Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
“No me engañé en el pronóstico que hice del resultado: conozco muy bien la tierra que piso y
suspiro por perderla de vista. Si la ocurrencia fuera de mayor importancia, debería elevarse al
Rey; pero allá quieren paz, y reconciliación, exigiendo que se sufra algo para no aventurar el
todo. Pero qué indigna es la chusma de los golillejas! No hay grandeza de alma, política ni
finura, ni tratan a un jefe digno de la mayor consideración y cargado de razón. Habita la
emulación y la cábala: se comen las entrañas de envidia: quisiera merecérselo todo y que el sol
les pidiera licencia para salir. Pero ¡Pobre mundo! Estaría siempre a obscuras porque son tan
mezquinos que todo lo quieren para sí mismos…”.
Esta reflexión abarca el período comprendido entre la nota anónima, citada arriba, recibida el
24 de octubre de 1816 por el gobernador de Cartagena de Indias D. Gabriel de Torres y
Velasco, y otra carta que le llegó de su amigo el teniente José Heredia el 4 de septiembre de
1821. En la segunda, le refería la derrota sufrida en Carabobo por las tropas realistas y la
pérdida del virreinato de Nueva España. Preso en Santa Marta y en poder de las tropas
colombianas, Heredia le solicitó al aún gobernador español de Cartagena que lo rescatara “y
me vaya en compañía de VS. a nuestra amada patria a comer buenas sopas de ajo y beber
buen vino”.
Los dos escritos definen un espacio sombrío, donde se enmarcan los sucesos históricos que en
este trabajo se pretenden referir y analizar. Al final de este complejo período, la monarquía
española había experimentado importantes transformaciones: más empequeñecida que nunca
por la pérdida territorial, y nunca más insignificante por la pérdida del escaso prestigio que
conservaba, quedó relegada en el nuevo contexto internacional surgido con el desarrollo del
capitalismo, caracterizado por la gran expansión política y económica que aportó el ciclo de los
imperios coloniales del siglo XIX.
Por su parte, Colombia surgió como una comunidad política imaginada, se convirtió en
república soberana y, pese a las aspiraciones bolivarianas, acabó por configurarse como un
espacio político propio, primero como parte de la Gran Colombia y luego, y finalmente, como
una república independiente. Algunos autores sitúan estos hitos constitutivos en 1810, ó en
1821, o incluso algunos años después, minusvalorando ciertos períodos históricos. En general,
a la llamada “Patria Boba” (1810-1815) se la consideró como la crónica de una muerte
anunciada; al período que analizamos en esta reflexión, el del retorno del rey (1815-1821),
como el apogeo del espanto o una época de escaso interés político; la Historia colombiana
parece empezar después.
Esta reflexión sobre el intento de reconstruir el régimen colonial en la Nueva Granada, y en
concreto en la provincia de Cartagena entre 1815 y 1821, ha sido elaborada precisamente para
poder conocer con el detalle que las fuentes nos lo permiten, estos años oscuros que, aunque
sangrientos y disparatados, resultan sumamente clarificadores para entender la naturaleza
política de una buena parte de la nación colombiana que inmediatamente fue puesta en
marcha por los vencedores de la guerra.
Las causas del proceso de independencia que formulara Restrepo (el interés de los criollos por
romper el monopolio comercial español, la discriminación política ejercida por los peninsulares
contra los criollos, la mala administración de justicia y las restricciones a la educación y a la
ilustración) permanecen aún vigentes en muchos estudios históricos e incluso siguen
fundamentando numerosas hipótesis de investigación.
A mediados del siglo XIX la división social constante en la sociedad colombiana entre liberales y
conservadores tuvo su reflejo en la construcción histórica del pasado del país. El liberal José
María Samper y el conservador José Manuel Groot bifurcaron la historiografía colombiana en
dos pensamientos que difícilmente podrían volver a encontrarse.
José Manuel Groot en su “Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada” quiso combatir los
ataques que a su juicio habían realizado contra la Iglesia “escritores nacionales de nuestros
tiempos, que la han presentado a las nuevas generaciones como enemigo de las luces y hostil a
la independencia americana”. De igual modo que defendió la acción del clero, también asumió
la protección de España y su pasado colonial: esta también se convertía en una forma de
atacar el liberalismo mostrando cómo la ruptura con las instituciones españolas había
conducido a un desastre general: “No somos indios. Somos hijos de españoles, y por ellos
tenemos sociedades de que hemos podido haber la república, por ellos tenemos ciudades con
gente culta donde hace trescientos años no había sino selvas habitadas por bárbaros”. En ese
sentido, al narrar la secuencia histórica del levantamiento comunero, no es extraño que Groot
observe sus “malas disposiciones de ánimo” y entienda las capitulaciones como “demasiado
humillantes para el gobierno del Reino”.
También conservador, José María Quijano Otero polemizó en la segunda mitad del siglo XIX
con Miguel Antonio Caro. Éste afirmó que la celebración del 20 de julio no debía ser de
“independencia” pues el acta firmada en 1810 reconocía la “dependencia” al monarca español.
Según él, Camilo Torres o Antonio Nariño no habían pretendido prioritariamente la
independencia, sino más bien una libertad civil en el estado cristiano. Su generación fu
finalmente desplazada por los soldados de guerra (Páez y Santander) que habían llevado al
país al federalismo y por ende, a la anarquía.
Quijano Otero sin embargo, estableció en su “Compendio de Historia Patria” que en 1810 el
objetivo prioritario del movimiento fue la independencia y exaltó a sus héroes en todos los
escritos siguiendo la interpretación de José Manuel Restrepo.
A principios del siglo XX la historia de Colombia de Jesús María Henao y Gerardo Arrubla no
introdujo nada nuevo al debate historiográfico ni propuso ninguna nueva metodología, aunque
vino a sistematizar el tipo de recuerdo histórico que debía tener todo un país. Mientras
Gerardo Arrubla se interesó por las culturas prehispánicas y la historia eclesiástica, Henao
reestudió los héroes históricos: Bolívar, Santander y los mártires de Cartagena. Su manual,
“positivista y patriótico”, como su coincidente concepción de la historia, ganó el concurso
celebrado para seleccionar la mejor obra de la docencia de la historia patria. El gobierno y la
academia de la historia resaltaron de forma unánime las virtudes pedagógicas de la obra y
resaltaron la “verdad histórica”, “imparcialidad” y el “santo amor a la patria” presentes en un
texto que fue adoptado como oficial para la enseñanza.
Hasta la llegada de una “nueva” historiografía colombiana representada en Luís Eduardo Nieto
Arteta (“Economía y cultura en la historia de Colombia”), Indalecio Liévano Aguirre (“Los
grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia”) y Guillermo Hernández
Rodríguez (“De los chibchas a la Colonia y a la República”) y con la única excepción de José
María Samper, prevaleció el prejuicio de una élite que consideró que el período de tiempo en
el que ella no controló los mecanismos de gobierno no debía ser historiado y por tanto, que la
historia en la que ellos no fuesen protagonistas carecía de cualquier interés.
Así, en general, fue además conveniente tapar el vergonzoso desgobierno, las querellas
generales y las rencillas particulares que habían facilitado la “reconquista” de la Nueva
Granada por parte del ejército expedicionario de Pablo Morillo, y ocultar estudiadamente bajo
la denigrativa expresión de “Patria Boba” el trágico pero decisivo período de tiempo en que
más habían chirriado los engranajes del nuevo mecanismo de conformación nacional que se
construía.
Si la historia había de ser maestra del futuro, había lecciones que se debían pasar por alto. Y
muchos de los historiadores “oficiales” fueron destacados alumnos y maestros en esta
enseñanza.
Rompedores con respecto a este pensamiento fueron también Juan Friede, Luís Ospina
Vázquez y Jaime Jaramillo participando en una tendencia social que, con altibajos, continuó
también con los trabajos de Arturo Abella, Germán Colmenares, Salomón Kalmanovitz, Marco
Palacio, José Antonio Ocampo, u Aline Helg, Orlando Fals Borda y Alfonso Múnera, entre otros.
II
El período que nos proponemos estudiar tiene como inmediato precedente el de la primera
independencia frente a la monarquía española declarada en el actual Caribe colombiano en
1810, pero no sólo éste. Como bien ha señalado Múnera, las raíces del conflicto llegan hasta
los tiempos de la conquista, en que las ciudades fundadas por los nuevos señores de los
distintos territorios, gozaron de una independencia tal que se generó un espíritu muy
acentuado de autonomía y autosuficiencia. Posteriormente, el centralismo virreinal, primero
de Lima y luego de Santa Fe, apenas pudo articular estas regiones costeras hacia los interiores
continentales, y buena parte de las comunes decisiones administrativas se cumplían de una
manera muy irregular en el conjunto de los territorios. Por otra parte no existía ningún tipo de
solidaridad entre los diversos grupos de poder a nivel regional, sino más bien todo lo contrario,
ya que por el hecho de ocupar el mismo lugar en el escalafón de la rígida sociedad colonial
neogranadina, solían convertirse en enemigos irreconciliables, deseosos de acaparar el todo de
la riqueza. Cada una en su área de influencia y poder tejió su propio entramado de relaciones
sociales que indefectiblemente servía para hacerse con el control de los puestos más
relevantes de la administración colonial. Por ello, cuando el español recién llegado desde
Madrid, continuando con su particular cursus honorum, se establecía para ocupar los puestos
que naturalmente a los criollos sólo correspondían, al principio fue mirado con desprecio y
desconfianza, aunque más tarde probablemente quedara para siempre formando parte del
antiguo/viejo entramado de relaciones sociales.
En cada ciudad, las élites disfrutaron del poder político y económico que su posición
preeminente les otorgaba, configurando un espacio social propio, bien reglamentado y
definido, exclusivo y excluyente con respecto al resto de las clases sociales. A éstas se
conformaron con imponerles su orden social, aquél que les permitía continuar con el disfrute
de sus privilegios utilizando todos los medios de coerción que el aparato colonial puso a su
disposición. Sin embargo, se observa que fruto de un particular desarrollo cultural y
económico, los controles ideológicos que ejercieron las élites del Caribe colombiano, fueron
más relajados. Hasta el punto de que en 1781 el obispo Joseph Díaz de la Madrid, recién
llegado de Quito, comentó el escaso control ideológico que sobre el espacio urbano de
Cartagena tenían las élites españolas y criollas . En los barrios de Cartagena se mezclaron razas
y clases, y aunque existieran zonas urbanas donde predominara una clase, el espacio no fue
exclusivo de su uso, ya que en muchas ocasiones, negros pobres y blancos ricos compartían el
mismo espacio físico: aunque siempre existían espacios para el disfrute exclusivo de los
blancos de Castilla.
El contrabando fue el norte y la guía de estas sociedades y el único punto de relación entre los
salvajes cunas, los belicosos chimilas, los bravos guajiros y las sociedades que les pretendían
imponer su control. Porque las élites del caribe colombiano fueron unas clases sociales que
tenían el contrabando en el seno mismo de su constitución, ya que fue éste y no el comercio
legal, el origen de su bienestar económico y posición política. A mayor o menor escala toda la
sociedad del Caribe colonial disfrutaba de los beneficios del contrabando y los recién llegados
quedaron usualmente enredados también dentro de este entramado económico que les
ofrecía la posibilidad del anhelado rápido y fácil enriquecimiento. Y si no les permitía
enriquecerse, les permitía subsistir dentro de un mercado colonial completamente
desabastecido por la metrópoli y en el que los comerciantes gaditanos ansiaban mantener su
monopolio.
Por todo ello y por el hecho mismo de ser puerto de mar con lo que esto implicaba de
cosmopolitismo y agudeza, sabían aprovechar las oportunidades cuando se les presentaban.
Cuando a partir de 1771 se comenzaron las obras de fortificación, los comerciantes de
Cartagena aprovecharon su oportunidad legal de enriquecimiento prestando bienes y
cobrando en líquido a través de los situados que llegaban desde Nueva España, Quito y el resto
de las provincias de Nueva Granada. En una sociedad casi desmonetarizada esta inyección de
numerario supuso el impulso más importante después de una serie de largos años de
abandono (tras su esplendor como factoría de esclavos) y saqueos a manos de piratas.
Todo ello provocó el rechazo de las élites santafereñas que vieron los situados como una
recompensa al contrabando (cuya erradicación probablemente estuvo en la decisión de crear
el virreinato en 1717) mientras que para las élites cartageneras la inversión en las
fortificaciones de Cartagena, benefició a todo el virreinato, puerta natural de entrada a las
riquezas del mismo.
Desde entonces se agudizaron las tensiones existentes entre ambas élites. Las de la capital
virreinal contaron con el apoyo de la administración colonial, con el virrey a la cabeza,
mientras que las de Cartagena constituyeron un frente monolítico de españoles y criollos que
pugnaron usando como instrumento de sus reclamos a partir de 1790 el recién fundado
Consulado de Cartagena de Indias. La ruptura de este frente, algo por otra parte inevitable y
previsible, supuso el comienzo de la independencia absoluta para Cartagena (11-noviembre-
1811).
Puede decirse que en este período, la élite ilustrada de Cartagena pasó de ejercer como grupo
de presión a controlar el poder efectivamente, algo evidenciado especialmente el 14 de junio
de 1810 cuando el gobernador español Montes fue destituido y expulsado.
Pasó a controlar los mecanismos de poder una élite cultivada en la capital pero que recibía las
más recientes influencias del pensamiento político europeo y estadounidense de su época,
algo en lo que su posición geográfica como puerto comercial fue determinante.
Las tensiones y amenazas que se dirigieron ambas élites durante estos años fueron más el
origen de odios y rencores futuros, que la consecuencia de ostentar proyectos políticos
distintos. Así como no existió una solidaridad entre miembros de las mismas clases sociales de
diferentes ámbitos urbanos, no pudo existir y no existió un proyecto nacional porque en
realidad, no se tenía una idea de nación.
Las élites criollas de las diferentes regiones del virreinato intentaron quedarse con la mayor
parte de los beneficios a la hora del reparto (la parte del león fue a la que la clase dominante
de Santa Fe no estaba dispuesta a renunciar basándose en pretendidos derechos históricos y
administrativos).
Mientras, en Cartagena, las clases populares utilizadas por los criollos para hacerse con el
poder y relegar a los españoles, consiguieron convertirse en el más importante apoyo de las
élites criollas a la hora de hacerse con el poder. Un papel para los sectores populares que se
convirtió en dominante a finales de 1814, cuando sus líderes, su propia élite, criollos de
Mompox, mulatos y negros (los hermanos Piñeres, Pantaleón Germán Ribón, los hermanos
Cárcamo, Juan José Solano, Manuel Rublas o Ignacio Muñoz entre otros) se hicieron
momentáneamente con el control de la ciudad. Apartaron a la antigua clase dirigente (muertos
ya Pombo y Narváez quedaron hombres como Ayos, García de Toledo, Anguiano o Castillo y
Rada) hasta que la traición del militar venezolano Pedro Gual reabrió las puertas de la ciudad y
del poder a la antigua élite dirigente.
Ante el asedio de la ciudad por las tropas españoles llegadas desde la península para recuperar
el control, la resistencia fue dirigida por venezolanos, franceses y haitianos instalados en la
ciudad desde 1812, junto con algunos dirigentes tradicionales de la plaza, que acabaron
resistiendo durante 106 días de asedio hasta la entrada, el 6 de diciembre de 1815 de las
tropas españolas en la ciudad.
Una vez conquistada Cartagena, la tarea que se les presentó a los españoles fue compleja.
Necesitaron seguir reconquistando el territorio del virreinato que aún quedó bajo el control de
los insurgentes, pero al tiempo, tuvieron que reinstalar en el territorio neogranadino el
sistema de dominación colonial que reimplantaran el viejo orden.
Si en general, la administración colonial jamás se había distinguido por sus cuentas boyantes y
saneadas, es de suponer que en este período lo estuvieron menos que nunca. El peso del
sostenimiento del costoso aparato militar desplazado a América recayó de lleno sobre las
espaldas de los extenuados habitantes de los territorios de las provincias caribeñas recién
conquistadas. Las tropas vivieron sobre el terreno apropiándose de cualquier recurso
disponible sin interrogar si era de amigos o enemigos, y en la retaguardia, una Junta de
Secuestros lograba, infructuosamente, generar los recursos que precisaba la maquinaria
colonial.
En la transición del siglo XVIII al XIX, las élites criollas fueron muy conscientes de la presión
social procedente de las clases populares, y frente a ella, buscaron la protección del gobierno
metropolitano. La movilidad social introducida tímidamente por las reformas borbónicas
destinadas especialmente a reconocer a los pardos como un hecho social evidente, fue acogida
con desagrado por estas élites. Los blancos reaccionaron contra estas concesiones, más
preocupados ahora que antes en mantener a salvo su exclusivismo frente al resto de razas y
castas, puesto que como ha señalado Lynch, las distinciones raciales formaban una parte,
aunque no exclusiva, de las definiciones de clase.
Pero incluso entre estos criollos el mensaje tardó en calar. Hasta principios del siglo XIX, no
existió una propuesta independentista -y nunca clara- salvo en casos excepcionales. Los
criollos, como han afirmado tanto el propio Ayala como McFarlane, siguieron generalmente
considerándose españoles y, en un segundo nivel, pertenecientes no a una nación sino a una
región, a la parcela de terreno sobre la que ejercían de modo efectivo el control sobre los
medios de producción en general, y específicamente sobre los mecanismos de
comercialización y la formación del capital comercial y financiero.
Sin embargo, pese a todo, sí hubo sectores, en algunos casos muy influyentes con una
intención clara de llevar a cabo el proceso independentista, aunque fueron conscientes de que
la coyuntura en que vivían no fue la más oportuna y que sería conveniente esperar una mejor.
Así se podía explicar, como ha señalado MacFarlane, que ni siquiera el propio Antonio Nariño
quisiera sustraerse a la acción de la justicia colonial tras haber impreso la traducción de la
“Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”, y acabara presentándose en Santa
Fe en busca de una merced del gobierno virreinal que le había prometido perdonarlo. Además,
las reformas económicas -moderadas- propuestas por el propio Mientras existió un poder
colonial fuerte, las medidas sugeridas por Nariño, estuvieron destinadas a reformar desde
dentro el aparato colonial, a “reconciliar las necesidades del gobierno con los intereses de
productores y comerciantes coloniales”.
Sin embargo, el arduo trabajo de construcción ideológica que se les planteó a las clases
dominantes criollas se iba, poco a poco, forjando: la bolivariana idea de una guerra total por
toda una América colonial unida que la hiciera independiente, para que desde ahí surgieran las
distintas zonas autónomas y diferenciadas; la ruptura de la identidad con España, a través del
desarrollo de una idea del español americano; la ruptura del sentido de lealtad con respecto al
rey, pretendiendo al tiempo trasladar a la república ese sentido de lealtad. Continuaba
construyéndose una conciencia colonial nacida con Bernal Díaz del Castillo y sus quejas de
olvido y pobreza por los acompañantes supervivientes de Cortés por las recompensas mal
asignadas, negadas a los hombres que habían combatido, tema éste presente en Oviedo y
lema cardinal -según Brading- del naciente patriotismo criollo.
Una parte de la élite criolla se dispuso a fundar un estado nacional en el que residiría la
soberanía, tratando de reemplazar el imaginario colonial y trasladando el sentido de lealtad
desde la persona del rey hacia la república. Pero esto provocó desde temprano problemas
serios: si la soberanía residía en la nación (la sociedad estructurada por las clases dominantes),
no podía residir en el pueblo, el cual se veía apartado de manera efectiva del espacio político
de decisión. Si resultaba que ni los analfabetos, ni los sirvientes, ni las mujeres, ni los pobres en
general podían participar en las decisiones políticas, la nación quedó constreñida, según
Enrique Ayala, a un 5% de la población.
Los proyectos de organización de los estados liberales, indujeron a rastrear, subrayar y a veces
exagerar los rasgos liberales del pensamiento dieciochesco iberoamericano, como una forma
de darles mayor respaldo con el prestigio de la historia. No sólo se buscó en la Historia
planteamientos precedentes de los liberales, sino que la misma historia de los pueblos se
moldeó en muchos casos para responder a las necesidades de consistencia de los recién
creados estados liberales.
Para que observemos que la indefinición ideológica que hemos constatado en ciertas élites
criollas no sólo fue propia de ellas, podemos analizar las reacciones de Blanco White ante el
hecho histórico que supuso la proclamación de independencia de la junta de Caracas. Pasó del
elogio a la condena cuando observó que la junta había perdido la moderación que él había
planificado y proyectado para el conjunto de los movimientos insurgentes americanos. Blanco
White había recibido ayuda británica para editar su publicación mensual “El Español”. Esta
publicación, pese a su moderación evidente, fue prohibida en España llegando a afirmar un
diputado de las Cortes de Cádiz “Reconozco en El Español un enemigo de mi patria, peor que
Napoleón”. La publicación fue poderosamente apoyada por el Foreign Office que compraba
cien ejemplares mensualmente y alentaba a las firmas británicas que comerciaban con la
América española a llevarse otros quinientos para su distribución.
Sin embargo, esto no fue óbice para que, con todas sus indefiniciones y contradicciones, se
siguiera trabajando en la construcción de un proyecto nacional a la espera de que llegara la
coyuntura que haría viable su puesta en práctica.
Chiaramonte afirmó que fue observable a través de multitud de trabajos parciales, la influencia
de la Ilustración europea en el movimiento intelectual anterior a la independencia (e
inmediatamente posterior a ella). En efecto existen numerosas menciones explícitas en los
escritos de los criollos de autores como Montesquieu, Rousseau, Voltaire, Quesnay, Turgot,
Condorcet, Filangeri, Genovesi, Galiani, Smith u otros como Paine o Burke. Sin embargo, como
bien señala Lynch “poseer un libro no significaba necesariamente aceptar sus ideas” y además
hemos de recordar que el problema que tuvo Nariño con la justicia colonial a partir de 1797,
procedía de un libro que éste había obtenido de la biblioteca personal del virrey Ezpeleta.
Resulta sin embargo admirable la pasión que por el libro se despertó entre los ilustrados
americanos de la época. Valga como ejemplo señalar el hecho de que Francisco de Miranda
tras ocupar la ciudad de Panzacola lo primero que hizo fue ocupar su tiempo en comprar
libros. Es muy conocido su afán por adquirir cuantos libros y manuscritos encontrara en las
distintas librerías de las ciudades que visitó y se calcula que en su biblioteca londinense de
Grafton Street, que debió tener más de 6000 volúmenes “se había convertido -además de en
un lugar de conspiración- en un centro de estudios donde se reunían intelectuales para
consultar sus impresionantes fondos”.
En la historiografía, la imagen de brusca ruptura del nuevo pensamiento con las tendencias
conformadas a lo largo de los dos primeros siglos de vida colonial, tendió a ser sustituida por la
de una penetración moderada y gradual del “espíritu del siglo”, un nuevo punto de vista
basado en el conocimiento de los trabajos de la época -largo tiempo olvidados- y que para
Chiaramonte, revelaban diversas formas de conciliación, entrelazamiento de los rasgos
ilustrados con formas tradicionales, en un “eclecticismo” entendido como forma de transición
hacia manifestaciones más nítidamente ilustradas.
Así, las barreras tradicionales para las nuevas formas de pensar -los dogmas de la iglesia
católica, la filosofía escolástica y la fidelidad política a las monarquías ibéricas- fueron sólo
superadas en momentos muy cercanos al proceso de independencia y no necesariamente en
su conjunto.
Para Benedict Anderson, existe una nación allí donde un grupo significativo de personas se
imagina pertenecer a una nación: la nación es una invención, un hecho cultural. En Nueva
Granada surgió la nación porque aquellos criollos convertidos en funcionarios administrativos,
recorrían el territorio y se sentían pertenecer a ese territorio, elaborando un sentimiento de
unidad, de nación, generado en ese proceso. La nación así representa un producto cultural
más, una comunidad imaginada.
Los criollos, una pequeñísima minoría, concibieron un proyecto de nación, pero no único, sino
entre otros que aunque no fuesen escritos ni articulados, no por ello debemos pensar que no
existieron.
La idea de nación no se trató sólo, como en Francia, del enfrentamiento entre los que la
pensaban de manera antigua y orgánica y los que la concebían como un cuerpo compuesto por
una asociación libre de individuos iguales; había que definir también su estructura política y
territorial. Mientras los españoles imaginaron la nación en su gran mayoría como unitaria, los
americanos la concibieron como plural, como un conjunto de pueblos, reinos, provincias y
ciudades.
En Nueva Granada durante la independencia existió casi siempre una constante oposición
entre los proyectos “nacionales” de las distintas élites regionales. Según Múnera el estado-
nación colombiano resultó un rotundo fracaso: sin rentas, sin una hacienda eficaz y sin una
estructura administrativa operativa. Hasta fines del siglo XIX el proceso de ensamblar las piezas
de un aparato político y administrativo real, no adquirió en Colombia los caracteres de un
estado nacional.
Algunos historiadores como Múnera, Wade , Michel-Rolph Trouillot , Eric Van Young han
comenzado a plantear la historia nacional desde la base popular.
Para Trouillot, el proceso de silenciamiento del papel relevante que en la historia ocuparon las
clases populares, arranca desde el mismo momento en que se inicia el proceso histórico:
desde la selección de las fuentes. Los archivos no se crean para ofrecer una visión neutral del
acontecer histórico, sino que existe una selección previa.
A fines del siglo XVIII e inicios del XIX, en el estudio del proceso de independencia en el
proyecto de creación de una nación, sólo ha sido considerado el punto de vista de las
contradicciones internas de las élites y nunca fuera de ellas. Para Alfonso Múnera, los agentes
populares no fueron simples agentes pasivos, y jugaron un papel decisivo. En el caso de
Cartagena, el mayor interés que tuvieron las élites criollas fue el de moderar un movimiento,
no iniciado por ellas en su fase decisiva, y que luego se apropiaron.
IV
Las reivindicaciones de los criollos incidían en varios puntos: la agresión económica, política y
social sufrida por América con motivo de la llegada de los españoles, los cuales forzaron a la
esclavitud y destruyeron las bases de la prosperidad de los pueblos estableciendo una “tiranía
mercantil”; la pretensión de la Corte de España a una ciega obediencia a sus leyes “arbitrarias”,
y la marginación de los criollos de los puestos más relevantes de la administración colonial.
Este último aspecto ha sido tratado ampliamente por la historiografía, llegando habitualmente
a la conclusión de que las clases dominantes criollas, aunque desplazadas del poder por las
reformas borbónicas, lograron por influencias indirectas volver al poder, no sólo no viendo
mermada su capacidad de decisión, sino viéndose esta incrementada. Así, este mecanismo de
actuación -en varios casos ni siquiera indirecto-, sirvió al gobierno colonial para desalojar las
presiones que nacían del hecho mismo de su dominación económica, social y política,
resultando beneficiados tanto los peninsulares como los criollos (Gelman, Garavaglia). En
lugar de pagar a sus propios funcionarios, la corona les permitió conseguir unos ingresos que,
vulnerando la ley, hizo de ellos puros mercaderes. Los funcionarios que llegaban vieron
garantizados sus salarios y gastos por los mercaderes criollos o peninsulares ya establecidos en
el territorio americano, y aquellos forzaron a los indios a una dependencia cruel con respecto a
los intereses de los comerciantes: “De este modo se satisfacían los diferentes intereses de los
grupos. Los indios fueron obligados a producir y consumir; los funcionarios reales recibían un
ingreso; los mercaderes conseguían productos agrícolas para exportar; y la corona se ahorraba
el dinero de los salarios”.
Aunque al respecto, Moutoukias ha indicado que es preciso considerar que nos encontramos
ante un contexto legislativo en el cual, con frecuencia, lo particular está por encima de lo
general.
Así, aunque prohibido, el comercio de contrabando fue impuesto por la actividad de un grupo
de comerciantes locales que lograba aprovechar la ambigüedad de las disposiciones reales
para afirmar sus procedimientos, y sin que ello escapase a la Corona, gracias a la vigilancia
estricta establecida por los funcionarios encargados de ese cometido.
Fisher ha demostrado el impacto global del comercio libre sobre importaciones. Entre 1782 y
1796 el valor promedio de importaciones fue diez veces mayor que en 1778, un muy
significativo 84% de ellos traído a Cádiz, y un 4% a Barcelona. Un análisis de los productos
importados en estos dos puertos, pese a confirmar el éxito del comercio libre en promover la
explotación de recursos naturales anteriormente desatendidos, también demuestra la
constante primacía de los productos de las minas americanas, que contabilizaron un 56% del
total .
Al respecto resulta muy esclarecedor el trabajo de Lynch referido al impacto del comercio libre
en América. Lynch afirmó que el comercio libre sobre importaciones está demostrado
claramente: entre 1782 y 1796, el valor promedio de importaciones fue diez veces mayor que
en 1778, un destacado 84% de ellos traído a Cádiz, y un 4% a Barcelona. Además demostró el
éxito del comercio libre en promover la exportación de productos naturales anteriormente
desatendidos, pero indicando la constante primacía de los productos de las minas americanas,
que contabilizaron el 56% del total. De todas formas, como han demostrado Garavaglia y
Marchena, las reformas en el ámbito comercial apenas sí alcanzaron éxitos muy puntuales, de
corto aliento y de menor trascendencia frente a las contingencias del período. La reacción en
España y en los círculos monopolistas americanos, en torno a los grandes puertos del tráfico
oficial, fue tan fuerte que varios ministros tuvieron que echar marcha atrás en sus propuestas.
En la moderna historiografía se ha impuesto, como modelo para definir las relaciones sociales
de producción para este período, la noción de economía moral. Este concepto, ideado por E.P.
Thompson ha sido utilizado por especialistas tales como McFarlane o Scott . La idea se
fundamenta en que los motines que se producen a finales del siglo XVIII en la América
española no son sólo económicos, sino que aparecen legitimados por un sentido de justicia
traído del pasado, asociado a una idea de pacto colonial, una constitución implícita que
también adivinan Bernard Lavallé o Jorge Gelman.
Creemos que más que una “economía moral”, existió una voluntad clara y abierta de mantener
la mayor parte de la población en el límite de la subsistencia, en un estado que únicamente les
permitiera renovar diariamente las energías perdidas en el trabajo para el señor o para el
régimen colonial. Recordemos que el principal capital de todo el sistema colonial fue la mano
de obra, tratada siempre como un instrumento más de enriquecimiento que a su vez
conllevaba un mayor prestigio social y un mayor poder político. El objetivo pues, fue mantener
vivo ese capital, no por razones morales sino por razones prácticas.
Sin embargo creemos que el poder coercitivo siempre existió y que se hizo presente
constantemente a través de simbologías que las clases populares tuvieron continuamente
presentes. La falta de un ejército numeroso y contundente, se ayudaba con el impulso de la
ideología de una clase social dominante, basada en un mensaje de legitimación hacia su modo
de vida y sus valores, que el resto de las clases procuraban alcanzar, más que abolir. Pese a
todo, con lo escasa que fuera la fuerza militar -el total de la tropa regulada desde California
hasta Tierra del Fuego, ascendió en el momento de máxima expansión del sistema defensivo a
42.000 soldados y oficiales, lo que equivalía a 361 kilómetros cuadrados por soldado, ésta
existía y podía con más o menos prontitud hacerse presente ante cualquier altercado social.
Este aspecto fue tenido probablemente más en cuenta por las clases populares que el relativo
al sostenimiento de un pacto que en infinidad de ocasiones, si existió verdaderamente, el
propietario puso en cuarentena.
Así, cuando las élites criollas locales se aseguraron el control del sistema miliciano en sus
partidos y jurisdicciones, éstas lo transformaron casi en una guardia personal. Las Milicias se
transformaron en un fabuloso instrumento de control social y políticos de las élites hacia los
sectores populares (tanto urbanos como campesinos), y en muchos casos fueron los propios
peones o aparceros de estas élites quienes constituían los sistemas milicianos. Este mecanismo
generó unas fuertes relaciones de clientelismo político, y usaba esta fuerza como presión para
mantener incólumes sus intereses cuando había problemas con los subordinados.
Los intereses de grupo, sociales y económicos, llegaron incluso a readaptar estas unidades
militares en función de sus más inmediatas necesidades. Los ejércitos americanos de la
Independencia se constituyeron en un producto genuino americano: un universo de
campesinos indígenas, mestizos, mulatos y negros, arrastrados a la guerra por sus patrones,
fuesen de un bando o de otro; reclutados por el Cabildo, los gremios de comerciantes o los
más poderosos burgueses entre las clases más populares. Estos intereses resultaron a medio
plazo incluso opuestos a los de los propios sectores populares que engrosaron las filas de estos
colectivos armados fuesen realistas o independentistas. Este “pacto” de integración en los
ejércitos independentistas, les otorgó protección y trabajo si continuaban mostrando fidelidad
a las figuras e interés representados en sus banderas.
Entre el poder de la corona y el de las élites locales debido a la limitación de la que fue
consciente la corona para actuar en América: según las ideas desarrolladas en el medioevo y
plasmadas por los tratadistas del siglo XVI y XVII, el poder del rey, teóricamente absoluto,
estaba en realidad limitado. Los súbditos delegan en el rey sus poderes, y éste pasa a
ejercerlos mediante el ejercicio de la justicia, que por ello tiene que ser real.
Además, existía un segundo compromiso que fue el de administrar con justicia los bienes
comunes, que habían de constituir una especie de patrimonio del que gozaran todos los
súbditos: repartidos equitativamente según su situación social.
Mediante el segundo tipo de pacto, se reconocía que las élites locales tenían la capacidad de
actuar con absoluta libertad siempre y cuando no pusieran en duda la autoridad y jurisdicción
real. El final de este pacto llegó cuando la corona, en tiempos de los borbones, quiso reducir el
ámbito de poder de las élites locales llevando a cabo las reformas borbónicas de la segunda
mitad del siglo XVIII y al tiempo, en un proceso natural, la sociedad americana se transformó al
margen del enunciado pacto.
El tercer tipo de pacto colonial imponía desde la metrópoli a las colonias relaciones
comerciales exclusivas. Este pacto tuvo muchos problemas para ser llevado a efecto y los
monopolios reales fueron continuamente contrarrestados por el sistema de contrabando de
franceses, ingleses, holandeses y por supuesto, españoles en el Caribe.
En territorio español este acuerdo entró rápidamente en decadencia y Lavallé calcula que a
mediados del siglo XVII resultaba inviable.
Respecto al origen del poder social de estas clases dominantes criollas, la historiografía
tradicional ha dotado a éstas de un carácter terrateniente que no siempre han tenido. Como
Gelman o Garavaglia han demostrado, en Buenos Aires las clases dominantes criollas fueron
fundamentalmente comerciantes, más interesadas en desarrollar un comercio de larga
distancia que articulara el intercambio entre Europa y África (esclavos) que en invertir en
grandes explotaciones.
Para el caso de Cartagena sucedió algo parecido. En 1789 los diputados de los comerciantes,
José Ignacio de Pombo y Lázaro María de Herrera, ambos comerciantes ilustrados, pidieron,
aprovechando la ocasión propicia que representaba el movimiento reformista iniciado por
Carlos III, el establecimiento de un consulado de comercio en Cartagena. La única división que
en el momento de su constitución se propuso, respecto a los comerciantes que debían integrar
dicho Consulado, estuvo relacionada con el poder económico de sus miembros: sólo los
comerciantes, navieros y mercaderes, con determinadas rentas podían hacer parte de la junta
de gobierno del consulado. Las reglas reflejaron la importancia real que dentro del poder local
ostentaba cada una de las élites dominantes. Mientras que en la Habana y Caracas los
hacendados y los comerciantes integraban por igual la junta de gobierno, la corona no nombró
un solo hacendado para integrar el cuerpo directivo del Consulado de Cartagena, y sólo
después de 1800 los hacendados criollos empezaron a jugar un papel importante.
Si en 1808 habían sido los propios españoles que vivían en América los que se habían
levantado, temiendo que las autoridades godoístas no relevadas se plegaran a los intereses
franceses, en 1809 fueron los criollos los que presionaron para conseguir el predominio en los
cabildos metropolitanos y para que se formasen juntas de gobierno provinciales similares a las
de España. Esto permitiría un régimen de gobierno autónomo. El movimiento de 1809
fracasaría, pero quedó claro tras los golpes de Estado de La Paz y Quito que la dominación
española ya necesitaría en adelante, imponer su autoridad con escarmientos ejemplares.
Los gobiernos españoles entre 1809 y 1814, no tenían fuerza para acabar con la rebelión y el
pensamiento político liberal, no comprendían, según Carr, la idea de autonomía colonial. Las
teorías liberales sobre el imperio variaban de un lado al otro del atlántico. Los americanos
citaban el lema de los patriotas del 1808 en defensa de la patria contra el despotismo
extranjero, pero para ellos, la patria (según aparecía en un periódico de Lima de 1812 y que
recoge J. Basadre en “La iniciación de la República”) fue la gran extensión de ambas Américas
y el opresor fue España.
Los criollos trataron de hacer una transición política incruenta y una revolución económica
para desmontar el orden colonial, pero las reacciones contrarrevolucionarias que siguieron
originaron el enfrentamiento de bandos y los inicios de las guerras.
Bajo una base común de repudia del orden social imperante, se entremezclaron revoluciones
burguesas (los primeros dirigentes de la insurrección acusarían a España de haber reducido a
América a una “dependencia degradante”), movimientos populares, tendencias políticas
opuestas (centralismo, federalismo), debates en torno a sistemas monárquicos o republicanos,
etc.
En la situación política del momento, existía un dilema que fue preciso resolver tanto por los
criollos como por los españoles que residían en América: por una parte, reconocer la regencia
que se encontraba en un Cádiz rodeado por las tropas francesas (y que ni los mismos
españoles creían que podría resistir); por otra parte promover un golpe de Estado que les diera
la autonomía y quizá la misma independencia, para lo que contarían con la ayuda de los
británicos. La primera posición fue adoptada por las autoridades españolas (aun no creyendo
en que Cádiz resistiría), y la segunda fue defendida por los criollos y vista por ellos mismos
como única para preservar sus países.
El estallido revolucionario se realizó con dos fórmulas muy distintas, propias, respectivamente,
de los ámbitos urbano y rural:
Una, la de los cabildos de las sedes metropolitanas: propiciada esta fórmula por los grupos
blancos criollos, tuvo un carácter centrífugo: de la capital al medio rural.
Eminentemente indígena y centrípeta: del campo sobre la ciudad. Fue el caso mexicano. Se
movió por la fe y fue una cruzada en defensa del rey. Otra llevada a cabo por la oligarquía
criolla adoptó la fórmula de los cabildos revolucionarios como medio de transición política.
Ante el vacío de autoridad real existente, se propuso que los cabildos metropolitanos
asumiesen la representación popular constituyéndose en cabildos abiertos, donde estuviesen
representadas (formalmente, puesto que los cargos de los cabildantes fueron comprados) las
fuerzas vivas de los vecinos. Éstos elegirían Juntas de Gobierno formadas por criollos y
españoles.
Como los cabildos metropolitanos sólo tenían jurisdicción de unos kilómetros en torno a su
núcleo urbano, y como no podían pretender mandar en otras ciudades de los virreinatos o de
las capitanías (por falta de tradición y por norma legal) se constituyeron varios autogobiernos
dentro de un mismo territorio.
Este problema se creyó poder solucionarlo convocando unas asambleas o reuniones de todos
los cabildos sujetos a la antigua autoridad colonial (lo que fue un contrasentido) para que sus
representantes eligieran un gobierno representativo. En muchas ciudades el propio cabildo de
la capital, transformado en Junta de Gobierno, siguió gobernando todo el territorio (lo que fue
más fácil que reunir a los representantes de las ciudades del antiguo reino). Así, como puede
verse, el sistema criollo de los cabildos revolucionarios, coincidió con la fórmula española de
transición política de las Juntas de Gobierno. Aunque la regencia sólo la recomendó para casos
extremos, y siempre integrando en ellas a representantes españoles y criollos bajo la autoridad
del mando español en plaza (virreyes o capitanes generales), las Juntas servirían de gobiernos
semiautónomos en Hispanoamérica hasta que volvieran al seno metropolitano cuando se
aclarase la situación de la península. También se preveía que funcionaran como gobiernos
paralelos ultramarinos en caso de que finalmente toda España fuera ocupada por Napoleón.
Así pues, la metrópoli proyectó unas instituciones liberales comunes: el decreto del 15 de
octubre de 1810, extendía a América el derecho de representación, por lo que Argüelles
postularía que no había una base legítima para la revuelta. La negativa a aceptar el gobierno
de España se consideró ingratitud indecente y el acto emancipador, una rebelión separatista.
VI
Años más tarde, como consecuencia de cinco años de guerra, con una constitución aprobada a
medias en América, y sobre todo con un rey que decidió con apoyo de los sectores más
tradicionales de la monarquía, reimplantar el gobierno absoluto en su persona, la voz de las
armas pareció sustituir a la discusión política. El 17 de febrero de 1815 salió de Cádiz a bordo
de 43 transportes escoltados por 18 buques de guerra, el ejército expedicionario español,
constituido por 10.642 hombres, todo él bajo las órdenes del teniente general de los Reales
Ejércitos, Pablo Morillo. La expedición, que en un principio estaba previsto que se dirigiera al
Río de la Plata, acabó finalmente dirigiéndose hacia Tierra Firme, hacia el Reino de la Nueva
Granada.
La llegada del ejército expedicionario supuso la elevación de la presión fiscal hasta límites
insoportables en un tiempo en que los peninsulares ya fueron vistos claramente como
extranjeros que venían a ocupar un territorio que sólo pertenecía a los naturales de la región.
2) Depredación: llevada a cabo por un ejército de ocupación que vivía sobre el terreno y
devora todo recurso a su paso, - lo que refuerza la representación de lo peninsular como algo
extraño y amenazador-.
El origen de este desorden generalizado se fundamenta en varios aspectos que requieren ser
analizados y demostrados:
- Superposición de Estructuras. El aparato militar se superpone al civil generando un sinfín de
problemas de competencias que conllevarán la ineficiencia de la administración colonial.
Pero no pasó mucho tiempo desde la llegada de este ejército expedicionario cuando un
sentimiento de profundo abandono ya había empezado a ser común en los sectores más
liberales del ejército expedicionario. Las contradicciones surgían por doquier. En uno de los
quiebros del destino, precisamente en Cartagena de Indias, el grupo de liberales integrado en
el ejército supo que un ilustre hijo de esa ciudad, el mariscal de campo Juan Díaz Porlier “el
Marquesito”, había muerto ajusticiado el 3 de octubre de 1815 en España por haberse
pronunciado en contra de Fernando VII. Parecía como si no pudiesen afirmar con rotundidad
quién fue el enemigo ni dónde éste se encontraba, puesto que cartageneros, al otro lado del
mar, en la patria de los ocupantes de Tierra Firme, existían criollos que morían por la libertad
frente al absolutismo. Quizá con ello presintieron que la mayor fuerza expedicionaria que
jamás hubiese partido de España, desembocaría en uno de sus mayores fracasos militares,
políticos y económicos.