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Cafetos en flor.

Miguel Ángel Ibarra

PRÓLOGO 5

PREFACIO 12
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CAPÍTULO I 18

18

Etnografía Del Pueblo de Atiquizaya 18

Atiquizaya, Granero de Occidente 19

El que Atiquiz-busca… Atiquiz-aya 20

Costumbres criollas del pasado 23

CAPÍTULO II 26

26

Una Fecha Humilde 26

Mi Infancia 29

CAPÍTULO III 31

31

Cuatro Años Después 31

Dos años después. Los Cañaverales en Flor. 31

Amanecer de Mayo 34

CAPÍTULO IV 38

38

Aventuras de infancia 38

CAPÍTULO V 42

42

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

De bote en bote, por no querer llevar unas valijas 42

Noche de Navidad, en que todo el mundo se divierte 44

CAPÍTULO VI 66

66

Irresponsabilidades de juventud 66

Domingo de Liberación, Doce de enero de mil novecientos diecinueve. 69

CAPÍTULO VII 74

El miércoles a la estación a tomar el tren 75

En el astillero El Almendro 76

CAPÍTULO VIII 85

85

Ocho días Después 85

SEIS MESES DESPUÉS 89

CAPÍTULO IX 96

Cuarto Congreso Obrero 96

EL MILLONARIO DEL RAMO DE FLORES 103

UN SOMBRERO DE PALMA DE MIL QUINIENTOS PESOS 104

CAPÍTULO X 106

106

Pasajes de esos tiempos 106

CAPÍTULO XI 110

110

Tercera parte 110

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

El pueblo se equivocó 114

Una entrevista 116

CAPÍTULO XII 119

119

El rancho de paja 119

CAPÍTULO XIII 129

129

En el cerro blanco 129

¿Quién era Quindinduy? 133

CAPÍTULO XIV 139

139

Huelga de la montañita 139

Cafetos de sangre 143

Dos de diciembre de mil novecientos treinta y uno 144

Una convención trampa 146

CAPÍTULO XV 151

151

Trópico de Indígenas 151

CAPÍTULO XVI 155

155

Lo que mis ojos vieron en esos tiempos 155

CAPÍTULO XVII 159

159

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Una noche de veinticuatro horas 159

Qué días y noches 161

CAPÍTULO XVIII 168

168

Un año en un subterráneo 168

CAPÍTULO XIX 174

ANECDOTARIO 189

189

El exilio visto por los nietos. 189

GALERÍA 196

196

Archivo familiar 196

RESUMEN 197

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

PRÓLOGO

Me recuerdo muy bien cuando por primera vez, allá en el 2001, me comentaron de
la existencia de un libro raro que narraba sobre los sucesos de 1932 en el pueblo
Atiquizaya, departamento Ahuachapán, en el occidente de El Salvador, lugar donde nació
mi madre, María A. López Ibarra. Mi madre nació en 1936 justo 4 años después que
habían ocurrido los sucesos sangrientos que dejaron una cicatriz en la memoria colectiva
de una gran parte de la población salvadoreña. En 1932 en la noche del 22 al 23 de enero
en diversos pueblos y ciudades de los departamentos en el occidente del país, Sonsonate
y Ahuachapán, y en el departamento La Libertad en el centro de El Salvador, se levantaron
entre 5000 y 7000 mayoritariamente indígenas, y algunos “ladinos”, es decir una
población en su mayoría culturalmente relacionado a una identidad no-indígena, derivada
de la nomenclatura colonial y pensamiento racial de descendencia negra, mulata,
mestiza, y blanca etc. Cabe de mencionar que el término ladino es de origen colonial y
designaba en Centroamérica al principio a indígenas que asimilaron el estilo de vida de los
españoles, con el transcurso del tiempo esta denominación también subsumía toda la
población no indígena en general.
Después que los insurrectos, en su gran mayoría campesinos y artesanos, lograron
controlar algunos pueblos y ciudades, en pocos días - a partir del 24 de enero - el ejército
recuperó el control del territorio y comenzó con lo que hoy en día se recuerda como la
matanza o la masacre de 1932: durante pocas semanas, militares y paramilitares mataron
entre 10 y 30 mil indígenas.
En mi familia “mestiza-ladina” las portadoras de la memoria de esos sucesos
fueron mi abuelita, mi madre, mi hermano, y mis tíos. Ellos me comentaron diferentes
versiones sobre aquellos días que indirectamente involucran a mi bisabuelo, mi abuelo y
mi abuela como personas amenazadas por un lado por la posterior del levantamiento
ocurrida represión de tinte racista y cometido por el régimen militarista con sus extensos
redes locales, y por otro lado por la insurrección, ya que parte de mi familia eran
cafetaleros, que se sentían intimados por la insurrección influida por el clima violento de

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explotación, represión y marginación extrema de los campesinos y colonos indígenas. Las


diferentes y contradictorias recuerdos y discursos familiares hacían que surgían varias
preguntas, y en general la curiosidad de querer saber más sobre 32 y en especial sobre el
32 en Atiquizaya. Al parecer el libro que me fue mencionado por un primo a principios del
siglo 21, me iba dar respuestas a mi inquietud. Sin embargo esa esperanza iba
desvaneciendo, ya que por tiempos siempre cuando iba a El Salvador entro otro a
preguntar por el libro, lo tenían prestado a terceros, total que por pasar a la mano de
diferentes personas, hubo un tiempo que había desaparecido, tal que transcurrieron 7
años hasta que un amigo de Atiquizaya me entrego el libro a mis manos. El libro viajo
desde El Salvador a Alemania. Y dicho libro se llama “Cafetos en Flor” y escrito por Miguel
Ángel Ibarra publicado en 1947 en México. Al iniciar la lectura de las primeras páginas, mi
sorpresa fue enorme, porque según mi criterio reconocí de inmediato el “valor histórico”
de ese raro objeto. Mi impresión basaba en varios contenidos, por un lado consideré
notable que en ese entonces en ninguna de las bibliografías de las publicaciones en boga
sobre los sucesos de 1932 (“1932: Rebelión en la oscuridad (2008) de Jeffrey L. Gould y
Aldo Lauria-Santiago”, “Recordando 1932: La Matanza, Roque Dalton y la política de la
memoria histórica" (2007), de los autores Héctor Lindo-Fuentes, Erik Ching y Rafael Lara
Martínez, y “Balsamera bajo la guerra fría. El Salvador 1932. Historia de un etnocidio”
(2011) de Rafael Lara Martínez) el libro NO estaba incluido. Solo encontré dos efímeras
referencias en “El fascismo en un país dependiente: la dictadura del General Maximiliano
Hernández Martínez” de Raúl Padilla Vela (1987) en la cual la novela “Cafetos en Flor” es
citada como texto que trataba sobre el 32 a la par de otros escritos y además fue
mencionado en una entrevista con el propio autor en la revista SIETE, publicado en 1974.
A luz de esa ausencia consideré denominar, en mi tesis de magister, en la que analizo el
libro como nueva fuente del 32, “Cafetos en Flor” como novela olvidada en la discusión
académica de hace algunos años. Es más, al transcurrir mi lectura notoriamente me di
cuenta de que la narrativa fue escrita para recontar la vida de un líder local comunista de
la Federación Regional de Trabajadores Salvadoreños (FRTS) con el nombre Jorge Ibáñez
que antes del levantamiento de 1932 trabajó en la organización sindical del campesinado

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

en la región Ahuachapán y Sonsonate. Lo curioso era que observaba que en diferentes


momentos del texto se revelaba que el protagonista Ibáñez en la novela se confundía
repentinamente con otros nombres entre ellos también el nombre Miguel Ángel que es el
nombre del autor. Según mis consideraciones esa “equivocación” apuntaba que el texto
también codificaba dimensiones autobiográficas del escritor, y con los cambios de
seudónimo a ortónimo me parecía que el autor quería haber dejado huellas que
apuntaran a esa conclusión. Sin embargo no solamente esta circunstancia ponía énfasis en
lo biográfico y localista. El apellido Ibarra es un nombre muy presente en Atiquizaya y se
entrevé en la primera parte de la novela en la que los hechos narrados por Jorge Ibáñez
ocurren en Atiquizaya, y pues no es en balde que el narrador inicia los aconteceres con la
historia como el primer Ibarra, Antonio Ibarra, había llegado al pueblo. Y así con ese
bagaje de reflexiones me fui en el 2007 al pueblo, buscando al abuelo de un amigo, Marco
Antonio Cortés Toledo quien me contaba que Miguel Ángel Ibarra era fundador del
Partido Comunista de la localidad, que después de la matanza tuvo que abandonar El
Salvador y se fue a vivir a México.
Justo estos datos corresponden esencialmente, con ciertas modificaciones, al relato
literario, es decir igual como el escritor de la novela, Miguel Ángel Ibarra, el protagonista,
Jorge Ibáñez, después de la revuelta, sobrevive y abandona el país y se va a México. La
novela termina con la salida del Ibáñez, sin embargo en la entrevista arriba mencionado
Ibarra aclara que en México, imbuido en marxismo leninismo y estalinismo, siguió
dedicándose al trabajo organizativo, la lucha revolucionara y la lucha contra las dictaduras
centroamericanas, fundando la Unión Revolucionaria Centroamericana (URCA) y Unión
Revolucionaria Latinoamericana (URLA), donde conoció también a Miguel Ángel Asturias.
En esa misma entrevista Ibarra constata explícitamente la relación entre obra literaria y
vida personal. El autor cuenta que además de la novela “Cafetos en Flor”, escribió “"Pasos
de Emancipación", "Mártires del Infierno Blanco" y un poemario “Rumor de Frondas”, a la
pregunta si “¿[reflejaba] en sus obras la vida que llevó, que está llevando?” Miguel Ángel
Ibarra responde que “[la] reflejo porque nunca tuvo otro recurso, porque nunca he sido
feliz. Mi situación económica siempre ha sido dura y algunas veces terrible. Cuando llegue

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

a México, dormía en los tranvías y me desayunaba en la estación de Buenavista con la


fruta aplastada que descargaban los trenes. Desde pequeño he sufrido una miseria y una
represión brutal. De nada me ha servido todo que he luchado en la vida, nunca nadie me
ha reconocido algo; nadie me ha ayudado o dado siquiera una galleta. Todo esto me hace
escribir mis libros. Los escribo para sentir que vivo; ellos me hacen vivir y me siento
inmensamente feliz cuando escribo algo de ellos o cuando termino pintar u cuadro”.
La heteronimia en el texto, el código biográfico, la historia oral y afirmaciones del autor
me provocan hacer plantear que la novela como relato de un sobreviviente del 32 muy
bien puede ser denominada una novela de carácter testimonial porque comparte
características enunciativas de ese “género”: el narrador es protagonista real o testigo de
los sucesos que son narrados y que existe una urgencia a comunicar un problema de
represión, pobreza, subalternidad, prisión, lucha de sobrevivencia y exclusión. Por
consiguiente antes de que “Miguel Mármol, los sucesos de 1932” fue escrito por Roque
Dalton, novela celebrada como novela testimonial por excelencia sobre el 1932, un
sobreviviente del genocidio y matanza publicó en México una novela testimonial,
plasmando en ella la experiencia de vida de un líder comunista regional, organizador de
los campesinos en los departamentos occidentales, susodicho Miguel Ángel Ibarra, que
por mucho tiempo fue olvidado en la discusión, y que debería ser incorporado en el canon
de la literatura de 1932. Para ofrecer un ejemplo que fomenta esa valorización quisiera
señalar al prólogo, que se puede leer como un manifiesto comunista-estalinista y que
antecede los 18 capítulos del libro, y en la que queda más explícito asentado la necesidad
por parte del autor de contar su “historia” a la luz de que habían surgido en el lapso de 15
años (1932 -1947) explicaciones sobre las causas del levantamiento que según Ibarra
difundían mentiras sobre los sucesos, específicamente Ibarra se refería a “Rompiendo
Cadenas” de Vicente Sáenz (1933), “Sangre de Hermanos” (1936) de Rodolfo Buezo y
“Revolución Comunista, Guatemala en Peligro” de Alfredo Schlesinger (1946). De cierta
manera las diferentes formas intertextuales nutrían mi indagación inicial y moldeaban una
aproximación a libro que giraba en torno del enfoque como la novela testimonial se
correlacionaba con las investigaciones y discusiones académicas sobre los sucesos de

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1932, ya que a la luz de la escasez de fuentes primarias que permiten reconstruir las
motivaciones e ideas de los participantes, como lo señalaba el historiador Héctor Pérez-
Brignoli (2001), Cafetos en Flor llenaría, en conjunto con otras novelas y textos
escasamente mencionadas Lara Martínez ( 2009 ), un vacío importante para conocer más
sobre los pensamientos de los líderes locales del 32. Además la novela se caracteriza por
otro tácito singular que aporta a la actual discusión que gira en torno la identificación
étnica de los actores del levantamiento así también el lugar de enunciación de los
productores de obras literarias que en el contenido representan los sucesos del 32. Según
el antropólogo Rafael Lara Martínez (2007) a través de la comparación analítica entre los
apuntes de la entrevista que hizo el escritor y poeta marxista Roque Dalton al miembro y
líder del PCS en el 32, Miguel Mármol, y la publicación final del testimonio se puede
entrever intervenciones que hizo el autor Dalton, para ajustar las afirmaciones de Mármol
sin fisuras a las propuestas del materialismo histórico, en el cual , según Dalton, no tenía
cabida temas étnicas, y que por lo tanto tenían que ser omitidos en la traducción de la
palabra oral a la transcripción y texto final. Al parecer esa omisión y diferenciación entre
lo étnico y clase refleja no solamente necesidades ideológicas de la época sino también
señala a una de las discusiones importantes en cuanto a la interpretación del
levantamiento y que se puede resumir en la oposición y explicación, propuesta por Erik
Ching (2007), si las actores del levantamiento fueron motivados por una consciencia de
clase (causa comunista) o si predominaban reivindicaciones étnicas (causa indígena). Los
diferentes partes de Cafetos en Flor se inscriben en esa discusión, es decir por un lado
Ibarra deja por evidencia su afiliación a un proyecto de modernidad dirigida por un
pensamiento estalinista y leninista, con un alto credo en los logros de la ciencia moderna,
a la vez el valor de la poesía como medio para la humanización y afirmación de la vida, y
por otro lado sin embargo el pensamiento discursivo de Ibarra abra espacios que
enriquecen la discusión al visualizar ideas que vinculan planteamientos marxistas con
debates en torno de lo étnico, mostrando así diferentes posiciones y situaciones al interior
de las organizaciones comunistas de la época. Al contrario de un informe de 1931 emitido
por un miembro del Partido Comunista Salvadoreño al Buró del Caribe en el que se

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

plantea que en El Salvador, “no hay indios ni negros” ( Ching et.al. 2009), Ibarra en Cafetos
en Flor no solo deja claro la motivación racista de la matanza, y en algunas partes de cierta
manera el protagonismo indígena en la insurrección, sino también contiene relatos que de
una manera singular en la historia literaria del país, visibilicen una población de
descendencia africana cuya existencia se niega y se discrimina hasta hoy en día en el país.
Desde mi punto de vista ese momento de la novela es uno de los más fuertes y aportes
significativas que nos permite escuchar huellas de voces silenciadas, excluidas e
invisbilizadas en la historia oficial. De una manera peculiar el primer capítulo que apertura
la novela y contextualiza los acontecimiento a narrar, se presenta explícitamente como
“Etnografía del Pueblo de Atiquizaya” y que habla sobre la población de descendencia
africana de El Salvador como parte importante del campesinado del municipio. Dentro de
esa contextualización se encuentran los relatos del protagonista que se autoidentifica
“Jorge, el Negro”, las morenas esbeltas de ébano y los artesanos de origen negro. La
incorporación e inclusión de lo afro en la cultura e historia del pueblo se complementa con
otras fuentes que hablan sobre los negros africanos de Atiquizaya que para las identidades
del pueblo es se suma interés que fortalece lo local y así la diversidad. Ibarra narra desde
el municipio y los cantones de Atiquizaya, de pueblos de Ahuachapán, Sonsonate y Santa
Ana, Ibarra ubica su enunciación, y esa rica dimensión etnográfica contribuye a un
panorama para la reconstrucción de una memoria e historia local. En el libro aparecen
varios personajes y actores locales, victimas y héroes a la vez, ubicados en el abismo del
olvido, campesinos, indígenas, mestizos y negros, pero también políticos y militares
locales, déspotas crueles. Destaca también un encuentro con el militar Maximiliano
Martínez antes de su ascenso violento al poder en el país. Se narran costumbres,
tradiciones y expresiones culturales de antaño, hoy en día inexistentes. Nutrido de las
grandes tendencias literarias de la época el regionalismo, realismo social, el indigenismo y
de ahí, la importancia de narrar desde la historia local e identidad cultural, Ibarra incluía
en su discurso que parte del mestizaje salvadoreño era lo afro, que en lo personal y
familiar estaba presente. Por diversas circunstancias de la vida conocí a los nietos de
Miguel Ángel Ibarra que nacieron en México, y que después de meses de comunicación,

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

pudimos lograr un encuentro en el marco del IV. Congreso de Historia Oral en San
Salvador, El Salvador. En una de las pláticas con Neith Ibarra que también me señalaron a
algunos momentos biográficos de la novela, me contaba que su abuelo mencionaba la
descendencia mulata, es decir africana, de su familia por siguiente de ella. A lo mejor la
reedición de ese libro contribuye a que se reconoce la descendencia africana de muchos
salvadoreños independientemente de su apariencia física y fenotipo como elemento de la
diversidad cultural e identitaria de El Salvador, y reconstruir el pasado y conocer el devenir
histórico de la actual sociedad. En cuanto a la vida de Miguel Ángel Ibarra poco se ha
escrito, mucho queda por hacer, dar a conocer autores olvidados en la literatura del país,
que visualizan un patrimonio documental y cultural es una digna tarea. Ibarra cuando le
pregunto su interlocutor si se consideraba un escritor marginado, respondía que no se
sentía “marginado porque yo escribo para el pueblo y al pueblo le gusta lo que escribo. Yo
no escribo para minorías.” Tengo la esperanza que facilitar la novela Cafetos en Flor a un
mayor alcance de lectores va a abrir nuevas perspectivas, compromisos, miradas críticas,
preguntas y conocimientos sobre una región, suceso que todavía cubren su sombra a
miles de personas cuyos rostros, voces y vidas muchas veces son ignorados en El Salvador.

Wolfgang López

22 de enero de 2015, Antiguo Cuscatlan, La Libertad, El Salvador

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

PREFACIO

Relato los acontecimientos de seres que sufren en la nada y se funden en ella misma.
Hablo de los seres que luchan por vivir sin trabas en este mundo de trampolines, en donde
la humanidad es un simple juguete que se mueve al antojo de las clases poseedoras,
podemos decir, de esa carroña que da un beso a los hombres que trabajan, asestándoles
una puñalada trapera. Así va bailando la danza macabra, la masa de los pueblos. Si son
profesionales, llevan un antagonismo en sí, por envidia o superioridad, surgiendo de este
antagonismo la intriga rastrera. En el mismo plano se encuentran los trabajadores que
carecen de ilustración. Les da en su ignorancia ser los más hombres, o sea, vulgarmente
"los más machos", vanagloriándose de los que han cometido más asesinatos entre sus
mismos compañeros, yendo a parar por su torpeza, en el más vulgar y despreciado
asesino, pasando a ocupar el puesto de "perro pistolero" del amo.

Así va el mundo en su rodar con ese lastre de perversión.

El dinero compra a todos estos incapaces de conocer la verdad de la vida.

Gracias a que ya existe un rayo de luz y de conciencia en el universo para disipar esas
negruras del crimen, ya la ciencia del bien lucha por el mejoramiento de los pueblos y por
encontrar la fórmula para inmunizar de la muerte, a la materia humana, que es la que
triunfará en no lejano día. Por otra parte, las fuerzas del mal y el retroceso quieren hundir
al universo en las tinieblas de la ignorancia y la esclavitud, usando a la ciencia para el mal,
procurándose de todos los medios para destruir a la humanidad en forma de relámpago.

¿Quiénes son estos? Son los idílicos imperialistas, o sea, los típicos banqueros que sueñan
con ser los amos y dioses de todo el poder político del universo. Usan muchos juegos y
tácticas para adueñarse de todos los países y saquearlos. Unas veces con una filantropía
barata, que cuando no les da resultado, se transforma en ofensiva guerrera, en conquista
por la por la fuerza. La caridad de a centavo que practica estos fantoches del dólar y la
esterlina trata, con ella, de encadenar a los pueblos por el agradecimiento de la dádiva.
Esta es la demagogia comercial que da de limosna un centavo a quienes les han robado
millones de pesos en la salvaje e inicua explotación. La aplican de otro modo: dan un
cigarro y un cariño hipócrita para sacar fortunas. Así conquistan a los trabajadores estos
falsos caritativos. Regalan un pan a quienes les han sacado millones de toneladas de
harina. Resulta ser el quiromántico regalo de sus mismas sopas. Este es el arte de la
malvada filantropía; la practican para humillar y saquear y, por último, para fabricar
legiones de mendigos conformes. Esto lo hacen para que los pueblos no entiendan, ni

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

hagan su revolución. Con este método hacen de los ciudadanos de un país, unas tristes
piltrafas humanas.

Nada debe quedarse callado, en silencio. Hay que narrar todas las cosas que pasan en la
vida de los seres que van cual sombras fantásticas, bajo aquellos cielos matinales, llenos
de luz y horizontes y otras veces bajo cielos nocturnales, cual sonámbulos fantasmas de
cuentos agoreros de supersticiosos que quieren hacer de la realidad un mito, dejando la
realidad de la vida para remontarse a la alta fantasía de las nubes, sin querer enseñar a los
humildes que van enredados en las madejas de la perversión, la verdad de su existencia.

Gracias a que ya alguna parte de los pueblos tiene conciencia y pretende liberarse, tienen
en sus lazos de fraternización, una fuerza creadora indestructible. Son gente nueva de
lucha que va bajo auroras rojas, cantando el himno de la verdad.

Ya han surgido seres de esos que van buscando las raíces de los incognoscido del gran
todo; esos misterios que solo amparan la mentira, que es disipada por la verdad a través
de lo ya conocido.

Para qué vamos a decir que hay ciudades flotantes en lo infinito, cuando no nos consta y
sabemos que no las hay.

Es claro que esas ciudades tendrán que existir. El hombre venidero las construirá. Este
mismo hombre, tal vez por antojo, hasta que se disponga a perforar el planeta; claro que
esto lo hará cuando ya esté inmunizado de la muerte. O sea, cuando el hombre se
imponga ante los elementos destructivos; entonces, esa materia viva y dinámica habría
muerto, o viceversa, tal vez todo será más impulsivo, habrá más energía, más fuerza.
Entonces el hombre será más inquieto y se adentrará más en esas empresas de investigar
la verdad. Es porque él está forjado de esa savia roja que lleva en sus venas, de esa
materia de fuego que tiene el mundo en su movimiento.

De esa savia roja que da la sensibilidad, que causa algunas veces dolor y otras regocijo; es
esa materia inquieta del mundo, que con su ritmo, da energías al hombre para su proceso
creador, para que con más certeza enseñe siempre la verdad. Así es como la humanidad
debe ir, con pasos siempre ciertos, realizando lo imposible para no ir por esos caminos
metafísicos que solo se involucran en la necesidad de la ignorancia estúpida. Sólo las
momias vivientes que apestan a cera y que son muy amantes a vestir el color carbón, son
las que quieren impedir el progreso del tiempo y a encadenarlo a siglos pasados. Sólo
estos estúpidos mantienen la pena de su pesadilla de la superpoblación que quieren
guerras constantes y, en fin, quisieran quedarse solos en el mundo, según su egoísmo.
Odian a los niños, odian todo lo que engrandece la vida.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

¡Hay que luchar tenazmente en contra de estos despechados que no producen y sólo
estorban!

¡Defendamos a nuestros pueblos...! ¡Condenemos las guerras...! ¡Luchemos por el


bienestar de las generaciones futuras, para que los niños venideros encuentren
felicidad...!

¡Qué ya el hombre reflexione y se aparte de la perversión que le fomenta el aparato de los


dominantes! Entre los hombres de trabajo deben evitarse esos choques de corrientes de
antipatía. Muchas veces hay seres que, al encontrarse y sin conocerse, se odian y se
provocan. Por su incomprensión y falta de cultura, se prestan a la tragedia o a la agresión
de uno al otro.

¿Por qué es esto? Es muy claro. Los seres que vivimos bajo el sistema capitalista, andamos
con una serie de problemas en el cerebro, y todos son de carácter de miseria, de pobreza,
de esa dificultad crónica, de esa enfermedad de no tener dinero. Enfermedad que no
curará ningún médico, sólo la curará, para siempre, la auténtica y legítima revolución del
pueblo trabajador y hasta ahí terminará esa neurastenia, esa anormalidad de nervios que
hacen del mundo un manicomio universal. Esa malvada perversión que hace que la mujer
honrada, por buscar el lado más fácil para vivir, se haga una prostituta y se alquile como
una mula. Esta malvada perversión hace que el hombre de trabajo se degenere, buscando
el lado más fácil para vivir como un vulgar ladrón, o como un profesional asesino. Todo
esto es por obtener dinero, que es lo que le hace la vida más fácil al hombre.

Tiene el deber y debe luchar por abolir esa malvada perversión, para que la humanidad
viva como gente y no como fieras.

Reflexionemos. Debemos luchar por esos millones de niños que pasan por este mundo en
la intemperie, el hambre y el abandono. Su corta vida, transitoria, la llevan en entera
desgracia (tal vez sean hijos de nadie, o hijos feos, o hijos del desprecio).

¡Pobres criaturas! Madres neurasténicas, se quitan el coraje que les da su miseria y su


desgracia, golpeando las espalditas tiernas de esos niños indefensos.

¿Por qué esas neurasténicas no toman una macana y le dan en la cabeza al bribón del
monopolio que causa su miseria?

Esta es la tragedia al desnudo. Hay niños que parecen ancianitos con sus caritas serias,
enflaquecidas. Se ve en sus tiernos semblantes el fatídico signo de la cruz del dolor, se
dibuja en sus rasgos la tristeza, no hay sonrisas ni alegrías para ellos, todo es hostil, todo
es amargo; mientras los padres, sumidos en el pesimismo e indiferencia, no quieren luchar

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

por un futuro mejor. Son unos cobardes, se enroscan cual una perra parida sobre sus
cachorros, queriendo mitigarles el hambre con lamidas.

¡Pobres niños! Hay flores en los jardines, pero no hay amor para ellos. Hay paisajes
hermosos en los campos, las aves y todo revolotea de alegría, pero para los niños del
pueblo, no hay nada, sólo tristeza y desprecio.

Sólo hay alegría y felicidad para unos pocos niños en el mundo, que son los de la casta
maldita, los protegidos por la herencia eterna, criminal. Son los que nacen en la
abundancia acaparada, a costa de la miseria de la mayoría del pueblo, por la malvada
ambición y avaricia del amo. Si es dueño de inmensos latifundios, quisiera ser dueño de
todo. Si tiene mucho dinero, quisiera ser dueño de mucho más, tener grandes bodegas de
brillantes y de oro.

¡Qué bárbaros! ¡Qué usureros tan sinvergüenzas!

Se levantan algunas mañanas muy contentos, estirándose de satisfacción, cuando han


robado mucho al pueblo. Y hay otras mañanas que amanecen insoportables, locos,
nerviosos, cuando han soñado que ya todos los trabajadores del mundo se han puesto de
acuerdo y los llaman a cuentas.

Es cuando despiertan gritando, pidiendo socorro.

Es cuando esta bestia acrecienta más su odio en contra del pueblo.

Se ve pues en el mundo de los dos frentes en que vivimos, que no hay amor ni dicha. El
rico es sólo números y desconfianza, en su cabeza anida la avaricia y la ambición; no tiene
amor, ya tiene corrompido su fondo en mil vicios: es bígamo, tiene un mundo de mujeres
que se le venden por hambre. Un ser en esta perversión no ama a nadie, a sus esposas e
hijos los tiene como muebles arrinconados en su casa. Ostenta amor y mucha atención
para ellos, pero todo eso es falso; es un amor de hipocresía, lo hace para taparle la boca a
su sociedad. Así viven estas gentes en su vida íntima, cual reptiles asquerosos. El amor y la
fidelidad no existen en ese mundo de los dos frentes, existe sólo la tragedia, el dolor, la
miseria, la riña y el crimen.

Sólo los poetas se inspiran en su amargura y dolor, le cantan a los paisajes, a los
manantiales, a las nubes, a los pájaros y las flores. Sus corazones y sus cerebros son unos
estuches de amor y de belleza. Podemos decir que el poeta es la flor del jardín de la
misma vida, que florece. O sea, el pájaro cantor, que canta moribundo; sólo éstos sienten
amor, sólo ellos aman la vida.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Por eso los niños llaman a los poetas, porque sienten la vida de ellos para que canten a los
hombres morbosos, la canción de la verdad, para que surjan de sus cerebros voces
radiantes y los despierte de ese triste marasmo que es regresión. Sólo así podrá haber
conciencia en sus pechos recios que griten a la vida: sinceridad, felicidad y amor para los
millones de niños que vengan a esta existencia transitoria a gozar de dicha y amor.

¡Luchemos porque los gobiernos de Norte América e Inglaterra no hagan más guerras!
¡Para que en vez de armamentos mortíferos, haya pan para los pueblos, para que no haya
hambre y miserias! ¡Para que haya abundancia y vida barata! ¡Luchemos contra la guerra,
exterminemos a los imperialistas para que haya paz firme y duradera!

Dispénseme lector, si me he equivocado al escribir este libro, pero quiero que


comprendas que sólo el que no acciona y no hace nada, no se equivoca.

El no equivocarse, se distingue del haberse equivocado, que es acción y rectificación.

Pero espero de ti, lector, que me juzgues y sólo así sabré, si me he equivocado.

NOTA: Expongo estas breves líneas a todos los trabajadores de mi país y de América,
sobre la revolución de 1932.

Se han escrito tres libros que carecen de una verdadera información sobre los sucesos de
esos días. Los autores de dichos libros estaban en la luna cuando se desarrolló nuestra
revolución. Si estos señores hubieran investigado los hechos más a fondo, de un modo
sincero y más honesto, sin balanceos, ni servilismos lacayunos, tal vez sus libros
merecerían algún crédito. Pero han sido escritos con documentación falsa, y por lo tanto,
nuestros camaradas deben estar alertas y no dejarse sorprender, ni confundir, con las
provocaciones de esos libros. Si critico eso, es para poner en claro que la historia de la
Revolución de nuestro país no está escrita y quien tendrá que escribirla es el Partido de
vanguardia de los obreros y campesinos. Una comisión de hombres competentes que
hayan participado en dichos acontecimientos o que se documenten en las verdaderas
fuentes de dicho movimiento, sin más interés que servir a su pueblo y orientarlo.

Escribir sobre la Revolución de 1932 no es cosa fácil y menos debe estar encomendado a
atorrantes oportunistas de corte burgués y barrigas elásticas, rabiosos anticomunistas que
se procuran sus chuletas a costa de la miseria y sangre de nuestros pueblos. Allí tenemos,
por ejemplo "Rompiendo Cadenas", que da la razón al tirano Martínez, por la carnicería
que hizo de un pueblo indefenso, oprimido, desesperado, que se subleva por el hambre.

Está visto, bien claro, que la miseria causa el hambre en cualquier pueblo de la tierra
donde haya monopolios opresores. Y es allí donde surge la revolución, ya se llame

16
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

comunista o como quieran llamarla. No es importada de Moscú, como muchos estúpidos


creen.

"Sangre de Hermanos", o sea, el truco de un vividor que pretendía servir al pueblo, pero
en realidad lo que quería era sacarle dinero al tirano.

Hay otro aventurero chantajista que anduvo sorprendiendo con parte de los archivos de la
revolución, y quien no pudiendo sacar lucro por medio de su venta, decidió publicar un
libro mendaz y lleno de provocaciones, ayudado por fascistas guatemaltecos, emboscados
en el aparato estatal. No es extraño que el libraco de referencia que se titula "Revolución
Comunista", "Guatemala en Peligro", sea toda una provocación y una delación descarada.
Su servilismo hacia los amos retrógrados, nos retrata al polizonte fascistoide. Así como
estos, surgirán más, pero ya nuestros pueblos saben quiénes son sus enemigos.

Miguel Ángel Ibarra

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO I

Etnografía Del Pueblo de Atiquizaya


A este poblado de indígenas
le nombraron Atiquizaya,
que en su lengua nativa
quiere decir: 'Tierra florida,
fértil, de mucha agua'.

Allá en tiempos del ex-presidente General Cabañas, se introdujo al país la codiciada pepita
del café, que ha llegado a elevar a nuestro país a ser el segundo exportador en América.
Por esos tiempos, emigró de Nicaragua un señor llamado don Antonio Ibarra, que por
causas políticas se vio obligado a salir de su patria. Era un señor terrateniente y se trasladó
con su familia a esta República y se trajo algunos trabajadores, pues en esa época los
nativos eran tratados como esclavos. Vinieron a radicar en Atiquizaya, donde tomó unas
concesiones de tierra y fundó la hacienda de San Antonio, que existió donde está hoy el
parque de la ciudad; éste fue el origen de los Ibarra en este pueblo.

Nuestro terruño tiene gente muy humana, sincera, alegre y franca; sus fiestas son muy
pintorescas. En el mes de diciembre, por las noches, celebran los famosos "bodegones". A
cada barrio le va tocando su fiesta colectiva de Pascua y las barriadas procuran celebrarla
lo mejor posible; pastorelas, historiantes que hacen remembranzas de las cruzadas de
moros y cristianos. Son alegres estas fiestas típicas; las mujeres trabajan en sus
quehaceres domésticos y en la agricultura, a la par de sus maridos y familiares.

En los campos se ven con sus espaldas brillando al sol, cual charol; las mujeres viajan solas
por donde quiere y no le temen a nada. Cuando les toca pelear, pelean como cualquier
hombre; algunas veces hacen sus viajes por los campos, van armadas y siempre se dicen:

- Ve, ten cuidado, babosa, no te vaya a salir el "Cuto Partideño"

- Mejor, Nita, así me da dinero y salgo de pobre.

Esto del Partideño es una leyenda que se cuenta entre la gente humilde. Era un bandido
generoso, jefe de una banda que asaltaba y robaba en los caminos las cargar de dinero
que le llevaban los Departamentos al gobierno; ese botín lo repartían entre la gente
pobre, hacía grandes favores y en ciertas partes dicen que dejó dinero enterrado. Estas
son fantasías populares. Y esta gente también, por señales cósmicas, adivina los cambios
del tiempo. Cuando se levantan por la mañana y observan el firmamento, si está
tachonado por nubes chicas, como empedrado, dicen que va a temblar… y tiembla.
Cuando el cerro de Chingo amanece con un Cupido de blancas nubes, dicen: ahora en la

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

tarde va a hacer ventarrón y así es: lo hay. Cuando los ríos, al amanecer, se ven como si de
ellos se levantan nubes blancas, dicen: ahora llueve, y todas estas predicciones les salen
tan ciertas, que muy rara vez se equivocan. También conocen la botánica, pues el monte
que los rodea es su farmacia con la que se curan sus enfermedades. Después de sus
trabajos, acostumbran a hacer comentarios de lo que pasa en el país y en el extranjero.

Esta gente es la madera afro-americana que surgió del inhumano comercio que hacían los
bandidos traficantes de esclavos, transportando nativos de África a nuestro continente.

Atiquizaya, Granero de Occidente


Atiquizaya es un pueblo agrícola de tierras muy fértiles y fecundas, se cosecha en ellas
todo lo que se siembre. Abundan las frutas, legumbres, cereales, café, caucho. Éste
último, si lo cultivaran a gran escala, sería un filón de riqueza. Si cultivaran el añil, el
algodón y el limón cuyo jugo es de tanta importancia actualmente en todos los
laboratorios de México y Norte América, serían nuevas fuentes de riqueza para nuestro
país.

Lamento profundamente que estas tierras estén acaparadas por latifundistas de


Ahuachapán, o sea, mezcla de alemanes aventureros que se han comprado las señoritas
de las familias ricas de este lugar, en sus giras por Europa. Se han visto casos en los cuales
en estas familias, donde ha predominado la mezcla de estos europeos aventureros,
tengan algún ancestro escapado de las prisiones de Cayena. Los originarios componentes
de esas familias han desaparecido y sólo han quedado grupos de colonizadores nórdicos,
que tienen metido hasta los huesos la cultura de los júnkers imperialistas alemanes. Muy
claro se ve en las firmas que controlan los fideicomisos del café, en bancos. Por ejemplo:
Vonderbeck, Borggiaglio, Sprengel, Smeet, Los Bendix, los Arangos, Nossiglas y otros más.

Todas estas familias son socias de los grandes monopolios que tienen absorbida la riqueza
del occidente. Estos señores consideran a nuestro país como una colonia, en la cual se
creen con amplios derechos de hacer y deshacer, debido a la tolerancia de los gobiernos
que han pasado a través de nuestra historia. Ven al pobre trabajador peor que a un
animal, porque en sus perros finos y caballos pura sangre, se esmeran con cuidados y
delicadezas.

Cuando nuestros campesinos quieren cultivar algunos dos medios de tierra, se las dan
arrendada. Hay que saber que el medio se compone de diez tareas, y estas de diez
brazadas en cuadro; y el campesino, al recibir la cosecha de su cultivo, da tres fanegas de
maíz de censo. La fanega se compone de dos redes grandes, que tienen un cupo de
quinientas mazorcas de las más floridas. Entonces, el pobre campesino, da tres mil de las
mejores mazorcas de su cosecha, que le ha costado inmensos sacrificios, y él se queda con

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

el resto del maíz más degenerado, el vulgarmente conocido como "Mulquite", de donde a
duras penas le sale la semilla que gastó en su cultivo.

Allá por el mes de noviembre, en los patios de las haciendas, se forman grandes cerros de
maíz que van a los graneros del amo. Él, muy orgulloso, se levanta por las mañanas,
estirando su largo pescuezo a través de las grandes extensiones de terreno, extensiones
usurpadas a nuestros humildes y miserables campesinos.

A esta pobre gente la obligan a trabajar en los cultivos de la hacienda; para poderle dar un
trecho de tierra, recibe inmensas tareas de quince brazadas en cuadro, para ganar
miserables 50, 30, y 25 centavos. Empieza su labor a las 5 de la mañana y la termina a las
dos y cinco de la tarde.

Le dan un famoso desayuno, compuesto de dos chengas (tortillas), que llevan encima un
puñado de frijoles rellenos de basuras y gorgojos, chorreándoles el mugroso caldo por el
codo. Y para ser merecedor de esta miserable ración, tienen que llevar un fuerte tercio de
leña maciza al patio de la hacienda, en donde recibe una ficha sucia que hay que entregar
al mayordomo, que se encuentra con una cara de vinagre.

A los campesinos de Atiquizaya y nuestro país en general, los han convertido en unas
acémilas; viven en una miseria que ha sido para ellos eterna, porque ningún gobernante
de la nación se ha preocupado por mejorar las condiciones de vida de ese gran pueblo
laborioso. Y algunos presidentes que han surgido algo democráticos, la pandilla canalla los
ha asesinado, como sucedió con el ex Presidente democrático, el Dr. Manuel Enrique
Araujo, por hacer algunas reformas. Unas de ellas fueron la creación de la Junta de
Conciliación y la Ley del Trabajo de 1911, y así llegó la nefasta y criminal oligarquía de los
Meléndez, Quiñones, Molina, a poner en la presidencia al ilustre Dr. Pío Romero Bosques.
Creyeron que él sería su instrumento, y se equivocaron. Este hombre dio altas libertades
democráticas, aún con errores que para el futuro de nuestro país, resultaron serios. Los
intelectuales tuvieron responsabilidad, pues cegados por el chambismo, no quisieron ver
el atolladero en que quedó nuestro pueblo, sumido en la sanguinaria y criminal dictadura
de los sabuesos del cepillo Maximiliano Hernández Martínez. Esto fue por aceptar al
hombre de cabeza "DE SUMZA", Arturo Araujo, que sólo servía para obedecer órdenes de
los altos prelados fieles al Vaticano y a los 'trust' de azúcar del London Bank.

El que Atiquiz-busca… Atiquiz-aya


Este dicho se oye de cuando en cuando en muchas gentes. Parece mentira, pero es una
verdad. Cuando se trata de alguien de Atiquizaya por bien, se encuentra a una notable
persona, y cuando se le trata a la mala, se encuentran ahí pantalones.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Cuando se ha nombrado a un jefe local para gobernar a este pueblo, y éste ha llegado
abusando de su poder, amparado de su jerarquía militar, para oprimir a la gente, le pasa
una de tres cosas: o sale huyendo del pueblo, o va al hospital, o lo siembran en el
cementerio para ver si puede retoñar. Cuando jefes de este tipo han sido desalojados, y
huyen del pueblo, se oyen por todas partes toques de campanas y petardos de alegría,
que indican que han sacado a un verdugo.

A esta gente la aprecio mucho por su franqueza, su sinceridad y su temple; si no, podemos
juzgarla por sus refranes populares, que emanan de sus adentros. Cuando alguien los
provoca al pleito, ellos, en presta acción, dicen: - "A mí no me anden con tantos brincos
estando el suelo tan parejito"; y aquí todo se acolora. También dicen: --"Conmigo no
andas en tres tuzas (hojas de maíz), hijo de Monseñor Rota". –Y, "Aquí no hay más arroz y
gallo. Quién dijo miedo, habiendo hospital". Este pueblo tiene una gente muy pintoresca.

Cuando una pareja de novios se va a casar, la novia le dice a su prometido: --"Me voy a
casar contigo, pero me dejas trabajar, porque yo no quiero ser tu limosnera para vivir de
tu ración". Y si alguna amiga le dice: - "Si te casas vas a tener hartos monos", ella contesta:
-- "De eso no hay pena, no es mujer la que no pare".

Los campesinos, cuando tienen querellas entre ellos, se disputan frente a frente y cara a
cara; ya con machete, puñal, pistola o con los puños. Estos nunca usan de la ruindad o de
la alevosía para liquidar a un enemigo; y cuando alguien resulta cobarde y hace una
agresión en contra de un indefenso, es odiado por todos y se han visto casos en que lo
liquidan.

Una mañana vi a una señora barrer su calle. Pasa un viejo cerca de ella y le dice:

-- ¡Buenos días, comadre! Qué afanada está.

-- ¡Buenos días, compadrito! estoy barriendo la calle. No vaya a ser el diablo que pase una
procesión.

Vi a un cura párroco, un día domingo de Pascua, disponiendo una procesión.

-- A ver, cuatro señoritas que tomen el anda de la Virgen.

Las que estaban reunidas, al oír esto, se vieron las caras y se decían unas a otras:

- Ud.

- No.

- Ud.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

- No.

Y cuando el viejo cura se dio cuenta, cambió de táctica y dijo:

-- A ver, cuatro mujeres para que lleven a la Virgen.

Ahí se amontonaron todas.

-- Yo, yo, yo, yo. Riéndose unas con otras por la tomada de pelo que les había dado el
vejete.

Vi a Don Bonifacio hacer un San Sebastián de dos metros y que al cambiarlo de túnica y de
insignias, lo hacían pasar por San Caralmpio. Este santo era un andarín internacional. Lo
llevaban a un pueblecito de San Lorenzo, con cohetes, música, flores, atravesando la
frontera de Guatemala, a unas casas que quedaban al filo de un cerro que le decían "El
Chan".

Allí expendían aguardiente, comiteco, manzanilla, coyolito, ollita, y jerez, y le quitaban un


tapón de rosca que tenía en la coronilla San Sebastián, y le llenaban desde los pies a la
cabeza de licor. Emprendían el regreso. Esto era un gran negocio que hacían, porque en
Guatemala, compraban a 50 centavos el litro y en El Salvador lo daban a 2 pesos. Y es más
preferido éste, porque los guatemaltecos son buenos consumidores, tienen buen gusto
para elaborarlo.

Muchas veces pasaban al frente de soldados que perseguían a los contrabandistas y el jefe
se descubría y hasta daba una limosna, que presentaban en un plato. Y un cabo dijo – Mi
capitán, estas gentes que andan con el Santo de arriba abajo y no se cansan de andar en
estos bailes. El capitán contestó, distrayéndose por otros lados – Es una gente loca,
fanática, que no tiene que hacer. Y San Sebastián se ocultó en las curvas del camino, para
volver entre ocho días, transformado ya en San Caralampio.

Una vez observé una acción de mi amigo Rafael Bejiga. Fuimos a una iglesia de curiosos, y
en el interior Rafael se fijó en un manto de crespón de seda que vestía San Pablo. Se
acercó suavemente y me dijo:

- ¡Mira qué macanuda está para una mi camiseta! Nunca he tenido de esa tela tan
relumbrosa.

- Es de seda –le dije. Es cara.

Me fui por allí a observar las leyendas de unos retablos todos pintarrajeados. Lo busqué,
pero ya no lo encontré y decidí marcharme, encontrándolo afuera del atrio y observé que
una bolsa del pantalón la tenía hinchada.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

- ¿Y eso qué? le pregunté.

- ¿Qué te importa? ¡Déjame!

No le dije más. Nos separamos ya cada quien a su casa.

A los seis días después nos juntamos en el campo de futbol, y que entre veces no nos
permitían tirar la bola porque teníamos unas uñas filosas y las rompíamos, Rafael llegó
con una camiseta rosada y relumbrosa, como una sardina. Me acerqué y muy quedo le
dije:

- Rafa, ¡qué barbaridad lo que hiciste!

Y él me contestó enfurecido:

- Qué te importa, hombre. Cállate el hocico. Esos santos para qué quieren vestidos, ni
mantos, no oyen, ni sienten y yo sí siento frío y necesito cubrirme y soy gente que debo
vestirme. (Me quedé atónito ante Rafael, que siendo tan zipote y analfabeta, me hubiera
dado esa contestación, que en realidad era justa y que para mí, no fue tan 'vejiga' como lo
creíamos).

Costumbres criollas del pasado


Allá por el año de 1908 estas gentes vivían felices en este país. Se debía a que en esa
época había mucha tierra nacional, y los trabajadores hacían grandes cultivos, pagando
una pequeña cuota al Municipio. Ellos recolectaban hermosas cosechas que beneficiaban
a todo el pueblo. Lo que molestaba en esa época, y ha molestado siempre, son esas
malditas guerras que se inventan esos estúpidos gobiernos.

Por esos tiempos, estas gentes hacían sus fiestas colectivas. Me recuerda un día de San
Juan, en que madrugaban en romerías a los ríos a darse el baño común. Llevaban
guitarras, organillos, sambumbos y el Teponahuaste. La comitiva tiraba cohetes, bombas,
y en una gritería y carcajadas estrepitosas, despertaban a los demás, invitándolos al baño,
y el que no lo hace "lo caga el zope". Cantaban canciones populares. Unas decían: azunca
muchá… agüijuyó… decían otras. Otras se repeleaban con ir al coquito y a garucho,
nosotros nos fuimos para el célebre "Zunca", manantial cristalino de agua fresca. Se
animaban con sabroso vino de jugo de caña.

En el río se veían aquellas morenas esbeltas y fuertes, desnuditas por completo, que se
lanzaban a las aguas frescas plateadas, donde la luna trotamundos, bañaba con su luz
celeste y coqueteaba en las aguas de nuestros ríos tropicales. Nuestras amiguitas y amigos
nadaban, hacían clavados desde una alta roca. Ellas se veían como una Venus iluminadas
de plata.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Tío Yito, ancianito de noventa años, o sea, el hombre biblioteca andante y parlante, o el
viejecito de los mis cuentos, sin saber leer, el 'bardo del pueblo', de repente se subió.

- Ya se subió Tayito – dijo una joven, y aplaudieron todas cuando el ancianito se paró en la
roca, para imitarlas, --que nos recite una bomba antes que se tire al agua. El viejecito se
paró firme ante ellas.

- Voy a recitar una para mi suegra Margot. Y prosiguió:

Ayer pasé por tu casa


y me tiraste un limón.
El limón cayó en el suelo
y el zumo en mi corazón.

- A mí, Tíoyito, dijo Genoveva, dígame una.

Diré una para todas y ya nomás, dijo el viejo.

- Échela, dijeron en coro.

El viejecito:

Desde muy lejos he venido


pasando ríos y puentes.
Sólo pa'venir a verles
tres pelitos en la frente.

Al oír esta última guasa, todas soltaron sonoras carcajadas y el viejito se echó a nadar con
ellas; unas que estaban en la corriente se restregaban sus hermosas piernas con blancos
paistes y parodiaban una canción que les acompañaba el susurro de las hojas de los
gigantescos amates. La aurora en esos momentos, con sus tintes lujuriosos, cambiaba el
colorido del paisaje, transformando lo nocturnal en matinal. Ellas con voces melodiosas
canturrearon esta canción:

Alzó el vuelo la paloma,


dejándome solo el nido.
Y al solo pasar la loma
me entregaste al olvido.
Sí. Ya se fue la paloma.
Se fue a buscar la comida.
Y al otro lado de la loma

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

salió a buscarse la vida.


Pobrecita la paloma,
no puede encontrar marido.
Por tener uno, dos y tres,
todos la echan al olvido.

Al terminar la canción, una le dijo a la otra:

- Ya sabes, Herminia, que tu chipilín en flor anda de alegre con la hija de Nana Teria.
Aquella, sin ninguna pena, le dice:
- Déjalo que haga lo que le venga en gana, al fin no es jabón que se acaba.

Cuando oí el nombre de Nana Teria, pensé en la potencia física que tiene nuestra gente.
Nana Teria era una anciana de ciento veinte años de edad. Unas veces de su vida fue
vivandera de las guerras pasadas. Era morena, alta, encorvada apoyada en un bordón,
salía por las calles con una gran canasta con pan, pregonando con grandes gritos, que se
oían a largas distancias:
-- Las americanas… las ilusiones… las quesadillas… y los sabrosos birrinchis… (masa de
maíz con queso, azúcar y anís.) Así iba Nana Teria por estas calles de 'Dios', vendiendo su
sabroso pan. Para Nana Teria todos eran sus hijos, y para nosotros, ella era nuestra gran
nana. Este pasado hermoso de nuestros pueblos ya no vuelve; hoy todo es miseria, toda la
tierra se la usurparon todos los ricos. Una mezcla de avaros extranjeros y nacionales han
dejado a nuestros campesinos sin tierra donde pueda hacer su cultivo, por eso nuestras
gentes humildes han emigrado y se han esparcido en otros países.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO II

Una Fecha Humilde


Con un cortaplumas, grabaron una fecha que se leía así:

Septiembre 29 de 1902. Ciudad Ahuachapán, a la 1 am nació Jorge.

Josefa

Esto lo leí a los doce años. Después, en el interior de la tapa de un viejo baúl de cedro rojo,
se encontraban estos datos que me interesaron. Mi madre me informó que nací en una
casa en ruinas, que era una coladera. Estaba contigua al costado oriente del cuartel viejo
en la calle del molino; parecía un chiquero, y en esa noche, hubo fuertes aguaceros y
tormentas. Y que después, en 1927, lo demolieron en tiempos del ex-Presidente Pío
Romero Bosques.

En ese lugar, posteriormente, construyeron un hermoso y moderno edificio escolar que


lleva por nombre "Prócer Isidro Menéndez". Es ahí donde se forjan las nuevas
generaciones que son la esperanza y luz en el porvenir de nuestra patria.

Mi madre era lavandera y planchadora de la esposa del General Ceballos, quién entonces
tenía el cargo de comandante de guarnición.

Como es sabido, en estos países de explotación y miseria, las mujeres no dejan el trabajo
hasta que dan a luz. Se han visto tantos casos en que la pobre trabajadora doméstica da a
luz en las calles y plazas, cuando anda de compras. Hasta entonces abre sus brazos la
Señora Caridad Pública, para quitar esos feos espectáculos. Frecuentemente se ven
tumultos de mujeres en marcha rumbo al hospital, con un grupo de policías, comandado
por un teniente caporal, que van en custodia de cuatro reos que llevan una camilla, para
quitar el estorbo humano.

Sus medicinas son tintura de yodo o bálsamo negro, o viceversa; sal inglesa, aceite de
ricino, o ricino y sal inglesa. Así viene esto, caiga como caiga; si se seca o se madura; si se
tapa o se destapa; pero en fin, por ahí vamos con la vida. Estas pobres mujeres, ya que
salen del hospital, se ven obligadas a dejar abandonados a sus hijos en humildes
cuchitriles, expuestos a muchos peligros.

- Ve, Machela – le dijo la gordinflona esposa del general a mi madre – con este mono ya
no puedes trabajar aquí. Busca adónde irte, a mi esposo no le gustan las sirvientas con
hijos.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Mi madre lió su maleta y se encaró a la célebre señora.

- ¡Págueme los días de trabajo! y sepa usted que el mundo es grande y tengo brazos
fuertes para trabajar donde quiera y jamás permitiré que me humille nadie por mi hijo. Y
así salió a la calle y se perdió en el espacio y el tiempo. Este sufrimiento y dolor del pueblo
es la tragedia viva de los oprimidos. La callan los grandes escritores mediocres, picos de
oro de plumas azules.

¡Ah! Noches serenas de firmamento pringadas de estrellas, de luces rojas que titilaban y
parecía oírse un rumor: ¡Revolución! ¡Revolución!

Los grillos rasgaban el silencio en las grietas oscuras con su chirriar estridente, y un eco de
las distancias contestaba. Casas, jardines infantiles, guarderías; pero la sombra
reaccionaria que marcaban las agujas en la carátula de un viejo reloj de la torre en la
Catedral, con sus campanadas, parecía decir: no… no… no…

En todos los países de nuestra América Latina, es un delito para la mujer trabajadora tener
hijos; eso les motiva que las condenen a la miseria, negándoles el trabajo con que ellas
puedan ganar el pan y su salario. Estas medidas de los conservadores de antaño, las
empuja a la prostitución y a practicar el robo, a la degeneración de la familia humana; en
el hambre que da por mal resultado muchas enfermedades en el pueblo y el
acrecentamiento de las defunciones; o sea, la liquidación de los habitantes de un país que
significa fuerza creadora del trabajo.

Los señores aristócratas de cartón, y los mílites de chocolate de la estúpida escuela


prusiana, se pasean tiesos como pavo reales, al frente de las columnas de soldados en las
revistas de las fiestas patrias. ¿Les digo a estos señores que odian tanto a los niños de los
trabajadores, que si hay un cuerpo militar, sólo de jefes para que detesten al niño que es
el futuro soldado? El único que expone su vida como un héroe, sin derrochar grandes
sueldos en francachelas, ni distingos de entorchadas, ni pompones de pajuiles; es el
hombre que sacrifica su vida por la patria.

A la aristocracia agonizante le choca el desarrollo de la generación del pueblo. Pero las


haciendas, las fábricas y el campo, claman a esta generación.

Exhorto en este juicio a los militares de una gran escuela democrática, a que se unan a las
necesidades del pueblo, haciendo causa común, en su defensa.

Estos militares conscientes, como el ilustre General Lázaro Cárdenas, que es un militar del
pueblo mexicano, con un alto sentido de responsabilidad, de una gran escuela
democrática y un intérprete de las necesidades de su país, deben servir de ejemplo a

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

todos los militares de América. Que sepan que los ejércitos se forman de pueblo y que el
pueblo necesita vivir bien. Que les faciliten alimento abundante para que surjan buenos
soldados y trabajadores sanos, que son la prosperidad de un país, eso significa el gran
sentido de una verdadera patria.

El sufrimiento y el dolor del pueblo, o sea la tragedia viva de los oprimidos, la callan los
escritores mediocres picos de oro, plumas azules, que sólo cantan con su apología, a las
valiosas perlas que lucen en los pescuezos las jirafas, las meticulosas aristócratas.

Cierta vez oí a un poetastro que le dirigía un piropo refinado a una gran señora, esposa de
un gran señor, rey del alcohol. –Que hable el poeta—decían los parásitos de esta fiesta de
levita.

-Gentil y respetada señora:

"Eres cual un blanco cisne


que en ondina mar revolotea.
y cual espuma, tu plumaje…"

Pero un zapatero se detuvo en el balcón de la calle de dicho casino, por cierto estaba
ebrio, y les parodió:

Gentil señora:

"Eres parásito cual una osa negra


que en alegres noches coqueteas,
llevando por tesoro una caja de conserva
que la luces y la prestas a clientes
que te cantan y muy bien se las meneas."

Apenas terminó el humilde zapatero su prosapia, le llovieron botellas, bastones e injurias,


y le cayeron encima un par de angelitos del Socorro Azul de la policía, dos abrazaderas le
ataron las muñecas y lo llevaron arrastrando y despellejándolo a tirarlo en la chirona.

Y la alta dama se quedó llorando lágrimas de cocodrilo y los lambiscones la consolaban,


diciéndole:

-- No se fije usted, es el chasco del plebeyo.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Mi Infancia
Jugaba en el patio de la casa de mi amiguito Carlos, que se encontraba ubicada en el
barrio de Talule, bajo la sombra de los cocoteros, allá por aquellos días del mes de agosto
de 1908. Era una de esas tardes en que el cielo se va cubriendo con gruesas nubes
preñadas de agua. Por momentos el viento agitaba con fuerza las ramas de los árboles y
silbaban los tejados; truenos y deslumbrantes relámpagos anunciaban el desarrollo de una
tempestad tropical.

En esos momentos jugábamos a construir pequeños canales y puentes con lodo, sin
advertir la tempestad que amenazaba. De pronto escuchamos una detonación y una llama
que descargó en la copa de un cocotero, llegando hasta el pie de su asta. Distaba de
nosotros como unos quince metros. Tan grande fue la presión de este fenómeno, que
rodamos por tierra sin sentido y con los ojos volteados. Al cabo de una hora, volvimos en
sí; vi a mi amigo en condiciones graves. Nuestras madres nos daban masaje en toda
forma, para volvernos a nuestra normalidad. Cuando tuvimos esa impresión, contábamos
apenas cuatro años de edad. El amigo Carlos quedó un poco torcido de la mandíbula
inferior y tartamudo.

En esa época comprendí lo que era un rayo: vi la rotación de una llama producida por el
encuentro de dos corrientes opuestas que chocaban entre sí, ocasionando una gran
explosión y una descarga infernal, que abrió la copa del pobre cocotero.

La noche siguió trágica, pues todavía llovía a torrentes. El pueblo se veía envuelto en
extensas tinieblas, en el firmamento, un parpadear de un juego de luces y truenos
simulando golpes de metralla; las calles se encontraban inundadas, y por momentos se
veían en la oscuridad cual espejos fantásticos irrompibles. En esa época nos faltó quien
venciera al rayo. Benjamín Franklin nos dio el invento del pararrayo para ponernos al
cubierto de sus ataques. El pararrayo no es más que una barra metálica que se coloca en
las cúspides de los edificios y en los mástiles de los buques. La extremidad de esta barra
termina en una punta que está en forma vertical hacia la atmósfera y la otra, comunica
con el suelo por medio de una cadena. Cuando una nube llena de electricidad pasa, se
descarga y es rechazada hacia el suelo y la electricidad de la naturaleza contraria, se dirige
con energía hacia la punta, perdiéndose en el zenit.

Franklin construyó el primer pararrayo en Filadelfia, Estados Unidos, en 1757. En Francia


no empezó a usarse hasta muy tarde, en 1785.

Franklin luchó por la independencia de su país en una forma incansable, fue el primer
representante diplomático de la Unión Americana en Francia. En esa época Franklin
perfeccionó sus estudios sobre su invento en París y lo vino a realizar en su patria.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Esto del pararrayo deberían popularizarlo los gobiernos en los centros industriales, en los
colegios y en los centros donde hay conglomeraciones, también hay que advertirles a los
campesinos, que cuando hay tempestades con descargas eléctricas, no deben refugiarse
bajo ningún árbol, porque es muy peligroso. Todos los árboles atraen más la electricidad,
excepto los árboles pequeños y resinosos, pues son malos conductores y es muy raro que
los ataque dicho meteoro.

Entonces, la humanidad agradece el sacrificio que todo hombre de ciencia da para


ayudarla. Franklin fue un revolucionario liberal avanzado, y se hizo un gran sabio que puso
su inteligencia al servicio de las comunidades del mundo entero.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO III

Cuatro Años Después


En una escuelita privada, el maestro sastre Félix Linares nos enseñaba las primeras letras
en su sastrería, éramos cinco alumnos. El sastre tenía una enorme uña de cuatro
centímetros que usaba para hacer los quiebros en las telas de los trajes que hacía, y
también para pinchar nuestras cabezas cuando no le dábamos bien la lección. Todos le
teníamos miedo a esa uña del diablo. En el corredor de su casa nos sentaba en línea,
revueltos con unos diez gallos. Él se creía el gallero más famoso del mundo. La cantadera y
aleteadera de estos animales nos traían medio locos. También tenían una malvada
pichicha que me odiaba, y porque andaba descalzo, me picoteaba duramente y me extraía
la piel. Entre mis condiscípulos, se encontraban los hijos de los generales, Samuel y
Valerio Ibarra.

Al ver que era insoportable la bulla de esos malditos gallos, me hizo plantearles a mis
amiguitos que les diéramos píldoras del Doctor Ross1, forradas con pan. Uno de ellos en
lugar de traer píldoras de Ross, trajo píldoras de Foster 2 y les dimos diez a los animales.
Fueron diez cantadas y diez vaciadas, quedando el corredor sin ellos para siempre. Pero
antes, habíamos salido ya de la pichicha. La envolvimos en un trapo y la echamos a un
pozo, donde se veía en el fondo del agua como un espejito de a diez centavos. La
animalita revoloteaba y cantaba, porque se creía en su casa por el agua.

Cuando el maestro se dio cuenta de todo esto, nos dio una gran paliza y nos lanzó a la
calle a todos, cerrando la puerta de su sastrería con una velocidad de once mil demonios.
Al famoso gallero loco y neurasténico le estorbábamos en la desaparición de sus preciosas
joyas de su vicio. Ya en la calle, sin la escuelita gallera, nos despedimos entre sí y nos
dirigimos a nuestras casas.

Dos años después. Los Cañaverales en Flor.


Cierta vez mis amigos condiscípulos Ibarra, me invitaron a pasar unos días a su hacienda a
disfrutar el campo. Como unos chiquitines que éramos, extraño me pareció el observar ya
sus malas costumbres. Eran muy déspotas, odiaban a los niños de la molendera y a los
hijos de los campesinos que trabajaban con el papá. Los golpeaban y los martirizaban
como a ellos les venía en gana.

1 En esa época se vendían unas píldoras rosadas del Dr. Ross que eran muy pequeñas pero muy eficientes para la

digestión.
2 PÍLDORAS DE FOSTER”, abajo se lee: “Un específico para las enfermedades de los riñones y achaques resultantes

de indisposición de los riñones ó de la vejiga".

31
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Al día siguiente de estar con ellos, dispusimos ir a nadar al río de San Antonio, a una poza
profundo y grande que llamaban Marcos Perdido. "Por allí se perdió un señor llamado
Marcos". En el fondo de la poza se encuentra una caverna subterránea, que según las
leyendas, desemboca en el Pacífico. A la hora y media de nadar les dije que nos
volviéramos a casa y cuando traté de vestirme, me azotaron con arena y lodo, inutilizando
mis humildes ropas y terminaron por empujarme y dejarme completamente empapado.
Salí estilando. Montado en cólera arrojé la de ellos, entonces, trataron de golpearme y yo
hice lo mismo.

Fueron a quejarse con su papá, que era general, y se creía un semidios. Al ver esto, el viejo
Don Quijote se puso como una fiera y ordenó a sus campistas que me fueran a seguir,
diciéndoles:

-Vayan a traer a ese indio "CHINCHIBIR3", voy a romperle el lomo con un leño a ese
desgraciado.

Por más que corrí me alcanzaron y me llevaron amarrado ante el viejo "barbas de cabro".

-Con qué tú, indio baboso, te vienes a zampar aquí, para amolar a mis hijos. ¿Con qué
derecho? Hijo de …

Metiéndome una bofetada, me sangró la nariz.

-¡Óigame señor! (le dije), ellos me golpearon antes y me echaron con ropa al río, vea cómo
voy todo empapado.

-¡Eso que importa! ¡Estúpido! ¡Amárrenlo a ese pilar!

Los mozos se apresuraron a amarrarme y por más que patalee y los mordí, me ataron. El
viejo se empinaba azotándome con la rienda de un freno, dejando mi pobre lomo todo
cruzado, como listones rojos, hinchados y en partes, hasta reventados. En mi coraje, odio
y sed de venganza, le dije:

-¡Viejo desgraciado! ¡Bandido!, ¡Ladrón! se vale de su gente y su grado de general para


dejarme en esta forma; pero no se olvide que soy un chico y que algún día me las pagará,
cuando sea un poco más grande.

-Suéltenlo en el camino, que se vaya a la mierda… hijo de tal por cual…

3CHINCHIBIR, Bebida refrescante hecha a base jengibre. Este nombre viene de la mala pronunciación de la
palabra inglesa ginger-beer = cerveza de jengibre.

32
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Me llevaron los ignorantes al camino, me soltaron y al mismo tiempo oí la expresión de un


viejecito llamado "Carmen del Chando", diciendo: -Pobre sipote, si viviera Polonia, su
abuelita, no sufriría estas cosas.

Me marché odiando todo y con mil meditaciones criminales. Juré no tener más relaciones
con esa clase de gente. Caminaba por las veredas, entre los cañaverales de azúcar que
florecían en esa época, y se mecían como un mar de felpas grises, que parecían humo. Me
detuve antes de pasar un riachuelo y vi unos troncos que humeaban; eran los restos de
una lumbre que hicieron unas lavanderas para cocinar sus humildes alimentos. En la ira
irreflexiva en que me encontraba, los arrojé al cañaveral y me marché a gran prisa por un
camino de la colina de la hacienda de un Señor Agustín, para poder observar. Desde la
altura contemplaba el gran paisaje, con mi pobre espalda martirizada. Vi que se
arremolinaron unas columnas de humo entre el cañaveral, en donde avanzaban
gigantescas llamas.

Me compadecí al ver a los pobres cocoteros que se abanicaban y retorcían en aquel


infierno. También me daba lástima ver a los conejitos disparados en su loca carrera,
pespunteando los pastales, buscando refugio. Y al mismo tiempo, me alegraba de aquel
incendio que iba a liquidar la madriguera de víboras cascabel, que son el azote mortal de
nuestros campesinos, que llevan los pies descalzos.

Vi, que en el casco de la hacienda, sonaban las campanas, dando la voz de alarma. Corrían
jinetes que echaban el ganado hacia el río y campesinos, que agitadamente, hacían rondas
para evitar el avance de la quemazón. El fuego vengador seguía su marcha, quemando
todo lo que encontraba, quedando el campo negro, como la superficie de una pizarra. El
general, medio loco al ver que se le quemaban aquellos inmensos mares de caña, mejor
hubiera aceptado tres apaleadas en su espalda, en vez de tener esas pérdidas, porque
según él, se creía el marqués de San Antonio. El latifundista lloraba amargamente y
maldecía la mala estrella en que nació. Conste que estos tipos se hicieron de las
haciendas, expropiando al nativo de su tierra, en la época del General Malespín, fundador
de la Universidad Nacional. O sea, la fábrica de abogados, de donde salen tres tipos de
profesionales: conservadores reaccionarios; los centristas que se quedan como buenos
equilibristas, coqueteando de un lado a otro; y un tercero, el tipo de abogado liberal, que
se destaca como un demócrata, uniéndose a la causa del pueblo, para luchar en pro de la
justicia.

Las tierras eran comunales, los criollos estaban relacionados con varias tribus: los nahoas,
los hueciapan, mayas, pípiles. Éstos tenían relaciones comerciales desde Chiapas y
Juchitán México y Guatemala. Hay las mismas costumbres y modismos, pues aunque hay
distancias que los separan, son los mismos.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Amanecer de Mayo
¡Oh, olor a tierra mojada! Mirtos, naranjos, cafetos, muchos árboles frutales saturan el
ambiente de fragancia deliciosa, estrellas que se desprenden de un lugar a otro, dejando
por huella una curva de un listón de luz. En estas madrugadas, en donde todo empieza a
despertarse, se ven caminar por las veredas, recias siluetas de yuntas de bueyes, guiadas
por hombres de tez bronceada, a la brega del campo. Se oye el ruido del arrastrar del
timón del aradón y el tropel de los animales, y el pisar de los transeúntes. ¡Ella! ¡Ella!
Cardenal baboso… ¡Hilu! ¡Hilu! Que tordito tan güe…

-Buenos días, compadrito.

-Buenos días, compadre.

-Qué temprano va hoy.

-Pues ya salió el nixtamalero—señalando un destellante lucero, que servía de reloj a las


mujeres que iban al río, a lavar su nixtamal y a los demás trabajadores.

-No descansa ni un día, compadre.

-Pues ya ve, no hay que descansarle un rato al pegue…

-Usted bien sabe compare, "qué el que quiere comer pululo" (pescado), se ha de mojar
el…"

Así se alejaban ellos en sus conversaciones familiares.

Vi a un hombre encorvado por el peso de un matate de su comida, y su tecomate y la hoja


de la cuma brillaba como espejo, que iba guiando su yunta, seguido por unos dos chuchos
flacos. Le dije, buenos días, tío Chano. Se apresuró un poco y me dijo:

-¿Y quién sos… "zipote"?

-Yo, Jorge, tío Chano. Lo reconocí por la voz, eran las tres y media y la madrugada estaba
un poco obscura.

-¿Y a dónde vas tan de mañana?

-A bañarme y traer mangos para los puercos.

-¿Y solo. No..?

-Sí, ¿Y con quién?

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Ve, se te va a aparecer la "Singuanaba" con patas de gallina, o el "Sipitío" come ceniza o


te salga el "Cadejo". Por andar de tonto a estas horas.

-¿Y que son esas cosas, tío Chano?

-Son espíritus malignos que se lo ganan a uno cuando anda a diz horas.

-Pero yo iré a bañarme, y al regreso, recogeré esta bolsa de mangos en el "Coquito".

-Ve, hijo, están pero tan buenos y sabrosos, que no se cansa uno de comerlos. Yo por aquí
parto, anda con Dios, y que recojas bastante.

-Bueno, tío Chano y que le vaya bien.

Y nos dividimos en el cruce de unos caminos, yéndose el buen viejo con sus zancadas,
guiando su yunta. Me encaminé por un trecho hacia el río y al llegar, noté que alguien se
bañaba y nadaba, chaporreando el agua. Me entró un poquito de temor, por las
macanadas del viejo. Pero al fin me decidí a afrontar la situación y al platear de las estelas
del agua que coqueteaban, vi la figura de una mujer joven, de cabellera hermosa. Brillaba
como una figura fosforescente y algo temeroso, me acerqué y le dije:

-Buenos días.

-Buenos días.

-¿Y quién eres?

La madrugada estaba algo nublada, las aguas de río se encontraban humeantes.

-Soy Jorge, el negro.

-¡Ah! ¿Y qué vienes a hacer solito aquí y tan de madrugada?

-A bañarme y cazar unos cangrejos en los lavaderos de las viejas lavanderas, antes de que
vengan y a mi regreso llevaré unos mangos. Y tú, ¿Quién eres?

-¿A poco no me has conocido? Soy Elvira, la de tío Samuel.

- Si… ¿Ella? ¿Y cómo has venido a bañarte sola?

Y acerqué un poco, queriendo ver si tenía las patas de gallina. Ella era una morena clara
esbelta, que flotaba toda desnudita entre el agua cristalina, tallándose sus piernas muy
bien formadas con un hermoso paiste. Yo me encontraba estupefacto, esperando que
aclarara más la mañana.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Vente, vamos a nadar, no seas friyento.

-No tengo frío. ¿De veras eres Elvira?

-Sí. ¿Qué piensas que soy? ¿Espanto o qué?

Parándose sobre una piedra, vi la figura de aquella mujer en su perfección. Se volvió a


arrojar al agua a nadar, entonces, decidí bañarme arrojándome al agua tibia,
envolviéndome y mis ojos estaban fijos mirando la figura de Elvira en el agua.

-Ven, me dijo, tomándome de mis manos, vamos a jugar del barquito.

-¿Y cómo es eso? Entonces me enganchó sus piernas con las mías, y veía sus ojos
adormecidos y una sonrisa precoz, y entrecortada, dirigiéndose a mí, dijo:

-¿En cuántos años andas, negro?

-Trece.

-Y ya estás grande, flótame a ver si tienes fuerzas y eres hombrecito.

Cuando la quise flotar, frenéticamente me envolvió en su cuerpo y sentí una fiebre de


precocidad salvaje. Las aguas, los árboles y todas las cosas que nos rodeaban, se fueron
tiñendo por el tinte púrpura de la Aurora Boreal.

-¡Ah! Ya amaneció, ya me voy para casa de teja, si gustas, vamos. Allá hay mangos
hermosísimos y dulces.

-Yo fuera contigo, pero tengo que ir a la escuela.

Salió apresurada hacia donde estaba su ropa, pensaba en mí. Es algo sublime el vivir en
este nuevo aspecto de la vida. Me hizo ver la importancia que tiene la mujer, y me puse a
pensar, preguntándome, ¿qué sería del mundo sin ellas? No habría inspiración ninguna.

-Ido te has quedado, ¡lelo! ya me voy. ¿No estás oyendo que te hablo?

-Sí… sí… Qué te vaya bien. Nos veremos donde tú me dijiste, tráeme alguna fruta del
rancho.

Partió por una vereda, ocultándose en una vuelta del camino. Nuestro sol tropical
calcinaba la fresca mañana, el viento leve acariciaba las plantas, en una gimnasia natural,
para que se desarrollen. Los pajaritos repeleándose en amores aéreos, para multiplicarse
y adornar más la fauna. Los pececitos en vaivenes, adormecidos en su éxtasis, babiando
nuevas vidas, que otros vienen asimilando detrás. Este es el gran proceso de la naturaleza,

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

en incontenible creación. Día a día, va transformándose, unas vidas sucumben, otras


vienen.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO IV

Aventuras de infancia
El día tres de noviembre de 1915, viajé a la ciudad Departamental. Íbamos al pueblecito
Atiquizaya, pueblo de gente morena, trabajadora y fuerte como el ébano.

Apenas contaba con catorce años de edad su servidor, Jorge Ibáñez, y mi compañero de
viaje, Santiago Yurda, tenía doce. Era un amigo llamado, parecíamos un par de aretes para
una sonta. Mi amigo era de color claro, pálido, flaco, crecido. Vestía pantalones cortos de
mezclilla gris, camisa blanca, mitad sucia y mitad limpia, los dos bistecs de las asentaderas,
le demolieron el pantalón y le hicieron un par de agujeros, que parecían anteojos color
beige. Usaba una gorrita de casimir que no se sabía de qué color era, porque le servía de
pañuelo. Era peludo, al fin sin dueño, descalzo, sus pies parecía abanicos. Tenía muy malas
costumbres. Con el dedo se cereaba los salones de la nariz, para extraerse lo que
deliciosamente le gustaba. Nunca se aseaba la cara, ni se bañaba. Su nariz era curva como
la orejera de un arado.

Siempre me contaba que descendía de una familia rica, y yo le decía que los ricos se han
formado del pueblo, distinguiéndose por usureros con corazón de hiena. Avaros, no
comen lo suficiente por atesorar y que roban a espaldas y al frente: ese es el tipo que se
vuelve rico o el que encuentra la forma de explotar a los trabajadores, o al que lo protege
un gobierno, pagándole un fabuloso sueldo sin hacer nada. O sea, los descendientes de los
primeros que se apoderan de grandes terrenos, en la época de la repartición de tierra.
Así—amigo Santiago, es mejor pertenecer a la clase pobre. Es más digno, porque esa
gente se gana el pan con el sudor de su frente, sin robarle a nadie.

La historia de cualquier capitalista, por honrado que sea, siempre es negra. Porque la
economía de un país, basada en acumular en monopolios de tipo individual, da un
resultado muy grave, para los pueblos. Por más que haga su gobierno por circular
millones y más millones para mejorar las condiciones del pueblo, el país mejorará por
corto tiempo. De ahí en adelante, resulta el mismo déficit, porque en este sistema, todas
las toneladas de dinero que circulen, pronto serán acaparadas por los altos acaparadores,
que tienen bien controlados los principales artículos de subsistencia, de todo lo que
necesita la humanidad. Por ese motivo, el dinero se concentra en pocas manos y el resto
de la mayoría se queda sin medios para comprar leche y pan para sus hijos, que resultan
desnutridos y surge una serie de enfermedades en el pueblo.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Todo eso que me cuentas Jorge, te lo creo—me dijo Santiago—y ¿cómo se podría resolver
ese problema que por tantos años ha venido afectando a la humanidad? Desde que
apareció el maldito dinero, hay estas calamidades.

Ve, Santiago, el dinero no es maldito. Si resultan tantos crímenes y tantas tragedias por
obtenerlo, es por su escasez, como te refería antes. El dinero están importante como uno
de los mejores pasos que ha dado la humanidad. El dinero es el sistema de mediar el
cambio de las cosas en las relaciones sociales de los pueblos. Sirve para las operaciones
rápidas y acelerar el progreso de la producción, en todas las ramas de la industria y la
agricultura.

Ve, Santiago, para que no haya miseria en los pueblos, el dinero debe ser nacional,
controlado por un gobierno que sea netamente del pueblo, que sienta un gran amor y
tenga conciencia para él. Al dinero no se le debe permitir su estancamiento en ahorros
individuales. El dinero debe ser controlado por bancos de base socialista y que se
desparrame en industrias y agricultura, en donde haya un plan de trabajo. Para desarrollar
la producción, deben abrirse factorías de trabajo en todos los pueblos y deben inscribirse
a todos los trabajadores de distintas profesiones, para hacer una organización de
trabajadores disciplinados, elevando sus salarios hasta donde mejor sea posible. Para que
haya felicidad en las gentes, crear un banco de seguro de vida y ancianidad, donde paguen
sus cuotas los trabajadores y el gobierno, para asegurar su futuro y el de su familia. El
resto de su jornal, lo deben gastar forzosamente en todo lo que sea necesario. Estos
bancos de la industria y la agricultura, deben estar evolucionando el capital en los
trabajadores del pueblo.

El gobierno debe controlar toda la producción, para vender a más bajo precio, para bien
del país. Estos implementarían maquinarias para que trabajen, reforzando a la
colectividad, para bien de ella misma y dará más descanso a los trabajadores, tiempo que
éstos utilizarían para sus estudios y diversiones. Mientras que la maquinaria en el sistema
de gobierno capitalista en que vivimos, solo beneficia al amo patrón y su pequeña familia,
y a los trabajadores los desplaza de sus trabajos, condenándolos a la miseria. Si, por
ejemplo, en el cultivo de la caña de un ingenio se ocupan cien hombres, con los tractores
sólo se ocuparían veinticinco. Serían lanzados a la calle setenta y cinco trabajadores, sin
trabajo, ni pan, mientras que el amo patrón, ahorra en el pago que hace los sábados y le
queda más gorda la olla, para hacerse el rey del azúcar. Surge aquí un problema que los
trabajadores no conocen, y por eso se declaran enemigos de las máquinas. En ciertas
ocasiones, hasta las han destruido, pero no se fijan ellos en el orden del sistema
económico burgués en el que vive. Este sistema sólo garantiza a la propiedad privada, que
está en manos de unos pocos. Ese es el fenómeno de la imperfección económica que da

39
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

por resultado la formación de ejércitos sin trabajo que gritan: ¡A la revolución! para la
transformación del sistema económico en uno social.

Ve, Santiago. Si hubiera un gobierno de equidad y comprensión de la verdadera


democracia, se elaboraría una economía basada en un plan de hacer trabajar a todos los
habitantes de un país, con la dirección de los hombres de ciencia. Entonces, la pobreza, la
miseria, el egoísmo y la envidia, el individualismo, desaparecerían y vendría la felicidad
para la humanidad.

Santiago me preguntó que donde había adquirido estos conocimientos, y le contesté que
en los libros y lo que nos enseña la vida real. He leído en la biblioteca obras de José
Ingenieros, Las Ruinas de Palmira, La Religión al alcance de todos, Teoría del
cooperativismo, de Ford, La revolución francesa, de Anatole France.

--Y ¿qué sacas con leer todo eso? Con eso no ganas ningún dinero.

--Entiendo que no, pero me sirve para prepararme y defenderme en el futuro.

-Oye, Jorge, y ¿llevas libros en esa maleta?

-¡Claro que sí!

-Mejor vendámoslos para comer algo.

-¿Qué? ¿Has perdido la fe de comer? ¿Hasta ahí llegaría nuestra desgracia? ¿Qué en
nuestra América, siendo tan grande y tan rica, nos muriéramos de hambre?

Ve, Santiago, mis libros los venderé hasta que los haya leído, y eso me servirá para
comprar otros, no para comer, y aunque quedemos con los dientes pelados y tiesos, no
los vendo.

A medida que avanzábamos por la carretera, veía en mi sombra una figura ridícula, con
unos pantalones de manta dril, de setenta y cinco centavos, que podrían servir a un niño
de diez años. Parecía torero, de tan pegados al pellejo. Un cotón camisa de manta, un
sombrero de palma, con un portillo en la copa y por ahí se escapaba un mechón de pelo.
Mis pies parecían abanicos morenos, parecía que me faltaban algunos dedos. En mis
calcañales (talones), se me veían algunas costritas, que eran mi triste calvario en esa
época, muchas veces me hicieron bailar el Can-Can. Varios tronconcitos, malvados
criaderos de puercos, que reproducen sulitas.

Embebido en todas estas conversaciones y meditaciones pasajeras, llegamos a la ciudad,


sin fijarnos en nada. Recorrimos calle por calle, taller por taller, buscando trabajo. Por fin
encontramos a un señor Cristales, quien dirigía una construcción, y ahí nos ocupó,

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

dándonos alimento y un rincón de su casa, para que descansáramos. Nos pagaba tres
reales diarios de sueldo. Fueron los primeros centavos que obtuve por mi trabajo. Seis
meses después, mi salario fue aumentado.

Mi amigo Santiago se unió a unos compañeros y se emborrachaban los sábados, pues le


gustaron muchos los vicios. Comprendí que no era un amigo y desde ese momento me
separé, para no vernos más. Mientras, yo seguía con sed de leer. Me gustaban los versos y
llevaba una gran ambición por escribirlos también. Encontraba la vida muy preciosa y cada
mañana que amanecía, me complacía más vivirla.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO V

De bote en bote, por no querer llevar unas valijas


Cierta mañana, a las nueve horas, iba por el barrio de San Juan a casa de mi maestro
ebanista, Jesús Bernardino Guzmán, que era un notable artista en maderas y de una
cultura avanzada. En fin, un buen maestro. Pasando frente a la casa contigua a la cantina
"La Norma", salió Doña Anita a llamarme:

-Jorgito, ven un momento, que me interesa hablar contigo.

-Buenos días, Sra. Ana, ¿qué desea usted de mí?

-Pase usted-dijo, brindándome un asiento. Ahí encontré a cinco tipos un poco


sospechosos. Adiviné en sus semblantes, que no les gustaba el trabajo.-Aquí les presento
al joven Jorgito, señores, que es un muchacho honrado y muy buen amigo.

-Para servir a ustedes, señores.

-Gracias, igualmente a usted joven Jorge. ¿Adónde se encamina usted por nuestro barrio?

-Voy a casa de mi maestro.

-¡Ah sí! Don Jesús. Vive a la cuadra siguiente, es una buena persona.

-Pues vea, Jorgito, no vamos a perder más el tiempo—dijo la señora Ana—vamos al grano,
porque el tiempo perdido, los santos lo lloran.

-¿De qué se trata, señora?

-Ve, Jorgito, estamos preparando el recibimiento de nuestro futuro presidente, Jorge


Meléndez, que anda en gira por toda la República, y hoy nos toca a nosotros. Debemos
distinguirnos con una alta nota social, para que se diga algo en bien de nuestro pueblo.

¡Ah!, dije entre mi, se trata del macho Romo. Entonces me vino el recuerdo de que el
poeta Manuel Álvarez Magaña iba ebrio, montado en un macho viejo por el parque
Libertad de Santa Ana, y a grandes gritos decía: ¡Aquí voy, sobre el macho Romo de Jorge
Meléndez! No había terminado esos gritos, cuando le cayó una nube de policías,
hospedándolo rápidamente en la de cuadritos. Después de un rato absorto por estos
recuerdos, Doña Ana distribuía que hacer a cada tipo.

-¡Oiga usted, Don Ladrillo seco!

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Muy bien, Doña Ana, mande usted.

-Usted va a dejar ir los cohetes. Y usted, Don Neme, se suelta las palomas. Y vos, Cande,
tiras confeti y serpentinas. Y todos juntos, echan ¡Vivas! a Don Jorge y a mí. Y usted se
suelta los volantes, le dijo a Don Maca, que necesito que ese hombre vea que me destaco
en su campaña. Con eso me voy arriba y entonces les seré útil a ustedes. Tu Jorgito,
cuando me acerque a darle el abrazo de bienvenida, me sigues y tomas las valijas, las
llevas a mi casa y las guardas en mi dormitorio. Ya tenemos invitado a todo el pueblo y
estará la marimba. En fin, todo va a estar pero de "Apinol".

Al oír todas estas cosas se me revolvió el estómago y me daba asco.

-Doña Anita, creo que en estas cosas no les voy a acompañar, a mí no me gusta andar
metido en estas bolas.

-¡Vaya! muchacho bobo, anda, civilízate, no seas tonto, date a conocer con las grandes
personas que valen. Hoy es la ocasión.

-Vea Doña Ana, soy un obrero y para trabajar en un taller ganándome la vida, no necesito
que estas gentes me conozcan. Eso sólo les conviene a las personas que llevan la ambición
de emplearse en el gobierno. Yo no aspiro a eso, lo que me interesa nada más, es
adelantar en mi oficio y hacerme un buen ebanista.

-¡Vaya, que muchacho más baboso! No pasarás de zopilote a gavilán, o eres azul y blanco,
del Dr. Palomo, el candidato opuesto.

-Yo no soy de nadie, ni quiero meterme en esas cosas, creo que estamos discutiendo
inútilmente, Doña Ana y pierde su tiempo conmigo, porque de estas cosas me mantendré
neutral.

-Tú no debes de negarte, debes definirte, si con nosotros o con el otro bando.

-Ya estoy definido, señora. Ni con ustedes ni con nadie.

-Ese tu orgullo te va a costar caro, y después vas a tener que arrepentirte.

-No, doña Ana, de mis hechos nunca me arrepiento; me voy y que tengan un gran éxito en
su empresa.

Apresurado me despedí, saliendo a la calle contento de haberme zafado de esas gentes.


Apenas anduve unos cuantos pasos, oí que dijo la vieja Ana, con una carcajada
estrepitosa, a sus correligionarios: "no pudimos ganarnos a ese hijo de "Varsina". Cuando
llegué a casa de mi maestro, me pregunto:

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-¿Para qué te quería la vieja argüendera de Doña Ana? Mi hija Goyita vio que te llamaron y
te entraron, estaba un poco apenado de ver que estuvieran en esa casa del jabonero.

Medio riéndome, le dije:

-Quería que me hiciera del partido de ellos y fuera al encuentro de Don Jorge y me
encargara de traer las valijas hasta su dormitorio. Le contesté que a mí no me gustan esas
cosas, ni estaba dispuesto a meterme en nada. La vieja se puso un poco colérica cuando
vio que me le negué.

-Si- dijo el maestro – así anda embaucando a medio mundo en la campaña en pro de la
partida de ladrones de los Meléndez Quiñones, que han comprometido a nuestro país en
ochenta millones de dólares.

-¡Esos desgraciados! ¡Vende Patrias!

Noche de Navidad, en que todo el mundo se divierte


Llegaron a mi casa unos amigos para que paseáramos esa noche. Eran Daniel, Salvador,
Juan y Nicolás. Pedí permiso a mi madre. Muy bien, va a irse a pasear con sus amigos, me
dijo, pero no quiero que se junte con borrachos, quiero saber quiénes son sus amigos. Se
los presenté y de ahí salimos muy contentos con diez pesos para gastar. Mis amigos
también llevaban dinero que les dio su familia.

Daniel propuso que fuéramos al parque que estaba alegre. Había juegos, carruseles, ola,
paraguas japonés, circos, cine público, loterías, mesas de juegos, cantinas para los
viciosos, refresquerías, venta de frutas y una porción de gente pregonando sus vendimias.

-¡Sorbetes! - ¡El pan con chumpé! -¡Las ricas horchatas de morro! - ¡Los ponches de leche!
- ¡Café con tamales! -¡Buñuelos! -¡Hojuelas! - ¡Muéganos!

- ¡El Chuco! (atole de maíz negro) – decía una viejecita que soplaba el fuego en un rincón –
está muy rico. ¡Vengan muchachos!

Al pasar por un puesto de refrescos, nos invitó la dueña, diciéndonos: tengo cinalcos muy
buenos (refrescos mexicanos). Al oír ese nombre nos pareció extraño y decidimos
saborear la bebida.

-¡Sírvanos cinco! (La dueña de la refresquería era la amiguita Fidelina).

-¡Oigan, mucha… les advierto que estos refrescos no valen diez centavos, ni cinco! Valen
cincuenta.

-¡Sírvanos! no se fije en eso, cargamos plata.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Al servirnos cinco hermosos vasos del espumante refresco muy aromático, le pregunté:

-Oye Fidelina, ¿de dónde han traído esta bebida tan sabrosa? Dicen que la traen de
México.

-Caray, tienen muy buen gusto esos valientes mexicanos. Su música, contestó Salvador
suspirando y parodiando la "cucaracha". Vieras Chero, que bien me saleen mi mandolina.

-¡Pónganse de pie, hijos de la mandolina! – Dijo un teniente Quevedo, sacando una


escuadra y amenazándonos, respaldado por tres parejas de guardias – ¡registren a estos!
Los guardias nos registraron de pies a cabeza, y dijo, al tomarnos el nombre a todos – A
este prietito quiero, detrás de este andamos.

-Pero, oiga teniente – dijo Fidelina – si es un muchacho honrado y no tiene ningún delito.

-¡Cállese usted el pico, deje de cacarear!

Me trabaron un par de esposas y me dieron el empujón hacia adelante, y fui a chocar con
unas personas que estaban a mi paso.

-Váyanse ustedes, mocosos – les dijo a mis amigos.

-Oye Salvador, avisa a mi mamá.

Me condujeron al puesto de guardia, me ataron, tendido en una camilla, después de


insultarme y abofetearme, por orden del cobarde teniente.

Serenándome un poco, me resigné a sufrir todas las bestialidades que estaban dispuestos
a darme, sin demostrar cobardía. Luego comprendí que esto había sido el resultado de no
haberme prestado como instrumento para llevar las valijas del tal Presidente, que ya
estaba gobernando. El burro del teniente me dijo:

- Doña Anita dice que hablas pestes en contra del gobierno.

-Oiga teniente, yo no me meto en nada de estas tonterías. Si a mí me arresta y me flagela,


es por chismes de esa vieja prostituta.

- ¡Ajá! Diciendo que Doña Anita es prostituta.

En ese momento llegó otra pareja de guardias, con los señores Francisco y Leandro Ibarra.
Estos, al entrar a la cuadra se dieron cuenta, y Leandro le dijo:

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

- Oiga teniente, eso que está haciendo con ese pobre joven le va a costar caro, ese es un
muchacho honrado que con nadie se mete, y aquí se está cometiendo una injusticia.

- A todos los voy a domar así – contestó el esbirro acezando – desátenlo, y pásenlo con los
otros bandidos a la bartolina.

Ahí pasé toda la noche. Me sacaron al día siguiente a la una de la tarde, bajo aquel sol
abrasador. Nos llevaron por cordilleras hasta la ciudad Departamental, concentrándonos
en las cárceles de la policía, que estaban repletas de abogados, médicos, poetas, obreros.
En fin, mucha gente de trabajo, honrada, estaba allí sin garantías.

Llegamos a las cinco de la tarde, apenas entramos al recinto con Francisco y Leandro,
vinieron a nuestro encuentro ciertas personas influyentes que estaban presas y nos
dijeron:

-¡Pasen, hermanos de nuestra causa, aquí estamos todos juntos, dispuestos a


enfrentarnos al "canalla"!

Yo no sabía qué era eso de la causa, y me sonaba a nuevo.

- No se aflija muchacho – me dijo el poeta Bernardino Zamora – hemos organizado un


comité de defensa nuestra y ya se está trabajando por el indulto de todos.

Me recosté en un rincón a descansar, quitándome los zapatos, porque mis pobres pies ya
no los aguantaban. Se acercó a mí un joven abogado apellidado Silva.

-Aquí tiene usted ésta vianda, que todos los días le vendrá del hotel Americano y también
estos cigarros. ¡No esté triste, que no está solo! todos estamos con usted.

- Gracias señor.

Apenas empezaba a cenar, cuando aparecieron por la muralla dos parejas de guardias
gritando – "Ese Jorge Ibáñez, que se haga presente", y repetidas veces oí el grito refinante
de esos imbéciles – " ¿Quién es Jorge Ibáñez?" Se creó una gran confusión en el grupo de
los presos, que eran unos ciento cuarenta.

- Yo soy, dije, terminando de ponerme los zapatos y haciéndome presente.

Leandro y los doctores se acercaron a las parejas de guardias, preguntándoles:

- Y, ¿adónde lo llevan?

Los guardias contestaron:

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

- Por cordillera, para el departamento de Sonsonate.

Muchos señores de los que estaban presos, me depositaban dinero en los bolsillos y al
mismo tiempo me daban valor.

- No se aflija, que ya haremos algo por usted. Hemos organizado un comité pro-amnistía y
pondremos un telegrama de amparo para que le dejen en libertad.

Dejé aquella cárcel, en donde me sentí animado por estar con presos de la misma causa.
Cuando salimos a la orilla de la ciudad, me detuve un momento a contemplarla. El
alumbrado de Edison la había adornado, y se veía preciosa. Desde la altura veía con
tristeza tantos foquitos que se mecían por el viento. Unos se apagaban y otros se
encendían, como diciéndome ¡Adiós!

- ¡Apúrate, imbécil! ¿Qué miras tanto?, ¿qué por tu lindo hocico nos vamos a estar aquí
todo el tiempo?

Emprendí mi marcha sin contestar nada, envidiaba la felicidad de parejitas que se


arrullaban felices, por mi paso.

- Ve, ¡qué bonita está la ciudad! ¡Mírala bien! – Me dijo el sargento "vinagre" – esta es la
última vez que la ves, pues ahí adelante, te tronamos.

Me puse un poco triste y pensé: es una lástima que me maten tan joven y sin deber delito
ninguno y le pregunté al sargento:

- Oiga, sargento, ¿y qué pueden matar a uno sin delito?

- Ve, pues, no eres el primero, confórmate, que anoche sacaron a un tal Jiménez Escalante
de la capital, para Candelaria de la Frontera, y ahí lo despacharon para el otro barrio. Y
qué casualidad, que eso le tocó a un compañero mío de escuela.

- ¿Quién es, mi sargento? – preguntó otro guardia.

- "Chajazo", hombre… dicen que ese "Chajazo" es un hombre verdaderamente amargo –


pero no tanto que se diga – dijo el sargento "vinagre" – habemos otros más amarguitos, y
este pobre pollo que llevamos, hoy lo sabrá.

Vi aquel camino, silencioso y obscuro, pedregoso. Mientras más nos internábamos a la


cumbre, hacía un frío que me helaba hasta los huesos. Empezamos a subir unas cuestas,
con vueltas muy caracoleadas y pedregosas.

- Aquí le llaman San Ramón – dijo un guardia- este sitio ha tenido fama de que aquí salen
indios de pelo en pecho a asaltar.
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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Ojalá salieran hoy, dije entre mí, aunque me despedazaran con estos.

- Oiga mi sargento, este sitio está propio para el trabajito, dijo un guardia chato, horrible.

- ¡De veras! – Dijo deteniéndose - ¡Párate aquí nomás! ¿Para qué andamos tanto?
Inmediatamente se encaró, alumbrándome con la lámpara y jalándome del saco,
abofeteándome. – A ver el dinero que llevas ahí en la bolsa, "perro".

- Sáquenlo, es para ustedes, yo ya no necesito de él, y…

- Ve, te la llevas de malicioso, como machito. ¡Eh! y ni te atemorizas. ¿Crees que estamos
jugando? – mientras me vaciaban las bolsas.

- ¿No tienes ningún recado para la vieja de tu madre, cuando llegue a buscarte?

- No se preocupe por eso – contesté.

- ¡Arrímelo ahí al paredón! – dijo el asesino profesional.

En ese momento me acerqué de espaldas al paredón. Me flaqueaban un poco las piernas


y me mordí los labios para entrar en valor.

- Preparen armas. ¡Apunten! ¡Fuego!

Fue una detonación de seis fusiles. Tuve una especie de paroxismo, quedé sordo, tonto,
aturdido, reclinado al paredón. En la obscuridad no pude observar en qué forma estaba, si
herido, o qué era lo que me pasaba. Entonces el sargento se acercó a mí y dijo:

- Quiero ver cómo ha quedado ese perro – y me alumbró. – Ve, y estás parado, no te has
desmayado. Tienes buenos nervios, desgraciado, infeliz - ¡Vaya! sigamos adelante, allá en
el plan lo liquidamos, ya que aquí se ha escapado.

Yo sentí una reacción y un gran coraje terrible, al ver la treta con la que iban aniquilando
mi valor físico. Pensé dos cosas: o estos dispararon fuera de mi blanco, o solo eran
casquillos sin proyectiles. Atracado con las manos hacia atrás, a veces me iba de bruces
sobre las piedras. Me paraban unas veces, tirándome del pelo y otras donde me
agarraran, con injurias. Se acercó "vinagre" cuando salimos al plan de la montaña:

- Ve, si tienes ciento cincuenta pesos, te dejamos ir libre, pero con una condición. Que te
vayas para Guatemala y nunca vuelvas por estos lugares.

-Pues pierdan la esperanza de esos ciento cincuenta pesos, porque no tengo ni un


centavo. Todo el dinero que llevaba en mis bolsillos, está en poder de ustedes. Y ¿Qué
más quieren?

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

- Entonces, no te vas. De veras, muchachos, contemos a ver a cuánto llega la pollita que le
quitamos al bruto este.

Y llegó a la cantidad de ochenta pesos. Así que me llevaron por aquel camino, con muchas
amenazas y atropellos, hasta que llegamos al pueblo de Apaneca. Entonces me dijo el
sargento:

-Que te valga el santo, que ya te vamos a entregar a otros guardias de Sonsonate y esos sí
que te despacharán al otro mundo.

Llegamos al cabildo y ahí estaban los otros guardias, el sargento y su pelotón. Después de
saludarse con un lenguaje vulgar y soez, dijo el sargento:

- Oiga, cabo, aquí tiene usted esta nota y a este reo, me firma esto. Y así fue, se cambiaron
firmas y el otro cabo me dijo:

- ¡Arriba palomita! ¡Síganos! tenemos que llegar temprano. Eran apenas las doce de la
noche.

Después de todos los papeleos, cuchicheos y secretos de orejas, emprendimos la marcha.


Cuando salimos a la orilla de esta villa, el cabo, jefe de estas dos parejas me dijo:

- Oye, si llevas dinero, te dejamos ir.

- Ya me lo quitaron todo, los que me traían antes – contesté.

- Ve, qué avorazados esos desgraciados, nos comieron el mandado. ¡Ve si llevas alguna
prenda!

Al revisarme el amarrado de mis manos, me vieron un anillo de oro, que era recuerdo de
mi madre y me despojaron de él rápidamente.

- ¡Por favor, no me lo quiten, que es un recuerdo de mi mamá!

- ¡A mí qué me importa eso! con esta linterna tenemos un par de botellas de hilo de oro,
para ponernos una buena borrachera.

Así fui por este camino. Ratos de cárcel en Slacuatitán, ratos en la cárcel de Guayua, otras
veces en las cárceles de Nahuizalco, hasta que llegamos a la ciudad de Sonzonate, en
donde estuve seis meses en la prisión, pagando una pena que no debía.

Mi pobre madre me buscaba desesperada en distintas cárceles, y nadie le daba razón.


Entonces, triste y desconsolada, regresó a su pueblo y con las amigas del barrio, me

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

rezaron el novenario, como si fuera difunto, porque alguien dijo que ya me habían
asesinado.

En mi prisión se me desarrolló una terrible disentería y paludismo por falta de baño y


alimentación. Casi todos los días me daban pulpa de coco, que comía con los otros reos.
Rara vez nos daban alimento, que era peor que el de un perro. Mi salvación fue, que un
día de tantos, me sacaron por la mañana a barrer unas calles y por coincidencia, pasó Don
Bonifacio, el escultor que hizo a San Sebastián o San Caralampio, o el santo pipa de
alcohol. Alarmado de ver al conjunto de presos que barríamos las calles, se detuvo un
momento, y enseguida lo reconocí.

- ¡Adiós, Don Bonifacio! – le grité.

- Y ¿quién eres tú que me conoces?

- Si es de mi pueblo, cómo no lo voy a conocer – al mismo tiempo oía a un policía que me


gritaba: "¡No vino usted a conversar con nadie! vino a barrer". Pero no le obedecí al
estúpido policía.

- Yo soy Jorge, Don Boni.

- ¿Y por qué estás preso?

- La vieja Anita de la cantina me mal recomendó. Estoy aquí desde diciembre.

- ¡Qué barbaridad! que lengua tan criminal la de esa bandida. Voy a hablar con el general
Delfín Santos y ya saldrás libre.

- ¡Retírese usted señor! No esté entreteniendo a los presos – dijo el policía Sacón.

- Ya me voy amigo, ya me voy. Si le hablo es porque es un muchacho bueno y muy


honrado.

Después nos concentraron en la cárcel, en donde me colmaron de improperios por


haberle hablado al amigo. Así fue como a las seis de la tarde, me pasaron a la presencia
del señor Director de policía.

- Oye, vago bochinchero, vas libre, pero no vayas a volver a caer más en nuestras manos,
porque te va a ir muy mal.

Yo no creí que me pusieran en libertad, hasta que me dijeron: "Váyase pues, ¿qué
espera?", y todo atolondrado, salí del edificio, sin rumbo. Cuando llegué a la esquina me
detuve un rato, para pensar adónde ir. De pronto, un señor me cogió del brazo y me dijo "
¿Ya estás libre, eh?". Me volví para reconocer quién me hablaba y vi a Don Bonifacio.
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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

- Sí, Don Bonifacio, es usted una buena persona. ¿Con qué le pagaré este gran favor que
me ha hecho?, porque en estas cárceles inmundas, se pudre uno, Don Boni. "Con nada,
muchacho, vámonos a mi casa", me contestó.

El buen viejo me acondicionó donde poder descansar, me dio alimento y ropa limpia,
porque la que llevaba, estaba llena de piojos. A los dos días de estar en casa de ese buen
hombre, decidí irme a la ciudad de Santa Ana, porque no quería ser carga para este amigo.
Emprendí mi viaje, dirigiéndome hacia la salida de la ciudad.

Así viajé por aquella polvorienta carretera, para subir minuto a minuto, contemplando
nuestro hermoso volcán de Izalco, que es nuestro faro del Pacífico. Vi el inmenso océano
entre bruma, vi la preciosa ciudad de las palmeras, en donde sufrí seis meses de calvario,
prisionero en ese infierno tropical. Me perdí entre las cumbres frías, entre los naranjales y
los bosques de cafetos, con intención de organizarme y tener derecho a una vida de
gente.

Ya en la hermosa y heroica ciudad de Santa Ana que parece estar en la explanada del
cráter del volcán, limpia y pintoresca, con su base de roca sólida. Tierra de dulces naranjos
y sabrosos cojotes de corona. Tierra del bravo volcaneño, indio de pelo en pecho, valiente
y aguerrido, amante de la libertad, que gusta vivir bien, como gente, y luchar por la
reivindicación del pueblo. Tierra del poeta Valdés y del compositor David Granandino.
¡Ah!, ciudad de Tecana, no te olvido nunca.

Cuando arribé a esta ciudad, después de pasarme varios días por la calle buscando
trabajo, lo encontré en la construcción de un cine llamado Principal. La primera semana de
trabajo, me la pagaron a treinta pesos, cosa que me alegró mucho, porque en nuestro
país, los trabajadores tienen sueldos miserables. El que más gana, es hasta tres pesos
diarios. Este trabajo fue para mí flor de un día, porque sólo me duró tres semanas. El
arquitecto nos reunió a los ochenta que trabajábamos y nos dijo: "Vamos a declararnos en
huelga, pidiendo diez pesos diarios para los obreros y cinco para los mozos."

A mí me pareció extraño que el arquitecto y el administrador nos incitaran a la huelga,


porque los empresarios nunca han sido partidarios de ellas y yo la creía absurda, porque
teníamos buenos sueldos y trabajábamos ocho horas, y los demás trabajadores en otras
partes, trabajaban doce. Yo me creía en la gloria, por la explotación inicua y la miseria que
hay en estos empleos, pero este señor arquitecto nos llevó a la huelga y nos dijeron que el
que fuera a trabajar por cuenta de la compañía, contraviniendo dicha huelga, tendría que
ser linchado por todos. A mí me despertó curiosidad al ver que todo un ingeniero
proponía esto. Resultó que este señor había hecho su contrato mal, salía con una pérdida
de siete mil pesos y no se podía zafar así nomás de dicho contrato, y nos usó como

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

instrumento para que apareciéramos como los autores de esta huelga loca, y así
presentarse en la compañía, anulando el contrato o bien reformándolo en condiciones
que mejoraran sus intereses. El ingeniero no hizo la huelga para mejorar la vida de los
trabajadores, porque él hubiera querido que ganáramos los sueldos que percibían los
demás obreros, trabajando doce horas. Si ganábamos buen sueldo y trabajábamos ocho
horas, era por acuerdo de la compañía de espectáculos, porque les precisaba su trabajo, y
así fue.

Como todos éramos incapaces de comprender estos problemas, nos agrupamos en el


parque a esperar que se resolvieran nuestras peticiones. Alguien fue a avisarnos de que
había unos carpinteros trabajando a puerta cerrada, por cuenta de la compañía. El
arquitecto llegó gritando: "¡Arriba, muchachos! vamos a darles una buena macanada a
estos esquiroles, sinvergüenzas, que son unos traidores serviles". Y así fue. Marchamos
todos en grupo, rodeamos el edificio, mientras otros forcejearon las puertas y entraron,
encontrando ahí a los cuatro carpinteros, sudando. Medios locos, se abalanzaron contra
ellos, sacándolos a la calle con una gran paliza, y redonditos fueron a parar al hospital.

Cuando este escándalo, la policía acudió, llevándose a todo el que encontraba. Yo me


salvé, porque me hice dueño de un carretón de nieve y gritaba, "¡La nieve de leche,
muchachos! ¡Nieve! ¡Nieve!". Un policía me dijo, "¡Retírese con ese carretón!" Lo arrastré
hasta la vuelta de una esquina, pero ahí me salió el dueño y me lo quitó. De este modo
pude salir de este lío. Al tal arquitecto y al administrador no se les vio nunca más la cara.
Los camaradas que cayeron presos por ese escándalo, unos salieron con multas y otros la
desquitaron en obras públicas.

Después de este fracaso, seguí rodando por la ciudad, de taller en taller. En unos
trabajando y no me pagaban, en otros percibía salariaos de hambre y vivía mi vida
amarga, un paria al fin. Meses después llegaron mi madre y mi amiguita Elvira, quienes a
fuerza de convencimiento, me hicieron volver a mi pueblo. Ahí tenía mi casa propia y mi
vida podía ser más tranquila.

Me resultó lo contrario, porque me mantenía casi privado de la libertad. Después de estar


radicado, resultó que un día vino Elvira con sus amiguitas, para que fuéramos a escuchar
un concierto en el parque. Llegamos a ese lugar a las ocho de la noche, cuando empezó el
concierto, bien amenizado por la marimba del Ideal Club. Los que tocaban la marimba,
eran unos baquetistas competentes.

Me encontraba muy tranquilo en un sofá, charlando con mis amiguitas Mercedes, Olivia y
Elvira. La gente acostumbraba a pasearse alrededor del parque en estos conciertos. Un
coronel, que era el comandante local, se paseaba como un gallito en tiesto, arrastrando el

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

ala a las muchachas. En esas noches se ponía el uniforme de gala, salía luciendo su
penacho de plumas rojas, con su uniforme muy relumbroso, adornado con chapas de
cobre. En una de sus tantas vueltas que daba, se dirigió a nosotros con aire muy cortés,
saludó a las muchachas y a mí me dijo:

- ¿Con qué ha vuelto usted de nuevo?

-Si coronel, ya estoy aquí a sus órdenes.

-En verdad, señoritas, el concierto ha estado muy bonito, la noche muy hermosa. Y
ustedes, ¿por qué no pasean?

-Ay, coronel, estamos un poco cansadas.

-Bueno señoritas, me retiro con el permiso de ustedes y mi más grande deseo es que
disfruten de esta noche preciosa, y hasta lueguito.

Se retiró con un andadito de ratón encorvado, pues de eso tenía cara. A mí no me saludó y
solo me miraba de reojo, con una risa sarcástica e hipócrita. Ya cuando ese tío se marchó,
le dije a Elvira, "Es necesario que nos marchemos para nuestras casas", pero las otras
muchachas dispusieron que se quedarían hasta que se terminara el concierto.

Mercedes dijo, "este viejo del corone, me anda diciendo bobadas, pero a mí me cae tan
mal, que me parece un morroño con botines. "Y es casado", dijo Olivia, "y así anda
enamorando a todas las muchachas." Elvira le contestó: "este vejete del coronel, cebolla
cabeza blanca y rabo verde. Ahí donde lo ven, tiene setenta años. Hace su lucha a ver
quien cae, por si alguna de ustedes está próxima".

-A mí no me entra ni con agua, ni un lazo, para querer a este viejo se necesita tener
estómago de zopilote-dijo Mercedes.

-¡Basta ya! Cambien de plática, dejen en paz a ese pobre viejo, no se hagan tijeritas- les
dije.

-Pero es que a nosotras no nos gusta el queso añejo- dijo Oliva.

-¡Entiendan! cambien de conversación o nos vamos- les dije.

Nos interrumpió un hombre que anunciaba con una bocina:

-En estos momentos se va a ejecutar la obra musical "poetas y aldeanos", en honor de la


honorable concurrencia, y después de continuará con dos estrenos. Las serenatas "Flores
marchitas" y "Noches de Luna".

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Por cierto, era una música divina, bien ejecutada por los entusiastas hermanos Torres. En
estos instantes, cuando nos decidíamos volver a nuestras casas, nos salieron al paso un
sargento del cuartel con unos soldados, sin armas. Dirigiéndose a mí me dijeron:

-¡Permítame un instante, joven! Dice mi coronel que pase a la comandancia.

- Y ¿para qué me quieren?

-No sé, son órdenes.

- ¿Y para qué será? Voy a ver que quiere, espérenme un momento- le dije a Elvira y mis
demás amigas.

-Nosotras vamos contigo, para saber qué quiere el coronel.

-Ustedes no, señoritas, sólo se necesita al joven.

-Aunque no quieran, ¡nosotras vamos!

Así fue, partí entre los soldados a la comisaría. El parque estaba concurridísimo, la que
gente me vio ir entre los soldados, se quedó alarmada. Llegué a la comandancia, y el viejo
se encontraba sentado, escribiendo sobre una mesa, y al vernos, se paró muy
ceremonioso, cual un japonés, con agachadas de cabeza. Entonces, dirigiéndose a mis
amigas, les dijo:

-Señoritas, ustedes dispensen estas imprudencias, pero es un caso sólo del joven y les
suplico que hagan el favor de retirarse.

-¡No señor! ¡Queremos saber por qué detienen a mi primo! ¡Y qué es lo qué le quieren
hacer! – dijo Elvira.

-No se trata de hacerle nada, señoritas, se irá con ustedes, no se alarmen, que no es nada
grave. Si ustedes quieren esperarle ahí en el parque, llegará dentro de unos momentos,
sólo quiero hablar con él un instante.

-Entonces, ahí lo esperamos, coronel. Oye Jorge, ahí te esperamos…

-Muy bien, ahí llegaré- contesté.

-Hasta luego, coronel y gracias, dijeron saliendo a la calle.

Apenas salieron, un soldado cerró la puerta. La comandancia hedía a creolina, cual


gusanera. En los rincones estaban unos gallos amarrados, en la pared se encontraban
unos retratos, como chorizos, de los ex-presidentes. Había además, un escudo y una

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

bandera medio ahumados, unos tercios de periódicos viejos, colgados en la pared, con
telarañas, y el viejo contemplaba su propio retrato de cuando era joven. Él se acariciaba
los bigotes y con unos ojos brillosos como de ratón, alzaba la vista hacia las sucias vigas. Y
dirigiéndose a mí, me preguntó:

-¿Con que ha vuelto usted aquí? ¿No sabe que cuando usted se marchó de este pueblo,
tuvo que haberme pedido permiso para irse?

-Sabe, coronel, que cuando yo salí de aquí, fue porque me llevaron preso a Ahuachapán,
mal informado, y de ahí me sacaron a Sonsonate, en donde estuve preso injustamente
mucho tiempo. Por eso no le pude pedir permiso, aunque no estaba dispuesto a salir
nunca de mi pueblo.

-Pero vas a tener que irte de aquí, si no, te va a llevar el diablo, porque solo andas de vago
y de fifí, con esas indias babosas.

-Yo no soy vago, coronel. Vivo de mi trabajo, a nadie le pido, ni le pediré un pedazo de
pan.

-¡A mí no me conteste de esa forma, que le voy a partir la cara!

-Pero es que usted, coronel, me está ofendiendo. En este momento ha tratado de


secuestrarme, valiéndose de su puesto de comandante y amparado en sus soldados.

-Hoy me vas a decir, desgraciado, qué te tienes con Mercedes, o te parto el alma.

Me quedé un poco asombrado al oírlo y le contesté:

-No tengo nada con ella, no somos más que amigos.

-¡Y lo niegas… desgraciado! ¡Cuádrese! – Trabando los dientes y avanzando sobre mí,
principió a darme fuetazos; me defendía con mi sombrero y brazos.

-¡Cálmese, coronel! ¡Usted está loco! ¿Por qué hace esto conmigo?

Y al ver que este imbécil no cejaba de azotarme, me lo encerré como una fiera y en tres
tirones, que no se cómo pude, le quité el fuete, fajándolo con el mismo, hasta donde era
posible. Intentó sacar la escuadra, pero rodó por el suelo, se fue de bruces sobre la mesa,
rompiéndose la barbilla en una esquina. Los soldados se abalanzaron sobre mí, fajándome
a baquetazos. Yo me esquivaba los golpes que podía, y el cobarde del comandante decía:

-¡Captúrenlo sin golpearlo! No lo vayan a herir ni a matar. Yo castigaré con mis propias
manos a este bandido.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Al viejo tembloroso le emanaba sangre de la barbilla. A mí me salía sangre de una pierna.


Me arrinconaron en una esquina y los individuos se hincaron con armas caladas,
diciéndome que si me movía, me tronaban. En esos instantes, por la puerta trasera de la
cuadra, entró el juez de primera instancia con el alcalde. Ya se habían dado cuenta de lo
que pasaba adentro.

-¿Qué hace usted coronel, se ha vuelto loco? ¿Qué hace con ese muchacho?

-Oiga, doctor, no se meta en mis asuntos.

-¡Tengo que meterme, coronel! Soy juez.

-Pero este es un bandido que se ha fugado de la cárcel de Sonsonate, doctor.

-Oiga, coronel, le hablo como juez que soy. Se está metiendo en un asunto muy serio; este
muchacho queda arrestado bajo mi orden -dirigiéndose al alcalde le dijo -¡Llévenlo a una
celda! Y el coronel, con una voz imperiosa, les gritó a los soldados que abrieran la puerta y
que retiraran a esa gente, sin atropellar a nadie.

-Doctor- dijo el taimado coronel - ¡Pido que a este pícaro se le arreste en una bartolina! Y
si no, usted me responde por él. ¡Se lo digo como militar que soy!

-No se preocupe usted, coronel, que eso es de mi incumbencia. Lo que sé es que ese
muchacho no debe ningún delito, ni ninguna falta, para que se le trate así.

El alcalde le hizo ver al juez que yo estaba herido de una pierna. El juez hizo llegar a la
bartolina en la que me encontraba, al médico forense para que me curara.

-Pues vea usted, doctor, apenas reprimí a este bruto, se me fue encima golpeándome.

-No sea usted cobarde, diga la verdad- grité desde la bartolina- usted me secuestró con
sus soldados, para flagelarme por celos de Mercedes.

-¡Nada de eso! Aquí está porque aparece en la lista de los enemigos del gobierno. Yo no
siento celos por nadie, soy casado y tengo mi esposa.

-Vea, coronel – interrumpió el juez – si se trata en esta forma a los muchachos, se pueden
transformar en malos.

-Aquí al que sea malo o bandido, lo quebramos y lo llevamos lueguito al panteón.

Al oír esas estupideces de este viejo, contesté:

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Si es usted muy valiente, coronel "Melcocha", batámonos hombre a hombre, para ver
quién es más macho; no se valga de su puesto, ni de sus soldados.

-¡Cierren esa puerta interior, no quiero oír hablar a ese lépero!

Al día siguiente, algunos amigos de la sociedad de artesanos, pusieron unos telegramas


pidiendo amparo en mi favor. Salí como a las diez de la mañana. Al comandante y al juez
los llamaron de la capital y yo volví a mi casa. Mi madre había hecho todas las gestiones
posibles para que se me pusiera en libertad, la que me dieron por una semana. Unos días
después, cuando ya estaba mejorando de los golpes y heridas, tomaba el desayuno en
unión de mi mamá, cuando de repente oímos ladrar a "Ninfa", una perrita que teníamos.
Al instante vimos aparecer por la puerta del patio y de la calle, unas dos parejas de
guardias, diciéndome:

-Venimos por usted, qué lo necesita mi comandante de puesto.

-Está bien, iré – respondí.

-No, vámonos ya.

Mi madre empezaba a sollozar.

-Y ¿por qué lloras? ¿Tratas de hacer de mí un cobarde con tu sentimentalismo? Si no es


nada grave, ya estaré libre – le dije a mi mamá.

Ya en la comandancia, dijo jefe de guarnición me notificó que por orden superior, se me


expulsaba del país para Guatemala, por indeseable. Al oír esto, me acerqué a mi madre, y
muy quedo le dije:

-Esto es mejor que estarles sufriendo aquí a estos esbirros.

Salí conducido por ellos a la frontera. Por el rumbo de un pueblecito, San Lorenzo, mi
madre y mi tío me fueron a despedir, me dieron un abrazo, echándome la bendición.

-No tengas pena, mamá, que allá encontraré mejor trabajo y te podré ayudar mejor.

El cabo de la guardia le dijo:

Vea, señora, es mejor que se vaya el joven, si sigue aquí, se lo matan y siquiera de por allá
le escribe; esto es sólo mientras cambia el gobierno. A mí me dijeron al llegar a la
frontera– "Se le hace saber que si vuelve usted, se le aplicará la ley fuga".

Crucé el rio Grande. Al sentirme en otra tierra que ya no era la de mi patria, sentí rodar
unas lágrimas sobre mis pómulos, sabiendo que por la tiranía de estos imbéciles, dejaba

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

mi país. A medida que subía el cerro del Pinar veía las figuras de mis gentes, que me
agitaban un pañuelo en señal de "adioses", al tamaño de un arroz. Yo les agité mi
sombrero.

Estuve un rato deleitándome con el paisaje. Vi los campos verdes, floridos, bañados de un
sol ambarino; el río corría y brillaba cual plata líquida. En el pueblo de San Lorenzo y el
caserío del Portillo, humeaban los tejados; algunos pescadores zarandeaban sus atarrayas
en las corrientes del río. Por los techos del camino, se veían ir a nuestros indios,
caminando encorvados con sus cargas, y los potreros, con su ganado vacuno y caballar.
Los cerros azules con sus ausoles humeantes. En fin, emprendí mi viaje de aventurero
forzado, llevando en el recuerdo a mis amigos y amigas. Pensando que en la República de
El Salvador había una pandilla de esbirros, conservadores, esclavistas, que la habían
convertido en una cárcel.

Cuando uno viaja de un pueblo a otro, hay una caseta de policías preguntando a cada
pasajero su nombre, a dónde va, de dónde viene. Si se desea alquilar una casa, le toman a
uno todos los datos en general y estos son pasados a la policía judicial. En todas las épocas
se está en estado de sitio, para que ningún ciudadano tenga garantías y poderlo liquidar al
tiempo que les venga en gana a estos matones. Ahí no hay libertad de prensa, ni de
pensamiento, por eso, todas las injusticias se quedan ignoradas.

En fin, salí para Guatemala, es decir, salí de las llamas para caer en las brasas. En estos
países de Centro América nunca ha habido libertad. Desde que el imbécil separatista de
Cabrera, ayudado por todos los conservadores serviles a la monarquía, antidemocráticos,
dio en tierra con la causa noble del gran genio Francisco Morazán, esa pandilla de
bandidos, a través de los años, se han mantenido en el poder. Nuestros intelectuales
liberales democratizados, que hacen causa común con el pueblo, no han podido llegar a
los altos puestos para hacer una buena administración y hacer de estos países una
verdadera patria para sus hijos.

Los conservadores se apoyan y triunfan por la ignorancia e incultura en que se encuentran


los pueblos.

Cuando ya los ciudadanos tienen cultura y conciencia de clase, bien pueden ser policías,
guardias o soldados y fijarse a qué gobierno deben apoyar o defender y a que gobierno
hay que hacerlo desaparecer. Si el gobierno hace bien al pueblo, y da garantías, y hace del
país una patria efectiva para todos sus habitantes: Si el gobierno es un canalla que oprime,
roba, masacra y hace de la República una prisión fatal, los policías y guardias no deben
apoyarlos. Deben hacer una causa común con el pueblo de donde dependen y de donde

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

son hijos, y si no lo hacen así, son traidores a su familia, a su causa, a su pueblo y a su


Patria.

Estando ya en Guatemala, decidí irme hasta la capital en busca de tranquilidad y mejor


vida. La ciudad me pareció bonita. Vi su Avenida Reforma, con sus toritos de cemento, su
Sexta Avenida, única de comercio y movimiento, sus paseos típicos, La Aurora, donde
exhiben sus ratones y sus lagartijas. En el centro de la ciudad hay un basurero humeante;
frente a la estación de La IRCA, hoteles focos de chinches y piojos. La ciudad tiene sus
bellísimos paisajes, rodeados por un collar de volcanes.

Por el rincón Hipódromo hay bonitas mansiones con hermosos jardines. Estas pertenecen
a una banda de alemanes que, con miras políticas, han venido a colonizar este país. Estos
señores son los que se han visto protegidos por los gobiernos, teniendo todas las
concesiones que ellos desean y, por lo tanto, se han hecho de grandes fortunas y se han
dedicado a explotar vilmente a nuestros nativos, que viven en la miseria.

En las calles se encuentran gentes elegantes, luciendo bonitos trajes. De lejos dan el
golpe, de cerca, decepcionan porque llevan los pies a raíz. Vi a un licenciado conservador,
con un andar coqueto y con sus patotas como abanicos, planchando el suelo. Hay algunos
que se pintan las uñas. ¿Por qué será que no usan zapatos? ¿Será porque le tienen miedo
a los callos? ¿O será porque los zapatos cuestan un ojo de la cara?

La clase trabajadora vive en el indiferentismo y la mansedumbre; no trata de mantener


sus intereses vitales. Los señores acomodados se aprovechan para esclavizar y humillar
más a esta gente.

Al recorrer la ciudad buscando trabajo, me encontraba con unos rotulitos, ya en los


talleres, ya en las construcciones, que decían: "No queremos salvadoreños". Al fin llegué a
una vitrina en donde se exhibían flamantes automóviles y leía una cartulina que decía: "Se
necesitan trabajadores". Para mí fue una gran alegría el encontrar lo que tanto deseaba.
Entré a la oficina y un tal Schultz, dueño de la agencia, me recibió diciéndome: "¿Querés
trabajar? – pero aquí no pagamos más de cincuenta centavos diarios; si te conviene, te
llevan al trabajo, y si no, ¡por donde entró, mi amigo!"

Viendo que era imposible encontrar, me decidí. Me llevaron a donde estaban haciendo
unas bodegas. Ahí me encontré como a quince camaradas que estaban trabajando,
rajando con cincel gran cantidad de barriles. Un tío regordete me dijo: "¡Ahí tiene usted, y
a darle se ha dicho!" Los barriles estaban marcados ya donde debían cortarse; a pura
lucha y tenacidad pude romper uno y medio en el día; el ruido del martillo y la lámina me
ocasionaron una jaqueca terrible, me encontraba sordo. A las seis de la tarde que sonaron
el riel de salida, me dirigí a la oficina del tío sinvergüenza, para pedirle cincuenta centavos.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

El individuo, alarmado, me preguntó qué gran cosa había yo hecho para pedirle cincuenta
centavos; me dijo que todos rajaban tres y yo sólo había hecho uno y medio.

Le dije – "señor, necesito cincuenta centavos para mis alimentos y donde dormir; no tengo
alojamiento en esta ciudad. El contestó –"¡Eso a mí que me importa, te daré veinticinco
centavos!" Muy bien, le contesté, ¡démelos! y me marché a tomar unos alimentos,
pensando que el valor por rajar cada barril, no podía hacerse menos de tres pesos.
Veinticinco centavos eran para mí muy poco; tenía dos días de vivir sólo con agua. Me
busqué apresurado una cocinita humilde, a ver si ahí me costaban más baratos mis
alimentos. La señora me cobró veinte centavos y sólo me quedaron cinco. El problema de
comer, lo había resuelto por esta noche; me quedaba el problema de donde dormir, pues
no tenía alojamiento y deseaba aunque fuera un rincón para poder descansar.

Pregunté a un señor que si no sabía de un dormitorio público y contestó que no sabía


nada de eso y que no había nada de esas cosas, los pobres que no tenían donde pasar la
noche, iban a la pensión "Modelo". Me dirigí a esa pensión, que era la más piojosa y
chinchosa; en la entrada estaba un señor español encorvado; parecía una lechuza, con sus
gafas que brillaban como espejitos; se encontraba en una caseta en forma de taquilla.
Viéndome, con tono gruñón, me dijo: -"¡A ver qué quieres, muchacho!" Necesito dónde
dormir, le contesté. Me dijo –"Aquí hay cuartos de a cincuenta centavos y hay galeras de a
quince centavos por noche". Pero yo no llevaba más de cinco centavos y me faltaban diez;
había trabajado todo el día y me sentía todo adolorido.

Me acerqué al viejo y un poco quedo le supliqué que me dejara dormir esa noche y le
daba cinco centavos, y que al día siguiente le pagaba lo demás. El viejo me contestó: -
"Muchacho, yo no doy alojamiento sin dinero, a nadie; estás perdiendo tu tiempo y me lo
estás quitando. Si no tienes para pagar la pensión ¡vete a la delegación!" Al oír esto, decidí
retirarme e intenté irme a la delegación. Afuera estaba un señor barriendo el andén y le
pregunté que si me podría dar alojamiento.

-¡Vete – me dijo – qué estás loco! Aquí lo que te vas a conseguir es que te metan preso y
te pongan a trabajar forzadamente.

- Óigame, señor, ¿y dónde podré pasar la noche?

-Pues en la pensión Modelo.

-Ya fui, y el viejo no me quiso agarrar los cinco centavos únicos que tengo.

-Ve – me dijo – tú te estás por ahí, y cuando el viejo esté entretenido con algunos
pasajeros, te metes, y así podrás pasar la noche.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Seguí el consejo del tío y me fui a sitiar al punto. En esos instantes, llegaron unas mujeres
borrachas a donde el viejo, acompañadas por unos individuos, y me entré.

Me recliné bajo una galera en un duro empedrado hediondo a orines, pues ahí
hospedaban caballos revueltos con la gente, y todos los corredores estaban llenos de
nativos y mestizos. Había un criadero inmenso de pulgas, pero ya conforme a pasar la
noche, me había acomodado en un poco de zacate, cuando oí una voz que me dijo: - ¡Oye,
patojo, tú te has metido sin pagar! – era un individuo al que le faltaba una pierna y estaba
apoyado en una muleta; yo me levanté en forma suplicante. Le dije – Óigame, señor,
cúbrame por favor. No tengo dinero ni donde pasar la noche.

- ¡Eso yo no tengo que ver! Aquí todo el que vine, paga.

-¡Déjeme por favor aquí esta noche; le daré cinco centavos únicos que llevo!

- Ve, los voy a aceptar porque se trata de que dices que no tienes dinero, ni a donde ir,
pero métete en lo más oscuro de por ahí, por si viene el viejo, que no te vea.

-Gracias, amigo – contesté, y me fui a acomodar en un rinconcito, a propósito de


ocultarme.

Al instante llegaron unos pasajeros; eran unos indígenas de San José Piula, que llevaban a
vender sus cátaros de barro. Ellos hicieron una lumbre para calentar sus alimentos, la cual
nos ayudó a confortarnos a todos los que no teníamos sarapes para envolvernos.

Una mujer que se encontraba al lado derecho de mí, interrumpió su silencio diciéndome: -
¿Para qué le diste los cinco centavos a ese renco desgraciado?

-Si no se los hubiese dado me hubiese delatado y me echarían a la calle.

-¿Y de dónde eres tú?

-Yo, de El Salvador.

-Y tan bonito que es ese país. ¿Para qué te viniste a esta desgracia en que vive uno, en
este Guatemala? ¿Ya encontraste trabajo?

-Sí, en el garaje de un señor Schultz, hoy fue mi primer día.

-¿Y cuánto te van a pagar?

-Cincuenta centavos al día.

-¡Qué barbaridad! Con eso no vas a poder vivir.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

- Si eso pagan en todas partes.

-Ay- me dijo, mientras disipaba con un cigarrillo de maíz – esta vida ya no se aguanta; si así
nos llevan estos ricos, no sé qué va a ser de nosotros. Yo te aconsejo que te vuelvas a tu
país. Aquí esto está re-amolado.

- Sí – le contesté – Pronto me voy a regresar.

-¿Cuándo será?

-Dentro de unas dos semanas.

-Si quisieras que fuera yo, como una amiga de viaje, me iría a rodar por ese país.

-Si usted quiere, se puede ir conmigo; allá gana bien en un buen trabajo.

-Ve, para que arreglemos nuestro viaje, no faltes a dormir todas las noches; si no traes
dinero, yo pagaré. A mí me simpatiza la gente salvadoreña, porque son muy francos y muy
humanos.

-Gracias por los méritos que nos da; creo que todos los que sufrimos las inclemencias de la
vida, somos humanos.

-Acérquese usted a un extremo de mi petate y lo cubriré con mi chivita, y así pasará una
noche abrigada – y medio se sentó, y con el reflejo de la lumbre de los indígenas, le vi su
rostro. Era una mujer joven, de fisonomía regular, de tez apiñonada, cabello ondulado.
Medio sonriendo, me dijo: - ¿quieres un pitillo? – largándome un cigarrito. Su cuerpo era
esbelto, delgado; cuando avanzó, a la luz de la hoguera vi sus líneas a través de su fondo
transparente. -¡Toma y enciende el tuyo! y olvidarás las penas por un instante.

Me quedé un poco abrumado en mis reflexiones al ver que una joven llena de atracciones
durmiera en esa desgracia. Le pregunté: - ¿Y tú, de dónde eres y cómo te llamas?

-Sara de León, a sus órdenes.

-¿Y dónde trabajas?

- En donde me dan, a ratos, a lavar ropas y trastos; me pagan muy barato. Aquí trabaja
uno y sale peor. Y sin cacha de poder vivir de eso (tocándose las caderas), porque a uno no
le va bien.

- ¿Y has trabajado tú en eso?

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Empecé y vi que es más lo que se desprestigia, y al fin de cuentas, uno llega a valer un
comino, y en su cuerpo le queda un cúmulo de enfermedades asquerosas.

-¡Eres una hija valiente de Escuintla!

Al oír esto se tiró una carcajada sonora, cosa por la que el renco barrendero impuso el
silencio, para que dejáramos dormir. Nos privamos unas horas. Las dianas de los cuarteles,
a las cinco de la mañana, nos despertaron. Ella estaba reclinada sobre el muro. Me fijé que
sollozaba y le pregunté:

- ¿Qué le pasa a usted? ¿Por qué llora? ¿Por qué sufre? ¿Qué siente?

- Es que te he mentido… somos paisanos.

- ¿De El Salvador, tú?

-Sí.

- ¿Y por qué te viniste?

-Me trajo un licenciado y aquí lo mataron, y sus hijos grandes se apropiaron de sus cosas y
a mí me lanzaron a la calle.

-Entonces es falso que tu apellido sea León, y que eres de Escuintla.

-Sí, yo soy originaria de Ahuachapán. Me llamo Luz Álvarez y mis padres son alfareros.

- ¡Vaya, los conozco! Y a ti te conocí muy chica.

- Sí, una vez me obsequiaste unas manzanas cuando salía de mi colegio, y te las arrojé por
los pies diciéndote que eras un igualado, atrevido; pero entonces yo tenía catorce años,
no sabía lo que hacía.

-¡Esas son muchachadas! No hay que fijarse en esas cosas. Hoy estamos en el mismo
camino y somos compañeros de infortunio, al frente de una vida que nos enseña sus
consecuencias reales. Con mayor entusiasmo trabajaré y emprenderemos nuestro viaje
para la capital. Allá tú trabajarás en donde te dé la gana, y yo, por lo consiguiente, haré lo
mismo. ¡Bueno, me marcho, porque se aproxima la hora de a ese miserable trabajo!

Ella desanudó un pañuelito y sacó una monedita de a diez centavos.

- Toma esto, para que desayunes. No puedes ir sin alimento a tu trabajo.

- Y tú, ¿Con qué te quedarás? No tienes más, no me des.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

- Sí, aquí tengo más y tengo asegurada mi comida.

- Oye, Luz, y si salgo ¿dónde te encuentro?

- Allá, en el comedor americano, cerca de la estación del ferrocarril.

- Bueno, ya nos veremos – y salí apresurado hacia la calle. Faltaba un cuarto para las seis.
Ya el viejo español, dueño del mesón, estaba en la mugrosa taquilla, quizá ahí dormía el
avaro. Al verme, gritó diciéndome:

- Oye, vago sinvergüenza, entraste sin pagar.

- Entienda, señor, no soy vago; por la tarde le pagaré lo que le debo.

- ¡No necesito que me pagues! Lo que quiero es que no vuelvas por aquí, y si vuelves, te
mandaré con la policía.

- Bueno, tío miserable, haga lo que le venga en gana – y salí de prisa para el trabajo, a
seguir rajando los duros barriles.

Allá como a las once de la mañana, se acercó el tal Schultz a nosotros a preguntarnos que
si sabíamos de algún carpintero. Lo necesito para que me haga unas puertas, tengo mucho
trabajo. Yo le manifesté que mi oficio era carpintero y pregunté cuánto pagaba diario. Me
dijo que lo mismo. Pensé que el trabajo de carpintero era un poco más suave que el de
romper los barriles. Acepté. Me llevaron unas herramientas y me mandó con un mozo a
unos depósitos de madera a Ciudad Vieja.

El que iba con la libreta de orden de pedido era el muchacho; yo sólo iba a escoger la
mejor madera. Escogimos cinto cincuenta quetzales de madera; el muchacho salió a
contratar un carretón para trasladarla. Cuando salimos, éste dio orden al señor de la
carreta hacia el cantón Jocotenango y ahí propuso la madera a un señor que le dio cien
quetzales; la descargaron, y le dio dos quetzales al señor de la carreta y a mí me dijo:
"Toma estos cuarenta para que te largues para tu tierra. Yo me voy a la mía, porque este
viejo desgraciado, miserable, yo ya no lo aguanto. Tengo dos años de estar con él y no
puedo reunir un triste quetzal para poder ir a mi tierra… esta oportunidad, no me la
pierdo. Ahí si tú te quedas, tendrás que pagar los elotes".

Él partió por un lado, yo por otro. Reflexioné que yo no era responsable de esto, porque
en el que fui a traer la madrea, era un mozo de confianza, y al instante pensé, que al no
capturarlo, en mí tenía que caer todo. El muchacho se perdió entre unas callejuelas y yo
me marché por la estación la IRCA. Buscando para ver si salía un autobús o algún tren y
me encontré por pura coincidencia con la amiguita Luz, y le largué diez quetzales.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-¡Tome, para que se marche a su tierra y no ande usted sufriendo por aquí!

-¿Y dónde lo conseguiste?

-Eso no le importa. ¡Cállese el pico! No se quede usted. ¡Váyase! por allá nos vemos.

Partí apresurado para alcanzar un camión que en esos momentos salía. El camino se me
hizo inmensamente largo. No sentía ninguna pena, ni ningún remordimiento, porque el tal
Schultz se había hecho inmensamente rico a costa de robar a los trabajadores, y como
dice el refrán: "para que tu trabajador no te robe, págale bien su trabajo, para que viva
como gente".

Pasando la frontera, y ya en mi país, me decidí irme a la capital un mes después, siempre


luchando, buscándole rumbo a la vida, para vivir mejor. Vivía por el barrio de Candelaria,
barriada donde está avecinada la familia obrera. La vida en esta ciudad es problemática,
siempre está uno como un viajero, con el pie en el estribo. Hay movimientos de altos y
bajos en la vida económica de esta ciudad; estos cambios hacen la vida de zigzag, vacilante
para los trabajadores. Hace falta aquí la implantación de una economía industrial, para
que haya fábricas y se organicen los obreros en los trabajos, con buenos sueldos, para que
tengan una vida estable.

Esta es una ciudad política, de conspiraciones, intrigas y zafarranchos. En el mundo de los


intelectuales y capas sociales del conjunto de habitantes, se ve como si se estuviera en la
jungla, en el África, con un mundo de fieras, vestidas de linos, casimires y sedas. Unos,
leopardos; otros, osos, cobras, cocodrilos, y este mundo de individuos –fieras siempre al
acecho de los provincianos –unos sobando los pilares del gobierno con intrigas; los otros,
como el alacrán social, ganando por matar. Otros haciendo operaciones bancarias para
dejar al otro en la miseria. Otros de chantaje, otros de rufianes. Y un gobierno que rige un
país como el nuestro, siempre está formado de esta plaga de individuos, que desorganizan
la vida y la buena marcha del pueblo por sus ambiciones sin escrúpulos y resultando, por
consecuencia de todos estos maniobradores de sucias políticas, un vía-crucis para nuestro
país.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO VI

Irresponsabilidades de juventud
Iban pasando los años en mi juventud monótona. Iba a los cines, a los bailes, a los billares,
a todo lo que era distracción, para olvidar mis penas. Pero de ningún modo me
encontraba tranquilo. Si encontraba a mi paso a un militar "gordote", de aquellos
hombres que no quieren al pueblo, se me revolvía el estómago y me daba asco. Lo mismo
cuando encontraba a un rico de aquellos que revientan de tanta grasa, o cuando veía a un
curita, de esos que son sinceros con los ricos e hipócritas con los pobres.

Todo esto veía en desorden. Había momentos que hubiera deseado que el mundo hubiera
sido un calcetín para darle vuelta al revés, para liquidar a estos parásitos.

Una tarde me junté con unos amigos en la célebre Avenida de los Dioses. Charlamos un
poco y les propuse que organizáramos un club que se llamara "Los Piratas Sociales". Me
preguntó mi amigo Castro, "Y ¿qué es lo que se va a hacer en ese club?

-En este club organizaremos a todo amigo que quiera ingresar, y la tarea inmediata que
hay que hacer, es buscarse una mujer que sea de la aristocracia y que tenga bastante
plata. Para esto nos asociamos, con el objeto de tomar impresiones y ver qué vieja se nos
facilita, para empezar nuestra acción.

Así fue. Nos reunimos veintidós. En esa época no sabíamos qué programa de otras
organizaciones podíamos hacer, y nos decidimos a este. No nos fueron difíciles las tareas
que el club nos impuso cumplir, porque cada quien consiguió la suya.

El amiguito José Vázquez, se consiguió a nana Chofa. Esta viejita era muy rica y le dio
mucho dinero y este se dispuso a quitarse todos los dientes para ponérselos de oro. En el
día se reía como un potrillo con la cara al sol y en la noche con la luna. Entonces le
pusimos "Don José freno de oro". Al amiguito Castro le apodamos "El caballo de siete
colores", porque le sacaba a "Ñ" Luisa algo de dinero, y se había propuesto tener más ropa
que Rodolfo Valentino. Otro se compró una cuarenta y cinco y se le puso que era un "M.
Cyc" y los domingos resultaba a caballo, haciendo una balacera contra la policía por todas
partes, y con frecuencia iba a dar al bote.

El amigo Antonio se compró una vieja cámara de fuelle de las antiguas, y parecía como un
fantasma, retratando entierros y casamientos. Otro se compró una motocicleta y muchas
veces sufría accidentes, hasta que en uno de esos, se fue para el otro mundo. Nuestro

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

amigo Castro tuvo mala suerte, porque no le salió viuda y su marido se puso al brinco y
con unos pistoleros, lo hicieron desaparecer.

A mí me llegó la chifladura de querer reivindicar a todos los que se encontraban en la


miseria. Con mi torpeza de querer competir con el sistema capitalista en lucha pasiva, a
todas las gentes que encontraba durmiendo en los portales, les alquilaba sus cuartitos en
las barriadas, y les ponía sus pequeños expendios de leña. La viuda que me tocó fue la
esposa de un ex presidente. La señora, a pesar de tener una edad que doblaba la mía, era
muy hermosa y de facciones regulares, y no le faltaban por ahí sus tenorios, que eran mis
rivales.

Esto a mí me fastidiaba, y para romper la amistad de esa señora, le pedí un préstamo de


diez mil pesos, que necesitaba para poner un molino. Ella cuando vio que el empréstito
era gordo, y a pesar de ser muy rica, me salió con la evasiva: para qué quería el molino y
trabajar, si todo lo tenía allí. Le contesté: "Así no viviré sin producir".

Ella tenía un hermano inmensamente rico y un día me invitó a tomar unas cervezas en el
salón "El Buen Gusto". Pasamos un rato muy agradable, pero antes, ya algunos
trabajadores me habían contado que este señor, Don Roge, los invitaba a tomar y
resultaba pagando con un billete de quinientos pesos, y como en dichos establecimientos
no tenían dinero para cambiar, obligaba a los pobres camaradas a pagar la cuenta. Esta
treta de pasar su vida a costa de los demás, con sobaditas de hombro. Conmigo se
estrelló, ya que nos despedimos, pidió la cuenta y eran ocho pesos y resultó con su típico
billete de a quinientos.

La pobre señora de la cantina dijo:

-Ay Don Roge, su billete es muy grande.

-Oiga Jorgito—me dijo—pague usted, porque esta gente parece que no tiene. Yo mañana
le daré su dinero—bostezando y estirándose de brazos con aire de un gran presumido y
satisfecho, dijo—preste usted señorita, aquí mi invitado va a pagar.

Yo me paré y largué un billete de a diez pesos y tomé el de a quinientos y le propuse a Don


Roge que lo fuéramos a cambiar, para recoger mi dinero. Él me contestó que no tenía
tiempo para ir al banco, porque salía preciso para la finca. Yo no hice más que un
movimiento con el billete en mis manos, y lo hice dos pedazos.

-Usted se lleva doscientos cincuenta—le dije—y a mí se me quedan doscientos cincuenta y


cuando regrese usted de la finca, los juntamos para irlos a cambiar.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

A don Roge se le salió el alma de su cuerpo, se puso muy sonrosado y tartamudeando del
coraje me dijo:

-Im… im… imbécil, cómo lo rompe usted, así ya no lo van a querer. Qué… ¡Hombre tan
tonto! ¡Romper mi billete!

-El bruto es usted, don Roge, que me quiere quitar mi billete de diez pesos. Yo no soy
laguna para mantener a semejantes lagartones y hasta que no me de mi dinero, le doy la
mitad de su billete.

Aquel don "Carne de Lora Vieja", cuando me vio que estaba dispuesto a marcharme, echó
mano a una carterita y sacó billetes de a cinco y de a diez que tenía reservados.

-¡Ah! ¡Ja! –le dije— ¡conque usted es el gran señor que se da el paquete con un billete de
a quinientos, escondiendo los chicos para que yo cayera de su víctima!

-¡Toma!—me dijo enfurecido, largándome el dinero—a ver mi pedazo de billete y si no


pasa, te zampo a la cárcel, porque me has hecho perder.

-Y al salir de la cárcel—le dije—no sólo ha perdido el billete, sino que lo voy a hacer tragar
sueño. Hasta luego, don Roge, mi "carne de lora vieja".

Me alejé por esas calles, dispuesto a no dejarme engañar más por esa gente avara y
rancia. A los dos días, encontré a la señora disgustada, diciéndome que me largara de su
casa, porque sin duda alguna, le soplaron que tenía una novia costurera en la plaza de San
Antonio y más por lo que hice con su hermano de "el célebre billete". Como aquella
señora a mi no me importaba nada, decidí ya no mezclarme con esa gente, sino
relacionarme con los míos. Aquella fue una ilusión que se desprendió de mi cerebro, así
como una hoja seca se desprende de un árbol.

Una tarde me dispuse a pasear por la carretera de Salitiupán, con mi novia imaginaria.
Digo imaginaria, porque todavía no se asomaba en mí la intención de casarme. Allá por el
borde del camino me encontraba sentado, viendo la caída del sol. Ella me preguntó que
cuando nos casábamos. Yo le contesté que cuando los seres pensaban casarse, debían
saber bien lo que hacían, porque el casamiento es un viaje a una vida ignota, en la que no
se sabe cuántos niños traiga uno a este mundo, y si a duras penas pasamos nosotros solos,
haríamos el crimen de traer niños inocentes a pasar hambres en esta vida. –Oye Ñeca—le
dije—tenemos un cerebro, donde está la mente. De ahí surge el pensamiento, éste se
transforma en acción y movimiento. ¿Qué no ves tú que si obras sin esa dirección mental,
seríamos unos pobres diablos, locos, que estaríamos viviendo en un mundo, sin saber
cómo nos llamamos y a dónde iríamos? Los grandes hombres de ciencia nos han

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

obsequiado cosas como el reloj, que nos marca y nos mide el tiempo y horas. Un
calendario que nos da los días, los meses, los años. Todo esto es un estudio hecho a los
movimientos de la tierra, en donde habitamos.

Hay otra cosa más grande, colosal y formidable. El nombre que le han dado a todas las
cosas que nos rodean y que nos enriquecen nuestro idioma. Al ver todas estas grandezas
en el mundo, no dan ganas de casarse, porque el casamiento en un estado capitalista,
significa para nosotros la esclavitud y miseria. Comprendo, consecuentemente, que es un
deber que tenemos que cumplir. Es muy natural engrandecer la prole para que se haga
más extensa y surjan grandes batallones en el futuro, para combatir y transformar este
estado de desorden, opresión y avaricia.

Ese sábado me fui a descansar, sin ninguna preocupación, sin saber del futuro.

Domingo de Liberación, Doce de enero de mil novecientos diecinueve.

¡Ah! Ciudad de los Ausoles, pintoresca Ahuachapán. Ciudad de amaneceres radiantes,


donde blancas nubes se deslizan por el firmamento. Mañanas saturadas de rocío refrescan
el ambiente; ciudad de vegetación fresca y florida, de gente dinámica, trabajadora, unida;
mañana de movimiento y ruidos, cánticos de aves fugaces, tañer de campanas, silbatazos
de sirenas, de maquinarias de despulpar café, truenos de petardos dispersos, gritos y risas
de los chicos del pueblo que juegan inocentemente. Pobrecitos inocentes, no saben lo
dura que es la vida y lo que se les espera en el futuro.

Entre estas meditaciones transitaba por una calle céntrica de la ciudad, cuando observé a
un gran grupo de ciudadanos y dos automóviles de color rojo y negro y otra azul y blanco,
frente al salón-cine Reforma. Deseoso de saber lo que acontecía, me acerqué con
curiosidad y pregunté a un anciano de que se trataba. Este aparentaba tener unos
ochenta años, pelo y barba canosas, tenía un parecido al gran sociólogo Carlos Marx.
Suavemente me contestó:

-Han venido tres delegados de la capital a organizarnos en uniones gremiales, para que
todos unidos podamos defender nuestro trabajo y vivir mejor. Pase usted – me dijo—está
joven y le conviene esto. Haciéndome el espacio para que pasara.

Me introduje como una cuña, sufriendo apretones y más apretones, hasta el centro del
salón. Estaba repleto y adornado con banderolas rojo y negro, azul y blanco. El azul y
blanco son los colores de la bandera Patria, el rojo y negro, no sabía que significaba.
Pregunté a un señor bizarro y altivo, que estaba a mi derecha y me contestó: "El rojo y
negro es la bandera de los mártires trabajadores del mundo".

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Traté de hacerle otras preguntas, pero me hizo señal de silencio, porque empezaba a
hablar una joven oradora, morena, hermosa y sabrosa como la canela de Ceylán, muy
elocuente y simpática, de palabras sencillas y francas. Si esta joven hubiese pasado frente
a la estatua del cacique Atlácatl, se hubiese bajado de su pilastra para seguirla.

En el escenario del salón presidían la sesión los delegados. Al centro, una mesa que
contenía un botellón con un vaso y un ramo de claveles rojos. El auditorio en orden,
atento para escuchar la oradora.

-¡Camaradas! Nuestra camarada obrera Blanquita Rodríguez les va a dirigir unas sencillas
palabras.

Un gran aplauso de ovación a la oradora, y en esta pausa, comienza:

"Camaradas trabajadores, nuestro deber es organizarnos, para unidos poder


defendernos de las injusticias que hacen con nosotros los señores pudientes.
Camaradas, el porvenir nos pertenece. A luchar porque nos paguen bien nuestro
trabajo; para que haya suficiente pan y alimento para nuestros hijos. Un pueblo bien
alimentado es fuerte, sano, trabajador, de gran resistencia. Rinde más en la
producción, que es un gran beneficio para nuestro país; entonces, ya no habrá tanta
miseria y dolor.

Camaradas: queremos que se nos pague bien nuestro trabajo, que haya trabajo para
todos, y sólo así, no habrá prostitución, ni ladronismo. Necesitamos gobernantes
democráticos que de leyes igual a los países civilizados de Norte América, en donde
han legislado a favor de los trabajadores, mejorando las condiciones sociales y
económicas del pueblo en general.

Camaradas, los ricos están unidos y se reúnen en sus lujosos casinos para buscar los
medios de oprimirnos más y pagarnos menos nuestro trabajo. Estos señores pudientes
se valen del sistema económico monopolista individual, en el que descansa el
gobierno sus bases constituidas y las garantiza. Así camaradas, todos debemos estar
unidos para vencer con optimismo en esas grandes luchas que el porvenir nos depara.

¡Salud, camaradas!

Así terminó la oradora y se escuchó un gran aplauso, con una gran explosión de ¡Viva!
Apenas se escuchaba una diana que amenazaba el acto. Decidí salirme de aquel gran
pueblo recio, fuerte, que estaba reunido allí con un gran corazón. Me fui saliendo poco a
poco de esa gran fiesta de la verdad, con sentimiento de dejarla.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Fue por motivo de que en esos días estaba estrenando unos malditos zapatos prensas que
me hizo el estúpido reaccionario Vides del Búfalo. Sentía morirme al estar parado con
aquellas prensas fatales en las que había metido a mis pobres pies, como si fueran un
infierno. No importaba que estuviera bañado en sudor, porque según era el calor, parecía
recibir un baño al vapor con todo y ropa; eso no importaba.

Me salí por fin. Apenas me franqueé veinte metros en la calle, rumbo a mi cuchitril a
poner mis huesos a nivel y quitarme las prensas malditas que me mataban, grande fue mi
sorpresa cuando vi venir a mi encuentro hordas de soldados y policías de ojos
centelleantes y caras tiesas, como criminales profesionales. Parecían caras de japoneses,
serias, de candado, en las que nunca se ve una sonrisa; solo se deja ver en el reflejo de sus
semblantes el odio y el rencor que tienen para la humanidad y todo lo que les rodea.
Escuché que gritaban… "¡Atrás, atrás, desgraciados, perros asquerosos, ya los vamos a
alinear a culatazos! ¡Infelices mitoteros!" –Así blasfeman los esbirros.

Me encontraba un poco atolondrado, por ser la primera vez que me encontraba en estas
cosas. No sé cómo puede esquivarme en un grupo que se hizo salida en una calle opuesta.
Oía averigüetas, riñas y disparos en el salón, y voces que decían: "No se los lleven ¡perros
serviles, desgraciados!" Y se mi hizo un gran remolino gigantesco, cual las grandes olas de
agua de un mar embravecido; me alejé del tumulto y pensé por un instante: ¿Qué pasará
con la joven hermosa, arrogante, de un futuro que le brinda alegrías y felicidad? Ella lo
desprecia y le da la espalda por luchar en nuestra causa de los desheredados. Pensé,
siendo yo todo un hombre y que me aleje sin tratar de ayudarles, perteneciendo a ellos
mismos… mi conciencia me remordería y me daría vergüenza mi acción. Aunque sea con
mis malditas prensas, voy a ver que hago.

Me decidí y entré a la trifulca y grande fue la sorpresa, que llevaban a los delegados, con
toda garantía, a sus coches. Las brigadas de soldados y policías, arrestadas por el pueblo,
que los desarmó de sus fusiles y carabinas. Decidieron presentarse al gobernador para
entregarle las armas y convencerlo de que ellos no estaban en contra del gobierno, y que
querían garantías como ciudadanos que eran. Vi que en uno de los carros subía la
camarada Blanquita y las compañeras le daban el ramillete de claveles rojos, despedidas y
abrazos. En el otro carro vi que subía el compañero Carlos Sierra, de oficio carpintero, a
quién le manaba sangre de su sien, del color de los claveles. Dijeron: "Pasemos
inmediatamente a dejar al compañero al sanatorio", y partieron estos carros rápidamente,
entre gritos y vivas.

Vi también que le manaba sangre de la cabeza torpe a un policía, sicario, esbirro. Un


enemigo cruel de los trabajadores. A este individuo no hubiera querido que le manara

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

sangre, sino lodo, por estúpido que se presta como un perro para atacar a su gente. Una
niña salió de la multitud y me dijo:"Téngame mi banderita, voy a buscar a mi mamá".

Tan luego como desaparecieron todos, decidí irme con la bandera roja y negra, porque la
chica ya no llegó. Cuando avanzaba silenciosamente a mi cuarto, dos tipos regordetes,
cuyas alas de los sombreros les cubrían los ojos, me salieron al encuentro diciéndome:

-¡Párese ahí! ¿Con qué usted también trae banderitas?

-Sí, fui a la fiesta del cine Reforma—les contesté—una niñita me la regaló.

-¡Ni lo niega, descarado, sinvergüenza!

-¿Por qué lo voy a negar, si es una fiesta social del pueblo?

-¡Pasa, imbécil! a ver qué te dice mi capitán.

Me entraron a la comandancia de policía y estaba el tal capitán sentado frente a un


escritorio. Bien nutridos sus cachetes, tan relumbrosos y rasurados, que parecía cara de
papa.

-Mi capitán, traemos a este, que es uno de los bochincheros, hasta con una banderita roja
y negra.

-¿Qué significan esos colores "mamá Gandhi"? –me preguntó el capitán.

-El rojo y el negro significan el luto de los mártires de la revolución mundial.

-Y si te matamos a ti, perro, ¿se pondrá más roja la banderita?

-Si tengo importancia entre los trabajadores, se pondrá más roja.

-¡Pasen a este imbécil a la bartolina! Me están dando ganas de romperle el hocico –


exclamó el valiente capitán, paseándose con las manos hacia atrás, como un Napoleón de
Tlaquepaque, o sea de barro de Ilobasco.

Y como una pluma, fui a caer de huesos a una bartolina que estaba tan obscura como la
boca de un lobo. Pulgas, chinches, hedores, bichos de todos tamaños. Desde la reja
contemplaba un pedazo de cielo que me regalaba el pequeño patio. Veía un firmamento
azul, que poco a poco se iba envolviendo de un color gris obscuro, cubierto de escupitajos
relucientes, que de cuando en cuando, se desprendían de un sitio a otro. El silencio de
esta noche era interrumpido por el ladrido de perros perezosos, y por las pisadas de los
serviles que cuidaban las grandes mansiones de los poderosos mientras ellos dormían. En
mi imaginación, veía dos carros que serpenteaban en las carreteras ocres, dando luz en los

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

campos y la figura de Blanquita, moza gigante, apoyando en sus manos el precioso ramo
de claveles rojos, símbolo de lucha.

Entre estas meditaciones estaba y me preguntaba cuanto tiempo transcurriría para que
todos los seres de la tierra pensáramos igual. ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos?
¿Adónde vamos? ¿Qué es lo que debemos hacer? y ¿Qué recuerdo debemos dejar?, pues
la humanidad espera que dejemos algo, porque los seres que han pasado nos han dejado
algo, para que nosotros disfrutemos. Y mi corazón gritaba: ¡Muera el egoísmo! ¡Muera el
pesimismo! ¡Muera el individualismo!

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Capítulo VII

Una tarde salí de paseo—para olvidar mis penas—al rinconcito de meriendas llamado
Mexicanos y entre la concurrencia de paseantes, me encontré con el amigo Tomás Aguilar.
Se devoraba un gran plato de chicharrones con resplandor de yuca y al verme, dio un grito
de contento diciéndome:

-¡Hola muchacho! ¿Qué te has hecho, hombre? Yo he preguntado a varios amigos por ti.

-por a'i he estado, rodando la vida, que no le puedo encontrar rumbo fijo. Y tú ¿Qué te has
hecho Tomasín?

-Yo trabajo en el puerto de Ajacutla, en el astillero El Almendro, con un americano, Míster


Brown. Gano buen sueldo, saco sesenta pesos semanarios y el trabajo no es tan pesado.

-Oye, hermano, ¿y habrá para mí?

-¡Claro que sí, hombre!

-¿Cuándo te vuelves?

-El miércoles, prepárate y te vas conmigo; nos vemos en la estación a las seis y media de la
mañana; porque a las siete menos cuarto sale el primer tren. Si no tienes dinero para el
pasaje, yo te presto.

-Bueno, bueno, viejo, te agradezco; ahí nos veremos en la mañana.

Una mujer pringona que cargaba del brazo, toda pintoreteada y lucía los colores de un
gallo, algo atranca de tragar cerveza, nos estorbaba nuestra conversación, y yo opté por
retirarme, porque el muy quedo, agachándome el ojo, me dijo – "Ando pastoreando esta
peperecha, por pasar el rato. Allá platicaremos mucho en nuestro viaje. ¿Quieres comer
algo?". Yo le contesté – no gracias, no te molestes; allá nos veremos el miércoles—y me
despedí, estrechando nuestras manos en un apretón cordial.

Me fui entre el conglomerado de hartones de yucas y chicharrones, con el sabroso chilate


de maíz tostado, con unos plátanos en miel, la deliciosa merienda dominguera. Después
de comer algo, me encontré a una pebeta como una astilla; hacía la boca y los ojos de mil
modos; toda la mímica de las artistas de cine, las había tomado y al gesticularlas, hacía
una porción de ridiculeces. Pero, como yo no tenía con quien pasear, tomé la compañía de
esta fierecita que parecía haberse escapado de algún lupanar. Así pasé la noche, paseando

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

por varias partes de la capital, yendo a amanecer a la pensión Venecia. Allí se me hizo
insoportable aquella cáscara y la hice que se marchara y me dejara en paz. Me decidí a dar
todas las vueltas para preparar mi viaje y dejar por un tiempo esta ciudad de las hamacas.

El miércoles a la estación a tomar el tren


Ahí estaba mi amigo Tomás.

-¡Hola viejo! pensé que ya no tuvieras ganas de irte.

- Y, ¿por qué no, hombre? Si aquí sólo se puede vivir de pura necesidad.

-Pensé que te hubiera engreído alguna indita de Panchimalco.

-Pues, ojalá una de esas, que son frescas y muy sabrosas; pero no es tan fácil conseguirlas,
porque son muy hurañas y sólo tratan de casarse.

-Vaya, hombre, ¿y por qué no trataste de casarte?

-Yo me casaría sólo hasta que volviera a vivir el padre José Matías Delgado, para que él
hiciera la ceremonia.

-¿Qué importancia quieres en tu casamiento, que un prócer quieres que te case?

En esos momentos silbaba el tren.

-Ya tengo los asientos listos, ahí está la vieja jamona cuidándolos y tengo tu pasaje.

-Entonces, toma diez pesos.

-No, no, deja eso hombre, eso me lo darás cuando estés en otras condiciones.

-Gracias infinitas, hermano.

Y nos subimos al tren. Tomás dio un abrazo apretado a sus amigas gordas, despidiéndose
de ellas y diciéndoles que en breve regresaría. En aquel momento, el tren se ponía en
marcha. Agitar de pañuelos… adioses… besos precisos… lágrimas vertidas por semblantes
tristes. Y en el carro de primera, se veía gente bien nutrida, de un color encarnado, con
mejillas relumbrosas que parecían verter manteca, con sus caras alegres. Al fin éstos
nunca saben de penas, sólo viven la vida de una eterna fiesta, o sea, eternas vacaciones,
divorciados del trabajo.

Aquel tren anticuado, con una porción de chirridos y ruidos estridentes, nos está dejando
pelones los campos de tanto quemar leña. En su carrera loca, iban desfilando los campos
cuál una cinta de una película cinematográfica – montículos espesos, barrancas profundas,

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

trechos de camino, paisajes, explanadas con vistas volcánicas, ríos serpenteando por los
desniveles de las tierras, gente apartándose de la vía, ganado, manchas de pájaros
volando por los campos. El tren silbaba fuertemente y sonaba su campanita al
aproximarse a cada estación, los conductores gritaban: ¡Nejapa! ¡Quetzaltepeque! ¡El
Sitio! Los garroteros con sus carreras y sus paradas algo oblicuas sobre los techos de los
vagones y el maquinista van observando las vías como la punta de un agua de acero
interminable.

En El Sitio del Niño había sabrosas quesadillas con leche, sabrosas pupusas, deliciosas
naranjas, papayas y sandias –todo eso para el gusto del pasajero que viaja con plata. Pero
el pasajero que no lleva ni un céntimo, que apenas consiguió sólo para su pasaje, va con
sus labios secos, mirando con indiferencia a los glotones, quienes con mandíbulas
batientes, se atascan las barrigas, con miles de golosinas.

El tren cambio de ruta en esa bifurcación en "y" hacia Sonsonate, rumbo al sur. Ese
trayecto lo pasamos sin sentir, por el sueño que nos causó el calor de aquella tarde, por el
bochorno tropical.

Tomás consultó su reloj y eran las cinco de la tarde. Se presentó ante nosotros el inmenso
océano, con un sol que parecía hundirse en él y era todo lo contrario, la tierra pasaba a los
australianos y a los chatos japoneses ante él, para que les diera calor. Pensé que la
naturaleza era compasiva para los veletas nipones, que viven eternamente azuzados a la
matanza contra China, por su fanatismo hacia esos viejos cascarones del Imperio de
Hirohito y su pandilla. ¿Cuándo despertará ese pueblo de chatos de su fanatismo
estúpido, que sigue sangrando al pobre pueblo chino por la ambición expansionista del
viejo provocador Tanaca?

Llegamos al puerto—lleno de charcos y de una criminal plaga de zancudos creadores del


paludismo y de la fiebre amarilla—poblado sin sanatorios, ni medicinas, ni médicos.
Poblado de jacales desmantelados, aguas insanas, víveres demasiado caros. Por la noche,
parece una prisión. Lo único que lo consuela a uno es la vista del mar y el ruido de las
revoltosas olas y la blancura de sus espumas. Si algún gobierno embelleciera el paraje de
este puerto, vendría mucho turismo, y sería un gran beneficio para el país. Este viejo
puerto tiene bonitos balnearios: Los Cóbanos, la Atalaya, la Playa de las Flores. En fin,
estando todo esto arreglado, tendría donde pasar sus vacaciones el que trabaja, tanto
derecho que tiene a ellas.

En el astillero El Almendro
El primer día que nos presentamos al trabajo, Tomás me presento ante Míster Brown. Era
un gringo muy amable, de una sencillez que no demostraba la capacidad y talento que

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

tenía. El nos pagaba diez pesos diarios por siete horas de jornada, cinco días de trabajo, en
fin, con este hombre trabajábamos muy contentos.

Nos invitaba varias veces a su casa a comer, nos narraba trozos del pasado de su vida. Una
vez nos invitó a cenar y nos dijo que se iba a volver para su tierra, a contratarse en los
astilleros de San Francisco, California. Nos contó que ahí valía la pena ser trabajador,
porque todos los obreros, tanto agrícolas como de industria, estaban organizados en
Sindicatos que los defendían. Aquí no, nos dijo—el pobre trabajador sufre mucho y es
visto cual un perro, esto me indigna, porque el hombre de trabajo significa riqueza,
porque produce y es merecedor de vivir bien.

Algún día –interrumpió Tomás—llegaremos a estar a la altura de los trabajadores de su


país. Si hay alguien—les referí—que se interese en organizarlos, o que nosotros nos
propongamos a esa encuesta, se podrá conseguir.

El camarada Castillo, con su pesimismo, nos dijo: mi opinión es que nosotros, los indios de
América Central, no podemos ser inteligentes, como lo son los de América del Norte;
aquellos son avanzados en cultura. Claro – dijo Tomás. Pero el gringo, con serenidad nos
ilustró y nos dijo:

-Lo que se siembra en la tierra, eso se cosecha; si mi pueblo tiene conocimientos más
avanzados, es porque fuimos colonizados por los ingleses. A ellos les debemos el
desarrollo industrial, cosa que no les trajeron a ustedes. Los españoles de la conquista
trajeron la religión impuesta por la fuerza y vicios, y no les enseñaron ninguna técnica.

-Exactamente, lo que nos dice el Míster, eso es—le contesté. Yo tengo optimismo,
debemos tomar enseñanzas de los países más avanzados, para procurar el progreso y
bienestar del nuestro.

En esos momentos, la compañera de Brown nos servía un delicioso té con ricas galletas y
mantequilla. El gringo, con una serenidad y atención maestra, nos dijo:

-En fin, esas son cosas de ustedes; mis cosas y problemas que tengo que enfrentar, es al
estar en mi país. Está próximo un señor de hacerse cargo del astillero. Mi viaje será a más
tardar entre dos o tres semanas, mis deseos se los anticipo: como mis buenos amigos, que
sean felices en el futuro.

El necio de Castillo, terminó diciendo: "Los ricos no tienen la culpa de ser ricos; ellos lo han
conseguido por medio de su talento. Nosotros, como no somos inteligentes, vivimos en la
miseria". Tomás le replicó:

77
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Sepa usted, Castillo, que si los ricos tienen dinero, no es porque sean inteligentes, sino
porque hayan recibido un beneficio de alguien y se hayan dedicado a la explotación del
hombre. Ya verá cuando venga el nuevo, que es un tal Sr. Durán.

Yo les interrumpí:

-Ya es de noche y necesitamos descansar.

-Sí—dijo el americano—porque mañana hay que estar temprano en el astillero. Vamos a ir


a bordo de ese barco que está fondeado, a hacerle algunas reparaciones.

-Peor, por ahí necesitamos estar bien descansados para darle duro al pegue—dijo Tomás.

-Bueno, Míster, nos retiramos; ya tuvimos unas horas gratas de compartir con usted y
deseamos que pase una buena noche.

Salimos los tres, comentando la retirada del norteamericano y Tomás dijo que había
razón, porque en aquél país, si los trabajadores viven mejor que nosotros, será porque
aquellos ricos son más capacitados para desarrollar industrias fuertes.

-Porque son emprendedores—dijo Castillo.

-No como los ricos de aquí que viven en su vieja rutina, privándose de todo en una gran
economía, por temor a circular el dinero que tienen monopolizado. Llegan estos
miserables a alimentar a toda su familia con un triste blanquillo. Viviendo en viejas casas
en donde han muerto los tatarabuelos, o sea, la cuarta generación, vistiéndose con las
ropas que estos les dejaron, desde hace muchos años. La familia viviendo en forma
primitiva, casándose hermanos con hermanas y tíos con sobrinas. Así en estos eternos
monopolios, ha vivido nuestro pueblo, en esta explotación y miseria.

-¿Cuándo se acabarán estas pobrezas? –les interrumpí.

-Nunca—dijo Castillo—porque los cerebros no son iguales; hay seres talentosos, que con
su talento se hacen ricos; hay seres torpes, que por su misma torpeza, viven andrajosos y
en la miseria.

Tomás, sonriendo, dijo:

-¿Quieres decir entonces, que los negligentes son unos pocos y que los torpes rudos
somos bastantes?

-Como tú digas y quieras: pero así es—dijo Castillo.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Castillo está muy equivocado—les dije interrumpiendo—cuando expone esa su teoría


absurda; muy perfectamente la historia nos ha comprobado que los grandes genios y
hombres talentosos han surgido de la miseria. Han vivido en ella y han muerto sin
felicidad alguna. Aquí tenemos nosotros en la Universidad Nacional, un hombre que todo
el mundo intelectual reconoce como un talentoso catedrático, de altos vuelos; sin
embargo, este hombre no es millonario, ni medio rico que se dijera, sino que es un
individuo pobre como nosotros, que vivimos deseando. Entonces –amigo Castillo—ahí tu
teoría no resulta, porque tenemos a un rico más bruto que las piedras, porque al menos
las piedras se muelen y sirven para pavimentar las calles; en cambio, ese tipo es un
estorbo, inútil, que no sirve para nada más que para robar.

-¿Y quién es, viejo?

-No sólo ese; hay varios, y entre ellos aparece un señor Salavarría.

Tomás, un poco aburrido y bostezando dijo:

-Dejemos de hablar tonterías; es necesario que durmamos, necesitamos descanso porque


mañana nos limaremos fuertemente en el trabajo.

Nos dispersamos, cada quien se fue a su cuarto del campamento. Yo me arrellené en mi


catre, deseando dormirme, pero me fue imposible. Toda la noche se me fue pensando un
mundo de cosas. Escuchaba el ruido de las olas y un acordeón en manos de un borrachín,
dejaba escapar unas notas hirientes, desde una cantinucha que estaba a la orilla del
poblado. Carcajadas estrepitosas, disparos de los veladores que cuidaban las bodegas,
chirriar de grillos, coros de ranas croando en los campos, perros que ladraban a la luna, y
la máquina del patio, que con su ruido de motor y el vapor, interrumpía todo el silencio;
los martillos del yunque del muelle, cargando y descargando. Al fin, sin saber cómo, mi
cerebro olvidó por un momento a su cuerpo, despertándome al día siguiente con gran
precisión, para ir hacia el trabajo.

En el astillero estaban Tomás y Castillo, y me dijeron:

-Te tardaste un poco, por si más te quedas. ¿Qué no sabías que íbamos a trabajar a
bordo?

-¡Claro que sí! Pero me dormí por la mala noche que tuve.

-Bueno, arriba—dijo Tomás—que el Míster está en el muelle.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Tomamos nuestra caja de herramientas y partimos. Para mí, era la primera vez que iba a
andar a algunos kilómetros dentro del mar, viajando dentro de una cáscara sobre los
grandes lomos del agua de ese inmenso charco, que ni un solo instante tiene quietud.

Entramos como a dos leguas y media, y a medida que nos acercábamos a dicho barco, se
nos fue apareciendo como una hermosa ciudad flotante, que desde la playa se veía como
una cajita de fósforos; yo iba en esta travesía con algo de pellejo de gallina, porque el bote
en que íbamos era tan pequeño, que las olas nos bañaban las espaldas. Parecía un casco
inglés, flotando boca arriba. En el barco engancharon la lancha y nos elevaron como un
fiel de balanza tira a su huacal. En el barco nos recibieron muy bien; el capitán, que
hablaba un poco el español, nos dijo:

-A comer bien, muchachos, para después tener suficientes fuerzas para trabajar duro.

Así fue. Yo comí por tres, porque los platillos eran exquisitos y cuando hay la oportunidad
de estos sabrosos banquetes, para cuando no los hay. Tomás me dijo: "Ve, viejo, es mejor
morir de lleno, y no de vacío". Entramos en la batalla del trabajo.

El capitán dijo: "Aquí muchachos—dijo el capitán—el trabajo que puedan hacer en una
semana, si lo hacen en tres días, o en uno, se les pagará doble, como si lo hubieran hecho
en dos semanas". Así fue el trabajo. Lo terminamos en un día y una noche. Nos dieron
donde descansar y nuestra comida de despedida. Los marinos tenían una banda musical
bien organizada y daban sus conciertos vespertinos.

Vivían estas gentes muy felices, a pesar de estar solos, en una plataforma ovalada, que
con todos los rincones y sus huecos, les podía dar de expansión a un cuarto de kilómetro
para andar, cosa que no se ve muy fácil en tierra, teniendo miles y miles de kilómetros.
Pero sucedía que las bodegas y los refrigeradores estaban henchidos de exquisitas
provisiones.

El amigo Castillo se hizo una sabandija del barco, ya con unos, ya con otros, y como parece
que éste fue huésped de la Torre de Babel, sabía algunos idiomas: francés, inglés y el
nativo. Lo vi muy entero con un viejo alto, rubio, de ojos azules, que parecía que se le
habían puesto de ese color de mirar el mar y el cielo, porque no podían mirar otra cosa.
Este pobre diablo, cuando ya salíamos a tierra, llegó con una alegría, que parecía haberse
vuelto loco.

Decía frenéticamente:

-¡Ya me surtió, muchachos, lo que deseaba! ¡Ya me surtió!

-¿Y qué fue lo que te surtió? – le preguntó Tomás.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Han aceptado mi contrato en este barco. ¡He visto coronados mis sueños!

-¿Y hasta dónde van éstos?

-Pasaremos por México, Acapulco, San Francisco y de ahí salimos al Oriente, al Japón.

-¿Y a tu esposa con quién la vas a dejar?, tonto, colo.

-A Julia la aseguro en mi contrato; estaré dos años, y después tendré dinero para poner un
negocio un poco fuerte y ya no seguiré raspando estos duros palos.

-¡Bueno, Castillo, te felicito! – le dije. Te encargo una zipota de dieciséis años, que traiga
un bonito kimono color flor quina y un peinado con copete de cincuenta centímetros.

-A ver, don Rafa Castillo, si no se lo comen los caníbales sobrinos de Hirohito.

-A este no es posible que se lo coman – dijo Tomás riéndose – porque apesta mucho a una
bodega de queso añejo.

Entre tanto, observábamos todos los obsequios que nos habían hecho los amigos marinos:
a mí una dulzaina de campanillas; a Tomás unos gemelos, pareciera que le adivinaban que
ya no veía de largo; a Rafael le obsequiaron un acordeón para que su esposa se quede
dando acordes al mundo, cuando se acuerde de él. A cada uno nos pagaron sesenta
dólares.

En el pedazo de ciudad flotante, vi una preciosa biblioteca, un salón de billar, uno de cine
y otro para fumar; un lujoso restaurante y baños. Al fondo, o sea el casco, vi inmensas
calderas, en donde hacía un calor parecido al infierno de Dante; los pobres fogoneros
trabajaban bañados en sudor, con sus cerebros sosos, embrutecidos por aquel trabajo;
arriba, las cabinas, una con dos grandes ruedas, un timón al centro, un gran escritorio con
una cubierta de mármol blanco, en donde iban dibujadas unas líneas; se veían unas rutas
geográficas, que miden la escala de las distancias. En otra cabina, una brújula que parecía
un nivel de circo, un barómetro que mide la profundidad que cala el barco, ventiladores,
anaqueles, libros, anteojos, telescopios, un calendario, una sección de motores potentes,
con un gran dínamo que surte de luz. Telégrafos sin hijos, en donde se podían relacionar
con todo el mundo. En fin, me quedé asombrado de ver todas las comodidades con que
viajan estas gentes.

Como las cosas cambian de un momento a otro, al día siguiente, muy de mañana, nos
presentaron al otro encargado, un tal Durant. De ahí fuimos a despedir al amigo Brown
con su equipaje, pues partía en ese vapor para San Francisco.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Nuestro amigo Castillo parecía un loco, corriendo de una oficina a la otra, arreglando sus
papeles, con sus maletas maltrechas, para ir al muelle. Nosotros le salimos al encuentro y
le dijimos:

-¡Hola Castillo! ni te quieres despedir de nosotros.

-Ay, hermanos, no me ha quedado tiempo de esto, por arreglar todo, pero no dejen de
darle una vuelta a Julia, ¡Cuídenla!

Nosotros nos volvimos al astillero. Ahí nos esperaba el nuevo administrador. Lo


encontramos con reloj en mano y nos dijo:

-¿Qué, a las nueve entran ustedes al trabajo?

-Sí señores el reglamento que nosotros tenemos, —dijo Tomás, mostrándole una tabla en
donde estaba escrito el horario.

El señor administrador se incomodó un poco y me dijo:

-Este reglamento ya no va a regir aquí. Mañana se entrará a trabajar desde las seis de la
mañana, hasta las seis de la tarde.

-Señor Durán, nosotros aquí trabajamos ocho horas diarias—le dije.

-Aquí se les pagarán cuatro pesos y trabajarán doce horas diarias.

-Se ve, señor Duran, que no le urge el trabajo, porque nosotros no estamos dispuestos a
trabajar doce horas, ni a ganar tristes cuatro pesos. Y si no, ¡trabaje usted con sus hijos! –
dijo mi amigo Tomás. ¡Recojamos nuestras herramientas Jorge, y nos largamos a echar
pulgas a otra parte!

Cuando salimos rumbo al campamento, la estación y el muelle se veían congestionados de


gente; unas bandas marciales, tocando himnos, bajaban una caja fúnebre cubierta con
una bandera mexicana y una salvadoreña. Unas columnas militares, vestidos de gala,
hacían honores. Una señora preguntó que a qué se debía todo esto y uno de la comitiva
dijo que había muerto un embajador mexicano en la capital y lo llevaban a su país. Cosas
que pasan.

Embarcaron a un muerto y desembarcaron a otro. Un capitán Márquez, que iba en una


comisión hasta el barco. Sería porque iban un poco animados por el licor, pero el caso es
que se volcó la lancha y todos fueron a parar de bruces al mar. Inmediatamente los
salvaron, sólo este capitán pereció, porque se trabó un espuelín en la lancha.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

De modo que este puerto se vio muy concurrido por esta vez. Himnos, salvas de veintiún
cañonazos. Fue este el primer día que veía la gloriosa bandera mexicana, de Hidalgo,
Morelos y el gran Juárez. Tres colores símbolo de grandeza: verde, de los grandes campos
floridos, fecundos, que le dan vida y amor; blanco puro, limpio, que simboliza la
conciencia de sus mártires y héroes, y de sus indios nobles, sabios y artistas; rojo, el color
de la Aurora Boreal, tinte de sangre de titanes, que han regado la tierra para que surja la
simiente de la Revolución, libertad de los parias de América. ¡Oh Tótem de águila
solitaria!, símbolo de nuestra Raza estelar, hoy se te venera por todos los pueblos de
América; me siento orgulloso de ver a mi bandera junto a ti. También mi bandera es
gloriosa, estandarte sacro de justicia y libertad. Nuestros dos colores que significan: azul
infinito inmenso, de un mundo grande y libre. Blanco, pureza de corazón de un pueblo
erguido, de pie con Matías Delgado, adelante, lleva nuestra bandera a la lucha de Libertad
y Redención.

Nosotros nos dispusimos a preparar nuestro viaje. Tomás me dijo que se iba para León,
Nicaragua, a ver a una tía; yo me regresé a la capital, donde desde ese momento no hubo
más astillero en el puerto. ¡Adiós y buena suerte, astillero del Almendro! – le dijimos
suspirando.

El capataz de Duran se quedó como un gran puerco, parado, con un palmo de nariz,
cuando nuestro tren partía a Sonsonate; nuestros ojos veían por última vez aquel mar del
Pacífico, con su superficie ondulada, que parecía hecha de grandes lentejuelas de cristal.
Vimos perderse en la gran curva del infinito a aquel barco en donde se marcharon
nuestros amigos.

Mi viaje era sin rumbo; en cuanto me decidí por la capital, pensaba en Santa Ana; en fin,
no tenía rumbo fijo. Dispuse recorren el tren para ver si encontraba gente conocida y
grande fue mi sorpresa al encontrar a Julita en el carro de primera. Había rematado su
tienda, y se iba a su tierra, Apaneca.

-¡Hola Julita!

-Voy a la casa de mi mamá y mis hermanos, a mi pueblo—me dijo llorando.

Llamé a Tomas, quien acudió y saludó a Julita. De ningún modo pudimos convencerlo de
que se fuera con nosotros. El siguió su viaje hacia Nicaragua, yo me bajé, muy triste, en la
estación de Sonsonate. Ya le tenía cariño a Tomás, como a un hermano. Nos dimos un
abrazo fuerte y le dije que no tardaríamos mucho tiempo en vernos. Yo tomé el rumbo
que llevaba la amiguita Julia. Mi vida parecía que era la de aquellos pollitos débiles que
corren detrás de alguna persona, lo mismo para un rumbo que para otro.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Julia me interrumpió los pensamientos:

-¿Qué no ve, Jorgito, lo que hizo el loco de mi esposo? Dejándome abandonada en el


puerto, por irse a vagar por el mundo. Fíjese: para que me quedo aquí sola. Es mejor irme
con mi familia. Y usted, ¿para dónde piensa irse?

-Pienso irme a Santa Ana.

-¿Qué va a hacer allí? Yo le aconsejaría que mejor se fuera a Ahuachapán, pues allá no
falta el trabajo.

-Me gustaría irme allí.

-Vámonos juntos, si usted gusta, por Apaneca, y a la vez me serviría de compañía. Yo voy a
casa de mis padres y si me reciben bien, me quedo con ellos, y si no, me marcho a
Ahuachapán y pondré un negocio en esa ciudad.

-Está bien pensado, Julita. Mientras tanto, viene Castillo, pues dos años de su contrato se
pasan volando.

Ella meditó un momento, frunció el ceño, y desdeñadamente me dijo: Si viene, que venga,
y si no, que se vaya a volar. Al fin, que yo sé ganarme mis "cuises" y no me muero de
hambre con mi hijita. Al decir esto, acariciaba la cabeza a su rorra mocosa, que no estaba
quieta, ni dormida.

Así fue como emprendimos el viaje por aquellos senderos que regalan amor. Llegamos a
Apaneca. La familia de Julia la recibió muy mal, porque no llegó con su marido y se
extrañaron de verla conmigo. Ella les explicó todo lo sucedido, pero sus padres no se
convencieron. Julia, al ver tal desprecio, dispuso irse conmigo hasta Ahuachapán. Allí nos
instalamos. Ella puso un comedor al que llamó "Americano". Le iba muy bien, pues yo le
llevaba a todos los compañeros de trabajo, para que la ayudaran. Ella me quería como a
un hermano. Nos estimamos mucho. A veces me aconsejaba que buscara una novia y me
casara. Yo le contestaba muchas veces, "eso sí que no, Julita. El amor es dulce cuando
empieza y amargo cuando se acaba y es muy difícil que se junten dos seres de la misma
madera". Y así pasábamos matando el tiempo con estas pláticas extravagantes, de
alimentar ilusiones.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO VIII

Ocho días Después


A los ocho días de estar incomunicado, me sacaron a presencia del jefe de policía. Eran
como las nueve de la mañana y grande fue mi sorpresa al encontrarme frente al cura
párroco Planas. El amo de los policías le dijo:

-Mire padre, este es el célebre rebelde que quiere transformar al mundo –dijo
sonriéndose sarcásticamente de mi.

-No, hijito mío—me dijo el cura tocándome la espalda—no te sigas metiendo en esas
cosas que no entiendes. He venido a hablar por ti para que se te ponga en libertad. Dice el
capitán que estás sentenciado a pagar cincuenta pesos de multa.

-Padre—le dije con sorpresa al escucharlo—yo no he hecho ningún delito para que se me
encarcele y me quiten multa. Esta es una injusticia. Además, no se me ha sacado ante un
juez para que se me juzgue.

-¡Aquí no hay juez, el juez soy yo! –dijo el taimado del capitán—aquí lo que vale es el
parte que dan los agentes. Oiga padre, no le conviene hablar por este muchacho, porque
es un perverso de siete suelas; está aquí porque hirió a un policía.

-¡Eso es falso, es una calumnia que me levantan! Calumnia que ninguna autoridad
honrada se atrevería a hacer, si es que hubiera alguna. Estoy aquí por gusto de los señores
que me trajeron, y por el propio gusto que le place al señor capitán.

-¿Ya ve usted señor cura por quién viene a hablar?

-No le ponga cuidado capitán, que este muchacho es un ignorante.

-Oye, hijito—dijo el cura dirigiéndose a mí—no se trata así a las personas. El señor capitán
te va a perdonar por esta vez y yo voy a pagar los cincuenta pesos de multa y tú me los
desquitas en mi carpintería. Te voy a pagar doce pesos por semana y te descuento dos en
cada pago. Esto es un bien para ti, si no, se te pasará a la penitenciaría, y estarías dos años
por lo menos, privado de tu libertad. ¿Verdad, capitán, que me lo da al darle los cincuenta
pesos?

-Los aceptaré porque se trata de usted, padre; pero lo que es este indio, no merece
ninguna consideración. Estos merecen que se le trate a palos y cárcel, a pan y agua, hasta
que se los lleve el diablo.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-¡La santísima sea conmigo! –dijo el padre santiguándose.

-Perdón, padre—dijo el capitán—porque me descomedí ante usted.

-Oye muchacho lo que se te espera, si no aceptas—me dijo el párroco—vine porque unos


carpinteros de mi taller, que te conocen, me suplicaron que hablara por ti; que estabas
preso y no tenías a nadie y que eres buen ebanista.

Entre mí pensé, porque soy ebanista le he interesado a este pájaro negro—y le dije:

-Dispense, padre, ¿a qué horas entran a su taller?

-A las siete de la mañana—me contestó—y salen a las seis.

-Pero padre, son muchas horas de trabajo y la ley nos da ocho horas.

-Malo, muchacho—dijo rascándose la cabeza—no me convienes, no quiero que me


impongan nuevos reglamentos en mi fábrica. Así voy bien con mi personal.

-Ya ve padre, que tipo quiere llevar a su taller, ¿no le digo bien que es un canalla?—dijo el
esclavista del capitán.

Por fin vi a aquellas dos fieras que se proponían arrancarme hasta la última gota de mis
energías para ellos, y comprendí que era el único medio de salir de mi prisión.

-En fin padre, iré a trabajar con usted, respetando su reglamento hasta desquitarle su
dinero, y si le parece mi trabajo, continuaré con usted.

-Muy bien—dijo el cura, con una risita de satisfacción—sin andar con ocho horas, ¿eh?
Observándome de arriba abajo a través de sus lentes y metiéndose la mano en la bolsa de
su sotana.

-Escúcheme padre—habló el alma afrodita del capitán—si este no cumple, lo zampamos


en la de cuadritos hasta que se pudra ahí.

El cura se extrajo de una cartera unos billetes de banco y se los dio al verdugo, con una
risita de caimán.

-Padrecito—dijo el capitán tomando el dinero—estamos a sus órdenes, para servirle en


todo lo que usted desee.

-¡Vámonos muchacho! te voy a presentar con el contra maestro para que te conozca y
mañana empieces con el trabajo.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Muy bien padre—le dije muy mansito como un cordero, pero llevaba por dentro un
coraje que me rompía el corazón--muchas gracias por su bondad, capitán y hasta luego.

Salimos a la calle y sentí caer el sol sobre mis espaldas y me conforté. Vi los cerros azules
que me invitaban a viajar a otras ciudades. Las palmeras del parque, al agitarse, me
despedían y me decían ¡Adiós! ¡No pagues lo que no debes! Parejas de palomas de Castilla
volaban inquietas, aplaudiendo el firmamento con sus alas preciosas, como queriendo
decirme: así debes volar tú, no debes pagar ese dinero que se hartará ese holgazán a costa
de tus costillas. Las nubes pasan muy bajito, espiando los tejados, queriendo ver las
injusticias que hacen con los débiles. Entre este trayecto de cuadras, meditaba esto.

El cura adelante y yo le seguía. Entramos en la puerta de una esquina y vi de reojo hacia


atrás, que nos seguían dos policías, que se apostaron en la esquina. El cura me presentó al
contra maestro, quien me enseñó una gran cantidad de trabajo y me dijo:

-A las siete de la mañana en punto lo esperamos aquí.

-Oye bien muchacho, si no vienes, te metemos en la cárcel—dijo el pope—ya oíste lo que


dijo el capitán.

-Si padre, ya escuché todo eso, mañana estaré aquí muy temprano.

-Se van contigo esos policías para saber dónde vives.

-Muy bien padre hasta mañana—dije, saliendo a la calle. Dentro de mí dije: ¡Qué venga la
madre de estos desgraciados a trabajar! Me iré a la capital y que me busquen en el
catecismo, en la lista de los bienaventurados.

Llegué a mi humilde cuartito cuyo piso estaba formado de veinte ladrillos en cuadro, lié mi
maleta y me evadí entre los patios de las vecindades, para no ser visto por el par de perros
que me vigilaban. Salí por fin a la orilla de la vecindad, me encontré con una carretera
color ocre, bañada por un sol tropical ambarino que esmaltaba toda la vegetación florida
de los campos.

Las cercas estaban adornadas con campánulas azules y rosadas, girasoles silvestres,
veraneras, corintas, parras de flores, confites que saturaban el ambiente con su fragancia
silvestres. Los postes del telégrafo de donde pendían los alambres que podían servir para
avisar a otros lugares de aprehensión, me decían: ¡Adiós pájaros carpinteros de gorritos
rojos! Avecitas chiltotas encendidas de color naranja, cenzontles melancólicos y
gorrioncitos que coqueteaban en todo ese conjunto de alegría, endulzaban toda la
grandeza que nos da la naturaleza con sus cantos, para poder amar y desear vivir.

87
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Así me confundí con aquella carretera, en busca de una vida mejor, en busca de libertad y
justicia.

Después de rodar algunos años, volvía Ahuachapán. Ya el cura Planas se había marchado
y el sapo del capitán aquel lo habían echado para otra parte a que siguiera ladrando por
allá.

Un sábado de septiembre de mil novecientos veinte y cinco, a las ocho de la noche


aproximadamente, me decidí a recorrer las calles en busca de una compañera, que no
sabía quién era. Antes me había asociado con una camarada que era de Chalchuapa, que
apenas andaba en quince años y era muy soñadora. Fui al baile del Casino de esa ciudad y
esa misma noche la conocí, la convencí y me la rapté. Esa broma me costó tres meses de
arresto y quinientos pesitos que pagó un amigo, para que obtuviera mi libertad. Esta
señorita era de una mentalidad muy exigente, me pedía que comprara un carro, quería un
piano, quería que tuviéramos una quinta. Soñaba con ser la Diosa del dólar.

Un día, fastidiado de tantas exigencias, la interpelé: "Ve mujercita, despierta de tu


idealismo y de tu delirio de grandeza, convéncete que al que has buscado por compañero,
nos es más que un pobre obrero que a duras penas gana dos pesos diarios. Si tu quieres
ver nuestro hogar como los ricos, desilusiónate de mí y déjame en paz". Ella, llena de
coraje y con altanerías me reprochó que era una idiota, tonta y que se arrepentía del día
en que se fijó en mi, que era un pobre desgraciado que no ganaba ni para mantener a un
perico; qué se iría con su mamá a Chalchuapa, y se arreglaría bien para relacionarse con
todos los señoritos de la sociedad, y se casaría entonces con un señor que tuviera plata y
no con obreros pobres. Qué por eso decía bien el abogado Castro en su discurso que les
dio en el Casino a todos los socios, donde hacía ver que una obrera, para poder casarse
con un obrero, debería depender primero de un señor rico, para que éste le diera todo lo
necesario—Pero yo—dijo—fui una tonta.

Yo con toda serenidad la amonesté y le dije:

-Eres una chica muy inteligente en tu medio, no se te ha podido olvidar el discurso de ese
rufián abogado Castro, que quiere convertir a las hijas de los trabajadores en unas
prostitutas. Está muy equivocada con esas ideas mercantilistas. Comprenda que la mujer
culta y honesta nunca vende su carne como una mesalina, por un triste cobre, así muerda
la dura piedra de la miseria; siempre su deben está en luchar con fie firme al lado de su
marido, y afrontar todas las dificultades y pobrezas que en la vida se le presenten. Ella
debe distinguirse como una valiente luchadora, llena de optimismo para educar a su
compañero y hacer de él, un gran luchador. Y antes de pelearse entre sí, y darse con los
trastos en la cabeza, deben investigar el origen de la miseria humana.

88
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Yo ya estoy harta de sufrir, a mi no me convencen palabras, y me marcho, así se me


venga el mundo encima.

-Yo no pretendo convencerla a usted, y no deseo seguir viviendo en unión suya, porque
entre nosotros dista un gran abismo. Usted está educada de un modo y yo de otro. Si
gusta desde este momento la ayudo a hacer sus valijas y la conduzco al tren, para que se
vaya con su familia.

-¡Eso quiero, eso quiero! en este momento me voy.

Y cuando se opuso a que yo la acompañara, busqué a alguien que la ayudara con su


equipaje y dispuse por esa noche de septiembre, vagar por las calles de la ciudad. Me
sacudí las manos; me sorprendió un escalofrío que sacudió todo mi cuerpo, y alcé la vista
de frente y dispuse seguir una calle solitaria del Calvario. A las pocas calles de andar, me
encontré con una casa repleta de gente. Ahí vi a una oradora, Mercedes Albanez, la
reconocí, porque era de mi pueblo.

Hablaba en una tribuna con palabras claras y sencillas. Por los aplausos y bulla de los
concurrentes, no pude darme cuenta de lo que se trataba. Entre veces pensaba que eran
evangelistas, pero me di cuenta que no, cuando oí estas frases de orden al auditorio:

-Es necesario, compañeras trabajadoras y compañeros, que nos unamos como una sola
familia para defendernos del hambre, de la miseria y de la desnudez en la que nos tienen
sumidos estos bandidos ricos.

Aquello en mis oídos me sonó a nuevo y sus palabras resonaban en mi corazón, como un
martillo que se estrella sobre el yunque en manos del recio herrero que forja las
herramientas del trabajo y armas para el combate. Decidí aproximarme a la puerta. Leí un
rótulo que tenía la siguiente inscripción, "Universidad Popular de Ahuachapán", y entre mí
dije: Esta es mi casa y ¡hasta cuándo se abrió la primera en mi país de esclavos! Cuando
ponía mi pie en la grada, salieron unos amigos muy amables diciéndome:

-Pase, pase, compañero. Esta es su casa, aquí es donde se viene a decir y oír la verdad.

Vi aquel vasto núcleo de gente fuerte, de gran optimismo, dispuestos como grandes
arquitectos a construir un mundo mejor.

SEIS MESES DESPUÉS


La universidad ha dado un buen fruto entre la juventud y el pueblo en general. El
organizador era el Doctor Mariano Corado Arriaza, un hombre muy entusiasta, deseoso de
estar unido con el pueblo. El único defecto que él tenía, era tener vacilaciones y gesto de
un cacique que sólo quiere destacarse como un ídolo y plantear una política muy personal

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

y que los asociados acepten sus ponencias como un mandato, sin discutirlas ni
deliberarlas. En fin, él quisiera organizar al pueblo, pero que éste no tuviera ni voz ni voto,
en su mismo organismo.

Ya en esa época me habían nombrado Secretario del Interior del Comité de la Universidad.
Escribí a todas las organizaciones, con el objeto de tener relaciones de fraternización. En
una de tantas, recibí una comunicación de la Federación Nacional de Trabajadores de El
Salvador. En esa época dicha Federación estaba organizando Centrales sindicales en todos
los departamentos del país y en las comunicaciones que recibimos nos decían que vendría
a nosotros una Delegación, para ver si se podría fundar la casa de los sindicatos en la
región. Yo comuniqué a los demás compañeros directivos, excepto al Sr. Arriaza, porque
estaba seguro que se opondría a esta nueva organización. El pretendía convertir a los
miembros de esta sociedad en un comité político.

Un día de tantos nos resultó con el retrato de un doctor Prudencio Alfaro—que aunque ya
había desaparecido—había dejado sus tendencias políticas entre intelectuales capitalistas.
Éstas tendencias no tenían por base un programa en donde dijera que sus luchas
beneficiaban a los intereses del pueblo; sin temor a equivocarse, este señor Alfaro, cayó
en el vicio de un sectario extremo anarquista, luchando contra todos los gobiernos en las
ramas de los capitalistas, mucho fomentaban los "puch". Otras veces con actos de
resoluciones esporádicas, este señor se hizo el político de las fantasías y entre las gentes
sencillas las narraban como leyendas criollas. Unas veces, decían los campesinos, que los
perseguían las soldadescas del gobierno y cuando los iban a capturar, se convertían en
una mata de huerta o en un tronco. No eran más que simples fantasías. Este señor se
ocultaba y defendía, con el apoyo de todos los ricos que le permitían medios de
transporte disfrazadamente.

Hubo gobernantes que lo llamaron para que tomara parte en alguna cartera, y él se
negaba como un rebelde, siempre sin táctica política. Este señor siempre vivió perseguido,
aunque el pueblo nunca supo por qué; sólo se sabía que quería ser presidente, aislado del
pueblo y encerrado en su pequeño círculo de liberales políticos.

Esto nos ocasionó una pequeña discusión contra el médico Arriaza, porque no se permitió
el retrato de este señor en el aula de la Universidad. Diciéndole que la Universidad no era
un partido político para que nos utilizaran como una triste escalera y que mañana
pusieran con toda saña e insidia, su aparato de gobierno sobre nosotros. Dijimos que si
iríamos alguna vez a la lucha político electoral, lo haríamos ya con una conciencia de
ciudadanos convencidos de postular hombres que se identificaran ante el pueblo con
hechos prácticos que le beneficien. Con este señor íbamos en contradicción siempre, pero
la Universidad iba siempre en pie.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Vinieron los delegados de la Federación, un tal Gumersindo y un Manuel Peña Pineda, a


organizar el sindicalismo reformista tipo C.R.O.M. de Morones en México, pues a estos
amigos, los mandaron unos señores políticos influyentes, a estudiar el sindicalismo a la
Central de aquel país, para trasplantarlo en filón aquí en nuestra tierra.

Todos los Universitarios los recibimos fraternalmente. Hicimos un gran acto público en el
cine Reforma y ahí se fundó, por acuerdo de todos y con una vasta multitud de tres mil
personas, La Unión Sindical de propietarios de Aguachapán por primera vez. De ahí se
empezó el trabajo de organizar Sindicatos de todos los gremios. El camarada médico se
disgustó por la organización de los sindicatos.

A mí me nombraron Secretario del interior del Comité de la Unión. Al camarada Raúl


Esguizábal, de finanzas; a Víctor Manuel Sierra, de actas; Juan García Madrid, Secretario
General; Gabriel Emestica, de organización y propaganda y así marchó nuestra
organización. Así empecé a conocer el verdadero camino de la verdad, de lucha, que debe
seguir todo trabajador del mundo.

El médico Arriaza empezó a sufrir el odio de todos los "tripones" capitalistas del
departamento; una vez tuvieron un choque verbal con el millonario Antonio Seleverría,
pero el médico, al verse ultrajado de improperios por este parásito, sacó su pistola. Esto
fue motivo para que el barrigón de Seleverría saliera huyendo con una gritazón de un
pobre "Mampo". Esto alarmó a toda la servidumbre de la habitación feudal, que se
componía de un gran ejército. La mujer, él, los hijos, los criados, el administrador, el
chofer, con palos machetes, pistolas, cacerolas, escopetas. Cuando el médico vio este gran
destacamento que venía sobre él, partió con una carrera que quizá nunca en su vida, ni
cuando fue deportista, la hubiese dado. Parecía que los talones de los topara en las
asentaderas y el señor barrigón millonario iba delante de su turba, corriendo con una
enorme barriga que apenas le dejaba dar saltos como gran sapo habanero.

Cuando el médico llegó a la Universidad, colérico y frenético, me dijo:

-Desde que se ha fundado la Unión Sindical, la traen todos estos desgraciados conmigo. A
todos los que sean de la Unión Sindical, ¡no los quiero aquí en mi Universidad! ¡Aunque
me quede con unos cuatro!

-Vea doctor—le dije—nosotros queremos respaldarlo y que la Universidad sea nuestra


cátedra de orientación por medio de conferencias que nos den los intelectuales que
colaboren en bien del pueblo.

Viendo que el médico Corado Arriaza y otros intelectuales no quisieron trabajar con
nosotros en la organización de sindicatos, me interesó organizar a los campesinos en

91
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

sindicatos agrarios, porque solo así pueden luchar acertadamente, en bien de sus
intereses. Nuestra Unión se hizo, acertadamente, en bien de esos intereses.

Nuestra Unión se hizo fuerte y grande. Se afiliaron a ella como ocho mil trabajadores,
sindicatos de albañiles, sastres, zapateros, carpinteros, panificadores, pintores, empleados
y muchos más. Nuestra Unión luchaba porque se les dieran alimentos suficientes a los
trabajadores del campo y que no se les dieran esas inmensas tareas, pues cuando el
trabajador las termina, a la caída del sol, va medio muerto a acostarse en tu tapesco, en
donde no se mueve hasta el otro día, cuando empieza otra vez su martirio. Nuestra Unión
luchaba porque tuvieran casa donde habitar, que no vivan debajo de los árboles, o en
cuevas como fieras. Pedíamos que a los trabajadores se les dieran garantías y sus
legítimos derechos de gentes, que no se les tratara como a unos perros; porque cualquier
autoridad de esos gobiernos tiránicos, se cree autorizada a flagelarlos y asesinarlos
cuando se les antoja.

A nuestra organización se le echaron encima, como unos enemigos acérrimos, los señores
latifundistas que viven de la explotación del hombre, pues al fin les llegó su "zapato que
les aprieta", pues a nuestros camaradas campesinos los tienen tan sumidos y esclavizados.
Pero, ya en nuestra organización, se unieron de frente, enérgicos, apretando filas en
nuestra Unión, para defender a la colectividad.

La Unión Sindical luchaba con una serie de obstáculos y resolvía problemas peliagudos e
intrincados; muchas veces les incendiaban las casas a los campesinos, con sus muebles y
semillas recolectadas, y los mandaban sacar a la carretera, con fuerzas de la guardia
Nacional; pero nuestra Unión se enfrentaba a defenderlos y a pedir que se les indemnizara
después de esas provocaciones estúpidas de los perros capitalistas. Otras veces los
asesinaban y les echaban el ganado en sus cultivos; los apaleaban y ataban a los árboles y
en presencia de ellos, violaban a sus mujeres y a sus hijas y a sus hermanas.

Así fue como los perros de la fuerza del gobierno despertaron un odio y los capitalistas
han avisado la ira entre el pueblo. Y es que hasta el último campesino sabe que son sus
enemigos irreconciliables y que el trabajador lleva en sus venas la venganza, porque lo
mantienen vejado y envilecido y no piensa más que en la revolución, que marcha en pie
firme.

Nuestra Unión desfilaba con manifestaciones el primero de mayo, día del trabajo, o sea,
de los mártires de Chicago. En la ciudad de Ahuachapán, se desbordaba un río de
trabajadores andrajosos, con sus semblantes demacrados por la miseria, sus cabellos
melenudos, sin rasurar, faltos de baño, porque en las fincas no han construido baños para

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

los trabajadores. A duras penas les dan uno o dos litros de agua diarios para su gasto. Sus
ropas humildes de manta, todas roídas, van siempre enseñando sus pobres carnes.

Todo el campesino está igual; es un pobre paria sin tierra. Cuando vienen los domingos a
la ciudad, miran y desean con sus labios secos, porque su jornal es miserable, unos dos
pesos por semana; así es que estas gentes que tienen sus familias, bajan a los ríos de las
poblaciones, siempre con angustia y miseria.

Fue falso lo que dijo el estadista Gustavo Guerrero cuando fue representante por la
República El Salvador, en la Liga de las Naciones. Cantando fanfarronamente con un
discurso hueco en mi país, dijo: "No cabe el comunismo, todos los trabajadores viven
felices, en grandes pedazos de tierra, en donde tienen cultivadas hermosas huertas, con
sus casas con suficiente aire, ventiladas y confortables. Se mecen en sus hamacas, en sus
corredores se pasean cantando sus canciones criollas con sus guitarras y sus esposas
guisando sus deliciosos pavos para la cena; por eso ahí no hay miseria, y no caben esas
doctrinas exóticas exportadas de Moscú." Aquí se ve muy bien que este estúpido sofista,
con su romanticismo pepenado de Darío, trata de ocultar el dolor y miseria que el pueblo
de El Salvador vive en su vida real.

A este imbécil de Guerrero se le metió en la mollera, como al loco abogado fascista,


Méndez Castro—que se creen semidioses y subestimas los derechos de la mayoría del
pueblo—que son los únicos agricultores sabios que le cantan al campesino de tipo "Culak"
de su parcela y su rancho, su ganado, sus toros y carros, para ir a los teatros, a la ciudad.
Estos demagogos hijos de Federico Nich, cultivadores de su doctrina individualista, nazi
fascista. ¡Que comprendan ellos que nos son agricultores! Son explotadores del indio,
unos latifundistas expropiadores de la tierra del nativo, que han conseguido con sus
artimañas y papeleos de abogaduchos.

¡Toda la vida, señores fascistas demagogos, soñaba por escribir un libro! No con la
intención de ser un literato, ni con interés de premio, sé que no merezco ninguna de esas
dos cosas. No he hecho estudios fundamentales para creerme merecedor de semejantes
cosas. A duras penas pude estar seis meses en la escuela primaria, abandonándola por la
miseria de mis padres. Me vi obligado a dejar lo que tanto deseaba, para ir a ganar un pan
estúpidamente, por el sufrimiento y martirio de mi familia. Yo fui uno de los que no
tuvieron la infancia feliz, que unos cuantos han tenido. De los diez a doce años enfrentaba
trabajos increíbles, de los que puede hacer un niño. Y por eso era mi gran ansia de escribir
este libro a los míos, de abajo; debemos unirnos como un solo hombre para luchar
fuertemente en los combates decisivos, destruyendo ese aparato criminal que hace
florecer la miseria en los pueblos, para que los niños de mañana puedan tener una
infancia feliz y puedan tener una vida mejor organizada. Pero esto sólo podrá conseguirse

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

con un gran partido único de obreros y campesinos, en donde no quede un ciudadano que
deje de afiliarse. Esto es lo fundamental para transformar y resolver los problemas y hacer
una verdadera democracia que garantice la formación de una legítima patria, que es la
base de un país.

¡Qué sepan los señores de América, como viven los campesinos en mi país!

Cincuenta y cien hoyos les dan por tarea, pagándoles veinticinco centavos hoyo cúbico de
uno y medio pies, en terrenos pedregosos, rocas o enormes raíces. Pasan en esta tarea
hasta tres días o una semana, para poder ganar una miserable bagatela, sus pobres pies
descalzos pisan alguna pudrición de hojarascas húmedas, pantanosas. Ahí les clava el
mortal zaite, el criminal "timbo" que es un azote terrible, tiene la forma de un barril de
dos puntas, por una asimila y por la otra lleva el zaite de la inyección mortal. Su color es
café tierra, circundado por unos anillos unidos con líneas de vellos, que le dan un aspecto
horroroso. Cuando se les toca con algo, pronto se pandea y mete el zaite. Este animal solo
anda por la noche, se ondula para rodar, ese es su medio de caminar.

El campesino que es picado por este animal no dura más que cinco minutos con vida. Este
bicho, ya al tamaño de cinco centímetros, es mortal. Así es que el campesino, cuando va a
su trabajo, es como aquel que entra en la batalla en la guerra, con el timbo enterrado en
sus plantas.

La víbora cascabel, enrollada en el ramaje de los cafetos, que es la mortal cobra de


América. El coral negro, que relumbra como charol, que regala una mordida y un zaltazo,
con unos ojos diminutos que parecen pringas de fuego. Este animal se entierra fácilmente
en las tierras flojas y en las podredumbres, por más grandes que sean. El coral rojo, blanco
y negro, el tamagás, amarillento verdoso, rayado de negro. Todas estas son víboras
venenosas que atacan a los trabajadores, además de las plagas del zancudo del paludismo.
En fin, una serie de malezas con las que el trabajador se enfrenta.

El mismo fruto del café, nos describe en sus colores variables, hasta recolectarse: Primero
aparecen con unas flores blancas que se tejen como velos de novias imaginarias, con una
felicidad que no existe para las clases trabajadoras. Después surge una almendra verde,
un verde esperanza, del optimismo que lleva el campesino cada mañana, porque el
campesino piensa en su revolución libertadora. Este café se transforma en un color rojo
en su madurez, diciéndole al campesino, ¡Este es el tinte de tu sangre, con que debes teñir
tu bandera de lucha! Ese café se convierte en negro, cuando se seca; para pasar a gustar
en esos cafés de Nueva York, Washington y Londres, luciendo en aquellas notables
tertulias de los grandes literatos, estadistas, con sonrisas de felicidad y satisfacción,
porque el café mismo les dice, --Soy amargo y negro, endúlzame, si quieres gustar de mí;

94
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

significo luto, dolor, miseria y muerte de aquellos pobres campesinos de América que me
cultivan en la batalla de la agricultura del trópico.

Los señores latifundistas al fin de las cosechas, llegan a las grandes maquinarias de extraer
la pulpa del precioso grano de oro, extraído de estos infiernos, y con sonrisas de mil
amaneramientos de millonarios hechizos, contemplan los horizontes en forma estúpida y
preguntan lo que han rendido las partidas de su cosecha ese año. Algunos les dicen—
quinientos mil quintales. Ellos ordenan -- ¡Este que se despache al Consorcio Agro
Comercial del sindicato de cafeteros de Nueva York!

Una vez vi el triste caso de un camarada campesino, en la finca de Pedro Menéndez


Castro, en Atiquizaya. Íbamos entre los cafetos de aquel infierno verde, cuando se
desprendió una víbora cascabel y le mordió un brazo. Nuestro campesino con un temblor
de rabia al verse mordido por aquella vil fiera, la tomó por el cuello y parte de la cola, la
agarró a mordiscos hasta despedazarla y matarla; por último, este valiente hombre,
rebanó con su machete el pedazo donde el reptil lo había mordido. Le curamos la herida,
le dimos curarina, una planta que es con lo único que se cura nuestra gente en estos
casos. Nuestro camarada campesino quedó paralítico y le surgieron erupciones terribles
en su cuerpo; nunca pudo restablecer su salud aquel hombre. Un año después murió. En
esas fincas no hay médicos rurales, ni botiquines, para atender estos casos que sufren a
diario nuestras gentes.

Por eso nuestra Unión Sindical se hizo gigante, como todas las demás organizaciones
nuestras, en los demás departamentos de la República.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Capítulo IX
Cuarto Congreso Obrero
La Federación Regional de Trabajadores del Salvador celebró su Cuarto Congreso Obrero
el día cinco de noviembre de 1926. Fui nombrado Delegado con otros camaradas,
Eguizábal, Chachahua y García, los dos últimos eran campesinos muy activos.

Los camaradas campesinos me preguntaban qué hacer en el Congreso y les expliqué que
tenían que hacer un informe por escrito de cómo viven, en qué forma trabajan los
campesinos y los problemas que los afectan y esto se expondría en la comisión que
organice el congreso, para llevarlo ante el Presidente y exigirle que haga algo en bien de
los trabajadores.

El compañero Equizábal era un joven muy bien preparado, hizo todos sus estudios en
secundaria; su padre era un señor apellidado Maza, muy rico, su madre era una mujer de
origen pobre. Pero el señor Maza nos odiaba a todos y le hacía presión al hijo para que
desertara de nuestras filas; esto hacía que el camarada tuviera muchas vacilaciones en la
lucha. En el Congreso, no se reunía con nosotros, sino con los dirigentes que consideraba
más capaces; no cambiaba impresiones con nosotros para poder deliberar y resolver
nuestros problemas. En fin, noté que se había hecho en la federación un círculo de
individuos que hacían sus reuniones secretas con un tal G. Ramírez, un Peña Pineda, un
David Ruiz y un Raúl B. Monteros y el camarada R. Equizábal. Esto me causó malicia y me
puse a investigar de que se trataban estos señoritos.

Raúl Equizábal puso un telegrama, a mis espaldas, a los campesinos de mi región, para que
me desconocieran como Delegado. Pero se quedó con un palmo de narices porque los
campesinos me confirmaron su apoyo y el sindicato de doscientos trabajadores del
mercado, me dieron una representación y gestionaron una audiencia con el Sr. Presidente
de la República, para exponerle sus problemas que eran:

-Quitarles el agua potable de los Auzoles, que era caliente y les perjudicaba

-Que se hicieran tragaluces para que hubiera suficiente ventilación en el mercado.

-Que se les pusieran planchas modernas a las cocinas.

-Que les pavimentaran todo el mercado.

-Que se pusieran inodoros modernos con suficiente agua.

-Que se quitara al Administrador, un tal español monarquista que se distinguía por ser un
verdugo para ellos, como todo un negrero de la colina.

96
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Que se les cobrara menos impuestos por metro.

Me notificaron de parte del Sr. Presidente que estaba concedida mi audiencia que ellos
gestionaron desde mi región. En la primera asamblea plenaria me nombraron Presidente
provisional del Congreso y pasamos a formar las tres comisiones. Una de dictámenes y
resoluciones, otra de finanzas y organización y otra de acción política. Expuse en la
segunda sesión plenaria, que se hiciera un memorándum a través de los informes de
todos los congresales para planteárselo al Sr. Presidente de la República y al Ministerio de
Gobernación, que en esa época era el ilustre Sr. Don Manuel Vicente Mendoza. Así fue
como una comisión llevó ante el Presidente todos los problemas de los trabajadores del
país ante el Ministro de Gobernación.

Fui observando en el Congreso, que a pesar de que era el primero al que concurría en mi
vida, que a espaldas de la nueva directiva de la Federación, había tipos del grupito de
oportunistas que maniobraban para quedarse como delegados, fraccionaban para meter
la cizaña en las sesiones. Reunían a varios Delegados en el restaurante para hacerles ver lo
que estaba pasando y les propuse que debíamos de extender nuestra vigilancia sobre
estos individuos.

Un camarada me informó una noche antes de nuestro mitin de la apertura del Congreso—
celebrado en el Gimnasio Nacional, con asistencia de cinco mil personas—de una
entrevista que iban a tener el grupito de oportunistas, en la casa particular del director de
policía apellidado Leitzelar. Me puse alerta y los seguí. Ellos entraron en grupo a la casa y
después de unos minutos me decidí a entrar. El policía portero me preguntó qué deseaba,
y yo le dije que era de la comisión de los camaradas que acababan de entrar. "Pase
usted"—me contestó. Pasé ala antepuerta y me detuve tras unas palmeras del corredor
que me ocultaban, haciéndome el distraído para escuchar la conversación con el viejo.

Después de darles un saludo aparentemente cordial, les brindó asiento en el corredor y


empezaron a exponer sus objetivos. Gumersindo le preguntó que si ya se había resuelto el
asunto de David Ruíz y Peña Pineda y el viejo, bonachonamente, les dijo:

-Vean, muchachos, no tengan ninguna preocupación de eso, que ya lo tengo arreglado; los
nombramientos de ellos están ya acordados y pueden empezar a trabajar mañana. Ahora
les voy a hacer saber a ustedes, que no me deben flaquear y me deben ayudar
cumplidamente. No quiero que en esta organización ustedes les hablen a los campesinos
de que les van a dar tierra y de que se la vamos a quitar a los ricos. En fin, yo no quiero
que esta campaña tenga ningún color bolchevique.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Vea jefe—dijo Peña Pineda—de esto, no tengo ningún cuidado, que nosotros somos los
líderes y tenemos bien controladas nuestras organizaciones. Y al sujeto que nos resulte un
poco rojo, lo echamos con puntapiés a la calle.

El viejo jefe dio por terminada la entrevista diciéndoles: "El caso es que ustedes me
ayuden y yo les daré todo mi apoyo, y ¡a trabajar sin ningún cuidado!" Pronto me salí a la
calle y me largué antes de ser visto por ellos.

Nuestro Congreso realizó su trabajo felizmente en tres semanas de actividad y todos


aquellos oportunistas se desenmascararon como policías. Por más que ladraron y lloraron
lágrimas de cocodrilo, no pudieron quedarse con la dirección de la Federación. Al ser
derrotados y sacados a la calle, inmediatamente llegaron unos policías uniformados a
querer estorbar nuestro trabajo y catear las oficinas; pero, como en esa época gobernaba
un Presidente democrático y teníamos un Ministro de Gobernación que hacía que se
respetara la Constitución Política de la Nación, nuestro derecho fue garantizado. En junta
de todos los delegados seles juzgó—habiendo confesado su traición—de modo que
nuestro movimiento social organizativo en el país fue garantizado para continuar su
desarrollo.

Un día de esos, llegaron unos camaradas a invitarme para que fuéramos adonde un Mr.
Thompson, que habitaba en el hotel Astoria. Este señor, después de saludarme con una
amabilidad artificial, me aconsejaba que hiciéramos presión a los delegados, para adherir
nuestra Federación a la Confederación Panamericana de Washington. Además, que en
caso de que lo hiciéramos, nos daban una cuota de cinco mil dólares para nuestra
Federación, y a mí me daría una beca para que fuera a estudiar a Washington. ¡Por
supuesto eso no lo hacían porque mi persona valiera un cacahuate, sino porque era
Presidente del Congreso! Al mismo tiempo comprendí que era un lazo del imperialismo,
para reforzar sus intereses semicoloniales en nuestro país. Mr. Thompson era un agente
mandado por la C.O.P.A., siendo ésta una organización amarilla, instrumento de los
imperialistas yanqui, japonés y alemán.

Le contesté al míster que nosotros no podíamos recibir su ayuda, porque nuestra


organización era independiente, ya que todos sus socios cotizaban para el sostenimiento
de esta, y su movimiento social.

-Lamento no aceptar la beca que usted me propone, debido a que soy miembro de una
agrupación, y ésta es la que debe disponer si acepto o no; pero, tengo la seguridad de que
pierde su tiempo, porque ningún trabajador del país simpatiza con la C.O.P.A. Además de
que por acuerdo del Congreso, se giró un cable de adhesión a la Internacional Sindical
Roja de la U.R.S.S., cuyo secretario General es el gran internacionalista Alejandro Lozoski,

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

y eso míster, es todo lo que puedo decir. Muchísimas gracias por sus buenos deseos de
ayudarnos y por su amabilidad.

- Yo le aconsejaría que no se dejara de pulsar a los señores de la Confederación, que es un


grupo de artesanos enriquecidos, que ya son pequeños industriales que tienen sus
fábricas en donde explotan a grupos de obreros. Estos señores, de seguro se adhieren a la
organización que usted representa, porque éstos toda la vida han desempeñado el papel
de policías, haciéndose del lado de los ricos; estos señores se hacen llamar obreros, por
eso es que segurito aceptan lo que usted les proponga.

- Oiga joven—me dijo el míster—con esos señores de la Confederación de obreros, desde


hace mucho antes, ya son mis buenos amigos y camaradas.

- ¡Ah! estos señores no se duermen nunca, siempre están en acecho mirando que plato
lleno se les presenta. En fin míster, cada uno es cada uno, y cada quien es libre de hacer lo
que se le venga en gana. ¡Adiós míster Thompson! Que tenga buen éxito en sus negocios.

- ¡Adiós amigo!

Noté que los tres camaradas que me acompañaron, estaban algo disgustados conmigo.
Uno de ellos me reprochó que no era la forma de hablarle a esa gente. Le dije a mí me
importaba muy poco, que yo hablaba como me daba la gana. Ya que estábamos frente al
edificio de la F.R.T., se acercó amigablemente y tomándome del brazo, me dijo:

- Has hecho una de las bobadas más grandes de tu vida, y no solo has perdido tú, sino que
nosotros también.

- ¿Por qué? – le pregunté.

-Hubieses recibido los dólares que daba el gringo.

-¡Retírate de mí, camarada! y nunca me vuelvas a decir esas cosas, los trabajadores no son
borregos para venderse por unos tristes dólares. Si tu quieres dinero y oro, ándate con el
grupo de oportunistas que hemos expulsado de nuestras filas. Tendré que reportarte ante
la comisión de Honor y Justicia de nuestra Federación. Frenéticamente me dijo:

-¡Has lo que quieras, a mi me importa mierda estar con los brutos de ustedes!

-Comprendo que tu ambición te ha cegado. ¿Qué no ves lo que les está pasando a los
trabajadores de Nicaragua, con la ocupación de las tropas norteamericanas es esa
República y que los líderes de la C.O.P.A. aplauden esas medidas de ese gobierno
expansionista y si tira ese dinero atrayéndose a los organismos de los demás países de
Centro y Sudamérica lo hace para amordazarnos, maniatarnos y darnos escuela

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

imperialista, para que nos hagamos indiferentes ante esta ocupación de ejércitos de
aventureros, que vienen a dar muerte a la autonomía Nacional de nuestra patria.

-Toda esta es teoría imbécil—me contestó el triste "Yago" o sea, el pobre judas que no
pudo maniobrar para vencer nuestro movimiento obrero.

Me entré a la Federación y me encontré a todos los camaradas congresales de todos los


departamentos de la República, muy alegres y con un gran optimismo; era la última noche
de clausura de nuestro congreso, que realizó todo su trabajo felizmente, después de duras
semanas de actividad. Un compañero por guasa decía: "La Delegación de Ahuachapán
trajo trapeadores y creolina, para desinfectar nuestra federación de la gusanera que se
había apoderado de ella". Y entre tantos comentarios, carcajadas y risas, se preparaban a
salir a Santa Tecla, pues la Sociedad de la Unión de Obreros de aquella ciudad, había
organizado un baile en honor a todos los delegados del congreso.

Entre los delegados estaba el amigo Tomás Aguilar, quien se puso a la altura de su deber.

-¡Hola viejo!—me dijo—hoy nos vamos al baile de Santa Tecla y tomaremos cerveza de
contentos que estamos. Fuertes y unidos en nuestra gran familia y que hagamos unos
breves recuerdos del astillero del Almendro de Acajutla, cuando conversábamos con
míster Brown. ¿Qué le haría el gringo pelón ese, que viera nuestra actividad social?

-Si hermano, vamos muy bien, tu estudia y trabaja macizo, tu viniste representando a los
trabajadores en madera de los talleres de los ferrocarriles de Sonsonate.

-Sí, yo te anduve buscando—me dijo—preguntando a muchos compañeros, a ver dónde


estabas para que te fueras conmigo allá al taller; pero hace dos meses llegó a manos
nuestras un número del periódico "La Verdad" que publica la unión de ustedes en aquel
departamento. Ahí le haces ver claro al gobernador "Chico Acosta que parece ser chico
arbitrario, queriendo coartar los derechos de asociación del pueblo.

-Yo te felicito hermano, de tu buena labor, ve si tienes libros que me facilites para
estudiar, porque no puedo conseguir ninguno para enriqueces más nuestras ideas.

-Ve, hermano, te voy a facilitar Los Derechos de la Libertar Sindical en México, de Vicente
Lombardo Toledano. Estos libros siempre los llevaba en sus valijas el oportunista de
Gumercindo Ramírez, y los leía siempre a escondidas, así como hace el burgués avaro, que
se chupa una naranja detrás de la puerta, para no darle a los demás; pero en descuido que
tuvo el "Quiupi", se los expropié, porque son nuestras armas que nos preparan para
defender a los nuestros.

100
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Bueno, Tomazón, mi querido amigo, tal vez nos veamos en el futuro en alguna
barricada…

En esos mementos llegaron unos autobuses para llevarnos a Santa Tecla. Apareció el
camarada Agustín F. Martí, saludándose cordialmente con todos los camaradas,
cambiando impresiones e invitándonos para la reunión última de confianza, en una
barriada de "Candelaria", en donde deliberamos muchas coas para bien de nuestras
organizaciones.

Partimos todos alegres a la fiesta. Había unos grandes carteles alusivos, que anunciaban
una película: "Ave sin nido". Esas noches últimas de noviembre despiertan alegría en
todos los habitantes del país. Unos hablaban de la Navidad, otros del año nuevo, otros de
los reyes, paseos, vacaciones de los estudiantes, en fin, alegría.

Nuestra fiesta en Santa Tecla—ciudad de mansiones, de cortinas blancas, de altares y


camándulas, en donde se ven esas salas lúgubres con retratos de padres—fue muy
animada. Discursos, poesías, confetis, banderolas, cervezas y licores, sándwiches y abrazos
fuertes de fraternización, apretones de manos. Y así pasó esta fiesta, mujeres joviales,
amables, se veían en sus semblantes ser obreras de una responsabilidad. Todo esto fue
una verdadera fiesta de un pueblo que se une en una verdadera familia.

Al regreso a nuestra región, los ricos estaban muy nerviosos e histéricos y cometían una
serie de provocaciones en contra de los campesinos, haciéndoles una vida insoportable.
En el ingenio de azúcar "La Labor", asaltaron las casas de los campesinos que formaban el
Comité agrario de ese Sindicato. Fueron sacados a la carretera y apaleados y a sus ranchos
les prendieron fuego con todos los valores que tenían. Lo mismo hicieron en el sindicato
del Cerro Blanco, también en el del Barrial y a los compañeros de las lomas de la Gloria de
Achapuco y Palopique. En fin, contra todos los sindicatos agrarios había una terrible
represión.

Dando gracias que en esa época teníamos un Presidente demócrata y un Ministro de


Gobernación, el Dr. M. V. Mendoza, quienes nos garantizaba y daba su apoyo para
castigar las injusticias que hacían con los trabajadores.

Viendo los ricos que el gobierno no les garantizaba sus crímenes y las bestialidades que
hacían, dispusieron ir ante el Presidente a obsequiarle quinientos mil pesos para que
ordenara la disolución de las organizaciones de los trabajadores. El Sr. Presidente le
contestó que ese dinero que le proporcionaban, lo aumentaran en los salarios de los
trabajadores, para que esta gente trabajara con más gusto. Estos señores vieron que se
dieron un palmo de nariz, de regreso a sus regiones, organizaron guardias blancas para
asesinar a los dirigentes de dichos organismos.

101
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Viendo nosotros toda esta serie de atentados, dispusimos organizar nuestras brigadas de
defensa y pusimos nuestras organizaciones ya en acción militar. En vista de estas
circunstancias de tirantez, tomamos medidas importantes. Manifestaciones denunciando
a los provocadores, hacíamos recorridos en todos los pueblos, organizando locales
sindicales, ya en Atiquizaya, en Ataco, Tacuba, Juayua, Apaneca y en todos los poblados en
donde eran necesarios nuestros organismos.

Una vez en la Villa de Ataco, fuimos a organizar la Unión de trabajadores de ese lugar.
Hicimos un gran mitin debajo de la Ceiba de la plaza, en donde concurrieron todos los
trabajadores, y por último, hicimos una gran manifestación y ya en la tarde, que se había
dispersado toda la gente, nos dispusimos a regresar a la ciudad. Pero el viejo del alcalde,
un tal Ángel Arévalo, nos mandó capturar con un policía Municipal. Este viejo, cara de
ratón, antes había solicitado al jefe de la Guardia Nacional y al comandante local de este
puesto, que le prestaran auxilio para dispersar la manifestación; pero como estos señores
habían leído la Constitución Política del país, y estaban sirviendo a un gobierno
democrático que da amplias libertades a su pueblo, se negaron. Este señor se hizo
responsable el solo y nos arrestó.

El compañero R. Eguizábal y yo, no pusimos ninguna oposición para no dar motivo a


ningún escándalo que perjudicara a nuestra organización. Pusimos nuestra bandera roja
en la reja e inmediatamente acudieron como doscientos trabajadores y tomaron el
cabildo, desarmaron a los cinco policías municipales y a nosotros nos dijeron que nos iban
a poner libres. Pero comprendiendo que nuestra detención era ilegal y para demostrarle a
ese estúpido alcalucho que el gobierno que nos regía nos garantizaba, pusimos unos
telegramas a la Corte Suprema de Justicia y al Ministro de Gobernación. Contestaron
inmediatamente que llegaría un juez ejecutor para investigar estas arbitrariedades.

El comandante local, que era un tal Capitán Bonilla, y un joven Fernández, se pusieron a
nuestras órdenes y un Secretario de un juzgado de paz nos llevó unos archivos viejos en
donde estaba sentado el proceso criminal en contra del tal Ángel Arévalo, como autor
intelectual del asesinato del Ilustre.

El ilustre doctor Manuel Enrique Araujo, presidente constitucional en 1911, era un


hombre demócrata, liberal progresista. Era un presidente que no tenía miedo a nadie,
andaba solo por todas partes. Esta confianza que él tenía fue porque había sido electo por
un voto unánime de los salvadoreños. Tenía confianza en todos. Pero se le olvidó que
tenía de enemigos a una camarilla de traicioneros capitalistas, que eran los Melendez—
Quiñones; ambiciosos del poder, estos conspiraban y tomaron como instrumento al servil
de Ángel Arévalo, de la villa de Ataco. Éste miserable engañó a un pobre camarada
campesino analfabeta, llamado Mulatillo, diciéndole que el señor presidente de la

102
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

República era perseguido por un bandido que quería asesinarlo por la espalda y qué el
señor presidente daba un buen premio al individuo que se propusiera liquidar a este
bandido enemigo.

-Este individuo siempre acostumbra sentarse en un parque central en las tardes. Si tú te


animas a ir a quitar a este bandido, te ganarás una gran fortuna y un buen apoyo del
gobierno.

-Si es así, yo iré entonces – dijo Mulatillo.

-Toma este dinero y este machete nuevecito de clavos amarillos. Cuando hayas hecho esta
faena, tendrás dinero hasta "pa tirar pa'rriba". Tu siempre dirás que vas por parte del
señor presidente a hacer el trabajito; de mi no digas nada, que allá te están esperando con
todo lo que tú quieras.

Nuestro indio, hundido en su miseria y en su ignorancia, tomó el dinero del canalla para ir
a cortar la vida de un presidente que marcaba rumbos de progreso para el país. Así fue el
epílogo trágico de la vida de este presidente confiado. Él sabía que estaba haciendo bien
al pueblo, dando leyes del trabajo, en reformas sociales avanzadas; pero la minoría
enriquecida, ambiciosa y enemiga de todo progreso para el pueblo, que vive acechando a
los hombres bien intencionados para mejorar la patria, los asesina en el misterio de la
sombra, por la espalda, en la cobardía más cínica y criminal. Esta páginas sólo pueden
servir para ensuciar la historia de nuestro país.

EL MILLONARIO DEL RAMO DE FLORES


Lo que observaba en mis giras

En la ciudad de los Auzoles observé la manera de vivir de un señor Higinio. Era uno de los
principales latifundistas del occidente, que ya era todo un millonario. Era un caballero
mendigo, nunca gastaba un céntimo para sus alimentos. Los trabajadores de la región de
decían "La Mica", porque era el hombre más avaro y más miserable y era más fácil sacarle
sangre a una piedra que a este fulano. Siempre andaba montado en una mulita, haciendo
viajes a sus fincas y en los caminos siempre se cortaba ramos de flores silvestres, pues ahí
abundaban mucho. Este era el presente que llevaba a otras familias acomodadas, quienes
recibían las flores y no lo dejaban ir hasta que no iba bien comido, llevándose una buena
carga de obsequios que le hacían en trueque de sus flores.

Así vivía este señor, de finca en finca, mendigando la vida con un ramito de flores, nunca
las cortaba de su finca, siempre lo hacía en propiedades ajenas. Cuando las demás viejas
ricas lo veían asomarse, entrando decían, "Ahí vine tata Ginio, con sus florecitas". Y el
siempre en forma ceremoniosa, les contestaba:

103
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Hay señoritas, aquí les traigo estas preciosas flores de mi finca, las cultivé especialmente
para ustedes.

-¡Pase don Higinio! Es usted muy amable, para que se toma usted estas molestias.

-No son molestias, Doña Mariíta, para mí es un agrado.

-¡Siéntese don Higinio! descanse – ¿No se quiere tomar una copita de vino?

-Cómo no, doña Mariíta, traigo algo de sed.

-Hoy no lo dejamos ir hasta que coma con nosotros. ¡Cuidado piense irse antes!

-No me voy, Mariíta, esperaré, no tenga ningún cuidado—decía el viejecito más vueludo
que un embudo y con risita de pescado.

Y así era. No se iba sino hasta que se hartaba bien. Tenía a sus hijos en los mejores
colegios de Norte América. Allá se daban una vida de príncipes; la gente que le trabajaba o
se iban, o se morían de hambre.

¿Qué sería de un país con esta clase de ricos? Pues como resultado sería país del hambre y
de los ricos mendigos.

UN SOMBRERO DE PALMA DE MIL QUINIENTOS PESOS


Fui una vez a San Pedro Pustla a una fiesta. En esa época en el país había una agitación
social. Estuve en un baile en la alcaldía del pueblo, donde vi a un casique de apellido Alva,
que era medio hombre, porque le faltaban las piernas. Todos le tenían recelo, porque los
mal informaba con el gobierno.

-¡Señoras y señoritas!—gritó—El Sr. Alva quiere bailar.

Aquello me sorprendió, pues cómo podría bailar un individuo sin piernas. Entonces un
empleado le llevó a una señora y le dijo:

-¡Sácalo!

-¿Y cómo lo voy a sacar?

-A ver, te lo montamos en la cintura.

Así fue. Se lo colocaron con unas correas, abrochadas por la espalda de la señora, y el
mutilado la llevaba sujetada del pelo, porque ya estaba borracho, y se lo jalaba cuando
esta no quería bailar y decía:

-¡Báilame, vieja idiota! por eso te pago bien.

104
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Esta escena era un hazme reír para los concurrentes, pero a mi me chocaban estas
ridiculeces que cometía este individuo.

-¡Báilame! – decía necio—y que toque más el maestro músico, que no pare.

La pobre señora se quería sentar, él la pellizcaba y mordía. Y la pobre vieja, ya sacaba la


lengua, pero el padre y el juez, con sus anteojos que parecían faros de automóvil, se
divertían y con risitas decían:

-¡Ah, señor Alva, más divertido!

Me acerqué al juez y le dije:

-¿Por qué permiten esas ridiculeces a este viejo estúpido, que anda maltratando a la
pobre señora?

Al oír esto, el cura se dio la vuelta y se fue.

El juez me contestó:

-Vea, si nosotros le toleramos todo esto a ese señor, es porque nos mal informa. Desde
que le fabricó un sombrero de palma al Presidente Alfonso Quiñones Molina, le ha dado
un nombramiento de policía y va con mucha frecuencia a la capital. Por ese sombrero le
dieron mil quinientos pesos y se ha quedado recibiendo una mensualidad de cien.

En ese momento cayó la señora desmayada en el salón y gritaba."¡Por amor de Dios!


¡Quítenmelo, que me mata!", porque ese energúmeno la golpeaba. Corrí, vi que éste le
mordía un seno. Le metí un par de puñetazos en la nariz, le arranqué las correas y lo tiré
como a un perro, por allá. Él pedía su pistola y nadie le hizo caso, y el sicario mutilado me
hacía mil amenazas diciéndome que aunque no tenía piernas, me mataría.

Se presentaron dos individuos que eran pistoleros de él y me preguntaron que por qué lo
había golpeado. Les demostré que lo hice porque ese señor, loco por el alcohol, andaba
medio matando a una pobre vieja; pero, al instante llegó un amigo influyente y me evitó
todas estas dificultades.

Aquí se ve que el apoyo que dan estos gobiernos tiranos, hasta un individuo cualquiera,
mutilado, se convierte en un sicario, déspota en contra de la humanidad. Si así actuó este
mutilado, ¿cómo actuarán los aptos?

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO X

Pasajes de esos tiempos


En esa época trabajaba en una funeraria de un señor José Santos, fabricando ataúdes.
Cierto día bajaron unos campesinos con un cadáver enrollado en unos petates y fueron a
esa carpintería a comprar un cajón para el muerto. Como éste era más grande y todos los
que había le quedaban hicos, y ellos les urgía, no había tiempo para hacerlo. Entonces el
Sr. José se comprometió a hacérselos en término de una hora, diciéndole a los campesinos
que dejaran el cadáver ahí, mientras arreglaban sus demás cosas para el entierro. Los
campesinos inmediatamente le dieron los cuarenta pesos y se fueron, para volver en la
hora citada. El viejo José me hizo que me saliera a trabajar al patio y él se encerró en su
casa con el cadáver. A mi aquello me causó extrañeza y traté de averiguar lo que hacía ese
tío, encerrado con el muerto.

Al oír los golpes, espié por un agujero y vi que este bárbaro le había cortado las piernas
con un hacha y lo metió en el cajón. Le puso los pies debajo de los senos, poniéndole cal y
trapos en los trabucos cortados, y se hizo un loco claveteando la cubierta del cajón, hasta
que quedara bien segura para que nadie la pudiera abrir y se diera cuenta de lo que había
hecho con el pobre difunto. Cuando abrió la puerta para comunicarse conmigo, me hice el
disimulado, como si no me hubiese dado cuenta.

Al entrar, le hice notar que de dicho cajón destilaba un agua amarilla, y entonces él me
contestó: "Este muerto ya reventó, y estos indios babosos nunca vienen para que se lo
lleven." Riéndome y en guasa, le dije: "Óigame Sr. José, y cuando este pobre muerto
llegue al cielo con los pies en las manos y las canillas mochas, yo lo vea San Pedro, ¡qué
susto se va a llevar! – ¿Y si este viejito pelón de las llaves de la eternidad tiene ganitas de
bajar y venir a dar un paseíto entre nosotros?"

-Qué venga, y verá como hasta a él se las mocho.

-Peor por ahí, así no se salvará usted.

En esos momentos llegaron los campesinos por su muerto. El señor José se los entregó
haciéndoles mil recomendaciones, que no lo destaparan porque ya había reventado y que
lo enterraran pronto, porque ese microbio que destilaba, daba el contagio de la fiebre

106
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

amarilla. Los campesinos se fueron con su muerto y yo chuscamente le referí: --"ese


microbio, si no da fiebre amarilla, tal vez le dará cárcel."

-Si chistas palabra de esto, ¡te mato!—me amenazó él.

-Vea—le dije—no chisto, no porque usted me amenace, sino porque usted tiene seis hijos
que mantener, por eso mutiló el cadáver, por no dejar ir los cuarenta pesos y poder
ayudarse en su vida amolada que tiene. A mañana y tarde le lloran sus hijos pidiéndole
pan; esos seis zipotes tienen seis metros de intestino que llenar y tres metros suyos, mas
tres metros de su mujer, ya se le hacen doce metros que hay que llenar, se quiera o no,
salga de donde salga.

-Esto es verdad, hermano, ya no hallo ni que hacer en esta vida.

-Si hombre, es muy dura, sólo con la revolución de obreros y campesinos se puede
mejorar, y salir de esta pobreza criminal. Y sólo así nos podemos evitar este trabajo de
mutilar muertos.

-Todo te puedo creer-me contestó el viejo terco—pero eso de la revolución, no te la


acepto nunca, no se puede vivir sin ricos y la revolución pretende acabar con ellos.

-Ve hermano, la revolución hecha por el pueblo tiene ojos, conciencia y corazón. Ve a los
ricos que son demócratas y que están con el pueblo y también ve a los fascistas enemigos
acérrimos del pobre. Ve, hermano, en Rusia, cuando estalló la revolución, dirigida por un
partido fuerte y capaz de obreros y campesinos, con un jefe a la cabeza. Un intelectual
proletario que fue el más grande del mundo, Lenin. ¡Asimbrisk querido! que nos diste ese
gran genio amado para todos los que sufrimos en la tierra. ¡Y una pesadilla de agonía para
todos los ricos, avaros y déspotas! –Este es el gran jefe Lenin, que organizó, educó y dirigió
al pueblo, hasta poder poner todo el poder político de la nación en manos de los obreros y
campesino. Conste que una banda de perros social-revolucionaria organizada por
Alejandro Kerenski, intentaron provocar una revolución tipo burguesa, que hubiese sido
peor con la francesa; iban con más ambición de rapiña por el poder, que hubiese sido un
grosero aparato de opresión para el pueblo. Estos fueron los que asesinaron al Zar, con su
mal llamada revolución social. Sus consignas eran: ¡Imperio… No… un gobierno de ricos…
Sí! –Sólo se abstenían a decir democrático, pero no del pueblo. Esta fue la primera etapa
de la revolución, provocada por Alejandro Kerenski y su banda de perros que servían al Zar
y lo traicionaron. Pero estos señores se equivocaron porque todos los trabajadores de la
gran Rusia estaban unidos, como un solo hombre, y desarrollaron la última etapa de la
revolución y barrieron con toda esa basura que quiso apoderarse del mando.

107
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Así fue, mi amigo José—continué diciéndole—¡Escúcheme usted! la revolución, el pueblo


la hizo para defenderse y mejorar sus condiciones de vida; muchos ricos que se hicieron
con el pueblo todavía viven, algunos libando su vodka, con sabroso puchuski. El médico
Arteck, que era famoso y millonario a la vez, tenía su capital en los bancos de Londres y
Norte América, se puso al servicio del pueblo, con su profesión y su capital, para ayuda al
gobierno naciente de progreso y justicia social. Y este gran médico es querido y venerado
por todo el pueblo y condecorado por el gobierno, con una subvención que le hace
sostenerse felizmente con su familia. Lo que demuestra que para todos hay garantía y
aprecio, siempre que no traicionen al pueblo.

-Ya ve usted José—seguí—como los revolucionarios bolcheviques no son salvajes, que no


comen niños tiernos, como los describen los escritores cloacas que están al servicio del
capital. Los revolucionarios, mi amigo, saben bien quien los quiere y quiénes son sus
enemigos.

-Aquellos hicieron la revolución—volvió la burra a la sal del viejo José—porque son


inteligentes, pero aquí nosotros no lo haremos, no cabe eso, porque somos unos brutos.
Serás tú—dije entre mí—yo no.

Al decir esto el pesimista, entró un niño corriendo a avisarnos que ahí venían los
campesinos del muerto, borrachos, con machete en mano. Yo me salté una pared de una
casa vecina, el viejo se subió a un tapanco que tenía arriba en su casa. Los campesinos se
entraron como una tempestad, furiosos, gritando: "¡Qué salga ese viejo desgraciado, que
nos venga a cortar a nosotros las canillas, a ver si tiene huevos!" –y diciendo esto,
principiaron una gran batalla, haciéndole astillas y pedazos con sus machetes las cajas y
muebles que exhibía. La trifulca sería de diez minutos y marcharon. Llegaron unas viejas a
curiosear el asunto. El viejo se bajó de su escondite, temblando, asustado, como un perro
mojado.

Ya vio usted—le dije—¡todo lo que pasó!

-¡Algún día me las pagarán esos bandidos!

-Claro—le contesté—cuando se mueran y los traigan aquí para el cajón y usted siga
teniendo cajas chicas; entonces les cortará usted las canillas y se las pagarán.

El viejo tenía cara de llanto, estaba nervioso y veía el escombro de las astillas de lo que
antes fueron sus muebles. Al escucharme se puso frenético y me dijo:

-Vea, mejor lárguese, no vaya a ser que usted me pague los elotes.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-¡Claro, me voy mi amigo! Porque vaya a ser el diablo que regresen esos y me desma…
¡Adiós mi amigo José! y que le sirva de experiencia, que con los campesinos no se juega.
Esto selo dije ya en el andén y me largué.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO XI

Tercera parte
1920, 1930 y 1931.

En el año de 1929 se celebró el Quinto Congreso de trabajadores en mi país. Hubo


delegados de todas, las regiones, se hizo un balance general de organización, se enviaron
delegados a la conferencia Sindical Latino Americana, en Montevideo, Uruguay; también
se mandó una representación campesina de los sindicatos agrarios, a la Internacional
Sindical Roja de la U.R.S.S. La Federación Regional de trabajadores organizó el boicot
contra los autobuses que pretendían subir los pasajes; fue una lucha de trabajadores
unidos con estudiantes, empleados y el pueblo en general, llegando en este boicot hasta
la acción directa. El pueblo organizado incendió tres autobuses y cuando la compañía de
camiones vio esto, cedieron. ¡Eh ahí! Los señores explotadores del monopolio fracasaron
en su intentona criminal.

También nuestra Federación, por medio de su local en Santa Ana, llevó a cabo otro boicot
contra el alto costo del alumbrado eléctrico. Fue otro gran triunfo de nuestro trabajo
social, que movilizó todo, hasta tener éxito. En este congreso se mandó una delegación a
reforzar al caudillo Sandino en su lucha por la autonomía de la patria. En esta comisión
fueron varios camaradas con el compañero Agustín Faramundo Martí al frente, quien se
distinguió en esa campaña como secretario del Estado Mayor y ascendiendo al grado de
coronel en el ejército autonomista de Nicaragua. Hay que saber que hubo discrepancia en
el C.C. Martí y César A. Sandino a última hora, porque este era un tipo de tendencia
nacionalista liberal burguesa, su mismo error lo comprometió hasta sucumbir.

También se envió a Guatemala una delegación para ayudar a los compañeros del Llano de
Palomo, que habían sido desalojados de esas tierras nacionales que les pertenecían, y en
donde habían hecho sus humildes jacales. El gobierno de esa época, con fuerzas armadas,
se las expropió para dársela a la colonia alemana. Así quedó demostrada su política servil
imperialista, o sea, candil de la calle y obscuridad de su casa.

En esa época se nos vino encima la fiebre de las elecciones políticas presidenciales.
Nuestro país es chico, apenas cuenta con catorce departamentos, o sea, pequeñas
provincias; pero por cada uno de ellos surge un candidato aspirante a ser presidente. Esto
lo hizo como táctica la burguesía para dividir a nuestras organizaciones, pero ya el pueblo
posee una gran conciencia de clase y está bien desengañado de todas estar artimañas de
tipo "buryui". El pueblo se agrupó alrededor del candidato Ingeniero Arturo Araujo, un

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

viejo incapaz, como ha quedado demostrado en la historia. Un latifundista dueño de


ingenios enormes de azúcar, quien desde muchos años antes, aspiraba a ser Presidente,
ganándose la simpatía del pueblo, con el caballito flaco de batalla de la filantropía y de
mejorar la vida del pueblo; todo esto sólo han sido macanas y puro pan pintado de
algodón.

Detrás de este señor estaban los hombres de gafas del Vaticano y los del "trust" de azúcar
de Nueva York y Londres; por eso, este señor no podía cumplir lo que había prometido al
pueblo. Siempre que se vienen en nuestro país las elecciones, las familias pudiente se
reparten una para cada candidato; conste que no lo hacen por patriotismo, sino por
traicionar y para asegurar sus intereses y, por la noche, a la hora de la cena, hacen su
resumen, en sus conversaciones, de todas las actividades políticas en distintos bandos, en
donde sale la cabeza mayor con suficiente material para las asambleas que celebran estos
terratenientes en sus casinos. Es así como deliberan cuáles son las partes débiles del
pueblo y cómo debe engañarlo y atacarlo.

En esa época hizo su gira el sanguinario Maximiliano Hernández Martínez por toda la
república, acompañado de una banda de matones. Este Martínez era de procedencia
desconocida y en sus borracheras de teósofo desequilibrado, decía ser hijo de un príncipe
o sea, sobrino de Hirohito, o tal vez primo hermano de Piyu. Cierto es que nació en
Fraijanes, Guatemala, hijo de una indígena que, por desgracia, fue engañada por un espía
japonés. Pero este hijo pródigo, o sea una planta venenosa, se vino a trasplantar en los
montes de San Matías o Pico, El Salvador.

Huyendo de sus primeros delitos comunes desde muy joven, se vino de Guatemala al
lugar mencionado. Haciendo carrera militar a fuerza de lambisconear y sacar bacines a los
viejos generales morbosos—que no son generales, sino de generales brutos. Este viejo
cepillo de Martínez me buscó cuando hizo su gira por Ahuachapán, y envió a un periodista
para invitarme. En esa época trabajaba bajo la orden del ingeniero Alfonso Valdivieso
Mendoza y ahí fueron estas sabandijas.

-¡Venga! Vamos a donde el general Martínez que desea hablar con usted y que le será
muy interesante.

-¿Quién es ese tío general que quiere hablar con un pobre carpintero que no vale ni un
cacahuate? Hay una gran distancia que nos separa entre él y yo.

Pero Juan Felipe Toruño, autor de "La Mariposa Neisna", plagio de María de José Isaac,
me insistió tanto, que decidí ir adonde el General de Casta. Cuando este vejete me recibió,
estaba rodeado de una serie de individuos de mala catadura; el vejete me enseñó un
ejemplar de mi folleto "Pasos de Emancipación" que publiqué en días pasados; luego

111
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

comprendí que se trataba de asesinos profesionales. Me recibieron con una sonrisa


artificial, hipócrita, tratando disimuladamente de esconder sus semblantes agrios, del odio
que me tenían. Al verme, lo noté todo. El viejo me habló con mucha amabilidad y
atención. En esos momentos se repartían brindis en copas de coñac; el viejo, invitándome
a tomar, con una sonrisita de tigre, me dijo:

-Al fin. Ha sido para mí mucho gusto conocerlo. Llegó a mis manos su precioso folletito, el
cual he leído y me gustan mucho sus ideas; soy su más sincero amigo y ferviente
admirador, al ver el anhelo y el hermoso ideal que usted persigue. Estoy dispuesto a
ayudarlo.

-¿Y cómo fue, general, que le ha llegado mi folletito?

El viejo se quedó disimulando y trató de anteponer unas cosas para no decirme quién;
pero luego se me metió entre la mollera que tal vez fue la camioneta vieja de Felipe
Toruño. Sabido está que en la época de 1939, esta hiena de Martínez, no daba indicios de
lo que pudo hacer en el año 1932, que masacró a treinta mil trabajadores. Si yo hubiera
sabido o tenido algo evidente, hubiera reunido a todos mis compañeros y lo hubiéramos
asaltado y linchado con toda su banda. El viejo prosiguió:

-Ando en una empresa muy grande; quiero hacer una patria libre, fuerte y sana, así como
Alemania.

-Me parece mejor que fuera como Suiza—le contesté presto—porque ahí, creo que no
han asesinado a ningún Carlos Liebrech ni a una Rosa Luxemburgo.

-Digo yo como Alemania, que los obreros tomen parte en los parlamentos, por ejemplo.
Tú eres un joven muy bien preparado y puedes ser un diputado de este lugar, para que
representes al pueblo y a tus camaradas.

-¿Y qué haría yo como diputado, en un parlamente en que la mayoría está compuesta de
señores capitalistas, cafeteros? Si yo hiciese algunas ponencias en bien de mi clase, que de
hecho va contra los intereses de estos señores, ellos me declararían loco, me desaforarían
y hasta me meterían en la cárcel.

-¿Y entonces, para qué sería Presidente? En mi gobierno no permitiría esas vejaciones
para ningún ciudadano.

Aquí notaba yo que el viejo me hablaba en un lenguaje de "Robespierre de cartón", y con


enseñanzas de Mussolini en su corazón.

-¿Y qué puedo yo hacer por su causa, general?—le pregunté, haciéndome el más cándido.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Pues ayudarme, tú eres el presidente de una Unión de trabajadores muy recomendada


por el señor Toruño.

-¡Ah! –dije entre mí, entonces este hijo de su madrastra fue el que le facilitó mi folleto. –
Ciertamente General, yo fui Secretario General de esa Unión; pero ya me expulsaron de su
seno y hoy me odian. Yo cometí unas faltas que los trabajadores tuvieron justa razón para
expulsarme. Entonces, si los trabajadores me miraran al frente de su comité, de plano,
nadie llegaría a inscribirse y usted no llegaría a hacer un buen partido conmigo. –Esto se lo
dije al viejo para zafarme y no comprometer a nuestro organismo, ni a mis camaradas.

¡Cómo!—dijo con cara desconcertada— ¿Con qué así estamos? ¿Para qué se zafó usted de
esa gente? Eso estuvo muy malo.

-Ya ve usted, General ¡Pero qué se va a hacer!

En estos instantes todos los matones se miraban las caras y se repartían unos cigarrillos.
Por mis espaldas pasó un individuo—V. M. Lagos—y muy quedo me dijo: "¡No se
embrueque!

--En fin—el tal General, un poco incómodo de haber fracasado en sus propósitos, me
contesto—En fin, contaremos, aunque con usted nomás, y no deje de ir esta noche a casa
del Dr. Juan Cortés Padilla. El es nuestro Presidente del Comité de este departamento, y
allí tendremos una asamblea. Por eso le suplicamos que no falte, que venga con nosotros.
Que si usted me ayuda, le pagaré sus estudios para que se haga un gran literato y sea un
gran representativo de nuestras letras salvadoreñas.

-Muy agradecido, General, por sus grandes intenciones que tiene para mí, pero creo que
el que ha nacido panzón, ni aunque lo fajen, siempre es panzón.

-Bueno, haré lo posible, en lo que pueda ayudarle.

-Que tenga éxito en su campaña.

Al instante me despedí y me marché musitando, ¡que lo ayude su madre! ¡Cómo voy a


permitir que una Charpa llegue a gobernar los destinos de mi país! ¡Militares obcecados
de mentalidad imperialista!

Al día siguiente me contaron unos camaradas que el vejete general ambicioso hizo un
mitin en el Pasaje Concordia, no teniendo nada más que el grupo de malas caras, matones
que lo acompañaban en sus correrías.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

El pueblo se equivocó
Votó por un veleta, camino hacia el fascismo. El Ingeniero Arturo Araujo fue electo por un
voto unánime de todo el pueblo, pero este señor no fue merecedor de este gran atributo.
Él era incapaz, o sea una nulidad, instrumento de los señores con gafas del Vaticano. De
esas gacelas amantes y apasionados, sostenedores del fascismo de Mussolini.

Este señor Araujo se rodeó de un grupo de individuos torpes y brutos que sólo le servían
para llenarle las copitas de coñac y champaña, y para darle sobaditas en el hombro.

-Vea, don Arturito—le dijo cierta vez un Arzobispo, con el hocico hediondo a tabaco y
vino—en su gobierno no permita esas propagandas de corrientes comunistas, que son una
amenaza, tanto para usted, como para nosotros. Debe unirse, señor ingeniero, con los
militares, para que su gobierno sea garantizado y esté en orden.

-No tenga cuidado, monseñor—le contestó "el taimado" y al mismo tiempo le besaba la
sortija de mierda. Que ni por estarse acostado tanto, soñando con el paraíso celestial, no
se pudo escapar de la peste blanca, dejando pegado el microbio de Koch por todas partes.
Después que acabó de dar sus consejos, la lechuza del Palacio Episcopal, se fue.

Días después, llegaron a entrevistarlo los representantes del banco inglés y el yanqui, o
sea, los agentes azucareros de ambos países. Señor ingeniero—le dijeron este par de
angelitos—nosotros estamos dispuestos a ayudar a su gobierno para que la situación sea
bastante bonancible. Haremos inversiones regulares para la intensificación del azúcar.
Pero antes, queremos merecer de usted un gran favor. Pedimos que se nos garantice que
no haya desorden de organización sindicable, ni campesinas, que son una amenaza para
nuestros intereses y los suyos. El tal Araujo es dueño de inmensos verdes mares de caña
de azúcar; posee grandes ingenios. En fin, es un gran latifundista de primera escala.

Les contesta a los banqueros:

-Estoy de acuerdo con su proposición, señores, de imponer el orden y ya en el mes de


marzo tomo el poder, y cuando ya esté en él, no permitiré que sigan esas agrupaciones;
haré todo lo posible por liquidarlas y ustedes se pueden marchar sin ninguna pena, ni
cuidado. Pueden hacer ustedes sus prestaciones hasta donde les sea posible, al fin, el
pueblo está muy fanatizado por mi y puedo contentarlo, de seguro, con un puñito de
dulces y un ruido de platillos.

-Ja, ja, ja, ja –sonaron carcajadas estrepitosas, tanto del calavera, como de los zorros.

Estas entrevistas se llevaron a cabo en el edificio de Ambrogui. ¡Ay campesino, que


prendes tus velitas sinceramente ante el altar, pidiendo a Dios que te mejore la vida! Y por

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

otro lado, el canalla cabeza mayor del Vaticano y los pulpos chupadores de tu sangre, los
imperialistas que son los dueños de estos altares e iglesias del mundo entero. Por debajo
te miman, para empeorar tu vida y convertirte en el más desgraciado guiñapo.

Ves, hermano campesino, como te temen estas pulgas que saben la capacidad que tienes
para hacer tu revolución agraria, que es la única que mejorará tu vida de pobre paria en
que te tienen hundido.

¡Ves camarada obrero, como estos piojos temen tanto al socialismo y la revolución! ¡Te
creen capaz de hacerla y lo eres, por eso te tienen tanto miedo! y la revolución será la
única salvación de todos los oprimidos del mundo.

NOTA: Después de todas estas entrevistas que tuvo el señor ingeniero cabeza de Zumza,
dio las siguientes estúpidas declaraciones: "Pido que mi partido se una al del general
Martínez, que el araujismo se haga uno solo con el martinizmo".

¡Qué imbécil! Elevó a Martínez y colocó su estaca para sentarse en ella después. Yo sé que
esto lo hizo por miedo a los dirigentes conservadores de la corporación militar. No tuvo
audacia ni táctica para poder distraer, ni deshacerse de estos obstáculos. Martínez era un
don nadie, no tenía partido ninguno en el pueblo, sólo lo seguían unos cuatro gatos
ladrones. Cuando este veleta dio este paso, todos aquellos frentes de automóviles, se
nalguearon de contentos. Esto causó una confusión y una desconfianza en todo el país,
porque el pueblo nunca ha simpatizado con sables, para que lleguen al poder.

La única razón que hay, es que estos militares nunca han querido al pueblo, todos lo odian
y lo escarneces, y nunca ha salido un militar, excepto Francisco Menéndez, que dio una
constitución hermosa. Después de éste, ya no ha habido otro en nuestro país que tenga
una alta escuela que lo engrandezca y que propague la cultura y el mejoramiento
económico de toda la familia salvadoreña.

Estos malditos conservadores militaristas, divididos en bandas y fracciones en el


continente centroamericano, no sólo se contentaron con asesinar a los pueblos, sino hasta
vendieron la patria.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Una entrevista
En mi entrevista del último día de enero de 1931, a las siete de la noche, con el candidato
de los típicos anteojos, que todo lo pensaba defender con el whisky, la champaña y el
coñac, con el único juicio y sentido de un simple administrador de hacienda de caña. Este
señor me llamó a la casa Ambroguí, en donde tenía su gabinete, formado por tipos
sedientos de llenarse el estómago y las bolsas de plata, cabezas de piedra.

-Ve, muchacho—me dijo, con una boca hedionda a licor y tabaco—tu eres secretario de la
Unión de Trabajadores de Ahuachapán. Te suplico que hagas desaparecer esa
organización y tú irás con nombramiento de Director de Policía al Departamento de
Utzulután.

-Señor, yo ya cumplí mi período de Secretario general de esa agrupación y ya no soy de la


directiva. Esa organización no debe desaparecer porque alguien quiera, sino hasta que los
campesinos, por su gusto, lo hicieran. Su nombramiento no lo puedo aceptar, es un
empleo de verdugos y no está acorde con mis ideas y tendencias.

-Oye muchacho, no quiero trastornos en el período de mi gobierno; estoy dispuesto a


ayudarles en todo lo que sea posible.

-Señor ingeniero, con la organización que le ha dado a su gobierno, no podrá cumplir con
todas las promesas que le ha hecho al pueblo. Usted se ha unido con los militares con el
único fin de tranzar, para hacer su período con toda tranquilidad y quitárselos como
enemigos políticos. Sepa, ingeniero, que estos señores militares tienen ambición al poder
desde hace muchos años y esta concesión que les ha permitido usted, significa una
traición a la patria y a las libertades democráticas del país, a la vez que la instalación de
una dictadura criminal, en donde el pueblo sufrirá una represión sangrienta. Esto no debe
permitirlo, señor ingeniero, porque ha adquirido un compromiso con el pueblo y debe
cumplirlo. Tenía que garantizar las libertades democráticas y procurar el mejoramiento
económico del pueblo. Por eso, todos los ciudadanos lo hicieron triunfar con una elección
nunca vista en el país. Usted se ha visto obligado, por miedo a estos militares, a cederles el
mando, y cualquier rato, darán un golpe de estado y no sé qué cosas pasarán. Lo mejor
sería armar a los campesinos y organizarlos en milicias y a los militares políticos que están
en contra del gobierno, puede darles representaciones diplomáticas en el extranjero, y en
ese intermedio, refuerza bien su gobierno, sobre bases sólidas.

-Oye muchacho, de esto no tengas ningún cuidado. Es estas cosas no te metas; son cosas
mías que yo tengo que resolver; ya tengo todo preparado; yo sé lo que hago. Lo único que
les pido a ustedes, que es por lo que te he llamado, y no sólo a ti, sino también a otros, es
para suplicarles que se disuelvan las organizaciones campesinas.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Antes, cuando usted quería ganar la elección, quería que se organizaran. Hoy quiere que
se dispersen; pero eso no lo harán. ¡Va! ¡Qué tío! –le dije a mi amigo Alfredo muy
quedo—con que esas tenemos con este futuro presidente, que le tiene miedo a las
organizaciones campesinas.

Así fue. Este señor, con sus líderes del laborismo, engañó al pueblo cuando el mequetrefe
llegó a ser Presidente.

-Bueno, señor ingeniero, nosotros nos retiramos, y le deseamos muchas felicidades, y un


próspero porvenir.

-Gracias, muchacho, toma esto, tal vez te sirva para algo—y me alargó unos billetes de
banco.

-Gracias, señor, no me hacen falta, no se moleste usted. Le agradezco mucho.

-Toma, hombre, el dinero no es malo.

-Gracias, señor, no lo necesito, llevo lo suficiente. Agradezco su bondad.

-Toma, pues, tú, muchacho—dijo dijo dirigiéndose a mi amigo Alfredo. Él si los aceptó. Me
dio un poco de coraje al ver que mi amigo tomó el dinero.

Cuando nosotros pasamos por el hall de dicha mansión, se me figuró aquella casa igual a
donde matan una res en un pequeño caserío, y luego reparten la carne gratis y se ve un
gran avorazamiento. Así estaban estos señores oportunistas, avorazados por las chambas
del futuro. Cuando salimos a la calle, entraban con un regalo de doce mil pesos, de
felicitación de año nuevo.

-¡Mira qué regalo! –le dije a Alfredo—. Estos probablemente empiezan a sembrar, para
tener sus grandes concesiones. Todas estas cosas salen de nuestros lomos, y este viejo
lelo, está obedeciendo los consejos que le dan los jefes de la Iglesia. Fíjate Alfredo, estos
militares no querían dejar hacer su período al Dr. Pio Romero Bosques, y Quiñones
Molina, interesado porque Romero Bosques fuera el presidente. Quiñones pensó que iba
a estar maniobrando en la política de Estado. Se interesó e hizo un banquete a los
principales militares, con platos embrocados. El menú fue de aguilitas de oro, de famosas
flechitas del norte, que se escondían en unos mantelitos. Los militares, al primer brindis,
con tosecitas se llevaron las manos a los bolsillos y en la mesa, no se vio ni un mantelito.
Pero un general de origen telegrafista, de apellido Santos (pero no de iglesia, sino de
Atiquizaya), dejó su cubierto dorado, dio media vuelta y se marchó. Meses después,
escribió un artículo en el diario latino que se titulaba: "Dignidad, Honor y Lealtad", y en
substancia decía: Un soldado que sirva a la Patria no se vende por una dádiva, como un

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

triste Yago. Muchos meses después, este militar salió al puerto de La Libertad, a una fiesta
a la que fue invitado, y ahí comió un sabroso pescado que le hizo daño y tragó sueño. De
esta misma clase de pescado le sirvieron al ex-presidente don Pio, en tiempo de la
dictadura del esbirro Hernández Martínez.

--Veamos cuánto me dio este tío—me dijo mi amigo Alfredo. Contó su dinero y eran 100
pesos.

-De aquí tomamos la mitad cada uno—dijo Alfredo.

-Lo que tú me vas a dar, lo vamos a utilizar para sacar mi manifiesto de "Alerta a nuestro
Pueblo".

Y así fue. Sacamos seis mil volantes, dando a conocer la situación caótica por la que
atravesaban nuestras libertades democráticas y las maniobras del candidato del pueblo,
que por su ruindad, nos dejaba una dictadura militar.

Cuando fui por el occidente, repartiendo volantes de pueblo en pueblo, me capturaron en


Chalchuapa y me sacaron para Guatemala. Corrí unas cuantas leguas al occidente de la
frontera, y me colé de vuelta a mi país. Desde ahí, empezó mi persecución y cuando el
ingeniero tomó la presidencia, me volvieron a capturar y me expulsaron de nuevo de mi
país, sacándome por el coco y tomándome las autoridades del otro país. Dejándome libre
en la ciudad de Jutiapa, Guatemala. Tenía que presentarme a las seis de la mañana y a las
seis de la tarde, todos los días, al comisario, al comandante, al juez y al alcalde. Esto no me
costaba trabajo, porque el mismo gobernador tenía monopolizados esos cargos. Pero un
día me enfadé de esta vida.

Me tragaron los grandes campos con sus pinares, me perdí en esos cerros, y me volví a mi
tierra nativa, a vivir una vida de gato montés.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO XII

El rancho de paja
En una sesión el Rancho de Paja, editábamos un volante en donde llamábamos a la unidad
a todos los trabajadores, con el fin de prepararlos para la tempestad que se nos venía
encima. El clero, la burguesía y el militarismo estaban ya bien unidos en su complot, en
contra de nosotros. Algunos militares dispersos decían: "ya se viene el momentito de
chamuscar a esos indios bandidos", "ya les vamos a dar su tierra por el hocico".

En esa época nosotros no hablábamos del reparto de tierras, sino que preparábamos
candidatos para alcaldes y diputados, para luchar por la legalidad de nuestras
organizaciones, para llevar a su segunda etapa a nuestro movimiento; es decir la
composición de un gobierno democrático-revolucionario, donde todo el pueblo tuviera
sus representantes, y contábamos con el triunfo, porque la parte rica, no tenía partidarios.
Muchos de nosotros no pensábamos en esa época en la constitución de un gobierno
soviético, porque sabíamos que estábamos rodeados de países filofascistas, y que nuestro
país es una semicolonia del imperialismo yanqui, que extiende su influencia al terreno
económico. Si es cierto que había algunos compañeros que pensaban en el
implantamiento del soviet, cosa que nosotros esclarecimos por medio del Socorro Rojo
Internacional, viniendo a nosotros capas de gente progresista. Pero la niña burguesía
estaba más nerviosa de lo que es, y decían:

-¡Maten a todo el pueblo! Con eso tendremos garantías—y llorando agregaban—Vea,


General Calderón, de seguro ellos ganan la elección, porque ya nosotros no contamos con
nadie, sólo con la policía.

-Con eso basta, los liquidaremos, aunque quedemos solos y pediremos trabajadores a
Guatemala, para recoger nuestra cosecha.

Aquí se ve bien que los ricos quisieran liquidar a todos los habitantes de mi país, para
quedarse a gusto este grupo de parásitos; la verían negra, porque tendrían que fajarse en
la tierra. Esto le debe servir de ejemplo a todo aquel pobre lambiscón que se hace de la
derecha de ellos, volteando a los suyos, que no los tienen más que como un perro. Hay
dos frentes: los ricos que nos odian hasta exterminarnos y nosotros, que no los odiamos,
pero no los podemos querer.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

En esta tarde, en el Rancho de Paja, se acordó que fuera a Guatemala a preparar lazos de
solidaridad con los trabajadores de aquel país, para los momentos álgidos que se nos
venían encima.

En la última gira en que iba al occidente de mi país, dejando el manifiesto y preparando a


nuestra gente para que no fuera víctima de provocadores en Chalhuapa, cuando visitaba a
los nuestros, fui acorralado en una calle y no pude escaparme; me llevaron a la policía, en
donde me informaron que por orden del presidente don Arturo Araujo, se me expulsaba
para Guatemala y así lo hicieron. Rápidamente me sacaron a la frontera por el coco; ahí
salió un teniente del ejército con funciones de agente de sanidad, que me quería vacunar.
Le dije: "Déjeme usted, no se moleste. Soy un deportado y no le importa mi salud".

Me tomaron unos soldados del otro país y me concentraron a Jerez. Ahí me dieron mi
libertad y me dijeron que me presentara en la comisaría de Jutiapa. Yo no me volví a mi
país, porque me cayó al pelo la expulsión, pues estaba comisionado para ir a Guatemala.
Pasé la noche en el Valle de Las Piletas, con aquellos buenos campesinos, quienes
compartieron sus humildes alimentos conmigo. Al principio me tenían desconfianza, pero
un joven de ellos ya había estado en El Salvador y me enseñó una credencial del partido y
nos contó de cómo le apreciaron y le manifesté que era de los mismos. Así fue como esta
gente me protegió.

Era hermosa la noche de luna en ese lugar. En todos los ranchos se oían guitarras,
acordeones y cantaban, cenando, en rueda, en los patios; después que les conté muchas
cosas de Rusia, ellos muy contentos, me dijeron: "Le haríamos dormir en el tapanco, pero
es muy peligroso para usted, porque más noche viene la rural y nos registra nuestros
jacales; mejor se va a dormir con mis hijos allá abajo, donde tenemos la aporreadera"—
me dijo un señor. Es donde aporreaban el frijol y el arroz que cosechaban estas gentes.
Les veía sus semblantes tristes; sus humildes caseríos apenas se componían de unos
veinte ranchitos de paja, que estaban clavados a la orilla de un pequeño riachuelo. Este
humilde caserío quedaba al frente del cerro Del Sillón, en donde dicen que sucumbió
Tomás Regalado.

Estas gentes me fueron tan familiares, que me daba tristeza dejarlas en esos instantes en
que veía sus alegres jacales en donde asaban sus ayotes, camotes, yucas y sus hermosos
batidores de café de maíz, porque el café puro lo venden a precio elevado.

Me entretenía oyendo sus cuentos, deleitándome con sus bailes y saboreando sus típicos
alimentos de chilipucas, frijoles con yucas y plátanos verdes, asados. Cuando empezamos
a oír por arriba de la cañada: el ladrar de los "chuchos" y el mugido melancólico de unas
pobres vaquitas garrapatientas.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-¡Váyanse, muchachos! –Dijo un anciano--¡Váyanse, que ahí viene la rural!

Vi como todos los jóvenes escapaban por las veredas del poblado; yo me marché con unos
a la aporreadera. Llegamos al campo del trabajo, ahí había montones de frijol en vaina y
en granza. Conversábamos en voz baja y me contaron que la rural se los llevaba a trabajos
forzados a la carretera Panamericana, sin pagarles y sin alimentos, y los tenían el tiempo
que a éstos se les antojaba, llevándolos a distancias muy lejanas, a quince y veinte leguas,
y que sus pobres familias se veían en la molestia de llevarles alimento, hasta esos lejanos
lugares.

-¡A acostarnos se ha dicho muchachos! –dijeron—¡no vaya a ser el diablo y pasen por aquí
estos desgraciados!

Ahuecaron los montones de granza y ahí nos metimos, con la consigna de no hablar a
nadie más. Yo me sentía horriblemente incómodo en aquello lleno de tierra y afate.
Después de veinte minutos, oí un tropel en donde iban en sus pláticas los esbirros,
diciendo: "Uno tiene que andar conejeando a estos indios babosos para que vayan a
trabajar". Conste que los rurales son indios también; pero ellos ya no se creen indios, sólo
por estar al servicio de los ricos, como unos tristes chuchos.

Pensé en la Carretera Internacional, construida a base de sangre. ¿Y qué harán esos


ladrones con todos los talegazos de dólares que dan los yanquis para esa carretera? Se lo
embolsan y lo hacen con el sacrificio de todo el pueblo. Al fin, mi cansancio me privó,
durmiendo muy entre bichos, víboras, ratones y alacranes. Al día siguiente, nos
levantamos a las seis de la mañana; estaba fresco, era el fin de noviembre. Campánulas
azules y rosadas, barabojas en flor, girasoles, en fin, hasta el último monte estaba en flor.
Ellos ya tenían un pequeño fuego, esperando el desayuno. Yo me desperté al oír las risas
dulces y agradables de aquellas bonitas campesinas, mitad salvadoreñas y mitad
guatemaltecas. Salí de la granza saludándolas, les di las gracias por su amabilidad y uno de
ellos me dijo: "No se vaya hasta que se caliente el estómago, con un poquito de café, y
coma algo". Yo acepté, haciendo rueda con ellos. Uno de ellos extendía el frijol en vaina
para que el sol le tostara para aporrearlo y al mismo tiempo canturreaba una canción que
oí en mi infancia:

El amor que te tenía


Trabadito lo dejé.
Envueltito en una tuza.
Trabadito en la pared.
Y desde entonces,
vivo penando,

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

vivo pensando
sólo en tu amor…

-Bueno camaradas, me les voy, ahí nos vemos, otro día vendré especialmente a estar con
ustedes.

-Lo voy a encaminar, para que salga muy bien al camino—me dijo el camarada que ya
había estado en mi país, y ellas nos dijeron:

-¿Vamos con ustedes?


-Sí, vengan.

Y así nos fuimos los cuatro. Una se llamaba Francisca y la otra María. La primera era una
morena elegante, hermosa, de ojos serenos, compasivos. La otra, pelirroja, apiñonada,
ojos ambarinos, muy vivirinda. Ambas muy graciosas; a pesar de sus humildes vestidos y
sus pies descalzos, su belleza resaltaba.

Francisca iba cortando pensamientos silvestres y violetitas, por la vera del camino.
Pasamos el valle de las iglesias y de los "tetuntes". En uno hallamos grandes peñas que
parecían iglesias y en el otro, hay unos tetuntes enormes, que estaban sentados en unas
pendientes que parecen que ya se van a rodar para el caserío. Salimos al plan, en donde vi
la carretera. Ahí nos despedimos. María se me abalanzó, cosa que me pareció extraña, me
dio un abrazo apretado diciéndome: "Qué sea feliz en su viaje compañero". Y ellos
hicieron lo mismo y Francisca me dijo: "¡Tome estas flores y guárdelas como un recuerdo!
Esto servirá para que no se olvide de mi collar." Yo contesté: "Si, haré lo posible".

Una me encargó unas peinetas con florecitas rojas y la otra un collar con aretitos de coral
y que se los estoy debiendo, porque nunca pude pasar por ese lugar otra vez. Veía a
Francisca tan hermosa, que a cualquiera no le hubieran dado ganas de irse de ahí.

Me fui por la pendiente a la carretera, y ellos se quedaron parados a la altura, viéndome ir


y agitándome las manos en señal de adiós, y al mismo tiempo les contestaba a aquellos
buenos amiguitos.

En Jutiapa llegué a la casa de aquel gran viejo y buen amigo Rafael Contreras. Pobre
hombre, emigrado desde el tiempo de Quiñones Molina, me hablaba de la revolución
china y la rusa en forma muy bien documentada. Le pregunté si podíamos tener alguna
reunión con algunos compañeros, y así lo hicimos. Ahí estuvo el camarada Chonito
Rodríguez, un tipógrafo muy inteligente, que sacaba un seminario en donde se publicaba
mucho material de información internacional.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Había un grupo de marxistas también en ese pueblo, había unos anarquistas de la escuela
de Rodolfo Póker, que tiene su sede en la Argentina y por cierto, tuvimos una discrepancia
muy acalorada. Me presentó con ellos el compañero Pedro Vacaro de Santana, quien era
leal y sincero, y si él lo hizo, fue para ver como reforzábamos nuestro trabajo. Ahí conocí a
Chico Izquierdo y a un viejo alemán que tenía una gran barba profética, pendeja. Se
llamaba Burro Rabí, tenía sesenta y cinco años, el grupo era de treinta viejos barbudos,
por suerte no había ningún joven, porque no los aceptaban; ellos decían ser "una empresa
peligrosa". A mí me preguntaron cuantos años tenía. Les dije que veintiocho. Entonces me
dijo suspirando el viejo alemán:

-Está muy joven para nuestra misión, porque el que con muchachos se acuesta, ya sabe
como amanece.

-Si quieren me retiro—contesté.

-No—dijeron—basta que lo trae el amigo Vacaro.

Sonaron el timbre. El viejo que presidía la sesión y todos los asistentes se sentaron, y con
gran reverencia, me dijeron:

-En nombre de Rodolfo Póker, queremos que el visitante nos diga su ideología.

Conteniéndome—porque ya mero reventaba de risa al ver a este grupo de gracejos


señalando un retrato rodeado de leyendas que daba sueño, y que según ellos, decía cosas
espeluznantes—dije:

-Soy socialista.

-Hay dos clases de socialistas—me contestó el viejo—moderados y radicales, o sea, rojos y


amarillos.

-Rojo—les dije.

-¡Qué barbaridad! Está usted muy equivocado, joven. No sabe usted que esas ideas son un
desastre. Ni en Rusia, donde las han inventado, no han tenido ningún éxito, cuantimás en
nuestra América.

-¿Es usted americano? – le interrumpí.

-No, ja… --enderezándose los anteojos, prosiguió— ¿qué no ve que en Rusia hay una
dictadura cruel y que al pueblo lo tienen con la bayoneta al cuello? Han formado un
ejército que le dicen rojo. El viejo dio rienda suelta a su hocico inmundo, denigrando con

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

improperios a los comunistas. Yo luego comprendí que estos eran agentes de la burguesía
y del fascismo.

-¿Quieren ustedes que el gobierno de Rusia no tenga ejército? –les dije. Lo que quieren
ustedes es que marchen los ejércitos reaccionarios de la monarquía a colonizar Rusia, a
esclavizar al pueblo. Estas son las pretensiones y el trabajo de dominación de los
imperialistas alemanes y japoneses, yanquis, italianos e ingleses; pero eso no verán sus
ojos. Sepan que el pueblo ruso está armado y cuidará su gobierno, porque el gobierno es
del pueblo mismo, y el ejército son los trabajadores. Si el pueblo estuviera descontento, se
levantaría en armas para votar a sus opresores, como lo hizo con el zar y la burguesía. Y le
pregunté—Señor Rabí— ¿qué triunfo ha tenido el anarquismo en el mundo? ¿Qué
beneficio ha hecho a pueblo alguno? ¿Qué pueblo de la tierra se ha mejorado con él?
¡Ninguno! ¡Claro que ninguno! Porque los trabajadores saben que los anarquistas solo son
discursos huecos y con su mal labor, traicionan la causa de los trabajadores del mundo. Es
necesario comprender que el comunismo les ha demostrado que es una organización
capaz, que mejora la vida de la humanidad. Tienen el ejemplo de la Unión Soviética, y por
más que critiquen, a ese gobierno de obreros y campesinos, no detendrán su marcha, irá
siempre adelante. Y ustedes, en esa posición falsa, equivocada, aparecerán como una
sombra negra, tenebrosa en la historia, quedando desenmascarados ante los pueblos,
como agentes del capitalismo.

-¡Basta, basta ya de insultos! Esto termina, nosotros no entramos en relaciones con los
comunistas.

-Sí—les dije—es mejor que entren con fascistas, ahí coinciden.

El viejo daba unos grandes golpes en la mesa a puño cerrado; parecía un chimpancé
rabioso y me decían que les desocupara el salón. Me levante y les dije:

-¡Me voy porque ustedes me dan asco! Son una ampolla de pus, que por dondequiera que
se le pone el dedo y se aprieta, salta.

Salí a la calle y me siguieron tres compañeros: Vicente, Polanco y García. Les dije: -Tengan
cuidado con estos tíos, que son orejas. Así fue. Por la noche se presentó, en donde yo
estaba hospedado, el comisario de policía, y me dijo:

-Vea amigo, le suplico que salga lo más pronto posible de aquí. Ya estuvo la vez pasada y
en su discurso en el juzgado civil, atacó al señor Gobernador, Licenciado Coronel Teodoro
Díaz Medrano. (Este señor es una enciclopedia ambulante: es poeta, aviador, doctor,
ingeniero, militar, pintor, escritor, cocinero, y no podrá ser más que bolero).

124
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Vea señor, en ese quince de septiembre si hablé, contestando el discurso del señor
gobernador, que atacaba a los C. trabajadores, colocándose en un terreno anti obrero, y
yo hablé así en defensa de ellos, amparado porque fue el día de la Independencia.

-Muy bien, por eso se le dispensó, pero hoy no se le permite que siga usted aquí.

-Muy bien señor, me marcharé mañana.

-Espero que cumpla. Hasta luego—y se largó.

El camarada Rafael Contreras se quedó pensando en mi mala situación, y le dije:

-No tenga pena, camarada, que saldré para la capital.

Me preparé a continuar mi viaje. El camión salía a las ocho de la mañana y cuando me


encaminaba a tomarlo, fui aprehendido por un pelotón de soldados que andaban
arrestando a todos. Nos concentraron al cuartel y nos equiparon. Ahí tuve la nueva de que
Araujo había sido derrocado del poder por Martínez y Osmín Aguirre, el salteador
profesional, quienes le dieron el golpe el dos de diciembre.

Para mí, las cosas cambiaban. Ya sabía que la dictadura estaba en pie en mi país. A
nosotros nos equiparon a las diez de la noche, estaba de centinela en el Garitón Sur del
cuartel, cuando llegaron a dos cuadras de distancia unos automóviles y luego nos avisaron
que era el Presidente del Salvador el que venía en fuga, derrotados en el cuartel, había
sesenta salvadoreños. En esa época ya gobernaba Ubico, y le propuse a un paisano que si
nos levantábamos, para tomar las armas y ayudar al salvadoreño en defensa del pueblo.
En el cuartel había cinco mil rifles modernos, ochenta ametralladoras, morteros de
trincheras y piezas de artillería. Aquel no quiso y al día siguiente que pasaron revista, me
vio el Gobernador y le habló al oído al General Palma.

Luego me pasaron a la comandancia y ahí me desarmaron y me dieron de baja y me


repitieron que saliera del lugar. Al día siguiente, tomé el autobús para la capital de
Guatemala. Me despidieron dos amiguitas de Jutiapa, Laura Grijalva y Geña Peñate. Laura
perdió a su padre, el general Grijalva, en un levantamiento pasado en Guatemala.

Partí a Guatemala y en mi viaje se me hizo amigo un Güizache de apellido Rosa; un tipo


meloso y comprendí que era oreja y quise ganármelo dándole de comer y beber, pero el
tipo en cuanto llegó a Guatemala, me delató a la policía y me fueron a sacar de la pensión
Quetzal unos policías en una moto. Me pusieron esposas y tomaron mi pequeño equipaje.
Cuando llegaron a mi cuarto, yo leía un folleto de la huelga a la toma del poder de
Lozovski. Cuando oí toques en la puerta, lo metí entre el pantalón. Me llevaron en el "sit
car" de la moto a la demarcación de cantón La Libertad. Ahí me interrogó el comandante y

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

me registraron mi equipaje. Mi amiga Geña no tuvo dinero para ayudarme y se le ocurrió


darme una cajita de parque treinta y dos, que fue lo que me encontraron en mi maleta.
Después quería que a la fuerza les diera la pistola que yo no tenía, y me repetían:

-Tú vienes a asesinar a mi General Ubico.

-¡No estoy loco! –les contestaba—para meterme en semejante lío.

Y ellos me maltrataban como les venía en gana. El comandante tenía organizada en la


demarcación una brigada de rateros carteristas. Eran a la vez criminales asesinos, los
sacaban a operar por las noches, y se presentaban por la madrugada a rendir cuentas al
jefe, del botín conseguido. Entre nosotros metieron a un tal Isaac, un bandido en toda
forma, le dieron un fuete para que nos flagelara. Isaac, con el guardián y varios policías,
nos hacían lavar los excusados con las manos, los pabellones de los príncipes policías. Les
digo así porque el Ubico discípulo de Manuel Estrada Cabrera, los cuidaba.

Una vez les llené de agua las botas federicas. Ellos tienen dos pares, un par lo dejan
debajo de la camilla y otras las llevan puestas. Cuando volvieron, encontraron sus lujosas
botas empapadas y se pusieron hechos unas fieras y nos formaron para descubrir quien
había sido. Y como no averiguaron, nos flagelaron a todos los que hicimos la limpieza. En
esta tiranía, nadie tenía garantías, metían preso a todo mundo que arribaba a la capital.
Sin querer estaba representada la Unión Centroamericana, porque habían presos de los
cinco países, hasta de México y España.

Una vez ya formados, nos dieron cinco fuetazos a cada uno y el rancho que nos dieron fue
frijoles picados con tierra, revueltos con una mezcla de chile con creolina, porque en un
viejo bote donde la deshacían para regar. Nos los llevaban y nos daban dos tortillas chicas
y delgadas que tenían dos milímetros de grueso; se veía el sol a través de ellas y nos daban
un café con colillas de cigarro. Estos elegantes guardianes con risas de satisfacción nos
decían:

-¡Vengan perros! ¡Tomen, hártense! –a mi me decían con odio – ¡Toma guanaco, cerote!

Por las noches nos llenaban de agua las bartolinas, que eran como unas pilas de cemento.
Nosotros pasábamos las noches parados en el agua, a treinta centímetros arriba de los
pies. Era el mes más frío, diciembre, tiempo de fiestas, rezados de Guadalupe, Pascuas y
año nuevo.

Los policías llegaban, contándose entre ellos sus orgías. Una noche de estas, llevaron
preso a un anciano, de nacionalidad costarricense, poco más o menos de setenta años;
pero como este viejecito tenía por compañera a una mujer vulgar, que era lámpara, con

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

un pequeño restaurante en el que trabajó tres años. Esta se relacionó con un teniente de
la policía y estos por quedarse con el restaurante, le levantaron una calumnia al pobre
viejito y lo apresaron con nosotros, en la misma bartolina, que tenía dos metros
cuadrados, en donde nos asoleábamos todos. El día siguiente, el pobre viejo no podía
comer el rancho, por su estado de salud. Le suplicó al celador Isaac, quien antes se
secreteó con el guardián.

--Vea amiguito—dijo el viejecito, sacando un dólar de su carterita—que me traigan un


poco de leche, unas galletitas y mantequilla. Yo no puedo comer esta comida que nos dan.

-¿Qué tiene más en esa cartera, viejo? –le preguntó el bandido tomando el billete.

-Sí, es para mientras salgo.

-¡Échela viejo! –y se le abalanzó, riñendo con el anciano, le golpeó la cara con el fuete y lo
hizo rodar de bruces por el piso.

Yo me monte en coraje y me paré de donde estaba sentado. Vi al anciano que tenía el


rostro bañado en sangre y llorando, lo maldecía.

-Ve –le dije— ¡Tú eres el cobarde más desgraciado que he visto en mi vida! Así como le
pegaste al viejo, me vas a pegar a mí. ¡De aquí no sales ya!

-Ya verás que salgo, ¡hijo de tu madre! –me dijo, batiéndome a fuetazos. Al fin me le
encerré y le quité el fuete, y cómo sería mi rabia, que preso lo desarmé y le di una paliza,
dándole por todas partes por donde lo agarraba, hasta echarlo por el suelo. Entraron unos
policías y me cayeron encima, me golpearon todo y me decían:

-¡Perro guanaco! ¡Aquí te domamos o te matamos!

Me metieron en la pajarera, que era un cajón de madera alta, forrada de hoja de lata; su
espesor era de cincuenta centímetros, por dos metros de alto; la tenían parada en el
centro del patio. Me pusieron tres días de castito. El cajón sólo tenía tres agujeros, que
servían para ver y respirar. El bandido a quién le pegué andaba suelto y me metía un clavo
grande apuntando a los agujeros, para pincharme los ojos; pero yo solo permanecía
doblado para quitar la cara del agujero, por precaución.

Al fin me sacaron y me mandaron a trabajar forzadamente a la calle. El capitán nos puso


un policía judicial a cada uno y nos decía:

-No van amarrados, van sueltos; pero quiero hacerles saber a los agentes, que el que
intente irse, le meten bala. Si no lo pueden traer vivo, lo traen bien matadito.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Salimos diez. Yo estaba con un resfriado bronquial y mal del estómago. A mi amigo Víctor
lo tenían preso tan solo por ser salvadoreño y me ayudó a comer el folleto de la huelga de
la toma de poder de Lovzoski, para que no nos lo hallaran y nos mataran. Así pasábamos,
lanzando bolas de papel mascado a la azotea. Ya en la calle, trabajando, veía el azul de los
cerros y los campos, que me invitaban a irme, pues mi plan se me frustró en esta ciudad,
porque no me dieron tiempo de buscar al camarada Cumes y Joya Peña, y ya no pensé
más en ocuparme de ellos. ¡Sepa el diablo donde estarían! Al pobre viejo tico, lo llevaron
grave al hospital; en un descuido le supliqué que si salía, le hablara a un señor licenciado
Valerio Ibarra, para que gestionara mi salida. Pero nada de esto me dio resultado, o sería
que el viejecito se murió, o se le olvidó.

Yo estaba sentenciado para dos años de trabajos forzados. Al día siguiente me iban a
pasar a la Penitenciaría. Por coincidencia, en esa calle, ya en la tarde, pasaron con un
cortejo fúnebre de mucho lujo y muy concurrido. El policía me decía: "¡Hágase a un lado
perro! Deje que pase el entierro.

Yo hice que no oía y seguí trabajando duro. Ya el muerto venía a tres metros y el guardián
se abalanzó sobre mí para jalarme, tirarme a un lado. Entonces le asesté un golpe muy
rápido con la piocha en las canillas y lo boté.

Partí en una carrera de las más veloces y más grandes que haya tenido en mi vida. No
supe cómo, milagrosamente, puede evadirme entre montes y breñales. Llegué a la
frontera de mi país a los ocho días, comiendo hojas verdes y tomando agua de los ríos;
huyendo de los poblados y caseríos, por temor de que hubiesen telefoneado y me
apresaran de nuevo. Me franquee la frontera. Y ya otra vez con los míos.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO XIII

En el cerro blanco
Una tarde, en el Cerro Blanco, fuimos recibidos con mucha alegría por los camaradas
campesinos organizados de ese lugar. En esta correría me acompañó el bachiller Alfonso
Luna, joven muy talentoso y estudioso, elocuente conferencista. Fue un gran camarada,
luchador y sincero, fue una verdadera lástima haberlo perdido.

En esa tarde celebramos una hermosa asamblea en donde se discutieron muchas cosas en
bien de los campesinos, y se les dio una conferencia sobre cultura y socialismo; tanto ha
penetrado en el campesinado nuestra orientación y disciplina, que en estos organismos
han surgido sus dirigentes propios, ya con una orientación capaz, y en todas las
conferencias, los campesinos hacían sus intervenciones muy justas y consecuentes. A mí,
todo esto me alegraba y me entusiasmaba bastante. Ahí se ha visto que nuestra labor
social ha regenerado mucho a nuestros camaradas.

En tiempos pasados, cuando el campesino no estaba organizado, los sábados y domingos


hacían grandes jugaderas de dados y borracheras, que siempre terminaban en tragedias
sangrientas, de estas trifulcas, unos pasaban al cementerio y otros al hospital. Hay que
comprender siempre que los ricos fomentaban estos vicios, para degenerar al pueblo y
mantenerlo embrutecido, para que no se dé cuenta de cómo vive.

En esa época habían dejado ese pasado negro de su vida, ya en el campo no se veían esas
cosas, todo marchaba bien. En esas tardes, los compañeros del Cerro Blanco, por medio
del camarada Chachahua, nos expuso una serie de cosas que resultaron ser unos
problemas muy intricados.

-Vean compañeros—nos dijo—el asunto se está poniendo muy duro. Aquí vienen con
frecuencia grupos de guardias a insultarnos, y por ahí anda una pequeña banda de
compañeros campesinos desorientados, que azuza en contra de nosotros el párroco
Barahona y quiero decirles que no nos agarren desprevenidos. Necesitamos armarnos
bien; también les hago saber que ya organizamos nuestra caballería roja. Si quieren
ustedes, camaradas, la reunimos para que la vean.

-¿No necesitarán de emulsión Scott nuestros caballitos flacos?—dijo con guasa el


compañero Luna, causando una sonrisa en todos.

129
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

El rancho estaba toldado de hojas secas de huerta. Hacía un frío agradable; unos perros,
en el patio, ladraban a los camaradas que hervían unas ollas de tamales, el sol se iba
sumiendo, como un disco rojo, por las jibas de los cerros, esmaltando el ramaje de los
cafetos y los madre cacaos. Los cohetes que se disparaban en señal de nuestra junta
hicieron bajar hasta el último compañero que habitaba en los picos más altos de las
sierras; parecía que la noche nos invadía, los gallos altaneros, cantaban aleteando y
encaramándose a sus altos dormitorios, con sus grupos de queridas.

Le expuse—vea, camarada Chachahua basta con su palabra de que tenemos organizada


una buena caballería; pero lo que debemos hacer antes es unir nuestro sindicato del Cerro
Blanco con los de la Montañita, La Labor, Cuyanaczul, El Barrial, Agua Shuca, Joya Helada y
Laguna Verde, y ponerse en contacto más directo con los compañeros de Apaneca, Ataco,
Atequizaya, Turín y con otros y hacer una movilización general rápida, exponiéndole al
señor Ministro de Gobernación y al Presidente de la República. Cuando estos señores
sigan con estos abusos, hay que hacer un movimiento rápido y envolverlos para que se
den cuenta de que nuestra Organización es poderosa y se les hace saber que aquí no se
está atentando en contra de ninguna autoridad que garantice y respete a los ciudadanos.
Si pretenden venir con la violencia, inmediatamente hay que procurar desarmarlos y
arrestarlos, pues la Ley sanciona estos abusos. Y si alguno de estos provocadores asesina a
un campesino, entonces, inmediatamente hay que liquidarlo, porque no es a un perro al
que han matado, sino a un hermano nuestro.

Esto se los aconsejo a ustedes, porque si un asesino profesional que esté en la guardia o
en la policía hace una cosa de éstas y ustedes sólo lo capturan y lo entregan allá a las
autoridades, éstas facilitan un ascenso y lo traslada a otras partes, a otros pueblos, y los
señores ricos le obsequian algunos cientos de pesos. Para que este mal individuo no goce
de esas atenciones y gratificaciones, hay que quitarlo de en medio lo más rápido posible.
Esto no quiere decir que seamos hombres a los que nos guste ejercer el crimen o privar a
nadie de su vida; pero debemos tener la táctica del gran cazador que va a la selva y se
encuentra con un puma agresivo; éste por no matarlo, se deja devorar por él. Al contrario,
si el cazador se prepara y lo liquida desde luego, queda hecho un héroe.

Entonces, respetemos la vida de los seres humanos, pero también erijamos que respeten
la nuestra; nuestro movimiento social revolucionario castiga y pega cuando a nosotros nos
pegan, porque no se les puede dar un banquete de chocolate y fiestas al que nos prive de
la vida. Para estos, compañeros, necesitamos estar bien unidos, alerta y siempre muy
cautelosos. Debemos presentarnos como los hombres más prudentes, amables; más
serenos y educarnos en nuestras doctrinas para irnos culturizando en toda forma. Hablar
con toda la sencillez necesaria y, antes de hacerlo, pensar. Hay cosas que se pueden decir

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

sólo entre nosotros y hay cosas que no hay razón de decirlas, porque carecen de alguna
realidad fundamental, o tal vez alborotamos el panal antes de obtener la rica miel.

Debemos ser un poco más diplomáticos y tener mucho tacto en nuestro trato con las
gentes. Para esto no hay más que dos modos de proceder: cuando un extraño se acerca a
uno y le habla, sólo se le escucha y, si lo que dice no nos agrada, se excusa uno con alguna
treta y se marcha. Otras veces, con palabras fáciles, sencillas, breve, se corta esa
conversación y se plantea un tema diferente, para que el tipo se canse y se largue.

Un joven llamado Regino se expresó de la siguiente manera—Yo opino que no debemos


tener discusiones con los mayordomos ni con los patrones, ni con los caporales y amigos
de confianza de los señores hacendados. Ellos nos buscan y pican nuestras conversaciones
para ver que nos sacan. Por eso, lo que nos dice el compañero Ibáñez está muy bien; nada
nos sacamos de andar cacareando con ese agente. Nuestras tareas fundamentales
consisten en orientar y capacitar, con nuestras modestas pláticas, a los demás
compañeros de trabajo. Esto es lo que dice en sus enseñanzas el Boletín Latino
Americano.

Y yo, haciéndome como si no conociese esa revista, le dije: -De veras es una cosa muy
buena para leerla y difundirla a todos. Fíjense ustedes, compañeros, qué cosas más
preciosas nos vienen. Esta revista no la conocía y es interesantísima, trae unas grandes
enseñanzas para nuestro movimiento social.

-¡Ah sí! –dijo Juan Chachahua—nosotros los que no sabemos leer, hemos aprendido
mucho con nuestro amiguito Reginito, él nos lee a todos en el patio, por las tardes.

-Ya se va a terminar la asamblea, para que puedan cenar algo—dijo en ese momento una
señora.

El "caidizo" de aquel rancho rápidamente se había convertido en una pequeña tienda,


plátanos, ayotes (calabazas), carnes; provisiones que todos habían llevado para una cena
colectiva. Nuestra asamblea la convirtieron en una simpática fiesta de confraternidad.

Se discutieron problemas en la reunión, con la opinión de todos y con la satisfacción y el


convencimiento general, surgiendo nuevas tareas. La Asamblea dio por terminado su
trabajo político, quedando todos reunidos en camaradería, en simpáticas charlas.
Nuestras estafetas nos reportaban informes de unos centinelas de vista que teníamos en
ciertos lugares observando.

Era muy simpático e inteligente el camarada Regino y nos interesó tanto que le ofrecimos
unos libros y dispusimos, con acuerdo de todos los compañeros, que nos acompañara los

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

domingos a hacer labor de propaganda, porque tenía por natural, madera de un gran
dirigente.

-Oye Reginito, ¿de dónde eres tú?

-De aquí.

-¿Y tu mamá?

-De aquí, de este mismo lugar.

-En fin, toda tu familia es de aquí, ¿del Cerro Blanco?

-No, mi papá es de Atiquizaya. Era un herrero llamado Regino. Mi madre lo conoció en el


ingenio de Durán. El fue a hacer unas instalaciones de unas cañerías y estuvo mucho
tiempo trabajando; ahí relacionó con mi madre y por cosas que no se yo, se apartaron y él
se volvió a su pueblo y mi madre se vino a Cerro Blanco con su familia, trayéndome muy
niño.

-Entonces, camaradas… yo fui gran amigo del papá de Reginito. Nunca allá en el pueblo, se
le supo que tuviera un hijo. Regino murió solo, teniendo como compañero a un hermoso
perro llamado Qundinduy. Era moreno, pelo colocho (chino). Usted me llamó la atención
por su fisonomía que me pareció haberla visto alguna vez y era la de su padre, pues son
idénticos.

Al oír esta conversación, fue acercándose un grupo de compañeros y campesinos y le


decían:

-Reginito, que te cuente algo de tu padre, siquiera para saber cómo murió.

-Es muy triste contarles esas cosas, compañeras, y no me gustaría impresionarlas. ¿Y en


que trabajas Reginito? –le pregunté. Pero a causa de la bulla de las compañeras, que en
coro exigían que les contara algo del padre de Regino, éste no me oyó. Un campesino me
contestó:

-Nos hace pantalones y, además, es nuestro maestro que nos enseña a leer y nos instruye.

-¡Bravo, bravo! Eres un excelente muchacho, útil y digo de esta comunidad.

-Gracias, camarada Ibáñez, pero quiero agradecer algo de usted, que mis tías me piden
que me cuente algo de la vida de mi padre, y cómo murió.

-¡Bueno, les contaré! Prepárense de nervios y no quiero oír llorar a nadie. En una forma
indiferente les narré de perro "Quindinduy", para no impresionarlas demasiado.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-¡Atención todos!—dijo Chachahua--. Empiece compañero.

Serían como las diez de la noche cuando empecé a narrar la vida de un amigo del pasado.

¿Quién era Quindinduy?

A ratos, por las tardes, ayudaba alar el pedal de una fragua que tenía la forma de un gran
sapo y soplaba el brasero del taller de herrería del amigo Regino. Era un buen herrero que
forjaba las herramientas de los campesinos y herraba los caballos de los señoritos
adinerados. Este buen hombre, a fuerza de ayunos y privaciones, logró hacer su casita y su
taller.

Regino nació como el hongo; no conoció a sus padres. Su juventud fue dura, habiendo
llegado a formarse rodando de casa en casa. Por el favor y la caridad de las personas
bondadosas, llegó a ser un artesano liberado de su miseria (que es la vida de todos los
artesanos y pequeños comerciantes). Por las tardes, después del trabajo, nos
marchábamos de cacería a los campos vecinos. Tenía un gran perro barcino, llamado
Quindinduy.

Regino era un muchacho popular, alegre, de genio agradable y de origen negro. Todos los
del pueblo lo estimaban. Pero un día fatal, por descuido y falta de protección, sufrió un
accidente en su trabajo. Cuando forjaba unas herraduras para el caballo de don Pedro, le
voló una astilla candente a un ojo. Se agravó tanto, que lo operaron, pero siempre lo
perdió.

Seis meses después, Regino empezaba su trabajo de nuevo, resignado en mirar las cosas
del mundo, aunque en forma deficiente. En aquellos días resultó con una infección en el
único que le quedaba y con el que se sentía feliz, pues le servía para contemplarlo todo. Al
verse así, recurrió otra vez al médico, quien repitió la operación, y quedó ciego para
siempre.

DÍAS DESPUÉS

Lo buscaba en las tardes para distraerlo y lo sacaba a pasear por las orillas del pueblo,
llevándonos a Quindinduy, que era un perro fiel, bien domesticado. Un día de tantos
encontramos a don Pedro, cabalgando en brioso corcel, y al vernos, se dirigió a nosotros,
diciéndole a mi amigo:

133
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-¡Qué barbaridad, hombre, cuanto lo siento!—asombrado de ver al pobre artesano en el


estado en que se encontraba. Tenía dispuesto ir a su casa con el objeto de que me herrara
otros caballos. ¿No tiene a alguien que me haga el trabajo?—Preguntó viéndome de
soslayo, de pies a cabeza.

-¡Caracoles!—dije entre mí, este tío quiere que yo también me haga ciego herrándole sus
machos viejos.

-Ya no puedo trabajar, ni hay quien trabaje, don Pedro. Vivo ayudado por mis amigos.

-Oye Regino, si te quieres ir a la finca, mandaré una carreta por ti y estarás tan bien como
en tu casa.

-Muy agradecido, don Pedro, es usted muy amable.

-¡Adiós, Regino! Pronto mandaré la carreta para que te lleven.

-Gracias, señor. La esperaré…

Y para mí dije, esta carreta vendrá en los siglos de los siglos, amén. Son ofrecimientos de
doña Pastora. En mis reflexiones pensé: ¡qué señores más buenos, que con su hipocresía
perversa esconden la necesidad que tienen del trabajador, y con su filantropía de jesuitas,
subestiman el mérito del que produce!

Así pasaron los días, y Regino andaba los trechos del camino visitando las casas de los
amigos que lo invitaban. Cuando oía pasar los jinetes montado en sus hermosos caballos,
chasqueando las trágicas herraduras en los empedrados coloniales, sufría golpes muy
duros en el corazón.

Un día de tantos, mi amigo desapareció. Fui a buscarlo a su choza que ya no era de él. La
compañía de Luz, por deuda del alumbrado urbano le embargó, y como Regino no estaba
en condiciones de pagar, porque sus pocos ahorros los había utilizado para su curación, en
vano le notificaron un desahucio, y por esta causa, nadie supo donde se marchó. En su
humilde casa sólo se encontraba el pobre Quindinduy, que para vivir, se había convertido
en un azote de las vendedoras del mercado, robándoles lo que podía cuando se
descuidaban.

Los vecinos veían al perro que partía por la vereda a la hora del crepúsculo, y desde el
borde de un precipicio, lanzaba aullidos al vacío, contestando el eco. Se volvía al amanecer
a su choza. Un día de tantos, las vendedoras del mercado planearon una emboscada con
la policía, para darle muerte a Quindinduy. Entre algunas personas inhumanas corría la
versión de que el ciego Regino había enseñado al perro a robar, para mantenerse. El

134
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

pobre perro si robaba, lo hacía con la esperanza de que su amo volviera con él a su casa.
Tal vez creía que por falta de alimentos lo había abandonado.

El día de la emboscada, Quindinduy llegó a la plaza, pero como el animal era muy
inteligente, vio el ambiente un poco hostil y dio vuelta para regresarse, pero un policía le
salió al paso, haciéndole un ademán con una pistola, para dispararle. Quindinduy, con la
velocidad de un felino, se le echó encima y le mordió la mano; el policía dio un grito y dejó
caer la pistola. Desapareció por aquellas calles como una exhalación, perseguido por la
multitud. La policía le disparaba y le gritaba, pero Quindinduy, al verse perseguido y
sabiendo que en su choza ya no se encontraba seguro, tomó la vereda del desfiladero
aullando. Meneaba la orejas, movía el rabo, parecía que un silbido lo llamaba al abismo; el
amo tal vez. Al ver que esto era mentira, se ponía furioso a ladrar.

La policía llegó a la choza a buscarlo, pero alguien les dijo que el perro había salido por la
vereda a aullar en la barranca y ellos marcharon hacia allá. Cuando Quindinduy se vio
nuevamente acosado por aquella turba, ladró, aulló, paró sus ojeas, meneó su rabo,
escuchó el silbido del amo y se arrojó al abismo.

Cuando los perseguidores llegaron a la orilla del desfiladero, vieron allá, en el fondo, unos
despojos humanos, e inmediatamente bajaron al barranco y encontraron allí los restos del
que envida fue Regino, el herrero. Lo identificaron por sus anteojos, su ropa y recibos de
identificación del embargo de su casa, que iba firmado por Kilahuer.

Estaba solamente el esqueleto, los zopilotes lo habían liquidado. El pobre cuerpo de


Quindinduy gemía y sus músculos brincaban. El policía maricón que fue mordido por
Quindinduy, sacó una mohosa pistola y le asestó un disparo en el cráneo. Alguien le dijo:
"¿Por qué hace usted eso? Ha gastado en balde el parque, ya está muerto. No le tenga
miedo". El policía, avergonzado, se ocultó entre el grupo e gente y se guardó su vieja
pistola.

Escusas y sentimentalismos se oían en el grupo de la gente curiosa. Por un camino vecino,


pedregoso, se oyó el duro chirriar de una carreta. El Cabo de la policía mandó detenerla,
para trasportar los restos al cementerio. Un viejecito, amigo de Regino, pidió que se
enterraran los restos del héroe Quindinduy con Regino, todos aceptaron, y así fue. El
hocico de Quindinduy mostraba una sonrisa, sus dientes blancos como perlas, sus ojos
empañados, azulosos, veían hacia el zenit. Un hilito de sangre había figurado una jota en
las duras rocas.

Fue hasta entonces y por pura coincidencia, que llegó a carreta de don Pedro, para
trasladar los restos de nuestro amigo Regino.

135
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

La gente se dispersó consternada, a sus casas, después de haber de que aquel cortejo
fúnebre fue una manifestación popular y en la noche obscura, iluminada por pringas de
luciérnagas que volaban en las sobras, aquel precipicio se veía de un color negro
blanquizco y figuraba una gran herradura de muerte.

Al terminar mi narración de amigo que fue, consulte mi reloj y marcaba las doce.
Dirigiéndome a ellos, les dije:

-¡Camaradas, deben dispensar que los haya desvelado un poco, estamos a media noche!

-¡No tenga ningún cuidado camarada, que estas reuniones, para nosotros, son hermosas
fiestas! Tampoco son frecuentes.

-Antes de marcharme para donde los compañeros del Anonal, les voy a dar unos breves
consejos: Vean, camaradas. Nuestras reuniones deben ser breves, no debiendo pasar de
treinta minutos; cada responsable de Comité debe concretar los problemas para poder
hacer un trabajo fácil y práctico. Cada compañero de célula debe tomar un informe de la
situación de cada uno de los compañeros, ye esto debe venirse discutiendo
concretamente en el activo de responsables. Quedan de eso en el estudio de la omisión
del Comité del sector, quien informará a la del mismo, con un informe bien detallado.

Si algún compañero jefe de grupo comete faltas y el Comité de control lo solapa,


inmediatamente vayan todos ustedes a presentar un protesta a la central del
Departamento, para cortar de una vez atropellos y anomalías que vengan haciendo en
nuestra Organización. Cada compañero que se designe como responsable del grupo, debe
ser el más prudente, no debe tener vicios, aplicado en sus estudios, que tenga más
capacitación, porque éste llevará el control del organismo, e informará de la labor que
realizan.

Estos compañeros no deben andar con distingos, ni con familiaridades; ni tampoco se


deben creer napoleones de Pinabete. Deben presentarse ante todos los compañeros
como los hombres más sencillos, sinceros y comprensivos.

Cuando se autorice el cumplimiento de una tarea, ellos deben destacarse primero,


empezando el trabajo. Ningún miembro de nuestra Organización tiene que entablar
conversación de nuestras cosas con ningún extraño, a menos que éste se identifique y
siempre en forma muy cautelosa. No deben reclutarse hijos de ricos, ni administradores,
ni empleados de confianza de esos señores. Nuestro plan de reclutamiento está
solamente entre los trabajadores. Deben procurar estudiar en forma colectiva y en donde
haya un Comité Directivo Cantonal, debe funcionar una escuela para todos los hijos de

136
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

obreros y campesinos, procurando no tener discusiones agrias. Evitar todo aquello que
pueda suscitar desacuerdos, mantener la unidad, como una sola familia.

Si hay alguna duda, debe concurrirse al Comité de la Cultura Central, para dar claridad a
los asuntos, porque nuestro movimiento social exige que todos los camaradas de nuestro
organismo, se deben preparar, porque nuestro partido bolchevique, de la URSS, nos ha
dado ejemplo de cómo se transforma la gente del pueblo, en unos grandes dirigentes
técnicos, capaces en todas las ciencias, la industria y la agricultura.

¡Es necesario que le digamos adiós al egoísmo, al individualismo y a la mezquindad! No


debemos discutir temas religiosos entre nosotros, porque nuestros fines son mejorarnos
económicamente y culturizarnos; debemos ser gentes de una madera especial, como dice
el camarada Stalin, poseedores de una alta moral socialista, la única y más efectiva.
Debemos respetar y estimar a todas las compañeras, porque son las que organizan su
célula económica familiar, donde juega su papel importante. Esta es la que enseña la
nueva moral social a sus hijos; sólo los trotskistas profesan el amor libre y la
colectivización de la mujer, para deformar el marxismo y echarle lodo. Con esto pretenden
estos estúpidos denigrar al socialismo, tomando como material parlante, la ladradera de
los ideólogos de la burguesía, que denigran al comunismo, como depredadores de la
mujer.

Es necesario que comprendan que el marxismo es una ciencia, y que los grandes hombres,
creadores de él, eran personas cultas que se ligaron al pueblo, colaborando con él, entre
ellos tenemos a Engels, a Mark, Lenin y Stalin.

Aquí queda descubierta la maniobra de los trotskistas serviles, incondicionales de los


intereses de la burguesía imperialista. Que el comunismo es la perfección de la sociedad
humana que marcha con la cultura, ciencia, trabajo y mejoramiento común. El trotskismo
es una banda de asquerosos sin principios, que no tienen nada de comunistas marxistas,
ni de socialistas, sino son deformadores, espías traidores y saboteadores.

¿En que se conoce a un trotskista? Ataca la religión, se hace sectario de cabo a rabo,
desconoce la disciplina, no milita en ninguna organización, porque es enemigo de ellas,
trata de deshacerse para cumplir con su cometido de agente burgués. El dice que ama a
Lenin, pero en vida lo traicionaron; no quiere a Stalin, pero tampoco querrán a los nuevos
dirigentes; entonces se ve aquí su descarada labor de Zapa.

¡Que sepan estos señores lacayos, enemigos de los obreros! En Rusia los trabajadores
tienen sus hogares sus hijos registrados por la ley, ciudadanos legítimos. En la legislación
nueva de Rusia, no se tolera el parche del hijo natural, ni la bigamia. He visto casos de

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

individuos trotskistas, que han tenido relaciones sexuales con sus mismas hijas y las
hermanas de sus esposas, convenciéndolas de que sí es en Rusia. Esto es una canallada.

Así son estos señores provocadores de huelgas, cuando no son necesarias; esquiroles,
traidores a ellas, cuando son lícitas. Aquí está la traición de estos brutos incapaces de
comprender la ciencia marxista.

¡Camaradas campesinos del Cerro Blanco! Les pregunta nuestro partido: ¿Qué si se les
aconseja que abandonen a sus esposas e hijos? Noooooooo.

Lo que el partido les dice compañeros, es respetar a las mujeres ajenas. Queremos que la
gente que se organiza en nuestro partido, sea el ejemplo de que tenemos una moral
propia, donde defendemos el pudor de la mujer y la moralidad.

No debemos ser hipócritas como los burgueses de biombo, que cuando una familia de
éstas se está proletizando, y en ella hay alguna joven que tiene belleza, sana, y si al frente
hay un millonario, con un cuerpo como cúmulo de la sífilis y la tuberculosis, y se enamora
de esta criatura, esta familia, que está en derrumbe, acepta con los brazos abiertos, para
reivindicar su posición burguesa, entregando los microbios a aquella infeliz criatura. Estos
casos se ven como estrellas en el cielo, en la aristocracia. ¡Esa es la moral burguesa!

Así terminé mi pequeña plática y les dije:

-Muy bien camaradas, a descansar todo mundo, nos veremos de aquí a un mes. Adiós,
todos.

-Adiós camarada—contestaron todos.

Partí con el compañero Chachahua y Aguilera por las cumbres del Anonal. Cuando íbamos
por la laguna de Apaneca, nos detuvimos a contemplarla. Estaba la superficie del lago
cubierta de ninfas, flor blanca, aromosa, gigante. En el paraje de la cumbre se veían los
duraznos en flor, orquídeas silvestres, rocío y frescura, que nos obsequiaba la montaña
florida. Recuerdo que al ver este paisaje tan hermoso, se inspiró el compañero Chachahua
y me dijo:

-Vea compañero Ibáñez, cuando haya un gobierno socialista en nuestro país, aquí en esta
cumbre sana, construiremos un gran sanatorio anti-tuberculoso, para salvar a nuestras
generaciones futuras.

Así piensan nuestros campesinos humildes.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Capítulo XIV

Huelga de la montañita
En nuestro país, los caminos carreteros nacionales son los únicos sitios en donde la gente
pobre puede estar y transitar.

En esta época fui llamado del Cantón La Montañita y encontré a todos los trabajadores de
esa región acampados en dichos caminos, cesados de sus trabajos. Los ricos, para
provocarlos y desesperarlos, los sometieron a una huelga involuntaria. Los señores
caficultores unidos con los militares en un frente fascista, controlaban el gobierno, por
concesión que les hizo, por miedo y cobardía, el ingeniero Arturo Araujo. Los señoritos
marqueses del café tenían enojo en contra del pueblo, porque no les siguió en su
campaña política y motivados por su derrota, tenían sed de venganza.

El tal don Arturo, no obstante haber sido electo por la mayoría de sus habitantes, se hizo
sordo y ciego ante la realidad y se echó a dormir sus borracheras de champaña, en brazos
del grupo de militares fanáticos fascistas. Cuando todo el pueblo se dio cuenta de la
amenaza de la dictadura militar, se unió en una manifestación gigantesca de hombres,
mujeres, niños y ancianos, que fueron a apostarse frente a la casa Presidencial, a pedirle al
gobierno que ellos eligieron, pan, trabajo y que cumplieran el programa demagogo que les
prometió.

Estos fascistas operaban a espaldas del viejo, desencadenando una salvaje y sanguinaria
represión en contra de los trabajadores del país. Masacraron 150 trabajadores en
Azuchillo, 80 en Zaragoza, una manifestación en Jayaque y en Sonsonate, masacraron otra
en Santa Tecla. Toda esta persecución y crímenes los fomentaban para enfrentar al pueblo
contra el gobierno y hacer que cayera, para poder usurpar el poder.

Un militar de la plana mayor Presidencial vio por una ventana la manifestación que
clamaba al Presidente: -"¡Queremos que salga el Sr. Presidente, que nos escuche!". El
militar con una sonrisa irónica, burlesca, porque ya sabía el tamal que se tenía, les dijo:

-Sr. Presidente, ahí están sus partidarios clamándolo, parece que le piden algo.

Y el viejo arrellanándose perezosamente en un sillón pulman, pretendiendo dormir su


nueva borrachera, le ordeno: "¡Retírelos, que se dispersen!"

Entonces este militar, con gran entusiasmo y alegría de haber realizado su plan, telefoneó
al cuartel de caballería. Llegó rápidamente un destacamento que llegó a masacrar la

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

manifestación, echando los caballos sobre la gente, repartiendo sablazos y disparos. Hubo
muchos heridos y muertos, entre ellos, varias mujeres, niños y ancianos.

-¡Así paga el diablo a quien bien le sirve! –decía un anciano apellidado Chojito, que estaba
bañado en sangre por una herida de sable en la cabeza.

Algunos militares amigos y partidarios del pueblo, sentían entre sí indignación, tal vez de
ver estas injusticias, porque no puedo creer que todos los militares en nuestro país sean
bandidos enemigos del pueblo, pues un ejército es salido del pueblo y un militar honrado,
de alta escuela se une a él, luchando por las libertades democráticas.

Es necesario que comprendan que el militar que es fascista, enemigo y asesino del pueblo,
es una venganza y deshonra para el ejército. La misión de un militar es defender su honor,
dignidad y lealtad a las leyes y libertades del pueblo. No sólo debe estudiar el arte de la
guerra para matar, sino que debe ser un hombre preparado intelectualmente para
impartir la cultura en la colectividad. La libertad de un pueblo, no pertenece a un
individuo determinado, para que pueda coartarlas y después la esté dando por gotas,
como una triste limosna. Solo es del pueblo, le pertenece, porque la ha conquistado en
sus luchas heroicas y patrióticas. Le perteneces por su propia soberanía.

Camaradas y amigos lectores, para sacar victoriosa la huelga, organizamos una comisión
de abastecimiento y otra de entendimiento, tratando de convencer a los latifundistas
cafeteros, de que se procediera al trabajo, para levantar la cosecha, y no se dispusiera a
perderla, por caprichos. Estas medidas absurdas afectarían la vida económica del país.
Pero estos señores, como tenían sus reservas, y son inmensamente ricos, no les importaba
perder las cosechas, para desesperar a las masas campesinas. Les decíamos:

-¡Nosotros queremos trabajar! ¡Queremos hacer Patria! ¡No queremos miseria y


desorden! ¡Queremos paz y tranquilidad!

-En lugar de darles trabajo ¡comunistas desgraciados! les vamos a meter balas—ellos nos
contestaban.

Viendo la intransigencia de los finqueros, nosotros salimos al camino para ir a nuestra


Central a pedir a las autoridades competentes que nos ayudaran a resolver esta situación.
De pronto aparecieron seis parejas de guardias disparando contra aquella gente
específica, indefensa, que en los caminos condimentaban sus humildes alimentos.

¡Qué si es verdad que hay un Dios que todo lo ve y que tiene un corazón benigno y es
partidario de la causa noble y de la justicia, ante estos cuadros de miseria y dolor, se hace
sordo y de un corazón insensible! Tal vez sea de concreto.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Diparazones. Desbandada de aquella pobre gente entre los cafetales.

Vi saltar los cuerpos borbotando sangre, quejidos angustiosos de dolor de aquellos pobres
camaradas indefensos, que no pedían nada más que pan y trabajo. Los demás campesinos
entre los cafetos y endiablados de cólera, gritaban:

-¿Por qué huir? ¿Acaso no somos hombres que tenemos pantalones? ¿Acaso nuestros
compañeros campesinos son unos perros, para que les maten tan miserablemente?

Vi levantarse la figura justiciera y vengadora de un campesino que decía:

-¡Entrémosle muchachos! ¡pa' enseñarles que también a ellos les entran nuestros
machetes! ¡Estos individuos bandidos no merecen el respeto de autoridad! ¡Son unos
asesinos!

Y se entabló una reñida pelea en donde los campesinos por ese instante, vengaron la
sangre de sus hermanos. Hubo quince trabajadores asesinados, entre ellos tres mujeres y
dos niños heridos. Los cadáveres de los camaradas fueron sepultados entre los cafetos y
nuestros heridos fueron conducidos a través del socorro, al hospital de Santa Ana.

Este fue el principio de la revolución.

Se tomaron medias para concentrar en cantones distantes. La noche era negra. Olía a
tragedia y a sangre. Entre los ojos de nuestros pobres camaradas, se veía el dolor y la
angustia.

-¡Compañeros, nosotros somos gente horada y trabajadora! ¿Por qué nos tratan así? ¿Por
qué nos persiguen y nos asesinan? ¿Por qué nos asedian? ¿Acaso nos quieren convertir en
criminales?

-Camaradas, estos señores no quieren que estemos organizados, para que no podamos
defender nuestros derechos de vivir mejor, y por eso nuestros enemigos, nos quieren
tener siempre oprimidos y en la miseria—contestó el compañero Cortés.

Más noche en el Cantón de la Montañita, traqueteaban las ametralladoras entre las


chozas humildes de los campesinos. Habían llegado comisiones con destacamentos de
soldados bien equipados, como si acaso fueran a enfrentarse a otro ejército bien armado.
Nosotros no estábamos en plan de guerra. Estábamos en elecciones, las cuales ganamos
con el voto democrático, nunca visto en la historia de nuestro país, y como tuvimos el
triunfo con los derechos de la Constitución Política del país, no había por qué recurrir a
ninguna revolución armada. Tampoco creíamos en la implantación del Soviet, porque

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

sabían algunos perfectamente, que en un país semi-colonial, saqueado y dominado por los
imperialistas, era una candidez creer en ello.

Hay plumas que se solapan en el movimiento y la revolución, para apuñalearla a espaldas,


por ejemplo un viejo del Cerro del Irazú. Publicó un libro sobre la revolución de El Salvador
en el año de mil novecientos treinta y dos, donde nos pinta como unos extremistas
sanguinarios, rabiosos, con machetes entre los dientes.

Este señor nos escribió un libro a vuelo de pájaro sin documentarse en la realidad. En ese
libro hace la justificación del fascismo razonado, que por la anarquía del extremismo rojo
del pueblo, las fuerzas de derecha se vieron obligadas a defenderse y repeler la acción
violenta de las masas, resumiéndose de ahí con esto, con esto justifica un gobierno de
dictadura. Pero esto nosotros sabemos, es falso, porque un país semi-colonial en donde el
pueblo nunca ha tenido libertad, ni una vida mediana y cuando este pueblo no se presta
como instrumento a los intereses de la clase burguesa, se arrojan a deprimirlo y a
liquidarlo. El pueblo no ha provocado para el establecimiento del fascismo en el poder. El
fascismo se impuso a sangre y fuego, para no permitir un gobierno democrático, donde
estuvieran representados los obreros y campesinos. En esa época, no entendía los
problemas; pero ahora gracias a mi estancia en este México querido, pedacito de tierra,
en donde todos los extranjeros venimos a aprender mucho.

Cuando leí el libro de éste, comprendí la posición en que se coloca. He visto como ha
actuado cuando en vida del inolvidable y estimado Embajador Oumaski, lo atacó con
motivo del establecimiento de las relaciones de Nicaragua con la URSS.

Somoza, por continuar y garantizarse en el poder, gira hacia la política de los aliados. Y
como en esta época en Nicaragua había una pelea de dos bandos de animales de la misma
especie, y entre éstos había que aceptar el menos peligroso. Pero este señor se montó en
ira y se soltó con sus ataques furibundos, en contra de los aliados y los rojillos, con su
terca pesadilla que los ve hasta en la sopa. Este es el típico fascistoide de barniz
revolucionario, que en sus alegres ataques coincide en los pasquines de la reacción, el
Omega, el Hombre Libre, El Sinarquista y la Prensa y demás periódicos de Bucareli, que
atacan a la causa de los aliados y al representante del hermano soviético. Pero cuando
aconteció la fatal desgracia de perder al estimable amigo Oumanski, que era toda
esperanza de nuestros pueblos de América, resultó este pobre viejo Tico, publicando un
artículo del arrepentido que decía: Yo y el Sr. Embajador Oumanski éramos muy grandes
amigos y él cuidadosamente coleccionaba mis revistas y las publicaciones de mis pobres
"chácharas" literarias, aquí me convencí de que estos pobres ladra mañanas atacan a los
aliados por debajo de un camisón de liberales demócratas, haciéndoles el juego, en una
activa colaboración a las fuerzas reaccionarias del eje de América.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Estos señores ladran para que el imperialismo los compre y después pasearse en el mundo
como los semidioses de la franconia en la que viajó al oriente Don Blazco Ibáñez y es
posible que este pobre viejo del Irazú, le pongan las Hawaianas en su visita, y un collar de
flores en la barriga. Como al de don Blazco.

Cafetos de sangre
Mañanas decembrinas del año de mil novecientos treinta y uno en el Salvador. Patria
chica, pero grande entre lo grande, ¡bello paraíso tropical! País único que en cualquier
parte de su territorio que se pare un extraño, encontrará una cadena de volcanes,
cubiertos de una vegetación florida y fecunda. Ahí el turista podrá contemplar preciosos
paisajes naturales, lagos, balnearios, lindos parajes, en fin, una pequeña Niza, o sea, la
costa azul de Centro América.

¡Oh Patria mía! ¿Por qué los tiranos arrebatan los derechos de tus hijos? Destruyen el gran
amor y el sentimiento patrio que por ti tienen esas nuevas generaciones. ¿Qué no
comprenden estos esbirros enemigos de la civilización, del progreso de la libertad?

¡Señores estúpidos! La patria no es un feudo, se llama Patria porque en ella hay libertad,
pan, trabajo, justicia, cultura. Al país que le destruyen esas virtudes con las bayonetas,
descuartizando a sus ciudadanos ya no es Patria, sino que las rapiñas criminales la han
convertido en un feudo fascista.

¡Al filón de tierra! que llevas el nombre de Cuscatlán, regada con sangre roja y fuerte de
tus indios, ante el aventurero que te descubrió Diego de Alvarado en mil quinientos veinte
y cuatro; en las venas de tus hijos se yergue el grito de la rebeldía y de esta sangre se
formó el gran apóstol, genio, cura José Matías Delgado, inspirado por el acontecimiento
de la revolución francesa, se unió y tuvo relación con el gran cura Hidalgo y Costilla de
México; hombres invencibles, e incansables luchadores por la libertad del Continente.

¡Oh tierra Patria! los lomos de tus cerros están cubiertos de cafetos de sangre.

Esas perlas rojas que con su sabia melosa, dan de libar en sus ramajes a un mundo de
pajaritos de plumajes policromos, que cantan y revolotean esclavos de su hermosa
vegetación. ¡Cafeto errante que viniste del oriente! ¡Alma de tertulia! los turcos
enseñaron al mundo a embriagarse con tu tintura alcoholizante que dan tus almendras
tostadas.

¡Ah cafetos que coteas a las azucaradas cañas! Qué exhiben sus turbantes de flor felposa,
gris, que como un enamorado inseparable, viajas a las urbes, uniéndote en unas diminutas

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

tasas, y te casas con ella por la acción del trabajador, que les convierte en sintético,
diluyéndolos en dichas tasas, para confortar las panzas verdosas de los rutinarios,
chismosos y a los poetas triedros trashumantes. Mientras, el pobre campesino traga lodo
amargo.

¿Por qué será?

Acaso no se le agradece a este hombre, que con tanto trabajo y sacrificio cultiva
transformando los campos en alfombras verdes de ricos pastos, donde las vacas llenan sus
ubres, hasta reventar, para vaciarla en el hocico de los ricos, divorciados del trabajo que
gritan desde sus camas… ¡Quiero mi café con leche, con unos platanitos fritos en
mantequilla!

¡Ah cafetos! Todos los meses de mayo se cubren tus ramajes de una blancura fragante, en
donde se inspira y teje sus ilusiones nuestra pobre paria campesina hermana, que sueña
entre su dolor y miseria. ¡Qué tus cafetos en flor, serás un velo de novia, no de burguesas
asquerosas que no merecen vivir!

¡Cafetos en flor! ¡Hermana campesina! ¡Ya viene un hermoso futuro que nos predijo el
gran Gogol y viene del Ártico y del Asia, y ya está en América, Cafetos en flor! Tú tejerás
esos mantos de blancura fragante que les darán velo a todas las campesinas que vivirán
alegres y felices, de obreras agrícolas.

¡Cafetos en flor! Ya no serás las junglas o el infierno verde de los parias, ya no serás
cafetos de sangre ni tragedia. ¡Ya no serán los cafetos negros de dolor de abril! Tus
montañas, tu tierra, gritan y piden justicia para tus pobres indios, para que el filón de
nuestra Patria, sea un feliz paraíso tropical.

Dos de diciembre de mil novecientos treinta y uno


Este día fue el golpe militar dado al Presidente Arturo Araujo, encabezado por el mismo
Ministro de Guerra y vicepresidente a la vez, General Maximiliano H. Martínez, habiendo
tomado como instrumento al Coronel Osmín Aguirre Salinas. Éste organizó dizque un
directorio de la juventud militar, con puestos de oficiales, cabos y sargentos, que atacaron
con fuegos cerrados de fusiles y ametralladoras la Casa Presidencial, que quedó en
escombros. En una pausa, una comisión de diplomáticos fue en auxilio de los que estaban
ahí, pero solo encontraron al telegrafista Tránsito Arias, metido de cabeza en un reducido
gabinete, temblando por el gran susto que tuvo. Ya el Presidente y su comitiva se habían
puesto las de "vía Diego".

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Este mismo día, por la noche, atacaron los cuarteles de la guardia Nacional y de la policía,
en pago de su obediencia y su servilismo. Éstos, ya locos de miedo, pidieron paz con unos
calzoncillos viejos de manta, izados en una vara. En esa escaramuza, murió mucha gente,
un Ministro de Hacienda, apellidado Espinosa y un señor Sosa, Administrador de rentas en
Santa Ana, que todos los sábados le llevaba a Don Arturo lo que recaudaba de la
Administración de esa ciudad.

El presidente don Arturo salió como tapón de corcho huyendo a Guatemala, asustado y
arrepentido de haberse metido en camisones muy largos. El tal General Martínez, Tomás
Calderón y otros de la misma banda fascista, sabían que el autómata del Coronel Osmín
Aguirre siempre le ha tenido ganitas a la Presidencia, como es muy natural en todos los
militares de esa talla que siempre suspiran por la guayaba.

Martínez cambió a todos los militares del cuartel "El Zapote", que estaban bajo el mando
de Osmín, y a éste lo mandó de comandante al oriente del país, dio de baja a todos los
cabos y sargentos de la escuela, hizo una limpia de militares a quienes no les tenía
confianza, y se apoyó en los cadetes, que son la flor y nata de los ricos. He aquí como
quedó en pie la criminal dictadura por el usurpador Hernández Martínez. Éste trasladó la
casa Presidencial al Edificio de la Normal de Maestros que estaba frente a la fortaleza "El
Zapote". Mandó a éstos como unas aves de corral en unos camiones a la escuela de Artes
del Departamento de Santa Ana. Martínez ordenó que se sacara un manifiesto que
aparecía por parte del directorio de la juventud militar, ya disuelta y fue repartido por un
avión en todo el país.

En este volante decían que se daban amplias libertades a todos los ciudadanos del país,
organizaciones y partidos políticos, para que eligieran sus gobiernos municipales. Esta fue
una treta de la banda fascista que ya estaba bien consolidado en el poder. Fingieron dar
estas libertades para medir las fuerzas de las organizaciones revolucionarias en el país, ya
el pueblo en pie, dirigido por nuestra organización, se adelantó sin reflexionar, aceptando
la trampa que nos pusieron los fascistas. Éste fue un grave error. La dirección de nuestro
movimiento revolucionario giró instrucciones a todas las organizaciones del país, para que
eligiéramos candidaturas municipales. Los ricos se descolaron y se les paró el pelo al ver la
unidad del pueblo, que como un solo hombre, votó por sus candidatos hasta llegar al
sacrificio de esperar todo el día su turno en largas filas, para dar su voto en los directorios,
sin comer. Mientras, los ricos en sus comités les ofrecían aguardiente, tabales, marimbas,
les pagaban a dos y cinco pesos por voto, pero el pueblo no les siguió y se mantuvo firme
y sincero a la causa.

Este fue motivo para que la pandilla de bandidos aumentara más su odio en contra del
pueblo y juraron vengarse. Empezaron con medidas bélicas, concentrando todos los

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

armamentos de las ciudades Departamentales a los cuarteles de artillería "El Zapote" de la


capital.

Vino la imposición militar a anular las elecciones. Con una represión sangrienta, fueron
clausuradas todas las oficinas de las organizaciones. Se desarrolló un terror de
persecución y cárcel a todos los dirigentes del movimiento obrero. Salían por las noches
las hordas de soldadescas armadas, balaceando a la gente pacífica. Se dieron decretos de
que nadie podía salir a la calle después de las siete de la noche y el que se encontrara
pasadas esas horas, era asesinado por esos criminales y recogidos al día siguiente como
perros, por camiones. Razonando que estaban operando con la ley marcial y que esto los
garantizaba para asesinar a ciudadanos indefensos.

Una convención trampa


Un grupo de ricos disque liberales—de la ciudad de Ahuachapán—enviaron una comisión
al Comité Departamental del candidato a alcalde de obreros y campesinos, que era el
camarada Marcial Contreras, para tratar de fusionar los dos partidos: el de los ricos, con el
de los trabajadores. Para discutir esta proposición, se citó a una junta en el edificio de
Gobernación. Nosotros discutimos ampliamente en nuestra asamblea todos los puntos de
vista que teníamos que exponer en case de que se hiciera la unidad.
Se acordó enviar a seis delegados a dicha conferencia. Tratamos de evitar que no fueran
todos a la junta para que no se hiciera una enorme agrupación al frente del Edificio y para
ellos, sólo les comunicamos a los responsables del Comité de la ciudad. Pero a pesar de
esta medida las calles se abarrotaron de camaradas. Al vernos, la multitud lanzó vivas en
pro de su candidato y de su organización.
Eran las ocho de la noche cuando pasamos al interior del edificio después de haber
saludado a los compañeros y de suplicarles que se portaran con orden y disciplina, para no
dar motivo a una provocación, y que al salir nosotros les comunicaríamos el resultado de
la conferencia.
Aquella multitud se disciplinó, entramos al edificio y ahí estaban los señores que nos
invitaron. Ellos estaban muy bien acomodados y a nosotros ni por cortesía nos brindaron
asiento. Se les veían los semblantes hostiles, algunos querían fingir sus risitas de tigre,
hambrientos de puestos políticos.
-Oigan muchachos—dijo un tipo apellidado Morán, algo barrigón, palanqueando en sus
labios un enorme puro—los hemos llamado para que renuncien ustedes a su candidato y
su gente se venga con nosotros.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Se notaba que estaban un poco nerviosos y que de cuando en cuando, nos daban unas
miradas feroces. Hice una señal convenida a mis compañeros de la comisión para irnos,
porque el ambiente no era cordial.

-Señores—les dije—veo que no plantean ustedes algo que beneficie a los trabajadores,
sino que solo pretenden anular al candidato del pueblo. Pero esto no es tan fácil señores,
sabemos perfectamente bien que ustedes no tienen partido en el pueblo. Que de hecho
su candidato está derrotado y que si las elecciones se garantizan como la Constitución
manda, nuestro candidato será el alcalde, porque cuenta con la mayoría del pueblo. En
caso de que las elecciones sean anuladas, pues preferimos que se den cuenta de esas
arbitrariedades los trabajadores, y no estar en componendas para elevarlos a ustedes y
que mañana sean los peores enemigos del pueblo y nosotros quedaríamos, como
representantes que somos de ellos, como traidores en la historia social de nuestro pueblo.
¡Mejor preferimos ser derrotados de pie y no ser traidores mendigos de rodillas! No es
posible, señores, esta fusión, y hasta luego.

Cuando salimos a la calle, el nido de viejos se quedó carcajeándose pues a espaldas


nuestras. Telefonearon al cuartel pidiendo auxilio, calumniando que los bolcheviques se
querían apoderar del Edificio de Gobernación.

En la calle vi a nuestra gente indignada porque ya estaban rodeados de grupos de tropas y


carros con ametralladoras, manejados por militares. Veía la inquietud de los compañeros
y el movimiento se estaba poniendo serio y funesto. Les hablé fuerte indicándoles que nos
dispersáramos en el mayor orden. Se les hizo saber que la convención no se llevó a cabo y
que nos marcháramos con la mayor tranquilidad posible.

Un tal periodista nicaragüense que salió del nido de piojos que se encontraba adentro,
quiso hacer una provocación diciendo:

-¡No se retiren! ¡Quiero hacer Patria! ¡Lleguemos a un entendimiento!

-Pinolero, si quieres hacer Patria, ándate con Sandino a Nicaragua—le contestó un


compañero.

-Orden compañeros—intervine—no se dejen provocar.

Y así logramos desalojar aquella multitud como de cinco mil ciudadanos desarmados, que
estos bandidos querían masacrar. Inmediatamente convocamos a la una de la mañana a
todos los miembros del Comité Ejecutivo de la agrupación. Unos compañeros nos llevaron
noticia de que habían sido cateadas las oficinas de los Sindicatos del Socorro Rojo y del
Comité Popular, pro alcalde, que había encarcelado a muchos, yéndolos a sacar en forma

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

violenta de sus casas, amenazándolos y golpeándolos. Inmediatamente planteamos que


habíamos entrado, de hecho, a una situación ilegal en nuestro movimiento revolucionario,
que ya no pensáramos en elecciones de alcalde, pues se había desencadenado la
persecución y el terror en una forma espantosa. Ante esta situación pasamos a trabajos de
campaña en el campo.

Estos días eran difíciles y fatales para nosotros, en Ahuachapán sacaron de su casa al
camarada Gabriel Emestica y lo llevaron ante el jefe de la policía, un tal Garzona, que al
verlo le dijo:

-¿Con qué usted es el líder rojo? ¿Qué tiene un perro que le llama Mussolini?

-Sí, es cierto.

-¿No sabe bruto, quién es Mussolini?

-Pues porque sé, es que le he puesto ese nombre a mi perro.

El viejo capitán, como era fascista hasta los huesos, se montó en cólera y sonó el timbre.
Se presentaron prontamente dos policías, como si hubieran sido movidos por un resorte.

-¡Metan a este bandido comunista a la bartolina! Antes le dan su cena y su baño para que
duerma tranquilo.

La cena consistía en veinticinco azotes después arrojado a la pila y de ahí a la bartolina.

Llamó a otros policías y les ordenó:

-Vayan a casa de este bandido y me traen a ese perro que le llaman Mussolini y se lo
ahorcan en sus propias narices.

A la mañana siguiente sacaron al valiente camarada Gabriel ante el estúpido capitán. Ya


tenían al inocente perro con una soga en el pescuezo, y con una risita de satisfacción, el
Napoleón de ocote, dijo:

-¡Cuélguenlo!

Los sicarios, con gran saña, colgaron al pobre perro.

-Ya ve usted, líder, lo que consiguió a ese pobre animal con ponerle Mussolini, y así como
tu perro, también morirás tú.

-Así tendrán que colgarlo los trabajadores de mi país, ¡desgraciado! –dijo el camarada
Emestica con una gran serenidad, dirigiéndose al esbirro.

148
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Sé también que tienes un hijo—dijo el viejo—que le llamas Lenin.

-Es cierto, si no quiere que mi hijo lleve ese nombre, mándelo traer y ¡mátelo!

-¡Eres un bandido!—le contestó el capitán.

-Los bandidos son ustedes—les dijo el camarada Emestica.

-¡Con que un canalla como tú me trata de bandido!

Abalanzándose sobre el camarada que estaba sujeto de manos con un par de esposas,
este ruin, le dio unas bofetadas. El compañero al verse agredido le lanzó un puntapié al
estúpido capitán, quien sacó una escuadra, y ayudado por otro de sus serviles, le descargó
un terciazo en la cabeza, derribándolo al suelo. Pero el valiente de Gabriel Emestica se
enderezó y vio de frente al sicario, con su rostro bañado en sangre y con una sonrisa de
rabia, vociferó:

-Así son valientes ustedes. ¡Quítenme las esposas y atáquenme como hombre! ¡No sea
cobarde, usted es una deshonra del ejercito! ¡Viejo estúpido! ¡Ladrón, asesino, fascista!

-Llévense a este bandido a la bartolina, y usted Secretario, hágase nota de remisión de


estos dos bandidos comunistas para la capital. El otro compañero era Raúl Eguizábal, que
fungía como Regidor, pero no respetaron su nombramiento para arrestarlo y remitirlo.

Al tercer día que sacaron a los compañeros rumbo a la capital, trajeron a la esposa del
compañero Emestica, con el niño Lenin, y el salvaje capitán, en el interrogatorio que les
hizo, le lanzó la siguiente amenaza.

-No se le olvide al líder rojo, que su hijo ya no llevará ese nombre.

La compañera Juana Olivares, esposa de Emestica, con gran heroísmo y valentía, le encaró
con estas palabras:

-Ni usted, ni su madre que lo ha parido, me pueden obligar a que le cambie el nombre a
mi hijo, y si tanto le puede, cobarde, mándeme asesinar con él.

-Llévense a esta vieja grosera, placera, a la cárcel y a usted, Sargento Enríquez, le encargo
este par de pájaros hasta entregarlos a la Dirección General de Policía.

Así fue. Sacaron a aquellos compañeros y ya al segundo día de estar en la capital, a media
noche, los subieron en unos camiones rumbo a Cojutepeque, asesinándolos unos
kilómetros delante de ese pueblo, en la carretera. Ahí quedaron sepultados nuestros
inolvidables compañeros, después de mil humillaciones y vejaciones. La esposa, en

149
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

recuerdo de su heroico compañero, le puso a su hijo Lenin Gabriel Emestica y es dueña de


tres perros a quienes los llamó Mussolini, Hitler y Garzona.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO XV

Trópico de Indígenas
Entre los indígenas de Nahuizalco noté la solidaridad de una verdadera familia primitiva. A
pesar de que en estos tiempos todos los gobiernos han liquidado y oprimido a nuestros
indios. Nunca, ningún gobernante, se ha preocupado por mejorar sus vidas, ni de hacer
surgir esa gran cultura criolla, de nuestros aborígenes.

Una tarde, al oriente del pueblecillo, se alzaba una enorme hoguera. Los habitantes
corrían todos al lugar de incendio, con cacharros de agua y útiles para extinguirlo. Las
campanitas de la iglesia sonaban en señal de alarma. Fui a ver lo que pasaba y me
encontré con los escombros de cinco ranchos pajizos, que fueron devorados por las
llamas. Las pobres familias que quedaron sin casa, las vi con sus semblantes, de angustia,
de dolor y tristeza, pues habían perdido todos los recursos que tenían. Muy preocupado
pensaba y me preguntaba a mí mismo, qué hacer con esas pobres gentes, como poderles
ayudar en su desgracia. Tenían solo sus ropitas que llevaban puestas. Le dije a un señor:
"¿Por qué no hacen un comité de colecta, para ayudarlos?"

-No se preocupe usted de esto. A cada rato suceden estas cosas, pues estos ranchitos son
muy propensos a quemarse al menor descuido.

Vi el caserío formado de ranchos de paja, que tenían la forma de conos, en los picos de sus
techos les ponen una olla de barro embrocada para proteger el amarrado de la
construcción. Algunos cuantos ladinos se acercaron a obsequiarles algunos centavos. Yo
me alejé triste, impresionado de que esta gente no resolvería sus problemas con poca
cosa. Las autoridades de ahí llegaron como simples espectadores, con las manos en la
cintura, diciéndoles:

--Les doy permiso para que vayan a dormir al corredor del Cabildo. Si, ahí pueden
dormir—dijo el comandante.

-Estos indios son unos brutos—dijo el militar—a cada rato les pasa esto.

Esta fue toda la aportación de estos señores. Todavía el padrecito de la iglesia sonó las
campanitas y fue a decirles a los inditos—que estaban en grupo acampados debajo de una
gran ceiba que esparcía un algodón gris, cual humo de ilusiones disipadas—Paciencia hijos
míos, hay que sufrir todo lo que Dios manda en esta vida, para merecer el reino de los
cielos en la otra.

151
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Si quiere, padrecito, cambiamos. Yo me quedo en ésta toda la vida, y usted se marcha
para allá.

-¡Calla muchacho!—dijo el curita sorprendido.

-No puedo callar, padre. Lo que estas gentes necesitan es una ayuda efectiva, si es verdad
que hay gente que tiene sentimientos humanos.

Me largué cuando la noche cubrió a las familias bajo el gigantesco árbol. El ambiente
estaba saturado de olor a carbón. Los demás hongos pajizos del pueblo pasaron con sus
vientres iluminados toda la noche. Solo las casas de los ladinos del alcalde, del
comandante y del curita, dormían sin luces. Yo, en mi humilde jacal, tirado como una
bestia sobre un viejo tapesco de varas, pasé la noche imbuido en una profunda
meditación. No podía encontrar el medio para ayudarles, por ser desconocido. Por fin, el
sueño me venció, y me hundí en mi inconsciencia.

Un pájaro negro, tornasol, posado en el ramaje de un cocotero que daba al aire sus
melodiosos trinos, me despertó, pues es nuestro típico cantor de la fauna salvadoreña. El
orgulloso clarinero, que esponja su plumaje cuando canta, alzando su agudo pico hacia el
firmamento, para tomar la fresca mina etérea del espacio. Negro clarinero de tus cantos
lindos—dije para mí—te quiero porque eres indómito y rebelde, que cuando alguna
persona estúpida, te enjaula y en protesta y coraje, mueres.

En estos instantes de contemplación, oí redoblar tambores. Tan, tan, tan, tan, tan, tan,
tereré, ten, ten, acompañados de músicos, de flautas y flautín, y disparaban cohetes. Al oír
esto, salí apresurado a la calle a ver de qué se trataba, y vi una manifestación de
indígenas; hombres y mujeres, y niños, con hachas, lazos, palancas y cestas llenas de
provisiones. En fin, todos llevaban algo en sus bultos, para ayudar a sus camaradas.

Fueron a la ceiba con gran alegría a depositarles su aportación, y de ahí se dirigieron a una
finca donde compraron las maderas, para construir de nuevo las viviendas. Aquel pueblo
unido, como un solo hombre, cortó las maderas que le indicó un camarada de mayor
edad, que encabezaba la unión colectiva de aborígenes. Transportaban las maderas
adornadas con flores silvestres, con sus canciones criollas; aquello era una fiesta de
confraternidad y animación. Al terminar la jornada bajo la ceiba, se formó el banquete
proletario, en donde nuestras indias lucían sus trajes típicos de colores chillantes y sus
soguillas y aretes de coral. Los camaradas vestidos de mantas blancas, como nubes
mañaneras.

¡Oh! Indios valientes que transforman la desgracia en fiesta.

152
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Vi sus rostros bañados en sudor, por la gran brega, pero en sus labios florecía una sonrisa
de satisfacción. Al ver su obra realizada, de los cinco ranchos pajizos, reluciendo el
amarillo oro de sus toldos y esparciendo los aromas resinosos, de los chaquirrios y los
paraísos, y se veían relumbrar las cinco ollas de barro de arte moro, en la cúspide de los
cinco hongos, que es orgullo del histórico Nahuizalco.

Pensé—si esto lo hacen sumidos en la más inicua miseria, por la explotación de los
bárbaros que les han arrebatado sus tierras— ¿cómo serían de felices cuando fueran
dueños de ellas? Pero los bárbaros caníbales de mi país, ¡militares perros fascistas! dan
sus gritos feroces histéricos, de liquidar hasta el último indio, me recuerda aquellos días
de infierno donde la banda de fascistas gritaba y asesinaban hasta el último indio. Aquí se
ve la canalla conservadora, no olvida las enseñanzas de los bárbaros de Castilla, de la
Conquista, que vinieron a destruir el embrión de la nueva cultura indiana, que hubiera
sido grandiosa, por su auténtico criollismo. Esos bárbaros, podemos decir franco-
jurguianos de aquellos y de estos tiempos, que siguen viviendo con sus aullidos de hiena
hambrienta, con aquel macabro grito: "¡Hay que matar hasta el último indio!"

Así dicen los aventureros, hijos legítimos de la monarquía de España, canallas, con fiebre
de oro, sedientos de empresas que han desolado nuestro continente, para servir mejor a
ese cascarón feudal de la despilfarrada España. Gritos trágicos de luto, hambre y dolor
para nuestros pueblos, necios gritos que han aturdido toda la vida a nuestros pobres
oídos, ya ensangrentando nuestro filón de tierra negra y florida.

¡Hay que matar hasta el último indio que se oponga a nuestra empresa! decían los locos
cocaínos, que sueñan y siguen soñando con dominar, desde donde nace el sol, hasta
donde se oculta.

¡Toda la América me pertenece! decía el loco de Iturbide, padre póstumo del


expansionismo Hitleriano, que con gritos de bárbaro decía: ¡Hay que liquidar hasta el
último indio que se oponga a nuestra empresa!

Este loco, emborrachado del poder de Emperador que le dieron los treinta mil gachupines
que mandó la corona española, como activos agentes acaparadores de la riqueza del
Continente. Iturbide vería a Panamá y después alzaría los ojos hasta el Cabo de Hornos,
inspirado en su rancio abolengo que le dieron los aduladores venales. Mandó al vejete de
Vicente Filisola a la invasión, o sea al embrión de lo que es el Brizkli de esos tiempos. Pero
nuestros indios, nuestros aborígenes—forjados del bronce Atlácatl de esa linda Cuscatlán,
o sea, el bello país de las hamacas—no amantes de emperadores, pararon en seco la
briskli de Filisola y ahí termino la empresa del soñador del espacio vital de esa época.

153
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Pero esos gritos macabros, siguen siempre de moda. ¡Hay que quemar al indio que no
crea en nuestro Dios!, decían los bárbaros. ¡Besa a nuestro Dios!, le decían al valiente
Atahualpa, caudillo del Perú. ¡Si no lo veneras y lo besas, te matamos!

Y aquel indio fuerte, de tez bronceada, con sus ojos negros, serenos, les volvió la espalda y
contemplo la gran naturaleza desnuda, de belleza magistral de nuestros bosques floridos,
de un verde frondoso, como diciéndoles: ¡Este es mi Dios! y no puedo creer y venerar a un
Dios que no es el mío.

Y así sucumbió el valiente caudillo, ejemplo de indómita bravura de nuestros pueblos.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO XVI

Lo que mis ojos vieron en esos tiempos


Mis ojos vieron mucho, que me ha enseñado a no estimar demasiado a los señores
pudientes, por haber sufrido pasajes amargos en mi propio pellejo y en el de los demás
camaradas. Todo esto me ha despertado de fantasías y quimeras que, en otras épocas, me
hacían andar a ciegas, con su opio. Paree que, tal vez, me hayan forjado un
temperamento, dizque revolucionario. He oído también vociferar por ahí a señores
apáticos, con sus inconsecuencias—quienes dicen que el revolucionario odia al rico por
envidia y despecho de no tener riqueza. Este concepto es falso. Yo contesto a estos
señores que el revolucionario es el que trabaja y produce; el antirrevolucionario es el
ocioso parásito que no produce.

Nadie odiaría a los ricos, si en este mundo la clase trabajadora viviera feliz, sin opresión ni
miseria. Vemos, entonces, que el rico no trabaja; el pobre si lo hace. ¿Y por qué no se
enriquece? Por el sistema en que vive, que deslinda dos clases. ¿Qué es lo que le pasa al
trabajador? Aspira, con su trabajo, a mejorar sus condiciones de vida y las de su familia. El
rico solo ambiciona, con fiebre de avaricia, el acumulamiento, hasta llegar al crimen de
racionar a su familia, para no ver disminuidas sus talegas de pesos. Por esta causa hay
revolucionarios.

Tenemos dos tipos de ricos: uno que por su cultura ha comprendido el mal que hace a la
colectividad acaparando y estancando la circulación del dinero, y que sabe que el dinero
estancado gana menos; entonces, procura ensanchar la producción, poniendo en marcha
su capital acumulado. Estos son los ricos progresistas, padres de la revolución burguesa,
que la fomentaron y la llevaron a la práctica de lucha, por librarse de las trabas del
feudalismo. Después, con sed de mercados para expandir su producción y desarrollar su
expansionismo, proclaman una paz duradera que les asegure sus operaciones
comerciales, hasta llegar a la formación de la gran pirámide. Para defenderse formó su
Estado y el Ejército, al cual le paga, para que le cuide sus intereses. Y cómo este es un
comerciante audaz, de una técnica elevada—o sea el capitalismo moderno—es el amo y
señor que en sus puños tiene la dirección política y económica de los países. No hace más
que mandar a ciertos fieles, obedientes servidores militares, que le obedecen, como unos
mansos corderos.

Aquí está visto ya que no es la fuerza bruta, ni el arte militar, lo que hace el desarrollo y el
florecimiento industrial, ni el que da una independencia económica a un país. ¿Quién

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

realiza esto? Es la dirección técnica y disposición del capital, con refuerzo de los batallones
de obreros que llegan a dar la batalla del trabajo en sus fábricas. Estos se llaman ricos
progresistas y no se espantan, ni temen dar ciertas leyes de reforma, mejorando las
condiciones de vida de los trabajadores.

Creo que esos señores de la paz eterna en una planificación de su trabajo, si dan una vida
más humana a los que producen, vivirán algunos años más en su pedestal de oro,
dominando todos los mercados del mundo y aceleran a grandes torrentes la industria.
Pero si estos señores se olvidan que brazos humanos mueven las máquinas, o esclavos
modernos de fábrica se forman en el desarrollo de la industria misma, en el curso de la
paz, si estos señores no mejoran la vida de los parias de las fábricas, seguirán paros y
vendrá la formación de inevitables ejércitos revolucionarios, que dirán a los señores que
no oyen las necesidades del pueblo: ¡Gracias por sus servicios, señores! Nosotros
queremos vida, pan, trabajo, cultura y felicidad. Entonces el poder político y económico
del país anticuado, entraría a bailar la danza para su disolución, ¡para forjar uno mejor!

Hay otro tipo de rico. El rabioso, o sea, el avaro nefasto, fúnebre, de cerebro obcecado. O
sea, el tipo de conservador fiel y apasionado de las monarquías y las dictaduras fascistas.
A este le choca la palabra democracia y siempre le aconseja a los pueblos que no lean, que
es mejor rezar.

Esto, ¿por qué es? Es para explotar en una obediencia sumisa a los trabajadores, pero por
una gran virtud y un gran sentido de comprensión, ya nuestros pueblos trabajadores
modernos no rezan todos, sino que la mayoría lee. Quiere decir, que ya no hay esa
obediencia de siervos, y estos señores, cuando se ven perdidos, por la ilustración de los
pueblos mismos, recurren a determinados autómatas militares. Apelan a las armas y
plantan el aparato más aguerrido, criminal y sanguinario, haciendo en el pueblo pacífico
una horrible carnicería, para consolidar sus regímenes despóticos y estúpidos.

A este tipo de ricos les sirven un sinnúmero de intelectuales de tendencias nefastas: unos
conservadores, enamorados e ilusionados por llegar a poseer sus milloncitos de pesos, y
por la efímera ilusión se convierten en servidores del fascismo, aunque estos sean unos
pobres parias de oficinas que venden, nada más que sus pobre teas pensantes de sus
calenturientos cerebros, que se los exprimen para poder ordeñar sus ideas, y poder servir
mejor a sus amos.

¡Pobrecitos! Sé que trabajan por un pan para matar el hambre y por temor a la muerte.
Por eso defienden sus globudas barrigas, aunque tenemos algunos que ya parecen arcos
de violín paseantes. Por eso se distinguen en su servilismo lacayuno y viven agradecidos

156
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

eternamente al amo, que les da unas migajas de sus desperdicios. A estos tipos les llamo
típicos canes de la contrarrevolución.

Tenemos otra clase de intelectual: el neutral, que se presta como un comodino, a


diferentes maniobras. Unas veces se pone al servicio de las derechas, o sean los fascistas,
y cuando a éstos les ve perdidos, empieza a coquetear a las izquierdas, poniéndoseles al
servicio. Estas son las gentes que para donde el viento sopla, ahí van; pero siempre es
neutral. Es el tipo de conservador oportunista enmascarado. Unas veces esgrime el
lenguaje del jesuita y otras grita a voz en cuello, como un gran teorizante marxista. De
estos tenemos una regular plaga en todos los países.

Hay otro intelectual que no quiere conocer ni analizar las distintas capas de que está
compuesto el pueblo, y se hace un furibundo y rabioso sectario, que ataca a diestra y
siniestra, sin querer comprender que entre los católicos, hay progresistas y reaccionarios.
En el ejército hay militares demócratas y militares reaccionarios, anti-obreristas y el
intelectual que no hace esta distinción, se confunde y hace una confusión con los demás.

Tenemos intelectuales que son sinceros y que luchan en defensa de los pueblos y que
tienen una amplia visión política con la que captan los problemas del momento, y que, con
una dirección clara y sencilla, orientan a las masas con el arma de la teoría. Estos son los
intelectuales proletizados que anhelan el mejoramiento y engrandecimiento del pueblo.
Este es el intelectual de vanguardia, que no milita en el movimiento social, por ambiciones
bastardas, ni por tomar la dirección política del país, para ponerla al servicio de los
intereses creados. De estos intelectuales sinceros, tenemos algunos en nuestro
movimiento obrero que, aunque su descendencia es de origen privilegiado, ha hecho
grandes estudios en el marxismo y se ha sincerado con las masas y, todo su amor es
preparar dirigentes honrados, de la propia base del pueblo. A estos intelectuales,
debemos abrirles nuestros brazos. Estos maestros de los pueblos fueron Lenin, Marx y
Engels.

Tenemos un tipo de intelectual que es belicoso, de argumentaciones altaneras y


fanfarronas. Este tipo procura colocarse como un caudillo, por encima de los trabajadores,
siempre en su lucha por liquidar a los dirigentes que surgen de la clase trabajadora y
cuando le toca actuar en los movimientos sociales, es indisciplinado, porque se cree el
gran señor, o sea el cerebro mágico. A estos es muy fácil descubrirlos; en la práctica,
huyen de las primeras tareas, alaraquean y siempre, su vida, la dedican a desintegrar los
partidos y a dar por tierra con la disciplina. Exigen que los trabajadores se disciplinen a
ellos, pero no ellos a los trabajadores. Este es el tipo pedante del comunismo que se dice
gran teórico, pero que los trabajadores de alta comprensión, ya no les tienen aprecio.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Tenemos otra clase de intelectual que sólo procura rodearse de un gran sepulcro de libros
y prepararse con argumentaciones que son una ensalada rusa, para exhibirse en las
charlas públicas, como teóricos marxistas revolucionarios. Estos tipos no soportan trabajar
con las masas y quieren dirigir y dar consejos a los trabajadores a control remoto, desde
su sepulcro de libros.

Pretenden hacer una revolución de charla, dan direcciones como simples papagayos y, en
su pobre cerebro, no llevan más que vanas ilusiones, viéndose a través de su sombra en
las paredes y vitrinas, engreídos, creyéndose grandes revolucionarios. Pero a cien leguas
de distancia de los organismos revolucionarios. Estos son los payasos que pululan en las
fiestas sociales de los obreros. Son los revolucionarios que no ven la realidad de las cosas,
los revolucionarios de festines.

Tenemos también un intelectual que viene a militar en las agrupaciones obreras y


revolucionarios, con una demagogia muy fina, a veces con cara de optimista, triunfador de
un teórico-práctico marxista. Al principio demuestra desinterés y se sacrifica algo por los
obreros, para ganarse la confianza de estos y hacerles creer que es un verdadero
camarada. Pero cuando se ve que la masa está fanatizada por él, entonces empieza a
enterrar las uñas con los valores e intereses de los trabajadores, empieza a entrar en
componendas con capitalistas que pretenden liquidar las organizaciones. Estos
intelectuales vendidos, al servicio de la burguesía, empiezan a hacer uso de un malvado
sofismo y a sabotear la labor de las organizaciones, para que los trabajadores renieguen
por decepciones amargas. Este tipo de intelectual, saca por completo sus uñas y empieza
a hacer capital a costa de las organizaciones de obreros, hasta ser un millonario. Entonces,
este tipo queda completamente desenmascarado, su labor es la de un ser social
oportunista, burgués, traidor, enemigo de los intereses de las clases trabajadoras,
llegando, este bandido, hasta hacer sus cohechos más negros con los enemigos de las
organizaciones, poniéndose a su servicio, como el más vulgar y triste lacayo.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO XVII

Una noche de veinticuatro horas


El veintidós de enero de mil novecientos treinta y dos, una densa y espesa niebla
obscureció el sol, los campos y ciudades quedaron cubiertas de cenizas; el espacio parecía
una gran zaranda que tamizaba el esmeril. Todos estábamos temerosos de este
fenómeno. Fui al telégrafo a informarme de lo que pasaba y uno de los técnicos, que con
sus hilos y tos se relacionaban con los habitantes de toda la tierra, dijo a los preguntones
que estábamos agrupados en la sala de espera de la oficina.

-No hay ninguna novedad grave para nosotros, señores y señoras. Solo para los
guatemaltecos. Ha hecho erupción su volcán de Acatenango, lo único en que nos ha
perjudicado es en los potreros en donde pasta el ganado, porque están atascándose de
ceniza, y los animales perecerán de hambre.

-Yo siento eso—dije—por los que tienen ganado y que beben leche, pero yo que ni piojos
tengo en mi cabeza, cuantimás ganado, y que la leche solo la he bebido en los días de
fiesta. Mientras toda mi vida la he pasado tomando agua de carbón de café con piloncillo
negro. ¡Esto es cuando bien me va!

La tarde se fue despejando, ya los pajaritos empezaban a volar en aquellos parajes que
quedaron de un color pizarra. Yo me fui en busca de mis camaradas y no encontré a nadie,
solo al tal viejo cosa de horno.

Había llegado a esa ciudad por la madrugada en una expedición, para alertar a los
compañeros del lugar, de lo que pasaba. Llegué a donde estaba el viejo y lo envié en busca
de algunos, él me dejó en su cuarto tomando un poco de café, dejándome el diario latino
de esos días, para que me enterara de la captura de Martí Zapata y Luna, que apareció con
grandes títulos en la primera plana de dicho periódico.

Mientras él se marchó, yo me embebí en la información con mucha confianza, porque era


un viejo que había sido de nuestra unión. El viejo en vez de llamar a los compañeros, fue a
avisar a la policía, que en su casa había dejado a un comunista que trataba de hacer un
levantamiento en la ciudad. El viejo a su regreso me tocó a la puerta y al abrirla, me
tropecé con contingente de policía que me amenazaban con sus pistolas. Yo me rendí, me
esposaron y al marcharme, sólo le vi la cara al miserable judas del viejo traidor, cobarde.

Me llevó la policía frente a su jefe, el coronel Castellanos, quien me dijo:

159
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-¡Caíste en la trampa!, debías de trabajar, no andar metido en esas cosas.

-Sólo que fuera a hacerle una ramada a la laguna de Coatepeque, pudiera tener trabajo.
En ninguna parte se encuentra, los ricos han cerrado sus bolsas para darnos muerte—le
interpelé.

-¡Llévenlo a la penitenciaría!

Y así fue, me metieron en una ambulancia vieja, que con sus portezuelas flojas, en su
carrera trágica iba tragándose la ceniza de la calle.

En esta jornada me tocó como compañero de infortunio al joven sastre Víctor Rico, que
apenas se había casado con una guapa cipota llamada Cristina. Era tan hermosa que en
realidad invitaba a una luna de miel en el mar; pero el pobre camarada la fue a tener de
hiel en una bartolina; llegamos a la penitenciaría hechos unos cerdos irreconocibles, por la
suciedad de la ceniza, medio asfixiados.

-¿Y estos pájaros?—dijo un Capitán Guzmán, que tenía una cara de papa que hasta
escurría cold cream y que se cree un Huerin en su estúpido fanatismo por el fascismo—
¿por qué causa?

-Por lo mismo—le contestaron los policías.

-¡Ah, comunistas! zámpelos a la bartolina veintiuno.

-¿Cómo te llamas tú, soquete?—me preguntó.

-Wenceslao Solís.

-¿Y tú?—le preguntaron al compañero.

-Víctor Rico.

Así fuimos a parar con nuestro pobre cacaste a la celda. Esto significó para que el
contingente de camaradas que me esperaban en el cerro de Sinhuil, se abrieran brecha
para Honduras, al no ver mi regreso.

En estos días, la reacción de Santa Ana ya cuando vio al gobierno fascista consolidado,
recurrió a la provocación de ir a sacar a unos camaradas trabajadores del Molino de los
Álvarez, simulando un asalto de comunistas. Esto fue una treta para que nos fusilaran a
todos los que estábamos presos, y con pretexto masacrar al pueblo de Santa Ana.

Estos camaradas fueron los mártires inocentes por la salvaje maniobra de estas bestias,
los torturaron hasta romperles los huesos y llevados a nuestra celda y después los sacaron

160
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

nuevamente en estado agónico. Tres horas después fueron sacados y asesinados en el


camino, frente al edificio donde trabajaban. Ahí amanecieron estos compañeros y fueron
recogidos ya muy tarde, dejando que los vieran todos los transeúntes para que sirviera de
escarmiento y acobardar al pueblo, con esta treta de terror.

En esa misma noche llevaron a dos trabajadores del molino del los Álvarez, sus espaldas
iban deshechas por los azotes, sus dedos semi-destrozados, no puede saber sus nombres
por su gravedad.

Qué días y noches


¡Días y noches tan calurosos de ese febrero trágico!

Solo un robusto y solitario almendro me refrescaba y consolaba en mis penas amargas,


con el susurro de su ramaje. Hojas hermosas, verdes, ovaladas, algunas de color púrpura,
se desprendían de su copa para siempre; el sol las calcinaba y pulverizaba. Hojas que tal
vez en su susurro conversaban, pues nuestro querido almendro parecía sonreír algunas
veces, por el soplo de los vientos. Ahí un solitario y lúgubre cenzontle llegaba a regalarnos
con sus sentimentales trinos, pues quizá se trataba de algún huérfano pajarito, al que los
perversos le habían exterminado la familia.

En una de esas noches que pensé ver el último crepúsculo, y al escuchar al melancólico
pajarito, sentí rodar mis lágrimas, porque ese día me dieron la noticia de que el
inolvidable camarada Víctor Manuel Sierra había sido asesinado, dejando a cinco hijos
huérfanos, pues dos años antes había perdido a su compañera. Sufría cuando mi
imaginación veía desfilar a aquellos niños desamparados, largando las manos en las duras
puertas de los capitalistas. Llegaban noticias de los compañeros de lucha que sucumbían,
y eso me hacía sufrir.

Por esa noche fui sacado de mi celda por unos militares matones que mandaba el tirano
Martínez, en comisión por los departamentos, asesinando ciudadanos. El reloj marcaba las
diez de la noche, el viejecito alcaide, abría mi reja. Un capitán borracho que tenía cara de
monstruo, de los que caracteriza Bela Lugosi en sus películas de asusta niños, dijo:

-¡Que salga ese Solís al recinto!

Al presentarme y encararme a la bestia uniformada que al mismo tiempo me daba un


jalón, me dijo:

-¿Con qué vos sos uno de los bandidos de Joayuga?

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Yo no soy de ahí, soy de aquí, de Santa Ana—les contesté.

-¡No me mientas, bandido, que de ningún modo te escaparás! Dime la verdad o te rompo
esa trompa—dijo, estrellándome de un empujón contra la pared de la prisión.

-Si quiere creerlo, créalo.

-¿Con qué así me contestas?—aulló, propinándome golpes y puntapiés. Este esperaba que
yo me fuera encima de él, provocándome, para encontrar un motivo de liquidarme.

-Vea, alcalde, meta a ese jodido, bruto, a la bartolina, que a las dos de la mañana lo
tronamos—dijo dándome un enorme empujón hacia adentro de la celda. El pelotón de
soldados que lo acompañaba se rieron idiotamente, cuando me vieron virar de bruces al
calabozo. Vea alcalde—que no se le olvide que en la madrugada nos vamos a tirar a ese
indio—y se marcharon.

Al verme solo, el viejecito alcaide, que era Don Rafaelito, se acercó y me dijo:

-Hay que pedirle a Dios paciencia, hijo mío, porque así se exhiben esos bandidos con los
humildes e indefensos.

Este buen viejo era humano, me ayudó mucho en mi prisión. Todos los días me llevaba
una naranja y una botella de ponche de leche, que me mandaba nuestra nanita, Engracia
Luna, una viejecita de noventa y ocho años de edad, que vendía cremas y leche en el
mercado de la ciudad. Ella tenía una gran conciencia de clase, y un optimismo superior a
cualquier muchacha de veinte años. Era una gran mujer, batalladora y de lucha, no porque
me mandara el ponche, sino por su gran valor e ideas que tenía. Una vez me dijo:

-Ve, hijito, hay que luchar y organizar hasta el último pobre y ya todos bien unidos, entrar
en una batalla para poner un gobierno único, que sea del pueblo. Sólo así se podrá
mejorar la vida de toda la gente que trabaja; ya no habrá tantas enfermedades por causa
del hambre pues estos gobiernos que tenemos, sólo tratan de enriquecerse a costa de la
miseria de nosotros.

-Tiene razón, Nana Engracia—le contesté—todo eso que usted me ha dicho, es la verdad.
Yo reconozco en usted que es una gran visionaria, que enfoca bien el problema que
origina la miseria. ¡Lucharemos, Nana Engracia, hasta Triunfar!

Todo esto recordaba en mi prisión. Gracias a esta santa viejecita, no me mataron de


hambre, ni me hice tuberculoso, pues en dicha prisión no nos daban alimentos.
Estábamos incomunicados, valían más los criminales que nosotros, pues ellos disfrutaban
de más atenciones.

162
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Esa noche de mi sentencia de tronarme, me pasé la noche paseándome de una tirita del
rincón, pues la celda se encontraba llena de camaradas que con voz queda me decían:

- ¡Valor, camarada, valor! Hay que enseñar a estos desgraciados cobardes como se
mueren los hombres.

Y yo medité para mí, está bien lo que me dicen, porque me dan valor. Pero yo no he
venido a enseñar a morir a nadie, amo la vida y me siento feliz viviéndola, pues sólo con
ella puedo resolver las cosas que ansío. Al enemigo no hay que ponerle la nuca nunca para
que nos la corten, la revolución no es suicidio, significa vida y necesita de las existencias
humanas, para triunfar.

En aquella noche no pude dormir nada. Mi pena y mi situación débil, por falta de
alimentos, me había transformado en un cobarde. En mi pobre cerebro no dejaba un
instante de pensar un mundo de cosas, el golpear del péndulo de ese maldito reloj, que
marcaba los últimos momentos de mi existencia, me chocaba y me amargaba el paladar.

Cuando sonaron las dos campanadas de la mañana, oí el movimiento de soldados en la


cuadra y ruidos cuando abrieron la muralla para que entrara el camión que nos tenía que
conducir a nuestro patíbulo. Llegó el pelotón de soldados con su jefe y el alcalde a
sacarme de mi celda.

-¡Qué salga ese Solís!

Al oír esto, sentí una flojedad en todo mi sistema nervioso. Mis piernas parecían que no
me podían sostener. Al salir me amarraron con las manos hacia atrás y me empujaron
hacia adelante los soldados. La madrugada estaba tibia, pero yo sentía un frío penetrante.
Me aventaron al camión, así como se arroja a un puerco.

-¿A dónde?—preguntó el soldado chofer.

-A Zacarías.

Empezó el ruido del motor. En el camión nos juntamos nueve compañeros que partimos
por toda la ciudad en aquel viejo camión, hasta el pie del peñón Santa Lucía o sea,
Zacarías. En este sitio se encuentra una escuela de policía y estos, con presos, hicieron
unas sepulturas de tres metros de profundidad. Cuando llegamos, dijo un militar:

-No, la orden—dijo el otro—es que queden repartidos. Cinco en una y cuatro en otra.

Y así fue. Formaron a los primeros cinco compañeros, pegados al peñón. Entre ellos iba un
pobre soldado al que habían calumniado de comunista. Este pobre hombre suplicaba por

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

el amor de Dios y de sus hijos, que él era inocente y que lo perdonaran, que no quería
dejar a sus hijos solos, para sufrir.

-¡Somos inocentes, mi capitán!—decían aquellos pobres camaradas, que no querían morir


injustamente.

Pero los verdugos dijeron:

-¡Preparen armas… apunten… fuego!

Los vi doblarse con sus pechos destrozados, borbotando sangre, débiles quejidos,
estertores del duro dolor de la muerte.

Los canallas déspotas dijeron:

-Ahora estos—y se dirigieron a nosotros cuatro.

Yo me sentí helado, con un temblor terrible, completamente aturdido y sordo. Mis pies
me flaqueaban, no quería morir tan joven.

En esos instantes se presentó otro individuo militar, en una moto:

-Dice mi General que se suspenda el fusilamiento.

-Ve—dijo el tal capitán—ya los empezamos, y debemos liquidarlos. Ya esta orden ha


venido tarde. Nos los echaremos a todos para no venir de oquis.

-Si ustedes se hacen cargo de no obedecer la contra orden ¡fusílenlos! Pero yo ya cumplí
con mi misión y me presentaré ante mi General a darle parte de que cumplí.

-Anda, y le dices que cuando llegaste, ya todos estaban liquidados.

-Yo no puedo mentir, informaré como han sucedido las cosas.

Le firmaron unos papeles y aquel desapareció en su loca motocicleta.

-Que les valga el santo, en que su madre los ha parido, pero no crean que se escapan,
cualquier día de estos al llover, se mojan.

Agarrándonos a golpes y empujones, nos subieron de nuevo al camión. Y otra vez al


cuartel. En ese regreso, llevaba un frío terrible, impresionado de los compañeros que
sucumbieron injustamente. En el camino vi la movilización de pelotones, policías y
guardias que patrullaban las calles de la ciudad, sembrando el terror. Aquella madrugada
todo era tristeza, todo era fúnebre, todo era muerte. Las estrellas se deslizaban,

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

perdiéndose en el firmamento, temerosas de las injusticias. Los árboles en una quietud.


Todo era fijo. Ni una brisa.

En la prisión me encerraron en otra celda, en unión de cuarenta campesinos. Yo iba hecho


polvo. En un rinconcito puede descansar algunos minutos, y ahí tuve uno de los sueños
más sublimes de mi vida. Soñé que me encontraba en la U.R.S.S., en el gran teatro de
Moscú y que una camarada bailarina se me acercaba y me estrechaba contra su pecho y
oprimía con sus blancas manos, mi inquieto corazón. Al despertarme de aquel sueño
agradable, que fue ocasionado por el camarada Emilio Moreira, quien me reconoció
cuando yo dormía y me oprimía con sus dedos el pecho, para despertarme. Al vernos nos
dimos un abrazo efusivo, pero no pudimos conversar por la vigilancia estricta que
teníamos. No nos permitían hablar, ni bañarnos, ni cortar el pelo. Parecíamos salvajes y
leprosos que nos aislaban de los demás.

Por fin un día de esos en que estaba con mis compañeros de infortunio, fui llamado a la
reja por un teniente de guarnición nuestro y me dijo.

-El amigo Mata me contó que te encontrabas aquí y por eso vine a verte. Allá andan locos
buscándote y han hecho unas matazones espantosas. Tu nene Douglas está bien, sólo la
madre se ha encamado con el coronel Chacón y le dicen al chico que tú no eres su padre,
sino es hijo de un perro.

-Mejor, hermano, que pase eso, así quedo libre, sin estorbos. Tu di que tuviste informes
de que me mataron en las trifulcas del Anonal y que entre los cadáveres fui identificado.

-Así lo haré hermano, y me alegro que no te haya pasado nada.

-Cuidado con chistar—le dije—no tengas pena, que somos hombres y en el mismo camino
andamos.

-Bueno, adiós—y me dio un apretón de manos, que noté era cordial.

Por las noches, los payasos jefecitos de ese cuartel nos emplazaban las ametralladoras en
las puertas de nuestras bartolinas, amenazándonos. En una de éstas, pasó el amigo y me
dejó un papel en donde me informaba de Ahuachapán y de otros compañeros que
asesinaron, entre ellos al obrero albañil, Felícito Paniagua. Lo amarraron de piernas y
brazos en una camilla y con la bayoneta de un fusil, le fueron pinchando el cráneo hasta
hacerle verter los sesos. Una de las muertes más salvajes.

También me informaron que cuarenta camaradas campesinos del Cerro Blanco fueron
atados de las manos y lanzados a los Ausoles, que son respiraderos volcánicos, o sea,
pozos de materias azufrosas hirvientes. Aquellos valientes compañeros gritaban en las

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

noches, en donde una luna neblinosa fue testigo de este cobarde crimen y de lo que
decían:

-Mejor fusílenlos.

-Pero no nos arrojen allí. ¡Como quieran, mátennos!

Pero entre ellos había unos valientes campesinos que gritaron: ¡La muerte no nos asusta!
¡Desgraciados perros, cobardes! ¡VIVA EL SOCORRO ROJO INTERNACIONAL! Y antes de
que fueran lanzados, ellos se lanzaron. El lodo hirviente, azufroso, envolvió sus indefensos
cuerpos y ahogaba aquellos gritos desgarradores, mientras los ojos de nuestros
inolvidables compañeros, estallaban como morteros.

Los canallas asesinos celebraban esta criminal escena con carcajadas estrepitosas y con el
empinar de unas botellas, alejándose como la sombra inmunda, criminal y vociferando
con su saña de bandidos, que habían economizado balas.

Pasaba esas tardes de amargas noticias y duros recuerdos. Mis ojos solo contemplaban un
pedacito de cielo y el verdor del amigo almendro y el amigo cenzontle, que nos daba sus
trinos. Esto me evocaba recuerdos de mi infancia que me enseñó la belleza del mundo y
aunque se sufra, vale la pena de vivir para luchar. Comprendo que las únicas rémoras,
estorbos que amargan la vida de los pueblos y destruyen su belleza. Son esos ambiciosos
avaros, politicoides que no tienen más mira que gobernar a los pueblos para oprimirlos y
saquearlos con su estúpida política de rapiña; pero ya a estos tíos se les va llegando su fin.
Si el diablo existe y se los lleva, quedarán como unas tristes mulas muertas, patas arriba y
con los dientes pelados, riéndose con la luna. Así como Benito Mussolini.

Estos que no saben de la belleza de las cosas y de la vida, pues sólo tienen en sus
inmundos hocicos aquella expresión: ¡Me están robando! A esos descamisados
comunistas hay que matarlos para que no se levanten, y llevan grandes talegos de plata a
los comandantes militares de los Departamentos y de los pueblos, para que asesinaran
hasta el último trabajador. A esto ellos le llaman limpia. Pero alguien dijo: con la vara que
mides, algún día seréis medido.

Entre estas meditaciones, vino un día feliz. Se acercó el buen alcalde y nos dijo:

-He conseguido que se puedan bañar, pero de uno en uno, y también les cortarán el pelo.

Me hicieron pasar a la regadera, allá como a las diez de la mañana, que el agua estaba
fresca y sabrosa. ¡Teníamos varios meses que no se nos permitía esto! Me encontraba en
lo mejor de refrescar mi pobre anemia, por tanto día de hambre, cuando me
interrumpieron:

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Ese Solís, que salga pronto.

Cuando salí del baño al patio de la prisión, tenían formados a todos mis compañeros
pasando lista. El camarada Monroy me dijo en voz baja:

-¡Apúrate hermano, ahora quizás nos truenan! Nos van a llevar a quien sabe dónde.

Se aparecieron ante nosotros el General Valdés, el juez, el comandante y otros.

-¿Son estos?—preguntaron los vejetes.

-Sí señor—dijo el alcalde.

Dieron la vuelta los invulnerables Dioses de Pinabete y prontamente nos hicieron pasar a
la capitanía, donde nos dieron una advertencia: --Se les va a dar libertad, pero cuidado con
andar metidos en sociedades y organizaciones de ninguna clase, ni andar metidos de
comunistas, ni sindicaleros. Si hoy les perdonamos la vida, en otra vez los tronamos
rápidamente. Esto fue todo y después nos hicieron firmar el célebre papel, en donde se
leían letras que decían: ¡JURO NO SER COMUNISTA! Con esto piensan estos imbéciles
resolver los problemas sociales y liquidar las ideas—dije para mí—están equivocados.

El capitán jamón dijo: "Están libres, pueden retirarse".

Salimos todos aturdidos, sin saber adónde ir. Entre veces creí que fuera un sueño mi
libertad. Me mordía la piel para ver si esto era realidad. Me fui triste porque quedaban
más compañeros en la prisión. Lo único que me consolaba era que el viejecito alcalde me
dijo que nos iban a liberar a todos. El camarada Monroy, ya fuera del cuartel, en el campo,
nos invitó a tomar una cerveza, pues tenía un billete de a diez pesos para festejar nuestra
libertad.

-Yo—le dije—gracias camaradas, hay que despedirnos y desaparecernos lo más pronto


posible, porque puede haber contraorden.

Monroy, riéndose a carcajadas con otros compañeros, se burlaron de mí y me dijeron que


llevaba delirio de persecución.

-Cierto, compañeros, llevo miedo y no me creo libre y hay que defender nuestra vida,
porque no es cola de iguana, ni pata de cangrejo. Las cosas no andan muy bien. En fin,
camaradas, sigan su camino y que sean felices.

Me perdí entre los jacales, y unas tabiqueras, buscando los montes. Ya cuando me había
alejado unas cuadras, oí muchas detonaciones de disparos, que me impulsaron más a irme
con veloz prontitud.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO XVIII

Un año en un subterráneo
Después de pasar tantos días de persecución por los montes, alimentándome de hojas,
frutitas y agua, porque me era muy difícil entrar a la ciudad o salir del país, pues la
movilización y vigilancia de los fascistas era enorme. En esa época a veces buscaba la casa
de un amigo y éste, temeroso de ser denunciado, me despedía de su casa. En fin, ningún
amigo de los que conocía, quería tener relaciones conmigo, parecía ser un leproso. Pero
mis convicciones fuertes me alentaban y me sentía cada día con más ánimo y optimismo
de pasar esas dificultades, porque sé que mi causa es justa y de seguro triunfará algún día.

Al fin decidí salir de mi escondite y vi en un riachuelo a una señora que lavaba sus ropitas.
Al acercarme a ella y decirle: Buenas tardes señora, ya termina usted su trabajo. Ella al
oírme y verme, se sorprendió, porque no me conocía y por el estado en que me
encontraba. Parecía haber salido de un sepulcro y entrecortada me contestó:

-Buenas tardes, joven. ¿Qué desea usted?

-Pido de usted un favor. ¡Obséquieme un poquito de café! Pues había visto en su


fogoncito unos cuantos guineos majonchos asándose y un enorme batidor de café, que
respingaba en su hervor que esparcía su aroma.

-Sí, con mucho gusto joven. Para eso estamos, para ayudarnos unos a los otros en lo que
podamos.

Y muy presta, me sirvió un gran cajete de barro, rebasando el delicioso café y dándome
unos cuantos guineos. Me senté en una piedra que quedaba al lado de ella. Al verme,
encendida de curiosidad, viendo a todas partes, me preguntó:

-¿De dónde viene? ¿Qué le ha pasado a usted, que le miro intranquilo?

-De ninguna parte—le contesté.

-Me permite que le pregunte a usted si tiene mucha familia, ¿acaso tiene muchos niños?

-Sí, tengo una familia muy grande, y niños también. Mientras escapaba una mirada hacia
ciertas partes, parecía tenerme recelo.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Dispénseme lo que le voy a decir señora. Vea, ya estoy cansado de esta vida. Soy un
comunista y de seguro la persona que me entregue a ellos, le darán una buena
gratificación y eso quiero que sea para usted, para que así pueda mejorarse en algo y a su
familia. Eso le dije yo, como una treta, para saber que conciencia tenía.

-Vea joven, para esa clase de negocios, yo no tengo corazón, para eso se necesita tener
alma de bandido, y en vez de que usted pretenda entregarse a esos canallas, mejor le
aconsejo que tenga una poquita de paciencia y que en breve, todo esto pasará. Tenga
calma, yo simpatizo con los comunistas, porque sé que los comunistas tienen un gran
corazón y ellos luchan y se sacrifican en bien de nosotros, los pobres. Mientras que a estos
bandidos militares yo los odio y vivo pidiendo a Dios y a la Virgen, que a ese bandido de
Maximiliano Hernández Martínez y a sus secuaces les debo ver el fin.

Al saber aquella expresión ferviente de una mujer proletaria, noté su sinceridad y siguió
diciéndome:

-Vea, voy a procurar hablar con unos amigos, para ayudarle. Yo iré a mi casa a dejar la
ropa y volveré. Usted se esconde y cuando me vea sale y me habla.

-Sí—le contesté—estoy muy agradecido de su amabilidad compañera. Me marcharé por


ahí y esperaré hasta que regrese. Ella se me quedó observando de arriba abajo.

-Vea—me dijo—usted lleva su ropa muy sucia. Si quiere se la enjuago.

-No se puede—le dije—porque no tengo otra.

-Ahí hay un canal—me dijo señalando—se mete y me la da. Yo se la lavo rápidamente, el


sol está fuerte y se secará pronto.

Me fui al canal. En él corría un agua cristalina que servía para regar los potreros de los
latifundistas Escalón y Belismelis. Ahí me metí a flotar. Me sentía un poco fortalecido con
la humilde comida que la compañera me compartió. Aquella mujer era de cuerpo delgado,
muy ágil. En dos por tres me lavó mis hilachos y a la hora y media, ya estaban secos.
Cuando llegué mudado frente a ella:

-Vea—me dijo—si a nosotros nos han pasado cosas graves. Ya merito mataban a mi
marido esos léperos. Si no andamos listos, lo matan y por eso los odio, porque mi marido
es un santo hombre, que con nadie se mete. No tiene vicio ninguno, es trabajador y un
buen albañil y por eso considero su caso.

-¡Sí! –le dije—muchas gracias.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Me voy ya—liando su tanate de ropa—para regresar con mis amigos, para hablar con
usted.

-Aquí la esperaré, procure que no vengan muchas personas. Le ayudé a levantar su carga
de ropa hacia la cabeza y se marchó. Vi a aquella flaca Maruca retirarse como una flecha
por aquella vereda.

El día agonizaba, el sol descendía. La vegetación estaba marchita, calcinada por el estío.
Varios montículos verdes se veían en el campo, bandadas de pájaros, niños que nadaban
en las aguas frescas del estanque de Sapoapa, se iban yendo en pacotillas. Grupos de
lavanderas desfilaban por las veredas con sus enormes tanates de ropas blancas,
absorbidas en sus conversaciones familiares. El crepúsculo invadió, apuñalando los
campos con sus celajes color de fuego. Las avecitas retornaban a sus nidos.

Una miserable y derruida fábrica de alcohol, o veneno del pueblo, borbotaba negras
nubes de humo en su vieja chimenea. La noche invadía. Al curso de algunas horas, yo
estaba de vigía en un lugar estratégico, esperando, dispuesto a que si ella no venía dentro
de media hora, ya no me iría a la cúspide del cerrito de Tecana, sino que tomaría otra
parte por refugio. Después de estas reflexiones, desde mi sitio, contemplaba la ciudad y
todos los caminos, para ver qué clase de bichos iban a mi lugar. Al fin, tiñendo ya la noche,
todo lo que se veía eran siluetas de color carbón. Vi descender a tres personas por una
pendiente. Dos mujeres y un hombre. Procuré acercarme cautelosamente a ellos y vi que
era la compañera Maruca. Al ver que no me habían observado, les dije:

-Aquí estoy, señora María. ¿A mí me buscan?

-Sí—me dijo acercándose—aquí está el compañero—les dijo a sus amigos al


presentármelos. Ya al frente de ellos reconocí a mi amigo de infancia Salvador Quevedo.

-¡Hola hermano! –me dijo con toda emoción, dándome un abrazo fuerte y apretado. –
Nunca pensé en mi vida que nos hubiéramos vuelto a juntar, pues te creíamos muerto. Vi
a tu mamá y ella me dijo que habías muerto. Leí tus artículos que publicabas en el
seminario "Idea libre" y al pobre director de ese periódico, lo fusilaron.

-Sí, hermano. Yo me he escapado no sé ni cómo.

-Vean—dijo la camarada María—en la tardanza está el peligro. Vamos al grano, el


compañero necesita que lo ayudemos. Un lugar donde pueda acomodarse.

-Y démonos prisa, porque estos malvados andan como sabandijas, por arriba y abajo—dijo
Julia, la esposa de mi amigo Salvador.

170
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Bueno, que se vaya con nosotros a nuestra casa y ahí hacemos un sótano para que él se
esconda, mientras esto se sosiega.

-Si ustedes me prometen ayudarme y no delatarme, ni entregarme, yo acepto con gusto


su protección.

-Nosotros—dijeron María y Julia—tenemos nuestros hijos y estamos dispuestas a


ayudarle, porque el que siembra buenas acciones en esta vida, nuestros hijos las
cosechan. Por eso estamos dispuestas a ayudarle, ya que se trata de un buen compañero,
que no debemos dejar perecer nunca.

-Y tenga confianza en nosotros—me dijo el camarada Salvador—y me marché con ellos.

Así fue ya en la casa de estos, donde improvisamos un sótano en donde pasé un año, solo
así pude tener un poco de tranquilidad. En ese lugar me puede poner en contacto con mi
madre. Por medio de ella y algunos amigos logré conseguir algunos centavos para
comprar las herramientas necesarias. Ahí fabricaba juguetes livianos para niños y una
serie de trabajos artísticos. Sólo así pude defenderme y economizar algunos centavos en
aquel subterráneo, porque la situación era difícil para obtener mi libertad.

Iban y venían amnistías que no eran más que una treta para capturar camaradas y
asesinarlos, yo nunca creí en ninguna. Los compañeros que fueron víctimas de estos
engaños fueron Abraham Campos, carpintero de Ahuachapán; Dagoberto Contreras,
zapatero de Sonsonate y así por el estilo. Muchos compañeros fueron asesinados
alevosamente, con el arma vil de la amnistía. Cuando veía estos decretos en los
periódicos, me sonreía y decía a mis amigos: este anzuelo no me lo trago yo, sólo se lo
puede tragar la vieja madre de Martínez que los parió. Las noches eran los únicos
instantes que aprovechaba para tomar aire y divertirme con las estrellas, muchas veces
absorto en pequeñas meditaciones astronómicas, por la represión de estos bárbaros que
me habían convertido en un búho humano y sólo disfrutaba de la obscuridad.

En una noche silenciosa de esas oí un grito desgarrador de mujer y un ruido sordo como
golpe, producido en la tierra despertó mi curiosidad. Aquello me impulsó para ir a ver por
una cerca cubierta de hiedras, para saber de qué se trataba. Vi que en una casa, enfrente
de la calle, estaba abierta una humilde vivienda y se encontraba un grupo de guardias
cívicos, alumbrando con sus lámparas. Así pude ver el cuerpo de un hombre tirado en el
andén, manando cantidad de sangre de su cráneo. Salió su esposa en traje de Eva a tirarse
sobre el cuerpo de su compañero y le decía a gritos:

-¡Maridito mío, papacito! ¡Te han asesinado, estos canallas bandidos! –gritaba aquella
mujer desesperada y lloraba con ataques histéricos y gritándoles a los fascistas en su

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

propia cara— ¡Asesinos, cobardes, canallas, bandidos malditos! ¡Espero en Dios que así lo
harán con ustedes!

Y el grupo de monstruos de los señores cívicos, implantadores del nuevo orden, sólo se
sonreían y se secreteaban. Uno de ellos tomó a la pobre e indefensa mujer del cabello y la
llevó arrastrando, golpeándola, hasta el interior de una casa, donde se oían quejidos y
gritos. Yo en esos momentos me sentía impulsado a entrar en pelea con esos
energúmenos; pero no sé cómo pude serenarme y contenerme, reflexionando que ellos
eran cuarenta individuos armados con fusiles y municiones y sólo podría presentarme
ante ellos para hacerme víctima.

Sería como la una de la mañana cuando llegó un camión a recoger los cadáveres. Los
cínicos se marcharon satisfechos, charlando de su obra. El cuarto del obrero quedó
obscuro con su puerta abierta de par en par.

Esa noche no pude dormir absolutamente nada. Me revolcaba en una irritación terrible en
mi humilde cama y en mi cerebro, se me agolpaban un mil de ideas, con sed de vengar
esas injusticias. Pero me desvanecía al verme solo y desarmado.

Al día siguiente tuve la noticia. Se trataba de un camarada zapatero que ganaba sus
centavos reparando calzado. En esa noche estaba en una situación difícil, porque su mujer
había dado a luz un niño un día antes. Él no tenía para los alimentos de su esposa y había
que ganarlos, entonces dispuso reparar una zapatilla de una vecina y encendió una
candelita de gas pobre, y por más que trató de tapar las cerraduras, se escapaban siempre
unos rayos de luz por arriba del techo. Él se puso a trabajar.

Por las calles patrullaban las hordas de los cívicos fascistas en busca de casas que tuvieran
luz y gente que estuviera despierta. Cuando pasaron por la calle del compañero zapatero,
desgraciadamente, vieron las tiritas de luz y se agolparon todos, y con hachas golpearon la
puerta y sacaron a jalones al pobre camarada obrero. Al pobre obrero que por su pobreza
y enfermedad de su compañera, se vio obligado a trabajar.

-¿Qué no sabe cerdo, bruto que está prohibido tener luz? –Le decía un jefe gordinflón—
¿o eres un comunista bandido que no respetas y obedeces los decretos? ¡Para que
respetes! ¡Perro desgraciado! –dándole un culatazo con fusil abierto, en la cabeza,
derrumbándolo por tierra.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Por el mortal golpe le saltaron un ojo, que unos vecinos encontraron arrojado bajo el
andén al día siguiente. Así liquidaron a esa pobre familia, por el único delito de tener luz y
trabajar por su pan.

Esta fue la obra del fascismo en nuestro país, de destruir vidas y de sembrar luto y dolor,
pues el fascismo antes de ensangrentar a Europa, ha ensangrentado a nuestra América,
que nos deja duras y amargas experiencias. Hay que combatir a estos canallas en
cualquier parte del mundo en que se encuentren.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

CAPÍTULO XIX

En mi encierro obtuve muchas informaciones, unas veces por amigos y otras por
periódicos.

Un día de aquellos un camarada me contó que las bombas que con tanta alharaca fueron
arrojadas en el lago de Ilopango, por los viejos generales Martinistas, que no fue más que
una treta para someter a los camaradas Agustín Farabundo, Alfonso Luna y a Mario Zapata
a un consejo militar para darle justificación a un proceso de calumnias, en contra de los
compañeros. Todo para que la opinión pública razonara a favor del gobierno.

Yo conocí al camarada Agustín Martí y muchas veces traté con él. Era un revolucionario
auténtico, no un terrorista, quienes pretendían exhibirlo así, se equivocan. Martí sólo
pensaba en la revolución, en su cerebro no llevaba más que la revolución. Martí no era un
político, era un hombre franco y sincero. Siempre atacaba al enemigo frente a frente;
mientras el enemigo se distinguía en ser el más ruin, traicionero, alevoso, al fin
corrompido y más rancio del profesionalismo político oportunista burgués. Era un
organizador, lo que no le permitió ver realizados sus planes fue que en él, los
reaccionarios centralizaron todo su aparato de persecución y espionaje.

El camarada Martí no tuvo reposo ni un momento en su vida, a veces en la cárcel, a veces


en el destierro, a veces en una vida ilegal en los campos. Cuando Martí se perdía de los
ojos sabuesos, estos no paraban un momento, buscándolo. Cuando los ricos sabían que
Martí estaba libre, se les paraban los pelos de punta y pronto acudían a los jefes de la
policía, a ofrecer dinero para que lo capturaran.

Cuando los camaradas Martí, Luna y Zapata fueron fusilados por la camarilla de asesinos
Martinistas, todos los ricos dieron grandes sumas de dinero para presionar y que no
indultaran a los reos.

El camarada Martí fue el orientador y que nos puso en contacto con el gran país del
socialismo de Lenin y de Stalin. Martí fue el que nos dio enseñanzas marxistas y fue el
fundador del SOCORRO INTERNACIONAL en nuestro país. Por medio de él se invitó
fraternalmente al partido comunista mexicano a nuestra Conferencia Nacional, que se
celebró en nuestro país.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Martí nos explicaba la manera de cómo transformar los sindicatos amarillos en


revolucionarios. Tenía una conducta firme y definida de un revolucionario en la línea
política de su tiempo de la internacional comunista.

En esa época el camarada Alfonso Luna era un joven estudiante bachiller pasante, de una
inteligencia basta y clara, muy culto y sincero con los trabajadores de su causa. Un gran
orientador, siempre nos obsequiaba con sus formidables conferencias; era un camarada
ameno, sencillo y sincero.

El camarada Mario Zapata, aunque no lo conocí, por lo que me contaban de su actuación


edificante en nuestro partido y en el movimiento revolucionario de nuestro país, era un
notable joven talentoso y sincero de nuestra causa, organizador y orientador.

Fue una lástima haber perdido a estos camaradas que eran una promesa del futuro. En fin,
nuestros camaradas dirigentes han sucumbido de frente, de pie, erguidos como unos
dignos y sinceros comunistas luchadores por la causa de los oprimidos. Han sucumbido
como auténticos valores revolucionarios.

¡Ellos no han muerto, viven y vivirán en el corazón de los pueblos que sufren y luchan!
¡Ellos serán nuestra bandera de lucha y liberación! ¡Ellos nos han dado un gran ejemplo de
cómo ser revolucionarios! A pesar de que fueron de familias acomodadas, despreciaron
sus hogares abundantes, para sumarse a las filas de los trabajadores y del pueblo en
general, luchando codo a codo en contra del poder burgués y el imperialismo.

¡Que nos sirva de ejemplo a todos los desheredados que vivimos debajo de la explotación
del hombre por el hombre!

¡Tomemos sus enseñanzas y sus militancias revolucionarias, de hombres sinceros que


levantaron en lo alto el nombre más digno de nuestros pueblos, interpretando la
revolución de clase!

Camaradas amigos y enemigos, al decidirme a escribir mi libro, lo hice con el único fin de
exponer en él todo lo que he sufrido y he visto en mis años de vida. Tal vez a mi libro no lo
han de querer llamar libro los altos valores intelectuales, por haber en él un mundo de
errores y carecer de un valor literario. Lo que me impulsó a escribirlo fue el leer las raíces
históricas del libro que nos explica, con tanta claridad, el camarada y escritor Ilin. En su
libro "Negro sobre Blanco", donde nos narra del primer libro viviente que inventaba
cuentos y fantasías y que se aprendería de memoria, la Ilíada y la Odisea de Homero, para
distraer y hacer amenas las reuniones de sus amos. También nos describe los primeros
libros grabados en piedra y en arcilla. Enseguida vino el uso de los pergaminos, o sea la
piel de animales salvajes cazados por nuestros primitivos, para la formación de escritos.

175
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

El gran camarada Ilin, destacado escritor soviético, conocido mundialmente, también nos
ha descrito el origen del idioma, en su libro que versa sobre la evolución de la humanidad.
En como el hombre llegó a ser gigante, describiendo ahí la vida animal del hombre,
surgiendo por el curso de los tiempos, el idioma, y elevándolo a la categoría de gente. Así
fue como pudo tener el hombre el uso de un lenguaje e inteligencia, que día a día ha
venido organizando todo lo del Universo, con el reconocimiento de un nombre propio a
todas las cosas. Ya por este conocimiento se han venido organizando los seres en grandes
colectividades—es decir—dejando atrás ese pasado del animal donde solo se oían gritos
incoherentes, mugidos, berrear y ladrar cual bestias salvajes. Ilin describe con tanta
sencillez la evolución de la especie humana, donde el hombre se ha visto obligado, por sus
necesidades biológicas, a enriquecer su lenguaje con idiomas perfectos. Ya con este
conocimiento que le ha impulsado las necesidades del trabajo para superarse e imponerse
a la naturaleza, partiendo de los factores importantes que hay en ella, para realizar su
obra. El estudia la naturaleza que lo rodea, adquiere de ella grandes conocimientos y ricas
experiencias en el trabajo de su acción práctica. Por eso Marx dice: "El hombre se impone
ante la naturaleza por sus conocimientos y experiencias y sus instrumentos modernos de
trabajo."

¿Por qué lo hace? Para obtener sus medios de vida, para vivir y desarrollarse mejor. Para
obtener la producción, que son provisiones materiales. ¿Cómo obtiene el hombre esta
producción? ¿Será por maná del cielo? No, es por su trabajo, que son fuerzas efectivas de
producción. ¿Qué surge de esas fuerzas? Es una producción real, que significa riqueza.
¿Qué es lo que surge de esa producción? Las relaciones sociales de la producción.

¿Qué pasa cuando todos los medios de trabajo están en poder del hombre que trabaja?

Es él su legítimo dueño, que tiene amplios derechos de disfrutarlos y esto significa para el
hombre, su libertad y su independencia económica. Pero, ¿qué vemos en los países
capitalistas, en donde los medios de producción están en poder de los viejos tipos
feudales y pre capitalistas?

¡He ahí! El hombre no es más que un simple autómata esclavizado en su miseria, pues lo
han despojado de sus medios. Trabaja y trabaja y no sabe para quién, y si hay algunos que
lo comprenden, cierran los ojos ante la realidad. Bajan la frente y son unos incapaces de
luchar por su independencia de hombres, para no ser uno de esos que agachan la cabeza.
He escrito mi libro y he luchado toda mi vida, por lo que estoy satisfecho.

¡Gracias a los chinos que inventaron el papel! ¡Gracias a Juan Gutenberg, que nos dio la
imprenta! ¡Gracias a los hombres que han luchado en su constante superación, por ayudar
a la revolución de la humanidad!

176
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Si no hubiese sido por este proceso de dejar atrás ese pasado de la vida animal, me
hubiera visto obligado a despellejar a unas cuantas vacas burguesas, que viajan por el
mundo sin producir leche, para que pudiera escribir mi libro en sus cueros.

Los ideólogos burgueses tal vez condenen a mi librito de inmoral, otros dirán que son
disparates. Lo que sé, es que a los idealistas puritanos no les gusta saber nada de la
realidad. Ellos predican una moral para consolidar el poder de los señores feudales,
dejando a la vez el campo libre de los ideólogos de la burguesía, quienes, al triunfo del
régimen burgués, tratan de consolidar ese régimen con reformas a la moral según su
ideología.

Es caso lógico que la moral feudal le cediera el lugar a los ideólogos burgueses del capital,
pues los encamina hacia los mismos puntos objetivos. Se basan en las mismas formas de
apropiación del plus del trabajo, obligado por este robo descarado que les hacen a los
trabajadores; y, además, para consolidar más su régimen sobre las espaldas del pueblo,
han impartido su moral servil, burguesa, para educar en un manso cautiverio al hombre
que trabaja. A la vez, lo impulsan a trabajar libremente por cuenta ajena para el señor
poseedor del dinero, casi por nada. Este señor propaga su moral burguesa, pero ya
sabemos que la verdadera moral de los pueblos está vinculada en las condiciones
materiales de la vida de los trabajadores.

Gracias al marxismo, leninismo y estalinismo que nos enseña la concepción, la moral de


clase y de sus exigencias, y que parte, no de las definiciones sociales, abstractas, sino de
las condiciones históricas concretas que da el cambio del régimen de la moral capitalista
heredada de la moral feudal. Aquellos que dejaron el campo por la fuerza hacia la moral
burguesa, siendo la misma con diferente cola. Vemos muy claro, con un desengaño real, el
triunfo de la revolución proletaria y la consolidación del poder de las Repúblicas
Soviéticas. La nueva moral de la sociedad comunista está subordinada a los intereses de la
lucha de clases del proletariado. Desde el punto de vista de nuestra moral comunista, está
subordinado a los intereses del proletariado; desde el punto de vista de nuestra moral
comunista, es moral solamente aquello que es acto para la destrucción del viejo mundo,
de la explotación y pobreza. Consolidar el nuevo régimen socialista en la lucha por la
realización y socialización del comunismo, que significa mejor libertad y progreso a todos
los pueblos y a todos los campos de la ciencia, donde la inteligencia humana obtiene
grandes éxitos, beneficiando con ellos a la colectividad universal.

Pasando así mis reflexiones y fastidiado ya por mi penoso encierro, me tomé la libertad de
salir y fue apresado de nuevo por la policía judicial. Pasé tres días fatales; me arrestaron
en su cuartel y me dieron una camilla que quedaba frente a la de un tal capitán, que fingía
consideraciones, pero eran peligrosas. El capitán me decía: "duerma sin pena, hombre",

177
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

pero yo pensaba que al dormirme me darían un tiro en la sien y me pondrían una carta de
un enamorado suicida. Yo veía en todos sus manejos que querían hacer conmigo, esta
vieja triquiñuela que hasta callo tienen esos pillos, de tanto ejercitarla.

Así pasé esas noches, sentado en la camilla, con mi verdugo enfrente, que tampoco
dormía. Me ponía mucha saliva en los ojos, para que no venciera el sueño y no ser víctima
de tan tenebroso buitre. Ya habían suspendido las matanzas por la presión internacional,
pero estos siempre usan muchos medios para saciar su sed de sangre. Por las muchas
gestiones que hizo mi madre, salí ya libre. Aparentemente sólo tenía la ciudad por cárcel y
con un policía que me seguía como mi sombra, contando mis pasos por todas partes que
iba. También me habían obligado a presentarme mañana y tarde al jefe de la policía.

Cierta tarde, enfadado, fui a sentarme a un sofá del Parque Libertad, para serenarme y
pensar con más tranquilidad, como resolver un mundo de problemas que me acechaban.
A veces pensaba que lo mejor sería salir del país, porque no me consideraba garantizado,
pues a cada instante me encontraba a unos burdos militares, que me amenazaban
diciéndome: "Ve, indio bolchevique, al nomás llover, te mojas" –queriendo decirme que
me asesinarían. Ya en el parque, hundido en mis meditaciones, a ratos observaba absorto
lo que estaba a mí alrededor. En el pavimento empezaban a serpentear sobras del ramaje
de los árboles y palmeras que—debajo de radiante luz de luna—abanicaban el espacio en
aquella noche de abril.

En estos días se celebraba el aniversario de la muerte del Nazareno, o sea, el primer


bolchevique que hubo en el mundo. Luchó contra los imperios de César y Tiberio que
tenían sumidos a sus pueblos en la esclavitud, con su aparato de opresión militarista. De él
son estas grandes palabras, dichas en el Monte del Sinaí: "El agua, el aire y la tierra son y
deben ser una propiedad común". Doctrinas que hoy han sido deformadas y puestas al
servicio de intereses creados.

Todo eso pensé en esa noche de semana Santa, en que veía ir grupos de gentes hacia la
catedral. Unos entraban y otros salían, haciendo remolinos en las calles, hartándose con
mil golosinas que los vendedores pregonaban: --"¡Hay refrescos, frutas, sándwiches,
almíbares y bebidas!" Jóvenes de ambos sexos de la clase media y arricados, jugaban a los
confetis, flor de corozo y serpentinas y un cruzar de piropos picarescos.

Yo sólo observaba, parecía ser un habitante ajeno a este mundo. No andaba ni un céntimo
en mis bolsillos y no era porque estuviese divorciado del trabajo, sino porque en ninguna
parte me lo daban. Nadie me quería explotar porque era un comunista. Además, había
una enorme desocupación de todos los de mi clase, pues mi país siempre adolece de esa

178
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

enfermedad crónica del paro forzoso, y para mí, era más difícil, porque estaba chequeado
y podía contagiarlos, según ellos, con la lepra del marxismo.

Notaba en la gente proletaria los semblantes tristes; muchas mujeres vestían de negro, en
señal de luto, por sus familiares que fueron asesinados por las bestias fascistas. Aunque el
estúpido de Martínez lo prohibía, más se propagaba. A ese cepillo no le gustaba el color
rojo. Si alguien llevaba una corbata roja, inmediatamente era apresado. De ahí nació la
rebeldía de nuestras mujeres salvadoreñas, que la manifestaban vistiéndose de rojo. Se
veía a todo el sexo femenino, de rojo, en protesta, en reproche al gobierno criminal de
Martínez, que era odiado y repudiado por todo el mundo.

Esa noche, hundido en mi tristeza, y con una fiebre de pensar en mi soledad, porque mi
madre estaba en el hospital de San Juan de Dios de esa ciudad, recién operada. De pronto
me vino el recuerdo de una vez que le llevé unas botellitas de jugo de uva y que no me
dejaron entrar legalmente al Sanatorio, porque en el portón del edificio, estaba un
destacamento de policías. Entre ellos habían algunos que me conocían por mi militancia
revolucionaria en Ahuachapán, y tal vez no pudiese pasar con el nombre de José Santos.
Por estos motivos dispuse entrar al hospital por unas bardas del costado sur, lugar en
donde construían un nuevo sanatorio con dinero gringo, por previsión norteamericana, en
caso de que hubiera guerra en nuestro continente.

Me introduje por las puertas de las lozas en donde velan los cadáveres de gente
desamparada. En la sala de cirugía de señoras, encontré a mi madre en el catre número
treinta y cuatro. Mi viejecita, por haber sufrido tanto, se encontraba postrada por la
debilidad. Traté de hablarle brevemente y al despertar y verme, me estrechó entre sus
brazos. Le di valor y a la vez le hice saber que su operación era sencilla y que pronto
estaría bien. En su semblante marchito por los años se reflejó una alegría; me contó unos
pasajes sobre los alimentos que les daban a los enfermos, que no eran para gente, sino
para perros.

-Ve madre, me voy porque me espera un amigo afuera, en el jardín—le dije. Voy a tratar
de organizar un taller para que te pases conmigo y estemos juntos cuando salgas de aquí.

Cuando salí a la antepuerta de la cirugía, salió a cerrarme el paso una vieja jamona,
hermana de la caridad, que de esa no tiene ni un milímetro. Era rechoncha, sus mejillas
abultadas parecían las de la esfinge de Egipto. Las llevaba encendidas de un rojo escarlata,
pues en su robusta fisonomía se reflejaba la gran mona de vino de uva que se ponía todos
los días a costa de los enfermos. Se trataba de una europea, mitad suiza y mitad alemana;
vestía un hábito de paño azul, un sombrero blanco con enormes alas que le cubrían su
cabeza pelona. La vieja me dijo:

179
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-¡Quedas detenido granuja, malhechor! ha escalado el edificio y eso es delito.

-Dispense hermana-le supliqué—entré así porque no pude entrar legalmente y me


interesa ver a mi madre. Quiero, que por esta vez, me dispense y para que vea que no soy
una mala persona, telefonee al doctor Vides y él le dirá quién soy.

-A mí no me importa nada de eso. ¡Usted queda detenido!—me dijo la vieja terca.

-Pero, hermana, yo no he hecho nada malo con ver a mi madre.

-Pero has escalado la pared, y eso sólo lo hacen los ladrones y tú debes ser ladrón.

Y así, averiguando, salimos al hall en donde estaban unos sembrados de rosas, y cuando
pasó una enfermera cerca de nosotros, la vieja la llamó y le dijo:

-Oiga, Sara, avise inmediatamente a la policía que venga a llevarse a este bribón, que aquí
lo tengo yo y no lo dejo que se vaya.

Al oír esto monté en cólera y le contesté—Oiga señora ¡yo no soy un bribón!, la bribona e
hipócrita es usted, vieja pícara, forastera. Y cuando traté de irme, ella me tomó de un
brazo y le di un empellón, cayendo sentada sobre las plantas, armando una gritería.

-¡Se va el bandido! ¡Se va el bandido!

En mi carrera tomé un trapeador que encontré a mi paso, como única defensa y cuando
pasaba la última puerta, se me enfrentó uno y lo arremetí, botándole el arma con que
pretendió atacarme. Así fue como pude evadirme y saltar las tapias. Los policías se
quedaron disparando por las bardas por donde me escapé.

Ya que me serené de mi fuga, pensaba que mi madre sufriría las consecuencias de mi


aventura. Para evitar esto, me decidí ir a casa de mi amigo médico, Vides, a contarle todo
lo ocurrido. Él, con la gran amabilidad que lo caracteriza, me prometió ver por ella.

Fui interrumpido en mi meditación de esa noche por la figura de una joven alta, rubia,
regularmente vestida, que se paró frente a mí, despertándome de mis amargos recuerdos.
Se trataba de la amiga Isolina, que me reconoció a su paso, cuando se dirigía a Catedral.
Me interrogó:

-¿Eres tú, Miguel Ángel? Tanto te he buscado. A muchos amigos que les he preguntado
por ti, me dijeron que te habían asesinado.

-No, Isolina, vivo todavía, pero no me llames Miguel Ángel, ahora soy José Santos; pero no
Chocano—le dije entre broma. Siéntate y ten cuidado en lo que me vas a conversar, y
sería mejor que te marcharas, porque van a creer que eres de mis ideas.
180
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-No me importa que crean lo que quieran creer, yo quiero conversar contigo—y se sentó a
mi lado.

-Ve a mi derecha, Isolina, siempre me sigue un angelito del socorro azul. Me lo han puesto
para que cuente mis pasos.

-Parece estar inquieto al verme conversando contigo—dijo Isolina después de verlo


disimuladamente.

-Ve, mi…

-No, José. Ve, José. ¿Y tu mamá?

-Está en el hospital. Ya sigue mejor de su operación.

-¿Y la casa que tenían allá, en el pueblo de ustedes?

-Nos la quitaron, porque en los años de lucha, cárcel y persecuciones, no pude ganar un
céntimo para pagar ochenta pesos del alumbrado.

-Se la cogieron por poco dinero. ¡Qué barbaridad!

-¿Y no tratarás de recuperarla?

-Eso será muy difícil, porque el presente régimen es enemigo acérrimo de nosotros los
socialistas y cualquier gestión que hiciese, sería inútil y me perjudicaría.

-No sé qué será José, que al estar a tu lado, me siento feliz, porque eres franco y sincero, y
por eso te estimo mucho y nunca te olvidaré.

-¿Y en dónde vives hoy?

-Allá, en un jacal, en donde no hay Dios, porque ya en este mundo no tengo más que a mi
madre, siendo dueño únicamente de las polvaredas que me regalan los vendavales en mi
camino. No soy dueño más que del lodo que encuentro a mi paso y las lluvias que mojan
mis espaldas, y del frío que zarandea mi pobre cuerpo. Sólo soy dueño del agua que corre
libremente en los ríos y del aire que respiro en las calles y caminos. Desde mi jacal puedo
ver los paisajes; pero si intento poner los pies sobre los campos, luego oigo el grito que
dice: "¡Fuera de ahí, que no hay paso"! Y si voy distraído y si no entiendo, suena un
disparo y me derriban. Hay miles de cercas en los campos, cual una red que nos dice,
"¡Aquí nadie pasa, hay amos!" Así estamos en esta vida, Isolina.

-Yo sé, José, que has sufrido mucho.

181
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Yo no soy el único que ha sufrido. Es mi pueblo el que sufre y, como soy parte de él, lo
comparto.

-Pero algún día nuestro pueblo se cansará de sufrir—me dijo Isolina, entre suspiros.

-Eso mismo creo yo—le contesté.

-Ve, José, si estás solo, no me separo de ti.

-Pues sepárate—le dije en broma. No estoy solo, siempre me sigue ese angelito—le dije
enseñándole al policía que echaba copos de humo, saboreando un cigarro de gorra.

-No, de otra—dijo sonriéndose.

-De otra qué—le repliqué. No estoy para andar con arrinquines, quien va a querer vivir del
aire como vivo yo. Pues al fin, son buenos maestros los camaleones.

-Con excusas no lograrás que me vaya y te deje. Te suplico vayamos al lago de Coatepeque
a pasar la semana de Pascua ahí.

-Sólo que algunas hojas de este almendro las transforme en billetes de banco, iría contigo,
de lo contrario, no llevo ni un céntimo en mis bolsillos.

-Ve, José, yo tengo dinero y por eso te invito que salgamos mañana en el primer tren. Al
mismo tiempo me mostraba el dinero que llevaba en su bolsa de mano.

-Ve, Isolina, mejor sería que el dinero que se va a gastar en el lago, me lo facilitaras para
comprar herramienta y trabajar por mi propia cuenta.

-Ve, José, vamos al lago y de regreso compramos la herramienta y madera, para que
empieces tu trabajo; quiero que vayamos a comprar unas provisiones.

-Pero oye, ¿qué no ibas a la Catedral?

-Ya no, de aquí vamos a preparar nuestro viaje para el lago.

Le dije al policía que me seguía, que le avisara a su jefe que salía al lago de Coatepeque. Y
así preparamos nuestro viaje. A las seis de la mañana, ya en el tren, llegamos al Congo. De
ahí a una camioneta para el lago. Pero grande fue mi sorpresa al encontrarme allá con
otro policía que seguía mis pasos. Esos días de descanso en el balneario, calmaron todas
las fatigas de mi pobre cerebro. ¡Oh vacaciones sublimes y deliciosas! Ya estaba harto de
andar arrastrando mi pobre esqueleto en aquel ambiente tan hostil.

¿Alguien desearía saber quién era Isolina?

182
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Era una joven que tenía una gran conciencia de clase. La conocí en el año de mil
novecientos dieciocho. Era hija de un italiano llamado Carlos Panín, que vino a América en
busca de fortuna. No traía nada más que unos pantalones remendados y una mentalidad
llena de ambición de oro. Así fue como este llegó a Ahuachapán y se casó con una señora
mestiza, Carmen Caispal, dueña de una finca en Salcuatitlán. Así principió este señor. Puso
una cantina, almacenes y una agencia en donde compraba todo lo que le vendían,
haciéndose muy rico. De este matrimonio surgió Isolina. La conocí cuando ella era
colegiala de dieciséis años. Se fugó conmigo, cuando ya entraba a los dieciocho, la pedí
antes a su padre, quien me sacó a empujones, y por poco más, me rompe la cara de un
portazo. Pero la chica valía la pena, parecía una cascada de sol tropical. Nos fugamos por
veredas y desechos de un platanar entre una gran tempestad a Jutiapa, Guatemala. En
Jutiapa, sólo estuvimos seis meses. Nos descubrieron y me la quitaron. Yo trabajaba en
una ebanistería y cuando regresé a casa, ya no la encontré, me volví a mi país, la busque
por todas partes y me fue imposible hallarla. Alguien me dijo que la mandaron a San
Francisco, California. Tres años después nos encontramos, pero ya era casada.

Ella se olvidó de estoy y se incendiaron después nuestros corazones. En el lago nos


hospedamos en la Pensión Gloria, que era la más pobre, pero tenía el lugar más limpio
para nadar. Al poco rato llegaron tres señoritas y su amabilidad nos permitió compartir
esas horas agradables; jugamos apuestas de resistencia, saltando del trampolín. Cuando
estábamos en mejor alegría, llegó al muellecito un viejo que, para mí, no era desconocido.
Se trataba de un tal general, que gritó:

-¡Rosa y Carlota! ¡Sálganse!

A mí también me dijo:

-¡Sal, quiero hablar un asunto con vos!

Yo no le hice caso; Isolina me preguntó:

-¿Y quién es ese viejo?

-Es un viejo militar pícaro.

-¿Y qué trae contigo?

-No sé.

Me salí hasta que me dio la gana y cuando me saboreaba una taza de café en la fondita de
la pensión, llegó el tal militar con una pareja de guardias.

-Este es el intruso que vino a bañarse en donde estaban mis niñas—dijo.

183
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Entonces las personas que vieron que yo ya estaba allí cuando ellas llegaron, protestaron.
Las niñas eran mayores de edad, aproximadamente tenían de veinte a treinta años. El
viejo se atrevió a decirme que desde que llegaron me hubiese salido del lago.

-¿Y por qué salirme, si estoy pagando para disfrutar del baño?

-Ordeno se arreste. ¡Este es un comunista lépero!

-Pero ¡papá!—dijeron las hijas del viejo—es una injusticia la que vas a cometer. Si él no
nos ha hecho nada. ¿Por qué lo vas a mandar preso? El que se haya bañado con nosotras,
no quiere decir que nos haya quitado algo.

A súplicas de éstas y de las demás personas que estaban allí, me dejó ir el viejo. Sus hijas
tomaron su carro y se largaron.

-Ya ves, Isolina, ¿cómo estos desgraciados no lo dejan a uno estar tranquilo?

Ya no pudimos estar todo el tiempo deseado a causa de este incidente y nos volvimos a la
ciudad. Allí organicé un tallercito. Al policía no le hacía caso, y ya no tenía importancia
para mí. El capillo del tal Martínez por esos días habló por radio, alegrándose con gran
alharaca, que había dado por tierra con el comunismo para siempre y que, ahora, los
señores ricos se estuvieran tranquilos.

Pero el comunismo no desaparece nunca; simplemente había entrado en su nuevo trabajo


subterráneo y en contestación al ladrido de éste por radio, el partido hizo una pega de
carteles en las principales ciudades de la República. En contestación y reto, el pueblo está
en pie con su partido al frente, para combatir hasta la última hora, a los canallas fascistas.

Me organicé con Isolina en mi tallercito, en el que nos iba muy bien. Hacía muchos
muebles para vender y con esto nos defendíamos y ahorrábamos, preparándonos para
venir a México, pues era todo nuestro sueño, por ser el país más querido. En lo mejor de
hacer nuestros planes, un día de esos, llegó la madre de Isolina a llevársela, porque su
esposo se lo exigió. Él vivía muy desesperado por ella y decía que si no se volvía con él, se
destapaba el cofre de los sesos o se hacía el harakiri. Isolina dijo que no podía volver con
él, porque no le amaba. La interpelé porque no entendía cómo una mujer se puede casar
con un hombre a quien no ama, y ella me contestó que su padre, en vida, la obligó a
casarse con él. Ella lloraba y renegaba, maldecía la hora en que había nacido; pero al fin,
su madre la convenció y aceptó volver al dado de su esposo, diciéndome que la esperara,
que procuraría divorciarse y volver a mi lado. Yo le hice saber que era mejor que
continuara con su esposo, pues ya tenía un niño y era necesario, que juntos, cuidaran de
él. Yo quería vivir mi vida libre, porque quería rodar por el mundo sin estorbos.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Ella me suplicó y me decía que seríamos felices en nuestro medio. Al fin, convencidos, nos
fuimos a la estación de Santa Lucía a que abordaran el tren que las conduciría a su ciudad
natal. Aquella estación estaba muy concurrida. Besos, abrazos, lágrimas, caras
melancólicas se veían por doquier. Al empezar a sonar la campanita del tren, anunciando
su partida, Isolina me estrechó entre sus brazos, me besó con tristeza, amargada,
diciéndome:

-¡Volveré, espérame! porque iré a romper este secuestro que hacen estas leyes burguesas
con uno.

El tren empezó su marcha. Yo me quedé en el andén de la estación como una línea


vertical, viendo ir a aquel ciempiés de acero que, con su velocidad vertiginosa, se deslizaba
por aquellas líneas que parecían dos agujas interminables, en donde el tiempo y la
distancia pespunteaban los límites de la vida humana. Me quedé solo otra vez.

Una golondrina inquieta pasaba casi por la superficie de mi camino; tal vez en su piar
quería decirme: "somos iguales". Me volví al rinconcito en donde estaba mi viejita madre.
Ella me recibió, contándome las noticias de los periódicos, que informaban de un
movimiento revolucionario que fracasó en el vecino país de Guatemala. También decían
que peligraba la vida de un abogado salvadoreño, de nombre Miguel Ángel Vázquez, que
era un distinguido luchador democrático. También en esos mismos días me informaba mi
madrecita de la revolución en el Brasil, donde el dirigente y gran líder, Carlos Prestes,
dirigía la marcha de la gran columna libertadora, organizada por los mejores hijos del
Brasil. Héroes que lucharon en combates decisivos contra el fascismo, desafiando a las
malezas de aquellas tierras vírgenes—el infierno verde—donde el hombre nunca ha
puesto sus pies. Estos movimientos revolucionarios—le dije a mi madre, cuando ella me
preguntó, por qué fracasaban—está destinado a perecer por la presión o la intervención
del imperialismo yanqui, que es el que pone dictadores sicarios en nuestra América, para
sacrificar y escarnecer a nuestros pueblos.

En estas conversaciones nos fue envolviendo aquella noche húmeda de los últimos días de
mayo. Las luciérnagas pespunteaban comas, puntos y admiraciones en la obscuridad.

-¿Para qué dejaste ir a Isolina? –mi madre me interrogó.

-Ve, mamá, la dejé ir porque tiene un niño con su esposo.

-¡Eh! ¿Y es casada? ¿Y cómo vino a vivir contigo siendo comprometida?

-Ve, mi viejita—le dije—el mejor casamiento de dos seres en esta vida, es el verdadero
amor que se tengan. Como en nosotros fue la relación del primer amor y, cómo tú bien

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

sabes, madre, de lo que dice aquella canción mexicana… "que un viejo amor ni se olvida ni
se deja, pero nunca dice adiós."

Después de estas gratas conversaciones que tuve con mi viejecita, me fui a descansar a mi
cuarto pulguiento. Esa noche en la que no pude dormir nada. Me devanaba en mi humilde
cama en una pensadera inútil, sorprendiéndome, por fin, el crepúsculo matinal que
invitaba a todo ser a tomar un baño en las aguas frescas y cristalinas del río de nuestro
trópico.

Un año después, preparaba mi viaje a México, pues ya me había convencido a mi madre


de mi partida, diciéndole:

-Ve, madre, qué quieres mejor. Qué estos bandidos me asesinen de un momento a otro, o
que me vaya a ese querido México a estudiar algo, para que más tarde pueda ser útil a mi
pueblo. O quieres ir a llorar a mi sepulcro, o recibir una carta o algo, en donde sepas que
vivo y que volveré luego, para que estemos juntos y felices, pues creo que muy pronto
cambiará la situación de nuestro país.

Al fin ella se convenció y entre lágrimas me estrechó entre sus brazos, diciéndome: "Has
pensado bien".

Yo le di valor diciéndole que volvería pronto. Me despedí de todos mis amigos y partí muy
triste aquella mañana, rumbo al oriente, porque no me permitió el cónsul de Guatemala,
pasar por su país. En esa época los serviles perros ubiquistas, ponían una serie de
obstáculos a todo aquel que intentase salir.

Ya en la capital, me junté con varios amigos y les hice saber de mi viaje. Hicieron una
pequeña fiesta de camaradas para despedirme. Ahí conversamos algo de las olimpiadas
que recientemente se habían celebrado en nuestra tierruca.

-Y usted, ¿vio compañero como se distinguieron los atletas cubanos luchando como unos
verdaderos espartanos en esa delegación? Con un espíritu rebelde que en protesta de la
dictadura fascista en que estaba hundido nuestro país, ellos lapidaron y destruyeron el
edificio que les cedió el gobierno para que se hospedaran. El cepillo, al saber la conducta
insoportable de los cubanos, les ordenó que salieran del país, si no normalizaban su
conducta.

Martínez celebró las olimpiadas para hacerse de dinero y simular las masacres que hizo de
trabajadores y que el pueblo se olvidara de ese funesto y criminal pasado.

186
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

-Pues vean, compañeros, yo estuve en las olimpiadas y fui una noche a una recepción de
que les hicieron en El Dorado a los camaradas antillanos; y ahí, un camarada futbolista me
dijo cuándo conversamos muy amigablemente:

-En realidad, compañero, quisiera que estas olimpiadas se transformaran en una


revolución efectiva, para dar en tierra con estos bandidos fascistas, asesinos. Ya nosotros,
hace poco, hemos hecho morder el polvo a Machado.

-Nosotros hemos hecho todo lo que hemos podido—le dije—y hemos sufrido una derrota
transitoria, pero como usted sabe, camarada, que la lucha de nuestra causa nunca es
vencida. Ni aunque traten de liquidar al último habitante del país, siempre queda en pie la
bandera de los mártires. ¡Nunca nos vencerá nadie, y siempre seguiremos adelante!

-Eso espero camarada—y chocando nuestros vasos, uno de ellos dijo:

¡Por un Salvador libre, sin asesinos!

Salí de aquella fiesta de gente fogosa y dinámica, enardecido y con gran entusiasmo. Así
les terminé de hablar a los camaradas capitalinos, que me despidieron esa noche. Al día
siguiente emprendí mi viaje para La Unión, recorriendo el Oriente de mi país, poblado por
gente que parece andar dormida, sumida en una vida de siervos. Esta mansedumbre la
aprovechó el cepillo Martínez, reclutando diez mil hombres, que organizó en fuertes
destacamentos en contra de la revolución.

Aquí se ve el crimen que se comete, cuando no se trata de forjar una conciencia


revolucionaria de clase a todos los trabajadores de un país. Nuestra orientación sólo se
encerró en la parte central y occidental del país, errores que nos trajeron amargas y
dolorosas consecuencias.

Esta gente, en su ignorancia, se prestaba muy voluntaria a combatir nuestras aspiraciones,


que era su misma causa revolucionaria.

¡Espero que ya las generaciones del Oriente de nuestro país se forjarán con disciplina y
una buena conciencia de clase y ya no se prestarán, como ciegos instrumentos de la
fuerza reaccionaria conservadora!

¡Espero que esa nueva juventud de mi país sea digna de luchar y vivir en estos tiempos de
deslindes y progreso de los pueblos!

En mi viaje, cuando pasé por la frontera, respiré aquel aire libre que vitaliza los pulmones,
vagando por aquellos campos, sin obstáculo alguno.

187
Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Y razón tengo para pensar que un país sin libertades, aniquila y asfixia a los ciudadanos
que desgraciadamente viven en ese régimen que destruye la grandeza de un pueblo, que
por muy chico que sea, su libertad es grande. Por eso se le llama Patria al país, que de ella
disfruta, porque es ahí donde sus hijos nacen y viven felices, y un país gobernado por la
fuerza, vive en miseria y opresiones denigrantes. Una nación es soberana cuando en ella
vive su pueblo libre y feliz. Ahí el hombre se para de frente con gran dignidad ciudadana.

Mis frases sencillas, vertidas en mi humilde libro, dan a conocer mis esfuerzos y sacrificios
por salir del lodazal asqueroso del sistema capitalista. Ese medio corrupto y perverso, que
hace de la vida de los pueblos un burdel, donde van los desenfrenados centauros
medievales en su carrera trágica, sembrando vicios, liquidando la cultura y suicidando a la
humanidad. Espero que mis sencillas frases queden en memoria de nuestros estimados
mártires, que sucumbieron por nuestra causa: los camaradas de Ahuachapán, Juayuga,
Sonsonate y por todos los caídos en nuestro país y el mundo entero.

Nuestra lucha no es vana, el porvenir nos pertenece.

Estas son mis breves reflexiones dedicadas a mis camaradas de lucha.

Mi libro tal vez sea un libro sin sentido para algunos, aunque para otros lo tenga. Lo único
que sé, es que es el fiel relato de mi vida en el medio obtuso de donde he venido; de esa
escuela vieja de mentores que viven dirigidos por pensamientos de la casualidad y el
destino.

Otros sueñan con el alma y un purgatorio de humo.

Esta es la razón por la que el hombre es una vacilante veleta sin firmeza, sin una
consistencia sólida y que cierra sus ojos ante la realidad. Estos son los hombres
retardatarios que, con su pesimismo estático, obstruyen el progreso de la humanidad.

No es una novela simétrica de un desenlace de protagonistas triunfadores, fingiendo una


felicidad ficticia en el lastre del régimen ladrón de la propiedad privada. Sólo los
personajes de la novela burguesa ilusionan a la juventud con fantasías, solapando la
crueldad burguesa.

Mi libro da pequeños episodios de una vida desorganizada en que vive la humanidad;


también mi libro no pinta personajes derrotados, sé que todos los protagonistas son
luchadores en pie, saben el lugar que les pertenece, aunque vayan y vengan, cual algas en
agitado océano, y que, algún día se juntarán para construir el blanco pergamino en donde
vayan escritas las letras famosas de la "LIBERTAD".

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

ANECDOTARIO

El exilio visto por los nietos.


I
Sé que llegó a México 1938 exiliado político por el presidente Lázaro Cárdenas, y que los
primeros años vivió escondiéndose. Sé que conoció a mi abuela Vicenta Pánico Ruiz en un
baile de refugiados españoles que llegaron a México huyendo de Franco. Se casaron y
procrearon una hija ella llamada Mayda Nubia Ibarra Pánico.
A Miguel Ángel Ibarra, lo recuerdo como un abuelo tierno cariñoso que me prestaba sus
plumines para dibujar cuando yo tenía casi 4 años, me permitía jugar con sus pinceles de
pelo de camello, me ayudaba a apagar mis velas de cumpleaños.
Lo recuerdo contando historias: Un día un 19 de julio de 1979 para ser precisos veíamos
por nuestra pequeña tele en blanco y negro las noticias con mi abuela Vicenta Pánico Ruiz
noticias sobre el triunfo de la revolución de Nicaragua y él nos decía: “La cosa estuvo así:
los cocodrilos (que eran el imperialismo yanqui) oprimían a las ranitas (que era el pueblo
nicaragüense) las cuales se organizaron y pudieron derrocar a un tal Anastasio Somoza
dictador de Nicaragua.” Yo pequeña me imaginaba a las ranitas aventando piedras de
diferentes tamaños a los caimanes y en verdad me los imaginaba hundiéndose en una
laguna grande y las ranas aplaudiendo.
El Pintaba y hacia cremas para las arrugas, era famoso en el barrio de Santa Julia (que es
donde actualmente vivimos) como el señor de las buenas cremas, lo recuerdo vestido
siempre de traje de color azul índigo con una mascada rosa en la bolsa de la solapa y su
sombrero; caminando por el mercado - adoctrinando cuadros con el señor de los
plátanos- nos decía al momento de darnos unos dominicos. Nos contaba de las batallas y
guerras, en las que se veía inmerso, nos platicaba de lo difícil y cruel que era estar en esas
situaciones; él fue un hombre sensible a las injusticias humanas y se cuestionaba el por

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

qué la existencia de los pobres. Cuando todos podemos ganar y vivir en un mundo de
armonía y paz.
Mi padre cuenta que mi abuelo conoció a un tal Castro Ruz y a un tal Che Guevara tomado
las aguas frescas de la merced, un mercado típico de la ciudad de México las cuales
caracteriza por ser las aguas más contaminadas, que para tener inmunidad y aguantar la
guerrilla. También comentaba que Castro Ruz fue chofer de una línea de autobuses
urbanos llamada Roma-Merida- Chapultepec.
Con él aprendí a decir “Colocho”y “Zipote”, a ponerles sobrenombre a las personas que
nos agredían por ejemplo “el sargento cara de vinagre” y recuerdo mucho cuando una vez
que me inyectaron y mi abuelo en ánimos de animarme limpiándome las lágrimas me dijo,
esa enfermera es la “alacrana social” y nos reíamos.

Cuando cumplí 6 años en 1980 él nos cantaba: “Don Felipe quiere buena mantención
plátanos asados y yuca con chicharrón” y nos transmitía su sensibilidad hacia los que
menos tenían, también hacía unos panes de elote duros como una piedra pero eran tan
deliciosos.

Pero no todas las revoluciones tenían un final feliz, recuerdo a mi madre en 1980
platicándome afuera del Hospital que quiso animar a mi abuelo en su lecho de muerte
diciéndole: “¡Hey ánimo! Ha triunfado la revolución en el Salvador” Y mi abuelo le
contestó: “No digas pendejadas hija esa es una lucha muy larga que no me va a tocar ver
su triunfo…” El fallece el 23 de febrero de 1980

“¡Matemos la guerra señores!


Sembrando amor y paz,
Cultivando fruto y flores,
Para vivir y amar.” 4

4 Miguel Ángel Ibarra Rumor de Frondas, México 1973.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

Neith Gámez Ibarra

II
Hablar de Miguel Ángel Ibarra representa para mí una serie de fantasmas en mi memoria,
no llegaba a los dos años de edad cuando esta leyenda familiar dejo de estar entre
nosotros. Recuerdo las olimpiadas en la televisión y como un bastón bellamente adornado
propiedad de mi abuelo era mi garrocha con la que estaba listo y preparado para
conquistar la dorada presea saltando de un lado al otro de la sala batiendo cada vez el
record anterior, hasta que en una broma del destino el objeto de mi fantasía se partió a la
mitad arrancándome el lugar que me había ganado en el podio imaginario y me alistaba
para recibir la penalización que mi juez abuelo me quisiera propinar por haber quebrado
su bastón favorito.
Salvo esta aventura olímpica inconclusa, de manera directa no conviví mucho con mi
abuelo, sin embargo crecí observando sus coloridos cuadros en las paredes imaginando y
encontrando cada vez que los veía nuevas formas diluidas entre las líneas y los colores,
imaginando personajes y animales fantásticos entre las caprichosas formas de un
floripondio o de una enmarañada enredadera. Escuchando como cuentos de espías, las
aventuras que de él refería mi mamá como un hombre perseguido por hombres malos
que temían al poder de las ideas, de la rebeldía y de la congruencia. Recuerdo un cuarto
de azotea con sustancias extrañas, muebles viejos, una maleta con sellos de muchos
países y hasta un radio de onda corta, material suficiente para nutrir la imaginación de un
niño e imaginar a ese personaje internacional e importante.
Sus libros son otra ventana que me ha permitido conocer a mi abuelo, historias de una
tierra lejana, paisajes y anécdotas, son parte de mi identidad.
Hoy gracias a las redes sociales y las nuevas tecnologías es que pudimos conocer a
Wolfgang quien nos ha invitado a seguir reuniendo las partes de un rompecabezas lleno
de sorpresas y de nuevos amigos.
Poco a poco mi vida me ha ido llevando hacia el sendero del arte, hoy soy maestro, músico
y compositor, y gran parte de mi herencia creativa se la debo a mi abuelo Miguel, es parte

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

de mí y es mi motivación. En sus pinturas, sus poemas y sus libros, imagino escuchar una
cálida voz que se muestra satisfecha y orgullosa.
Brillan muchos verdes, llena la humedad
planta de café, con desigualdad,
sangran las cerezas, no hay humanidad,
flor de rebelión, se va a cosechar.
Ya no hay esperanza, mucha represión,
bellas las historias, pierden su color.
Contra la injusticia, la organización,
la muerte te asecha, huyes de su hedor.
Un nuevo camino, en otra región,
la lucha es tu rumbo, y esa es mi canción,
somos muchos rostros, de la migración,
ser la diferencia esa es mi misión.
Pintas muchos lienzos, llenos de color,
liberas tus versos, siembras el amor,
el arte es la vida, tu revolución,
tu mano ebanista, destino talló.
Un día 29, septiembre llegó,
nace Miguel Angel, 1902,
en Atiquizaya, un libro contó,
que Josefa Ibarra, su baúl cerró.
Sigfrido Gámez Ibarra.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

III
“Hablo de los hombre que luchan por vivir sin trabas en este mundo de trampolines, en
donde la humanidad es un simple juguete que se mueve al antojo de las clases
poseedoras”5

Pensar en mi abuelo, el abuelo Miguel, así se le llamaba en la casa, quizá para


diferenciarlo de la multitud, de abuelos adoptivos, que mi mamá por las razones que
fueran nos fue colocando a lo largo de la vida, en un viaje a lo profundo que rememora y
alcanza muchas etapas de mi vida y que ha marcado lo que soy con estos 43 años de vida.
La última vez que vi a mi abuelo, fue hace 34 años, a finales de enero de 1980, cuando una
complicación hepática lo llevo a instalarse en el hospital del Instituto de Seguridad y
Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, que se encuentra en el antiguo pueblo
de Tacubaya en la ciudad de México, lugar al que regresaríamos 10 años después, para
celebrar año nuevo con una parte de la comunidad salvadoreña avecindada en la ciudad,
en un local donde se reparaban radios portátiles que posteriormente serían destinados a
los muchachos del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, los cuales eran
usados en la campaña militar en curso, y donde aprendí la consigna que acompañaría una
buena parte de mi vida “¡Si Nicaragua venció, El Salvador vencerá!”. ¿Ironía o destino?
Recuerdo esos domingos de invierno con el abuelo en el hospital, recorriendo con mi
hermana los pasillos, así como las aéreas en las que podíamos explorar y que no estaban
restringidas a dos niños de 6 y 7 años ,mientras que mi hermano con casi dos años de
nacido se la pasaba en la casa lejos de las enfermedades infecciosas del hospital, en el que
pasábamos largos días, aburridos y preguntando a Mama, cuando podíamos ver al abuelo,
y su respuesta era: “Cuando se componga niños.” una respuesta monótona e
incuestionable, jamás volví a ver a al abuelo con vida.
Lejos quedaron los días en los que en julio de 1979, la familia sentada frente al televisor
veía con emoción el triunfo de la revolución sandinista, recuerdo a los abuelos, a ambos

5 Miguel Angel Ibarra (1947), Cafetos en flor, México D.F.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

tratando de explicarnos con palabras sencillas y ejemplos prácticos la importancia del


suceso sin insultar nuestra inteligencia.

7 meses después el abuelo se despedía de su cuerpo físico, el sábado 23 de febrero de


1980 cuando celebraba mi 8vo cumpleaños. En esos momentos mi cabeza estaba más
preocupada por preguntarse dónde estaban mis papás, que por el pastel o los regalos. Ese
día mis padres no llegaron, tampoco la abuela, solo mi hermana y mi hermano celebraron
conmigo en casa extraña; el domingo llegaron tarde por nosotros y nos alegramos de
verlos y de regresar a la cotidianidad, pues no fue así, ya que el siguiente domingo no
hubo hospital, por lo que el lunes pregunte de forma explícita: ¿Y el abuelo cuando
vuelve?

Mayda, mi madre, con una mirada que no reconocía, me dijo: “Tu abuelo murió” ¿Qué es
eso de la muerte?

Recuerdo que lo único que pude decir fue: “Voy a extrañar los cinco pesos que me daba
para ir a la tienda”, con gesto de desaprobación mi mama preguntó: “¿Solo eso?” Me
desconcerté ¿Que se extraña de un abuelo?
El abuelo, fue un hombre muy, versátil, pintor, perfumero, poeta, escritor y por si eso
fuera poco comunista, con orgullo, con consecuencia, hombre íntegro de una sola pieza.
Cuando uno se adentra en su libro puede darse cuenta de la enorme estatura que como
ser humano tenía, de la gran sensibilidad que poseía para entender las necesidades de los
otros. El abuelo, encarna esos valores de los comunistas viejos, casi empíricos, que sin
saber bien a bien que cosa era eso del comunismo, si se dan cuenta de que lo que se
propone al otro lado del mar en cuanto a bienestar social, repartición de la riqueza,
mejores condiciones de vida o en palabras de los Zapatistas modernos “educación,
libertad, trabajo, democracia justicia, techo y pan” es bueno para su gente. Si eso se llama
comunismo, si da eso, entonces el comunismo es bueno, luego entonces son comunistas,
lejos están de las intrigas que se tejen a su lado, su visión es más práctica, tiene que ver

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

con la necesidad inmediata, de ayudar a su gente a vivir mejor, eso y solo eso es su razón
de ser. Es probable que por esto mi abuelo no llegó a rico cafetalero.
Recuerdo a mi madre muy enojada conmigo, algo de la escuela no me gustaba, mi madre
muy molesta me colocó un mandil blanco, me llevó a la tortillería que estaba enfrente de
la casa, le dice a la dependienta que me llevaba ahí a trabajar porque no quería estudiar,
estaba muy asustado, recuerdo a mi abuelo cual súper héroe, saliendo en mi defensa y
rescate, gritando no le tocaran a su nieto, me regresa a la casa donde me sentí a salvo.
Esa era la sensación que le quedaba a uno después de estar con el abuelo, la certeza
absoluta de estar en un lugar seguro, con un hombre justo

Entonces estoy en posibilidad de responder que se extraña de un abuelo: ¡Se extraña


Todo!
Asgard Luguin Gámez Ibarra.

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

GALERÍA

Archivo familiar

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Cafetos en flor. Miguel Ángel Ibarra

RESUMEN

Miguel Ángel Ibarra, nos traslada en su libro a un mundo que se acerca más al siglo XIX
que al siglo XX, o quizá rebasa el XX y llega hasta el XXI, con desapariciones, asesinatos
golpes de estado, matanzas, fraudes electorales, pobreza, pero la pobreza en palabras de
Mandela, no es natural, es un producto humano y como tal puede, debe ser erradicado
para el bien de la humanidad, la historia nos ayuda a educar a entender , a que las cosas
no se olviden y puedan ser rememoradas, cuando eso ocurre los pueblos consiguen
construir raíces fuertes profundas que les permiten expandirse con ramas grandes, follajes
exuberantes, frutos deliciosos, por eso es importante entender el pasado por eso Miguel
Ángel Ibarra deja este testimonio, que además rebasa fronteras, suma esta voz a las que
se empeñan en construir ese viejo sueño bolivariano de tener una sola Latinoamérica
unida.

Asgard Gámez

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