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Escribir como un ejercicio equiparable a un arma, pero a un arma cargada de salud para
hacerles frente, un poco más enteros, a las tragedias cotidianas que azotan y desarman la
vida de todos los hombres, de todos los pueblos. Esa concepción del oficio se desprende de
las palabras del escritor argentino Eduardo Sacheri, quien, en una entrevista concedida a la
Revista Nueva, declara también: “La literatura, para mí, es uno de los modos que tiene el
ser humano de hacer la vida un poco mejor de lo que es. Cuando contamos o cuando nos
cuentan, que es lo mismo, o cuando leés historias escritas por otros, la literatura emparcha
un poco la vida, nos permite aproximarnos a las zonas más duras de un modo menos
escritor vive para escribir, y escribe para hacer mejor la vida, para encontrar, en el dominio
de las palabras, una manera de estar más sano. Sin embargo, antes que a Sacheri, debemos
remitirnos al filósofo francés Gilles Deleuze, que señala: “(…) el escritor como tal no tal no
está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. (…) La
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En el espacio de estas páginas, reflexionaremos sobre dos crónicas argentinas: “La isla
de los resucitados”, de Rodolfo Walsh, y “En las tierras del wichi”, de Miguel Briante,
desde la perspectiva teórica de Gilles Deleuze. Sus planteos me han permitido agudizar la
observación para pensar un género como la crónica literaria y las preguntas que se suscitan
en torno a ella: cuáles son sus funciones, cuáles sus límites, qué voces recupera, a quién
extranjera” (1996: 9) al interior de la lengua materna del escritor. Esto no significa que la
lengua se cierre sobre sí abandonando toda conexión con su exterior. Es más justo decir,
según lo entiende Deleuze, que la lengua se vuelve opaca para poder transmitir aquello que
El límite no está fuera del lenguaje, sino que es su afuera: se compone de visiones y de
audiciones no lingüísticas, pero que sólo el lenguaje hace posibles. (…) Vemos y oímos a
través de las palabras, entre las palabras. (…) De todos los escritores hay que decir: es un
vidente, es un oyente (…).
Estas visiones, estas audiciones no son un asunto privado, sino que forman los personajes de
una Historia y de una geografía que se va reinventando sin cesar (Deleuze, 1996: 9).
El escritor produce una lengua que llama la atención sobre sí para poder dar cuenta de
las Visiones y Audiciones que se vivencian fuera de ella, pero que solo se vuelven
literatura. Creo que en este punto es posible afirmar que el concepto de autorrepresentación
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aparece ciertamente matizado, en tanto la operación sobre el lenguaje literario está en
función de otorgarle la fuerza necesaria para comunicar mejor las experiencias vitales que
(…) el escritor, como dice Proust, inventa dentro de la lengua una lengua nueva, una lengua
extranjera en cierta medida. Extrae nuevas estructuras gramaticales o sintácticas. Saca a la
lengua de los caminos trillados, la hace delirar. Pero asimismo el problema de escribir
tampoco es separable de un problema de ver y de oír: en efecto, cuando dentro de una lengua
se crea otra lengua, el lenguaje en su totalidad tiende hacia un límite “asintáctico”,
“agramatical”, o que comunica con su propio exterior (1996: 9).
significación original del término: para Deleuze el delirio no es ni debe ser una enfermedad,
un hablar sin decir nada, ya que en este caso estaríamos ante un delirio insano, convertido
en “estado clínico” (1996: 10). Delirar significa justamente lo que explicita su etimología:
apartarse de la lira, del surco, de lo que ya ha sido dicho tantas veces que resulta trillado, no
para no decir, sino para decir otra cosa. Poner la palabra al servicio de la experiencia: llevar
el lenguaje a sus límites para volverlo nuevo, permitiéndole de ese modo decir lo nuevo.
A propósito de cronistas como Arlt, Walsh, Gelman y Tizón, Norma Crotti afirma: “En
cada nuevo acto de enunciación, generan, en cierta medida, una lengua dentro de otra,
sacan la lengua ‘de los caminos trillados, la hace[n] delirar’ produciendo estructuras
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palabras y torsionando otras, porque en esa torsión, las palabras pueden construir una nueva
Observamos cómo operan algunos de estos procedimientos en la crónica “La isla de los
segunda mitad de los años sesenta. Antes de cederle la voz a don Pedro Vallejo, un asceta
Algún día don Pedro Vallejo se decretó solo y para siempre, renunció de un golpe al amor, la
dependencia, la amistad, se sumergió en los reinados inferiores: las plantas, el perro, el filo
de la azada, el olor de la tierra, su roto lenguaje interior, donde los verbos se alargan en
incesante contemplación, los tiempos se cambian, y él es él, pero es yo y es todos (Walsh,
1998: 171, la cursiva es mía).
Su lenguaje está roto, quebrado por la lepra, y por su mal complementario: la soledad.
Entonces resulta que el patrón tiene un compadre, haragán él, y cuando necesita plata, va y le
pide. Y un día, el patrón le dice de venir a matarme, por mi enfermedá. Y un derrepente,
sábado a la tarde, viene este hombre. El finao, bah.
-Y ¿por qué, señor? –jaechupé–. Yo nicó no tengo ninguna falta a usted (Walsh, 1998: 172).
Podríamos creer que Walsh pensó que no había otra forma de contar la historia de Vallejo
una tradición sin hacerlo desde su lengua?” se pregunta Norma Crotti en el artículo antes
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citado (2006: 67), continuando los interrogantes de Héctor Tizón en Tierras de frontera
(1998).
Y así, atendiendo a las particularidades lingüísticas de este ermitaño, se crea una lengua
extranjera, y sucede, como señala Deleuze, que “una lengua extranjera no puede labrarse en
la lengua misma sin que todo el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al límite, a
lengua” (1996: 17). De este modo, la toma de decisión del escritor de crear una lengua
extranjera en su crónica, aunque esta sea un fugaz episodio en el sistema total del lenguaje,
tiene una potencia tal que conmueve al sistema por completo, llevando el lenguaje a sus
lenguaje intersticios donde el escritor puede ver y oír con mayor claridad (Deleuze, 1996).
Ahora bien, para despejar la ecuación deleuziana de la escritura falta sumar un verbo:
devenir. La literatura no tiene que ver con la cristalización, con la imposición de una forma
asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia
vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido.
Al escribir sobre algo, el escritor deviene ese “algo” sobre el cual escribe. Esto quiere
decir que encuentra una “zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que
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devenir se da, claro, “a condición de crear los medios literarios para ello” (Ibíd.): el delirio
Podríamos decir que con la tarea de Walsh y Briante cronistas ya no cabe distinguir entre
el escritor y los leprosos, entre el escritor y los wichis: “Escribir también es devenir otra
cosa que escritor” (1996: 17). El cronista, orquestador de voces, cede tanto la palabra que al
final ya no es posible distinguir ente él mismo y los hombres sobre los que escribe porque
acaba siendo uno más entre ellos, y sus voces se fusionan en una única voz que se eleva para
dar lugar a la denuncia, como sucede en el siguiente fragmento de “La isla de los
resucitados”:
Durante siglos la lepra fue tenida por castigo divino. Hoy no se puede ignorar que es un
castigo humano. Su agente natural es el bacilo de Hansen. Su co-agente es el hombre, y
específicamente cierta clase de hombre, que es también el responsable de la anquilostomiasis
que parasita el setenta por ciento de la población correntina; del analfabetismo para el que ni
siquiera hay estadísticas ciertas; de las migraciones que nadie se molesta en estudiar; de la
miseria que roe a todo el noroeste argentino (1998: 178).
Al fragmento citado lo sucede una declaración en discurso directo del doctor Iglesia,
director del Cerrito, afirmando que la lepra ataca siempre a los pobres y mal alimentados.
“En las tierras del wichi”, crónica escrita por Miguel Briante en 1983, narra el viaje del
Sobre el final del texto, el cronista cuenta sus últimas horas en el pueblo:
Nos quedaban pocas horas para estar ahí; hicimos un resumen, para fijar en la memoria lo
que contaríamos al volver. (…) Más valía recordar las necesidades urgentes de Quebracho:
la quinta, esa esperanza impulsada por el ingeniero Cabral, está en marcha pero hacen falta
semillas, alambrados, herramientas, veneno para combatir las vizcachas; (…). Cuando un
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hombre que vive del destronque, o de hachar leña en el monte, se lastima, no hay ningún
seguro que le permita seguir subsistiendo ni a él ni a su familia. Eso es lo que, por ahora, hay
que recordar (Briante, 2004: 76-77).1
Ineludible autorreferencia del texto: el cronista fija primero lo visto y oído en su memoria
para luego poder plasmarlo en la crónica, que deberá interpelar la memoria de los lectores.
La crónica les da voz a los que son silenciados por la injusticia y el desamparo social,
denuncia la desidia, pone a la luz, mediante la palabra, las problemáticas sociales que
aquejan a pueblos que no son noticia, porque solo la literatura los recupera.
En el párrafo inicial de “La isla de los resucitados”, también se enuncia con claridad qué
es lo que sucederá en su crónica: “Desde estas páginas, los últimos parias del siglo XX
asumen un rostro y reivindican una voz” (p. 158). El escritor deviene paria entre los parias,
les cede la palabra y reivindica sus reclamos. Podemos pensar también en el sugestivo título
de su crónica: los leprosos resucitan, salen a la luz por medio de la escritura. Walsh intenta,
acaso, tender un puente entre esa isla y el mundo, para que todos, aunque no quieran, se
(…) de algún modo es como si todo eso transcurriera en secreto, en el consternado silencio
que la mera palabra inspira. Afuera, es como si nadie quisiera enterarse, como si el miedo, el
desprecio y la ignorancia consumieran el corazón de los sanos.
–Hay que cambiar la imagen de la lepra –dice el doctor Harvey, subdirector del Cerrito–. Sin
eso, nosotros no podemos hacer nada (p.162).
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De aquí en adelante, cada vez que se citen las crónicas de Walsh o de Briante, solo se consignará el número
de página.
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lenguaje implica, indudablemente, una posición política: ponerse del lado de los dominados
hasta la indiferenciación.
Wichis, leprosos: pueblos dominados. Allí reside, para Deleuze, la iniciativa de sanación.
“La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es
devenir-revolucionario. Tal vez sólo exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo,
expresión en el escritor.
La literatura es, así, un destino entre los dos polos del delirio: la enfermedad, que
supondría erigir una raza pura y dominante, y la salud, que implica restituir la voz a una raza
bastarda que se resiste a ser dominada. “Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto
en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una
posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta (“por” significa menos “en lugar de”
de literatura menor, que es “aquella que una minoría hace dentro de una lengua mayor.”
(1978: 28). Tal es el caso paradigmático, según los autores, de la producción de Kafka.
Dicha literatura menor posee tres características esenciales: en primer lugar, genera una
desterritorialización del idioma, que queda en manos de los dominados que resisten. En
segundo lugar, “en ellas todo es político”, “su espacio reducido hace que cada problema
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individual se conecte de inmediato con la política” (1978: 29). Finalmente, prima en ellas el
valor colectivo, puesto que “no se dan las condiciones para una enunciación individualizada.
“(…) lo que el escritor dice totalmente solo se vuelve una acción colectiva, y lo que dice o
revolucionaria” (p.30), tiene un claro cometido: producir una solidaridad activa (1978). Los
autores señalan que “la máquina literaria releva a una futura máquina revolucionaria, no por
razones ideológicas, sino porque sólo ella está determinada para llenar las condiciones de
una enunciación colectiva, condiciones de las que carece el medio ambiente en todos los
demás aspectos: la literatura es cosa del pueblo” (p.30). Esto es: hablar en plural significa
revolución. En la literatura, ese pueblo dominado, encuentra, por medio del escritor, las
condiciones para resistir, para hacerse ver. La literatura se encarga de producir lo que
Deleuze y Guattari llaman “solidaridad activa”, es decir, conciencia colectiva de ese pueblo
menor: de los leprosos, de los wichis, estos pueblos que en el exterior existen solo como
calidad, sino por las condiciones revolucionarias de cualquier literatura de los oprimidos
dentro de una hegemónica, es decir, mayor (1978). Es posible afirmar que la crónica literaria
puede ser entendida como una literatura menor, en tanto podemos advertir que en su
concomitancia con “hacer delirar la lengua”, puesto que las literaturas menores crean una
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lengua extranjera en todos los planos de interpretación: semántico, sintáctico, también
léxico, y finalmente, ideológico. ¿Cuáles son las condiciones que un escritor debe tener en
cuenta para escribir una literatura menor? “encontrar su propio punto de subdesarrollo, su
propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto” (1978: 31), señalan Deleuze y
Guattari.
Por otro lado, lo más singular de la crónica literaria es que se trata de un género
constantemente atravesado por la idea del límite: se encuentra en el límite entre periodismo y
literatura porque los cronistas llevan la lengua hacia esta frontera, configurando una “zona
Sobre el género de no-ficción, Amar Sánchez señala que “se juega en el cruce de dos
imposibilidades: la de mostrarse como una ficción, puesto que los hechos ocurrieron y el
lector lo sabe y, por otra parte, la imposibilidad de mostrarse como un espejo fiel de los
hechos. Lo real no es describible “tal cual es” porque el lenguaje es otra realidad e impone
sus leyes” (1992: 19). Las afirmaciones que hace la autora respecto del género de no-ficción
pueden ser válidas para la crónica literaria. El cronista habla con la autoridad que le otorga
el haber estado allí, haber convivido y hablado con los leprosos o los wichis. Al final del
texto Briante recuerda: “Para testimonio, ahí están las charlas con el enfermero, el
Así, en esta otra realidad que es el lenguaje, los pueblos menores llevan adelante su
resistencia. La crónica literaria elige una mirada que “no censura el uso de la lengua
sus verdaderos nombres’ (Gelman, 1997: 35), que exhibe la división social de los lenguajes,
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(…), que no reproduce lo visible, apuntala la visibilidad de lo invisible, de aquellas
Lo específico del género de no-ficción es que con él “surge una construcción nueva cuya
al mismo tiempo los límites entre distintos géneros” (Amar Sánchez, 1992: 19). Del mismo
presión que ejercen los cronistas sobre la lengua, se abren los espacios donde es posible ver
Brecht y de Benjamin: “El género se integra a una tradición que propone un arte vinculado
con lo político, pero para ello privilegia la renovación formal como único medio de lograr la
desautomatización del lector” (1992: 27). Estos planteos resultan afines al desarrollo teórico
de Deleuze, y permiten observar que la crónica, como literatura menor, apela a una
política contundente: ponerse del lado de los desposeídos para restituirles la voz que en otros
La escritura de la crónica es, dirían Deleuze y Guattari, “rizomática” (2004), puesto que
disemina el sentido en cada uno de los elementos del texto: todo en ella es político, todo en
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disposición general del texto. La contrapartida de esta escritura es una lectura rizomática,
que agencia y eslabona los sentidos, los devenires de todo tipo que se presentan en el texto.
Un libro sólo existe gracias al afuera y en el exterior. Puesto que un libro es una pequeña
máquina, ¿qué relación, a su vez mesurable, tiene esa máquina literaria con una máquina de
guerra, una máquina de amor, una máquina revolucionaria, etc..., y con una máquina
abstracta que las genera? A menudo, se nos ha reprochado que recurramos a literatos. Pero
cuando se escribe, lo único verdaderamente importante es saber con qué otra máquina la
máquina literaria puede ser conectada, y debe serlo para que funcione (Deleuze y Guattari,
2004: 10).
Desde estos parámetros, la literatura no tiene forma de cerrarse sobre sí misma: la crónica
literaria es una pequeña máquina, altamente tecnológica, que solo puede funcionar si es
producción y la fuente de la cual toma la crónica todas las problemáticas que constituyen su
asunto.
Creo que es posible concluir que las crónicas de Walsh y Briante están pobladas de
vida de estos pueblos menores, que los cronistas han visto acontecer durante su estadía con
experiencia que abarca todo eso que sucede por fuera del lenguaje, solo halla su posibilidad
de traducción en la lengua.
dejar entrar el lenguaje del otro. Walsh y Briante no solo restituyen la voz a los olvidados
del sistema, sino que ellos mismos devienen uno más entre los bastardos, conviven con
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aquellos sobre los que escriben, y el haber estado ahí les concede el mayor grado de
Con ellos íbamos a convivir una semana -dice Walsh al inicio de su crónica-. Antes de salir
de Buenos Aires, se nos dijo que usaríamos guardapolvos, gorros y guantes. No fue así, por
suerte. En todos esos días entramos y salimos libremente de la zona, hablamos con los
enfermos, visitamos su pabellones y sus ranchos, nuestros grabadores y cámaras fotográficas
reposaron en sus camas o sus sillas.
que no quieren ver ni oír a los abandonados por el sistema. Después de la crónica, ya no es
posible ignorar los hechos: el lenguaje mismo delira y se rebela para impedir que esto
suceda. Dice Deleuze: “De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y
los tímpanos perforados” (1996: 15). Su labor consistirá en poner el lenguaje en manos de
los desposeídos, desterritorializándolo. El escritor hace “un uso menor de su lengua propia
(…)”. Está “en su propia lengua como un extranjero” (Deleuze y Guattari, 1978: 43).
Inaugura así una posibilidad de vida, de salud y de revolución, y nace, dentro de las páginas
de la crónica, un pueblo menor. Entre las palabras, podrá el lector, al acercarse a estas
una antigua e irremplazable función que tiene la literatura desde la épica (y que la distingue
del periodismo): la de rescatar e impedir el olvido de los hechos que deben perdurar como
inolvidables” (Amar Sánchez, 1992: 43). Lo dice Walsh en “La isla de los resucitados”:
“Las heridas del árbol sanan, y las llagas de la lepra. Pero la memoria del hombre, tal vez,
está siempre en carne viva” (1995: 175). Crónica y memoria están indisolublemente ligadas,
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y este peculiar género, que halla su especificidad en un espacio de frontera, viene a despertar
la memoria, a recordar los dolores que ningún pueblo debe permitirse dejar caer en el olvido.
Fuentes
Briante, Miguel (2004). Desde este mundo: antología periodística 1968-1995. Buenos
Aires, Editorial Sudamericana.
Walsh, Rodolfo (1998). El violento oficio de escribir. Obra periodística 1953-1977. Buenos
Aires, Planeta.
Bibliografía
Amar Sánchez, Ana María (1992). El relato de los hechos. Rodolfo Walsh: testimonio y
escritura. Rosario, Beatriz Viterbo Editora.
Crotti, Norma Edith (2006). “En el cruce entre literatura, historia y filosofía: la crónica, ¿un
texto eminente?”, en Cuadernos del Sur. Filosofía, Bahía Blanca, EdiUns, nº35, pp.59-79.
Deleuze, Gilles y Guattari, Félix (2004). “Introducción: Rizoma”, en Mil mesetas. Valencia,
PRE-TEXTOS.
Sacheri, Eduardo. “La literatura sirve para emparchar la vida”, entrevista concedida a la
Revista Nueva, edición del domingo 30 de octubre de 2011, pp. 20-24.
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