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LA MANGACHERÍA EN MATALACHAÉ
Enrique López Albújar: Matalaché es una historia de amor empañada por los prejuicios sociales
de la época (S. XVIII) basándose en una versión inspirada en la historia del barrio de la Mangachería en
la que esclavos malgaches trabajaban en una tina de jabón dentro de dicho territorio.
“Matalaché, apodo del esclavo José Manuel quien cumple la función de reproductor para su
dueño. Él es diferente a los demás ya que era el capataz de la hacienda no era ignorante y poseía
cualidades de gente decente […].
La Tina, ambiente en el que se desenvuelve la historia es una hacienda que posee dos zonas
bien definidas: al norte la sección dedicada a los cueros con una tenería, una ramada, corrales y un
molino; y al sur la fábrica de producción de jabón con sus enormes tinas y hornos […].
El capataz estaba siempre detrás de los esclavos exigiéndoles, mediante fuertes maltratos,
largas horas de trabajo, y una dieta insana […]. Por otro lado, don Juan Francisco (dueño de la fábrica)
quien tiene interés en conocer la hacienda. Su guía será el capataz José Manuel y María Luz, una joven
de mentalidad abierta, rechazaba los prejuicios raciales y las normas sociales con las cuales fue educada,
por ello se muestra muy condescendiente con los esclavos. Cuando José Manuel se compromete a
trabajar en el oratorio y hacer unas zapatillas para ella, ambos desde ese momento, se sienten atraídos.
(1)Enrique López Albújar, Matalaché, edición de 1928.
EL GENTILICIO MANGACHE
Autor: Carlos Arrizabalaga Lizárraga
El gentilicio “mangache” es uno de los términos López Albújar incluye uno al final de su libro De
la tierra brava. Poemas afroyungas (1938), por lo que no era una palabra común en el resto del país. En
otro lugar emplea el término “mangacherinos”, que no prosperó. Se trata de cualquier modo de una rara
pervivencia entre un grupo de términos que aludían al lugar de procedencia de los negros esclavos,
separados de su grupo étnico por el comercio negrero: “ararás”, “congos”, “angolas”, “caravelíes”…
África quedaba muy lejos y la permeabilidad social fue borrando esos indicativos, que habían
servido no tanto como señal de identidad, sino como marca distintiva y vergonzosa con que se ofrecían
hombres, mujeres y niños en el comercio negrero.
Sea como fuere, si sumaron un grupo más numeroso, o es que fueron de los últimos que
llegaron a Piura, lo cierto es que solo ellos conservaron su nombre de origen. Provenían de Madagascar,
la cuarta isla más grande del mundo, en el lejano océano Índico. Y mantuvieron con fiereza su nombre y
su identidad aunque el recuerdo de su origen fuera borroso. Los portugueses llamaron a la isla
Madagascar, y los franceses difundieron el gentilicio “malgaches” (en castellano hubiera sido algo así
como “malagasios” o “malaquenses”). Ya en América se trocó la implosiva lateral con una consonante
nasal seguramente por asimilación fonética: “mangaches”, y es fácil en tal posición ese trueque de
líquidas. El término sólo subsiste así en Piura. Algunos se mencionan ya en el siglo XVI, y vemos
mangaches en Panamá o Ecuador, pero no hay otra ciudad en la que hayan dado su nombre a uno de
sus barrios más populares.
Llegaron del campo, los más, cuando el presidente Ramón Castilla abolió definitivamente la
esclavitud, y salieron adelante como sastres, zapateros y toda suerte de trabajos (1). Tradicionalmente se
enfrentaban con los negros del barrio sur, llamados despectivamente los de la Gallinacera por
encontrarse muy cerca del camal y al costado del mercado viejo, junto al río, habitualmente lleno de
gallinazos. La Gallinacera vivía en torno a la parroquia de San Sebastián y la Mangachería en torno a la
pequeña capilla de la Cruz del Norte, que finalmente también se convirtió en parroquia.
Linda L. Grabner-Coronel publicó en la Revista Iberoamericana, en 2005, una reflexión sobre la
“localización del poder” en el Perú (2)] comparando la representación de la indigenidad en tres novelas
peruanas entre las que se encuentra, en primer lugar, La casa verde de M. Vargas Llosa. Aparte de
descalificar al escritor por considerarlo moderno, nacionalista y colonialista y, por todo ello,
eminentemente masculino, dirige su análisis al hecho de que son las mujeres de la Mangachería las que
incendian el prostíbulo verde de la novela, y todo ello para llegar a la forzada conclusión de que aquí,
como en las chicherías de Abancay que se muestran en “Los ríos profundos” de J. M. Arguedas, “quienes
causan las revoluciones sociales son las mujeres indígenas” (3)
Así pues, efectivamente y sorpresivamente, la investigadora norteamericana considera que los
mangaches son “indígenas aculturados”, y confunde sin ningún tipo de rubor los espacios descritos en la
novela. Resulta que “las chozas de barro y caña brava de la Mangachería” que aparecen en las páginas
de Vargas Llosa, así como “las picanterías y chicherías de la Gallinacera, (…) que abrazan a Piura como
una muralla” (1966). Los interpreta como barrios indígenas. En realidad la población indígena de Piura,
muy numerosa, vivía en los pueblos de Catacaos, de Sechura y de Colán, aunque ya no se consideraban
como tales, sino más bien como comunidades campesinas, dado lo avanzado del mestizaje y el hecho de
que todos ellos hablaban castellano, desde hace por lo menos siglo y medio, en esta parte del país.
Refiere López Albújar que los oficios se ubicaban al norte y al sur de la ciudad con
especializaciones específicas: “Así, mientras el mangache fabricaba adobes y ladrillos, tejía riendas y
empajaba techos, curtía pieles, repujaba cueros y laboraba jabones. El gallinacero fabricaba peines y
calzado, tejía cobijones y alforjas, manipulaba la plata y el oro y forjaba el hierro y tallaba la madera, este
hacía la música y aquél bailaba. Cuando el uno era castillista, monterista o pradista, el otro alardeaba de
vivanquista, pradista o pierolista”.
En la novela de Vargas Llosa hay un eco de estas rivalidades. Para los años 50 los mangaches
eran urristas y recordaban la figura del presidente Sánchez Cerro. Y, por cierto, se menciona Catacaos
apenas una vez y como a lo lejos, pero no hay personajes piuranos de origen indígena o campesino. Son
todos pobladores de la ciudad, aunque sea una ciudad tan pegada al campo y a la tierra que parecen
confundirse. Los protagonistas, los del barrio norte, manifiestan con orgullo su identidad: “Todos sabemos
–dirá uno de los inconquistables– que los mangaches son los mejores.” Cuando ya Anselmo se
acostumbra a la ciudad, el narrador anota: “bailaba el tondero como los mangaches”. Y al final, cualquier
piurano reconocía en él a un mangache por su manera de hablar. Lituma mismo es Mangache y protesta
cuando al salir de la cárcel ve que los blancos se pasean por la Mangachería “como por su casa”. El
nombre del barrio se reitera cuarenta veces en la novela y el adjetivo “mangache” en veintiocho ocasiones
más (4).
Es un error de bulto confundir los antiguos barrios de negros con poblaciones indígenas, y hablar
de “mujeres gallinazo” para referirse a las lavanderas y vendedoras del mercado. Una ofuscación. Es la
miopía del intelectual indigenista que continúa el simplismo de los ensayos mariateguianos. Para la
dialéctica marxista todo ha de reducirse siempre a dos polos opuestos cuando la realidad siempre es más
compleja y particularmente en el caso del norte peruano, pues se trata de un espacio multipolar en el que
la herencia africana constituye una parte fundamental de la identidad, la misma que mezcla, borra y
matiza sangres, colores, danzas, costumbres, dejos y sabores.
No por nada Jorge Moscol Urbina llamó Mangachería rabiosa a la colección de dieciséis de sus
mejores relatos y anécdotas (5) Era no solo el barrio emblemático de Piura sino el término con el que más
orgullosamente se reconocían los personajes y, por extensión, los lectores de este eximio periodista y
escritor piurano. El barrio norte ha difuminado sus fronteras con el desarrollo urbano ysus pobladores se
han diseminado por toda la ciudad. Todos los piuranos son mangaches y conservan ese antiguo nombre
sin apercibirse de su significado original, pues la población ya no le otorga una interpretación étnica. Lo
expresa en su poema “De la rica china”, el tan piurano Enrique López Albújar:
¡Qué guapa china la Carmela!
¡Cómo se mece al caminar!
Qué bien mangache es su lisura
Y qué piurana al decir ¡gua! [6]
Que las piuranas tienen su geniecito, no hay más que decir. Pero que ese geniecito sea debido a
una herencia genética (¿las capullanas que se mencionan los cronistas?) o una evolución cultural ya es
otra historia. Presuponer una raíz indígena, una especie de gen originario a un supuesto impulso
revolucionario es más que un error de obcecación del indigenismo, una expresión del racismo subyacente
y del totalitarismo solapado que subyacen en esa corriente ideológica. El error no pretende más que
justificarse en la superchería de lo irremediable. Con el vistoso ropaje de los estudios culturales, con un
discurso aparatosamente sobre interpretado por una posición ideológica radical llena de prejuicios, y con
la herencia negra como lastre, asumida sin más (pero no ingenuamente) desde la tradición anglosajona
protestante, la profesora Grabner-Coronel ha logrado que una de las mejores revistas del hispanismo
publique entre sus páginas una visión totalmente errada de la realidad peruana a partir del análisis de tres
novelas que, en cualquier caso, son obras de ficción y no un reflejo exacto de la realidad (7).
NOTAS.-
(1) Se ha mencionado alguna vez que los topónimos “Malacas” o “Malacasí”, en el campo piurano,
tendrían relación con el gentilicio, pero a decir verdad, parece ser una simple coincidencia fonética. Deben
tratarse de nombres prehispánicos.
(2) Linda L. Grabner-Coronel, “Localización del poder en el Perú: Reflexiones en torno a la representación
de la indigenidad y feminidad en tres novelas peruanas”, Revista Iberoamericana. Vol. LXXIII, n. 220, jul-
sept. 2007, pp. 563-579.
(3) La tercera de las novelas analizadas es Aves sin nido (1889) de Clorinda Matto de Turner, que sería,
para Linda Grabner-Coronel, la única expresión válida de feminidad e indigenidad.
(4) Mario Vargas Llosa, La casa verde. Barcelona, Seix Barral, 1967. Pongo las páginas entre paréntesis.
(5) Jorge E. Moscol Urbina, Mangachería rabiosa. Piura, Ediciones Piuranidad, 1986.
(6) Enrique López Albújar, De la tierra brava. Poemas afroyungas. Lima, Editora Peruana, 1938, p. 33.
(7) Se publicó en el diario El Tiempo el 17 de abril y el 21 de mayo de 2013. Aquí se han hecho
modificaciones al texto original, que se ha ampliado considerablemente.
LA MANGACHERÍA.-
Se trata sobre La Mangachería en la tradición oral, que nos cuenta Luis Alberto Gil Garcés. Nos dice lo siguiente:
“La Mangachería es uno de los barrios emblemáticos con más historia colectiva que presenta la ciudad de Piura.
Sobre sus orígenes se manejan diversos enfoques como sugiere Jorge Moscol Urbina, JEMU, fue el licenciado Cosme de los
Ríos quien teniendo una propiedad en el extremo norte de la ciudad fundo una fábrica llamada la tina donde se hacía jabón, cola
y se trabajaba el cuero. Esta versión la respalda el profesor Francisco Seminario Ramos quien reconoce en la Mangachería una
amplia zona que actualmente se extiende, si lo consideramos desde su valor histórico desde la avenida Sánchez Cerro al sur, el
cuartel Reina Farje en el norte y por el este la calle Lima.
Esta plazuela se fue transformando con el pasar del tiempo en el punto de encuentro de los mangaches que
necesitaba solazarse al aire libre, lugar muy concurrido, antaño, puesto que fue durante la alcaldía del señor Eduardo Pollit que
se decide cambiar de nombre al que posee actualmente en honor al poeta romántico piurano Carlos Augusto Salaverry. Muchas
anécdotas cuentan se entretejieron en este sitio y es aquí donde también se definió el destino político de la comarca con la
conformación de bandas que apoyaban a los candidatos de moda y que estos grupos estaban conformados por los mangaches
varones jóvenes e inquietos como lo apunta el señor Seminario.
Entre Cajamarca y Arequipa muy cerca del lugar de la actual Demuna, también antigua biblioteca municipal, al lado
este se encontraba la panadería de don Antonio Ordinola. Su negocio era uno de los favoritos de los vecinos mangaches puesto
que se vendía dulces de exquisito sabor, así como los conocidos panes de huevo, las mestizas que eran panes redondos
preparados con receta propia y los domingos en que se repartían ante el público que asistiría a las funciones ofrecidas por el cine
teatro Municipal, la panadería ofrecía para sus
SU TRABAJO EN LA CASA´TINA.-
Además de los insumos que se mezclaban en el procesamiento del sebo, la buena o mala calidad del jabón dependía
del “maestro jabonero”. Este era el esclavo principal, era el que conocía el momento justo para agregar a la tinada, las
cantidades necesarias de lejía. Contaba con ayudantes que realizaban las labores manuales, desde vaciar los zurrones de sebo
en los fondos de tina hasta empetacar. Los negros se encargaban de beneficiar a los animales en la tina, separar la grasa, cortar
y cargar la leña y guardar los pellejos. Una anotación del trabajo diario de los negros en un cuaderno de tina podía ser como la
siguiente:
M. Sojo contra T. Subiaur por arriendo de hacienda.
En 30 de junio y 1 de julio cargo leña de sapote Mandinga- En 1 de julio se comenzó a sacar la grasa por Ñocoto y
Matheo y se acabó de sacar el día 4 de julio de 1716. En 1 de julio de 1716 se echaron en las ollas once botijas de grasa Ñocoto
y Matheo.
En 3 dicho otras once botijas67Sin embargo, se percibe como la anotación es retrospectiva y no apuntada al momento.
También había el maestro hornero que, como su nombre lo dice, se encargaba de atizar el fuego de los hornos
subterráneos sobre los que estaban asentados los fondos de cobre. Podía contar con un ayudante para cargar el horno con leña.
Quizás y a semejanza de lo que encuentra Ramírez para los ingenios en Lambayeque, los esclavos especializados recibieran
algún beneficio particular sobre el resto por su misma condición (Ramírez 1976:38).
Trozos de los Ejidos eran alquilados y protegidos con cercas. Al serle embargado el trozo llamado (...)
La leña generalmente la cortaban de los Ejidos de la ciudad aprovechando los algarrobos, el zapote e incluso, los
cercos de alguna chacra sin vigilancia.
Extraer la grasa necesaria para una tinada requería de dos peones quienes la sacaban de los animales. Los pellejos
que se obtenían, debían ser cuidados por otro peón más por lo menos quince días para evitar que se secaran mal. Además
mientras no se retiraban de la casa-tina debían ser sacudidos cada diez días. El paneado o corte del jabón era hecho por el
maestro cortador de jabón y finalmente, el negro aguador se encargaba de abastecer con este elemento a la fábrica.
El número de esclavos que eran fijos de la tina casi nunca fue muy alto. Por el contrario podría incluso afirmarse que
fue bastante bajo como para llevar adelante una industria por muy incipiente que fuera.