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Capítulo II

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EL ETNÓLOGO FRENTE A LA
CONDICIÓN HUMANA

La etnología —o la antropología, como se dice actualmente— se asig­


na al hombre como objeto de estudio, pero difiere de otras ciencias
humanas en que aspira a captar su objeto en sus manifestaciones
más diversas. Es porque señala en la noción de condición humana
cierta ambigüedad: por su generalidad, el término parece ignorar, o
por lo menos reducir a la unidad, las diferencias que la etnología
tiene por fin esencial señalar y separar para subrayar las particulari­
dades, pero no sin postular un criterio implícito —el de condición hu­
mana— el único que pude permitir circunscribir los límites externos
de su objeto.
Todas las tradiciones intelectuales, comprendida la nuestra, se
han visto enfrentadas a esta dificultad. Los pueblos que estudian los
etnólogos no acuerdan la dignidad de una condición verdaderamente
humana más que a sus miembros, y confunden a los otros con la ani­
malidad. Esa costumbre se encuentra no solamente en los pueblos
llamados primitivos, sino también tanto en la antigua Grecia como
en la China y en el Japón antiguos donde, por una curiosa aproxima­
ción que sería necesario profundizar, las lenguas de los pueblos cali­
ficados de bárbaros eran consideradas como gorjeo de pájaros. No
se debe olvidar, en efecto, que para el humanismo antiguo, la cultura
(cuyo sentido primario, que siguió siendo el único durante mucho
tiempo, se refería al trabajo de la tierra) tiene por finalidad perfec­
cionar una naturaleza salvaje, ya se trate de la del suelo o la del indi-
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Capítulo II

EL ETNÓLOGO FRENTE A LA
CONDICIÓN HUMANA

La etnología —o la antropología, como se dice actualmente— se asig-


na al hombre como objeto de estudio, pero difiere de otras ciencias
humanas en que aspira a captar su objeto en sus manifestaciones
más diversas. Es porque señala en la noción de condición humana
cierta ambigüedad: por su generalidad, el término parece ignorar, o
por lo menos reducir a la unidad, las diferencias que la etnología
tiene por fin esencial señalar y separar para subrayar las particulari­
dades, pero no sin postular un criterio implícito —el de condición hu­
mana— el único que pude permitir circunscribir los límites externos
de su objeto.
Todas las tradiciones intelectuales, comprendida la nuestra, se
han visto enfrentadas a esta dificultad. Los pueblos que estudian los
etnólogos no acuerdan la dignidad de una condición verdaderamente
humana más que a sus miembros, y confunden a los otros con la ani­
malidad. Esa costumbre se encuentra no solamente en los pueblos
llamados primitivos, sino también tanto en la antigua Grecia como
en la China y en el Japón antiguos donde, por una curiosa aproxima­
ción que sería necesario profundizar, las lenguas de los pueblos cali­
ficados de bárbaros eran consideradas como gorjeo de pájaros. No¡
se debe olvidar, en efecto, que para el humanismo antiguo, la cultural
(cuyo sentido primario, que siguió siendo el único durante muchoj
tiempo, se refería al trabajo de la tierra) tiene por finalidad perfec­
cionar una naturaleza salvaje, ya se trate de la del suelo o la del indi'
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viduo aún inculto; perfectibilidad que, en el último caso, libera al in­
dividuo de servidumbres mentales inherentes a su pasado y a su gru­
po y le permite acceder al estado civilizado.
Aun la etnología, todavía en sus inicios, no duda en ubicar en ca­
tegorías separadas de la nuestra, los pueblos que estudia, colocándo­
los más cerca de la naturaleza —como lo implica la etimología del
término “salvaje” y, de manera más explícita, la expresión alemana
Naturvólkner— o bien fuera de la historia —cuando los denomina “pri­
mitivos” o “ arcaicos” — lo cual es otra manera de negarles un a tri­
buto constitutivo de la condición humana.
Después de sus inicios a comienzos del siglo XIX hasta la prim e­
ra mitad del XX, la reflexión etnológica se consagró extensam ente a
descubrir el modo de conciliar la unidad postulada de su objeto con
la diversidad y a menudo la incomparabilidad de sus m anifesta­
ciones particulares. Por ello fue necesario que la noción de civiliza­
ción, que connota un conjunto de aptitudes generales, universales y
transmisibles, cediese el lugar a la de cultura, tomada en una nueva
acepción, porque indica estilos de vida particulares, no transm i­
sibles, captables, bajo formas de producciones concretas —técnicas,
hábitos, costumbres, instituciones, creencias— más que capacidades
virtuales y correspondientes a valores observables en lugar de verda­
des o supuestas verdades.
Sería muy extenso referir aquí los orígenes filosóficos de este iti­
nerario. Procede manifiestamente de un doble origen. En prim er lu­
gar, la escuela histórica alemana, que de Goethe a Fichte y de Fichte
a Herder, se apartó progresivamente de pretensiones generalizantes
para prestar atención a las diferencias más que a las semejanzas y
defender, contra la filosofía de la historia, los derechos y las virtudes
de la monografía. En esta perspectiva, habrá que cuidarse de no olvi­
dar que los grandes partidarios de la tesis del relativismo cultural del
siglo XX —Boas, Croeber, Malinowski en parte— eran de formación
alemana. Otra corriente tiene su origen en el empirismo anglosajón
tal como se manifiesta en Locke, y después en Burke. Importada a
Francia por De Bonald, se mezcla con las ideas de Vico —este anti­
cartesiano en el cual se descubre hoy el carácter de precursor del
pensamiento etnológico— para salir del intento positivista, dema­
siado impaciente por constituir en sistema, a partir de una base ex­
perimental todavía somera, la diversidad de modos de acción y pen­
samiento de la humanidad.
Tal como se desarrolla a lo largo del siglo XX, la etnología busca
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sobre todo en la noción de cultura un criterio que le permita recono­
cer y definir la condición humana, de manera semejante en que
Durkheim y su escuela en la misma época, con similar intención, re­
currían a la noción de sociedad. Ahora bien, la noción de cultura
plantea de inmediato dos problemas que son, me atrevo a decir, los
de su empleo en singular y en plural. Si la cultura —en singular y
aun, eventualmente, con mayúscula— es el atributo distintivo de la
condición humana, ¿qué rasgos universales incluye y cómo defini­
ríamos su naturaleza? Pero si, por otra parte, la cultura se manifiesta
solamente bajo las formas prodigiosamente diversas que ilustran,
cada una a su manera, las 4.000 ó 5.000 sociedades que existen o
existieron sobre la tierra y sobre las cuales poseemos informaciones
útiles, ¿esas formas son todas equivalentes, a pesar de las aparien­
cias, o son pasibles de juicios de valor que, en lo afirmativo, repercu­
tirán inevitablemente en el sentido de la noción misma?
A partir de 1917, en un célebre artículo titulado The Superorga-
nic, el gran etnólogo norteamericano Alfred Kroeber se dedica a res­
ponder a la primera pregunta. La cultura constituye a sus ojos un or­
den específico, diferente de como la vida lo es de la materia inanima­
da. Cada orden implica aquel que lo precede, pero el pasaje del uno
al otro está marcado por una discontinuidad significativa. Un poco a
la manera de un arrecife de coral, secretado continuamente por los
individuos que la forman y anterior, por lo tanto, a sus ocupantes ac­
tuales, a quienes otros reemplazarán, a su turno, la cultura debe ser
conocida como una concreción de técnicas, de costumbres, de ideas
y de creencias, sin duda engendradas por individuos, pero más dura­
dera que cualquiera de ellos.
A la segunda interrogación, la etnología responde tradicional­
mente con la teoría del relativismo cultural. No se niega la realidad
del progreso ni la posibilidad de ordenar unas en relación con otras
culturas consideradas, no de manera global, sino bajo aspectos aisla­
dos. Se estima, sin embargo, que, aunque restringida, esta posibili­
dad queda sometida a tres limitaciones: 1) indiscutible cuando se ad­
vierte la evolución de la humanidad en una perspectiva caballera, el
progreso no se manifiesta, mientras tanto, más que en sectores par­
ticulares, y aun así, de manera discontinua, sin perjuicio de estanca­
mientos y regresiones locales; 2) cuando examina y compara en de­
talle las sociedades de tipo preindustrial, en las cuales hace sobre to­
do su estudio, la etnología fracasa al querer descubrir un medio |J I
permita ordenarlas a todas en una escala común; 3) por último, la et­

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nología sd reconoce incapaz de aportar un juicio de orden intelectual
o moral sobre los valores respectivos de cualquier sistema <U• creen-
cias o toda forma de organización social, pues los criterios de morali
dad están para ella, por hipótesis, siem pre en función de la sociedad
particular en la cual han sido enunciados.
Durante cerca de medio siglo, el relativismo cultural y la separa
ción perjudicial que implica entre el orden de la naturaleza y el orden
de la cultura tuvieron casi el valor de un dogma. Sin embargo, ese
dogma se encontró progresivam ente amenazado en múltiple» fren*
tes. Primero desde el interior, en razón de simplificaciones excesi­
vas imputables a la escuela llamada funcional que, principalmente
con Malinowski, subestimó las diferencias entre las culturas, llegan­
do hasta a reducir la diversidad de las costumbres, de las creencias y
de las instituciones a otros tantos medios equivalentes para satisfa­
cer las necesidades más elementales de la especie, si bien se puede
decir que, en tal concepción, la cultura no es más que una inmensa
metáfora de la reproducción y de la digestión...
Por otra parte, los etnólogos, inspirados por un profundo respe­
to por los pueblos que estudian, se prohíben formular juicios sobre el
valor comparado de sus culturas y de la nuestra, cuando esos
pueblos, conquistando su independencia, no parecían, en cuanto a
ellos, sostener ninguna duda sobre la superioridad de la cultura occi­
dental, al menos por boca de sus dirigentes. Estos aún acusan, a ve­
ces, a los etnólogos de prolongar insidiosamente la dominación colo­
nial al contribuir, por la atención exclusiva que le prestan, a perpe­
tuar prácticas desusadas que constituyen, según ellos, un obstáculo
al desarrollo. El dogma del relativismo cultural es así condenado por
los mismos en cuyo beneficio moral los etnólogos habían creído es­
tablecerlo.
Pero, sobre todo, la noción de cultura, la discontinuidad de lo su-
perorgánico, la distinción fundamental entre el dominio de la natura­
leza y el de la cultura sufren, después de una veintena de años, los
ataques convergentes de especialistas de disciplinas vecinas y que
confirman tres órdenes de hechos.
Por una parte, el hallazgo en África oriental de restos de antro-
poides constructores de utensilios parece probar que el surgimiento
de la cultura se anticipó al Homo sapiens en muchos millones de
años. Aun una industria lítica tan compleja como la Auchelense, con
una antigüedad de cientos de millones de años, es atribuida hoy al
Homo erectus, ya hombre pero con una morfología craneana neta­

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mente diferente a la nuestra.
Más grave todavía, el descubrimiento de que los chimpancés
que viven en estado salvaje fabrican y utilizan un conjunto de herra­
mientas primarias y que se puede enseñar a los chimpancés y a los
gorilas en cautiverio un lenguaje gestual igual al de los sordomudos
o fundado en la manipulación de fichas de formas y colores diferen­
tes invalidan, para algunos, la creencia, hasta ahora indiscutida, de
que el uso de herramientas y la posesión del lenguaje articulado
constituyen los dos atributos distintivos de la condición humana.
Por fin, sobre todo después de una decena de años, se constituyó
oficialmente en los Estados Unidos una nueva disciplina, la so-
ciobiología, que rechaza la noción misma de condición humana, por­
que, según su fundador Edward O. Wilson1, “la sociología y las otras
ciencias sociales, como también las ciencias humanas, son las últimas
ramas de la biología que restan aún integrar en la síntesis moderna''.
Eminente especialista de la vida social de los insectos, a la cual con­
sagró una obra de 1971, Wilson, en una segunda etapa, extendió sus
conclusiones a los vertebrados; después, en una tercera etapa —mar­
cada por la última parte de su libro de 1975 y su más reciente obra;
On Human Nature2— a la humanidad misma.

El intento se inscribe en el cuadro del neodarwinismo, es decir,


el darwinismo esclarecido y afinado por la genética. Pero esto no hu­
biera sido posible sin una teoría que remonta a 1964, gracias a la cual
el matemático inglés W. D. Hamilton3 creyó poder resolver una difi­
cultad de las hipótesis darwinianas. Cuando se aproxima un depre­
dador, el primer arrendajo que lo percibe produce un grito especial
para alertar a sus congéneres; el conejo hace lo mismo tamborilean­
do sobre el suelo, y se podrían citar otros ejemplos. ¿Cómo explicar
esas conductas altruistas por parte de un individuo que se expone al
señalar su presencia y se arriesga así a ser la primera víctima? La
respuesta anticipada es doble: primero se sostiene que la selección
natural opera más al nivel del individuo que de la especie; luego, que
el interés biológico de un individuo es, siempre asegurar la perpe­
tuación y, si es posible, la expansión de su patrimonio genético. Aho­

1 W i l s o n Edward O., Sociobiology: The New Synthesis, pág. 4.


2 W i l s o n Edward O., On Human Nature
I H a m i l t o n N . D ., “The Genetical Evolution of Social Behavior” .

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ra bien, un individuo que se sacrifica por la salvación de parientes
próximos o aun alejados —los cuales portan en su totalidad o parcial­
mente los mismos genes— puede, como los cálculos a menudo
complicados lo demuestran, asegurar mejor la sobrevivencia de su
patrimonio genético que si escapara solo a la destrucción de su pa­
rentela. En efecto, un individuo comparte la mitad de sus genes con
sus hermanos y hermanas, la cuarta parte con sus sobrinos y sobri­
nas, la octava parte con sus primos. Su patrimonio genético será
pues aventajado si se sacrifica por la salvación de por lo menos tres
hermanos, cinco sobrinos o nueve primos... Al forjar el término
inclusive fitness, los sociobiologistas anglosajones han querido decir
que la adaptación del individuo, entendido en el sentido más egoísta,
se define en relación con sus genes e incluye, pues, en el mismo sen­
tido que él, los vectores del mismo patrimonio biológico.
A partir de allí, todo es posible para el teórico. Una abeja tiene la
mitad de sus genes en común con su madre, pero las tres cuartas
partes con sus hermanas (en razón de la haplodiploidia de la especie:
los machos nacen de huevos no fecundados; las hembras, de huevos
fecundados durante el vuelo nupcial); cada obrera perpetúa entonces
mejor su patrimonio genético al permanecer estéril, condición que le
permite criar a las hermanas en lugar de dar nacimiento a hijas.
Nada es más tentador que extender este tipo de razonamientos a
las sociedades humanas, en donde tantas conductas institucionaliza­
das parecen aberrantes cuando se las encara desde el ángulo del dar-
winismo clásico. Es suficiente con referir todas esas conductas
inclusive a la adaptación: las costumbres, los hábitos, las institu­
ciones, las leyes son otros tantos dispositivos que permiten a los in­
dividuos perpetuar mejor su patrimonio genético; en caso contrario,
les sirven para perpetuar mejor el de sus parientes. Y si ninguno
aparece-en el horizonte, como en el caso del soldado que se sacrifica
para salvar a camaradas de combate que portan otros patrimonios
genéticos, se introducirá al lado del “altruismo duro” la hipótesis de
un “altruismo blando” : el sacrificio de los héroes cuyo fin es m ante­
ner y reforzar un clima moral tal que, en un futuro indeterminado,
los portadores de su patrimonio genético serán protegidos por el
sacrificio similar de un conciudadano.
Es cierto que Wilson pretende, en sucesivas oportunidades, no
explicar más que una parte de la cultura, del orden del 10 por ciento,
dice. Pero sorprendentes afirmaciones desmienten a cada instante
esta falsa modestia: por ejemplo, que la ideología de los derechos

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humanos deriva directamente de nuestra naturaleza de mamífero*
que la moralidad tiene por única función mantener intacto el mate­
rial genético; que se puede analizar y explicar de manera sistemática
al arte y la religión como productos de la evolución del cerebro... En
efecto, Wilson4 escribe que "si el cerebro ha evolucionado por selección
natural, aún las elecciones de juicios estéticos y de creencias religiosas
deben, en su particularidad, resultar del mismo mecanismo [...]La espe­
cie no conoce ninguna meta exterior a su naturaleza biológica [...]El es­
píritu humano es un dispositivo para asegurar la sobrevivencia y la
reproducción”.
Por lo tanto, la homosexualidad trae un problema: ¿Cómo los ge­
nes que predisponen a sus portadores podrían perpetuarse si, por de­
finición, los homosexuales no tienen hijos? Imperturbable, el so-
ciobiólogo responde que, en las sociedades arcaicas, los homose­
xuales, sin cargas familiares propias, podían ayudar mucho mejor a
sus parientes próximos a criar mayor número de niños, los cuales
contribuían a propagar el patrimonio genético común. Los colegas
de Wilson encuentran aun una justificación biológica al infanticidio
de las hijas, practicado en muchas sociedades: las hijas conservadas
tendrán una ventaja biológica cuando el primogénito de la familia
sea un hijo, pues protegerá a sus hermanas menores, asegurará su
matrimonio y ofrecerá esposas a sus hermanos menores.5

Jóvenes antropólogos le siguen los pasos y descubren razones


biológicas para las diversas maneras, aunque muy poco naturales,
én que los pueblos que ellos estudian conciben las relaciones de pa­
rentesco. Las sociedades patrilineales no reconocen el parentesco
uterino, y las sociedades matrilineales hacen una discriminación en
sentido inverso. No obstante, sólo los parientes reconocidos partici­
pan con los otros del mismo patrimonio genético. Esto poco importa:
—se nos explica que la filiación unilineal ofrece tales ventajas de
simplicidad y de claridad que permite a millones de individuos ase­
gurar mejor una selección que se pretende siempre inclusiva, aun­
que excluya, en los hechos, la mitad de sus parientes. Según los mis­
mos autores, más cerca de nosotros, las revoluciones tienen una sig­
nificación ante todo biológica: como manifestaciones de la compe­

4 On Human Nature, pátf. 2.


5 Alexander R. D. “ T he Evolution of Social Behavior” , pág. 370.

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tencia entre grupos para controlar recursos escasos o insuficientes
cuya posesión, en último análisis, determina su capacidad para re­
producirse.
Es claro que con esas hipótesis convenientes para todo se puede
explicar cualquier cosa: tanto una situación como su contraria. Es la
ventaja y el inconveniente de las teorías reductoras. El psicoanálisis
ya nos habituó a esos ejercicios de equilibrio donde, al precio de una
cierta agilidad dialéctica, uno está seguro de caer siempre de pie.
Pero los argumentos de los sociobiólogos no son solamente
simplistas. Se contradicen en la formulación misma que ofrecen sus
autores. ¿Cómo podría la ideología de los derechos humanos derivar
de nuestra naturaleza de mamíferos (largo tiempo de gestación, ca­
madas restringidas, que incitan a dar a cada individuo un valor parti­
cular) si —Wilson mismo lo recalca6— la idea de los derechos del
hombre no tiene aplicación general, sino que aparece como una in­
vención reciente de la civilización euroamericana? Según él, para
explicar la persistencia de genes responsables de la homosexualidad
(y cuya existencia parece sumamente hipotética), nuestro autor se
ve constreñido a postular que “las prácticas sexuales son medios, pri­
mero para establecer un lazo durable entre individuos apareados, y sólo a
título secundario, para asegurar la procreación' ’; de lo que deduce que
el judaismo y el cristianismo, y en particular la Iglesia católica, no
comprendieron nada de “la significación biológica del sexo".7 ¡Qué
éxito por tanto, el del cristianismo analizado desde una óptica so-
ciobiológica!
El pensamiento sociobiológico oculta una contradicción más gra­
ve y que parece fundamental. Por una parte afirma que todas las for­
mas de actividad del espíritu están determinadas, inclusive por la
adaptación; por la otra, que podemos modificar el destino de la espe­
cie eligiendo conscientemente entre las orientaciones instintivas que
nuestro pasado biológico nos legó. Pero, una de dos: o esas elec­
ciones son dictadas por las exigencias, inclusive de la todopoderosa
adaptación, y las obedecemos aun cuando creemos elegir; o esta po­
sibilidad de elección es real y nada permite ya decir que el destino
humano esté regido sólo por la herencia genética.
Es sobre todo este pensamiento poco exigente de los sociobiólo­
gos el que nos inquieta; porque si sus reflexiones primitivas y

6 On Human Nature, pág. 198.


7 Ibíd, pág. 141.
simplistas no los llevaran siempre demasiado lejos sobre *um proyec­
ciones —de la consideración del lenguaje en general, o de la aptitud
general para la cultura, a la pretensión exorbitante (!<■Q%p\u;ar por la
genética los caracteres particulares de tal o cual cultura j», se con­
vendría fácilmente con ellos en que la búsqueda de rolen respecti­
vos de lo innato y lo adquirido en la condición humana constituye un
problema de primera importancia y que es posible abordarlo con se­
riedad después que la antigua antropología física y sus hipótesis ra­
ciales dieron su lugar a la genética de los pueblos.

Es lamentable que las discusiones acerca de la soeiobiología ha­


yan tomado de pronto un cariz pasional cuyo carácter mnpliamente
ficticio surge del hecho de que en Francia los autores con simpatías
izquierdistas fueron los primeros en dejarse seducir por la sooiobio-
logía, en la que veían un medio de inspiración neorrousseauniana pa­
ra integrar al hombre en la naturaleza; al mismo tiempo que los me­
dios liberales de los Estados Unidos denunciaban a la soeiobiología
como una doctrina neofascista y lanzaban una verdadera prohibición
sobre cualquier investigación encarada a descubrir en el hombre
particularidades hereditarias y distintivas. No es necesario decir
que, muy pronto, las posiciones políticas se alinearon de ambos la­
dos del Atlántico, pues nada sería más deplorable para el progreso
del conocimiento que decretar, en ese dominio como en cualquier
otro, que existen temas tabúes.
Son hoy en día los progresos de la neurología los que otorgan la
esperanza de poder resolver problemas filosóficos muy antiguos,
por ejemplo, el del origen de las nociones geométricas. Porque si el
ojo, primero, y los cuerpos geniculados, luego no fotografiaran los
objetos sino que reaccionaran selectivamente a relaciones abstrac­
tas: dirección horizontal, vertical u oblicua, oposición entre figura y
fondo, etc. —datos primarios a partir de los cuales los objetos son re­
construidos por el cortex—, la cuestión de saber si las nociones ge­
ométricas pertencen a un mundo de ideas platónicas o son extraídas
de la experiencia no tiene más sentido: ellas están inscriptas en el
cuerpo. Del mismo modo, si la universalidad del lenguaje articulado
en el hombre tiende a la existencia de ciertas estructuras cerebrales
propias a nuestra especie, resulta que, como esas estructuras mis­
mas, la aptitud para el lenguaje articulado debe de tener una base
genética.
No se deben fijar límites a las investigaciones de ese tipo, con la
condición, sin embargo, de convencerse de que los problemas pro­
puestos por la diversidad de los grupos humanos requieren, de parte
de sus investigadores, una prudencia que a menudo les faltó. Aun en
el caso en que ciertos fenómenos observables dependiesen directa­
mente o indirectamente de factores genéticos, es necesario saber
que éstos consistirían en dosificaciones infinitamente complejas que
el biólogo es incapaz de definir y de analizar.
Sobre todo, no debemos olvidar jamás que aunque en el origen
de la humanidad la evolución biológica pudo seleccionar rasgos pre-
culturales tales como la posición erecta, la destreza manual, la so­
ciabilidad, el pensamiento simbólico, la aptitud para vocalizar y co­
municarse, muy pronto el determinismo se ha puesto a funcionar en
sentido inverso. A diferencia de la mayor parte de los sociobiólogos,
los genetistas saben bien que cada cultura, con sus limitaciones fi­
siológicas y técnicas, sus reglas de casamiento, sus valores morales
y estéticos, su mayor o menor disposición a acoger a los inmigran­
tes, ejerce sobre sus miembros una presión de selección mucho
más viva, y en la cual los efectos se hacen sentir mucho más rápida­
mente que la lenta evolución biológica. Para tomar un ejemplo de­
masiado simple: no es el gen que confiere una gran resistencia a las
temperaturas polares (suponiendo que exista) el que dio a los Inuit
su cultura; por el contrario, es esta cultura la que favoreció a los más
resistentes, en este sentido, y desfavoreció a los otros. La forma de
cultura que adoptan los hombres en todas partes, sus maneras de vi­
vir tales como prevalecieron en el pasado o prevalecen aún en el pre­
sente, determinan mucho más el ritmo y la orientación de su evolu­
ción biológica que ésta determina a aquélla. No hace falta, pues, pre­
guntarse si la cultura es o no función de factores genéticos; la se­
lección de esos factores, su dosificación relativa y sus combina­
ciones recíprocas son, en realidad, uno de los efectos de la cultu­
ra.
Los sociobiólogos ratonan como si la condición humana no obe­
deciese más que a dos tipos de motivaciones: unas, inconscientes y
determinadas por la herencia genética; las otras, nacidas del pensa­
miento racional y las que no se ve, en la óptica misma de la so-
ciobiología, por qué no se las podría reducir a las precedentes. En
efecto, se nos explica, aquel que no sabe lo que hace tiene una venta­
ja genética sobre aquel que lo sabe, porque es provechoso para él
que su cálculo egoísta sea tomado, por los otros y por él mismo, por

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verdadero altruismo.8 Además que ese cálculo egoísta, al que todas
las conductas humanas inconscientes se reducirán, evoca curiosamen­
te el espectro del viejo homo aeconomicus, hoy disfrazado de homo
geneticus —uno calcula sus ventajas, el otro sus genes—, descono­
ciendo que lo propio de la condición humana se sitúa enteramente en
un tercer orden: el de la cultura, al cual retomamos después de un
largo rodeo.
Ahora bien, la cultura no es natural ni artificial. No depende de
la genética ni del pensamiento racional, pues consiste en reglas de
conducta que no fueron inventadas, y cuya función no es por lo gene­
ral comprendida por aquellos que las obedecen por una parte, resi­
duos de tradiciones adquiridas en los diferentes tipos de estructuras
sociales por las cuales, en el curso de una muy larga historia, cada
grupo humano pasó y, por otra parte, reglas aceptadas o modifica­
das conscientemente con miras a un fin determinado. Pero no cabe
duda de que entre los instintos heredados de nuestro patrimonio
biológico y las reglas de inspiración racional, la masa de reglas in­
conscientes es aún la más importante y la más eficaz, porque la ra­
zón es como Durkheim y Mauss lo comprendieron, más un producto
que una causa de la evolución cultural. Esto sigue siendo verdadero
aun si la línea de demarcación entre naturaleza y cultura parece hoy
más tenue y más confusa que lo que se la hubiese imaginado antes.
Los elementos de lo que entendemos por cultura aparecen en todas
partes, en las diversas familias animales, en estado de disyunción y
en orden disperso. Chamfort ya lo decía: “ La sociedad no es, como
se cree comúnmente, el desarrollo de la naturaleza, sino su descom­
posición. Es un segundo edificio construido con los escombros del
primero”.9 Lo que caracteriza al hombre sería pues menos.la pre­
sencia de un elemento que una reincidencia sintética de su conjunto
bajo formas de totalidad organizada. En la proporción de nueve déci­
mas, el hombre y el chimpancé comparten los mismos cromosomas,
y se debe tomar en consideración sus combinaciones respectivas pa­
ra tratar de explicar las diferencias de aptitudes que separan las dos
especies.
Pero no es suficiente con definir la cultura por propiedades for­
males. Si se debe ver en ella el atributo esencial de la condición hu­
mana en todas las épocas y en todos los pueblos, la cultura debería

R.D., ob. cit., pág. 337.


8 A le x a n d e r
9 Máximas y pensamientos, pág. 8.

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también exhibir aproximadamente el mismo contenido. En otros tér­
minos, ¿existen valores universales de la cultura? Vico, que parece
ser el primero en plantearse la pregunta, distingue tres: la religión,
el matrimonio ajustado a la prohibición del incesto y el entierro de
los muertos. Rasgos universales de la condición humana, sin duda,
pero que no nos aportan gran cosa: todos los pueblos del mundo
tienen creencias religiosas, reglas de matrimonio. Constatarlo no es
suficiente; es necesario comprender por qué esas creencias, esas
reglas difieren de una sociedad a la otra, por qué ellas son a veces
contradictorias. La preocupación por los muertos, temor o respeto,
es universal, pero se manifiesta tanto por prácticas destinadas a ale-'
jarlos definitivamente de la comunidad de los vivos, por conside­
rarlos peligrosos, como por el contrario, por acciones que buscan
atraparlos e involucrarlos a cada momento en las luchas de los vivos.
Con los apuntes llevados sobre numerosas centenas de pobla­
ciones, los etnólogos —sobre todo norteamericanos— han enriqueci­
do considerablemente el inventario y propuesto una lista de rasgos
universales: clases por edad, deportes atléticos, adornos, calendario,
aprendizaje de la higiene corporal, organización colectica, cocina,
trabajo cooperativo, cosmología, galantería, danza, arte decorativo,
etcétera. Más allá de la ridiculez del repertorio alfabético, esos deno­
minadores comunes no son más que categorías vagas y sin significa­
ción. Tal como se les plantea actualmente a los etnólogos, el proble­
ma de la cultura —o sea, el de la condición humana— consiste en
descubrir leyes de orden, subyacentes a la diversidad observable de
creencias e instituciones.
Las lenguas del mundo difieren, en diversos grados por la fonéti­
ca y la gramática; pero por más distantes que se las encuentre, todas
obedecen a reglas universales. Cualquiera que sea la lengua conside­
rada, la presencia de ciertos fonemas implica o excluye la de otros:
ninguna lengua tiene vocales nasales si no tiene también vocales ora­
les; en una lengua la presencia de vocales nasales que se oponen
implica que dos vocales orales serán definibles por la misma oposi­
ción, y la presencia de vocales nasales implica la de consonantes na­
sales. Ninguna lengua distingue los fonemas u e i si no posee un fo­
nema a al cual se oponen en conjunto las otras dos.
Numerosas lenguas señalan el plural agregando a la palabra un
morfema suplementario; ninguna hace lo inverso. Una lengua que
posee una palabra para “rojo” tiene necesariamente dos para “blan­
co” y “negro” , o “claro” y “oscuro” ; la presencia de una palabra
para “ amarillo” implica la de una palabra para “ rojo” , etc. Las en­
cuestas parecen indicar que, en una lengua cualquiera, la presencia
de una palabra para “cuadrado” presupone la de una palabra para
“círculo” ...
Al comienzo de mi carrera me ocupé de las reglas del matrimo­
nio. Me esforcé por mostrar que las reglas más opuestas en aparien­
cia ilustran en realidad modalidades variadas de intercambio de mu­
jeres entre grupos humanos, que, de manera directa y recíproca, o
de manera diferida siguen largos ciclos de reciprocidad o ciclos bre­
ves que es posible determinar, a pesar de la diversidad aparente de
creencias y de costumbres.
Los capítulos siguientes ilustran esta marcha. Se verá así de qué
manera la etnología contemporánea se dedica a descubrir y a formu­
lar tales leyes de orden en muchos registros del pensamiento y de la
actividad humanos. Invariables a través de las épocas y las culturas,
ellas solas permitirán remontar la antinomia aparente entre la unici­
dad de la condición humana y la pluralidad aparentemente inago­
table de las formas en las cuales las aprehendemos.

OBRAS CITADAS

A l e x a n d e r , R. D., “ The Evolution of Social Behavior” , Annual Review of


Ecology and Systematics, 1974, pág. 5.
B e r l i , B. y Kay, P, Basic Color Terms: Their Universality and Evolution, Uni-
versity of California Press, 1970.
H a m i l t o n , W. D., “The Genetical Evolution of Social Behavior” , Journal of
Theoretical Biology, vol. 7, n° 1, 1964.
K r o e b e r , A . L ., “The Superorganic” (1917) en The Nature of Culture, Uni-
versity of Chicago Press, 1952.
W ils o n , E. O., Soctobiology: The New Synthesis, Harvard University Press,
1975. On Human Nature, Harvard University Press, 1978.
CLAUDE LÉVI-STRAUSS

MIRANDO A LO LEJOS

Traducción
ALICIA DUPRAT
CLAUDE LÉVI-STRAUSS

MIRANDO
A LO LEJOS

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Título original) I.» Éloigné ,


© Librairie flon, liVV3 i J ¡ / ^
© Em ecé Editum . S.A» 19S6 f ! < I ^ '
Alsina 2062 • Buenos Aires, Argentina
Primera edición en offiwt; 3.000 ejemplares.
Impreso en Gomp&M» Impresora Argentina S.A., Alsina 2041/4
Buenos Aires, julio tte IV&86.

IMPRESO EN l A ARGENTINA VHINTED IN ARGENTINA


Queda hecho el depfaitt) q»«e previene la ley 11.723.

l . S. B. N. : 930-04-0563-6
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