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EL ETNÓLOGO FRENTE A LA
CONDICIÓN HUMANA
EL ETNÓLOGO FRENTE A LA
CONDICIÓN HUMANA
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nología sd reconoce incapaz de aportar un juicio de orden intelectual
o moral sobre los valores respectivos de cualquier sistema <U• creen-
cias o toda forma de organización social, pues los criterios de morali
dad están para ella, por hipótesis, siem pre en función de la sociedad
particular en la cual han sido enunciados.
Durante cerca de medio siglo, el relativismo cultural y la separa
ción perjudicial que implica entre el orden de la naturaleza y el orden
de la cultura tuvieron casi el valor de un dogma. Sin embargo, ese
dogma se encontró progresivam ente amenazado en múltiple» fren*
tes. Primero desde el interior, en razón de simplificaciones excesi
vas imputables a la escuela llamada funcional que, principalmente
con Malinowski, subestimó las diferencias entre las culturas, llegan
do hasta a reducir la diversidad de las costumbres, de las creencias y
de las instituciones a otros tantos medios equivalentes para satisfa
cer las necesidades más elementales de la especie, si bien se puede
decir que, en tal concepción, la cultura no es más que una inmensa
metáfora de la reproducción y de la digestión...
Por otra parte, los etnólogos, inspirados por un profundo respe
to por los pueblos que estudian, se prohíben formular juicios sobre el
valor comparado de sus culturas y de la nuestra, cuando esos
pueblos, conquistando su independencia, no parecían, en cuanto a
ellos, sostener ninguna duda sobre la superioridad de la cultura occi
dental, al menos por boca de sus dirigentes. Estos aún acusan, a ve
ces, a los etnólogos de prolongar insidiosamente la dominación colo
nial al contribuir, por la atención exclusiva que le prestan, a perpe
tuar prácticas desusadas que constituyen, según ellos, un obstáculo
al desarrollo. El dogma del relativismo cultural es así condenado por
los mismos en cuyo beneficio moral los etnólogos habían creído es
tablecerlo.
Pero, sobre todo, la noción de cultura, la discontinuidad de lo su-
perorgánico, la distinción fundamental entre el dominio de la natura
leza y el de la cultura sufren, después de una veintena de años, los
ataques convergentes de especialistas de disciplinas vecinas y que
confirman tres órdenes de hechos.
Por una parte, el hallazgo en África oriental de restos de antro-
poides constructores de utensilios parece probar que el surgimiento
de la cultura se anticipó al Homo sapiens en muchos millones de
años. Aun una industria lítica tan compleja como la Auchelense, con
una antigüedad de cientos de millones de años, es atribuida hoy al
Homo erectus, ya hombre pero con una morfología craneana neta
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mente diferente a la nuestra.
Más grave todavía, el descubrimiento de que los chimpancés
que viven en estado salvaje fabrican y utilizan un conjunto de herra
mientas primarias y que se puede enseñar a los chimpancés y a los
gorilas en cautiverio un lenguaje gestual igual al de los sordomudos
o fundado en la manipulación de fichas de formas y colores diferen
tes invalidan, para algunos, la creencia, hasta ahora indiscutida, de
que el uso de herramientas y la posesión del lenguaje articulado
constituyen los dos atributos distintivos de la condición humana.
Por fin, sobre todo después de una decena de años, se constituyó
oficialmente en los Estados Unidos una nueva disciplina, la so-
ciobiología, que rechaza la noción misma de condición humana, por
que, según su fundador Edward O. Wilson1, “la sociología y las otras
ciencias sociales, como también las ciencias humanas, son las últimas
ramas de la biología que restan aún integrar en la síntesis moderna''.
Eminente especialista de la vida social de los insectos, a la cual con
sagró una obra de 1971, Wilson, en una segunda etapa, extendió sus
conclusiones a los vertebrados; después, en una tercera etapa —mar
cada por la última parte de su libro de 1975 y su más reciente obra;
On Human Nature2— a la humanidad misma.
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ra bien, un individuo que se sacrifica por la salvación de parientes
próximos o aun alejados —los cuales portan en su totalidad o parcial
mente los mismos genes— puede, como los cálculos a menudo
complicados lo demuestran, asegurar mejor la sobrevivencia de su
patrimonio genético que si escapara solo a la destrucción de su pa
rentela. En efecto, un individuo comparte la mitad de sus genes con
sus hermanos y hermanas, la cuarta parte con sus sobrinos y sobri
nas, la octava parte con sus primos. Su patrimonio genético será
pues aventajado si se sacrifica por la salvación de por lo menos tres
hermanos, cinco sobrinos o nueve primos... Al forjar el término
inclusive fitness, los sociobiologistas anglosajones han querido decir
que la adaptación del individuo, entendido en el sentido más egoísta,
se define en relación con sus genes e incluye, pues, en el mismo sen
tido que él, los vectores del mismo patrimonio biológico.
A partir de allí, todo es posible para el teórico. Una abeja tiene la
mitad de sus genes en común con su madre, pero las tres cuartas
partes con sus hermanas (en razón de la haplodiploidia de la especie:
los machos nacen de huevos no fecundados; las hembras, de huevos
fecundados durante el vuelo nupcial); cada obrera perpetúa entonces
mejor su patrimonio genético al permanecer estéril, condición que le
permite criar a las hermanas en lugar de dar nacimiento a hijas.
Nada es más tentador que extender este tipo de razonamientos a
las sociedades humanas, en donde tantas conductas institucionaliza
das parecen aberrantes cuando se las encara desde el ángulo del dar-
winismo clásico. Es suficiente con referir todas esas conductas
inclusive a la adaptación: las costumbres, los hábitos, las institu
ciones, las leyes son otros tantos dispositivos que permiten a los in
dividuos perpetuar mejor su patrimonio genético; en caso contrario,
les sirven para perpetuar mejor el de sus parientes. Y si ninguno
aparece-en el horizonte, como en el caso del soldado que se sacrifica
para salvar a camaradas de combate que portan otros patrimonios
genéticos, se introducirá al lado del “altruismo duro” la hipótesis de
un “altruismo blando” : el sacrificio de los héroes cuyo fin es m ante
ner y reforzar un clima moral tal que, en un futuro indeterminado,
los portadores de su patrimonio genético serán protegidos por el
sacrificio similar de un conciudadano.
Es cierto que Wilson pretende, en sucesivas oportunidades, no
explicar más que una parte de la cultura, del orden del 10 por ciento,
dice. Pero sorprendentes afirmaciones desmienten a cada instante
esta falsa modestia: por ejemplo, que la ideología de los derechos
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humanos deriva directamente de nuestra naturaleza de mamífero*
que la moralidad tiene por única función mantener intacto el mate
rial genético; que se puede analizar y explicar de manera sistemática
al arte y la religión como productos de la evolución del cerebro... En
efecto, Wilson4 escribe que "si el cerebro ha evolucionado por selección
natural, aún las elecciones de juicios estéticos y de creencias religiosas
deben, en su particularidad, resultar del mismo mecanismo [...]La espe
cie no conoce ninguna meta exterior a su naturaleza biológica [...]El es
píritu humano es un dispositivo para asegurar la sobrevivencia y la
reproducción”.
Por lo tanto, la homosexualidad trae un problema: ¿Cómo los ge
nes que predisponen a sus portadores podrían perpetuarse si, por de
finición, los homosexuales no tienen hijos? Imperturbable, el so-
ciobiólogo responde que, en las sociedades arcaicas, los homose
xuales, sin cargas familiares propias, podían ayudar mucho mejor a
sus parientes próximos a criar mayor número de niños, los cuales
contribuían a propagar el patrimonio genético común. Los colegas
de Wilson encuentran aun una justificación biológica al infanticidio
de las hijas, practicado en muchas sociedades: las hijas conservadas
tendrán una ventaja biológica cuando el primogénito de la familia
sea un hijo, pues protegerá a sus hermanas menores, asegurará su
matrimonio y ofrecerá esposas a sus hermanos menores.5
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tencia entre grupos para controlar recursos escasos o insuficientes
cuya posesión, en último análisis, determina su capacidad para re
producirse.
Es claro que con esas hipótesis convenientes para todo se puede
explicar cualquier cosa: tanto una situación como su contraria. Es la
ventaja y el inconveniente de las teorías reductoras. El psicoanálisis
ya nos habituó a esos ejercicios de equilibrio donde, al precio de una
cierta agilidad dialéctica, uno está seguro de caer siempre de pie.
Pero los argumentos de los sociobiólogos no son solamente
simplistas. Se contradicen en la formulación misma que ofrecen sus
autores. ¿Cómo podría la ideología de los derechos humanos derivar
de nuestra naturaleza de mamíferos (largo tiempo de gestación, ca
madas restringidas, que incitan a dar a cada individuo un valor parti
cular) si —Wilson mismo lo recalca6— la idea de los derechos del
hombre no tiene aplicación general, sino que aparece como una in
vención reciente de la civilización euroamericana? Según él, para
explicar la persistencia de genes responsables de la homosexualidad
(y cuya existencia parece sumamente hipotética), nuestro autor se
ve constreñido a postular que “las prácticas sexuales son medios, pri
mero para establecer un lazo durable entre individuos apareados, y sólo a
título secundario, para asegurar la procreación' ’; de lo que deduce que
el judaismo y el cristianismo, y en particular la Iglesia católica, no
comprendieron nada de “la significación biológica del sexo".7 ¡Qué
éxito por tanto, el del cristianismo analizado desde una óptica so-
ciobiológica!
El pensamiento sociobiológico oculta una contradicción más gra
ve y que parece fundamental. Por una parte afirma que todas las for
mas de actividad del espíritu están determinadas, inclusive por la
adaptación; por la otra, que podemos modificar el destino de la espe
cie eligiendo conscientemente entre las orientaciones instintivas que
nuestro pasado biológico nos legó. Pero, una de dos: o esas elec
ciones son dictadas por las exigencias, inclusive de la todopoderosa
adaptación, y las obedecemos aun cuando creemos elegir; o esta po
sibilidad de elección es real y nada permite ya decir que el destino
humano esté regido sólo por la herencia genética.
Es sobre todo este pensamiento poco exigente de los sociobiólo
gos el que nos inquieta; porque si sus reflexiones primitivas y
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verdadero altruismo.8 Además que ese cálculo egoísta, al que todas
las conductas humanas inconscientes se reducirán, evoca curiosamen
te el espectro del viejo homo aeconomicus, hoy disfrazado de homo
geneticus —uno calcula sus ventajas, el otro sus genes—, descono
ciendo que lo propio de la condición humana se sitúa enteramente en
un tercer orden: el de la cultura, al cual retomamos después de un
largo rodeo.
Ahora bien, la cultura no es natural ni artificial. No depende de
la genética ni del pensamiento racional, pues consiste en reglas de
conducta que no fueron inventadas, y cuya función no es por lo gene
ral comprendida por aquellos que las obedecen por una parte, resi
duos de tradiciones adquiridas en los diferentes tipos de estructuras
sociales por las cuales, en el curso de una muy larga historia, cada
grupo humano pasó y, por otra parte, reglas aceptadas o modifica
das conscientemente con miras a un fin determinado. Pero no cabe
duda de que entre los instintos heredados de nuestro patrimonio
biológico y las reglas de inspiración racional, la masa de reglas in
conscientes es aún la más importante y la más eficaz, porque la ra
zón es como Durkheim y Mauss lo comprendieron, más un producto
que una causa de la evolución cultural. Esto sigue siendo verdadero
aun si la línea de demarcación entre naturaleza y cultura parece hoy
más tenue y más confusa que lo que se la hubiese imaginado antes.
Los elementos de lo que entendemos por cultura aparecen en todas
partes, en las diversas familias animales, en estado de disyunción y
en orden disperso. Chamfort ya lo decía: “ La sociedad no es, como
se cree comúnmente, el desarrollo de la naturaleza, sino su descom
posición. Es un segundo edificio construido con los escombros del
primero”.9 Lo que caracteriza al hombre sería pues menos.la pre
sencia de un elemento que una reincidencia sintética de su conjunto
bajo formas de totalidad organizada. En la proporción de nueve déci
mas, el hombre y el chimpancé comparten los mismos cromosomas,
y se debe tomar en consideración sus combinaciones respectivas pa
ra tratar de explicar las diferencias de aptitudes que separan las dos
especies.
Pero no es suficiente con definir la cultura por propiedades for
males. Si se debe ver en ella el atributo esencial de la condición hu
mana en todas las épocas y en todos los pueblos, la cultura debería
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también exhibir aproximadamente el mismo contenido. En otros tér
minos, ¿existen valores universales de la cultura? Vico, que parece
ser el primero en plantearse la pregunta, distingue tres: la religión,
el matrimonio ajustado a la prohibición del incesto y el entierro de
los muertos. Rasgos universales de la condición humana, sin duda,
pero que no nos aportan gran cosa: todos los pueblos del mundo
tienen creencias religiosas, reglas de matrimonio. Constatarlo no es
suficiente; es necesario comprender por qué esas creencias, esas
reglas difieren de una sociedad a la otra, por qué ellas son a veces
contradictorias. La preocupación por los muertos, temor o respeto,
es universal, pero se manifiesta tanto por prácticas destinadas a ale-'
jarlos definitivamente de la comunidad de los vivos, por conside
rarlos peligrosos, como por el contrario, por acciones que buscan
atraparlos e involucrarlos a cada momento en las luchas de los vivos.
Con los apuntes llevados sobre numerosas centenas de pobla
ciones, los etnólogos —sobre todo norteamericanos— han enriqueci
do considerablemente el inventario y propuesto una lista de rasgos
universales: clases por edad, deportes atléticos, adornos, calendario,
aprendizaje de la higiene corporal, organización colectica, cocina,
trabajo cooperativo, cosmología, galantería, danza, arte decorativo,
etcétera. Más allá de la ridiculez del repertorio alfabético, esos deno
minadores comunes no son más que categorías vagas y sin significa
ción. Tal como se les plantea actualmente a los etnólogos, el proble
ma de la cultura —o sea, el de la condición humana— consiste en
descubrir leyes de orden, subyacentes a la diversidad observable de
creencias e instituciones.
Las lenguas del mundo difieren, en diversos grados por la fonéti
ca y la gramática; pero por más distantes que se las encuentre, todas
obedecen a reglas universales. Cualquiera que sea la lengua conside
rada, la presencia de ciertos fonemas implica o excluye la de otros:
ninguna lengua tiene vocales nasales si no tiene también vocales ora
les; en una lengua la presencia de vocales nasales que se oponen
implica que dos vocales orales serán definibles por la misma oposi
ción, y la presencia de vocales nasales implica la de consonantes na
sales. Ninguna lengua distingue los fonemas u e i si no posee un fo
nema a al cual se oponen en conjunto las otras dos.
Numerosas lenguas señalan el plural agregando a la palabra un
morfema suplementario; ninguna hace lo inverso. Una lengua que
posee una palabra para “rojo” tiene necesariamente dos para “blan
co” y “negro” , o “claro” y “oscuro” ; la presencia de una palabra
para “ amarillo” implica la de una palabra para “ rojo” , etc. Las en
cuestas parecen indicar que, en una lengua cualquiera, la presencia
de una palabra para “cuadrado” presupone la de una palabra para
“círculo” ...
Al comienzo de mi carrera me ocupé de las reglas del matrimo
nio. Me esforcé por mostrar que las reglas más opuestas en aparien
cia ilustran en realidad modalidades variadas de intercambio de mu
jeres entre grupos humanos, que, de manera directa y recíproca, o
de manera diferida siguen largos ciclos de reciprocidad o ciclos bre
ves que es posible determinar, a pesar de la diversidad aparente de
creencias y de costumbres.
Los capítulos siguientes ilustran esta marcha. Se verá así de qué
manera la etnología contemporánea se dedica a descubrir y a formu
lar tales leyes de orden en muchos registros del pensamiento y de la
actividad humanos. Invariables a través de las épocas y las culturas,
ellas solas permitirán remontar la antinomia aparente entre la unici
dad de la condición humana y la pluralidad aparentemente inago
table de las formas en las cuales las aprehendemos.
OBRAS CITADAS
MIRANDO A LO LEJOS
Traducción
ALICIA DUPRAT
CLAUDE LÉVI-STRAUSS
MIRANDO
A LO LEJOS
emecé e d it o r e s
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J
L/
f / F
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l . S. B. N. : 930-04-0563-6
4.125