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LITERATURA Y VIDA: UNA LECTURA DE DOS CRONICAS ARGENTINAS

María Belén Randazzo


Universidad Nacional del Sur (UNS)

“Escribir permite plantarse mejor frente a


las tragedias que albergan todas las vidas.”
Eduardo Sacheri (2011: 22)

Escribir como un ejercicio equiparable a un arma, pero a un arma cargada de salud para

hacerles frente, un poco más enteros, a las tragedias cotidianas que azotan y desarman la

vida de todos los hombres, de todos los pueblos. Esa concepción del oficio se desprende de

las palabras del escritor argentino Eduardo Sacheri, quien, en una entrevista concedida a la

Revista Nueva, declara también: “La literatura, para mí, es uno de los modos que tiene el

ser humano de hacer la vida un poco mejor de lo que es. Cuando contamos o cuando nos

cuentan, que es lo mismo, o cuando leés historias escritas por otros, la literatura emparcha

un poco la vida, nos permite aproximarnos a las zonas más duras de un modo menos

trágico, más apacible” (p. 22).

Estas afirmaciones establecen un vínculo indispensable entre el vivir y el escribir. La

literatura y la vida se vuelven así ámbitos que se implican mutua e inexorablemente: el

escritor vive para escribir, y escribe para hacer mejor la vida, para encontrar, en el dominio

de las palabras, una manera de estar más sano. Sin embargo, antes que a Sacheri, debemos

remitirnos al filósofo francés Gilles Deleuze, que señala: “(…) el escritor como tal no tal no

está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. (…) La

literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud” (1996: 14).

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En el espacio de estas páginas, reflexionaremos sobre dos crónicas argentinas: “La isla

de los resucitados”, de Rodolfo Walsh, y “En las tierras del wichi”, de Miguel Briante,

desde la perspectiva teórica de Gilles Deleuze. Sus planteos me han permitido agudizar la

observación para pensar un género como la crónica literaria y las preguntas que se suscitan

en torno a ella: cuáles son sus funciones, cuáles sus límites, qué voces recupera, a quién

reivindica con su escritura, de qué forma el lenguaje denuncia y se vuelve político.

Conviene comenzar con algunas consideraciones sobre el desarrollo teórico de Deleuze

para pasar luego específicamente a la crónica literaria.

En primer lugar, es central en sus reflexiones el concepto de autorrepresentación, que

alude a la autorreferencialidad de la lengua literaria, que se vuelve una suerte de “lengua

extranjera” (1996: 9) al interior de la lengua materna del escritor. Esto no significa que la

lengua se cierre sobre sí abandonando toda conexión con su exterior. Es más justo decir,

según lo entiende Deleuze, que la lengua se vuelve opaca para poder transmitir aquello que

la excede y que cruza sus límites:

El límite no está fuera del lenguaje, sino que es su afuera: se compone de visiones y de
audiciones no lingüísticas, pero que sólo el lenguaje hace posibles. (…) Vemos y oímos a
través de las palabras, entre las palabras. (…) De todos los escritores hay que decir: es un
vidente, es un oyente (…).

Estas visiones, estas audiciones no son un asunto privado, sino que forman los personajes de
una Historia y de una geografía que se va reinventando sin cesar (Deleuze, 1996: 9).

El escritor produce una lengua que llama la atención sobre sí para poder dar cuenta de

las Visiones y Audiciones que se vivencian fuera de ella, pero que solo se vuelven

transmisibles a partir de la lengua: en esa operación reside la potencia y la salud de la

literatura. Creo que en este punto es posible afirmar que el concepto de autorrepresentación

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aparece ciertamente matizado, en tanto la operación sobre el lenguaje literario está en

función de otorgarle la fuerza necesaria para comunicar mejor las experiencias vitales que

forman parte de la Historia.

En segundo término, un problema es de capital importancia para el conjunto de textos

que componen Crítica y Clínica: el problema de escribir. Cito:

(…) el escritor, como dice Proust, inventa dentro de la lengua una lengua nueva, una lengua
extranjera en cierta medida. Extrae nuevas estructuras gramaticales o sintácticas. Saca a la
lengua de los caminos trillados, la hace delirar. Pero asimismo el problema de escribir
tampoco es separable de un problema de ver y de oír: en efecto, cuando dentro de una lengua
se crea otra lengua, el lenguaje en su totalidad tiende hacia un límite “asintáctico”,
“agramatical”, o que comunica con su propio exterior (1996: 9).

La palabra delirar, del latín delirare, pertenece al campo semántico de la agricultura y

significa apartarse de la lira, que es el surco del arado. Es oportuno recuperar la

significación original del término: para Deleuze el delirio no es ni debe ser una enfermedad,

un hablar sin decir nada, ya que en este caso estaríamos ante un delirio insano, convertido

en “estado clínico” (1996: 10). Delirar significa justamente lo que explicita su etimología:

apartarse de la lira, del surco, de lo que ya ha sido dicho tantas veces que resulta trillado, no

para no decir, sino para decir otra cosa. Poner la palabra al servicio de la experiencia: llevar

el lenguaje a sus límites para volverlo nuevo, permitiéndole de ese modo decir lo nuevo.

Reinventar el lenguaje. De esto se trata también la crónica literaria.

A propósito de cronistas como Arlt, Walsh, Gelman y Tizón, Norma Crotti afirma: “En

cada nuevo acto de enunciación, generan, en cierta medida, una lengua dentro de otra,

sacan la lengua ‘de los caminos trillados, la hace[n] delirar’ produciendo estructuras

gramaticales no neutralizadas por el uso y desplazamientos semánticos, inventando

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palabras y torsionando otras, porque en esa torsión, las palabras pueden construir una nueva

realidad” (2006: 68).

Observamos cómo operan algunos de estos procedimientos en la crónica “La isla de los

resucitados”, texto en el que Walsh se encarga de exhibir la vida en el Sanatorio

Aberastury, el leprosario de la Isla del Cerrito, en medio de la selva chaqueña, en la

segunda mitad de los años sesenta. Antes de cederle la voz a don Pedro Vallejo, un asceta

de sesenta años, recluido en la soledad de su rancho, el cronista anticipa que:

Algún día don Pedro Vallejo se decretó solo y para siempre, renunció de un golpe al amor, la
dependencia, la amistad, se sumergió en los reinados inferiores: las plantas, el perro, el filo
de la azada, el olor de la tierra, su roto lenguaje interior, donde los verbos se alargan en
incesante contemplación, los tiempos se cambian, y él es él, pero es yo y es todos (Walsh,
1998: 171, la cursiva es mía).

Su lenguaje está roto, quebrado por la lepra, y por su mal complementario: la soledad.

Al tomar la palabra Vallejo para contar su historia, su lenguaje interior se manifiesta:

Entonces resulta que el patrón tiene un compadre, haragán él, y cuando necesita plata, va y le
pide. Y un día, el patrón le dice de venir a matarme, por mi enfermedá. Y un derrepente,
sábado a la tarde, viene este hombre. El finao, bah.

-Yo vengo a matar, Añá membú.

Yo sentaba acá al lado e la puerta y me levanto a conversar con él.

-Y ¿por qué, señor? –jaechupé–. Yo nicó no tengo ninguna falta a usted (Walsh, 1998: 172).

Podríamos creer que Walsh pensó que no había otra forma de contar la historia de Vallejo

que sin hacerlo en su lenguaje roto, cargado de voces aborígenes, dequeísmos y

pronunciaciones subestándar. “¿Cómo contar (…) la pertenencia del hombre a un mundo, a

una tradición sin hacerlo desde su lengua?” se pregunta Norma Crotti en el artículo antes

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citado (2006: 67), continuando los interrogantes de Héctor Tizón en Tierras de frontera

(1998).

Y así, atendiendo a las particularidades lingüísticas de este ermitaño, se crea una lengua

extranjera, y sucede, como señala Deleuze, que “una lengua extranjera no puede labrarse en

la lengua misma sin que todo el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al límite, a

un afuera o a un envés consistente en Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a ninguna

lengua” (1996: 17). De este modo, la toma de decisión del escritor de crear una lengua

extranjera en su crónica, aunque esta sea un fugaz episodio en el sistema total del lenguaje,

tiene una potencia tal que conmueve al sistema por completo, llevando el lenguaje a sus

límites sintácticos, gramaticales y semánticos. Con la fuerza de esta presión, se abren en el

lenguaje intersticios donde el escritor puede ver y oír con mayor claridad (Deleuze, 1996).

Ahora bien, para despejar la ecuación deleuziana de la escritura falta sumar un verbo:

devenir. La literatura no tiene que ver con la cristalización, con la imposición de una forma

de expresión literaria a sucesos autobiográficos del escritor. “Escribir, dice Deleuze, es un

asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia

vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido.

La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene-mujer, se deviene-animal o

vegetal, se deviene-molécula hasta devenir-imperceptible” (1996: 11).

Al escribir sobre algo, el escritor deviene ese “algo” sobre el cual escribe. Esto quiere

decir que encuentra una “zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que

ya no quepa distinguirse de una mujer, de un animal o de una molécula” (1996: 12). El

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devenir se da, claro, “a condición de crear los medios literarios para ello” (Ibíd.): el delirio

de la lengua no es un capricho, sino una necesidad.

Podríamos decir que con la tarea de Walsh y Briante cronistas ya no cabe distinguir entre

el escritor y los leprosos, entre el escritor y los wichis: “Escribir también es devenir otra

cosa que escritor” (1996: 17). El cronista, orquestador de voces, cede tanto la palabra que al

final ya no es posible distinguir ente él mismo y los hombres sobre los que escribe porque

acaba siendo uno más entre ellos, y sus voces se fusionan en una única voz que se eleva para

dar lugar a la denuncia, como sucede en el siguiente fragmento de “La isla de los

resucitados”:

Durante siglos la lepra fue tenida por castigo divino. Hoy no se puede ignorar que es un
castigo humano. Su agente natural es el bacilo de Hansen. Su co-agente es el hombre, y
específicamente cierta clase de hombre, que es también el responsable de la anquilostomiasis
que parasita el setenta por ciento de la población correntina; del analfabetismo para el que ni
siquiera hay estadísticas ciertas; de las migraciones que nadie se molesta en estudiar; de la
miseria que roe a todo el noroeste argentino (1998: 178).

Al fragmento citado lo sucede una declaración en discurso directo del doctor Iglesia,

director del Cerrito, afirmando que la lepra ataca siempre a los pobres y mal alimentados.

Cronista y entrevistados denuncian en conjunto.

“En las tierras del wichi”, crónica escrita por Miguel Briante en 1983, narra el viaje del

cronista y su compañero a Quebracho, una población de wichis en la provincia de Formosa.

Sobre el final del texto, el cronista cuenta sus últimas horas en el pueblo:

Nos quedaban pocas horas para estar ahí; hicimos un resumen, para fijar en la memoria lo
que contaríamos al volver. (…) Más valía recordar las necesidades urgentes de Quebracho:
la quinta, esa esperanza impulsada por el ingeniero Cabral, está en marcha pero hacen falta
semillas, alambrados, herramientas, veneno para combatir las vizcachas; (…). Cuando un

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hombre que vive del destronque, o de hachar leña en el monte, se lastima, no hay ningún
seguro que le permita seguir subsistiendo ni a él ni a su familia. Eso es lo que, por ahora, hay
que recordar (Briante, 2004: 76-77).1

Ineludible autorreferencia del texto: el cronista fija primero lo visto y oído en su memoria

para luego poder plasmarlo en la crónica, que deberá interpelar la memoria de los lectores.

La crónica les da voz a los que son silenciados por la injusticia y el desamparo social,

denuncia la desidia, pone a la luz, mediante la palabra, las problemáticas sociales que

aquejan a pueblos que no son noticia, porque solo la literatura los recupera.

En el párrafo inicial de “La isla de los resucitados”, también se enuncia con claridad qué

es lo que sucederá en su crónica: “Desde estas páginas, los últimos parias del siglo XX

asumen un rostro y reivindican una voz” (p. 158). El escritor deviene paria entre los parias,

les cede la palabra y reivindica sus reclamos. Podemos pensar también en el sugestivo título

de su crónica: los leprosos resucitan, salen a la luz por medio de la escritura. Walsh intenta,

acaso, tender un puente entre esa isla y el mundo, para que todos, aunque no quieran, se

enteren qué sucede con los leprosos.

(…) de algún modo es como si todo eso transcurriera en secreto, en el consternado silencio
que la mera palabra inspira. Afuera, es como si nadie quisiera enterarse, como si el miedo, el
desprecio y la ignorancia consumieran el corazón de los sanos.

–Hay que cambiar la imagen de la lepra –dice el doctor Harvey, subdirector del Cerrito–. Sin
eso, nosotros no podemos hacer nada (p.162).

Pequeña mise en abyme, si se quiere, de la función de la crónica: mostrar la verdadera

realidad de la lepra, visibilizar imperativamente lo que “los sanos” se niegan a ver. El

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De aquí en adelante, cada vez que se citen las crónicas de Walsh o de Briante, solo se consignará el número
de página.

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lenguaje implica, indudablemente, una posición política: ponerse del lado de los dominados

hasta la indiferenciación.

Wichis, leprosos: pueblos dominados. Allí reside, para Deleuze, la iniciativa de sanación.

“La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es

propio de la función fabuladora inventar un pueblo. (…) Precisamente, no es un pueblo

llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un

devenir-revolucionario. Tal vez sólo exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo,

inferior, dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado” (1996: 15). La función

fabuladora implica, necesariamente, la enunciación colectiva de un pueblo que encuentra su

expresión en el escritor.

La literatura es, así, un destino entre los dos polos del delirio: la enfermedad, que

supondría erigir una raza pura y dominante, y la salud, que implica restituir la voz a una raza

bastarda que se resiste a ser dominada. “Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto

en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una

posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta (“por” significa menos “en lugar de”

que “con la intención de”)” (1996: 16).

Ligado a este concepto de devenir-pueblo menor, Deleuze y Guattari elaboran la noción

de literatura menor, que es “aquella que una minoría hace dentro de una lengua mayor.”

(1978: 28). Tal es el caso paradigmático, según los autores, de la producción de Kafka.

Dicha literatura menor posee tres características esenciales: en primer lugar, genera una

desterritorialización del idioma, que queda en manos de los dominados que resisten. En

segundo lugar, “en ellas todo es político”, “su espacio reducido hace que cada problema

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individual se conecte de inmediato con la política” (1978: 29). Finalmente, prima en ellas el

valor colectivo, puesto que “no se dan las condiciones para una enunciación individualizada.

“(…) lo que el escritor dice totalmente solo se vuelve una acción colectiva, y lo que dice o

hace es necesariamente político, (…). El campo político ha contaminado cualquier

enunciado” (1978: 30).

La literatura menor, por medio de su “función de enunciación colectiva e incluso

revolucionaria” (p.30), tiene un claro cometido: producir una solidaridad activa (1978). Los

autores señalan que “la máquina literaria releva a una futura máquina revolucionaria, no por

razones ideológicas, sino porque sólo ella está determinada para llenar las condiciones de

una enunciación colectiva, condiciones de las que carece el medio ambiente en todos los

demás aspectos: la literatura es cosa del pueblo” (p.30). Esto es: hablar en plural significa

revolución. En la literatura, ese pueblo dominado, encuentra, por medio del escritor, las

condiciones para resistir, para hacerse ver. La literatura se encarga de producir lo que

Deleuze y Guattari llaman “solidaridad activa”, es decir, conciencia colectiva de ese pueblo

menor: de los leprosos, de los wichis, estos pueblos que en el exterior existen solo como

posibilidad, como fuerzas revolucionarias a construirse.

“Menor”, entonces, es un adjetivo que califica no a determinadas literaturas por su

calidad, sino por las condiciones revolucionarias de cualquier literatura de los oprimidos

dentro de una hegemónica, es decir, mayor (1978). Es posible afirmar que la crónica literaria

puede ser entendida como una literatura menor, en tanto podemos advertir que en su

construcción se desterritorializa la lengua en una enunciación colectiva en la que se

manifiesta un interés político. La expresión “desterritorializar el idioma” está en evidente

concomitancia con “hacer delirar la lengua”, puesto que las literaturas menores crean una

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lengua extranjera en todos los planos de interpretación: semántico, sintáctico, también

léxico, y finalmente, ideológico. ¿Cuáles son las condiciones que un escritor debe tener en

cuenta para escribir una literatura menor? “encontrar su propio punto de subdesarrollo, su

propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto” (1978: 31), señalan Deleuze y

Guattari.

Por otro lado, lo más singular de la crónica literaria es que se trata de un género

constantemente atravesado por la idea del límite: se encuentra en el límite entre periodismo y

literatura porque los cronistas llevan la lengua hacia esta frontera, configurando una “zona

de vecindad” entre dos formas, que va ganando paulatinamente autonomía propia.

Sobre el género de no-ficción, Amar Sánchez señala que “se juega en el cruce de dos

imposibilidades: la de mostrarse como una ficción, puesto que los hechos ocurrieron y el

lector lo sabe y, por otra parte, la imposibilidad de mostrarse como un espejo fiel de los

hechos. Lo real no es describible “tal cual es” porque el lenguaje es otra realidad e impone

sus leyes” (1992: 19). Las afirmaciones que hace la autora respecto del género de no-ficción

pueden ser válidas para la crónica literaria. El cronista habla con la autoridad que le otorga

el haber estado allí, haber convivido y hablado con los leprosos o los wichis. Al final del

texto Briante recuerda: “Para testimonio, ahí están las charlas con el enfermero, el

curandero, el cacique, y algunos comentarios del lenguaraz” (p. 76).

Así, en esta otra realidad que es el lenguaje, los pueblos menores llevan adelante su

resistencia. La crónica literaria elige una mirada que “no censura el uso de la lengua

prolijándola o desideologizándola porque eso implicaría ‘abolir la realidad operándola de

sus verdaderos nombres’ (Gelman, 1997: 35), que exhibe la división social de los lenguajes,

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(…), que no reproduce lo visible, apuntala la visibilidad de lo invisible, de aquellas

realidades innombrables que el poder pretende suprimir o anestesiar encubriéndolas en

eufemismos” (Crotti, 2006: 75).

Lo específico del género de no-ficción es que con él “surge una construcción nueva cuya

particularidad está en la constitución de un espacio intersticial donde se fusionan y destruyen

al mismo tiempo los límites entre distintos géneros” (Amar Sánchez, 1992: 19). Del mismo

modo sucede en la crónica: es en sí misma un espacio intersticial en el que, por medio de la

presión que ejercen los cronistas sobre la lengua, se abren los espacios donde es posible ver

y oír la Historia más claramente.

Amar Sánchez también afirma que el género de no-ficción se inscribe en la tradición de

Brecht y de Benjamin: “El género se integra a una tradición que propone un arte vinculado

con lo político, pero para ello privilegia la renovación formal como único medio de lograr la

desautomatización del lector” (1992: 27). Estos planteos resultan afines al desarrollo teórico

de Deleuze, y permiten observar que la crónica, como literatura menor, apela a una

renovación formal por medio de la desterritorialización de la lengua, y toma una posición

política contundente: ponerse del lado de los desposeídos para restituirles la voz que en otros

ámbitos les es negada.

La escritura de la crónica es, dirían Deleuze y Guattari, “rizomática” (2004), puesto que

disemina el sentido en cada uno de los elementos del texto: todo en ella es político, todo en

ella es revolucionario, y ninguno de sus elementos está desprovisto de sentido: el título, el

asunto, la organización en parágrafos, el léxico escogido, los silencios voluntarios, la

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disposición general del texto. La contrapartida de esta escritura es una lectura rizomática,

que agencia y eslabona los sentidos, los devenires de todo tipo que se presentan en el texto.

Los autores también afirman que:

Un libro sólo existe gracias al afuera y en el exterior. Puesto que un libro es una pequeña
máquina, ¿qué relación, a su vez mesurable, tiene esa máquina literaria con una máquina de
guerra, una máquina de amor, una máquina revolucionaria, etc..., y con una máquina
abstracta que las genera? A menudo, se nos ha reprochado que recurramos a literatos. Pero
cuando se escribe, lo único verdaderamente importante es saber con qué otra máquina la
máquina literaria puede ser conectada, y debe serlo para que funcione (Deleuze y Guattari,
2004: 10).

Desde estos parámetros, la literatura no tiene forma de cerrarse sobre sí misma: la crónica

literaria es una pequeña máquina, altamente tecnológica, que solo puede funcionar si es

conectada a una máquina mayor: la coyuntura sociopolítica que es su contexto de

producción y la fuente de la cual toma la crónica todas las problemáticas que constituyen su

asunto.

Creo que es posible concluir que las crónicas de Walsh y Briante están pobladas de

Visiones y Audiciones extralingüísticas: los testimonios de cada uno de los entrevistados, la

vida de estos pueblos menores, que los cronistas han visto acontecer durante su estadía con

ellos, sus pequeñas aventuras cotidianas, sus historias personales. El ámbito de la

experiencia que abarca todo eso que sucede por fuera del lenguaje, solo halla su posibilidad

de traducción en la lengua.

Se evidencia además una plena conciencia lingüística de los cronistas en la decisión de

dejar entrar el lenguaje del otro. Walsh y Briante no solo restituyen la voz a los olvidados

del sistema, sino que ellos mismos devienen uno más entre los bastardos, conviven con

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aquellos sobre los que escriben, y el haber estado ahí les concede el mayor grado de

autoridad para hablar:

Con ellos íbamos a convivir una semana -dice Walsh al inicio de su crónica-. Antes de salir
de Buenos Aires, se nos dijo que usaríamos guardapolvos, gorros y guantes. No fue así, por
suerte. En todos esos días entramos y salimos libremente de la zona, hablamos con los
enfermos, visitamos su pabellones y sus ranchos, nuestros grabadores y cámaras fotográficas
reposaron en sus camas o sus sillas.

No había otra forma de hacer el trabajo (p. 159).

La crónica es un texto punzante: ataca la desmemoria, la ceguera voluntaria de aquellos

que no quieren ver ni oír a los abandonados por el sistema. Después de la crónica, ya no es

posible ignorar los hechos: el lenguaje mismo delira y se rebela para impedir que esto

suceda. Dice Deleuze: “De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y

los tímpanos perforados” (1996: 15). Su labor consistirá en poner el lenguaje en manos de

los desposeídos, desterritorializándolo. El escritor hace “un uso menor de su lengua propia

(…)”. Está “en su propia lengua como un extranjero” (Deleuze y Guattari, 1978: 43).

Inaugura así una posibilidad de vida, de salud y de revolución, y nace, dentro de las páginas

de la crónica, un pueblo menor. Entre las palabras, podrá el lector, al acercarse a estas

crónicas, ver y oír a los pueblos menores.

En este mismo sentido, la crónica, como el género de no-ficción, “reafirma y apuesta a

una antigua e irremplazable función que tiene la literatura desde la épica (y que la distingue

del periodismo): la de rescatar e impedir el olvido de los hechos que deben perdurar como

inolvidables” (Amar Sánchez, 1992: 43). Lo dice Walsh en “La isla de los resucitados”:

“Las heridas del árbol sanan, y las llagas de la lepra. Pero la memoria del hombre, tal vez,

está siempre en carne viva” (1995: 175). Crónica y memoria están indisolublemente ligadas,

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y este peculiar género, que halla su especificidad en un espacio de frontera, viene a despertar

la memoria, a recordar los dolores que ningún pueblo debe permitirse dejar caer en el olvido.

Fuentes

Briante, Miguel (2004). Desde este mundo: antología periodística 1968-1995. Buenos
Aires, Editorial Sudamericana.

Walsh, Rodolfo (1998). El violento oficio de escribir. Obra periodística 1953-1977. Buenos
Aires, Planeta.

Bibliografía

Amar Sánchez, Ana María (1992). El relato de los hechos. Rodolfo Walsh: testimonio y
escritura. Rosario, Beatriz Viterbo Editora.

Crotti, Norma Edith (2006). “En el cruce entre literatura, historia y filosofía: la crónica, ¿un
texto eminente?”, en Cuadernos del Sur. Filosofía, Bahía Blanca, EdiUns, nº35, pp.59-79.

Deleuze, Gilles (1996). “Prólogo” y “Capítulo 1: La literatura y la vida”, en Crítica y


Clínica. Barcelona, Editorial Anagrama.

Deleuze, Gilles y Guattari, Félix (2004). “Introducción: Rizoma”, en Mil mesetas. Valencia,
PRE-TEXTOS.

--------------------------------------- (1978). “Capítulo 3: ¿Qué es una literatura menor?”, en


Kafka. Por una literatura menor. México, Ediciones Era.

Sacheri, Eduardo. “La literatura sirve para emparchar la vida”, entrevista concedida a la
Revista Nueva, edición del domingo 30 de octubre de 2011, pp. 20-24.

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