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Multiculturalsismo de Los Derechos de Las Minotias Culturales Franciso Cortes PDF
Multiculturalsismo de Los Derechos de Las Minotias Culturales Franciso Cortes PDF
MULTICULTURALISMO
LOS DERECHOS DE LAS
MINORÍAS CULTURALES
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ÍNDICE
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Francisco Cortés Rodas
PRÓLOGO
1 Entre la amplia literatura sobre el multiculturalismo cito aquí sólo algunos títulos de
compilaciones que me parecen muy interesantes: Multiculturalism and «The Politics of Recog-
nition», A. GUTMANN, (Ed.), Princenton University Press, Princenton, 1992. A. HONNETH, (Ed.),
«Schwerpunkt: Multiculturalismus», en: Deutsche Zeitschrift für Philosophie, Berlín, 43, 1995,2,
pp. 271-373. W. KYMLICKA, (Ed.), The Rights of Minority Cultures, Oxford University Press,
New York, 1995. F. COLOM, G. LAFOREST, (Presentadores), «Dimensiones Políticas del Multi-
culturalismo», en: Revista Internacional de Filosofía Política, Nº 7, 1996, pp. 5-140, Madrid.
10 Francisco Cortés Rodas
3 Para una clara diferenciación de los grupos minoritarios en las sociedades modernas véa-
se W. KYMLICKA, Multicultural citizenship. A liberal theory of minority rights. Clarendon Press,
Oxford, 1995. (Edición castellana: Ciudadanía Multicultural. Una teoría liberal de los derechos
de las minorías, Paidós, Barcelona, 1996).
12 Francisco Cortés Rodas
la única dignidad posible para las culturas es la que se desprende de sus pro-
pios actores, descarta la idea de la pertenencia cultural como un bien autóno-
mo con derechos inherentes y susceptible de imponer obligaciones a sus
sujetos. Óscar Mejía y Daniel Bonilla señalan que el conflicto entre una con-
cepción comunitarista y una concepción liberal del multiculturalismo sólo
puede resolverse si se concibe al conjunto de sujetos colectivos de la ciuda-
danía como los inspiradores de una opinión pública activa desde la cual el
derecho infiere sus contenidos normativos; para esto destacan la teoría dis-
cursiva del derecho y la democracia de Habermas. Juan Carlos Velasco seña-
la en dirección similar las tensiones entre las teorías que afirman el
reconocimiento de derechos de las diferentes minorías entendidos como dere-
chos colectivos (Taylor), y, aquéllas que parten de la defensa de la diversidad
cultural como derechos individuales (Habermas). Considera, sin embargo,
que el intento más serio de justificar los derechos de las minorías desde las
coordenadas del pensamiento liberal es el propuesto por Kymlicka. Francis-
co Cortés examina también las limitaciones del pensamiento liberal en rela-
ción con los problemas de las minorías culturales en las sociedades
democráticas modernas. Parte de formular una crítica a la propuesta comuni-
tarista hecha por Taylor, para proponer a continuación un contrapunto entre el
modelo deliberativo de Habermas y el planteamiento de una teoría de los
derechos de las minorías de Kymlicka.
En la segunda parte, El Multiculturalismo en Colombia, María Teresa Uri-
be hace una crítica a la lectura liberal del desarrollo lineal de los derechos en
el orden constitucional colombiano, según el modelo inglés expuesto en el ya
clásico libro Citizenship and social Class, de T. H. Marschall. Contra esta lec-
tura, propone una mirada en clave cultural y política de la historia constitu-
cional de Colombia, la cual puede contribuir a desvirtuar la linealidad en el
desenvolvimiento de los derechos ciudadanos, a percibir su desarrollo desi-
gual y conflictivo, y, a constatar cómo, en las ciudadanías mestizas que han
predominado en la vida política de Colombia, hay más rasgos de la hipótesis
comunitaria y multicultural que de la hipótesis del ciudadano individual. Glo-
ria Isabel Ocampo examina, en la perspectiva de la antropología, algunas
implicaciones teóricas y políticas de la jurisdicción especial que la Constitu-
ción Política de Colombia de 1991 reconoce a las comunidades indígenas.
Muestra la tensión existente en la nueva Carta entre asumir una posición plu-
ralista y supeditar el ejercicio de la jurisdicción indígena a la normatividad
general. Alfonso Monsalve se vale de las categorías conceptuales de Kymlicka
para hacer una interpretación sobre los fenómenos del multiculturalismo en
Colombia. Indica, además, que el reconocimiento del carácter multicultural
de la sociedad colombiana es apenas un aspecto de la construcción del país,
que debe incluir, además, el reconocimiento de los derechos económicos y
sociales de sus ciudadanos.
Prólogo 13
PRIMERA PARTE
LIBERALISMO, MULTICULTURALISMO
Y DEMOCRACIA
17
Carlos Thiebaut
II
III
2 R. DWORKIN: Freedom’s Law. The moral reading of the American Constitution, Oxford,
Oxford University Press, 1996; cfr. especialmente la introducción, «The moral reading and the
majoritarian premise», pp. 1-38.
26 Carlos Thiebaut
tarla. No sólo serían, pues, los jueces, sino también los parlamentos los reque-
ridos a interpretar moralmente sus actos jurídicos y políticos, y ello sería posi-
ble en formas diversas. Pero, podemos seguir pensando que el peso sustancial
que recibe, en su modelo, la Corte Suprema no encontraría equivalentes en
otras tradiciones y sistemas en los cuales ese peso pasaría, más bien, al siste-
ma parlamentario mismo. Entiéndase que no indico ni que la lectura moral de
Dworkin, el núcleo sustantivo de su reciente propuesta, no sea una convin-
cente propuesta de hermenéutica constitucional ni tampoco que pueda menos-
cabarse el carácter constitucional del ejercicio democrático. Indico que una
concepción distinta de ese ejercicio desplaza las demandas de la lectura moral
hacia otros ámbitos.
En este sentido, puede sugerirse que otros modelos, como el propuesto por
Jürgen Habermas, muestran ese desplazamiento. En Faktizität und Geltung4
elabora Habermas la misma idea de la conexión necesaria entre el imperio de
la ley y la democracia que hemos visto en Dworkin, y específicamente en la
consideración de que una autolegislación democrática sólo puede desarrollar-
se en la medida en que se garanticen constitucionalmente las libertades indi-
viduales. Pero el modelo teórico habermasiano de la cooriginalidad de las
autonomías privada y pública da un mayor peso esta última, en forma de una
autonomía cívica intersubjetivamente ejercitada, de lo que el rechazo dwor-
kiniano a la interpretación mayoritarista de la democracia parecía suponerle a
la participación de todos en la esfera pública. No es, ciertamente, que Dwor-
kin negara la importancia de esa participación, pero Habermas acentuaría el
alcance normativo de la misma. El modelo habermasiano de la esfera públi-
co-política, con las interacciones de la sociedad civil activa en la conforma-
ción normativa y jurídica del sistema democrático, desplaza el peso de su
legitimación al conjunto de procedimientos democráticos y a sus interaccio-
nes que filtran y canalizan, desde la vida democrática misma, los flujos de esa
legitimación. Este modelo, pues, parece teorizar una experiencia histórica de
la democracia distinta a la norteamericana y al lugar central que, en esta cul-
tura política, tiene la interpretación constitucional de la Corte Suprema, una
interpretación que ha inducido y posibilitado importantes modificaciones en
la textura civil de Estados Unidos como aconteció con el movimiento de los
derechos civiles en los años sesenta. El mayor peso de los partidos europeos y
de la cultura público-política de las sociedades europeas en el esquema haber-
masiano —a eso apunta, precisamente, su modelo de los trasvases de fuerza
comunicativa entre las distintas subesferas de lo público— no negará, cierta-
mente, importancia a la discusión constitucional ni a los mecanismos de la
revisión judicial; les restará, no obstante, el privilegio de convertirse en sede o
5 Véase J. RAWLS: El liberalismo político, Barcelona, Crítica, 1996, pp. 266 ss.
6 W. KYMLICKA: Ciudadanía multicultural, Barcelona, Paidós, 1996.
7 C. THIEBAUT: «Democracia y diferencia: un aspecto del debate sobre el multiculturalis-
mo», Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 31 (1994) pp. 41-60.
8 Cfr. C. TAYLOR: «The Politics of Recognition» en A. Gutman (ed.) Multiculturalism,
Princeton, Princeton Univ. Press, 1994, pp. 25-73.
La democracia: Espacio de diferencias 29
misma idea se refiere— parece requerir, no obstante, una simetría y una cier-
ta simultaneidad entre el reconocimiento cívico de la diferencialidad y su
reconocimiento jurídico. Habermas, con la visión de un teórico social, más
que con la más estricta visión de un teórico del derecho constitucional, podrá
ciertamente reconocer la necesidad de la protección jurídica de determinadas
prácticas diferenciales, pero mostrará, ante todo, que tal reconocimiento jurí-
dico depende de un más amplio reconocimiento social y, por ende, político.
La tercera vía habermasiana, entre la concepción comunitarista —como la
ejemplificada por Charles Taylor8— y la concepción liberal —como la ejem-
plificada por Kymlicka—, acentuará que el potencial motivador de una cul-
tura, aquello que la permite seguir siendo válida como matriz de la
socialización de los individuos y aquello que la permite, también, ser recono-
cida y protegida, depende de su capacidad de ser reflexivamente asumida por
sus miembros, cuyo igual acceso al ámbito cultural es lo que ha de ser, preci-
samente, protegido y garantizado. El modelo habermasiano, pues, añadiría (y
matizaría de una manera importante) que la protección de las demandas de la
diferencialidad depende del reconocimiento social de la misma, una vez que
queda garantizada la igualdad de acceso de todos y cada uno. Ese reconoci-
miento se requiere, en primer lugar, por parte de quienes bajo tal diferencia-
lidad se encuadren o den en encuadrarse y, por parte, en segundo lugar, de
quienes, sin pertenecer a ella, la reconozcan.
Permítanme detenerme, un momento, en esta idea comentando las dife-
rentes interpretaciones que del reconocimiento de los derechos de diferencia
pueden hacerse. El argumento liberal de Kymlicka recoge una doble intui-
ción: en primer lugar, la intuición liberal de la protección del derecho de indi-
viduo a elegir y a escoger su propia vida y sus propios objetivos; en segundo
lugar, la intuición de que tal elección para ser posible requiere un horizonte
cultural, una «cultura societaria». La conclusión de Kymlicka es, pues, que
existen buenos argumentos liberales para proteger jurídicamente, en la mane-
ra de especiales derechos culturales a cuya tipificación, análisis y límites pro-
cede en su trabajo, esas condiciones culturales de posibilidad del individuo.
Insisto que esos buenos argumentos liberales podrían, tal vez, ser interpreta-
dos o parafraseados teóricamente de manera distinta desde otras posiciones
también liberales. Así, Joseph Raz9 ha indicado también que la pertenencia a
tradiciones culturales es condición de posibilidad para la autonomía y la liber-
tad de los individuos en la medida en que en ellas se condensan y articulan las
orientaciones de valor que se presuponen en toda elección en base a prefe-
rencias. La posición de Habermas indicaría que tal argumento de protección
de los derechos de la diferencialidad interpreta en manera excesivamente ins-
trumental ese horizonte cultural de posibilidad de la elección de los indivi-
duos, al igual que los comunitaristas por su parte —tal como quedó dicho en
su discusión con Taylor10— procederían, por el contrario, a interpretar de una
manera excesivamente sustancialista la constitución cultural de la identidad
de esos mismos individuos. Entre aquel instrumentalismo y esta sustantiviza-
ción de la identidad cultural, y como señaló en la ya mencionada discusión
con Taylor, Habermas propondría que los derechos culturales serían mejor
entendidos en la medida que se consideraran derechos no colectivos, sino
subjetivos que garanticen equitativamente a todos los ciudadanos el acceso a
esos ámbitos culturales, propios o ajenos. Esta concepción apunta, pues, a una
interpretación de la esfera cultural especialmente dinámica que se aleja de una
idea del reconocimiento de los derechos culturales como derechos de conser-
vación de patrimonios preexistentes y que, desde luego, no los hace suscepti-
bles de ser entendidos como derechos colectivos. Más bien, la esfera cultural
puede ser entendida como susceptible de regulación cultural en los marcos
jurídicos requeridos, pero haciendo a los individuos el origen y el fundamen-
to de protección11. Creo que cabe extraer algunas consecuencias más de esta
diferente interpretación de por qué y cómo podrían reconocerse los derechos
culturales de diferencia. En concreto, qué pueda y deba ser regulado por tal
medio dependerá no tanto de la explícita reclamación que los individuos
hagan de sus condiciones culturales de elección, cuanto del conjunto de pro-
cesos al que conduce el hecho de garantizarles el acceso equitativo a los
ámbitos culturales. Sería, precisamente, la protección de esos procesos lo que
debe pasar a primer plano, y esos procesos no pueden ser pensados sino en la
forma de un ejercicio democrático que, a su vez, garantice los derechos indi-
viduales y el acceso a la conformación de las decisiones colectivas. Podría,
así, argumentarse, en concreto, que la tipificación de derechos diferenciales a
los que alude Kymlicka en derechos de autogobierno de minorías nacionales,
de protección de derechos propiamente multiculturales para minorías étnicas
y de especiales derechos de representación para entrambos grupos, presupo-
ne un modelo históricamente configurado de qué sean minorías nacionales o
étnicas que cierra en exceso la comprensión, necesariamente más fluida, de
las formas de identificación cultural y de los procesos por los que estas for-
mas se llegan a constituir. En efecto, pensar que se debe garantizar el libre y
equitativo acceso a los ciudadanos a los recursos culturales permite pensar
que otros modelos, distintos al de Kymlicka, podrían entrar en juego. Por
ejemplo, aquel que atendiera a comunidades étnicas o de otro orden que no
han sido reconocidas hasta el presente como tales, y cuya identidad no ha sido
hecha consciente para los mismo individuos y que, por lo tanto, no ha sido
IV
mica del reconocimiento sería fruto, pues, del proceso intersubjetivo de cons-
titución de la autoconciencia y de los conflictos planteados por las crecientes
y múltiples demandas de los individuos. Aunque Hegel abandonaría en su
obra de madurez el modelo explicativo de la intersubjetividad para asumir el
de la dialéctica del espíritu, esa primera taxonomía de las formas de recono-
cimiento es todavía perceptible en su ulterior diferenciación de las esferas
sociales de la familia, la sociedad civil y el Estado.
Honneth ha querido ver un reflejo de aquella primera diferenciación hege-
liana en el contexto de las éticas contemporáneas. Así, la categoría del reco-
nocimiento ha sido empleada por la teoría feminista para aludir al tipo de
cuidado amoroso representado por la relación maternofilial. En las éticas de
corte discursivo ese mismo término designa más bien un respeto recíproco
similar al mostrado por los participantes en un diálogo. Por último, en el caso
de las éticas comunitarias el reconocimiento se dirige a la valoración de
modos de vida ajenos. Cada una de estas perspectivas remite a contenidos
morales de naturaleza diversa. Como es obvio, no posee la misma virtualidad
universalista el reconocimiento de la autonomía moral de los individuos que
la relación afectiva de la madre con el hijo o la solidaridad entre los miem-
bros de una misma comunidad.
¿Cuál es la índole del reconocimiento que pueda reclamarse en nombre de
las diferencias culturales? La respuesta no es sencilla, precisamente por los
malentendidos que rodean al debate multicultural. No todos los movimientos
sociales englobados bajo el epígrafe general de las «políticas de la identidad»
plantean sus reivindicaciones en términos culturales. Se trata en realidad de
movimientos de orígenes muy heterogéneos. Los movimientos feminista o
gay, los nacionalismos, las reivindicaciones de las minorías étnicas, de las
comunidades de inmigrantes o de las poblaciones indígenas apenas si com-
parten entre sí el rasgo de presentar sus reivindicaciones políticas en virtud de
una identidad diferenciada. Los criterios de territorialidad y autogobierno
resultan, por ejemplo, decisivos para distinguir los movimientos nacionalistas
e indigenistas en Estados plurinacionales, más interesados en una diferenca-
ción política y cultural, de los grupos de inmigrantes o de género y orienta-
ción sexual, que suelen reclamar una integración social igualitaria7. Común a
todos ellos es, no obstante, el hecho de plantear sus exigencias mediante un
lenguaje articulado con el vocabulario de los «derechos» y la «cultura».
Lo cierto es que el término «cultura» se ha manejado en toda esta discu-
sión con absoluta ligereza. En la tradición de la sociología y de la antropolo-
gía, la cultura se ha entendido como una dimensión específica de los grupos
humanos referida a sus prácticas simbólicas. El papel de la cultura en la cons-
titución de las identidades colectivas se plasma en fórmulas narrativas sobre
7 Véase F. REQUEJO COLL: «Pluralismo, democracia y federalismo», Revista Internacional
de Filosofía Política, 7 (mayo 1996), pp. 93-120.
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 41
las que converge toda una serie de elementos lingüísticos, religiosos y étnicos
que aportan referencias comunes y delimitan criterios fundamentales de per-
tenencia e interacción social. Por ello, si bien es cierto que las formas de dis-
criminación contra mujeres y homosexuales, al igual que contra algunas
identidades étnicas, se encuentran siempre culturalmente mediadas, antropo-
lógicamente hablando no se puede afirmar que las categorías de género o de
orientación sexual constituyan realmente «culturas». Una cuestión distinta es
que grupos militantes de mujeres y homosexuales se hayan dotado de tal len-
guaje con fines políticamente reivindicativos.
Los conflictos del multiculturalismo pierden su nebuloso perfil si los con-
cebimos como lo que son en la práctica: conflictos políticos en los que la retó-
rica de la cultura juega un papel referencial. En algunos casos se reivindica el
derecho a acceder públicamente a determinados bienes culturales, como el
uso de una lengua o la práctica de una religión, y más concretamente el dere-
cho a preservar sus estructuras específicas de reproducción social. En otros
casos las identificaciones culturales sirven para reclamar formas diferencia-
das de participación en la configuración de la voluntad política, sobre todo
cuando esas adscripciones han marcado históricamente a sus portadores. Por
último, en otros casos, los menos, el orgullo de la identidad compartida y la
afirmación de la diferencia se exhiben como vehículos para un separatismo
cultural o político.
19 «Tan sólo puedo definir mi identidad contra el trasfondo de las cosas que importan.
Excluir la historia, la naturaleza, la sociedad, las peticiones de solidaridad, todo salvo lo que
encuentre en mí mismo, sería eliminar toda candidatura a lo que importa. Sólo si existo en un
mundo en el que la historia, las exigencias de la naturaleza o las necesidades de mis congéne-
res o los deberes de ciudadanía o la llamada de Dios o cualquier otra cosa de este tipo impor-
tan, puedo entonces definir una identidad propia que no sea trivial. La autenticidad no es
enemiga de las demandas que emanan más allá del yo. Supone esas demandas». Ch. TAYLOR:
The Malaise of Modernity. Concord, Anansi, 1991, p. 40 (reeditado posteriormente con el título
de Ethics of Authenticity).
20 W. KYMLICKA: Liberalism, Community and Culture. Oxford, Oxford University Press,
1989, p. 151.
21 A. GUTMANN: «Introduction»,en Multiculturalism: Examining the Politics of Recognition,
o.c., p. 8.
50 Francisco Colom González
22 Esa «ortodoxia liberal» en cuestiones culturales podría resumirse acudiendo a las palabras
del conocido sociólogo americano Nathan Glazer: «El Estado no se opone a la libertad de la gen-
te para expresar sus particulares vínculos culturales, pero tampoco alimenta esa expresión ... Los
esfuerzos (de los grupos étnicos) han de ser puramente privados. No es la función de las agen-
cias públicas vincular las identidades legales con la pertenencia cultural o la identidad étnica.
El principio de separación entre Estado y sociedad convierte a la religión y a las comunidades
étnicas en una cuestión voluntaria y privada. La separación entre Estado y sociedad es, en este
sentido, todo lo que ofrece la democracia liberal». Citado por W. KYMLICKA en «Liberalism and
the Politicization of Ethnicity», Canadian Journal of Law and Jurisprudence, Vol. IV, Nº 2 (July
1991), pp. 241-242.
23 Un caso particularmente dramático, por la profundidad de sus secuelas psíquicas, es el
trauma del incesto y del estupro. Numerosos testimonios y un análisis de diversos historiales clí-
nicos pueden encontrarse en S. BUTLER: Conspiracy of Silence: the Trauma of Incest. Volcano,
Ca., Volcano Press, 1985 y C.C. TOWER: Secret Scars: a Guide for Survivors of Child Sexual Abu-
se. New York, Penguin, 1988.
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 51
24 Scott fue un esclavo negro llevado por su dueño desde Missouri, un estado esclavista,
hasta el territorio del noroeste, donde la esclavitud había sido abolida por el Congreso. A su regre-
so a Missouri Scott inició un pleito para obtener su libertad. Sobre la historia de esta decisión
judicial y sus posteriores repercusiones en la legislación estadounidense sobre ciudadanía, ver
K.L. LARST: Belonging to America. New Haven-London, Yale University Press, 1989, cap. 4.
25 Citado en o.c., p. 43.
52 Francisco Colom González
26 Estos fueron los términos con los que Pierre Elliot Trudeau, primer ministro de Canadá,
justificó en 1968 la elaboración de un «libro blanco» sobre política indígena con fines asimila-
cionistas. He aportado una breve mirada a la historia reciente de la política indigenista canadiense
en F. COLOM: «Canadá: las comunidades indígenas», Nexos Nº 231 (marzo 1997), pp. 21-23.
Sobre la evolución de su equivalente mexicana, véase G. DE LA PEÑA: «La ciudadanía étnica y la
construcción de los indios en el México contemporáneo», Revista Internacional de Filosofía
Política, Nº 6 (diciembre 1995), pp. 116-140.
27 Sobre este punto, ver J. R. DANLEY: «Liberalism, Aboriginal Rights and Cultural Minor-
ties», en Philosphy and Public Affairs Nº 20 (1991), pp. 168-185.
28 W. KYMLICKA: «Liberalism and the Politicization of Ethnicity», o.c., p. 248.
29 N. FRASER, o.c., pp. 32-33.
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 53
30 «Imaginemos una sociedad en la que los diferentes bienes sociales son poseídos en forma
de monopolios —como de hecho lo son y siempre lo serán, obstruyendo la intervención continua
del Estado— pero en la que ningún bien es generalmente convertible [...] Esta es una sociedad
igualitaria compleja. Aunque existan muchas pequeñas desigualdades, la desigualdad no se mul-
tiplicará mediante un proceso de conversión ni se sumará a través de los distintos bienes, ya que
la autonomía de las distribuciones tenderá a generar una variedad de monopolios locales pose-
ídos por distintos grupos de hombres y mujeres». M. WALZER, o.c., p. 17.
54 Francisco Colom González
31 Para el desarrollo de esta idea, ver J. MUGUERZA: «Los peldaños del cosmopolitismo», en
R. RODRÍGUEZ ARAMAYO, et al. (eds.): La paz y el ideal cosmopolita de la Ilustración. Madrid,
Tecnos, 1996, pp. 347-374.
32 J.R. DANLEY: o.c., p.180.
33 O.c., pp. 122 y ss.
34 A.O. HIRSCHMAN: Exit, Voice and Loyalty. Cambridge, Mas., Harvard University Press,
1970.
Las identidades culturales y la dinámica del reconocimiento 55
37 Kymlicka es a menudo ambiguo en torno a este punto. Así, cuando en algunos pasajes
afirma que «deberíamos asegurar que todos los grupos nacionales tuviesen la oportunidad de
mantenerse como culturas distintas, si así lo deciden; esto aseguraría que el bien de la perte-
nencia cultural estuviese igualmente protegido para los miembros de todos los grupos naciona-
les», parecería que el bien de la pertenencia cultural fuese un objeto a preservar por sí mismo. Sin
embargo, en otros pasajes afirma que «los derechos diferenciados de autogobierno compensan
de las desiguales circunstancias que sitúan a las culturas minoritarias en una desventaja siste-
mática en el mercado cultural», enfatizando así la reponsabilidad de los actores culturales con
respecto a la contingencia de su propio legado. Ver Multicultural Citizenship, o.c. pp. 112-113.
57
Para las concepciones liberales del derecho y del Estado, basadas en la neu-
tralidad de la esfera pública, el reconocimiento de las diferencias y de los dere-
chos específicos de las minorías representa un serio desafío. Desde una
concepción formalmente universalista o cosmopolita se tiende a considerar
que los problemas de convivencia multicultural deben resolverse, en virtud de
la común pertenencia al género humano, mediante la estricta aplicación de los
mismos derechos a todos los individuos, sin contemplar las diferencias parti-
culares de los mismos. Se recuerda que el derecho es neutral y sólo establece
el marco general para el desenvolvimiento de las libertades individuales y, en
consecuencia, no cabría hablar de derechos de los grupos minoritarios, sino tan
sólo de derechos de los individuos que los integran. Esa concepción concuer-
da con la teoría tradicional de los derechos humanos, según la cual éstos sólo
se aplican a los individuos porque son los únicos sujetos de derechos. Todo
individuo tiene derecho a las mismas libertades según leyes generales, rezaba
la fórmula kantiana. Se parte, pues, como presupuesto normativo, de la igual-
dad esencial entre todos los seres humanos que los hace merecedores de los
mismos derechos: la dignidad humana. Lo diferente en cada individuo es con-
siderado como adjetivo e insustancial. De este modo, la consiguiente abstrac-
ción de la pluralidad humana y de las diferencias naturales que esta idea
presupone no puede alcanzar un grado mayor. La dimensión comunitaria,
intersubjetiva, del ser humano es dejada de lado y asimismo se pasa por alto
que el proceso de individuación sólo es posible a través de la socialización de
los sujetos (como ha puesto de manifiesto, entre otros, los estudios de G.H.
Mead, cfr. Habermas, 1990, 188-239) y que, en definitiva, como nos enseñó
Hegel (cfr. Honneth, 1997), la autoconciencia de los hombres depende de la
experiencia de reconocimiento social. Según las ideas propias de este univer-
salismo abstracto, cabe reivindicar la libertad de expresión religiosa, lingüísti-
ca o cultural, pero siempre que se haga a título individual. Sin embargo, tales
manifestaciones de particularidad no tienen realmente una forma de expresión
estrictamente personal ni reservada a la esfera privada, por lo que su recono-
cimiento como derecho individual no se compadece bien con su sentido más
profundo ni con su realidad fenomenológica. Así, por ejemplo, al considerar el
derecho a hablar la propia lengua no se discute la utilización meramente pri-
vada de la misma, sino sobre todo su uso público en la administración, en la
educación o en los medios de comunicación. El reconocimiento de estas dife-
rencias culturales no puede quedar relegado al ámbito de la privacidad, sino
que precisa una serie de medidas políticas públicas, respaldadas por el Estado:
un compromiso político con los valores del pluralismo cultural.
El universalismo y el individualismo que subyacen a la teoría clásica de
los derechos humanos impiden a menudo una comprensión adecuada de los
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 61
tivos sociales puedan serlo también, con tal de que no se llegue a anular la
autonomía individual. El límite irrebasable en el reconocimiento de los dere-
chos colectivos es que no se obligue a nadie contra su voluntad a ser titular
de un derecho en cuanto miembro del grupo, esto es, que se mantenga ínte-
gramente la condición de adscripción voluntaria al grupo. Esta condición
sería trasladable a la configuración de los derechos de las minorías: los dere-
chos colectivos no pueden hacerse valer por las minorías para limitar la liber-
tad de sus miembros.
A pesar del predicamento del que todavía goza la visión individualista de
los derechos humanos antes expuesta, los documentos más representativos
del actual derecho internacional —la Declaración Universal de los Derechos
Humanos de 1948 y el Pacto Internacional de 1966 sobre derechos sociales,
económicos y culturales— reconocen el derecho individual «a tomar parte en
la vida cultural de la comunidad» así como el derecho colectivo a desarrollar
y difundir la propia cultura: expresiones, que pese a su vaguedad extrema,
señalan un marco programático que deberá ser completado por un desarrollo
jurídico más preciso. Es conveniente no pasar por alto, en todo caso, el dato
de que en esos documentos internacionales el titular de los derechos cultura-
les es una entidad colectiva, los «pueblos», esto es, grupos sociales no defi-
nidos o vagamente caracterizados.
Una objeción común de tipo legalista contra el establecimiento de una
regulación jurídica peculiar para determinados colectivos en un mismo mar-
co estatal consiste en advertir que esas medidas implican una ruptura de la
unidad del ordenamiento jurídico y de la jurisdicción. Esa objeción puede ser
contestada recordando que el derecho es, en realidad, mucho más flexible de
lo que algunos amantes del orden jurídico piensan. El pluralismo jurídico, es
decir, la situación que se produce cuando en el mismo espacio sociopolítico
existen o son válidos dos o más órdenes jurídicos, es un hecho en las socie-
dades avanzadas y no sólo en sociedades poco desarrolladas donde aún no se
ha alcanzado el monopolio estatal del derecho (cfr. Javier de Lucas, 1995).
1 Cfr. A. HONNETH, 1997, 160-169. Los grupos sociales se despliegan a lo largo de la his-
toria en procesos de hegemonía, dominio y resistencia, de ahí que las relaciones de poder desem-
peñen un papel central en la configuración de las identidades de los colectivos humanos. La
dialéctica entre el amo y el esclavo, descrita por Hegel en la Fenomenología del Espíritu, puede
iluminar el proceso de conformación de las identidades —mutuamente dependientes— de los
grupos sociales hegemónicos y de los subordinados.
64 Juan Carlos Velasco Arroyo
II
Llegados a este punto en el que las aporías no hacen sino aflorar una
detrás de otra, quizás fuese útil fijar la atención en alguna discusión teórica
que verse sobre este particular con el fin de encontrar alguna senda transita-
ble. La justificación normativa de derechos especiales para determinadas
minorías tiene, como ya se ha señalado, un difícil anclaje en una democracia
de corte liberal. Precisamente esta cuestión constituye uno de los motivos
El derecho de las minorías a la diferencia cultural 67
2 Cfr. C. THIEBAUT, 1992, 53-63. Desde el siglo XVIII el discurso social de la modernidad
ha girado bajo distintos títulos en torno a un único tema: pensar en un «equivalente del poder uni-
ficador de la religión» tras el desencantamiento del mundo (Habermas, 1989, 172). Mediante esta
idea sería posible diferenciar entre comunitaristas y liberales (cfr. WELLMER, 1996, 79-80): los
liberales argumentan que una sociedad basada en la garantía de los derechos individuales puede
generar un equivalente funcional de la religión que mantenga integrados a todos los miembros de
una sociedad; los comunitaristas, por su parte, afirman que sólo en el contexto de formas de auto-
determinación comunitaria — que asuman una concepción compartida de bien— los derechos
humanos pueden encontrar un sentido no destructivo.
68 Juan Carlos Velasco Arroyo
«Más bien, habría que pensar que las diferencias teóricamente funcionales entre
ambas formas de integración y el complejo modelo de relaciones entre ambas
contiene una tensión interna que quizá esté sólo latente porque la conformación
ética de la cultura política y la integración ética en sentido estricto están conce-
bidas, en último término, bajo una suerte de armonía» (Thiebaut, 1994, 54-55).
Kymlicka (1996b, 29-34; 1996c, 58-71), entre los derechos colectivos que
puede reclamar un grupo deben distinguirse al menos dos tipos. Por un lado,
en el ámbito de las relaciones intragrupales, se encontraría el derecho del gru-
po a limitar la libertad de sus propios miembros en nombre de la solidaridad
de grupo o de la pureza cultural: éstos son los derechos colectivos como res-
tricciones internas. Por otro lado, en el ámbito de las relaciones intergrupa-
les, estaría el derecho de un grupo contra el resto de la sociedad, con el objeto
de asegurar que los recursos y las instituciones de los que depende la minoría
no sean vulnerables a las decisiones de la mayoría: los derechos colectivos
como protecciones externas. Unos derechos tratarían de proteger al grupo del
impacto de la disidencia interna y otros de las presiones externas. La posición
básica de Kymlicka consiste en afirmar que desde los presupuestos liberales
pueden y deben defenderse los derechos colectivos entendidos como protec-
ciones externas (pues de este modo se impide que unos grupos opriman a
otros) y han de excluirse las restricciones internas: «los derechos de las mino-
rías no deberían permitir a un grupo dominar a los demás grupos y tampoco
deberían capacitar a un grupo para oprimir a sus propios miembros. Dicho
con otras palabras, (...) deberían asegurar la existencia de igualdad entre los
grupos y de libertad e igualdad dentro de los grupos» (Kymlicka, 1996b, 36).
En la base del pensamiento político de Kymlicka se encuentra la convic-
ción de que «la vida política tiene una dimensión inevitablemente nacional»
(Kymlicka, 1996b, 35). Si se tiene en cuenta que los Estados modernos libe-
rales no son más que la plasmación de proyectos de construcción nacional de
las mayorías, la única manera que las minorías tienen de alcanzar la necesa-
ria protección jurídica es, según Kymlicka, reclamar su propio Estado o, por
los menos, algunos rasgos e instrumentos fundamentales del mismo. De ahí
se derivaría la pretensión de las minorías nacionales a que se vean reconoci-
dos derechos especiales de representación, derechos de autogobierno (conse-
jos y tribunales tribales, por ejemplo) y derechos poliétnicos que protejan
prácticas religiosas y culturales. Lo característico de la tesis de Kymlicka
estriba en afirmar la plena compatibilidad de estas pretensiones políticas de
los grupos minoritarios con el pensamiento liberal.
Pero esta justificación de los derechos de las minorías que Kymlicka pro-
pone resulta, a mi juicio, problemática. En primer lugar, no resulta tan obvio
que los Estados modernos, incluso los llamados Estados-nación, tengan como
fin primordial la reproducción de una determinada cultura nacional. Y no me
refiero aquí a un deber ser ideal, sino a los hechos visibles en la trayectoria de
esos Estados. Otra cosa diferente es que, efectivamente, en la retórica políti-
ca la cultura (la lengua, la literatura, la historia o la religión) tenga un papel
destacado debido a la profunda carga emocional que conlleva. En la práctica,
insisto, parece mucho más claro que el aparato estatal se encuentra orientado
a la reproducción de determinadas relaciones sociales y económicas, cuando
78 Juan Carlos Velasco Arroyo
BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA
I. INTRODUCCIÓN
El presente estudio desea mostrar de qué manera los vacíos que dejan las
visiones multiculturalistas del comunitarismo y del liberalismo pueden ser
colmados, teórica y prácticamente, a través del derecho, como único instru-
mento de integración posible de una sociedad desencantada, ya sea postlibe-
ral, como tradicional en transición estructural como la colombiana.
A través del derecho, pero no del que conocemos en estas latitudes, sino
de un nuevo paradigma consensual-discursivo que infiera del conjunto de
visiones omni-comprehensivas de la ciudadanía y la opinión pública los
contenidos normativos desde los cuales alimentar la concepción, concreción
y ejecución de contenidos, instrumentos y productos jurídico-legales de
todo orden, puede esta sociedad desgarrada encontrar el medio que le per-
mita rehacer el lazo social desintegrado.
Ello tiene una significación especial para nuestro medio por la situa-
ción de violencia en que vivimos, de una parte, pero también porque las
soluciones que ante ella se plantean hacen referencia, inevitablemente, a
dos de las posiciones anotadas, complementando, si no exacerbando, el
conflicto armado con un conflicto de interpretaciones filosófico-políticas
y jurídicas que oscilan entre la defensa liberal del estado de derecho y la
ampliación comunitarista de la misma, sin encontrar las mediaciones con-
cretas que pudieran resolver esa tensión. Tensión presente en instituciones
como el Congreso y las Cortes, en especial la Constitucional, como en la
84 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana
No son pocos los hombres de finales del siglo XX que experimentan cier-
to grado de malestar cuando se enfrentan, viven o analizan algunas facetas de
la cultura moderna. En efecto, determinadas aristas que componen la expe-
1 Las reflexiones que se desarrollan en ese acápite tienen como fuente principal las siguien-
tes obras de CH. TAYLOR: Fuentes del yo, Editorial Paidós, Barcelona, 1996; Ética de la autenti-
cidad, Editorial Paidós, Barcelona, 1994; Multiculturalismo y política del reconocimiento, Fondo
de Cultura Económica, México, 1993.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 85
4 Ibídem., p. 38.
5 Ibídem., p. 67.
6 Este punto entronca con el segundo síntoma que muchos hombres de hoy perciben como
símbolo de declive cultural: la razón instrumental. Este tipo de razonamiento es definido por Tay-
lor como aquel tipo de reflexión que busca encontrar el medio más eficiente para la conquista de
un fin previamente determinado. Se trata pues, de encontrar la mejor relación costo-beneficio
entre los medios disponibles y el objetivo que se persigue. Ver: TAYLOR, CH., ibídem. pp. 40-44
y 121-134.
No hay duda que este tipo de razonamiento es útil en ciertos ámbitos y ciertas materias; la
cuestión, para los críticos de este fenómeno típico de la modernidad, es que ha tomado tanta fuer-
za que amenaza con apoderarse de todas las facetas de la vida humana. Es así como ciertas deci-
siones que deberían tomarse con base en otros criterios, como las relacionadas con la protección
de la naturaleza o las que buscan distribuir recursos escasos entre los individuos que conforman
una comunidad, lo son en términos costo-beneficio, haciendo que ciertos fines independientes
que guían nuestras vidas se vean opacados o marginados por la búsqueda de mayor rendimiento.
Las consecuencias que esta razón instrumental tiene en la órbita política son, para muchos,
preocupantes. Para Taylor, la sociedad tecnológica-industrial, así como el áurea de prestigio que
cubre a la ciencia y a la tecnología ejercen una presión muy fuerte sobre gobernantes y ciudada-
nos para que el cálculo costo-beneficio sea el único criterio a partir del cual se toman las deci-
siones que determinan la configuración de los asuntos políticos de la sociedad.
La potencia que ha alcanzado este tipo de racionalidad está directamente relacionada con la
desaparición de los viejos órdenes morales que otorgaban una explicación para el orden de la
sociedad y de la naturaleza. Cuando éstos son suprimidos, dando paso al individualismo, la
estructura de la sociedad y el destino de la misma puede reinterpretarse teniendo en cuenta úni-
camente la felicidad o el bienestar de los individuos.
Para Taylor es claro que la hegemonía de la razón instrumental en nuestras comunidades es
un factor que empobrece las vidas de las mismas, así como las de los ciudadanos que las com-
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 87
ponen. El imperio de este tipo de razonamiento cierra múltiples caminos para redirigirlas, para
reinterpretarlas y por tanto comprenderlas de manera diversa.
Ahora bien, aunque los anteriores hechos innegablemente componen la dinámica de nuestras
comunidades, Taylor considera excesivos los análisis que indican que éstos construyen una jau-
la de hierro en la que nos hallamos encerrados y de la que no podemos escapar; o de la cual sólo
podremos huir una vez se haya eliminado la estructura capitalista de nuestra economía y las for-
mas estatales que nos rigen.
Taylor considera que no estamos absolutamente condicionados por los mecanismos imper-
sonales guiados por la racionalidad instrumental y que tiene sentido preguntarse por cuales son
los fines de nuestra vida individual y comunitaria y si éstos deben ser materializados a partir del
esquema medio-fin.
Sobre este tema ver: TAYLOR, CH., Ibídem. pp. 40-47 y 121-134 y 135-146.
7 Ibídem. p. 51.
8 Ibídem. p. 44.
9 Taylor considera que el mejor antídoto contra estas formas paternalistas de Estado radi-
ca en la construcción de una vigorosa cultura política que valore la participación de los ciudada-
nos en los debates sobre el futuro de su comunidad y que esté atenta a evitar la sensación de
impotencia y de aislamiento que genera el que el gobierno tome decisiones sin consultar a sus
ciudadanos.
88 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana
Ahora bien, para Taylor las críticas antes expuestas iluminan puntos del
individualismo que pocos considerarían plausibles y que la mayoría intenta-
ría neutralizar. Aunque también cree que con ellas se oscurece el fuerte ideal
que esconden las formas distorsionadas del individualismo: el ser fieles a
nosotros mismos10. Esto es lo que el autor llama, analizando el individualis-
mo desde la segunda perspectiva señalada, el ideal de la autenticidad. Este
ideal es definido como la construcción de un modo de vida superior o mejor
a partir de lo que cada uno debería desear. Es decir que esta ética de la auten-
ticidad exige y defiende el que las personas tengan como reto y derecho el
definir autónomamente lo que ha de ser su proyecto de buen vivir, hacia dón-
de han de dirigir sus esfuerzos de autoconstrucción11.
Por otra parte el ideal antes expuesto, puede hacerse más sólido si distin-
guimos entre el acto de elegir un proyecto de buen vivir y el contenido del
mismo. El hecho de que valoremos la elección autónoma de la perspectiva de
buena vida, no implica que el contenido de la misma ha de tener en cuenta
únicamente los intereses egoístas del sujeto que decide. De esta forma no hay
razón alguna para que los contenidos del proyecto de buen vivir no tengan en
cuenta las exigencias que hace la convivencia con otros hombres y con la
naturaleza12.
Esta distinción permite contrastar las potencialidades que el ideal de la
autenticidad posee al aceptar y defender esta distinción y las formas distor-
sionadas del individualismo que confunden los dos elementos mencionados,
conduciendo a los sujetos hacia proyectos de vida radicalmente egoístas,
desentendidos de todo aquello que no se relaciona directamente con sus más
estrechos intereses.
De esta manera se puede evidenciar cómo el trabajo de Taylor se dirige
hacia una reinterpretación del individualismo, para rescatarlo de visiones que
lo empobrecen y que lo conducen hacia formas pervertidas13.
Ahora bien, aunque el ideal de la autenticidad es defendido por casi todos
los ordenamientos jurídicos occidentales14 las posiciones en torno a él son
10 El ideal fuerte del individualismo es oscurecido no sólo por las críticas que se hacen a
sus formas degradadas (que impiden acceder al ideal mismo) sino por el profundo relativismo
moral en el que éstas se sustentan. Este relativismo, así como el escepticismo que lo funda, impi-
den la discusión argumentativa en torno al ideal, manteniéndolo en la sombra.
11 Ibídem. p. 51.
12 Ibídem. p. 51.
13 De igual forma en la labor académica de Taylor se evidencia cierto afán moralizador que
busca alertar a los sujetos inmersos en la cultura del individualismo de los riesgos que corren, al
no darle a esta una interpretación fuerte, de caer en trivializaciones de la misma que estrecharí-
an ineludiblemente sus vidas. Ver: Carlos THIEBAUT, «Recuperar la moral: la filosofía de Char-
les Taylor», (introducción) en: TAYLOR, C., Ibídem. pp. 11-23.
14 El ideal de la autenticidad es defendido en la mayoría de los ordenamientos jurídicos
occidentales a partir de la consagración de derechos como el libre desarrollo de la personalidad,
la libertad de conciencia, la libre expresión, etc.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 89
3. Horizontes Ineludibles
20 Taylor entiende el vocablo lenguaje en un sentido amplio que incluye lenguajes corpo-
rales, gestuales, artísticos etc. Ver Ibídem., p. 68.
21 Ibídem., pp. 69-70.
22 De esta forma el contacto con el otro es una relación que no se puede descartar de mane-
ra absoluta a pesar de los deseos y esfuerzos del sujeto. Taylor considera que ni siquiera el ermi-
taño o el artista solitario es capaz de lograr la anulación total del carácter dialógico de la vida. El
primero mantiene como interlocutor a la divinidad y el segundo a los potenciales espectadores de
su obra. Ver: TAYLOR, CH., Ibídem., p. 70.
23 Multiculturalismo y política del reconocimiento, Ibídem., p. 55.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 93
sino que se constituye en una herramienta clave para evidenciar cómo reco-
nocer falsamente a un individuo (o grupo de individuos) o no reconocerlo,
puede constituirse en una forma de opresión31. En efecto, la continua indife-
rencia y/o la mirada negativa del otro puede llevar a que el sujeto pierda su
autoestima y por tanto se interprete como un ser humano con poco valor,
como un ser inferior en relación con quien lo evalúa.
Este hecho, por ejemplo, es enfatizado por algunas corrientes feministas,
y constantemente debatido por autores preocupados por temas relacionados
con la multiculturalidad. Éstos y aquellas consideran que el no reconoci-
miento o falso reconocimiento del que son objeto las mujeres y las minorías
étnicas por parte de la cultura blanca-patriarcal hegemónica, les ha causado
graves daños a estos grupos. Las primeras, por ejemplo, autointepretándose
como objetos sexuales y las segundas como culturas menores.
Ahora bien, si continuamos con el análisis de la política del reconoci-
miento igualitario (que nace en el plano social a partir de la idea genérica del
reconocimiento) podremos ver como ésta da lugar a otras consecuencias
importantes para el plano político de las comunidades occidentales.
La reformulación de la manera en que se concibe la identidad individual
y la perspectiva de la dignidad igualitaria, las dos en relación con la idea del
reconocimiento, han producido dos principios políticos distintos pero interre-
lacionados que dinamizan la órbita pública: el principio de la dignidad uni-
versal y el principio de la diferencia32.
El primero es producto del tránsito, al que hicimos referencia anterior-
mente, del honor como valor fundamental en el antiguo régimen, a la digni-
dad igualitaria en la modernidad.
Este principio defiende la igualdad fundamental de todos los ciudadanos,
por lo que les otorga los mismos títulos y derechos. Es así como este postu-
lado tiene como consecuencia práctica primordial la concesión de iguales
derechos políticos y civiles a todos los individuos que componen la polis.
Desaparece así la diferenciación antes existente entre ciudadanos de primera
categoría y ciudadanos de segunda categoría.
El segundo, que nace como una derivación de la transformación de la
manera como se interpreta la identidad individual, defiende la capacidad que
tienen todos los seres humanos de construir la suya, así como el producto
efectivo de la dinamización de esta potencia33.
Es así como el principio de la dignidad universal defiende lo que es común
a todos los ciudadanos, mientras que la política de la diferencia pide protec-
ción, sobre una base universalista, a lo que es original en cada uno de los
36 Ibídem., p. 63.
37 Ibídem., pp. 84-85.
38 Este tipo de liberalismo se sustenta en la idea kantiana de que la dignidad humana con-
siste en gran medida en la autonomía para determinar una buena vida por sí mismo. Esta capaci-
dad sería irrespetada si el Estado jerarquiza alguna de las posibles alternativas de buen vivir sobre
las otras, a través de su apoyo.
De esta forma en el liberalismo de la neutralidad cada hombre tiene la posibilidad de ele-
gir un determinado proyecto de bien vivir pero también reconoce el compromiso de tratar a sus
conciudadanos en forma equitativa e igualitaria, cualquiera que sea la perspectiva moral que
defienda.
98 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana
Así, en una sociedad que adopte el liberalismo sustancial hay que distin-
guir entre las libertades esenciales que nunca podrían ser violadas, de aque-
llas inmunidades y privilegios que en ocasiones, cuando entren en conflicto
con la política publica, pueden ser restringidas. En palabras de Taylor «este
modelo de liberalismo está dispuesto a sopesar la importancia de ciertas for-
ma de trato uniforme contra la importancia de la supervivencia cultural y
optan a veces en favor de esta ultima»41.
De esta manera, Taylor considera que una sociedad con poderosos pro-
yectos colectivos puede ser liberal, siempre y cuando esté en capacidad de
garantizar la diversidad y los derechos fundamentales de las minorías.
No hay duda de que durante la implementación y vida de un modelo como
el del liberalismo sustancial habría grandes dificultades y en ocasiones se pre-
sentarían arbitrariedades. Pero éstas y aquéllas no serían mayores a las que
tendrían otra interpretaciones del liberalismo en donde se privilegia la igual-
dad frente a la libertad o se pretende lograr un equilibrio entre las dos42.
De esta forma el liberalismo sustancial, en tanto defiende la continuidad
entre moral y política, reconoce que no es un modelo neutral, imparcial y
ahistórico en el que pueden convivir todas las culturas. La interpretación del
liberalismo que defiende Taylor se autodefine como un modelo político que
nace determinado por una serie de condicionamientos espacio-temporales que
le impiden presentarse como una perspectiva que puede incluir a todas las
culturas y que puede implementarse en todas ellas. Este liberalismo sustancial
reconoce que sus raíces se hunden en la tradición cristiana occidental por opo-
sición al liberalismo procedimental que se presenta como una alternativa polí-
tica neutral que es capaz de acoger dentro de sus límites a todas la culturas y
que es oponible a cualquier individuo racional como la mejor alternativa para
comprender y desarrollar una comunidad política43.
No obstante el reconocimiento de su perspectividad, el reto para el libera-
lismo sustancial es grande: «enfrentarse al sentido de marginación que sien-
ten los individuos que no comparten la visión impulsada por el Estado sin
comprometer su principios políticos fundamentales»44. Así, mientras por un
lado promueve la continuidad entre moral y política, por el otro se enfrenta a
la creciente diversidad étnica y cultural de la sociedades contemporáneas.
41 Ibídem., p. 91.
42 Ibídem., p. 89.
43 Ibídem., pp. 91-93.
100 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana
44 Ibídem., p. 94.
45 Ibídem., p. 94.
46 De igual manera la política de la diferencia denuncia que si hay alguna razón por la cual
las sociedades multiculturales pueden entrar a vivir serios conflictos es por la falta de reconoci-
miento de igual valor entre los grupos que la conforman.
47 Como se puede ver esta premisa descarta etapas breves de una cultura relevante (etapas
de decadencia por ejemplo) y fragmentos culturales de una sociedad. Ibídem. p. 98.
48 Ibídem.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 101
estudio de otras culturas. Esta afirmación no puede ser una proposición cate-
górica que defiende de antemano el igual valor efectivo de todas las culturas
existentes. Tal evaluación sería una concesión y no una muestra de verdade-
ro respeto, en tanto se haría a partir de las propias categorías, sin conocer
realmente a las otras culturas, sin conocer qué es lo que ellas consideran
valioso48.
En efecto, para comprender cuál es el aporte que la otra cultura hace a la
historia humana es necesario que quien se acerca a ella amplíe el horizonte
desde el cual interpreta, de forma que comprenda realmente lo que es valioso
para ésta. Es necesario entonces, que se de una fusión de horizontes de inter-
pretación que permita acercarse a la manera como el otro interpreta el mundo
y que de lugar al desarrollo de nuevos vocabularios para expresar los con-
trastes entre las culturas49.
De esta forma «en caso de encontrar apoyo sustantivo a la suposición ini-
cial (igual valor de todas las culturas), será sobre la base del entendimiento de
lo que constituye un valor para el otro»50 y no desde lo que quien se acerca a
éste considera importante. Si se evalúa desde esta última perspectiva estaría-
mos no sólo frente una muestra de condescendencia sino de etnocentrismo: se
aclamaría al otro por ser como yo. Lo que exigen la política del reconoci-
miento y la de la diferencia es que «haya auténticos juicios de valor que se
apliquen a las costumbres y creaciones de culturas diversas»51 fundamentados
en un estudio juicioso y un acercamiento comprometido a los horizontes des-
de los cuales éstas se autocomprenden.
Es así como para Taylor es plausible exigir que los individuos se acer-
quen a las otras culturas presuponiendo el igual valor de todas ellas. Pero
no considera plausible que se exija de antemano la conclusión de que todas
las culturas tienen un gran valor o tienen un valor real igual a todas las
demás.
Es claro para Taylor que la hipótesis de la cual se parte es conflictiva, pero
a su vez considera que es razonable pensar que las culturas que le han dado
sentido a millones de hombres diversos, durante un largo periodo, tienen algo
relevante que decir al resto de culturas y de individuos. Negar a priori tal
suposición no podría ser explicado sino como fruto de una inmensa arrogan-
cia etnocentrista52.
Taylor no está seguro de que la presuposición de igual valor pueda ser exi-
gida como un derecho. Mas tal cosa no le preocupa pues cree que el proble-
ma puede enfocarse de manera diversa a través de la pregunta ¿es esa la
manera como debemos enfocar a los otros? Es decir, puede asumirse como
una fuerte exigencia normativa que ha de guiar nuestra relación con los indi-
viduos y culturas distintos53.
Es así como la interpretación que hace Taylor de la política de la diferen-
cia y de la política del reconocimiento en el ámbito intercultural exige «no
juicios perentorios e inauténticos de valor igualitario, sino disposición para
abrirnos al género de estudio cultural comparativo que desplace nuestros hori-
zontes hasta lograr la fusión con otros... y ante todo exige que se admita que
aún nos encontramos muy lejos de ese horizonte último desde el cual el valor
relativo de diversas culturas puede evidenciarse»54.
53 Ibídem. p. 106.
54 Ibídem., p. 107.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 103
65 J. HABERMAS, Faktizität und Geltung. Beitrage zur Diskurstheorie des Rechts und des
Demokratischen Rechsstaats, Frankfurt: Suhrkamp Verlag, 1992; traducción al inglés, de William
Rehg, Between Facts and Norms. Contributions to a Discourse Theory of Law and Democracy,
Cambridge: MIT Press, 1996. Las citas a la obra en este estudio son una traducción libre de la
versión en inglés, con fines netamente expositivos, del autor de este ensayo. A partir de aquí los
comentarios a esta obra se apoyaron también en apuntes y traducciones libres al español del pro-
fesor Guillermo Hoyos (Departamento de Filosofía, Universidad Nacional de Colombia).
66 Sobre la última obra de Habermas consultar, en castellano, a GUILLERMO HOYOS, «Ética
discursiva, derecho y democracia» en Cristina Motta (Edr.), Ética y Conflicto, Bogotá: TM-
UniAndes, 1995, pp. 49-80; así como, del mismo autor, Derechos Humanos, Ética y Moral,
Bogotá: Viva La Ciudadanía, 1994, pp. 69-81; y JOSÉ ESTEVEZ, La Constitución como Proceso,
Madrid: Editorial Trotta, 1994. En inglés, ver WILLIAM OUTHWAITE, «Law and the state» en
Habermas: A Critical Introduction, Stanford: Stanford University Press, 1994, pp. 137-151;
KENNETH BAYNES, «Democracy and the Rechsstaat» en STEPHEN WHITE (Ed.), HABERMAS, Cam-
bridge: Cambridge University Press, 1995, pp. 201-232; JAMES BOHMAN, «Complexity, plura-
lism, and the constitutional state» en Law and Society Review, Volume 28, N. 4, 1994,
pp. 897-930; MICHEL ROSENFELD, «Law as discourse: bridging the cap between democracy and
right» en Harvard Law Review, Volume 108, 1995, pp. 1163-1189; y FRANK MICHELMAN, «Bet-
ween facts and norms» (Book reviews) en The Journal of Philosophy, New York: Columbia Uni-
versity, Volume XCIII, Number 6, June, 1996, pp. 307-315. En francés ver PHILIPPE GERARD,
Droit et Democratie. Reflexions sur la Legitimit, du Droit dans la Societ, Democratique, Bruxe-
lles: Publications de Facultes Universitaires Saint-Louis, 1995.
106 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana
70 Ver, en general, MAX WEBER, Economía y Sociedad, México: F.C.E., 1987; así como
ENRIQUE SERRANO, Legitimación y Racionalización, Barcelona/México: Anthropos/Universidad
Autónoma Metropolitana, 1994.
71 Ver, específicamente, J. HABERMAS, «A reconstructive approach to law I: the system of
rights» y «A reconstructive approach to law II: the principles of the constitutional state» en Ibí-
dem., pp. 82-131 y 132-193.
72 Ibídem., pp. 83-84.
73 Ibídem., p. 105.
74 Ibídem., pp. 120-121.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 109
82 Ibídem., p. 300.
83 Ibídem., pp. 306-308.
84 Modelo desarrollado por Habermas a partir de una revisión crítica de la propuesta de
Bernard PETERS, Rationalitat, Recht und Geselleschaft, Frankfurt am Main, 1991.
85 Ibídem, p. 360.
86 Ibídem, p. 362.
87 Ibídem., p. 364.
El paradigma consensual-discursivo del derecho como instrumento… 113
88 Al respecto ver J.L. COHEN y A. ARATO, Civil Society and Political Theory, Cambridge:
M.I.T. Press, 1992, obra de la que Habermas desprende sustanciales planteamientos.
89 J. HABERMAS, Op. Cit., p. 367.
90 Sobre este concepto (subjectless comunication) ver Ibídem., pp. 184, 299-301, 408-409.
91 Ibídem., p. 383.
92 Ver «The indeterminacy of law and the rationality of adjudication», «judiciary and legis-
lator: on the role and legitimacy of constitutional adjudication» y «Paradigms of law» en Ibídem.,
pp. 194-237, 238-286 y 388-446.
93 Ibídem., pp. 194-195.
114 Daniel Bonilla Maldonado y Óscar Mejía Quintana
V. CONCLUSIONES
1 Entre la amplia literatura sobre el multiculturalismo cito aquí sólo algunos títulos de
compilaciones que me parecen muy interesantes: Multiculturalism and «The Politics of Recog-
nition», A. GUTMANN, (Ed.), Princenton University Press, Princenton, 1992. A. HONNETH, (Ed.),
«Schwerpunkt: Multiculturalismus», en: Deutsche Zeitschrift für Philosophie, Berlín, 43, 1995,2,
271-373. W. KYMLICKA, (Ed.), The Rights of Minority Cultures, Oxford University Press, New
York, 1995. F. COLOM y G. LAFOREST, (Presentadores), Dimensiones políticas del multicultura-
lismo, en: Revista Internacional de Filosofía Política, Nº 7, 1996, 5-140, Madrid.
120 Francisco Cortés Rodas
Habermas (1) y desarrollado también por Will Kymlicka (2), con relación a
las dificultades del liberalismo frente a las minorías culturales. Al final pre-
sentaré un excurso sobre el asunto del multiculturalismo en Colombia (3).
Para ello partiré de la tesis de Will Kymlicka, según la cual una concep-
ción liberal de justicia debe incluir, además de los derechos y libertades
individuales, derechos diferenciados de grupo. Esto quiere decir que es
posible justificar un modelo liberal de justicia en una sociedad multicultu-
ral, en el que se otorguen derechos especiales a los miembros de ciertas
minorías étnicas y nacionales. Si uno quiere simplificar, pero también cen-
trar la tesis básica de Kymlicka, el objetivo de su libro Ciudadanía multi-
cultural2 es argumentar que es posible establecer derechos especiales para
ciertas minorías nacionales como, por ejemplo, los franco-canadienses y los
indígenas en el Canadá, en virtud de su pertenencia a un grupo. Esto signi-
fica, entonces, que los derechos otorgados y garantizados por el Estado a
sus asociados pueden definirse en ciertas situaciones en términos de las
aspiraciones colectivas de un grupo, siempre y cuando éste se autodefina
como una unidad de tipo nacional.
Al enfocar su argumentación en la fundamentación de derechos diferen-
ciados de grupo para minorías con base nacional, Kymlicka muestra las limi-
taciones e incapacidades del liberalismo y la profunda insensibilidad por parte
de algunos teóricos contemporáneos del pensamiento liberal en relación con
los problemas políticos de las sociedades multiculturales3. Esta limitación se
manifiesta en la conformación de lo que podemos denominar modelo liberal
para sociedades multiculturales, el cual a grandes rasgos afirma que los dere-
chos de las minorías culturales se protegerían garantizando los derechos civi-
les y políticos de los individuos en tanto individuos y que, por tanto, no es
necesario establecer ningún tipo de derechos colectivos. Esta exclusión radi-
cal de todo tipo de derechos especiales para los miembros de grupos minori-
tarios obedece a la incomprensión de la realidad de las sociedades
multiculturales, resultado de la falta de diferenciación respecto a la historia de
la tradición liberal. El modelo liberal, fuertemente arraigado en las tradicio-
nes políticas de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, es utilizado por los teó-
ricos contemporáneos del liberalismo como único paradigma del liberalismo,
lo cual no permite, según Kymlicka, ver a la luz de la misma historia de la tra-
dición liberal la particularidad de otras realidades, como la canadiense, la
española o la belga.
la política de la dignidad afirma que todos los hombres, como seres libres e
iguales, tienen los mismos derechos, y que por tanto la función del Estado
consiste en proteger y asegurar tales derechos. El contrato social sirve en este
modelo para fundar un Estado, cuya función es proteger al individuo de las
posibles intromisiones que otros o el mismo Estado puedan realizar en su
esfera privada. En otras palabras, la tarea del Estado, definida a través de una
fundamentación moral de los derechos básicos, consiste en garantizar un
espacio de acción para que los individuos, entendidos como seres libres e
iguales, puedan realizar sus planes particulares de vida. El criterio de neutra-
lidad que de aquí se deriva obliga al Estado o a sus agentes a respetar la plu-
ralidad de formas de vida o visiones comprehensivas que cada uno de los
miembros tenga o pretenda realizar. En este sentido, el Estado no puede pro-
mover, fomentar o favorecer ninguna concepción particular del bien; de
hacerlo, viola el principio de igualdad y de no discriminación.
El modelo de la política de la diferencia afirma que cada individuo y cada
grupo poseen una identidad y una particularidad que les deben ser respetadas.
En este sentido, el modelo de la diferencia exige del Estado la protección de
una serie de prácticas, tradiciones y valores que harían posible que sus miem-
bros se identificaran con determinado ideal de bien común y, por tanto, lleva-
rán a término ciertos fines o metas colectivas; la protección de los derechos y
libertades individuales depende, para el liberalismo 2, de su articulación con
una concepción de vida buena.
La contraposición entre estos dos modelos está determinada por las exi-
gencias irreconciliables que se hacen entre sí: desde la perspectiva de la polí-
tica de la dignidad, el principio del respeto igualitario exige que tratemos a las
personas en una forma ciega a la diferencia; para la política de la diferencia
hay que reconocer y fomentar la particularidad. La crítica de los primeros a
los segundos es que reconocer y fomentar la particularidad o la diferencia vio-
la el principio de no discriminación; el Estado y el derecho dejarían de ser
neutrales para así poder promocionar una forma particular de vida buena. La
crítica de los segundos al modelo de la política de la dignidad afirma que este
modelo, con su supuesta neutralidad frente a las distintas concepciones de
vida buena, favorece una forma de vida buena; a saber, la forma de vida libe-
ral y que, por tanto, no es neutral. «El liberalismo es un particularismo que se
disfraza de universalidad», escribe Taylor7. Al no reconocer las diversas posi-
bilidades de constitución de la identidad constriñe a las personas a entrar en
un molde que no es suyo. Este liberalismo es, para aquellas versiones más
radicales de la política de la diferencia, el reflejo de una cultura hegemónica,
no sólo inhumana, sino sumamente discriminatoria.
10 Esta crítica es presentada en forma más amplia en: Faktizität und Geltung. Beiträge zur
Diskurstheorie des Rechts und des demokratischen Rechtstaats, Suhrkamp, Frankfurt/M., 1992,
pp. 109 ss. y pp. 632 ss.
11 Una más amplia consideración de este planteamiento es hecha en los capítulos III y VI.
de mi De la política de la libertad a la política de la igualdad. Ensayo sobre los límites del libe-
ralismo, Siglo del Hombre Editores, Santa Fé de Bogotá, 1999.
12 Véase: J. HABERMAS: «La lucha por el reconocimiento», o.c. p. 5.
Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 125
«La autonomía privada de los ciudadanos con los mismos derechos puede
asegurarse solamente en un mismo paso con la activación de su autonomía
ciudadana»13.
Las preguntas que aquí debemos tratar, antes de presentar con más detalle
la posición de Habermas frente a Taylor, son: ¿cómo conseguir esta articula-
ción entre los principios de la autonomía privada y de la autonomía pública?,
y ¿cómo lograr complementar estas dos formas de autonomía?, de tal mane-
ra que, de un lado, a través de las exigencias hechas a partir de la considera-
ción de fines colectivos no resulte disuelta la estructura del derecho, y, de otro
lado, al considerar la prioridad de las libertades y derechos fundamentales no
termine negada para los grupos minoritarios la posibilidad de conseguir su
integración ética.
Respondiendo a estas preguntas Habermas desarrolla un concepto dife-
renciado de autonomía, en el cual distingue cuatro concepciones de autono-
mía, a saber: ética, moral, política y jurídica, cada una de las cuales juega allí
determinado papel; la idea de Habermas es que ninguna de ellas debe ser
absolutizada, porque de su absolutización resulta, o bien el error del libera-
lismo 1 al establecer la prioridad de la autonomía moral, o el error del libera-
lismo 2 con su tesis de la prioridad de la autonomía política.
Según este amplio concepto que expondré siguiendo las argumentaciones
de Axel Honneth14 y Reiner Forst15, una persona actúa en forma autónoma
cuando lo hace en forma consciente y fundamentada, cuando, en palabras de
Forst, «puede con razones y argumentos responder frente al otro o los otros
por sus actos o por las consecuencias que se sigan de éstos»16.
La diferenciación de estas distintas concepciones de autonomía hace nece-
sario a la vez distinguir los contextos prácticos en los cuales se exigen las
acciones autónomas y responsables, de formas de justificación de las razones,
de tipos de razones, y de distintos criterios para la consideración de las mis-
mas. De nuevo Forst:
20 Para precisar la concepción del derecho en Habermas, véase Habermas, J., Faktizität, o.c.
Cap. 3, 4.
Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 129
«La posición jurídica del ciudadano se constituye a través de una red de rela-
ciones igualitarias de reconocimiento recíproco. Pero las relaciones de recono-
cimiento garantizadas jurídicamente no se reproducen por sí mismas; necesitan
el esfuerzo cooperativo de una praxis ciudadana, a la cual nadie puede ser coac-
cionado por medio de normas jurídicas»21.
«Para las minorías nacionales, el federalismo es, ante todo, una federación de
pueblos, y las decisiones concernientes al poder de las subunidades federales
debieran reconocer y afirmar el estatuto igualitario de los pueblos fundado-
res. Desde esta perspectiva, garantizar poderes iguales a las unidades regio-
nales y nacionales supone de hecho negar la igualdad a la nación minoritaria,
reduciendo su estatuto al de una división regional con respecto a la nación
mayoritaria. Por el contrario, para los miembros de la mayoría nacional el
federalismo es, en primer lugar y ante todo, una federación de unidades terri-
toriales, y las divisiones concernientes a la división de poderes debieran afir-
mar y reflejar la igualdad de las unidades constituyentes. En esta percepción,
conceder poderes desiguales a las unidades basadas nacionalmente equivale
a considerar algunas de las unidades federales menos importantes que
otras»26.
Esto es, ciertamente, lo que sucede con la exigencia hecha por los franco-
canadienses al pretender unos derechos especiales sobre el presupuesto de
que poseen una base nacional distinta. Los anglo-canadienses consideran,
desde la perspectiva del liberalismo 1, que:
«conceder derechos especiales a una provincia sobre la base de que posee una
base nacional, equivaldría a denigrar de alguna manera a las demás provincias
y a crear dos clases de ciudadanos»27.
Sin embargo, el asunto central no está aún resuelto, puesto que la argumen-
tación de Kymlicka va dirigida a mostrar que es posible establecer derechos
especiales para ciertas minorías nacionales, como los franco-canadienses y
los indígenas en Canadá, en virtud de la definición del grupo como unidad de
base nacional. Para Habermas, esto es inaceptable. Puede admitir en su mode-
lo unos derechos especiales para un grupo minoritario; es decir, derechos
colectivos, si sirven para asegurar la protección del grupo minoritario frente
al poder político y económico de un grupo más poderoso, pero, en ningún
sentido, a partir de la mera pertenencia a un grupo o de su autodefinición
como unidad de base nacional.
40 Hay una clara diferencia en la interpretación de los principios constitucionales sobre plu-
ralismo y diversidad étnica en estas dos sentencias. Al respecto véase el artículo «Diversidad
Étnica y Jurisdicción Indígena en Colombia», Gloria Isabel Ocampo A. Manuscrito. La autora
muestra que se pueden desarrollar dos posibles interpretaciones sobre el asunto de la diversidad
étnica en Colombia, «una restrictiva, que condiciona la existencia de la pluralidad de ordena-
mientos a que éstos guarden una rigurosa compatibilidad con la Constitución... y a la ley del Esta-
do, y una interpretación expansiva que sujeta la autonomía jurisdiccional indígena a sólo un
núcleo de derechos considerados como fundamentales... y en todo caso sin sujeción a la ley y
bajo el entendido de que esos derechos intangibles deben ser interpretados de manera acorde con
las convicciones profesadas por las comunidades». (21). Según esto, como lo propone Ocampo,
puede considerarse la sentencia T-254 como restrictiva, puesto que presenta una concepción
estrecha de las implicaciones de la diversidad cultural, mientras que la T-349 sería expansiva, ya
que desarrolla una concepción más amplia del sentido de la autonomía política y jurisdiccional
de las minorías indígenas.
Multiculturalismo: los límites de la perspectiva liberal 139
[Mayo 1997]
SEGUNDA PARTE
EL MULTICULTURALISMO EN COLOMBIA
143
13 A. ANNINO, o.c.
14 X. GUERRA FRANCOIS, «El soberano y su reino». Ponencia presentada al foro sobre repre-
sentación política. Bogotá. Instituto de Estudios Políticos. Universidad Nacional 1993.
15 X. GUERRA FRANCOIS, «El Soberano y su Reino». Ponencia presentada al foro sobre
representación política. Bogotá. Instituto de Estudios Políticos. Universidad Nacional 1995.
Comunidades, ciudadanos y derechos 151
como único vínculo posible entre los ciudadanos y de cada uno de ellos con
el Estado.
Estos cambios marcan una trayectoria que va del Republicanismo al Libe-
ralismo y que redefine los paralelos y los meridianos de los derechos indivi-
duales; cada individuo es depositario de la soberanía, dejando atrás la
soberanía de «los pueblos» y la igualdad colectiva de las comunidades ante el
Estado.
Todas estas redefiniciones ponen en cuestión el carácter de los nexos o
vínculos que integran los sujetos entre sí; la sociedad, así pensada, ha dejado
de ser un conjunto orgánico de comunidades locales cuyos miembros estarí-
an ligados por vínculos preexistentes de sangre, herencia, etnia o tradición y
ha pasado a ser imaginada bajo un modelo de tipo asociaciativo, voluntario,
«inter pares», donde cada uno es dueño de sí mismo, igual a los demás y pose-
edor de un amplio esquema de libertades públicas22.
Se trata como diría Berman23, de la gran profanación del orden sacro, no
sólo por su énfasis en la secularización y la proclamación de un orden laico,
sino porque están poniendo en cuestión todas las dimensiones que trascien-
den al individuo: el pasado, la tradición, la herencia, el destino común, la cul-
tura y los valores tradicionales.
La ciudadanía individual así pensada, connota dos aspectos centrales: el
derecho a la igualdad y el derecho a la libertad; la igualdad individual res-
pondía a una estrategia de inclusión para todos aquellos sujetos descorporati-
vizados de sus comunidades ancestrales como efecto del nuevo orden social
y de la metáfora del ciudadano individual; indios de resguardo y esclavos
negros recién liberados (1851), pero a su vez, se orientaba también hacia otros
excluidos de la ciudadanía: los jornaleros, los peones de hacienda, los traba-
jadores domésticos, los concertados, los manumisos y todos aquellos que
carecían de renta, autonomía e independencia económica y que en la tradición
Republicana se suponían representados por el patrón o cabeza de familia.
En esta noción de igualdad individual se expresa una profunda descon-
fianza en la pluralidad de cuerpos intermedios, que habían devenido los depo-
sitarios de los derechos políticos y los actores colectivos del Régimen
Republicano y desconfiaban también los Liberales Radicales de las diferen-
cias estamentales y corporativas que habían sido el recurso para restringir el
cuerpo político y para mantener privilegios y asimetrías sociales inaceptables
en esta nueva metáfora de la política24.
El derecho a la libertad, connota, entre otras cosas, que nada estaría por
encima del ciudadano individual, ni el estado, ni el poder, ni la religión, ni la
ciudadano y sus derechos; aquellas influidas por los Radicales como Socorro
y Vélez primero y después de 1863 la del Estado de Santander, se mantuvie-
ron los avances libertarios del ideario moderno, consolidando los derechos
políticos y civiles, las ciudadanías individuales, las libertades públicas e
incluso la primera constitución de Vélez amplió el derecho del sufragio a las
mujeres en 185331.
Por el contrario, otras provincias como Antioquia y Cundinamarca, con-
troladas por los conservadores, desmontaron el ideario liberal volviendo
sobre los criterios de la restricción de la ciudadanía y la limitación y el recor-
te de los derechos políticos y las libertades públicas.
Esta conjugación de órdenes regionales diferenciales y asimétricos, pro-
yectaron una imagen de ciudadanía plural y distinta, territorializada y pro-
fundamente enraizada con la particularidad de las comunidades locales; no
era lo mismo ser ciudadano del Socorro que serlo de Medellín y los derechos
civiles y políticos se ampliaban o se restringían de acuerdo con los ámbitos
geográficos; la imposibilidad de nacionalizar la ciudadanía preservó la
impronta comunitaria en el régimen de liberalismo clásico.
El propósito central del proyecto Regenerador expresado en la Constitu-
ción de 188632, fue precisamente el de nacionalizar la ciudadanía unificando
el territorio, homogenizándolo y diseñando un orden geométrico que restrin-
giera el poder real de los grandes Estados Federales.
La centralización del gobierno y de la administración permitieron, así fue-
se formalmente, aplicar normas generales y sin distinciones territoriales a los
diferentes espacios regionales, adoptando un solo modelo de ciudadanía y un
mismo esquema de derechos individuales, aunque para lograrlo hubiese teni-
do que apelarse a la guerra, al recorte sistemático de los derechos civiles y a
la suspención de las garantías individuales mediante la figura del Estado de
Sitio.
Sin embargo, la nacionalización de la ciudadana, así fuese desde una pers-
pectiva autoritaria, no logró su consolidación ni la supresión de los cuerpos
intermedios entre el ciudadano y el Estado, pues tanto en la Constitución de
1886, como en el Código electoral de 1888, se volvió sobre el voto restringi-
do y censitario, sobre la separación de los derechos civiles y políticos y sobre
las elecciones indirectas de dos y hasta tres grados.
De esta manera los cuerpos intermedios —Parroquias, Municipios y
Departamentos— conservaron la potestad de definir, sí quienes se acercaban
a las urnas cumplían o no con los requisitos exigidos para ejercer el derecho
al voto; es decir, que estos cuerpos intermedios tuvieron constitucional y
legalmente, el control y la dirección sobre los derechos de ciudadanía.
Estas mixturas entre los Liberalismos de diversas tradiciones con las rea-
lidades sociales y regionales, dispersas y desiguales, transformaron en la
práctica la hipótesis cívica del ciudadano y sus derechos, habriéndole paso a
las ciudadanías mestizas pero a su vez, esos referentes liberales, retóricos y
jurídicos, aparentemente formales, también lograron modificar y diferenciar
las comunidades y los grupos locales y societales.
Los comunitarismos evolucionaron de formas premodernas en el Antiguo
Régimen y el primer Republicanismo, hacia formas de intermediación políti-
ca de raigambre local y regional con pretensiones particularistas y autorida-
des en competencia, que cumplieron con la importante función de poner en
relación mundos diferentes; el del Estado regido por normas y leyes abstrac-
tas y el de las demandas y necesidades de las comunidades locales a través de
un manejo discrecional de la ley, del patrimonialismo y de la personalización
del poder, durante el siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX.
Estas comunidades locales y regionales, se transforman con la industriali-
zación, la modernización y la urbanización, en formas corporativas y asocia-
tivas en el marco de la crisis de los partidos y del auge de los movimientos
sociales, pero lo que establece un hilo de continuidad entre ellas es su opción
por los derechos colectivos.
Así, se transitó del comunitarismo de corte tradicional, hacia neocomuni-
tarismos modernos y de gran proyección política, que están haciendo realidad
los derechos sociales y culturales con sus demandas por el respeto a la dife-
rencia, la lucha por el reconocimiento y la política de la dignidad, pero en el
balance general se observa una asimetría preocupante con relación a los dere-
chos individuales, civiles y políticos.
Mayo 1997
159
lla así el modelo de Estado social de derecho que sustituyó al modelo libe-
ral que inspiraba la Constitución de 1886.
Con lo anterior la CP admite que en el contexto de la sociedad colombia-
na actual, una política de la diversidad implica, necesariamente, el otorga-
miento de derechos especiales para tratar de garantizar la supervivencia de
grupos colocados en situación de vulnerabilidad. Ésta, en el caso de los gru-
pos étnicos, se deriva de una larga historia de sometimiento, marginalidad y
exclusión, y de haber quedado atrapados en un Estado de inspiración liberal
que no ha logrado cerrar la brecha entre sus propios postulados —democráti-
cos y liberales—, las realidades sociológicas del país, y su capacidad para
desarrollar las instituciones que en las sociedades occidentales modernas han
permitido garantizar condiciones razonables de seguridad y bienestar. En
efecto, a pesar de los procesos de modernización de la sociedad y del Estado
desarrollados en la segunda mitad del siglo —y aún de los avances en la cons-
trucción de un real Estado democrático de derecho, propiciados por la Carta
de 1991— el Estado presenta, en su estructura y en su funcionamiento, insu-
ficiencias y distorsiones que le han impedido generar condiciones de vida
social acordes con sus postulados y consolidar el monopolio legítimo de la
fuerza. Esto implica la incapacidad para garantizar a la población la realiza-
ción de derechos fundamentales —especialmente el de la vida—2 lo cual con-
trasta con el desarrollo de un sistema de derechos individuales que es, en
algunos aspectos, extraordinariamente refinado (la posesión de una dosis per-
sonal de droga ha sido despenalizada, lo mismo que la eutanasia, y la tutela
se ha ubicado como procedimiento eficaz de protección de los derechos sub-
jetivos).
Estos son aspectos del contexto en el que se ubican los grupos que en
Colombia reclaman una condición étnica como soporte de derechos especia-
les, y al cual no puede ser ajena una reflexión sobre derechos en nuestro país.
A lo expuesto se agrega la posición específica de los grupos étnicos en el sis-
tema social: menospreciados a causa de sus culturas y formas de vida por lo
5 Las sensibilidades legales a las que se refiere Clifford Geertz para indicar los sentidos
particulares de la justicia en sociedades determinadas, los cuales difieren en su grado de deter-
minación, en el poder que ejercen sobre los procesos de la vida social, en sus estilos y conteni-
dos y en los medios (símbolos, distinciones, visiones) a los que apelan para representar
acontecimientos en forma judiciable (GEERTZ, 1994: 203-204).
Diversidad étnica, derechos fundamentales y jurisdicción indígena 163
11 El alcance exacto de sus funciones no se ha definido, pues si bien la Carta las restringe
a simples competencias administrativas, una interpretación de la norma en armonía con el prin-
cipio constitucional de diversidad étnica y cultural podría extender tales funciones hasta com-
prender el campo legislativo. Tal sugerencia se plantea en el comentario del constitucionalista
Tulio Eli Chinchilla Herrera al artículo 114 de la Constitución (1996: 37).
12 Donde hay que distinguir la adopción o adaptación de elementos culturales que se deri-
van de la comunicación o el contacto entre culturas, de los procesos de asimilación e imposición
cultural en contextos de desigualdad o dominación.
170 Gloria Isabel Ocampo
18 Para la discusión sobre el concepto de comunidad cf. NADEL 1985, SOROKIN 1962,VILLA-
CAÑAS 1995.
19 En efecto, la definición de comunidades negras efectuada por la Ley 70 de 1993 no
incluye esta característica: «conjunto de familias de ascendencia afrocolombiana que poseen una
cultura propia, comparten una historia y tienen sus propias tradiciones y costumbres dentro de la
relación campo-poblado, que revelan y conservan conciencia de identidad que las distingue de
otros grupos étnicos» (art. 2°.5).
20 «(Una multitud de seres humanos) configura una comunidad jurídica, en tanto y en cuan-
to sus interacciones están reguladas por uno y el mismo orden jurídico» (KELSEN, 1934: 90, 1979:
100,101 en ZIPPELIUS, Ibíd.: 40).
172 Gloria Isabel Ocampo
BIBLIOGRAFÍA
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1996.
179
El multiculturalismo en Colombia
INTRODUCCIÓN
1. EL MULTICULTURALISMO DE KYMLICKA
dría como uno de sus objetivos más importantes reproducir una cultura y una
identidad etnocultural específica. Este tipo de Estado es considerado como
antiliberal por los teóricos de la ciudadanía cívica.
Si interpreto bien a Kymlicka, el error de la concepción del modelo de ciu-
dadanía cívica consistiría en no considerar el papel que la cultura desempeña
en la conformación del imaginario de un Estado, y en consecuencia, en los
valores que distribuye como bienes sociales (incluyendo y excluyendo, según
el caso) en la configuración de la interacción pública de sus miembros.
Si una cultura es una comunidad intergeneracional que comparte unas tra-
diciones, un lenguaje, una historia, unas instituciones y un territorio (1995ª,
18), una cultura societaria es «una cultura territorialmente concentrada que
gira en torno a un lenguaje compartido que se usa en un amplio rango de ins-
tituciones societarias tanto en la vida pública como en la privada, tales como
escuelas, medios de comunicación, derecho, economía, gobierno, etc. La par-
ticipación en las culturas societarias proporciona el acceso a formas de vida
significativas en el rango completo de las actividades humanas, que incluyen
la vida social, educativa, religiosa, recreacional y económica, abarcando las
esferas pública y privada» (1995b, 4). El uso público de una lengua en la con-
formación de una cultura societaria, es subrayado por Kymlicka, hasta el pun-
to de afirmar que es difícil que una comunidad sobreviva en las sociedades
modernas industrializadas si no usa societariamente su lengua, pues requiere
extender a todos los individuos una educación homologada en todos sus nive-
les formales y usarla en las actividades públicas gubernamentales de todo
tipo, así como en el trabajo y otras actividades básicas de su vida social.
Históricamente, la construcción de los Estados nacionales se ha hecho casi
siempre mediante un proceso forzoso de unificación en el que un grupo impo-
ne a otros su cultura, sus valores, su forma de organización social. En la for-
mación de esos Estados la cultura dominante se convirtió en societaria. Así,
su idioma se transformó en el medio de expresión de sus instituciones socia-
les y sus valores impregnaron la vida social pública.
De lo anterior se sigue que la neutralidad del Estado frente a la cultura es
un mito: Estados que se proclaman neutrales, como Estados Unidos, en reali-
dad privilegian una cultura societaria expresada en inglés. Pero se infiere tam-
bién que todas «las comunidades requieren de culturas societarias para
convertirse en naciones y todos los Estados expresan culturas societarias que
los hacen diferentes unos a otros» (Monsalve, 1996, 62).
Lo que distinguiría una nación cívica de una étnica no sería la neutralidad
frente a la cultura sino los términos de admisión: mientras que la segunda,
excluyente, acepta sólo a los que tienen una ascendencia común y restringe a
aquéllos que no la poseen (como les ocurre a los turcos y sus descendientes
en Alemania); la primera, incluyente, recibiría, en principio, a todos siempre
y cuando se integren a la cultura societaria y aprendan su lengua e historia.
El multiculturalismo en Colombia 183
1 Como señala Kymlicka, todas las minorías nacionales estadounidenses fueron incorpora-
das involuntariamente (indios, esquimales, puertorriqueños, chicanos, hawainanos, chamorros de
Guam, etc.). Casi todos, no obstante, adquirieron un fuero especial: las tribus se reconocen
mediante tratados como «naciones domésticas independientes», «con sus propios gobiernos, tri-
bunales y derechos vinculados a [esos] tratados». Puerto Rico es un Estado Libre Asociado, en
el que el único lenguaje oficial es el castellano, etc.
184 Alfonso Monsalve Solórzano
Son medidas que se toman en función del grupo de pertenencia con «el
objetivo de ayudar a los grupos étnicos y a las minorías religiosas a que
expresen su particularidad y su orgullo cultural sin que ello obstaculice su
éxito en las instituciones económicas y políticas de la sociedad dominante»,
fomentando su integración en ésta (1996, 53).
No sólo propugnan permitir la libre expresión de la particularidad étnica
(o religiosa) sin que ello sea causa de temor o discriminación, sino que bus-
can la expedición de medidas antirracistas que sancionen jurídicamente la dis-
criminación, que impulsen la adopción de currículos que valoren
positivamente la contribución de esas minorías en la construcción de la
nación, la subvención pública de sus prácticas culturales, el establecimiento
de escuelas que enseñen en la lengua de los inmigrantes, la eliminación de las
leyes y disposiciones que limiten sus prácticas religiosas (lo cual ha sido obje-
to de debate, que finalmente se ha ido zanjando con la prohibición de prácti-
cas que violan los derechos humanos básicos de sus miembros como el sutee
y la ablación del clítoris, es decir con la adopción de protecciones contra las
restricciones internas que los grupos imponen a sus miembros, como se verá
más abajo); y la implantación de algunas acciones de discriminación positiva,
por ejemplo, cuotas en el sistema educativo y en el trabajo, etc.2.
No obstante hay, desde el punto de vista teórico, una propiedad muy
importante de estos derechos. Las políticas que encarnan «están básicamente
dirigidas a asegurar el ejercicio efectivo de los derechos comunes de ciuda-
Las minorías nacionales y los grupos étnicos minoritarios han sido discri-
minados políticamente, y ni su participación en la vida política ni las oportu-
nidades de acceso a los bienes sociales han sido equitativas o representativas,
«aunque los derechos políticos de sus miembros individuales no sufran res-
tricción alguna» (Ibídem, 52, 184). Estos derechos tienden a resolver esta
injusticia, asegurándoles a las minorías (y a otros sectores discriminados,
como los pobres, las mujeres, los discapacitados) una adecuada participación
como grupo en los escenarios donde se toman las decisiones.
Los derechos de especial representación en el legislativo son discutidos
por muchos liberales: algunos piensan que pueden balcanizar un país, pero,
argumenta Kymlicka, si los grupos se sienten excluidos es importante mante-
nerlos para que su voz sea escuchada, sin caer en la teoría de la representa-
ción especular. Es liberal y democrática siempre y cuando haya una
protección justa de los intereses de las personas (Ibídem, 208-9).
Estos derechos, contrarios al modelo de ciudadanía cívica, buscan
—cuando no son aplicados como instrumento de autogobierno de las mino-
rías nacionales, pues en ese caso serían permanentes— dar temporalmente
condiciones especiales de representación política y de acceso a los bienes
sociales, para que, eliminadas las situaciones de discriminación, dejen de
existir.
5 Incluso, en 1922 se aprueba la Ley 114 que reglamenta la inmigración con el objetivo de
fortalecer la presencia blanca en la sociedad colombiana. FRIEDEMANN (o.c., 29) cita el Artículo
central de esa ley: «queda prohibida la entrada al país de elementos que por sus condiciones étni-
cas, orgánicas o sociales sean inconvenientes para la nacionalidad y para el mejor desarrollo de
la raza».
El multiculturalismo en Colombia 191
país mestizo como el nuestro, sólo el 1% de la población pertenece a grupos diferenciados, por
lo que parecería excesivo hablar de diversidad étnica cultural de la nación colombiana, pues ello
puede llevar a una interpretación que fomente la disociación y fraccionamiento de la unidad
nacional. Por ello no comparte normas como las que reconocen la oficialidad de las lenguas indí-
genas, el carácter especial de los territorios indígenas y la inalienabilidad de los resguardos.
194 Alfonso Monsalve Solórzano
10 Y en cambio, denomina «grupo étnico isleño raizal», a los afrocolombianos del Archi-
piélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, quienes poseían esos territorios desde
tiempos de la colonia, hablan inglés y son mayoritariamente protestantes. En un proceso que
comenzó a finales de los 50, a causa de la declaración de san Andrés como puerto libre, han sido
reducidos a una minoría en su propia tierra. La clasificación como grupo étnico será discutida
más abajo.
196 Alfonso Monsalve Solórzano
11 Para un primer acercamiento a este punto de vista, ver la serie de artículos publicados por
Jaime Andrés Peralta entre enero y marzo de 1996 en el diario El Colombiano, de la ciudad de
Medellín.
El multiculturalismo en Colombia 199
12 El movimiento Cimarrón (con reconocimiento oficial desde 1987) se plantea tres objeti-
vos: luchar por el reconocimiento y respeto de los derechos humanos de los afrocolombianos a
través de la educación y la organización; «rescatar, realzar y desarrollar nuestra identidad étni-
ca, histórica y cultural afrocolombiana» y «formular y concretar proyectos de etnodesarrollo que
contribuyan a mejorar la calidad de vida» de sus comunidades. Los negros cimarrones se opu-
sieron y lucharon contra el esclavismo colonial, llegando a constituir territorios libres bajo su
control, con formas propias de gobierno, llamados palenques. El movimiento Cimarrón se decla-
ra antiburgués y antiimperialista y lucha contra el racismo en Colombia. Considera que sólo des-
de esa posición se podrá comprender los afrocolombianos la realidad que los llevará al encuentro
de la cultura universal. Durante la década de los ochenta investigaron, publicaron, abrieron el
debate, establecieron contactos, lo que los llevó, según su propia descripción a trabajar, en la
década de los noventa a formular y ejecutar proyectos de etnodesarrollo (América Negra, junio
de 1992, Nº 3, 229-230).
200 Alfonso Monsalve Solórzano
vencia de los raizales y gozar allí del derecho de mantener y/o recuperar sus tie-
rras; crear el Departamento Insular y Ultramarino de San Andrés y otorgarle
autonomía para que, dentro de los parámetros de la Constitución, elabore su
propio estatuto de gobierno que otorgue a los habitantes de los dos munici-
pios mencionados autonomía para darse su propio estatuto de gobierno muni-
cipal, una asamblea departamental de dos organismos, con una Cámara
exclusiva para ellos; que los jueces de los dos municipios sean elegidos popu-
larmente, etc.
Como puede colegirse de lo anterior, habría tres subgrupos afrocolom-
bianos que tendrían pretensiones distintas: las comunidades negras asenta-
das en el Pacífico, con reivindicaciones sobre la tierra como propiedad
colectiva y tradiciones culturales propias, algunas de las cuales buscan inte-
grarse como grupo a la corriente principal de la sociedad colombiana en
condiciones de igualdad, haciendo valer su cultura y tradiciones y preser-
vando sus derechos de propiedad colectiva sobre sus tierras, pero otras,
intentado el camino de diferenciarse y planteándose derechos de autogo-
bierno; los raizales sanandresanos, con demandas de minoría nacional, con
cultura diferenciada; y los afrocolombianos dispersos por todo el territorio
nacional. A todos son comunes la demanda de derechos poliétnicos —que
buscan revalorar su particularidad étnica por medio de la educación, etc.,
repudiar toda forma de discriminación racial y lograr condiciones especia-
les de acceso a oportunidades educativas, sociales y económicas— y los
derechos de especial representación, que garanticen mayor participación
política.
De acuerdo con lo anterior, sólo los raizales y, en menor proporción y de
manera incipiente, algunas comunidades negras asentadas, buscan derechos
diferenciados para construir una cultura societaria distinta y separada. Para
éstos, igual que para los pueblos indígenas, los derechos poliétnicos y de espe-
cial representación servirían para mejorar las posibilidades de autogobierno.
La estrategia a seguir es, como ya se dijo, tomar como guía teórica la pro-
puesta liberal multiculturalista de Kymlicka y, a su luz, mirar la Constitución
y su desarrollo. Ello permitiría, quizás, dar elementos de juicio para algunas
de las discusiones que hoy se presentan en el país, pero a la vez, encontrar las
limitaciones de la teoría del filósofo canadiense, en especial, cuando se apli-
ca en un país no desarrollado, con conflicto profundo y con una democracia
en construcción.
Con estas premisas analicemos el proceso de negociación de la Constitu-
ción, las normas constitucionales y sus desarrollos por la Corte Constitucio-
nal, así como las leyes 70 y 155, entre otras:
202 Alfonso Monsalve Solórzano
Habría, en ese orden de ideas que anotar tres características básicas del
acuerdo constitucional. Una, referente a su alcance y participantes; las otras
dos, a los rasgos esenciales de ese marco jurídico.
Los Artículos 10, 246, 286, 287, 329 y 330, entre otros, son derechos
colectivos diferenciados según el grupo, lingüísticos y de autogobierno, que
permitirían la reconformación y/o el reconocimiento de las culturas de las
comunidades indígenas como culturas societarias, al menos parcialmente, y
buscarían, por tanto, preservarlas como diferentes y separadas de la cultura
dominante. Los otros son o bien derechos de especial representación, como el
5 y el 171, o derechos poliétnicos como el 68. Pero en este caso, unos y otros
sirven para reforzar los derechos de autogobierno.
Esto implica un concepto de ciudadanía asimétrico, multicultural dentro
de un modelo de estado cuasimultinacional, en el que no todos los ciudada-
nos tienen los mismos derechos ni las mismas obligaciones y en el que exis-
te, para las minorías, una doble adscripción: la que se derivarían de su
pertenencia a su comunidad y la que se sigue de su ciudadanía común con el
resto de los colombianos. Hasta dónde se desarrolle este tipo de ciudadanía
depende en buena parte de los grados de autoconciencia que estos pueblos
consigan, pero también del grado de tolerancia que las instituciones colom-
bianas tengan para aceptar y aclimatar la diferencia y en esta variable, como
ya se dijo, cuenta mucho la doctrina que siente la Corte Constitucional a tra-
vés de su control (que para Kymlicka, recuérdese es una manera de imponer
el liberalismo a los grupos no liberales).
Algunos fallos de la Corte parecen hablar en favor de la hipótesis según la
cual se está implantando en Colombia un modelo de ciudadanía multicultural
propia de un estado (cuasi)nacional dentro de la cual algunos de los derechos
y sentencias de la Corte funcionan como protecciones externas, pero otros
como límites a las restricciones internas. Es interesante ver cómo este doble
desenvolvimiento se está dando con los fallos proferidos. La doctrina de la
Corte seguramente se ha ido modificando a medida que los magistrados acu-
mulan elementos teóricos, de juicio y empíricos sobre esta nueva realidad jurí-
206 Alfonso Monsalve Solórzano
dica. Pero, a medida que se van dando los fallos, puede decirse que el rango
de pluralismo hacia culturas diversas, muchas de ellas no liberales, se ha
ampliado dramáticamente, tanto que incluso, en algunas sentencias se va más
allá de lo que muchos filósofos liberales multiculturalistas admitirían.
En primer lugar, veamos algunos ejemplos de cómo se desarrollan las pro-
tecciones externas por la vía del control constitucional:
Ejemplo 1: La sentencia T-380 de 1993, con ponencia del magistrado
Eduardo Cifuentes Muñoz, considera que las comunidades indígenas no son
sólo realidades de hecho y legales sino también sujetos de derechos funda-
mentales, lo que significa que éstos no sólo se predican de sus miembros indi-
vidualmente «sino de la comunidad misma que aparece dotada de
singularidad propia». La protección a la diversidad étnica y cultural que plan-
tea la Constitución «deriva de la aceptación de formas diferentes de vida
social cuyas manifestaciones y permanente reproducción cultural son impu-
tables a esas comunidades como sujetos colectivos y no como simples agre-
gados de sus miembros que, precisamente, se realizan a través del grupo y
asimilan como suya la unidad de sentido que surge de las distintas vivencias
comunitarias».
Ejemplo 2: El mismo concepto se reitera en la sentencia T-342 de 1994, con
ponencia del magistrado Antonio Barrera Carbonell, que otorga acción de tute-
la por «amenaza de vulneración de la diversidad étnica y cultural de los Nukak-
Maku y de algunos de sus derechos culturales que se consideran fundamentales
y de otros, por parte de la «Asociación Nuevas Tribus de Colombia»15.
15 Esta comunidad ubicada en una zona selvática del Oriente colombiano es nómada, reco-
lectora y cazadora, conformada en grupos entre 6 y 30 personas que pueden sumar unos mil. La
división del trabajo se hace por edad y sexo, no hay instituciones económicas ni intermediarios,
intercambian entre ellos, no existe la propiedad privada; las sanciones se aplican según las cos-
tumbres y la autoridad la ejerce en cada grupo un líder tradicional. Poseen mitos, ritos, canto,
música, danza, pintura, practican el chamanismo y la medicina tradicional. Su tecnología consis-
te en la fabricación de instrumentos para la caza y la pesca, conocen la alfarería y el tejido; cons-
truyen habitaciones de paso y su actividad no daña el equilibrio ecológico sino que lo mantiene.
La Asociación Nuevas Tribus de Colombia, es una entidad evangelizadora protestante, que
además hace investigaciones lingüísticas y etnográficas para traducir el evangelio a las lenguas
indígenas y practicar la prédica. Ofrecen servicios de salud, con distribución de medicinas, ense-
ñanza agrícola, donan herramientas y establecen viviendas permanentes.
Los peticionarios, no son miembros de la comunidad indígena, solicitan que «se tutelen los
derechos a la diversidad étnica y cultural de dichos indígenas», y consecuentemente los derechos
fundamentales consagrados y reconocidos en los artículos 13, 16, 17, 18, 19, 20, 28, y 44 de la
Constitución Política, ordenando a la «Asociación Nuevas Tribus de Colombia» abandonar el
sitio donde está instalada y suspender los trabajos que realizan en esa comunidad.
A pesar de que la Corte señala que el proselitismo de la Asociación no viola por sí mismo la
libertad de conciencia ni de cultos si no se hace mediante presiones, y reivindica el derecho de
los indígenas a conocer otras formas de producción para que no se priven de esa clase de cono-
cimientos y opciones económicas, luego de considerar las pruebas verifica que los indígenas que
se encuentran en la misión temen, de acuerdo con el informe de la División General de Asuntos
Indígenas, «la severidad de transgredir conductas u observaciones que no se adecúen a las adver-
El multiculturalismo en Colombia 207
La Corte piensa que las pruebas presentadas son suficientes para creer que
«se encuentra ante la amenaza concreta de la violación de los derechos fun-
damentales de la comunidad indígena «Nukak-Naku» a la libertad, libre desa-
rrollo de la personalidad y libertades de conciencia y de cultos y
principalmente de sus derechos culturales que, como etnia con característi-
cas singulares, tienen el carácter de fundamentales en cuanto constituyen el
soporte de su cohesión como grupo social» (la cursiva es mía).
La Corte resuelve, entonces, «TUTELAR los derechos a la libertad, libre
desarrollo de la personalidad, de conciencia y culto, y principalmente los
derechos culturales que se estiman fundamentales (la cursiva es mía) de la
comunidad indígena «Nukak Maku», amenazados por las actividades que rea-
liza la Asociación Nuevas Tribus de Colombia».
La sentencia es importante por varias razones. La primera porque asume
los principios y normas del Convenio 169 de la OIT —convertido, además,
como ya se dijo en ley nacional— en parámetro de interpretación, convenio
que privilegia una interpretación liberal como criterio para definir los con-
flictos entre derechos de grupo y derechos individuales, privilegiando los
derechos fundamentales.
La segunda, que ratifica, como ya se señaló, que los derechos fundamentales
no sólo son derechos individuales, sino también los derechos culturales colecti-
vos de los grupos minoritarios porque se consideran el soporte de la cohesión
social, es decir, son condición de usufructo de derechos individuales. Desvincu-
lar el individuo de su nexo social es una abstracción que no tiene aplicación en
los grupos minoritarios altamente discriminados, y que sólo cobra sentido cuan-
do el individuo forma parte de la cultura dominante porque se presupone que de
suyo goza de ese soporte como miembro de esa cultura societaria.
La tercera, que la acción de tutela no es interpuesta por ningún miembro de
esa comunidad, se trata de una agencia oficiosa. Esto es muy importante por-
que reconoce que hay situaciones extremas en las que los individuos o las
comunidades no pueden hacer valer sus derechos. En este caso, agentes ofi-
ciosos o el Estado mismo debe asumir la protección de los derechos de esos
individuos o grupos. La teoría de la democracia deliberativa —según la cual
son los grupos los que han de hacer valer sus derechos para evitar la acción
paternalista del Estado que puede llevar a interpretaciones erróneas de los inte-
reses de esos grupos y a cometer errores en la formulación y ejecución de sus
pretensiones— no puede ser un procedimiento que valga en sociedades donde
tencias de los misioneros o que sean contrarias a sus enseñanzas e ilustraciones». Organismo que
además sostiene que gracias al manejo de la lengua de la comunidad y de la administración del
servicio de salud que efectúan, la Asociación coacciona « la disposición de los indígenas frente
a un mensaje ideológico que se opone a sus usos y costumbres y desarticula la cultura, la Misión
ha sentenciado al ostracismo el sitio que ocupa y vicia todas las consideraciones de respeto y
autonomía ante la nación colombiana y el pueblo Nukak».
208 Alfonso Monsalve Solórzano
17 Este listado de derechos fundamentales para los miembros de las minorías indígenas es
más reducido que el propuesto por RAWLS en «The law of people» (1993, 71), como base de una
sociedad internacional bien ordenada por principios de justicia liberales, que incluiría, además de
los que reconoce la Corte, una cierta libertad de conciencia y de asociación.
El multiculturalismo en Colombia 211
cual iría contra los principios liberales que informan este ordenamiento, y los
pondría en condiciones de inferioridad frente a los otros colombianos, a no ser
que se recurriera a los métodos propuestos por los indios canadienses, vincu-
lando el control de sus fallos a los organismos internacionales de derechos
humanos, algo que sería contradictorio con el hecho de que los delegados indí-
genas firmaron un acuerdo constitucional que incluye el control constitucional.
BIBLIOGRAFÍA
TERCERA PARTE
MULTICULTURALISMO Y FILOSOFÍA
219
Fenomenología y multiculturalismo
por el público, sino que muchos ven en ellas un reclamo razonable1, seme-
jante al de las comunidades discriminadas social y económicamente en
muchos países, al de los inmigrantes perseguidos, al de minorías no sólo étni-
cas, sino religiosas o culturales, toleradas pero no reconocidas políticamente.
Este es uno de los temas centrales del multiculturalismo: el autorreconoci-
miento en íntima relación con el reconocimiento político por parte de la socie-
dad civil.
Una población indígena que ni siquiera alcanza a ser el 2% (570.000 entre
36.000.000 de colombianos) tiene una gran diversidad cultural y lingüística y
una destacada presencia política y cultural. En esto han superado a las comu-
nidades negras, descendientes de los antiguos esclavos africanos, para no
hablar de otros grupos regionales menores. El argumento de los indígenas por
el reconocimiento va a las raíces, como lo enfatiza el mismo Constituyente
Muelas:
1 Para esta introducción me he valido sobre todo del magnífico estudio coordinado por
Ciro Angarita Barón, con la colaboración de Elizabeth Reichel, Carlos Pinzón y Carlos Perafán,
para la reciente Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, publicado en el Tomo 6 de los Docu-
mentos de dicha Misión, Fuentes complementarias, «Diversidad étnica, cultural y Constitución
Colombiana de 1991. Legitimidad de las diferencias: realidades, retos y respuestas», Bogotá,
Presidencia de la República/COLCIENCIAS, 1995, pp. 9-274.
Fenomenología y multiculturalismo 221
1. INTERSUBJETIVIDAD Y MULTICULTURALISMO
3 De aquí en adelante se citarán dentro del texto las obras de Edmund Husserl según la edi-
ción oficial: Husserliana. Edmund HUSSERL, Gesammelte Werke, Den Haag, Martinus Nijhoff
(hoy: Dordrecht, Kluwer Academic Publishers):
224 Guillermo Hoyos Vásquez
BIBLIOGRAFÍA
Quiero destacar sobre todo: The Monist, Vol. 78, Nº 1, January 1995, núme-
ro monográfico sobre «universales culturales» con aportes de Klaus
Held, Tadashi Ogawa, Isamu Mihayara, Keiichi Noé, Kwasi Wiredu,
Elmar Holenstein y Leonard Talmy; y R. A. Mall/D. Lohmar (Hrsg), Phi-
losophische Grundlagen der Interkulturalität. Amsterdam, Rodopi B. V,
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Fenomenología y multiculturalismo 233
Mito y alteridad.
El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia
1.— Mito y Presente. Voy a hablar del mito griego del hombre autóctono
y de un rasgo que le es propio: que este mito sólo ha reconocido la existen-
cia de un hombre autóctono, originario, como figura y testigo de un dolor
insoportable. Esa apelación al momento del origen sólo juega, entonces, den-
tro del relato que intenta explicar cómo ese dolor fue superado y la precaria
vida humana asegurada. La estructura de ese relato dice siempre que la sal-
vación viene de fuera, de la alteridad, y se debe a la intervención de un semi-
dios terreno que trae a los hombres elementos culturales procedentes de otros
lugares. Con estos nuevos dones, la vida humana se recrea y se torna viable.
El hombre autóctono, por tanto, no encuentra en sí, ni en su horizonte, los
bienes necesarios para superar su triste condición precaria y lamentable. Por
ello, debe su vida a un don, no a la condición natural. El mito griego, por tan-
to, muestra siempre cómo el hombre autóctono es transcendido. De hecho,
este mito se ha especializado en esa transcendencia de la condición origina-
ria, pero curiosamente el proceso se produce siempre de forma inmanente.
Quizás así descubrimos que la esencia del mito es la metamorfosis. Esta tras-
cendencia de la situación originaria, de hecho, se representa como una
segunda creación del hombre, la única que entrega una vida plena. En la
medida en que el mito circuló, bajo todas sus formas, el hombre tuvo con-
ciencia de su carácter inacabado. Mientras el mito generó metamorfosis de
su sentido, el hombre mantuvo abierta la esperanza de su propia transforma-
ción, y contempló como posible un futuro de adaptabilidad a la Tierra. Mien-
tras el momento del hombre autóctono se especializó en el descubrimiento
del dolor y la limitación de la vida propia, y jugó en el contexto del inevita-
ble reconocimiento de los bienes ajenos, alentó el encuentro de formas de
236 José L. Villacañas Berlanga
1 Desde luego, Heidegger es un pensador mucho más complejo de lo que pueda ser per-
cibido en una única perspectiva. Manuel E. Vázquez me ha sugerido otros caminos en la obra
de Heidegger que le separarían del mito del origen y de toda la parafernalia de su más que evi-
dente tardorromanticismo. Espero que pronto pueda exponer su exégesis de una forma más
explícita.
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 237
Arbeit am Mythos, que lleva por título «Mito Fundamental y mito del arte».
Discute allí Blumenberg el método, frecuente entre los mitólogos, de buscar
el Grundmythos con la finalidad de asumir inmediatamente después que este
mito fundador es el mito originario o inicial. Frente a esta estrategia, para
nuestro autor, el mito fundamental no tiene por qué ser necesariamente el
mito inicial. El cambio de perspectiva que genera este movimiento es central:
no se trata de identificar el origen y el inicio, como a veces parece obsesivo
en Heidegger, para así fundar una continuidad histórica y una tradición. Se
trata más bien de perseguir el trabajo del mito, el mito «variado y transfor-
mado en sus recepciones»2. Lo decisivo en esta aproximación consiste en un
hecho: el mito siempre está circulando. Si hay un mito fundamental, éste no
puede buscarse en el mito perdido en el inicio —pues no hay inicio—, o en
las huellas abandonadas y diseminadas en los demás mitos —pues no hay ele-
mento inicial de comparación—, sino en una condensación de sentido que
rige en un proceso diacrónico, una coagulación de elementos que permite el
juego de la identificación y de la diferencia en la serie del tiempo. No al ini-
cio, sino al final, en un presente, se alza el mito fundamental. No andamos
tras el mito que trabajosamente se persigue mediante el estudio filológico,
para luego dejarlo abandonado en su inicio lejano, sino tras el que se renue-
va. Luego de identificar un núcleo duro de sentido, germina en un relato en el
que se cumplen algunas expectativas de sentido en los diferentes presentes,
en cada presente.
Esta última frase nos ofrece una condición del mito fundamental que
merece señalarse con detenimiento. El mito fundamental, a diferencia del
mito inicial, debe estar en condiciones de transformarse en mito total. Blu-
menberg ha definido el mito total como aquel que produce la sugestión de que
«no queda nada por decir»3. Aquí entra en juego una totalidad de sentido
cerrado que indica el agotamiento del mito, su imposibilidad de asumir una
ulterior metamorfosis narrativa. Lo más importante de esta noción, sin embar-
go, es que sólo podemos hacernos con ella cuando tenemos plena conciencia
de aquello a lo que hemos tenido que renunciar para poder disfrutar de la con-
ciencia científica. La renuncia al sentido impuesta por la ciencia, que de esta
forma se excede en sus pretensiones, no es otra que el abandono de la Ans-
chaulichkeit del saber de la vida humana. Esa intuitividad del saber de la vida
humana también se llama en español lucidez, sin duda la forma última de la
ilustración. Blumenberg ha señalado con esmero que la ciencia nos exige
renunciar a algo irrenunciable y que, justo por eso, la exigencia permanente y
no cumplida de intuitividad del saber de la vida produce en la edad de la cien-
cia subrogados sin cuento, todos ellos de naturaleza desviada y patológica. En
4 O.c., p. 194.
5 Paradigmen zu einer Metaphorologie, Bonn. 1960. tra, ital. 1969, pp. 107-112.
6 Arbeit, o.c., p. 194.
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 239
del mito de la expulsión del paraíso que la fruta que comieron Adán y Eva en
el fondo no estaba madura, agota las posibilidades de narratividad implícitas
en el mito y deja la situación mitológica reducida a su aspecto más trivial,
inalterable, natural. Con ello se dice, sin embargo, algo que pertenece a la sus-
tancia del mito y a la coagulación de sentido básico a él: que el hombre es una
especie animal ya para siempre prematura. Por ello, ninguna de las metamor-
fosis de sentido que impulse la narratividad del trabajo del mito le entregará
una madurez ya devenida imposible.
Frente a este átomo de saber, lúcido y diamantino, inalterable y definiti-
vo, propio del mito total, el mito del arte de la filosofía siempre alberga una
esperanza en la plasticidad y flexibilidad de la vida. Por ello, al comienzo
renovado de su trabajo, debe discriminar el mito fundamental del que extrae
sus materiales de sentido. Platón, primer representante del mito de arte, ha lle-
vado a sus últimas consecuencias la conciencia de esta dependencia del mito
fundamental en que se halla la actividad de la filosofía, en la medida en que
la ha reconocido como diamitologein. Para Blumenberg, este camino a través
de mitos no es otra cosa sino una «reocupación» del territorio del mito por la
razón y el arte. Pero esa «reocupación» es la única que nos está permitida,
dado el juego de cercanía y de distancia que con el mito todavía podemos
emprender. K. Kerényi estaría muy cerca de Blumenberg, desde luego, y
ambos, a su vez, muy cerca del gran artista del mito, Thomas Mann.
Una de las ventajas de esta propuesta de Blumenberg reside en que impli-
ca elementos metodológicos de estudio claramente desencantados. Este ele-
mento metodológico procede de Hans Jonas, y más concretamente del segundo
volumen de su Gnosis und spatantiker Geist, titulado Von der Mythologie zur
mystischen Philosophie7. Allí Jonas establece que el mito fundamental, como
«principio dinámico de constitución de sentido», como base para el trabajo
del mito del arte, es una estructura transcendental de la historia del sentido
humano. La inspiración kantiana de una historia de la razón se mantiene. Más
esa estructura transcendental para nuestro presente, que en el fondo es el mito
fundamental, no se descubre a priori, desde una analítica de los elementos de
la autoconciencia humana, sino a través de un genuino procedimiento histó-
rico; mito fundamental es un principio que se muestra en la convergencia de
la multiplicidad de las transformaciones. Blumenberg, desde luego, recibe
con muchas reservas la tesis de que cada época histórica tiene la posibilidad
de construir un mito fundamental8. El mito fundamental más que construirse,
entrega elementos para la construcción del presente. Por eso, en la medida en
que este método triunfe y diagnostique un mito fundamental, debe comprobar
una muy precisa estructura: «debe encontrarse exactamente sobre el eje de
simetría entre el lugar del que venimos y aquél hacia el que vamos, entre esto
que es y esto que debe ser, entre caída y ascensión»9. El mito fundamental es,
por tanto, una respuesta a la demanda de sentido del presente como dolor, al
reto de construir un mito del arte como superación del mismo; pero una res-
puesta que surge de la intensificación de la atención sobre el mundo históri-
co y sus materiales culturales.
Situado en el presente todavía dominado por un dolor sin sentido, el hom-
bre que identifica el mito fundamental se descubre de nuevo moviéndose
entre la omnipotencia de la realidad no identificada en su sentido y la impo-
tencia del deseo de conquistarlo; esto es, en la situación que desde siempre
despertó la energía del mito. El mito originario queda así sustituido por la ori-
ginaria capacidad del hombre para mitologizar, para autoconstituirse y dotar-
se de un sentido. El mito siempre se da en el contexto de una identificación
de la aspiración a la supervivencia humana en el instante del peligro y apun-
ta al descubrimiento de una posibilidad de futuro, a su comunicación, a la
construcción de una comunidad de los vivos. El hallazgo del mito fundamen-
tal que ilumine nuestro dolor presente, para así dirigir el mito del arte, es un
transcendental de la conciencia histórica.
3.— Mito o Mitos fundamentales. Cuando, armados con estas herramien-
tas metodológicas, intentamos descubrir un mito fundamental sin el que no es
posible entender la transmisión de nuestra historia cultural, ni dotar nuestra
vida de la significatividad mínima capaz de autorreproducirse, no tenemos
que esforzarnos mucho para descubrir que no hay solo uno. El presente huma-
no no puede ordenarse y visibilizarse desde un único mito del arte y quizás
por eso no podemos trabajar con un único mito fundamental. Frente al poder
de la ciencia y su destrucción de sentido, podemos, además de lanzar la gra-
nada del mito total, proponer la densidad narrativa de una pluralidad de mitos,
cada uno con su especificidad de sentido. La separación de las esferas de
acción, por tanto, y los complejos problemas de sentido que implica, no per-
mite una significatividad orgánica y total que cristalice en un único mito. Qui-
zás lo más peculiar de la historia de la cultura europea, y de la significatividad
que es capaz de producir, resida en que no procede de un único mito funda-
mental, ni puede pretender una refundición jerárquica de todos ellos. Yo al
menos descubro dos espacios que generan una dialéctica central a nuestra his-
toria, los de Atenas y Jerusalén, cada uno con sus despliegues narrativos.
Bien significativos de cada uno de estos lugares se alzan dos mitos diver-
gentes, fundamentales ambos en nuestra historia cultural. Se trata del mito de
Prometeo y del mito del Jardín. Quizás la filosofía occidental moderna no sea
sino un vano intento de vincular ambos mitos fundamentales en una signifi-
catividad única, en una historia global, en un único relato que los pensadores
9 O.c., p. 208.
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 241
Para investigar esta representación primitiva del hombre, que pueda ser-
vir para nuestro mito del arte en el presente, podemos seguir al autor húnga-
ro. Kerényi, para analizar la situación primitiva del hombre, inicia su camino
a través de la mitología, único lugar donde puede hallarse una huella de los
primeros días. Independientemente de lo problemático que resulta usar un
pensamiento tan cargado de supuestos técnico-científicos y de una determi-
nada concepción filosófica del mundo, como es el caso de Lucrecio, para
detectar la huella de este proto-mito, creo que se puede sostener la tesis final
de trabajo: «Lo que es necesario retener a la hora de valorar humana y cien-
tíficamente esta materia es el principio estructural que dota de sentido al con-
junto: la concepción, no sólo griega, de que para devenir hombre a partir del
protohombre (Hombre primitivo) fue necesaria una segunda formación, crea-
ción o nacimiento. Esta segunda formación era para los griegos la santifica-
ción a través del pan y de los misterios; y la civilización alude tanto a esa
formación como a la misma agricultura. El hombre proviene de la tierra, pero
se convierte en hombre solamente en la segunda fase de la creación: por
medio de un acabamiento demetérico o prometeico»14. El mismo Kerényi
estudió la continuación de este problema en su Prometeo.
En esta conclusión hay algunos elementos importantes, que debemos
recoger como fundamentales para nuestro mito del arte del presente. Primero
la identificación estructural entre el mito de Deméter y el de Prometeo, vale
decir, entre el mito de la agricultura y el mito del fuego de la técnica. El para-
lelismo no siempre es respetado, desde luego, como cuando Kerényi deja sen-
tir su inclinación matriarcalista con la tesis de que la perfección llega a los
hombres «solamente a través de una figura femenina superior»15, olvidando
que la misma función cumple Prometeo, a quien la tradición vincula insisten-
temente al mito de Pandora, diseñado expresamente para relativizar el papel
salvador de la mujer. El hecho de que el mito de la técnica y del sacrificio
público de Prometeo, en último extremo abierto y universal, se asocie al mito
de la fundamentación mistérica y privada de Deméter, resta en último extre-
mo sin explicación, tanto como la relación entre el mito de la agricultura y el
mito de la técnica, entre el mito del hogar privado y el mito de los hombres
como pueblo, como colectividad de los sufrientes. Aquí, una vez más, la pro-
liferación de sentido del mito impide cualquier convergencia reconstruida con
las armas de la interpretación.
Pero Kerényi es convincente en algo: los dos mitos suponen estructural-
mente la representación común y previa de una humanidad primitiva, carac-
terizada como a-teles, esto es, en el doble sentido de imperfecta y de carente
de iniciación en cultos. El mito de Deméter presenta a los hombres mera-
ción órfica, y contrapone los hombres que se arrastran como sombras a través
de los sueños, a las aves que vuelan. Pero se trata de situaciones y de vere-
dictos sobre los hombres dentro de un mito fundamental en tanto estructura
completa y germinal de sentido, no de mitológemas autónomos. Y queda por
saber si la descripción desgraciada de los hombres, propia de la tradición órfi-
ca, hace referencia a la situación de los seres autóctonos, o si se trata de otras
desgracias, como ahora veremos. Pues si dependiera no de la descripción del
origen, sino de algunos sucesos: no de la creación originaria, sino ya de la
recreación introducida por Prometeo mismo, no se daría la conexión que
Kerényi busca entre la predicación órfica y el mito originario.
Sin ninguna duda, se nos habla en todos estos mitos de un tema recurren-
te: frente al resto de los animales, el hombre es un ser desgraciado. La contra-
posición aquí con el mito judío del paraíso es radical. Pues en el Jardín los
animales son felices, pero también lo es el hombre. En el mito griego, por el
contrario, lo originario es el dolor. Por eso el mito griego no ha conocido la
nostalgia. Todo lo que el hombre dejaba atrás era el peligro insuperable de
muerte, la miseria del silencio inerte de los organismos entregados a la triste-
za y la frialdad de una noche sin fin. Lo originario para el mito griego es el
grito del dolor. En uno de los sarcófagos de Montfauçon, que incluye una
serie de tumbas romanas que van desde el siglo III al siglo II antes de Cristo,
se muestra una imagen que, para nosotros, los que conocemos la iconología
de la Biblia, tiene un especial valor, por sus paralelismos. La escena principal
la ocupa la fragua de Hefaistos, un dios muy vinculado a Prometeo. Unos
gigantes golpean el hierro sobre los yunques, mientras el fuego asciende entre
sus cuerpos. Pero al fondo, tímidos, entre expectantes y abandonados, en todo
caso retirados de la escena, casi sin espacio ni lugar, los hombres sin fuego
reinan en su desamparo. No muestran anhelo alguno. Las figuras inspiran una
resignación dolorida. Las piernas están juntas, y se presiente el frío de sus
cuerpos, tensos. Las manos, sin embargo, se cubren el sexo. Un árbol crece a
su lado, y ellos parecen no querer separarse de su cobijo, como si fuese la úni-
ca fuerza protectora de su vida. Sin embargo, están claramente desorientados;
uno mira a la tierra, sin esperanza. El otro, subido a una roca, parece separar
la hojas del árbol y buscar todavía lo que su compañero no confía en hallar.
Uno todavía parece esperar una gracia, el otro ya se abandona al desamparo.
Separados del motivo mítico de la fragua de Hefaistos, parecen Adán y Eva
tras la maldición. Su árbol bien podría ser el de la ciencia del bien y del mal.
Su frío es también moral, desde luego. Seres indefensos, cuidan sobre todo de
la reproducción de la vida, de cuya dificultad finalmente el mito nos habla.
Aquí la contraposición es radical; lo que en el mundo bíblico es consecuen-
cia de una acción originaria, la pérdida de la plenitud entregada por Dios
mediante la culpa y la desobediencia, en el mito griego constituye la situación
natural del hombre. El mito bíblico explica la caída y el dolor, mientras el
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 245
18 Friedrich CREUZER, Sileno, idea y validez del simbolismo antiguo, 1991. Barcelona. p. 70.
246 José L. Villacañas Berlanga
cio materno. Para él también el hombre es un ser desgraciado. Pero, ¿se trata
aquí de la desgracia de los hombres autóctonos, que habitan en cuevas, que
no poseen fuego y que no saben cultivar la tierra? Sin ninguna duda, no. Lo
cual muestra que las unidades de sentido que describen al hombre desgracia-
do no son huellas de un mito originario, sino elementos significativos dentro
de mitos plurales cada uno de lo cuales puede ser para nosotros fundamental.
Elevando lo dicho a tesis general; el mito de Sileno juega en el contexto de la
desgracia humana, a la que intenta dotar de significado al menos en un frag-
mento de su presencia. Pero no existe para Sileno una desgracia humana ori-
ginaria, superable por los dones de Prometeo, sino una desgracia plural que
sirve de contexto para el mito que la neutraliza. No existe un único concepto
para la desgracia humana excepto en cada uno de los mitos fundamentales
que la narran, la explican y la superan. En todo caso, con la permanencia de
la desgracia humana, el mito mismo inició su movimiento y su trabajo, y en
este sentido se autotrasciende.
En todas las citas literarias que Creuzer persigue sobre el mito de Sileno
se habla de su sabiduría superior, hasta el punto de que Virgilio le otorga la
conciencia del origen de todas las cosas20. Píndaro, el momento fundamental
pre-platónico del mito, lo presenta de una manera muy precisa en un contex-
to de abundancia y riqueza de los hombres, de ordenación social estable, de
orgullo autóctono pero civilizado, desde luego. La contrafigura de Sileno es
el Rey Midas, famoso por su riqueza y su poder, un representante de la cul-
tura jupiterina que el propio mito de Prometeo instaura. Y sin embargo, Sile-
no se lamenta de la triste suerte de la humanidad, justo como el propio Titán
se lamentaba del triste destino de los hombres originarios, perdidos en las
grutas sin fuego. Resulta claro que los hombres del mito de Sileno no son los
hombres primitivos. Son los hombres del presente. Sileno sabe de Prometeo,
y sabe en qué se han convertido los hombres con el fuego que les entregó.
Sabemos que la saga de Prometeo percibió desde el principio que el don
del fuego no solamente reportaría dolor al Titán. El elemento de tragedia para
los hombres apunta ya en el mito de Prometeo, y al margen de la cólera de
Zeus, como se demuestra por los fragmentos que Kerényi ha documentado, en
los que Prometeo enseña a los sátiros a encender el fuego. Sospechando la fas-
cinación que el fuego producirá sobre los alocados sátiros, y cuya escena Plu-
tarco nos ha descrito en Moralia 86F, cuando el líder del grupo desea abrazar
el fuego y besarlo, Prometeo les avisa: «como la cabra, tú te lamentarás por tu
barba, te lamentarás». Así que el don del fuego no sólo produce la vida por
doquier. También lleva su aviso de daño y de daño para el usuario22.
Sin embargo, el mito de Sileno nos cuenta cómo los avisos de Prometeo
no son suficientemente prometeicos, ni luminosos. En cierto modo, Prometeo
es siempre Epimeteo, su hermano gemelo, índice de que todas las formas en
las que el hombre se transciende implican nuevas formas de dolor. Epimeteo,
casi una condena a la improvisación, y por tanto clave en la renovación del
dolor, es así el motor secreto del trabajo del mito, el déficit de saber que tam-
bién es la fuente de su reelaboración, como explicación de las nuevas y con-
tinuas desgracias humanas. Al proponer la ignorancia y la improvisación
como inseparable del uso de los dones que permiten a los hombres vivir, la
figura de Epimeteo nos muestra lo indomable de la condición humana recre-
ada. Por eso, la dimensión de Epimeteo nos abre al futuro de las continuas
metamorfosis que el mito prevé como futuro abierto y que ya prefigura de
otra manera la filosofía de la historia.
Estos indicios de tragedia para los hombres prometeicos se verifican ple-
namente en el mito de Sileno. Efectivamente, el viejo centauro se dirige a
Midas, figura post-prometeica, y le muestra su distancia de los beneficios de
la civilización.
25 O.c. p. 78.
26 CREUZER, o.c. p. 80.
250 José L. Villacañas Berlanga
al origen silvestre del hombre, sino que se recrea la vida humana desde un
nuevo don. No se regresa, sino que se abre un futuro.
Que la solución que el mito encontrase para esa desgracia —el fuego, el
vino, los dones de la tierra— se interprete como una vuelta al origen, no indi-
ca sino la pérdida de sentido que domina la conciencia de una cultura que sólo
es capaz de ver ya en el futuro el progreso de las fuerzas de la civilización.
Creuzer concreta así la interpretación romántica, que no puede prescindir de
la nostalgia de la naturaleza. Dice: «Así tuvo que ser visto, cada vez con más
fuerza, este arcaico dios tracio de los bosques según los males que acompa-
ñan a las relaciones políticas, la coerción del Estado y la opresión de los sobe-
ranos, iban haciendo cada vez más nítido el contraste entre el modo de vida
así establecido y la libertad de la naturaleza de que se estaba privado y la pér-
dida y dorada edad infantil del mundo»27. Pero no es completamente cierto.
Sileno no habla de un mundo infantil dorado y perfecto. Habla de un estado
de los hombres despreciable e internamente terrible, un estado que no ha sido
clausurado ni rozado por Prometeo y sus bienes técnicos-políticos. Esto es:
refleja la inanidad de todos los bienes reportados por Prometeo, pero no con-
trapone un mundo paradisíaco al origen lamentable del hombre autóctono.
Sileno habla a los hijos de Prometeo. Les dice que, a pesar del fuego, siguen
siendo esas figuras entristecidas por la presencia de la muerte, desconsoladas
y desorientadas, que no saben ya hacia dónde mirar. Lo común a ambos mitos,
la frase que no puede ser clausurada por ninguno de ellos, las palabras que no
pueden ser retiradas de su relato, son aquellas que hacen deseable la muerte.
Son las palabras trágicas de Sileno, por las cuales lo mejor para el hombre es
no haber nacido, y si esto es inevitable, morir pronto. Son las palabras de Pro-
meteo: «Con amor de la muerte, del mal buscando el término».
5.— Cultura originaria y dolor. Cuando, guiados por la voluntad de des-
cubrir el elemento fundamental del sentido de estos mitos, reflexionamos
sobre ellos para dotar a nuestro mito de arte de la filosofía con un punto de
partida válido para figurar el presente, surge ante nosotros nítida la evidencia
de que la pregunta central no roza el problema de la salida del estado origi-
nario y feliz. Nunca lo hubo. El problema es, una vez más, que la desgracia
es originaria al hombre. La fuerza que pone en marcha el mito es la desgracia
del presente. La energía que le da credibilidad es la metamorfosis de la vida
que narra en su historia, y que al encarnarse en el que cuenta o escucha trans-
forma el dolor y hace que ya no domine enteramente el presente. Lo autócto-
no, lo originario, no emerge en el mito con pretensión alguna de legitimidad,
sino como el dolor que tiene que ser superado. No se especializa en una feli-
cidad cuya conciencia, de ser cierta, quedaría sumergida en la dicha. Antes
bien, sólo subraya la desgracia insufrible. La apertura hacia lo otro sólo pro-
27 O.c. p. 82.
Mito y alteridad. El mito del hombre autóctono y su autotrascendencia 251
cede del dolor que produce lo propio. Frente a todo lo que dice la cultura del
reconocimiento, el dolor no lo porta el otro, sino que ya está en mí, desde
siempre. Por eso el mito no sabe de autoafirmaciones; el otro no aparece
como el que puede contentar mi necesidad de identidad, sino como el que
puede librarme de ella.
Cuando reconocemos el juego de los mitos de Prometeo o de Sileno como
mitos fundamentales, reconocemos una estructura que nos reconcilia con la
tesis final de Kerényi; el mito nos habla de una segunda creación producida
por un nuevo don entregado por las divinidades menores, relacionadas con la
Madre Tierra. El saber de alguien que conoce los dones procedentes de otras
partes lejanas de la Tierra, introduce un acontecimiento que acaba transfor-
mando no sólo la conciencia de la vida humana, sino su propia realidad. Un
nuevo don altera la naturaleza del hombre. Pero este nuevo don siempre pro-
cede de una fuerza desbordante, inexplicable, excesiva, soberbia hasta en el
ejercicio de la piedad, propia de la sangre de los titanes o de los silenos, los
hijos más profundos de la Tierra. El nuevo don aumenta el poder de supervi-
vencia del hombre y reduce la omnipotencia de la realidad. Así, el hombre
alcanza nuevas armas para dotar de significatividad la existencia. En la inte-
rioridad del mito, al marcar un antes y un después, siempre se propone la
posibilidad de un hombre nuevo formado por las mezclas de lo autóctono y
lo lejano. Al propiciar esta estructura de antes y después, de vida desolada y
vida consolada, el mito se convierte en un elemento reflexivo que conforma
la propia conciencia del hombre y la teje en el trenzado de diagnosis y expec-
tativas, entre experiencia y esperanza. Así dota al hombre de la aguda con-
ciencia temporal que ya le prepara para asimilar la conciencia histórica, para
interpretar los estados de su propio avatar.
En esa doble creación del hombre, entre el dolor insufrible que es una
amenaza de muerte y la nueva dotación de cultura, descubrimos la estructura
formal de todo mito fundamental. En él siempre se nos propone la irrupción
de una realidad, de un don, que no pertenece a los hombres autóctonos, sino
que viene de lejos, de la isla de Lemnos, en Prometeo, o de las islas de Mero-
pe, en el mito de Sileno. Siempre las islas, en la periferia de lo conocido, se
dibujan como el umbral donde habita una felicidad que no le está dada a los
que nacen de la tierra. Los dioses salvadores, como Prometeo, con Hermes,
son heraldos, viajeros, cruzan territorios antes no mirados por la bondad, y se
sienten interpelados por el dolor incomparable de los hombres. De esta natu-
raleza era también el Jesucristo gnóstico.
En ese espacio reflexivo que vincula un dolor originario y el nuevo don
que lo supera, que teje el antes y el después de la doble creación, alcanzamos
esta condición transcendental del mito del arte de la filosofía: la posibilidad
de hacer preguntas nuevas que de forma nítida identifiquen un dolor presen-
te. En este sentido, propongo que la filosofía se deje llevar por la vieja intui-
252 José L. Villacañas Berlanga
ción del mito; en el origen, en lo autóctono está el dolor. Sólo desde esta mira-
da se puede encontrar lo necesario en el otro, pues sólo entonces se despierta
la sustancia humana más profunda del mito, la compasión ante el dolor genui-
no. Sólo entonces el otro se torna significativo. Si lo autóctono fuese la dicha
del paraíso, ¿qué función quedaría al otro? Mas si el dolor de lo propio es lo
originario en el relato, ya se está preparando la aceptación consciente y justi-
ficada del don que el otro porta.
El mito del arte de la filosofía debe, por todo ello, alterar el elenco de anti-
guas cuestiones, desde la angustia renovada del presente. El mito del arte, la
elaboración consciente del mito, brota inevitable de la misma estructura del
mito fundamental al que mantiene vivo por la fuerza permanente de la impo-
sibilidad de levantar contra el dolor otra cosa que un relato en el que los hom-
bres se mezclan. Ese mito de arte, acompañado de un aparato de explicación
conceptual apenas significativo de forma autónoma, sin la historia narrada en
el propio mito, es la filosofía. Por eso, en la medida en que mantenga una cla-
ra consciencia de su origen, la filosofía es mito de arte y mito de hombre.
Esta proposición, que nos sitúa en la inmediata proximidad de la voz de
Platón, se puede mostrar de una manera más precisa: la filosofía, en tanto se
sustancia en el mito de la ilustración, se ha autorrepresentado según la activi-
dad del dios del mito y ha dirigido sus estrategias hacia el dominio del fuego
y de la luz. Como el propio mito, la filosofía no dejó de avisar sobre las con-
secuencias trágicas de su propio regalo. Por eso, como portadora de la luz, no
puede separarse la filosofía del mito de la Caverna, mito del arte que trabaja
el mito de Prometeo; ni puede separarse de la ironía crítica, esa instancia que
recoge para siempre el mito de Sileno, ya para nosotros otra máscara de
Sócrates. La filosofía hereda desde este origen la administración de los mitos
fundamentales. No tiene otra cosa que esta herencia. Estos mitos son el deco-
rado en el que ella deja oír su voz. Por eso cuando se deseca el mito del arte,
cuando la literatura y el discurso filosófico pierde todo contacto con los mitos
fundamentales, la filosofía igualmente se queda muda. Si retiramos ese deco-
rado, ella apenas es una gasa transparente, veste de algún cuerpo bello que ya
hubiera huido.
6.— Mito de muerte y mito de vida o encuentro y desencuentro en el terre-
no del mito. La relación interna del mito con la filosofía reside en que sólo en
su síntesis se hace visible la experiencia de la vida. Esa visibilidad, cuando es
genuina, resulta arquetípica. A través de la visibilidad del arquetipo, nuestras
vidas fenoménicas quedan elaboradas. Kerényi ha expuesto esta tesis, en su
introducción al ensayo sobre Prometeo, para mediante ella identificar la rela-
ción entre el mito y la existencia humana. Al proponer este vocabulario28,
Kerényi se está aproximando a la estrategia de la filosofía transcendental de
una manera inconsciente, pero rigurosa. También Kant entendió que sólo a
través del dibujo del entendimiento arquetípico se conquistaba la visibilidad
del entendimiento ectipo. Sólo mediante el reconocimiento de la forma de tra-
bajo del arquetipo se logra identificar la forma de trabajo derivada del ectipo,
de la existencia temporal y humana. Que el mito tenga autoridad sobre la exis-
tencia sólo puede justificarse desde el reconocimiento de la analogía que la
autoconciencia humana descubre al narrarlo. La autoridad, finalmente, puede
realizarse en el rito, pero también en el juicio. La evolución que va desde el
rito, como escenario en el que la vida escenifica el mito, hasta el juicio, como
reconocimiento libre de que se encarna en una existencia iluminada por él,
constituye el paso desde la interpretación social del mito a la hermenéutica
del hombre. Pero en ambas opciones, la existencia humana resulta iluminada
por él y la experiencia de los hombres elaborada.
La analogía que descubrimos en los dos mitos fundamentales que hemos
narrado identifica dos elementos sin los que no podríamos concebir la vida.
Ambos alcanzan funcionalidad porque superan un dolor que fue identificado
como originario. Ambos entregan dones que vienen de lejos y que los hom-
bres autóctonos no podrían atisbar. El estado originario no era el estado de
autosuficiencia, sino el de impotencia. Por eso se ponía una expectativa hacia
la alteridad. El dolor era su botella de náufrago hacia alguien que pasa de lar-
go y es detenido por la compasión. Tras ese encuentro se disparan las trage-
dias, desde luego, pero la vida se hace posible. La historia no es una comedia.
La vida no supera su estructura trágica, pero sigue siendo vida. El mito así es
consciente de la muerte, pero sirve a la vida.
No todo mito fundamental nos habla positivamente, ni todo mito de arte
de la filosofía puede elaborar sus materiales desde la analogía optimista. Hay
mitos que son conscientes de la muerte y sirven a la vida desde la desolación
que produce su historia. La analogía con la existencia nos habla entonces de
un camino que la vida no puede recorrer. De esta naturaleza es el mito de Eco
y Narciso, tal y como nos lo cuanta Ovidio. Mito fundamental del desen-
cuentro con el otro, este mito nos permite identificar dolores que hoy nos per-
tenecen como hombres autóctonos, como hombres inmediatos, como
hombres del presente. Pues la teatralidad del mito, que conserva como nin-
guno la huella del rito en el que se ha forjado, se prepara desde la imposibili-
dad de que Eco diga una palabra genuina y propia. Condenada a repetir las
últimas palabras de las frases de los otros, ni siquiera puede hacerse con el
discurso y el sentido de éstos. El discurso de Eco es doblemente dependiente
de la alteridad, no sólo porque tiene que repetir lo dicho por otros, sino sobre
todo porque ha de repetir sólo los «verva novissima» [Metamorfosis L. III, 36].
De esta forma, jamás puede entrar en un diálogo. Por mucho que escuche
enunciados con sentido, su intencionalidad no alcanza cumplimiento ni pue-
de expresar la totalidad de su sentido. Al pronunciar fragmentos, tampoco
254 José L. Villacañas Berlanga
mismo momento en que el poeta dice que Narciso cree que es cuerpo lo que
es agua, ya sabemos que su elemento es finalmente la muerte. La experiencia
de Narciso, aquella en la que descubrimos una analogía con el presente de la
soberbia arrogante, es la parálisis. Antes de estar muerto, Narciso ya había
muerto. Mirándose en las aguas, ya es una estatua de mármol.
Narciso es muy consciente de su propio suplicio, en la medida en que
jamás puede consumar su amor. Pero su tormento se mantiene mientras igno-
ra que el joven que ve reflejado en las aguas es su propio ser. Naturalmente,
sabe que algo diabólico anda por medio. Comprende que un obstáculo para
consumar su amor tan mínimo como la delgadísima franja de agua pura sólo
puede resultar una barrera insuperable si y sólo si con ello se cumple alguna
maldición divina. El tormento es tanto mayor por cuanto la imagen reflejada
finge e imita en todo su aproximación amorosa, dejándole abandonado justo
en el momento en que el abrazo rompe el espejo de las aguas. Pero mientras
Narciso cree que persigue una alteridad, todavía puede vivir, pues no se sabe
condenado radicalmente a no encontrar jamas el objeto de su deseo. La mal-
dición de Tiresias juega aquí muy certera. Éste había profetizado que Narci-
so llegaría a la edad longeva «si se non noverit», si no llegaba a conocerse a
sí mismo. Esta profecía de Tiresias es también una maldición lanzada sobre
todas las culturas autorreferenciales. Mientras Narciso reconoce su imagen
como si fuera la imagen de una alteridad, puede seguir vivo su sufrir. Como
ya vimos, en todo caso se trata de un sufrimiento estéril, pero al menos en él
se mueve la vida y el deseo. Cuando, dominado por una revelación inmedia-
ta, en la culminación de la simetría con el martirio de Eco, su propia imagen
reflejada le habla con una palabra que sólo es silencio, Narciso exclama «iste
ego sum! sensi; nec me mea fallit image» [ese soy yo. Me doy cuenta, mi ima-
gen no me engaña] y se reconoce, la historia llega a su final. Tan pronto reco-
noce que el objeto de su deseo es él mismo, Narciso sabe que vive en el
imposible y que ya ha reproducido el destino de la humilde y balbuciente Eco.
Al no reconocerse recíprocamente, ambos han quedado sin palabra y sin vida.
En efecto, el motivo que recorre la vértebra del mito, organizando el
momento de la salvación de la vida, se nos descubre cuando se pronuncia la
frase que resume toda la sabiduría pesimista de la Antigüedad. La pronunció
Prometeo y la dijo Sileno: era preferible amar a la muerte para poner término
a los males de la vida. Narciso también la pronuncia: «nec mihi mors gravis,
est, posituro morte dolores» [III, 471; No es dura la muerte para mí, de los
dolores me libro con la muerte], pero la diferencia es que Prometeo vive y
Sileno enseña a los hombres a danzar sobre ella, a no dejarse hundir por su
peso consciente. Narciso, el que no sabe reconocer alteridad alguna, el que
con pesar descubre que lo que reconoció y amó finalmente era a sí mismo, no
tiene alteridad alguna que le libre de la desesperación. El martirio de Narci-
so, su imposibilidad interna, reside en no poder conjurar a la vez el deseo y la
256 José L. Villacañas Berlanga
conciencia de que ese deseo apunta a sí mismo. Esta clave condena a Narci-
so a la ilusión: sólo persigue su imagen mientras no sabe que es la suya, pero
tan pronto lo sepa no puede sino morir, incapaz de asumir aquella apertura a
lo ajeno en la que el mito de la vida encontraba su don y su remedio. Con ello,
la autoconciencia de amarse a sí mismo disuelve el amor y el deseo, lo sacia
definitivamente sin haberlo cumplido una sola vez. Narciso, prestando voz a
nuestro presente, habla de una manera lúcida; «Quod cupio, mecum est; ino-
pem me copia fecit» [III, 466: «lo que deseo, es mío, abundancia me hace
indigente»]. El dilema es: o deseo de tu misma imagen como alteridad iluso-
ria, o disolución del deseo. Pues nuestro presente necesita permanentemente
trasvestir las imágenes de nosotros mismos para mantener una alteridad fic-
cional, muy consciente de que la depresión más profunda nos inunda tan
pronto desvelamos la faz de lo que perseguimos y nos descubrimos a noso-
tros mismos.
El mito es consciente de la muerte pero sirve a la vida. Sirve a la vida no
sólo al proponernos un don que nos recrea, sino cuando nos muestra los cami-
nos por los que la vida es imposible. Esos caminos son, ante todo, los que
impiden el encuentro de alteridad en que consiste el drama de la vida. Una
bendición fue el momento en que Prometeo y los hombres autóctonos se
encuentran. Una bendición llevó a Sileno ante el rey Midas. De forma muy
evidente, la maldición guía los pasos de Eco y de Narciso y genera su desen-
cuentro. La maldición de muerte del mito también puede servir a la vida. Ni
los que por todo lenguaje repiten las novísimas palabras ajenas, ni los que por
su soberbia son incapaces de reconocer la belleza de otro, pueden vivir. Ni los
que sólo son eco de otro pueden expresar su exigencia de reconocimiento, ni
los que sólo tienen amor a sí dejan a los demás otro papel que convertirse en
su reflejo y eco. Ambos están condenados a no encontrar jamás el objeto de
amor. Su destino señala un límite de la vida. Eco, la que sólo podía imitar, al
final no puede sino prestar su voz al lamento de Narciso, pues el dolor es la
única intencionalidad que sobrevive, adecuada siempre a disponibilidades
expresivas. Sobre la tierra, sólo queda la flor que nos dice que la belleza de la
tierra es más inocente que la belleza de los hombres, pues las flores, inocen-
tes a su propia realidad, bellas sin saberlo, acogen sin dolor la corta vida de
un día. En el agua, símbolo de una realidad que siempre es muerte, en ese
agua de la laguna Estigia en la que Narciso se hunde, persigue por la eterni-
dad el brillo de su rostro, y a sí mismo inútilmente intenta abrazarse.
257
CUARTA PARTE
CONTROVERSIAS SOBRE EL
MULTICULTURALISMO
259
Margarita Cepeda
1 HABERMAS, 1996.
260 Margarita Cepeda
¿Por qué no se vuelve más realista y acepta que más bien somos lo que somos
gracias a nuestras pertenencias?
Rawls: Yo no quisiera presuponer ni lo uno ni lo otro, pues esas son cues-
tiones ontológicas muy discutibles, que deberían relegarse al ámbito de las
convicciones personales. Lo que me interesa es que las personas puedan vivir
en comunidad independientemente de lo que piensen en torno a estos espino-
sos asuntos.
El Otro: sí, pero su experimento ya ha tomado partido, y por lo tanto no
es imparcial, sino que excluye de entrada a los que piensan de otra manera.
Rawls: ¿por qué lo dice, si al ponerse el velo de ignorancia se tapan todas
estas convicciones diferentes?
El Otro: ¡Usted sí que es optimista! ¿Cómo podría yo lograr semejante
hazaña? ¿Cómo puedo hacer de cuenta que no sea yo?
Rawls: es muy fácil, ¡sólo tiene que imaginárselo!
El Otro: ese es justamente el busilis: ¡que yo no puedo imaginármelo! Así
lo intente de buena fé jamás podré ponerme a mí mismo entre paréntesis.
Rawls, sorprendido: ¿habla Usted en serio? ¡Qué extraño! ¡Debe ser cosa
de nacionalidad pues lo que es a mí me parece tan fácil! Se trata sólo de una
hipótesis: ¡no puedo creer que haya alguien, por paramuno que sea, que no
pueda tomar un poco de distancia frente a sí mismo!
¡Un poco de distancia puede tomar cualquiera!, replica el Otro. Lo que
nadie puede hacer es suspender del todo el juicio en torno a aquello que cons-
tituye la propia identidad, pues siempre habrá elementos que se cuelen subrep-
ticiamente por entre el velo a la hora de intentarlo. Creer que uno pueda
liberarse de los propios presupuestos es estar más atado a ellos que nunca, pues
es no captar todo lo que sigue determinando el razonamiento. Y eso es lo que
le pasa a Usted, ¡pues me huelo que su experimento siga basándose en un ide-
al de autonomía mucho más abarcante y discutible que el meramente político!
Usted asume de entrada que somos libres frente a nosotros mismos hasta el
punto de lograr ponernos el velo sin ninguna dificultad y sin peligro de infil-
traciones, y esa convicción es la primera que traspasa el supuesto velo impar-
cial. ¡Ah! y a propósito, yo en realidad tampoco me concibo primariamente
como ciudadano libre e igual. Me veo más bien ante todo como parte de mi
gente. ¡Es que sin mis pertenencias yo no sería nada!
Rawls, sin captar la gravedad del problema, responde sólo a la última
observación: para eso sí tenemos que esperar a la ampliación del pacto que yo
propongo al hablar de la justicia entre naciones, pues es claro que no en todos
los países hay una cultura política liberal.
El Otro: ¿Y por qué relegar el problema al plano internacional? Estoy
seguro de que en el interior de cada sociedad democrática hay muchos que se
ven a sí mismos como yo me veo: como miembros de una nación, como per-
tenecientes a una cultura, o, más bien, al entrecruzamiento peculiar de algu-
266 Margarita Cepeda
2 En los últimos años son los filósofos comunitaristas quienes han insistido en la noción
de pertenencia, insistencia que ha sido malentendida por sus opositores como acrítica y antiplu-
ralista. Este trabajo intenta dejar en evidencia este malentendido.
El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 267
Habermas, sin advertir la ironía: por supuesto que en los diálogos reales
nunca se cumplen cabalmente estas condiciones, aunque cualquiera que entre
a un diálogo las acepta de antemano, las presupone.
El Otro: ¡pero... Habermas lo interrumpe, triunfante: ni intente discutirlas,
porque incurre en contradicción performativa! ¡Entienda que al discutirlas ya
las da por aceptadas!
El Otro: ¿qué vicio o enfermedad es ese de la contradicción performativa?
Habermas: en verdad es algo horrible. Es desmentir con los actos los prin-
cipios declarados de ellos.
El Otro: pues a mí me parece más bien que es horriblemente contradicto-
rio lo del diálogo racional, al menos tal como Usted lo concibe3.
Habermas: ¿por qué lo dice?
El Otro: si he entendido bien, Usted está proponiendo un procedimiento
racional que garantice resultados racionales.
Habermas asiente y el Otro continúa: es decir, Usted está proponiendo un
procedimiento libre de todos aquellos condicionantes que puedan interferir
con la racionalidad del resultado. Vistas así las cosas, al vencer la fuerza del
mejor argumento es la razón misma la que triunfa.
Habermas: podría decirse que sí.
El Otro replica: ¡pero la Razón con mayúscula! desligada de toda condi-
ción real, de toda determinación. Y hablar en nombre de tal razón resulta con-
tradictorio, pues razonable es, como lo enseña la experiencia, reconocer los
propios condicionamientos.
Habermas: Usted no ha entendido que lo que nos interesa es el elemento
normativo del lenguaje, puesto que la moralidad es normativa.
El Otro: y Usted no ha entendido que el aspecto de la condicionalidad tie-
ne consecuencias relevantes para el actuar.
Habermas, como siempre sospechando de determinismos recalcitrantes:
¿acaso Usted quiere renunciar a la libertad? ¿Qué podría tener de normativa-
mente relevante la condicionalidad? ¿Está Usted retrocediendo a la validez
incuestionada de la autoridad y de la tradición, y renunciando con ello a la
fuerza emancipatoria de la crítica?
El Otro: ¡de ninguna manera! ¡Lo que pasa es que su emancipación se
quedó en las peleas que damos en la pubertad, en la negación de todo víncu-
lo! Y esa pubertad emancipatoria necesita madurar, alcanzar la sabiduría del
experimentado.
Habermas: ¡esto sí era lo único que me faltaba! ¡Que me tilden de impúber!
El Otro: no me lo tome a mal, pero es que el que tiene experiencia sabe de
límites, y es en esa conciencia de lo que no se sabe en donde se alberga la
3 Las críticas que el Otro esgrime a continuación han sido inspiradas en la hermenéutica
de Gadamer.
El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 269
4 Es necesario aclarar que en realidad el Otro está atacando justificaciones apoyadas en una
noción «fuerte» de razón, lo que no desvirtúa de ninguna manera una noción más «débil» de jus-
tificación como el esgrimir razones e indagar en torno a las razones de otros, razones que, en su
origen contingente nunca pueden conducir a acuerdos definitivos, e incluso no necesariamente
zanjan desacuerdos, aunque sí amplían el ámbito de visión de quienes dialogan y posibilitan la
autocrítica.
5 A partir de este momento me apoyo en Axel HONNETH, 1994 y me confronto con su
defensa de Habermas.
El Otro, el permanente excluido en los procedimientos de justificación… 271
Mayo de 1997
BIBLIOGRAFÍA
HONETH, Axel (1994): Das Andere der Gerechtigkeit. En: Deutsche Zeitschrift
für Philosophie 2.
RAWLS, John (1973): A Theory of Justice. Oxford University Press.
—(1993): Political Liberalism. Columbia University Press.
—(1995): Reply to Habermas. En: The Journal of Philosophy. Vol. XCII
3.
RORTY, Richard (1989): Contingency, Irony and Solidarity. Cambridge, Uni-
versity Press.
277
Carlos B. Gutiérrez
1 Alain TOURAINE, «¿Qué es una sociedad multicultural?», en: Claves de Razón Práctica,
Nº. 56, pp. 16-17.
La brega de Kymlicka con la cultura 279
para elegir entre diferentes modos de vida sino más bien porque las liberan de
la necesidad de vivir eligiendo cómo deban vivir. La membrecía cultural se
basa en la tácita adhesión a cierto modo de vida, sin la cual no formamos par-
te de una cultura, aunque residamos en ella. Kymlicka, como ya lo ha mos-
trado, sabe esto demasiado bien: la identidad cultural proporciona un «anclaje
para la auto-identificación de las personas y la seguridad de una pertenencia
estable sin tener que hacer esfuerzo alguno», recuerda él haciéndose eco de
Margalit y Raz; y cita incluso a Yael Tamir para quien la pertenencia cultural
añade un «significado adicional» a nuestros actos, los cuales además de rea-
lizarnos individualmente pasan a formar «parte de un continuo esfuerzo cre-
ativo mediante el cual se crea y se recrea la cultura»9. Kymlicka llega hasta
comparar, atendiendo al grado de dificultad, la elección de abandonar la pro-
pia cultura con la elección de hacer votos de pobreza perpetua y de ingresar
a una orden religiosa10: de ahí que la mayoría de los liberales, según él, haya
aceptado «las legítimas expectativas de la gente a permanecer en sus cultu-
ras»11.
Dado que hasta el mismísimo Rawls también afirma que los vínculos cul-
turales sean demasiado fuertes como para abandonarlos y considera por tan-
to que las personas nacen y se espera que lleven una vida plena dentro de la
misma sociedad y cultura12, podríamos fácilmente dar en pensar que, en
medio de la violenta contradicción entre la libertad de elección y la fuerte
vinculación a la propia cultura, nos encontrásemos al borde de la capitula-
ción de los liberales que ahora se pliegan a atisbos de observancia comuni-
tarista. ¡Vana ilusión! Resulta que la libertad que los liberales reclaman para
todos los seres humanos no es la de abandonar la propia cultura sino la de
ganar distancia en su interior y frente a ella misma, para escoger cuáles de
sus aspectos valga la pena continuar y cuáles carezcan de valor para ello13.
Se trata, a ojos vistas, de un arreglo en los términos con olor de prestidigita-
ción que hace de la necesidad una virtud excelsa. La cultura es un fuerte vín-
culo, sí, pero ablandado en su interior por el reformismo liberal de tal manera
que deje de ser el vínculo profundo y real que es. ¡Es un vínculo que no es
tan vínculo y que auspicia además la desvinculación! Kymlicka invoca aquí
la autoridad de Dworkin, quien señala que si bien «nadie puede cuestionar
todo sobre sí mismo a la vez», de ello no se sigue que «todas las personas
tengan alguna conexión o asociación tan fundamental que no puedan distan-
ciarse para revisarla, al tiempo que mantienen en su lugar las conexiones y
14 O.c., p. 131.
15 O.c., p. 131.
282 Carlos B. Gutiérrez
de la distinción entre las diferentes elecciones que hace la gente y las cir-
cunstancias diferentes en las que ella se encuentra. Dado que las personas son
responsables de sus elecciones no pueden ellas esperar privilegios especiales
que les permitan asumir los costos de éstas. De quienes se encuentren en des-
ventaja natural o social, al margen de elecciones o con anterioridad a ella, sin
embargo, no debe esperarse que paguen los costos que resultan del desfavo-
recimiento. A ellos, si es real el compromiso liberal con la igualdad, se les
deberían más bien compensar las circunstancias desiguales22.
La idea de derechos de minorías apela al sentido positivo de la neutrali-
dad liberal, la cual busca asegurar por medio de la acción política condicio-
nes de genuina igualdad de oportunidad entre culturas diferentes, y lo hace
confiriendo derechos compensatorios a las culturas minoritarias. Si bien para
algunos las circunstancias diferenciales iniciales no deberían ser tema de la
justicia, los derechos diferenciados en función de grupo de Kymlicka mues-
tran lo que significa tratar como iguales a las gentes de minorías, dadas sus
circunstancias especiales23. Aquí no bastaría con programas de acción afir-
mativa, es decir, con programas de discriminación positiva con miras a esta-
blecer una genuina igualdad de oportunidades en la competencia por escasos
cargos dentro de la cultura dominante, programas que sólo benefician a
miembros individuales de una minoría, mas no a la cultura minoritaria mis-
ma. Para proteger a una minoría cultural se requiere de todo un conjunto de
medidas, que incluye tanto la asignación diferenciada de algunos derechos
individuales especiales (los derechos especiales de voto o de propiedad, por
ejemplo) como la concesión de algunos derechos a la comunidad como un
todo (tal el derecho al auto-gobierno dentro de un territorio determinado).
Kymlicka rechaza decididamente el dogma de que el reconocimiento de dere-
chos diferenciados de grupo sea incompatible con el compromiso liberal con
los derechos individuales, dogma según el cual no hay obligación de tratar a
las comunidades como iguales en tanto sus miembros como individuos sean
tratados en plan de igualdad. Su rechazo se basa en la idea de que en cir-
cunstancias de marcada desigualdad los individuos necesitan adicionalmente
de derechos de grupo para mejorar sus condiciones y llegar a estar en pie de
igualdad. «Derechos individuales y colectivos no pueden competir por el mis-
mo espacio moral dentro de la teoría liberal», precisa Kymlicka, «ya que el
valor de lo colectivo resulta de su aporte al valor de las vidas individuales»24.
La cuestión de derechos diferenciados, como vemos, no es aquí la de si le
debamos más respeto a los individuos o a los grupos, y sí más bien la de cómo
balancear dos clases de respeto al individuo. Respetar individuos como
22 O.c., p. 186.
23 O.c., p. 191.
24 O.c., p. 140.
284 Carlos B. Gutiérrez
25 O.c., p. 151.
26 Carlos B. GUTIÉRREZ, De la tolerancia al reconocimiento activo, en: Filosofía moral,
educación e historia (León Olivé y Luis Villoro, editores). México, 1996, pp. 177-182.
27 O.c., pp. 203-208.
La brega de Kymlicka con la cultura 285
33 O.c., p. 176.
34 O.c., p. 212.
35 O.c., p. 121.
La brega de Kymlicka con la cultura 287
sería, por el contrario, una limitación de esa capacidad»36. Así, en contra del
alegato de Lord Devlin a favor de mantener las leyes restrictivas de la homo-
sexualidad, Kymlicka replica que «proteger el carácter homofóbico de la
estructura cultural de Inglaterra de los efectos de permitir la libre escogencia
de estilo de vida, socavaría la razón misma que teníamos para proteger la
estructura cultural de Inglaterra, a saber, que ella permita elecciones indivi-
duales significativas»37. Las razones mismas que tenemos para valorar con-
textos culturales hablan contra la pretensión de Devlin de que debamos
proteger el carácter de una comunidad cultural determinada. La razón para
reconocer la importancia de la membrecía cultural claramente resulta ser una
idea auténticamente liberal: la prioridad de la libertad individual.
Kymlicka interpreta su defensa de los derechos culturales individuales
como resguardo de los derechos de los individuos dentro de comunidades cul-
turales a elegir si desean o no mantener o cambiar la cultura. Así como los
ingleses afirmaron con razón el derecho a la libertad sexual, así también los
miembros de minorías culturales necesitarán hacer valer sus derechos en lo
propio. Al parecer la tarea de los liberales es hacer lo mismo por doquier:
«Encontrar un camino para liberalizar una comunidad cultural sin destruirla
es la tarea a la que se enfrentan los liberales en cada país, una vez que se reco-
noce la importancia de un seguro contexto cultural de escogencia. Semejante
tarea puede parecer difícil en el caso de algunas culturas de minoría. Pero si
se responde a esa dificultad negando que podamos distinguir el carácter de
una comunidad cultural de su existencia misma, se habrá renunciado a la
posibilidad de defender al liberalismo en cualquier país»38.
Kymlicka, no obstante, acepta que procesos demasiado rápidos de libera-
lización puedan acabar con culturas minoritarias, como fue el caso de la intro-
ducción indiscriminada de alcohol en comunidades indígenas abstenias.
Negarse a que tales comunidades impongan restricciones sería un acto deli-
berado de genocidio. «Si ciertas libertades socavan la existencia misma de la
comunidad, debemos entonces permitir lo que de otra manera serían medidas
iliberales». Estas medidas, sin embargo, «sólo serían justificadas como medi-
das temporales, suavizando el choque que puede resultar de un cambio dema-
siado rápido en el carácter de una cultura... ayudando a que la cultura avance
cuidadosamente hacia una sociedad completamente liberal», que es, huelgue
decirlo, «la comunidad cultural idealmente justa»39.
¿Qué ha pasado con la insistencia en la protección de la diversidad de cul-
turas? El primer enfoque de la particularidad defendía los derechos de las
40 O.c., p. 196.
41 O.c., p. 197.
42 O.c., p. 198.
La brega de Kymlicka con la cultura 289
valerse para ello de «la intervención de una tercera parte, con mecanismos
coercitivos o no coercitivos»47 tal como Estados Unidos y Canadá se han
valido de su influencia dentro del Tratado de Libre Comercio para presionar
reformas liberales en México.
En un nuevo bandazo al final de su último libro Kymlicka se ocupa del
«sentimiento de solidaridad», es decir, de si sus derechos diferenciados en
función de grupo contribuyen o no al «sentimiento de identidad cívica y de
compromiso mutuo»48. Él comparte ahora la preocupación de que la intro-
ducción de una ciudadanía diferenciada puede forzar a la sociedad a «aban-
donar la esperanza de una mayor fraternidad»49 y constata que «ha quedado
claro que los mecanismos procedimentales e institucionales no bastan para
equilibrar los intereses de cada uno, y que es necesario cierto grado de vir-
tud cívica y de espíritu público»50. Los acontecimientos de los últimos años
le muestran que «hasta cierto punto las identidades nacionales se deben
considerar como algo dado» y que «fueron vanos los esfuerzos de los regí-
menes comunistas para erradicar las lealtades nacionales»51. A fin de cuen-
tas «comoquiera y cuando quiera que se forje una identidad, una vez
asentada, es inmensamente difícil, si no imposible de erradicar». Nuestro
autor se interesa entonces por todo lo que contribuya a «construir un senti-
miento de identidad común en un Estado multinacional» a sabiendas de que
«si los gobiernos desean generar una identidad compartida basándose en
una historia compartida, tendrán que identificar la ciudadanía no sólo con la
aceptación de los principios de justicia, sino también con un sentimiento de
identidad emocional y afectivo, basado en la veneración de símbolos com-
partidos o de mitos históricos»52. Kymlicka no deja de tener en cuenta que
en los Estados-Nación «la identidad compartida deriva de la historia, de la
lengua y, tal vez, de la religión común»53. La identidad nacional en general
es especialmente adecuada para servir como «foco de identificación prima-
rio», porque se basa en la pertenencia y no en la realización, en lo que cada
individuo llega a ser: «la identificación es más segura, menos susceptible de
ser amenazada, si no depende de la realización de la persona»54. A propósi-
to de la representación de grupo se menciona el «reto de la empatía»55 que
se puede sentir más allá de las diferencias. Y al final presa de nostalgia
47 O.c., p. 237.
48 O.c., p. 240.
49 O.c., p. 241.
50 O.c., p. 242.
51 O.c., pp. 252-253.
52 O.c., p. 258.
53 O.c., p. 257.
54 O.c., p. 129.
55 O.c., p. 195.
La brega de Kymlicka con la cultura 291
Estado nacional dan sin duda una seguridad que no se da en ligazones racio-
nales de intereses o valores.
De estas breves referencias a los irrecusables mecanismos reproductivos
y funciones de los vínculos de procedencia sólo se sigue la recomendación de
prestarles atención para no hacernos demasiadas ilusiones en cuanto al alcan-
ce de nuestra capacidad de elección.
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