dificultades del liberalismo frente a las minorías culturales. Al final pre-
sentaré un excurso sobre el asunto del multiculturalismo en Colombia (3).
Para ello partiré de la tesis de Will Kymlicka, según la cual una concep-
ción liberal de justicia debe incluir, además de los derechos y libertades
individuales, derechos diferenciados de grupo. Esto quiere decir que es
posible justificar un modelo liberal de justicia en una sociedad multicultu-
ral, en el que se otorguen derechos especiales a los miembros de ciertas
minorías étnicas y nacionales. Si uno quiere simplificar, pero también cen-
trar la tesis básica de Kymlicka, el objetivo de su libro Ciudadanía multi-
cultural2 es argumentar que es posible establecer derechos especiales para
ciertas minorías nacionales como, por ejemplo, los franco-canadienses y los
indígenas en el Canadá, en virtud de su pertenencia a un grupo. Esto signi-
fica, entonces, que los derechos otorgados y garantizados por el Estado a
sus asociados pueden definirse en ciertas situaciones en términos de las
aspiraciones colectivas de un grupo, siempre y cuando éste se autodefina
como una unidad de tipo nacional.
Al enfocar su argumentación en la fundamentación de derechos diferen-
ciados de grupo para minorías con base nacional, Kymlicka muestra las limi-
taciones e incapacidades del liberalismo y la profunda insensibilidad por parte
de algunos teóricos contemporáneos del pensamiento liberal en relación con
los problemas políticos de las sociedades multiculturales3. Esta limitación se
manifiesta en la conformación de lo que podemos denominar modelo liberal
para sociedades multiculturales, el cual a grandes rasgos afirma que los dere-
chos de las minorías culturales se protegerían garantizando los derechos civi-
les y políticos de los individuos en tanto individuos y que, por tanto, no es
necesario establecer ningún tipo de derechos colectivos. Esta exclusión radi-
cal de todo tipo de derechos especiales para los miembros de grupos minori-
tarios obedece a la incomprensión de la realidad de las sociedades
multiculturales, resultado de la falta de diferenciación respecto a la historia de
la tradición liberal. El modelo liberal, fuertemente arraigado en las tradicio-
nes políticas de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, es utilizado por los teó-
ricos contemporáneos del liberalismo como único paradigma del liberalismo,
lo cual no permite, según Kymlicka, ver a la luz de la misma historia de la tra-
dición liberal la particularidad de otras realidades, como la canadiense, la
española o la belga.

2 W. KYMLICKA: Multicultural Citizenship. A Liberal Theory of Minority Rights, Claren-


don Press, Oxford, 1995, (Cito según la traducción castellana: Ciudadanía multicultural, Paidós,
Barcelona, 1996).
3 W. KYMLICKA: Ciudadanía., o.c. Cap. 6 y 9.
Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 121

1. EL MODELO DEL RECONOCIMIENTO DE HABERMAS

El objetivo central de Habermas al definir su posición sobre el multicul-


turalismo es mostrar que es innecesario establecer derechos colectivos para
asegurar las pretensiones de reconocimiento de las identidades colectivas y
las demandas de igualdad de derechos de las minorías culturales. Habermas
considera que para asegurarlas no es necesario sustituir el modelo liberal de
corte individualista por otro de corte colectivista, como Taylor lo propone
sino, más bien, emprender su realización complementando los derechos civi-
les y políticos con una política del reconocimiento que proteja la integridad
del individuo en el contexto de vida en que forma su identidad4.
Es importante destacar, al exponer las líneas de la argumentación de
Habermas, que la misma se dirige contra la propuesta de Taylor al problema
de la minoría francocanadiense en Canadá, y no contra la de Kymlicka. Tam-
bién hay que tener presente que rechaza un modelo de liberalismo en el cual
se busque legitimar restricciones a los derechos y libertades individuales, a
partir de la determinación de ciertas metas y fines colectivos. Por esto, antes
de tratar la propuesta de Habermas, debemos considerar brevemente las tesis
centrales de la argumentación de Taylor.

1.1. La política del reconocimiento de Taylor

Taylor planteó en su ya famoso ensayo «El multiculturalismo y la políti-


ca del reconocimiento»5, de un lado, una crítica al tipo de liberalismo que sir-
ve de modelo legitimador del orden político de Canadá (liberalismo 1 o
política de la dignidad), y, de otro lado, formuló un modelo de liberalismo
alternativo (liberalismo 2 o política de la diferencia), con el cual sería posible
solucionar el conflicto actual del sistema político federal de ese país6.
El problema, para Taylor, consiste en que el modelo de liberalismo 1 ter-
mina negando a los miembros de las minorías culturales la posibilidad de
satisfacer sus pretensiones de reconocimiento de su identidad cultural. El tras-
fondo del asunto en la argumentación de Taylor lo constituye la disputa plan-
teada por los franco-canadienses en torno a su búsqueda de mayor autonomía
política en el seno de la federación canadiense.
En su interpretación filosófica del conflicto actual de Canadá, Taylor
desarrolla los dos modelos del liberalismo ya mencionados. El liberalismo de
4 J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento en el Estado democrático de derecho»,
p. 5, cito según manuscrito de esta traducción aún no publicada.
5 CH. TAYLOR: The Politics of Recognition, en: Multiculturalism and «The Politics of
Recognition, (cito según la traducción castellana: Multiculturalismo y «la Política del Reconoci-
miento», FCE. México, 1993, 59 ss.
6 La denominación de Liberalismo 1 y 2 es introducida por Michael Walzer en su comen-
tario al texto de Taylor, en: «Multiculturalismo», o.c. 139.
122 Francisco Cortés Rodas

la política de la dignidad afirma que todos los hombres, como seres libres e
iguales, tienen los mismos derechos, y que por tanto la función del Estado
consiste en proteger y asegurar tales derechos. El contrato social sirve en este
modelo para fundar un Estado, cuya función es proteger al individuo de las
posibles intromisiones que otros o el mismo Estado puedan realizar en su
esfera privada. En otras palabras, la tarea del Estado, definida a través de una
fundamentación moral de los derechos básicos, consiste en garantizar un
espacio de acción para que los individuos, entendidos como seres libres e
iguales, puedan realizar sus planes particulares de vida. El criterio de neutra-
lidad que de aquí se deriva obliga al Estado o a sus agentes a respetar la plu-
ralidad de formas de vida o visiones comprehensivas que cada uno de los
miembros tenga o pretenda realizar. En este sentido, el Estado no puede pro-
mover, fomentar o favorecer ninguna concepción particular del bien; de
hacerlo, viola el principio de igualdad y de no discriminación.
El modelo de la política de la diferencia afirma que cada individuo y cada
grupo poseen una identidad y una particularidad que les deben ser respetadas.
En este sentido, el modelo de la diferencia exige del Estado la protección de
una serie de prácticas, tradiciones y valores que harían posible que sus miem-
bros se identificaran con determinado ideal de bien común y, por tanto, lleva-
rán a término ciertos fines o metas colectivas; la protección de los derechos y
libertades individuales depende, para el liberalismo 2, de su articulación con
una concepción de vida buena.
La contraposición entre estos dos modelos está determinada por las exi-
gencias irreconciliables que se hacen entre sí: desde la perspectiva de la polí-
tica de la dignidad, el principio del respeto igualitario exige que tratemos a las
personas en una forma ciega a la diferencia; para la política de la diferencia
hay que reconocer y fomentar la particularidad. La crítica de los primeros a
los segundos es que reconocer y fomentar la particularidad o la diferencia vio-
la el principio de no discriminación; el Estado y el derecho dejarían de ser
neutrales para así poder promocionar una forma particular de vida buena. La
crítica de los segundos al modelo de la política de la dignidad afirma que este
modelo, con su supuesta neutralidad frente a las distintas concepciones de
vida buena, favorece una forma de vida buena; a saber, la forma de vida libe-
ral y que, por tanto, no es neutral. «El liberalismo es un particularismo que se
disfraza de universalidad», escribe Taylor7. Al no reconocer las diversas posi-
bilidades de constitución de la identidad constriñe a las personas a entrar en
un molde que no es suyo. Este liberalismo es, para aquellas versiones más
radicales de la política de la diferencia, el reflejo de una cultura hegemónica,
no sólo inhumana, sino sumamente discriminatoria.

7 CH. TAYLOR: Multiculturalism, o.c. 68.


Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 123

Así, lo que Taylor busca, y en este sentido es muy importante su ejem-


plo de la minoría cultural franco-canadiense, es mostrar que el liberalismo
de la dignidad es ciego a las diferencias, puesto que niega las posibilidades
de consolidación de una política del reconocimiento de la identidad cultural
de la comunidad franco-canadiense, al impedir que se introduzcan en la
Constitución canadiense prioridades y prerrogativas políticas y culturales
para Quebec. La política de la diferencia parte, por el contrario, del respeto
a la particularidad para construir una política de la igual consideración de la
dignidad humana. A la luz del liberalismo 2, Taylor busca justificar la
excepción, según la cual los franco-canadienses puedan exigir que se reco-
nozca a Quebec como una sociedad con un «carácter particular», y que se
permitan ciertas pretensiones de autonomía en el gobierno regional con el
fin de mantener y conservar los valores comunes compartidos por todos
aquellos que se identifican como franco-canadienses; esto haría viable,
según Taylor, el desarrollo, florecimiento y perpetuación de la lengua fran-
cesa, y de una serie de prácticas y tradiciones que permitirían que sus miem-
bros se identificaran con los valores propios de su tradición cultural y con
un ideal determinado de bien común. En suma, lo que Taylor sostiene es que
asegurar los derechos de las minorías culturales exige establecer derechos
colectivos y definirlos prioritariamente frente a los derechos civiles y polí-
ticos.

1.2. Habermas vs. Taylor

La crítica hecha por Habermas a Taylor en su artículo «La lucha por el


reconocimiento en el Estado democrático de derecho»8 acepta en principio el
momento de verdad contenido en su argumentación: que el liberalismo 1 es
ciego frente a las diferencias socio-culturales y frente a las desiguales condi-
ciones sociales de vida, debido a que limita la función del Estado a la mera
protección de los derechos y las libertades civiles; en otras palabras, al res-
guardo de la autonomía privada, y que este liberalismo legitima esta estrecha
concepción de sus tareas y funciones en la tesis de la prioridad absoluta de la
autonomía privada sobre la autonomía pública.
Habermas, sin embargo, no acepta las conclusiones ni el resultado que
Taylor deriva de su crítica al liberalismo 1; no cree tampoco que sea necesa-
rio establecer derechos colectivos para asegurar las pretensiones de reconoci-
miento de identidades colectivas y las demandas de igualdad de derechos de
las formas de vida culturales9.

8 J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento», o.c.


9 J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento», o.c. p. 5.
124 Francisco Cortés Rodas

Para hacer esta crítica y desarrollar su modelo10, Habermas muestra, de un


lado, que la presentación que Taylor hace del liberalismo es estrecha, en la
medida en que reduce el pensamiento liberal a una de sus tradiciones; a saber,
aquella que se remonta a Locke, y que podemos caracterizar como liberalis-
mo individualista. De otro lado, Taylor generaliza equivocadamente a partir
de su ejemplo de Quebec. En el modelo desarrollado por Habermas, el pro-
blema central del liberalismo 1 es que escinde el concepto de autonomía y
desconoce la cooriginariedad de la autonomía pública y la privada11. En el
liberalismo 1, los derechos y libertades fundamentales se determinan prepolí-
ticamente, es decir, se establecen mediante una fundamentación moral de la
autonomía privada y se introducen en la esfera política como condiciones
para el ejercicio de la autonomía pública. La tesis de la prioridad de la auto-
nomía privada sobre la pública va acompañada de la exigencia de neutralidad,
del Estado y del derecho, hacia las distintas concepciones de vida buena. Esta
exigencia implica el respeto a la igualdad de los derechos y la no discrimina-
ción por razones de pertenencia racial, étnica, nacional, por creencias religio-
sas, concepciones políticas, etcétera. Para Taylor, recordemos, el respeto a la
igualdad y la no discriminación significan negación de la particularidad y
ceguera frente a las diferencias.
Habermas afirma, por el contrario que la supuesta ceguera del liberalismo
1 desaparece, si se le atribuye a los titulares de los derechos una identidad
intersubjetivamente constituida. En este sentido, una teoría liberal del dere-
cho requiere una política del reconocimiento que proteja la integridad del
individuo en el contexto de vida en el que forma su identidad12. Habermas
construye esta articulación indicando la cooriginariedad de la autonomía pri-
vada y pública; es decir, señalando que la integridad de los sujetos de dere-
cho, la autonomía privada, no puede darse sin que se garantice a la vez un
estricto trato igual de los contextos de vida que conforman las identidades, la
autonomía pública.
El modelo de Habermas no es, entonces, el del liberalismo 1, aunque
entiende que una de las funciones primordiales del Estado liberal de derecho
es asegurar la integridad de la persona, su autonomía privada. El elemento
negativo del liberalismo ha sido determinado por el olvido y desconocimien-
to de los presupuestos materiales que hacen posible la realización de la auto-
nomía privada. Sin embargo, la posible corrección al liberalismo 1 no puede

10 Esta crítica es presentada en forma más amplia en: Faktizität und Geltung. Beiträge zur
Diskurstheorie des Rechts und des demokratischen Rechtstaats, Suhrkamp, Frankfurt/M., 1992,
pp. 109 ss. y pp. 632 ss.
11 Una más amplia consideración de este planteamiento es hecha en los capítulos III y VI.
de mi De la política de la libertad a la política de la igualdad. Ensayo sobre los límites del libe-
ralismo, Siglo del Hombre Editores, Santa Fé de Bogotá, 1999.
12 Véase: J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento», o.c. p. 5.
Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 125

ser la que se propone desde el liberalismo 2, el cual reclama y busca legitimar


restricciones a los derechos y las libertades subjetivas determinando la prio-
ridad de ciertas metas y fines colectivos. La nivelación de las condiciones fác-
ticas de vida, o la búsqueda del reconocimiento de la particularidad de las
identidades individuales o colectivas, no debe conducir, según Habermas, a
intervenciones que limiten el espacio de acción necesario para la conforma-
ción de una vida autónoma.
En el modelo que Habermas desarrolla, el cual no es tampoco liberalismo
2, se concibe el sistema de derecho como el resultado de la articulación coo-
riginal del principio privado y principio público de la autonomía. Así, escribe
Habermas:

«La autonomía privada de los ciudadanos con los mismos derechos puede
asegurarse solamente en un mismo paso con la activación de su autonomía
ciudadana»13.

Las preguntas que aquí debemos tratar, antes de presentar con más detalle
la posición de Habermas frente a Taylor, son: ¿cómo conseguir esta articula-
ción entre los principios de la autonomía privada y de la autonomía pública?,
y ¿cómo lograr complementar estas dos formas de autonomía?, de tal mane-
ra que, de un lado, a través de las exigencias hechas a partir de la considera-
ción de fines colectivos no resulte disuelta la estructura del derecho, y, de otro
lado, al considerar la prioridad de las libertades y derechos fundamentales no
termine negada para los grupos minoritarios la posibilidad de conseguir su
integración ética.
Respondiendo a estas preguntas Habermas desarrolla un concepto dife-
renciado de autonomía, en el cual distingue cuatro concepciones de autono-
mía, a saber: ética, moral, política y jurídica, cada una de las cuales juega allí
determinado papel; la idea de Habermas es que ninguna de ellas debe ser
absolutizada, porque de su absolutización resulta, o bien el error del libera-
lismo 1 al establecer la prioridad de la autonomía moral, o el error del libera-
lismo 2 con su tesis de la prioridad de la autonomía política.
Según este amplio concepto que expondré siguiendo las argumentaciones
de Axel Honneth14 y Reiner Forst15, una persona actúa en forma autónoma
cuando lo hace en forma consciente y fundamentada, cuando, en palabras de

13 J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento», o.c. p. 7.


14 A. HONNETH: Kampf um Annerkennung, Suhrkamp, Frankfurt/M., 1992: «Reconoci-
miento y obligaciones morales», en: Estudios Políticos Nº 14. Universidad de Antioquia, Mede-
llín: «Integridad y desprecio. Motivos básicos de una concepción de la moral desde la teoría del
reconocimiento», en Isegoría, Madrid, Nº 5, 1992 (78-92).
15 R. FORST, Kontexte der Gerechtigkeit, Surkamp, Frankfurt/M., 1994, pp. 347-437, y
«Politische Freiheit» en: Deutsche Zeitsschrift für Philosophie, 44, 1996, 2, pp. 211-227.
126 Francisco Cortés Rodas

Forst, «puede con razones y argumentos responder frente al otro o los otros
por sus actos o por las consecuencias que se sigan de éstos»16.
La diferenciación de estas distintas concepciones de autonomía hace nece-
sario a la vez distinguir los contextos prácticos en los cuales se exigen las
acciones autónomas y responsables, de formas de justificación de las razones,
de tipos de razones, y de distintos criterios para la consideración de las mis-
mas. De nuevo Forst:

«Las personas son autónomas en el sentido en que son capaces de reconocer


buenas razones en cada uno de esos distintos contextos, y actuar según ellas.
Por tanto ellas están siempre «situadas» en contextos intersubjetivos y cierta-
mente en muy distintos»17.

Desglosemos primero el uso ético de la razón práctica, en virtud del cual


una persona puede hacerse preguntas prácticas18. Para la persona ética, las
cuestiones relevantes apuntan al problema de la vida que uno quisiera llevar,
y eso significa a la vez qué tipo de persona uno es y quisiera ser. Estas cues-
tiones tienen que ver con la autocomprensión de una persona, su modo de
vivir, su carácter, la forma específica como ha construido su propia identidad
a través de la socialización. La conformación de aquélla depende de cómo
uno se ha apropiado de los valores de su cultura, o de cómo ha seguido los
parámetros y modelos predominantes en su mundo de la vida. En este senti-
do, las cuestiones y decisiones éticas las responde una persona a través del
autoesclarecimiento de lo que es bueno para ella; esto sólo puede hacerlo
mediante la reflexión sobre sus vinculaciones específicas a determinadas per-
sonas, comunidades o valores. El contexto ético es, por esto, particular y no
universal como lo es el moral. Las razones que cuentan en las argumentacio-
nes éticas son aquéllas que valen en un contexto particular, las cuales tienen
un significado para un «otro concreto».
Una persona es éticamente autónoma, entonces, si puede realizar libre-
mente el proyecto de vida buena que quiera realizar. Esto quiere decir, si dis-
pone de las condiciones fácticas, formales e institucionales para hacer en su
vida privada aquello que considera bueno hacer, ya sea esto racional o no
racional. En este sentido, el Estado debe apoyar, por medio del derecho, que
sus asociados puedan realizar el plan racional de vida que quieran llevar a

16 R. FORST: Politische, o.c. p. 216.


17 R. FORST: Politische, o.c. p. 216.
18 La diferencia entre los usos de la razón práctica la introdujo Habermas primero en: «Vom
pragmatischen, etischen und moralischen Gebrauch der praktischen Vernunft», Erläuterungen
zur Diskursethik, Surhkamp, Frankfurt\M., 1991, pp. 100-118; hay traducción castellana: «Acer-
ca del uso pragmático, ético y moral de la razón práctica», en Filosofía Nº 1, Mérida, Venezue-
la, 1990.
Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 127

cabo. Esto presupone, a la vez, que el sujeto reconoce que el ejercicio de su


autonomía ética no puede implicar la restricción de las libertades de los otros.
En esto tiene su raíz la idea de la tolerancia: tolerar al otro no quiere decir
simplemente aceptarlo o soportarlo como es sino, más bien, respetarlo porque
tiene una concepción ética distinta a la nuestra.
Gracias al uso moral de la razón práctica, el segundo nivel que mencio-
namos, una persona puede hacerse preguntas prácticas. En una perspectiva
moral, puede considerarse a un sujeto como autónomo cuando actúa respe-
tando los intereses, necesidades y pretensiones del hombre considerado como
persona con iguales derechos y libertades. El ámbito de acción de la moral es
la humanidad, por tanto las razones sobre las cuales se fundamentan los dis-
cursos morales deben ser de interés de todos y poder ser aceptadas por cual-
quiera. El sentido imperativo de los mandatos morales se puede entender
como un deber que no depende de fines ni preferencias subjetivas ni del obje-
tivo de una vida buena. Lo que se debe o no se debe hacer, desde el punto de
vista moral, tiene el sentido de que es justo, y, por tanto, es obligatorio obrar
así. El contexto moral es un contexto universal, que trasciende los contextos
políticos y culturales particulares, pero ese carácter de universalidad no impli-
ca que la determinación de los derechos morales no tenga consecuencias prác-
ticas en la conformación de los contextos políticos y jurídicos de sociedades
concretas, como han afirmado los comunitaristas. El núcleo abstracto de los
derechos morales debe ser realizado, institucionalizado e interpretado
mediante procedimientos legislativos de creación del derecho y de su aplica-
ción. En este sentido, el concepto de persona moral, remite como escribe
Forst:

«de un lado, a la persona jurídica como concretización de derechos indivi-


duales y deberes, o como destinatario o sujeto del derecho, y, de otro lado, a
la concepción de ciudadano como autor del derecho[...]. A estos dos con-
ceptos de persona corresponden las concepciones de autonomía política y
jurídica»19.

Así, el tercer concepto de autonomía que esclareceremos es el de autono-


mía jurídica. La esfera del derecho sirve para regular las formas de acción y
los conflictos entre sujetos que se reconocen entre sí como miembros de una
comunidad de derecho. Las normas del derecho se dirigen a personas indivi-
dualizadas a través de la capacidad de asumir su papel como sujetos de dere-
chos. El ámbito de acción del derecho se constituye por el modo específico
como una comunidad históricamente definida, en un espacio geográfico deter-
minado, ha creado los principios y reglas normativas para producir una forma

19 R. FORST: Politische, o.c. p. 218.


128 Francisco Cortés Rodas

particular de convivencia, y por ende su esfera de influencia es una comunidad


dada y no la humanidad como totalidad. Las razones sobre las cuales se fun-
damentan los discursos sobre el derecho pueden ser jurídicas, éticas y morales,
pero especificadas para la forma de vida de una comunidad y que puedan ser
compartidas y aceptadas por sus miembros20. La conexión entre los contextos
ético y jurídico es estrecha, en la medida en que la esfera de influencia del
derecho es, al igual que la de la ética, una comunidad histórica dada. El dis-
curso sobre el derecho está en este sentido enraizado en una forma de vida cul-
tural y, por esto, debe involucrar en sí los fines colectivos propios de cada
cultura. Pero esto no quiere decir que la consideración de fines colectivos
disuelva la estructura del derecho, su carácter universalista.
En cuarto y último lugar, desarrollemos el concepto de autonomía políti-
ca. Mientras que la autonomía jurídica se refiere a quién es destinatario o
sujeto del derecho, la autonomía política trata la concepción del ciudadano
como autor del derecho. Una persona es políticamente autónoma cuando
puede participar libre e igualitariamente en los procesos legislativos median-
te los cuales una comunidad se da a sí misma sus leyes. La posibilidad de
participación está asegurada por el derecho. En este sentido, la autonomía
jurídica posibilita la autonomía política. Sin embargo, los sujetos sólo pue-
den alcanzar su autonomía política, si participan activamente en los procesos
de conformación que regulan un orden determinado, y si son capaces de con-
cebirse como originadores de las normas a que ellos mismos están sujetos
como personas privadas. Que la autonomía jurídica posibilite la autonomía
política no quiere decir que el principio del derecho subordine al principio
democrático.
La tesis central de Habermas, con la cual se diferencia del liberalismo 1,
afirma que los derechos básicos individuales, que aseguran la integridad de
la persona de derecho, son condiciones necesarias que posibilitan el ejerci-
cio de la autonomía política y como condiciones de posibilidad no pueden
limitar la soberanía del legislador político. En esto radica el sentido de la
cooriginariedad de la autonomía privada y pública. Para la concepción repu-
blicana de autonomía, que Habermas representa, el problema de la autoor-
ganización de la comunidad de derecho constituye el punto central de
referencia, y el núcleo de la ciudadanía son, por tanto, los derechos de parti-
cipación y de comunicación. El modelo republicano hace claro que la auto-
nomía política es un fin en sí misma, el cual nadie puede realizar por sí solo
en el seguimiento privado de sus propios intereses, sino mas bien todos en
común sobre el camino de una praxis intersubjetivamente compartida. Al
respecto, escribe Habermas:

20 Para precisar la concepción del derecho en Habermas, véase Habermas, J., Faktizität, o.c.
Cap. 3, 4.
Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 129

«La posición jurídica del ciudadano se constituye a través de una red de rela-
ciones igualitarias de reconocimiento recíproco. Pero las relaciones de recono-
cimiento garantizadas jurídicamente no se reproducen por sí mismas; necesitan
el esfuerzo cooperativo de una praxis ciudadana, a la cual nadie puede ser coac-
cionado por medio de normas jurídicas»21.

Así, las exigencias igualitarias contenidas en el sistema de los derechos no


adquieren realidad sin la participación activa de los ciudadanos en los proce-
sos de lucha por el reconocimiento, participación que supone la idea de una
sociedad civil y de una opinión pública activa, participante y democrática22.
Desarrollado este concepto amplio de autonomía, podemos retomar el hilo
de nuestra argumentación para presentar algunos otros aspectos de la crítica
de Habermas a Taylor, y con esto mostrar cómo se producen la articulación
interna, y las formas de complementación entre los diferentes niveles de la
autonomía.
Habermas comparte con Taylor las críticas al liberalismo 1, pero defiende
el núcleo central de la tradición liberal, el cual consiste en el carácter inalie-
nable de las libertades individuales. Esto no quiere decir prioridad de la auto-
nomía moral sobre las formas de autonomía ética y política. En el modelo de
Habermas, la conformación democrática del sistema de los derechos no sólo
debe incorporar finalidades políticas universalistas que incluyan la defensa de
la integridad de la persona como sujeto de derechos, sino también, fines
colectivos que hagan posible el desarrollo integral de la autonomía ética.
En este sentido, Habermas cuestiona la exigencia de neutralidad ética del
derecho afirmada por el liberalismo 1, puesto que imposibilita, en verdad, la
autocomprensión ético-política de las minorías étnicas o de una minoría
nacional como la franco-canadiense. Esto debido a que en el liberalismo 1 se
entiende la neutralidad como si las cuestiones políticas de tipo ético debieran
ser excluidas de la agenda política, por ser inabordables para su regulación
por medio del derecho. Para Habermas, el derecho está vinculado con con-
textos culturales; la conformación de las normas jurídicas presupone, por
esto, la participación, la discusión pública de todos los posibles afectados, la
atención del contexto y la particularidad.
La neutralidad del derecho, así entendida, no prohíbe a los ciudadanos del
Estado democrático, como individuos o como grupos unificados en torno a
ciertos fines colectivos, hacer valer sus respectivas concepciones del bien.
Prohíbe ciertamente que el Estado privilegie una forma de vida a costa de

21 J. HABERMAS: Faktizität, o.c. p. 641.


22 Sobre la importancia de la lucha por el reconocimiento en el proceso histórico de con-
formación del sistema de los derechos, véase HONNETH, A., Kampf um Annerkennung, Suhrkamp,
Frankfurt/M., 1992; MARSCHAL, T.H., Burgerrechte und soziale Klassen, Campus, Frankfurt,
1992.
130 Francisco Cortés Rodas

otra. Para Habermas, conceder derechos especiales a un grupo sobre la base


de la afirmación de derechos colectivos conduce a la disolución de la estruc-
tura del derecho. Así, considera:

«que en las sociedades multiculturales, si se presupone la existencia de una


esfera pública no obstruida, sobre el trasfondo de una cultura liberal, y sobre
la base de asociaciones voluntarias, las cuales posibiliten y fomenten discur-
sos de autocomprensión, se extenderá, entonces, el proceso democrático de la
realización de los derechos subjetivos al aseguramiento de la coexistencia en
igualdad de derechos de los distintos grupos étnicos y de sus formas de vida
culturales»23.

La diferenciación entre las formas de integración ética, política y jurídica


cobra aquí su expresión. En un estado democrático, en una sociedad multi-
cultural y poliétnica, se debe separar el nivel abstracto en el que las personas
son concebidas como libres e iguales, y en el cual como ciudadanos ejercen
sus derechos civiles y políticos, del nivel de integración ética de grupos y sub-
culturas cada uno con una identidad colectiva distinta. La integración ética
exige que los distintos grupos étnicos y sus formas de vida culturales puedan
desarrollarse y florecer. El Estado por medio del derecho debe hacer posible
esto, y para conseguirlo no debe, ni puede, favorecer a un determinado grupo
étnico, nacional, o concepción comprensiva del bien. La integración política
exige, por el contrario, que el consenso entre los ciudadanos no se dé sobre la
base de valores sustantivos, sino sobre la definición de unos principios y pro-
cedimientos que hagan posible a todos realizar sus derechos y libertades
como sujetos con una autonomía privada y sus planes racionales de vida
como sujetos con una autonomía pública.
Resumiendo este apartado, podemos decir que, a la luz de este concepto
ampliado de autonomía, el problema del liberalismo 1 es que con la absoluti-
zación de la autonomía privada se termina negando a los grupos minoritarios
la posibilidad de conseguir su integración ética, y el problema del liberalismo
2 es que con la absolutización de la autonomía pública se termina disolvien-
do el núcleo fundamental de los derechos y libertades básicas. En suma, lo
que se propone es que el aseguramiento de los derechos de las minorías cul-
turales no supone la definición de unas derechos colectivos, distintos de los
derechos civiles y políticos. De este modo, las demandas y pretensiones de las
minorías culturales son realizables si se articula un modelo en el cual los dere-
chos civiles y políticos se complementen con una política del reconocimien-
to, que proteja la integridad del individuo en el contexto cultural de su
pertenencia. Habermas rechaza por esto todo tipo de derechos colectivos, ya

23 J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento», o.c. p. 15.


Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 131

que ve, en las formas de su justificación, la amenaza de disolución del Esta-


do democrático de derecho. Habermas tiene razones, como liberal, para no
aceptar la justificación de derechos colectivos, si con ésta se limitan las liber-
tades individuales, pero puede admitir ciertos derechos especiales para las
minorías, si esto implica proteger a un grupo minoritario desfavorecido fren-
te a un grupo mayoritario dominante.
Para mirar el alcance de estas tesis de Habermas confrontaré, finalmente,
sus argumentos con los de Kymlicka con el objeto de ver, primero, si la críti-
ca de Habermas contra Taylor podría hacérsele también a Kymlicka, y, segun-
do, si la crítica de Kymlicka a los liberales podría hacérsele a Habermas.

2. NACIONALISMO Y MULTICULTURALISMO: EL ARGUMENTO DE WILL KYMLICKA

Es importante tener en cuenta en este ensayo el planteamiento hecho por


Kymlicka, porque en sentido estricto, aunque argumenta como Taylor contra
el liberalismo 1, no lo hace desde el liberalismo 2, aunque tampoco puede
estar de acuerdo con la alternativa de Habermas, puesto que considera que la
solución del problema de Canadá requiere la aceptación de un modelo de
federalismo asimétrico, en el cual a un grupo nacional se le otorguen ciertos
derechos especiales en virtud de su carácter cultural y social.
La descripción del conflicto entre anglo y franco-canadienses hecha por
Kymlicka es muy interesante, sugerente, mucho más diferenciada que la de
Taylor, y muestra hasta qué punto el liberalismo 1 es incapaz de ofrecer una res-
puesta coherente a los nuevos problemas del nacionalismo y el multiculturalis-
mo. En su libro Ciudadanía multicultural y en sus ensayos «Federalismo,
nacionalismo y multiculturalismo24» y «The Bases of Social Unity in a «Mul-
tination: Canadá»25 Kymlicka desarrolla, entre otras, una distinción en el sig-
nificado del federalismo en Canadá, a partir de la cual muestra por qué
aunque el sistema federal sea la mejor alternativa para esta sociedad, puede
no ser una solución política estable, sino constituir un paso previo a la sece-
sión.
La aludida distinción refiere a lo que Kymlicka llama federalismo de base
territorial y federalismo de base nacional. Esta distinción expresa dos inter-
pretaciones completamente diferentes del federalismo, que pueden encontrar-
se hoy en las argumentaciones políticas de los quebequenses, los vascos, y en
las de sus contrapartes los anglo-canadienses y los españoles. Según Kymlicka,

24 W. KYMLICKA: «Federalismo, nacionalismo y multiculturalismo», en: Revista Interna-


cional de Filosofía Política, Madrid, Nº 7, mayo de 1996, pp. 20-54.
25 W. KYMLICKA: «The Bases of Social Unity in a «Multination Canada», Ponencia presen-
tada en el Encuentro Español Canadiense de Filosofía Política, organizado por el Instituto de
Filosofía del CSIC, junio de 1996.
132 Francisco Cortés Rodas

el sistema federal canadiense está compuesto por unidades de tipo regional y


nacional. Esto es lo específico de este tipo de sistema federal, lo cual lo hace
diferente de los sistemas federales de Estados Unidos o de Suiza, que contie-
nen solamente unidades de tipo regional. En Canadá, nueve provincias refle-
jan divisiones regionales en el seno del Canadá anglófono, y Quebec es una
unidad de base nacional.
Las unidades de tipo regional han sido el resultado histórico de la divi-
sión del poder entre las regiones en el seno de un grupo nacional mayorita-
rio. Las unidades de tipo nacional tienen una base distinta, pues buscan
asegurar el autogobierno de minorías nacionales con el fin de mantenerse
como sociedades autónomas, cultural y políticamente diferenciadas. Así, el
sistema federal canadiense está compuesto por unidades de base regional y
de base nacional.
A la luz de esta distinción, el conflicto actual en Canadá, originado por
las pretensiones de una mayor autonomía de la provincia de Quebec, es
resultado de que los anglo-canadienses se conciben como una nación que
contiene unidades de base regional, mientras que los franco-canadienses
conciben su participación en el sistema federal del Canadá sobre la base de
que ellos, como pueblo, poseen una base nacional. Al respecto, escribe
Kymlicka:

«Para las minorías nacionales, el federalismo es, ante todo, una federación de
pueblos, y las decisiones concernientes al poder de las subunidades federales
debieran reconocer y afirmar el estatuto igualitario de los pueblos fundado-
res. Desde esta perspectiva, garantizar poderes iguales a las unidades regio-
nales y nacionales supone de hecho negar la igualdad a la nación minoritaria,
reduciendo su estatuto al de una división regional con respecto a la nación
mayoritaria. Por el contrario, para los miembros de la mayoría nacional el
federalismo es, en primer lugar y ante todo, una federación de unidades terri-
toriales, y las divisiones concernientes a la división de poderes debieran afir-
mar y reflejar la igualdad de las unidades constituyentes. En esta percepción,
conceder poderes desiguales a las unidades basadas nacionalmente equivale
a considerar algunas de las unidades federales menos importantes que
otras»26.

Esto es, ciertamente, lo que sucede con la exigencia hecha por los franco-
canadienses al pretender unos derechos especiales sobre el presupuesto de
que poseen una base nacional distinta. Los anglo-canadienses consideran,
desde la perspectiva del liberalismo 1, que:

26 W. KYMLICKA: «Federalismo», o.c. p. 38.


Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 133

«conceder derechos especiales a una provincia sobre la base de que posee una
base nacional, equivaldría a denigrar de alguna manera a las demás provincias
y a crear dos clases de ciudadanos»27.

Los franco-canadienses consideran, desde una perspectiva liberal más


amplia, que tratar en forma igualitaria las unidades de base regional y nacio-
nal socava sus aspiraciones y prerrogativas especiales, que ellos, como pue-
blo fundador, pero minoritario, requieren para asegurar los derechos y el
reconocimiento que persiguen. El problema es, como vemos, extremamente
complicado y como Kymlicka señala, aunque pueda haber buena voluntad y
gente razonable en ambos bandos dispuesta a encontrar una solución satis-
factoria para todos, cuando se llega a lo que para unos y otros constituye el
principio básico del federalismo, aparecen de nuevo profundas diferencias,
las cuales resume Kymlicka así:

«Para la nación mayoritaria, el federalismo es un acuerdo entre unidades terri-


toriales equivalentes, lo cual excluye la asimetría. Para la minoría nacional, el
federalismo es un pacto entre pueblos, lo que exige, por consiguiente, una asi-
metría entre las unidades de índole nacional y regional»28.

La secesión es para Kymlicka una posibilidad real en Canadá en la medi-


da en que para los quebequenses permanecer en el sistema federal es cada vez
menos importante y atractivo. La autocomprensión de los anglo-canadienses
como nación, hecha siguiendo las orientaciones del liberalismo 1, determina
la imposibilidad de la autorrealización de los franco-canadienses como pue-
blo autónomo. La exigencia de igualdad entre los ciudadanos no demanda que
las unidades federales tengan un poder igual. Esto es resultado de una estre-
cha comprensión del federalismo, la cual supone, siguiendo el modelo del
federalismo de Estados Unidos, que éste es el único modelo de sistema fede-
ral. Kymlicka piensa que es posible, sin menoscabar el significado del respe-
to igual a los derechos y libertades que todo hombre debe poseer, establecer
asimetrías entre las unidades que conforman un Estado federal. En el modelo
desarrollado por este autor:

«la concesión de un estatuto para las unidades basadas nacionalmente puede


ser considerada como una promoción de la igualdad moral subyacente, ya que
asegura que la identidad nacional de las minorías recibe el mismo cuidado y
respeto que la nación mayoritaria»29.

27 W. KYMLICKa: «Federalismo», o.c. p. 37.


28 W. KYMLICKA: «Federalismo», o.c. p. 40.
29 W. KYMLICKA: «Federalismo», o.c. p. 37.
134 Francisco Cortés Rodas

Dicho en otras palabras, para Kymlicka otorgar unos derechos especiales


a Quebec, en tanto es una unidad de base nacional, haría posible promover la
igualdad moral presupuesta en la idea de la autonomía privada, en la medida
en que aseguraría que la identidad nacional de los franco-canadienses reciba
el mismo cuidado y respeto que la identidad nacional de los anglo-canadien-
ses. Así, Kymlicka edifica la forma como es viable justificar un tipo de fede-
ralismo asimétrico; es decir, justificar un orden estatal en el cual sea posible
establecer asimetrías entre las unidades que conforman un Estado federal.
Para Kymlicka, estas asimetrías se justifican en que Quebec es una unidad de
base nacional y en esto fundamenta que deba tener un estatuto especial, el
cual no puede ser leído desde la perspectiva del liberalismo 1, para el cual el
Estado debe ser neutral frente a las distintas unidades que conforman la fede-
ración.
Para finalizar, debemos volver a las preguntas iniciales planteadas; a
saber: si la crítica central de Habermas a Taylor puede hacérsele a Kymlicka,
y si la crítica de Kymlicka a los liberales podría hacérsele a Habermas. Recor-
demos que Habermas opina que no es necesario establecer derechos colecti-
vos para asegurar las pretensiones de reconocimiento de las identidades
colectivas y las demandas de igualdad de derechos de las formas de vida cul-
turales. Habermas piensa que todo esto es realizable en un modelo en el cual
los derechos civiles y políticos individuales se complementen con una políti-
ca del reconocimiento que proteja la integridad del individuo en el contexto
cultural de su pertenencia.
Kymlicka no es, sin embargo, un comunitarista como Taylor. Su diferencia
con éste consiste en que, para justificar una teoría de los derechos de las mino-
rías, apela a principios fundamentales del liberalismo tales como la prioridad
de las libertades individuales sobre los fines y metas colectivas de un grupo, y
a los ideales de autonomía personal, libertad de elección e igualdad. En este
sentido, bajo ninguna razón acepta que se pueda justificar que un grupo lími-
te la libertad de sus propios miembros, en aras de la consecución de ciertos
fines colectivos30. Piensa, sin embargo, que es posible, desde una perspectiva
liberal, justificar ciertos derechos especiales para los grupos minoritarios.
Ahora bien, si la argumentación de Kymlicka no conduce, como la de
Taylor, a que con la referencia a los derechos especiales para las minorías se
justifiquen restricciones a la libertad de los miembros de un grupo en virtud
de ciertos fines y metas colectivas tenemos, pues, que no habría razones para
rechazar, desde el modelo de la política deliberativa de Habermas, la teoría de
los derechos de las minorías de Kymlicka. Esto quiere decir, entonces, que ni
la crítica de Habermas a Taylor podría hacérsele a Kymlicka, ni la crítica de
Kymlicka a los liberales puede hacérsele a Habermas.

30 W. KYMLICKA: Ciudadanía, o.c. Cap. 3 y 9.


Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 135

Sin embargo, el asunto central no está aún resuelto, puesto que la argumen-
tación de Kymlicka va dirigida a mostrar que es posible establecer derechos
especiales para ciertas minorías nacionales, como los franco-canadienses y
los indígenas en Canadá, en virtud de la definición del grupo como unidad de
base nacional. Para Habermas, esto es inaceptable. Puede admitir en su mode-
lo unos derechos especiales para un grupo minoritario; es decir, derechos
colectivos, si sirven para asegurar la protección del grupo minoritario frente
al poder político y económico de un grupo más poderoso, pero, en ningún
sentido, a partir de la mera pertenencia a un grupo o de su autodefinición
como unidad de base nacional.

3. EXCURSO: ¿ES COLOMBIA UNA SOCIEDAD MULTICULTURAL?

Plantear así esta pregunta no tiene ninguna importancia. En realidad todas


las sociedades hoy en día son más o menos multiculturales, ya sea porque
estén compuestas por una pluralidad de grupos étnicos, que se autodefinen
por su vinculación con ciertos valores, o porque estén compuestas por una
variedad de grupos, que se autocomprenden por su pertenencia a una comu-
nidad de base nacional. Colombia es, entonces, multicultural y sin dar mayo-
res razones puede decirse que es, también, una sociedad poliétnica y
multiracial. ¿Es Colombia una sociedad plurinacional? Esta es una pregunta
más complicada por las implicaciones contenidas en ella, como veremos, sí
ampliamos su sentido con las siguientes preguntas.
¿Pueden entenderse las demandas de autonomía regional y política de
algunos grupos minoritarios en términos de derechos colectivos, es decir, en
términos de unos derechos especiales para las minorías, distintos de los dere-
chos individuales civiles y políticos?
Formulada de otra manera, ¿Se requiere pues, para lograr la protección,
desarrollo y florecimiento de algunos grupos minoritarios, como las comuni-
dades indígenas, de la justificación de una teoría de los derechos de las mino-
rías? como lo ha propuesto Kymlicka recientemente31, o ¿el sistema liberal de
los derechos individuales, consagrado en nuestra Constitución, es suficiente
para garantizar las demandas de reconocimiento de la integridad de las for-
mas de vida culturales? Voy a concentrarme en los casos de las minorías indí-
genas porque considero que en Colombia son los únicos grupos que pueden
ser caracterizados como minoría cultural con base nacional, según la clasifi-
cación propuesta por Kymlicka, aunque pienso que algunas comunidades
negras pueden ser consideradas también así.
En Colombia algunos casos sucedidos recientemente y ciertas decisiones
de la Corte Constitucional sobre cuestiones de diversidad cultural han puesto

31 W. KYMLICKA: Ciudadanía Multicultural, Paidós, Barcelona, 1996.


136 Francisco Cortés Rodas

sobre el tapete de las discusiones jurídicas, académicas y políticas este pro-


blema. Voy a hacer, en primer lugar, una sucinta presentación de los casos y
de la jurisprudencia de la Corte para pasar, posteriormente, a presentar unas
conclusiones.
La Comunidad Indígena de El Tambo decidió el 19 de diciembre de 1992
expulsar y desterrar a un indígena, junto con su familia de la comunidad por
haber robado dineros comunitarios. La Corte Constitucional, en ejercicio de
su facultad de revisión de las sentencias de tutela32, concedió al solicitante la
tutela del derecho fundamental del debido proceso y del derecho a la integri-
dad física de sus hijos33. La Corte consideró que la sanción impuesta al indí-
gena «trascendió a la persona del infractor y terminó por cobijar a los
miembros de su familia, evidenciándose como desproporcionada y contraria
a los tratados internacionales sobre derechos humanos»34. La pena, además,
viola, dijo la Corte, el artículo 29 de la Constitución sobre preexistencia de la
ley, y el principio del respeto de la presunción de inocencia, «circunstancias
que generan la vulneración de los derechos fundamentales al debido proceso
y a la integridad física de los hijos»35. Con base en esto, ordenó el máximo tri-
bunal a la comunidad «adoptar una nueva decisión en lo referente a la con-
ducta del peticionario»36, que como dice en la parte resolutiva de la sentencia,
debe ser un juicio «que respete las normas y procedimientos de la comunidad,
pero con estricta sujeción a la Constitución»37.
El segundo caso es el de la Comunidad embera-chamí, la cual juzgó, el 31
de agosto de 1995, por homicidio a un indígena y lo condenó a una pena pri-
vativa de la libertad de 20 años, la cual, debía cumplir en una cárcel «blan-
ca». Al proferir esta pena, como lo afirma la sentencia T-349/96, la
Asamblea General de la Comunidad embera-chamí, se extralimitó en sus fun-
ciones, puesto que frente a este caso tenía, de acuerdo con el derecho, dos
opciones, a saber, imponerle al involucrado una sanción de tres años de tra-
bajo forzado y cepo en el territorio de su comunidad, o remitir el caso a la jus-
ticia ordinaria38.
El tercer caso es el de la comunidad de los Paeces que juzgó y decidió, con
amplio despliegue de los medios, propinarle un número de fuetazos a cada uno
32 Antes de la Constitución de 1991 no existía en Colombia un mecanismo expedito de pro-
tección a los derechos fundamentales con excepción del Habeas Corpus. La acción de tutela,
introducida en la nueva Constitución, es el mecanismo para hacer efectiva dicha protección al
brindar un procedimiento rápido de proteger los derechos fundamentales.
33 Sentencia de la Corte Constitucional T-254 de mayo de 1994. Magistrado ponente Eduar-
do Cifuentes Muñoz.
34 Sentencia T-254, o.c. p. 22.
35 Sentencia T-254, o.c. p. 22.
36 Sentencia T-254, o.c. p. 24.
37 Sentencia T-254, o.c. p. 24.
38 Sentencia de la Corte Constitucional T-349 de agosto de 1996. Magistrado ponente Car-
los Gaviria Díaz, 26.
Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 137

de los indígenas implicados como supuestos cómplices del asesinato de un


alcalde páez. Con esto mostró, que ellos como grupo minoritario tienen, junto
con la potestad para ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito
territorial, la autoridad para juzgar y condenar a miembros de su comunidad a
formas internas de castigo, arraigadas en sus tradiciones y costumbres, aunque
éstas violen, aparentemente, los derechos humanos fundamentales.
El cuarto caso es el de la comunidad u’wa que solicitó anular la licencia
ambiental otorgada en 1995 a la multinacional petrolera Occidental de
Colombia, Oxi, mediante la interposición de una acción de tutela, para impe-
dir que esta compañía penetrara en sus territorios con el fin de iniciar traba-
jos de exploración y búsqueda de petróleo.
En las argumentaciones de unos y otros hay una apelación a los valores
comunitarios y a su prevalencia frente a otro tipo de consideraciones. Son argu-
mentaciones de tipo comunitarista, según lo visto en los numerales anteriores.
Para los miembros de la comunidad de El Tambo, los embera-chamí y los Pae-
ces, el mandato de realizar el procedimiento de investigación y ejecutar la pena
proferida por los respectivos tribunales indígenas, arraiga en lo más profundo de
sus tradiciones comunitarias. El sistema de reglas sociales con su código interno
de penas y castigos, así como de honores y recompensas, es lo que ha permitido
la cohesión y supervivencia de sus culturas.
No ejecutar la pena, en aras de aceptar las exigencias del estado de dere-
cho, constituiría para los Paeces algo de suma gravedad, en la medida en que
con esto se debilitaría la fuerza y base cohesionadora de su cultura. Lo que
ellos reclaman es, que como minoría cultural tienen el derecho de juzgar y
condenar a sus propios miembros, conforme a las normas y procedimientos
de su comunidad. Esto, a los ojos de un liberal significa, que se atribuyen el
derecho de limitar la libertad de sus propios miembros con el fin de conseguir
la solidaridad del grupo. De igual forma, lo que los embera-chamí pretendían
con la imposición de una pena superior a la prevista en su tradición, es que
ellos como minoría cultural tienen el derecho de restringir las libertades indi-
viduales de sus miembros, para así asegurar la cohesión del grupo, en este
caso se trataba «de asegurar que la conducta no quedaría impune y evitar así
un enfrentamiento violento entre las familias involucradas en el conflicto»39.
Las reclamaciones de derechos de pertenencia de sus tierras hechas por
los U’wa tienen un acento más dramático. Con la amenaza de un segundo sui-
cidio colectivo, el cual tendría lugar en caso de que la Corte Constitucional
fallara en favor de la compañía petrolera nos recordaron, de un lado, que en
su lucha por la tierra ellos ya una vez habían apelado a esta forma extrema de
lucha, al haber sido desplazados de sus tierras por los conquistadores blancos,
es decir al haber perdido la base material mínima para el autodesarrollo y flo-

39 Sentencia T-349, o.c. p. 26.


138 Francisco Cortés Rodas

recimiento de su cultura, y, de otro lado, nos mostraron que las reclamaciones


de pertenencia sobre sus tierras, fundadas en la vinculación de sus valores y
forma de vida con un espacio geográfico determinado, exigían el estableci-
miento de unos derechos especiales para ellos en tanto minoría cultural. Estos
derechos, distintos a los derechos civiles y políticos, deberían servir, según las
argumentaciones de los u’wa, para asegurar su protección como grupo mino-
ritario frente al poder político y económico de un grupo más poderoso, como
es la compañía petrolera Oxi. En suma, lo que los u’wa reclaman, es que ellos
como minoría cultural tienen el derecho de imponerle restricciones a otros
grupos, con el fin de asegurar los medios y recursos necesarios para la repro-
ducción y florecimiento de su forma de vida.
El fallo de la Corte sobre este caso fue absolutamente consecuente con el
principio constitucional de la protección a la diversidad étnica y cultural con-
sagrado en los artículos 7, 10, 70, 171, 176, 246 y 286 de la Carta; al recono-
cer el derecho de los u’wa sobre sus tierras, suelo y subsuelo, negar
temporalmente a la compañía petrolera la posibilidad de buscar petróleo en
los territorios protegidos, y definir un plazo de 390 días al gobierno para vol-
ver a realizar la consulta con los u’wa, la Corte Constitucional estableció
como orientación en los casos sobre el pluralismo, que concibe a los derechos
fundamentales como garantías de las minorías contra el querer de las mayo-
rías. La reciente decisión del Consejo de Estado, según la cual, su fallo prima
sobre el de la Corte Constitucional tendría como inmediata consecuencia para
los u’wa, que la Oxy podrá penetrar su territorio para empezar a «desangrar
la madre tierra». La amenaza de los indígenas de la etnia u’wa de suicidarse
colectivamente está, pues, de nuevo en pie y depende, por ahora, de cómo se
resuelva el conflicto de competencias entre los dos altos tribunales.
En relación con el caso de los Paeces no hay aún pronunciamiento de la
Corte. Pero las sentencias sobre los casos de El Tambo y del embera-chamí
son muy ilustrativas de los avances y desarrollos hechos por la jurisprudencia
constitucional40. La Corte, en los dos casos, al hacer procedente las respecti-

40 Hay una clara diferencia en la interpretación de los principios constitucionales sobre plu-
ralismo y diversidad étnica en estas dos sentencias. Al respecto véase el artículo «Diversidad
Étnica y Jurisdicción Indígena en Colombia», Gloria Isabel Ocampo A. Manuscrito. La autora
muestra que se pueden desarrollar dos posibles interpretaciones sobre el asunto de la diversidad
étnica en Colombia, «una restrictiva, que condiciona la existencia de la pluralidad de ordena-
mientos a que éstos guarden una rigurosa compatibilidad con la Constitución... y a la ley del Esta-
do, y una interpretación expansiva que sujeta la autonomía jurisdiccional indígena a sólo un
núcleo de derechos considerados como fundamentales... y en todo caso sin sujeción a la ley y
bajo el entendido de que esos derechos intangibles deben ser interpretados de manera acorde con
las convicciones profesadas por las comunidades». (21). Según esto, como lo propone Ocampo,
puede considerarse la sentencia T-254 como restrictiva, puesto que presenta una concepción
estrecha de las implicaciones de la diversidad cultural, mientras que la T-349 sería expansiva, ya
que desarrolla una concepción más amplia del sentido de la autonomía política y jurisdiccional
de las minorías indígenas.
Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 139

vas acciones de tutela interpuestas, introdujo dos elementos; de un lado, reco-


noció el principio de diversidad étnica y cultural al ordenar, en el caso de El
Tambo, al cabildo indígena juzgar de nuevo al peticionario «según sus nor-
mas y procedimientos, pero de conformidad con la Constitución y la ley»41,
y, en el caso embera-chamí, pedir a esta comunidad, según lo enunciado en la
parte resolutiva de la sentencia, «se le consulte sobre su disponibilidad para
juzgar nuevamente al sindicado, conforme a sus prácticas tradicionales». De
otro lado, afirmo la inviolabilidad de los derechos humanos fundamentales al
confirmar que en ambos casos la tutela se concede por violación al derecho al
debido proceso.
Si atendemos al sentido de estos fallos de la Corte Constitucional pode-
mos decir, entonces, que en el caso de los u’wa el sistema liberal de los dere-
chos individuales, consagrado en la Constitución de 1991, sería suficiente
para garantizar las demandas de reconocimiento de la integridad de esta for-
ma de vida cultural. En los casos de El Tambo y el embera-chamí, lo que se
estableció en estas sentencias es, que el sentido esencial del sistema liberal de
los derechos individuales es el del respeto a los derechos y libertades básicas,
y al principio de diversidad étnica y cultural; y que esto último se consigue
protegiendo no sólo los derechos, a la vida, la integridad personal y al debi-
do proceso, sino también, asegurando la especificidad de los procedimientos
y formas de castigo internas a las comunidades. Así, se puede concluir, enton-
ces, que para garantizar las demandas de reconocimiento de la integridad de
las formas de vida culturales, como las comunidades indígenas, no es nece-
sario recurrir a la justificación de una teoría de los derechos de las minorías,
ya que éstos pueden ser asegurados en forma adecuada, sí es posible articular
el sistema de los derechos civiles y políticos con una política que reconozca
y valore la diversidad étnica y cultural.

[Mayo 1997]

41 Sentencia T-254, o.c. p. 24.


141

SEGUNDA PARTE
EL MULTICULTURALISMO EN COLOMBIA
143

Comunidades, ciudadanos y derechos

María Teresa Uribe de H.

El multiculturalismo y la democracia local, consagrados en la carta de


1991, han sido considerados como giros significativos en la historia del cons-
titucionalismo colombiano; como novedades que irrumpen en el cielo sereno
de una esfera pública construida sobre las bases de un paradigma esencial-
mente liberal, centrado en los derechos individuales, «ciego a las diferencias»
y que sólo tardíamente habría incorporado nuevos derechos colectivos.
Se supone también una cierta linealidad en la incorporación de esos dere-
chos al orden constitucional y a la vida política de los colombianos, que se
habría iniciado con la inclusión de los derechos civiles para seguir con los
políticos y sociales culminando con los culturales para reencontrar así, en la
nueva Constitución y a las puertas del siglo XXI, las comunidades y las etnias
perdidas.
Sin embargo, una mirada en clave cultural y política de la historia constitu-
cional de Colombia, puede contribuir a matizar estas afirmaciones; a desvirtuar
la linealidad en el desenvolvimiento de los derechos ciudadanos; a percibir su
desarrollo desigual y conflictivo y a constatar cómo, en las ciudadanías mesti-
zas que han predominado en la vida política de Colombia, hay más rasgos de la
hipótesis comunitaria y multicultural que de la hipótesis del ciudadano indivi-
dual.
La dicotomía sugerida por el título de esta ponencia (comunidades y ciu-
dadanos) significa ante todo un marco de referencia para situar teóricamente
el contrapunto entre un polo definido por el ciudadano moderno, individuo
aislado que rige sus acciones de acuerdo con la racionalidad y el cálculo,
capacitado para deliberar en público y suscribir contratos sobre el orden de lo
estatal, frente a otro polo, formado por comunidades históricamente consti-
tuidas: étnicas, societales, vecinales, religiosas o de otro orden, que desean
144 María Teresa Uribe de H.

preservar su cohesión, su identidad, sus derechos tradicionales y su visión


particular de vida buena.
Como corolario de esa dicotomía, se introduce un tercer polo, el de los
derechos —individuales o colectivos, de inclusión o diferencia— cuyo deve-
nir permite explicar las relaciones de tensión o complementariedad entre los
dos polos iniciales.
Esta tríada que sugiere el título, delimita el campo teórico en el que se rea-
liza la indagación histórica sobre el proceso de constitución del ciudadano y
sus derechos; se trata de establecer, de qué manera irrumpieron y arraigaron
las instituciones liberales modernas en sociedades que no lo eran y cual fue el
resultado —siempre inacabado siempre en construcción— de ese amalgama-
miento conflictivo y difícil entre el ideario de las instituciones liberales y de
las utopías ilustradas con las realidades étnicas, societarias y regional-locales.
Ese contrapunto entre comunidades y ciudadanos tiene su expresión en los
corpus constitucionales y en la manera como se articulan en ellas los derechos
individuales y colectivos pero también en la acción social, en las prácticas
culturales, en los usos, costumbres y modos de resolver —en la práctica— los
problemas de la autoridad, el poder, la obediencia, la jerarquía, la justicia y la
convivencia social.
Es decir; ese contrapunto tiene su expresión en la órbita constitucional y
legal pero también en esa llamada «zona gris», donde se encuentran, de mane-
ra bastante conflictiva, la esfera pública del Estado y de la política con el
mundo de lo doméstico privado, en el que se desarrolla, entre múltiples ava-
tares, la vida de los sujetos sociales.
Esa tensión constante en la historia política colombiana, entre una esfera
pública regida por los principios del Republicanismo y el Liberalismo moder-
nos y una esfera doméstico-privada de fuerte y resistente raigambre comuni-
taria y pluricultural, está marcando —para bien o para mal— las posibilidades
reales de consolidación democrática y tienen un enorme influjo sobre el
carácter y la especificidad de la ciudadanía y de los derechos de diferente
orden que logren consolidarse.
Desde esta perspectiva analítica me propongo desarrollar algunas tesis —
sujetas aún a revisión y matización como corresponde a una investigación en
marcha— sobre el desenvolvimiento constitucional e histórico de los dere-
chos y sus expresiones en la conformación de la ciudadanía en Colombia; las
tendencias generales de este proceso se pueden enmarcar en los siguientes
puntos:
1. La historia del desenvolvimiento de los derechos en Colombia, está
enmarcada por un desarrollo desigual que favorece a los de orden colecti-
vo, mostrando una suerte de déficit crónico de tipo histórico en lo que tie-
ne que ver con la consolidación de los derechos individuales, civiles y
políticos.
Comunidades, ciudadanos y derechos 145

2. Como resultado del contrapunto entre comunidades y ciudadanos; del


desarrollo desigual de los derechos y de las debilidades de los procesos socia-
les de individuación, la hipótesis de la ciudadanía que reposa sobre un con-
junto de valores y supuestos del individualismo, no logró consolidarse como
realidad social o como referente para la acción política; sin embargo, el orden
político resultante del amalgamamiento entre el ideario republicano liberal y
las comunidades locales, regionales y étnicas de fuerte arraigo, condujeron a
la consolidación de ciudadanías mestizas, verdaderas componentes elementa-
les de la trama de la política en Colombia.

1. EL DÉFICIT HISTÓRICO DEL CIUDADANO INDIVIDUAL Y SUS DERECHOS

El paradigma político del liberalismo de tipo 1 «ciego a las diferencias»


según la clasificación de Taylor1, sólo tuvo expresión constitucional y social
en el proyecto político y ético cultural de los Liberales Radicales; esto es,
entre 1853 y 1886; fueron ellos quienes intentaron construir un orden social
sustentado en el individuo como componente elemental y en el ciudadano
como referente de identidad pública.
Este proyecto de los liberales radicales2 se concentró en la identificación
y fortalecimiento de los derechos individuales —genéricamente establecidos
en las constituciones anteriores— en la secularización de la vida política, en
la idea de una Nación construida sobre las tesis del contrato social, libre de
referencias históricas, de tradiciones culturales o étnicas y en el diseño de
una moral pública centrada en la tolerancia y en el sujeto privado. Ni antes
ni después, ese liberalismo clásico se constituyó en hipótesis para la cons-
trucción del estado y de la política.
En el constitucionalismo anterior al medio siglo y desde la independencia,
predominó la tradición republicana3 y el énfasis estuvo puesto en el diseño de
respuestas viables a los problemas de la soberanía, la autodeterminación y la
representación de la nación ante el estado; es decir, en temas que conciernen
más a las colectividades que a los individuos.
La hipótesis del ciudadano estuvo presente en los corpus constitucionales
desde 1811, como también en los debates políticos que se llevaban a cabo en
las tertulias, las sociedades de Amigos del País, las logias masónicas y la
prensa de la época y lo más importante, hizo parte de las representaciones
colectivas de la elite ilustrada, pero la percepción del ciudadano y sus dere-

1 CH. TAYLOR, El multiculturalismo y la política del reconocimiento. México, Fondo de


Cultura Económica, 1993.
2 G. ESPAÑA, Los radicales del siglo XIX. Bogotá, Ancora Editores, 1984.
3 D. BRADING, «Republicanismo clásico y patriotismo criollo». En Mito y profecía en la
historia de México. México. De Vuelta 1988.
146 María Teresa Uribe de H.

chos se avenía mejor con el patriotismo, la autodeterminación y los derechos


colectivos que con un sujeto individual privado4.
En la práctica política y en los textos constitucionales, el ciudadano y sus
derechos estuvieron definidos en los viejos marcos coloniales del «vecinaz-
go»; así se denominaba a los habitantes de una villa o ciudad que tuviesen
«casa poblada», contribuyesen al sostenimiento económico del cabildo y la
comunidad y que fuesen reconocidos como personas de honor y respeto. Este
ciudadano colectivo se enmarca en una concepción corporativa o comunita-
ria de lo social pues lo que lo habilita para ser ciudadano es su pertenencia a
una colectividad anterior —la ciudad o la villa—5.
A su vez, este ciudadano era ante todo un sujeto concreto, territorializado,
reconocido, perteneciente a un colectivo determinado y en esas característi-
cas se basaba su identidad y sentido de pertenencia; quizá allí habría que bus-
car la clave de las tendencias federativas y de la pervivencia de
diferenciaciones entre «notables» o «familias distinguidas» y el común tan
presente en la vida social colombiana.
Esta figura del ciudadano colectivo de fuerte arraigo localista y comuni-
tarista se opone de hecho a aquellos atributos que definen al ciudadano
moderno; la universalidad, la igualdad, la individualidad y la abstracción.
Esta concepción corporativa o comunitaria del orden político fue acentua-
da por la tradición republicana predominante en esta primera época, dado el
énfasis de esta tradición en la existencia de un bien público más allá de los
individuos y de sus intereses privados, tradición que toleraba mal los argu-
mentos del liberalismo clásico sobre todo en aquellos aspectos concernientes
al mercado y los intereses privados ya que esta corriente supone una inequí-
voca superioridad moral del interés público, perfil que define, al ciudadano
virtuoso e ilustrado.
Si el liberalismo clásico no tuvo mayores antecedentes en el constitucio-
nalismo republicano y en la vida política de la primera época, tampoco lo
logra desarrollar después de 1886; esta constitución, la de mayor permanen-
cia en la historia colombiana, hija del movimiento Regenerador, significó un
recorte sistemático de los derechos individuales tanto en la Carta como en las
prácticas de gobierno; una drástica suspensión del proceso de secularización,
iniciado tímidamente desde la independencia y asumido de manera frontal por
los gobiernos radicales del medio siglo y una vuelta a la centralización del
poder y de la nación unitaria6.

4 J. KONIG, HANS, En el camino hacia la Nación. Bogotá. Banco de la República 1993


pp. 327-361.
5 M.T. URIBE, «Proceso Histórico en la configuración de la ciudadanía». En Estudios
políticos 9. Medellín julio-dic. 1996.
6 M.T. URIBE DE H., «Legitimidad y violencia, una dimensión de la crisis colombiana». En
Rasgando Velos. Medellín, Editorial Universidad de Antioquía, 1993.
Comunidades, ciudadanos y derechos 147

Tampoco en este contexto del constitucionalismo regenerador, el ciudada-


no moderno y sus derechos tuvieron posibilidades de desarrollo pues la uni-
dad nacional y la identidad ciudadana se realizaron en torno a la moralidad
católica, inscribiendo a los sujetos sociales en una matriz de tipo histórico
cultural y de fuerte sabor tradicional.
De esta manera, sociedad civil y comunidad de católicos vinieron a ser
términos equivalentes; la esfera pública con su moral civil y sus normas autó-
nomas —así fuesen contrarias a otras concepciones del mundo, incluidas las
religiosas— tan importante para los republicanos de la primera época y para
los radicales del medio siglo, quedó desdibujada en la práctica y el ciudada-
no pasó a ser el buen cristiano.
Lejos quedaban los imaginarios del ciudadano virtuoso e ilustrado del pri-
mer Republicanismo y del ciudadano tolerante e individual del Radicalismo;
a su vez, el acento comunitarista histórico de esta constitución y su sesgo reli-
gioso, rechazaba de plano las tesis del interés individual propugnando por el
bien común.
De los propósitos centrales de la Regeneración, sólo tuvo éxito la lucha
contra la secularización; formalmente se logró centralizar la administración
mas no el poder que continuó residiendo en lo local y regional y la idea de
unificar y fortalecer la nación en torno a la moral católica, la tradición cultu-
ral y el arraigo territorial, funcionó más como mecanismo excluyente que
como principio de integración social y de identidad nacional; éstas continua-
ron tan fragmentadas y confrontadas como habían estado durante todo el siglo
anterior.
El desarrollo de las ciudadanías y sus derechos en el constitucionalismo
del siglo XX, se define en rasgos muy generales, por un perfil claramente
colectivo y social-corporativo; la reforma constitucional de 1936 y el desa-
rrollo legislativo que la acompañó7, pusieron a funcionar estrategias y planes
específicos para hacer realidad las demandas de las masas de obreros y cam-
pesinos que irrumpían en la vida política y se movilizaban para reclamar y
exigir derechos sociales: el derecho a la tierra, a la soberanía nacional, a la
formalización de las relaciones laborales, a la educación y a la salud; en suma,
derechos colectivos que beneficiaban a grandes grupos sociales organizados
en torno a formas nuevas de sociabilidad y de acción colectiva y en cuya con-
solidación tenía un lugar central el aparato de estado, dotado ahora de fun-
ciones económicas y de bienestar social.
Este modelo de Estado interventor y asistencial, se avenía mal con el uni-
verso de los derechos individuales, sobre todo con los referidos a la propie-
dad y el libre juego de las fuerzas del mercado sujetas ahora al control de
rígidas políticas públicas.

7 A. TIRADO MEJÍA, La revolución en marcha, o.c.


148 María Teresa Uribe de H.

La lucha por los derechos sociales y la inclusión de las masas en la polí-


tica, coexistió con un proceso de ampliación de los derechos civiles y políti-
cos; la reforma constitucional de 1910, consagró los derechos de la oposición
y de las minorías políticas y en 1957 les fue otorgado el voto a las mujeres
universalizando la ciudadanía; sin embargo, estos desarrollos tan importantes
en el campo de los derechos, no fueron demandados por las masas ni estu-
vieron precedidos de movilizaciones amplias como sí ocurrió en el caso de los
derechos sociales.
De alguna manera, pareciera que entre los sujetos sociales pesara más el
imaginario de lo colectivo que de lo individual; y que entre los grupos políti-
cos tuviesen más arraigo y sentido para la acción, los derechos sociales que
los políticos o civiles.
La constitución de 1991, estuvo precedida de una profunda crisis política
que además de la violencia difusa, la deslegitimación del Estado, la pérdida
de identidad con los partidos viejos y nuevos y un incremento en los niveles
de ingobernabilidad, tuvo como referente importante una pérdida de centrali-
dad del estado en la vida política (crisis de la matriz estadocéntrica) y un
ascenso de los movimientos sociales, comunitarios, étnicos, locales, urbanos
y de género de cuyas luchas y demandas surgió, no sólo la necesidad de con-
vocar una asamblea constituyente sino también el perfil comunitario y multi-
cultural de la carta8.
Esta especie de politización de lo social-privado (matriz sociocéntrica) y
de despolitización de lo público, que está revolucionando la manera de hacer
y pensar la política, continua la línea de fortaleza de los derechos sociales,
ampliándolos al otorgar reconocimiento a las etnias llamadas minoritarias y
enfatizando en los derechos de la diferencia y en la democracia local pero está
poniendo de presente una asimetría problemática, a mi juicio, con los dere-
chos civiles y políticos y quizá esa suerte de déficit histórico de ciudadanía
individual esté en la base de la ausencia de virtudes cívicas, de moralidad
pública, de intolerancia política y profundo irrespeto por la vida y por los
derechos humanos llamados de primera generación.

2. LAS CIUDADANIAS MESTIZAS

Si el ciudadano moderno no logró constituirse en el componente elemen-


tal del orden político y si sus derechos correspondientes han tenido un desa-
rrollo precario por decir lo menos, de allí no puede deducirse el fracaso en la
conformación de la ciudadanía o la calificación del proceso desde lo que no
es o desde lo que le falta para llegar a ser, identificando una suerte de subde-

8 M. CAVAROZZI, «Transformación de la política en América Latina contemporánea». En


Análisis Político 19 Bogotá, mayo-agosto 1993.
Comunidades, ciudadanos y derechos 149

sarrollo político y atraso institucional que estaría en la base de todas nuestras


desventuras políticas.
En el contexto colombiano y latinoamericano en general, las ciudadanías
realmente constituidas siguieron un proceso particular y diferencial de amal-
gamamiento o hibridación entre las instituciones liberales de diversa tradición
(Republicanas, Democráticas y Liberales), con las comunidades locales,
regionales y étnicas, resistentes a los embates por su disolución.
Este proceso de amalgamamiento ha sido descrito por varios historiadores
y analistas sociales interesados en identificar los procesos de modernidad en
América Latina y existe un cierto acuerdo entre ellos para señalar la particula-
ridad del proceso y la diferencia con los modelos Europeos y Norteamerica-
nos, enfatizando en las combinatorias, las aleaciones y los amalgamamiento9.
Néstor García Canclini10 habla de Ciudadanías Híbridas, destacando las
diversas facetas o perfiles, tradicionales y modernos que se conjugaron en ese
imaginario del ciudadano individual; Francois Xavier Guerra11, aunque coin-
cide con García en el carácter híbrido de las ciudadanías, es decir en sus resul-
tados, se orienta hacia su reconstrucción histórica y habla de Ciudadanías
alternativas, o sea de modelos diferenciales en Occidente para la construc-
ción de esa figura central del orden político moderno y también con el pro-
pósito de rescatar las mixturas y amalgamamientos que los diversos
liberalismos han tenido en el constitucionalismo colombiano.
La propuesta de nominarlas como ciudadanías Mestizas, sigue la línea de
las argumentaciones anteriores, recogiendo las hibridaciones de García Can-
clini y los procesos históricos diferenciales o alternativos que propone Gue-
rra, pero prefiero hablar de Mestizaje político cultural con el ánimo de
reconstruir las huellas y las improntas que comunidades, organizaciones
societales, corporaciones y etnias han dejado en esta figura central del mun-
do político moderno; el ciudadano individual y sus derechos.

2.1. El ciudadano-vecino como actor colectivo

La primera forma de hibridación o mestizaje, se enmarca en la noción del


ciudadano-vecino, a través de la cual, se conjuga magistralmente la implan-
tación de los derechos civiles y políticos, sin romper con las formas tradicio-
nales de organización en una sociedad premoderna o de Antiguo Régimen12.

9 A. QUIJANO, «Modernidad, Identidad y Utopía en América Latina». En Modernidad y


Universalismo. Caracas, Editorial Nueva sociedad, 1991.
10 N. GARCÍA CANCLINI, Consumidores y ciudadanos. México. Grijalbo, 1995.
11 X. GUERRA FRANCOIS, Modernidad e Independencias. México, Fondo de Cultura Econó-
mica, 1993.
12 A. ANNINO, «Ciudadanía y Gobernabilidad Republicana». Ponencia presentada al foro
sobre representación política. Bogotá. Instituto de Estudios Políticos. Universidad Nacional
1995. Mimeo.
150 María Teresa Uribe de H.

El ciudadano de la nueva república, definido por la constitución de Cádiz


de 1812 y retomado casi textualmente por las constituciones colombianas has-
ta 1843, no fue otra figura que la del vecino, el antiguo habitante de las loca-
lidades distinguidas con el rango de Villas o Ciudades.
Con esta decisión constitucional, se transformó la comunidad local en la
fuente de los derechos políticos13 y la ciudadanía, otorgada a los indígenas,
primero en Cádiz y luego ratificada por Bolívar en 1819 para la Nueva Gra-
nada, hace que las comunidades indígenas se vuelvan así mismo fuente de
derechos constitucionales como los demás pueblos.
No es extraño entonces que en estos primeros años de vida republicana, la
noción de igualdad, más que a un derecho individual, apele a un derecho
colectivo de los pueblos, las comunidades, las provincias y las regiones, para
quedar en pie de igualdad frente a la posibilidad «de fundar su propia ley» y
de construir la Nación y el Estado; es decir, de ejercer los derechos políticos
de la autodeterminación y la representación14.
Esta noción de la Igualdad, es la que predomina en los documentos polí-
ticos de la independencia y en los debates constitucionales que le sucedieron,
en una línea que va de las tesis esgrimidas por Camilo Torres en «El Memo-
rial de Agravios» (1809) pasando por los intentos de unidad nacional que con-
fluyeron en 1814 con la creación de «las Provincias Unidas» para concluir
con los Códigos Electorales elaborados entre 1823 y 1844.
Cuando ocurre la ruptura de los vínculos con la autoridad suprema de la
Monarquía que llevó a la proclamación de la soberanía de «los pueblos», lo
que apareció en el escenario político no fueron las individualidades sino las
Ciudades y las Villas que asumieron el derecho a la autodeterminación, y dic-
taron su propia ley, mediante la elaboración de constituciones modernas que
consagraron, de manera más o menos explícita, los derechos civiles y políti-
cos15.
Fueron estas comunidades locales y regionales, las que proclamaron la
independencia y lucharon por ella y entre ellas; estos colectivos fueron los
actores políticos reales que concurrieron como partes diferenciadas al difícil
proceso de constitución de la Nación.
Esta reivindicación de la igualdad colectiva, se va ampliando, como un
abanico, a comunidades locales más pequeñas y subordinadas de las ciudades
y las villas principales, y logran conquistar, incluso por la guerra, el derecho
colectivo a la igualdad y a la ciudadanía, haciendo del vecino de cada comu-
nidad o parroquia, independientemente de su tamaño e importancia, el ciuda-

13 A. ANNINO, o.c.
14 X. GUERRA FRANCOIS, «El soberano y su reino». Ponencia presentada al foro sobre repre-
sentación política. Bogotá. Instituto de Estudios Políticos. Universidad Nacional 1993.
15 X. GUERRA FRANCOIS, «El Soberano y su Reino». Ponencia presentada al foro sobre
representación política. Bogotá. Instituto de Estudios Políticos. Universidad Nacional 1995.
Comunidades, ciudadanos y derechos 151

dano de la nueva Nación; las primeras constituciones se propusieron situar, en


condición de igualdad, a todas las comunidades aboliendo los privilegios y
los fueros especiales de las villas y las ciudades principales pero mantenien-
do en las comunidades la fuente de los derechos ciudadanos16.
La contradicción entre una Nación moderna inexistente aún, pero a la que
se apelaba como sujeto de la soberanía y como fuente de legitimación del
poder republicano, y una realidad de comunidades de diverso tipo, con sus
imaginarios de igualdad colectiva que pactaban derechos recíprocos entre sí
y con el Estado como la cabeza de ese conglomerado plural, se salda por la
vía del ciudadano vecino17.
Los derechos políticos de representación y elección, descansaron en las
comunidades locales dado el carácter de la hibridación o mestizaje entre ciu-
dadano y vecino; la exigencia para que un sujeto individual lograra la condi-
ción de ciudadano era la de tener previamente la de vecino; es decir, la de
pertenecer a una colectividad local, a un todo orgánico y cohesionado en tor-
no a identidades culturales, afectivas, parentales, étnicas o referidas a solida-
ridades de tipo tradicional y no necesariamente identificadas en torno a los
grandes principios éticos del contrato social.
En estas primeras formas de ciudadanía mestiza, predomina un doble refe-
rente comunitario: pues entre el sujeto individual y el Estado, existen cuerpos
intermedios muy diferenciados, las comunidades y es la pertenencia a éstas
en calidad de vecino lo que convierte a un sujeto individual en ciudadano;
este encuadramiento de las comunidades tradicionales en los marcos liberales
de la representación, chocan con el modelo clásico que presupone una rela-
ción directa entre el ciudadano individual y el Estado.
El segundo referente comunitario del ciudadano vecino tiene que ver con
que las formas predominantes de identidad son las culturales; es la pertenen-
cia a un colectivo histórico lo que le otorga sentido a la ciudadanía pero estos
colectivos de ciudadanos vecinos no se identifican en torno a referentes polí-
ticos y las distinciones republicanas entre las esferas pública y privada que-
dan diluidas en la práctica18.
La comunidad como cuerpo intermedio y como depositaria de los dere-
chos políticos, se refuerza de manera significativa en los códigos electorales
porque si bien las condiciones exigidas para acceder al voto son determina-
das desde el Estado central, buscando condiciones de igualdad jurídica para
todos los vecinos, se les otorga a las juntas calificadoras de cada localidad,

16 J. OCAMPO LÓPEZ, El proceso ideológico de la emancipación en Colombia. Bogotá. Ter-


cer Mundo, 1983.
17 M.D. DELMAS, «Pactismo y constitucionalismo en los Andes». En De los Imperios a las
Naciones. Zaragoza, 1994.
18 X. GUERRA FRANCOIS, Modernidad e Independencias, o.c.
152 María Teresa Uribe de H.

conformadas por los sujetos notables y más distinguidos, la verificación de


esos requisitos generales.
Son los vecinos notables constituidos en junta calificadora, quienes tienen
la potestad de elaborar los listados de las personas que, a su juicio, llenan los
requisitos para ejercer los derechos de elección y representacion, dándoles de
hecho un poder discrecional muy grande para definir quienes se incluyen o se
excluyen del cuerpo político o el «demos»19.
Esto significa que si bien en la definición constitucional, el individuo sería
el sujeto de los derechos políticos, la condición de vecino sitúa la ciudadanía
en la órbita de las comunidades y además, son éstas, representadas por sus
«notables», quienes definen, en última instancia, quién puede ejercer los
derechos políticos y quién no.
La lógica de la representacion es doble: el Estado central delega en las
comunidades locales el control sobre la ciudadanía y el acceso al voto y la
comunidad delega en el Estado el ejercicio de la soberanía.
Esta mixtura entre formas modernas y tradicionales, les otorga de hecho a
las comunidades amplias posibilidades de negociación con el Estado y de
intermediación entre los sujetos sociales y las instituciones del poder público,
generando formas de acción política cuya expresión fueron los Caudillismos,
los Gamonalismos y las Clientelas20.
Desde esta perspectiva, tendríamos que concluir que si bien la noción de
ciudadano y sus derechos fue una novedad radical y una verdadera mutación
cultural que funda en Colombia el orden político moderno, también es nece-
sario señalar que esas mutaciones no se realizaron en el vacío sino en socie-
dades concretas que impregnaron con sus imaginarios y realidades sociales
esa figura desafiante de la ciudadanía.
Las ciudadanías mestizas que resultaron de ese amalgamamiento, no son
en sentido estricto las definidas por el modelo liberal clásico; sin embargo, se
constituyeron en la base de una forma particular de hacer y pensar la política
e indujeron formas alternativas de participación en la vida pública, cuya
importancia no se ha evaluado suficientemente.

2.2. El contrapunto entre el Ciudadano Local y el Ciudadano Nacional

Otra forma de ciudadanía mestiza es la que resulta del proyecto inconclu-


so de los Liberales radicales21, quienes orientaron sus propuestas constitucio-
nales y políticas hacia la consolidación del ciudadano individual y sus
derechos; hacia la secularización de la política y la abolición de los cuerpos
comunitarios intermedios, con el propósito de establecer el respeto a la ley,

19 M.T. URIBE, «Proceso Histórico en la conformación de la ciudadanía», o.c.


20 F. ESCALANTE GONZALBO, Ciudadanos Imaginarios. México, Colegio de México, 1993.
21 G. ESPAÑA, o.c.
Comunidades, ciudadanos y derechos 153

como único vínculo posible entre los ciudadanos y de cada uno de ellos con
el Estado.
Estos cambios marcan una trayectoria que va del Republicanismo al Libe-
ralismo y que redefine los paralelos y los meridianos de los derechos indivi-
duales; cada individuo es depositario de la soberanía, dejando atrás la
soberanía de «los pueblos» y la igualdad colectiva de las comunidades ante el
Estado.
Todas estas redefiniciones ponen en cuestión el carácter de los nexos o
vínculos que integran los sujetos entre sí; la sociedad, así pensada, ha dejado
de ser un conjunto orgánico de comunidades locales cuyos miembros estarí-
an ligados por vínculos preexistentes de sangre, herencia, etnia o tradición y
ha pasado a ser imaginada bajo un modelo de tipo asociaciativo, voluntario,
«inter pares», donde cada uno es dueño de sí mismo, igual a los demás y pose-
edor de un amplio esquema de libertades públicas22.
Se trata como diría Berman23, de la gran profanación del orden sacro, no
sólo por su énfasis en la secularización y la proclamación de un orden laico,
sino porque están poniendo en cuestión todas las dimensiones que trascien-
den al individuo: el pasado, la tradición, la herencia, el destino común, la cul-
tura y los valores tradicionales.
La ciudadanía individual así pensada, connota dos aspectos centrales: el
derecho a la igualdad y el derecho a la libertad; la igualdad individual res-
pondía a una estrategia de inclusión para todos aquellos sujetos descorporati-
vizados de sus comunidades ancestrales como efecto del nuevo orden social
y de la metáfora del ciudadano individual; indios de resguardo y esclavos
negros recién liberados (1851), pero a su vez, se orientaba también hacia otros
excluidos de la ciudadanía: los jornaleros, los peones de hacienda, los traba-
jadores domésticos, los concertados, los manumisos y todos aquellos que
carecían de renta, autonomía e independencia económica y que en la tradición
Republicana se suponían representados por el patrón o cabeza de familia.
En esta noción de igualdad individual se expresa una profunda descon-
fianza en la pluralidad de cuerpos intermedios, que habían devenido los depo-
sitarios de los derechos políticos y los actores colectivos del Régimen
Republicano y desconfiaban también los Liberales Radicales de las diferen-
cias estamentales y corporativas que habían sido el recurso para restringir el
cuerpo político y para mantener privilegios y asimetrías sociales inaceptables
en esta nueva metáfora de la política24.
El derecho a la libertad, connota, entre otras cosas, que nada estaría por
encima del ciudadano individual, ni el estado, ni el poder, ni la religión, ni la

22 A. RENAULT, «Las Lógicas de la Nación». En Gil Delanoi (Compilador), Teorías del


Nacionalismo. Barcelona, Paidós, 1993.
23 M. BERMAN, Todo lo sólido se desvanece en el aire. México. Siglo XXI, 1988.
24 M. MURILLO TORO, «El sufragio Universal» en Los Radicales del siglo XIX, o.c.
154 María Teresa Uribe de H.

tradición; el individuo, poseedor de la libertad y de las libertades, era el fabri-


cante del Estado, artificio cambiable y transformable por voluntad de los ciu-
dadanos y que estaría allí con el único propósito de garantizar los derechos
individuales y las libertades públicas.
Desde estos presupuestos del liberalismo individualista, se ampliaron de
manera significativa los derechos civiles y políticos; en la carta de 1853 y por
primera vez en la historia constitucional del país, aparece un capítulo dedica-
do a los derechos, aboliendo las viejas distinciones entre aquellos pertene-
cientes a los nacionales colombianos y los de un círculo más restringido, el
de los ciudadanos, unificando así, derechos civiles y políticos y especifican-
do de manera amplia y precisa cada uno de ellos.
Se amplía el derecho al voto a todos los varones mayores de 21 años sin
ningún requisito censitario y se transforma el código electoral instaurando la
elección directa y secreta, sin cuerpos intermedios de electores de varios gra-
dos entre el ciudadano local y la cúspide del poder.
Este modelo clásico del liberalismo, cuya divisa fueron los derechos
individuales, estuvo rodeado de grandes dificultades para su consolidación
y sólo logró funcionar parcial y regionalmente; sin embargo, no puede
deducirse de allí que fuese un mero discurso retóricopues los Liberales
Radicales fundaron sobre bases constitucionales y legales la figura del ciu-
dadano moderno y sus derechos, más no lograron nacionalizar la ciudada-
nía y del contrapunto entre localidades provinciales y Nación surgió otra
forma de ciudadanía mestiza o fragmentada que conservó las viejas arma-
zones comunitarias en los contextos locales y regionales, formando ciuda-
danos individuales en las cúpulas del poder público y entre las elites
políticas.
La nacionalización de la ciudadanía25 implicaba, además de su extensión
hacia las diferentes capas sociales y ámbitos territoriales, la capacidad de
imponer normas iguales para todo el territorio nacional y acceder a la consti-
tución de un territorio geométrico, homogéneo con unidades esencialmente
administrativas que tuviesen fuertes lazos con el centro como estrategia para
la transformación del sentido de pertenencia de los grupos locales.
La nacionalización de la ciudadanía implicaba pues la neutralización de
las culturas y las comunidades locales y se requería también, como dice Nor-
bert Elias26, la existencia de una sociedad pacificada y desarmada; desde estas
perspectivas sería muy difícil defender la idea de la ciudadanía nacional en el
siglo XIX, ni bajo el modelo Liberal ni bajo el orden Regenerador después de
1886; más la opción por el régimen político federal se constituyó en el recur-
so para mantener un equilibrio muy precario entre ciudadanías locales y
nacionales.
25 A. ANNINO, Ciudadanía y Gobernabilidad Republicana, o.c.
26 N. ELIAS, El proceso de Civilización. México Fondo de Cultura Económica, 1981.
Comunidades, ciudadanos y derechos 155

El régimen político confederado, fue en parte, el resultado de la debilidad


del Estado central para imponer normas iguales para todo el territorio y de la
fortaleza de los colectivos locales y regionales para impedirlo27, tensiones
múltiples que se resolvieron la mayoría de las veces por la vía de las guerras
civiles cuasipermanentes pero que pusieron de presente la capacidad de las
comunidades locales para negociar el orden y mantener su autonomía en la
definición de su desenvolvimiento político28.
Ante la dificultad de imponer un orden general y único para todo el terri-
torio se optó por la doble vía de descentralizar los problemas y sus soluciones
y de negociar el desorden y la desobediencia con los colectivos locales y
regionales29.
Así, terminó por consolidarse una suerte de ciudadanía mestiza, local y
nacional, que preservó los cuerpos intermedios entre el ciudadano y el Esta-
do, como poderes locales y regionales que asumieron de manera desigual y
diferenciada la puesta en marcha del paradigma liberal.
El itinerario hacia la consolidación de las ciudadanías locales y sus logros
autonómicos, se inicia con la promulgación de la ley de descentralización de
rentas y gastos (1851) que dejó en manos de los poderes locales y regionales
la posibilidad de definir sobre sus fuentes de rentas y la manera de invertir los
ingresos, lo que resulta muy significativo pues éste fue uno de los mayores
obstáculos para imponer normas iguales a todo el territorio de la Nación.
Se continuó con la reforma constitucional de 1853, que les otorgó a las
provincias en su artículo 48, la potestad de darse su propio orden interno y de
elaborar constituciones completas y se culmina con la instauración de la sobe-
ranía de los Estados Federales en la Constitución de 1863 o de Rionegro30.
La posibilidad otorgada, primero a las provincias y luego a los Estados
Soberanos, para elaborar constituciones y definir, entre otras cosas, sobre el
alcance de la ciudadanía y de los derechos civiles y políticos, se expresó en
dos puntos fundamentales: el primero y quizá más importante por sus efectos
hacia el futuro, tuvo que ver con la paradoja de la conservación de cuerpos
intermedios, de comunidades locales y regionales que desvirtuaban en la
práctica la intención de los liberales de establecer relaciones directas, abs-
tractas y formalizadas entre el ciudadano y el Estado; esto como resultado de
la imposibilidad de nacionalizar la ciudadanía.
El segundo punto tiene que ver con las amplias diferenciaciones que se
presentaron en la definición que las Constituciones Provinciales hicieron del

27 M.T. URIBE DE H. y M.J. ÁLVAREZ, Poderes y regiones. Medellín. Editorial Universidad


de Antioquía, 1988.
28 F. ESCALANTE GONZALBO, o.c.
29 F. ESCALANTE GONZALBO, o.c.
30 D. URIBE VARGAS, Las Constituciones en Colombia. Tomo 2. Madrid, Ediciones de Cul-
tura Hispánica, 1977.
156 María Teresa Uribe de H.

ciudadano y sus derechos; aquellas influidas por los Radicales como Socorro
y Vélez primero y después de 1863 la del Estado de Santander, se mantuvie-
ron los avances libertarios del ideario moderno, consolidando los derechos
políticos y civiles, las ciudadanías individuales, las libertades públicas e
incluso la primera constitución de Vélez amplió el derecho del sufragio a las
mujeres en 185331.
Por el contrario, otras provincias como Antioquia y Cundinamarca, con-
troladas por los conservadores, desmontaron el ideario liberal volviendo
sobre los criterios de la restricción de la ciudadanía y la limitación y el recor-
te de los derechos políticos y las libertades públicas.
Esta conjugación de órdenes regionales diferenciales y asimétricos, pro-
yectaron una imagen de ciudadanía plural y distinta, territorializada y pro-
fundamente enraizada con la particularidad de las comunidades locales; no
era lo mismo ser ciudadano del Socorro que serlo de Medellín y los derechos
civiles y políticos se ampliaban o se restringían de acuerdo con los ámbitos
geográficos; la imposibilidad de nacionalizar la ciudadanía preservó la
impronta comunitaria en el régimen de liberalismo clásico.
El propósito central del proyecto Regenerador expresado en la Constitu-
ción de 188632, fue precisamente el de nacionalizar la ciudadanía unificando
el territorio, homogenizándolo y diseñando un orden geométrico que restrin-
giera el poder real de los grandes Estados Federales.
La centralización del gobierno y de la administración permitieron, así fue-
se formalmente, aplicar normas generales y sin distinciones territoriales a los
diferentes espacios regionales, adoptando un solo modelo de ciudadanía y un
mismo esquema de derechos individuales, aunque para lograrlo hubiese teni-
do que apelarse a la guerra, al recorte sistemático de los derechos civiles y a
la suspención de las garantías individuales mediante la figura del Estado de
Sitio.
Sin embargo, la nacionalización de la ciudadana, así fuese desde una pers-
pectiva autoritaria, no logró su consolidación ni la supresión de los cuerpos
intermedios entre el ciudadano y el Estado, pues tanto en la Constitución de
1886, como en el Código electoral de 1888, se volvió sobre el voto restringi-
do y censitario, sobre la separación de los derechos civiles y políticos y sobre
las elecciones indirectas de dos y hasta tres grados.
De esta manera los cuerpos intermedios —Parroquias, Municipios y
Departamentos— conservaron la potestad de definir, sí quienes se acercaban
a las urnas cumplían o no con los requisitos exigidos para ejercer el derecho
al voto; es decir, que estos cuerpos intermedios tuvieron constitucional y
legalmente, el control y la dirección sobre los derechos de ciudadanía.

31 C. RESTREPO PIEDRAHITA, Constituciones de la Primera República Liberal. Tomo 2.


Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1979.
32 D. URIBE VARGAS, o.c.
Comunidades, ciudadanos y derechos 157

Sólo en 1932, se lograron imponer mecanismos objetivos y formales de


control sobre los derechos políticos a través de la expedición de un docu-
mento oficial de acreditación; la cédula electoral que luego se convirtió en
cédula de ciudadanía y la centralización y modificación de los procesos elec-
torales, no logran consolidarse hasta 1948.
Los mecanismos objetivos de acreditación, cumplieron la importante tarea
de suprimir, al menos legalmente, estos cuerpos intermedios entre el ciuda-
dano y el Estado, sin embargo tuvieron una vigencia legal de casi siglo y
medio de vida republicana, marcando una impronta comunitaria en el imagi-
nario del ciudadano individual.

3. EL BALANCE DE LOS DERECHOS

Estas mixturas entre los Liberalismos de diversas tradiciones con las rea-
lidades sociales y regionales, dispersas y desiguales, transformaron en la
práctica la hipótesis cívica del ciudadano y sus derechos, habriéndole paso a
las ciudadanías mestizas pero a su vez, esos referentes liberales, retóricos y
jurídicos, aparentemente formales, también lograron modificar y diferenciar
las comunidades y los grupos locales y societales.
Los comunitarismos evolucionaron de formas premodernas en el Antiguo
Régimen y el primer Republicanismo, hacia formas de intermediación políti-
ca de raigambre local y regional con pretensiones particularistas y autorida-
des en competencia, que cumplieron con la importante función de poner en
relación mundos diferentes; el del Estado regido por normas y leyes abstrac-
tas y el de las demandas y necesidades de las comunidades locales a través de
un manejo discrecional de la ley, del patrimonialismo y de la personalización
del poder, durante el siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX.
Estas comunidades locales y regionales, se transforman con la industriali-
zación, la modernización y la urbanización, en formas corporativas y asocia-
tivas en el marco de la crisis de los partidos y del auge de los movimientos
sociales, pero lo que establece un hilo de continuidad entre ellas es su opción
por los derechos colectivos.
Así, se transitó del comunitarismo de corte tradicional, hacia neocomuni-
tarismos modernos y de gran proyección política, que están haciendo realidad
los derechos sociales y culturales con sus demandas por el respeto a la dife-
rencia, la lucha por el reconocimiento y la política de la dignidad, pero en el
balance general se observa una asimetría preocupante con relación a los dere-
chos individuales, civiles y políticos.

Mayo 1997
159

Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción


indígena

Gloria Isabel Ocampo

La Constitución de 1991 reconoció la diversidad étnica y cultural de la


nación colombiana1 y estableció el pluralismo como paradigma de las rela-
ciones sociales; no se limitó a emitir normas de protección de los grupos étni-
cos, sino que llevó su reconocimiento y preservación al rango de principio
fundamental y de finalidad del Estado. Con ello sentó las bases para un mane-
jo de la multiculturalidad y de los conflictos de ella derivados que implica
autonomía y autodeterminación, el cual sustituye las fórmulas anteriores de
asimilación y de protección. Allí se plasmaron las reivindicaciones de los gru-
pos étnicos —especialmente de los indígenas— y la sensibilidad que se gene-
ró en la Asamblea Constituyente frente a temas como los derechos de
minorías y la cuestión étnica.
En desarrollo del citado principio la CP otorgó a los grupos étnicos un
conjunto de derechos orientados a garantizar la preservación de tal condi-
ción, función que fue asignada al Estado. Entre tales derechos, la oficiali-
dad local de los dialectos y lenguas de las minorías étnicas (art. 10), la
igualdad entre las culturas (art. 70 ), la participación especial en el Senado
y la Cámara de Representantes (arts. 171 y 176), la jurisdicción especial
indígena (art. 246) y la configuración de las entidades territoriales indíge-
nas con autonomía política y administrativa (art. 330). Estas normas desa-
rrollan además el art. 13 de la CP que ordena al Estado «promover las
condiciones para que la igualdad sea real y efectiva (y adoptar) medidas
en favor de grupos discriminados o marginados». El Constituyente desarro-

1 «El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana»


(art. 7°).
160 Gloria Isabel Ocampo

lla así el modelo de Estado social de derecho que sustituyó al modelo libe-
ral que inspiraba la Constitución de 1886.
Con lo anterior la CP admite que en el contexto de la sociedad colombia-
na actual, una política de la diversidad implica, necesariamente, el otorga-
miento de derechos especiales para tratar de garantizar la supervivencia de
grupos colocados en situación de vulnerabilidad. Ésta, en el caso de los gru-
pos étnicos, se deriva de una larga historia de sometimiento, marginalidad y
exclusión, y de haber quedado atrapados en un Estado de inspiración liberal
que no ha logrado cerrar la brecha entre sus propios postulados —democráti-
cos y liberales—, las realidades sociológicas del país, y su capacidad para
desarrollar las instituciones que en las sociedades occidentales modernas han
permitido garantizar condiciones razonables de seguridad y bienestar. En
efecto, a pesar de los procesos de modernización de la sociedad y del Estado
desarrollados en la segunda mitad del siglo —y aún de los avances en la cons-
trucción de un real Estado democrático de derecho, propiciados por la Carta
de 1991— el Estado presenta, en su estructura y en su funcionamiento, insu-
ficiencias y distorsiones que le han impedido generar condiciones de vida
social acordes con sus postulados y consolidar el monopolio legítimo de la
fuerza. Esto implica la incapacidad para garantizar a la población la realiza-
ción de derechos fundamentales —especialmente el de la vida—2 lo cual con-
trasta con el desarrollo de un sistema de derechos individuales que es, en
algunos aspectos, extraordinariamente refinado (la posesión de una dosis per-
sonal de droga ha sido despenalizada, lo mismo que la eutanasia, y la tutela
se ha ubicado como procedimiento eficaz de protección de los derechos sub-
jetivos).
Estos son aspectos del contexto en el que se ubican los grupos que en
Colombia reclaman una condición étnica como soporte de derechos especia-
les, y al cual no puede ser ajena una reflexión sobre derechos en nuestro país.
A lo expuesto se agrega la posición específica de los grupos étnicos en el sis-
tema social: menospreciados a causa de sus culturas y formas de vida por lo

2 En foros oficiales se ha revelado recientemente que la impunidad cubre el 98% de los


delitos denunciados, constituyendo éstos sólo el 26% de los cometidos porque las víctimas, que
no creen en la justicia, no los denuncian; el homicidio, que es entre nosotros la principal causa
de muerte, produce más de 30.000 víctimas al año; las lesiones personales son a su vez la pri-
mera causa de morbilidad y los presupuestos de salud se han dedicado mayoritariamente a aten-
der efectos de la violencia; a pesar de la idea generalizada sobre el carácter político de ésta, las
cifras indican que del total de las muertes violentas sólo un poco más del 14% corresponde a tales
móviles, porque aquí las soluciones de fuerza y especialmente el homicidio (en el marco de lo
que se entiende como «justicia privada»), han llegado a constituir una forma recurrente de «solu-
ción» de conflictos, lo cual permitiría caracterizar la situación que vivimos menos como una gue-
rra (figura a la que se recurre frecuentemente) que como un proceso de disolución del tejido
social desarrollado ante la indiferencia o la impotencia del Estado para contenerlo (El Tiempo, 15
de mayo de 1997, Foro sobre la inseguridad en Colombia, organizado por el Congreso de la
República).
Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 161

que se considera como su atraso e incapacidad para embarcarse en la «vía del


progreso», la mayoría se encuentran hoy imposibilitados para realizar sus
propios patrones de existencia, arrinconados en lo que aún les queda (o en lo
que han logrado recuperar) de sus territorios ante el avance de la coloniza-
ción, y ubicados en medio del fuego cruzado entre guerrilla, paramilitares y
ejército. Frente a tan adversas circunstancias, ellos han desarrollado, espe-
cialmente en las tres últimas décadas, una acción política encaminada a obte-
ner reconocimiento, a transformar sus condiciones de vida y su relación con
la sociedad mayoritaria3.
El propósito de esta ponencia es examinar, en la perspectiva de la antro-
pología, algunas implicaciones teóricas y políticas de la jurisdicción espe-
cial que la CP reconoce a las comunidades indígenas: «Las autoridades de
los pueblos indígenas podrán ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su
ámbito territorial, de conformidad con sus propias normas y procedimien-
tos, siempre que no sean contrarias a la Constitución y leyes de la Repúbli-
ca. La ley establecerá las formas de coordinación de esta jurisdicción
especial con el sistema judicial nacional» (art. 246). Este artículo se rela-
ciona con el 330 que otorga a las comunidades indígenas autonomía en el
gobierno de sus territorios, y con el art. 247 que autoriza la designación de
jueces de paz a los que se atribuyen funciones jurisdiccionales especiales
para «resolver en equidad conflictos individuales y comunitarios». El aná-
lisis se apoya en los siguientes presupuestos:
1. Las normas citadas plantean una doble tensión: entre el reconocimien-
to de ordenamientos jurídicos diversos y la consagración de derechos funda-
mentales de validez universal, de un lado; y entre el reconocimiento de la
multiplicidad étnica y el principio de unidad nacional, del otro. Estas tensio-
nes se originan en el hecho de que la diversidad étnica y cultural se opone al
postulado de la existencia de paradigmas valorativos y normativos supracul-
turales, universales o universalizables;
2. La interpretación del artículo 246 debe efectuarse sobre el reconoci-
miento de la irreductibilidad de dichas diferencias y divergencias, y no sobre
su anulación, a fin de evitar la paradoja a la que conduciría una lectura literal
del texto constitucional4, es decir, que la norma niegue el principio que la fun-
damenta (la diversidad y su valoración) y que su aplicación conduzca a borrar
del estado de diversidad que busca preservar;

3 Los grupos étnicos reconocidos en la CP reúnen 1.106.499 personas, de las cuales


643.156 son indígenas, 525.170 negros, 7.700 raizales y 1.480 cimarrones (estas son cifras apro-
ximadas debido a las deficiencias que se le han atribuido al censo de 1993). Los indígenas se dis-
tribuyen en 81 grupos, hablantes de 64 lenguas.
4 En la medida en que el artículo 246 exige que el ejercicio de la jurisdicción indígena sea
compatible con la Constitución y las leyes, condición según la cual, toda norma de conducta que
no se ciña a la ley podría ser tachada de contraria a ella.
162 Gloria Isabel Ocampo

3. La interpretación de la norma presenta dificultades que se originan en:


el hecho de que, para lograr los fines del constituyente, la interpretación deba
efectuarse en una dirección divergente respecto a la literalidad del texto; la
multiplicidad de entidades étnicas en el país con sus correspondientes orde-
namientos jurídicos; la confusión que provoca el que los grupos étnicos no
aparezcan hoy como entidades inmutables en relación con sus tradiciones cul-
turales originarias, sino como sociedades dinámicas que presentan distintos
grados de hibridación; la dificultad que plantea el intento de traducir sistemas
jurídicos otros al modelo mayoritario (y viceversa); y la disparidad de posi-
ciones respecto a la multiculturalidad y al tratamiento que se le debe otorgar
en la normatividad nacional.
4. La interpretación del texto constitucional remite a los contextos y
supuestos culturales de aplicación del derecho. Por ello, al abordarla, adopta-
ré un punto de vista según el cual los sistemas jurídicos se ubican en el cruce
entre las representaciones colectivas, la organización social y la experiencia
histórica de los grupos sociales. Esta posición implica que cualquier intento
analítico y comparativo de las normatividades étnicas debe incluir, más allá
de sus prácticas jurídicas (conjuntos de normas, reglas y procedimientos), una
indagación por la posición de los grupos que las generan, en el seno de diná-
micas socio-históricas específicas, y por los núcleos ideacionales que susten-
tan tales prácticas5.
Me propongo, entonces, exponer el carácter problemático del texto cons-
titucional al desarrollar la idea de que la nueva Carta asume una posición plu-
ralista, pero al supeditar el ejercicio de la jurisdicción indígena a la
normatividad general, establece un tutelaje sobre los sistemas jurídicos de las
comunidades indígenas los cuales quedan colocados en situación de ser —en
mayor o menor medida— alterados, y de cierta manera, administrados por el
Estado. Esta sujeción a una normatividad «superior» comporta la sujeción a
la visión del mundo implícita en el sistema jurídico mayoritario, lo cual plan-
tea una contradicción y genera un obstáculo al desarrollo del principio de pre-
servación de la diversidad étnica y cultural. Por lo tanto, trataré de sustentar
una interpretación máxima de la autonomía indígena por dos vías, la primera,
una lectura del art. 246 a la luz del enunciado constitucional de la diversidad
étnica y cultural de la nación colombiana como principio fundamental de la
organización jurídico-política, y la segunda, recurriendo al carácter de las
comunidades indígenas como sujetos jurídicos dotados de cierto grado de
soberanía, y al reconocimiento que de tal estatuto se hace en la CP y en la ley.

5 Las sensibilidades legales a las que se refiere Clifford Geertz para indicar los sentidos
particulares de la justicia en sociedades determinadas, los cuales difieren en su grado de deter-
minación, en el poder que ejercen sobre los procesos de la vida social, en sus estilos y conteni-
dos y en los medios (símbolos, distinciones, visiones) a los que apelan para representar
acontecimientos en forma judiciable (GEERTZ, 1994: 203-204).
Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 163

La lectura del art. 246, que establece la potestad jurisdiccional, permite


ubicar varios núcleos problemáticos (definición del titular y del alcance de la
autonomía jurisdiccional, la condición de que ésta sea ejercida de conformi-
dad con las normas o procedimientos propios de las comunidades, la inter-
pretación de la expresión ámbito territorial de las comunidades indígenas, y
la coordinación —que se ordena— entre la jurisdicción especial y el sistema
judicial nacional). Dejo de lado el problema de definición del ámbito territo-
rial para concentrarme en el alcance del artículo en los demás aspectos rele-
vados. Para ello, me remitiré a dos sentencias de la Corte Constitucional a
propósito de sendas demandas de tutela interpuestas por indios contra deci-
siones de sus autoridades.
El primer caso, que en esta exposición denominaré de El Tambo (sent.
254/94, magistrado ponente Eduardo Cifuentes), consiste en una acción de
tutela contra el cabildo de dicha localidad (ubicada en el Tolima) instaura-
da por un indio que por hurto reiterado fue expulsado de la comunidad y
de su territorio junto con su familia. Interpuso el recurso por considerar
vulnerado su derecho al debido proceso y desconocida la prohibición cons-
titucional de las penas de destierro y confiscación; reclamaba, además, el
pago de las mejoras realizadas en una parcela asignada por la comunidad.
La Corte Constitucional resolvió el caso de la siguiente manera:
1. Negar la tutela en cuanto a la expulsión de la comunidad por entender
que ésta no se asimila al destierro, y ordenar a la justicia ordinaria decidir
sobre el reconocimiento de las mejoras para impedir que se configure la pena
de confiscación la cual «no puede ser impuesta por el Estado y —menos aún—
por una comunidad indígena». De la disparidad de opiniones de los miembros
del cabildo sobre la solicitud de pago de mejoras, se dedujo la inexistencia de
usos y costumbres en la comunidad al respecto, por lo cual se concluyó la apli-
cabilidad de las disposiciones de la ley civil y la intervención de los jueces.
2. Conceder al solicitante la tutela del derecho fundamental al debido pro-
ceso por considerar la sanción de expulsión como «desproporcionada y mate-
rialmente injusta» (trascendía la persona del infractor —subrayando que la
ley penal se erige sobre el principio de responsabilidad individual— y viola-
ba el art. 29 de la Constitución sobre preexistencia de la ley). La Corte tuteló
también el derecho a la integridad física de los hijos pues la sanción ocasio-
naba una ruptura radical de la familia con el entorno cultural. Adicionalmen-
te, la Corte consideró que la expulsión atentaba contra la conservación del
grupo étnico al privar a la comunidad de uno de sus miembros, y entendió
como una consecuencia de la sanción impuesta por el Cabildo, el hecho de
que después de la expulsión el sancionado hubiera reincidido en el hurto. Por
estas razones, ordenó a la comunidad acoger nuevamente al acusado y a su
familia, y adoptar una nueva decisión «en estricta sujeción a las normas cons-
titucionales del debido proceso».
164 Gloria Isabel Ocampo

El segundo caso —que aquí se denominará de Purembará (sent. 349/96,


magistrado ponente Carlos Gaviria)— se origina en una demanda de tutela
interpuesta contra la Asamblea General de Cabildos en Pleno y el Cabildo
Mayor Único de Risaralda por un indio emberá-chamí de Purembará (Risa-
ralda) acusado del homicidio de otro indígena del mismo grupo étnico. El sin-
dicado fue capturado por autoridades indígenas y colocado en el calabozo
(amarrado con cuerdas) de donde escapó para presentarse a la Fiscalía de
Belén de Umbría, aduciendo haber sido torturado y amenazado de muerte por
miembros de su comunidad. La Fiscalía dio curso a la investigación hasta ser
notificada por el Cabildo Mayor Único de que en reunión de los cabildos
locales se había impuesto una condena de reclusión de ocho años que debía
purgarse en la cárcel de Pereira. La Defensoría del Pueblo trató de que se
efectuara de nuevo el proceso para permitir la intervención del sindicado y de
su defensor de oficio. Posteriormente, la Asamblea General de la comunidad
(dirigentes y miembros, con la presencia de familiares de la víctima y del sin-
dicado) decidió «por consenso general», aumentar la condena a veinte años
de cárcel, al considerar como agravantes del hecho las cualidades de la vícti-
ma y los antecedentes del sindicado: se le acusaba de incumplimiento de sus
funciones cuando fue directivo de la comunidad («mantenía tomando trago y
creándose problemas»), de maltrato a la mujer (lo cual explicaría la muerte de
su primera esposa), y de haber participado en dos homicidios anteriormente;
en general su conducta fue calificada como «irrespeto a la comunidad». El
sindicado interpuso entonces el recurso de tutela por vulneración de sus dere-
chos al debido proceso, a la defensa a la vida y a la integridad física (CP arts.
29, 11, 12). Al revisar la tutela, la Corte Constitucional, admitió la legalidad
de dos aspectos del procedimiento:
1. El segundo juicio llevado a cabo por la Asamblea General de la comu-
nidad, del cual dijo que no disminuyó las garantías del juzgamiento toda vez
que, al tratar de subsanar las fallas del primer proceso, actuó en garantía del
debido proceso «noción que debe ser interpretada con amplitud, dentro del
contexto de cada comunidad (...) pues de exigir la vigencia de normas e ins-
tituciones rigurosamente semejantes a las nuestras, se seguiría una completa
distorsión de lo que se propuso el constituyente al erigir el pluralismo en un
principio básico de la Carta»;
2. La Corte admitió también la intervención de los parientes de las partes
en conflicto en el juicio —especialmente los de la víctima— al considerar que
tal procedimiento es «sucedáneo del derecho de defensa que en la filosofía
política liberal (que informa nuestra Carta) se endereza a la promoción de
valores estrictamente individuales (...) mientras que en el derecho étnico se
encamina a preservar la paz».
Sin embargo, la Corte revocó la sanción impuesta por la comunidad al
considerar que al infringir al acusado una pena no previsible dentro de su
Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 165

ordenamiento jurídico, se le vulneró el derecho al debido proceso. Según dic-


tamen pericial antropológico solicitado por la Corte, para el delito cometido
la sanción tradicional debía consistir en tres años de trabajo forzado y cepo,
cumplidos en la comunidad; las autoridades comunitarias podían también
abstenerse de juzgar y remitir el caso a la justicia ordinaria. La Corte enten-
dió el castigo en el cepo como «una forma de castigo corporal tradicional, con
gran valor intimidatorio, de corta duración... no atentatorio contra la integri-
dad personal», pero conceptuó que la sanción de reclusión del acusado en una
cárcel «blanca» no era previsible para el actor, por lo cual violaba el princi-
pio liberal de legalidad previa de la pena. En consecuencia, se ordenó a la
comunidad optar entre la realización de un nuevo juicio al sindicado, impo-
niéndole una de las sanciones previsibles en su ordenamiento, o la remisión
del caso a la justicia ordinaria.
En cada una de las sentencias presentadas se plasman disímiles posiciones
de los magistrados de la Corte Constitucional sobre la jurisdicción indígena,
siendo posible identificar en ellas dos modelos interpretativos contrapuestos:
un modelo limitante del alcance de la jurisdicción especial indígena y un
modelo expansivo de la misma. En el caso de El Tambo, mediante una lectura
del texto constitucional muy cercana a su literalidad, la Corte coloca el acento
sobre los límites a la autonomía jurisdiccional indígena, cuyo ejercicio es con-
dicionando y restringido por:
1. El imperativo constitucional de fortalecimiento de la unidad, cuyo cum-
plimiento, según la Corte, se garantiza por la existencia de un sistema nor-
mativo unitario y homogéneo.
2. El reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona huma-
na consagrados en la Constitución y en los tratados internacionales ratifica-
dos por Colombia. La Corte invoca la necesidad de construir un «consenso
universal sobre un determinado sistema de valores», entre los cuales el dere-
cho fundamental al debido proceso (art. 29 de la CP).
3. La exigencia de supeditar la legalidad del derecho indígena a su confor-
midad con la Constitución y las leyes cuya observancia «es un deber de todos
los nacionales, incluidos los indígenas». Sin embargo, la Sentencia matiza tan
rígida posición al aclarar que tal sumisión no es a toda la legislación sino a las
«normas legales imperativas» que protejan directamente un valor constitucio-
nal superior al principio de diversidad étnica y cultural (no a las «normas dis-
positivas»).
4. De otra parte, la sentencia condiciona la autonomía jurídica al grado de
conservación de los usos y costumbres, pues el contacto y sujeción a la socie-
dad mayor habrían «debilitado la capacidad de coerción social de las autori-
dades de algunos pueblos indígenas sobre sus miembros».
Esta interpretación del ejercicio de la jurisdicción indígena contrasta con
la premisa invocada en la misma sentencia, de la existencia de «un ámbito
166 Gloria Isabel Ocampo

intangible del pluralismo y de la diversidad étnica y cultural de los pueblos


indígenas que no puede ser objeto de disposición por parte de la ley, pues se
pondría en peligro su preservación y se socavaría su riqueza, en la que justa-
mente reside el mantenimiento de la diferencia cultural». Tal premisa adquie-
re un acento determinante en el caso de Purembará al desarrollar la Corte una
concepción expansiva, una interpretación que enfatiza la amplitud del ámbi-
to de la autonomía jurisdiccional (no sus límites como en la sentenencia de El
Tambo) pues define dicha autonomía en función del principio de diversidad
étnica y cultural, y concluye que sólo debe ser limitada por un núcleo míni-
mo de derechos fundamentales.
De las condiciones de la etnicidad (existencia de una dimensión subjetiva
o conciencia étnica, y una dimensión objetiva, la cultura) la sentencia de
Purembará concluye que sólo con un alto grado de autonomía es posible la
supervivencia cultural, por lo cual los límites a los que se refiere el artículo
246 de la CP no pueden ser todas las normas constitucionales y legales, y
sitúa las restricciones en el campo de los que denomina «derechos intangi-
bles» (intereses de superior jerarquía) que son, los de la vida, la prohibición
de la esclavitud y de la tortura, en torno a los cuales habría un «verdadero con-
senso intercultural», y el derecho a la legalidad del procedimiento y de los deli-
tos y las penas. Éste debe ejercerse, en opinión de la Corte, según el artículo
246, es decir, conforme a las normas y procedimientos de la comunidad (con
lo cual la sentencia reduce el contenido del debido proceso a la previsibilidad
de la sanción —preexistencia de reglas respecto a la autoridad competente, los
procedimientos, las conductas y las sanciones—). Lo previsible depende de la
organización social y política de la comunidad y de su ordenamiento jurídico
específico, lo cual no abre el paso a la arbitrariedad puesto que «las autorida-
des están obligadas necesariamente a actuar conforme la han hecho en el
pasado con fundamento en las tradiciones que sirven de sustento a la cohe-
sión social», aunque —advierte la Corte— tampoco se trata de fijar las nor-
mas tradicionales, en virtud del reconocimiento del carácter dinámico de las
culturas.
La Corte Constitucional indica que, en los casos de conflicto entre princi-
pios del derecho mayoritario y los usos y costumbres de las comunidades
indígenas, es necesario establecer una ponderación entre el principio de diver-
sidad étnica y cultural y otros principios constitucionales de igual jerarquía.
El criterio de ponderación debe ser la maximización de la autonomía de las
comunidades indígenas y la minimización de sus restricciones. Éstas, según
la Corte, deben ser sólo «las indispensables para salvaguardar intereses de
superior jerarquía (eligiendo en cada caso) la menos gravosa para la autono-
mía que se le reconoce a las comunidades étnicas».
Aparte de las discordancias respecto a la interpretación de la autonomía
jurisdiccional indígena, los casos precedentes relievan algunos aspectos de la
Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 167

incompatibilidad —inicialmente señalada— entre la preservación de la mul-


tiplicidad étnica y cultural y la adhesión a un sistema jurídico unitario; entre
ellos: el contraste entre principios y finalidades del sistema jurídico «nacio-
nal» —mayoritario— (la responsabilidad individual como fundamento de la
ley penal, la protección de los derechos individuales) y sus equivalentes en
los ordenamientos étnicos (el reconocimiento de responsabilidades colectivas
derivadas del parentesco u otras pertenencias, y la preservación de la comu-
nidad como finalidad del derecho); la oposición entre el valor acordado en la
primera a las libertades y a los derechos individuales y el que se otorga en los
segundos a los intereses colectivos, al mantenimiento de una trama cerrada en
la estructura social, a la adecuación de la conducta a los esquemas culturales,
a la homegeneidad del comportamiento6. La irreductibilidad entre estos siste-
mas se percibe también en la dificultad para aplicar principios como el de
debido proceso a normatividades en las que no existe una tipificación en sen-
tido estricto —sólo referentes a partir de los cuales es posible juzgar (como
ocurría en el caso de El Tambo respecto al pago de «mejoras»)—, donde
«derechos», obligaciones y sanciones no se establecen por vía general, de
manera igual para todos, sino en relación con la posición relativa y variable
de los individuos y de los grupos en el sistema social7; ordenamientos jurídi-
cos en los que operan otras racionalidades procesales y probatorias, y la fal-
ta, sus consecuencias y su castigo se evalúan según concepciones
idiosincrásicas de la persona, del obrar, de la responsabilidad y aún del sufri-
miento humano8.
Las anteriores incompatibilidades se originan en el hecho de que los sis-
temas normativos son producciones culturales inscritas en horizontes cultura-
les e históricos específicos (en la tradición del pensamiento y del derecho
occidental, las normatividades «nacional» e internacional). Sus diferencias
formales expresan otras más profundas y remiten a sus sistemas de referen-
cia, a la particular configuración que éstos asumen según la organización del

6 En virtud de lo cual una sanción como la expulsión puede corresponder a la percepción


de ciertas conductas como altamente amenazantes para un interés vital de la comunidad (su con-
servación como entidad étnica y comunitaria) (Cf. ESTHER SÁNCHEZ, 1991); frente a esto, las con-
sideraciones de tipo numérico como las que se aducen en la Sentencia T-254/1994, son
irrelevantes.
7 En el caso de expulsión de la comunidad, la pérdida de la calidad de miembro de ésta
implica la pérdida de los derechos sobre la tierra (otorgados sólo en virtud de aquella pertenencia)
lo cual es propio de sociedades donde más que un sistema de derechos de propiedad, opera un
entrecruzamiento complejo de derechos y obligaciones que involucran los bienes y las personas,
siendo aquellos, en gran medida, un vehículo para expresar sentimientos y relaciones sociales.
8 Respecto a esta última consideración, ver por ejemplo, el juicio que se hace sobre la
supuesta crueldad de ciertas formas de castigo practicadas por comunidades indígenas (como el
cepo, azotes y otras) al compararlas con la aparente «racionalidad» de la reclusión carcelaria en
el sistema judicial mayoritario (a la cual se le atribuyen funciones de «resocialización», «retri-
bución», y «defensa social»).
168 Gloria Isabel Ocampo

conjunto de ideas y valores que los conforman9. En el caso de sociedades sin


códigos escritos, sus usos y costumbres no son automatismos desprovistos de
significación, sino normas jurídicas que se originan en el conjunto de conte-
nidos conceptuales del grupo. Esto explica por qué la intervención externa
sobre un sistema normativo afecta el sistema general de referencias y de orga-
nización del grupo, y cómo el uso mismo de categorías jurídicas occidentales
(derechos fundamentales, debido proceso, etc.) resulta inadecuado en ciertos
contextos. Cabe preguntarse entonces ¿invocando qué derecho y en qué con-
diciones puede una sociedad imponer a otra sus esquemas valorativos, sus
propias categorías y técnicas jurídicas?
De otro lado, la exigencia de un mínimo jurídico unificado como garan-
tía de unidad nacional y por lo tanto, como límite a la jurisdicción indígena,
evacúa —sin resolverla— una de las tensiones presentes en el texto consti-
tucional. Al respecto pueden plantearse varias consideraciones, como que en
Colombia la etnicidad no se ha orientado en la dirección del separatismo
(como ocurre cuando las etnias, como naciones, tienden a la conformación
de Estados) pues la pretensión de dichos grupos converge con el principio
constitucional de preservación de la diversidad y del pluralismo. De otro
lado, puede aducirse que una de las implicaciones del reconocimiento de una
nación como multiétnica y pluricultural es la búsqueda y el reforzamiento de
factores de unidad sin presuponer que ésta pase, ineludiblemente, por la
adhesión a un sistema jurídico unitario, ya que la unidad puede estar más allá
de la homogeneidad jurídica, en la coexistencia de concepciones, adhesiones
y lealtades diversas, o aún en hechos como el pluralismo jurídico (del que ha
dicho Geertz, «no es una aberración pasajera, sino una característica central
del paisaje moderno» [1994:260])10.
Aparte de las anteriores dificultades, los artículos 246 y 330 (sobre el
gobierno indígena autónomo) pueden suscitar ambigüedades o diferencias de
criterio en otros aspectos:
1. En la definición del titular de la autonomía jurídica es necesario neu-
tralizar el acento institucionalista de la expresión autoridades de los pueblos
indígenas, para reconocer la legitimidad de formas de regulación social cuya
operatividad no conlleva necesariamente la existencia de instancias especia-
lizadas (el caso de las sociedades segmentarias, por ejemplo, donde el poder
o las autoridades se activan y manifiestan según las situaciones).

9 La irreductibilidad de los sistemas normativos indígenas ha sido recalcada por antropó-


logos como E. SÁNCHEZ B., 1992; H. GÓMEZ, 1992; E. REICHEL, 1992.
10 La Sentencia 254/94 hace equivalentes los conceptos de unidad nacional y Estado unita-
rios, sin tener en cuenta que la primera puede preservarse aún en los estados federales y en las
autonomías regionales en los que se concede amplísima autonomía constitucional y legislativa a
los estados federados o a las comunidades (o regiones) autónomas.
Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 169

Así mismo, debe tenerse en cuenta la complejidad de las formas de


gobierno de las comunidades indígenas. Al lado de instituciones político-jurí-
dicas ancestrales, aparecen las implementadas por los regímenes colonial y
republicano, tales como el cabildo (organización moderna, establecida en tér-
minos de representación y democracia) adoptado por comunidades andinas, o
los consejos que según la CP deben conformarse para el gobierno de los terri-
torios indígenas (que son entidades territoriales al igual que los departamen-
tos, los municipios, los distritos, las regiones y las provincias)11.
2. Otra ambigüedad surge de la condición de que la jurisdicción sea ejer-
cida de conformidad con sus propias normas o procedimientos, donde la
expresión propias puede ser interpretada diferentemente según que el énfasis
se ubique en la ancestralidad de aquellas prácticas o en su carácter autonómi-
co. Si se privilegia la última interpretación, es posible incluir en el ámbito del
mandato constitucional la producción normativa actual y futura de las comu-
nidades. Este es el punto de vista adoptado en la sentencia sobre el caso de
Purembará, al entender la exigencia de normas propias como garantía de la
previsibilidad de la sanción. Por el contrario, la sentencia de El Tambo recal-
ca la importancia de la ancestralidad al colocar el grado de asimilación o de
contacto de las comunidades como límite al ejercicio de la autonomía juris-
diccional (no obstante la afirmación de que «se nace indígena y se pertenece
a una cultura, que se conserva o está en proceso de recuperación» [resaltado
fuera del texto]).
Al restringir la autonomía de las comunidades que han estado sometidas a
mayor contacto se ignora el carácter de las culturas como realidades dinámi-
cas, sujetas a transformaciones internas y permeables a influencias externas12.
Se desconocen también los procesos de organización y de re-etnización de las
comunidades indígenas, gracias a los cuales, grupos que habían estado
expuestos de manera intensa a la influencia de la sociedad mayor, han efec-
tuado una asunción consciente de su cultura, orientado la conciencia étnica
hacia la obtención de objetivos políticos, y restablecido —o creado, como res-
puesta a las nuevas situaciones que deben enfrentar— formas de organización
y de control social que no tienen por qué ser excluidas del propósito consti-
tucional ni poner en cuestión la etnicidad de sus miembros. Por otra parte, la
tradicionalidad o la ancestralidad en términos de continuidad de formas cul-
turales «puras», en el sentido de originales (sello de su autenticidad), admi-

11 El alcance exacto de sus funciones no se ha definido, pues si bien la Carta las restringe
a simples competencias administrativas, una interpretación de la norma en armonía con el prin-
cipio constitucional de diversidad étnica y cultural podría extender tales funciones hasta com-
prender el campo legislativo. Tal sugerencia se plantea en el comentario del constitucionalista
Tulio Eli Chinchilla Herrera al artículo 114 de la Constitución (1996: 37).
12 Donde hay que distinguir la adopción o adaptación de elementos culturales que se deri-
van de la comunicación o el contacto entre culturas, de los procesos de asimilación e imposición
cultural en contextos de desigualdad o dominación.
170 Gloria Isabel Ocampo

ten una crítica desde la concepción no fenoménica de la cultura (y de hechos


como la etnicidad) en la medida en que lo que hace a ésta específica está, más
allá de los atributos visibles, en los núcleos ideacionales y cognitivos com-
partidos13.
3. Finalmente, es notoria la ambigüedad respecto a la naturaleza asignada
a las comunidades indígenas: Se les define —incluyendo aquí las instancias
previas a la revisión por la Corte Constitucional— tanto como asociaciones
voluntarias, como organizaciones privadas (frente a las cuales sus miembros
se hallan en situación de indefensión, de donde la procedibilidad de la tutela),
y como realidades históricas. A las decisiones de sus autoridades se les adju-
dica tanto un carácter privado, como un carácter sancionatorio basado en que
tales decisiones emanan de entidades públicas (los cabildos14) o en el hecho
de que se toman en ejercicio de las atribuciones conferidas por el art. 246 de
la Constitución —de donde su carácter judicial—. Esta ambigüedad y sobre
todo, la decisión de la Corte de fundamentar la procedibilidad de la tutela en
el carácter de las comunidades indígenas como organizaciones privadas (aun-
que no de orden asociativo)15, desdibuja su reconocimiento como comunida-
des político-jurídicas, en el cual debían precisamente estribar la justificación
del carácter jurídico de sus decisiones sancionatorias, y su autonomía16.
Surge aquí el núcleo de la argumentación de lo que he propuesto como
una segunda vía para sustentar la autonomía jurisdiccional indígena: la natu-
raleza étnica y el carácter de entidades jurídico-políticas de tales comunida-
des, los cuales, al ser reconocidos en la Constitución y en la ley, fundamentan
la jurisdicción que se les atribuye17. El carácter étnico se les reconoce —como
se expuso antes— en virtud de sus particularidades culturales e históricas
(respecto a las cuales hay endo y heteropercepción) y de su conciencia étni-

13 La cultura entendida como información codificada en sistemas de símbolos, lo cual


corresponde al viraje paradigmático de las ciencias sociales en los años 60, cuando los aspectos
fenoménicos perdieron peso relativo en la definición de cultura y en el análisis cultural; la nue-
va concepción modificó no sólo la noción de cultura, sino las que se le relacionan como identi-
dad, etnicidad, tradicionaliad, etc. (SEGATO, 1991: 90, 91).
14 Los cabildos son entidades públicas especiales encargadas de representar legalmente a
sus grupos y ejercer las funciones que les atribuyen la ley, sus usos y costumbres (Decreto
2001/88, art. 2° en Sent. T-254/1994).
15 En la Sentencia T-254/94 se afirma que las comunidades indígenas son «verdaderas orga-
nizaciones, sujetos de derechos y obligaciones (Sent. T-380/93) que, por medio de sus autorida-
des, ejercen poder sobre los miembros que las integran hasta el extremo de adoptar su propia
modalidad de gobierno y de ejercer control social».
16 Esta posición contradice, además, el carácter público reconocido a los cabildos indíge-
nas (que aparecen entonces, como entidades públicas especiales, dirigiendo y representando
organizaciones privadas).
17 A las demás comunidades (étnicas) la Constitución les protege su identidad cultural y sus
formas económicas y de propiedad, pero sólo a las indígenas les reconoce autonomía política,
jurídica y territorial.
Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 171

ca; el carácter comunitario, se les reconocería en virtud de su unidad social,


cultural, jurídica y política.
El término comunidad se aplica en las ciencias sociales a distintas reali-
dades: una colectividad unida por caracteres o adhesiones diversas (religiosa,
lingüística, nacional, etc.), una comunidad imaginada —en el sentido pro-
puesto por B. Anderson—, un tipo de relaciones sociales, o un grupo local18.
La legislación colombiana ha definido las comunidades indígenas como:

«Conjuntos de familias de ascendencia amerindia que comparten sen-


timientos de identificación con su pasado aborigen, manteniendo ras-
gos y valores propios de su cultura tradicional, así como formas de
gobierno y control social internos que los distinguen de otras comuni-
dades rurales» (Decreto 2001/88, art. 2°).

Esta definición designa grupos (sugiriendo una condición de pequeña


dimensión) con carácter étnico y ciertos atributos culturales definidos en tér-
minos de origen común, tradicionalidad y ancestralidad, y relieva la existen-
cia de formas de gobierno y control social internos (punto en el cual la ley
marca una diferencia respecto a las otras comunidades étnicas)19. El énfasis
en esta última característica remite a un enfoque sobre la comunidad según el
cual el concepto «sólo puede tener una significación definida cuando se refie-
re a una «localidad», grupo territorial, o grupo específico que tiene un con-
junto de significaciones, normas y valores como valor central» el cual se halla
definido en las normas jurídicas oficiales y extraoficiales (siendo este com-
ponente significativo el que confiere al grupo su individualidad) (Sorokin,
1962: 185, 271). Zippelius destaca de manera aún más precisa la dimensión
jurídica como definitoria de la comunidad al afirmar que ésta se origina
«cuando un conjunto de seres humanos orienta y coordina su comportamien-
to conforme a pautas de conducta comunicables»20, siendo los mismos miem-
bros de la comunidad jurídica quienes realizan e imponen el orden normativo.
Esto opera, tanto para las comunidades estatales, como para las culturales y
étnicas (1985: 42, 43).

18 Para la discusión sobre el concepto de comunidad cf. NADEL 1985, SOROKIN 1962,VILLA-
CAÑAS 1995.
19 En efecto, la definición de comunidades negras efectuada por la Ley 70 de 1993 no
incluye esta característica: «conjunto de familias de ascendencia afrocolombiana que poseen una
cultura propia, comparten una historia y tienen sus propias tradiciones y costumbres dentro de la
relación campo-poblado, que revelan y conservan conciencia de identidad que las distingue de
otros grupos étnicos» (art. 2°.5).
20 «(Una multitud de seres humanos) configura una comunidad jurídica, en tanto y en cuan-
to sus interacciones están reguladas por uno y el mismo orden jurídico» (KELSEN, 1934: 90, 1979:
100,101 en ZIPPELIUS, Ibíd.: 40).
172 Gloria Isabel Ocampo

La atribución de un estatuto jurídico a las comunidades indígenas en la CP


puede ser demostrado al considerar los términos utilizados por el Constituyen-
te para designar a las entidades étnicas como elementos de un campo semánti-
co organizado en torno al concepto central de diversidad étnica y cultural. En
primer lugar, examinaré los términos que la CP emplea al otorgar derechos
especiales fundados en la condición étnica, para establecer luego el posible sig-
nificado de tales usos lingüísticos. Esos términos son: grupos étnicos, comuni-
dades y pueblos indígenas, y aunque su utilización parecería indiscriminada, es
posible descubrir ciertas regularidades:
1. Grupos étnicos se emplea como concepto genérico al atribuir derechos
comunes a todos los grupos étnicos, por ejemplo, el carácter oficial de las len-
guas y dialectos de los grupos étnicos en sus territorios (art. 10), la naturale-
za de las tierras comunales de grupos étnicos (art. 63), el derecho de los
grupos étnicos a una formación que respete y desarrolle su identidad cultural
(art. 69);
2. Cuando los derechos son otorgados a una categoría particular de gru-
po étnico se utiliza la noción comunidades agregando un calificativo o una
proposición que precise la categoría étnica: representación de las comuni-
dades indígenas en el Senado (art. 171); protección de las comunidades
negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas ribereñas de
los ríos de la Cuenca del Pacífico (art. transit. 55); protección de la identi-
dad cultural de las comunidades nativas de San Andrés, Providencia y San-
ta Catalina, (art. 310);
3. Hay, sin embargo, dos prerrogativas que se otorgan de manera exclusi-
va a los grupos indígenas, pero al hacerlo, se utiliza, no el término comuni-
dades, sino el de pueblos: la jurisdicción especial a las autoridades de los
pueblos indígenas (art. 246) y la nacionalidad —por adopción— a miembros
de pueblos indígenas que comparten territorios fronterizos (art. 96.2.c.).
De acuerdo con lo anterior, la expresión grupos étnicos se utiliza en la
Constitución como término genérico que designa la existencia de entidades
sociales distintas de la sociedad mayoritaria respecto a la cual constituyen
minorías (dignas de protección, en virtud de lo cual se les otorgan derechos
especiales). El término comunidades designa unidades sociales concretas que
en su conjunto conforman categorías particulares de grupos étnicos, los cua-
les se distinguen, en el caso de las comunidades negras y nativas por un refe-
rente racial y de origen (negro, africano) y otro geográfico (la ubicación
territorial). En el caso de los indios, la CP adopta el referente genérico —indí-
genas, que se sobrepone a las adscripciones étnicas particulares— construido
por los indios en procesos de reivindicación de sus derechos (Jimeno, 1993:
250), con lo cual la Carta admite el carácter conflictivo de la relación entre
estas comunidades y la sociedad mayoritaria. Esto implica una etnicidad defi-
nida (como sucede frecuentemente con los grupos étnicos ubicados en con-
Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 173

textos estatales) no sólo en función de las diferencias objetivas (culturales,


físicas, etc.), sino en términos del conflicto con la sociedad mayoritaria, lo
que la lleva a operar como conciencia étnica21 y le asigna una dimensión prio-
ritariamente política.
Ahora bien, como se expuso antes, la Constitución utiliza el término pue-
blos indígenas sólo en dos ocasiones: al atribuir la nacionalidad por adopción
a los miembros de pueblos indígenas que comparten territorios fronterizos, y
cuando otorga la jurisdicción especial a los pueblos indígenas. En su acepción
amplia, pueblo (de manera similar a etnia, gente o nación) ha sido un térmi-
no utilizado para designar «todas las personas que hablan la misma lengua y
tienen la misma cultura, y se consideran a sí mismas distintas de otros agre-
gados similares» (Evans-Pritchard, 1977: 17), pero este sentido amplio adqui-
rió una dimensión política al deslizarse hacia el de «nación» y finalmente el
término se convirtió en un concepto polisémico cuyos significados dependen
de las funciones que cumple en los contextos específicos (Prieto de Pedro,
Ibíd.: 108, 109). El significado más político y comprometido de los términos
pueblo y nación —respecto al de grupo étnico— ha llevado a numerosos gru-
pos étnicos a recurrir a ellos para autodenominarse, como minorías, en con-
textos de reivindicación de derechos frente al Estado22.
La búsqueda del sentido que pudiera tener la utilización de dicho término
en el texto constitucional lleva a interrogarse sobre los temas que las citadas
normas ponen en juego, los cuales son, en el primer caso, el de la administra-
ción de justicia —una función propia de la soberanía—, y en el otro, el de la
nacionalidad —que define un vínculo especial entre los individuos y el Esta-
do—. Esto muestra que en los dos artículos se efectúa una delegación de
soberanía a los grupos étnicos, en uno, al reconocer la existencia de entidades
jurídico-políticas, con una cultura idiosincrásica, a las que se les otorga auto-
nomía jurisdiccional; en el otro, al admitir que las fronteras étnicas se definen
en sus propios términos, en virtud de lo cual se concede a estos grupos cierta
autonomía respecto a las fronteras del país23.
De lo anterior es posible concluir que la Constitución reconoce y acentúa
el carácter político de las comunidades indígenas cuando al otorgarles ciertos
derechos, utiliza, no el término comunidades sino la expresión pueblos indí-
genas, cuyo significado se aproxima al de nación al representar a las comu-

21 Intensidad de sentimientos generados por la singularidad en un contexto de tensión y


conflicto social (CONNOR en MCKAY y LEWINS, Ibíd.: 21).
22 Ver al respecto el estudio de J. Jackson sobre la utilización de la expresión nación indí-
gena en las Américas (1993).
23 Aparte de su utilización en estos contextos (referida a comunidades indígenas), la Carta
utiliza el término pueblo siempre en relación con la soberanía: en el preámbulo, donde el pueblo
colombiano en ejercicio de la soberanía promulga la Constitución; en el artículo 3°, que institu-
ye al pueblo como titular de la soberanía; y en el artículo 103, donde se establecen los mecanis-
mos de participación del pueblo en ejercicio de su soberanía.
174 Gloria Isabel Ocampo

nidades indígenas, no como una multiplicidad de unidades sociales que pre-


sentan singularidades culturales, desarticuladas y desperdigadas sobre el terri-
torio nacional, sino como comunidades jurídico-políticas que conforman una
categoría social fundamentada en una identidad étnica consciente y política
—la identidad india—, es decir, una comunidad imaginada como la nación, y
cuando coloca a los miembros de dichas comunidades como titulares de cier-
ta soberanía específica, uno de cuyos componentes es el ejercicio de la juris-
dicción. De esta manera, una interpretación maximizante de la autonomía
jurisdiccional encontraría su fundamento, tanto en el principio constitucional
que postula la diversidad étnica y cultural de la nación, como en el carácter
político-jurídico de las comunidades indígenas, reconocido de manera explí-
cita y también como sentido subyacente en el texto constitucional.
Para terminar, formularé unos comentarios sobre las incertidumbres y las
dificultades generadas por los límites, que en nombre de los derechos funda-
mentales, se ha querido imponer a la autonomía indígena:

— La Corte Constitucional no ha definido una jurisprudencia unificada


sobre la autonomía jurisdiccional indígena. La interpretación expansi-
va —que desarrolla la sentencia de Purembará, basada en el principio
de diversidad étnica y cultural de la nación— la sujeta a sólo un núcleo
de derechos considerados como fundamentales (no a todos los consi-
derados como tales en la Constitución), y en todo caso, sin sujeción a
la ley y bajo el entendido de que esos derechos intangibles deben ser
interpretados de manera acorde con las convicciones profesadas por
las comunidades. Pero el hecho de que en dicha sentencia dos de los
tres miembros de la sala de revisión hicieran aclaración de voto (por
considerar que la garantía del debido proceso debe incluir no sólo la
legalidad del delito y de la pena, sino el derecho a la defensa) señala
una vez más las divergencias interpretativas las cuales impiden a las
autoridades indígenas tener certeza sobre el reconocimiento que de su
ejercicio de la jurisdicción efectúe el derecho mayoritario, toda vez
que los jueces podrían adoptar la interpretación restrictiva de la juris-
dicción indígena.
— A la incertidumbre se agrega el desconcierto de las autoridades y
comunidades ante la desautorización de que pueden ser objeto sus
decisiones judiciales. Esto ha generado en muchas de ellas un vacío
jurídico (pues tampoco están estrictamente sometidas al derecho
mayoritario) que pone en entredicho aún su supervivencia física (por
la exacerbación del conflicto ante la ausencia de claridad sobre el
orden jurídico), o las impulsa a «positivizar» sus órdenes normativos
asimilándolos al mayoritario. A ello se sobrepone la presión ejercida
por la ideología de los derechos humanos, la cual, si bien ayuda a los
Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 175

indios a proteger sus propios derechos, los presiona a adoptar la visión


del mundo implícita en el derecho internacional (cf. el temor de ser
señalados como violadores de los derechos humanos —lo cual los
retrotraería a la condición de «salvajes»— y por lo tanto, de aplicar
ciertas sanciones tradicionales; las ideas surgidas en algunas comuni-
dades de elaborar códigos escritos, de construir cárceles y aún de reci-
bir entrenamiento de la policía para el control del orden social).
— Lo anterior remite al problema inicialmente propuesto ¿Cómo garan-
tizar la supervivencia de una cultura y la autonomía de quienes la
encarnan cuando éstos son obligados a adherir y a colocar en el centro
de sus concepciones jurídicas un conjunto de contenidos conceptuales
otro? En el caso de las comunidades a las que se ha hecho referencia
en esta ponencia. ¿Es posible preservar la integridad de sus culturas, y
hablar de diversidad cultural y de autonomía jurídica cuando se ven
obligadas a sustituir el valor acordado a la comunidad por el valor
acordado al individuo, como núcleo y fundamento de sus concepcio-
nes y ordenamiento jurídicos? Y en el caso de lograrse ¿Qué ganarían
dichas comunidades con tal sustitución?
— Quizás una salida a estos problemas podría encontrarse en un elemen-
to del artículo 246 que no ha sido aún desarrollado: la coordinación
que debe establecer (la ley) entre la jurisdicción especial y «el sistema
judicial nacional», en el caso de que para lograr dicha coordinación se
recurriera a una interlocución entre los distintos ordenamientos (el
mayoritario y los étnicos) la cual, reconociendo las dimensiones e
implicaciones de la diferencia —no eliminándolas— apuntara a la
construcción de un sistema jurídico plural, verdaderamente nacional.
Esto conllevaría la sustitución de la tutoría que se le ha atribuido al sis-
tema jurídico mayoritario sobre las normatividades étnicas por un diá-
logo intercultural del cual la cultura mayoritaria podría extraer
numerosas enseñanzas, pues tal como lo señaló Gerardo Reichel-Dol-
matoff «los indios son un gran recurso humano para el país, recurso
irremplazable en su alto nivel moral, su gran sentido de solidaridad
familiar, su fortaleza y paciencia de espíritu que les han permitido
sobrevivir siglos de persecusión y difamación. La gran riqueza de un
país está en la diversidad de sus componentes y no en su integración
por decreto» (1985: 18).

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179

El multiculturalismo en Colombia

Alfonso Monsalve Solórzano

INTRODUCCIÓN

Las tesis que aquí se defenderán son:

1. La cultura societaria que ha dominado en Colombia es blanca, castellano-


parlante y católica.
2. Sobre esa matriz se ha construido la comunidad política colombiana. Ello
ha implicado una ideología del «blanqueamiento» como mecanismo para
insertarse en esta sociedad, desde los tiempos de la colonia. Una expresión
y resultado de este fenómeno es la apología del «mestizaje», que supone,
en el campo del imaginario colombiano una identidad resultado de la sín-
tesis de las razas, una nueva raza «cósmica», en la que se borran todas las
diferencias étnicas y culturales.
3. El modelo de ciudadanía que las constituciones liberales de mitad del
siglo XIX, así como el que se deriva de la Constitución de 1886 y sus
reformas, es el de la ciudadanía cívica, en la que todos los miembros de la
comunidad son iguales, por lo que las diferencias étnicas no cuentan,
como tampoco los reclamos de cultura ligadas a ellas. Una excepción fue
la ley 89 de 1890, que consagró un trato especial a los indígenas asenta-
dos en sus comunidades, pero bajo la tutela de las misiones religiosas y
con limitaciones jurisdiccionales y administrativas muy grandes.
4. Este modelo de ciudadanía, ciego a la diferencia, choca con las reali-
dades del país, que tiene una población indígena de aproximadamente
2%, con una gran diversidad de etnias, y una población afrocolombia-
na de un 10% con al menos otro 10% impregnada por esa cultura. De
acuerdo con estas realidades, Colombia es un país multiétnico y multi-
180 Alfonso Monsalve Solórzano

cultural y la negación de este hecho ha sido fuente de injusticia y cau-


sa de discriminación y de conflicto.
5. El nuevo ordenamiento colombiano, promulgado en 1991, es uno liberal
que reconoce la multietnicidad y pluriculturalidad. La teoría política que
más se acerca a esa definición es la del canadiense Will Kymlicka, por lo
que se usarán sus categorías para hacer un primer acercamiento al caso
colombiano con el doble objetivo de tener una herramienta conceptual que
permita aproximarse a la peculiaridad del ordenamiento jurídico del país,
pero a la vez, ver las limitaciones explicativas que tiene y su valor frente
a propuestas clásicas del liberalismo contemporáneo de John Rawls, cuan-
do se piensa un estado como el colombiano, dentro de la tradición demo-
crática constitucional pero con menor desarrollo económico y graves
problemas de justicia distributiva.
6. El ordenamiento jurídico reconoce la existencia de comunidades minori-
tarias indígenas (y en menor medida, los descendientes de los negros
angloparlantes y protestantes del archipiélago de San Andrés y Providen-
cia), entendidas en su singularidad como sujetos de derechos fundamen-
tales, con niveles de autonomía cultural, jurídica y política, lo que les
posibilita un cierto ejercicio de soberanía interna respecto a sus miembros,
que restringe sus derechos y libertades fundamentales básicas individua-
les respecto a las que son comunes para los demás colombianos. Este
modelo permitiría, según los desarrollos de la Corte Constitucional, el
objetivo principal de una cultura: su supervivencia de una generación a
otra, de un grupo con identidades específicas. Pero los derechos y liberta-
des que se les reconoce están, incluso, por debajo del conjunto mínimo de
derechos humanos que John Rawls estipula para una sociedad internacio-
nal bien ordenada por principios liberales, pues no incluye en su listado el
derecho a una cierta libertad de conciencia, asociación y acción, que
garantice el disenso en el interior de las comunidades indígenas. Además
habría una tendencia de la Corte a declararse incompetente frente a la
jurisdicción indígena, lo que haría más difícil garantizar los derechos de
los miembros de esas comunidades y sería contradictorio con el hecho de
que los representantes de dichas comunidades aceptaron en la Constitu-
yente el control constitucional.
7. La Constitución y sus desarrollos también reconocen derechos étnicos a
los afrocolombianos asentados desde hace más de 300 años en la cuenca
del Pacífico y a los que están dispersos por el territorio nacional. Algu-
nos representantes de esas minorías afrocolombianas sostienen que tie-
nen derechos de autogobierno por tratarse de comunidades claramente
diferenciadas. En la teoría liberal de Kymlicka se definen un cierto
número de condiciones para que una cultura pueda ser considerada como
expresión de un grupo distinto con pretensiones de autonomía: existen-
El multiculturalismo en Colombia 181

cia, previa a la formación de la nación en que están incluidas, como


comunidad con territorio y cultura y ordenamiento jurídico propios. Las
reivindicaciones de estos afrocolombianos deben analizarse desde estas
condiciones para mirar si las cumplen o si dadas las características espe-
cíficas de este grupo, la teoría deba ser reelaborada.
8. El reconocimiento del carácter multicultural de la sociedad colombiana es
apenas un aspecto de la construcción del país, que debe incluir además, el
reconocimiento de los derechos económicos y sociales de sus ciudadanos.
El reconocimiento de las identidades, junto con los derechos de tercera
generación deben ser el objeto de un consenso político, traslapado, en el
sentido rawlsiano, pero ampliado para que unos y otros queden incluidos,
garantizando a las minorías nacionales la posibilidad de acceder a ellos, y
a sus individuos la voluntariedad en la aceptación de las restricciones
internas respecto a esos bienes sin que por ello puedan ser sancionados.

1. EL MULTICULTURALISMO DE KYMLICKA

La teoría liberal de Kymlicka buscaría dar salida a la aparente contradic-


ción existente en una concepción de ese tipo que, de un lado, ordena una socie-
dad sobre la base de derechos humanos, de tipo individual; y del otro, enfrenta
la existencia de ciertos derechos de las minorías, por ejemplo, el derecho de
una minoría al uso público de su lengua, la existencia de fronteras internas para
que las minorías tengan control jurídico sobre su territorio, la distribución de
los organismos políticos de acuerdo con la proporcionalidad étnica, etc. De
acuerdo con Kymlicka, los dos tipos de derecho deben coexistir sobre el prin-
cipio de que los derechos de las minorías están limitados por los principios de
libertad individual, democracia y justicia social (1995ª, 18-19).

1.1. El papel de la cultura societaria

En las teorías liberales se enfrentan dos modelos de ciudadanía: la cívica


y la multicultural. El modelo de ciudadanía cívica garantiza un igual número
de derechos y deberes para todos los ciudadanos, independientemente de su
adscripción étnica y/o cultural. Esto implica un Estado neutral frente a cual-
quier cultura dentro de él. De esta manera, entiende la cultura de la misma
manera que la religión: así como el Estado liberal no debe proclamar una reli-
gión oficial, tampoco puede privilegiar una cultura sobre otra. La pertenencia
a una cultura debe tratarse «como algo que las personas son libres de cultivar
en su vida privada, pero que no es asunto de Estado» (1996, 5-6). Un Estado
así sería cívico, opuesto al Estado étnico, el cual tendría una ciudadanía étni-
ca en la que sólo los miembros de la cultura dominante o los que asimilen a
esta tendrían beneficios civiles, políticos y sociales plenos. Un Estado tal ten-
182 Alfonso Monsalve Solórzano

dría como uno de sus objetivos más importantes reproducir una cultura y una
identidad etnocultural específica. Este tipo de Estado es considerado como
antiliberal por los teóricos de la ciudadanía cívica.
Si interpreto bien a Kymlicka, el error de la concepción del modelo de ciu-
dadanía cívica consistiría en no considerar el papel que la cultura desempeña
en la conformación del imaginario de un Estado, y en consecuencia, en los
valores que distribuye como bienes sociales (incluyendo y excluyendo, según
el caso) en la configuración de la interacción pública de sus miembros.
Si una cultura es una comunidad intergeneracional que comparte unas tra-
diciones, un lenguaje, una historia, unas instituciones y un territorio (1995ª,
18), una cultura societaria es «una cultura territorialmente concentrada que
gira en torno a un lenguaje compartido que se usa en un amplio rango de ins-
tituciones societarias tanto en la vida pública como en la privada, tales como
escuelas, medios de comunicación, derecho, economía, gobierno, etc. La par-
ticipación en las culturas societarias proporciona el acceso a formas de vida
significativas en el rango completo de las actividades humanas, que incluyen
la vida social, educativa, religiosa, recreacional y económica, abarcando las
esferas pública y privada» (1995b, 4). El uso público de una lengua en la con-
formación de una cultura societaria, es subrayado por Kymlicka, hasta el pun-
to de afirmar que es difícil que una comunidad sobreviva en las sociedades
modernas industrializadas si no usa societariamente su lengua, pues requiere
extender a todos los individuos una educación homologada en todos sus nive-
les formales y usarla en las actividades públicas gubernamentales de todo
tipo, así como en el trabajo y otras actividades básicas de su vida social.
Históricamente, la construcción de los Estados nacionales se ha hecho casi
siempre mediante un proceso forzoso de unificación en el que un grupo impo-
ne a otros su cultura, sus valores, su forma de organización social. En la for-
mación de esos Estados la cultura dominante se convirtió en societaria. Así,
su idioma se transformó en el medio de expresión de sus instituciones socia-
les y sus valores impregnaron la vida social pública.
De lo anterior se sigue que la neutralidad del Estado frente a la cultura es
un mito: Estados que se proclaman neutrales, como Estados Unidos, en reali-
dad privilegian una cultura societaria expresada en inglés. Pero se infiere tam-
bién que todas «las comunidades requieren de culturas societarias para
convertirse en naciones y todos los Estados expresan culturas societarias que
los hacen diferentes unos a otros» (Monsalve, 1996, 62).
Lo que distinguiría una nación cívica de una étnica no sería la neutralidad
frente a la cultura sino los términos de admisión: mientras que la segunda,
excluyente, acepta sólo a los que tienen una ascendencia común y restringe a
aquéllos que no la poseen (como les ocurre a los turcos y sus descendientes
en Alemania); la primera, incluyente, recibiría, en principio, a todos siempre
y cuando se integren a la cultura societaria y aprendan su lengua e historia.
El multiculturalismo en Colombia 183

Pero, y esto es muy importante, si se afirma el derecho a igual reconoci-


miento de las culturas dentro de un Estado, que surge del reconocimiento
desigual, ello implicaría que si en un Estado hay actualmente más de una cul-
tura de este tipo, o que al menos pudiera cumplir estas funciones, habría que
reconocerlas y protegerlas a nivel del Estado (loc. cit., Kymlicka, 1996, 13, 28).
Este sería un Estado multinacional con un modelo de ciudadanía multicultu-
ral. Desde mi perspectiva, este modelo no es neutral sino imparcial: protege
las culturas que tienen asiento en él, pero no privilegia a ninguna de ellas. La
especial protección a aquéllas que han sido dominadas es una acción de dis-
criminación positiva para ponerlas en condiciones de igualdad frente a la cul-
tura dominante.
Kymlicka procede, apoyado parcialmente en Walzer (1994), a clasificar
las minorías, porque los derechos que ellas puedan reclamar dependen, al
menos normativamente, de la clase de minoría que sea.

1.2. La tipología de las minorías

Para Kymlicka, que reflexiona fundamentalmente sobre la experiencia del


Canadá, los Estados Unidos y otras democracias desarrolladas del norte,
como España, sólo habría dos clases típicas de minorías (tomando como base
del análisis el caso específico de Estados Unidos): las minorías nacionales y
los grupos étnicos; y una atípica, la de los afroestadounidenses, (que por ana-
logía extiende a los descendientes de africanos en algunos países de Centro y
Sur América).
Las primeras son minorías nacionales o «naciones», es decir, comunida-
des históricas «más o menos completas institucionalmente, con territorio y
con lengua culturalmente diferenciadas» (Ibídem., 26) y que existían inde-
pendientemente antes de ser incorporadas al Estado en que se encuentran
incluidas. La categoría «nación» está ligada al concepto de pueblo o de cul-
tura y las dos son, a veces, intercambiables. Muchos Estados contemporáneos
tienen esa clase de minorías que se autoperciben como comunidades cultural-
mente distintas y que intentan defender y ampliar derechos propios, algunos
de ellos de grupo, derechos que incluso Estados Unidos, país que según
muchos filósofos es el modelo por excelencia de la ciudadanía cívica, ha teni-
do que reconocer1 (Ibídem., 25; 1996, 28).

1 Como señala Kymlicka, todas las minorías nacionales estadounidenses fueron incorpora-
das involuntariamente (indios, esquimales, puertorriqueños, chicanos, hawainanos, chamorros de
Guam, etc.). Casi todos, no obstante, adquirieron un fuero especial: las tribus se reconocen
mediante tratados como «naciones domésticas independientes», «con sus propios gobiernos, tri-
bunales y derechos vinculados a [esos] tratados». Puerto Rico es un Estado Libre Asociado, en
el que el único lenguaje oficial es el castellano, etc.
184 Alfonso Monsalve Solórzano

La segunda fuente de diversidad para Kymlicka es la de los grupos de


inmigrantes voluntarios. En los países desarrollados provienen en la actuali-
dad de las regiones pobres del sur con culturas no occidentales, o de Sur y
Centro América, aunque también hay un flujo muy fuerte de los países de
Europa Oriental y Central, y hasta hace no mucho tiempo, de la Europa
del Sur a la del Norte. Según este autor, estos grupos no son naciones, no
están concentrados territorialmente sino dispersos, su especificidad se mani-
fiesta fundamentalmente en la esfera de la vida privada (familia, asociaciones,
etc.), participan en las instituciones públicas de las culturas dominantes y
tienden a expresarse en esas lenguas (Ibídem., 32). En la actualidad intentan
integrarse a la sociedad a la que han emigrado y buscan hacerlo preservando
algunos rasgos de su cultura de origen (religión, tradiciones, uso del lengua-
je materno como segunda lengua para las segundas generaciones, haciendo
valer su derecho a expresar su particularidad étnica. Pero para ellos, «la adop-
ción de un programa de construcción nacional no es deseable ni viable» (Ibí-
dem., 23).
Estas serían dos de las fuentes de diversidad en los Estados modernos. La
tercera, los afroestadounidenses, no corresponde estrictamente a ninguna de
estas dos clasificaciones: (Ibídem., 43-44):
En primer lugar, contrario a los inmigrantes voluntarios, fueron traídos a
la fuerza como esclavos antes de la fundación de los Estados Unidos, se les
impidió integrarse de pleno derecho y han sido discriminados. Además, per-
tenecen a distintos grupos étnicos, no tienen una lengua común distinta —se
les prohibió hablar sus lenguas nativas— y están territorialmente dispersos;
todo ello como consecuencia de decisiones conscientes de las autoridades
coloniales, por lo que no puede entendérseles como minorías nacionales. Ha
habido intentos teóricos de clasificarlos a éstas o a grupos de inmigrantes
(voluntarios), pero Kymlicka sostiene que los afroestadounidenses, en su
mayoría consideran que tienen derecho a la plena participación en condicio-
nes de igualdad de la sociedad global, y que por lo tanto, «no tienen ni dese-
an una identidad nacional específica» y debería, además, al considerarse sus
reivindicaciones introducir medidas que tengan en cuenta su singularidad his-
tórica, también claramente distinta a la de los inmigrantes voluntarios.

1.3. Derechos diferenciados según el grupo

En los Estados multiculturales, es decir, aquéllos que poseen minorías


nacionales y/o grupos étnicos, los derechos y deberes de sus ciudadanos
dependen en gran medida, contrariamente al modelo de ciudadanía cívica, de
esas adscripciones, por lo cual no habría un concepto homogéneo de ciuda-
danía, sino que los componentes de las minorías tendrían derechos y deberes
especiales. De esta manera, sus miembros «se incorporarían a la comunidad
El multiculturalismo en Colombia 185

política no sólo en calidad de individuos, sino también a través del grupo, y


sus derechos dependerían, en parte, de su propia pertenencia al grupo» (Ibí-
dem, 240).
¿Qué derechos pueden reivindicar las minorías? Lo primero que hay que
mirar es si se trata de derechos colectivos o de grupo. Por lo visto anterior-
mente, algunos sí lo son. Pero no todos pertenecen a ese tipo. Además, la
noción de derecho colectivo, ya se vio, es polémica dentro del liberalismo,
porque contempla destinatarios no individuales, lo cual es rechazado por
muchos filósofos de esta corriente. De ahí que Kymlicka prefiera hablar de
derechos diferenciados según el grupo (group-differentiated rights) (Ibídem,
45 y ss.), los cuales pueden ser individuales, como el derecho de cada indivi-
duo a hablar su lengua materna; o de grupo, como la propiedad común de la
tierra en los resguardos colombianos o los derechos de explotación económi-
ca exclusiva de sus territorios, o los de una entidad jurídico-administrativa a
promover y proteger su cultura de manera tal que sobreviva de una genera-
ción a otra. Un elemento importante en la relación entre estos dos tipos de
derechos es que los de grupo no siempre oponen la comunidad y el individuo,
sino «más bien, se basan en la idea de que la justicia entre grupos requiere que
a los miembros de grupos diferentes les sean acordados derechos diferentes»
(Ibídem, 47), al lado de un conjunto de derechos fundamentales comunes a
todos.
Para Kymlicka existen tres formas de derechos diferenciados según el
grupo:

1.3.1. Derechos de autogobierno

Cuyos destinatarios son las minorías nacionales. Encarnan una forma


relativa de autodeterminación que cobra sentido porque éstas consideran el
autogobierno un derecho intrínseco «anterior a su incorporación al Estado
que las engloba y prolongable a un futuro inmediato (Ibídem, 197). El fede-
ralismo en los Estados así ordenados sólo será mecanismo de autogobierno
si permite a la minoría nacional convertirse en mayoría dentro de la unidad
federal correspondiente. Este no es el caso de las minorías indígenas quienes
reclamarían la autonomía jurídico-política sobre sus resguardos o reserva-
ciones. En uno u otro caso, «las reivindicaciones de autogobierno suelen
adoptar la forma de transferencias de competencias a una unidad básica-
mente controlada por los miembros de la minoría nacional» (Ibídem, 50). El
objeto de estos derechos es asegurar la supervivencia de esa cultura, y por lo
tanto no son temporales. Son derechos de separación en el sentido de que no
buscan incluir al grupo en la corriente cultural mayoritaria de la sociedad. En
realidad, estas minorías tienen culturas societarias que deben ser protegidas
(Ibídem, 93).
186 Alfonso Monsalve Solórzano

Para que una cultura sobreviva intergeneracionalmente debe convertirse


en societaria. Esto significa, entre otras cosas, detallando las condiciones que
ha de cumplir, un sistema educativo en lengua materna que incluya la educa-
ción superior para que prepare cuadros calificados en la actividad económica,
la investigación y la administración pública; uso de la lengua materna en la
administración pública en todos los campos, incluyendo el de la defensa, así
como en el empleo diario; y, adicionalmente, algún control en las políticas de
inmigración, para evitar convertirse en minoría dentro de su propio territorio
(Ibídem., 8-11).

1.3.2. Derechos poliétnicos

Son medidas que se toman en función del grupo de pertenencia con «el
objetivo de ayudar a los grupos étnicos y a las minorías religiosas a que
expresen su particularidad y su orgullo cultural sin que ello obstaculice su
éxito en las instituciones económicas y políticas de la sociedad dominante»,
fomentando su integración en ésta (1996, 53).
No sólo propugnan permitir la libre expresión de la particularidad étnica
(o religiosa) sin que ello sea causa de temor o discriminación, sino que bus-
can la expedición de medidas antirracistas que sancionen jurídicamente la dis-
criminación, que impulsen la adopción de currículos que valoren
positivamente la contribución de esas minorías en la construcción de la
nación, la subvención pública de sus prácticas culturales, el establecimiento
de escuelas que enseñen en la lengua de los inmigrantes, la eliminación de las
leyes y disposiciones que limiten sus prácticas religiosas (lo cual ha sido obje-
to de debate, que finalmente se ha ido zanjando con la prohibición de prácti-
cas que violan los derechos humanos básicos de sus miembros como el sutee
y la ablación del clítoris, es decir con la adopción de protecciones contra las
restricciones internas que los grupos imponen a sus miembros, como se verá
más abajo); y la implantación de algunas acciones de discriminación positiva,
por ejemplo, cuotas en el sistema educativo y en el trabajo, etc.2.
No obstante hay, desde el punto de vista teórico, una propiedad muy
importante de estos derechos. Las políticas que encarnan «están básicamente
dirigidas a asegurar el ejercicio efectivo de los derechos comunes de ciuda-

2 La clase de derechos que protegen las acciones de discriminación positiva dependen de


la función que éstas cumplan. Puede haber acciones que buscan dar viabilidad a la protección de
la cultura de una minoría nacional, como la inalienabilidad de la propiedad colectiva de la tierra
para proteger el territorio en el que está asentada la minoría, o cuando le da ventajas en la acti-
vidad económica (como la exclusividad o prioridad en la explotación minera). Pero esas mismas
ventajas o cuotas en el sistema educativo o productivo aplicadas a grupos étnicos, pueden inter-
pretarse como derechos poliétnicos. Las cuotas electorales por razones de garantizar un mínimo
aceptable de representación de las minorías nacionales y los grupos étnicos son un ejemplo de
discriminación positiva en el campo de los derechos de especial representación.
El multiculturalismo en Colombia 187

danía, y por tanto, no merecen verdaderamente el calificativo de derechos de


ciudadanía diferenciados en función del grupo» (1995ª, 52).

1.3.3. Derechos de especial representación

Las minorías nacionales y los grupos étnicos minoritarios han sido discri-
minados políticamente, y ni su participación en la vida política ni las oportu-
nidades de acceso a los bienes sociales han sido equitativas o representativas,
«aunque los derechos políticos de sus miembros individuales no sufran res-
tricción alguna» (Ibídem, 52, 184). Estos derechos tienden a resolver esta
injusticia, asegurándoles a las minorías (y a otros sectores discriminados,
como los pobres, las mujeres, los discapacitados) una adecuada participación
como grupo en los escenarios donde se toman las decisiones.
Los derechos de especial representación en el legislativo son discutidos
por muchos liberales: algunos piensan que pueden balcanizar un país, pero,
argumenta Kymlicka, si los grupos se sienten excluidos es importante mante-
nerlos para que su voz sea escuchada, sin caer en la teoría de la representa-
ción especular. Es liberal y democrática siempre y cuando haya una
protección justa de los intereses de las personas (Ibídem, 208-9).
Estos derechos, contrarios al modelo de ciudadanía cívica, buscan
—cuando no son aplicados como instrumento de autogobierno de las mino-
rías nacionales, pues en ese caso serían permanentes— dar temporalmente
condiciones especiales de representación política y de acceso a los bienes
sociales, para que, eliminadas las situaciones de discriminación, dejen de
existir.

1.4. Protecciones externas y restricciones internas

Los derechos diferenciados de grupo cumplen un doble papel: buscan


limitar las acciones del Estado o de los miembros de la cultura dominante en
la esfera de los intereses y derechos de las minorías, para protegerlas de esas
acciones. En ese sentido son protecciones externas. Pero en ocasiones, los
grupos quieren reducir la capacidad de elección de sus miembros para pre-
servar los intereses del grupo, imponiéndoles reglas, normas de conducta y
deberes que coartan sus libertades civiles y políticas o los discrimina. Son las
restricciones internas. En un Estado liberal sería correcto impulsar las protec-
ciones externas pero no admitir restricciones internas que violen los derechos
fundamentales de sus miembros, comunes a todos los ciudadanos. Pero,
obsérvese, esto implica admitir ciertas restricciones internas.
Al defender algunas de estas restricciones (1995a, 218 y ss.), Kymlicka
critica a Rawls. Éste, (1993a, entre otros), defiende la separación de las esfe-
ras pública y privada de los individuos, y postula que el acuerdo político des-
188 Alfonso Monsalve Solórzano

cansa en la autonomía individual restringida sólo a la esfera de lo público


aplicada a contextos públicos, y no como un valor general válido también en
el contexto de lo privado. Pero esto lo lleva a la contradicción de suponer que
personas que son comunitaristas en la esfera de lo privado han de ser libera-
les en el rango de lo público. Rawls cree que su concepción protegerá a las
minorías de la persecución, y eso es cierto. Pero no protege a los individuos
dentro del grupo en las comunidades que no profesan principios liberales,
sino que creen y practican la restricción de las libertades individuales de sus
miembros en aras de la preservación de la noción de vida buena que ellas
practican, y que no consideran revisable (algo común en las sectas religiosas,
por ejemplo), siendo la revisabilidad una característica básica de lo afirmado
por Rawls como razonable.
Estos grupos piensan que una concepción política de autonomía, al
impedir el establecimiento de restricciones internas a sus miembros, nece-
sarias para mantener su concepción de vida buena, es políticamente inacep-
table. Pero eso es un punto crucial que marca un límite a la tolerancia
liberal: un Estado de este tipo, al asegurar la tolerancia entre los grupos tie-
ne que asegurar también el disenso, es decir, la tolerancia dentro los grupos.
De ahí que si bien es necesario permitir las restricciones internas de tal
manera que se permita a los grupos el ejercicio de su concepción de vida
buena, protegiendo sus fines constitutivos que limitan determinados dere-
chos individuales, ha de impedírseles el abuso sobre los derechos indivi-
duales fundamentales de sus miembros, comunes, como ya se dijo, a todos
en ese Estado.
El problema es identificar cuáles son esos derechos fundamentales de
manera que sean compatibles con los derechos de las minorías. La posición
de Kymlicka es: «Al respecto creo que la teoría liberal más defendible es
aquélla que se fundamenta en el valor de la autonomía, y cualquier forma de
derechos diferenciados según el grupo que restrinja las libertades civiles de
los miembros del grupo es, por eso mismo, incoherente con los principios
liberales de libertad e igualdad» (Ibídem, 227. La cursiva es mía).
Pero, por otro lado, piensa, los liberales son muy dados a imponer el libe-
ralismo a sus propias minorías. Una forma de hacerlo es instaurar el control
constitucional de las leyes y los actos gubernamentales, mediante la creación
de un Tribunal Constitucional cuyas decisiones deben acatar todas las instan-
cias administrativas del país, incluyendo las de las minorías nacionales, en lo
tocante a la revisión de dichos actos, para asegurar la derogación de aquéllos
que no respetan los derechos liberales promulgados en la Constitución. Se tra-
ta, dice, de una concepción muy peculiar de los derechos, originada en los
Estados Unidos, país en el que jugó un papel muy importante el Tribunal
Supremo Federal en la abolición de la jurisdicción racista de los Estados fede-
rados y que no existe, por ejemplo, en la Gran Bretaña; o, en caso de darse en
El multiculturalismo en Colombia 189

otros países, está descentralizada en las subunidades político-administrativas


que conforman el Estado (Ibídem, 226 y ss.).
El punto es que el mecanismo de la revisión judicial puede ser visto por
las minorías nacionales como una imposición que restringe sus valores cultu-
rales, sociales y funcionales para imponerle otros que no son los suyos y que
rechazan, muchas veces, como es el caso de las minorías no liberales, por pro-
venir precisamente de la cultura dominante. Así por ejemplo, los pueblos indí-
genas del Canadá se niegan a aceptar la Constitución de ese país con el
argumento de que ésta es «una sujeción a un sistema de valores basado en los
derechos individuales. Nuestros gobiernos se basan en la supremacía de los
derechos colectivos» (Ibídem, 237, n. 21).
Para Kymlicka la salida frente a las minoría no liberales estriba en buscar
un acuerdo con ellas, teniendo en cuenta el contexto histórico y político, acep-
tando, por ejemplo, la conformación de tribunales paritarios para la resolu-
ción de esta clase de competencias, o incluso, la posibilidad de que tribunales
internacionales de derechos humanos funcionen como tribunales de última
instancia (con el argumento de que muchas de estas minorías han manifesta-
do su intención de regirse por la Declaración Universal de Derechos Huma-
nos (Ibídem, 232), dándoles un tratamiento similar al de un país extranjero3.
La clave estaría no en imponerles los valores liberales4, sino en identificar
sus puntos de vista y dialogar con ellas, buscando por así decir, que com-
prendan la importancia de valores tales como la igualdad y libertad, en la idea
de que esta actitud no implica interferencia y coacción sino una condición de
diálogo.
Esta teoría tiene, no obstante una debilidad esencial: ¿qué ocurre cuando
estas comunidades no aceptan el diálogo con los valores liberales e imponen
a la fuerza restricciones internas a sus miembros? En otras palabras, ¿cuál es
el límite de la tolerancia de un Estado liberal para con las violaciones de los
derechos civiles de algunos de sus miembros?

3 Pueblos indígenas canadienses y estadounidenses «apoyan los principios, pero plante-


an objeciones a las instituciones particulares y a los procedimientos establecidos por la socie-
dad mayoritaria para imponer esos principios. Por eso desean crear o mantener sus propios
métodos para la protección de los derechos humanos especificados en constituciones tribales
o de banda, algunas de las cuales están basadas en los presupuestos de los protocolos interna-
cionales de derechos humanos. Algunos grupos indios también han aceptado la idea de que sus
gobiernos, como todos los gobiernos soberanos, deberían ser responsables ante los tribunales
internacionales de derechos humanos (por ejemplo, la comisión de derechos humanos de las
Naciones Unidas. A lo que se oponen es a la pretensión de que sus decisiones de autogobierno
se vean sometidas a los tribunales federales de la sociedad dominante (tribunales que históri-
camente han aceptado y legitimado la colonización y desposesión de los pueblos y territorios
indios)» (KYMLICKA, 1996b, 47-48).
4 Pero ésta es una solución liberal porque los tribunales internacionales de derechos huma-
nos y la Declaración, así como los convenios sobre derechos de los pueblos firmados por orga-
nismos de las Naciones Unidas, tienen todos una concepción liberal, como se verá más adelante.
190 Alfonso Monsalve Solórzano

Aquí la noción rawlsiana de la razonabilidad cobra sentido, pero desde


una lectura distinta: que una doctrina comprensiva sea razonable, significa
dos cosas: a nivel externo, no practicar el proselitismo a la fuerza ni restrin-
gir las libertades de otros grupos. Y a nivel interno, respetar los derechos indi-
viduales básicos de sus miembros, comunes a todos los ciudadanos de un
Estado. Analizando el caso de la Constitución colombiana y sus desarrollos
por la Corte Constitucional, se obtendrá un ejemplo de este tipo que será dis-
cutido.

2. LA CEGUERA A LAS DIFERENCIAS EN COLOMBIA

La cultura dominante en el país ha sido la heredada de la conquista y la


colonia: blanca, castellanoparlante y católica. Sobre estos pilares se ha cons-
truido la cultura societaria nacional y la identidad que le subyace. Podría
decirse que el modelo de los derechos de inclusión ha funcionado, básica-
mente, sobre ella: los ideales de igualdad y libertad han consistido, para los
sectores no blancos de la población, en el empeño «civilizatorio» respecto al
«buen salvaje» indio y al negro «libre», de borrar todas las diferencias para
asimilar los valores de esa cultura: el igual derecho individual a propiedad
privada, la igualdad ante la ley respecto al sistema jurídico vigente, las for-
mas de gobierno y elección, el derecho a la educación en el lenguaje domi-
nante. De acuerdo con Friedemann (1992, 25-35) y Arocha (1992, 39-54), el
mestizaje ha sido el soporte ideológico que ha sustentado este modelo. El
mestizaje presupone, dentro de los valores de nuestra identidad dominante, el
blanqueamiento: en un país de élites blancas, con cultura societaria blanca
(exclusividad de la lengua para la comunicación pública en el sistema educa-
tivo, en las transacciones y la actividad económica, en la esfera de lo jurídico
y lo judicial; religión oficial, etc.) la única vía de acceder a las oportunidades
es blanquearse, no sólo genética sino también culturalmente.
En realidad, el mestizaje, es, desde el punto de vista de las realidades étni-
cas y políticas del país, una concesión al esfuerzo de las élites gobernantes por
blanquear al país, que buscaban «mejorar» la raza5.
La tesis del mestizaje, síntesis de las razas que configuró paulatinamente
el mundo colonial y la construcción de la nación, con la metáfora de que
somos un país de mestizos, contribuyó históricamente a hacer invisibles a los
negros y a los indígenas. En el liberalismo de inclusión, montado sobre la
divisa de la revolución francesa de libertad, igualdad y fraternidad, anuncia-

5 Incluso, en 1922 se aprueba la Ley 114 que reglamenta la inmigración con el objetivo de
fortalecer la presencia blanca en la sociedad colombiana. FRIEDEMANN (o.c., 29) cita el Artículo
central de esa ley: «queda prohibida la entrada al país de elementos que por sus condiciones étni-
cas, orgánicas o sociales sean inconvenientes para la nacionalidad y para el mejor desarrollo de
la raza».
El multiculturalismo en Colombia 191

da por Nariño, pero generalizada en las constituciones liberales de mitad de


siglo XIX, el principio de igual ciudadanía sirvió para que las pretensiones
específicas de negros e indígenas fueran excluidas.
Esto significó, por ejemplo, para los indígenas, la pérdida del estatus de
protegidos que la Corona española les había otorgado mediante las leyes
indianas, y con él, la eliminación de los resguardos, las formas de propiedad
comunitaria de la tierra. La intención de generalizar la propiedad privada,
posibilitando que los indígenas accedieran a ella y facilitando la libertad de
movimiento que la propiedad comunal dificultaba, tropezó en muchas partes
con la estructura agraria en regiones como el Cauca, en la que la gran hacien-
da terrateniente no era viable sin la mano de obra indígena concentrada en los
resguardos. Pero además estas medidas iban en contravía de los usos y tradi-
ciones ancestrales y significaban además la pérdida del territorio en manos de
terratenientes voraces. Todo ello generó resistencia entre muchas comunida-
des, las cuales defendieron el sistema comunitario de propiedad de los res-
guardos. El resultado es la ley 89 de 1890, mediante la que se reconoce a los
indígenas su identidad histórica y cultural, materializados en derechos terri-
toriales y políticos, que consagran sus derechos colectivos de propiedad sobre
la tierra, ratificando los títulos coloniales, y en niveles de autonomía, al legi-
timar (muy relativamente) los cabildos como forma específica de gobierno
(Arocha, Ibídem, 43), aunque al precio de reducirlos a «la vida civilizada» a
través de las misiones, correspondiendo al gobierno y a la autoridad eclesiás-
tica dar el visto bueno sobre la forma como «esas incipientes sociedades han
de ser gobernadas», como bien recuerda Gloria Isabel Ocampo (1997)6.
Es importante resaltar que en el país hay unas 80 etnias, con 64 lenguas
distintas, que suman entre 500.000 y 700.000 colombianos, algo así como el
2% de la población.
Jimeno, citada por Ocampo, sintetiza la evolución de la cuestión étnica indí-
gena en 3 períodos a partir de las últimas décadas del siglo XIX (Op. cit., 4-5):
La primera, desde finales del Siglo XIX hasta la mitad del siglo XX, se
caracteriza por «la importancia de las misiones católicas, el debilitamiento y
la desaparición de numerosos grupos indígenas, la disolución de tierras comu-
nales de los resguardos de indios, y la precariedad de la atención estatal a las
comunidades indígenas» (Ibídem).
La segunda, durante los años sesenta, y a causa de los procesos de moder-
nización del Estado y los cambios sociales ocurridos, el Estado impulsa

6 En su excelente artículo (1996, 3-4), OCAMPO reconstruye la legislación indígena resal-


tando su estrategia asimilacionista que colocaba a los indígenas en posición de salvajes, reduci-
dos a la condición de menores de edad respecto al Estado, a los que había que civilizar y mientras
ese proceso se cumplía, había de excluirselos de la legislación civil, penal y judicial, poniendo
en manos de los misioneros estas facultades (Ley 72 de 1892). Igualmente ofrece una clara ima-
gen de las dificultades que esta legislación creó para la jurisprudencia de este siglo.
192 Alfonso Monsalve Solórzano

acciones de mejoramiento económico y social y margina a la Iglesia, especí-


ficamente, a sus misiones, de su papel de integradora social, a la par que sur-
gen «organizaciones indígenas que plantearon reivindicaciones territoriales y
políticas, y generaron un movimiento de re-etnización que se desarrolló en
dos direcciones: la renovación y revitalización de adscripciones étnicas parti-
culares (por ejemplo, el caso de los zenúes) y, como lo ha señalado M. Jime-
no, la construcción de una identidad étnica india».
La tercera, es la etapa de la juridización de los conceptos de etnicidad y
minoría, tanto a nivel internacional como en el ámbito interno. En el primer
caso, mediante la ratificación de convenios internacionales, especialmente el
Convenio 169 de la OIT, aprobado en 1989, referido a la autodeterminación
de los pueblos en el caso de los pueblos indígenas; y en la esfera interna, con
el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural de la nación adoptado en
Colombia mediante la ley 21 del 4 de marzo de 1991 (antes de aprobarse la
nueva Constitución), elevado al rango de normas y principios constituciona-
les en la Carta de 1991 y en sus desarrollos por la Corte Constitucional7,8.
7 Roque ROLDÁN ORTEGA (1990: VII) distingue 4 etapas de la política indigenista del Esta-
do colombiano desde su fundación, en una clasificación que se corresponde en líneas gruesas a
la anterior: Una primera etapa, que va de 1810 a 1890, a la que denomina «liquidacionista», en
la que se intenta eliminar la propiedad colectiva de la tierra y las formas de gobierno indepen-
dientes de los indígenas. La segunda, «reduccionista» va de 1890, fecha de expedición de la Ley
89, a 1958. Se acepta, como medida temporal, las formas comunitarias de vida de los indígenas,
mientras se los lleva (reduce) al modelo estatal, mediante la acción evangelizadora y administra-
tiva (cedida por el Estado, en cumplimiento del Concordato de 1887 con la Iglesia, consecuen-
cia de la Constitución de 1886, que significa el abandono de las ideas liberales radicales que
sustentaron la estructura jurídica y política del Estado) de las misiones. La tercera, de 1958 a
1992, comienza con la expedición de la Ley 81 de 1958 (en el 57, Colombia firma el Convenio
107 de la OIT sobre la protección de las poblaciones indígenas). En este período la percepción
estatal abandona la idea del «buen salvaje» para considerar a los indígenas como campesinos
pobres y atrasados tecnológicamente. La ley, y la legislación correlativa (como el decreto 1634
de 1960, que crea la División de Asuntos Indígenas del Ministerio de Gobierno, o la Ley 135 de
1961, Ley de Reforma Agraria, que potestaba al Instituto Colombiano de Reforma Agraria,
INCORA, a crear o dividir resguardos) buscan incorporarlos a los procesos modernos de pro-
ducción, facilitándoles crédito, acceso a la tecnología, educación cooperativa, incorporación pro-
ductiva de las tierras no cultivadas de los resguardos, etc. La cuarta, «de cooperación» a partir de
1982 (año de la celebración del Primer Congreso Indígena Colombiano) es la del reconocimien-
to del Estado, así haya sido sólo formal al comienzo, de los derechos de territorio y formas de
autogobierno de las comunidades indígenas. Esta etapa se potencia con la aprobación de la Cons-
titución de 1991. Yo quisiera destacar en este período el Decreto 2001 de 1988, que reglamenta
la Ley 135 en lo referente a la constitución de resguardos indígenas. Allí es de especial interés
las definiciones que se hacen de «parcialidad o comunidad indígena», «comunidades civiles indí-
genas», «territorio indígena», «reserva indígena», «resguardo indígena», y «cabildo indígena»;
también fija los procedimientos para constituir resguardos indígenas en terrenos baldíos y sobre
predios y mejoras del Fondo Nacional Agrario. Además, la Ley 160 de 1994, que redefine el
papel del INCORA en la dotación de tierras a las comunidades indígenas.
8 Pero aun en la Asamblea Constituyente hubo posiciones que defendieron el carácter
monocultural, mestizo, de la sociedad colombiana. Carlos LLERAS DE LA FUENTE, exconstitu-
yente (y otros), en Interpretación y Génesis de la Constitución de Colombia, sostiene que en un
El multiculturalismo en Colombia 193

A los afrocolombianos, el mestizaje incluyente los ha golpeado aún más.


De acuerdo con Arocha (Ibídem, 42 y ss.), aquéllos que participaron en la
Independencia de la metrópoli española sólo obtuvieron que los niños naci-
dos después del rompimiento pudieran ser libres. Y a pesar de que en 1851 se
abolió la esclavitud, en la práctica siguieron siendo tratados con base en el
Código de Negros, aunque ya no tuviese validez jurídica: derogada la manu-
misión, las leyes de vagancia devolvían a los negros a la hacienda. Y hasta la
Constitución de 1991 no se les reconoció ningún tipo de especificidad o pri-
vilegio político. De hecho, jurídicamente han sido invisibles en un país en el
que el 20% de la población es de ese origen, total o parcialmente.
La invisibilidad de los afrocolombianos ha sido, quizá, más ciega que
frente a las minorías indígenas. Por razones de supervivencia, muchos de
ellos se han dispersado por todo el territorio nacional. Pero otros, practican-
do la minería, han ocupado por más de siglo y medio, de generación en gene-
ración territorios en el litoral pacífico colombiano y no se les reconoció,
hasta la ley 70 de 1993, el derecho de propiedad colectiva exclusiva sobre
ellos. Es más, mediante el decreto 2655 de 1988 se les despojó de sus tierras
—violando el Convenio de la OIT de 1950, ratificado en 1980, y al cual
Colombia se adhirió, en el que se reconoce el derecho de las comunidades
negras a los territorios ocupados por ellas secularmente— al declarar a un
gran número de sus habitantes «colonos en territorios baldíos», negando de
esta manera el derecho que les asistía por el asentamiento durante siglos,
impidiendo la transmisión hereditaria de la posesión (Friedemann. Op. cit.,
32). Estos compatriotas son los más marginados y aislados, los que menos
beneficios sociales tienen y sufren las consecuencias de un racismo no con-
fesado pero no por ello menos excluyente por parte de la sociedad colom-
biana. Y a lo anterior se suma el proceso de colonización de que han sido
víctimas los afrocolombianos de San Andrés, que constituyen una comuni-
dad claramente diferenciada a la que se intentó colombianizar a la fuerza.
Si se suman las minorías, nos encontramos que aproximadamente el 22%
de los colombianos han sido, de una u otra manera, hasta hace muy poco
tiempo, invisibles. Y si son ciertos los argumentos de algunos adalides negros,
apoyados por algunos teóricos ya citados, todavía hoy la minoría negra sigue
siendo parcialmente invisible.

país mestizo como el nuestro, sólo el 1% de la población pertenece a grupos diferenciados, por
lo que parecería excesivo hablar de diversidad étnica cultural de la nación colombiana, pues ello
puede llevar a una interpretación que fomente la disociación y fraccionamiento de la unidad
nacional. Por ello no comparte normas como las que reconocen la oficialidad de las lenguas indí-
genas, el carácter especial de los territorios indígenas y la inalienabilidad de los resguardos.
194 Alfonso Monsalve Solórzano

2. LA AUTOPERCEPCIÓN DE LAS MINORÍAS

2.1. Los indígenas

2.1.1. Podría sostenerse que la autopercepción de estos grupos ha evolu-


cionado en los últimos 20 años. A principios de los 80 existía en las organi-
zaciones indígenas con mayor autoconciencia, una relativa identidad cultural,
pero supeditada a la alianza de clases.
De acuerdo con Luis Javier Caicedo (1996), son los guambianos quienes
más han reivindicado históricamente su carácter nacional. Pero aún ellos
rechazaban en 1982, en un documento presentado al Primer Congreso de la
Organización Indígena de Colombia (ONIC), el concepto de nacionalidades
indígenas y el desarrollo de la noción de autodeterminación que éste implica-
ría, pues la consideraban inconveniente políticamente al considerar que pri-
maba la alianza de los explotados contra los explotadores en el escenario
nacional, a lo que se sumaba la dificultad que entraña para tal reivindicación
el escaso peso demográfico de las minorías indígenas en el país.
Sostenían los guambianos que: «En Colombia no se han desarrollado las
formas más extremas de indigenismo, lo cual es explicable teniendo en cuen-
ta que en este país los indígenas constituimos menos del 2% de la población
(…). La teoría de las nacionalidades indígenas considera que la cuestión indí-
gena en Colombia se puede resumir y explicar por medio del concepto de
«naciones» o de «minorías nacionales», que se formarían a partir de las carac-
terísticas anotadas. Las «naciones indígenas» estarían oprimidas por la
«nación colombiana» que agruparía a todos los habitantes no indígenas del
país. Nuestro programa fundamental debería ser entonces la autodetermina-
ción de las naciones indígenas (…) Pero a nivel político nos parece más
inconveniente la teoría de las nacionalidades indígenas. Al pretender que la
principal contradicción de nosotros los indígenas es con la supuesta «nación
colombiana», perderíamos a nuestros aliados naturales, como lo son los obre-
ros, campesinos y demás explotados, y se debilitaría fundamentalmente la
lucha contra nuestros verdaderos enemigos, la oligarquía y el imperialismo»
(Op. cit., 16-17). Para Caicedo esta autopercepción no ha cambiado. Esto
implicaba una cierta simpatía y niveles de participación al lado de actores
armados insurgentes, quienes además buscaban afanosamente su apoyo9.
Distinto a lo que piensa Caicedo, creo que hoy la situación tiende a variar:
por una parte la reivindicación de territorios y derechos ancestrales sobre
ellos, así como el juego que los desarrollos constitucionales permite, sumado

9 Arocha y Friedemann han resaltado en distintos trabajos la incomprensión de la insur-


gencia frente a las reivindicaciones específicas de grupo que los indígenas tienen. Este sector
también ha sido ciego a la diferencia y constituye una expresión del paradigma incluyente de la
identidad cultural dominante en Colombia.
El multiculturalismo en Colombia 195

al hecho de que el conflicto armado ha involucrado a algunas de estas comu-


nidades directamente en la guerra y han sido víctimas de los excesos de todas
las fuerzas en confrontación, lo que los ha llevado a pregonar una política de
«neutralidad activa», detectar un aumento de las pretensiones de autoconsi-
derarse como minorías nacionales, o al menos como pueblos, alegando dere-
chos diferenciales. Así por ejemplo, ya en febrero de 1991, Lorenzo Muelas,
líder guambiano, posteriormente elegido constituyente, pide un reordena-
miento de las unidades político-administrativas que responda a las realidades
culturales del país, reivindicando la autonomía para los indígenas que han
«tenido que soportar una autonomía sobre nuestra autonomía» (1991, 181). El
reclamo de autonomía también es hecho por Francisco Rojas Birry, quien fue-
ra el otro constituyente indígena (Ibídem, 169-173).
En la propuesta de articulado presentado por los constituyentes Lorenzo
Muelas, de las comunidades indígenas, y Orlando Fals Borda, en abril de
1991, se distingue entre pueblos indígenas y grupos étnicos. A los primeros
«se les garantiza sus derechos constitutivos de Pueblo» (original en cursiva)
y de autogobierno (AMÉRICA NEGRA, 3. Pontificia Universidad Javeriana.
Bogotá, junio 1992)10.
Como se vio más arriba, los pueblos indígenas de Canadá y Estados Unidos
se consideran naciones. Las Naciones Unidas hablan de «poblaciones indíge-
nas», pero la OIT, en su Convenio 169, introduce el concepto de «pueblo indí-
gena», vinculándolo a la autoconciencia de identidad, aunque sin estatus
internacional que les otorgue el derecho de autodeterminación. Caicedo (Op. cit.,
16) hace la cita pertinente: estos pueblos son «considerados indígenas por el
hecho de descender de poblaciones que habitan en el país o en una región geo-
gráfica a la cual perteneció el país en la época de la conquista o la colonización,
o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera que sea
su situación jurídica, conservan todas sus instituciones sociales, económicas,
culturales y políticas, o parte de ellas. La conciencia de su identidad indígena o
tribal deberá considerarse como un criterio fundamental para determinar los gru-
pos a los que se aplican las disposiciones del presente Convenio».
La actual autopercepción indígena colombiana se acerca a esta definición
de pueblo, que está próxima a la de minoría nacional, tal como la define Kym-
licka. Esta categorización es importante si se tiene en cuenta que el concepto
de «grupos étnicos» usado genéricamente es fuente de confusión si se piensa
que aunque éstos puedan compartir como minorías algunos derechos, existen

10 Y en cambio, denomina «grupo étnico isleño raizal», a los afrocolombianos del Archi-
piélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, quienes poseían esos territorios desde
tiempos de la colonia, hablan inglés y son mayoritariamente protestantes. En un proceso que
comenzó a finales de los 50, a causa de la declaración de san Andrés como puerto libre, han sido
reducidos a una minoría en su propia tierra. La clasificación como grupo étnico será discutida
más abajo.
196 Alfonso Monsalve Solórzano

diferencias básicas de existencia y de relación con el estado entre ellos. Por


eso desde el punto de vista de este análisis de filosofía política, es preferible
clasificar a los pueblos indígenas como sociedades diferenciadas, con presen-
cia (desigual) de cultura societaria: concentrados territorialmente, con histo-
ria y tradiciones ancestrales, con instituciones (solapadas) de autogobierno
relativo, con lengua propia y con conciencia de identidad colectiva. Han
padecido y resistido el embate de la cultura dominante y por ello sufren de
niveles de descomposición cultural y demográficamente son poco numerosos.
Representan, además, una porción muy pequeña de la población colombiana.
Son por las razones expuestas, doblemente minorías nacionales, en el sen-
tido definido por Kymlicka, dados su singularidad y número. Pero precisa-
mente, a causa de las limitaciones demográficas que enfrentan y la estructura
de su economía, sus pretensiones como cultura societaria son distintas a las
de, por ejemplo, los catalanes o quebequenses, típicas de países occidentales
desarrollados.
Y aquí parece haber un problema en la teoría del filósofo canadiense: a
pesar de que clasifica las comunidades indígenas de Norteamérica como
minorías nacionales, las condiciones que fija para llegar a ser una cultura
societaria en la sociedad contemporánea exigen niveles de educación en len-
gua propia, que permitan crear una estructura científica, tecnológica, econó-
mica y administrativa, que sólo podrían alcanzar minorías con peso
demográfico significativo y dentro de las condiciones de una economía
moderna, con un sistema educativo montado sobre el modelo occidental,
como las comunidades catalana o quebequense. De manera que ni siquiera las
minorías indígenas de Canadá y Estados Unidos podrían asegurar la existen-
cia de sus culturas como societarias, a pesar de encontrarse dentro de países
con sistemas económicos altamente desarrollados. ¿Y qué decir, entonces, de
minorías asentadas en un país que no ha alcanzado plenamente su desarrollo
económico como Colombia? En uno y otro caso ¿se trataría de minorías que
tienden a desaparecer? La experiencia parece contradecir esta posibilidad. En
Canadá y Estados Unidos estas minorías han sobrevivido y ganado en auto-
conciencia a pesar de no cumplir con las condiciones fijadas por Kymlicka. Y
lo mismo ocurre con las nuestras.
Aquí es donde resulta útil retomar las palabras del mexicano Bonfil: lo
que hay que resaltar, precisamente, es que han sobrevivido a pesar de siglos
de dominación. Por supuesto, han entrado en contacto con las otras culturas,
las dominantes, de manera asimétrica, como dominadas. Pero no han desapa-
recido. Si han sobrevivido a condiciones tan adversas es porque han logrado
adaptarse y han asimilado aquello que les ha permitido mantenerse, obrando
de tal manera que «han sabido mimetizarse, clandestinizar su vida profunda,
o hacer suyos, rasgos de la cultura impuesta para incluirlos al servicio de su
propio proyecto histórico» como ocurre con los mixes mexicanos que utilizan
El multiculturalismo en Colombia 197

los computadores para inventar la escritura de su lengua, (Bonfil 1992, 18), o


como dicen que están haciendo algunas comunidades indígenas colombianas,
que estarían escribiendo su derecho tradicional, quizá reinventándolo, apren-
diendo y aplicando lo que consideran positivo de la cultura dominante e
incorporándolo a su matriz cultural, con el objeto de dar salida a realidades
nuevas, resultado de la imposición de situaciones casi nunca deseadas, pro-
ducto de su inserción forzada en sociedades con concepciones y valores dis-
tintos a los suyos, a la luz de sus tradiciones ancestrales.
En realidad, se trata de culturas triunfadoras porque han logrado sobrevi-
vir a pesar de todo. La hibridación es un costo menor. No ha habido culturas
en el mundo que no interactúen y se transformen, que no se permeabilicen e
incorporen valores, concepciones y formas de vida. En ese sentido toda cul-
tura, como es bien sabido, es híbrida. Y en el mismo sentido, toda cultura es
un proyecto inacabado, que incorpora dentro de su matriz básica los elemen-
tos que le permiten sobrevivir, como bien señala Bonfil en el texto citado. De
manera que, en su adaptación a condiciones adversas, pueden aprovechar la
estructura educativa, productiva y tecnológica del país, en la lengua de la cul-
tura dominante o en otras a las que potencialmente puedan acceder, para man-
tener las características etnoculturales que las hacen distintas, manteniendo
usos societarios de su lengua en la educación básica y en las actividades
públicas, productivas y sociales.

2.1.2. De otra parte, muchos de los pueblos indígenas colombianos no


comparten o no aceptan la fundamentación de los valores liberales, especial-
mente, los derechos humanos, y su encarnación jurídica, los derechos funda-
mentales individuales.
El primer caso es más difícil y tiene que ver con la discusión planteada
anteriormente sobre cómo acomodar las minorías no liberales en una socie-
dad liberal: Algunas de las costumbres y tradiciones de estos pueblos son
incompatibles con estos derechos. Los U'wa abandonan los niños que nacen
gravemente discapacitados físicamente debido a la imposibilidad de cargarlos
en los terrenos montañosos que habitan; los emberá juzgan a un médico tra-
dicional si le atribuyen una muerte, y admiten como prueba el concepto de
otros médicos, quienes forman su opinión con base en la adivinación (Ibídem,
21). Suele ocurrir también que sus sistemas judiciales impongan penas que a
los ojos de los occidentales pueden parecer violatorias de la dignidad de la
persona humana, como los latigazos o el cepo. O como en el sistema Wayuu,
una sociedad matriarcal en la que los familiares de quien delinque son corres-
ponsables y por lo tanto, solidarios con sus bienes, y en el que el castigo en
caso de no llegar a un acuerdo cubre a la familia completa (lo que ha origi-
nado retaliaciones entre familias, que han llegado a durar décadas y que se
extienden de una generación a otra).
198 Alfonso Monsalve Solórzano

El problema aquí es dónde trazar la línea divisoria que permita distinguir


entre restricciones internas que sean aceptables de aquéllas que no, si se quiere
reconocer derechos de grupo a estas minorías. La posición expresada en el Con-
venio 169 de la OIT, Artículo 8, toma partido por la concepción occidental libe-
ral: «Dichos pueblos (indígenas y tribales en países independientes) deberán
tener derecho de conservar sus costumbres e instituciones propias, siempre que
éstas no sean incompatibles con los derechos fundamentales definidos por el
sistema jurídico nacional ni con los derechos humanos internacionalmente
reconocidos. Siempre que sea necesario, deberán establecerse procedimientos
para solucionar los conflictos que puedan surgir en la aplicación de este princi-
pio». Es de suponerse que tales procedimientos deberían encontrarse de común
acuerdo entre el Estado y los pueblos indígenas. Pero puede ocurrir que no sea
posible alcanzarlo. Surge de nuevo el interrogante que se le hacía más arriba a
Kymlicka: ¿qué hacer en estas situaciones? Una respuesta es que el mínimo
liberal no es renunciable en un estado de cultura democrática mayoritaria.
El segundo caso apunta a corroborar una idea de Rawls y es un argumen-
to en favor de lo que acabo de decir: algunas minorías indígenas poseen valo-
res similares a los consagrados en los derechos humanos pero fundamentados
de manera distinta, no a la manera individualista que hace Occidente, sino
desde sus propias cosmovisiones o cosmogonías: la cosmovisión de los
Arhuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta implica la imposibilidad de
separar la unidad de la naturaleza de la cual hacen parte los hombres, quienes
deben buscar el equilibrio entre éstos y aquélla, de manera que al respetar ese
equilibrio, se garantiza el espacio y el papel que desempeñan todas las cria-
turas, incluyendo los hombres, lo que lleva a la armonía entre las distintas
comunidades. O la cosmogonía Wiwa, que deriva la igualdad entre todos y la
elección democrática de los dirigentes de un mito y no de una ley.

2.2. La autopercepción afrocolombiana

Todos descienden de esclavos africanos de distintas etnias y lenguas dife-


rentes, grupos que no conservaron al llegar su unidad cultural porque fueron
mezclados a la fuerza. Lo único común entre ellos era el color de piel y la des-
gracia de ser esclavos. La inexistencia de unidad cultural originaria contrasta
con la que posee cada comunidad indígena. Pero esto no quiere decir que en el
curso de su permanencia en el territorio de lo que hoy es Colombia, no hayan
construido identidades culturales propias en distintos grados, según sus condi-
ciones de concentración territorial y modo de contacto con la cultura mayori-
taria11. Los grupos más representativos de los afrocolombianos de la Colombia

11 Para un primer acercamiento a este punto de vista, ver la serie de artículos publicados por
Jaime Andrés Peralta entre enero y marzo de 1996 en el diario El Colombiano, de la ciudad de
Medellín.
El multiculturalismo en Colombia 199

continental se identifican con el diagnóstico que se ha adelantado sobre la for-


ma como opera la cultura dominante y ligan discriminación y clase. Juan de
Dios Mosquera (1991, 362-363), del Movimiento Nacional por los Derechos
Humanos de la Comunidad Negra de Colombia, CIMARRÓN12, plantea que
hay tres grupos en la construcción étnica de América latina, que además están
determinados socialmente: «el grupo blanco-mestizo, comunidad mayoritaria
y dominante en la estructura social, agente de las relaciones sociales introdu-
cidas en América por los europeos y en la actualidad difusor de las relaciones
capitalistas de producción; y las comunidades negras e indígenas, explotadas
y discriminadas históricamente... Clase y raza se conjugan como dos elemen-
tos de una misma contradicción social...».
Para Mosquera la discriminación se da en la marginalidad social, los ele-
vadísismos índices de pobreza por encima del promedio nacional, la casi
nula cobertura en salud, y el aislamiento a que son sometidos; su escasa par-
ticipación en la vida política a pesar de su peso demográfico y de su contri-
bución a la construcción de Colombia, la cual, históricamente se remonta,
como se dice en la nota 10, a la colonia y a las luchas por la independencia,
económicamente se traduce en su aporte invaluable a la agricultura, a la
minería; y culturalmente deja una impronta indeleble y definitiva; en el des-
conocimiento de la propiedad ancestral colectiva de sus tierras en el Pacífi-
co colombiano, ocupadas en ocasiones por más de 300 años; en el lenguaje
despreciativo y la subvaloración que se ejerce sobre ellos, sus habilidades y
capacidades.
Amir Smith Córdoba (1991, 371-381) recalca la necesidad de recuperar
la autoestima, tarea que Taylor (1994), recuérdese, plantea como funda-
mental en la lucha por el reconocimiento de los grupos discriminados. La
imagen deformada, sostiene Smith Córdoba, inculcada por la cultura domi-
nante, sólo puede ser superada por el desarrollo de una identidad cultural
que posibilite el reconocimiento del carácter multiétnico y pluricultural del
país. Sólo así los afrocolombianos podrán integrarse en igualdad de oportu-
nidades.

12 El movimiento Cimarrón (con reconocimiento oficial desde 1987) se plantea tres objeti-
vos: luchar por el reconocimiento y respeto de los derechos humanos de los afrocolombianos a
través de la educación y la organización; «rescatar, realzar y desarrollar nuestra identidad étni-
ca, histórica y cultural afrocolombiana» y «formular y concretar proyectos de etnodesarrollo que
contribuyan a mejorar la calidad de vida» de sus comunidades. Los negros cimarrones se opu-
sieron y lucharon contra el esclavismo colonial, llegando a constituir territorios libres bajo su
control, con formas propias de gobierno, llamados palenques. El movimiento Cimarrón se decla-
ra antiburgués y antiimperialista y lucha contra el racismo en Colombia. Considera que sólo des-
de esa posición se podrá comprender los afrocolombianos la realidad que los llevará al encuentro
de la cultura universal. Durante la década de los ochenta investigaron, publicaron, abrieron el
debate, establecieron contactos, lo que los llevó, según su propia descripción a trabajar, en la
década de los noventa a formular y ejecutar proyectos de etnodesarrollo (América Negra, junio
de 1992, Nº 3, 229-230).
200 Alfonso Monsalve Solórzano

La mayoría de los afrocolombianos están dispersos por el país y sufren la


doble discriminación resultante de ser negros y no tener concentración o
dominio territorial.
No obstante, un buen número de ellos está asentado en territorios de la
cuenca del Pacífico y otras regiones localizadas, en algunos casos, como se
acaba de decir, desde hace más de 300 años. Estos grupos poseen tradiciones
culturales específicas, practican la medicina tradicional, hasta tienen prácticas
judiciales propias socialmente reconocidas y tienen autoconciencia étnica. En
1990 el movimiento CIMARRÓN hace una declaración sobre la Constitu-
yente en la que reivindica los derechos de cultura y de propiedad colectiva de
la tierra de estas comunidades negras ancestrales y en 1991 voceros suyos
participan en la elaboración de la propuesta de la subcomisión de Igualdad y
Carácter Multiétnico a la Constituyente en la que se incluyen la igualdad y
respeto de la diversidad étnica y cultural, los derechos de propiedad colecti-
va y derechos de especial representación. Tengo información de que en la
actualidad algunos de estos grupos parecieran estar intentando reivindicar
niveles de autogobierno, alegando su carácter de minoría diferenciada.
Por su parte, los afrocolombianos del archipiélago de San Andrés, Provi-
dencia y Santa Catalina (Gallardo Corpus y Pussey Bent, 1991, 183-195) rei-
vindican, además, un origen étnico, mezcla de ingleses y africanos; una
historia, un idioma, una religión y una cultura distintas a las de la Colombia
continental. A pesar de que desde 1822 el archipiélago pertenece a Colombia,
mantuvieron sus formas de vida y de cultura hasta 1912 año en el que se
declara a la isla Intendencia Nacional y comienza el período de colonización
y colombianización. En 1926 se trata de imponer, mediante misioneros espa-
ñoles, la religión católica y la lengua castellana, se prohíbe hablar inglés en
los colegios y se ordena el cierre de los colegios protestantes. En la segunda
mitad del siglo se declara San Andrés puerto libre y comienza una invasión
de almacenes, turistas y colombianos continentales que superpueblan la isla,
y deterioran el ambiente y la calidad de vida. Los isleños pierden parte de sus
tierras y terminan siendo una minoría dentro de su propio territorio. La Inten-
dencia se manejó desde Bogotá hasta la elección popular de gobernadores,
pero, de hecho, perdieron el control político del archipiélago. Surge un movi-
miento nacionalista, The Sons of the Soil Movement, S.O.S, que hace una
propuesta a la Asamblea Constituyente buscando niveles de autogobierno
para los isleños raizales (autóctonos). En ella piden, entre otras cosas, respe-
to a su cultura, protección del ecosistema, autonomía y participación plena en
el gobierno del archipiélago. Para esto proponen ser reconocidos como una
minoría étnica nacional, garantizar todos los medios para defender y repro-
ducir su cultura, usar el inglés en la educación, en el gobierno y en las activi-
dades públicas o privadas relacionadas con la economía; designar los
municipios de Henrietta y de Providencia como espacios físicos de supervi-
El multiculturalismo en Colombia 201

vencia de los raizales y gozar allí del derecho de mantener y/o recuperar sus tie-
rras; crear el Departamento Insular y Ultramarino de San Andrés y otorgarle
autonomía para que, dentro de los parámetros de la Constitución, elabore su
propio estatuto de gobierno que otorgue a los habitantes de los dos munici-
pios mencionados autonomía para darse su propio estatuto de gobierno muni-
cipal, una asamblea departamental de dos organismos, con una Cámara
exclusiva para ellos; que los jueces de los dos municipios sean elegidos popu-
larmente, etc.
Como puede colegirse de lo anterior, habría tres subgrupos afrocolom-
bianos que tendrían pretensiones distintas: las comunidades negras asenta-
das en el Pacífico, con reivindicaciones sobre la tierra como propiedad
colectiva y tradiciones culturales propias, algunas de las cuales buscan inte-
grarse como grupo a la corriente principal de la sociedad colombiana en
condiciones de igualdad, haciendo valer su cultura y tradiciones y preser-
vando sus derechos de propiedad colectiva sobre sus tierras, pero otras,
intentado el camino de diferenciarse y planteándose derechos de autogo-
bierno; los raizales sanandresanos, con demandas de minoría nacional, con
cultura diferenciada; y los afrocolombianos dispersos por todo el territorio
nacional. A todos son comunes la demanda de derechos poliétnicos —que
buscan revalorar su particularidad étnica por medio de la educación, etc.,
repudiar toda forma de discriminación racial y lograr condiciones especia-
les de acceso a oportunidades educativas, sociales y económicas— y los
derechos de especial representación, que garanticen mayor participación
política.
De acuerdo con lo anterior, sólo los raizales y, en menor proporción y de
manera incipiente, algunas comunidades negras asentadas, buscan derechos
diferenciados para construir una cultura societaria distinta y separada. Para
éstos, igual que para los pueblos indígenas, los derechos poliétnicos y de espe-
cial representación servirían para mejorar las posibilidades de autogobierno.

3. LOS DERECHOS DE LOS GRUPOS ÉTNICOS Y LA CONSTITUCIÓN

La estrategia a seguir es, como ya se dijo, tomar como guía teórica la pro-
puesta liberal multiculturalista de Kymlicka y, a su luz, mirar la Constitución
y su desarrollo. Ello permitiría, quizás, dar elementos de juicio para algunas
de las discusiones que hoy se presentan en el país, pero a la vez, encontrar las
limitaciones de la teoría del filósofo canadiense, en especial, cuando se apli-
ca en un país no desarrollado, con conflicto profundo y con una democracia
en construcción.
Con estas premisas analicemos el proceso de negociación de la Constitu-
ción, las normas constitucionales y sus desarrollos por la Corte Constitucio-
nal, así como las leyes 70 y 155, entre otras:
202 Alfonso Monsalve Solórzano

3.1. Las tres características básicas del acuerdo

Habría, en ese orden de ideas que anotar tres características básicas del
acuerdo constitucional. Una, referente a su alcance y participantes; las otras
dos, a los rasgos esenciales de ese marco jurídico.

3.1.1. Las minorías y el acuerdo: república unitaria y diversidad cultural

La Constitución fue el resultado de un acuerdo elaborado por una Consti-


tuyente en la que hubo delegados indígenas, quienes desde la Subcomisión de
Igualdad y Carácter de la Comisión Preparatoria de Derechos Humanos ela-
boraron una propuesta sobre minorías étnicas y suscribieron el Acuerdo que
dio origen a la Constitución. Representantes de organizaciones afrocolombia-
nas intervinieron activamente en el debate y suscribieron la propuesta sobre
minorías étnicas13. Es decir, las minorías indígenas estuvieron representadas
con voz y voto, y los voceros de los distintos grupos étnicos participaron acti-
vamente en cuanto tales y aceptaron la Constitución, a pesar de que voceros
de los grupos afrocolombianos manifestaron inconformidad parcial con la
manera como quedaron plasmados sus intereses. Este hecho legitima inicial-
mente entre las minorías (con algunas reservas) el ordenamiento constitucio-
nal colombiano.
La participación de las minorías colombianas en la Asamblea Constitu-
yente y su conformidad con el acuerdo logrado enmarcan sus aspiraciones
como grupos dentro de unos principios fundamentales, entre los que se des-
tacan que Colombia es «una república unitaria, descentralizada, con autono-
mía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista»
(Artículo 1º) dentro de la cual «el Estado reconoce y protege la diversidad
étnica y cultural de la nación colombiana» (Artículo 7º), a pesar de lo cual
consagra un idioma oficial, el castellano, aunque reconoce que «las lenguas y
los dialectos de los grupos étnicos son también oficiales en sus territorios. La
enseñanza que se imparta en las comunidades con tradiciones lingüísticas
propias será bilingüe» (Artículo 10º) y asigna al Estado la obligación de pro-
teger las riquezas culturales y naturales de la nación (Artículo 8º).

13 Es interesante al respecto anotar lo siguiente: al traducir la Constitución a algunas de las


lenguas indígenas, casi todos la entendieron como norma de una cultura distinta a la propia, pues
ellos tienen sus propias leyes paralelas ancestrales y previas. No desconocen, sin embargo, su
importancia en la medida en que ofrece protección a sus propios ordenamientos y fija las reglas
de juego para concertar con la comunidad mayoritaria. Así lo demuestran las opiniones vertidas
por representantes de las comunidades indígenas a las que la Carta fue traducida. Ver al respec-
to los trabajos de traducción adelantados por el Centro Colombiano de Estudio de las lenguas
Aborígenes, CCELA, de la Universidad de los Andes.
El multiculturalismo en Colombia 203

De estos principios se seguiría una aparente contradicción: se trata de una


república unitaria en la que los pueblos indígenas y los raizales sanandresa-
nos, en tanto que minorías nacionales en el sentido definido por Kymlicka,
forman parte de una única nación, la nación colombiana, a pesar de estable-
cer la diversidad étnica y cultural.

3.1.2. Derechos de las minorías versus derechos individuales. Los grupos


como sujetos de derechos fundamentales

Otro gran elemento conformativo de la Constitución es la enumeración de


un listado de derechos fundamentales individuales protegidos por el derecho
de amparo, llamado derecho de tutela (Artículo 86)14, Artículos 11 a 41, de los
cuales enumeraré los más importantes desde el punto de vista de este trabajo:
el derecho a la vida (11), a la prohibición de la desaparición y tortura (12), a
nacer libres e iguales ante la ley y recibir igual trato y protección y gozar de
los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ningún tipo de discrimi-
nación, (consagrando, de paso, la discriminación positiva: «El Estado promo-
verá las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva y adoptará
medidas en favor de grupos discriminados o marginados (la cursiva es mía)
y «protegerá especialmente a aquellas personas que por su condición econó-
mica, física o mental se encuentren en circunstancia de debilidad manifiesta
y sancionará los abusos y maltratos que contra ellas se cometan») (13); el
derecho al libre desarrollo de la personalidad (16), la libertad de conciencia
(18), la libertad de cultos (19), la libertad de pensamiento, opinión y expre-
sión (20); el derecho a circular libremente por el territorio nacional, dentro de
las limitaciones que establezca la ley (24); el derecho a la libertad de ense-
ñanza y aprendizaje (27), el debido proceso, de manera que nadie sea juzga-
do «sino conforme a leyes preexistentes al acto que se le imputa, ante un juez
o tribunal competente y con observancia de la plenitud de las formas propias
de cada juicio». Debe garantizarse la presunción de inocencia, el derecho a la
defensa, un proceso público y rápido, a controvertir las pruebas, a la impug-
nación de la sentencia condenatoria y a no ser juzgado dos veces por el mis-
mo delito (29); el derecho al habeas corpus (30), la prohibición del destierro,
confiscación (salvo enriquecimiento ilícito) o cadena perpetua (34); el dere-
cho de reunión (37), y el derecho a la participación política, que incluye «la
adecuada y efectiva participación de la mujer en los niveles decisorios de la
administración pública» (40).

14 De los cuales únicamente no son de aplicación inmediata los Artículos 22 (derecho a la


paz), 25 (derecho al trabajo), 32 (el derecho a aprehender un delincuente en flagancia), 35 (la
extradición), 36 (el derecho de asilo), 38 (el derecho de libre asociación) y 39 (el derecho de aso-
ciación sindical de los trabajadores).
204 Alfonso Monsalve Solórzano

Ahora bien, esta primacía de los derechos individuales puede entrar en


contradicción con los derechos diferenciados según el grupo enumerados más
arriba, algunos de los cuales son de carácter colectivo.

3.1.3. La revisión judicial

La Constituyente aprobó el modelo norteamericano de revisión judicial,


creando la Corte Constitucional con autoridad para revocar cualquier decisión
o acto proveniente del ejecutivo, legislativo o jurisdiccional, que viole los
artículos consagrados en la Carta. De esta manera especializa el control cons-
titucional que anteriormente cumplía la Corte Suprema de Justicia. Esto tiene
consecuencias para la autonomía que han conquistado las minorías naciona-
les, tal como se verá más abajo, porque sus decisiones estarán controladas,
además de las creadas por el legislativo para tal efecto (que a su vez serán
objeto de control), por la interpretación que la Corte privilegie en las revisio-
nes judiciales a sus decisiones. El control constitucional determinará, en últi-
ma instancia el grado de autonomía que las comunidades indígenas puedan
tener y se constituye en el procedimiento quizás más importante de mantener
e interpretar el precepto de unidad nacional.

3.2. Los derechos diferenciados según el grupo y la Constitución

A la luz de los principios fundamentales anotados se han de interpretar,


entre otros, los artículos 68, que garantiza a los grupos étnicos «el derecho a
una formación que respete y desarrolle su identidad cultural; 70, («…La cul-
tura en sus diversas manifestaciones es fundamento de la nacionalidad. El
Estado reconoce la igualdad y dignidad de todas las que conviven en el país»);
63, que establece la inalienabilidad, imprescriptibilidad e inembargabilidad
de las tierras comunales de los grupos étnicos; 246, que da potestad a las auto-
ridades de los pueblos indígenas para tener sus propios sistemas judiciales
(dentro de los límites de la Constitución y las leyes, algo que como se verá
enseguida es problemático); 286, que declara como entidades territoriales a
los territorios indígenas (y por lo tanto, beneficiarias de los recursos defini-
dos en los artículos 357 y 361); 287, que fija los alcances de la autonomía de
las entidades territoriales; 329, que ordena la expedición de una ley orgánica
de ordenamiento territorial y declara los resguardos como propiedad colectiva
y no enajenable; el transitorio 56 que permite al gobierno expedir normas para
el funcionamiento de los territorios indígenas mientras se aprueba la ley orde-
nada en el 329; 330, de autodeterminación relativa, que estipula el derecho de
las comunidades indígenas a gobernar sus territorios por consejos conforma-
dos y reglamentados según sus usos y costumbres, en el marco de la Consti-
tución y las leyes y ordena que la explotación de los recursos naturales en sus
El multiculturalismo en Colombia 205

territorios se realice «sin desmedro de la integridad cultural, social y econó-


mica» de esas comunidades; 357 y 361, que al asimilar las entidades territo-
riales a municipios, fijan recursos de la nación y obligan a la ejecución de
planes de desarrollo; 171, que establece en dos el número de senadores en las
comunidades indígenas, y 176, que asigna hasta cinco representantes en la
Cámara de Representantes a los grupos étnicos. Finalmente, la Ley 70 de
1993, que cumplió el mandato del Artículo 55 transitorio que ordenó recono-
cer las tierras baldías a las comunidades negras que las venían ocupando y
ordenó la creación de una circunscripción especial en la Cámara de Repre-
sentantes para elegir en ella dos miembros de estas comunidades.

3.2.1. Los derechos diferenciados según el grupo de los indígenas: la cons-


trucción del pluralismo cultural liberal colombiano

Los Artículos 10, 246, 286, 287, 329 y 330, entre otros, son derechos
colectivos diferenciados según el grupo, lingüísticos y de autogobierno, que
permitirían la reconformación y/o el reconocimiento de las culturas de las
comunidades indígenas como culturas societarias, al menos parcialmente, y
buscarían, por tanto, preservarlas como diferentes y separadas de la cultura
dominante. Los otros son o bien derechos de especial representación, como el
5 y el 171, o derechos poliétnicos como el 68. Pero en este caso, unos y otros
sirven para reforzar los derechos de autogobierno.
Esto implica un concepto de ciudadanía asimétrico, multicultural dentro
de un modelo de estado cuasimultinacional, en el que no todos los ciudada-
nos tienen los mismos derechos ni las mismas obligaciones y en el que exis-
te, para las minorías, una doble adscripción: la que se derivarían de su
pertenencia a su comunidad y la que se sigue de su ciudadanía común con el
resto de los colombianos. Hasta dónde se desarrolle este tipo de ciudadanía
depende en buena parte de los grados de autoconciencia que estos pueblos
consigan, pero también del grado de tolerancia que las instituciones colom-
bianas tengan para aceptar y aclimatar la diferencia y en esta variable, como
ya se dijo, cuenta mucho la doctrina que siente la Corte Constitucional a tra-
vés de su control (que para Kymlicka, recuérdese es una manera de imponer
el liberalismo a los grupos no liberales).
Algunos fallos de la Corte parecen hablar en favor de la hipótesis según la
cual se está implantando en Colombia un modelo de ciudadanía multicultural
propia de un estado (cuasi)nacional dentro de la cual algunos de los derechos
y sentencias de la Corte funcionan como protecciones externas, pero otros
como límites a las restricciones internas. Es interesante ver cómo este doble
desenvolvimiento se está dando con los fallos proferidos. La doctrina de la
Corte seguramente se ha ido modificando a medida que los magistrados acu-
mulan elementos teóricos, de juicio y empíricos sobre esta nueva realidad jurí-
206 Alfonso Monsalve Solórzano

dica. Pero, a medida que se van dando los fallos, puede decirse que el rango
de pluralismo hacia culturas diversas, muchas de ellas no liberales, se ha
ampliado dramáticamente, tanto que incluso, en algunas sentencias se va más
allá de lo que muchos filósofos liberales multiculturalistas admitirían.
En primer lugar, veamos algunos ejemplos de cómo se desarrollan las pro-
tecciones externas por la vía del control constitucional:
Ejemplo 1: La sentencia T-380 de 1993, con ponencia del magistrado
Eduardo Cifuentes Muñoz, considera que las comunidades indígenas no son
sólo realidades de hecho y legales sino también sujetos de derechos funda-
mentales, lo que significa que éstos no sólo se predican de sus miembros indi-
vidualmente «sino de la comunidad misma que aparece dotada de
singularidad propia». La protección a la diversidad étnica y cultural que plan-
tea la Constitución «deriva de la aceptación de formas diferentes de vida
social cuyas manifestaciones y permanente reproducción cultural son impu-
tables a esas comunidades como sujetos colectivos y no como simples agre-
gados de sus miembros que, precisamente, se realizan a través del grupo y
asimilan como suya la unidad de sentido que surge de las distintas vivencias
comunitarias».
Ejemplo 2: El mismo concepto se reitera en la sentencia T-342 de 1994, con
ponencia del magistrado Antonio Barrera Carbonell, que otorga acción de tute-
la por «amenaza de vulneración de la diversidad étnica y cultural de los Nukak-
Maku y de algunos de sus derechos culturales que se consideran fundamentales
y de otros, por parte de la «Asociación Nuevas Tribus de Colombia»15.

15 Esta comunidad ubicada en una zona selvática del Oriente colombiano es nómada, reco-
lectora y cazadora, conformada en grupos entre 6 y 30 personas que pueden sumar unos mil. La
división del trabajo se hace por edad y sexo, no hay instituciones económicas ni intermediarios,
intercambian entre ellos, no existe la propiedad privada; las sanciones se aplican según las cos-
tumbres y la autoridad la ejerce en cada grupo un líder tradicional. Poseen mitos, ritos, canto,
música, danza, pintura, practican el chamanismo y la medicina tradicional. Su tecnología consis-
te en la fabricación de instrumentos para la caza y la pesca, conocen la alfarería y el tejido; cons-
truyen habitaciones de paso y su actividad no daña el equilibrio ecológico sino que lo mantiene.
La Asociación Nuevas Tribus de Colombia, es una entidad evangelizadora protestante, que
además hace investigaciones lingüísticas y etnográficas para traducir el evangelio a las lenguas
indígenas y practicar la prédica. Ofrecen servicios de salud, con distribución de medicinas, ense-
ñanza agrícola, donan herramientas y establecen viviendas permanentes.
Los peticionarios, no son miembros de la comunidad indígena, solicitan que «se tutelen los
derechos a la diversidad étnica y cultural de dichos indígenas», y consecuentemente los derechos
fundamentales consagrados y reconocidos en los artículos 13, 16, 17, 18, 19, 20, 28, y 44 de la
Constitución Política, ordenando a la «Asociación Nuevas Tribus de Colombia» abandonar el
sitio donde está instalada y suspender los trabajos que realizan en esa comunidad.
A pesar de que la Corte señala que el proselitismo de la Asociación no viola por sí mismo la
libertad de conciencia ni de cultos si no se hace mediante presiones, y reivindica el derecho de
los indígenas a conocer otras formas de producción para que no se priven de esa clase de cono-
cimientos y opciones económicas, luego de considerar las pruebas verifica que los indígenas que
se encuentran en la misión temen, de acuerdo con el informe de la División General de Asuntos
Indígenas, «la severidad de transgredir conductas u observaciones que no se adecúen a las adver-
El multiculturalismo en Colombia 207

La Corte piensa que las pruebas presentadas son suficientes para creer que
«se encuentra ante la amenaza concreta de la violación de los derechos fun-
damentales de la comunidad indígena «Nukak-Naku» a la libertad, libre desa-
rrollo de la personalidad y libertades de conciencia y de cultos y
principalmente de sus derechos culturales que, como etnia con característi-
cas singulares, tienen el carácter de fundamentales en cuanto constituyen el
soporte de su cohesión como grupo social» (la cursiva es mía).
La Corte resuelve, entonces, «TUTELAR los derechos a la libertad, libre
desarrollo de la personalidad, de conciencia y culto, y principalmente los
derechos culturales que se estiman fundamentales (la cursiva es mía) de la
comunidad indígena «Nukak Maku», amenazados por las actividades que rea-
liza la Asociación Nuevas Tribus de Colombia».
La sentencia es importante por varias razones. La primera porque asume
los principios y normas del Convenio 169 de la OIT —convertido, además,
como ya se dijo en ley nacional— en parámetro de interpretación, convenio
que privilegia una interpretación liberal como criterio para definir los con-
flictos entre derechos de grupo y derechos individuales, privilegiando los
derechos fundamentales.
La segunda, que ratifica, como ya se señaló, que los derechos fundamentales
no sólo son derechos individuales, sino también los derechos culturales colecti-
vos de los grupos minoritarios porque se consideran el soporte de la cohesión
social, es decir, son condición de usufructo de derechos individuales. Desvincu-
lar el individuo de su nexo social es una abstracción que no tiene aplicación en
los grupos minoritarios altamente discriminados, y que sólo cobra sentido cuan-
do el individuo forma parte de la cultura dominante porque se presupone que de
suyo goza de ese soporte como miembro de esa cultura societaria.
La tercera, que la acción de tutela no es interpuesta por ningún miembro de
esa comunidad, se trata de una agencia oficiosa. Esto es muy importante por-
que reconoce que hay situaciones extremas en las que los individuos o las
comunidades no pueden hacer valer sus derechos. En este caso, agentes ofi-
ciosos o el Estado mismo debe asumir la protección de los derechos de esos
individuos o grupos. La teoría de la democracia deliberativa —según la cual
son los grupos los que han de hacer valer sus derechos para evitar la acción
paternalista del Estado que puede llevar a interpretaciones erróneas de los inte-
reses de esos grupos y a cometer errores en la formulación y ejecución de sus
pretensiones— no puede ser un procedimiento que valga en sociedades donde

tencias de los misioneros o que sean contrarias a sus enseñanzas e ilustraciones». Organismo que
además sostiene que gracias al manejo de la lengua de la comunidad y de la administración del
servicio de salud que efectúan, la Asociación coacciona « la disposición de los indígenas frente
a un mensaje ideológico que se opone a sus usos y costumbres y desarticula la cultura, la Misión
ha sentenciado al ostracismo el sitio que ocupa y vicia todas las consideraciones de respeto y
autonomía ante la nación colombiana y el pueblo Nukak».
208 Alfonso Monsalve Solórzano

existan grupos en condiciones extremas de desinformación, aislamiento o


incapacidad para emprender una lucha por el reconocimiento de sus derechos.
El Estado o personas o instituciones privadas pueden tomar su vocería mien-
tras se producen las condiciones mínimas de su inserción en la vida política.
Ejemplo 3: Otro caso interesante de protecciones externas es la senten-
cia T-428/94, por la cual se concede a favor de la comunidad indígena
Emberá de Cristianía (Antioquia) la tutela para que se mantenga la sus-
pensión de las labores de ampliación de la carretera Andes-Jardín, en el tra-
mo que atraviesa el territorio de esa comunidad «hasta tanto se hayan
hecho los estudios de impacto ambiental y tomado todas las precauciones
necesarias para no ocasionar perjuicios adicionales a la comunidad». Los
derechos tutelados son la vida y la propiedad.
La tesis central de la comunidad era que la construcción de la carretera
destruiría inmuebles en los que se localizaba lo más importante de su estruc-
tura productiva y por lo tanto ponía en peligro la supervivencia misma de la
comunidad, que posee colectivamente la tierra y cuya población depende de
una economía de subsistencia.
El argumento más interesante a favor de la Comunidad es que se cita,
entre otros, como sustento «de los valores culturales y sociales encarnados en
las comunidades indígenas que aún subsisten en el país», el Artículo 9º de la
Constitución que establece el respeto a la autodeterminación de los pueblos,
como fundamento de las relaciones exteriores del Estado, haciendo extensivo
ese principio a los pueblos dentro del Estado Colombiano. Asimismo, el dere-
cho a ser consultados cuando se toman decisiones que afecten sus comunida-
des, con base en el Artículo 4 del Convenio 169 de la OIT, para que las
medidas no sean «contrarias a los deseos expresados libremente por los pue-
blos interesados» y en el Artículo 330 de la Constitución, que afirma que «la
explotación de los recursos naturales en los territorios indígenas se hará sin
desmedro de la integridad cultural, social y económica de las comunidades
indígenas»16.
De otra parte, sienta doctrina al establecer que los intereses generales de la
comunidad no prevalecen sobre los particulares en el caso de que éstos corres-
pondan a un grupo, en este caso de la comunidad indígena, si sus pretensiones
poseen mayor peso porque, en este caso, el interés «se funda en el derecho a
la propiedad, al trabajo y al mantenimiento de su integridad étnica y cultural»
mientras que el del «resto de la comunidad está respaldado en el derecho a la
terminación de una obra concebida para el beneficio económico de la región».
Ejemplo 4: La sentencia C-139 de septiembre 10 de 1996, con ponencia
de Carlos Gaviria. En esta tutela se expresa el principio interpretativo que

16 El derecho de la comunidad a ser consultada en este tipo de situaciones es reiterado en la


Sentencia SU-039 del 21 de febrero de 1997, para el caso de los U'wa, con ponencia del magis-
trado Antonio Barrera Carbonell.
El multiculturalismo en Colombia 209

sirve para resolver el conflicto entre los principios establecidos en la Cons-


titución entre diversidad étnica y cultural, de un lado, y la protección de los
derechos fundamentales, del otro. Dado que se trata de una Constitución
liberal, los derechos individuales son el límite de toda interpretación de los
derechos colectivos. Pero ello ha de entenderse, en una sociedad multicul-
tural como la nuestra, de tal manera el principio de la diversidad sólo pue-
de ser limitado por un valor constitucional superior al de la diversidad
étnica y cultural. Esto es así, dice la sentencia, citando a Boaventura de
Souza Santos (1995), porque los derechos étnicos han de contextualizarse y
construirse «como derechos de los pueblos y de las colectividades antes de
que puedan proteger, como derechos humanos, a los individuos que perte-
necen a tales pueblos y colectividades». El derecho a la singularidad colec-
tiva sólo podrá ser limitado si afecta «un principio constitucional o un
derecho individual de alguno de los miembros de la comunidad o de una
persona ajena a ésta».
Esta última precisión establece el límite no sólo a la autonomía respecto a
otros grupos, sino también el de las restricciones internas: no podrá violar el
derecho individual de sus miembros.
Puesto en estos términos, sólo el análisis de cada caso concreto decidirá
cómo se aplica el procedimiento. No obstante, se fijan criterios para tener en
cuenta: «la cultura involucrada, el grado de aislamiento o integración de ésta
respecto de la cultura mayoritaria, la atención de intereses o derechos indivi-
duales de miembros de la comunidad».
Ahora bien, ¿de qué derechos individuales se trata? He aquí una situación
de límites a las restricciones internas.
Ejemplo 5: La Sentencia T-349 del 8 agosto de 1996, con ponencia del
mismo magistrado Carlos Gaviria, da luces al respecto, al responder una tute-
la instaurada por un indígena emberá-chamí contra la Asamblea General de
Cabildos y el Cabildo Mayor Único de Risaralda por violar sus derechos al
debido proceso, a la defensa, a la vida y a la integridad física, alegando que
fue condenado 2 veces (la primera 8 años de cárcel y la segunda a 20. En esta
ocasión por un consenso que incluía las familias de la víctima y el victimario)
por la muerte de otro indígena de su comunidad.
La regla de interpretación mencionada en el ejemplo anterior está expresa-
da aquí de manera general: se ha maximizar la autonomía de las comunidades
indígenas, y por consiguiente, minimizar las restricciones, reduciéndolas a las
indispensables para salvaguardar intereses de mayor jerarquía.
La Constitución estipula los límites de las facultades jurisdiccionales a los
indígenas (el fuero indígena) en el Artículo 246, al señalar que éstas se dan
dentro del marco de la Constitución y la ley. Ahora bien, interpretadas desde
el principio de diversidad cultural, las restricciones no pueden ser todas las
normas constitucionales y legales, pues entonces no habría un real reconoci-
210 Alfonso Monsalve Solórzano

miento a la diversidad. Y aquí la sentencia hace una distinción crucial: de un


lado, cuando la comunidad juzga a un miembro de otro grupo, y del otro,
cuando juzga a un individuo de su propia comunidad. La sentencia define una
situación del segundo tipo. Esto es muy importante porque la interpretación
ha de fijar límites a las restricciones internas de la comunidad respecto a sus
miembros. Desde esta perspectiva, el principio de maximización de la auto-
nomía adquiere gran relevancia en este punto por tratarse de relaciones pura-
mente internas, de cuya regulación depende en gran parte la subsistencia de
la identidad cultural y la cohesión del grupo. «Los límites de las formas en las
que se ejerce este control interno deben ser, entonces, los mínimos aceptables,
por lo que verdaderamente resulta intolerable por atentar contra los bienes
más preciados del hombre». Para la Corte, «este núcleo de derechos intangi-
bles incluiría solamente el derecho a la vida, la prohibición de la esclavitud
y la prohibición de la tortura» (la cursiva es mía). Estos derechos cumplirían
la doble condición de ser interculturalmente consensuales a los niveles nacio-
nal e internacional y encontrarse dentro del núcleo de derechos intangibles
que reconocen todos los tratados de derechos humanos aún en situaciones de
conflicto. A ello se agregaría el derecho al debido proceso (legalidad en el
procedimiento, y de los delitos y las penas, si se trata de materias penales),
pero esta última con la condición de que «no puede ir más allá de lo que es
necesario para asegurar las actuaciones de las autoridades; de otra manera,
el requisito llevaría a un completo desconocimiento de las formas propias de
producción de las normas y de los rituales autóctonos de juzgamiento, que es
precisamente lo que pretende preservarse»17. (La cursiva es mía).

3.2.2. Los derechos de los afrocolombianos: las dificultades del reconoci-


miento

En cuanto a los afrocolombianos, la Constitución distinguiría tres subgru-


pos: los raizales sanandresanos, las comunidades negras y los afrocolombia-
nos dispersos por el territorio nacional, algo que coincidiría con la percepción
que ellos tienen de sí mismos y con la realidad del país. Pero la ausencia de
representatividad directa llevó a la Constituyente a aprobar un articulado que
no satisfizo completamente sus aspiraciones.
A los primeros les reconoce los Artículos 10 (educación bilingüe, en este
caso, inglés-español), y 310 y transitorio 42, que les otorga el derecho a cons-
tituir municipios étnicos y «limitar el ejercicio a los derechos de circulación
y residencia, establecer controles a la densidad de la población, regular el uso

17 Este listado de derechos fundamentales para los miembros de las minorías indígenas es
más reducido que el propuesto por RAWLS en «The law of people» (1993, 71), como base de una
sociedad internacional bien ordenada por principios de justicia liberales, que incluiría, además de
los que reconoce la Corte, una cierta libertad de conciencia y de asociación.
El multiculturalismo en Colombia 211

del suelo y someter a condiciones especiales la enajenación de bienes inmue-


bles con el fin de proteger la identidad de las comunidades nativas y preser-
var el ambiente y los recursos naturales del archipiélago».
La Constitución, entonces, les reconoce derechos lingüísticos pero no les
autoriza derechos de autogobierno distintos a los limitados por la autonomía
territorial fijada para los municipios étnicos, que no tienen formas específicas
de gobierno, a pesar de que es un grupo claramente diferenciado cultural-
mente y concentrado territorialmente, aunque su concentración territorial tie-
ne la particularidad de compartir parcialmente el espacio con individuos
provenientes de la Colombia Continental. La concepción del país como repú-
blica unitaria, el desconocimiento que de esa minoría se tiene en el país con-
tinental y la escasa influencia de este grupo a la hora de las decisiones en la
Constituyente no le permitió llegar a mayores grados de autonomía diferen-
ciada a los que tenían derecho gracias a las características culturales específi-
cas como cultura societaria agredida y su concentración territorial.
Las comunidades negras del Pacífico y asentamientos con características
semejantes ubicados en otros sitios, obtuvieron el reconocimiento de
sus derechos colectivos sobre la tierra mediante la Ley 70 (en el Capítulo III,
Artículos 4-18) de 1993, que como se dijo cumple la norma del Artículo tran-
sitorio 56. Allí se expiden algunos derechos poliétnicos de este grupo (Capí-
tulos V, VI y VII), además de gozar del derecho de especial representación,
común a todos los grupos étnicos dispuesto en el Artículo 176 de la CP.
El grupo afrocolombiano disperso sólo goza de la posibilidad de la repre-
sentación especial del Artículo citado. Pero ellos son, ya se dijo más del 10%
de la población. De manera que prácticamente carecen de representación en
los órganos de decisión política y es difícil garantizarle derechos poliétnicos.
Es el grupo más desprotegido dentro de las minorías étnicas a pesar de ser el
de mayor peso demográfico.
Los derechos de estos dos últimos grupos no pueden entenderse como
derechos de autogobierno sino como derechos de inclusión. Pero es posible
que para ciertas comunidades negras ancestrales esto no sea suficiente.
Los desarrollos de la Corte permiten ver cómo evoluciona el reconoci-
miento para estas minorías.
Ejemplo 1: La sentencia T-422 de 1996, con ponencia de Carlos Gaviria,
reconoce, mediante tutela, el derecho de especial representación, en este caso,
a tener un delegado en la Junta Distrital de Educación de Distrito de Santa
Marta, entendido como discriminación positiva para garantizar la inclusión de
los afrocolombianos dispersos en los niveles de decisión educativa.
Allí se señala el derecho que tienen ciertas personas jurídicas a ser consi-
deradas como titulares de derechos fundamentales y por lo tanto se reconoce
el derecho de la Asociación CIMARRÓN de Santa Marta a canalizar accio-
nes para defender estos derechos a sus miembros.
212 Alfonso Monsalve Solórzano

Por otra parte, afirma que no se requiere de concentración territorial para


diferenciarse de otros grupos, especialmente cuando se trata de sectores que
han sido discriminados, expoliados y perseguidos, como ha ocurrido con los
negros en la historia del país.
En una situación de este tipo la representatividad étnica que ordena la ley
«se propone integrar dicho grupo humano a la sociedad de una manera más
plena» pues ofrece medios que aseguren la igualdad entre grupos, otorgándo-
les poder efectivo del cual carecen, precisamente por ser discriminados. La
forma de discriminación aquí ejercida consistió en la invisibilidad de la
comunidad para las autoridades educativas a pesar de ser un hecho notorio la
existencia de negros en esa y otras regiones de la costa atlántica colombiana.
Ejemplo 2. La Sentencia C-530 de 1993, con ponencia del magistrado
Alejandro Martínez Caballero; invoca el principio constitucional de protec-
ción a la diversidad cultural para rechazar la demanda de inconstitucionalidad
de la norma que restringe el asentamiento de colombianos no sanandresanos
(limitación de la movilidad interna) en el archipiélago de San Andrés y Pro-
videncia, como una medida para proteger el territorio y las condiciones para
que la cultura raizal pueda sobrevivir.
Ejemplo 3: En cambio, la Sentencia D-484 de 1996, con ponencia de Eduar-
do Cifuentes Muñoz, acepta la demanda de inconstitucionalidad del Artículo
66 de la ley 70 de 1993, que creaba una circunscripción especial para las comu-
nidades negras con el fin de elegir dos de sus miembros a la Cámara de Repre-
sentantes, adicional a la ya creada para las minorías en la Constitución.
La intención de la ley es otorgar un derecho de especial representación a
una minoría cultural discriminada, como una acción de discriminación positi-
va. El argumento de la Corte es que, de un lado ya se ha asegurado la repre-
sentación en el legislativo a ese grupo, por lo que reconocimientos adicionales
son inequitativos. Pero además, porque las leyes electorales, que fijan reglas
de juego político deben tramitarse como leyes estatutarias, que son aquellas
que regulan no sólo los elementos esenciales de las funciones electorales sino
también «los aspectos permanentes para el ejercicio adecuado de tales funcio-
nes por los ciudadanos». El objetivo de este procedimiento es dar estabilidad
a estas leyes de manera que los distintos grupos políticos que participan en la
vida política institucional puedan ejercer su actividad sin el temor de que las
reglas de interacción sean cambiadas fácilmente. En este caso se establece que
la estabilidad del sistema electoral, básico para el adecuado funcionamiento
del juego democrático, prima sobre consideraciones sustantivas.
4. A MANERA DE CONCLUSIÓN FILOSÓFICA
4.1. El modelo de ciudadanía imperante en el Estado colombiano es mul-
ticultural en el doble sentido de (cuasi)multinacional y poliétnico; pero, ¿su
multiculturalismo es liberal?
El multiculturalismo en Colombia 213

Un ordenamiento de este tipo sólo puede ser el resultado de un acuerdo


político de los distintos grupos representativos que configuran una sociedad,
que es, básicamente la idea de Rawls (1993), pero modificada: el acuerdo
político no sólo implica derechos individuales sino también derechos colecti-
vos de grupo cuando éstos se presuponen como requisito para el cumpli-
miento de los primeros. Tal es el caso de los derechos que protegen la cultura
de las minorías nacionales. Esto lleva a postular un mínimo de derechos indi-
viduales comunes que las minorías no pueden violar a sus miembros con el
argumento de expresar su singularidad. Pero esto significa reconocer un mar-
gen para las restricciones internas: el que se mantiene dentro del límite del
mínimo, tal como lo piensa Kymlicka.
Ahora bien, la idea rawlsiana de un acuerdo político sería sostenible pre-
cisamente porque se mantiene un número de derechos básicos individuales.
Pero habría de modificarse para que dentro de los derechos básicos (o bienes
primarios) se incluyera el derecho a tener una identidad cultural que permita
gozar de derechos diferenciados según el grupo, idea que Kymlicka expresó
en 1989.
Esto permitiría proponer una definición distinta del concepto rawlsiano de
doctrina comprehensiva razonable: sería aquélla que prohíbe a sus profesan-
tes imponer su cosmovisión a otros grupos o individuos y que prohíbe violar
a sus miembros, a nombre de su acatamiento, el mínimo de derechos funda-
mentales comunes de todos los ciudadanos. Así se reconoce el aspecto públi-
co que toda concepción de bien (definida por Rawls como no pública) posee.
Por supuesto que esta es una concepción liberal que excluye a los que no
adoptan el mínimo político liberal. Pero este mínimo podría ser aceptado des-
de fundamentaciones no liberales como se vio en los ejemplos. Así sería un
acuerdo y no una imposición.

4.2. Lo anterior tiene, no obstante, problemas a la hora de decidir sobre la


aplicabilidad de algunos derechos económicos y sociales a los individuos de
estas comunidades. Las comunidades no son, o casi nunca son, organizacio-
nes horizontales en las que las jerarquías no conducen a privilegios. Por el
contrario, podría haber grados muy altos de diferenciación social en el inte-
rior de ellas que condujeran a desigualdades inaceptables en la apropiación de
la riqueza social. ¿Es lícito o no en una sociedad liberal fijar políticas de jus-
ticia distributiva en estos casos? ¿La prohibición de la esclavitud es el límite
mínimo de la explotación económica, por encima de lo cual todo está permi-
tido? ¿A nombre de los derechos culturales de autodeterminación, pueden las
comunidades restringir a sus miembros el acceso a bienes y servicios que la
sociedad y el estado moderno facilitan, tales como uso de tecnología y acce-
so a una educación altamente calificada?
214 Alfonso Monsalve Solórzano

Por supuesto, algunos de los derechos de autogobierno o subsidiarios de


éstos permiten que las comunidades tenga acceso a las fuentes de financiación
dada la asimilación de sus entidades territoriales a municipios. Asimismo,
derechos como el de salud, se garantizan de una u otra forma: en la sentencia
T-380 se fija el criterio de que le corresponde al estado prioritariamente aten-
der las necesidades de salud de pueblos como el Nukak, y la sentencia T-377
de 1994 (no analizada aquí), con ponencia de Jorge Arango Mejía determina
que la práctica de la medicina impide en estas comunidades el ejercicio de
brujos, curanderos o chamanes, lo que permitiría un acceso distinto al dere-
cho de salud. Algunas acciones de discriminación positiva favorecen educati-
va y económicamente a los miembros de estas comunidades, les dan cuotas
en educación y prioridad en ayuda económica. Pero ¿puede una comunidad
forzar a sus miembros a renunciar a presuntos beneficios que la sociedad más
amplia en la que están inmersos ofrece? De la posición de la Corte Constitu-
cional podría seguirse una respuesta afirmativa a esa pregunta. En principio
esto no sería deseable si quiere mantenerse un modelo liberal, por lo que
habría que introducir una limitación a esta clase de restricciones que tiene que
ver con la autonomía individual: los miembros de la comunidad deben acep-
tar voluntariamente restricciones que impliquen acceso a estos (y otros) bene-
ficios; en últimas, que puedan disentir sin que sean sancionados por ello.
4.3. Como puede verse por las sentencias analizadas, la Corte Constitucio-
nal, que es un organismo no elegido democráticamente, pareciera estar asu-
miendo funciones legislativas. Otros, la han acusado, incluso, de invadir las
competencias del poder ejecutivo e, incluso, de otros organismos superiores del
poder judicial como la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado. Se
trataría de una «dictadura» de un sector de los jueces, que estaría deslegitiman-
do uno de los principios básicos de la democracia, el principio de mayorías, con
el argumento de ser guardiana del ordenamiento jurídico y garante de la pro-
tección de los derechos fundamentales que evite el abuso de la mayoría. Este es
un problema que se presenta en todos los ordenamientos que tienen este tipo de
control constitucional. ¿Hay un desplazamiento de la soberanía popular a la
soberanía del tribunal constitucional? En este modelo, ¿qué papel juega la
democracia? Es imposible analizar en este momento este problema pues exce-
de los límites de este trabajo, pero, como puede verse, se trata de algo crucial
para el futuro de la democracia colombiana. Pero hay un punto que quiero des-
tacar: la doctrina de la Corte estaría difuminando la relación entre el Estado y
las comunidades indígenas, en un límite borroso respecto a los principios libe-
rales: al reducir a su mínima expresión los derechos fundamentales de los
miembros de esas comunidades. Si esta tendencia se afianzase, no podría garan-
tizarse el mínimo de derechos fundamentales para los miembros de esas comu-
nidades —uno de los cuales, y que no aparece en el listado de la Corte, es la
relativa libertad de conciencia y opinión, es decir, el derecho al disenso— lo
El multiculturalismo en Colombia 215

cual iría contra los principios liberales que informan este ordenamiento, y los
pondría en condiciones de inferioridad frente a los otros colombianos, a no ser
que se recurriera a los métodos propuestos por los indios canadienses, vincu-
lando el control de sus fallos a los organismos internacionales de derechos
humanos, algo que sería contradictorio con el hecho de que los delegados indí-
genas firmaron un acuerdo constitucional que incluye el control constitucional.

4.4. Si bien la categorización de Kymlicka puede servir de modelo para


analizar un ordenamiento multicultural, habría de someterse a revisión la con-
cepción que este filósofo tiene de cultura societaria. Ya se vio que las condi-
ciones que debe cumplir una cultura tal no se cumplen por las minorías
indígenas, a las que por otra parte, clasifica como minorías nacionales.
Otra, tiene que ver con su crítica al modelo de revisión judicial: como pue-
de verse, en Colombia es ese modelo el que ha posibilitado enormemente la
protección de las culturas no liberales, en contra de lo que cree Kymlicka, de
manera que su cuestionamiento debe provenir, más bien, del problema plan-
teado en 4.3, respecto a si es legítima la soberanía constitucional.

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217

TERCERA PARTE
MULTICULTURALISMO Y FILOSOFÍA
219

Fenomenología y multiculturalismo

Guillermo Hoyos Vásquez

«Si nosotros queremos seguir existiendo como pueblos indígenas dife-


rentes a la sociedad nacional, si nosotros mismos valoramos nuestra
propia investidura de lo que somos, entonces depende de nosotros
mantenernos con nuestra identidad, con nuestra cultura, con nuestra
filosofía, con nuestro pensamiento. Al Estado no le interesa que noso-
tros estemos en esta posición en defensa de nuestra propia identidad,
de nuestra propia cultura; por eso pensamos que en este punto sí nos
corresponde a nosotros, a cada pueblo, cada vez más irnos valorando
por nosotros mismos, por uno mismo, yo mismo he aprendido a valo-
rar mi propia lengua, mi propia indumentaria, mi propia investidura,
y eso es lo que estamos diciendo en los 82 pueblos indígenas del país:
que tienen que pararse en raya y defender sus intereses porque a nadie
más le interesa que a nosotros mismos. Y si los más interesados no
defendemos, procreamos y tenemos iniciativa de seguir manteniéndo-
nos como tal, pues nadie lo hará por nosotros; por eso la necesidad
de afinar nuestra cultura, nuestro vestido, cada cual de acuerdo con
la situación geográfica, climatérica donde viva. Nosotros, si dejamos
de ser indios, perdemos esos derechos que anteriormente mencioné;
pero si nos mantenemos como tales, tenemos esos derechos, así no sea
a muy corto plazo. Sabemos y somos conscientes del orgullo de ser
indios con unos derechos y una lengua» (Lorenzo Muelas, «Biografía
indígena», citado por Angarita 1995, p. 19).

No es necesario ser demasiado optimistas para reconocer que en este final


de siglo estamos aprendiendo a valorar el sentido fundamental del multicul-
turalismo (Hoyos 1996a). Estas expresiones no sólo son comprendidas hoy
220 Guillermo Hoyos Vásquez

por el público, sino que muchos ven en ellas un reclamo razonable1, seme-
jante al de las comunidades discriminadas social y económicamente en
muchos países, al de los inmigrantes perseguidos, al de minorías no sólo étni-
cas, sino religiosas o culturales, toleradas pero no reconocidas políticamente.
Este es uno de los temas centrales del multiculturalismo: el autorreconoci-
miento en íntima relación con el reconocimiento político por parte de la socie-
dad civil.
Una población indígena que ni siquiera alcanza a ser el 2% (570.000 entre
36.000.000 de colombianos) tiene una gran diversidad cultural y lingüística y
una destacada presencia política y cultural. En esto han superado a las comu-
nidades negras, descendientes de los antiguos esclavos africanos, para no
hablar de otros grupos regionales menores. El argumento de los indígenas por
el reconocimiento va a las raíces, como lo enfatiza el mismo Constituyente
Muelas:

«El derecho mayor... es considerado por nosotros como un derecho


nacido de la tierra y de la comunidad, por haber existido nosotros por
miles de años en este continente y habernos expansionado en él y en
todos los campos: científico, político, tecnológico; eso que hemos
sido, nos ha creado esas condiciones, nos ha creado ese derecho. Por
eso pensamos que si estoy hablando de la existencia de los pueblos
indígenas en este continente desde hace más de treinta mil años, tene-
mos un derecho adquirido por ley natural, por una constitución natu-
ral, y eso mucho antes de que existiera en Colombia la que llamamos
la ley, la Constitución de 1886, pues nosotros ya la teníamos antes de
que llegaran los conquistadores españoles. En la nueva Constitución
por primera vez, lo hemos hecho reconocer, hemos pensado que esto
debe ser correlacionado, que la Constitución nos debe reconocer este
derecho ancestral que no es un derecho de cualquier colombiano sino
que es un derecho antiquísimo, vernáculo; la constitución no nos ha
logrado reconocer estas palabras que dice el Derecho Mayor, pero
cuando estamos diciendo en la nueva Constitución que las tierras, los
territorios indígenas son inalienables, intransferibles, eso es lo que
estamos diciendo. Nosotros somos hijos de la tierra, hijos del agua y
consideramos al mestizo como hijo del viento, porque al mestizo no le
importan los derechos, sino el billete de papel; no le importa vender

1 Para esta introducción me he valido sobre todo del magnífico estudio coordinado por
Ciro Angarita Barón, con la colaboración de Elizabeth Reichel, Carlos Pinzón y Carlos Perafán,
para la reciente Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, publicado en el Tomo 6 de los Docu-
mentos de dicha Misión, Fuentes complementarias, «Diversidad étnica, cultural y Constitución
Colombiana de 1991. Legitimidad de las diferencias: realidades, retos y respuestas», Bogotá,
Presidencia de la República/COLCIENCIAS, 1995, pp. 9-274.
Fenomenología y multiculturalismo 221

la mejor tierra, su interés es económico; vende aquí, compra allí, ven-


de más allá y así se va yendo por todo el país o por todo el continen-
te. En cambio el indio no puede hacer eso, porque considera que ahí
está la raíz de su vida, ahí está si goza o sufre. Este es el Derecho
Mayor» (Lorenzo Muelas, «Biografía indígena», citado por Angarita,
1995, pp. 132-133).

El Derecho Mayor, esa especie de derecho natural, que da derecho al reco-


nocimiento, implica por tanto no sólo el derecho al territorio, sino a la auto-
nomía, la participación y la concertación, y como consecuencia de ello a una
jurisdicción específica que proteja y fomente procesos económicos y cultura-
les propios.

«Yo siempre tengo en mente que la nueva Carta Política es un com-


promiso no solamente con los indígenas sino de todos los colombia-
nos, desde el Presidente de la República quien debe hacer velar por
estos derechos para que se hagan posibles los cambios fundamentales,
lo mismo que todos aquellos que estamos comprometidos con la demo-
cratización de este país; debemos estar convencidos de que Colombia
no es un país de un sector privilegiado sino que en él tenemos dere-
chos los 32 millones de colombianos» (Lorenzo Muelas, «Biografía
indígena», citado por Angarita 1995, p. 213).

Como se ve, los indígenas se han apropiado de los textos constitucionales


como de una victoria en sus pretensiones autonómicas. Sin embargo, debe
tenerse en cuenta que estos derechos sólo están declarados, pero que falta un
largo camino para su desarrollo. En este camino, si la Constitución es burla-
da, puede esperarse todo tipo de luchas legítimas por el reconocimiento.
Como lo ha destacado recientemente un colega mexicano en relación con su
Constitución: «como en muchas otras del mundo, (en la mexicana) encontra-
mos algunas disposiciones respecto de las que la reacción natural es el escep-
ticismo; disposiciones que tienen una forma atractiva, incluso un trasfondo
discursivo que convence intelectualmente, pero que pronto quedan en el cajón
del olvido, y si acaso son recordadas en algún salón de clases o en algún tra-
bajo académico de escasa difusión, pareciera que llevan implícita su inefica-
cia» (Blanco Fornieles, 1996, p. 121). La respuesta para él ha sido el
movimiento zapatista.
En reciente entrevista para El Espectador2 el «subcomandante Marcos»
anunciaba: «Ahí vamos a estar dando lata, haciendo encuentros, convencio-
nes, peleando o escribiendo, hasta que nos maten o nos den el mundo que

2 El Espectador, Bogotá, enero 5 de 1997, pp. 10 y 11 A.


222 Guillermo Hoyos Vásquez

estamos pidiendo. Que no es un mundo para zapatistas. Un mundo donde


quepan los zapatistas pero también los otros, quienes quieran que sean los
otros... Para el poder somos transgresores de la ley... Hay un sueño que es
compartido por gente en todo el mundo... A lo mejor podemos hacerlo reali-
dad algún día. Dicen que no somos realistas políticamente... Este es un apor-
te del zapatismo que tiene que ver, más que con la supuesta claridad política
de Marcos, con el aporte de las comunidades indígenas al movimiento. Esta
aparente locura que dice que no se trata de tomar el poder sino de algo «más
sencillo», que es cambiar el mundo, cambiar todas la relaciones políticas...
Nuestro objetivo es poder realmente abrir los espacios de lucha para toda la
sociedad... que la guerrilla combata pero también haga política, que reconoz-
ca la política y la lucha de ideas como un campo de batalla. Luchamos para
que las soluciones sean influyentes y tolerantes. No pretendemos tener la úni-
ca palabra. Aceptamos que hay otras ideas y que el mañana va a ser construi-
do con la participación de otros».
A la pregunta: ¿De qué prácticas guerrilleras toman distancia los zapatis-
tas?, responde: «Primero, nosotros no nos volveríamos contra nosotros mis-
mos. No justificaríamos ataques a la población civil, cualquiera que sea este
fin... Cuando un ejército se dedica a pelear contra la población civil se con-
vierte en un monstruo, en un enfermo que asesina por placer y no por necesi-
dad, si es que hay alguna necesidad que justifique el asesinato de civiles. Si
enfrentamos a un régimen criminal que basa todo su poder en las armas, no
estaríamos dispuestos a construir otro régimen sobre el poder de nuestras
armas, aunque sean de palo, como dicen que son las armas de los zapatistas».
Esta larga introducción sólo pretendía en estricto sentido fenomenológico,
es decir, en la actitud precientífica y prefilosófica de los participantes, presen-
tar la que muy probablemente es la problemática de la filosofía actual: el mul-
ticulturalismo. Uno de los asuntos que más determina la reflexión del último
Husserl es el carácter multicultural del mundo de la vida, topos fundamental
de la fenomenología en su empeño por volver a las cosas mismas. Una expo-
sición fenomenológica de nuestra experiencia, en especial en relación con la
constitución del otro y de otras culturas, ayudará a comprender el multicultu-
ralismo desde un horizonte más complejo que el puramente político.
En sus artículos para la Revista Japonesa The Kaizo, Renovación, a prin-
cipios de los años 20 indica Husserl: «Por cultura no comprendemos otra cosa
que el conjunto de producciones que tienen lugar en las actividades continuas
de los hombres colectivizados y que tienen su existencia espiritual perma-
nente en la unidad de la conciencia de la comunidad y que su tradición sigue
conservando. Sobre la base de su corporalización física, y de su expresión que
desprende a dichas producciones de su autor originario, son aptas de ser expe-
rimentadas en su sentido espiritual para su comprensión ulterior por cada
cual. En el futuro siempre ellas pueden nuevamente devenir los puntos de
Fenomenología y multiculturalismo 223

irradiación de efectos espirituales sobre nuevas generaciones en el marco de


una continuidad histórica. Y justamente allí tiene su modo esencialmente pro-
pio de existencia objetiva lo que el título cultura abarca, y que funciona por
otro lado como fuente estable de la colectivización» (Hua XXVII, p. 21 s.).
La cultura tiene que ver con los procesos de colectivización, dado que con
ella se va identificando la conciencia intencional de quienes pertenecen a una
comunidad, y que su sentido de polo de identidad se conserva en el tiempo
como tradición. Esto mismo permite cierta forma de «objetivación», en cuan-
to las culturas se hacen temáticas para una comunidad: pueden ser compren-
didas por sus miembros, no ya como propias sólo de un grupo de personas,
por ejemplo de determinada época o de los fundadores de una tradición, sino
como disponibles para inspirar la forma de vivir de cualquiera de los inte-
grantes de la comunidad. Es esto lo que constituye el sentido de «identidad»
de una cultura, lo que la preserva como punto de referencia de la colectividad
y lo que define la pertenencia a dicha comunidad. Pero esta cultura puede des-
vanecerse, deteriorarse o dogmatizarse hasta un punto en que no sea recono-
cida por sus integrantes: entonces es necesario que sea renovada.
Este sentido fenomenológico de cultura está íntimamente relacionado
con el problema de la intersubjetividad (1). Miremos esta relación para com-
prender las posibilidades de renovación de la cultura (2), que nos llevarán a
descubrir los límites con los que tropieza Husserl (3): estos son descubri-
mientos importantes y a la vez reclaman una complementariedad, —yo pien-
so que la de la hermenéutica y la comunicación— para la aclaración de la
problemática.

1. INTERSUBJETIVIDAD Y MULTICULTURALISMO

«En esta especie de accesibilidad verificable de lo que es original-


mente inaccesible se funda el carácter de lo que es extraño»3 («Medi-
taciones cartesianas», 1930, Hua I, 144).

Para comprender el sentido de lo extraño, partimos de la caracterización


del mundo de la vida como relación entre mundo propio familiar y mundo
ajeno. Este análisis nos mostrará cómo la comprensión de lo extraño, de lo
que no es lo nuestro, forma parte de toda experiencia sociocultural. Depende
mucho de la actitud, con la que consideremos este aspecto fundamental de la
experiencia humana, si la comprensión del otro y su cultura nos enriquece, o
si, por el contrario, nos lleva a la exclusión, la discriminación y la violencia.

3 De aquí en adelante se citarán dentro del texto las obras de Edmund Husserl según la edi-
ción oficial: Husserliana. Edmund HUSSERL, Gesammelte Werke, Den Haag, Martinus Nijhoff
(hoy: Dordrecht, Kluwer Academic Publishers):
224 Guillermo Hoyos Vásquez

Husserl analiza el fenómeno de la experiencia del mundo de la vida con


base en el horizonte que a partir de mí, aquí y ahora, se extiende indefinida-
mente en una especie de círculos concéntricos, tanto en el espacio como en el
tiempo, y en el tiempo tanto hacia atrás como hacia el futuro. Es así como des-
de mi presente recuerdo situaciones en las que me encontré con otros o ima-
gino relaciones por venir. Asimismo, si, por ejemplo, llegamos a una región
desconocida, nuestro horizonte se amplía de acuerdo con nuestra experiencia
acumulada: estamos a la expectativa de lo «desconocido de acuerdo con el
estilo de lo conocido» (Hua XV, 430). Este proceso de experiencia de lo extra-
ño por analogía con lo familiar tiene sus límites. En efecto, no siempre pode-
mos saber de antemano, cuáles son los motivos que llevan al otro a hacer lo
que hace. El límite extremo se encuentra en una cultura, en la que los hom-
bres se encierran en sí mismos al pensar que su mundo circundante es sin más
el mundo (Hua XV, 430-31), o cuando una nación cerrada identifica su histo-
ria con la del mundo (Hua XXIX, 41). Aquí ya nos encontramos con el ori-
gen de la intolerancia en la búsqueda de una identidad culturalmente mal
entendida.
Precisamente estos límites en los que se repliega una cultura, buscando
identidad en su interior, se constituyen para las personas de dicha cultura en
su ethos: éste puede llegar a ocasionar un motivo de confrontación: «Profun-
da extrañeza originan aquellas acciones que están en contradicción con nues-
tro ethos, y que sin embargo concuerdan ciertamente con el ethos de
comunidades extrañas a la mía» (Lohmar 1993, 72). Superar esta incompren-
sión es tarea de la formación cultural (Hua XV, 227), la paideia, dado que
nuestra propia experiencia de fenómenos culturales se desarrolla también de
esta manera analógica: una melodía se parece a una que ya conozco, una his-
toria, una narración tiene algo semejante con mi propia historia de vida, etc.
Lo más importante para el tema que nos ocupa es que la extrañeza de lo
extraño de otras culturas no se refiere tanto a sus perspectivas de mundo, que
al fin y al cabo son coordinadas en la ciencia, cuanto a su misma autocom-
prensión: tienen «otras metas para su vida, otras convicciones de toda índole,
otras costumbres, otras formas de comportamiento, otras tradiciones» (Hua
XV, 214). Tienen otra cultura, otro ethos y otros mitos. Como extraños a mi
mundo de vida, pertenecen a un mundo ajeno en el que comprenden el mun-
do en su mundo de manera muy diferente a nosotros (Hua XV, 214, 217). Sur-
ge entonces la pregunta: «¿Qué puedo conservar como válido en vista de la
divergencia de nuestra concepción de experiencia universal y de convicción
universal en relación con la de otros grupos humanos?» (Hua XV, 216). Con
relación a las creencias religiosas enfatiza Husserl: «Si conservo mi fe (los
otros pueden considerarla como pura mitología), entonces la de los otros es
superstición; si conservo mi mundo como lo existente, el mundo de ellos no
existe» (Hua XV, 217). Lo que se dice de la religión vale para toda concep-
Fenomenología y multiculturalismo 225

ción omnicomprensiva del sentido de la vida: es la esencia de toda ideología,


de la identidad cultural, de los metarrelatos y de los imaginarios colectivos.
Al caracterizar las concepciones de mundo de otros como mitologías, con ello
«al conservar en lo esencial mis propias convicciones, he modificado ya mi
propio mundo de acuerdo con su sentido de ser», precisamente «al dar vali-
dez a esos otros hombres en medio de mi mundo espacial» (Hua XV, 217). Es
obvio: para ellos, a quienes considero realmente parte de mi mundo, mi mun-
do es igualmente cosmovisión mitológica. Esta descentración pone a todas las
culturas en el mismo nivel, precisamente como culturas, ninguna de ellas
como la verdad. Esta rehabilitación de la doxa en la fenomenología es la que
nos permite reconocer la verdad de la skepsis en la base del diálogo intercul-
tural, como principio ético de interpretación: nuestras convicciones morales
‘evidentes’ dependen de nuestra concepción del mundo, están atadas a nues-
tro mundo familiar (Cf. Lohmar, 1993, 75).
Las diversas culturas pueden cooperar para el bien de la sociedad y de las
personas o pueden entrar en conflictos: el multiculturalismo puede ser resuel-
to mediante actitudes de discusión crítica, tolerancia respetuosa o indiferen-
cia frívola y violencia. Pero una actitud más fecunda en este contexto es la del
reconocimiento recíproco entre las diversas culturas. Esto es lo que John
Rawls ha formulado como «pluralismo razonable», y lo que busca Jürgen
Habermas mediante la ética comunicativa.
Veamos ante todo cuál es la solución fenomenológica, para no recaer en
nuevas formas de racionalismo dogmático. Sólo hay cultura en singular para
quien identifica su concepción del mundo con el mundo en sí. Quien es capaz
de comprender, y en esto consiste el descubrimiento de la actitud filosófica en
Grecia, que su cultura es cultura, es decir que su visión del mundo es visión
del mundo, ciertamente del mundo, pero no la verdad sin más, ha descubier-
to el sentido del mundo de la vida como base de todo conocimiento por ana-
logía: todo, absolutamente todo, en especial lo que tiene que ver con nuestra
concepción de la vida, lo que constituye nuestra cultura, es perspectiva, y en
el reconocimiento de su perspectividad consiste el ser más o menos culto, es
decir, más o menos abierto a otras culturas.
El reconocimiento de las diferencias como categoría fundamental del mul-
ticulturalismo significa que estamos dispuestos a aceptar gustosos que así
como para nosotros hay determinados valores que constituyen nuestra cultu-
ra, de la misma manera otras culturas están constituidas por sus propios valo-
res; pero el valorar como actitud fundamental de lo práctico es algo común a
toda cultura y tiene como consecuencia que quien valora normalmente está
dispuesto a dar motivos de sus valoraciones: motivos religiosos, políticos,
personales, etc. A la base de este justificar con razones las valoraciones y los
comportamientos que éstas provocan, se encuentran los sentimientos morales.
La fenomenología insiste en que la moral es de sentimientos así se formule en
226 Guillermo Hoyos Vásquez

juicios. Estos juicios pueden ser simples legitimaciones valorativas de mis


sentimientos, por ser los míos, o pueden proceder de una especie de «intui-
ción valorativa», resultado de cierto equilibrio reflexivo que busca reconocer
el valor expresado en mi sentimiento como algo propio de mi cultura: como
cuando yo me indigno ante una injusticia o siento culpa por ofender a otro o
me resiento porque alguien me ha ofendido. La reflexión no está libre sin
embargo de la solicitación de identificar el mundo con mi mundo: en el diá-
logo del alma consigo misma, espacio de la descripción fenomenológica, se
pierde lo originario de la otra cultura, lo diferente, que entonces pasa a ser
ocupado por un «como si yo estuviera allá», «como si fuera mi propia cultu-
ra»: la analogía llega con esto a su límite, como veremos en las conclusiones.

2. MULTICULTURALISMO Y VALORES UNIVERSALES

La caracterización de cultura, expuesta anteriormente, permite a la feno-


menología proponer la necesidad y el sentido de cambios culturales, basada
en la posibilidad de comprender, juzgar y criticar aspectos culturales con los
cuales uno no quiere identificarse. En los años siguientes a la Gran Guerra
enfatiza Husserl la urgencia de criticar la cultura Occidental desde una refle-
xión ética individual para poder intervenir en la renovación de las concepcio-
nes de la vida. Diferente es el sentido de su reflexión en 1935 en vísperas de
la Segunda Guerra. Entonces no parece bastar la apelación a una ética indivi-
dual para renovar una cultura, sino que se hace necesaria una autorreflexión
y autocomprensión de la cultura misma, la cual como veremos exige el retor-
no al origen de la filosofía y las ciencias en Grecia como génesis de una cul-
tura racional, la de Occidente (Hoyos, 1995).
Es importante destacar la diferencia de estos dos tipos de consideración de
la cultura: dicha diferencia nos permitirá ganar un sentido fecundo de multi-
culturalismo. La primera reflexión de Husserl se refiere a la cultura que hizo
posible la Gran Guerra. En sus lecciones a los soldados que regresaban del
campo de batalla, donde cayera uno de sus hijos, insiste en el «ideal» del
hombre de Fichte, propio de una tradición filosófica, que ha sido desplazada
por el positivismo científico (Hua XXV, 268). Esto lleva a Husserl a excla-
mar: «¡Qué inoportuna es la farisaica autojustificación de las ciencias exac-
tas, qué injustos los juicios despreciativos acerca de la filosofía por parte de
quienes han sido educados en las ciencias rigurosas de nuestro tiempo!»
(Ibid., 270). Pero la guerra misma puede servir para renovar las fuentes idea-
les de fortaleza, basadas en una filosofía cuyo telos muestra a la persona «que
al obrar es libre, a saber ciudadano libre en una sociedad destinada a la liber-
tad» (Ibid., 279).
Aunque Husserl al final de sus lecciones se inclina algo a cierta «retórica
bélica», que él mismo criticará al terminar la guerra, se mantiene sin embar-
Fenomenología y multiculturalismo 227

go en una posición moral universalista, como escribe a Roman Ingarden en


1917: «lo ético como tal es una forma transpersonal (por tanto también trans-
nacional) como la misma lógica», así «los presupuestos materiales de nues-
tras posiciones ético-políticas evidentemente sean muy diferentes» (Ibid.,
Introd., XXXI).
Ya al terminar la guerra el motivo ético se radicaliza todavía más como crí-
tica a la cultura en general en sus diversas manifestaciones, inclusive en tér-
minos insólitos en Husserl: «Comprendimos —escribe a Arnold Metzger—
esta actitud radical, que está totalmente decidida a no mirar ni llevar la vida
como un negocio..., actitud que es enemiga mortal de todo capitalismo, de toda
acumulación sin sentido de haberes y correlativamente de todas las deprecia-
ciones egoístas de la persona...» (Ibid., Introd., XXX). La evaluación que hace
de la guerra no podría ser más negativa: «Lo que ha puesto al descubierto la
guerra es la indescriptible miseria, no sólo moral y religiosa, sino filosófica de
la humanidad» (Hua XXVII, Introd., XII). Esto transforma todos los valores:
«Todo, ciencia, arte y cuanto siempre ha podido ser considerado como bien
espiritual absoluto, se convierte en objeto de apologética nacionalista, de mer-
cado y de mercancía nacionalista, de instrumento de poder» (Hua XXVII,
122). Los efectos ideológicos de esta transmutación de valores son patentes:
«La fraseología y la argumentación política, nacionalista y social tienen tanto
y más poder que la argumentación de la más humanitaria de las sabidurías»
(Hua XXVII, 117).
Con este mismo sentido trágico de la situación inicia sus artículos para la
Revista Japonesa The Kaizo: «Renovación es el clamor generalizado en nues-
tra actualidad lamentable y lo es en el ámbito general de la cultura europea.
La guerra, que la ha desolado desde el año 1914 y que desde 1918 sólo ha
cambiado los medios de coacción militar por los más refinados de las tortu-
ras espirituales y de las necesidades económicas moralmente depravantes, ha
develado la falsedad interior, la falta de sentido de esta cultura. Y precisa-
mente esta develación significa la interrupción de su impulso motriz» (Hua
XXVII, 3).
Ante la situación de decadencia de la cultura occidental puesta de mani-
fiesto por la guerra, Husserl tiene ciertamente en cuenta la problemática de la
cultura, pero su solución sigue pendiente de una ética individual: «¿Debemos
dejar pasar sobre nosotros como un Fatum la decadencia de Occidente
(«Untergang des Abendlandes»)? —pregunta en 1923—. Este Fatum sólo se
da, si nosotros miramos pasivamente —si pudiéramos mirar pasivamente.
Pero esto ni siquiera pueden hacerlo, quienes nos predican el Fatum» (Hua
XXVII, 4).
Parece como si para el fenomenólogo lo que desde su pertenencia cultu-
ral tiende a convertirse en destino, él pudiera transformarlo desde su inten-
cionalidad. Las reflexiones de Husserl en vísperas de la segunda guerra
228 Guillermo Hoyos Vásquez

mostrarán que el problema es más complejo. De nuevo se presenta una cultu-


ra científica positivizada: la «prosperity», como la llama en 1935, decapita
la filosofía; por ello «El hombre moderno de hoy día no ve en la ciencia y
en la nueva cultura formada por ella, como el hombre moderno de la Ilus-
tración, la autoobjetivación de la razón humana ni la función universal crea-
da por la humanidad para hacer posible una vida verdaderamente
satisfactoria, una vida individual y social basada en la razón práctica». Esta
situación lleva a que el mundo de la vida se nos vuelva incomprensible,
a que nos perdamos en él: «preguntamos en vano por su finalidad, por su
sentido, otrora tan indudable porque era reconocido por entendimiento y
voluntad» (Husserl, 1962, 9).
Es necesaria una reflexión sobre el sentido de cultura científica que se ha
tornado «mera técnica teórica» pero que sin ser la única, también es una arti-
culación de la razón. En el retorno al origen de la filosofía y la ciencia en Gre-
cia descubre la fenomenología que el sentido originario del mundo de la vida
es por esencia multicultural. En efecto, en actitud precientífica se da el mun-
do en cada cultura desde sus propias tradiciones, mitos y costumbres. Cada
cultura tiende a identificar su visión del mundo con el mundo: se vuelve dog-
mática e intolerante, y pretende dominar otras culturas. Pero en actitud feno-
menológica se puede reconocer la riqueza del multiculturalismo, como lo
destaca Husserl en su Conferencia de Viena (1935): «Orientado así, el hombre
contempla ante todo la diversidad de las naciones, las propias y las ajenas,
cada una con su mundo circundante propio, considerado con sus tradiciones,
sus dioses, demonios, potencias míticas, como el mundo absolutamente evi-
dente y real. Surge, en este sorprendente contraste, la diferencia entre la repre-
sentación del mundo y el mundo real y emerge la nueva pregunta por la
verdad; por consiguiente no por la verdad cotidiana, vinculada a la tradición,
sino por una verdad unitaria, universalmente válida para todos los que no estén
deslumbrados por la tradición, una verdad en sí» (Husserl, 1981, p. 155).
Cada cultura se da a quienes pertenecen a ella como polo de identidad, con
la evidencia que comunica lo propio y con la indubitabilidad de lo real. Para
el fenomenólogo, habituado a lo relativo-subjetivo-situativo del mundo de la
vida, las culturas son perspectivas, visiones del mundo, cuya perspectividad
se da en el contraste de culturas, las cuales manifiestan cada una a su modo
la diferencia entre representación del mundo y mundo real. Porque las cultu-
ras son mediación necesaria e inevitable de conciencia de mundo, se conclu-
ye que sólo hay culturas en plural. En actitud hermenéutica podemos
comprenderlas, sin que comprender otra cultura nos obligue a identificarnos
con ella. Y en la acción comunicativa pretendemos buscar, a partir de las múl-
tiples perspectivas y de las diferencias, aquellos mínimos que permitan solu-
cionar concertadamente los conflictos y acordar programas y acciones
comunes que beneficien a la colectividad (Habermas, 1984, 35-59).
Fenomenología y multiculturalismo 229

CONCLUSIÓN: LOS LÍMITES DE LA FENOMENOLOGÍA

«¡Qué ingenuidad la de querer descubrir y pretender haber descubier-


to un apriori histórico, una validez absoluta supratemporal, ya que
hemos recogido tan ricos testimonios que atestiguan la relatividad de
todo lo histórico, de todas las apercepciones del mundo de origen his-
tórico, hasta las de las tribus primitivas! Cada pueblo y pueblito tiene
su mundo, en el cual para ellos todo concuerda, trátese de lo mítico-
mágico, como de lo europeo-racional, y todo se deja explicar perfec-
tamente. Cada uno tiene su lógica, y en consecuencia si se explicitara
en proposiciones tendría su apriori.» («El origen de la geometría»,
1936, Hua VI, 381-82).

La fenomenología para explicar la crisis de la cultura occidental pro-


pone volver a los orígenes para buscar la verdad a partir de la compren-
sión de su génesis multicultural. Pero esta búsqueda puede quedar
truncada en la autocomplacencia propia de cada cultura, de cada cosmovi-
sión, por una sublimación más peligrosa aun que el patriotismo de ciertos
comunitaristas. En la correspondencia de Heidegger se ha descubierto
recientemente (Mehring, 1992, 90-92) una carta a la madre de uno de sus
discípulos, Alfred Franz, al caer en el frente de batalla en Rusia en 1941:

«Muy estimada Señora:


Todavía tengo presente a su hijo ahora muerto, cuando se despidió en
la puerta de nuestra casa. Ante pérdidas tan dolorosas nos gusta hablar
en panegíricos. Pero esto no es necesario. Alfred Franz fue para mí
desde el primer momento la persona absolutamente confiable, a quien
sólo movía fuego interior y le daba aquel esplendor característico que
muestran los jóvenes que viven gracias al respeto por lo esencial y por
ello mismo también mueren en este esplendor, y en este esplendor per-
manecen presentes.
Para los que quedamos es difícil reconocer que cada uno de los
muchos jóvenes alemanes, que ofrecen hoy su vida en holocausto en
un espíritu todavía auténtico y en un corazón digno de veneración,
alcanza el más bello destino.
Éstos, que se encomiendan al recuerdo de unos pocos amigos, harán
resurgir sin mediaciones y ciertamente sólo después de un siglo la ínti-
ma vocación de los alemanes para el espíritu y la fidelidad del cora-
zón. Este actuar oculto es más esencial que toda realización científica
por más significativa que fuere, que hubiéramos podido esperar de los
caídos, si se les hubiera definido otra suerte.
230 Guillermo Hoyos Vásquez

Alfred Franz es ahora el quinto de mis discípulos más cercanos que


inmolaron su vida. Nuestro círculo no necesita de monumentos exte-
riores, que con frecuencia sólo son para encubrir que ya se ha olvidado
a los que se honra. Hay una tradición de la memoria fiel que permane-
ce suficientemente fuerte para convertir la pérdida en un don».

Superar la mistificación a la que siempre han tendido los intelectuales


(Habermas 1985, 361), es parte de la tarea que se propone Husserl desde los
inicios de la fenomenología: las cosmovisiones deben ser reemplazadas por
una filosofía rigurosa, la cual dé razón del sentido mismo de las culturas.
Como lo indicamos antes, hay una estrecha analogía entre los límites de la
constitución del otro y los de otra cultura (Held, 1991, 1993, 1995). Si para
dar razón del otro tengo que terminar por aceptar que mi experiencia origina-
ria como génesis de sentido sólo se da en mi actividad constituyente de mun-
do, de los otros y de otras culturas, de la misma forma tengo que aceptar que
mi propia cultura, a la cual pertenezco, tiene sus raíces en la «generatividad»,
en esa natividad de la que H. Arendt (1960, 1979) deduce tan importantes
consecuencias para la filosofía moral y política contemporáneas. Esta gene-
ratividad (Husserl, 1981, 149), en la que se dan genéticamente las tradiciones,
no puede ser apropiada sino desde la pertenencia generacional a una cultura
determinada. Por ello mi comprensión de otra cultura tiene como límite la no
pertenencia a dicha cultura, y esto más que un límite es una característica
determinante. Las culturas lo mismo que el otro son en el fondo «inefables».
Individuum est ineffabile dejó consignado la discusión escolástica en su mejor
momento.
De la misma manera que en la experiencia del otro, la fenomenología des-
cubre que mi yo se me da originaria y apodícticamente en situaciones con-
cretas del mundo de la vida como fuente de sentido y de validación, y el otro
sólo se me da por analogía, lo que significa un reconocimiento de la indivi-
dualidad, de su inefabilidad y dignidad; de la misma forma desde mi perte-
nencia cultural, toda otra cultura no puede abrírseme del todo, ni dárseme
como se da a quienes pertenecen «generativamente» a ella. Esto garantiza que
quien es extraño a una cultura no pueda en sentido estricto «profanarla». Es
la génesis del sentido, basada en la pertenencia existencial, tanto en el caso
del otro, como en el de otra cultura, lo que constituye el límite de inaccesibi-
lidad e inviolabilidad esencial.
Y aquí está el error de Husserl, último filósofo del idealismo, quien en su
esfuerzo por conservar la razón moderna anticipa el resultado de un posible
entrecruzamiento de las diversas culturas en el proceso de reflexión, y propo-
ne a «Europa» como paradigma de racionalidad: «Hay en ello algo singular
que sienten en nosotros también los otros grupos de la humanidad como algo
que, prescindiendo de todas las consideraciones de utilidad, se convierte para
Fenomenología y multiculturalismo 231

ellos en un motivo continuo de europeización no obstante la voluntad inque-


brantada de la autoconservación espiritual, mientras que nosotros, si nos
comprendemos rectamente, jamás, por ejemplo, nos aindiaremos» (Husserl,
1981, 142).
Lo que es un procedimiento, la reflexión, no puede llegar a substanciali-
zarse hasta tal punto que inclusive signifique una especie de salto cualitativo
para la humanidad toda: «también el negro Papúa es hombre y no animal...
Pero así como el hombre e incluso el negro Papúa representan un nuevo esca-
lón zoológico frente al animal, así la razón filosófica representa un nuevo
escalón en la humanidad y en su razón» (Husserl, 1981, 160).
Entonces: ¿la solución de las preguntas planteadas por el multicultura-
lismo se encuentra en una metacultura, llámese ésta Europa, Occidente,
modernidad... o en un procedimiento, la autorreflexión, el diálogo, la críti-
ca, la política y el derecho? Si pensamos más modestamente en esto último,
ganamos lo mejor de la fenomenología: en nuestro mundo de la vida tende-
mos a hacer de nuestro ethos la moral universal, de nuestra cultura la cultu-
ra normativa. Pero gracias a la ilustración fenomenológica como actitud
personal y colectiva comprendemos que nuestro mito nacional sólo es un
mito como el de otras culturas: «Precisamente esta normalidad sólo se rom-
pe cuando el hombre sale de su espacio vital nacional y entra en el de una
nación extranjera» (Hua XXIX, 388). Esto lleva a Husserl a tener en cuen-
ta la importancia de tematizar las diversas culturas nacionales, para la
«superación de los mitos nacionales» (XXIX, 45). Si éstos se consolidan
como verdades son dogmas, si se consideran como tales son visiones del
mundo que en interrelación con otros «mitos» nos acercan a la «verdad».
«En el contexto —escribe Husserl— de diversos grupos humanos de diver-
sas naciones que se entiendan pacíficamente se transforma lo que para cada
una de ellas era sin más el mundo real en una mera forma de representación
nacional (forma de validez) del mismo mundo» (Hua XXIX, 45). Esta es la
verdad de la skepsis.
Cuando la fenomenología critica el positivismo científico por colonizar el
mundo de la vida y negar lo específico de las diversas culturas, pareciera
haber superado toda solicitación a substancializar la razón. Con la fenomeno-
logía en contra de Husserl tenemos que decir que la reflexión no es privilegio
de Europa ni de la cultura occidental, porque la filosofía no constituye por sí
misma ninguna forma de vida: es instancia crítica con respecto a toda cultu-
ra, es apertura a otras formas de vida, por cuanto manifiesta la relatividad de
la propia, y en su horizonte la diversidad de culturas. Su interrelación no se
da reduciendo las diferencias, sino al afirmarse ellas mismas en diversas for-
mas de participación, como nos lo legaron los griegos, en el seno de la polis:
la democracia participativa que genera poder comunicativo sólo se consolida
a partir de la diversidad cultural.
232 Guillermo Hoyos Vásquez

BIBLIOGRAFÍA

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235

Mito y alteridad.
El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia

José L. Villacañas Berlanga

1.— Mito y Presente. Voy a hablar del mito griego del hombre autóctono
y de un rasgo que le es propio: que este mito sólo ha reconocido la existen-
cia de un hombre autóctono, originario, como figura y testigo de un dolor
insoportable. Esa apelación al momento del origen sólo juega, entonces, den-
tro del relato que intenta explicar cómo ese dolor fue superado y la precaria
vida humana asegurada. La estructura de ese relato dice siempre que la sal-
vación viene de fuera, de la alteridad, y se debe a la intervención de un semi-
dios terreno que trae a los hombres elementos culturales procedentes de otros
lugares. Con estos nuevos dones, la vida humana se recrea y se torna viable.
El hombre autóctono, por tanto, no encuentra en sí, ni en su horizonte, los
bienes necesarios para superar su triste condición precaria y lamentable. Por
ello, debe su vida a un don, no a la condición natural. El mito griego, por tan-
to, muestra siempre cómo el hombre autóctono es transcendido. De hecho,
este mito se ha especializado en esa transcendencia de la condición origina-
ria, pero curiosamente el proceso se produce siempre de forma inmanente.
Quizás así descubrimos que la esencia del mito es la metamorfosis. Esta tras-
cendencia de la situación originaria, de hecho, se representa como una
segunda creación del hombre, la única que entrega una vida plena. En la
medida en que el mito circuló, bajo todas sus formas, el hombre tuvo con-
ciencia de su carácter inacabado. Mientras el mito generó metamorfosis de
su sentido, el hombre mantuvo abierta la esperanza de su propia transforma-
ción, y contempló como posible un futuro de adaptabilidad a la Tierra. Mien-
tras el momento del hombre autóctono se especializó en el descubrimiento
del dolor y la limitación de la vida propia, y jugó en el contexto del inevita-
ble reconocimiento de los bienes ajenos, alentó el encuentro de formas de
236 José L. Villacañas Berlanga

humanidad diferentes y, mediante su síntesis en un nuevo mito, forjó un


escenario de vida plena. Este supuesto me parece que ilustra la lección que
puede ser relevante para el multiculturalismo.
De todo lo dicho se infiere que voy a hablar de mitos de los que es dudo-
so decir «son míos» o «son nuestros». Son mitos sin los que no podemos decir
«yo» con la autoconciencia plena que subyace en este pronombre. La etnolo-
gía especial que estudia estos mitos, desde hace tiempo, incluso milenios, lle-
va otro nombre: filosofía. Dicho estudio resulta inviable sin que al mismo
tiempo el mito se recuerde y se narre.
Hablaré del presente de la filosofía, sin embargo. Y por eso hablaré de los
mitos que es preciso narrar para entender la dimensión central de nuestro pre-
sente, ése que nos habla de retos agrupados bajo el nombre de «multicultura-
lismo», tan estrecho y tan aséptico, tan anglosajón, tan lejano del mito. La
filosofía debe ofrecer una palabra para comprender este reto. Pero no tiene
otra forma de hacerlo sino recordando, narrando y estudiando un mito. Qui-
zás de esta forma, la filosofía pueda hacer visible el espíritu que, de otra
manera, quedaría diluido en ámbitos conceptuales abstractos, aparentemente
científicos.
2.— Mito fundamental y mito del arte. En la actual aproximación al mito,
sin duda, la obra de Hans Blumenberg es una de las más precisas y elabora-
das. Forjado en la sobria filosofía de Husserl, a la que deja inevitablemente
atrás, pero en último extremo vinculado a la línea maestra de E. Cassirer; sen-
sible por lo tanto a la rotundidad con que se ha impuesto la ciencia moderna,
aunque dotado de la vis literaria más sutil de la filosofía contemporánea, Blu-
menberg no conoce las tentaciones místicas de algunos estudiosos del mito,
como Eliade, y se halla más allá de las peligrosas manipulaciones en las que
se especializó A. Bäumler. Empeñado en una sorda batalla contra el Heideg-
ger más evidente1, su aproximación al mito no es internamente mitológica,
sino en cierta forma altamente dialéctica y, por tanto, filosófica. Dialéctica es
aquí sobre todo su juego de distancias y de lejanías respecto del mito, un jue-
go que nos impide vivirlo como los creyentes, pero que nos prohíbe despe-
dirnos de él, dada su innegable necesidad para nuestra vida. Su respeto al
mito, que surge de la más precisa conciencia de los límites de lo que la cien-
cia puede darnos, no es un sentimiento irracional, sino un muy preciso razo-
namiento ilustrado acerca de su necesidad inseparable de la vida humana.
De Blumenberg, pues, recogemos las definiciones fundamentales para
aproximarnos a nuestros temas. Para ello iremos al capítulo sexto de su libro

1 Desde luego, Heidegger es un pensador mucho más complejo de lo que pueda ser per-
cibido en una única perspectiva. Manuel E. Vázquez me ha sugerido otros caminos en la obra
de Heidegger que le separarían del mito del origen y de toda la parafernalia de su más que evi-
dente tardorromanticismo. Espero que pronto pueda exponer su exégesis de una forma más
explícita.
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 237

Arbeit am Mythos, que lleva por título «Mito Fundamental y mito del arte».
Discute allí Blumenberg el método, frecuente entre los mitólogos, de buscar
el Grundmythos con la finalidad de asumir inmediatamente después que este
mito fundador es el mito originario o inicial. Frente a esta estrategia, para
nuestro autor, el mito fundamental no tiene por qué ser necesariamente el
mito inicial. El cambio de perspectiva que genera este movimiento es central:
no se trata de identificar el origen y el inicio, como a veces parece obsesivo
en Heidegger, para así fundar una continuidad histórica y una tradición. Se
trata más bien de perseguir el trabajo del mito, el mito «variado y transfor-
mado en sus recepciones»2. Lo decisivo en esta aproximación consiste en un
hecho: el mito siempre está circulando. Si hay un mito fundamental, éste no
puede buscarse en el mito perdido en el inicio —pues no hay inicio—, o en
las huellas abandonadas y diseminadas en los demás mitos —pues no hay ele-
mento inicial de comparación—, sino en una condensación de sentido que
rige en un proceso diacrónico, una coagulación de elementos que permite el
juego de la identificación y de la diferencia en la serie del tiempo. No al ini-
cio, sino al final, en un presente, se alza el mito fundamental. No andamos
tras el mito que trabajosamente se persigue mediante el estudio filológico,
para luego dejarlo abandonado en su inicio lejano, sino tras el que se renue-
va. Luego de identificar un núcleo duro de sentido, germina en un relato en el
que se cumplen algunas expectativas de sentido en los diferentes presentes,
en cada presente.
Esta última frase nos ofrece una condición del mito fundamental que
merece señalarse con detenimiento. El mito fundamental, a diferencia del
mito inicial, debe estar en condiciones de transformarse en mito total. Blu-
menberg ha definido el mito total como aquel que produce la sugestión de que
«no queda nada por decir»3. Aquí entra en juego una totalidad de sentido
cerrado que indica el agotamiento del mito, su imposibilidad de asumir una
ulterior metamorfosis narrativa. Lo más importante de esta noción, sin embar-
go, es que sólo podemos hacernos con ella cuando tenemos plena conciencia
de aquello a lo que hemos tenido que renunciar para poder disfrutar de la con-
ciencia científica. La renuncia al sentido impuesta por la ciencia, que de esta
forma se excede en sus pretensiones, no es otra que el abandono de la Ans-
chaulichkeit del saber de la vida humana. Esa intuitividad del saber de la vida
humana también se llama en español lucidez, sin duda la forma última de la
ilustración. Blumenberg ha señalado con esmero que la ciencia nos exige
renunciar a algo irrenunciable y que, justo por eso, la exigencia permanente y
no cumplida de intuitividad del saber de la vida produce en la edad de la cien-
cia subrogados sin cuento, todos ellos de naturaleza desviada y patológica. En

2 BLUMENBERG, H. Arbeit am Mythos, Suhrkamp, Frankfort, p. 192.


3 O.c., p. 193.
238 José L. Villacañas Berlanga

el mito total, por tanto, brota la conciencia de una necesidad de complemen-


tar la ciencia y el mito. Pero lo hace de una forma tan intensa, tan total, que
el mito se detiene, estrellándose ante la afirmación de la ciencia, desecadas ya
la energía de las metamorfosis de sentido.
La relación entre el mito fundamental y el mito total es el trabajo del mito.
Como tal, dicha relación, y dicho trabajo, son esencialmente históricos. Cuan-
to más se elabora el mito fundamental, cuanto más trabajo histórico lleva a
sus espaldas, más cerca se está de que ese mito pueda devenir total. Más pue-
de hacer claramente intuible entonces su totalidad de sentido y puede cumplir
en un único chispazo de iluminación esa función que la ciencia nos prohíbe
en nuestro mundo. Naturalmente, en nuestro presente, casi todos los mitos
están en el límite de convertirse en mitos totales. Por eso su afinidad con la
filosofía es mayor. Un índice de este hecho es que sólo se narren en el con-
texto de la filosofía, y casi nunca en el contexto de la narración literaria.
Pero en todo caso, compete al presente identificar la coagulación de sen-
tido del mito que se debe seguir elaborando. Situado en el umbral que desde
el mito fundamental da la entrada al mito total, la filosofía debe identificar sus
afinidades. En efecto, como dice Blumenberg, sin recurrir a la búsqueda utó-
pica del inicio, «se pueden reconocer los requisitos de un mito fundamental
por las tentativas de imitar la cualidad del mito con los medios del arte»4.
Como ya dijimos, el mito fundamental no está en el inicio, sino en el presen-
te, en el trabajo. Con ello ya tenemos en danza la palabra central de nuestro
epígrafe. Mito de arte no es mito de la fantasía, sino un mito que se trabaja
conscientemente con algunos elementos de base. El mito de arte, natural-
mente, trabaja con elementos que toma prestados del mito fundamental. Blu-
menberg, reutilizando teorías anteriores sobre la estructura de la metáfora5, no
tiene más remedio que reconocer la «convergencia entre un mito fundamen-
tal y una metáfora absoluta»6. Esta metáfora absoluta orienta el trabajo del
mito del arte —y la filosofía es justamente una actividad tal— y se refracta
en formaciones de sentido que permiten interpretar el presente histórico.
Cuanto más cerrado es el discurso de la ciencia, sin embargo, más necesidad
de intuición global tienen nuestras vidas y, por tanto, más puja el mito funda-
mental por convertirse en un mito total, ahorrando así el trabajo discursivo del
mito del arte y de la filosofía. De hecho, el mito total en una bomba de senti-
do arrojada contra un mundo dominado por la ciencia y la técnica. Desde esta
perspectiva, la filosofía impulsa políticas moderadas. Cuando un mito funda-
mental de convierte en mito total, reduciendo al máximo su aporte narrativo,
transformándose casi en un aforismo, entonces la sabiduría, cumplido su eros,
se adueña del trabajo del mito y lo agota. Cuando Simmel sólo tiene que decir

4 O.c., p. 194.
5 Paradigmen zu einer Metaphorologie, Bonn. 1960. tra, ital. 1969, pp. 107-112.
6 Arbeit, o.c., p. 194.
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 239

del mito de la expulsión del paraíso que la fruta que comieron Adán y Eva en
el fondo no estaba madura, agota las posibilidades de narratividad implícitas
en el mito y deja la situación mitológica reducida a su aspecto más trivial,
inalterable, natural. Con ello se dice, sin embargo, algo que pertenece a la sus-
tancia del mito y a la coagulación de sentido básico a él: que el hombre es una
especie animal ya para siempre prematura. Por ello, ninguna de las metamor-
fosis de sentido que impulse la narratividad del trabajo del mito le entregará
una madurez ya devenida imposible.
Frente a este átomo de saber, lúcido y diamantino, inalterable y definiti-
vo, propio del mito total, el mito del arte de la filosofía siempre alberga una
esperanza en la plasticidad y flexibilidad de la vida. Por ello, al comienzo
renovado de su trabajo, debe discriminar el mito fundamental del que extrae
sus materiales de sentido. Platón, primer representante del mito de arte, ha lle-
vado a sus últimas consecuencias la conciencia de esta dependencia del mito
fundamental en que se halla la actividad de la filosofía, en la medida en que
la ha reconocido como diamitologein. Para Blumenberg, este camino a través
de mitos no es otra cosa sino una «reocupación» del territorio del mito por la
razón y el arte. Pero esa «reocupación» es la única que nos está permitida,
dado el juego de cercanía y de distancia que con el mito todavía podemos
emprender. K. Kerényi estaría muy cerca de Blumenberg, desde luego, y
ambos, a su vez, muy cerca del gran artista del mito, Thomas Mann.
Una de las ventajas de esta propuesta de Blumenberg reside en que impli-
ca elementos metodológicos de estudio claramente desencantados. Este ele-
mento metodológico procede de Hans Jonas, y más concretamente del segundo
volumen de su Gnosis und spatantiker Geist, titulado Von der Mythologie zur
mystischen Philosophie7. Allí Jonas establece que el mito fundamental, como
«principio dinámico de constitución de sentido», como base para el trabajo
del mito del arte, es una estructura transcendental de la historia del sentido
humano. La inspiración kantiana de una historia de la razón se mantiene. Más
esa estructura transcendental para nuestro presente, que en el fondo es el mito
fundamental, no se descubre a priori, desde una analítica de los elementos de
la autoconciencia humana, sino a través de un genuino procedimiento histó-
rico; mito fundamental es un principio que se muestra en la convergencia de
la multiplicidad de las transformaciones. Blumenberg, desde luego, recibe
con muchas reservas la tesis de que cada época histórica tiene la posibilidad
de construir un mito fundamental8. El mito fundamental más que construirse,
entrega elementos para la construcción del presente. Por eso, en la medida en
que este método triunfe y diagnostique un mito fundamental, debe comprobar
una muy precisa estructura: «debe encontrarse exactamente sobre el eje de

7 Editada en Göttingen, 1954, p. 1c.


8 Arbeit, o.c., p. 198.
240 José L. Villacañas Berlanga

simetría entre el lugar del que venimos y aquél hacia el que vamos, entre esto
que es y esto que debe ser, entre caída y ascensión»9. El mito fundamental es,
por tanto, una respuesta a la demanda de sentido del presente como dolor, al
reto de construir un mito del arte como superación del mismo; pero una res-
puesta que surge de la intensificación de la atención sobre el mundo históri-
co y sus materiales culturales.
Situado en el presente todavía dominado por un dolor sin sentido, el hom-
bre que identifica el mito fundamental se descubre de nuevo moviéndose
entre la omnipotencia de la realidad no identificada en su sentido y la impo-
tencia del deseo de conquistarlo; esto es, en la situación que desde siempre
despertó la energía del mito. El mito originario queda así sustituido por la ori-
ginaria capacidad del hombre para mitologizar, para autoconstituirse y dotar-
se de un sentido. El mito siempre se da en el contexto de una identificación
de la aspiración a la supervivencia humana en el instante del peligro y apun-
ta al descubrimiento de una posibilidad de futuro, a su comunicación, a la
construcción de una comunidad de los vivos. El hallazgo del mito fundamen-
tal que ilumine nuestro dolor presente, para así dirigir el mito del arte, es un
transcendental de la conciencia histórica.
3.— Mito o Mitos fundamentales. Cuando, armados con estas herramien-
tas metodológicas, intentamos descubrir un mito fundamental sin el que no es
posible entender la transmisión de nuestra historia cultural, ni dotar nuestra
vida de la significatividad mínima capaz de autorreproducirse, no tenemos
que esforzarnos mucho para descubrir que no hay solo uno. El presente huma-
no no puede ordenarse y visibilizarse desde un único mito del arte y quizás
por eso no podemos trabajar con un único mito fundamental. Frente al poder
de la ciencia y su destrucción de sentido, podemos, además de lanzar la gra-
nada del mito total, proponer la densidad narrativa de una pluralidad de mitos,
cada uno con su especificidad de sentido. La separación de las esferas de
acción, por tanto, y los complejos problemas de sentido que implica, no per-
mite una significatividad orgánica y total que cristalice en un único mito. Qui-
zás lo más peculiar de la historia de la cultura europea, y de la significatividad
que es capaz de producir, resida en que no procede de un único mito funda-
mental, ni puede pretender una refundición jerárquica de todos ellos. Yo al
menos descubro dos espacios que generan una dialéctica central a nuestra his-
toria, los de Atenas y Jerusalén, cada uno con sus despliegues narrativos.
Bien significativos de cada uno de estos lugares se alzan dos mitos diver-
gentes, fundamentales ambos en nuestra historia cultural. Se trata del mito de
Prometeo y del mito del Jardín. Quizás la filosofía occidental moderna no sea
sino un vano intento de vincular ambos mitos fundamentales en una signifi-
catividad única, en una historia global, en un único relato que los pensadores

9 O.c., p. 208.
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 241

idealistas se tomaron en serio como ideal de sistema. Estos intentos albergan,


desde luego, una problematicidad interna insuperable. Lo que llamamos mito
moderno del hombre —y que ha dirigido toda la filosofía europea desde
Bacon, con su intento de reconstruir el paraíso con la técnica prometeica—
tiene esta teleología: reflexionar sobre ambos mitos al punto de elaborar un
único mito de arte que cierre el sentido de la historia. Kant encontró ese pun-
to de enlace con el mito de la libertad10. Afortunadamente aquel esfuerzo de
Bacon es tan imposible como que Sisifo llegue a su cima, conciencia que es
la base de la filosofía de la historia y que la representación del progreso pre-
tende transformar. El mito del hombre, mito idealista, no es un mito del arte
totalitario, en la medida en que quiere agotar todos los elementos de los mitos
fundamentales a la mano, jerarquizarlos y sistematizarlos. Justo por eso, el
final del mito idealista, que hemos conocido en nuestra generación, abre el
espacio de eso que por ahora recibe el nombre de multiculturalismo, que des-
cubre diferentes mitos fundamentales capaces de ofrecer elementos a los plu-
rales mitos del arte.
Aunque no podemos reclamar un mito del hombre, porque no podemos
aspirar a sintetizar el mito fundamental judío con el mito fundamental griego,
sí podemos aspirar a destacar un mito fundamental que es clave para la pro-
ducción de sentido de nuestro presente. Aproximémonos al mito de Prometeo,
al que me refiero, desde una revisión de la tesis de Kerényi, establecidas en
su «Hombre primitivo y misterio»11. Dejemos en paz el hecho de que Kerén-
yi se sitúe al margen de la relevante distinción entre mito originario y mito
fundamental. Supongamos que investiga un mito fundamental. Por lo demás,
Kerényi es perfectamente consciente de que en este trabajo se propone inves-
tigar una representación del hombre primitivo que juega como «contrapeso de
las representaciones oníricas del paraíso»12. No nos interesa la sugerencia que
coloca el origen último de las representaciones mitológicas en la dinámica de
los sueños. No es nuestro asunto comentar el papel de los sueños en la antro-
pogénesis, ni referirnos a las tesis de Jung. Nos interesa la conciencia de que,
en todo caso, se trata de una imagen contrapuesta al mito del Paraíso, clave
de la significatividad procedente del pueblo judío. En otro lugar Kerényi
refrenda esta conciencia13.

10 Cf. mi «Expulsión y paraíso». En Pensamiento 1991. Vol. 49 nº 193, enero-abril 1993,


pp. 63-98. He desarrollado este ensayo en «Una razón Consciente de su propio mito», en una
conferencia ante la S. Española de Filosofía, el día 3 de mayo de 1994.
11 Publicado originalmente en Eranos Jahrbuch, 15, 1947, bajo el título de Der Mensch. I.
ahora en Arquetipos y símbolos colectivos. Anthropos, Barcelona, 1992, p. 178.
12 KERÉNYI, o.c., p. 17.
13 «Ni en la mitología de los griegos, ni en la de los romanos se conserva ningún texto mito-
lógico como el que aparece al comienzo de la Biblia al respecto del origen de los hombres», o.c.
p. 25.
242 José L. Villacañas Berlanga

Para investigar esta representación primitiva del hombre, que pueda ser-
vir para nuestro mito del arte en el presente, podemos seguir al autor húnga-
ro. Kerényi, para analizar la situación primitiva del hombre, inicia su camino
a través de la mitología, único lugar donde puede hallarse una huella de los
primeros días. Independientemente de lo problemático que resulta usar un
pensamiento tan cargado de supuestos técnico-científicos y de una determi-
nada concepción filosófica del mundo, como es el caso de Lucrecio, para
detectar la huella de este proto-mito, creo que se puede sostener la tesis final
de trabajo: «Lo que es necesario retener a la hora de valorar humana y cien-
tíficamente esta materia es el principio estructural que dota de sentido al con-
junto: la concepción, no sólo griega, de que para devenir hombre a partir del
protohombre (Hombre primitivo) fue necesaria una segunda formación, crea-
ción o nacimiento. Esta segunda formación era para los griegos la santifica-
ción a través del pan y de los misterios; y la civilización alude tanto a esa
formación como a la misma agricultura. El hombre proviene de la tierra, pero
se convierte en hombre solamente en la segunda fase de la creación: por
medio de un acabamiento demetérico o prometeico»14. El mismo Kerényi
estudió la continuación de este problema en su Prometeo.
En esta conclusión hay algunos elementos importantes, que debemos
recoger como fundamentales para nuestro mito del arte del presente. Primero
la identificación estructural entre el mito de Deméter y el de Prometeo, vale
decir, entre el mito de la agricultura y el mito del fuego de la técnica. El para-
lelismo no siempre es respetado, desde luego, como cuando Kerényi deja sen-
tir su inclinación matriarcalista con la tesis de que la perfección llega a los
hombres «solamente a través de una figura femenina superior»15, olvidando
que la misma función cumple Prometeo, a quien la tradición vincula insisten-
temente al mito de Pandora, diseñado expresamente para relativizar el papel
salvador de la mujer. El hecho de que el mito de la técnica y del sacrificio
público de Prometeo, en último extremo abierto y universal, se asocie al mito
de la fundamentación mistérica y privada de Deméter, resta en último extre-
mo sin explicación, tanto como la relación entre el mito de la agricultura y el
mito de la técnica, entre el mito del hogar privado y el mito de los hombres
como pueblo, como colectividad de los sufrientes. Aquí, una vez más, la pro-
liferación de sentido del mito impide cualquier convergencia reconstruida con
las armas de la interpretación.
Pero Kerényi es convincente en algo: los dos mitos suponen estructural-
mente la representación común y previa de una humanidad primitiva, carac-
terizada como a-teles, esto es, en el doble sentido de imperfecta y de carente
de iniciación en cultos. El mito de Deméter presenta a los hombres mera-

14 KERÉNYI, o.c., p. 43.


15 KERÉNYI. o.c., p. 41.
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 243

mente recolectores, comedores de bellotas, afrones, ignorantes, y dystlémo-


nes, sufrientes; el mito de Prometeo, por su parte, no es el de la creación pro-
piamente dicha del hombre, sino el de la piadosa identificación del Titán,
reciente triunfador junto con Zeus en la lucha contra sus propios hermanos,
con los hombres brotados de la Tierra, incapaces de sobrevivir en la precaria
situación en la que se hallan. Un hueco radical en el mitologema es por qué
el Titán siente piedad de los hombres, un hueco que posteriormente determi-
nará la emergencia de la figura de Cristo. El hueco también aparece perfecta-
mente narrado en el mito de Deméter. Pero en ambos casos, ese hueco en el
fondo identifica una dimensión insuperable de la vida: la piedad ante los que
sufren.
Esta situación de la humanidad primitiva, supuesta en los dos mitos, no es
sino la de los gegeneis, los hombres nacidos de la tierra, de la naturaleza,
anafynai. Estos hombres nacen de la Tierra como de una madre, y se arrastran
al ver la luz como hormigas. Es la conocida tradición de la autoctoneidad,
«del nacimiento de los primeros antepasados de la tierra en su propia
región»16, origen en el que se cifra, siguiendo con palabras de Kerényi, «el
orgullo de los habitantes primitivos no inmigrados»17.
Resulta evidente que el intento de Kerényi por construir un mitologema
originario de esta visión matriarcalista de la Tierra, recogida en el Menexemo
(237d), en aquel pasaje que afirma que «no ha imitado en efecto la tierra a la
mujer en la gestación y en la génesis, sino la mujer a la tierra», fracasa de for-
ma radical cuando se le mira con los ojos de Blumenberg. En cierto modo, el
problema de Kerényi, hallar un mito originario, es un falso problema. El
momento de la humanidad primitiva y autóctona no es un mito originario, ni
un mito genuino, pues no es un mito completo. Es más bien un momento de
la elaboración del mito, un momento significativo interno al mito fundamen-
tal que explica la existencia presente del hombre como adaptación y síntesis
con lo ajeno. La situación originaria es parte del mito fundamental, pero
jamás puede autonomizarse respecto a él. Cuando, siguiendo estas huellas
ancestrales del mismo relato, Esquilo cuenta cómo los hombres autóctonos
vivían en grutas sin sol, habitando la tierra como las hormigas, enumera un
estadio anterior que sólo tiene significado por el estadio posterior que intro-
ducirá el Titán con su actuación. No es índice de un estrato anterior de repre-
sentaciones mitológicas, que Kerényi lucha por salvaguardar, y que serían
propias de un universo órfico. Es cierto que algunos versos del Himno a
Deméter muestran paralelismos con el poema órfico citado por Kerényi, y es
cierto que los dos señalan el mismo estado del hombre. También es cierto que
en Aristófanes, en Los Pájaros, resuenan los ecos de esta hipotética predica-

16 Ibídem, o.c., p. 25.


17 Ibídem, o.c., p. 25.
244 José L. Villacañas Berlanga

ción órfica, y contrapone los hombres que se arrastran como sombras a través
de los sueños, a las aves que vuelan. Pero se trata de situaciones y de vere-
dictos sobre los hombres dentro de un mito fundamental en tanto estructura
completa y germinal de sentido, no de mitológemas autónomos. Y queda por
saber si la descripción desgraciada de los hombres, propia de la tradición órfi-
ca, hace referencia a la situación de los seres autóctonos, o si se trata de otras
desgracias, como ahora veremos. Pues si dependiera no de la descripción del
origen, sino de algunos sucesos: no de la creación originaria, sino ya de la
recreación introducida por Prometeo mismo, no se daría la conexión que
Kerényi busca entre la predicación órfica y el mito originario.
Sin ninguna duda, se nos habla en todos estos mitos de un tema recurren-
te: frente al resto de los animales, el hombre es un ser desgraciado. La contra-
posición aquí con el mito judío del paraíso es radical. Pues en el Jardín los
animales son felices, pero también lo es el hombre. En el mito griego, por el
contrario, lo originario es el dolor. Por eso el mito griego no ha conocido la
nostalgia. Todo lo que el hombre dejaba atrás era el peligro insuperable de
muerte, la miseria del silencio inerte de los organismos entregados a la triste-
za y la frialdad de una noche sin fin. Lo originario para el mito griego es el
grito del dolor. En uno de los sarcófagos de Montfauçon, que incluye una
serie de tumbas romanas que van desde el siglo III al siglo II antes de Cristo,
se muestra una imagen que, para nosotros, los que conocemos la iconología
de la Biblia, tiene un especial valor, por sus paralelismos. La escena principal
la ocupa la fragua de Hefaistos, un dios muy vinculado a Prometeo. Unos
gigantes golpean el hierro sobre los yunques, mientras el fuego asciende entre
sus cuerpos. Pero al fondo, tímidos, entre expectantes y abandonados, en todo
caso retirados de la escena, casi sin espacio ni lugar, los hombres sin fuego
reinan en su desamparo. No muestran anhelo alguno. Las figuras inspiran una
resignación dolorida. Las piernas están juntas, y se presiente el frío de sus
cuerpos, tensos. Las manos, sin embargo, se cubren el sexo. Un árbol crece a
su lado, y ellos parecen no querer separarse de su cobijo, como si fuese la úni-
ca fuerza protectora de su vida. Sin embargo, están claramente desorientados;
uno mira a la tierra, sin esperanza. El otro, subido a una roca, parece separar
la hojas del árbol y buscar todavía lo que su compañero no confía en hallar.
Uno todavía parece esperar una gracia, el otro ya se abandona al desamparo.
Separados del motivo mítico de la fragua de Hefaistos, parecen Adán y Eva
tras la maldición. Su árbol bien podría ser el de la ciencia del bien y del mal.
Su frío es también moral, desde luego. Seres indefensos, cuidan sobre todo de
la reproducción de la vida, de cuya dificultad finalmente el mito nos habla.
Aquí la contraposición es radical; lo que en el mundo bíblico es consecuen-
cia de una acción originaria, la pérdida de la plenitud entregada por Dios
mediante la culpa y la desobediencia, en el mito griego constituye la situación
natural del hombre. El mito bíblico explica la caída y el dolor, mientras el
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 245

mito griego explica cómo se produce el milagro de la supervivencia. La espa-


da de fuego expulsa a unos, y la lengua de fuego de la fragua es la salvación
de los otros. En un mito, en el bíblico, la creación entera se degrada con la
culpa humana y deja la nostalgia y el recuerdo como la fuerza soberana de la
tierra; en el mito griego, sin embargo, la creación entera asiste impasible al
lamentable estado natural de este ser que parece destinado a morir en el ins-
tante mismo de nacer. De estos dos hombres del sarcófago romano una tenta-
ción está superada desde el principio; la de la autoafirmación. En el mito
judío, el recuerdo sólo aspira a proclamar una descendencia divina, a renovar
un testamento. Para los griegos, en el fondo de la memoria, más allá del don,
sólo resuenan los gritos.
4.— El fuego prometeico, Sileno y el hombre originario. Hay un mito
muy conocido en el que se destaca esta situación de felicidad animal frente a
desgracia humana, un mito que también inspira de forma permanente el mito
del arte de Platón. De hecho, una de las cimas de su ocupación del territorio
del mito será interpretar a Sócrates según ese mito, hacer de él un Sileno que
también promete uno de sus dones, la ciudad libre. El agrarismo de Sócrates,
la rusticidad general de su carácter, son rasgos silénicos, igual que su noticia
de la inmortalidad del alma será la respuesta a su más profundo saber. Pero
veamos de cerca cómo surge la figura de Sileno.
El mito de Sileno fue estudiado por Creuzer en la temprana flecha de 1806
y ahora ha sido editado en España por Félix Duque. Resulta evidente que Pro-
meteo y Sileno, como Deméter, son mitos fundamentales y estructuralmente
semejantes; explican la elevación del hombre a su verdadero estatuto actual,
a partir de una situación desgraciada18. Como ha mostrado Kerényi, por lo
demás, una estrecha vinculación se puede registrar entre Prometeo y los sáti-
ros, personajes que funcionan también dentro de la predicación órfica de Sile-
no. Hoy sabemos que una de las piezas de Eschilo sobre Prometeo, escrito en
tono satírico, hablaba de las relaciones entre el Titán y los sátiros, y Kerényi
ha recogido algunas muestras del arte en las que se narra este encuentro. Así,
en la cratera del Ashmolean Museum de Oxford, del siglo V antes de Cristo,
o en una copa de los Hamilton Vases. En todos ellos, los sátiros, danzando con
sus pasos alocados de baile, se acercan a Prometeo, que lleva su fuego en la
caña, y prenden sus varas, extasiados por el brillo de la llama. Una vez pren-
dida su vara, se alejan saludando al benefactor. Lo que se narra así es la exten-
sión del fuego entre los sátiros, otra forma de referirse al hombre originario19.
Por tanto, esta parte del mito habla también de su humanización completa.
Sileno no es un Dios, pero tampoco es un hombre. Un semidios, de trazas
humanas, pero de figura deforme que es, por decirlo así, el maestro de Dio-
nisos. Ser indiscutible de la Tierra, su saber es tan viejo y total como el espa-

18 Friedrich CREUZER, Sileno, idea y validez del simbolismo antiguo, 1991. Barcelona. p. 70.
246 José L. Villacañas Berlanga

cio materno. Para él también el hombre es un ser desgraciado. Pero, ¿se trata
aquí de la desgracia de los hombres autóctonos, que habitan en cuevas, que
no poseen fuego y que no saben cultivar la tierra? Sin ninguna duda, no. Lo
cual muestra que las unidades de sentido que describen al hombre desgracia-
do no son huellas de un mito originario, sino elementos significativos dentro
de mitos plurales cada uno de lo cuales puede ser para nosotros fundamental.
Elevando lo dicho a tesis general; el mito de Sileno juega en el contexto de la
desgracia humana, a la que intenta dotar de significado al menos en un frag-
mento de su presencia. Pero no existe para Sileno una desgracia humana ori-
ginaria, superable por los dones de Prometeo, sino una desgracia plural que
sirve de contexto para el mito que la neutraliza. No existe un único concepto
para la desgracia humana excepto en cada uno de los mitos fundamentales
que la narran, la explican y la superan. En todo caso, con la permanencia de
la desgracia humana, el mito mismo inició su movimiento y su trabajo, y en
este sentido se autotrasciende.
En todas las citas literarias que Creuzer persigue sobre el mito de Sileno
se habla de su sabiduría superior, hasta el punto de que Virgilio le otorga la
conciencia del origen de todas las cosas20. Píndaro, el momento fundamental
pre-platónico del mito, lo presenta de una manera muy precisa en un contex-
to de abundancia y riqueza de los hombres, de ordenación social estable, de
orgullo autóctono pero civilizado, desde luego. La contrafigura de Sileno es
el Rey Midas, famoso por su riqueza y su poder, un representante de la cul-
tura jupiterina que el propio mito de Prometeo instaura. Y sin embargo, Sile-
no se lamenta de la triste suerte de la humanidad, justo como el propio Titán
se lamentaba del triste destino de los hombres originarios, perdidos en las
grutas sin fuego. Resulta claro que los hombres del mito de Sileno no son los
hombres primitivos. Son los hombres del presente. Sileno sabe de Prometeo,
y sabe en qué se han convertido los hombres con el fuego que les entregó.
Sabemos que la saga de Prometeo percibió desde el principio que el don
del fuego no solamente reportaría dolor al Titán. El elemento de tragedia para
los hombres apunta ya en el mito de Prometeo, y al margen de la cólera de
Zeus, como se demuestra por los fragmentos que Kerényi ha documentado, en
los que Prometeo enseña a los sátiros a encender el fuego. Sospechando la fas-
cinación que el fuego producirá sobre los alocados sátiros, y cuya escena Plu-
tarco nos ha descrito en Moralia 86F, cuando el líder del grupo desea abrazar
el fuego y besarlo, Prometeo les avisa: «como la cabra, tú te lamentarás por tu
barba, te lamentarás». Así que el don del fuego no sólo produce la vida por
doquier. También lleva su aviso de daño y de daño para el usuario22.

19 KERÉNYI, Prometheus, Archetypal Image of human Existence, Bollingen Series, LXVi.


Pantheon Book, 1963, p. 69.
20 Bucólica, VI, versos pp. 31-42.
22 Cf. KERÉNYI, Prometheus, o.c., p. 1988.
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 247

Sin embargo, el mito de Sileno nos cuenta cómo los avisos de Prometeo
no son suficientemente prometeicos, ni luminosos. En cierto modo, Prometeo
es siempre Epimeteo, su hermano gemelo, índice de que todas las formas en
las que el hombre se transciende implican nuevas formas de dolor. Epimeteo,
casi una condena a la improvisación, y por tanto clave en la renovación del
dolor, es así el motor secreto del trabajo del mito, el déficit de saber que tam-
bién es la fuente de su reelaboración, como explicación de las nuevas y con-
tinuas desgracias humanas. Al proponer la ignorancia y la improvisación
como inseparable del uso de los dones que permiten a los hombres vivir, la
figura de Epimeteo nos muestra lo indomable de la condición humana recre-
ada. Por eso, la dimensión de Epimeteo nos abre al futuro de las continuas
metamorfosis que el mito prevé como futuro abierto y que ya prefigura de
otra manera la filosofía de la historia.
Estos indicios de tragedia para los hombres prometeicos se verifican ple-
namente en el mito de Sileno. Efectivamente, el viejo centauro se dirige a
Midas, figura post-prometeica, y le muestra su distancia de los beneficios de
la civilización.

«Miserable, insensato hijo de un día.


Con ese parloteo tuyo con que me encareces tus bienes.»23

Vemos así que Sileno en cierto modo desprecia al hombre ya prometeico


poseedor de una abundancia de bienes. ¿Por qué, si no, llama al hombre «Efí-
mero linaje de un demonio lleno de fatigas y del duro destino»? De lo que se
lamenta el semidios es de la condición humana en relación con los sufri-
mientos de la vida, sea cual sea su condición y su estado. Es la vida humana
como tal la que, de ser llevada a plena conciencia, sería radicalmente insufri-
ble. La vida humana sobre una tierra enteramente poblada, desde luego. El
mito de Sileno en Teopompo, por el que fue censurado, nos habla de la tierra
entera, no de los seres autóctonos. Nos habla de Europa, de Libia y de Asia.
Por tanto, Sileno es un mito reflexivo, que supone ya un largo camino de la
humanidad, levantado sobre la técnica, la civilización y la política.
Ahora los hombres, como totalidad, sólo podrían ser juzgados en esta
situación por una alteridad, pero ésta resulta tan radical que no puede propo-
ner vínculo alguno con los hombres sino la distancia, la retirada. Los hombres
sufrientes se convierten en intocables para otros seres. Por eso, Teopompo nos
dice algo que sabía Sileno; que los habitantes de la gran tierra de Mérope,
paralela a la de la Atlántica, decidieron viajar hasta las islas de los humanos.
Pero al llegar a los hiperbóreos y al enterarse de que éstos eran los más feli-
ces de entre los hombres, viendo su ya para ellos insufrible condición, vol-
vieron a su país de origen, llenos de desprecio por los hombres. No hay

23 CREUZER, o.c., p. 73.


248 José L. Villacañas Berlanga

transferencia de sabiduría, ni intervención posible de los habitantes de Mero-


pe. Sólo de nuevo con Platón, a quien han llegado noticias de las lejanas tie-
rras de la Atlántida, el mito fundamental se altera en mito de arte, al traer a
los habitantes de las cavernas la luz de la filosofía, en una ebriedad erótica
inoculada por el sileno Sócrates.
La ironía, el hacer preguntas como si no se supiera nada, y sobre todo
como si no se supiera la respuesta, brota de un profundo desprecio por los bie-
nes en los que el propio Midas cifra su valor. En ese desprecio de lo poseído
en el presente por el hombre se verifica lo esencial de la sabiduría de Sileno;
el hombre busca saber, pero no saber de sí. Busca poder, pero para esconder
la precariedad de su situación. Los dones entregados, de hecho, no han roza-
do sino la superficie de la vida. El mito de Sileno es más nuevo que el de Pro-
meteo, y recoge una forma nueva de salvación, que supone el cambio de
valoración del destino del hombre. El orgullo humano reside en una valora-
ción positiva de la existencia ya conquistada, en sepultar debajo de las cosas
poseídas la dimensión de su irrecusable desgracia. El saber que trae Sileno
invierte los valores al mostrar al hombre la completa suerte, el telos de su vida
entera. El orgullo prometeico de la civilización jupiterina tiene su fuente en la
ignorancia de lo que de verdad es el hombre, una ignorancia que reside en
haber olvidado el fundamento del propio mito y haber guardado sólo los
resultados beneficiosos. Sileno, al proponer la continua presencia de la muer-
te, verdadero telos, introduce la vanidad de todos los bienes de la civilización
otorgados por el Titán y hace regresar al hombre a lo que en el mito de Pro-
meteo era la situación originaria, de la que nunca acaba desprendiéndose.
Entonces el nuevo mito, al despreciar aquellos bienes, hace de nuevo la vida
insufrible y reactiva la potencia del relato, la forma de la nueva salvación.
Sileno paraliza la vida humana al dotarla con una radical autoconciencia de
su precariedad, que el fuego técnico no puede vencer. Esta es la nueva situa-
ción originaria, repetición de la primera, la misma pero diferente, ella también
sujeta a la metamorfosis.
Para evitar esta parálisis producida por la profunda autoconciencia del
dolor, el semidios, profundizando en los momentos que ya eran prehistoria
para Prometeo, muestra su vinculación a otro miembro de la casta de los tita-
nes, Dionisos. La autoconciencia de la muerte permite la continuidad de la
vida cuando viene dulcificada por la ligera embriaguez del vino, otro fuego
procedente no de Zeus, sino de la Tierra madre. Así, Sileno es liberador
(methy) en la medida en que es proveedor de la bebida (methymeno). Él pro-
duce una salud autoconsciente de la vida, compatible con la presencia de la
muerte. Por eso es jovial; porque hace ligera la muerte24. De esta forma, el
mito de Sileno cumple la misma función que el de Prometeo, pero de otra for-

24 CREUZER, o.c. p. 78.


Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 249

ma. Consciente de la muerte, pero el servicio de la vida, entrega otro don a


los hombres, pero ahora no mediante el robo, sino mediante el saber de la Tie-
rra, aunque sea un saber de aquella alteridad lejana que procede de la isla de
Mérope.
Curiosamente, cuando la vida recupera su salud, tras la benefacción libe-
radora de Sileno, cuando sumidos en la dulce ebriedad es posible imitar la
vida de sátiro, entonces se nos describe un cuadro que de nuevo revela el
mundo originario, aunque ahora radicalmente sublimado. No el mundo pre-
cario de los recolectores de bellotas, el mundo helado previo al encuentro con
el fuego. «En la acción de dejarse ir libremente recuerdan (los hombres) su
naturaleza silvestre», dice Creuzer, traspasado por la ideología romántica de
la nostalgia25. Lo que entonces disfruta Sileno, como los seguidores de Dio-
nisos, es una inocente alegría. Es dudoso, sin embargo, que esa alegría sea un
regreso. Es una nueva vida, desde luego, que ya no tiene que ocultar su impo-
tencia bajo la obsesión de amontonar bienes vanos, sino que es plenamente
consciente de ella, si bien con esa suavidad, nítida y lejana a un tiempo, de la
conciencia ebria. Interpretar esa nueva alegría como un regreso es algo ajeno
al mito; el hombre, dominado por esa noticia de la muerte propia como si fue-
se una muerte ajena, por primera vez se adapta a la tierra. Como un animal
por primera vez verdaderamente terreno, el hombre puede parecer feliz como
los animales y por eso parece que regresa a su origen. Nada más lejos de la
intención del mito, sin embargo; el hombre no vuelve, sino que se recrea. En
la barca de una copa de vino, no alcanza la ribera del río Leteo, no pierde la
conciencia ni reina sobre él la inconsciencia de los rumiantes; es hombre y
consciente, tiene memoria y domina el arco de su vida, y sin embargo, se des-
dobla y mira la propia muerte con una distancia que también es una acepta-
ción. No verlo así, ver en Sileno un regreso al paraíso, implica una lectura del
mito dominada por la nostalgia, y aquí reside la fuente última y común de los
mitos de arte bucólicos y pastoriles, la alabanza de la vida silvestre en liber-
tad y en sosiego. Pero es dudoso que ahí resida el sentido profundo del mito.
Cuando reconocemos la voz del sileno Marón, que dice a su compañero
entristecido: «No sé llorar, acepta una sonrisa como prueba de amor», no des-
cubrimos con ello la ideología de la nostalgia, sino la presencia de una ironía
dulce que no impide el brote genuino de los sentimientos. Con ello descubri-
mos un verdadero paraíso26, pero uno en el que nunca antes estuvimos, uno
que no clausura la tensión de dolor, pero que sin embargo no hace brotar las
lágrimas, sino la sonrisa. A diferencia del paraíso judío, aquí la muerte está
presente, si bien en la forma dulce y superada en la inocencia del vino. Sin
embargo, frente a todas las apariencias románticas, con el vino no se regresa

25 O.c. p. 78.
26 CREUZER, o.c. p. 80.
250 José L. Villacañas Berlanga

al origen silvestre del hombre, sino que se recrea la vida humana desde un
nuevo don. No se regresa, sino que se abre un futuro.
Que la solución que el mito encontrase para esa desgracia —el fuego, el
vino, los dones de la tierra— se interprete como una vuelta al origen, no indi-
ca sino la pérdida de sentido que domina la conciencia de una cultura que sólo
es capaz de ver ya en el futuro el progreso de las fuerzas de la civilización.
Creuzer concreta así la interpretación romántica, que no puede prescindir de
la nostalgia de la naturaleza. Dice: «Así tuvo que ser visto, cada vez con más
fuerza, este arcaico dios tracio de los bosques según los males que acompa-
ñan a las relaciones políticas, la coerción del Estado y la opresión de los sobe-
ranos, iban haciendo cada vez más nítido el contraste entre el modo de vida
así establecido y la libertad de la naturaleza de que se estaba privado y la pér-
dida y dorada edad infantil del mundo»27. Pero no es completamente cierto.
Sileno no habla de un mundo infantil dorado y perfecto. Habla de un estado
de los hombres despreciable e internamente terrible, un estado que no ha sido
clausurado ni rozado por Prometeo y sus bienes técnicos-políticos. Esto es:
refleja la inanidad de todos los bienes reportados por Prometeo, pero no con-
trapone un mundo paradisíaco al origen lamentable del hombre autóctono.
Sileno habla a los hijos de Prometeo. Les dice que, a pesar del fuego, siguen
siendo esas figuras entristecidas por la presencia de la muerte, desconsoladas
y desorientadas, que no saben ya hacia dónde mirar. Lo común a ambos mitos,
la frase que no puede ser clausurada por ninguno de ellos, las palabras que no
pueden ser retiradas de su relato, son aquellas que hacen deseable la muerte.
Son las palabras trágicas de Sileno, por las cuales lo mejor para el hombre es
no haber nacido, y si esto es inevitable, morir pronto. Son las palabras de Pro-
meteo: «Con amor de la muerte, del mal buscando el término».
5.— Cultura originaria y dolor. Cuando, guiados por la voluntad de des-
cubrir el elemento fundamental del sentido de estos mitos, reflexionamos
sobre ellos para dotar a nuestro mito de arte de la filosofía con un punto de
partida válido para figurar el presente, surge ante nosotros nítida la evidencia
de que la pregunta central no roza el problema de la salida del estado origi-
nario y feliz. Nunca lo hubo. El problema es, una vez más, que la desgracia
es originaria al hombre. La fuerza que pone en marcha el mito es la desgracia
del presente. La energía que le da credibilidad es la metamorfosis de la vida
que narra en su historia, y que al encarnarse en el que cuenta o escucha trans-
forma el dolor y hace que ya no domine enteramente el presente. Lo autócto-
no, lo originario, no emerge en el mito con pretensión alguna de legitimidad,
sino como el dolor que tiene que ser superado. No se especializa en una feli-
cidad cuya conciencia, de ser cierta, quedaría sumergida en la dicha. Antes
bien, sólo subraya la desgracia insufrible. La apertura hacia lo otro sólo pro-

27 O.c. p. 82.
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 251

cede del dolor que produce lo propio. Frente a todo lo que dice la cultura del
reconocimiento, el dolor no lo porta el otro, sino que ya está en mí, desde
siempre. Por eso el mito no sabe de autoafirmaciones; el otro no aparece
como el que puede contentar mi necesidad de identidad, sino como el que
puede librarme de ella.
Cuando reconocemos el juego de los mitos de Prometeo o de Sileno como
mitos fundamentales, reconocemos una estructura que nos reconcilia con la
tesis final de Kerényi; el mito nos habla de una segunda creación producida
por un nuevo don entregado por las divinidades menores, relacionadas con la
Madre Tierra. El saber de alguien que conoce los dones procedentes de otras
partes lejanas de la Tierra, introduce un acontecimiento que acaba transfor-
mando no sólo la conciencia de la vida humana, sino su propia realidad. Un
nuevo don altera la naturaleza del hombre. Pero este nuevo don siempre pro-
cede de una fuerza desbordante, inexplicable, excesiva, soberbia hasta en el
ejercicio de la piedad, propia de la sangre de los titanes o de los silenos, los
hijos más profundos de la Tierra. El nuevo don aumenta el poder de supervi-
vencia del hombre y reduce la omnipotencia de la realidad. Así, el hombre
alcanza nuevas armas para dotar de significatividad la existencia. En la inte-
rioridad del mito, al marcar un antes y un después, siempre se propone la
posibilidad de un hombre nuevo formado por las mezclas de lo autóctono y
lo lejano. Al propiciar esta estructura de antes y después, de vida desolada y
vida consolada, el mito se convierte en un elemento reflexivo que conforma
la propia conciencia del hombre y la teje en el trenzado de diagnosis y expec-
tativas, entre experiencia y esperanza. Así dota al hombre de la aguda con-
ciencia temporal que ya le prepara para asimilar la conciencia histórica, para
interpretar los estados de su propio avatar.
En esa doble creación del hombre, entre el dolor insufrible que es una
amenaza de muerte y la nueva dotación de cultura, descubrimos la estructura
formal de todo mito fundamental. En él siempre se nos propone la irrupción
de una realidad, de un don, que no pertenece a los hombres autóctonos, sino
que viene de lejos, de la isla de Lemnos, en Prometeo, o de las islas de Mero-
pe, en el mito de Sileno. Siempre las islas, en la periferia de lo conocido, se
dibujan como el umbral donde habita una felicidad que no le está dada a los
que nacen de la tierra. Los dioses salvadores, como Prometeo, con Hermes,
son heraldos, viajeros, cruzan territorios antes no mirados por la bondad, y se
sienten interpelados por el dolor incomparable de los hombres. De esta natu-
raleza era también el Jesucristo gnóstico.
En ese espacio reflexivo que vincula un dolor originario y el nuevo don
que lo supera, que teje el antes y el después de la doble creación, alcanzamos
esta condición transcendental del mito del arte de la filosofía: la posibilidad
de hacer preguntas nuevas que de forma nítida identifiquen un dolor presen-
te. En este sentido, propongo que la filosofía se deje llevar por la vieja intui-
252 José L. Villacañas Berlanga

ción del mito; en el origen, en lo autóctono está el dolor. Sólo desde esta mira-
da se puede encontrar lo necesario en el otro, pues sólo entonces se despierta
la sustancia humana más profunda del mito, la compasión ante el dolor genui-
no. Sólo entonces el otro se torna significativo. Si lo autóctono fuese la dicha
del paraíso, ¿qué función quedaría al otro? Mas si el dolor de lo propio es lo
originario en el relato, ya se está preparando la aceptación consciente y justi-
ficada del don que el otro porta.
El mito del arte de la filosofía debe, por todo ello, alterar el elenco de anti-
guas cuestiones, desde la angustia renovada del presente. El mito del arte, la
elaboración consciente del mito, brota inevitable de la misma estructura del
mito fundamental al que mantiene vivo por la fuerza permanente de la impo-
sibilidad de levantar contra el dolor otra cosa que un relato en el que los hom-
bres se mezclan. Ese mito de arte, acompañado de un aparato de explicación
conceptual apenas significativo de forma autónoma, sin la historia narrada en
el propio mito, es la filosofía. Por eso, en la medida en que mantenga una cla-
ra consciencia de su origen, la filosofía es mito de arte y mito de hombre.
Esta proposición, que nos sitúa en la inmediata proximidad de la voz de
Platón, se puede mostrar de una manera más precisa: la filosofía, en tanto se
sustancia en el mito de la ilustración, se ha autorrepresentado según la activi-
dad del dios del mito y ha dirigido sus estrategias hacia el dominio del fuego
y de la luz. Como el propio mito, la filosofía no dejó de avisar sobre las con-
secuencias trágicas de su propio regalo. Por eso, como portadora de la luz, no
puede separarse la filosofía del mito de la Caverna, mito del arte que trabaja
el mito de Prometeo; ni puede separarse de la ironía crítica, esa instancia que
recoge para siempre el mito de Sileno, ya para nosotros otra máscara de
Sócrates. La filosofía hereda desde este origen la administración de los mitos
fundamentales. No tiene otra cosa que esta herencia. Estos mitos son el deco-
rado en el que ella deja oír su voz. Por eso cuando se deseca el mito del arte,
cuando la literatura y el discurso filosófico pierde todo contacto con los mitos
fundamentales, la filosofía igualmente se queda muda. Si retiramos ese deco-
rado, ella apenas es una gasa transparente, veste de algún cuerpo bello que ya
hubiera huido.
6.— Mito de muerte y mito de vida o encuentro y desencuentro en el terre-
no del mito. La relación interna del mito con la filosofía reside en que sólo en
su síntesis se hace visible la experiencia de la vida. Esa visibilidad, cuando es
genuina, resulta arquetípica. A través de la visibilidad del arquetipo, nuestras
vidas fenoménicas quedan elaboradas. Kerényi ha expuesto esta tesis, en su
introducción al ensayo sobre Prometeo, para mediante ella identificar la rela-
ción entre el mito y la existencia humana. Al proponer este vocabulario28,
Kerényi se está aproximando a la estrategia de la filosofía transcendental de

28 Prometheus, o.c., p. XVIII.


Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 253

una manera inconsciente, pero rigurosa. También Kant entendió que sólo a
través del dibujo del entendimiento arquetípico se conquistaba la visibilidad
del entendimiento ectipo. Sólo mediante el reconocimiento de la forma de tra-
bajo del arquetipo se logra identificar la forma de trabajo derivada del ectipo,
de la existencia temporal y humana. Que el mito tenga autoridad sobre la exis-
tencia sólo puede justificarse desde el reconocimiento de la analogía que la
autoconciencia humana descubre al narrarlo. La autoridad, finalmente, puede
realizarse en el rito, pero también en el juicio. La evolución que va desde el
rito, como escenario en el que la vida escenifica el mito, hasta el juicio, como
reconocimiento libre de que se encarna en una existencia iluminada por él,
constituye el paso desde la interpretación social del mito a la hermenéutica
del hombre. Pero en ambas opciones, la existencia humana resulta iluminada
por él y la experiencia de los hombres elaborada.
La analogía que descubrimos en los dos mitos fundamentales que hemos
narrado identifica dos elementos sin los que no podríamos concebir la vida.
Ambos alcanzan funcionalidad porque superan un dolor que fue identificado
como originario. Ambos entregan dones que vienen de lejos y que los hom-
bres autóctonos no podrían atisbar. El estado originario no era el estado de
autosuficiencia, sino el de impotencia. Por eso se ponía una expectativa hacia
la alteridad. El dolor era su botella de náufrago hacia alguien que pasa de lar-
go y es detenido por la compasión. Tras ese encuentro se disparan las trage-
dias, desde luego, pero la vida se hace posible. La historia no es una comedia.
La vida no supera su estructura trágica, pero sigue siendo vida. El mito así es
consciente de la muerte, pero sirve a la vida.
No todo mito fundamental nos habla positivamente, ni todo mito de arte
de la filosofía puede elaborar sus materiales desde la analogía optimista. Hay
mitos que son conscientes de la muerte y sirven a la vida desde la desolación
que produce su historia. La analogía con la existencia nos habla entonces de
un camino que la vida no puede recorrer. De esta naturaleza es el mito de Eco
y Narciso, tal y como nos lo cuanta Ovidio. Mito fundamental del desen-
cuentro con el otro, este mito nos permite identificar dolores que hoy nos per-
tenecen como hombres autóctonos, como hombres inmediatos, como
hombres del presente. Pues la teatralidad del mito, que conserva como nin-
guno la huella del rito en el que se ha forjado, se prepara desde la imposibili-
dad de que Eco diga una palabra genuina y propia. Condenada a repetir las
últimas palabras de las frases de los otros, ni siquiera puede hacerse con el
discurso y el sentido de éstos. El discurso de Eco es doblemente dependiente
de la alteridad, no sólo porque tiene que repetir lo dicho por otros, sino sobre
todo porque ha de repetir sólo los «verva novissima» [Metamorfosis L. III, 36].
De esta forma, jamás puede entrar en un diálogo. Por mucho que escuche
enunciados con sentido, su intencionalidad no alcanza cumplimiento ni pue-
de expresar la totalidad de su sentido. Al pronunciar fragmentos, tampoco
254 José L. Villacañas Berlanga

puede comunicarse con sentido, y entonces sólo puede producir en el otro la


huida, la amenaza, la extrañeza, el grito. Eco, la voz dependiente, es también
por eso la no voz, la voz sin cuerpo, sin intencionalidad propia. Con las pala-
bras que la ocasión le presta, nunca puede construir un relato de su existen-
cia.
Dramáticamente, sin embargo, el desencuentro de este mito de muerte
está preparado con la figura de Narciso. Pues la misma Eco es capaz de sen-
tir amor por el joven, amor verdadero, pero no es capaz de expresar su dolor,
ni por lo tanto aproximarse a cumplir su deseo. La única actitud permitida es
la de esperar la oportunidad, atender, permanecer a la escucha, para que el flu-
jo de los sentimientos pueda caminar sobre las palabras prestadas. El destino,
sin embargo, parece permitir que entre Narciso y Eco tenga lugar un diálogo
mínimamente significativo, en la medida en que Eco se vuelca con todo su
deseo y Narciso, que todavía no ha visto a nadie, mantiene una expectativa de
apertura, de novedad. Más Narciso es incapaz de reconocimiento. Desde el
principio está caracterizado con una permanente soberbia, como hybris, que
ya se apuntaba desde el momento mismo de nacer y que ha determinado en él
una forma de existencia que el propio poeta considera nueva y enferma. En
efecto, Narciso encarna una maldición que se acredita en la novedad del furor,
de una extraña locura que le hace vagar sin que pueda amar a nadie.
Cuando Eco surge de la espesura del bosque y se presenta ante Narciso,
éste, inmediatamente disuelta la expectativa que por un momento sintió ante
lo desconocido, la repele. Al comprobar que la forma dependiente de su voz
no le permite la expresión precisa de sus sentimientos, ni darse a conocer en
lo que ella es, Eco regresa a la situación del hombre originario. El mito nos
dice que oculta su rostro en el ramaje y desde aquel momento vive en los
antros solitarios. El amor sin expresar, el alma sin lenguaje pleno, reina en
su interioridad y devora su cuerpo. Sólo un sonido vive en ella, dice el poe-
ta, pero ya no será un sonido articulado, como veremos. Y sin embargo, todo
el mundo la oye [L.III.400].
La imposibilidad de cumplir el deseo, siempre un encuentro con el otro,
que el lenguaje subsidiario de Eco ha determinado, revierte sobre el propio
Narciso como una maldición. El tampoco podrá conseguir el objeto de su
deseo. Pero no porque no sea capaz de reconocer a nadie, sino porque al úni-
co que puede reconocer y amar, a sí mismo, no puede ser objeto, ni es alcan-
zable. Con ello, la venganza en simétrica. Eco, la amante, ya es una voz sin
cuerpo. Narciso, que debe padecer simétricamente la venganza, víctima tam-
bién del desencuentro que él mismo ha provocado por su arrogancia, ha de
amar sólo una imagen sin cuerpo, por mucho que sea la suya. De sí mismo, a
pesar de toda su belleza, no podrá disfrutar. Por mucho que se ame, no ama
sino una esperanza sin cuerpo. Él como objeto no es nadie, sólo imágenes de
sí. Como sujeto, Narciso es todavía desconocimiento y arrogancia. Desde el
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 255

mismo momento en que el poeta dice que Narciso cree que es cuerpo lo que
es agua, ya sabemos que su elemento es finalmente la muerte. La experiencia
de Narciso, aquella en la que descubrimos una analogía con el presente de la
soberbia arrogante, es la parálisis. Antes de estar muerto, Narciso ya había
muerto. Mirándose en las aguas, ya es una estatua de mármol.
Narciso es muy consciente de su propio suplicio, en la medida en que
jamás puede consumar su amor. Pero su tormento se mantiene mientras igno-
ra que el joven que ve reflejado en las aguas es su propio ser. Naturalmente,
sabe que algo diabólico anda por medio. Comprende que un obstáculo para
consumar su amor tan mínimo como la delgadísima franja de agua pura sólo
puede resultar una barrera insuperable si y sólo si con ello se cumple alguna
maldición divina. El tormento es tanto mayor por cuanto la imagen reflejada
finge e imita en todo su aproximación amorosa, dejándole abandonado justo
en el momento en que el abrazo rompe el espejo de las aguas. Pero mientras
Narciso cree que persigue una alteridad, todavía puede vivir, pues no se sabe
condenado radicalmente a no encontrar jamas el objeto de su deseo. La mal-
dición de Tiresias juega aquí muy certera. Éste había profetizado que Narci-
so llegaría a la edad longeva «si se non noverit», si no llegaba a conocerse a
sí mismo. Esta profecía de Tiresias es también una maldición lanzada sobre
todas las culturas autorreferenciales. Mientras Narciso reconoce su imagen
como si fuera la imagen de una alteridad, puede seguir vivo su sufrir. Como
ya vimos, en todo caso se trata de un sufrimiento estéril, pero al menos en él
se mueve la vida y el deseo. Cuando, dominado por una revelación inmedia-
ta, en la culminación de la simetría con el martirio de Eco, su propia imagen
reflejada le habla con una palabra que sólo es silencio, Narciso exclama «iste
ego sum! sensi; nec me mea fallit image» [ese soy yo. Me doy cuenta, mi ima-
gen no me engaña] y se reconoce, la historia llega a su final. Tan pronto reco-
noce que el objeto de su deseo es él mismo, Narciso sabe que vive en el
imposible y que ya ha reproducido el destino de la humilde y balbuciente Eco.
Al no reconocerse recíprocamente, ambos han quedado sin palabra y sin vida.
En efecto, el motivo que recorre la vértebra del mito, organizando el
momento de la salvación de la vida, se nos descubre cuando se pronuncia la
frase que resume toda la sabiduría pesimista de la Antigüedad. La pronunció
Prometeo y la dijo Sileno: era preferible amar a la muerte para poner término
a los males de la vida. Narciso también la pronuncia: «nec mihi mors gravis,
est, posituro morte dolores» [III, 471; No es dura la muerte para mí, de los
dolores me libro con la muerte], pero la diferencia es que Prometeo vive y
Sileno enseña a los hombres a danzar sobre ella, a no dejarse hundir por su
peso consciente. Narciso, el que no sabe reconocer alteridad alguna, el que
con pesar descubre que lo que reconoció y amó finalmente era a sí mismo, no
tiene alteridad alguna que le libre de la desesperación. El martirio de Narci-
so, su imposibilidad interna, reside en no poder conjurar a la vez el deseo y la
256 José L. Villacañas Berlanga

conciencia de que ese deseo apunta a sí mismo. Esta clave condena a Narci-
so a la ilusión: sólo persigue su imagen mientras no sabe que es la suya, pero
tan pronto lo sepa no puede sino morir, incapaz de asumir aquella apertura a
lo ajeno en la que el mito de la vida encontraba su don y su remedio. Con ello,
la autoconciencia de amarse a sí mismo disuelve el amor y el deseo, lo sacia
definitivamente sin haberlo cumplido una sola vez. Narciso, prestando voz a
nuestro presente, habla de una manera lúcida; «Quod cupio, mecum est; ino-
pem me copia fecit» [III, 466: «lo que deseo, es mío, abundancia me hace
indigente»]. El dilema es: o deseo de tu misma imagen como alteridad iluso-
ria, o disolución del deseo. Pues nuestro presente necesita permanentemente
trasvestir las imágenes de nosotros mismos para mantener una alteridad fic-
cional, muy consciente de que la depresión más profunda nos inunda tan
pronto desvelamos la faz de lo que perseguimos y nos descubrimos a noso-
tros mismos.
El mito es consciente de la muerte pero sirve a la vida. Sirve a la vida no
sólo al proponernos un don que nos recrea, sino cuando nos muestra los cami-
nos por los que la vida es imposible. Esos caminos son, ante todo, los que
impiden el encuentro de alteridad en que consiste el drama de la vida. Una
bendición fue el momento en que Prometeo y los hombres autóctonos se
encuentran. Una bendición llevó a Sileno ante el rey Midas. De forma muy
evidente, la maldición guía los pasos de Eco y de Narciso y genera su desen-
cuentro. La maldición de muerte del mito también puede servir a la vida. Ni
los que por todo lenguaje repiten las novísimas palabras ajenas, ni los que por
su soberbia son incapaces de reconocer la belleza de otro, pueden vivir. Ni los
que sólo son eco de otro pueden expresar su exigencia de reconocimiento, ni
los que sólo tienen amor a sí dejan a los demás otro papel que convertirse en
su reflejo y eco. Ambos están condenados a no encontrar jamás el objeto de
amor. Su destino señala un límite de la vida. Eco, la que sólo podía imitar, al
final no puede sino prestar su voz al lamento de Narciso, pues el dolor es la
única intencionalidad que sobrevive, adecuada siempre a disponibilidades
expresivas. Sobre la tierra, sólo queda la flor que nos dice que la belleza de la
tierra es más inocente que la belleza de los hombres, pues las flores, inocen-
tes a su propia realidad, bellas sin saberlo, acogen sin dolor la corta vida de
un día. En el agua, símbolo de una realidad que siempre es muerte, en ese
agua de la laguna Estigia en la que Narciso se hunde, persigue por la eterni-
dad el brillo de su rostro, y a sí mismo inútilmente intenta abrazarse.
257

CUARTA PARTE
CONTROVERSIAS SOBRE EL
MULTICULTURALISMO
259

El Otro, el permanente excluido en los procedimientos


de justificación de Habermas y de Rawls

Margarita Cepeda

En la situación de este diálogo Rawls se encuentra de visita en la casa


campestre de Habermas, cerca al lago Starnberg, en la muy conservadora y
campesina Bavaria. Esta tarde esperan al Otro, quien el día anterior había lla-
mado, desbordante de gratitud entusiasta, al descubrir en una librería que
Habermas le incluía hasta en el título de su obra más reciente1. El feliz Otro
quiere que Habermas le escriba unas líneas personales de dedicatoria en su
ejemplar.
El Otro: ¡por fin estoy aquí! Me demoré en llegar porque me perdí varias
veces y había muchas vacas por el camino.
Habermas: ¡hola!, señor Otro, ¿cómo está Usted?
El Otro: feliz y radiante gracias a Usted!
Habermas: le agradezco que se haya tomado el trabajo de venir hasta aquí.
Yo siempre quise conocerle, pues en los escritos de mis detractores herme-
néuticos se habla mucho de Usted... ¿Y qué es ese paquetón que trae ahí? ¡No
se habrá puesto a comprarme regalos!
El Otro: oh, no, no se trata de regalos. Es que traje todos mis títulos y
diplomas, incluyendo el del jardín infantil.
Habermas y Rawls en coro sorprendido: ¿diplomas?
El Otro: sí, es que he oído decir que para participar en un diálogo eman-
cipatorio con Ustedes hay que cumplir con muchos requisitos. Dicen que ayu-
da mucho tener un doctorado en filosofía, ojalá de Frankfurt o de Harvard,
pero yo lamento en el alma que...

1 HABERMAS, 1996.
260 Margarita Cepeda

Habermas lo interrumpe y le dice: qué va, querido Otro, para dialogar


conmigo Usted no necesita diplomas, eso es pura calumnia!
Rawls agrega: ¡ni tampoco para participar en mi novedoso experimento
hipotético, porque aunque Usted no lo sepa mi especialidad son los velos de
ignorancia!
El Otro, con cara de desconcierto, le pregunta a Rawls: ¿cómo es eso?
Rawls le responde: verá, se trata de un grandioso y muy simple procedi-
miento que he inventado para poder someter a escrutinio a todos los princi-
pios de nuestra convivencia social. Sin duda alguna Usted estará de acuerdo
conmigo en que la elección de tales principios no puede estar sometida al
capricho de nuestros intereses particulares, pues de ser así jamás llegaríamos
a un acuerdo igualmente ventajoso para todos.
El Otro: ¡un momento, no entiendo ni jota hasta ahora! ¿Por qué habla
Usted de elección? ¿Acaso no vivimos ya siempre dentro de instituciones
sociales definidas por reglas?
Rawls: bueno, sí, pero fíjese Usted que cuando no todos podemos decir
que vivimos en una sociedad que hubiéramos elegido también voluntaria-
mente, nuestra sociedad es injusta. Y ésta es la reflexión que le sirve de base
a mi experimento hipotético, el cual no busca crear una nueva sociedad sino
juzgar las que ya existen. Así, por ejemplo, si nuestra sociedad se rige por
principios que todos pudiéramos haber elegido, entonces es justa.
Mientras el Otro intenta comprender, Rawls continúa: naturalmente seme-
jante acuerdo de todos en torno a principios requiere de condiciones justas,
sin las cuales terminaría primando el beneficio de unos en detrimento de los
intereses de los demás, con lo cual se anularía de entrada la posibilidad de la
elección voluntaria por parte de todos. Es por ello que, para excluir todo tipo
de favoritismos y de amenazas, mi experimento le exige que haga de cuenta
que se encuentra tapado por un «velo de ignorancia» que le impide conocer
su propia situación y su concepción de lo que es el bien, que le impide cono-
cer sus metas particulares, su condición social, la sociedad a la que pertenece
y, en fin, toda particularidad que lo diferencie de los demás. Lo que le pido,
en otras palabras, es que se olvide de todo lo que lo hace otro, señor Otro. Y
como a los otros tambien les he pedido lo mismo, todos dejamos de ser los
otros que somos y quedamos en pie de igualdad. Sólo así pueden garantizar-
se las condiciones justas sin las cuales no sería posible la elección voluntaria
de principios por parte de todos, o, lo que es lo mismo, el acuerdo en torno a
cuestiones de justicia.
El Otro, desconcertado: esto sí que es raro. ¡Yo que me había alegrado tan-
to de conocer al profesor Habermas y ahora a Usted! ¡Pensé que iba a ganar
claridad y mucha luz y ahora Usted me sale con un velo que todo lo tapa!
Rawls, un poco apenado: ¡discúlpeme! No era mi intención ofenderlo;
pero Usted tiene que entender que la justicia exige mi velo.
El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 261

Habermas al ver al Otro tan decepcionado, le hace a Rawls un reproche:


¡se lo dije! ¡Su experimento hipotético no lleva a ninguna parte! ¡Lo que se
necesita son diálogos reales!
El Otro, a quien le vuelve el alma al cuerpo, reacciona: ¡diálogo! ¿dijo
Usted diálogo?
Habermas le responde: sí, claro, Usted se va a sentir muchísimo más a
gusto en mi procedimiento dialógico.
¿Procedimiento? pregunta el otro volviendo a mostrar síntomas de angus-
tia.
Habermas le explica pacientemente: verá Usted, querido señor Otro. A
Rawls y a mí lo que nos interesa realmente es aclarar el punto de vista moral.
El Otro toma asiento y comenta frotándose las manos: eso está mejor.
¿Será que la moral de Ustedes es más libre de tapujos que las costumbres
mojigatas de la selva bávara?
Habermas, en tono condescendiente: ¡no, qué tapujos ni qué costumbres!
Si nos quedamos en esas seguiremos enredados en folclores locales y jamás
podremos ocuparnos de la universalidad propia de lo moral. A mí no me
matan ni las anécdotas etnográficas ni las narraciones hermenéuticas. A mí
me interesa la crítica, bueno, lo que yo llamo crítica.
El Otro anota con sorpresa: Y yo que creía que uno aprende oyendo con-
tar a los otros lo que hacen a su manera, y que uno se enriquece y se hace
maduro sabiendo de las muchas maneras que hay de pensar y de hacer las
cosas...
Habermas: sí, sí, eso todo es saber ético y pragmático, pero hay que supe-
rarlo para efectos teóricos.
¿A qué se refiere Usted?, pregunta el Otro.
Habermas le responde sonriendo magistralmente: al gran logro de mi pro-
puesta discursiva. Verá. Se trata de confrontarse argumentativamente con
otros en busca de un consenso en torno a reglas que puedan ser igualmente
aceptables para todos. A esto es a lo que llamo el punto de vista moral.
El Otro: ¿cómo? ¿Usted cree que lo moral se decide en una competencia
argumentativa, como dicen los políticos que pasa con todo?
Habermas: no, no exactamente... Digamos más bien que argumentando se
ponen a prueba las normas que damos normalmente por válidas. Esto además
es bien democrático, pues nadie está excluido de poner en juego sus propios
puntos de vista y de sustentarlos con buenas razones.
El Otro: es decir ¿que Usted no quiere que le cuente de las tradiciones de
mi gente, sino que aspira a que yo le convenza de nuestras costumbres, argu-
mentando en su favor?
Habermas: no, tampoco es de eso de lo que se trata... lo interesante del
proceso dialógico es que al final, dejando de lado todo contenido sustancial,
se llega a lo que es válido para todos.
262 Margarita Cepeda

El Otro: ¿y eso se alcanza argumentando?


Habermas asiente con la cabeza, y el Otro exclama: ¡esa es una manera
muy amañada de entender lo moral! ¡De veras cree Usted que se pueda dejar
algo tan sagrado en manos de la habilidad retórica de convencer a otro?
Habermas, con vehemencia: ¡claro que no! ¡En mi diálogo no cabe la retó-
rica ni ningún otro tipo de coacción truculenta! ¡Se trata justamente de un diá-
logo en donde se impone la fuerza del mejor argumento!
El Otro: ¡qué horror! Ahora entiendo por qué me dijeron que trajera diplo-
mas... la verdad es que yo no he tomado ningún curso de argumentación, y no
soy de los que encuentran rápidamente un argumento para defender sus pun-
tos de vista, lo que claramente me deja en situación de desventaja...
Habermas, enternecido: ¡vamos, buen Otro! Si se esfuerza un poco, estoy
seguro de que podrá dar buenas razones en favor de sus puntos de vista!
El Otro, indeciso: el problema es que yo no aspiraba a convencer a nadie
de nada... Mis costumbres yo las comparto con los de mi tierra, con los que
hemos crecido en ellas. Son algo de veras nuestro, de lo que estamos seguros
porque nos ha dado buenos resultados a través del tiempo. ¿Cómo podría uno
adoptarlas mediante un acto arbitrario de elección? Esas cosas no se cambian
como cualquier muda de ropa!
Habermas le interrumpe: Usted no me ha entendido. No se trata de elegir
un conjunto de costumbres suyas o mías, ni de nadie. El problema es que
tenemos que poder encontrar unas bases para la convivencia pacífica, sin que
yo le imponga a Usted mi propia concepción del bien ni Usted me imponga
la suya. Y precisamente mediante el proceso de justificación podemos acce-
der a aquello que es igualmente válido para todos, y no sólo para unos pocos.
Rawls lo invita a ponerse un velo, y yo lo invito a dialogar. En ambos casos
partimos de condiciones de igualdad y de libertad. Así que la escogencia es
suya, mi querido Otro.
El Otro: antes de que me explique lo de la libertad y la igualdad, ¿puedo
hacerle una pregunta?
¡Claro!, responde Habermas.
El Otro: ¿Usted, cree en Dios?
Por supuesto que no, responde Habermas. Hoy vivimos en sociedades
seculares.
Con cara de decepción, el Otro murmura: eso me temía... y continúa: en
mi pueblo sólo hay evangélicos o católicos.
Habermas, con ademán de resignada paciencia: bueno, sí, la cosa es que
vivimos en un mundo en donde todos tenemos diversas concepciones del bien.
Pero eso no quiere decir que la sociedad oficialmente tenga que ser atea, ¿o
sí?, replica el Otro.
Habermas se vuelve a armar de paciencia: lo que quiero decir es que el
acuerdo de todos ya no se puede alcanzar en torno al punto de vista de un Dios
El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 263

transcendente, y por lo tanto tenemos que reconstruir esa perspectiva dentro


del mundo.
El Otro: ¿Y cómo lo hace? Ah, ¿y qué es eso de reconstruir? En lo que he
leído de su libro Usted se la pasa reconstruyendo todo el tiempo.
Habermas: Reconstruir, mi querido amigo, es explicar algo en términos de
racionalidad. ¡De la racionalidad que he venido tratando de mostrarle! De
manera que la perspectiva transcendente de Dios se reconstruye con apoyo en
la voluntad y en la razón de los que participan en el diálogo.
¡Qué falta de modestia!, exclama el Otro escandalizado. Con que recons-
truir es sustituir a Diosito lindo!
Habermas tratando de calmarle: digamos más bien que se trata de un cam-
bio de perspectiva. El hombre sin Dios busca ahora otro piso común que sus-
tente la fuerza vinculante de normas y valores. La pregunta es si lo encuentra
en las libertades subjetivas o...
Indignado, el Otro le corta: ¡ahí lo tenemos! ¡Dios es sustituido por el
arbitrio del sujeto!
Habermas, a la defensiva: no se trata de una sustitución, sino de una nue-
va forma de justificación en la esfera pública, allí donde creyentes y no cre-
yentes tenemos que lograr un acuerdo. Y no se trata de mera arbitrariedad
subjetiva, pues es precisamente el diálogo intersubjetivo el que nos permite
acceder a lo compartido, es decir, a lo universal.
El Otro: yo pienso que lo compartido son las costumbres, las creencias
comunes, y no las conclusiones argumentativas. Además, según lo que Usted
dice, lo público se vuelve necesariamente secular. Es decir, se cambia una
visión de mundo por otra, lo cual no resuelve el conflicto entre ellas.
Habermas respira profundo mientras se pregunta por qué siempre le tocan
los tradicionalistas, y replica: ¡sí, pero la diferencia es que con la seculariza-
ción de la esfera pública sigue habiendo lugar tanto para todo lo religioso
como para todo lo no religioso! Mire, le propongo que sigamos adelante y ya
va a ver cómo nuestra alternativa es la única sensata en el mundo plural en
que vivimos.
El Otro, intrigado: está bien, explíqueme entonces por favor lo de la liber-
tad y la igualdad.
Cuando Habermas se dispone a hacer su exposición magistral, Rawls
interviene con la esperanza de convencer al Otro de la bondad de su experi-
mento hipotético.
Rawls: mire. En la cultura pública de sociedades democráticas desarro-
lladas está latente un ideal de ciudadano libre e igual. El ciudadano aspira
a iguales beneficios de la cooperación social en la cual participa activa-
mente. Él se considera libre de expresar sus pretensiones al cooperar con
otros, pero también libre de forjarse y seguir una determinada concepción
del bien, así como de revisarla y distanciarse de ella. Igualmente en tanto
264 Margarita Cepeda

es responsable, tanto de su concepción del bien como de sus pretensiones


de justicia, puede considerarse libre.
El Otro, con actitud de rechazo: ¡Uff! ¡Qué individualismo! ¡Aquí la vida
en común parece no servir sino como medio para satisfacer los propios inte-
reses! ¡No entiendo, además, cómo es eso de que uno sea libre frente a su pro-
pia concepción del bien!
Rawls le explica: uno no está indisolublemente ligado a sus creencias.
Hoy soy católico, mañana puedo convertirme en ateo o en judío.
El Otro: Usted sí que es optimista. Yo no creo que uno pueda deshacerse
tan fácilmente de sus creencias, los vínculos con ellas son mucho más pro-
fundos e importantes de lo que Usted se imagina.
Rawls: ¿está Usted negando la posibilidad de crítica desde el determinis-
mo intolerante?
El Otro: ¡Dios me perdone! ¡Claro que no! Pero me parece que al criticar
o criticarse uno nunca salta por encima de su propia sombra, porque siempre
queda un vasto transfondo fáctico más allá de los límites del esclarecimiento
de la razón.
Rawls: mire, my friend, desafortunadamente ahora no tenemos tiempo
para minucias, pero lo importante es que en realidad el ideal de ciudadano
libre e igual no abarca todo, es meramente político.
El Otro: ¿Cómo así?
Rawls: Usted puede creer que está casado para siempre con sus creencias,
y otro ciudadano puede creer que está libre de ellas. Lo importante es que el
Estado los ve a ambos de la misma manera. Al hablar de ciudadano, estamos
hablando del aspecto público de la persona. Al Estado le da igual que Usted
sea católico o ateo. De cualquier manera Usted seguirá sacando los mismos
beneficios de la cooperación social. Así se crean las condiciones para que
Usted pueda ejercer su autodeterminación, así ésta consista en renunciar a sí
misma. Lo que cuenta es que el Estado no sea confesional, no le obligue a
Usted a creer en aquello que no cree ni a seguir objetivos que no se haya tra-
zado Usted mismo.
El Otro: eso está bien, pero dígame ¿qué tiene que ver todo esto con la
propuesta que Usted me hizo al comienzo?
Rawls: precisamente en el experimento hipotético la libertad y la igual-
dad de los ciudadanos se expresan por medio del velo de ignorancia. Una
vez que las particularidades quedan excluidas, todos estamos en pie de
igualdad: nadie goza de ventajas en el procedimiento de decisión, nadie
amenaza a nadie, nadie puede ser sobornado. Además de ello, el velo expre-
sa las condiciones de libertad o independencia frente a la propia forma de
vida.
El Otro: ¡un momento! Usted sigue hablando de la independencia de uno
frente a uno mismo y ya le dije que yo no creo en esas ficciones liberales.
El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 265

¿Por qué no se vuelve más realista y acepta que más bien somos lo que somos
gracias a nuestras pertenencias?
Rawls: Yo no quisiera presuponer ni lo uno ni lo otro, pues esas son cues-
tiones ontológicas muy discutibles, que deberían relegarse al ámbito de las
convicciones personales. Lo que me interesa es que las personas puedan vivir
en comunidad independientemente de lo que piensen en torno a estos espino-
sos asuntos.
El Otro: sí, pero su experimento ya ha tomado partido, y por lo tanto no
es imparcial, sino que excluye de entrada a los que piensan de otra manera.
Rawls: ¿por qué lo dice, si al ponerse el velo de ignorancia se tapan todas
estas convicciones diferentes?
El Otro: ¡Usted sí que es optimista! ¿Cómo podría yo lograr semejante
hazaña? ¿Cómo puedo hacer de cuenta que no sea yo?
Rawls: es muy fácil, ¡sólo tiene que imaginárselo!
El Otro: ese es justamente el busilis: ¡que yo no puedo imaginármelo! Así
lo intente de buena fé jamás podré ponerme a mí mismo entre paréntesis.
Rawls, sorprendido: ¿habla Usted en serio? ¡Qué extraño! ¡Debe ser cosa
de nacionalidad pues lo que es a mí me parece tan fácil! Se trata sólo de una
hipótesis: ¡no puedo creer que haya alguien, por paramuno que sea, que no
pueda tomar un poco de distancia frente a sí mismo!
¡Un poco de distancia puede tomar cualquiera!, replica el Otro. Lo que
nadie puede hacer es suspender del todo el juicio en torno a aquello que cons-
tituye la propia identidad, pues siempre habrá elementos que se cuelen subrep-
ticiamente por entre el velo a la hora de intentarlo. Creer que uno pueda
liberarse de los propios presupuestos es estar más atado a ellos que nunca, pues
es no captar todo lo que sigue determinando el razonamiento. Y eso es lo que
le pasa a Usted, ¡pues me huelo que su experimento siga basándose en un ide-
al de autonomía mucho más abarcante y discutible que el meramente político!
Usted asume de entrada que somos libres frente a nosotros mismos hasta el
punto de lograr ponernos el velo sin ninguna dificultad y sin peligro de infil-
traciones, y esa convicción es la primera que traspasa el supuesto velo impar-
cial. ¡Ah! y a propósito, yo en realidad tampoco me concibo primariamente
como ciudadano libre e igual. Me veo más bien ante todo como parte de mi
gente. ¡Es que sin mis pertenencias yo no sería nada!
Rawls, sin captar la gravedad del problema, responde sólo a la última
observación: para eso sí tenemos que esperar a la ampliación del pacto que yo
propongo al hablar de la justicia entre naciones, pues es claro que no en todos
los países hay una cultura política liberal.
El Otro: ¿Y por qué relegar el problema al plano internacional? Estoy
seguro de que en el interior de cada sociedad democrática hay muchos que se
ven a sí mismos como yo me veo: como miembros de una nación, como per-
tenecientes a una cultura, o, más bien, al entrecruzamiento peculiar de algu-
266 Margarita Cepeda

nas de ellas, personas con un oficio o profesión compartidos y con fidelida-


des a asociaciones diversas, etc. La pertenencia de la que estoy hablando nos
remite a una pluralidad de comunidades en continua transformación2. Pero
Usted parece estar identificando una cierta comunidad política con una única
tradición cultural que es liberal, lo cual es homogenizante y excluyente... ¡y
sorprendente tratándose de alguien que se jacta de dar cuenta de la rica plu-
ralidad típica de las democracias!
Rawls intenta defenderse, pero Habermas interviene para llamarlo al
orden una vez más: ¡yo le advertí que había algo equivocado en su aparente
contextualismo! Eso de partir de ideales de una cierta cultura política no per-
mite dar cuenta de lo universal, del punto de vista moral como tal. Mi pro-
puesta sí que le hace justicia a los presupuestos de la comunicación humana.
El Otro: eso suena interesante. ¿Y cómo es eso de la universalidad?
Pero antes de que Habermas responda, el Otro nota el enfado de Rawls y
trata de arreglar la situación dirigiéndose a Rawls en tono amigable: discúl-
peme si fui muy agresivo. Yo le agradezco su amable invitación, pero supon-
go que habrá entendido que, pese a su buena fe, en su experimento no hay
lugar para mí.
Rawls: ¡pero no descalifique mi teoría sin haber examinado sus resulta-
dos, que son los únicos aceptables para regir una sociedad plural!
Habermas interviene: el punto débil está en su procedimiento, que evita de
entrada las diferencias. ¡Las diferencias hay que confrontarlas!
Más grave me parece a mí que la imposibilidad práctica de tapar todos los
puntos de vista lleve a la exclusión de puntos de vista distintos a los presu-
puestos. Pero bueno, ¿cómo es eso de la universalidad? Dice el Otro diri-
giéndose a Habermas.
Habermas: ¿recuerda Usted que yo había definido el punto de vista moral
como el punto de vista del acuerdo de todos?
El Otro: sí.
Habermas: Pues bien, este punto de vista, el de la imparcialidad, está
expresado en el principio D según el cual son válidas aquellas normas de
acción con las cuales podrían estar de acuerdo todos los posibles afectados en
tanto participantes en discursos racionales. Como Usted ve, reemplazamos la
referencia a contenidos particulares y en conflicto, por la referencia a la forma
misma de la praxis argumentativa. El principio D exige ciertas condiciones que
las normas válidas deben satisfacer para ser justificadas. Para el caso concreto
de las normas morales, D exige además la universalidad irrestricta, pues los
afectados somos todos y no sólo los miembros de un determinado grupo. De
allí que D se especifique con la regla de argumentación U según la cual...

2 En los últimos años son los filósofos comunitaristas quienes han insistido en la noción
de pertenencia, insistencia que ha sido malentendida por sus opositores como acrítica y antiplu-
ralista. Este trabajo intenta dejar en evidencia este malentendido.
El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 267

El Otro, interrumpiéndolo: ¡no más abreviaturas, por caridad! No es nece-


sario entrar en más detalles, ya entendí la idea, sólo que eso de la universali-
dad me suena sospechosamente a filosofía occidental.
Habermas: fíjese que no, pues la aclaración del punto de vista moral pue-
de hacerse plausible mostrando cómo se deriva de aquello que hacemos cuan-
do entramos en una práctica argumentativa, y yo estoy seguro de que se trata
de una práctica extendida en todas las culturas y sociedades, así no siempre
haya sido institucionalizada como lo está en el estado democrático de derecho.
Yo no estaría tan seguro, replica el otro. Es claro que todos pertenecemos
a comunidades de lenguaje, pero hablar es una cosa y argumentar es otra.
Habermas aclara: sí, pero para resolver conflictos racionalmente no hay
un equivalente a la argumentación.
El Otro: sin embargo la resolución de conflictos no puede reducirse al
mero argumentar. Por ejemplo, ayuda comprender el transfondo de la argu-
mentación de alguien, y también la propia capacidad de convencimiento jue-
ga un papel decisivo, así como la capacidad del otro de ponerse en mi lugar,
y viceversa.
Habermas, con gran seguridad: sí, lo sé. ¡Pero no se me adelante! ¡Es cla-
ro que la solidaridad es la otra cara de la justicia! Lo que no admito aquí es la
persuasión, que es en todas sus formas coerción.
El Otro, sorprendido: ¿cómo así?
Habermas explica: si se fija bien, la práctica argumentativa como tal tie-
ne presupuestos ineludibles. Si Usted entra a argumentar con alguien, es por-
que Usted supone que es la fuerza sin coacción del mejor argumento la que
deba decidir el conflicto, y no la amenaza, o el soborno, pues en ese caso la
argumentación misma sería superflua. ¡Admítalo! ¡Hay formas violentas de
resolver conflictos y hay una forma racional!
El Otro, sin convencerse del todo: a mí me sigue pareciendo que hay
mucha violencia en el mero argumentar, y no entiendo cómo pueda desligar
al argumentar de la retórica.
Habermas replica: sin duda en los diálogos reales hay persuasión y otros
muchos factores indeseables, pero lo que estamos buscando aquí es la forma
argumentativa como tal, el ideal de la comunicación. Además de la no coac-
ción, cuando Usted entra en una práctica argumentativa tiene la intención de
defender sus propias pretensiones apoyándolas en razones que los demás pue-
dan aceptar, y viceversa, de manera que todos estén orientados hacia la meta
del acuerdo. Esto supone, claro está, que ni Usted ni los otros estén excluidos
del diálogo, y que además todos tengan el mismo chance de ser escuchados.
Tambien supone que Usted crea en lo que dice, y que, a su vez, los otros tam-
bién sean sinceros.
El Otro, con un tono ligeramente irónico: ¡nunca había pensado que hablar
fuera tan difícil!
268 Margarita Cepeda

Habermas, sin advertir la ironía: por supuesto que en los diálogos reales
nunca se cumplen cabalmente estas condiciones, aunque cualquiera que entre
a un diálogo las acepta de antemano, las presupone.
El Otro: ¡pero... Habermas lo interrumpe, triunfante: ni intente discutirlas,
porque incurre en contradicción performativa! ¡Entienda que al discutirlas ya
las da por aceptadas!
El Otro: ¿qué vicio o enfermedad es ese de la contradicción performativa?
Habermas: en verdad es algo horrible. Es desmentir con los actos los prin-
cipios declarados de ellos.
El Otro: pues a mí me parece más bien que es horriblemente contradicto-
rio lo del diálogo racional, al menos tal como Usted lo concibe3.
Habermas: ¿por qué lo dice?
El Otro: si he entendido bien, Usted está proponiendo un procedimiento
racional que garantice resultados racionales.
Habermas asiente y el Otro continúa: es decir, Usted está proponiendo un
procedimiento libre de todos aquellos condicionantes que puedan interferir
con la racionalidad del resultado. Vistas así las cosas, al vencer la fuerza del
mejor argumento es la razón misma la que triunfa.
Habermas: podría decirse que sí.
El Otro replica: ¡pero la Razón con mayúscula! desligada de toda condi-
ción real, de toda determinación. Y hablar en nombre de tal razón resulta con-
tradictorio, pues razonable es, como lo enseña la experiencia, reconocer los
propios condicionamientos.
Habermas: Usted no ha entendido que lo que nos interesa es el elemento
normativo del lenguaje, puesto que la moralidad es normativa.
El Otro: y Usted no ha entendido que el aspecto de la condicionalidad tie-
ne consecuencias relevantes para el actuar.
Habermas, como siempre sospechando de determinismos recalcitrantes:
¿acaso Usted quiere renunciar a la libertad? ¿Qué podría tener de normativa-
mente relevante la condicionalidad? ¿Está Usted retrocediendo a la validez
incuestionada de la autoridad y de la tradición, y renunciando con ello a la
fuerza emancipatoria de la crítica?
El Otro: ¡de ninguna manera! ¡Lo que pasa es que su emancipación se
quedó en las peleas que damos en la pubertad, en la negación de todo víncu-
lo! Y esa pubertad emancipatoria necesita madurar, alcanzar la sabiduría del
experimentado.
Habermas: ¡esto sí era lo único que me faltaba! ¡Que me tilden de impúber!
El Otro: no me lo tome a mal, pero es que el que tiene experiencia sabe de
límites, y es en esa conciencia de lo que no se sabe en donde se alberga la

3 Las críticas que el Otro esgrime a continuación han sido inspiradas en la hermenéutica
de Gadamer.
El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 269

capacidad crítica, a cuyo potencial emancipador no pretendo renunciar. Lo


que pasa es que la libertad no puede significar ausencia de coacción, de deter-
minaciones. Esa es una idea de filósofos. La libertad sólo es posible desde los
propios condicionamientos, está siempre determinada. Un diálogo, por ejem-
plo, por más libre que sea, está siempre limitado por lo no dicho, por aquel
transfondo que siempre se presupone y que permanece incuestionado. Por eso
el diálogo está siempre abierto a malentendidos. Así que la transparencia del
diálogo es otra ficción.
Habermas intenta protestar, pero el Otro le pide que lo deje terminar y con-
tinúa: y no sólo las nociones de libertad y de racionalidad son discutibles.
Tambien su noción de igualdad está culturalmente condicionada. Para Usted
igualdad es inseparable de simetría, del igual chance en la participación. Con
ello está demasiado centrado en el derecho de defensa argumentativa por par-
te de los participantes, pero en mi opinión sólo se hace justicia a la igualdad
cuando se escucha al otro.
Habermas empieza a impacientarse: ¡pero si a eso me refiero! Cuando
Usted argumenta, supone que será escuchado!
El Otro: sí, pero yo me refiero a ser escuchado más allá de los argumen-
tos, a una igualdad que rebasa toda argumentación y toda simetría.
Habermas, sacudiendo la cabeza: ¡ahora sí no entiendo nada!
El Otro: discúlpeme, yo sé que me estoy alejando del tema. Pero es que
cuando Usted entra a un diálogo asume que el otro lo escucha y también asu-
me que escuchará al otro, ¿no es verdad?
Habermas, desesperado: ¡eso es lo que he tratado de decir todo el tiempo!
El Otro: pues bien, esto tiene que ver con la razón de ser misma del diá-
logo, es decir, con el hecho de que Usted sepa de la limitación de sus propios
puntos de vista y esté dispuesto a que el otro tenga un atisbo mejor. Y esto nos
remite al carácter abierto de todo diálogo, que está ligado a su condicionali-
dad.
Habermas: ¿Y en qué afecta esto a mi propuesta?
El Otro: Pues... ¿qué tal si en lugar de definir lo moral como lo imparcial
lo definiéramos como la conciencia de la propia parcialidad? ¿Qué tal si la
apertura misma pasa a ocupar el lugar de la certeza metódica que el procedi-
miento busca asegurar?
A Habermas le causa risa semejante propuesta, así que para disimular se
para, trata de pensar en otra cosa, y se le ocurre invitarlos a tomarse un café
en el jardín. Mientras se toman el café, la conversación se relaja y después de
un rato los filósofos se burlan del atrevimiento del Otro. Rawls y Habermas
no paran de reírse. Aún riéndose, Rawls comenta: ¡Qué propuesta tan desca-
bellada! ¡No entiendo por qué quiere renunciar al procedimiento justificato-
rio! Y Habermas agrega: ¡Imagínese Usted el caos en el que tendríamos que
vivir sin la posibilidad de juzgar acciones y normas del actuar!
270 Margarita Cepeda

El Otro le replica: ¡yo no estoy renunciando a la posibilidad de juzgar,


sino a la infalibilidad del juicio que Ustedes han querido restaurar procedi-
mentalmente una vez que se ha perdido la certeza de la palabra divina! Y diri-
giéndose a Habermas, continúa: lo fascinante del diálogo es el encuentro con
lo otro, con aquello que limita el alcance de la propia posición. Pero la idea
misma de hacer del diálogo un ejercicio justificatorio me parece contradicto-
ria, pues, como he tratado de sugerirle, el diálogo tiene un carácter siempre
abierto e inconcluso. ¡Imagínese lo peligroso que resultaría el éxito de su pro-
cedimiento! ¿Es que no se da cuenta de que entonces tendríamos normas jus-
tificadas racionalmente, de una vez por todas?4.
Rawls, que se siente aludido, responde: ¡Pues de eso se trata!
El Otro: ¡es que ahí radica el peligro! ¡En creer que la razón está de parte
de uno! ¿Quién tendría entonces derecho a protestar? ¡Contra la Razón sólo
protestan los irrazonables! Y mirando a Habermas, agrega: una vez que se
encuentra la justificación el diálogo se cierra sobre sí mismo.
Habermas: no, de ninguna manera, porque la norma justificada queda
siempre abierta a nuevos puntos de vista.
El Otro: ¿cómo así que abierta? ¿Acaso la argumentación moral no inclu-
ye ya el punto de vista de todos?
Habermas: sí, pero las circunstancias cambian, y además los diálogos rea-
les están siempre sujetos a contingencias.
El Otro: ¡así mismito es! ¡Entonces no se ha ganado absolutamente nada
con el procedimiento de justificación!
Habermas: ¿le parece poco la posibilidad de discutir aquello que normal-
mente permanece incuestionado?
El Otro: es que para discutirlo basta un diálogo real, bien distinto de su
lenguaje justificatorio, que es de por sí excluyente.
Habermas: ¿cómo se atreve Usted a decir eso, siendo así que mi justifica-
ción busca precisamente la apertura de la comunicación social a aquellos que
hasta ahora han sido excluidos del juego del lenguaje?5.
El Otro, retándolo: ¡ah!, ¿sí? y ¿cómo?
Habermas: ¡pues dándole a todos igual oportunidad de articulación de sus
intereses y necesidades! Mire, yo entiendo que a Usted no le guste la pro-
puesta de Rawls, que, al igual que la de Kant, despierta la apariencia equivo-
cada de que cada sujeto pueda solucionar sólo el conflicto moral. ¡Al fin y al

4 Es necesario aclarar que en realidad el Otro está atacando justificaciones apoyadas en una
noción «fuerte» de razón, lo que no desvirtúa de ninguna manera una noción más «débil» de jus-
tificación como el esgrimir razones e indagar en torno a las razones de otros, razones que, en su
origen contingente nunca pueden conducir a acuerdos definitivos, e incluso no necesariamente
zanjan desacuerdos, aunque sí amplían el ámbito de visión de quienes dialogan y posibilitan la
autocrítica.
5 A partir de este momento me apoyo en Axel HONNETH, 1994 y me confronto con su
defensa de Habermas.
El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 271

cabo basta con uno siguiendo el razonamiento! Pero la ventaja de mi pro-


puesta es que disipa toda sospecha monológica y da cuenta de la intersubjeti-
vidad.
Rawls no tiene tiempo de reaccionar, cuando el otro toma la palabra:
El Otro: pues a mí me parece que ese procedimiento está excluyendo a
muchos.
Habermas: eso depende de la gente. Si Usted no es capaz de tener en cuen-
ta las pretensiones de los otros y pasa por encima de ellas en defensa de sus
propios intereses, entonces Usted mismo se excluye del diálogo, pero el diá-
logo no lo excluye a Usted.
El Otro: yo creo que la universalidad misma arrasa lo particular.
Habermas: de ninguna manera, pues lo universal es expresión de los inte-
reses de todos.
El Otro: pero, ¿y si uno no tiene la pretensión de hacer valer su norma uni-
versalmente?
¡Eso es absurdo!, replica Habermas. ¡La moral no es un asunto privado!
El Otro contraataca: pero eso no quiere decir que tenga que incluir a toda
la humanidad! ¡Así que si uno no cree en la universalidad, está excluido del
diálogo!
Habermas, siguiéndole la corriente: dígame una cosa, ¿eso le causa indig-
nación?
El Otro: ¡claro que me indigna!
Habermas continúa en plan de psiquiatra: cuénteme una cosa, ¿qué le
indigna?
Otro: ¡me indigna que voces sean acalladas, que haya gente que no sea
escuchada!
Es decir, le indigna que no todos tengan igual chance de participar, con-
cluye Habermas triunfante. ¡Así que ha caído en la trampa! Su indignación
presupone precisamente el punto de vista moral del cual mi procedimiento
intenta dar cuenta. ¡Entienda que Usted no puede renunciar al principio uni-
versal del trato igual!
El silencio reina de repente. El Otro se queda pensando por un momento
con la cabeza a dos manos. Minutos después sus ojos se iluminan y exclama:
Está bien, admito que tengo que presuponer el principio del igual trato.
Pero el principio que yo presupongo no es igual al suyo.
¿Está Usted negando que sea el núcleo de mi ética discursiva?, pregunta
Habermas.
El Otro: no, no lo niego; pienso más bien que el principio es el mismo y
no es el mismo.
¿Y Usted espera que yo me tome en serio semejante contradicción?, pre-
gunta Habermas escandalizado. El Otro, no obstante, responde tranquilamen-
te: sí, verá, es que el principio es universal, pero es al mismo tiempo
272 Margarita Cepeda

particular. Como diría Hegel, su vida consiste en sus concreciones particula-


res.
Habermas lo admite: sí, claro, pero el núcleo normativo de mi propuesta
discursiva es la universalidad del principio. Lo moral consiste justamente en
esa forma pura de la validez universal.
El Otro: ¡ahí está precisamente el problema! ¿Cómo puede Usted estar
seguro de tener el monopolio de la pura forma de lo moral, siendo así que la
forma no es separable del contenido, ni identificable por sí misma? Por eso es
moralmente más saludable renunciar a esa ficción y aceptar la particularidad
de la propia versión de lo que es el igual trato, así uno puede abrirse a otras
versiones y relativizar la propia.
Habermas se queja de semejante relativismo, a su juicio peligrosamente
anárquico, a lo cual el Otro reacciona diciendo: ¡no sé porqué Usted traza
siempre una diferencia tajante entre anarquía y procedimiento!
Habermas le explica: es que la apertura que Usted tanto defiende no pue-
de tener sentido sino dentro de un procedimiento cognitivo, de lo contrario
nos quedaríamos en el mero intercambio de particularismos.
El Otro replica, exaltado: ¡su pretensión cognitiva es una pretensión de
dominio! El motor de su procedimiento es el argumentar por argumentar, su
meta es la universalidad. Pero a ese procedimiento yo le opongo una actitud
sensible a lo particular. Así, por ejemplo, a la fuerza del mejor argumento se
debería oponer la fuerza moral del saber escuchar.
Habermas no resiste más: ¡esto ya parece un disco rayado! ¡Ya le he dicho
que en mi procedimiento todos tienen igual oportunidad de ser escuchados!
El Otro, en plan de filósofo analítico: ¿qué entiende usted por escuchar?
Habermas responde: escuchar es oir las razones que otro da en defensa de
su posición.
El Otro, a quien no le satisface la respuesta, comenta: pues para mí escu-
char es ponerse en el lugar del otro, llegar a comprenderlo.
Habermas menciona lo que Mead llamó la adopción ideal de papeles, pero
el Otro no tiene ni idea de qué quiere decir eso.
Habermas le aclara: según esta idea, sólo se logra un acuerdo comunica-
tivo cuando los sujetos pueden asumir mutuamente el papel del otro. Natu-
ralmente a esto puede dársele un matiz cognitivo y uno afectivo.
Yo le daría un matiz afectivo, se apresura a añadir el Otro. Pero evidente-
mente Usted lo interpretará cognitivamente.
Habermas asiente: ¡por supuesto! De lo contrario estaríamos sacrificando
el carácter argumentativo del diálogo que debe caracterizar a los discursos
morales, en los cuales debe poder examinarse racionalmente la universalidad
de la norma.
El Otro: pues yo pienso que sin la capacidad afectiva nada de esto tiene
sentido.
El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 273

Habermas advierte del peligro de caer en el particularismo de los afectos


y de que el discurso se vuelva dependiente de la empatía y de los vínculos
sentimentales del momento, perdiendo su función de búsqueda cooperativa de
la verdad apoyada en razones.
El Otro insiste en que en el diálogo de Habermas no hay espacio para que
quienes dialogan sean tomados en serio. Al fin y al cabo las pretensiones par-
ticulares sólo pueden sopesarse a la luz del transfondo del cual ellas surgen.
Pero para ello se necesita ir más allá de la argumentación y pasar, por ejem-
plo, a las narraciones.
Habermas lo admite a regañadientes, aunque añade que eso no puede sig-
nificar de ninguna manera la renuncia a la meta del acuerdo mediado por
razones.
El Otro protesta: ¡pero la idea universalista del trato igual es más que el
simple derecho a argumentar!
Habermas intenta calmarlo: mire, Usted tiene razón. La solidaridad y la
justicia son dos caras de una misma moneda. En cada discurso, los partici-
pantes deben reconocerse no sólo como personas con iguales derechos, sino
al mismo tiempo como individuos únicos. Pero esto no puede implicar un
envolvimiento afectivo que socavaría inmediatamente la justicia. ¡Imagínese
Usted lo que pasaría si dejáramos intervenir sentimientos de simpatía, de
admiración, y en fin, todo tipo de posibles asimetrías!
Entiendo, dice el Otro bajando el tono. Usted teme que los afectos se des-
boquen, por así decirlo. Seguramente quiera ponerles un dique.
Habermas, asintiendo: y ese dique, mi querido amigo, es el de la solidari-
dad, para mí el anverso de la justicia. Yo me alegro de que por fin me entien-
da. Vea Usted: La solidaridad surge de la experiencia de que uno tiene que
preocuparse por el otro que comparte la propia forma de vida, si es que quie-
re proteger la integridad de esa comunidad que los hermana. En este sentido
la solidaridad no está libre de particularismo. Sin embargo, este particularis-
mo se va superando en el transcurso del diálogo. Los límites de la solidaridad
se van ampliando con la argumentación tendiente a encontrar aquello que es
bueno para todos por igual, y no solamente para un cierto grupo. Pero el tra-
to igual es entre diferentes, y ese otro aspecto no se puede descuidar en nom-
bre de la universalidad. Puesto que los individuos dignos de igual respeto han
sido socializados de maneras diferentes, la moral universalista tiene al mismo
tiempo que poder ser sensible a diferencias, incluir al otro en su otredad. De
acuerdo con esto, la validez de una norma moral consiste en que pueda ser
aceptada por todos desde la perspectiva de cada uno.
Rawls interviene entusiasmado: ¡lo mismo que sucede con el consenso
traslapado!
Pero el Otro no lo escucha, por estar pensando en la definición de solida-
ridad de Habermas, y después de un momento vuelve al ataque, dirigiéndose
274 Margarita Cepeda

a Habermas: para Usted la solidaridad parece ser una cuestión de cálculo, de


tal manera que uno se solidarice con el otro para protegerse a sí mismo al pro-
teger la comunidad que los hermana. Seguramente esta forma de solidaridad,
empobrecida por el elemento calculador, se dará cada vez más frecuentemen-
te en sociedades cada vez más individualistas, pero eso no quiere decir que el
cálculo sea el elemento definitorio de la solidaridad.
Habermas pregunta: ¿y cómo la definiría Usted?
El Otro contesta: yo pienso que el sentimiento de solidaridad es desperta-
do por una cierta identificación con el otro, presupone una cierta comunión
con él. Por eso la solidaridad es más fuerte cuando los vínculos entre la gen-
te son más estrechos, ya que entonces hay tambien más cosas en común. Pero
no veo por qué tengamos que emprender toda una tarea argumentativa para
extender ese sentimiento de solidaridad hasta que abarque a toda la comuni-
dad de comunicación.
¿Y cómo solucionamos entonces el problema de las solidaridades que ter-
minan por ser excluyentes? pregunta Habermas.
El Otro continúa: más que capacidad argumentativa, me parece a mí que
lo que se necesita es podernos identificar con el otro, y yo creo que todos nos
identificamos porque somos igualmente susceptibles al sufrimiento.
¡Incluyendo hasta a los animales! Exclama Habermas en tono de reproche.
Y el Otro se defiende: ¡su reproche da en la clave del asunto! El senti-
miento de solidaridad se da frente a otro, con el cual tenemos algo en común,
y es por eso que muchas veces es recíproco e implica la unión de grupos en
defensa propia y, eventualmente, en detrimento de otros. Pero en realidad se
trata de un sentimiento que puede desbordarse hasta volverse unilateral en
situaciones en las cuales se ayuda a otro sin pedirle nada a cambio y sin pre-
guntarle cuál es su nacionalidad o su religión, etc., porque lo que nos une es
más bien una cierta vulnerabilidad. Por eso creo que ya en el concepto de soli-
daridad está implícita la superación de los límites de la reflexión moderna en
torno a la moralidad, tan centrada en la reciprocidad. Claro que el aspecto que
nos interesa aquí es el de la solidaridad entre seres que comparten una mane-
ra peculiar de sufrimiento, mediada por el uso de la razón, que va más allá del
dolor físico e incluye una especie de sufrimiento moral al cual podríamos lla-
mar sentimiento de humillación. Y me parece que el reconocimiento de la sus-
ceptibilidad común de humillación es el único vínculo social que se necesita
para evitar el aspecto particularista y excluyente de la solidaridad, pues gra-
cias a él llegamos a incluir como «uno de los nuestros» a personas que pien-
san de maneras muy diferentes a nosotros6.
Habermas, con voz de satisfacción: ¡me consuela que por este curioso
camino también se llegue a la universalidad!

6 Esta idea es tomada de Richard RORTY, 1989.


El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 275

El Otro: a mí me parece más bien que llegamos al antiuniversalismo de la


norma, pues hay muchas maneras de sufrir y de sentirse humillado y ellas
dependen de las formas particulares de vivir y de pensar. La sensibilidad para
el sufrimiento del otro exige entonces una orientación hacia el ámbito de lo
bueno, de las distintas concepciones del bien. Si no hacemos el esfuerzo por
comprender cómo piensa el otro no entenderemos por qué sufre.
Habermas corrige: eso no es necesariamente antiuniversalismo, lo que
pasa es que la solidaridad hace del principio universal del trato igual un uni-
versalismo sensible a diferencias.
Sin pretender tener la última palabra, el Otro responde: sí, pero lo decisi-
vo es que esa sensibilidad rebasa necesariamente las relaciones de reciproci-
dad y de simetría, pues frente al otro, que sufre como yo, aunque sufra de
manera distinta, siento el deber inmediato de asistirlo hasta el extremo de ver
limitada mi autonomía individual y no poder hacer otra cosa que dar a mis
propios intereses menor importancia7. Pero con ello rebasamos el ámbito de
la moral de la autonomía, de la idea moderna de justicia que Ustedes absolu-
tizan como el punto de vista moral. Esa idea del trato igual no es la forma pura
de lo moral, sino sólo una interpretación que excluye otras y con ello exclu-
ye a otros, aunque pretenda incluirlos a todos.
Como dice Lévinas «En realidad la justicia no me incluye en el equilibrio
de su universalidad —la justicia me obliga a transpasar la línea recta de la
justicia, y nada puede determinar despues el final de esa marcha: detrás de la
línea recta de la ley se extiende infinita e inexplorada la tierra de lo bueno,
que requiere de todos los medios de ayuda de una presencia singular»8.

Mayo de 1997

BIBLIOGRAFÍA

BELL, Daniel (1993): Communitarianism and its Critics. Clarendon Press,


Oxford.
GADAMER, Hans-Georg (1965): Wahrheit und Methode. J.C. Mohr. (Paul Sie-
beck) Tübingen.
HABERMAS, Jürgen (1991): Erläuterungen zur Diskursethik. Suhrkamp Ver-
lag. Frankfurt am Main.
—(1992): Faktizität und Geltung. Suhrkamp Verlag. Frankfurt am Main.
—(1996): Die Einbeziehung des Anderen. Suhrkamp Verlag. Frankfut am
Main.

7 Véase la obra de Emmanuel Lévinas para un bellísimo desarrollo de esta idea.


8 Citado por HONNETH, 1994 p. 215.
276 Margarita Cepeda

HONETH, Axel (1994): Das Andere der Gerechtigkeit. En: Deutsche Zeitschrift
für Philosophie 2.
RAWLS, John (1973): A Theory of Justice. Oxford University Press.
—(1993): Political Liberalism. Columbia University Press.
—(1995): Reply to Habermas. En: The Journal of Philosophy. Vol. XCII
3.
RORTY, Richard (1989): Contingency, Irony and Solidarity. Cambridge, Uni-
versity Press.
277

La brega de Kymlicka con la cultura

Carlos B. Gutiérrez

Kymlicka realiza un difícil acto de equilibrismo, con las contorsiones de


rigor. Como liberal a rajatabla y misionario quiere, por un lado, complemen-
tar la teoría liberal contemporánea, remediando el, a su parecer, grave des-
cuido del tema de la membrecía cultural en la reflexión de los grandes
pensadores liberales de nuestros días. A tal efecto se empeña él en mostrar que
las libertades individuales requieren del arraigo en tradiciones reales para su
ejercicio pleno y en tal medida en suplir deficiencias del atomismo indivi-
dualista mediante el recurso al «multiculturalismo», o más precisamente, a la
polietnicidad y al multinacionalismo tan familiares a los canadienses en razón
del reconocimiento y fomento estatales que aquéllos reciben en su país y de
sus muchas experiencias y discusiones al respecto. Al mismo tiempo, sin
embargo, combate con celo desbordado las ideas del comunitarismo, para él
ciego y total determinismo, y las críticas comunitaristas al liberalismo, apo-
yándose eso sí en atisbos provenientes de las odiosas toldas enemigas.
La brega de los liberales con la cultura debe ser vista a la luz de la histo-
ria reciente. La teoría de la modernización social, hasta ahora dominante, pos-
tulaba que la estratificación étnica era irreconciliable con las condiciones
societales modernas, basadas en la permeabilidad, la diferenciación funcio-
nal, la igualdad formal, los intereses individuales y la competencia universal.
Se asumía que los procesos sociales de diferenciación se superpondrían a las
diferencias étnicas y llevarían a la desvalorización de las pertenencias y a la
reducción de conflictos étnicos y religiosos. No cabe duda de que la globali-
zación e internacionalización de las economías junto con la universalización
de sistemas valorativos y culturales han creado condiciones para mejorar las
oportunidades de superar desventajas sociales y políticas de fundamento étni-
co, cultural y religioso. Al mismo tiempo, sin embargo, la universalización
278 Carlos B. Gutiérrez

homogeneizante de valores le ha venido haciendo más consciente su situación


marginal a individuos o naciones que no participan del todo o participan poco
de los bienes materiales o inmateriales de alto valor universal. Tenemos
entonces que el proceso irreversible de globalización, internacionalización y
universalización ha desencadenado una nueva dinámica de integración y
desintegración, en la que categorías étnico-culturales y religiosas vuelven a
ganar creciente significación. La movilidad universal, es decir, migraciones,
colonizaciones, cambios socio-estructurales, ascensos y descensos, ha resul-
tado ser un disparador de estratificaciones y de agrupamientos étnicos. El
lado negativo de la individualización lleva a que la pérdida de pertenencias
sociales fuerce a recurrir a aquellas posiciones que nadie le puede quitar a
uno, es decir, a pertenencias étnicas o nacionales como estabilizadores en
medio de las inseguridades, de la ininteligibilidad y de la aguda falta de orien-
tación reinantes.
Uno de los dogmas del progreso liberal va quedando así sin piso mien-
tras reverdecen socialmente las pertenencias. El repertorio preventivo de las
democracias liberales contra la «etnización de conflictos sociales» y la poli-
tización etnocrática de diferencias culturales parece condenado a la impo-
tencia. Pues, como lo describe Touraine1, el modelo occidental clásico que
oponía la vida pública dominada por la razón a la vida privada dominada
por tradiciones y comunidades, ha entrado en descomposición desde que el
universalismo del derecho se ha visto sustituido por el racionalismo instru-
mental de la economía, desde que la racionalidad de los fines ha sido des-
plazada por la racionalidad de los medios. El desarrollo de las nuevas
técnicas, de mercados y consumos ahora globalizados, ha destruido la capa-
cidad del orden político de mediar entre el orden natural regido por leyes
científicas y la diversida histórico-cultural. Al desaparecer la mediación
vivimos el enfrentamiento de mercados y técnicas, social y culturamente
neutros, con las culturas, cada vez más constreñidas a defender identidades
y tradiciones amenazadas por flujos económicos que escapan a todo control
político.
Del arsenal de las libertades fundamentales Kymlicka obstinadamente sin-
gulariza, como sinónimo y epítome de autonomía, a la libertad muy amplia de
elección en términos de cómo dirigir nuestras vidas, que nos permite el re-
examen permanente de nuestros proyectos y compromisos, negando eso sí
que semejante escrutinio sólo pueda adelantarse al margen de la sociedad,
como cree el individualismo abstracto. La libertad de elección depende más
bien de prácticas sociales, de la cultura y de la lengua. «Nuestra capacidad de
formar y de revisar un concepto de bien está íntimamente ligada a nuestra per-

1 Alain TOURAINE, «¿Qué es una sociedad multicultural?», en: Claves de Razón Práctica,
Nº. 56, pp. 16-17.
La brega de Kymlicka con la cultura 279

tenencia a una cultura societal, puesto que el contexto de elección individual


consiste en la gama de opciones que nos ha llegado a través de la cultura.
Decidir cómo guiar nuestras vidas conlleva, en primera instancia, explorar las
posibilidades que nuestra cultura nos proporciona»2. La cultura es pues el
reservorio no sólo de las opciones para nuestra libertad de elección sino tam-
bién de las pautas para determinar el valor de las experiencias, de que habla
Dworkin3. El valor para los individuos de la pertenencia cultural radica en que
ella provee el contexto de elección entre concepciones del bien; sólo gracias
a una estructura cultural rica y segura podemos llegar a tener vívida concien-
cia de las opciones de que disponemos y a examinar inteligentemente sus
valores4. Decidimos cómo guiar nuestras vidas situándonos en narrativas cul-
turales, asumiendo roles que nos han impresionado como dignos de ser vivi-
dos. La familiaridad con una cultura determinada traza los límites de nuestra
imaginación5. La elección pues sólo se puede realizar dentro de una cierta
franja de opciones culturalmente mediadas. ¡El liberalismo de la libertad de
escogencia parece a estas alturas fluir de la pluma de un MacIntyre! Es difí-
cil admitir, permítase la acotación, que el autor de estas líneas sea el mismo
que capítulos más adelante va a defender la negación de derechos culturales
a los inmigrantes, argumentando que a pesar de que los inmigrantes tienen la
opción de quedarse en su cultura original, eligen abandonar su propia cultu-
ra, se desarraigan voluntariamente y saben que su éxito depende de la inte-
gración en las instituciones de la sociedad del habla dominante6. Como si
emigrar fuese el acto de elección más libre y las pertenencias intercambiables
como camisetas, Kymlicka aprobará que los Estados liberales obliguen a los
inmigrantes a respetar los principios liberales «en la medida en la que los
inmigrantes son conscientes de ello antes de abandonar su país y pese a todo
eligen voluntariamente venir»7.
La noción de autonomía de Kymlicka, como vemos, deja totalmente de
lado el aspecto kantiano de la universalidad de la máxima que hace que la
voluntad sea ley para sí misma, y se concentra en los objetos de elección, pre-
ocupado de que sean abundantes. A él le interesa el contexto cultural no por-
que éste tenga un peso moral propio8, sino porque provee a los individuos de
objetos de elección. Es bien discutible que ésta sea la manera adecuada de
describir lo que la gran mayoría de nosotros apreciamos en la cultura propia.
A las culturas se las valora primariamente no porque habiliten a las gentes

2 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural. Paidós, Barcelona, 1996, p. 177.


3 O.c., p. 120.
4 Will KYMLICKA, Liberalism, Community and Culture, Clarendon Press, Oxford, 1991,
p. 165.
5 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, op. cit., p. 128.
6 O.c., p. 136.
7 O.c., p. 234.
280 Carlos B. Gutiérrez

para elegir entre diferentes modos de vida sino más bien porque las liberan de
la necesidad de vivir eligiendo cómo deban vivir. La membrecía cultural se
basa en la tácita adhesión a cierto modo de vida, sin la cual no formamos par-
te de una cultura, aunque residamos en ella. Kymlicka, como ya lo ha mos-
trado, sabe esto demasiado bien: la identidad cultural proporciona un «anclaje
para la auto-identificación de las personas y la seguridad de una pertenencia
estable sin tener que hacer esfuerzo alguno», recuerda él haciéndose eco de
Margalit y Raz; y cita incluso a Yael Tamir para quien la pertenencia cultural
añade un «significado adicional» a nuestros actos, los cuales además de rea-
lizarnos individualmente pasan a formar «parte de un continuo esfuerzo cre-
ativo mediante el cual se crea y se recrea la cultura»9. Kymlicka llega hasta
comparar, atendiendo al grado de dificultad, la elección de abandonar la pro-
pia cultura con la elección de hacer votos de pobreza perpetua y de ingresar
a una orden religiosa10: de ahí que la mayoría de los liberales, según él, haya
aceptado «las legítimas expectativas de la gente a permanecer en sus cultu-
ras»11.
Dado que hasta el mismísimo Rawls también afirma que los vínculos cul-
turales sean demasiado fuertes como para abandonarlos y considera por tan-
to que las personas nacen y se espera que lleven una vida plena dentro de la
misma sociedad y cultura12, podríamos fácilmente dar en pensar que, en
medio de la violenta contradicción entre la libertad de elección y la fuerte
vinculación a la propia cultura, nos encontrásemos al borde de la capitula-
ción de los liberales que ahora se pliegan a atisbos de observancia comuni-
tarista. ¡Vana ilusión! Resulta que la libertad que los liberales reclaman para
todos los seres humanos no es la de abandonar la propia cultura sino la de
ganar distancia en su interior y frente a ella misma, para escoger cuáles de
sus aspectos valga la pena continuar y cuáles carezcan de valor para ello13.
Se trata, a ojos vistas, de un arreglo en los términos con olor de prestidigita-
ción que hace de la necesidad una virtud excelsa. La cultura es un fuerte vín-
culo, sí, pero ablandado en su interior por el reformismo liberal de tal manera
que deje de ser el vínculo profundo y real que es. ¡Es un vínculo que no es
tan vínculo y que auspicia además la desvinculación! Kymlicka invoca aquí
la autoridad de Dworkin, quien señala que si bien «nadie puede cuestionar
todo sobre sí mismo a la vez», de ello no se sigue que «todas las personas
tengan alguna conexión o asociación tan fundamental que no puedan distan-
ciarse para revisarla, al tiempo que mantienen en su lugar las conexiones y

8 Will KYMLICKA, Liberalism, Community and Culture, o.c., p. 165.


9 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, o.c., p. 129.
10 O.c., p. 124.
11 O.c., p. 125.
12 John RAWLS, Political Liberalism, Columbia University Press, New York, 1993, p. 277.
13 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, o.c., p. 130.
La brega de Kymlicka con la cultura 281

asociaciones restantes»14. El meollo del asunto, en mi opinión, está en cap-


tar que lo que le interesa a liberales como Kymlicka, cuando en cuestiones
de cultura anteponen en difíciles malabarismos la libertad de elección a la
vincularidad de la pertenencia, es el ideal liberal de vida buena y, por consi-
guiente, el ideal de una cultura liberalizante, es decir, de una cultura en la
que sus miembros se distancien de concepciones sustantivas de la vida bue-
na, se aparten críticamente de sus tradiciones y pasen a compartir los valo-
res básicos de nuestro tiempo, es decir, las libertades individuales
fundamentales del liberalismo. Ideal que a trechos teóricos ha ido ganando,
como sabemos, competencia descriptiva.
Se insiste ostentativamente también en el hecho de que podamos equivo-
carnos en nuestra escogencia de vida, de que nuestras creencias acerca de la
vida buena sean falibles y revisables; y, puesto que nadie quiere llevar una
vida basada en creencias erróneas acerca de esa misma vida, resulta entonces
de importancia vital que seamos capaces de evaluar racionalmente nuestras
concepciones de lo bueno y de revisarlas si no merecen que sigamos atenién-
donos a ellas. La falibilidad como no definitividad suele ir acompañada de
alguna claridad hermenéutica sobre la finitud, sobre las limitaciones del ser
humano y de su conocimiento. En este caso no es así. El liberalismo, amigo
entusiasta del progreso, no maneja semejante noción de finitud; la falibilidad
de la que habla es una falibilidad del tipo de aquella a la que llega la ciencia,
siempre retrospectivamente, al constatar el número sorprendente de cambios
de paradigma que se han dado a través de su historia. «Nuestras concepcio-
nes del bien pueden cambiar —y cambian— a lo largo del tiempo»15. Pues de
otra manera suponer que nuestras creencias sobre la vida buena sean falibles
y revisables sería asumir un relativismo que muy poco se compadece de la
vincularidad y de la permanencia en la propia cultura de que tanto habló
Kymlicka. La insistencia en la falibilidad tiene aquí una clara función ideoló-
gica, cual es la de desacreditar o rebajar comparativamente a las culturas no
liberalizadas, es decir, a todas las demás culturas reales, por su rigidez al no
fomentar y promover correcciones liberalizantes de ellas mismas. La flexibi-
lidad cultural con la que aquí se coquetea gana hoy ribetes de actualidad si se
piensa que la figura ideal del mundo laboral neoliberal es la del «yuppy» que
esté en condiciones de cambiar de frente de trabajo y hasta de personalidad
según lo exijan las exigencias del mercado.
Por todas las razones en buena parte contradictorias que hemos visto
Kymlicka le confiere a la «membrecía» cultural el rango de bien primario,
cosa que no hace el mismo Rawls. La membrecía cultural, eso sí, «es un bien
en su capacidad de proveernos de opciones significativas y de ayudar a nues-

14 O.c., p. 131.
15 O.c., p. 131.
282 Carlos B. Gutiérrez

tra capacidad de juzgar por nosotros el valor de nuestros planes de vida»16. Si


la pertenencia es un bien tan importante, cabe entonces preguntar ¿qué impor-
tancia tengan las culturas históricas particulares? El pensamiento de Kymlic-
ka discurre al respecto por dos muy diferentes vertientes, tal como lo ha
mostrado Jonathan Chaplin17, cuyo análisis seguiremos en algún detalle.
Por la primera vertiente tiende a favorecer al pluralismo cultural, como lo
ha sugerido ya el énfasis en la fortaleza de los vínculos culturales de por sí tan
difíciles de abandonar. Kymlicka, consciente de ello, y de la resistencia de los
grupos minoritarios a ser asimilados a otra cultura, admite que «respetar la
membrecía cultural propia de la gente y facilitar su transición a otra cultura
no son opciones igualmente legítimas»18. La sociedad adecuada para realizar
las libertades de individuos libres e iguales es «para la mayoría de las perso-
nas su nación, ya que el tipo de libertad y de igualdad que más valoran, y que
más pueden ejercer, es la libertad y la igualdad existentes en su propia cultu-
ra societal»19. De ahí que debamos «interpretar el bien primario de la mem-
brecía cultural como referido a la propia comunidad cultural de los
individuos»20. El hecho de que Rawls y Dworkin, a pesar de admitir la impor-
tancia del contexto cultural para la libertad de elección, no le reconozcan a la
membrecía cultural el carácter de bien primario, no obedece, según la expli-
cación un tanto piadosa de Kymlicka21, a una grave deficiencia de la teoría
liberal sino a la circunstancia de que esos dos pensadores, como la mayoría
de los teóricos políticos de post-guerra, operen con un modelo muy simplifi-
cado de estado-nación en el que la comunidad política es co-extensiva con la
comunidad cultural única. Para ellos dos la membrecía cultural más que un
bien primario es un bien público, accesible por igual a todos, que no puede
por lo tanto llegar a ser fuente de pretensiones de derechos diferenciales.
El reconocimiento de la membrecía cultural como bien primario tiene
fuertes implicaciones teóricas para Kymlicka, ya que justifica una distribu-
ción diferenciada de libertades y de recursos como un medio para corregir
justicieramente las circunstancias desiguales en las que se encuentran las
minorías culturales. Aquí una distribución acromatópsica igualitaria de bienes
primarios claramente no sería suficiente. Se necesitan derechos especiales
para las minorías culturales si lo que se pretende es brindar a los individuos
que las componen un respeto igual al que se da a los miembros de la cultura
mayoritaria. La teoría de Kymlicka toma muy en cuenta la relevancia moral

16 Will KYMLICKA, Liberalism, Community and Culture, o.c. p. 166.


17 Jonathan CHAPLIN, How much cultural and religious pluralism?, en: Liberalism, Multi-
culturalism and Toleration (ed. John Horton), St. Martin Press, New York 1993, p. 40.
18 Will KYMLICKA, Political Liberalism, Community and Culture, o.c., p. 176.
19 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, o.c., p. 132.
20 Will KYMLICKA, o.c., p. 177.
21 Will KYMLICKA, Political Liberalism, Community and Culture, o.c., pp. 177-178.
La brega de Kymlicka con la cultura 283

de la distinción entre las diferentes elecciones que hace la gente y las cir-
cunstancias diferentes en las que ella se encuentra. Dado que las personas son
responsables de sus elecciones no pueden ellas esperar privilegios especiales
que les permitan asumir los costos de éstas. De quienes se encuentren en des-
ventaja natural o social, al margen de elecciones o con anterioridad a ella, sin
embargo, no debe esperarse que paguen los costos que resultan del desfavo-
recimiento. A ellos, si es real el compromiso liberal con la igualdad, se les
deberían más bien compensar las circunstancias desiguales22.
La idea de derechos de minorías apela al sentido positivo de la neutrali-
dad liberal, la cual busca asegurar por medio de la acción política condicio-
nes de genuina igualdad de oportunidad entre culturas diferentes, y lo hace
confiriendo derechos compensatorios a las culturas minoritarias. Si bien para
algunos las circunstancias diferenciales iniciales no deberían ser tema de la
justicia, los derechos diferenciados en función de grupo de Kymlicka mues-
tran lo que significa tratar como iguales a las gentes de minorías, dadas sus
circunstancias especiales23. Aquí no bastaría con programas de acción afir-
mativa, es decir, con programas de discriminación positiva con miras a esta-
blecer una genuina igualdad de oportunidades en la competencia por escasos
cargos dentro de la cultura dominante, programas que sólo benefician a
miembros individuales de una minoría, mas no a la cultura minoritaria mis-
ma. Para proteger a una minoría cultural se requiere de todo un conjunto de
medidas, que incluye tanto la asignación diferenciada de algunos derechos
individuales especiales (los derechos especiales de voto o de propiedad, por
ejemplo) como la concesión de algunos derechos a la comunidad como un
todo (tal el derecho al auto-gobierno dentro de un territorio determinado).
Kymlicka rechaza decididamente el dogma de que el reconocimiento de dere-
chos diferenciados de grupo sea incompatible con el compromiso liberal con
los derechos individuales, dogma según el cual no hay obligación de tratar a
las comunidades como iguales en tanto sus miembros como individuos sean
tratados en plan de igualdad. Su rechazo se basa en la idea de que en cir-
cunstancias de marcada desigualdad los individuos necesitan adicionalmente
de derechos de grupo para mejorar sus condiciones y llegar a estar en pie de
igualdad. «Derechos individuales y colectivos no pueden competir por el mis-
mo espacio moral dentro de la teoría liberal», precisa Kymlicka, «ya que el
valor de lo colectivo resulta de su aporte al valor de las vidas individuales»24.
La cuestión de derechos diferenciados, como vemos, no es aquí la de si le
debamos más respeto a los individuos o a los grupos, y sí más bien la de cómo
balancear dos clases de respeto al individuo. Respetar individuos como

22 O.c., p. 186.
23 O.c., p. 191.
24 O.c., p. 140.
284 Carlos B. Gutiérrez

miembros de una determinada comunidad cultural puede llegar a implicar


otorgarles derechos especiales, en tanto que el respetarles como ciudadanos,
miembros de la misma comunidad política, requerirá siempre de derechos
iguales. Nos vemos aquí en un «genuino conflicto de intuiciones»25: las exi-
gencias que plantean la ciudadanía y la membrecía cultural apuntan en direc-
ciones diferentes. Reconocer únicamente derechos políticos iguales
desemboca en la renuente asimilación de las minorías culturales en una comu-
nidad política culturalmente uniforme. De ahí que Kymlicka sostenga con
vehemencia en la Introducción a «Ciudadanía multicultural» que el liberalis-
mo no puede seguir tratando las diferencias etnoculturales con el mismo
esquema de tolerancia que le permitió manejar las diferencias religiosas en el
siglo XVII.
Ese esquema, recordemos, se basó en una transformación reductiva del
fenómeno religioso, transformación que a su vez se apoyó en dos pilares: 1)
La estatalización de la religión, es decir, el derecho estatal a decidir todo lo
concerniente al culto religioso externo. Al disolverse la unión del Imperio y
de la Iglesia Católica la religión pasó a ser cosa de Estado, el cual, además de
permitir la religión estatal, toleraba voluntariamente, por razones de cálculo
pragmático, a otras religiones en la medida en la que ellas no representasen
amenazas políticas. La cuestión de la tolerancia de diversas religiones se tro-
có en la problemática de mayoría y minorías, perdiendo así su carácter con-
fesional. 2) La privatización de la fe. La legitimación a través de la fe dejó de
ser asunto de una comunidad eclesiástica salvífica para convertirse en tarea
individual. Al resultar superfluas las iglesias, la religión pasa a ser asunto pri-
vado. La reducción de la religión a la esfera privada se correspondía con el
hecho de que el culto público hubiese quedado sometido al control estatal.
Una vez reducida la religión al ámbito interno privado fue posible sustituir los
derechos especiales de los grupos religiosos minoritarios por el derecho uni-
versal a la libertad religiosa, con el cual se protegía de manera muy indirecta
a esos grupos26. A partir de entonces el concepto de «tolerancia» fue ganando
la connotación fundamental de tener que soportar sectas infieles, herejes y
desviadas al lado de la verdadera fe que es siempre la propia. La tolerancia
alude a una suerte de espacio indeciso entre lo lícito y lo prohibido, abierto
como tal a la arbitrariedad por darse en el orden de la licencia y no en el de
la libertad. Al cabo de siglos el concepto de tolerancia arrastra hoy un lastre
tan grande de connotaciones de oportunismo político, de pasividad discrimi-
natoria y de conformismo, que su empleo resulta contraproducente y cada vez
más expuesto al riesgo de decir lo contrario de lo que se quiere decir27.

25 O.c., p. 151.
26 Carlos B. GUTIÉRREZ, De la tolerancia al reconocimiento activo, en: Filosofía moral,
educación e historia (León Olivé y Luis Villoro, editores). México, 1996, pp. 177-182.
27 O.c., pp. 203-208.
La brega de Kymlicka con la cultura 285

Kymlicka nos previene contra la tendencia liberal a ver la tolerancia reli-


giosa como modelo para abordar las diferencias etnoculturales, de tal manera
que la «identidad étnica» sea algo que se pueda expresar libremente en el
ámbito privado, pero que no concierne al Estado, que la puede por tanto tra-
tar con «desatención benigna»28. La desatención benigna y la «separación de
Estado y etnicidad» no son, sin embargo, más que un mito, ya que las deci-
siones estatales sobre lenguas, fronteras, festividades públicas y símbolos
estatales implican necesariamente reconocimiento y apoyo a ciertos grupos
étnicos y nacionales29. Resulta entre tanto cada vez más claro que los dere-
chos de minorías no pueden subsumirse bajo el rubro de derechos humanos,
ya que «las pautas y procedimientos tradicionales»30 vinculados a éstos son
incapaces de resolver graves y controvertidas materias relacionadas con
minorías culturales. El derecho a la movilidad y a la libre circulación, por
ejemplo, nada nos dice sobre cómo deban ser las políticas de nacionalización
y de inmigración, políticas que se suelen adoptar según los designios de las
mayorías y en contra de las minorías. De ahí que haya que «complementar los
principios tradicionales de los derechos humanos con una teoría de los dere-
chos de las minorías»; sólo así aumentarán las esperanzas de que haya paz o
de que se respeten los derechos básicos del ser humano.
Para precaver alergias conceptuales del lado liberal Kymlicka muy hábil-
mente evita el término «derechos colectivos», que sugiere una falsa dicoto-
mía por contraposición a los derechos individuales y es asociado con el
terror colectivo que una comunidad despliega para mantener su cohesión y
evitar el disenso a cualquier precio, y lo sustituye por el de «derechos dife-
renciados en función de grupo», cuyo sentido eminente es el de proteger a
los grupos minoritarios del impacto de decisiones externas, de las decisiones
que se toman en la sociedad que los engloba. Las protecciones externas ade-
más «aseguran que la gente pueda mantener su forma de vida si así lo desea,
así como que las decisiones de personas ajenas a la comunidad no le impi-
dan hacerlo»31. Es notable, en mi opinión, que tratando de anticipar las críti-
cas liberales a cualquier priorización del grupo sobre los individuos
Kymlicka argumente que de lo que aquí se trata es de «justicia entre gru-
pos»32, aludiendo seguramente al hecho de que los derechos diferenciados
limitan la libertad de todos los miembros de la cultura mayoritaria. ¿Qué
quiere decir eso de «entre grupos»? Se trata quizá de que las diferencias que
los derechos diferenciados tratan de acomodar sólo se perciban entre con-
juntos de individuos? ¿O de que de las circunstancias de desventaja no se

28 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, o.c., p. 16.


29 O.c., p. 163.
30 O.c., p. 17.
31 O.c., p. 67.
32 O.c., p. 62.
286 Carlos B. Gutiérrez

exima ningún individuo de un conjunto? ¿O se trata acaso de asegurar que


los miembros de la minoría tengan en promedio las mismas oportunidades de
vida y trabajo en su propia cultura que los miembros de la mayoría tienen en
promedio en la suya? Parece ser que «grupo» tenga una connotación mucho
más fuerte de lo que se admite. De vez en cuando sale a relucir un sentido
del término que cualitativamente rebasa el ámbito de lo individual. Así se
entendería la exigencia de aceptar derechos en función de grupo que Kym-
licka hace a los teóricos liberales siempre dispuestos, por lo demás, a acep-
tar que el derecho a la ciudadanía pueda ser restringido a los miembros de un
grupo determinado33. Así se comprendería también la tesis de que «las pro-
tecciones externas únicamente son legítimas en la medida en que fomentan
la igualdad entre los grupos»34, rectificando las situaciones de desventaja
sufridas por todos los miembros de un grupo determinado. En aparente con-
tradicción con esto Kymlicka más adelante cree que la tolerancia entre gru-
pos, por la que aboga Rawls, sea un error desde el punto de vista liberal, por
no amparar el disenso individual al interior de los grupos.
Hasta aquí hemos seguido la lógica de una de las vertientes del pensa-
miento de Kymlicka en torno a la cuestión de la importancia que para los indi-
viduos tengan culturas históricas particulares. La comunidad cultural propia,
como hemos visto, es tenida por bien primario; los derechos diferenciados de
minorías culturales son el medio de compensar circunstancias desiguales.
Parecería que las minorías culturales amenazadas por todo el mundo contasen
con el apoyo del joven pensador canadiense. La segunda vertiente, sin embar-
go, permite conclusiones diferentes, ya que en ella se distingue el contenido
de comunidades culturales particulares de la existencia en principio de comu-
nidades culturales. Poner esto de relieve es mérito de la lectura crítica de Cha-
plin. Las culturas históricas, se nos dice ahora, son dignas de conservación no
por contenidos que podamos considerar intrínsecamente valiosos en ellas,
sino porque en general sin estructuras culturales el individuo se vería privado
de material de elección. «Las culturas son valiosas, no en y por sí mismas,
sino porque únicamente mediante el acceso a una cultura societal, las perso-
nas pueden tener acceso a una serie de opciones significativas»35. Podríamos
incluso decir que el que una cultura dada cambie o no su carácter es algo que
en sí carece de importancia; lo que cuenta es que ella cambie como resultado
de elecciones individuales.
El valor de la membrecía cultural no puede ser invocado en esta nueva
perspectiva como razón que oponer a proyectos que puedan cambiar el carác-
ter de culturas dadas. «Proteger a la gente de los cambios en el carácter de sus
culturas no puede ser visto como protección de su capacidad de elección. Ello

33 O.c., p. 176.
34 O.c., p. 212.
35 O.c., p. 121.
La brega de Kymlicka con la cultura 287

sería, por el contrario, una limitación de esa capacidad»36. Así, en contra del
alegato de Lord Devlin a favor de mantener las leyes restrictivas de la homo-
sexualidad, Kymlicka replica que «proteger el carácter homofóbico de la
estructura cultural de Inglaterra de los efectos de permitir la libre escogencia
de estilo de vida, socavaría la razón misma que teníamos para proteger la
estructura cultural de Inglaterra, a saber, que ella permita elecciones indivi-
duales significativas»37. Las razones mismas que tenemos para valorar con-
textos culturales hablan contra la pretensión de Devlin de que debamos
proteger el carácter de una comunidad cultural determinada. La razón para
reconocer la importancia de la membrecía cultural claramente resulta ser una
idea auténticamente liberal: la prioridad de la libertad individual.
Kymlicka interpreta su defensa de los derechos culturales individuales
como resguardo de los derechos de los individuos dentro de comunidades cul-
turales a elegir si desean o no mantener o cambiar la cultura. Así como los
ingleses afirmaron con razón el derecho a la libertad sexual, así también los
miembros de minorías culturales necesitarán hacer valer sus derechos en lo
propio. Al parecer la tarea de los liberales es hacer lo mismo por doquier:
«Encontrar un camino para liberalizar una comunidad cultural sin destruirla
es la tarea a la que se enfrentan los liberales en cada país, una vez que se reco-
noce la importancia de un seguro contexto cultural de escogencia. Semejante
tarea puede parecer difícil en el caso de algunas culturas de minoría. Pero si
se responde a esa dificultad negando que podamos distinguir el carácter de
una comunidad cultural de su existencia misma, se habrá renunciado a la
posibilidad de defender al liberalismo en cualquier país»38.
Kymlicka, no obstante, acepta que procesos demasiado rápidos de libera-
lización puedan acabar con culturas minoritarias, como fue el caso de la intro-
ducción indiscriminada de alcohol en comunidades indígenas abstenias.
Negarse a que tales comunidades impongan restricciones sería un acto deli-
berado de genocidio. «Si ciertas libertades socavan la existencia misma de la
comunidad, debemos entonces permitir lo que de otra manera serían medidas
iliberales». Estas medidas, sin embargo, «sólo serían justificadas como medi-
das temporales, suavizando el choque que puede resultar de un cambio dema-
siado rápido en el carácter de una cultura... ayudando a que la cultura avance
cuidadosamente hacia una sociedad completamente liberal», que es, huelgue
decirlo, «la comunidad cultural idealmente justa»39.
¿Qué ha pasado con la insistencia en la protección de la diversidad de cul-
turas? El primer enfoque de la particularidad defendía los derechos de las

36 Will KYMLICKA, Liberalism, Community and Culture, o.c., p. 167.


37 O.c., p. 169.
38 O.c., p. 170.
39 O.c., pp. 170-171.
288 Carlos B. Gutiérrez

minorías culturales a gobernar sus propios asuntos y a organizar su vida


social, económica y política, de modos diferentes de los de la cultura mayo-
ritaria. Derechos especiales de voto o de propiedad no eran tratados como
medidas meramente temporales. La segunda vertiente, sin embargo, afirma
como objetivo explícito el de la liberalización última de las culturas minori-
tarias. Restricciones al interior de ellas son tenidas ahora por iliberales y bási-
camente indeseables porque «no hay desigualdad en membrecía cultural a la
cual puedan ser vistas como respuesta»40. La libertad religiosa en general no
significa amenaza alguna para el carácter de la comunidad. Kymlicka es cate-
górico: «apoyar el carácter intolerante de una comunidad cultural socava la
razón misma que tenemos para apoyar la membrecía cultural, cual es la de
permitir la escogencia individual significativa»41. Podría darse que una cultu-
ra minoritaria reclame que el reconocimiento a sus miembros de los derechos
que la cultura mayoritaria otorga a los individuos vaya en detrimento del
carácter propio de la comunidad, debilitando, por ejemplo, las estructuras tri-
bales. Semejante reclamo sería simplemente inadmisible, ya que la razón para
proteger a las culturas de minoría de la absorción por la cultura mayoritaria
es exactamente la misma que la razón para proteger a los miembros de una
cultura de ser absorbidos por ella, a saber: la protección del derecho indivi-
dual a escoger la forma de vida propia.
Kymlicka asume que las comunidades minoritarias se gobiernen según
principios liberales con lo cual excluye del beneficio de derechos diferen-
ciados de grupo a muchas de las culturas minoritarias del mundo, que prac-
tican algún tipo de discriminación interna o restringen de alguna manera la
libertad religiosa. En el fondo su tajante afirmación de que «cualquier argu-
mento liberal para legitimar medidas de protección a minorías culturales tie-
ne límites incorporados»42 habla en realidad de una concepción de lo que es
la pluralidad cultural con claras tendencias liberalizantes incorporadas. Las
comunidades pueden conservar su particularidad sólo dentro de los límites
que impone el liberalismo. Ellas pueden ser distintas en tanto sean liberales
o estén en camino de liberalizarse. Lo que escapa a la atención de Kymlicka
es que para su liberalización las comunidades hayan de perder lo que las
hace distintas. Él falla en reconocer el hecho de que el liberalismo mismo sea
una comunidad cultural distinta, y no el marco neutro para toda comunidad
cultural. Muy a diferencia de Raz, Kymlicka da por descontado que una
comunidad se pueda liberalizar sin cambiar en lo más mínimo su índole par-
ticular, algo imaginable sólo si se asume que el liberalismo carezca por com-
pleto de fisonomía cultural propia. Para él básicamente la única cultura

40 O.c., p. 196.
41 O.c., p. 197.
42 O.c., p. 198.
La brega de Kymlicka con la cultura 289

valiosa es la cultura liberal; otras lo serán sólo en la medida en que se apro-


ximen a ella y se re-estructuren en función del respeto y fomento de la liber-
tad individual de elección. La cultura liberal resulta ser la única incluyente
frente a todas las demás culturas que con respecto a ella son excluyentes. La
obra de Kymlicka es así fiel trasunto de un misionarismo de liberalización
cultural.
Este misionarismo sale a relucir en «Ciudadanía multicultural» a propó-
sito de los límites de la tolerancia liberal. La reflexión se inicia con explíci-
tas declaraciones de militancia intransigente. Para Kymlicka, como sabemos,
en el arsenal de libertades fundamentales sólo cuenta la de vivir evaluando y
revisando la propia cultura, libertad que es para él sinónimo y epítome de
autonomía; de ahí el énfasis que pone en el compromiso liberal «con la pers-
pectiva según la cual los individuos deberían tener libertad y capacidad para
cuestionar y revisar las prácticas tradicionales de su comunidad, aunque fue-
se para decidir que ya no vale la pena seguir ateniéndose a ellas»43. Kymlic-
ka protesta un poco más adelante que sus aportes teóricos sólo se aplican a
comunidades liberales: «he defendido el derecho de las minorías nacionales
a mantenerse como sociedades culturalmente distintas, pero sólo si, y en la
medida en que, estas minorías nacionales se gobiernen siguiendo los princi-
pios liberales»44. Y luego entra a descalificar acremente la propuesta tardía
de Rawls de circunscribir el liberalismo a la esfera de lo político para dis-
tanciarlo de ideales morales comprehensivos que hagan que abarque todos
los ámbitos de la vida. A Rawls, como es sabido, le interesa que todos acep-
ten la idea de autonomía en el contexto político, dejándoles la libertad de
interpretar sus identidades no públicas de acuerdo con ideales distintos de la
autonomía. Kymlicka tilda a Rawls de oportunista, ya que con tal de que los
demás se comporten de manera liberal en la vida pública está dispuesto a
aceptar que sean comunitaristas de puertas para adentro45. Comunitarismo,
valga la acotación, es para Kymlicka la mayor injuria, por tratarse de una
ideología que sugiere que los fines de las personas estén fijados de una vez
para siempre y que estén, por consiguiente, más allá de toda revisión racio-
nal46. Parecida es la reacción a la propuesta rawlsiana de garantizar igual
libertad de conciencia a todos los individuos, en vista de la inevitable y rica
pluralidad de grupos religiosos en la sociedad, para que se dé la tolerancia
entre grupos. A manera de corolario vienen luego las recomendaciones prác-
ticas de intervencionismo actualizado: apoyar a los liberales reformistas en
cualquier parte del mundo, ofrecer incentivos en favor de las reformas y

43 Will KYMLICKA, Ciudadanía multicultural, o.c., p. 211.


44 O.c., p. 213.
45 O.c., p. 221.
46 O.c., p. 226.
290 Carlos B. Gutiérrez

valerse para ello de «la intervención de una tercera parte, con mecanismos
coercitivos o no coercitivos»47 tal como Estados Unidos y Canadá se han
valido de su influencia dentro del Tratado de Libre Comercio para presionar
reformas liberales en México.
En un nuevo bandazo al final de su último libro Kymlicka se ocupa del
«sentimiento de solidaridad», es decir, de si sus derechos diferenciados en
función de grupo contribuyen o no al «sentimiento de identidad cívica y de
compromiso mutuo»48. Él comparte ahora la preocupación de que la intro-
ducción de una ciudadanía diferenciada puede forzar a la sociedad a «aban-
donar la esperanza de una mayor fraternidad»49 y constata que «ha quedado
claro que los mecanismos procedimentales e institucionales no bastan para
equilibrar los intereses de cada uno, y que es necesario cierto grado de vir-
tud cívica y de espíritu público»50. Los acontecimientos de los últimos años
le muestran que «hasta cierto punto las identidades nacionales se deben
considerar como algo dado» y que «fueron vanos los esfuerzos de los regí-
menes comunistas para erradicar las lealtades nacionales»51. A fin de cuen-
tas «comoquiera y cuando quiera que se forje una identidad, una vez
asentada, es inmensamente difícil, si no imposible de erradicar». Nuestro
autor se interesa entonces por todo lo que contribuya a «construir un senti-
miento de identidad común en un Estado multinacional» a sabiendas de que
«si los gobiernos desean generar una identidad compartida basándose en
una historia compartida, tendrán que identificar la ciudadanía no sólo con la
aceptación de los principios de justicia, sino también con un sentimiento de
identidad emocional y afectivo, basado en la veneración de símbolos com-
partidos o de mitos históricos»52. Kymlicka no deja de tener en cuenta que
en los Estados-Nación «la identidad compartida deriva de la historia, de la
lengua y, tal vez, de la religión común»53. La identidad nacional en general
es especialmente adecuada para servir como «foco de identificación prima-
rio», porque se basa en la pertenencia y no en la realización, en lo que cada
individuo llega a ser: «la identificación es más segura, menos susceptible de
ser amenazada, si no depende de la realización de la persona»54. A propósi-
to de la representación de grupo se menciona el «reto de la empatía»55 que
se puede sentir más allá de las diferencias. Y al final presa de nostalgia

47 O.c., p. 237.
48 O.c., p. 240.
49 O.c., p. 241.
50 O.c., p. 242.
51 O.c., pp. 252-253.
52 O.c., p. 258.
53 O.c., p. 257.
54 O.c., p. 129.
55 O.c., p. 195.
La brega de Kymlicka con la cultura 291

acepta Kymlicka que las causas de la vinculación de las personas con su


propia cultura «se encuentran en lo más profundo de la condición humana,
enlazadas con la manera en que los humanos, en tanto que seres culturales,
necesitan hacer que su mundo tenga sentido»56 y admite con resignación
que «sin embargo, hasta el momento la teoría liberal no ha logrado esclare-
cer la naturaleza de ese sentimiento peculiar» de que ya se hablara en el
siglo XIX.
Kymlicka apunta en últimas a la ineludibilidad del sentimiento «noso-
tros», pensando hacia el futuro en qué pueda mantener junta a una sociedad
pluralizada y étnico-culturalmente heterogénea. Y hay mucho de razón en
ello. Las pertenencias sociales lejos de ser obstáculos para la individualidad
son sus presupuestos. Hoy sabemos además que el incremento de lazos ele-
gidos consciente, racional e individualmente de cara al futuro lleva a que
sentimientos latentes de proveniencia compartida, es decir, sentimientos
colectivos no elegidos, se incrementen y ganen peso social. Intereses racio-
nales o decisiones valorativas, en la medida en la que lleguen a ser corrobo-
rados y se conviertan en estructuras permanentes, también arrastran consigo
corroboraciones emocionales adicionales. Como decisiones individuales lle-
van ellos a vínculos colectivos con sentimientos de «nosotros», los que desa-
rrollan a su vez fuerza propia de permanencia. Así y sin que se note
proyectos de futuro se transforman en nuevos vínculos de proveniencia, en
procedencias de segundo o de tercer orden.
Cuanto más se vea sobrepujado el último vínculo elegido por nuevos vín-
culos electivos tanto mayor la probabilidad de que éstos se devalúen recípro-
camente, ya que no tienen tiempo de calar y de darnos su impronta. Los
vínculos electivos no sólo se devalúan entre sí a causa de su variedad y de su
corta duración e intensidad, sino también en su conjunto con relación a vín-
culos no electivos. En nuestro fatigoso esfuerzo por convertir todos nuestros
vínculos en vínculos electivos, caemos cada vez más en manos de vínculos no
electivos - y el proceso fija siempre de nuevo energía adicional, porque lo
reprimimos. Los vínculos de procedencia tienen propiedades que explican el
peso que tienen con relación a los vínculos electivos: su duración, su antela-
ción a toda elección, su alcance y su imperdibilidad. Como no son elegibles
no pueden ser deselegidos, ni se pueden perder en razón de la elección de
otros. Hay también que tomar en cuenta que los vínculos con un Estado o sen-
timientos nacionales, aun cuando no sean de origen étnico, ganan en las socie-
dades modernas carácter casi étnico: pues al igual que los vínculos con la
familia de la que uno procede a ellos no se les puede elegir. Si se les quiere
deselegir, lo que sucede raramente, siguen con uno, también porque cada vez
es más difícil elegir otro Estado que acepte la elección. Los vínculos con el

56 O.c., pp. 129-130.


292 Carlos B. Gutiérrez

Estado nacional dan sin duda una seguridad que no se da en ligazones racio-
nales de intereses o valores.
De estas breves referencias a los irrecusables mecanismos reproductivos
y funciones de los vínculos de procedencia sólo se sigue la recomendación de
prestarles atención para no hacernos demasiadas ilusiones en cuanto al alcan-
ce de nuestra capacidad de elección.
293

Autores

DANIEL BONILLA, Facultad de Derecho, Universidad de los Andes, Santa-


fé de Bogotá, Colombia.
MARGARITA CEPEDA, Departamento de Filosofía, Universidad Nacional
de Colombia, Santafé de Bogotá, Colombia.
FRANCISCO COLOM, Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Inves-
tigaciones Científicas, Madrid, España.
FRANCISCO CORTÉS RODAS, Instituto de Filosofía, Universidad de
Antioquía, Medellín, Colombia.
CARLOS B. GUTIÉRREZ, Universidad de los Andes, Universidad Nacional
de Colombia, Santafé de Bogotá, Colombia.
GUILLERMO HOYOS VÁSQUEZ, Departamento de Filosofía, Universidad
Nacional de Colombia, Santafé de Bogotá, Colombia.
ALFONSO MONSALVE SOLÓRZANO, Instituto de Filosofía, Universidad
de Antioquía, Medellín, Colombia.
GLORIA ISABEL OCAMPO, Departamento de Antropología, Universidad
de Antioquía, Medellín, Colombia.
ÓSCAR MEJÍA QUINTANA, Facultad de Derecho, Universidad de los
Andes, Santafé de Bogotá, Colombia.
CARLOS THIEBAUT, Universidad Carlos III, Madrid, España.
MARÍA TERESA URIBE, Instituto de Estudios Políticos, Universidad de
Antioquia, Medellín, Colombia.
JUAN CARLOS VELASCO, Instituto de Filosofía del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, Madrid, España.
JOSÉ LUIS VILLACAÑAS BERLANA, Universidad de Murcia, España.

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