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posmodernismo
Fredric Jameson
Ediciones originales:
Posmodernism, or, The cultural Logic
of Late Capitalism, 1984
The politics of Theory, Ideological
Positions in the Posmodernism Debate, 1984
Marxism and Postmodernism, 1989
La paginación se corresponde
con la edición impresa. Se han
eliminado las páginas en blanco.
El Posmodernismo
como
Lógica cultural del capitalismo tardío
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Los últimos años se han caracterizado por un milenarismo de
signo inverso, en que las premoniciones catastróficas o redentoras del
futuro han sido reemplazadas por la sensación del fin de esto o aque-
llo (el fin de la ideología, del arte o las clases sociales; la “crisis” del
leninismo, de la socialdemocracia o del estado de bienestar, etc.): to-
mados en conjunto, estos fenómenos quizá constituyan lo que cada
vez más se ha dado en denominar posmodernismo. La creencia en su
existencia depende de la aceptación de la hipótesis de que se ha pro-
ducido un corte radical o coupure, que generalmente se hace datar a
fines de la década de 1950 o principios de la de 1960. Como la propia
palabra sugiere, este corte se relaciona más generalmente con ideas
acerca del debilitamiento o la extinción del movimiento modernista,
que contaba ya con cien años de existencia (o con un repudio estético
o ideológico al mismo). De esta forma, el expresionismo abstracto en
la pintura, el existencialismo en filosofía, las formas finales de repre-
sentación en las novelas, las películas de los grandes auteurs o la es-
cuela modernista en poesía (como esta se institucionalizara y canoni-
zara en las obras de Wallace Stevens) son todas consideradas como el
florecimiento extraordinario y último de un impulso del auge moder-
nista que terminó y se consumió en ellas. La enumeración de lo que
ha ocupado su lugar se torna empírica, caótica, heterogénea: es Andy
Warhol y el arte pop, pero es también el fotorrealismo y, más allá, el
“nuevo expresionismo”; en música, es el momento de John Cage, pero
es además la síntesis de estilos clásicos y “populares” de compositores
como Philip Glass y Terry Riley, así como el punk y el rock new wave
(los Beatles y los Stones representarían el momento cúspide del mo-
dernismo de esta tradición más reciente y sujeta a más rápida evolu-
ción); en cine, es Godard y la producción post–Godard, así como el ci-
ne y el video experimentales, pero es también un tipo completamente
nuevo de cine comercial (del cual hablaré después); es, de un lado,
Burroughs, Pynchon o Ishmael Reed, y del otro, el nouveau roman
francés y sus secuelas, junto con nuevas y alarmantes formas de críti-
ca literaria, basadas en una nueva estética de la textualidad o écritu-
re... La lista podría extenderse indefinidamente; pero resulta realmen-
te indicativa de que se ha producido un cambio o corte de naturaleza
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más fundamental que el periódico cambio de estilos y modas determi-
nado por el viejo imperativo modernista de la innovación estilística.1
1 Este ensayo está basado en el texto de conferencias y otros materiales que aparecieran
previamente en The Anti-Aesthetic, publicada por Hal Foster (Port Towsend,
Washington, Bay Press, 1983), y en Amerika Studieni American Studies 29/1
(1984). (trad. cast.: Hal Foster (comp.), La Posmodernidad. Barcelona. Kairos, 1985 (N. del
E.)
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Las Vegas. Sea cual sea la evaluación última que hagamos de esta re-
tórica populista, la misma tiene al menos el mérito de llamar nuestra
atención hacia uno de los rasgos característicos de todos los posmo-
dernismos antes mencionados: el hecho de que en los mismos se des-
vanece la antigua frontera (cuya esencia está en el momento cumbre
del modernismo) entre la alta cultura y la llamada cultura de masas o
comercial, así como el surgimiento de nuevos tipos de textos permea-
dos de las formas, categorías y contenidos de esa misma Industria
Cultural tan apasionadamente denunciada por los modernos, desde
Leavis y la Nueva Crítica Norteamericana, hasta Adorno y la Escuela
de Frankfurt. De hecho, los posmodernistas se sienten fascinados por
el conjunto del panorama “degradado” que conforman el shlock y el
kitsch, la cultura de los seriales de televisión y de Selecciones del Re-
ader’s Digest, de la propaganda comercial y los moteles, de las pelícu-
las de medianoche y los filmes de bajo nivel de Hollywood, de la lla-
mada paraliteratura con sus categorías de literatura gótica o de amor,
biografía popular, detectivesca, de ciencia ficción o de fantasía: todos
estos son materiales que los posmodernos no se limitan a “citar”, co-
mo habrían hecho un Joyce o un Mahler, sino que incorporan en su
propia sustancia.
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cepción hecha del economista Ernest Mandel, cuyo libro Late Capi-
talism* se propone no sólo examinar la originalidad histórica de esta
nueva sociedad (que considera una tercera etapa o momento de la
evolución del capital), sino también demostrar que consiste precisa-
mente en una etapa del capitalismo más pura que cualesquiera de los
momentos que la precedieron. Más tarde retomaré este idea; baste en-
fatizar, por el momento, algo que he defendido con mayor abundancia
de detalles en otro momento2: todas las posiciones del posmodernismo
en lo referente a la cultura —trátese de apología o estigmatización—
son también, al mismo tiempo y necesariamente, declaraciones políti-
cas implícitas o explícitas sobre la naturaleza del capitalismo multina-
cional de nuestra días.
* Hay trad. cast.: El Capitalismo Tardío, México, ERA, 1979 (N. del Ed.)
2 En “The Politics of Theory”, New German Critique, 32. Primavera-verano de
1984 [incluido en el presente volumen].
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cias y a presentar el período histórico de que se trate como si este fue-
ra de una total homogeneidad (contenida en ambos extremos por inex-
plicables metamorfosis “cronológicas” y signos de puntuación). No
obstante, es precisamente por esto por lo que me parece esencial en-
tender el posmodernismo no como un estilo, sino como una dominan-
te cultural, concepto que incluye la presencia y la coexistencia de una
gran cantidad de rasgos muy diversos, pero subordinados.
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safío social y político, que trascienden cualquier cosa que hubiera po-
dido imaginarse en los momentos más extremos del modernismo— ya
no escandalizan a nadie y no sólo son recibidos con la mayor compla-
cencia, sino que han sido ellos también institucionalizados y forman
parte de la cultura oficial de la sociedad occidental.
Lo que ha sucedido es que en nuestros días la producción es-
tética se ha integrado a la producción general de bienes: la frenética
urgencia económica por producir nuevas líneas de productos de apa-
riencia cada vez más novedosa (desde ropa hasta aviones) a ritmos de
renovación cada vez más rápidos, le asigna ahora una función y una
posición estructurales esenciales cada vez mayores a la innovación y
la experimentación estéticas. Tales requerimientos económicos en-
cuentran entonces reconocimiento en el apoyo institucional de todo ti-
po que resulta accesible a las nuevas formas de arte, desde las funda-
ciones y las donaciones hasta los museos y otras formas de mecenaz-
go. No obstante, de todas las artes, la arquitectura es la que, por su
constitución, se encuentra más cerca de lo económico, con lo que, a
través de las comisiones y los valores de los terrenos, mantiene una
relación en la que prácticamente no existen mediaciones; por tanto, no
resultará sorprendente hallar que el extraordinario florecimiento de la
nueva arquitectura posmoderna se basa en el mecenazgo por parte de
los negocios multinacionales, cuya expansión y cuyo desarrollo son
estrictamente contemporáneos con esta arquitectura. Posteriormente
trataremos de sustentar que estos dos fenómenos tienen una interrela-
ción dialéctica aún más profunda que el simple financiamiento de tal o
cual proyecto individual. Y, sin embargo, este es el momento en que
tenemos que recordarle lo obvio al lector, ello es, que esta cultura
posmoderna global, que es, sin embargo, norteamericana, es la expre-
sión interna y superestructural de un nuevo momento de dominación
militar y económica de los Estados Unidos en todo el mundo: en este
sentido, como ha sucedido en toda la historia dividida en clases, el re-
verso de la cultura es la sangre, la tortura, la muerte y el horror.
El primer argumento a favor del concepto de periodización
de la dominancia, por tanto, es que si incluso todos los rasgos consti-
tutivos del posmodernismo fueran idénticos a los de un modernismo
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de más vieja data, y su continuación —posición que considero que
puede demostrarse que es errónea, pero que sólo puede disipar un aná-
lisis más prolongado del modernismo—, los dos fenómenos seguirían
siendo distintos en lo relativo a significado y función social, debido a
la ubicación diferente del posmodernismo en el sistema económico
del capitalismo tardío e, incluso más, a la transformación de la propia
esfera de la cultura en la sociedad contemporánea.
Analizaré con más profundidad este argumento en la conclu-
sión de este ensayo. Debo ahora referirme brevemente a otra objeción
que se le hace a la periodización, una preocupación diferente relativa
a su posible obliteración de la heterogeneidad, que generalmente plan-
tea la izquierda. Y seguramente existe una extraña ironía, casi sartrea-
na —la lógica de que “el ganador pierde”—, que tiende a rodear cual-
quier intento de describir un “sistema”, una dinámica totalizadora, tal
y como estos se detectan en el movimiento de la sociedad contempo-
ránea. Lo que sucede es que mientras más potente es la visión de al-
gún sistema o lógica cada vez más totales —el Foucault del libro
sobre las prisiones es el ejemplo obvio—, más impotente se llega a
sentir el lector. Por tanto, en la misma medida en que el teórico gana,
al construir una maquinaria cada vez más cerrada y aterrorizadora,
pierde, ya que la capacidad crítica de su obra resulta paralizada, y los
impulsos de negación y revuelta, para no hablar de los de transforma-
ción social, se perciben cada vez más como vanos y triviales, al en-
frentarlos con el propio modelo.
No obstante, he creído que es sólo a la luz de un concepto de
lógica cultural dominante o norma hegemónica como se puede apre-
ciar y medir la verdadera diferencia. Estoy lejos de pensar que toda la
producción cultural de nuestros días es “posmoderna” en el sentido
amplio que daré a este término. (Sin embargo, el posmodernismo es el
campo de fuerza en que tipos muy diferentes de impulsos culturales
—lo que Raymond Williams tan felizmente ha denominado formas
“residuales” y “emergentes” de producción cultural— tienen que
abrirse camino. Si no concebimos de manera general la existencia de
una dominante cultural, nos vemos obligados a compartir el punto de
vista que pretende que la historia actual es mera heterogeneidad, dife-
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rencia casual, coexistencia de innumerables fuerzas diversas cuya
efectividad es indescifrable. Al menos, este ha sido el espíritu político
que ha presidido el análisis subsiguiente: proyectar una concepción de
una nueva norma cultural sistémica y de su reproducción, a fin de que
se refleje de modo más adecuado sobre las formas más efectivas de
política cultural radical de nuestros días.
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I
La deconstrucción
de la expresión
“Zapatos campesinos”
Comenzaremos con una de las obras clásicas del auge del
modernismo en las artes visuales: el famoso cuadro de los zapatos
campesinos de Van Gogh, ejemplo que, como pueden imaginar, no ha
sido escogido inocentemente o al azar. Quiero proponer dos lecturas
de este cuadro, cada una de las cuales reconstruye de alguna manera la
recepción de la obra mediante un proceso de dos etapas o niveles.
Quisiera sugerir primero que para que esta imagen tan profu-
samente reproducida no se precipite al nivel de la mera decoración,
hemos de reconstruir la situación inicial de la que emerge la obra ter-
minada. A menos que esa situación —desvanecida por el tiempo— se
recree mentalmente, el cuadro seguirá siendo un objeto inerte, un pro-
ducto cosificado, imposible de ser aprehendido como acto simbólico
por derecho propio, como praxis y como producción.
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ria prima inicial debe ser comprendido simplemente como el mundo
de los objetos de la miseria agrícola, de la espantosa pobreza rural y
del rudimentario mundo del bestial trabajo campesino, un mundo re-
ducido a sus aspectos más brutales y amenazados, a su estado más pri-
mitivo y marginalizado.
En este mundo los árboles frutales son raquíticos troncos,
viejos y exhaustos, que crecen en un terreno empobrecido; los habi-
tantes de la aldea, cuyos esqueletos se advierten a través de la piel,
son caricaturas de una tipología grotesca de características humanas
básicas. ¿Cómo es entonces que en Van Gogh cosas como los manza-
nos explotan en una alucinante superficie de color, mientras que sus
estereotipos de la aldea se ven recubiertos de manera súbita y chillona
de tonos verdes y rojos? En una primera opción de interpretación su-
geriré que la violenta y voluntaria transformación del mundo monóta-
namente pardusco de los objetos campesinos en la más pura materiali-
zación de color puro en óleo debe entenderse como un gesto utópico
de los sentidos, o al menos de ese sentido supremo —la vista, lo vi-
sual, el ojo— que ahora reconstituye para nosotros como espacio se-
miautónomo por derecho propio parte de una nueva división del traba-
jo en el medio del capital, una nueva fragmentación de la sensibilidad
naciente, que replica las especializaciones y divisiones de la vida capi-
talista, al tiempo que busca precisamente en tal fragmentación una de-
sesperada compensación utópica para las mismas.
No hay duda de que existe una segunda lectura de Van Gogh
que difícilmente puede obviarse al contemplar este cuadro en particu-
lar, y es la que expone Heidegger como centro de su análisis en Der
Ursprung des Kunstwerkes, obra organizada alrededor de la idea de
que la obra de arte surge en la brecha entre la Tierra y el Cielo, térmi-
nos que yo preferiría traducir como la materialidad sin sentido del
cuerpo y la naturaleza, y la capacidad de dotar de significado de que
gozan la historia y lo social. Posteriormente volveremos a esa brecha
o grieta; basta ahora recordar algunas de las frases famosas que mode-
lan el proceso mediante el cual esos zapatos campesinos tomados ilus-
tres recrean lentamente a su alrededor el mundo no presente de obje-
tos que fuera su contexto de vida. “En ellos”, afirma Heidegger, “vi-
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bra el silente llamado de la tierra, su quieto regalo de maíz que madu-
ra y su enigmática autonegación en la estéril desolación del campo in-
vernal”. “Este equipo”, continúa, “pertenece a la tierra y es protegido
en el mundo de la campesina [...] en el cuadro de Van Gogh es el de-
velamiento de lo que el equipo, el par de zapatos campesinos en ver-
dad es [...]. Esta entidad surge del no encubrimiento de su ser”, por
mediación de la obra de arte, que logra la revelación alrededor de sí
misma de todo el mundo ausente, del pesado paso de la campesina, de
la soledad del camino campestre, de la choza en el claro, de los gasta-
dos y rotos instrumentos de labor en los surcos y en el hogar. El co-
mentario de Heidegger tiene que ser completado mediante la insisten-
cia en la renovada materialidad de la obra, en la transformación de
una forma de materialidad —la propia tierra, sus caminos y sus obje-
tos físicos— en esa otra materialidad del óleo, afirmada y llevada a un
primer plano por derecho propio y por sus propios placeres visuales;
goza, no obstante, de una satisfactoria verosimilitud.
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marxista (Derrida ha dicho al comentar el Paar Dauernschuhe de
Heidegger, que los zapatos de Van Gogh constituye una pareja hete-
rosexual, que no permiten ni la perversión ni la fetichización). Aquí,
en cambio, nos encontramos con una colección casual de objetos
muertos, que descansan en el cuadro como otros tantos nabos, tan cor-
tados de su anterior mundo vital como un montón de zapatos aban-
donados en Auschwitz, o como los restos de un incendio trágico e in-
comprensible en un atestado salón de baile. Por ello, no hay manera
de completar en Warhol el gesto hermenéutico, y de volver a propor-
cionarles a tales fragmentos el más vasto contexto visual del salón de
baile o de la fiesta, el mundo de la moda extravagante o de las revistas
de belleza. Sin embargo, esto se hace aún más paradójico a la luz de la
información biográfica: Warhol comenzó su carrera artística como
ilustrador comercial de modas de calzado y diseñador de vidrieras en
las que las zapatillas y las “ballerinas” desempañaban papel promi-
nente. De hecho, se siente la tentación de enunciar aquí —de manera
demasiado prematura— uno de los problemas centrales del posmoder-
nismo y de sus posibles dimensiones políticas: en realidad, la obra de
Andy Warhol tiene su eje central en el proceso de conversión de los
objetos en mercancías y las grandes vallas con la imagen de la bote-
llas que elevan explícitamente a un primer plano el fetichismo de la
mercancía en la transición al capitalismo tardío, deberían ser juicios
políticos fuertes y críticos. Dado que no lo son, surge la pregunta de
por qué ello es así, y se comienza a plantear con un poco más de serie-
dad cuáles son las posibilidades de un arte crítico o político en el perí-
odo posmoderno del capitalismo tardío.
Pero existen otras diferencias significativas entre los momen-
tos del auge del modernismo y del posmodernismo, entre los zapatos
de Van Gogh y los zapatos de Andy Warhol, que debemos analizar
ahora brevemente. La primera y más evidente es el surgimiento de un
nuevo tipo de bidimensionalidad o falta de profundidad, un nuevo tipo
de superficialidad en el sentido más literal: esta es quizás la caracterís-
tica formal suprema de todo el posmodernismo y tendremos la oportu-
nidad de regresar a ella en otros contextos.
Seguidamente tenemos que entender el papel desempeñado
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por la fotografía y el negativo fotográfico en este tipo de arte contem-
poráneo: es esto precisamente lo que le confiere su calidad de muerte
a la imagen de Warhol, cuya congelada elegancia, como de imagen de
rayos X, molesta al ojo cosificado del espectador, por razones que pa-
recerían no tener relación alguna con la muerte, o con la obsesión de
la muerte, o con la ansiedad que provoca la muerte, al nivel del conte-
nido. De hecho, es como si nos enfrentáramos a la inversión del gesto
utópico de Van Gogh: en la obra que analizábamos primero, un mun-
do herido de muerte es transformado, mediante un fiat y un acto de
voluntad nietzcheanos, en una estridencia de color utópico. En este
caso, por el contrario, es como si la superficie externa y coloreada de
las cosas —degradada y contaminada por adelantado debido a su asi-
milación a las pulidas imágenes de la propaganda— hubiera sido re-
movida para revelar el mortal sustrato blanco y negro del negativo fo-
tográfico que encierran. Aunque este tipo de muerte del mundo de las
apariencias se hace tema en algunas de las obras de Warhol —de ma-
nera más notable en las series sobre accidentes de tránsito o sobre la
silla eléctrica—, opino que ya no se trata de un asunto de contenido,
sino de una mutación más fundamental, tanto en el mundo de los obje-
tos —que se ha convertido en un conjunto de textos o simulacros—
como en la disposición del sujeto.
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destellando ante nuestros ojos. Piénsese, sin embargo, en las flores
mágicas de Rimbaud “que miran a quien las mira”, o en los augustos
relámpagos premonitorios de los ojos del arcaico torso griego de Ril-
ke, que le advierten al sujeto burgués que debe cambiar su vida: en la
frivolidad gratuita de este acabado decorativo no hay nada de eso.
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muy preciso, un fenómeno posmodernista. Por tanto, resultaría inco-
herente defender la verdad de sus descubrimientos teóricos en un mo-
mento en que el propio concepto de “verdad” forma parte del bagaje
metafísico del que el posestructuralismo está tratando de desembara-
zarse. Podemos entonces sugerir, al menos, que la crítica posestructu-
ralista de la hermenéutica, de lo que llamaré el modelo de profun-
didad, nos resulta útil como síntoma significativo de la cultura posmo-
dernista, que es nuestro tema de análisis.
A riesgo de apresuramos demasiado, podríamos afirmar que
además del modelo hermenéutico del interior y el exterior que desa-
rrolla el cuadro de Munch, existen al menos otros cuatro modelos de
profundidad fundamentales, que han sido repudiados en general por la
teoría contemporánea: el modelo dialéctico de esencia y apariencia
(además de todo un cúmulo de conceptos tales como ideología o falsa
conciencia que suelen acompañarlo); el modelo freudiano de lo latente
y lo manifiesto, o de la represión (que es, por supuesto, el blanco de
La volonté de savoir, el panfleto programático y sintomático de Mi-
chel Foucault); el modelo existencial de la autenticidad y la falta de
autenticidad, cuyas temáticas heroicas o trágicas están estrechamente
relacionadas con esa otra gran oposición entre alienación y desaliena-
ción, que ha sido también blanco de la crítica del período posestructu-
ral o posmoderno; y finalmente, el más reciente, la gran oposición se-
miótica entre significante y significado, que fue rápidamente desentra-
ñada y deconstruida durante su breve período de auge en las décadas
de 1960 y 1970. Lo que sustituye a estos diversos modelos de profun-
didad son, esencialmente, ideas acerca de las prácticas del funciona-
miento de los discursos y los textos, cuyas nuevas estructuras sintag-
máticas examinaremos posteriormente: baste decir por ahora que aquí
también la profundidad es sustituida por la superficie, o por superficies
múltiples (lo que a menudo se denomina intertextualidad ya no es, en
ese sentido, asunto de profundidad).
Y esta falta de profundidad no es meramente metafórica: la
puede sentir física y literalmente cualquiera que, al escalar lo que fue-
ra el Beacon Hill de Raymond Chandler, procedente de los grandes
mercados chicanos de Broadway y la Calle 4, en la parte baja de Los
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Angeles, de repente se ve frente a la enorme pared exenta del Chocker
Bank Center (Skidmore, Owings y Merril), que es una superficie que
no parece apoyarse en ningún volumen, o cuyo volumen putativo
(¿rectangular, trapezoidal?) no puede descifrarse a simple vista. Este
gran paño de ventanas, con su bidimensionalidad que desafía a la gra-
vedad, convierte momentáneamente el terreno sólido por el que he-
mos escalado en los contenidos de un caleidoscopio, en pedazos de
cartón recortados con formas caprichosas que se destacan aquí y allá a
nuestro alrededor. El efecto visual es el mismo desde todos los ángu-
los: se experimenta un sentimiento de predeterminación, similar al
que produce el gran monolito del filme 2001 de Kubrick, que se yer-
gue ante los espectadores como un destino enigmático, como un lla-
mado a la mutación evolutiva. Si este nuevo centro multinacional de
la ciudad (al que regresaremos posteriormente en un contexto diferen-
te) ha abolido efectivamente la antigua y destruida textura de la ciu-
dad, a la que ha reemplazado violentamente, ¿acaso no se puede afir-
mar algo similar sobre la forma en que esta nueva superficie extraña, a
su propio modo perentorio, ha hecho arcaicos y carentes de sentido
nuestros antiguos sistemas de percepción de la ciudad, sin ofrecernos
nada que los sustituya?
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tricos en los cuales se hace en última instancia visible la vibración so-
nora, como si se tratara de una superficie líquida: es un retorno infini-
to que se expande desde la víctima hasta convertirse en geografía mis-
ma de un universo en el cual el propio dolor habla y vibra por inter-
medio de la puesta del sol y el paisaje, ambos elementos materiales.
El mundo visible se convierte en las paredes de la mónada, sobre las
cuales este “grito que recorre la naturaleza” (palabras de Munch) se
graba y se transcribe: ello nos recuerda a aquel personaje de Lautréa-
mont que, habiendo crecido dentro de una membrana hermética y si-
lenciosa, al contemplar lo monstruoso de la deidad, la rompe de un gri-
to, y de esa manera se incorpora al mundo del sonido y el sufrimiento.
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tructuralistas, más radical, que sugiere que tal sujeto nunca existió, si-
no como una especie de espejismo ideológico—, me inclino obvia-
mente hacia la primera; de cualquier modo, la segunda debe tomar en
consideración algo así como “la realidad de la apariencia”).
Debemos añadir que el propio problema de la expresión está
estrechamente relacionado con una concepción del sujeto como un re-
cipiente monádico, en cuyo interior hay sentimientos que se expresan
mediante su proyección hacia el exterior. Sin embargo, debemos enfa-
tizar el grado hasta el cual el concepto modernista de estilo personal,
junto a sus ideales colectivos de vanguardia política o artística, se sos-
tienen o no a la luz de esa noción (o experiencia) previa del llamado
sujeto centrado.
Aquí nuevamente el cuadro de Munch representa un comple-
jo reflejo de esta situación: nos muestra que la expresión requiere de
la categoría de la mónada individual, pero también nos pone a la vista
el alto precio que hay que pagar por esa precondición, al dramatizar la
infeliz paradoja de que cuando se erige la subjetividad individual en
campo autosuficiente y en reino cerrado por derecho propio, también
se está cortando al individuo de todo lo demás y condenándolo a la so-
ledad sin aire de la mónada, enterrada viva y condenada a una celda
de la que no hay escapatoria.
Presumiblemente, el posmodernismo marcará el fin de este
dilema, al que sustituye por uno nuevo. No hay duda de que el fin del
ego o la mónada burguesa implica el fin de las sicopatologías de ese
mismo ego: es a esto a lo que he llamado la mengua de los afectos.
Pero ello también implica el fin de muchas cosas más: el fin, por
ejemplo, del estilo, en el sentido de lo peculiar y lo personal; el fin de
la pincelada individual distintiva (simbolizado en el surgimiento de la
primacía de la reproducción mecánica). En lo que toca a la expresión
y a sentimientos o emociones, la liberación en la sociedad contempo-
ránea, de la antigua anomia del sujeto centrado puede también impli-
car no sólo la liberación de la ansiedad, sino la liberación de todo otro
tipo de sentimiento, dado que ya no existe un ser para sentir. Esto no
quiere decir que los productos culturales de la era posmoderna estén
totalmente desprovistos de sentimientos, sino que los mismos — a los
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que quizás sería más adecuado denominar “intensidades”— son ahora
impersonales y flotantes, y tienden a estar dominados por un tipo pe-
culiar de euforia a la que volveré a referirme al final de este ensayo.
Sin embargo, la mengua de los afectos podría también carac-
terizarse, en el más estrecho contexto de la crítica literaria, como la
mengua de las grandes temáticas del período cumbre del modernismo
del tiempo y la temporalidad, de los misterios elegiacos de la durée y
la memoria (que se debe entender totalmente como una categoría de la
crítica literaria asociada tanto con el modernismo como con las pro-
pias obras). No obstante, se nos ha dicho a menudo que ahora habita-
mos lo sincrónico en vez de lo diacrónico. y creo que se puede argu-
mentar, al menos empíricamente, que nuestra vida diaria, nuestra ex-
periencia síquica, nuestros lenguajes culturales, están hoy por hoy do-
minados por categorías de espacio y no por categorías de tiempo, co-
mo lo estuvieran en el período precedente de auge del modernismo.
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II
El posmodernismo y el
pasado
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cibles, desplazamientos de Mahler de un pathos orquestal al senti-
miento de un acordeón aldeano; la práctica meditativo–solemne de
Heidegger de la falsa etimología como forma de “prueba”... Todos
ellos nos parecen “característicos” en la misma medida en que se des-
vían ostentosamente de una norma que posteriormente se reafirma, no
de manera necesariamente inamistosa, mediante una imitación siste-
mática de sus deliberadas excentricidades.
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la lengua anormal, de la que se ha echado mano momentáneamente,
aún existe una saludable normalidad lingüística. El pastiche es, pues,
una parodia vacía, una estatua con cuencas ciegas; es a la parodia lo
que esa otra contribución moderna, interesante e históricamente origi-
nal, la práctica de una ironía vacua, es a lo que Wayne Booth llama las
“ironías de establo” del XVIII.
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el valor de cambio se ha generalizado hasta el punto de que desapare-
ce hasta el recuerdo del valor de uso, una sociedad de la que Guy De-
bord ha señalado, en una frase extraordinaria, que en ella “la imagen
se ha convertido en la forma final de la cosificación para la transfor-
mación en mercancía” (La sociedad del espectáculo*).
La moda de la nostalgia
No obstante, no debe pensarse que a este proceso lo acompa-
ña la indiferencia: por el contrario, la notable intensificación actual de
la preferencia por la imagen fotográfica constituye un síntoma tangi-
ble de un historicismo omnipresente, omnívoro y casi libidinal. Los
arquitectos emplean esta palabra (excesivamente polisémica) para de-
signar el blando eclecticismo de la arquitectura posmoderna, que cani-
* Hay trad cast.: La Sociedad del Espectáculo, Bs. As., De la Flor, 1974 (N. del Ed.).
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baliza al azar y sin principios, pero con apetito, todos los estilos arqui-
tectónicos del pasado, y los combina para producir conjuntos dema-
siado estimulantes. La palabra nostalgia no parece enteramente satis-
factoria para describir dicha fascinación (especialmente cuando se
piensa en el dolor de la nostalgia propiamente modernista de un pasa-
do más allá de todo rescate estético) y, sin embargo, ella dirige nuestra
atención a una manifestación culturalmente más generalizada de este
proceso en el arte y el gusto comerciales: las llamadas “películas nos-
tálgicas” (o lo que los franceses denominan “la mode rétro”.).
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evidente de manera dramática la incompatibilidad del lenguaje artísti-
co posmodernista de la “nostalgia” con una genuina historicidad. Sin
embargo, esta contradicción obliga al modelo a avanzar hacia una
compleja e interesante inventiva formal nueva: se da por sentado que
el filme nostálgico nunca fue una “representación” pasada de moda de
un contenido histórico, sino que abordó el pasado mediante una con-
notación estilística, transmitiendo “lo pasado” mediante las cualidades
brillosas de la imagen y la atmósfera de los años treinta o la de los
años cincuenta, a través de los atributos de la moda (con lo que sigue
la receta del Barthes de Mythologies, que concebía la connotación co-
mo el suministro de idealidades imaginarias y esterotípicas: la “sini-
tud”, por ejemplo, como el “concepto” de China de Disney–EPCOT).
40
males) de las propias instituciones del “star system”. El protagonista,
William Hurt, forma parte de una nueva generación de “estrellas” de
cine cuyo status difiere radicalmente del de la generación precedente
de superestrellas masculinas, tales como Steve McQueen o Jack Ni-
cholson (o, incluso más distante, Marlon Brando), así como de mo-
mentos precedentes de la evolución de la institución del estrellato. La
generación inmediatamente precedente proyectaba sus diversos pape-
les por intermedio de famosas personalidades “extracinematográfi-
cas”, que a menudo tenían connotaciones de rebelión o inconformis-
mo. La más reciente generación de estrellas sigue garantizando las
funciones convencionales del estrellato (la más notable de las cuales
es la sexualidad), pero con absoluta ausencia de “personalidad” en el
antiguo sentido del término, y con algo del anonimato de la actuación
de carácter (que en actores como Hurt alcanza proporciones de virtuo-
sismo, y que, sin embargo, es muy diferente del antiguo virtuosismo
de Brando u Olivier). No obstante, esta “muerte del sujeto” en la insti-
tución del estrellato abre las posibilidades para un juego de alusiones
históricas a papeles mucho más antiguos —en este caso, los asociados
con Clark Gable—, de modo que el propio estilo de actuación también
puede servir como “connotador” del pasado.)
41
pastiche de un pasado estereotípico dotan a la realidad actual, y a la
amplitud de la historia presente, del hechizo y la distancia de un sati-
nado espejismo. Pero este propio modo estético, con su poder hipnóti-
co, surgió como síntoma elaborado de la mengua de nuestra historici-
dad, de nuestra posibilidad vital de experimentar la historia de manera
activa: por tanto, no se puede afirmar que produzca este extraño ocul-
tamiento del presente por su propio poder formal, sino sólo que lo ha-
ce con el fin de demostrar, mediante estas contradicciones internas, la
enormidad de una situación en la que parecemos ser cada día más in-
capaces de crear representaciones de nuestra propia experiencia ac-
tual.
42
presente del lector y del escritor y la realidad histórica precedente, que
es el tema de la obra; la sorprendente página final de Loon Lake, que
no voy a contar, hace lo mismo de manera muy diferente; resulta de
interés también recordar que la primera oración de la versión original
de Ragtime nos ubica explícitamente en nuestro propio presente, en la
casa del novelista en New Rochelle, Nueva York, que inmediatamente
se convierte en el escenario de su propio (e imaginario) pasado en los
primeros años del siglo. Este detalle ha sido suprimido del texto publi-
cado, en lo que equivale a un corte simbólico de las amarras de la no-
vela para permitirle flotar en un nuevo mundo de tiempo histórico pa-
sado cuya relación con los lectores resulta altamente problemática.
Sin embargo, la autenticidad de este gesto puede medirse por el evi-
dente hecho existencial de que ya no parece haber ninguna relación
orgánica entre la historia de los Estados Unidos que aprendemos en
los libros de texto y la experiencia de vida de la actual ciudad multina-
cional, plagada de rascacielos y enferma de estagflación, la que apare-
ce en los periódicos y conforma nuestra vida diaria.
43
nos muestra y después retira de nuestra vista. Cuando recordamos que
la crítica y el rechazo teóricos de la interpretación como tal son com-
ponentes fundamentales de la teoría posestructuralista, resulta difícil
no sacar en conclusión que, de manera deliberada, Doctorow ha inte-
grado esta tensión, esta contradicción, en el flujo de las oraciones de
la su novela.
44
concretamente entre la elaboración por parte de los modernos de un
estilo personal y este nuevo tipo de innovación lingüística, que ya no
es, de ningún modo, personal, sino que tiene más bien un parentesco
con lo que hace ya mucho tiempo Barthes denominara “escritura blan-
ca”. En esta novela, Doctorow se ha impuesto un riguroso principio de
selección, por el que sólo utiliza oraciones enunciativas sencillas (pre-
dominantemente regidas por los verbos “ser” o “estar”). El efecto, sin
embargo, no es el que nos produce la simplificación condescendiente
y el cuidado simbólico de la literatura infantil, sino algo mucho más
inquietante, una especie de sensación de profunda violencia subterrá-
nea ejercida contra el inglés de los Estados Unidos que, sin embargo,
no puede detectarse empíricamente en ninguna de las oraciones, gra-
maticalmente perfectas, que componen la obra. Otras “innovaciones”
técnicas más visibles pueden proporcionar una pista acerca de lo que
sucede con el lenguaje en Ragtime: por ejemplo, resulta muy conoci-
do que la fuente de muchos de los efectos característicos de L’etran-
ger, la novela de Camus, se deben a la decisión concierne del autor de
emplear en todo el texto el tiempo verbal francés del passé composé,
en lugar de otros tiempos verbales del pasado que se emplean más
normalmente en la narración en ese idioma. Mi opinión es que se sien-
te como si algo semejante sucediera en este caso (no quiero hacer afir-
maciones más categóricas en lo que constituye sin dudas una compa-
ración extravagante); creo, entonces, que es como si Doctorow se hu-
biera propuesto sistemáticamente producir el efecto, o el equivalente
en su idioma, de un tiempo verbal del pasado que el inglés no tiene: el
pretérito francés (o passé simple), cuyo movimiento “perfectivo”, co-
mo nos enseñara Emile Benveniste, nos sirve para separar los aconte-
cimientos del presente en que se enuncian, y para transformar el curso
del tiempo y de la acción en objetos–acontecimiento terminados, com-
pletos, aislados, puntuales, separados de cualquier situación presente
(incluso del acto de la narración o la enunciación).
45
perimentar una aguda zozobra, y ello equivale a una vía auténtica pa-
ra analizar nuestros dilemas políticos actuales. Sin embargo, lo que re-
sulta interesante desde un punto de vista cultural, es que se vio obliga-
do presentar formalmente este gran tema (dado que la mengua del
contenido es precisamente su tema) y, aún más, que tuvo que elaborar
su obra por intermedio de la propia lógica cultural del posmodernis-
mo, que es la marca y el síntoma de su dilema. Loon Lake hace uso
de modo mucho más obvio de las estrategias del pastiche (sobre todo
en la reinvención de Dos Passos), pero Ragtime sigue siendo el mo-
numento más peculiar y deslumbrante de la situación estética engen-
drada por la desaparición del referente histórico. Esta novela histórica
ya no puede proponerse representar el pasado histórico; sólo puede
“representar” nuestras ideas y estereotipos sobre ese pasado (que se
convierte por ello, de inmediato, en “historia pop”). De este modo, la
producción cultural resulta encerrada en un espacio mental que ya no
es el del antiguo sujeto monádico, sino el de una especie de degradado
“espíritu objetivo” colectivo: ya no puede referirse a un mundo real
putativo, a una reconstrucción de la historia pasada que fuera en cierto
momento un presente; más bien, como en la caverna de Platón, debe
trazar nuestras imágenes mentales de este mundo en los muros que la
limitan. Por tanto, si es que queda aquí algún realismo, es el derivado
del asombro al comprender ese confinamiento, y de la lenta toma de
conciencia de una nueva y original situación histórica en que nos ve-
mos condenados a partir en busca de la Historia mediante nuestras
propias imágenes pop y simulacros de esa historia, que se mantiene
siempre fuera de nuestro alcance.
46
III
La ruptura de la cadena
de significantes
47
Me ha resultado útil sacar aquí a colación la descripción de la
esquizofrenia de Lacan, no porque tenga yo manera de saber si es co-
rrecta desde un punto de vista clínico, sino fundamentalmente porque,
más como una descripción que como un diagnóstico, me parece que
ofrece un modelo estético sugerente. (Es obvio que estoy muy lejos de
pensar que los artistas posmodernistas más significativos —Cage,
Ashbey, Sollers, Roberto Wilson, Ishmael Reed, Michael Snow, War-
hol o incluso el propio Beckett— son esquizofrénicos en un sentido
clínico). Ni estoy tampoco proponiendo un diagnóstico cultural y de
personalidad de nuestra sociedad y su arte, como hacen críticos cultu-
rales como Christopher Lasch en su influyente The Culture of nar-
cissism, del cual quiero desasociar radicalmente tanto el espíritu como
la metodología del presente trabajo: creo que se pueden decir cosas
mucho peores sobre nuestro sistema social que las que nos permiten
enunciar las categorías sicológicas.
En resumen, Lacan describe la esquizofrenia como una rup-
tura en la cadena de significantes, o sea, en la serie sintagmática inter-
vinculada de significantes que constituye una expresión o un mensaje.
Me veo obligado a omitir el trasfondo sicoanalítico ortodoxo o fami-
liar de esta situación, que Lacan traslada al código del lenguaje, al
describir la rivalidad edípica no tanto en términos del individuo bioló-
gico que rivaliza por la atención de la madre, sino más bien de lo que
él denomina El–Nombre–del–Padre, o la autoridad paterna considerada
como función lingüística. Su concepto de cadena de significantes, pre-
supone esencialmente uno de los principios básicos (y uno de los
grandes descubrimientos) del estructuralismo saussureano; la afirma-
ción de que el mensaje no consiste en una relación simple entre signi-
ficante y significado, entre la materialidad del lenguaje, entre una pa-
labra o un nombre y su referente o concepto. De acuerdo con esta nue-
va visión, el mensaje se genera en el movimiento de significante a sig-
nificante: lo que generalmente denominamos significado —el mensaje
o contenido conceptual de una expresión— tiene que ser considerado
ahora como un efecto–mensaje, como el espejismo objetivo de signifi-
cación generado y proyectado por la relación de los significantes entre
sí. Cuando esa relación se rompe, cuando se quiebra uno de los esla-
48
bones de la cadena de los significantes estamos en presencia de la es-
quizofrenia en su forma de desechos de significantes distintos y no re-
lacionados entre sí. La conexión entre este tipo de defecto lingüístico
y la siquis del esquizofrénico puede entonces entenderse mediante una
afirmación dual: primero, que la identidad personal es el efecto de una
cierta unificación temporal del pasado y el futuro con el presente; y
segundo, que esa unificación temporal activa es una función del len-
guaje, o mejor aún de la oración, en su movimiento dentro de su círcu-
lo hermenéutico a lo largo del tiempo. Si somos incapaces de unificar
el pasado, el presente y el futuro de nuestra propia experiencia bioló-
gica o nuestra vida síquica.
Por tanto, con la ruptura de la cadena de significantes, el es-
quizofrénico se ve reducido a una experiencia de significantes pura-
mente materiales, o, en otras palabras, a una serie de presentes puros y
desconectados en el tiempo. Inmediatamente procederemos a plante-
arnos preguntas sobre los resultados culturales o estéticos de tal situa-
ción; antes quiero referirme a los sentimientos que provoca:
49
sea, para regresar a la realidad. Fue la primera aparición de esos
elementos que estuvieron siempre presentes en posteriores sen-
saciones de irrealidad: vastedad ilimitada, luz brillante, y la lisu-
ra y el lustre de las cosas materiales.3
“China”
Lo que tiene lugar en el arte esquizofrénico o de la textuali-
dad resulta brillantemente ilustrado por estos recuentos clínicos, aún
cuando en el texto cultural el significante aislado ya no es un enig-
mático estado del mundo o un fragmento del lenguaje incomprensible,
aunque hipnótico, sino algo que se asemeja más a una operación en li-
bre aislamiento. Piénsese, por ejemplo, en la experiencia de la música
de John Cage, en la que a una colección de sonidos materiales (en el
piano preparado, por ejemplo) sigue un silencio tan intolerable que el
que escucha no puede imaginar que surja otro acorde sonoro, y tam-
50
poco puede recordar lo suficientemente bien el acorde previo como
para establecer una conexión con el próximo, si es que esta llega a
producirse. Algunas de las narraciones de Beckett son de este mismo
tipo, en especial Watt, donde una preponderancia de las oraciones en
presente desintegra despiadadamente el hilo narrativo que intenta for-
mularse a su alrededor. No obstante, el ejemplo que emplearé será me-
nos sombrío: se trata de un texto de un joven poeta de San Francisco
cuyo grupo o escuela —la llamada Poesía del Lenguaje o Nueva Ora-
ción— parece haber adoptado la fragmentación esquizofrénica como
estética fundamental.
CHINA
51
Gente que se dispersa en vastas
extensiones de concreto, camino
al avión.
No olvides el aspecto que tendrán tu
sombrero y tus zapatos cuando
no aparezcas.
Hasta las palabras que flotan en el aire
tienen sombras azules.
Si tiene buen sabor, lo comeremos.
Las hojas caen. Señala las cosas.
Escoge lo necesario.
Oye, ¿a que no adivinas? ¿Qué? Aprendí
a hablar. Muy bien.
La persona cuya cabeza estaba
incompleta se echó a llorar.
¿Qué podía hacer la muñeca al caer?
Nada.
Ve a dormir.
Te ves muy bien en shorts. Y la bandera
también se ve muy bien.
Todo el mundo disfrutó las explosiones.
Hora de levantarse.
Pero mejor acostúmbrate a soñar.
52
no colectivo, el importante acontecimiento, sobre todo, que implica
una colectividad que se ha convertido en un nuevo “sujeto de la histo-
ria”, y que, después de una larga sujeción al feudalismo y al imperia-
lismo, vuelve a encontrar su propia voz, como si fuera por primera
vez.
53
Pero con esto no hemos agotado totalmente los secretos es-
tructurales del poema de Perelman, que resulta tener poco que ver con
el referente llamado China. En realidad, el autor relata cómo, deambu-
lando por el barrio chino, se encontró un álbum de fotos cuyos ideo-
gramas le resultaban totalmente incomprensibles (o quizás debiera de-
cirse que eran un significante material). Las oraciones del poema son
los comentarios de Perelman a esas fotografías; sus referentes, otra
imagen, otro texto ausente; y no hay que seguir buscando la unidad
del poema en su lenguaje, sino fuera del poema mismo, en la unidad
de otro libro ausente. Nos encontramos ante un sorprendente paralelo
con la dinámica del llamado fotorrealismo, que pareció ser un regreso
a la representación y la figuración después de la prolongada hegemo-
nía de la estética de la abstracción, hasta que se hizo evidente que sus
objetos tampoco se encontraban en el “mundo real”, sino que eran fo-
tografías de ese mundo real, que ahora se transformaba en imágenes
de las cuales el “realismo” de la pintura fotorrealista es el simulacro.
54
sarse en una pasividad casual e inerte, y a conformar un conjunto de
elementos que guardan unos con otros separaciones puramente exter-
nas.
55
IV
Lo Sublime histérico
57
que nos salen al paso en este momento de nuestra pesquisa. Y no se
debe excluir de la investigación a la figura humana, aunque parece
evidente que la nueva estética ha llegado a sentir como incompatible
con la representación del espacio la del cuerpo humano: se trata de
una especie de división estética del trabajo mucho más pronunciada
que cualquiera de las concepciones genéricas previas de paisaje, ade-
más de constituir un síntoma realmente ominoso. El espacio preferido
del nuevo arte es radicalmente antropomórfico, como muestran los ba-
ños vacíos que aparecen en la obra de Doug Bond. Sin embargo, la fe-
tichización contemporánea última del cuerpo humano toma una direc-
ción muy diferente en las estatuas de Duane Hanson: aquí se trata de
lo que he llamado el simulacro, cuya función peculiar reside en lo que
Sartre habría denominado la desrealización del mundo circundante de
la realidad cotidiana. El momento de duda y vacilación acerca de la
vitalidad y el calor de estas figuras de poliester, en otras palabras,
tiende a revertirse sobre los seres humanos que recorren el museo, y a
transformarlos a ellos también, por un breve instante, en simulacros
inanimados de color carne. El mundo pierde momentáneamente su
profundidad y amenaza con convenirse en una superficie brillosa, una
ilusión estereoscópica, un flujo de imágenes fílmicas carentes de den-
sidad. Pero ¿es esta una experiencia regocijante o aterradora?
58
de la figuración y de la incapacidad de la mente humana para repre-
sentar esas fuerzas enormes. Burke, en su momento histórico de ini-
cios del estado burgués moderno, sólo pudo conceptualizar esas fuer-
zas en términos de lo divino; por su parte, Heidegger continúa mante-
niendo una relación puramente mental con un paisaje campesino pre-
capitalista orgánico y una sociedad aldeana, que es la forma final de la
imagen de la Naturaleza en nuestro tiempo.
59
rias generaciones de maquinarias, entre diversos estadios de la revolu-
ción tecnológica en el propio seno del capital. Me adscribo en este
punto a la opinión de Ernest Mandel, que ha identificado tres de esas
rupturas o saltos cuánticos fundamentales en la evolución de la ma-
quinaria en las condiciones del capital:
60
elimine los enclaves de organización precapitalista que hasta el mo-
mento había tolerado y explotado de manera tributaria: se siente la
tentación de mencionar en este sentido una penetración y colonización
nuevas e históricamente originales de la naturaleza y el Inconciente:
me refiero a la destrucción de la agricultura precapitalista del tercer
mundo a manos de la Revolución Verde, y al auge de la industria de
los medios masivos y de la propaganda comercial. De cualquier mo-
do, habrá resultado evidente también que la periodización cultural que
he prepuesto, a saber, en los estadios del realismo, el modernismo y el
posmodernismo, está a la vez inspirada y confirmada en el esquema
tripartito de Mandel.
Por tanto, podemos hablar de nuestra época como de la Ter-
cera (o incluso la Cuarta) Edad de la Máquina; y es en este punto don-
de debemos volver a introducir el problema de la representación esté-
tica, que ya ha sido explícitamente desarrollado en nuestro análisis
previo de lo sublime en Kant, dado que parecería lógico pensar que la
relación con la máquina y su representación se desplace dialéctica-
mente con cada uno de estos estadios cualitativamente diferentes del
desarrollo tecnológico.
Por ello, resulta apropiado recordar el gusto por la maquina-
ria del momento precedente del capital, en especial el alborozo que re-
flejara el futurismo y el canto a la ametralladora y al automóvil que
realizara Marinetti. Estos son aún emblemas visibles, nódulos escultu-
rales de energía que dotan de tangibilidad y figuración a las energías
mecánicas de ese momento temprano de la modernización. Se puede
apreciar el prestigio de esas formas aerodinámicas si se tiene en cuen-
ta su presencia metafórica en los edificios de Le Corbusier; que son
vastas estructuras utópicas que recorren, como gigantescos cruceros
de vapor, el escenario urbano de un planeta antiguo y privado de gra-
cia. La máquina ejerce otro tipo de fascinación para artistas como Pi-
casso y Duchamp, de los que no tengo tiempo de ocuparme aquí; pero
permítaseme mencionar, para no pecar de omisión, las formas en que
los artistas revolucionarios o comunistas de los años treinta también
trataron de reapropiarse de este alborozo que proveía la energía de la
máquina, con vistas a una reconstrucción prometida de toda la socie-
61
dad humana., como se aprecia en las obras de Fernand Léger y Diego
Rivera.
De aquí se desprende la observación inmediata de que la tec-
nología de nuestro momento ya no posee esta misma posibilidad de
representación: ya no se trata de la turbina, o siquiera del elevador de
granos o las chimeneas de Sheeler, ni de la elaboración barroca de tu-
berías o transportadores de cinta, o del perfil aerodinámico del ferro-
carril —todos ellos vehículos cuya velocidad permanece concentrada
incluso cuando están en reposo—, sino de la computadora, cuya cas-
cara más exterior carece de poder emblemático o visual, o de los mue-
bles que encierran a los diversos medios de comunicación masiva, co-
mo es el caso del utensilio electrodoméstico llamado televisor que no
articula nada, sino que más bien implota, arrastrando hacia su interior
su plana superficie de imágenes.
Tales máquinas no son de producción, sino de reproducción,
y las demandas que le plantean a nuestra capacidad de representación
estética difieren mucho de las que dieran por resultado la idolatría re-
lativamente mimética de las antiguas máquinas en el momento futuris-
ta, de una anterior escultura de la velocidad y la energía. En este caso,
lo que nos asalta no es tanto la energía cinética como todo tipo de
nuevos procesos de reproducción; y en las debilitadas producciones
del posmodernismo la personificación estética de esos procesos a me-
nudo tiende a desplazarse, de manera más cómoda, hacia una mera re-
presentación temática del contenido: en otras palabras, a narrativas
acerca de los procesos de reproducción que incluyen cámaras de cine,
videos, grabadoras, en resumen, toda la tecnología de producción y
reproducción del simulacro. (Resulta paradigmático el desplazamiento
de la película modernista Blow–up, de Antonioni, a la posmodernista
Blow–up, de Brian de Palma.) Por ejemplo, cuando los arquitectos ja-
poneses diseñan un edificio que imita de manera decorativa varios
cassettes colocados unos encima de otros, nos encontramos ante una
solución que es, en el mejor de los casos, temática y alusiva, aunque a
menudo contiene también una dosis de humor.
No obstante, de los más enérgicos textos posmodernistas
tiende a desprenderse algo más, y ello es la sensación de que más allá
62
de todas las temáticas o contenidos, la obra parece nutrirse de las re-
des de los procesos de reproducción, y que ello nos permite atisbar lo
sublime posmodernista o tecnológico, cuya autenticidad está avalada
por el éxito de dichas obras en evocar todo un nuevo espacio posmo-
derno que surge a nuestro alrededor. En ese sentido, la arquitectura es
el lenguaje estético privilegiado; y el reflejo distorsionante y fragmen-
tado de una enorme superficie de cristal en otra igual puede conside-
rarse como paradigmático del papel central que desempeñan el proce-
so y la reproducción en la cultura posmodernista.
No obstante, como ya he dicho, quiero evitar que se infiera
que la tecnología es “lo que en última instancia determina” nuestra vi-
da social cotidiana o nuestra producción cultural: esta tesis sería idén-
tica, en última instancia, al concepto posmarxista de la sociedad “pos-
industrial”. Más bien, lo que pretendo apuntar es que nuestras repre-
sentaciones defectuosas de una inmensa red de comunicaciones y de
computación no son más que una figuración distorsionada de algo
más profundo, a saber, todo el sistema internacional del capitalismo
multinacional de nuestros días. De aquí se desprende que la tecnología
de la sociedad contemporánea no es hipnótica y fascinante por sí mis-
ma, sino porque parece brindarnos una forma rápida y fácil de com-
prender para nuestras mentes e imaginaciones, ello es, toda la red
global descentralizada de la tercera etapa del capital. Este es un proce-
so de figuración que se observa mejor en estos momentos en todo un
tipo de literatura contemporánea de entretenimiento, a la que se siente
la tentación de caracterizar como “paranoia de la tecnología sofistica-
da”, en que los circuitos y redes de una computadora global putativa
se movilizan en la narración mediante conspiraciones laberínticas de
agencias de información autónomas, aunque trabadas en combate a
muerte, en medio de una complejidad argumental de tal magnitud que a
menudo desafía la capacidad del lector normal. Sin embargo, se debe
entender la teoría de la conspiración (y sus chillonas manifestaciones
narrativas) como un intento degradado —mediante la figuración de la
tecnología avanzada— de representarse mentalmente la imposible
totalidad del sistema internacional contemporáneo. Por tanto, estimo
que sólo en términos de esa otra realidad de instituciones económicas
63
y sociales enormes y amenazantes, aunque sólo muy ligeramente
percibibles, es que resulta posible plasmar teóricamente lo sublime
posmoderno.
64
V
El posmodernismo
y la ciudad
65
momento cumbre del modernismo. Por tanto, la nueva arquitectura
—como muchos otros productos culturales que he mencionado en los
comentarios precedentes— viene a ser como un imperativo para que
creemos nuevos órganos, para que ampliemos nuestros sentidos y
nuestro cuerpo a nuevas dimensiones aún inimaginables y quizás im-
posibles en última instancia.
El Hotel Bonaventura
El edificio cuyos rasgos describiré de manera muy somera es
el Hotel Bonaventura, construido en el corazón de Los Angeles por
el arquitecto y agente de terrenos John Portman, otras de cuyas obras
son diversos Hyatt Regencies, el Peachtree Center de Atlanta y el Re-
anissance Center de Detroit. Ya he mencionado el aspecto populista
que contiene la defensa retórica del posmodernismo contra las austeri-
dades elitistas (y utópicas) del gran modernismo arquitectónico; en
otras palabras, se afirma generalmente que, por una parte, estos nue-
vos edificios son obras populares; y, por otra, que representan lo ver-
náculo del ambiente urbano norteamericano, o sea, que ya no intentan,
como lo hicieran las obras maestras y los monumentos de la cumbre
del modernismo, insertar un lenguaje diferente, diferenciado, elevado,
utópico, en el chillón y comercial sistema de signos de la ciudad que
los rodea, sino que, por el contrario, tratan de hablar en ese mismo
lenguaje, utilizando su léxico y su sintaxis, tal como estos, de manera
emblemática, se han “aprendido de Las Vegas”.
El Bonaventura de Portman confirma totalmente la primera
de estas afirmaciones: se trata de un edificio popular, que visitan con
entusiasmo tanto los habitantes de la ciudad como los turistas (aunque
los otros edificios de Portman han tenido incluso más éxito en este
sentido). Sin embargo, su inserción popular en el ambiente de la ciu-
dad es otra cuestión, y es por ella que comenzaremos. El Bonaventu-
ra cuenta con tres vías de acceso, una por la calle Figueroa, y las otras
dos a través de jardines elevados que salen al otro lado del hotel,
construido en la pendiente que queda de lo que fuera Beacon Hill.
66
Ninguna de estas entradas recuerda las viejas marquesinas de los hote-
les, ni las puertas cocheras monumentales en las que los suntuosos
edificios del pasado solían enmarcar el paso del visitante de la calle a
los antiguos interiores. Los accesos al Bonaventura son laterales y re-
cuerdan las puertas traseras: los jardines de su parte posterior admiten
al visitante al sexto piso de las torres, e incluso una vez allí hay que
bajar un piso por escaleras para llegar al elevador mediante el cual se
alcanza el vestíbulo. Por otro lado, la entrada que podría sentirse la
tentación de considerar como la principal, la de Figueroa, admite al
visitante con su equipaje a la zona comercial del segundo piso, desde
donde tiene que tomar una escalera mecánica que lo conduce a la car-
peta principal. Regresaré de inmediato a estos elevadores y escaleras
mecánicas. Pero antes quiero adelantar la idea de que estas entradas
curiosamente carentes de sentido parecen haber sido impuestas por
una nueva categoría de cercado que gobierna el espacio interno del
hotel (mucho más allá de las limitaciones materiales con las cuales se
viera obligado a trabajar Portman). Creo que, al igual que otros edifi-
cios posmodernos característicos, tales como el Beaubourg de París,
o el Eaton Centre de Toronto, el Bonaventura aspira a ser un espa-
cio total, un mundo completo en sí mismo, una especie de ciudad en
miniatura (y quisiera añadir que a este nuevo espacio total le corres-
ponde una nueva práctica colectiva, un nuevo modo de moverse y
congregarse los individuos, algo así como la práctica de una hipermul-
titud nueva y de tipo históricamente original). En este sentido, ideal-
mente, la miniciudad que es el Bonaventura de Portman no debería te-
ner ninguna entrada, ya que los accesos son siempre las costuras que
unen el edificio al resto de la ciudad que lo circunda: pero en este ca-
so, él mismo no quiere ser parte de la ciudad, sino su equivalente y su
sustituto. Como esto, sin embargo, no resulta ni posible ni práctico, se
disimula y reduce hasta su mínima expresión la función de las entra-
das. Pero esta disyunción con respecto a su entorno es muy diferente a
la que caracterizara a los grandes monumentos del Estilo Internacio-
nal: en ellos, el acto de disyunción era violento, visible y tenía un sig-
nificado simbólico muy real, como se observa en los grandes pilotis
de Le Corbusier, cuyo gesto separa radicalmente el nuevo espacio utó-
67
pico de lo moderno, del ambiente degradado de la ciudad, al igual re-
pudia explícitamente de esta forma (aunque los modernos confiaban
en que este nuevo espacio utópico, con la virulencia de su novedad,
eliminaría y transformaría a ese ambiente por la sola fuerza de su nue-
vo lenguaje espacial). Sin embargo, el Bonaventura se contenta con
“dejar que el degradado ambiente de la ciudad continúe siendo en su
ser” (para parafrasear a Heidegger); ni se esperan ni se desean otros
efectos o una más amplia transformación protopolítica utópica.
Considero que este diagnóstico se ve confirmado por la gran
superficie de vidrio que recubre el Bonaventura, cuya función inter-
pretaré ahora de modo un tanto diferente a como lo hacía hace unos
momentos, cuando veía el fenómeno del reflejo en general como el
desarrollo de la temática de la tecnología de la reproducción (aunque
las dos lecturas no resultan incompatibles). No obstante, en este caso
me siento más bien tentado a subrayar la manera en que este recubri-
miento de cristal rechaza a la ciudad de afuera: es una repulsión para
la que contamos con analogías en esos espejuelos de sol que le hacen
imposible al interlocutor ver los ojos de quien los lleva puestos, con lo
cual este logra asumir cierto aire de agresividad hacia el Otro y cierto
poder sobre él. De modo similar, la envoltura de cristal dota al Bona-
ventura de un singular poder de desasociación con el vecindario que
lo alberga: no llega a ser ni siquiera un exterior, dado que cuando se
trata de contemplar las paredes exteriores del hotel, no es a este a
quien se ve, sino sólo las imágenes distorsionadas de lo que lo rodea.
Quisiera decir unas pocas palabras sobre las escaleras mecá-
nicas y los elevadores, dado que el verdadero favor de que gozan con
Portman, especialmente estos últimos, a los que el artista ha denomi-
nado “gigantescas esculturas cinéticas”, y que de hecho son responsa-
bles en buena medida del ambiente de espectáculo y el aire de nove-
dad de sus hoteles, especialmente de los Hyatt, donde suben y bajan
como grandes faroles japoneses o góndolas; dados también la delibe-
rada importancia que se les concede y el destacado plano que ocupan,
estimo que hay que considerar a estos “portadores de personas” (tér-
mino de Portman, tomado de otro de Disney) como algo más que sim-
ples elementos funcionales o componentes mecánicos. Sabemos, ade-
68
más, que la más reciente teoría de la arquitectura ha comenzado a uti-
lizar términos del análisis narrativo en otros campos, y a tratar de ex-
plicar nuestras trayectorias físicas a través de estos edificios como
verdaderas narraciones o cuentos, como vías dinámicas y paradigmas
narrativos que, como visitantes, se nos pide que realicemos y comple-
temos con nuestros cuerpos y nuestros movimientos. Sin embargo, en
el Bonaventura nos encontramos con un incremento dialéctico de es-
te proceso: me parece que en este caso las escaleras mecánicas y los
elevadores sustituyen al movimiento, pero que además, y sobre todo,
se designan a sí mismos como nuevos signos reflexivos y emblemas
del movimiento mismo (esto se hará evidente cuando analicemos en
su conjunto la cuestión de lo que queda de las antiguas formas de mo-
vimiento en este edificio, sobre todo del acto de caminar). Aquí el pa-
seo narrativo ha sido subrayado, simbolizado, cosificado y sustituido
por una máquina que transporta, y que se convierte en el significante
alegórico del antiguo deambular, que ya no se nos permite realizar por
nuestros propios medios: esta es una intensificación dialéctica de la
autorreferencialidad de toda la cultura moderna, que tiende a volverse
sobre sí misma y a designar su producción cultural como su conteni-
do.
Me resulta mucho más difícil explicar el hecho mismo, la ex-
periencia del espacio que se experimenta cuando se abandonan esos
aparatos alegóricos para pasar al vestíbulo o atrio, con su gran colum-
na central, rodeada por un lago en miniatura, todo lo cual está coloca-
do entre las cuatro torres residenciales simétricas con sus elevadores,
y rodeado por balcones cubiertos por una especie de techo–invernade-
ro al nivel del sexto piso. Me siento tentado a decir que este espacio
nos imposibilita seguir utilizando el lenguaje del volumen o de los vo-
lúmenes, ya que estos no se pueden aprehender. Gallardetes colgantes
abarrotan este espacio vacío, de forma tal que distraen al espectador
sistemática y deliberadamente de la forma del espacio mismo, fuera
esta cual fuera; al mismo tiempo, un ir y venir constante nos produce
la sensación de que aquí el vacío está absolutamente lleno, que es un
elemento en el que el visitante está inmerso, sin que conserve la dis-
tancia que antiguamente permitía la percepción de perspectiva y de
69
volumen. El espectador está totalmente inmerso en el hiperespacio; y
si antes podía parecer difícil que se lograra en la arquitectura la supre-
sión de la profundidad a la que yo hacía referencia en relación con la
pintura o la literatura posmodemas, quizás ahora estemos dispuestos a
aceptar que esta desconcertante inmersión es su equivalente formal en
esta manifestación.
Sin embargo, en este contexto la escalera mecánica y el ele-
vador son también contrarios dialécticos; y se podría sugerir que el
movimiento de los elevadores es también una compensación dialécti-
ca por el espacio atestado del atrio; nos brinda la oportunidad de tener
una experiencia espacial completamente diferente, aunque comple-
mentaria: la de atravesar el techo con la velocidad de una flecha y sa-
lir al exterior, a lo largo de una de las cuatro torres simétricas, donde
se extiende ante nuestros ojos el referente, Los Angeles, en una vista
que nos corta el aliento e incluso nos asusta. Pero hasta este movi-
miento vertical es contenido: el elevador lleva a sus pasajeros a un bar
giratorio, en el cual estos, sentados de nuevo se convierten en el obje-
to pasivo de la rotación del lugar, al tiempo que se les ofrece el espec-
táculo de la ciudad, transformada ahora en sus imágenes, debido a las
ventanas de cristal a través de la cual la contemplan.
70
prácticos de esta mutación espacial es el dilema que se les ha plantea-
do a los tenderos de los diversos niveles de la zona comercial del ho-
tel: desde que este se abrió en 1977, resulta obvio que la localización
de estas tiendas es absolutamente imposible, y que incluso si se en-
cuentra la que se busca, resulta muy improbable tener la misma suerte
una segunda vez; como consecuencia, los comerciantes se sienten de-
sesperados y toda la mercancía está rebajada. Cuando se recuerda que
Portman es negociante además de arquitecto, que es un millonario que
se ocupa del desarrollo de parcelaciones de terrenos, que es a la vez
artista y capitalista, no se puede obviar la idea de que nos encontra-
mos ante un cierto “retorno de lo reprimido”.
De esta manera retomo mi argumento principal, de que esta
última mutación del espacio —el hiperespacio moderno— al fin ha lo-
grado trascender las capacidades del cuerpo humano individual para
ubicarse, para organizar mediante la percepción sus alrededores inme-
diatos, y para encontrar su posición mediante la cognición en un mun-
do exterior del cual se pueda trazar un mapa. Y ya he señalado que es-
te alarmante punto de disyunción entre el cuerpo y su ambiente cons-
truido —que guarda la misma relación con el asombro inicial del anti-
guo modernismo que las velocidades de los aviones con las del auto-
móvil— puede erigirse en el símbolo y la analogía de ese dilema aún
más agudo que consiste en la incapacidad de nuestra mentes, al menos
por el momento, para trazar el mapa de la gran red global multinacio-
nal y de las comunicaciones descentralizadas en que nos encontramos
atrapados como sujetos individuales.
La Nueva Máquina
Pero deseo aclarar que el espacio de Portman no debe perci-
birse como algo excepcional o aparentemente marginal y especializa-
do en la recreación, en el sentido en que Disneylandia lo está; de paso,
me gustaría yuxtaponer este espacio de recreación, autosatisfecho y
entretenido (aunque sorprendente), con su análogo en un campo muy
diferente, a saber, el espacio de la guerra posmoderna, especialmente
71
tal como este se revela en Dispatches, el espléndido libro de Michael
Herr, en el que evoca la experiencia de Vietnam. Las extraordinarias
innovaciones lingüísticas de esta obra pueden considerarse posmoder-
nas debido a la forma ecléctica en que su lenguaje funde de modo im-
personal todo un compendio de idiolectos colectivos contemporáneos,
en especial el lenguaje rock y el negro; pero esta fusión está dictada
por problemas de contenido. No se puede relatar la primera y terrible
guerra posmodernista con ninguno de los paradigmas tradicionales de
la novela o la película de guerra; de hecho, la quiebra de todos los pa-
radigmas narrativos previos, junto a la quiebra de cualquier lenguaje
compartido en el que un veterano pueda trasmitir esa experiencia, es-
tán entre los temas principales del libro, y se podría afirmar que le
abren camino a una reflexión absolutamente nueva. Las reflexiones de
Benjamin sobre Baudelaire y sobre el surgimiento del modernismo a
partir de una nueva experiencia de tecnología urbana que trasciende
todos los antiguos hábitos de percepción corporal resultan aquí a la vez
particularmente relevantes y peculiarmente anticuadas, a la luz de este
nuevo y prácticamente inimaginable salto cuántico en el proceso de
alienación tecnológica.
72
quedaba la guerra con toda su superficie y con penetraciones
ocasionales e inesperadas. Mientras tuviéramos helicópteros
como taxis era necesario un verdadero agotamiento, o una de-
presión cercana al colapso, o una docena de pipas de opio para
damos aunque fuera una apariencia de tranquilidad, y seguía-
mos yendo de un lado a otro dentro de nuestra piel, como si al-
go nos estuviera persiguiendo, ja ja, La Vida Loca.4 En los pri-
meros meses después de mi regreso, los cientos de helicópteros
en los cuales había volado comenzaron a reunirse hasta formar
un megahelicóptero colectivo, y me parecía que ese aparato era
lo más sensual que conocía; salvador–destructor, proveedor–
malgastador, mano derecha–mano izquierda, veloz, fluido, sa-
gaz y humano: acero caliente, grasa, borde de lona saturada de
selva, sudor que se enfría y vuelve a entibiarse, rock and roll
de cassette en un oído y disparos en el otro, combustible, calor,
vitalidad y muerte, la muerte misma ya no más una intrusa5
73
VI
La abolición de la
distancia crítica
75
el cual ciertas fantasías vigentes acerca de la naturaleza salvadora de
la tecnología sofisticada, desde los microelementos de computación
hasta los robots —fantasía que comparten gobiernos de izquierda y de
derecha que se encuentran en apuros, como muchos intelectuales— son
esencialmente lo mismo que otras apologías más vulgares del posmo-
dernismo.
76
diferencia establecida por Hegel entre la reflexión sobre la moralidad
o moralización individual (Moralität) y ese campo totalmente distinto
formado por los valores y las prácticas sociales colectivas (Sittlich-
keit). Pero ella encuentra su forma definitiva en la demostración de
Marx de lo dialéctico materialista, especialmente en esas páginas clá-
sicas del Manifiesto que nos enseñan la difícil lección que implica la
necesidad de buscar una manera más genuinamente dialéctica de re-
flexionar sobre el desarrollo y el cambio históricos. Por supuesto, el
tópico de la lección es el desarrollo histórico del propio capitalismo y
la diseminación de una cultura burguesa específica. En un pasaje fa-
moso, Marx nos insta a realizar lo imposible: a reflexionar sobre este
desarrollo de manera positiva y negativa al mismo tiempo; en otras
palabras, a alcanzar un modo de pensar que sea capaz de aprehender
de manera simultánea los rasgos funestos del capitalismo y su extraor-
dinario y liberador dinamismo, en una misma reflexión, y sin atenuar
la fuerza de ninguno de los dos juicios. De alguna manera, se nos pide
que alcemos nuestras mentes a un punto desde el cual nos resulte po-
sible comprender que el capitalismo era a la vez lo mejor y lo peor
que le había sucedido a la humanidad. El abandono de este austero
imperativo dialéctico en favor de una más cómoda posición, consis-
tente en adoptar posturas morales, es corriente y muy humano: no
obstante, la urgencia del tema demanda de nosotros que realicemos al
menos un esfuerzo por reflexionar dialécticamente sobre la evolución
cultural del capitalismo tardío, para entenderla al mismo tiempo como
una catástrofe y un progreso.
77
de una política cultural contemporánea efectiva y de la creación de
una genuina cultura política.
78
que hayan sido estas concepciones —van desde denuncias de negati-
vidad, oposición y subversión hasta la crítica y la reflexión—, todas
compartían un presupuesto, eminentemente espacial, que pueden resu-
mirse en la fórmula igualmente consagrada por el tiempo de la “dis-
tancia crítica”. Ninguna teoría de la política cultural vigente hoy en
día en la Izquierda ha podido prescindir de la noción de cierta distan-
cia estética mínima, de la posibilidad de ubicar el acto cultural fuera
del Ser inmenso del capital, con lo cual el primero se convierte en
punto de apoyo de Arquímedes para asaltar al segundo. No obstante, el
grueso de nuestra demostración anterior sugiere que, en general, esa
distancia (en especial la “distancia crítica”) ha sido precisamente abo-
lida en el nuevo espacio del posmodernismo. Estamos sumergidos en
sus volúmenes abigarrados y atestados hasta el punto de que nuestros
cuerpos posmodernos se ven privados de coordenadas espaciales y
son prácticamente incapaces de establecer una distancia (para no ha-
blar de su incapacidad teórica); al mismo tiempo, ya se ha observado
cómo la prodigiosa expansión del capital multinacional termina por
penetrar y colonizar los enclaves marcadamente precapitalistas (la Na-
turaleza y el Inconciente) que ofrecían asideros extraterritoriales y ar-
quimédicos a la efectividad crítica. Por esta razón, el lenguaje taqui-
gráfico de la “coptación” resulta omnipresente en el seno de la Iz-
quierda; pero el mismo ofrece una base teórica muy inadecuada para
comprender una situación en la cual todos, de una u otra manera, sen-
timos vagamente que no solo formas contraculturales puntuales y lo-
cales de resitencia y guerra de guerrillas culturales, sino incluso abier-
tas intervenciones políticas como las presentes en The Clash son de
alguna forma secretamente desarmadas y reabsorbidas por un sistema
del que pueden considerarse parte, dado que no logran tomar distancia
de él.
79
vo tipo de espacio coherente en sí mismo, aún cuando todavía se ob-
serva un cierto ocultamiento o disfraz de figuración, en especial en las
temáticas relativas a la tecnología sofisticada, en las que todavía se
dramatiza y expresa el nuevo contenido espacial. No obstante, los ras-
gos del posmodernismo que enumeramos antes pueden comprenderse
ahora como aspectos parciales (aunque constitutivos) del mismo obje-
to espacial general.
80
o Lenin en lo relativo a la red global imperialista anterior a nuestros
tiempos. Ni para Marx ni para Lenin el socialismo consistía en el re-
greso a sistemas más reducidos (y por tanto menos represivos y abar-
cadores) de organización social; más bien, entendían las dimensiones
alcanzadas por el capital en sus épocas respectivas como la promesa,
el marco y la precondición para el logro de un socialismo nuevo y más
abarcador. ¿Cuánto más no será así con el espacio más global y totali-
zador del nuevo sistema mundial, que exige la invención y el desarro-
llo de un internacionalismo de tipo radicalmente nuevo? En apoyo de
esta posición pude citarse el realineamiento de la revolución socialista
con los nacionalismos de más vieja data, cuyos resultados han llevado
a la Izquierda, por necesidad, a reflexionar seriamente sobre el proble-
ma en los últimos tiempos.
La Necesidad de Mapas
Pero si esto es así, entonces se evidencia al menos una posi-
ble forma que podría adoptar una nueva política cultural radical, con
una salvedad estética que debe exponerse de inmediato. Los producto-
res y teóricos culturales de izquierda, especialmente aquellos que se
han formado en las tradiciones culturales burguesas derivadas del ro-
manticismo, y que valoran las formas espontáneas, instintivas o incon-
cientes del “genio” —aunque ello se deba también a razones históri-
cas obvias como el zdanovismo* o las lamentables consecuencias de
la intromisión de la política o los partido en el arte—, a menudo, por
reacción, han permitido que les intimidara el repudio de la estética
burguesa, y en especial la del momento cumbre del modernismo, por
una de las más antiguas funciones del arte: la pedagógica y didáctica.
Sin embargo, en épocas clásicas siempre se puso énfasis en la función
de enseñanza que cumplía el arte (aunque tomara fundamentalmente
la forma de lecciones morales); al tiempo que la prodigiosa obra de
Brecht, todavía no comprendida en su totalidad, reafirma, de manera
formalmente innovadora y original, en el momento del modernismo,
81
una nueva y compleja concepción de la relación entre cultura y peda-
gogía. El modelo cultural que propondré lleva también a un primer
plano las dimensiones cognitiva y pedagógica del arte y la cultura po-
líticas, dimensiones que fueran subrayadas de maneras muy diferentes
tanto por Lukacs como por Brecht (en los momentos del realismo y
del modernismo, respectivamente).
82
exactamente mimético, en ese sentido antiguo del término; de hecho,
los problemas teóricos que plantea nos permiten recomenzar el análi-
sis de la representación a un nivel más alto y mucho más complejo.
Por ejemplo, existe una interesantísima convergencia entre
los problemas empíricos abordados por Lynch en términos del espacio
urbano y la gran redefinición althusseriana (y lacaniana) de la tecnolo-
gía como “la representación de la relación imaginaria del sujeto con
sus reales condiciones de existencia”. Esto es exactamente lo que se
requiere del mapa cognitivo, en el más estrecho marco de la vida coti-
diana de la ciudad física: permitir una representación situacional por
parte del sujeto individual de esa más vasta totalidad imposible de re-
presentar que es el conjunto de la estructura de la ciudad como un to-
do.
Sin embargo, la obra de Lynch también sugiere otra línea de
desarrollo, en la misma medida en que la propia cartografía constituye
su instancia mediadora clave. Un vistazo a la historia de esta ciencia
(que es también un arte) nos muestra que el modelo de Lynch todavía
no se corresponde, en realidad, con lo que llegará a ser el trazado de
mapas. Los sujetos de Lynch se dedican más bien a operaciones pre-
cartográficas cuyos resultados se describen tradicionalmente como iti-
nerarios y no como mapas; son diagramas organizados alrededor del
viaje todavía centrado en el sujeto o el viaje existencial, y que seña-
lan, además, diversas características claves significativas: oasis, cade-
nas montañosas, ríos, monumentos, etc. La forma más desarrollada de
tales diagramas es el itinerario náutico, la carta marina o portulans,
donde se señalan los rasgos de la costa para uso de los navegantes del
Mediterráneo, que rara vez se aventuran a salir al mar abierto.
No obstante, la brújula introduce de inmediato a las cartas
náuticas una nueva dimensión, que transformará totalmente la proble-
mática del itinerario, y que nos permitirá plantear el problema del tra-
zado de un verdadero mapa cognitivo de manera mucho más comple-
ja. Porque los nuevos instrumentos —la brújula, el sextante y el teodo-
lito— no se corresponden meramente con nuevos problemas geográfi-
cos y de navegación (la difícil cuestión de determinar la longitud, en
especial en la superficie curva del planeta, por oposición a la más sim-
83
ple cuestión de la latitud, que los navegantes europeos todavía pueden
determinar empíricamente mediante la simple inspección ocular de la
costa africana); también introducen una coordenada totalmente nueva:
la de la relación con la totalidad, especialmente en la medida en que
resulta mediada por las estrellas y por nuevas operaciones tales como
la de la triangulación. En este punto, el trazado de un mapa cognitivo
en su sentido más amplio requiere la coordinación de los datos existen-
ciales (la posición empírica del sujeto) con concepciones no vividas,
abstractas, de la totalidad geográfica.
Por último, con el primer globo terráqueo (1490) y la inven-
ción de la proyección de Mercator, más o menos en el mismo perío-
do, surge una tercera dimensión de la cartografía, que plantea de in-
mediato lo que hoy llamaríamos la naturaleza de los códigos de repre-
sentación, las estructuras intrínsecas de los diversos medios, la prime-
ra intervención en concepciones más ingenuas y miméticas de trazado
de mapas, toda la cuestión fundamental de los propios lenguajes de re-
presentación; y, en especial, el dilema imposible de resolver (casi hei-
senbergiano) de la transferencia del espacio curvo a cartas planas: en
ese momento se hace evidente que no pude haber verdaderos mapas
(al mismo tiempo en que se hace también evidente que puede haber
progreso científico, o mejor aún, avance dialéctico, en los diversos
momentos históricos del trazado mapas).
84
mismas dificultades en el trazado de mapas que plantea de manera
aguda y original el propio espacio global del momento multinacional
o posmodernista que hemos analizado aquí. Estas cuestiones no son
meramente teóricas, sino que tienen consecuencias políticas prácticas
de la mayor prioridad: ello se evidencia en la sensación convencional
de los sujetos del Primer Mundo de que existencialmente (o “empíri-
camente”) habitan en realidad una “sociedad industrial”, de la que ha
desaparecido la producción tradicional, y en la que las clases sociales
del tipo clásico ya no existen, convicción que tiene efectos inmediatos
sobre la praxis política.
85
nición” un punto de vista historicista es que tal coordinación, la pro-
ducción de ideologías vivas y actuantes, es diferente en las distintas
situaciones históricas, pero, sobre todo, que puede haber situaciones
históricas en las que ello resulte absolutamente imposible: esta parece-
ría ser nuestra situación en la crisis actual.
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