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Beatriz Kalinsky
Conocimiento antropológico
Ética, subjetividad y condiciones del diálogo
LIBROS DE CÁTEDRA LC
Conocimiento antropológico
Ética, subjetividad y condiciones del diálogo
Beatriz Kalinsky
Kalinsky, Beatriz
Conocimiento antropológico. Ética, subjetividad y condiciones del diálogo. - 1a ed. - Buenos Aires :
Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras Universidad de Buenos Aires, 2011.
136 p. ; 20x14 cm. - (Libros de Cátedra)
ISBN 978-987-1785-34-6
1. Antropología. I. Título.
CDD 306
ISBN: 978-987-1785-34-6
© Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 2011
Subsecretaría de Publicaciones
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Introducción
Beatriz Kalinsky
5
artículos, escritos y reexaminados en distintas oportunidades,
fueron organizados según estos ejes y en ese orden.
Los lineamientos éticos que se ponen en práctica no es-
tán todavía suficientemente dados a conocer, en especial
durante los trabajos de campo aunque hay esfuerzos para
dar mayor visibilidad sobre un tema que ya no debería pasar
desapercibido en la discusión de ideas, propuestas y desa-
rrollos etnográficos.
Se plantea a continuación la noción de “subjetividad” y su
reconocimiento como un factor más, pero no por eso me-
nos importante, en las relaciones de campo tanto como en la
escritura etnográfica. Su ponderación, creemos, deviene de
las formas éticas con que se encare el trabajo. En otras pala-
bras, los lineamientos éticos que actúen durante los trabajos
de campo –por decisión de los investigadores y en acuerdo
con sus interlocutores– darán el marco propicio para la in-
clusión y el registro de distintas emociones y actitudes que,
con el auspicio de la reflexión y ponderación mutua, no son
obstáculo a la rigurosidad de los resultados. Siendo el pla-
no axiológico del orden de las decisiones, la aceptación del
componente subjetivo de cualquier relación humana no ten-
dría que ser minimizado sino por el contrario planteado y
elaborado por los integrantes de un encuentro etnográfico.
Finalmente, nos parece que revisar las condiciones del
diálogo permite llegar a la misma médula del conocimien-
to; y sin su reconsideración, bajo las dos premisas anteriores,
nos quedaríamos a medio camino en esta visión que intenta-
mos dar de algunos de los factores, si se quiere, excéntricos a
las epistemologías más tradicionales pero propios de nuestro
quehacer, toda vez que alguien haya estado inmerso en situa-
ciones de campo y comprometido al mismo tiempo con las
circunstancias y con las posibilidades teóricas.
La investigación social no parece tener puntos de partida
o de llegada epistemológicos absolutos. Aquello que asumi-
mos como “fundamental” es posible que deba ser revisado
6 Patricia Souto
y cuestionado. Y si bien no podemos caer en la relatividad
acérrima, tampoco en la otra cara de la misma moneda, que
bien puede ser llamada “dogmatismo”; seguramente debere-
mos encontrar un lugar de equilibrio que, aunque lábil y res-
baladizo, nos permita sentirnos menos intangibles en cuanto
a los núcleos duros de las producciones teóricas y enredados
con las mediastintas, los grises y los contornos que rodean y
se entrecruzan con ellos.
Simplemente, estamos entusiasmadas con la posibilidad
de hacer algunas anotaciones, sin considerarlas respuestas
únicas ni definitivas, que continúen con la crítica y evalua-
ción de los contenidos que solemos dar por sentados de algu-
nos de los conceptos que son, a nuestro entender, clave en la
generación del saber antropológico y en su valoración social.
Introducción 7
Ética y estigma. La investigación antropológica
del comportamiento estigmatizado
I.
9
“Ser madre” ha significado en nuestra sociedad la incondi-
cionalidad del vínculo con el hijo, en especial con el recién
nacido o de pocas horas o días de vida (período al que se
refiere el “infanticidio” en sentido estricto). Sin embargo, el
papel de una “buena madre” es la construcción social de un
modelo para seguir que se ha transformado en una supuesta
índole universal de lo que debiera significar “ser madre”. Si
bien los modelos culturales van marcando las formas de com-
prender y actuar en el mundo, la acción individual no es una
réplica exacta de los primeros.
Las razones por las que una madre puede llegar a matar,
por acción u omisión, a un hijo son múltiples y circunstan-
ciadas. Como dijimos, hay un denominador común que es
la violencia sufrida por esta mujer y la trayectoria del sufri-
miento en contextos sociales específicos. Las decisiones so-
bre cómo actuar frente a una determinada situación, o fren-
te a otra persona, incluso a los hijos muy pequeños, tienen
un fuerte componente moral y emocional (Hollan, 2000).
El “infanticidio” reviste un patrón persistente a lo largo
del tiempo (Haustafer y Ardy, 1984; Lazarus, 1994). Los ras-
gos más importantes que configuran un posible escenario en
donde la madre da muerte a su hijo recién nacido coinciden
en expedientes históricos y actuales, así como con las voces
de estas mujeres después de ocurrido el hecho. Así pueden
citarse entre los más sobresalientes:
– Embarazos no deseados: por ejemplo, a partir de una vio-
lación, a veces incestuosa.
– Encubrimiento del embarazo. En este punto las descrip-
ciones indican que no se veía crecer la panza de la madre.
En pocos casos usan fajas o ropa más suelta; en los más,
transitan todo el embarazo con la misma ropa sin mostrar
cambios significativos en su cuerpo.
– No hay controles médicos.
– Se produce en ellas una suerte de absolutización de la creen-
cia de que ese bebé no nacerá. Quedan interminablemente
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fijadas en ese estado de forma tal que no piensan en el mo-
mento posterior al parto y por ende no buscan ayuda para
conocer y usar las alternativas que se les pueden ofrecer.
– El parto suele ser en la casa, casi siempre de noche o al
amanecer, sin asistencia y con una rápida dilatación uteri-
na, un parto en “avalancha”1 (Castex, 2008). Durante el tra-
bajo de parto dicen no sentir dolores y no se las oye gritar
ni pedir auxilio.
– Dicen que algo les salió del cuerpo, o bien que el bebé nació
muerto, que no lo oyeron llorar o que ni siquiera lo vieron.
Esta creencia da pie a que consideren que no los han mata-
do. Después, cuando ya están en los estrados judiciales suelen
usar la frase “eso que me pasó” o “la tragedia que me ocu-
rrió” como si no hubieran tenido participación alguna. Suele
haber una complicidad familiar y hasta vecinal, comunitaria
o institucional en la negación del embarazo, de manera tal
que todos saben que ella está embarazada pero hacen como
si no lo estuviera, ayudando entonces a fortalecer la creencia
de que ese hijo no deseado no nacerá. De hecho, estas muje-
res pueden ser excelentes madres de otros hijos.
– Suele mediar una amenaza contra su propia vida o la vida
de sus otros hijos si deja saber que está embarazada o bien
si deja vivir al bebé recién nacido. Frases amenazantes
como “si volvés a estar embarazada te mato” o “si tenés otra
vez un hijo los mato a los otros” no son simples declaracio-
nes de deseos, provienen de una intención ya configurada.
Esta amenaza siempre puede convertirse en realidad, más
aún si el embarazo es producto de relaciones incestuosas o
de una violación. La amenaza también puede proceder de
la propia madre de la embarazada que se alinea en la de-
fensa de su esposo o eventual pareja sentimental que pudo
haber violado a la hija. En otros casos, las madres suelen
II.
12 Beatriz Kalinsky
primer pedido de pericia hace ya más de catorce años. Tra-
bajando en el tema de criminalidad y factores culturales, este
fue el primer caso que ocurrió en la Provincia del Neuquén
luego de la derogación del tipo penal de “infanticidio” del
Código Penal de la Argentina y que pasó a ser, entonces, ho-
micidio agravado por el vínculo con la pena máxima que se
contempla desde entonces (1995). Frente a la enormidad de
la pena que podía imponérsele, el defensor consideró opor-
tuno un informe socio-antropológico.
Desde entonces, hemos seguido trabajando con estas mu-
jeres. Los casos son quince en total y hemos mantenido dos
circunstancias de trabajo de campo: la elaboración de peri-
tajes, ya sea por parte de la defensa, del juez o las cámaras
penales que debieron intervenir en primera o segunda ins-
tancia y, en segundo lugar, mediante un seguimiento etno-
gráfico desde el momento de ocurrido el delito o el peritaje
a la actualidad, pasando por la prisión preventiva, el juicio
oral y público y parte del cumplimiento de la condena.
De estos casos, en uno se declaró nulo el juicio sin que
volviera a realizarse hasta el momento. En seis casos, las pe-
nas fueron de entre cinco y quince años; en tres casos fueron
condenas a prisión perpetua, y en uno finalmente se declaró
la inimputabildad casi al borde de celebrarse el juicio. En
otro caso, la mujer salió en inmediata libertad ya que con
la prisión preventiva ya cumplida estaba en condiciones de
iniciar la etapa de libertad condicional.
En este artículo nos referiremos, luego de esta breve in-
troducción, a algunas situaciones que enfrentamos durante
los largos y trabajosos períodos de campo en los que tuvimos
que lidiar con un delito grave, mujeres “echadas” de la socie-
dad por desviadas y a-sociales y condenadas a ser “presas” de
ahí en más, hasta que la pena se agotara y aún después.
En los primeros momentos nos inclinamos por entrevis-
tas individuales. Luego, se pudieron mantener conversacio-
nes grupales ya que las mujeres imputadas por este delito
III.
14 Beatriz Kalinsky
los obstáculos se convierten en parte de la vida cotidiana del
trabajo de campo.
Queremos dirimir acá algunas cuestiones éticas. El diálo-
go es por cierto difícil, porque se trata de un sufrimiento
inmediato, o más a mediano plazo pero que se ha iniciado al
comienzo de este derrotero que implica un repliegue de la
identidad individual y social de estas mujeres que además de-
ben soportar y eventualmente adaptarse a las circunstancias
carcelarias –volverse una “criminal” y una “presa”. A la par,
con la institución carcelaria se inicia otro diálogo que tiene
pocos puntos de coincidencia con el primero; en él sobre-
salen temas estructurales que tienen aristas éticas, como en
cualquier diálogo humano.
Trabajaremos los siguientes temas relacionados a esta ade-
cuación metodológica y ética: seguridad institucional y se-
guridad de los investigadores en lo que respecta a mantener
el respeto por las normas internas de las cárceles,2 y lo que
llamaremos “aprovechamiento cognoscitivo” en orden a las
relaciones de investigación con nuestros interlocutores.
Estos amoldamientos a situaciones específicas pueden
ser considerados de distintas maneras, desde una acepta-
ción de la cárcel como institución “correcta” para purgar
penas, una reafirmación de la necesidad de contar con ins-
tituciones que están, según nos parece, en el borde del sis-
tema democrático hasta, por el otro lado, una alineación
moral con quienes han violado la ley vigente. Se corren
estos riesgos cuando se trabaja en lugares que son, en el
fondo, vacíos sociales que el sistema democrático mantie-
ne y que las condiciones de vida actuales refuerzan. Por el
momento, tenemos cárceles y seres humanos en ellas; este
panorama en sí mismo legitima la investigación social y los
resultados dirán en qué línea de pensamiento se inscriben
IV.
16 Beatriz Kalinsky
A esta hipervigilancia se le suma la exigencia de empezar
a aprender las formas sociales internas de la cárcel, lo que
también conlleva una necesidad de estar atentas a los ruidos,
voces, golpes, gritos y demás factores con que se construye la
vida cotidiana en ese lugar.
De esta situación heredamos en nuestros encuentros la
aguda atención que todas ellas, sin excepción y en todo mo-
mento, prestaban a los signos del ambiente. No solo apren-
dimos que esta era parte de las reglas del juego que las hace
distraer de la conversación, les corta las respuestas, reclama
repetir la pregunta o bien retomar donde se había dejado de
hablar, sino que también nosotros nos volvimos precavidos,
no solo para colaborar a que se sintieran más o menos seguras
–por ejemplo de que las celadoras no pudieran estar aguzan-
do el oído para escuchar las conversaciones, o para que ellas
no se saltearan algún acontecimiento que pudiera producir-
se durante nuestros encuentros y que fuera importante para
su vida cotidiana carcelaria–; también empezamos a percibir
que el ambiente en general podía ofrecer alguna situación
desconocida, peligrosa o no, a quien no pasara el tiempo sufi-
ciente adentro para aprender las reglas de convivencia y fué-
ramos nosotros los sorprendidos por algún incidente.
Entre todos, entonces, tomamos medidas de reaseguro,
tales como dejar entornada la puerta de la habitación en la
que teníamos las entrevistas; si se cerraba alguien quedaba
de pie para otear por la ventana; y también alguien se senta-
ba de modo que pudiera ver si se acercaba alguna otra inter-
na o un agente penitenciario.
Quizá esta pretensión de controlar el ambiente era ficti-
cia, pero ayudó a generar confianza y a mejorar los vínculos
establecidos durante los trabajos de campo y aún después.
Sin duda, en algún momento hubo alguna celadora inten-
tando escuchar lo que se decía y la puerta fue abierta muchas
veces, en forma intempestiva, por alguna interna que venía a
buscar o a preguntar algo.
V.
18 Beatriz Kalinsky
el papelerío correspondiente; instancias esenciales para el
personal penitenciario.
Éramos registrados en la entrada aunque no requisados. No
había contacto físico. Dejábamos nuestras pertenencias e in-
gresábamos solo con papel, lápiz o grabador, todo previamen-
te inspeccionado. Cuando se producía el cambio de guardia
nos cerciorábamos de que se supiese de nuestra presencia en
la institución. No fueron pocas las veces, al principio, en que
nuestra presencia tomó por sorpresa a la guardia entrante.
Y también aprendimos a respetar la hora fijada para nues-
tra salida, aún cuando no nos vinieran a buscar. Nunca in-
gresamos elementos que pudieran comprometer a alguien,
salvo que se pidiera el permiso pertinente.
No siempre los investigadores pudieron sostener el agobio
que significa estar, aunque sea por unas horas, en una situa-
ción carcelaria. Algunos de ellos renunciaron a continuar
trabajando en ese lugar. En tanto otros no congeniaron con
la posibilidad de adaptarse a algunas de las reglamentacio-
nes, haciendo valer su rebeldía frente a una institución que
se define como “disciplinaria” y actúa como tal, sin recono-
cer arbitrariedades y excesos.
Como venimos diciendo, es éticamente discutible si tra-
bajar en una institución por el estilo refuerza su modo de
actuar y su base ideológica, si los deja intactos o los puede
modificar (Hastrup, 2004). En realidad, nuestra investiga-
ción no versó sobre la institución carcelaria en sí misma, sino
sobre algunos tipos de delitos cometidos por mujeres. Des-
de ya no fuimos inmunes a la institución ni ella a nosotros,
pero no fue nuestro principal foco de atención. Sin embar-
go, tenemos nuestra opinión al respecto fundada en años
de haber estado transitándola, y de estar en contacto con el
personal penitenciario y con internos e internas, así como
con otros protagonistas como lo son los diferentes especialis-
tas (psicólogos, psiquiatras, abogados, médicos, enfermeras,
trabajadores sociales, profesores y maestros, etc.).
VI.
20 Beatriz Kalinsky
contra la vida, en todos los casos, calificados por el vínculo.
Esto ya abrió un juicio de disidencia sobre la actuación de es-
tas mujeres pero, como fue dicho desde el inicio, hubo la op-
ción de desistir de la relación de investigación o bien de abrir
el camino para trabajar esta brecha moral que si, en princi-
pio, distanciaba a los interlocutores podía convertirse even-
tualmente en la propia fuente de diálogo e intercambio de
ideas; aún a pesar de la terrible diferencia entre el estar libre
y el estar privado de la libertad, que fue por cierto insalvable.
VII.
Así como en el ítem anterior se señaló esta disidencia va-
lorativa con las acciones cometidas, hubo también desde el
inicio de la relación de investigación una alineación moral y
práctica acerca de no perturbar, si se podía aún más, la vida
de los niños que estaban con sus madres. La ley de ejecu-
ción penal argentina permite que las madres estén detenidas
con sus hijos hasta los cuatro años (Art. 195 de la Ley de
ejecución penal 24.660/96).3 Todas las mujeres entrevistadas
tenían hijos con ellas o bien fuera de la cárcel al cuidado de
algún familiar o bajo la tutela judicial de menores.
De los primeros, hijos encarcelados junto a sus madres por
decisión de estas últimas, solo observamos la relación entre
ambos y con las demás mujeres que tenían hijos con ellas, ya
que compartían el mismo y único pabellón destinado a ellas,
con algunas mínimas comodidades extra.4 De hecho, eran
niños pequeños que debían soportar las mismas condicio-
nes carcelarias durante una etapa especialmente sensible de
la construcción de su identidad. Nuestra observación solo fue
casual, mientras estábamos en ese pabellón, a veces trabajando
3 Desde 2010 una modificación de la ley permite la detención domiciliaria de las madres de niños de
hasta 5 años.
4 Se mantiene la confidencialidad del lugar de detención donde se hizo la investigación.
VIII.
22 Beatriz Kalinsky
En este punto nos enfrentamos a una dualidad: si la ver-
dad era “investigar” qué había ocurrido en la escena del cri-
men, aquella desde donde se develaría quién de los prota-
gonistas dio el impulso final que terminó con una muerte; o
bien, desentendernos de este tema que era netamente poli-
cial y judicial y velar por la investigación social que según nos
parecía, tendría un camino bien distinto en la búsqueda de
razones y sentidos para la acción delictiva cometida.
Como en algunos de los casos iniciamos la relación de in-
vestigación cuando las actividades policial y judicial estaban
aún actuando, estas dos cuestiones se nos mezclaron más de
la cuenta. Queríamos saber algo que no nos era pertinente:
¿ella lo mató?, ¿había habido alguien más?5
En esos deslices dejamos de ser antropólogos para conver-
tirnos en policías o fiscales. De hecho, salvo que tuviéramos
entre manos la elaboración de un informe sociocultural que
se centrara ante todo en los contextos de vida y relaciones
familiares, no teníamos que producir ninguna prueba judi-
cial. Es fácil confundirse en esos momentos “jugando a ser
otra cosa que no somos”, pudiendo caer en una suerte de
“extorsión emocional” del interlocutor, aprovechando una
situación que estaba a todas luces a nuestro favor, en un mo-
mento de extrema gravedad y vulnerabilidad.
Puede preguntarse, incluso, si eran condiciones acepta-
bles para la iniciación de un diálogo. Muchas veces lo hici-
mos apremiados por la producción de la pericia y otras por
lo imperioso que nos resultaba un encuentro con la mujer
en cuestión a pedido de ella misma, en varios casos, y por
nuestra iniciativa, en tantos otros.
Más allá de las cualidades éticas que se afirmaron en for-
ma explícita en todos los casos y que fueron compartidas por
5 Tuvimos la fuerte sospecha de que estas mujeres eran ayudadas por parientes muy cercanos, esposos,
parejas emocionales circunstanciales o las propias madres que actuaban con diversidad de complicida-
des pero que no eran involucradas en la posterior responsabilidad penal.
IX.
24 Beatriz Kalinsky
Si así no fuera, quizá con la intención de mantener puris-
mos metodológicos, la investigación social no sería posible o
perdería sus calificaciones. Sin embargo, nadie está exento
de cometer errores y menos aún de tentarse hacia el que-
brantamiento de las convicciones, especialmente morales.
Como toda la situación es en sí misma “estigmatizada” el
trabajo de campo puede reforzar estas condiciones con des-
lices, voluntarios o no, para alcanzar metas espurias, que no
son propias de la investigación socio-antropológica.
No nos estamos refiriendo a las marcas de la subjetividad
que están presentes en cualquier situación de campo sino
al empezar a compartir o simpatizar con algunas de las ra-
zones –a veces linderas con la ilegalidad o definidas por la
violencia– que se tienen para sobrevivir al estigma. El proce-
so dialógico no exige desapegarse, siquiera de modo circuns-
tancial, de los puntos de apoyo donde cada uno se sostiene.
Entonces, estos eventuales desplazamientos subjetivos hacia
quien está en una posición más débil por el monto de sufri-
miento que acarrea y su cada vez más escasa posibilidad de
superarlo, puede llevar a una amplificación de la aceptación
moral de ese “Otro” que no solo no es obligatoria sino que
no siempre está fundamentada.
Mantener un equilibro dinámico entre las propias convic-
ciones y estos corrimientos es, justamente, el plus que se ne-
cesita para trabajar con grupos e instituciones estigmatizados.
I.
27
metodológica o teórica. Más aún, solo parecen poder enca-
rarse caso a caso, sin normativas fijas ni respuestas prepara-
das de antemano, enunciadas en términos generales para
salvar los problemas de esta clase.
Desde luego hay lineamientos generales respetables, pero
ellos son más bien fuentes heurísticas antes que normativas
que permitirían decidir de forma correcta, acorde con las
circunstancias y especificidades de las situaciones particula-
res que cada uno enfrenta.
Cualesquiera sean las condiciones en que ejercemos nues-
tro trabajo, siempre queda un resquicio por donde predomi-
na una cierta “molestia” o, ante todo, un interrogante acerca
de la presencia de un antropólogo.
En este trabajo queremos mostrar que subsiste la idea
de que tenemos que “congraciarnos” con nuestros inter-
locutores para obtener la “información” que necesitamos
para ver cumplida nuestra tarea. Seguimos concibiendo
al Otro casi como lo hacían en la Antropología clásica,
sin mayores cambios de fondo. Ese Otro tiene que estar
ahí para ayudarnos y colaborar, ahora con una coerción
disimulada bajo las tramoyas que desenvolvemos para ha-
cernos accesibles a él. Han cambiado las formas pero no el
fondo; seguimos lidiando con un sentimiento de ambiva-
lencia hacia él plagado de incertidumbre y prejuicios, mal
disimulados detrás del cortejo de habilidades adquiridas
en años de experiencia para aparecer dotados de infinita
amabilidad y paciencia.
Al mismo tiempo, las sensibilidades morales, que son di-
ferentes para cada uno de nosotros también en cuanto a
su umbral, serán las que nos den el alerta sobre si estamos
bordeando los límites de una ilegalidad. Al respecto, si la
investigación socio-antropológica puede hacerse durante la
comisión de un delito, acotado en el tiempo o espacio, reite-
rado o sistemático, queda fuera de los límites de este trabajo
aunque pensamos que no es posible.
28 Beatriz Kalinsky
Pero podemos toparnos con los límites de un delito ya
acaecido fuera de nuestra voluntad y que nos puede hacer
cómplices, adentrándonos sin demasiada espesura ética en
un campo que no es de nuestra incumbencia.
Son estos dos temas, entonces, que pretendemos desarro-
llar mediante algunos ejemplos que nos permitirán analizar
en particular cada situación y llegar a algunas conclusiones
provisorias.
El engaño acerca de quiénes somos y para qué vamos
subyace a la primera pregunta –la ilegitimidad de estar ahí
y todo lo que se deriva, puede llevarnos a no poder percibir
dentro de esa máscara tiesa con la que podemos ir al campo,
la ilegalidad propia o ajena que tan poco tiene que ver con
nuestras tareas, expectativas y calidad del conocimiento que
se quiere producir.
En temas de investigación que pueden considerarse ex-
tremos –riesgo físico, institucional, político, emocional (pa-
cientes psiquiátricos, presos, migrantes, pobres, violencia,
exclusión, etc.)– estas cuestiones aparecen en forma más
contundente y menos entreverada con otros aspectos de la
investigación. Pero no deberíamos confundirnos; están en
todas partes solo que a veces un poco más disimuladas y
otras, las más, con el ánimo de enmascararse para ver qué
hacemos cuando flaquea nuestro histrionismo.
La necesidad de extremar los límites para conocer al Otro
“tal cual es” nos puede jugar una mala pasada en cuanto a
traspasar ciertas precauciones a lo que no nos atreveríamos
en “nuestro” mundo o con nuestros “reales prójimos”. Y des-
conociendo que en algunos códigos de ética en su primer
acápite instan a resguardar la integridad de nuestros “suje-
tos de estudio”, a la hora de seguir registrando no logramos
distinguir fronteras; ni para bien ni para mal de ellos, factor
que pareciera que no nos incumbe dado que estamos inertes
frente a estos valores, pero siempre en beneficio propio y del
conocimiento. Porque en los trabajos de campo seguimos
II.
30 Beatriz Kalinsky
partido de fútbol, permitiendo que siguieran bajo el argu-
mento de que no quiso distorsionar el campo y que él no
estaba en posición de evitar dichos desórdenes; decir algo
al respecto no hubiera solucionado ningún problema ya
que trabajó en un solo club. En este caso, no se había dado
ni pedido el consentimiento informado. El autor mencio-
na que con esta actitud que tomó solo cumplía con el pri-
mer artículo del código de ética vigente –no dañar a los
investigados (p. 527).
Un tercer relato que fue analizado por los autores men-
cionados dice que los propios investigados, frente a la pre-
sencia cotidiana del investigador, lo transformaron en uno
más de ellos y bajaron la guardia acerca de lo que querían
que supiese y de lo que no. Habría que tratar de mantener,
entonces, un buen vínculo para que la conducta sea natu-
ral, tal como si el antropólogo no estuviera presente; sin
decir que era investigador porque hubiera sido como tener
un cartel que rezara: “no confíen en mí porque soy investi-
gador” (p. 533).
Concluyen que están frente a una forma de manipulación
y por qué no de explotación. Y argumentan que a medida
que van apareciendo las publicaciones, todas las partes de
un conflicto comienzan a enterarse. La pregunta entonces
no debe ser si el tipo de investigación afecta el cambio sino
cuándo y cómo afectamos este cambio y cómo podemos
reconciliar los intereses de los sujetos investigados con los
resultados etnográficos y sus aristas políticas que son inevita-
bles a la hora de publicar (p. 539).
III.
32 Beatriz Kalinsky
IV.
En la valiente –por lo sincera– escritura acerca de que lo
que importa es, en realidad, la carrera académica y la publi-
cación en revistas científicas pasando a un segundo plano el
bienestar de los participantes de la investigación o el involu-
cramiento en eventuales hechos delictivos, se resume el argu-
mento que presentan estos autores seleccionados: “salvar el
campo” a costa de algunos principios que, si bien pueden ser
opinables, nos parece interesante ponerlos sobre el tapete;
discutirlos en nuestros propios ambientes de campo y anali-
zar las consecuencias; tratar de mantenerlos sin convicción
es casi lo mismo, o peor, que ignorarlos y seguir adelante.
Aparecer en el lugar de trabajo de campo con mentiras,
disfraces, sin acuerdos mínimos, buscando el registro de da-
tos y la recolección de información es una forma de hacer
antropología que, por discutible, no deja de ser apropiada
según ideologías, teorías y metodologías.
Asumir declarativamente ciertos compromisos que se sabe
de antemano que no se van a cumplir es una forma poco feliz
de hacer antropología porque ciertos valores, que también
rigen en la vida cotidiana, no se alcanzan con simulaciones
morales que terminan siendo su revés.
La preciada “confianza” que tenemos que “ganar” en
nuestros interlocutores no se logra tratando que una situa-
ción “parezca natural”, cuando nuestra presencia no tiene
nada, o casi nada, de los trazos de la vida cotidiana previa a
nuestra llegada y que, seguramente, quedará cambiada, para
siempre o en forma circunstancial, cuando nos vayamos. Por
eso, no podríamos pretender que quedemos intercalados
en la vida de todos los días como una presencia que no se
toma en cuenta porque es disruptiva e interfiere en el flujo
regular de la comunicación, los pensamientos o las acciones.
Afirmarnos en nuestros respectivos papeles, esto es de inves-
tigadores que producimos procesos de conocimiento, que se
V.
Veamos seguidamente un par de situaciones donde nos
hemos visto comprometidos y urgidos a tomar decisiones
que dejan ver nuestras propias sensibilidades morales.
6 Ya que fue mencionado el caso de los interrogatorios policiales, estos pueden en cualquier lugar y
situación amenazar la integridad de todos. Podrían buscarse otras maneras de acceso al mismo tema,
como en cualquier fuerza de seguridad, sin comprometer ni poner en mayor riesgo aún a aquellas per-
sonas que son interrogadas o bien quienes lo hacen cumpliendo órdenes superiores, en instituciones
extremadamente jerárquicas, en las que sigue en vigencia la “obediencia debida”.
7 Extraído del expediente judicial con autorización del juez de la Cámara Penal de la ciudad de Zapala,
provincia del Neuquén.
34 Beatriz Kalinsky
Fallecimiento a la 1.15 s./f. del 3/6/97.
N.: 28 años. Nacido el 13/10/68. Ingresa el 5/12/96 de
Zapala. Albañil. Es declarado reincidente. Robo calificado
por abuso de armas. Sin sanciones disciplinarias. Fase de so-
cialización. Período de tratamiento.
Trabaja en fábrica de ladrillos.
Hábeas corpus presentado el 12/2/97, 22/2/97, 1/4/97
y 17/4/97.
Conducta y concepto bueno. Alojado en el pabellón 7mo.
por razones técnico penitenciarias. No formó parte ni fue cau-
sante de conflicto alguno en los últimos tres meses. No ha te-
nido problemas de convivencia con sus iguales. No hay conoci-
miento de la jefatura que el interno haya tenido problemas con
su compañero de celda. No compartía visita con otros internos.
Causa de muerte: herida cardiaca de arma blanca. El epi-
sodio es calificado como “homicidio en riña”.
Un ayudante apostado en el puesto de guardia comuni-
ca al servicio de armas que escucha ruidos y corridas y una
voz que decía “ahora vas a saber quién manda” proveniente
del pabellón. Vio caer desde la ventana del corredor del pa-
bellón un objeto no identificado: punzante, cortante, filo y
punta muy bien trabajados de acero, lleno de sangre aparen-
temente nueva en virtud de su color rojo fuerte.
Los compañeros de celda no dicen nada. Uno dice que a
la hora de los hechos sintió que corrían. Otro dice que esta-
ba escuchando la radio y que se acostó a dormir. Un tercero
dice que el trato no pasaba de un saludo con las víctimas y
fue despertado por un enfermero, se volvió a acostar y no se
enteró de nada. No quieren que les pregunten nada.
La concubina cuenta de amenazas: “ahora se lo van a ma-
tar”, dice.
Carta a la hermana 1/4/97:
“Quieren matarme. Tengo que quedarme toda la noche
despierto para que no me agarren durmiendo, si no lo pu-
dieran hacer cuando estaba despierto de día, seguro que se
36 Beatriz Kalinsky
necesidad de ayuda, para transformarlo en lo sucesivo en
un “preso maricón”; y menos, cavilamos, de un equipo de
investigación “débil” en este sentido; la guardamos como
documento de alguien dolorido de haber elegido una vida
delictiva y para poder conversar estas cosas con él una vez
en libertad.
Esa carta ardía en nuestras manos cuando nos enteramos
de su muerte. Sabíamos, en principio, quiénes podrían ser
investigados como presuntos autores de este crimen. Podría-
mos aportar al esclarecimiento de este delito. Estaban invo-
lucrados miembros del Servicio Penitenciario Federal y se
deslizaban nombres de algunos operadores jurídicos que,
por omisión, habrían colaborado al acometimiento de este
homicidio.
Pero, ¿debíamos dar a conocer una carta escrita con tono
íntimo y destinada más que a nadie a sus propios hijos? ¿De-
beríamos aportarla como prueba judicial, sin conocer en
realidad las condiciones en que había sido escrita y envia-
da? ¿Había sido su intención que actuáramos de esa mane-
ra? Consultamos a sus compañeros de prisión. Nadie nos dio
una respuesta concreta pues todos tenían miedo.
Y nosotros también. Finalmente, decidimos ir al juzgado
donde se tramitaba la causa y presentar la carta. La verdad
por encima de todas las cosas, aunque una verdad relativa y
mezclada con miedo y venganza.
Los hijos requerirían saber qué le había pasado a su padre
y la familia había quedado en la peor de las indigencias, sin
que nadie le ofreciera la posibilidad de un reclamo (indem-
nización civil); enfrentados a la ignorancia de lo que había
pasado y la resistencia de los jueces a ser sus interlocutores.
Ninguna vida en prisión vale demasiado. Estos fueron, en
síntesis, los argumentos que esgrimimos para entregar la car-
ta, casi como un acto de fe.
Las respuestas judiciales fueron inesperadas. Durante nues-
tra experiencia de investigación accedimos en cierto número
8 A pesar de que los expedientes judiciales son documentos públicos, mientras están en proceso solo ac-
ceden a ellos las partes interesadas (defensores, querellantes particulares y fiscales) y “terceras partes
interesadas” que se definen caso a caso.
38 Beatriz Kalinsky
Unos días después fuimos junto con el defensor oficial
para conocer la versión de J. El negó que hubiera habido
delito alguno, ante nuestras preguntas formuladas en dife-
rentes tonos. Nos fuimos creyendo la versión de J., con quien
teníamos una relación de años de trabajo y de confianza mu-
tua. Pero, ante un margen de duda, decidimos ir a la jefatura
de policía de la jurisdicción correspondiente.
Allí nos dieron la misma versión que J. Nunca se había co-
metido un delito, que ese juez estaría errado en sus fuentes de
información, que se habían entremezclado intereses políticos y
componendas de otro tipo de intereses (dueños de las grandes
estancias que rodean la zona) y un sinnúmero de razones más
para que la víctima fuera el más débil, como siempre. Y conclu-
yeron diciendo que si no había denuncia no había delito.
A la semana siguiente fuimos a visitarlo otra vez y lo en-
contramos con respuestas más débiles. Al final, nos mostró
varios cueros de ciervo que había enterrado a la vera del río
donde estaba su huerta, insistiendo en que él no había parti-
cipado de nada parecido a un delito.
Quedamos en una zona de limbo. La experiencia conti-
nuó y cuando ya nos estábamos olvidando del entredicho, re-
tomando las actividades cotidianas de la investigación, recibí
otra llamada del mismo juez diciendo que “ya sabía” por qué
la policía nos había respondido sobre la inexistencia de algún
delito. Que efectivamente, J. había sido usado –“reducción a
servidumbre”, lo que constituye un delito– para hacer de ba-
quiano y ayudar a carnear los ciervos en época de veda, por
los integrantes de un grupo que hacía caza furtiva pero cuyos
nombres no me podía dar porque ocupaban funciones políti-
cas importantes. Solo mencionó que un integrante del grupo
era la misma persona de la policía jurisdiccional a quien había-
mos visto para averiguar la verdad quien actuó para salvar su
honor pero, también esa sería la posible causa interna de que
aumentara su ya prolongado tiempo de condena y el seguro
traslado a una cárcel común.
9 Sobre todo en delitos que implican asociaciones ilícitas ya que puede ser impulsado a cometer delitos
más graves que los que se investigan, empujándolo fuera de la ley a partir de una figura legal.
10 En realidad, para caer en la dicotomía y bregar por quienes conocíamos y dejar caer la espada sobre los vic-
timarios nos basamos en que al menos uno de ellos pertenecía al grupo de los llamados “Doce Apóstoles”,
protagonistas de un horroroso motín en el penal de Sierra Chica, provincia de Buenos Aires en el año 1996.
40 Beatriz Kalinsky
policiales, detectives y periodistas y usamos retóricas que no ca-
bían en nuestra experiencia hasta entonces limitada al campo
antropológico. Si bien Scheper-Hughes (2004) dice que en su
proyecto para hacer una etnografía del tráfico de órganos en
un mundo invisible mezcló diferentes géneros, componiendo
una investigación híbrida, de nuestra parte vemos que tan solo
somos antropólogos, lo que no es ni mucho ni poco, pero ese
es nuestro ámbito de habilidades y competencias.
Sin embargo, deberemos admitir que no hacemos del todo
lo que pregonamos. Actuamos como antropólogos pero tam-
bién lo hacemos en oficios adyacentes, y aunque admitimos
que la escritura etnográfica puede abonar diferentes formas
narrativas, por el contrario, la narrativización del sufrimien-
to, de las emociones, experiencias de vida y pensamientos
de nuestros interlocutores deberían ser leídas solamente en
clave antropológica, porque para ello estamos entrenados.
En el caso de J., ganó un rasgo muy humano que no logra-
mos graduar: la soberbia y el sentimiento de que estábamos
co-conduciendo una experiencia inédita que podía generar
antecedentes interesantes. Allí insistimos en su inocencia,
fuimos inocentes ante la exageración de un juez, o ante la
palabra de un jefe policial.
El ámbito de la subjetividad nos arrojó una respuesta in-
dividual frente a las presiones estructurales. La experiencia
ya había tenido fluctuaciones y estaba amenazada desde el
mismo momento en que se inició. Y más allá de querer mos-
trar la inocencia de J. respecto de este segundo delito que
se le endilgaba, nos dejamos engañar y, lo que es peor, creí-
mos en ese engaño por nuestro bien, el de J. y el de la expe-
riencia, en especial. Si bien finalmente supimos una verdad
“relativa”, dicha por un juez enojado con nosotros y con la
experiencia que él mismo había impulsado, en este caso la
ingenuidad fue el límite de nuestra sensibilidad. Si bien es
cierto que no acudimos a la policía a radicar una denuncia sí
hicimos algo para cerciorarnos de lo que había o no pasado.
42 Beatriz Kalinsky
El consentimiento informado como herramienta
ético-metodológica. Su perspectiva actual
Con la colaboración de Claudia Badel
I. Introducción
43
Algunas décadas atrás, los manuales de metodología de la
investigación social no mencionaban siquiera este tema (Bla-
lok, 1978).
En la actualidad, hay autores que se limitan a aclarar, en
forma bastante casual en los diseños de investigación y en los
aspectos metodológicos, que hicieron firmar “el correspon-
diente” consentimiento informado, o bien no se dice nada al
respecto (Hong y Duff, 2002; Ferraro y Moe, 2003; Johnson,
Avenarius y Weatherford, 2006).
Alguna bibliografía actual discute, por ejemplo, la necesi-
dad de implementar un consentimiento informado oral, en
vez de escrito, debido a las circunstancias de la investigación
(personas iletradas, con discapacidades visuales o bien por-
que lo escrito reviste menor valor cultural que la palabra)
(Gordon, 2000).
Otros autores siguen insistiendo en que el consentimien-
to informado puede ser una herramienta útil para “ganar la
confianza” de los interlocutores (Meyer, 2001).
En la Argentina no contamos con un código de ética pro-
fesional que lo protocolice ni con comités de revisión insti-
tucional, de forma tal que la observancia del consentimiento
informado quedaría, en principio, a criterio de cada investi-
gador o grupo de investigadores. Tampoco suele enunciarse
en qué condiciones pudo cumplirse; o bien que no pudo rea-
lizarse del todo o que no revistió mayor interés, nombrándo-
selo en los artículos publicados como una suerte de cliché
pero necesario en las formas.
De nuestra parte, lo ubicamos dentro del campo ético; en
tanto, su implementación tiene que ver con las estrategias
metodológicas desplegadas a lo largo de un proceso de in-
vestigación social, centrada ya sea en entrevistas (de distinto
tipo o no) o bien en la batería de técnicas de campo que se
puedan utilizar en forma alternativa o simultánea.
El consentimiento informado pertenece al campo ético
debido a que es una herramienta eficaz para cumplir con los
44 Beatriz Kalinsky
prerequisitos para lograr un comportamiento adecuado en
los trabajos de campo: resguardar la seguridad de quienes
formarán parte de la investigación, cerciorarse de que ten-
gan toda la información acerca de los objetivos de la inves-
tigación, las formas en que se va a utilizar el conocimiento
generado, confidencialidad, anonimato, riesgos, eventuales
beneficios, así como la voluntad de participación y la libertad
para retirarse en cualquier momento y circunstancia.
Cada uno de estos ítems guarda su propia complejidad. Y
cada uno de ellos será puesto en práctica de diferente forma
–cuestión metodológica– para cumplir con los fines para los
cuales fueron declarados.
Si bien su incorporación a los estudios de las Ciencias
Sociales fue un préstamo devenido en especial de la Decla-
ración de Helsinki, firmada en 1964 por la comunidad mé-
dica mundial (World Medical Association) para evitar ex-
cesos en las investigaciones clínicas, recogiendo la terrible
experiencia de la II Guerra Mundial, donde se cometieron
delitos atroces en cuanto a las experimentaciones con seres
humanos, las investigaciones sociales parecen reflejar más
bien una forma que debe ser tenida en cuenta a la hora de
presentar resultados de investigaciones; o bien al iniciar los
vínculos con las personas, algunos de cuyos aspectos de vida
van a ser puestos bajo la lupa, y no una práctica que debería
cumplirse durante todo el tiempo.
46 Beatriz Kalinsky
el resguardo de las notas de campo debería imponerse como
forma estándar de trabajo; es decir, que estos registros de-
berían ser de propiedad particular y ser gestionados como
tales, siendo solo públicos los resultados elaborados (publi-
cados y divulgados) de la investigación.
Algunos antropólogos sostienen que estos registros son de
dominio público; según nuestro parecer solo serían de esta
índole si fueran requeridos por las instancias jurídicas, tal
como lo son en las dos disciplinas mencionadas.
El antropólogo tiene instancias diferentes a la grabación,
la forma estándar que revista el registro de datos. Puede utili-
zar notas concisas y resumidas, algo así como ayuda-memoria
para luego escribir sus notas en el refugio de sus lugares pri-
vados, teniendo solo un cuaderno de campo donde anote
palabras clave, ideas, direcciones, números, etc. Con notas
de campo que lo acompañan en sus a veces largos caminos
etnográficos se corre, como siempre ha sido, el riesgo de
olvidarlas, perderlas, o ponerlas al alcance de cualquiera
que no esté involucrado en la investigación. En todo caso,
esas notas sin elaborar pueden ser vistas y utilizadas solo por
aquellas personas que se reconocen como participantes de
ese proceso de investigación, pues puede haber errores, los
infaltables comentarios personales y, sin duda, datos sensi-
bles que si se hacen públicos en forma inapropiada pueden
poner en peligro físico o emocional a cualquiera de las per-
sonas que se han incorporado a esta forma de producción de
conocimiento.
Incluso así, aun tomando todos estos recaudos que nos
parecen imprescindibles, el antropólogo no queda blin-
dado de dilemas morales. Como relata Schneider (2006),
durante sus entrevistas con una persona detenida, esta le
cuenta que un amigo en libertad era quien había cometido
un delito grave. Con esta información, ella trata de imagi-
nar diferentes escenarios para analizar los pros y contras de
hacer la denuncia ante las autoridades sobre lo que había
11 En realidad, la autora trata de hacer un análisis comparativo entre los Estados Unidos y Gran Bretaña ya
que en este último país no se solicita ningún tipo de consentimiento informado.
48 Beatriz Kalinsky
sola firma de un documento que contenga los ítems necesa-
rios; incluso habiéndose leído en conjunto con los firman-
tes, aclarados puntos oscuros, asegurándose del buen enten-
dimiento del documento que se está firmando; o, por otro
lado, cuando se utiliza su forma oral o bien oral/escrita en
forma simultánea.
No puede hacerse trabajo de campo prescindiendo de
una clave ética que hará más democráticos los resultados de
la investigación y, por ende, utilizables para el bien común,
como sea que se lo defina.
No creemos que pueda hacerse una investigación a espal-
das de quienes están siendo involucrados sin saberlo, ni debe
dejar de configurarse el consentimiento informado porque
sean personas en el borde o fuera de la ley, o que forman par-
te de los llamados “grupos excluidos”. Por otra parte, si los
resultados de una investigación llegaran a malograr los perfi-
les sociales de funcionarios públicos no será responsabilidad
del investigador sino de quienes incumplen o menoscaban
sus tareas institucionales.
En el caso presentado por Schneider (2006), la posesión
de ese dato creemos que debió haber sido omitida ya que
el antropólogo no es policía, ni detective ni funcionario ju-
dicial. Ella debía el respeto incondicional a su entrevistado
quien utilizó la vía de su conversación con ella para hacer
público algo que no podía decir en forma “personal” por los
riegos que sabía que correría dentro de la cárcel. Y ella debió
haber sabido que esto es así en la mayoría de los casos. Estar
al corriente de algo que puede ser buscado y encontrado por
otras vías nos permite tomarnos un respiro hasta que esto úl-
timo se logre; y, como medida extrema, esperar lo suficiente
para el cese del contrato que se firma, como dijimos, escrito
u oralmente; o bien, previa consulta sobre los potenciales
riesgos y pormenores que pueden suceder frente a su even-
tual publicidad. Todos sabemos, por otro lado, que hay mu-
chas maneras, diríamos, canales alternativos, sobre todo en
50 Beatriz Kalinsky
algún mensaje implícito que no podría decirse sin la presen-
cia de ellos, y de, en fin, pretenderse en un lugar de ventaja
en cuanto a saber “más” o “tener más voz” que sus interlocu-
tores y adjudicarse la “gloria” de una situación en particular,
nos impide identificar salidas a situaciones engorrosas sin la
necesidad, en primera instancia, de quebrar el consentimien-
to informado.
De paso, quien puede quebrarlo en primer lugar es el in-
vestigador debido a una posición irremediable de mayor po-
der: de decir, de argumentar, de discutir, de saber, de dar a
publicidad, de tomar la voz cantante más allá de las desigual-
dades previas al encuentro con el “Otro” (Bourgois, 1990).
52 Beatriz Kalinsky
Quien de nosotras trabaja en cárceles se ha encontrado
en ocasiones hablando con personal penitenciario mien-
tras esperaba poder ingresar al establecimiento o bien que
“dispusieran el traslado” de la persona que había “pedido”
para mantener una entrevista, o bien para que dispusieran
su propio trasladado a las partes comunes donde podía inter-
cambiar más que una entrevista durante, por ejemplo, los
horarios de visita.
Estas conversaciones se generaban por dos motivos prin-
cipales: “matar” el tiempo, a veces bastante largo o porque
intentaban entender algunos aspectos de su trabajo entre-
verado con intenciones de obtener alguna que otra infor-
mación sobre las personas detenidas con quienes tenía re-
lación. Cualquiera fuera el motivo del inicio, el intercambio
dialógico resultaba, sin duda, de interés. Sin embargo, lo allí
surgido no fue considerado un “resultado de investigación”.
Antes bien, se lo evaluó como la apertura a otro campo de
investigación complementario y sin duda necesario pero que
hasta entonces no se había tenido en cuenta. De allí surgió
el interés por trabajar con el personal penitenciario en rela-
ción con los temas que ya estaban siendo considerados.
Dadas así las cosas, no solo hubo que pedir las respecti-
vas autorizaciones, armar el plan de investigación y demás
cuestiones preliminares sino que se iniciaron conversaciones
pertinentes a un consentimiento informado por el cual se
debieron reforzar los ítems de confidencialidad y anonima-
to, entre otras cuestiones.
Frente a comportamientos ilegales producidos durante el
proceso de investigación creemos que debemos desestimar-
los como objeto de estudio. Nos interesan sus razones y sus
consecuencias pero no su desarrollo en sí mismo (Vanders-
taay, 2005). Pensamos que hay que hacer de la investigación
un lugar más o menos seguro, donde nadie se sienta enva-
lentonado a cometer un ilícito para mostrar algún punto de
discusión y menos aún el propio investigador: la idea de no
54 Beatriz Kalinsky
Si hay personas en peligro inminente o dañadas por ac-
ciones previas a la participación del investigador habrá segu-
ramente agentes sociales más capacitados y autorizados para
gestionar una situación grave a los que podremos ayudar en
colaboraciones secundarias. Si así fuere, quedaríamos impe-
didos de trabajar después un consentimiento informado, ya
que habremos actuado en su contra. Pero, como dijimos, si
consideramos que hay peligro para niños o personas frágiles,
previo o producido durante el período de investigación, ya
no hay lugar para la duda.
V. Conclusiones
Introducción
57
Queremos recalcar un punto dentro del vasto campo de
la subjetividad: el nudo existente y en principio indisoluble
con el prejuicio. No es que la subjetividad se agote en el
prejuicio ni que el resto de sus connotaciones sea menos
importante. Solo decimos que el prejuicio forma parte de
la subjetividad y que se ha tendido a ignorar en la litera-
tura antropológica esta particular relación que calificamos
como “irreducible”; parece que ya es tiempo de iniciar su
revelación.
¿Qué significa aceptar y poner en juego nuestras subjeti-
vidades en el entramado de las relaciones con los “Otros”?
¿Produce consecuencias en el tipo de conocimiento genera-
do? Intentaremos responder a estos interrogantes.
Algunos ejemplos
I.
Una tesista de grado de la carrera de Antropología que
estaba haciendo su trabajo de campo en una zona urbana
de alto conflicto social, después de cuatro meses de presen-
cia intensiva y a la hora de iniciar la escritura se pregunta
si puede “dejar” el campo. Algo que no logra describir en
forma acabada “la ata” a él. Los primeros días sin ir se siente
desorientada y en alguna medida triste.
II.
“Cuando hay tantas emociones en juego se pierde pers-
pectiva. Soy antropóloga y soy nativa. Esta doble pertenencia,
y otras más, me dan cierta libertad para expresar sentimien-
tos que no podría hacer en otros formatos y justificarlos ape-
lando a la perspectiva de los nativos o a una antropología
de la praxis.” (Comunicación personal de una colega que
trabaja en un centro de atención primaria de la salud en una
zona también de alto conflicto social.)
58 Beatriz Kalinsky
III.
Mariela, que cumple una condena a prisión perpetua,
siempre se quejó de dolores de cuerpo. En una de mis visitas
aparece más dolorida que de costumbre. Un día me siento a
su lado porque la veo mal. En un movimiento brusco, inco-
herente con su dolor, se apoya sobre mi hombro. Al minuto
está enroscada en mi propio cuerpo. Quedamos sujetadas
por un par de horas. Se trata de un cuerpo desesperado que
se agarra de otro que también empieza a desesperarse. Fi-
nalmente logro desprenderme tomando posesión otra vez
de mi propio cuerpo. No nos entendimos, lo único que yo
quería era que me liberara, no aguantaba más. Al llegar a mi
cuarto, todavía con su olor, rápidamente me desvisto. Prefie-
ro olvidar. (Experiencia personal durante el trabajo de cam-
po con detenidas y condenadas por el delito de infanticidio.)
IV.
Cuando conocí a “Rambo”, un sobrenombre que utili-
zaba como marca registrada, estaba muy delgado y con un
yeso en una pierna. En realidad, yo no estaba trabajando
sino solo acompañando a un médico que había ido a hacer-
le una evaluación. Estaba solo en su celda y por eso mientras
se organizaba el papeleo pedí autorización para entrar y ha-
blar un poco. Me sorprendió la rapidez con que entendió
de qué se trataba “ser antropólogo” y así estuvimos deslizán-
donos por temas varios. Hasta que no pude más y empecé a
insistirle, así nomás sin demasiados prolegómenos, en que
cuando dejara la cárcel pensara que iba a ser mucho mejor
para él y su familia que no volviera a ella. Nunca obtuve una
respuesta tan drástica: me preguntó a boca de jarro qué era
tanto mejor en “mi mundo” o en el “mundo de los buenos”
–en sus propias palabras– que en su mundo, donde des-
pués de todo había conseguido prestigio y autoridad. Con-
tinuó diciéndome que si yo quería, lo iba a hacer por mí,
cosas como terminar la escuela secundaria, estudiar algo de
Primeros comentarios
60 Beatriz Kalinsky
Sí tienen que ver con situaciones que surgen de relacio-
nes humanas comunes y corrientes aunque nos parezca que
deberíamos proceder “profesionalmente” antes que como
personas también comunes y corrientes. Esta ambigüedad
acerca de la manera “correcta” de actuar o bien la decisión
sin hesitación de hacerlo de una forma u otra refleja, como
en cualquier campo de la vida, la complejidad de las sensibi-
lidades morales (Hutton, 2005).
I.
La idea de “subjetividad” unida a la concepción de “cono-
cimiento” fue cambiando a lo largo de la historia de la An-
tropología. No es este el lugar para desplegar esos cambios.
Pero digamos que desde que la Antropología tomó un cariz
más profesional siempre se tuvo miedo de que deslizamien-
tos involuntarios de la subjetividad del investigador pudieran
corromper la pureza del conocimiento adquirido, mostran-
do las debilidades de quien lo había construido.
En años más cercanos, se pudo haber zanjado la dicoto-
mía “subjetividad/objetividad” y algunos autores preten-
dieron haber dado un punto final, o al menos un punto y
aparte, a este debate que, de una u otra forma, enmarañó la
validez del conocimiento antropológico, dentro y fuera de la
Academia (Watzlawick, 1990; Mouffe, 1998).
Aún hoy subsiste, no obstante, la idea de que “a mayor
subjetividad”, menor calidad del conocimiento y viceversa,
pero ya no se puede sostener seriamente un concepto de
“subjetividad” congelado en el tiempo. En primer lugar, por-
que la voz y las narrativas del Otro cuentan a la hora de la
construcción del conocimiento (Jimeno, 2004). En segundo
lugar, porque hoy se acepta que el significado es posicional,
II.
“Nosotros” como “nuestros Otros” no somos agentes his-
tóricos completos, así como las emociones y percepciones
no componen un campo “irracional” o “a-racional”. Las
relaciones que establecemos durante nuestros trabajos de
campo tienen una base afectiva que irá configurando aque-
llo que devendrá en conocimiento. Hay en juego diferentes
potenciales y deseos que nos conectan con algún sentido
62 Beatriz Kalinsky
del mundo, que si bien son diferentes entre “nosotros” y
“ellos” y singulares en cada uno de “nosotros” y de “ellos”,
son relacionales.
El conocimiento necesita ser reconfigurado, además, como
un proceso afectivo que involucra a todos los protagonistas
del trabajo de campo, todo el tiempo y en todo momento,
aun cuando quizá temporal o definitivamente no estemos ya
allí (Hastrup, 1992).
III.
¿Quiénes somos nosotros? Investigadores, antropólogos
de gestión, de divulgación o docentes. Pero no seremos “na-
tivos”, aquellos “Otros” que antes distantes y exóticos, se han
sentado ahora en nuestro living.
¿Quiénes son los “Otros”? Personas comunes y corrientes
a quienes, por alguna razón que pueda importarles o no,
se convierten en nuestro desvelo por generar conocimien-
to, tanto local como global en estos tiempos de mundializa-
ción. Nosotros somos los que nos hemos sentado a su mesa;
ahora son ellos los que viviendo “acá” y no solamente “allá”,
pueden cruzar un pasillo y vernos sin nuestros trajes de an-
tropólogos, tal como nos pareció durante un largo tiempo,
cuando solo nosotros los mirábamos. Más aún, habrá oportu-
nidades en que ellos nos armarán como “Otros” (Kalinsky y
Pérez, 1993). Y al empezar a preguntarnos mentiremos, olvi-
daremos, exageraremos, nos confundiremos y cometeremos
errores (Beasley, 2006).
IV.
Sin generalizar, cabe preguntarse sobre la calidad de esa
proximidad geográfica y aun, si se quiere, emocional, al en-
contrar al Otro en lugares inéditos –y lo hallemos como cual-
quier ser humano que siente y piensa, reflexiona y toma de-
cisiones, o es impulsivo e incauto también como cualquiera
(Ortner, 2005).
64 Beatriz Kalinsky
y lo hace de dos formas a la vez, alternas o simultáneas por-
que admite que, por un lado, ejerce una subjetividad que
se traslada a la manera de una mirada recíproca y recono-
cida. Por el otro lado, ha descartado una concepción uni-
taria del “Otro”, en un intento de deconstruir estereotipos
que, aunque cambian, siguen manteniendo percepciones
“planas”, por decirlo de alguna forma, del “Otro” sosteni-
das por cuestiones prácticas y por relaciones de poder que
constriñen nuestras respuestas.
V.
Cuando nos encontramos con el Otro en nuestros propios
lugares sociales cesa de actuar, al menos en parte, el prejui-
cio acerca de que a quienes estudiamos, quienes son “objeto
de estudio” o como se quiera denominar, deben estar necesa-
riamente lejos para tener una visión “óptima” del paisaje to-
tal, del contexto intocado por supuestas subjetividades tras-
nochadas donde se abren sus relaciones y se cierran nuestras
incertidumbres.
Dada la índole relacional del conocimiento (antropoló-
gico) (Hastrup, 2004) los vínculos son los puntos de partida
y de llegada entre nosotros y la gente o la gente y nosotros.
Si la distancia es exagerada el Otro queda intacto pero des-
conocido; por el contrario, si estamos “demasiado” cerca
quedamos expuestos y en la mira de quienes parece que no
debieran mirarnos o escrutarnos, al menos sin disimulo.
Frente a estos extremos habría una gama completa de po-
sibilidades dentro de lo que parece un continuo. Creemos, al
contrario, que no hay un continuo “distancia/proximidad”
con grados y calidades de objetividad o subjetividad.
En los ambientes actuales de trabajo de campo y dentro de
la gama de temas de investigación que suelen involucrar pro-
blemas sociales las distancias o proximidades no están pues-
tas por nuestros muchos o pocos recaudos metodológicos
sino por las condiciones geopolíticas que esos “Otros”, acá o
Sufrimiento e interlocución
I.
El sufrimiento, en cualquiera de las expresiones, inhibe a
las personas, familias y grupos. Las personas se tornan des-
confiadas a la vez que van perdiendo capacidad de expre-
sión verbal, de introspección y reflexión crítica. Se empieza
a tener una visión distorsionada de la realidad que gambetea
entre distintas perspectivas, aunque todas girando alrededor
66 Beatriz Kalinsky
de la “culpa”. O se proyectan del todo para afuera y surge
el lugar de una “víctima crónica” de las circunstancias o, en
el otro extremo, se concentran en las supuestas debilidades
e inhabilidades propias sumergiéndose en una justificación
mistificada del dolor.
Se siente, no sin razón, haber sido abandonado por todos,
que se ha dejado de ser prójimo de todos y aun de sí mismo;
y a la sensación de inutilidad de una vida que propicie cierta
satisfacción se impone un escenario donde todo es posible:
la inmediatez, la violencia, el delito y la muerte.
De manera tal que se presentan a la investigación an-
tropológica modos, a veces paradójicos. Expresiones como
“todo anda mal”, “amenazó con matarnos a todos”, “no
tengo comida para darles en el almuerzo”, “me desaloja-
ron” o cualquiera parecida se dice como algo común que
siempre sucede, sin aparente desesperación, como lo es el
reconocimiento de que los niños a temprana edad ya son
alcohólicos o drogodependientes. Todo el mundo sabe qué
pasa, todo el mundo trata de hacer algo pero parece que
nunca alcanza. Los umbrales de alarma frente al conflicto
son bajos, casi sin exigencias dado que de lo contrario no
se sobreviviría material ni emocionalmente a la rotura de
saberse inútil.
Pero se conserva, diríamos, un reclamo por existir que pa-
recería hacer sombra al dolor que se tiene como compañero
insoslayable.
Bajo estas circunstancias el diálogo antropológico se pre-
senta, al menos dificultoso; portando nuestras subjetividades
podemos instar a que obre como un escudo que impida un
acercamiento genuino, rompiendo las eventuales condicio-
nes del diálogo.
Pueden llegar a ser personas a las que tenemos que acer-
carnos, porque las elegimos como “objeto de investigación”.
Y así las podemos llegar a tratar: exigiéndoles todo, dando
casi nada a cambio. Sentimos rechazo por sus formas de vivir,
68 Beatriz Kalinsky
estándares ni de relleno de cuestionarios. No hay dirección
ni objetivos a cumplir a rajatabla. Y eso es lo que interesa
cuando se quiere llevar adelante en los términos propues-
tos. El antropólogo no puede quedar oscurecido por un
manto de silencio sobre lo que piensa o cree acerca de lo
que el Otro dice. Ya no es cuestión de callar, registrar e irse
para escribir el texto etnográfico. Es cuestión de actuar en el
campo, en el mismo momento de la interlocución antes de
que se convierta en fragmentos de discurso “fuera de con-
texto”, donde la palabra de los otros queda, de una u otra
forma, cosificada.
Por esto mismo es un diálogo, una estructura de comu-
nicación que tiene al menos dos integrantes enlazados por
temas, problemas, intereses, convergencias o disidencias
sobre las que se pueden explayar en cualquier aspecto: sus
orígenes, sus fundamentos, su desarrollo, su estado actual,
posibles salidas y atribución de sentidos.
Este tipo de diálogo no tiene ni principio ni fin. Ninguno
de sus protagonistas puede eludir la autocomprensión y la
comprensión del otro en una búsqueda continua y conjun-
ta de significados posibles para llegar a acuerdos eventua-
les, transitorios o de largo plazo, contingentes o no (Taylor,
2005). Nadie tiene la primera palabra ni la última. Por es-
tas razones, el antropólogo queda expuesto en las propias
condiciones contextuales del trabajo de campo. Debe dar
opiniones y solventarlas en el propio lugar de la interlocu-
ción, y no cuando el Otro ha quedado en “su” lugar y lejos
de posibles controversias o malentendidos. Las subjetivida-
des quedan a flor de piel, sobresalidas como si se pudieran
tocar; y la validez del conocimiento producido habrá que
buscarla en otra parte, quizá en la intersubjetividad, en el
conjunto de subjetividades puestas igualmente a prueba
unas frente a otras, o unas contra otras. El único requisito
es su reconocimiento como tal y el de que se pongan en
juego (Meyer, 2001).
70 Beatriz Kalinsky
dando cauce a lo que generalmente se considera un “exce-
so” de significado o un significado inútil, vano y sin valor.
No mucho más, aunque como dijimos, eso ya es bastante
desde las posibilidades de nuestra profesión. Es ahí donde
nos conmovemos, pensando que nos hemos transformado
en forma definitiva en este viaje antropológico y que ya nun-
ca seremos los mismos. Quizá así sea. No hay respuestas con-
tundentes. De ahí nuestra ansiedad e incertidumbre, de ahí
nuestro propio sufrimiento.
Segundos comentarios
III.
Ella es antropóloga y a la vez nativa. Hace Antropología
de gestión así que está metida hasta el cuello en los proble-
mas cotidianos de difícil resolución. Solo encuentra arreglos
parciales, provisorios y precarios. A cada solución lograda se
72 Beatriz Kalinsky
agrega más de un nuevo problema generado incluso por esta
última. No tiene criterios protocolizados para las interven-
ciones sociales sencillamente porque no puede haberlo en
lo que respecta a cuestiones humanas.
Se identifica como “antropóloga” y “nativa”. Va y viene.
Se siente congestionada por tantas emociones conjugadas: el
estar ahí haciendo, intentándolo todo cuando la situación se
vuelve difícil y los recursos a mano son escasos y las visiones
oficiales indiferentes y esquivas.
Cuando las miradas de la gente se vuelven a ella pregun-
tándole, sin palabras, por qué hizo tal cosa o al revés por qué
no la hizo si ella podía, se siente perdida. Recorre con los
otros esas trayectorias que parecen hundirse y que de repen-
te reflotan para volver a empezar. A veces se pregunta para
qué. Otras veces siente la necesidad imperiosa de quererse
libre para expresar del todo y en voz alta esa densidad de
emociones que la embargan. Ella ha hecho del ejercicio de la
subjetividad, así entendida, un eje práctico y epistemológico
de la Antropología.
IV.
En la tercera viñeta, el Otro traspasó los límites sin ver-
güenza y se adueñó por un largo rato del cuerpo del antro-
pólogo. No solo se perdió la distancia metodológica sino
la emocional ya que intentó buscar un refugio amigo en
alguien que “solo es antropólogo”. El cuerpo no debería
ponerse en juego cuando se actúa en forma profesional.
Esa expresión que dice “poner el cuerpo” no cabe para
estos momentos. Nada de toques personales, y menos
aquellos que son abrumadores, que dejan la palabra para
transportarse a un ámbito que es pura emoción. El sentirse
literalmente retenido por el “Otro” resultó intolerable, por
lo imprevisto, por no saber qué hacer, por quién sabe qué
prejuicio despertado de pronto pero sedimentado en los
años de experiencia.
V.
¿Cuál es la visión que tiene un antropólogo sobre un joven
cumpliendo una pena privativa de la libertad? En nuestro
caso, la de exculpación y posterior redención.
La sorpresa se la llevó cuando el joven siguió la corriente
en la argumentación acerca de lo que es bueno y malo en
esta vida. Ya no se trataba de generar un conocimiento para
tratar de conocer la trayectoria de su vida, o las circunstan-
cias o su propio relato acerca de cómo había llegado a la
cárcel sino de discursear acerca del equívoco que había sido
su vida hasta el momento, inculcarle la idea de que vivía en
un mundo erróneo.
Ciertamente, el antropólogo estaba convencido de que es-
taba en condiciones de superioridad moral para hacerle ver
a ese Otro que, viviendo en un mundo equivocado, le podía
trazar un puente a su propio mundo que supuso el “correc-
to”; sin preguntarle si quería o no hacer este cambio rotundo
en su vida o siquiera si estaba en condiciones para hacerlo. El
antropólogo en esta precisa situación logró interponer entre
uno y otro una distancia que no fue ya solo metodológica
sino ideológica y moral; consideró que no tenía necesidad
74 Beatriz Kalinsky
de legitimar los criterios de “corrección” ante este Otro. Por
eso no hubo respuestas en ese entonces, y tampoco ahora.
Conclusiones
Introducción
77
No vamos a adentrarnos en los avatares de lo que se ha
definido como “peligro” en nuestra sociedad actual, ni mu-
cho menos históricamente; ni la diversidad de formas de dar
cuenta del mismo y enfrentarlo.
Nos concentraremos, antes bien, en lo que puede abarcar
la dupla “peligro/miedo” en los trabajos de campo que, por
supuesto, no está desligada de lo que se entiende por ella en
la vida cotidiana de todos nosotros.
El miedo, en este caso en particular, está asociado al balan-
ce de poder de las relaciones personales que se establecen
durante el trabajo de campo. Tendría su origen en nuestros
interlocutores que identificarían en nosotros un “peligro”
potencial y constante. Somos quienes los invaden en su vida
social y privada, quienes hacemos las preguntas, ante quienes
se ven obligados a responderlas y, quienes nos vamos, en el
peor de los casos para no volver, llevándonos sus voces, sus
conocimientos y quizá sus secretos.
También nos perciben como aquellos que no solemos
dejar huellas de nuestra estadía junto a ellos; y en ocasio-
nes malogradas como quienes damos una vuelta de tuerca
al eterno problema –por irresuelto– de la “neocoloniza-
ción” subrepticia que podríamos estar ejerciendo (D´Amico
Samuels, 1991).
Esto puede ser así; pero también está la otra cara de la
misma moneda que es menos conocida o no se blanquea.
78 Beatriz Kalinsky
y contextos de trabajo; otros miedos parecen ser más bien
“situacionales”.
Los primeros tienen que ver inexcusablemente con el en-
cuentro con el Otro. Si bien el Otro es una construcción ne-
tamente antropológica, en tanto se ponga cierta fe en la teo-
ría antropológica tiene existencia para nosotros, ya sea como
recurso metodológico para identificar unidades de análisis
en personas y grupos concretos, o como “algo” que tiene
existencia propia; esto es, que hay Otros que viven en este
mundo definidos por una diferencia que permite la construc-
ción de otra dupla muy apegada a la Antropología: “Otro/
diferencia”. Esta diferencia que define al Otro, sería, en ge-
neral, “cultural”; se ubica en los estilos de vida, formas de ver
el mundo, creencias y perfiles de legitimaciones de los dife-
rentes cuerpos de conocimiento que cada sociedad y grupo
generan y usan. En la actualidad, esa diferencia se ve aplacada
por las desigualdades sociales y políticas de vastas poblaciones
del mundo, y por el enorme flujo de bienes simbólicos, cog-
noscitivos y materiales de un mundo globalizado que, a la vez,
fractura (García Canclini, 2004; Le Blanc, 2007).
Se descuenta que nuestro encuentro con el Otro es asimé-
trico: el poder lo detenta la figura académica o de gestión
que no solo “posee” el conocimiento sino que en muchas
ocasiones ha moralizado sobre el bien y el mal, lo correcto
y lo incorrecto y sobre la verdad y la superchería teniendo
claros, adicionalmente, los criterios para distinguirlos.
Sin embargo, también es cierto que llegados al trabajo de
campo muchos de nosotros hemos vivido la inversión de esta
aparentemente primigenia ubicación geopolítica en lo que
se pretende, ahora, un diálogo con esos Otros (Merry, 2000;
Hastrup, 2004). Esto es así en cuanto las relaciones de poder
suelen ser móviles e inestables; pueden modificarse y no es-
tán dadas de una vez y para siempre (Foucault, 2002).
Ellos se nos aparecen inmensos frente a lo diminuto de
uno mismo. Nos falta siempre más experiencia, también
80 Beatriz Kalinsky
Baudrillard (2001) lleva adelante un análisis sobre lo que
distingue como la diferencia “radical” y la diferencia “ne-
gociada”. La primera permanecería incólume y por ende
inaccesible, en nuestro caso al antropólogo. La segunda,
la “negociada”, es a la que tenemos acceso pero cuando lo
logramos ya estaría corrupta, malograda porque la hemos
“tocado”. Por tanto nos pone en un callejón sin salida. No
obstante, apostamos por lo que podemos conocer y entonces
negociamos aquello que va a ser dicho y relatado. No solo
se trata de una cuestión narrativa, del encadenamiento de
palabras que adquieren un sentido extraño para nosotros y
al que pretendemos alcanzar, entendiéndolo y generalmente
mezclando sentidos propios y ajenos, y a veces, compartidos;
creemos que en la diferencia reside un secreto. Vamos por él
e intentamos develarlo por los medios que tenemos a nues-
tro alcance: la palabra, la entrevista, la presunta obligatorie-
dad a responder nuestras preguntas ya que no aclaramos que
pueden no ser respondidas.
Ir tras un secreto genera inquietud y la parsimonia está
lejos de nuestros hábitos de campo. Nos apresuramos, que-
remos conquistar esa incógnita en el menor tiempo posible
sin medir las consecuencias que provoquemos, por ejemplo
un temor compartido aunque de distinta índole. Se ponen
en juego el miedo a narrar, de parte nuestra y de nuestros
interlocutores y no alcanzar a develar la opacidad del dis-
curso, allí donde creemos que reside algún secreto; pero no
cualquiera, sino uno que verdaderamente importa.
El secreto que pretendemos que esconde la diferencia –cul-
tural, política, social, ideológica–, es algo parecido a pregun-
tarse cómo será “ser como ellos”; nos espanta y nos seduce a la
vez, siendo entonces un semillero del miedo. La “diferencia/
secreto” parece ser nuestra empresa etnográfica; nos empeci-
namos en revelar algo que, a fin de cuentas, es nuestra fanta-
sía. No tenemos la sabiduría del etnógrafo de Borges (1969)
de callarlo por siempre: es que él no se preció de saber más
82 Beatriz Kalinsky
vulnerables”, en el cada vez más frecuente uso de la vio-
lencia para dirimir cuestiones sociales que deberían poder
argumentarse, en otras circunstancias, en la arena pública;
en las innumerables instituciones estatales que no cumplen
con sus funciones cometiendo delitos por acción u omi-
sión, en personas en conflicto con la ley; en otras palabras,
el interés por el quiebre de una sociedad que excluye y em-
pobrece a las personas y grupos, desmembrando los lazos
sociales hace que el miedo haya tomado un lugar más espe-
cífico; antecede y le sigue a cualquier experiencia antropo-
lógica de campo. Por ende, es también parte indisoluble de
las experiencias de campo relacionadas (Luhrmann, 2006).
La situación de exclusión da una impronta que incorpora
el miedo y el sufrimiento en lugares importantes en las tra-
yectorias de vida de personas y grupos (Baumann, 2007; Le
Blanc, 2007).
Los Otros entendidos como extraños son fuentes de las
que emana una amenaza difusa pero contundente como ciu-
dadanos y como antropólogos. En este sentido, la extrañeza
que antes era exotismo –lo que debe y puede ser sabido y
llevado a nuestras fuentes de conocimiento– ha devenido en
peligro –lo que debe ser conocido para ser neutralizado y
controlado.12
Ahora le tememos al Otro, no por exótico sino por peligro-
so. Y tratamos de sonsacarle “eso” que lo hace diferente. Cómo
se comporta, qué piensa, cuál es su identidad, sus estrategias
para sobrevivir, qué hace o deja de hacer, qué siente, que dice
sobre lo que siente, y demás componentes que creemos nos
puedan dar un panorama más o menos completo de alguien
12 Cuando no exterminado. Valen las experiencias históricas del siglo XX y de lo poco que hemos trans-
currido del siglo XXI; además, si bien la legislación internacional ha avanzado en el cuidado de los
derechos humanos de todos tiene grietas por las que aparece, por ejemplo, el “derecho penal del
enemigo”. (Hudson, 2008; Silva Sánchez, 2001) No vale el “pacta sunt servanda”, esto es, que los
acuerdos deben cumplirse.
84 Beatriz Kalinsky
el conocimiento no se fija en cuestiones personales y yo
misma me lo reprocharía y, aún más, por no haber sabido
afrontar los obstáculos. Irse no era una posibilidad. Podría
haberlo retrasado, acurrucándome en una indisposición re-
pentina o en un horario mal agendado. Entonces, con una
gran voluntad, mientras buscaba un pañuelo para secarme
las manos y aliviar el calor de mis mejillas, logré convencer-
me de que desistir iba a ser peor; sabía que el escalofrío no
iba a desaparecer y el retraso del encuentro haría que el
recelo contenido a lo que de antemano creemos demasiado
cercano a los defectos humanos, a esa parte maldita que tra-
tamos de ignorar, iba a ser una agonía.
Sumida en esta angustia vi entrar a una joven que asimilé
al instante a una figura candorosa, que nada tenía que hacer
en una cárcel. Su aspecto físico era lo menos parecido posi-
ble a lo que había imaginado por lo que estaba segura que
iba a seguir de largo, que no era ‘esa’ la mujer que me había
tocado en suerte. Pero era ella. Se sentó frente a mí, cabiz-
baja; seguro que había atisbado mi ostensible perturbación
mezclada, ahora, con la sorpresa de que no era una persona
precisamente como ella a quien había estado esperando y
temiendo. Dicen que el miedo tiene un olor inconfundible.”
(Kalinsky y Cañete, 2010)
Esta es una nota de mi cuaderno de campo durante la
investigación sobre mujeres infanticidas (Kalinsky, 2006 y
2008); ella había matado a su bebé recién nacido e iba a en-
trevistarla en una cárcel. No era la primera vez, ni fue la últi-
ma pero esta descripción hecha en ese momento resume, a
mi entender, esa mezcla de desagrado y curiosidad que nos
genera alguien que quizá fue como nosotros pero ya no lo
es más; alguien que ha cruzado la frontera de “la diferencia”
quizá para no volver. Tal vez sea el miedo la sensación que
más se remarca en esta descripción pero, a la distancia, tam-
bién aparece una fuerte interpelación a la figura candorosa
de la joven mujer. Que tal como discurre la narración no fue
86 Beatriz Kalinsky
por una situación que me era inimaginable y a la que no po-
día acceder sino en forma mediatizada por su narrativa, ayu-
dada por otras diferentes y también por alguna base teórica.
Esa inmediatez de su experiencia si bien no la hacía experta
en la materia le daba un toque de sensibilidad al asunto del
que yo, definitivamente, carecía y carecería. Retornaba a la
pregunta de cómo sería pasar por esa situación, cómo sería
yo después de haberla experimentado, qué quedaría de mí,
si sería capaz de mantener una conversación como lo esta-
ba haciendo esta joven mujer. O, en el otro extremo, si se
produciría un distanciamiento emocional que me permitie-
ra asegurarme de que nada de lo que estaba siendo dicho
podría afectarme en el curso de mi vida.
En realidad, apuntaba al miedo de enfrentarme conmigo
misma en situaciones en que desconocemos quiénes sería-
mos en un supuesto después. El miedo a uno mismo sigue un
recorrido sinuoso que tiene varias estaciones: una de ellas es,
justamente, el Otro.
Otros miedos
Alguna vez unos presos me dijeron: “Nosotros somos pre-
sos de cuarta que nos han pescado por nuestra propia estu-
pidez en dejarnos agarrar. No estamos porque queremos. Y
viene gente de afuera, como vos, a estudiarnos, otros porque
quieren convertirnos, hacernos buenas personas, para que
podamos estar junto a ustedes en la sociedad. Me parece
bárbaro pero lástima que no entiendan nada, ellos solo se
quedan con lo de afuera y no intentan ver qué nos está pa-
sando adentro. Es difícil asumirte como preso, como que no
tenés nada, que te sacan todo, que no podés decidir nada, fi-
jándote de que no te insulten o contra de algo o de alguien.
Lo único que importa acá adentro es tu libertad, no querés
pensar ni en tu vida pasada ni en el futuro, solo un punto
fijo que es salir, pero ojo si te escapás, te tiran a matar, así
te hagan volar la cabeza, te la vuelan. No sé, solo te puedo
Conclusiones
88 Beatriz Kalinsky
nuestras certidumbres que, sostenidas en el tiempo, forman
parte de nuestra identidad. Pero vienen acompañadas por
un inicialmente leve temor que se va agrandando, a costa de
nuestro mayor apoyo moral y narrativo hasta sentirnos “per-
didos” en el Otro, como si una ansiedad poco describible se
apoderara de nosotros para simpatizar con las causas y razo-
nes de una actividad al borde o francamente delictiva. Empe-
zamos a caminar de forma diferente, haciendo una especie
de desvío de nuestras convicciones porque aceptamos como
“pares” a quienes nos acompañan por un tiempo en el viaje
antropológico. Elevamos esta paridad porque creemos que si
rechazamos, por erróneo o distorsionado, el punto de vista
de ese Otro, esta actitud nos hará invisibles y descompondrá
nuestro trabajo. No solo se trata de una equivalencia disí-
mil de la calidad cognoscitiva del Otro en tanto sostenedo-
res de una ideología del diálogo –asimétrico, como dijimos,
pero a la vez equivalente– sino que, de alguna forma, nos
creemos subsumidos en él, con aprietos para ejercer alguna
capacidad crítica. Estos momentos son ciertamente dificul-
tosos pero parecen necesarios en tanto que la posibilidad de
acercarnos a la comprensión de la diversidad tiene que ver
con nuestra capacidad de transitar por lugares geopolíticos,
ideológicos y personales dispares y distantes de los nuestros.
El después de esta experiencia antropológica nos deja
con sabor amargo pero con una recuperación fortalecida de
nuestra capacidad crítica porque hemos conocido, a nuestra
manera, esos otros lugares que hacen que nuestro trabajo in-
sista en la voluntad de apoyarnos en la diversidad de catego-
rías, perspectivas, argumentos y lugares existenciales adonde
no tendríamos oportunidad de entrar y salir con alguna fle-
xibilidad si no fuera por esos Otros.
Salvo que medien circunstancias extraordinarias, es tempo-
rario ese miedo a “contagiarse” de los Otros, de quienes no
somos amigos pero tampoco extraños, sino que nos encon-
tramos en esa frágil línea donde se ubican quienes estamos
90 Beatriz Kalinsky
Preguntas y respuestas sobre el trabajo de campo
antropológico13
Los encuentros no tendían a ser sesiones terapéuticas. Claramente, la relación
del investigador con la familia, y particularmente la calidad de la confianza
establecida, afectaban las historias que fueron contadas y los acontecimientos
que fueron recordados. (…) Un punto significativo de inflexión ocurrió cuando
el investigador fue testigo de disputas familiares. Las conductas públicas
tienen secretos familiares y su revelación cambió la interacción. En este caso, la
presencia del investigador durante una disputa familiar permitió a los miembros
hablar claramente sobre cuestiones personales, mientras que otros miembros
de la familia escogieron no hablar en absoluto.
Thomas Cottle, 2000
Introducción
13 Quiero agradecer a las Lic. Paula Blois y Claudia Badel como al Lic. Patricio Parente las largas y fructífe-
ras conversaciones mantenidas a lo largo de 2006 que nutrieron estas ideas.
91
política e institucional que sostenga y la ideología que dé
base al resto de la actuación tanto en el campo como en la
escritura etnográfica.14 Intentaremos, entonces, dar una res-
puesta posible a cada pregunta que, por supuesto, no agota
la totalidad ni de unas ni de otras, en un intento de dar
mayor claridad a las formas de hacer y escribir etnografía,
muchas veces olvidadas o al menos menoscabadas a la hora
de hacer público los resultados de cualquier investigación.
I.
Son personas comunes y corrientes, más parecidas a noso-
tros mismos que lo que a veces desearíamos. Los convertimos
en “Otros” con el fin de lograr cierta distancia emocional y
poder permanecer junto a ellos, sin ser ni transformarnos en
ese Otro. No se trata de una cuestión de conversión moral
o ideológica sino de acercarse a sus categorías conceptuales
y formas de ver el mundo. A veces pueden, en este sentido,
estar distantes, ante todo debido a su posición geopolítica.
Son personas con nombres y apellidos, historias, necesida-
des, alegrías, sufrimientos, proyectos y narrativas propias.
II.
Hace unos años estábamos discutiendo con un equipo de
investigación si anotar los verdaderos nombres y apellidos de
niños y niñas sometidos a maltrato institucional por parte de
aquellos órganos del Estado que debieran protegerlos. Estos
niños y niñas estaban ya estigmatizados y debían sobrellevar
14 Consideramos, al respecto, que ambos, el trabajo de campo y la escritura etnográfica, forman parte del
mismo proceso de construcción del conocimiento a través de la mirada antropológica, sin la escisión
típica entre “estar en acción” y “estar en el laboratorio”, este último como un período más calmo y
exento de la mirada del Otro.
92 Beatriz Kalinsky
condiciones de vida que de alguna u otra forma habían ro-
bado su “niñez”, de la manera en que la ciencia y un sentido
común devenido como “correcto” la consideran: un período
de maduración, esencialmente lúdico en donde transcurre
una socialización en términos de aprendizaje y conflictos
que se debieran resolver sin el uso de la violencia. La vida
de estos niños y niñas era el revés. Algunos de nosotros sos-
teníamos que si algo tenían de propio y de digno eran justa-
mente sus nombres; y considerábamos que debían figurar en
los trabajos escritos que los tenían como protagonistas. Sin
embargo, la mayoría del grupo sostuvo que se corría el riesgo
de empeorar su visión de sí mismos, lo que era el principal
escollo para aceptar la propuesta de nombrarlos sin alias.
Mostrarlos al mundo, en un momento de sus vidas en los
que no éramos capaces, como equipo de investigación, de
potenciar sus fuerzas para ayudar a armar otros escenarios
posibles para su futuro transcurrir, fue el factor que decidió
volver a constituirlos en forma anónima.
III.
Trabajando las relaciones entre la medicina indígena y la
medicina estatal en una comunidad de los pueblos origina-
rios nos dijeron que ya tenían sus propios antropólogos y no
necesitaban nadie de afuera. No se aceptó nuestra propuesta
del tema ni menos la injerencia de alguien venido de “afue-
ra” en un aspecto tan vapuleado en ese entonces, antes de
la reforma de la Constitución Nacional de 1994, con miedo
a que sus curanderos tradicionales pudieran ser expuestos
como practicantes ilegales de la medicina.
Esta respuesta, como otras, nos aleja de aquellas opciones
que consideran al “Otro” como una suerte de commodity con
quien se establece una distancia irreversible y no se nos acer-
ca a menos que se lo pidamos en forma expresa. De cierta
forma, pasaría a ser un “invento” nuestro sin preguntarnos
demasiado quién es en realidad porque solo le presentamos
I.
No tenemos justificación alguna; en todo caso si la bus-
camos debería remitirnos al campo de la ética profesional.
Es decir, el de actuar de acuerdo con nuestras convicciones
morales más íntimas sobre el tipo de relación que establece-
mos “allí”.
La misma distinción entre el “aquí” y el “ahí” o el “allá”
consume parte de las bases éticas con las que intentamos
avanzar en algún tema de investigación. La construcción de
conocimiento es relacional de modo tal que no podremos
hacerlo sin ese Otro (Hastrup, 2004). Nos vamos a su en-
cuentro, interesados por algún aspecto de su vida en especial
teniendo dos alternativas: establecer las formas y condicio-
nes de nuestra presencia al inicio de nuestra estadía en for-
ma conjunta y acordada, o bien imponerlas desde nuestro
supuesto privilegio intelectual. Cualquiera de las dos formas
puede ser fecunda en cuanto a la calidad del conocimiento
producido, mas no en cuanto a estar más acá o más allá de la
línea imaginaria que trazamos para saber dónde estamos, en
“nuestra casa” o haciendo trabajo de campo. En todo caso, la
94 Beatriz Kalinsky
legitimación del conocimiento no viene solo por haber esta-
do “allí” y el haber vuelto “acá” para relatarlo como un viaje
“exótico” en un texto científico sino, al contrario, por tener
algo que decir después de haber estado atentos, entusiasma-
dos y receptivos sobre lo ocurrido “allá” sin desmedro de lo
que también nosotros tuvimos para decir y hacer.
En todo caso podremos responder en cada ocasión, y no
en forma general, cuál es la índole del conocimiento produ-
cido dándola a conocer: un conocimiento egoísta, otro en
comunión o, un tercero, co-producido. La respuesta dará
cuenta de cómo interpretamos, representamos o construi-
mos y cómo nos miran, piensan, interpretan, representan y
construyen en la mutualidad del encuentro.
II.
Durante la confección de una pericia socioantropológica
sobre un caso de homicidio en la zona cordillerana de la
provincia del Neuquén en 1995, logramos armar una histo-
ria de vida remontándonos a 1890, gracias a las partidas de
nacimiento, casamiento y defunción de las familias involu-
cradas. Armamos un esquema de filiación y lo fuimos relle-
nando en el transcurso de un largo tiempo con los relatos
de los integrantes que quisieron participar en su historia
familiar. Por supuesto, tuvimos muchos tropiezos debido a
que la memoria es selectiva y perspectiva de modo tal que
tuvimos varias versiones simultáneas. Más allá de estos pro-
blemas metodológicos, una vez redactada una versión final
la dimos a conocer entre quienes habían colaborado. No to-
dos vieron con agrado o aceptación la forma en que habían
quedado retratadas sus historias o el papel desempeñado
dentro de las relaciones familiares con sus contemporáneos
o antecesores. Seguramente jugaron cuestiones de simpa-
tía o antipatía con los entrevistadores, con el imputado o
con otros familiares y también la mirada pública cuando se
diera a conocer a través de su incorporación al expediente
I.
No sabemos si tenemos o no el derecho de intervenir en
sus vidas. Esto se produce por nuestra sola presencia, compa-
rando nuestros relatos, derroteros y posibilidades; intercam-
biando palabras, gestos o emociones en forma más o menos
fluida. La justificación parece devenir en forma implícita del
encuentro y las diferentes formas de permanencia, aunque
cuando nos alejamos podemos seguir estando con ellos, y
ellos con nosotros.
En este sentido, pensamos que ellos siguen en su propio
camino que elegirán o no, como puedan y de acuerdo con
las posibilidades que tienen. Aunque nos parece que no de-
beríamos contaminar, la propia presencia es ya un cambio
que todos deberemos asimilar y hacerla parte de nuestras vi-
das. La práctica antropológica desata conflictos sin solución
definitiva y las respuestas son temporales, contextuales, te-
máticas y también individuales.
La interlocución habilita el conocimiento mutuo; si no la
hay, si no se logra o no se mantiene, entonces tampoco se
abre el camino para conocer. Desde ya que los participantes
del encuentro pueden mentir o decir la verdad, esconder o
mostrar, suministrándose mutuamente perspectivas impen-
sadas (Beasley, 2006).
96 Beatriz Kalinsky
II.
Nunca respondieron a nuestro pedido; tan solo queríamos
ir a hablar con ellos un rato para estar cerca de donde había
pasado toda su vida M. Un lugar que trae malos recuerdos
porque los soldados conscriptos iban destinados allí cuando
estaban castigados o así al menos cuenta la leyenda sobre el
tema: Covunco. Más precisamente los hornos de Covunco,
con inmensos hornos al aire libre para cocinar ladrillos. Ya no
hay más conscriptos desde la desdicha del soldado Carrasco.
Tampoco los hornos siguen casi funcionando desde la des-
dicha de la década de los ‘90 que dejó a mucha gente sin
trabajo sobre todo pequeños productores. Esta zona, de una
geografía hermosa, solo proyecta pura sombra. En ella encon-
tramos a M., una chica de unos veinte años que nunca salió
de su casa hasta que le pasó “esa desgracia”, en la que intentó
matar a su hija recién nacida. Frente a tamaña acusación y sin
mayores puntos de apoyo para organizar una defensa digna,
decidimos ir a pesar del silencio de estos hombres, porque
solo hombres habitaban la casa que M. había dejado para ir a
la cárcel: padre y cuatro o cinco hermanos.
Llegamos a la tranquera a primeras horas de la tarde y
nuestro batir de palmas no logró turbar el silencio, medio
espectral, que nos esperaba. A desgano, salió a recibirnos
uno de los muchos hermanos cuando ya habíamos logrado
avanzar a costa de desarmar una tranquera desvencijada. Es-
taban todos reunidos y esperándonos; no habían ido a cum-
plir las tareas de la tarde de ese día. Nos dejaron pasar pero
no mucho más.
De allí en más se desenvolvió, si se hace un esfuerzo de
imaginación, algo con un parecido muy lejano a una entre-
vista familiar. No teníamos un cuestionario pensado y si lo
hubiéramos tenido daba lo mismo. Ninguno de ellos estaba
predispuesto al diálogo; puestos a la defensiva se organizaron
espontáneamente en dos escenarios: afuera de la casa, cerca
de algunos cultivos y dentro, en el comedor donde quedó el
98 Beatriz Kalinsky
me pareció la nada, poblaron literalmente ese comedor, des-
lizándose como dueños y señores. Primero sigilosos, cuan-
do tomaron posesión del lugar se volvieron agresivos tanto
como ese cuchillo que quedó clavado en medio de lo que
quisimos que fuera una entrevista antropológica.
El viejo empezó a hablar y durante los pocos minutos
que lo hizo acariciaba febrilmente el mango de su cuchillo,
que delineaba su identidad y su forma de mostrarla. Nunca
me enteré que dijo; tanto esfuerzo para iniciar una conver-
sación, tanta pregunta tentativa y persuasiva de mi parte
que chocó contra un silencio congelado, cuando los gatos
animaron un espectáculo que rondaba lo espeluznante el
viejo se largó unas cuantas palabras, o quizá frases que no
pude entender.
I.
No tenemos forma posible de evitar el encuentro con la
propia subjetividad, entendida como el conjunto conocido o
no, subyacente o no, pero ciertamente válido de emociones
tendencias, susceptibilidades, prejuicios o preconceptos que
conforman el mundo de nuestra vida y con los que le marca-
mos un rumbo posible.
Las relaciones que establecemos durante nuestros traba-
jos de campo tienen una base afectiva que irá configurando
aquello que devendrá en conocimiento. La subjetividad no
es externa ni interna a las personas; se hace y se re-hace en
relación a los hechos de la vida (Cheliotis, 2006). Solo un
despliegue activo y participado de las emociones, estados de
ánimo, satisfacciones y adversidades, sensaciones, diálogos y
silencios: de los valores y percepciones, perspectivas y opinio-
nes y asimismo, de la expresión de los prejuicios mutuos, de
los que se sostienen también esos vínculos vitales y existentes,
II.
La primera vez que lo vi resaltó del grupo. Mi memoria de
archivo –porque hay otras memorias como la afectiva que en
ese momento estuvo tristemente acallada– comenzó un fre-
nético trabajo de recuperación de los surcos que contenían
la información acaparada que me pudiera ayudar a estar a
tono con ese encuentro.
Al poco rato me sentía más tranquila. Ya había acomoda-
do cada cosa en su lugar. Ese es el tema, el orden y las cate-
gorías que ilusoriamente se nos imponen. Ya entendí que,
ubicada como había querido estarlo en un meticuloso lugar
lombrosiano –mi entrenamiento profesional me permite
mucho detalle de archivo– coincidía la pintura de sus rasgos
con lo que “debía ser” –las orejas, el mentón, los arcos super-
ciliares y otros detalles que lo convertían a ojos vistas en un
delincuente comme il faut.
Ya había instalado, por gracia recibida, los personajes de
esa escena. Más aún, me consideré valientemente transgreso-
ra de las reglas metodológicas del trabajo de campo, sintién-
dome involucrada en las vidas de esas personas pero, sobre
todo, en la de él, porque era a él a quien yo había señalado
con pertinacia especial.
Había dejado atrás lo que me parecían definiciones ana-
crónicas del trabajo del antropólogo como transeúnte inte-
resado (Geertz, 1979), contador de historias (Myntii, 1991)
o extranjero profesional (Hastrup, 1992). Nunca me iba a
ir, ya nunca iba a poder estar fuera de allí. Y así fue pero por
razones bien distintas a las que había abrigado. Yo había de-
finido una situación entre muchas otras, pero creyendo que
era la única posible. Había categorizado, dado un mismo
tono y pronunciado, en fin, un veredicto final, curiosamente
Conclusiones
Introducción
103
con las advertencias recién nombradas. El rubro “perito antro-
pólogo” funciona como categoría propia dentro de la gama
de peritajes posibles aunque, llegado el momento, se pueda
presentar un recurso de amparo para que figure, cesando
en este cargo una vez presentada la pericia. Todavía no se da
una situación de estabilidad laboral en cuanto a la designa-
ción, como un trabajo cualquiera, de “perito antropólogo”
como lo hay con otras profesiones (medicina, psiquiatría,
psicología, balística, criminalística, contaduría, toxicología,
mecánica, caligrafía, etc.).
Por otro lado, hay una continuidad entre la situación de
trabajo de campo y la de perito ya que la metodología y téc-
nicas de investigación no varían. Como se dijo, los factores
que cambian son el tiempo disponible y la guía de preguntas
que debería orientar la investigación antropológica centra-
da en un caso en especial. En otras palabras, el lugar del
antropólogo sigue siendo similar en una u otra situación y
la lógica de la producción del conocimiento no cambia en
forma definible. Por ejemplo, los recaudos éticos funcionan
en uno u otro caso de la misma manera, dando a conocer los
objetivos de la investigación o de la pericia. En cuanto a una
curiosidad insistente relativa a la autoría del hecho delictivo
durante las entrevistas, solo se daría en forma casual ya que
las preguntas-guía no están centradas en la comisión o no
del delito imputado. Si esa casualidad se diera no serviría
como prueba judicial porque debería haber estado presente
un asesor legal y un fiscal. Entonces, no vale la pena generar
un debate alrededor del tema ya que esas circunstancias no
dan la seguridad jurídica que está prevista para la confesión
de un delito.
La situación dialógica de donde se produce el conocimien-
to cambia de escenario pero no de fundamentos. Es cierto
que cuando el interlocutor está preso (prisión preventiva) y
temporalmente cerca del delito que se supone ha cometido
ya que rige el principio de inocencia no está en las mejores
15 La prueba intenta acreditar un hecho que tiene que ver con el proceso judicial, que debe ser relevante
para dicho proceso y que puede influir en la decisión final. La prueba surge de las actividades procesales
y funciona como factor de convicción.
La pericia antropológica
16 Este dato surge de la revisión de las escasas pericias antropológicas en los juzgados de sentencia de
la provincia del Neuquén y los Tribunales Orales Criminales (TOCs) de la Ciudad de Buenos Aires entre
2002 y 2007. No hay datos oficiales al respecto.
17 Esta cita proviene de recurrir una primera decisión de un Tribunal Oral Criminal de la Ciudad de Buenos
Aires que había rechazado la pericia antropológica considerando que la imputada no era de “origen
indígena”. El párrafo, entonces, proviene de la apelación de tal decisión por parte del defensor de quien
estaba imputada por un delito contra la vida. Esta presentación se hizo en la Ciudad de Buenos Aires
durante el año 2004.
18 La lógica de la pena se desarrolla en dos procesos: uno de destemporalización, por el que se abstrae
el acto “bruto” de su tiempo, el pasado y el otro de retemporalización, por el que el acto del pasado
se “presentifica” convertido en un acto tipificado jurídicamente con miras a cancelar el acto “bruto”
sucedido (Messuti, 2001: 102).
19 En el caso que el autor está analizando, la Corte consideró el testimonio antropológico como inútil por
falta de credibilidad, atacándose en especial los métodos utilizados. No confió en el origen de los datos
ni en las conclusiones basadas en tales datos y reprochó la ignorancia de los otros datos que se estaban
ventilando en el caso.
123
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Beatriz Kalinsky
Antropóloga. Doctora por la Universidad de Buenos Aires. Docente e investigadora de la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es investigadora inde-
pendiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, CONICET. Sus
temas de investigación actuales se enfocan en la intersección entre la Antropología y
el Derecho Penal, la metodología de la investigación social y las cuestiones éticas del
trabajo de campo antropológico.
133
Índice
Introducción 5
Ética y estigma. La investigación antropológica
del comportamiento estigmatizado 9
Sensibilidades morales en el trabajo de campo antropológico 27
El consentimiento informado como herramienta
ético-metodológica. Su perspectiva actual 43
Prácticas de la subjetividad. La marca del trabajo
de campo antropológico 57
El “factor miedo” en el trabajo de campo antropológico 77
Preguntas y respuestas sobre el trabajo de campo antropológico 91
La pericia antropológica como prueba judicial.
El caso de la justicia penal 103
Bibliografía citada 123
La autora 133