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UN ENFOQUE BIOCENTRICO

LA VISIÓN BIOCÉNTRICA DE LA NATURALEZA

Por Jorge Issa

Hace treinta años, cuando estalló, no la crisis ambiental, sino la conciencia de que el
deterioro de la naturaleza en la Tierra estaba alcanzando ya niveles alarmantes,
empezaron a dejarse escuchar cada vez más voces que recomendaban la adopción
de diversas medidas para la protección de los ecosistemas: promulgación de nuevas
leyes, cambios en las políticas públicas, mayor difusión de la información ecológica,
replanteamiento de la educación de los niños a fin de introducir en ella orientaciones
ambientalistas, etc. En la inmensa mayoría de los casos, el enfoque de la problemá-
tica (que sigue dominando las opiniones de casi todos los legos interesados en el
tema, pero también de destacados especialistas) da por sentado que el mundo natu-
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ral es patrimonio colectivo de toda la humanidad y que su devastación actual com-


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promete seriamente las posibilidades de vida de las futuras generaciones de seres


humanos. Se asume, pues, que la naturaleza posee sólo un valor instrumental: el de
un medio (un recurso) para los fines de los hombres. Esta perspectiva, como resulta
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evidente, es absolutamente antropocéntrica; y las medidas correctivas que de ella


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se desprenden adolecen del defecto de toda visión parcial: no apuntan a promover


la salud y el bienestar de toda la naturaleza, sino apenas de una parte de ella, en
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realidad de una mínima parte (la especie Homo sapiens)}


Existen, sin embargo, otros puntos de vista acerca del origen y la manera en que
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debe enfrentarse la crisis ecológica. En particular, en el terreno de la ética del


ambiente, por encima de (o subyaciendo a) las divergencias que presentan las di-
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versas teorías hasta ahora propuestas, existe un acuerdo generalizado -que no uni-

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Véase en esta misma antología el primer apartado de la Parte Dos para encontrar un tratamiento más
extenso del enfoque antropocéntrico y de los problemas que entraña

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Teresa Kwiatkowska y Jorge Issa

versal- de que el antropocentrismo (léase humanismo tradicional), no sólo peca de


miopía, sino que es incapaz de proveer soluciones a largo plazo para la degradación
del planeta. El amplio movimiento de protección a los animales que nació en 1973
con la publicación del libro Animal Liberation escrito por Peter Singer, si bien a
juicio de muchos no se alza sobre la base de una doctrina califícada para pasar
como una teoría de ética ambiental,2 sí puede verse de entrada como un desafío al
antropocentrismo tout court y a la vez como un primer paso en la constitución de
un pensamiento menos parcial, vale decir, de miras más anchas y también más
próximo a una consideración filosófico-moral de la naturaleza en su conjunto. Se
trata, en suma, de una primera extensión del espacio moral para dar cabida en él,
además de las personas, a algunos animales (a aquéllos dotados de sensibilidad,
según Singer, o a los que son capaces de tener una vida subjetiva, según Tom Regan).
Está claro que la adopción de una perspectiva ética zoocéntrica da lugar a pau-
tas de conducta para con los animales que no coinciden con las que se pueden
desprender de un enfoque homocéntrico (la putativa "obligación" del vegetarianismo
suscita una de estas discrepancias). Lo cierto es que una teoría de la acción moral
(en relación con la naturaleza, para el caso que nos importa) supone la elaboración
previa de una teoría del valor moral (de la vida, ya que prácticamente nadie ha
tomado muy en serio el reconocimiento de "los derechos de las piedras"). Podemos
invocar razones morales, por ejemplo, para abstenernos de participar en (y aun
prohibir) la lidia de toros porque consideramos que el dolor de un ente sensible (o la
mera cesación de su placer) es un antivalor. Por otro lado, somos capaces de reco-
ger y cuidar a un pájaro herido hasta su restablecimiento porque consideramos va-
liosa su vida. No importa cuáles sean, nuestras decisiones morales se apoyan siem-
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pre en una axiología determinada.


En cuanto al valor de la vida, si ha de ser algo distinto de un puro valor instrumental,
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tiene que ser un valor propio, intrínseco. Ahora bien, cuando pretendemos que la
vida posee valor en sí misma, el tema se desdobla en tres cuestiones centrales: 1)
¿cuál es el alcance de este valor, es decir, qué seres son valiosos per se y cuáles no
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(o bien, con qué criterio ha de identificárseles)?; 2) ¿cómo se distribuye este valor


entre sus portadores (uniformemente o con diferencias de grado)?; y 3) ¿qué dis-
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pensas nos da nuestra teoría del valor y sobre qué bases?3 En el contraste arriba
señalado entre los enfoques antropocéntrico y zoocéntrico, la discrepancia más os-
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2
Esta consideración es obviamente polémica. Callicott, v. gr., en el artículo que aquí se presenta, arguye
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que se le puede ver al menos como "un paso en dirección a lo que es propiamente una ética ambiental".
Por lo demás, el lector puede acudir al segundo apartado de la Parte Dos para conocer más detalles al
respecto
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En la sección 1 de su articulo "The Search for an Environmental Ethic" -que se puede hallar en Tom
Regan (comp.), Matters of Life and Death. New lntroduclory Essays in Moral Philosophy, Randon House,
Nueva York, 1980-, William T. Blackstone, v. gr., analiza con detenimiento estas cuestiones.

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tensible se da con respecto a la primera de estas preguntas, la que tiene que ver con
los límites del espacio moral y las características distintivas de los individuos pasibles
de predicaciones morales. En efecto, mientras que el humanismo tradicional presu-
pone que sólo los seres conscientes, racionales, lingüísticos... (vaya, los integrantes
de la especie Homo sapiens) poseen categoría moral, en la perspectiva zoocéntrica
la considerabilidad moral abraza, ora a todo ente vivo dotado de sensibilidad al pla-
cer y al dolor (vid. Bentham y Singer), bien a los depositarios de un punto de vista
subjetivo (según Regan).
Sin embargo, la conmiseración que muestran Singer y Regan por el sufrimiento
de algunos animales soslaya completamente a las llamadas especies inferiores y
tampoco se hace cargo del hecho de que la peor parte de la crisis ambiental en
realidad la han llevado las plantas. Si el movimiento de protección a los animales
representa un ensanchamiento de los estrechos límites de la ética tradicional, a fin
de cuentas se queda muy corto al no prestar atención a la situación de la gran
mayoría de los seres vivientes. A este respecto, se puede decir que la visión
biocéntrica de la naturaleza va todavía un paso más adelante en el otorgamiento de
los beneficios de la consideración moral. En efecto, para Kenneth E. Goodpaster y
Paul W. Taylor -principales representantes de este punto de vista-el espacio moral
se encuentra absolutamente atestado, pues incluye ni más ni menos que a todo
individuo vivo. Veamos esta propuesta.
Cuando Goodpaster abordó por primera vez el problema de definir las fronteras
del ámbito moral,4 reaccionó contra la postulación de la sensibilidad como criterio
de demarcación. Según él, la sensibilidad (y, podría añadirse, la subjetividad) sólo es
un medio para abonar el fin superior de la supervivencia. En su evolución, algunos
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entes desarrollaron la capacidad de experimentar placer y dolor y se sirvieron de


ellas para perseverar en la existencia. Así que lo que califica a un ser para alcanzar
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categoría moral (y hacerse acreedor, por ende, al beneficio de la protección que


merece lo valioso) es el mero hecho de hallarse vivo.
Por lo demás, para los efectos del análisis ético, la característica decisiva de los
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entes vivos es su tendencia inherente a alcanzar una meta. En efecto, si se puede


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asumir una postura biocéntrica, es porque se reconoce que todos los organismos
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tienen un interés que debe ser defendido, a saber: el de realizar su telos vital. Esta
finalidad puede ser diversa, incluso elemental en algunos casos (alcanzar su máxi-
mo desarrollo, reproducirse, etc.); empero, su persecución se traduce en la existen-
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cia de un interés que puede ser promovido u obstaculizado por otros organismos.
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De aquí que no haga falta provocarle dolor a una planta -algo imposible dada la
insensibilidad que les atribuimos- para incurrir en una falta moral; bastaría, para
ello (esto es, para afectar sus intereses), dañarla de cualquier manera.
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Kenneth E. Goodpaster, "On Being Morally Considerable", Journal of Phlosophy 75 (1978), pp. 308-325.

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Paul W. Taylor adopta un punto de vista semejante en el artículo que aquí inclui-
mos, un punto de vista que luego elaboró con más profundidad en su libro Respect
for Nature: A Theory of Environmental Ethics.5 El trasfondo de la teoría de Taylor,
igual que ocurre en la de Goodpaster, es aristotélico. La parte conativa de su natu-
raleza convierte a todos los organismos en centros teleológicos de vida, en seres
con fines propios independientes de nuestra conciencia (y aun de la que putativamente
pudiesen tener ellos mismos). El hecho de que su vida se desarrolle orientada por
una meta hace inteligible que les atribuyamos intereses. La ética tayloriana invoca
aquí una analogía con nuestra exigencia de respeto al esfuerzo que hacemos por
lograr nuestros propósitos: respetemos a los organismos no humanos, no interfira-
mos en su camino hacia la maduración y la reproducción (ya que éste es su telos y
la fuente de su valor).
Para Taylor, los movimientos conativos son propios de individuos (no de espe-
cies, por ejemplo). De aquí que su posición con respecto a la primera de las tres
preguntas que definen el núcleo de una teoría del valor pueda denominarse propia-
mente un biocentrismo (pues extiende la consideración moral a todo ser viviente)6
atomista o individualista. Pero además (y esto en relación con la segunda pregunta,
la de la distribución del valor) es igualitarista. Es decir, Taylor piensa que la totali-
dad de los organismos vivos posee, sí, valor inherente (el cual se desprende de que
tienen, según se dijo antes, un bien propio, "un bien que es tan vital para ellos como
un bien humano lo es para un humano"7), pero tal valor se distribuye entre ellos de
manera uniforme. Esta imparcialidad absoluta suscita en la teoría de Taylor, como
es obvio, dificultades recalcitrantes a la hora de dirimir conflictos. Y, por si fuera
poco, el riesgo de que éstos surjan es mucho mayor que en el caso de las teorías
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que postulan un espacio moral menos saturado. Como dice Clare Palmer, "mientras
más son las especies a las que se les otorga consideración moral, más son los con-
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flictos potenciales".8
Múltiples son las objeciones que se han planteado contra Taylor, comenzando
por la descalificación de su igualitarismo.9 Según William T. Blackstone, por ejem-
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plo, es sencillamente irracional la posición del "igualitarismo biótico radical" (como


él denomina a la idea de que "todas las formas de vida son igualmente valiosas").10
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5
El libro fue publicado en 1986 en Princeton, Nueva Jersey, por Princeton University Press.
6
Con la única excepción, realmente injustificable, de la naturaleza domesticada (que él denomina
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"biocultura").
7
Véase Clare Palmer, "A Bibtiograpliical Essay on Environmental Ethics", en Studies in Chnstian h'thics
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7 (1994), p. 79.
8
¡bid., p. 76.
9
Hay que decir, desde luego, que Taylor ha formulado cinco principios de prelación para enfrentar
conflictos (y dar, asi, respuesta a la tercera pregunta de la teoría del valor). El consenso general, no
obstante, es que no tienen éxito en su cometido.
10
William T. Blackstone, op. dt., pp. 303-304.

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El propio Goodpaster ha señalado, con notable elocuencia, el carácter autorrefutatorio


de esta tesis: "la refutación más clara y decisiva del principio de respeto a la vida es
que no se puede vivir en concordancia con él, ni existe en la naturaleza ninguna
indicación de que hayamos de intentarlo. Tenemos que comer, experimentar la
obtención de nuevos conocimientos, protegernos de la depredación (macroscópica
y microscópica) (...)"." Efectivamente, la muerte no sólo es un hecho de la vida,
sino una condición sitie qua non para su conservación. Y este factum se halla
inscrito en la forma de ser misma de la naturaleza. De modo que resulta totalmente
irónico hablar aquí de respeto a la naturaleza, dada la indiferencia que ésta muestra
hacia la vida individual.
Por otro lado, en razón de su atomismo, Taylor no le concede valor alguno a los
colectivos (las especies, los ecosistemas y la biosfera en su conjunto). Esto es par-
ticularmente grave, en virtud de que la extinción masiva y acelerada de las especies
naturales, por ejemplo, es uno de los rasgos más alarmantes de la crisis ambiental.
Precisamente por esto, la conservación de la diversidad biológica se ha convertido
en una prioridad mayor en las labores de rescate ecológico. Pero en un igualitarismo
como el tayloriano la diversidad no ocupa ningún lugar en la lista de las cosas valio-
sas y merecedoras de respeto.
Por último, cabe decir que Taylor no sólo ha desatendido el problema de la des-
aparición de especies vivas; su ética apenas toca (muy de soslayo) otros problemas
ambientales -como el de la polución atmosférica, la contaminación del agua y la
erosión de los suelos- cuya severidad constituye con mucho una de las razones
principales para tratar de llevar la cobertura de la moral más allá del estrecho cam-
po de los intereses meramente humanos.12
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11
Kenneth E. Goodpaster, op. cu., p. 324.
12
Sobre esto véase, v. gr, J. Baird Callicott, "Environmental Ethics". en Lawrence C. Becker y Charlotte
B. Becker (eomps), Encyclopedia of Eihics, vol. 1, Garland Publishing Co , Nueva York, 1992, p. 312

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