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En

«Escuela y prisiones de Vicentito González», Juan Eslava Galán recrea


con mordaz ironía el mundo de curas, monjas, ejercicios espirituales,
Domund, Di Stéfano, Kubala y pan con chocolate que marcó los días de
colegio de una generación de españoles. Muchos se sentirán identificados y
seguirán regocijados de las desventuras del pequeño Vicentito: «Virgen
santa, Virgen pura, haz que apruebe esta asignatura».

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Juan Eslava Galán

Escuela y prisiones de Vicentito


González
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jasopa1963 08.12.14

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Título original: Escuela y prisiones de Vicentito González
Juan Eslava Galán, 2000
Diseño de cubierta: Enric Jardí

Editor digital: jasopa1963


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A mi hija María, que empieza a ir al cole
y dice que le gusta. Criaturita
.

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PRIMERO

El colegio de las monjas

Me llamo Vicente González Moreno. Nací en Villarejo de Cotrufes, un pueblo


andaluz y olivarero de calles empinadas, retorcidas y limpias, con tres iglesias, cuatro
con la ermita, con casas humildes, pero pulcras y bien encaladas, con sus casas-
palacio llenas de balcones y con escudos de piedra en la fachada. Entonces el pueblo
tenía trece mil habitantes, el doble que ahora, antes de que muchos emigraran a
Madrid, a Barcelona y a esos mundos de Dios.
Mi padre, al que Dios tenga en su gloria, se llamaba Teodoncio González
Algarinejo; de profesión, comerciante. Había nacido en Tejares de Salamanca, pero
su regimiento pasó por Villarejo de Cotrufes cuando la guerra, donde conoció a mi
madre, Presentación García Moreno, de profesión sus labores. Los presentaron en un
baile, se gustaron, él le preguntó si quería ser su madrina de guerra, ella se puso
colorada y le contestó que sí, se escribieron y al acabar la guerra, cuando él se
licenció, volvió y se casaron. Al principio parecía que no iban a tener hijos, pero con
el tiempo llegamos mi hermana Presentación y yo, casi seguidos.
Mi padre, al terminar la guerra, vendió una tierrecilla que había heredado en su
pueblo y, para ganarse la vida, puso en Villarejo una tienda de alimentación de
categoría para aquel entonces, con un abanico de bacalaos en la ventana-escaparate,
que obligaba a la gente a pararse para verlo. Con letras de madera pintadas de negro y
pegadas a la fachada, ponía: T. González, y, debajo, en un tablón corrido:
Ultramarinos finos y coloniales. Higiene y calidad superior.
Mi padre vendía de todo: delante del mostrador de madera había una fila de sacos,
abiertos y con la boca remangada, con garbanzos, lentejas, alubias y judías; a un lado,
tarros de cristal con avellanas y caramelos, una caja de galletas María a granel y otra
redonda de sardinas arenques. Entonces en el pueblo no había pescadero y la gente
comía mucho bacalao y mucha sardina arenque. La sardina se metía en un papel de
estraza y se aplastaba en el marco de una puerta para que se le abriera la carne y se
sacara mejor la raspa… En el estante de detrás del mostrador se veían los paquetes de
achicoria, las latas de atún, las cajas de flan chino El Mandarín, las tabletas de
chocolate Virgen de la Cabeza, las pastillas verdes de jabón Lagarto y las cajas de
tintes Diana. Del techo colgaban sartenes, ollas y cazos y unas cintas para que se

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pegaran las moscas, porque antiguamente había más moscas que ahora, dónde va a
parar. Ahora, con los detergentes y con los adelantos, casi no hay moscas.
De mi infancia guardo pocos recuerdos. No tendría cuatro años cuando me
apuntaron a las monjas del Santo Ángel. En Villarejo de Cotrufes los hijos de los
ricos iban al Colegio del Santo Ángel, que era de pago, y los pobres, a las escuelas
del gobierno. Aunque entonces los pobres no iban a la escuela, que en cuanto
echaban los dientes los ponían a trabajar guardando marranos, pavos o haciendo
mandados.
El colegio del Santo Ángel era un caserón antiguo en la calle General Queipo de
Llano esquina General Moscardó, que una vieja rica, marquesona creo, le había
donado a las monjas. A la entrada había dos columnas de granito, y una ornacina con
una Virgen blanca y azul, que sustituía a la que los marxistas rompieron con porros
de picapedrero.
Como entonces había poco papel, los párvulos del Ángel Custodio escribíamos en
unas pizarras pequeñas, cada uno la suya, con un lápiz de piedra, el pizarrín. A los
pizarrines les sacábamos punta frotándolos en las columnas de la entrada.
Me hizo mucha ilusión acompañar a mi madre cuando me compró el equipo del
colegio: una cartera que olía a cuero nuevo y bien curado, la primera cartilla y una
pizarra a la que mi padre ató el pizarrín y el trapo de borrar, para que no los perdiera.
Pasé la noche sin pegar ojo de la emoción, encendiendo la luz a cada momento para
mirar la cartera, que estaba en la mesita de noche, y la bata del uniforme recién
planchada y con las iniciales V. G. M. bordadas en el bolsillo de arriba. Como no
terminaba de amanecer, me levanté, me lavé y me vestí sin hacer ruido y me senté en
el saloncito con la cartera colgando a la espalda a esperar a que se hiciera de día y mi
madre me llevara al colegio. Los zapatos me apretaban bastante porque eran de
estreno, pero me sentía tan feliz que no me importaba.
Mientras esperaba abrí la cartera no sé cuantas veces para asegurarme de que no
se me olvidaba nada: cartilla, pizarra, pizarrín, trapo, y el devocionario Alfalfa
Espiritual para Borregos de Cristo del padre Clarete, confesor de la fundadora,
editado por las monjas, que era de adquisición obligatoria, aunque nunca lo usamos.
—Por lo alegre que vas a la escuela, bien se ve que vas a ser un talento —vaticinó
María, la criada, al despedirme con un beso.
Salí de casa, con mi madre de una mano y mi hermana de la otra, por la calle de
las Torres adelante, cruzándonos con los hombres que iban y venían del campo, las
mulas de reata cargadas con los serones, los arados y las herramientas, y con las
mujeres que acudían al mercado con el cenacho de la compra. Yo iba más orondo que
un marqués pensando que todos al mirarme se daban cuenta de que iba a la escuela
con la bata y la cartera nuevas. Mi madre estaba muy guapa, con su mejor vestido, el
reloj chapado en oro y los pendientes de coral que se ponía en las bodas, los bautizos,
en Semana Santa y el día del Corpus. Yo apretaba el paso, y si mi madre se paraba a
saludar a alguien, me impacientaba. Mi hermana Presentacioncita, como llevaba más

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tiempo en el colegio, no tenía prisa por llegar.
En el Ángel Custodio la calle era un hormiguero de párvulos esperando a que
abrieran las puertas, las niñas a un lado y los niños al otro, con una monja vigilando
en medio. La monja mandó a Visi con sus compañeras y le indicó a mi madre la
puerta de la Comunidad, que era más pequeña que la del colegio y parecía la de una
casa normal, con el zaguán empedrado, la contrapuerta de cristales esmerilados y
coloreados en rojo, esmerilado y en azul, el azulejo del Sagrado Corazón adornado
con lamparitas, y las macetas de aspidistras, una en cada rincón. Mi madre tiró del
cordón, sonó una campana y abrió una monja joven que nos llevó al despacho de la
superiora por un pasillo ancho decorado con más aspidistras en maceteros de azulejo,
un par de arcones antiguos y cuadros de santos y de mártires. Yo iba embobado
fijándome en todo. La superiora estaba sentada en un sillón de cuero, detrás de una
mesa muy historiada, y simulaba leer. Cuando se levantó, me pareció que su gorro
blanco almidonado, que era como una oca con las alas extendidas, iba a echar a volar.
Sobre la mesa había un crucifijo enorme con mucha sangre y una calavera amarilla al
pie de la cruz. Nos enseñó los dientes menudos y blancos. Entonces se llevaba esa
manera de sonreír entre las damas elegantes, como sonreía doña Carmen, la señora
del Caudillo, en los nodos y en las revistas. La madre superiora, o como se llamara la
monja jefa, era muy atenta y delante de los padres de los alumnos mostraba la
dentadura de bicarbonato, pero cuando no había visitas apretaba la boca hasta que le
salían arrugas.
—¿Este niño tan guapo es el nuevo alumno? —preguntó acariciándome la mejilla
con una mano suave y fría—. ¡Qué guapo eres, hijo! ¡Y qué cara de inteligente!
—En eso le sale a mi padre, que si le hubieran dado estudios habría sido un
portento —intervino mi madre, orgullosa.
—El colegio se alegra de tener un alumno tan bueno —dijo la superiora—, para
hacerte un buen cristiano y un hombre de provecho. Aquí tenemos a muchos niños
como tú que están deseando ser tus amigos.
La superiora tocó una campanilla de plata y al momento se presentó la novicia,
que aguardaba fuera.
—Hermana Martirio, llévese a… —consultó el resguardo del pago que tenía
sobre la mesa—, a Vicentito.
Le di un beso a mi madre, que estaba a punto de echarse a llorar de emoción, y
seguí a la monja por el pasillo camino de las aulas, con mi cartera a la espalda, tan
feliz de empezar mi nueva vida. Años después me contó mi padre que el día que entré
en el Santo Ángel, la superiora le sacó a mi madre un donativo de cinco duros —que
entonces era un dinero— para la reconstrucción de la capilla del colegio, incendiada
por las hordas bolcheviques durante la guerra, y otras catorce pesetas para siete
papeletas del sorteo, combinado con el de la Organización Nacional de Ciegos, de
una Purísima de yeso —primer premio—, una almohada para hacer encaje de bolillo
adornada con un torero y una flamenca bailando sevillanas y la Giralda al fondo —

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segundo premio—, y una maquinita de liar cigarros marca La Imperial Invicta —
tercer premio—. El día del sorteo nos pasamos la mañana pendientes de la radio, pero
no hubo suerte: ninguno de los tres premios nos correspondió.
A mi padre no le hacían gracia las colectas y los sorteos de las monjas.
—¡Es que nunca tienen bastante! ¡Es que si por ellas fuera nos sacaban hasta el
cerumen de las orejas! ¡Con el dineral que nos cobran por los niños!
—¡No te sulfures, Teodoncio! —lo calmaba mi madre—. Si hacen tantas rifas y
tantas colectas será porque están necesitadas. Fíjate lo bien que están dejando la
capilla del colegio para que la disfrute el pueblo.
Lo que más sacaba de quicio a mi padre era que las monjas le escogieran el
género en la tienda y le regatearan los precios.
—¡Buenos días nos dé Dios! —anunciaba la hermana Virtudes entrando por la
puerta, seguida de la novicia que cargaba con las compras—. ¿Cómo se encuentra
hoy, Teodoncio?
Mi padre devolvía el saludo de mala gana.
—Aquí nos tiene, una vez más, en busca del sustento de la comunidad. ¡Ya podía
usted tener algún detalle con unas parroquianas tan fieles!
—¡Y les estoy agradecido! —respondía mi padre con resignación.
—¡Ni un céntimo le gano a las monjas! —le ponía luego el grito en el cielo a mi
madre, y cuando ella intentaba calmarlo, añadía—: ¡Eso cuando no le pierdo dinero,
que es lo que pasa la mayoría de las veces, porque lo que compro por cinco se lo
tengo que rebajar a cuatro, a éstas…!
—Cuidado con lo que dices, Teodoncio —lo reprendía mi madre, dulce, pero
firmemente—, que luego tienes que confesárselo al cura. Piensa que les estás faltando
el respeto a las esposas de Dios.

Como iba diciendo, la hermana Martirio me sacó del despacho y me llevó por el
pasillo de los arcones y de los cuadros y luego por un largo corredor acristalado que
daba a un patio donde había una fuente de azulejos con surtidor, rodeada de parterres
de flores y macetas. Pasamos otra puerta y atravesamos otro pasillo más estrecho, que
no tenía cuadros ni nada, y después de bajar unas escaleras empinadas, con baldosas
hidráulicas y huellas de madera, salimos a un patinillo de cemento, con las paredes
manchadas de verdín, donde estaban los lavaderos. Dos criadas viejas que lavaban
ropa en las pilas de piedra me miraron con lástima al verme pasar. La hermana
Martirio descorrió el cerrojo de una puerta que daba al patio del colegio, entramos y
me dijo:
—Ahora a esperar a que lleguen los niños, que ya te dirá la hermana Valle dónde
tienes que sentarte.
Cerró la puerta, echó el cerrojo y me dejó solo en el patio. De la calle llegaba el
grillerío de los pizarrines afilándose contra las columnas de la puerta. El jardín del
Santo Ángel era tan bonito que más bien parecía un florido pensil. La yedra tapizaba

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los muros de piedra, al pie de los cuales, demarcados por ladrillos puestos de pico, se
extendían arriates en los que crecían rosales de distintos colores, dompedros,
campanillas, siemprevivas, dalias, alhelíes, y pensamientos, los únicos buenos que
había en aquella casa.
También había muchas macetas con aspidistras y azucenas. Creo recordar que no
había árboles; si acaso, algún ciprés en la puerta de la capilla o un limonero. El jardín
era tan hermoso que las monjas lo prestaban para los reportajes fotográficos de bodas,
comuniones y bautizos, aprovechando que la iglesia de San Martín cogía cerca, en la
plaza del General Sanjurjo, a cambio de un donativo para las obras de la capilla. Las
monjas solamente dejaban pasar a los celebrantes y al fotógrafo, pero si el padrino se
alargaba en la propina consentían que entraran los padres de los sacramentados.
Bueno, pasen ustedes también, pero procuren no tocar las flores, que son para el altar
de la Virgen. Y tengan cuidado con aquel niño, que está mirando mucho la petunia
que nos envió la hermana Clepsidra de las misiones. La monja mayor, la que
enseñaba los dientes, había decidido que el estropicio de la guerra lo sufragara
solamente el pueblo, por eso las obras de la capilla iban tan despacio.
—¡Que la paguen los que la quemaron! —sentenciaba—: Y cuando acaben con el
edificio tendrán que reponer los ornamentos que profanaron y los cálices que
fundieron.
La jornada escolar del Santo Ángel comenzaba con una Santa Misa oficiada en la
capilla del colegio. Los niños nos sentábamos en los bancos de la derecha y las niñas
en los de la izquierda, con las monjas velando desde el pasillo y los bancos traseros
para que guardáramos compostura y recogimiento. Si alguno se distraía o miraba a
las niñas, las monjas lo castigaban a meditar en la capilla durante el recreo.
El pecado de mirar a las niñas se agravaba especialmente si se cometía dentro de
la capilla, en presencia del Santísimo. Para evitar la tentación, los niños nos
sentábamos de medio lado, con la cabeza vuelta hacia la pared, y seguíamos el Santo
Sacrificio por el rabillo del ojo. El capellán del colegio, don Próculo, estaba ya viejo
y algunas veces se saltaba una parte de la ceremonia, y cuando iba de retirada para la
sacristía, inclinado como mandaba el decoro, con las vinajeras y los trapos en la
mano, salía de pronto de su recogimiento sacramental, se daba una palmada en la
frente y gruñía: «¡Coño, ya se me ha olvidado la Consagración!», y los monaguillos
se daban con el codo muertos de risa.
Después de la misa nos congregábamos en el patio ordenados por cursos, en fila
de a dos, y la hermana Valle se ponía al frente de los párvulos y decía: «Buenos días,
niños».
—Buenos días, hermana Valle —respondíamos a coro.
Fuera de la Santa Misa, nunca veíamos a las niñas, que bajaban al recreo y salían
del colegio a horas distintas para que no coincidieran con nosotros. No obstante,
como muchas tenían hermanos en el Santo Ángel, las criadas tenían que esperar la
salida de los niños para recogerlos también a ellos, y en esa media hora hacían

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corrillos e intercambiaban miradas y risitas con los mozos desocupados que acudían
al ojeo desde la acera de enfrente.
—No miréis a las niñas, que es pecado —nos advertía la hermana Valle— el niño
Jesús jamás miró a una niña.
En las clases de la hermana Valle, la mañana se nos hacía eterna. La hermana
apenas hablaba porque tenía la garganta muy delicada. A la vuelta de la Santa Misa,
después de los rezos matutinos, nos mandaba sentarnos, escribía una muestra en el
encerado, (Dios es omnipotente. Los niños buenos son puros. La Virgen fue
concebida sin pecado. Los pecadores se abrasan en el infierno eternamente…), y nos
ponía a copiarla en las pizarras por delante y por detrás. Cuando alguno le enseñaba
la pizarra llena, la cruzaba con un dedo y le decía: Borra y cópialo de nuevo, que te
han salido los renglones torcidos; o bien: Cópialo otra vez, que los palos de las tes
son demasiado largos. El caso era tenernos entretenidos hasta el recreo. Algunos días
llamaba a Federiquito, un niño del curso de la hermana Obdulia que tenía la mejor
caligrafía del colegio, para que copiara en la pizarra una muestra de la Cartilla
Escolar, Método rápido, de Ediciones Justicia y Caridad, por ejemplo:
La falleba de hierro no corre.
El abuelo va a pie ayudado de su cayada nueva.
Esa moza cecea mucho.
Aurora luce a cepillo su zapatito.
Aniceto se cayó a la acequia.
Domiciano tañe la guitarra tuya.

“Don Francisco Franco Bahamonde fue un niño muy aplicado, estudió para militar y ocupó muchos
puestos, sobresaliendo en todos. Tras esfuerzos inauditos consiguió librarnos de la esclavitud y de la
barbarie evitando la ruina de la Patria. ¡Oh, Dios misericordioso, protege al Caudillo!”

Mientras los niños copiábamos, la hermana Valle sacaba su labor y se ponía a


tejer. La hermana Valle tejía bufandas y mitones para sus sobrinos de Ávila, con el
frío que hace allí. Mientras ella hacía primores de un punto al derecho y dos al revés,
yo, a fuerza de dibujar muchos palotes, conseguí escribir mis primeras letras, pero a
leer aprendí porque mi padre repasaba conmigo la Cartilla Escolar y el Catón los
sábados por la tarde. Él tampoco andaba muy suelto en la lectura, así que de camino
aprendió él.
Cuando me quitaron de las monjas, yo era uno de los pocos alumnos que sabía
copiar y leer las muestras de la hermana Valle. Fallaba en lo de las cincuenta veces,
porque como no sabía contar, en unas ocasiones me pasaba y en otras no llegaba, lo
que me costó bastantes coscorrones, repizcos, repelones y pellizquitos de monja, que
son la variedad más dolorosa y, en su calidad clerical, siempre dejan cardenal.
A las doce, acabado el rezo del Ángelus, permanecíamos en silencio, atentos a la
monja portera, que se encaminaba a la galería superior a tañir la campana del recreo.
La monja portera era muy gorda y al subir las escaleras exhalaba suspiros cetáceos y
letanías indescifrables. Luego percibíamos sus poderosas pisadas por el corredor, que

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hacían temblar el techo sobre nuestras cabezas. La campana desataba una algarabía,
la hermana Valle se desentendía del curso, recogía su labor y hacía tiempo hasta que
evacuábamos el aula para salir la última, después de cerrar la puerta con llave.
Después del recreo venía una monja vieja y pequeñita, muy cascarrabias, a darnos
la clase de doctrina con el catecismo Nuevo Ripalda de la Nueva España. En esta
clase nos poníamos de pie, la mitad a un lado y la otra mitad a otro, e íbamos
diciendo a coro el catecismo bajo la supervisión de la monja, que nos dirigía con una
vara de avellano, con la cual también castigaba las pantorrillas del que se equivocaba.
—A ver, ¡los errores modernos! —decía.
Y la mitad de la derecha coreaba:
—Los errores modernos condenados por la Iglesia son catorce. El primero…
Y los de la izquierda coreaban:
—¡Materialismo!
—¿El segundo?
—¡Darvinismo!
—¿El tercero?
—¡Ateísmo!
—¿El cuarto?
—¡Panteísmo!
—¿El quinto?
—¡Deísmo!
—¿El sexto?
—¡Racionalismo!
—¿El séptimo?
—¡Protestantismo!
—¿El octavo?
—¡Socialismo!
—¿El noveno?
—¡Comunismo!
—¡El décimo!
—¡Sindicalismo!
—¿El undécimo?
—¡Liberalismo!
—¿El duodécimo?
—¡Modernismo!
—¿El decimotercio?
—¡Laicismo!
—¿El decimocuarto?
—¡La masonería!
La hermana Valle era una cincuentona con muy malas pulgas que hablaba muy
redicha, pronunciando mucho las eses, porque, como frecuentemente nos recordaba,

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era de Ávila, igual que santa Teresa. Casi siempre estaba enfadada a causa del flato
(como Su Santidad Pío XII, decía ella), por lo que la comida le sentaba fatal. Tenía el
cutis blanco como la leche, con una pelusilla rubia de melocotón. Cuando salía al
patio se echaba el gorro hacia delante para protegerse del sol. A Onofrito, el hijo del
alcalde, y a Felipín, el hijo del médico, que eran blanquitos como ella, les hacía
carantoñas y les decía: «Bizcotelas. Tenéis las manos como bizcotelas». A los
morenos nos pellizcaba o nos daba con el canto de la regla en el occipucio, al tiempo
que nos decía: «Hijo, a ver si te lavas un poco, que además de negro llevas tanta roña
encima que da asco verte esas manos negras como el pecado». Algunas veces he
pensado que si no hubiera sido tan moreno me habría ido mejor, no sólo con las
monjas, sino en la vida, pero lo de ser claro o retinto es una de esas cosas que uno no
puede escoger, como el Maicol Yason. La hermana Valle se había propuesto ser mi
valle de lágrimas y me tenía la cabeza llena de chichones, de arrearme reglazos. A
otros niños les daba de plano, que duele menos, y a Onofrito y a Felipín, como eran
su ojito derecho, nunca les pegaba, por muchas diabluras que hicieran. Incluso les
reía la gracia, con la poca que tenían.

Yo, como soy de buen conformar, soportaba los coscorrones y los pellizcos, pero
perdí la ilusión por ir al colegio.
Además de los pellizquitos y los reglazos, las monjas tenían otros castigos. La
hermana Valle encerraba a los niños traviesos o desaplicados en el cuarto de las ratas,
una habitación oscura y estrecha, sin ventanas, que olía a paño mojado y a cañería.
—¡Fulano, al cuarto de las ratas, a ver si te devoran la cara y te dejan como un
leproso!
Instintivamente mirábamos hacia el cuadro del padre Damián, en el que se veía
primero guapo como un artista de cine, y luego, después de contraer la enfermedad,
feo y contrahecho.
Algunos se resistían, porque le temían más a las ratas que a la monja, pero ella los
agarraba de la oreja con una mano mientras les atizaba reglazos con la otra para
convencerlos. Felipín y Onofrito Huevo Frito se tronchaban de risa con el espectáculo
que dábamos los condenados.
Yo, para qué lo voy a negar, visitaba tanto el cuarto de las ratas, que casi le perdí
el miedo y, en lugar de resistirme, me dejaba llevar, por ahorrarme el tirón de orejas y
los reglazos del camino, y en cuanto entraba cerraba los ojos y los apretaba, me
tapaba las orejas con las manos (que son las partes más tiernas y lo primero que se
comen las ratas), me acurrucaba junto a la puerta y permanecía inmóvil para que las
ratas no advirtieran mi presencia.
En el cuarto de las ratas, las horas tardaban siglos en pasar. Cuando me aburría
espiaba los ruidos de la clase: la tos cascada de El Percha, que de chico había estado
tuberculoso y por eso tenía que desayunar un ponche de dos huevos y se tomaba dos
cucharadas de aceite de hígado de bacalao después de la merienda; los asientos de los

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pupitres al golpear el respaldo, cuando algún alumno se levantaba; el pizarrín
rebotando en las baldosas; el carraspeo de la hermana Valle o cuando levantaba la
vista del ganchillo y le advertía a Morales: «Braulio, a ver si dejas de moverte, que
parece que tienes el baile de san Vito, o te meto en el cuarto con Vicentito». Pero la
muy ladina nunca juntaba a dos en el calabozo para evitar que se hicieran compañía.
El día del patrón del colegio, las monjas invitaban a los padres y a las autoridades
locales a una fiesta. Las monjitas preparaban los concursos y los actos del Santo
Ángel con dos meses de anticipación.
Yo, en otra cosa no destacaba, pero correr, corría más que nadie, y hasta la
hermana Valle, a pesar de que no era santo de su devoción, me lo reconocía algunas
veces.
—¡Vaya carrerón que vas a hacer tú, vendiendo patatas! —decía mientras me
arreaba un pellizco—. Vas a hacer la carrera del galgo.
Unos días antes de la fiesta del Santo Ángel, la monja de gimnasia, apodada El
Cepillo por el bigote, nos llevó al patio de la capilla a los que corríamos más en cada
curso. El patio era tan pequeño que había que dar siete vueltas para los cien metros,
con una parada para hacer la genuflexión al pasar por delante de la capilla. El Cepillo
trazó una raya en el suelo con la punta del zapato.
—Venga, niños: alinearse para la salida. ¿Preparados?, ¿listos?, —y tomando
aliento como un saxofonista— dio un pitido de locomotora con su silbato de plata.
Comenzamos a darle vueltas al patio y perdí la cuenta hasta que mis amigos
comenzaron a aplaudir porque había llegado el primero a la meta. Me detuve jadeante
y con la carne de gallina por la emoción, mientras mis amigos me abrazaban y me
levantaban en hombros, pero la hermana Cepillo dio tres o cuatro pitidos y, cuando
cesó la algarabía, anunció:
—Vicentito ha quedado descalificado y Onofrito ha ganado. Sí, no mires con esa
cara de pasmarote. Estás descalificado por tu falta de recogimiento al hacer la
genuflexión cuando pasaste frente a la puerta de la capilla en la última vuelta de la
carrera.
Me quedé anonadado porque yo siempre hacía mis genuflexiones con muchísima
devoción, e intenté protestar, pero el Cepillo ya estaba abrazando y besuqueando a
Onofrito, el hijo del alcalde y jefe local del Movimiento. Onofrito era un niño mierda
y dengue. Para hacerlo rabiar le decíamos Onofrito Huevo Frito y él se agarraba unos
berrinches de cuidado. Si había monjas cerca, no, porque les iba con el cuento y las
monjas te arreaban un pellizquito de monja, cogiendo poca carne, que duelen cosa
mala.
—¡No insistas, Vicente! —me rechazó la hermana Valle, enfadada—. En la poca
devoción que has demostrado al hincarte de rodillas ante el Santísimo se echan de ver
tus malas inclinaciones.
Iba a defenderme pero me puso una mano helada en la boca y me dijo:
—¡No me repliques, maleducado! Ponte de rodillas y me escribes cien veces:

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«Soy un niño malo. El niño bueno tiene que ser más humilde y menos orgulloso».
Onofrito se proclamó campeón. En la fiesta del colegio le dieron las cuatro
medallas: la Deportiva, por la carrera que había ganado yo; la de Doctrina; la de
Probidad y la de Urbanidad, cada una con su banda azul correspondiente.
La alcaldesa, viendo a su Onofrito Huevo Frito tan galardonado, no pudo
contener las lágrimas, se le corrió el rímel y se puso la cara churretosa, pero el
secretario del ayuntamiento, que era un hombre atentísimo, se sacó el pañuelo del
bolsillo superior de la chaqueta, lo mojó en la fuente del patio y se lo tendió solícito,
después de consultar con la mirada al alcalde, que cerró los párpados
aprobadoramente.

El día de la fiesta, las monjas adornaban el jardín con guirnaldas de trapo y


sacaban la imagen de la Purísima de la capilla para que presidiera el acto. Primero
recitaban poesías los alumnos más distinguidos de cada curso y, entre recitado y
recitado, las monjas les vendían a los padres papeletas para la rifa de un tarro de
mermelada y estampas con reliquias cosidas de la fundadora. Cuando empezaba a
flojear la recaudación tocaban la campana y cambiaban el tercio al reparto de
premios, que ese año se los llevó todos Onofrito. El alcalde se levantó del tablado, se
abrochó la chaqueta dejándose un botón cojo por la falta de costumbre, y dijo:
—No un párrafo de gracias, escuetamente gracias como corresponde al laconismo
militar de nuestro estilo. En mi calidad de máxima autoridad de este pueblo, cuyos
destinos rijo, como falangista de la primera hora, camisa vieja de nuestra España, y
en mi calidad también de padre del mejor y más galardonado alumno de este colegio,
es mi deber señalar que la emoción me embarga, pero más aún porque me cabe la
dicha de anunciar que el Excelentísimo Ayuntamiento, haciéndose eco del sentir
popular, acordará en la próxima sesión extraordinaria, que se celebrará mañana Dios
mediante, el acuerdo unánime de aportar mil pesetas de las arcas municipales a fin de
sufragar, aunque sea modestamente, una parte de las obras de la capilla del colegio.
Además de la banda con la medalla de aluminio, a cada premio le correspondía un
ejemplar del libro de lectura Luisito o el niño aplicado. Como Onofrito Huevo Frito
acumulaba cuatro libros, la alcaldesa les cambió a las monjas los repetidos por una
caja de huesos de santo.
En fin, que si algo aprendí con las monjas es que en este mundo hay una vara para
medir a los pobres y otra muy distinta para medir a los ricos y que en mis tiempos el
que nacía lechón moría cochino por mucho que él o su parentela se esforzara en otra
cosa. Ahora no digo yo que las cosas no sean de otra manera, porque el mundo ha
cambiado mucho desde entonces.
Para terminar la fiesta el presidente de los Amigos de Jesús y la presidenta de las
Esclavitas del Sagrario, o sea Onofrito y su hermana, recitaron una poesía por las
penas del purgatorio, que decía:
Del purgativo fuego

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¿quién puede sin quebranto,
quien puede sin espanto,
las penas contemplar?
¡Ay de mí, desdichado!
¿Cómo no me confundo,
que al tártaro profundo
Dios me puede arrojar?
Oh, Dios de las alturas,
Dios bueno, Dios clemente,
Perdona a un delincuente
Y Óyele a ti clamar.
Bien es verdad, Dios mío:
Mis crímenes atroces
Están pidiendo a voces
Venganza y no perdón,
Pero llorando a mares
Mi vil alevosía
Te invoca el alma mía
Y gime el corazón.
Sea, señor, mi hora
Felice la postrera
Como los justos muera,
Que habitan en Sión.

Sudores le había costado a Onofrito aprenderse la poesía, después del colegio,


con la hermana Valle, siguiéndola por la rosaleda y recitándosela mientras ella
arreglaba las plantas con las tijeras de podar. Onofrito sabía hacer las posturas, que
las tenía muy ensayadas delante del espejo, y sabía poner la mirada perdida y
húmeda, como si se le saltaran ias lágrimas, y sabía accionar las manos vueltas con
los dedos juntos como un nadador, pero al llegar a felice la postrera se equivocaba
siempre y decía Felisa la portera.
—No, Onofrito —corregía la monja— es felice, o sea, feliz, y la postrera es como
si dijéramos la última. ¿Comprendes?
Onofrito asentía y empezaba de nuevo, más acompasadamente, pero mediado el
poema tomaba carrerilla y al llegar a Felice le salía Felisa. La monja, que comenzaba
suave y pedagoga, acababa perdiendo la paciencia y dándose de cabezadas contra una
columna, viendo que no había manera de sacar a Onofrito de la portería de Felisa.
Todo lo más se echaba a llorar que se quería ir a su casa y la monja lo apaciguaba con
un caramelo antes de mandarlo para la alcaldía.
El día de la fiesta, con la emoción nadie notó que Onofrito decía Felisa la portera
y cuando acabó lo aplaudieron y felicitaron mucho, sobre todo las autoridades, el
párroco, el cabo de la Guardia Civil y las monjas.
La madre de Onofrito no se pudo contener, subió al estrado llorando de alegría y
abrazó al portento de criatura que Dios le había dado. Lo abrazó con tanta fuerza que
por pocas lo ahoga. Con la efusión, los cuatro Luisitos o el niño aplicado se le
cayeron del brazo y rodaron por los suelos.
Llevaba dos años en el Santo Ángel cuando ocurrió la desgracia que precipitó mi
salida del colegio. La hermana Valle nos tenía prohibido hablarle mientras tejía

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porque perdía la cuenta de los puntos del derecho y los del revés, así que cuando un
niño quería hacer pis, o sea, mear, como se decía entonces, se ponía de pie y
permanecía callado hasta que la monja reparaba en él.
—Y tú, ¿qué quieres?
—Ir al cuartito.
—Anda —concedía—. Y no tardes, que es pecado.
Ese día llevaba un buen rato de pie, orinándome, y la monja no me veía o fingía
no verme, para hacerme sufrir, así que cuando ya no aguantaba más se me escapó un
sollozo:
—¡Hermana Valle, que me meo!
La monja soltó el punto y se puso como una tarasca:
—¡Basto, malhablado, que eres un malhablado! ¿Cómo te atreves a pronunciar en
esta casa de religión esas palabras de carretero? ¡Del cuartito, ni hablar, te aguantas
hasta que sea la hora del recreo! ¡Y deja ya de lloriquear que no me vas a conmover!
Por primera vez deseé ir al cuarto de las ratas, donde, por lo menos, me hubiera
meado en un rincón, como otras veces, pero aquel día ya había un niño dentro.
Aguanté otro rato, cruzando las piernas y apretándome la pilila para que el dolor me
hiciera olvidar la otra necesidad, pero terminé meándome patas abajo, con gran
alegría de mis condiscípulos, que lo estaban esperando desde que comenzó la cuita,
especialmente de Felipito y Onofrito Huevo Frito, que incluso aplaudieron. La clase
entera acudió a ver el charco que se formó a mis pies mientras yo, muerto de
vergüenza, no paraba de berrear llamando a mi madre.
Hubiera seguido llorando, con tal de no ver la crueldad de mis compañeros
mofándose de mi desgracia, pero la hermana Valle se abrió paso entre ellos
repartiendo cogotazos y a mí me consoló con dos varazos en las pantorrillas desnudas
y meadas que me escocieron tanto como para dejar de llorar de pena para llorar de
dolor.
—¡Cochino!, ¡guarro! —me gritaba rechinando los dientes—. ¡Marrano!, ¡tenías
que estar en una cochiquera entre los cerdos!
Yo arreciaba en mis pucheros a ver si se compadecía de mí, pero cuanto más
hipaba más se enfadaba. A la hermana Valle la ponía de los nervios que se le mearan
en clase.
—¡Ya lo veis, niños! —decía, señalándome—. ¡Tomadlo como ejemplo de niño
maleducado y cochino! Este guarro no puede estar conviviendo con las personas, así
que tendremos que ponerlo aparte en una cochinera.
Por un momento creí que me iba a llevar al campo, a un cortijo, y que me iba a
encerrar con los marranos. Pero la monja me cogió por una oreja y me arrastró al
fondo del aula hasta una puerta que siempre permanecía cerrada. Se sacó un manojo
de llaves del bolsillo, la abrió, me dio un empellón y cerró la puerta a mi espalda. No
estaba mal. Era un cuarto trastero aprovechando el hueco de una escalera, con una
ventanita alta por la que se filtraba la luz del vestíbulo. Almacenaba un amasijo de

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pupitres y sillas rotos y apilados; así como maletas, canastas, alfombras enrolladas,
lámparas, somieres, mapas, una gramola vieja de las de trompetilla, un crucificado, al
que, además de las demás perrerías, le habían cortado una pierna, y algún otro
material didáctico sin usar como un cartapacio mural en el que las cinco vocales se
ilustraban con sendos dibujos: debajo de la a, un ángel con las alitas doradas; debajo
de la e, una espada; debajo de la i, una iglesia con su campanario y su cura en la
puerta; debajo de la o, un ojo dentro de un triángulo rodeado de rayos dorados, el ojo
de Dios Padre que todo lo ve y toma nota de nuestros pecados con vistas al Juicio
Final.
Resignado a mi suerte, me enjugué los orines de las piernas y de los zapatos con
una cortina vieja que saqué de una canasta y, más calmado, me dediqué a curiosear.
Me consolé pensando que el cuarto de las ratas era peor, porque en el trastero estaba
distraído abriendo cajones, destapando canastas y curioseando cachivaches.
A la hora de salir, repicó la campana del patio y se reprodujo la estampida diaria
de párvulos y escolares levantando asientos, cerrando libros y plumieres y
requiriendo carteras. De un momento a otro la malvada monja vendría a rescatarme.
Me senté en una de las sillas desvencijadas, compuse un gesto convenientemente
contrito, encogido y con las manos recogidas en el regazo, después de restregarme los
ojos con los nudillos y mojármelos con saliva, como si hubiera llorado, para que la
monja comprobara que el encierro había surtido su efecto y el reo quedaba
suficientemente escarmentado, sin necesidad de castigo suplementario. Me había
renovado dos o tres veces la humedad de los ojos y otras tantas se me había secado
sin que la monja apareciera, cuando me alarmó la sospecha de que la monja se
hubiera olvidado de mí. La llamé moderadamente primero; a gritos después y
finalmente, desesperado, la emprendí a patadas contra la puerta, que era sólida y de
cuarterones. Pero cuanto más alto gritaba yo, más ruido hacían mis compañeros con
los asientos de los pupitres y más elevaban sus voces para ahogar la mía. El caso es
que la monja no me oyó o no quiso oírme y que, tras la estampida de mis
condiscípulos, reinó el silencio más absoluto y, aunque continué gritando y coceando
durante un buen rato, nadie acudió. El abatimiento dio paso primero a la tristeza y
después a la desesperación, cuando el estómago me empezó a gruñir y me asaltó el
mortificante pensamiento de que mientras yo estaba allí, olvidado del mundo, los
demás niños iban camino de sus casas, donde los esperaba el humeante puchero, con
su morcilla, su tocino, su hueso añejo y los demás avíos. Me figuré que el Huevo
Frito y Felipito, que hacían el camino juntos, porque vivían cerca, irían comentando
el lance y alegrándose de mi desgracia.
Pasó media hora, pasaron tres cuartos, mis padres comenzaron a preocuparse por
mi tardanza a la hora de comer, porque a esa hora nunca me retrasaba.
Presentacioncita recorrió la vecindad por si me había entretenido con algún amigo.
Preguntaron también en el Santo Ángel, pero la monja portera no se molestó en
consultar y respondió que los alumnos habían salido como de costumbre. Mientras

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tanto, la comida fría en la mesa y mi padre, entre el enfado y el hambre, a punto del
soponcio:
—¡Hasta aquí hemos llegado! —decía—. ¡Lo mato! ¡A éste lo mato en cuando le
eche el ojo encima! ¡Éste no me da más disgustos!
Como en el pueblo no aparecía, continuaron la búsqueda por las afueras, en las
canteras, en las huertas, en los olivos y en los sitios a los que solía ir, y no faltó el
vecino ocurrente que sugirió la conveniencia de mirar en los pozos y las albercas, por
si había ocurrido alguna desgracia. Mi madre, al oírlo, se llevó la mano al pecho, le
dio un vahído y tuvieron que reanimarla entre las vecinas con sales de olor. Una
tragedia. Mi padre cerró la tienda y recorrió el pueblo con la moto, preguntando otra
vez en las casas de mis amigos, por si sabían algo. Nadie sabía nada. Fueron
finalmente a la Guardia Civil, pero la pareja andaba de ronda por el campo y un
mulero que estaba en la herrería de Dimas el Sordo con el arado roto dijo que los
había visto sentados a la sombra de un pajar en los cortijos de Cotrufes con el botijo
de los caseros al lado.
—¡Entonces aviados estamos! —exclamó mi padre (cómo estaría el hombre con
lo respetuoso que era siempre con la autoridad).
Menos mal que uno de mis condiscípulos le contó a su criada que la monja Valle
me había encerrado en el cuarto de los trastos. Mi padre se personó en el Santo Ángel
enfadado como Dios en el Sinaí y, por lo que luego supe, incluso pregonando sus
graves dudas acerca de la honestidad de las esposas de Cristo en general y de aquéllas
en particular. La hermana Valle, sin contradecirlo, se excusó por mi encierro y por su
olvido exagerando las maldades que yo perpetraba, pero mi padre la dejó con la
palabra en la boca y, poniéndome una mano cálida y a lo que parecía amorosa en el
cogote, me sacó del colegio cerrando de un portazo la puerta del zaguán y dejando
atrás un tintineo de vidrios coloreados y un estropicio entre las aspidistras que le
estorbaban el camino.
Aquella tarde, en un hueco entre dos vecinas, que venían al menudeo para
interesarse por el niño perdido, mi padre se puso serio y —le habló a mi madre de mi
porvenir.
—Tenerlo con las monjas —decía— es mucho gasto para lo poco que aprende,
aparte de que esas putas —así lo dijo y mi madre viéndolo tan enfadado se limitó a
persignarse— vienen a la tienda con el cuento de la fidelidad y entre escoger el
género y exigir descuentos me sale lo comido por lo servido, cuando no le pierdo
dinero. Total, que el niño está saliendo más caro que si lo tuviéramos en un internado
suizo, cuando estaría mejor con don Aniceto.
Don Aniceto era un maestro de escuela con el que mi padre a veces jugaba al
dominó en la Peña Cultural Agrícola San Isidro Labrador. Mi madre sólo con oírlo
mentar perdió toda la mansedumbre y saltó como si le hubieran pinchado:
—¡Vicentito en manos de ese rojo! ¡Antes muerta que consentirlo! ¡Mira que es el
único varón que tenemos! ¡Si lo pones con ese rojo acabará de tendero como tú!

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—¡Mujer! —insistía mi padre, conciliador—. ¿Quién te dice a ti que con don
Aniceto no va a hacer carrera?
—Porque es un rojo y un republicano que no lleva escapulario, ni siquiera va a
misa los domingos y fiestas de guardar, a pesar de que lo vigila la Guardia Civil, y va
a conseguir que nuestro pobre hijo olvide hasta el Padrenuestro —argumentaba a
punto del sollozo.
Entonces mi padre tuvo una idea verdaderamente inspirada.
—¿Tú te crees que el niño ha aprendido el Padrenuestro con las monjas?
—¡Pues no lo ha de aprender! —replicó mi madre—. ¡Y el Gloria, y el Credo y la
Salve y las letanías y todo lo que un niño de provecho tiene que saber!
—¿Te apuestas algo a que no le han enseñado nada de nada, ni siquiera el
Padrenuestro? —insistió mi padre—. Si se lo sabe seguirá con las monjas, pero si no
se lo sabe lo ponemos con don Aniceto.
Mi madre aceptó el envite. ¿Cómo no iba a saberse su hijo el Padrenuestro con la
de misas que oía y la de rosarios que rezaba en el Santo Ángel?
Fueron a buscarme al corral, donde estaba jugando a la pita con dos amigos para
que se me pasara el soponcio del encierro.
—Vicentito —me dijo mi madre después de darme un abrazo maternal—. ¡Vamos
a ver! Me vas a rezar el Padrenuestro, que tu padre se cree que no te lo sabes. Procura
rezarlo bien porque tu padre te va a dar diez reales de premio.
Mi padre intentó protestar, pero lo cortó con un gesto.
—Y tú calla que me distraes al niño. A ver, Vicentito, el Padrenuestro.
Hubiera dado cualquier cosa para merecerme el abrazo de mi madre y los diez
reales de mi padre, pero por más que intenté recordarlo no me salió el dichoso
Padrenuestro. Pronuncié algunas frases incoherentes, en las que mezclé retazos del
Credo y del Yo Pecador, con otros de la Salve y del Gloria y con nada del
Padrenuestro. Mi madre boqueaba como un pez fuera del agua, más sorprendida que
avergonzada o quizá más avergonzada que sorprendida, no me paré a averiguarlo.
Mi madre intentó retractarse alegando que Dios, en su infinita sabiduría, había
permitido que me ofuscara para castigarla por haber cruzado una apuesta temeraria
sobre sus sagradas oraciones, tomando su Santo Nombre casi en vano, pero mi padre
no se dejó liar y por una vez se mantuvo firme y no cedió, así que me quitaron de las
monjas.
—Por lo menos no le des la peseta de los domingos a este descastado —advirtió
mi madre lanzándome una mirada homicida—. No vayamos encima a recompensar
su ignorancia y su impiedad.
—No tengas cuidado —la tranquilizaba mi padre—, que lo voy a dejar sin paga
cuatro domingos.
Y me guiñaba un ojo cómplice para que no dijera que ya me había adelantado un
duro.

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SEGUNDO

La escuela de don Aniceto

La escuela de don Aniceto estaba en la Bomba, un caserón del barrio alto con los
tejados combados y llenos de hierba; y los muros despintados, agrietados y con
desconchaduras por las que asomaba el tapial de barro. Si por fuera era una ruina, por
dentro era peor. Las paredes reventadas de la humedad; las baldosas del suelo tan
partidas y remendadas que no quedaba una sana; los techos y las paredes chorreados
de goteras porque dentro llovía más que en la calle.
El caserón había conocido mejores tiempos, como se echaba de ver por los
escudos de piedra que adornaban la fachada, a uno y otro lado del balcón principal y
por la escalinata de mármol, ya sin un peldaño sano, que conducía al piso principal.
En la guerra, cuando la Bomba fue cuartel, los soldados habían escrito sus iniciales a
punta de machete en las paredes, en las ventanas y hasta en los techos. Algunos
también pusieron su fecha de nacimiento y el nombre de su pueblo. Mi padre me
decía que lo hacían para que quedara algo de ellos si los mataban, porque la familia
los olvida pronto; así, cuando pasaran los años y alguien leyera el nombre, aunque
hiciera tiempo que estuvieran criando malvas, sería como si vivieran todavía y, como
cuarteles siempre habrá, el nombre puede durar en la pared más que un guijarro en
medio del campo. En esto me parece a mí que consiste la fama. Si alguien lee tu
nombre cuando estás muerto parece que te rescata del largo olvido de la muerte. ¿Qué
otra ganancia puede haber si no? A lo mejor por eso estoy escribiendo estos recuerdos
míos todas las noches cuando vuelvo del trabajo, en lugar de irme al bar de abajo con
los amigos, a ver el fútbol, mientras la Encarna acuesta a la abuela. Al principio
empecé casi por aburrimiento, porque nos fuimos dos días al campo con los niños, se
puso a llover y no se podía salir de la casa, pero ahora le he tomado gusto y me paso
el día ordenando los recuerdos y pensando en lo que voy a escribir cuando llegue a
casa. En fin, que me hace ilusión llenar este cuaderno para que mis recuerdos no se
pierdan y si algún día alguien lo lee, piense en mí cuando ya esté muerto.
Mejor será que siga. El patio trasero de la Bomba era mayor que el del Santo
Ángel, donde va a parar, grande como para que los soldados hicieran instrucción. En
un lado había soportales con varias puertas cerradas donde creíamos que se
guardaban las bombas que le daban nombre al colegio, de modo que, cuando en el

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recreo les dábamos un pelotazo, nos quedábamos unos instantes sobrecogidos
esperando una explosión como las que salían en las películas de guerra que ponían en
el cine Calatrava.
Como no pasaba nada seguíamos jugando. En otro de los lados había un cobertizo
con una pila de piedra con una mancha roja en el fondo, que nosotros pensábamos
que era de sangre.
Don Aniceto daba clase en una habitación en forma de «L». Los que se sentaban a
un lado no veían a los del otro, pero don Aniceto los veía a todos porque su mesa
estaba en el ángulo.
La mesa de don Aniceto era enorme, con muchos adornos de talla, pero
despintada, vieja y desencolada porque los soldados la habían abandonado en un
cobertizo donde le había llovido y se le habían cagado las gallinas. Tenía tarima con
el agujero del brasero, pero don Aniceto nunca lo tuvo. En invierno, no se quitaba la
bufanda, de vez en cuando se la subía hasta la nariz para que fuese empapando la
gotita que se le formaba en la punta, y sólo se bajaba el embozo cuando tenía que
explicar, para que se le oyera bien al fondo de la clase.
En las paredes, en los lugares por donde no chorreaba el agua cuando llovía,
había cuadros con escenas de la Historia Sagrada dibujadas y coloreradas por los
propios alumnos y enmarcadas por la familia del artista, con más o menos lujo, según
las posibilidades. En el que representaba la muerte de Abel y Caín huyendo, feo
como un miliciano, al artista se le había ido la mano con la sangre y había puesto el
suelo perdido como si hubieran degollado a un cochino. El del Arca de Noé, estaba
tan despintado de darle el sol que entraba por la ventana todo el verano, que no se
apreciaba si los animales representados saliendo del arca eran asnos o elefantes.
El pupitre donde me tocó sentarme, por orden de lista, estaba tan destartalado
como todo lo demás. Era más viejo y peor que el de las monjas, pero me hizo más
ilusión porque tenía delante una tabla plana con un surco para la pluma y un agujero
para el tintero de porcelana. Don Aniceto lo rellenaba con una botella de tinta que
tenía en una balda detrás de su mesa. La tinta la fabricaba él mismo con unas pastillas
que disolvía en agua.
Don Aniceto Montoya Algarinejo era delgado y poquita cosa, con una calva
pecosa y unos velloncillos blancos por el cogote y las orejas y usaba gafas de concha
con cristales de miope que algunas veces limpiaba cuidadosamente con un pulcro
pañuelo de hierbas mientras nos explicaba la lección, con los ojos cerrados como los
ciegos. Don Aniceto tenía solamente un traje, demasiado ancho, gastado y lleno de
brillos, que era el que llevaba a clase todos los días y al paseo los domingos. La
corbata gris con rayas azules y verdes, estrecha y pasada de moda, había pertenecido
a mi padre. Un día vino a nuestra tienda la mujer de don Aniceto a comprar patatas y
cuando intentó levantar la cesta, se le rompió un asa. Entonces, mi padre no encontró
una cuerda a mano y, por salir del paso, le ató el asa con una corbata vieja.
Entonces los maestros no ganaban mucho (por eso se decía que pasas más hambre

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que un maestro de escuela) pero, por lo visto, don Aniceto ganaba menos todavía,
porque había sido republicano antes de la guerra y cuando llegó el Movimiento lo
metieron en la cárcel. Cuando salió se encontró con que no podía ejercer de maestro y
se quedó sin trabajo y con una familia a la que mantener. Cuando yo lo conocí ya
estaba algo mejor, pero eran todavía los años malos y tenía que vivir de las
permanencias y de cuatro trabajillos que se apañaba porque, además, tenía una hija
enferma. La niña se llamaba Libertad, pero como ese nombre estaba prohibido, le
decían Nicolasa. Estaba tísica, y las medicinas y el jugo de carne de caballo que le
recetaba el médico costaban un dineral.
A don Aniceto lo declararon inútil para el servicio en la guerra por miope, pero él
estaba empeñado en defender la República y se consiguió un enchufe en Sanidad,
donde aprendió a poner inyecciones e hizo los cursos de practicante, aunque como
fue con los rojos no se los reconocieron en el Movimiento. En sus horas libres don
Aniceto trabajaba de practicante en los cortijos a los que no quería ir el practicante
del pueblo, que era gordo y comodón y sólo atendía en su casa. Don Aniceto no tenía
horas y siempre estaba de un lado para otro con una motillo trompetera Guzzi que
compartía con un verdulero del mercado. Don Aniceto tenía una cazadora de cuero
muy vieja con señales deshilachadas de galones en los hombros y el pecho, y unos
bolsillones hondos donde llevaba la botella de alcohol, la caja metálica donde hervía
las agujas y la jeringa, y un envoltorio de algodón en rama.
A las doce del mediodía don Aniceto no rezaba el Ángelus como las monjas.
Daba unas palmadas y nos mandaba al patio, donde Honorio el Cojo, un amigo suyo
mutilado de guerra, venía todos los días puntualmente con su muleta de madera a
vigilarle el recreo. Mientras, el maestro salía disparado a poner inyecciones o a
sangrar mulos en los cortijos, lo que le diera tiempo en media hora. Regresaba a las
doce y media o poco después con la lengua fuera, y daba un par de palmadas
asomado a la ventana, sin ni siquiera quitarse el chaquetón de cuero.
—¡A clase, niños!
Por la tarde, después de la escuela, don Aniceto tomaba un bocado y seguía
visitando cortijos con las inyecciones, las sangrías y el sajamiento de abscesos y
cuando se hacía de noche y no podía seguir por esos caminos, regresaba al pueblo y
se dirigía primero a la fábrica de harinas del alcalde y después a la de aceite de don
Roberto Las Heras para llevar la contabilidad, sin equivocarse y por duplicado,
porque eran los tiempos del estraperlo y de todo se hacían cuentas dobles.
—Este hombre es un mártir y un talento —lo alababa mi padre.
—¡Un rojo es lo que es! —replicaba mi madre.
—¡Eso son errores del pasado que bien pagados los tiene! —lo defendía mi padre
—. Don Aniceto tiene más vergüenza que muchos que yo me sé que se andan dando
golpes de pecho todo el día, y no me tires de la lengua no sea que diga más —
terminaba para cambiar de conversación.
De madrugada, don Aniceto regresaba reventado a su casa, en la calle del General

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Varela, dos. Su mujer lo esperaba a oscuras, por ahorrar luz, con las faldas de la mesa
camilla subidas hasta los hombros y el brasero de picón tibio, casi apagado. Entraba a
darle un beso en la frente a la niña Libertad, que dormía en su lecho de enferma,
mientras su mujer le calentaba la cena antes de irse a la cama helada. El hombre se
sacaba sus dinerillos para tirar hasta fin de mes y costear las medicinas y la carne de
caballo. Don Aniceto era, además de lo dicho, agente local de la compañía de seguros
La Seguridad Inmortal, S. A., y representante de la marca de abonos nitrogenados El
Agro Imperial, S. L. Los sábados por la tarde los dedicaba al papeleo de las
representaciones, mientras su mujer escuchaba la radio en la cama. Hacían poca vida
de sociedad, la mujer prefería quedarse con la niña Libertad, pero él se concedía un
rato de asueto los domingos por la tarde para jugar una partida de dominó en el
casino, con mi padre y otro par de amigos.
Don Aniceto, con tanto trabajar y tan poco dormir, arrastraba sueño atrasado, por
lo que a veces daba cabezadas en la escuela o se quedaba profundamente dormido en
su sillón, con la cabeza echada para atrás, apoyada en la pared, donde, con el tiempo,
había dejado una mancha de grasa; con la boca abierta, en la que se le paraban las
moscas y las soplaba para espantarlas, con gran recocijo de la clase. Algunas veces
soltaba un ronquido que provocaba una carcajada de los niños que lo despertaba de
pronto.
—¡Eh! ¡Vaya!, parece que me he quedado algo traspuesto. ¡A ver, todo el mundo
a su sitio, que ha llegado el momento artístico!
Don Aniceto nos hacía un dibujo en la pizarra para que lo copiáramos y lo
coloreáramos con lápices de colores. Mientras, con las tijeras y la grapadora,
confeccionaba cuadernos para los niños más necesitados, los que tenían a los padres
en la cárcel, con los reversos de los sobres usados o de las facturas caducadas de la
fábrica de harinas. También nos afilaba los lápices con una cuchilla de afeitar vieja,
porque nosotros nos dejábamos media mina dentro del sacapuntas.
En la escuela de don Aniceto me eché dos amigos: Pepín, que era hijo de un
soguero, de los que hacían sogas y cuerdas, y Eusebio. Entonces los pobres, como la
vida estaba tan mala, criaban conejos en sus casas, en el corralillo y, si no tenían
corralillo, en jaulones de malla de alambre. Después de la escuela, antes de que
anocheciera, los niños pobres salían al campo a recoger hierba para los conejos. Yo,
aunque en mi casa no teníamos conejos, porque se comía de la tienda, gracias a Dios,
muchas veces acompañaba a Eusebio y a Pepín y les ayudaba a recoger hierba, sin
que lo supiera mi madre, que se enfurecía cuando le decían que me habían visto con
un saco de hierba a cuestas como los pobres.
En las clases de Aritmética, don Aniceto nos enseñaba los números y algo de
cuentas. Hacíamos como si compráramos y vendiéramos con monedas y billetes de
papel, que pintábamos bajo su supervisión.
—Las monedas de curso legal en el Estado español son las siguientes —decía—:
De cinco céntimos o perrilla; de diez céntimos o perra gorda; de dos reales, la del

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agujero en medio; de peseta o rubia; de diez reales y de cinco pesetas, o duro. En
cuanto a los billetes, tenemos de peseta, de cinco pesetas, de cinco duros, de diez
duros, de cien pesetas, hay algunos de quinientas pesetas y dicen que también los hay
de mil.
La literatura era lo que más me gustaba de la enciclopedia. Ya se ve que era mi
vocación y que por eso, a mi edad, me he metido en este trajín de escribir mi vida
colegial. Algunas veces, cuando repaso lo escrito para corregir algunas palabras o
meter otras del diccionario, me dan ganas de romperlo. Me parece que todo es una
marranada, pero otras veces al recordar las escenas me río solo, como los tontos, y
pienso que si también hiciera reír a otros, sería suficiente. Después de todo, como
decía Cervantes, no hay libro por malo que sea que no contenga algo bueno.
Don Aniceto leía mucho en los cuatro ratos perdidos que le dejaban sus múltiples
ocupaciones, los libros que le prestaban sus amigos o los que sacaba del casino, de un
armario de libros que sólo leía él. En la escuela también había un armario con
algunos libros que iba comprando a los traperos al peso, deshechos y descuadernados,
para enseñarnos a restaurarlos con cartón y cola de encuadernador. «Éstos son los
mejores trabajos manuales, amigo Teodoncio —le decía a mi padre—. Al niño que
restaura un libro se le inculca el amor al libro». Al lado de mi pupitre había una
especie de alacena con tres o cuatro estantes llenos de los libros que íbamos
restaurando. Me acuerdo de algunos de Pérez Galdós, de Baroja, de Unamuno y de
Blasco Ibáñez. Lo que no leía mucho don Aniceto eran periódicos (para lo que traen,
decía). Algunas veces, cuando alguien se extrañaba de que le gustara tanto leer, que
entonces mucha gente creía que era cosa de mujeres, él se encogía de hombros y
suspiraba. A mi padre le contó que, de joven, había llegado a reunir una biblioteca de
trescientos libros, que luego perdió. A don Aniceto le gustaba hacer el dictado de lo
que estuviera leyendo.
—¿Sabéis quién fue Guy de Maupassant? Un escritor francés del siglo pasado.
Hoy voy a dictar un par de párrafos de su cuento Bola de Sebo: «La guerra es una
salvajada cuando se hace contra un pueblo tranquilo; es una obligación cuando sirve
para defender a la patria. Los militares hacen ejercicio durante horas todos los días:
de frente; marchen; vuelta a la izquierda; vuelta a la derecha; media vuelta. ¡Si
labrasen los campos o arreglasen las carreteras del país! Pero no; los militares no
sirven para nada. Los pobres tienen que darles de comer mientras aprenden a destruir.
¿No es abominable que se maten los hombres ya sean prusianos o ingleses, polacos o
franceses?».
Don Aniceto disfrutaba explicándonos la literatura.
—La primera novela picaresca, género típicamente español, es El Lazarillo de
Tormes, que es anónima, es decir, de autor desconocido. Cuando no se conoce al
autor de una obra de arte, sea escrita o pintada, se dice que es anónimo. También se
aplica esta palabra, anónimo, para las cartas, por lo general amenazantes o
insultantes, que no llevan firma. Enviar anónimos es vil y cobarde y solamente

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merece desprecio. Una persona honrada debe firmar.
Las lecciones de historia de don Aniceto eran tan interesantes como las de
literatura.
—España es nuestra madre, la debemos amar doblemente porque es una madre
triste que ha tenido la desgracia de estar regida por muy malos gobernantes.
Don Aniceto no hablaba mucho de la historia reciente y cuando alguien le
preguntaba por la guerra decía «ésas son cosas tristes y más vale no acordarse».
Algunas veces, mientras dibujábamos o resolvíamos un problema, don Aniceto
miraba por la ventana el campo, los olivos y las mieses bajo la lluvia o al sol de la
primavera. Yo lo observaba con ternura cuando no se daba cuenta porque era justo,
bueno y pobre, y con ese sentimiento infantil que intuye más de lo que comprende;
me parecía que aquel hombre arrastraba una congoja muy grande. Cuando miraba el
campo con los ojillos miopes entrecerrados, parecía ausente y remoto como si
estuviera en otra galaxia.

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TERCERO

La escuela de Navas del Prior

Con don aniceto estuve dos años, en los que aprendí a leer y a escribir correctamente,
las cuatro reglas y nociones de Historia, de Geografía y de Ciencias. Tanto progresé
que hasta mi madre estaba medio conformada con el maestro rojo, aunque flojeaba en
catecismo, que era, entonces, una asignatura de las más importantes, pero don
Aniceto, a pesar de que mi padre se lo dijo alguna vez, de buena manera, no daba su
brazo a torcer. Decía que su escuela era laica y que él no había firmado concordato
con la Santa Sede para enseñar mitología cristiana a sus alumnos y por lo tanto el que
quisiera catecismo que se fuera a la iglesia o a la escuela pública. Luego supe que
esta obcecación suya le costó más de un disgusto, como que ni el alcalde ni la
Guardia Civil le dieran aval de buena conducta, que entonces era imprescindible para
viajar fuera del término municipal, por lo que no podía acompañar a su mujer cuando
iba a Córdoba para que el especialista reconociera a la niña Libertad, que a pesar del
jugo de carne de caballo y de la leche, cada día estaba más desmedrada y ojerosa.
A los dos años, tuve que dejar la escuela de don Aniceto porque mi padre traspasó
el negocio y nos mudamos a otro pueblo, Navas del Prior, donde mi padre puso una
tienda más grande que la anterior, con un letrero de cristal pintado que decía: La
esmerada. Alimentación nacional y extranjera. Venta al por mayor y al detalle de
alimentos refrigerados. Garantía. Higiene. Servido esmerado. Teníamos un corral con
una docena de gallinas rubias, con su gallo pintón, y una higuera. Al fondo del corral
había un montón de palos de olivo para la hornilla de la cocina y un par de cochineras
medio derrumbadas del dueño anterior, que criaba cochinos. Algunas noches, cuando
todos dormían, entraba una camioneta por el callejón sucio de atrás, descargaban
cántaras de aceite y las metían en las cochiqueras. En fin, que gracias al estraperlo la
familia fue progresando.
En Navas del Prior me pusieron en la escuela del gobierno, la única que había, y
allí comenzó Cristo a padecer, como suele decirse, porque entré en la jurisdicción de
un grandísimo cabrón que me administró con intereses y aumentos todos los palos
que me había ahorrado con don Aniceto.
Don Raimundo Girón, el maestro de Navas del Prior, era más aficionado a la caza
y a los naipes que a la escuela. Sus padres, labradores acomodados de una de las

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familias ricas del pueblo, lo mandaron a Granada a estudiar Farmacia, pero a los diez
años decía que le faltaban dos asignaturas para acabar, y varios años después que
solamente una, pero que se había peleado con el catedrático y no se la aprobaba.
Al final, el padre, harto de gastar dineros, se personó en la universidad a
preguntar por el muchacho y le respondieron que iba bastante mal: en trece años sólo
había aprobado un par de asignaturas de las más fáciles, así que lo quitó de estudiar y
se lo trajo al pueblo con idea de echarlo al campo con una yunta para que aprendiera
lo que es la vida. Pero entonces estalló el Movimiento Nacional y don Raimundo
Girón, por ladearse del campo, se presentó voluntario para que su tío, el comandante,
lo enchufara en las oficinas militares. Le fue viento en popa, de escribiente a la
sombra del tío, y sin enterarse de lo que son los tiros fuera de las monterías. Un día,
en un simulacro de alarma aérea, se creyó que venían los aviones de verdad y rodó
por las escaleras del refugio y se rompió una pierna. Cuando estaba en el hospital
militar, con la pierna recién enyesada, se presentaron de visita Franco y el obispo de
Burgos, y, como era de los heridos más guapos, posaron uno a cada lado de la cama,
para una foto que salió en la portada de la revista Cruzada. Con lo cual, para que se
vea cómo se conciertan las cosas en la vida, moviendo papeles, el tío comandante
propuso al sobrino para la Medalla de Sufrimientos por la Patria y, al acabar la
guerra, en su condición de caballero Mutilado y Condecorado, le correspondió una
plaza de maestro de las oposiciones patrióticas, que don Raimundo Girón solicitó
sólo por el prestigio, porque a un maestro lo tratan de don, pues el sueldo no lo
necesitaba, porque a todo esto sus padres habían muerto y había heredado las
tierrecillas y con las rentas le sobraba para mantenerse.
Don Raimundo Girón se daba un aire a Alfredo Mayo, con sus trajes de rayas
cruzados, en los que no faltaba ni un detalle, el pañuelo de tres picos en el bolsillo
superior, el yugo y las flechas en el ojal, la leontina de oro en el chaleco, y los
zapatos brillantes. No resultaba mal parecido, con su bigotito recortado y el pelo
peinado para atrás con mucha brillantina y fijador. Fue el primero del pueblo que
gastó colonia para después del afeitado, que tenía el frasco en la barbería para su uso
particular, aunque, cuando coincidía con el cura, le decía al barbero que le echara
también. Don Raimundo andaba muy derecho para parecer más alto y cuando se
encontraba con una señora de clase bien en la acera le cedía el paso con una
inclinación cortés, pero a las criaditas jóvenes les miraba el culo con un gesto de
entendido y luego comentaba en el casino: «Ésa ya está para desbravar».
Don Raimundo Girón tenía la escuela en su propia casa, en una habitación grande
de la planta baja, pero le gustaba más el casino que la escuela. Las fincas también las
tenía bastante abandonadas porque al campo sólo salía cuando iba a cazar.
Presidía la escuela de Navas del Prior un crucifijo negro y grande, como de caja
de muerto, flanqueado por los retratos de José Antonio y de Franco. José Antonio, en
mangas de camisa azul con los brazos cruzados, guapo como un artista de cine;
Franco, con sus medallas y su fajín de general, del que colgaban dos borlones

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cortineros, y con un tabardo echado por los hombros. En la clase hacía un frío que
pelaba, no se quitaba el abrigo nadie, ni el Caudillo. El tabardo de Franco tenía un
cuello de piel vuelta, casi tan alto como la cabeza, se conoce que, aunque fuera el
Caudillo Invicto, el cogote se le quedaba helado. Por aquellos años hacía más frío que
ahora y en invierno a mucha gente le salían sabañones en las manos y en las orejas.
A la mujer de don Raimundo la apodaban la Jabata, tenía fama de ser la mejor
hembra de la comarca, una mujer de bandera, como las artistas que venían por la feria
en el Teatro Chino. Cómo sería, que una vez le oí a mi madre comentar con su mijita
de envidia: «Es que la pobrecilla, aunque quiera vestirse con modestia va provocando
con esa pechera y esas caderas que Dios le ha dado que parece una artista de cine».
Se decía que la Jabata había sido enfermera en la guerra y que don Raimundo la
conoció en el hospital cuando se rompió la pierna en las escaleras del refugio. Los
padres de don Raimundo no la querían, porque era pobre y dudosa. Tampoco él iba
con buenas intenciones al principio, pues tenía pensado casarse con una rica del
pueblo para juntar las lindes, según es costumbre en el agro, pero la jaquetona lo
enamoró y cuando él quiso pasar a mayores, ella le advirtió que a su cama se llegaba
por la sacristía. Para entonces don Raimundo estaba tan engolosinado que tuvo que
transigir. En aquellos tiempos, como había tanta hambre, las mujeres bien hechas se
vendían muy caras.
La Jabata tenía dos criadas para hacer las faenas domésticas, eso era lo normal
entonces en una casa bien. Se pasaba la mañana en la cama, hojeando revistas de cine
o de moda y comiendo bombones. De vez en cuando asomaba por la escuela, yo creo
que le gustaba que los alumnos mayores la miraran. Se les caía la baba cuando la
veían aparecer con sus carnes blancas rebosándole por la bata rosa estampada de
flores y pajaritos, con muchos flecos, las zapatillas pelonas metidas de chancleta y el
perfume rodeándola como un halo que se quedaba flotando en el aire por donde
pasaba. Si no estaba don Raimundo acudían todos a oler y a hacer «¡Ahhhh…!». La
Jabata arrastraba los pies al andar, bostezaba y se rascaba la cabeza con frecuencia.
Yo entraba bastante en su casa porque de vez en cuando le llevaba recados de la
tienda.
—¡Vaya lima que tiene en la boca doña Adela! —comentaba mi padre—. Este
mes ya lleva cincuenta duros de chocolatinas.
—¡Teodoncio! —lo reprendía mi madre—. A ver si eres más discreto, que te está
oyendo el niño.
Yo simulaba que estaba abstraído con la lección, en mi esquina de la mesa camilla
familiar.
—¿Tú me estás oyendo? —preguntaba mi padre, ceñudo.
—¿Qué?
—¡Que si me estás oyendo!
—¿Yo? Que va… Yo estoy estudiándome las virtudes teologales. Si quieres las
digo.

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—¡No, no hace falta que las digas! ¡Pero que no me entere yo de que te dedicas a
escuchar las conversaciones de las personas mayores, porque se te puede caer el pelo!
—Sí, padre.
En la escuela de Navas del Prior entrábamos a las nueve, aunque el maestro no
aparecía hasta las diez o diez y cuarto. Mientras lo esperábamos lo pasábamos muy
bien porque podíamos hablar bajito, jugar a los barcos o dibujar monigotes, lo que
quisiéramos menos hacer ruido, porque don Raimundo dormía encima del aula y si lo
despertábamos bajaba hecho un basilisco. Cuando aparecía, serio y con cara de malas
pulgas, nos poníamos de pie y cantábamos el Cara al Sol vueltos hacia el retrato de
José Antonio, él también, aunque nos tuviera que dar la espalda, pero de vez en
cuando miraba por encima del hombro levantado para comprobar si había alguno
cantando con poca gallardía o poco patriotismo. Luego decía: «Sentarse y al libro», y
nos dejaba con la Enciclopedia Álvarez, mientras él repasaba el periódico Jaén,
Diario Provincial del Movimiento, que le traía el cartero todas las mañanas. Al
mediodía, el botones del casino le traía también el ABC. Mientras leía el periódico
entraba la criada, con uniforme y cofia, a traerle el desayuno en una bandeja: una taza
de café y un plato colmado de pestiños o picatostes que don Raimundo sopaba
parsimoniosamente en el tazón hasta que la cuchara se quedaba clavada en medio. A
eso de las doce, la criada volvía con la prueba de la comida en la bandejita. Los niños
a esa hora andábamos ya hambreados y se nos hacía la boca agua, aparte de que
muchos nunca comían suficiente porque en sus casas no había de qué.
Mientras don Raimundo leía los periódicos, los alumnos estudiábamos o
copiábamos cien veces una muestra que Lupiáñez escribía en la pizarra, por lo
general sacada de palabras de José Antonio: España es una unidad de destino en lo
universal. Otras veces la tomábamos de la enciclopedia escolar: Francisco Franco
Bahamonde, Generalísimo de las Fuerzas nacionales de Tierra, Mar y Aire, Jefe del
Estado Español, fue el hombre providencial que nos llevó a la victoria derrotando a la
AntiEspaña. Le debemos amor y confianza, y además el auxilio de nuestras oraciones
para la gran Obra de llevar a España a la realización de su destino y a la plena
libertad del Imperio para mayor Gloria de Dios, por cuya voluntad el Invicto Caudillo
es el Centinela de Occidente.
También aprendíamos de memoria poesías y las recitábamos. Algunas eran largas
como la Oda al Concilio Vaticano Primero o La conversión de los mártires del Japón
o la del Dos de Mayo de Bernardo López, pero otras eran más cortitas y fáciles de
aprender, como aquélla que decía:
Saludo a Franco

De tu soberbia campaña
Caudillo noble y valiente,
ha surgido nuevamente
una grande y libre España.
Que sean tu nueva hazaña
estas paces, que unirán

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y en un mismo y puro afán
al hermano y al hermano…
¡Con la sombra de tu mano
es bastante, Capitán!

Esta poesía no se me olvidará fácilmente porque me tocó recitarla y en lugar de


decir es bastante, Capitán dije es bastante, Generalísimo y me gané un buen
coscorrón por no repetir lo mismo que venía en el libro.
—Pero, don Raimundo —me atrevía a protestar—, es que esta poesía se ve que es
de cuando el Caudillo era capitán.
Me gané otro coscorrón del pedagogo.
—¡Tú para qué piensas, so borrico!
Es que cada maestrillo tiene su librillo. Don Raimundo no quería que pensáramos
y don Aniceto siempre nos estaba repitiendo: «Piensa, piensa. Hay que pensar antes
de actuar. La vida es pensamiento y reflexión».
Al final don Raimundo no me explicó por qué el libro llamaba Capitán a Franco.
En Las Navas del Prior me llegó la edad de hacer la Primera Comunión, el día
más feliz de la vida, según decían, y como andaba un poco retrasadillo en doctrina
cristiana, mi madre fue a ver a don Próculo Algarinejo, el cura, para que me admitiera
en la catequesis. El cura me hizo dos o tres preguntas del catecismo, que no supe
contestar porque con don Aniceto no aprendí doctrina cristiana.
—¡Has descuidado lo fundamental en la educación de este niño, mujer! —le riñó
a mi madre—. ¿No sabes que los dogmas cristianos hay que inculcarlos lo antes
posible, antes de que alcancen la edad de la razón? ¿No comprendes que en cuanto se
espabilan y empiezan a razonar es muy difícil que acepten a puño cerrado, como debe
el buen cristiano, los Sagrados Dogmas de la Iglesia? Los Dogmas son la vacuna que
nos vuelve inmunes al pensamiento y al raciocinio, pero esa vacuna hay que
administrarla en cuanto el niño abandona la lactancia. Esos ateos que tildan de
irracionales e incluso de ridículas las enseñanzas cristianas fueron niños con la
catequesis parvularia descuidada. ¡En fin, el mal ya está hecho, ya veremos lo que
podemos hacer! Muy despabilado no parece el niño, y eso puede ayudar.
Mi madre, la pobre, al principio aguantó el chaparrón mirando al suelo, pero
luego reconoció que la culpa era de mi padre.
—Es que mi marido se empeñó en ponerlo con un maestro que era amigo suyo,
que a mí nunca me gustó.
—¿Ves, mujer? —dijo don Próculo—. La educación de los hijos es cosa de la
madre. De los maridos no hay que fiarse, que son todos unos tibios. Por eso la Santa
Madre Iglesia confía la propagación de la doctrina de Cristo a las mujeres y con ese
fin las mantiene en el hogar y en la parroquia, entre Novenas, Septenarios, Ropero
Parroquial y Flores a María, lejos del mundo y de sus extravíos. Esperemos que en el
caso de Vicentito no hayamos acudido demasiado tarde. En fin, lo tomaré
particularmente y comenzaré por los artículos del catecismo más difíciles de razonar,
los que deben inculcarse antes.

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Por la tarde, al salir de la escuela, iba a la casa parroquial, el cura me sentaba en
su despacho en una silla de madera muy incómoda y él se acomodaba en su sillón y le
daba la vuelta al Crucificado que tenía sobre la mesa para que me mirara. Cogía el
catecismo del padre Astete S. J., corregido por el padre Vilariño S J., y comenzaba:
—A ver, Vicentito, vamos a ver si te sabes el artículo 85: ¿Por qué dices que
Jesucristo fue concebido y nació milagrosamente?
El 85 no era de los difíciles porque en las propias palabras de la pregunta estaban
las de la respuesta, así que respondía con presteza:
—Jesucristo fue concebido y nació milagrosamente, porque no fue concebido ni
nació como los demás hombres.
—Muy bien, vamos ahora al 86: Pues ¿cómo se obró el misterio de su
encarnación?
El 86 era verdaderamente difícil y me costó muchas tardes de repaso hasta que
me lo pude aprender y lo soltaba de carrerilla:
—El misterio de la Encarnación se obró de esta manera: en las entrañas de la
Virgen María formó el Espíritu Santo, de la purísima sangre de esta señora, un cuerpo
perfectísimo; creó de la nada un alma; y la unió a aquel cuerpo, y en el mismo
instante a este cuerpo y alma se unió el Hijo de Dios, y de esta suerte el que antes era
sólo Dios, sin dejar de ser Dios, quedó hecho hombre.
El 87 era de los que más me gustaban y fácil de recordar por lo del cristal, así que
cuando don Próculo me decía: «¿Cómo nació Jesucristo milagrosamente?», yo no
vacilaba al responder: «Jesucristo nació milagrosamente saliendo del vientre de
María Santísima sin detrimento de su virginidad, a la manera que un rayo de sol sale
por un cristal sin romperlo ni mancharlo», y eso que yo entonces no sabía bien lo que
significaba detrimento ni virginidad y el cura tampoco se paró a explicármelo.
—Tú apréndete esto de memoria y ya tendrás tiempo de saber lo que es
virginidad cuando seas mayor. Vamos ahora con el 88: ¿La madre de Jesús vivió
después siempre Virgen?
—La madre de Jesús vivió Virgen perpetuamente.
—¡Muy bien, con soltura, así me gusta! A ver el 89: ¿Por qué quiso Jesucristo
morir muerte de Cruz?
—Por librarnos del pecado y de la muerte eterna.
—¡No, no! —se impacientaba don Próculo, y me largaba un capón—. ¿Cuántas
veces tengo que repetirte que hay que decirlo con todas las palabras?
—Jesucristo quiso morir muerte de Cruz por librarnos del pecado y de la muerte
eterna.
—¡Ahora sí está bien! El 90: ¿Cómo incurrimos en la muerte eterna?
—Incurrimos en la muerte eterna pecando en nuestro primer padre Adán, en
quien todos pecamos, a excepción de la Inmaculada Virgen María, que fue concebida
en gracia santificante por singular privilegio —recitaba yo—. Don Próculo, yo no
entiendo que tengamos que pagar por el pecado de Adán. ¿Qué culpa tengo yo, por

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ejemplo, de un delito que cometiera mi abuelo?
Don Próculo emitía un profundo suspiro.
—Ya le advertí a tu madre que te íbamos a catequizar demasiado tarde —decía
como para sí—. Éstas son las consecuencias del descuido de las familias. Mira: lo
que te estoy explicando es un Dogma, ¿entiendes? Y no hay más que creerlo a puño
cerrado o condenarse, ¿me explico?
—Sí, padre.
Don Próculo, cuando se impacientaba, daba unos capones muy dolorosos, así que
preferí callarme y no consultarle más dudas.
—A ver, vamos a seguir: el 91: ¿Qué entiendes por el Infierno al que bajó Cristo
Nuestro Señor después de muerto?
—Por el Infierno al que bajó Cristo Nuestro Señor entiendo, no el lugar de los
condenados, sino el Limbo donde estaban los justos.
Lupiáñez, el alumno preferido de don Raimundo, era hijo de un caballero
mutilado que perdió una pierna en la División Azul. Cuando don Raimundo se
ausentaba (y a veces sus ausencias duraban toda la mañana), Lupiáñez quedaba a
cargo de la clase, se sentaba en el sillón del maestro y apuntaba en la pizarra a todo el
que se movía o hablaba, aunque con sus amigos hacía la vista gorda. Cuando
regresaba don Raimundo, llamaba a los apuntados en la pizarra y les propinaba tres o
cuatro varazos en la palma de la mano o en la pantorrilla. A Lupiáñez le regalábamos
cromos y canicas y hasta el bocadillo del recreo para congraciarnos con él. Estaba
siempre muerto de hambre porque el caballero mutilado, en cuanto cobraba la paga,
se la fundía en la taberna del Quiebrasogas invitando a todo el mundo, y no le
quedaba para que comiera la familia.
Entonces los niños con posibles coleccionábamos el álbum Las Maravillas del
Mundo con los cromos de las chocolatinas Nestlé, que valían una peseta. En el álbum
salían los inventos más modernos y las cosas más sorprendentes. Venían, por
ejemplo, los peces abisales fosforescentes, las plantas carnívoras, las momias de
Egipto y la televisión, que todavía no había llegado a España. También venía el
edificio más alto del mundo, el rascacielos Empire State Building, de Nueva York, y
una foto de la mujer aviadora Jacqueline Crochan, me parece que se llamaba, una
francesa muy guapa.
Don Raimundo Girón atendía poco la escuela, aunque el día que la atendía nos
echábamos a temblar. Cerraba el periódico, lo doblaba, lo colocaba en un ángulo de la
mesa y se quedaba mirándonos, mientras nosotros fijábamos la vista en el libro y no
nos atrevíamos ni a respirar. Después de unos minutos que se nos hacían siglos, y que
a él le gustaba prolongar para recrearse en su autoridad, decía:
—Martínez.
Y el aludido se levantaba de su pupitre, cabizbajo, y salía a la tarima con tan poco
ánimo como el condenado que sube al patíbulo.
—Ven para acá; no te quedes tan lejos —le ordenaba don Raimundo con una

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sonrisa amable.
Martínez obedecía y se colocaba al alcance de la vara del maestro.
—Bien —aprobaba don Raimundo sin descomponer el gesto amable—. Ahora
vas a decirnos los ríos de la Patria con sus afluentes.
Los ríos de la Patria. Sus afluentes. Martínez palidecía, respiraba profundamente
como si le faltara el aire, observaba de reojo a don Raimundo, que jugueteaba
distraídamente con la vara dando golpecitos sobre el tablero de la mesa. Comenzaba:
—Los ríos de España —decía con voz impostada, grave, para que se viera que era
el título general, escrito con mayúsculas—. Los ríos de España —voz más natural
para expresar un subtítulo escrito en negrita—. Los ríos de España —su voz
cotidiana, para el texto normal— son los cursos fluviales que descienden de la
vertiente atlántica y los ríos mediterráneos que descienden de la mediterránea. Son
los siguientes: El Miño, que nace en Fuente Miña, provincia de Lugo, y va a morir en
La Guardia. Tiene por afluente el Sil; el Duero, que nace en los Picos de Urbión,
provincia de Soria, y va a morir en Oporto. Tiene por afluentes el Pisuerga y el Esla
por la derecha, y el Tormes por la izquierda; el Tajo, que nace en la sierra de
Albarracín, provincia de Teruel, y va a morir en Lisboa. Tiene por afluentes el Jarama
y el Alberche; el Guadiana, que nace en las lagunas de Ruidera, provincia de Ciudad
Real, y va a morir en Ayamonte, provincia de Huelva. Tiene por afluentes el Zújar y
el… y el…
Martínez se detenía, titubeaba, abría la boca para decir algo y la cerraba de nuevo,
como los peces cuando les falta oxígeno. Era lo malo de aprenderse las cosas de
carrerilla, que si perdías el hilo, el hilo te perdía a ti, o sea, que estabas perdido. La
clase lo miraba silenciosa, sus amigos angustiados, sus enemigos alegrándose de la
desgracia. Martínez volvía a abrir la boca. Los que conocían el segundo afluente del
Guadiana se miraban divertidos.
Martínez tomaba carrerilla de nuevo para un segundo intento:
—El Guadiana. El Guadiana. El río Guadiana nace en las lagunas de Ruidera,
provincia de Ciudad Real y va a morir en Ayamonte, provincia de Huelva. Tiene por
afluentes al Zújar y al… al… tiene por afluentes el Zújar y el… y el… —Nada, que
no se acordaba del segundo afluente del Guadiana. Don Raimundo abandonaba la
postura relajada y aburrida con que tomaba las lecciones y parecía despertar de una
especie de sopor, como la araña que siente que un insecto ha caído en su tela y se
debate aterrorizado. Don Raimundo se inclinaba sobre el libro y leía el afluente
perdido: el Jabalón. La fila de hormigas rubias de su bigotito recortado se alteraba
levemente para dar cobijo a una sonrisa sardónica. Los golpecitos de la vara sobre el
tablero se hacían más espaciados y enérgicos, como si el instrumento del castigo
venteara sangre y se rebelara en la mano.
—Vamos a ver, Martínez —sonaba tranquila la voz de don Raimundo—,
acuérdate de ese afluente, que es bien fácil. Todos lo tenemos en la punta de la
lengua. ¿A ver, cuál es el segundo afluente del Guadiana?

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Martínez se devanaba los sesos hasta que el nombre acudía a su memoria:
—¡El Turia!
—Extiende la mano que te vas a aprender por donde corre el Turia —ordenaba
don Raimundo sin alterarse.
—¡El Jabalón! —decía propinando un varazo en la palma de la mano—. ¡El
Jabalón! —¡zas!—. ¡El Jabalón! —¡zas!
Don Raimundo le repetía tantos Jabalones como palos daba, una docena de
Jabalones o cosa así, hasta que formaba un río suficientemente poderoso como para
que la memoria del penitenciado lo retuviera para siempre.
Al recibir cada varazo, Martínez retiraba la mano, con un gemido ahogado, pero
volvía a extenderla para recibir el siguiente, porque si tardaba más de la cuenta el
varazo podía ser mayor y más doloroso. Evitaba llorar delante de los compañeros,
pero no obstante le rodaban por las mejillas gruesas lágrimas que formaban rodalitos
húmedos sobre la capa de polvo y tiza que cubría la tarima.
—Ahora siéntate —lo despedía don Raimundo cuando terminaba el castigo—. Y
mañana quiero que te sepas los ríos y los afluentes como el Padrenuestro porque si te
pregunto y fallas, lo de hoy no va a ser nada.
Las varas preferidas de don Raimundo eran las de almendro o de avellano,
curadas y moderadamente nudosas, de tres palmos de largo, gruesas como un dedo y
algo cimbreantes. Don Raimundo guardaba dos o tres de reserva en un armario de
cristales que tenía al lado de la mesa, donde también se veían media docena de libros,
un globo terráqueo y la gorra de visera que usó en la guerra. Las varas se las
suministraban Lupiáñez y otros alumnos pobres y aventajados, de los que salían al
campo a por yerba para los conejos.
Los niños pensábamos que, untándose las manos con sal y vinagre, los varazos
dolían menos e incluso podía llegar el caso de que la vara se rompiera al aplicar el
castigo. Cuando alguna se rompía, seguramente por el frecuente uso que don
Raimundo hacía de ella, más que por otra cosa, lo celebrábamos en el recreo como
una victoria.
Entre las lecciones favoritas de don Raimundo, la que más preguntaba era la del
Movimiento Nacional: «Para salvar a España y a la civilización Cristiana en peligro,
el 18 de julio de 1936 se inició el Glorioso Alzamiento Nacional. Si este
acontecimiento histórico no se produce, España deja de existir. Los gobiernos
republicanos habían vendido nuestra Patria a los comunistas y masones; habían
pisoteado la propiedad; habían perseguido a los católicos y cuando estalló la
revolución de Asturias fueron quemados vivos algunos religiosos y la vida se hizo
imposible para los ciudadanos honrados. José Antonio, para salvar a la Patria y darle
un estilo nuevo y un sentido profundo, fundó la Falange Española, terror de los
gobiernos republicanos, por la gallardía con que sabían morir por España los
muchachos que la integraban. No era posible dejar que la Patria continuase por más
tiempo en manos de los criminales que la llevaban a la ruina y a la esclavitud del

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comunismo ruso. Por eso se alzó en África el General Franco. Tres años ha durado la
contienda. Durante ella, derrotados los rojos, ha vuelto a ser bandera oficial la
colorada y gualda, ha vuelto el pueblo español a poder manifestar sus sentimientos
católicos, ha vuelto España a sentirse capaz de emprender rutas imperiales. Agrupado
el pueblo español en torno a la figura del Caudillo; enterrado José Antonio en el
Monasterio del Escorial, como testimonio de eterna presencia; y vigentes los
postulados de Falange Española Tradicionalista y de las Jons; organizada la economía
en torno a los Sindicatos, España se rehace interiormente y sigue presente en el
Mundo».
Yo comprendía bien las lecciones, pero no me las sabía de memoria con sus
puntos y comas, que era como había que recitarlas en la escuela, con lo cual raro era
el día que no cobraba, y algunas veces me presentaba en mi casa con las manos
doloridas, las pantorrillas acardenaladas y los ojos hinchados de haber llorado, pero
en lugar de buscar consuelo tenía que disimular diciendo que me había peleado con
algún compañero al salir de la escuela, porque si mi padre se enteraba de que don
Raimundo me había atizado por no saberme la lección era muy capaz de propinarme
otra ronda con el cinto. Es que en aquellos tiempos la norma pedagógica era «La
letra, con sangre entra», algo distinta a la de ahora. Mi padre, dentro de su sencillez,
tenía ciertos conocimientos de pedagogía, por eso le recomendaba a don Raimundo:
—Usted no le pase una, don Raimundo. ¡No se preocupe si lo desloma, que a la
juventud hay que enderezarla y la letra con sangre entra!
A don Raimundo lo que mejor se le daba era tomar las lecciones al pie de la letra,
pero como leía tanto el periódico también estaba informado de las otras cosas del
mundo, y cuando hablaba en el casino la gente se callaba y lo escuchaba como si
estuviera hablando el papa. Don Raimundo tenía respuesta para todo.
En la lección de Ciencias Naturales decía el libro: Las hojas verdes son los
pulmones de las plantas que respiran por las hojas igual que los mamíferos
respiramos por la boca.
—Don Raimundo: en el otoño, cuando se caen las hojas, ¿por dónde respiran los
árboles?
Don Raimundo no titubeaba un instante:
—Por el agujerito que queda en la ramita donde estaba la hoja.
Don Raimundo no era muy aficionado a las Ciencias Naturales ni a la Física pero,
en cambio, sabía todo lo que hay que saber de los egipcios, de los romanos y de los
moros. En las paredes de la clase había carteles de hule de los tiempos de la
República (con el escudo y la inscripción convenientemente recortados) para que
viéramos como se vivía antiguamente.
—Entre los egipcios —explicaba don Raimundo mientras nos enseñaba una
lámina—, las personas educadas andaban de lado echando un pie detrás del otro, en
la misma línea, con el torso de frente, una postura forzada y nada natural debido a la
cual, al morirse, como tenían las hechuras viciadas, había que vendarlos fuertemente

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para que cupieran en el ataúd. Para que veáis a dónde puede conducir la esclavitud de
las modas y el desconocimiento de que el hombre es una unidad de destino en lo
universal, como decía José Antonio.
—En el circo romano —explicaba en otra ocasión— era costumbre alimentar a
los leones y fieras en general con la carne de los trapecistas, que, debido a que
saltaban sin red, había muchos trapecistas accidentados; pero más adelante, cuando
los trapecistas se acostumbraron a saltar con red, los leones estaban muertos de
hambre y el director del circo fue a ver a Diocleciano, el cruel emperador, y le dijo:
«Esto decae. Tú verás lo que haces». Porque en Roma el personal, como no había
fútbol, se había acostumbrado al circo y no podían pasar sin él, y el número fuerte era
el de los leones, así que Diocleciano, como era tan cruel y odiaba a los cristianos,
dijo: «Que les echen los cristianos a los leones». Esto duró hasta que llegó el
emperador Constantino, centinela de Occidente, que se convirtió al Cristianismo, lo
declaró culto oficial y la gente se hizo portadora de valores eternos y se aficionó más
al número de los payasos.
—Don Raimundo y, en España, antes de que los romanos trajeran el circo, ¿qué
había?
—Pues mira, Francisquito, en España lo que había era celtas en el norte e iberos
en el sur. Los celtas eran morenos; los iberos, rubios, y andaban siempre a la gresca,
como es de ley, con el pueblo de al lado, pero luego se casaron entre ellos y les
fueron naciendo celtiberos, que eran tirando a pelirrojos y más bien bajitos.
—Entonces, los españoles ¿por qué somos morenos?
—Eso es de darnos tanto el sol. Tened en cuenta que esto de los celtiberos ocurrió
hace dos mil años, cuando había muchos árboles y el personal casi siempre estaba a
la sombra, pero luego hubo que talar el campo para cultivar trigo y olivos y ya nos
dio más el sol y nos pusimos morenos.
Algunas mañanas la Jabata entraba en la clase con su bata estampada de flores y
su pechera valentona y se llevaba a un niño para que le hiciera los mandados. Un día
en que don Raimundo había salido, la Jabata le dijo a Lupiáñez:
—José Antonio, escógeme a un niño despabilado para un trabajo, que la criada ha
ido a comprar los aliños de la conserva.
Ir a los mandados te permitía escaparte de la escuela y pasarte la mañana en la
calle, e incluso ir al bazar de Cencerrita y leerte un par de tebeos —que alquilaba a
cinco céntimos— antes de regresar a la escuela, así que todos miraron a Lupiáñez
amistosamente, pero él, que llevaba unos días rondándome para ver si le regalaba una
armónica, que me habían traído los Reyes Magos, me escogió a mí.
No tuve suerte. El mandado era en la propia casa, sin pisar la calle.
—Escucha, niño —me explicó la Jabata—. Vas a bajar al sótano y me vas a llenar
esta canasta de botellas para la conserva de tomate.
—Sí, señora.
—Pues venga, que si haces bien el mandado le voy a decir a don Raimundo que te

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pegue menos.
El sótano tenía un tramo de escaleras hasta un descansillo y luego otro tramo en
ángulo recto hasta una puerta de chapa pintada de verde. Al llegar a la puerta me
extrañó ver una raya de luz por debajo y el cerrojo descorrido, pero pensé que la
Jabata habría bajado y me la habría dejado encendida, así que empujé con la canasta
y la puerta se abrió de par en par dejándome ver lo que ojalá no hubiera visto. Don
Lozano estaba culeando encima de Casilda, sobre un colchón. Al principio me quedé
embobado sin saber bien lo que pasaba, porque yo nunca había visto a las personas
hacer el acto del matrimonio, aunque algo me barruntaba de ver a los perros, a las
ovejas y a las gallinas y por lo que Lupiáñez nos contaba que hacía con Felisa la
Tonta. Así que me quedé boquiabierto, con la canasta por delante, sin saber qué
hacer, mientras don Raimundo y la Casilda me miraban, él con los pantalones bajados
y el culo grande y blanco y ella con las piernas abiertas, las medias de hilo
engurulladas en las rodillas y los muslos gordos como costales y llenos de pelos.
Antes de que dijeran nada, solté la canasta y eché a correr escaleras arriba, me metí
en clase y me senté en mi sitio, con las orejas que me iban a estallar y temblando
como si tuviera frío. Allí me quedé atontolinado hasta que entró la Jabata nuevamente
y me preguntó por las botellas.
—Es que… me da miedo bajar al sótano —murmuré, bajando la cabeza. Mis
compañeros soltaron una carcajada, pero la Jabata se puso seria y Lupiáñez impuso
silencio.
—¿Cómo te llamas, niño?
—Vicente González —dije sin atreverme a mirarla.
—Muy bien, le diré a don Raimundo que te castigue para que seas mejor
mandado. A ver, necesito un voluntario que sea machote, que no tema bajar al sótano.
En esto apareció don Raimundo con expresión preocupada, eso me pareció, y la
Jabata le dio las quejas.
—Ese niño de ahí, el del jersey marrón y la cara de pabilucio es un mal mandado
y un desobediente.
Los pelotas se miraban regocijados anticipando el espectáculo.
—Ya hablaré yo con él —dijo don Raimundo mirándome sin acritud.
Don Raimundo designó a dos voluntarios para que subieran las botellas del
sótano y a los demás nos puso a repasar los montes y cordilleras de España, mientras
él se enfrascaba en la lectura del periódico, pero yo, que aunque miraba el libro no
dejaba de observarlo, noté que estaba ensimismado y no pasaba las páginas. Luego
preguntó la lección a un par de alumnos y me pareció que hasta los varazos los daba
como desganado. Cuando llegó la hora de salir, me llamó:
—Tú, Vicente, espérate que tenemos que hablar.
Me acerqué a la mesa, sin subirme a la tarima, con la mirada baja y el corazón
desbocado, deseando que me tragara la tierra. Pero don Raimundo me dijo:
—¿Qué te pasa, hombre? ¿No estarás asustado? Anda, ven para acá y siéntate a

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mi lado.
Me acerqué receloso, mirando la vara de almendro que reposaba como dormida
encima de la mesa, y don Raimundo me atrajo hacia él, me echó el brazo por el
hombro, que le pesaba un quintal, y me dijo:
—Vamos a ver, Vicente. Tú eres un niño bueno, listo y bien mandado. Si yo no te
apreciara y no tuviera buen concepto de ti, te pegaría menos. Cuando te pego es por
tu bien, porque tú eres un portador de valores eternos y la letra con sangre entra, pero
fuera de eso te aprecio y lo que quiero es hacer de ti una persona de provecho y una
unidad de destino en lo universal y me empeño en que seas alguien en la vida. Ahora
tú y yo vamos a hablar de hombre a hombre, porque tú ya eres un hombrecito y
puedo confiar en ti. Esta mañana, cuando has bajado al sótano, estaba atendiendo a la
criada, que le había dado un desmayo, ¿comprendes?
Yo asentí con la cabeza.
—A las mujeres de vez en cuando les dan ataques y hay que atenderlas para que
no se pongan malas —continuó don Raimundo.
Yo seguía asintiendo. Se quedó callado un momento como dándole vueltas a una
idea y luego prosiguió.
—Vamos a ver. ¿Tú eres capaz de hacer un juramento solemne?
No sabía lo que responder, así que me encogí de hombros. No me atrevía a
levantar la mirada y estaba sudando a pesar del frío que hacía en la escuela.
—Vamos a ver si eres una verdadera unidad de destino en lo universal. ¿Estás
dispuesto a jurar y ser mi amigo?
Asentí. Y él me levantó la barbilla con dos dedos duros que olían a nicotina y me
obligó a mirarlo a los ojos. Me puse colorado de la vergüenza.
—Te diré una cosa, Vicente: tú eres mi alumno favorito. Quizá te extrañe porque
eres uno de los que más castigo, pero ahí tienes la demostración. ¿No has oído decir
«quien bien te quiere te hará llorar»? Bien, volviendo a lo del sótano. ¿Vas a contarle
a alguien lo que has visto?
Estaba tan asustado que me eché a llorar.
—¡Pero, hombre! —se alarmó don Raimundo—. ¿Qué modo es ése de
comportarse un tío machote? ¿No te acabo de confesar que eres mi alumno preferido?
—Extrajo un pañuelo de hierbas del bolsillo de la chaqueta y me enjugó las lágrimas.
El pañuelo olía a colonia. Miraba a la puerta, de vez en cuando, un poco azarado.
—¿Qué haces, hombre? —me riñó sin acritud, paternalmente—. ¡Los hombres no
lloran! A ver, ¿se lo contarás a alguien?
—No, señor —prometí sin dejar de llorar.
Me tomó por los hombros.
—¿Lo juras?
—Sí, señor.
—Vamos a ver si es verdad.
Abrió el armario de las varas, sacó un libro negro y le limpió el polvo del lomo

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dorado antes de colocármelo delante.
—¿Sabes qué libro es éste?
—No, señor.
Lo abrió y me señaló el título.
—A ver, ¿qué dice?
—Sa… gra… da… Bi… blia —leí.
—¡La Biblia, Vicente! ¡Arrodíllate y arrepiéntete de tus maldades porque estás
ante la Biblia en pastas!
Me arrodillé con unción, aunque no estaba en la iglesia.
—Vicente: vas a jurar solemnemente sobre la Biblia. Eso quiere decir que si
luego quebrantas el juramento te condenarás irremisiblemente al infierno: darás una
zambullida en la caldera de fuego de Pedro Botero y tu alma se condenará
eternamente entre horribles tormentos. ¿Te das cuenta?
—Sí, señor.
—No se lo podrás decir ni al cura cuando te confieses. Piensa que don Próculo
me cuenta vuestras confesiones. Si me entero de que se lo has dicho se te va a caer el
pelo, ¿entendido?
Asentí con vehemencia.
—Bueno. Ahora pon la mano derecha encima del libro.
La puse.
—Ahora repite conmigo: Juro por Dios Creador, Uno y Trino y por el Espíritu
Santo que no revelaré a nadie, ni siquiera a don Próculo en confesión lo que he visto
hoy. Amén.
Lo repetí tal como me lo indicaba y él aflojó la presión de sus manazas en mis
brazos.
—Bueno, Vicente —dijo, soltándome—. Ya has jurado. Ve con Dios y recuerda
que estás bajo juramento hasta la muerte.
Salí disparado, pero antes de que alcanzara la puerta, su voz me detuvo.
—Vicente, que te olvidas la cartera.
Al día siguiente el maestro me sacó a la pizarra y me preguntó la lección nueve,
de Moral, que era de las más fáciles.
—A ver, Vicente: ¿cuántos dioses hay?
—Hay un solo Dios verdadero.
—¿Quién es Dios?
—Dios es un Señor infinitamente bueno, sabio, poderoso, creador del cielo y de
la tierra.
—¿Es Dios una sola persona?
—No, señor; sino tres en todo iguales.
—¿Cuáles son estas personas?
—Estas personas son: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
—El Padre ¿es Dios?

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—Sí, Señor.
—¿Son, por ventura, tres dioses?
—No, sino uno en esencia y trino en persona.
—¿Para qué fin fue creado el hombre?
—Para conocer, amar y servir a Dios en esta vida y después gozarle en la otra.
Don Raimundo asintió complacido.
—Así es como hay que saberse las lecciones. Vuelve a tu sitio, Vicente.
Los pelotas y Lupiáñez me miraban desconcertados y muertos de envidia.
Los buenos propósitos de don Raimundo no duraron mucho. A los pocos días
volvió a darme de varazos y coscorrones, aunque yo, en mi simpleza, lo disculpaba
pensando que lo hacía para disimular y para que no se notara que yo era su alumno
favorito.
La patrona de Navas del Prior era santa Lucía Virgen y Mártir. Ese día los niños y
niñas de las escuelas asistíamos a misa en la iglesia del pueblo y después formábamos
por cursos, en la plaza, para recibir el hochío de la Patrona. En la puerta del
ayuntamiento se montaban unas mesas con caballetes y tablas del horno de Braulio, y
las Marías de los Sagrarios y las Jóvenes Reparadoras las vestían con sábanas
bordadas y mantelerías que traían de sus casas. A la salida de misa, con todo el
pueblo congregado en la plaza, la banda de música tocaba la salve de la patrona, y a
sus acordes el alcalde levantaba la vara dando comienzo al acto. Entonces aparecían
el alguacil y el secretario del ayuntamiento llevando entre los dos una canasta de
hochíos que vaciaban encima de las mesas, y la presidenta de las Reparadoras con la
de las Marías destapaban una cesta de onzas de chocolate partidas, que hasta entonces
habían custodiado en un ángulo de la mesa. Los niños nos poníamos en fila, tan
felices, e íbamos pasando por delante de la presidencia formada por don Próculo,
vestido de casulla como en misa, el alcalde, el sargento de la Guardia Civil, los
maestros y las presidentas de las Reparadoras y de las Marías, cada uno con su
cónyuge si lo hubiera, y entre todos, ordenadamente, turnándose para no cansarse,
nos iban dando a cada escolar un hochío y una onza de chocolate. En estos actos don
Raimundo comparecía con su camisa azul y su uniforme blanco de cuyo pecho
pendían la medalla de Sufrimientos por la Patria y la de Caballeros Mutilados. Al
lado del cura, en representación de la Iglesia, se sentaba también el presidente local
de Acción Católica, un hombre pequeño con cara de conejo que se llamaba Froilán y
tenía una mujer voluminosa y tres hijas que en el cuerpo le salían a la madre y en la
cara al padre. A las niñas de don Froilán les decían las Virtudes Teologales porque se
llamaban Fe, Esperanza y Caridad, las tres poco agraciadas y más bien gordas,
motivo por el cual a Fe le decían Fe-a (separando las sílabas) y a las otras dos, la
Esperanzona y la Cantidad. La gente de los pueblos ya se sabe como es.
Los niños pobres esperaban ilusionados el día de la patrona, más que por la misa
y las comuniones, por el hochío y el chocolate. Entonces, aunque ya hacía años que
habían levantado el racionamiento, en muchas familias todavía se pasaba hambre, y

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bastantes niños no cataban el chocolate más que de pascuas a ramos. A mí, que lo
merendaba todos los días, me hacía menos ilusión. Aparte de que el chocolate que
repartían en la fiesta de la patrona era del que se quedaba rancio en el almacén, que el
alcalde le compraba a mi padre rebajado, aunque luego en la factura figuraba el
precio normal. Algunos niños devoraban su hochío en cuatro bocados y se metían
otra vez en la fila para reengancharse. Una vez don Raimundo cazó a uno que se
llamaba Andresillo Cubero y lo llevó dándole bofetadas hasta el pilarillo de la cuesta
mientras la madre iba detrás llorando y diciendo que soltara a su hijo que se lo iba a
matar. Todo el mundo se había quedado callado, por la violencia de la situación, pero
el alcalde mandó tocar otra vez la salve de la patrona, con lo cual, a los acordes de la
música, se restableció la armonía y la gente volvió a hablar y a reír.
La mesa de la presidencia felicitó mucho a don Raimundo cuando regresó de las
bofetadas, abrochándose los gemelos, tan ufano, a reincorporarse en su puesto.
—Si queremos que nuestros hijos sean unidades de destino en lo universal, éste es
el momento en que hay que educarlos —explicó a la mesa y al público en general.
Los que se colaban en la fila de la merienda quedaron tan escarmentados que
aquel día sobraron hochíos y onzas de chocolate y hubo que repartir los sobrantes
entre todo el que quiso, niño o mayor, con lo cual se formó tal revuelo que por poco
dan con la virgen en tierra y hasta hubo sus dimes y sus diretes porque en medio del
tumulto alguien le tiró una tarascada a salva sea la parte a la presidenta de las Marías,
que hasta le rompieron las bragas a la mujer, para que se vea la desvergüenza, y el
cabo de la Guardia Civil tuvo que subirse en una silla y amenazar con que si la gente
no guardaba la compostura se suspendía el reparto.
—O se declara el toque de queda en el pueblo y se suspenden las libertades
civiles —advirtió el alcalde.
—¿Qué libertades, qué pueblo, ni qué coña? —decía indignada la de las bragas
rotas—. ¡Éstos son una horda de rojos y no tienen vergüenza!
—¡Paciencia y caridad! —la exhortaba su colega, la presidenta de las
Reparadoras—. Aquí lo que hace falta es una Santa Misión todos los años, a ver si
metemos en vereda a tanto pecador.
Cuando vino el señor obispo a confirmar, también fue día de fiesta con colchas en
los balcones, guirnaldas de verde cruzando las calles y reparto de hochíos con
chocolate. Se declaró día festivo en el pueblo y la gente no salió al campo a trabajar.
Por orden del señor alcalde, el pregonero informó unos días antes para que las
mujeres que vivían en las calles por donde iba a pasar el señor obispo blanquearan las
fachadas, engalanaran los balcones y las ventanas con colchas y banderas y retiraran
de la vía pública los cagajones de las bestias y otras inmundicias. El día de la visita
no hubo clase y los niños de las escuelas comparecimos recién lavados, peinados y
con nuestras mejores ropas para que los maestros pasaran revista.
Yo me puse un trajecito que me habían comprado para el luto del abuelo
Sebastián, el invierno anterior. El traje era de paño, muy abrigado, y el obispo vino en

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el mes de junio, con todo el calor, así que pasé el día sudando como un pollo y a
punto de que me diera un sarpullido. Mi madre me puso en la solapa un lazo azul
celeste con una medalla del padre Tarín y cuando me quejé de que los zapatos me
apretaban me dijo:
—¡Porque son de estreno! Si fueras con unas sandalias de goma como esos
pobretones, no te apretarían. Lo que tienes que hacer es ofrecer tus sufrimientos por
las intenciones del señor obispo y el Niño Jesús te sonreirá desde el cielo.
Mi madre llevaba razón. Mis compañeros pobres no estrenaban nada.
Aparecieron con sus camisillas mal cosidas, con las mangas por debajo de los codos,
aunque menos sucios que de costumbre, sin mocos verdes brillando sobre el labio
superior y recién pelados al cero, por cuenta de la escuela, con el cuero cabelludo
marcado de las cicatrices de las pedradas y los garrotazos de los juegos infantiles.
—¡A ver, las uñas!
Mostramos las manos y don Raimundo las revisó cuidadosamente dando un par
de bofetadas a los que habían olvidado sacarse el luto de las uñas.
—Iros volando, ¡cacho de marranos!, a que vuestras madres os laven bien y si no
estáis en la plaza de la iglesia dentro de cinco minutos, os deslomo.
La llegada del prelado estaba prevista para las doce de la mañana, pero a los niños
nos formaron a las nueve frente a la iglesia de San Juan. Nos repartieron banderitas
blancas y amarillas y nos pusieron a ensayar la bienvenida, cada curso con su
maestro. Don Raimundo calmó a los más inquietos con un par de repelones y cuando
nos tuvo atentos dijo:
—¡Oídme bien! Cuando el Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo
aparezca os haré una señal y entonces comenzaréis a agitar las banderitas con
entusiasmo y fervor hasta que, ya pasado el prelado, yo cruce los brazos y diga basta.
¿Está claro?
—Sí, señor —coreamos.
Estábamos debajo de los soportales de Tejidos La Elegante Española que, en
atención a la visita del señor obispo, había sustituido las fajas y sostenes del
escaparate por una gran fotografía de Pío XII bendiciendo y un cuadro de santa
Librada, abogada de las parturientas, que la mercería prestaba a las clientas del
establecimiento en trance de parto. Don Raimundo nos dispuso en fila de diez en
fondo, los más altos delante; los medianos, detrás, subidos sobre el segundo peldaño,
y los más pequeños, los últimos, encima de dos bancos que trajimos de la escuela,
para que se nos viese bien a todos. Yo, como estaba detrás, con los más pequeños, me
entretuve en leer lo que ponía en el cuadro de santa Librada:
Santa Librada,
santa Librada,
que la salida sea tan dulce
como la entrada

Llevábamos dos horas largas aguardando, medio roncos de cantar el repertorio

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eucarístico, nos dolían los brazos de tremolar las banderitas, y se habían producido
tres o cuatro meados y un par de lipotimias, cuando de pronto llegó el alguacil en su
moto y anunció:
—¡Ya está aquí el pájaro!
Los maestros hicieron la señal y los niños empezamos a agitar las banderitas y a
cantar el Himno Eucarístico. Íbamos por aquello de
¡Misericordia, Señor, misericordia
Porque estamos ahitos de pecado…!

Cuando por la calle General Moscardó apareció el coche negro del alcalde, que
había salido a esperar al señor obispo a la cuesta del Higuerón, límite del término
municipal. El coche del alcalde estaba reluciente de limpio y lo habían engalanado
con lazos morados y colgajos para tapar dos o tres bollos y un faro que le faltaba.
Dentro iban el cabo de la Guardia Civil, con guantes blancos de gala, y varios
concejales, todos los que cupieron, muy trajeados y vueltos para evitar darle la
espalda al señor obispo, que venía en el coche siguiente, en difícil escorzo y
expuestos a desnucarse si el coche pillaba un bache. Detrás venía el Mercedes del
obispo, con el prelado repantingado en el asiento de atrás, charlando con otro cura
casi tan gordo como él. La centuria del Frente de Juventudes se puso firme, sacó
pecho y rindió banderas; el grupo de Acción Católica y las Marías de los Sagrarios
arrancaron a entonar un himno catequético y los niños de las escuelas agitamos las
banderitas y aunque todavía no llevábamos el Himno Eucarístico ni por la mitad, don
Raimundo nos ordenó que cambiáramos a la Salve. Don Raimundo nos vigilaba por
el rabillo del ojo mientras le sonreía al coche del obispo, con el cuerpo vuelto para
que el prelado le viera las dos medallas.
Los coches dieron la vuelta a la plaza, levantando una polvareda que nos puso a
todos perdidos, y se detuvieron en la puerta de la iglesia. Las Marías de los Sagrarios
y las Reparadoras habían engalanado la entrada del templo con un arco de flores del
que pendían colchas y cacharros de cobre abrillantados, y habían marcado el camino
con dos filas de macetas de aspidistras y un par de guirnaldas recién cortadas.
El chófer episcopal, uniformado y con gorra de plato, se apresuró a abrir la
portezuela del prelado. Mientras tanto, el cura que acompañaba al obispo se apeó por
la otra puerta y corrió a ponerle la mitra. Sin mitra, el obispo era un hombrecillo muy
gordo con la cara redonda y carrilluda y los ojillos casi ocultos detrás de unas gafas
con cristales de culo de vaso. Los niños estirábamos el cuello a ver si le podíamos ver
el anillo de huevo de codorniz en el que residía todo su misterio.
El obispo se volvió a la nube de polvo y la bendijo un par de veces y antes de que
se disipara entró en la iglesia escoltado por las autoridades y precedido por el
sacristán, que iba voleando el incensario, mientras Gabucio, el pregonero, lo sustituía
en el repique de campanas. Detrás de la comitiva entramos los demás, primero la
centuria del Frente de Juventudes, que, como el pueblo era pequeño, no llegaría a

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treinta cadetes, seguida de los niños de las escuelas y de las Marías de los Sagrarios,
las Reparadoras y el resto del pueblo, todos con ropa de domingo.
La confirmación se me hizo corta. El maestro nos había advertido que el cachete
que daba el obispo para confirmarte no hacía daño, pero los niños lo esperábamos con
ilusión, por la curiosidad. Yo me tranquilicé cuando le vi las manos al obispo, blancas
y almohadilladas de gordezuelas, como la masa de harina. Además de que aquel día
debía de tener mucha prisa porque, según íbamos avanzando para arrodillarnos
delante de él, se asomaba a ver donde terminaba la cola. Debía de estar harto de dar
cachetitos. Mientras confirmaba iba bisbiseando algo en latín, supongo, porque lo
único que le entendí fue «¡Venga, venga!». Se impacientó porque tardé un poco más
de la cuenta en levantarme. Luego me quedó la duda de si estaría bien confirmado,
porque el obispo casi no me había tocado y por si acaso al otro año, viviendo ya en
Jaén, volví a confirmarme en el Colegio de los Hermanos. Le consulté a mi madre la
duda y me contestó:
—Tu confírmate otra vez, por si acaso, que más vale que sobre que no que falte.

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CUARTO

El Colegio de los HH

Llevábamos tres años en Navas del Prior cuando el socio de mi padre abandonó a su
mujer, la Sebastiana, y a cuatro hijos, el mayor de nueve años, para escaparse con una
cómica pelirroja nacida en Betanzos, que atendía por el nombre artístico de Felanta,
la Mulata de Fuego. La gallega formaba parte del elenco de la compañía de varietés
Ensueños del Caribe, que venía todos los años al pueblo por la feria, dos funciones,
tarde y noche, para matrimonios y personas formadas mayores de dieciocho años. La
Mulata de Fuego hacía el número de Chelito y la Pulga con tanta propiedad que los
rebuznos y los aullidos de los mozos garañones se oían desde el Pilarillo de
Cantarranas, en la otra punta del pueblo. Cuando el socio se fue con la Mulata de
Fuego, mi madre le dijo a mi padre: «¿Tú ves lo que traen las medianerías? ¿Ahora
qué pasa, que vas a mantener a dos familias tú solo? Así que ya estás disolviendo la
sociedad, le das a Sebastiana lo que le corresponda y aquí paz y después gloria».
Mi padre hacía años que había dejado los números en las manos del socio,
mientras él atendía el mostrador y a los viajantes. Cuando echó mano se encontró con
que el socio llevaba tiempo preparando la fuga y había arramblado con el efectivo.
Sólo había dejado las deudas y los créditos del banco por pagar, un agujero que
apenas pudimos tapar vendiendo la tienda y la casa. Lo peor fue que no pudimos
reclamar nada porque como el negocio principal era el estraperlo, no había papeles ni
contabilidad. Mi madre empeñó los pocos oros que tenía para que pudiéramos seguir
comiendo caliente, aunque después se lo reprocharía a mi padre toda la vida.
En estas circunstancias, como Dios aprieta pero no ahoga, un hermano de mi
madre, el tío Eufrasio, que tenía una taberna en la capital, nos acogió en su casa y le
encontró a mi padre una abacería, que se traspasaba a buen precio. Así que cargamos
los bártulos en un camión, poca cosa, el comedor, unos somieres con sus colchones y
un par de hatos de ropa y, de noche, sin despedirnos de los vecinos, de pura
vergüenza, nos fuimos a la capital. Dentro de la desgracia familiar yo me consolaba
pensando que por lo menos me escapaba de la férula de don Raimundo. Hace poco
volví a saber de él porque uno del pueblo me dijo que hace veinte años que le dio un
telele y se quedó para ponerle azúcar a los roscos.
En la capital, las primeras semanas, como mis padres le estaban muy agradecidos

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a mi tío, me pusieron a trabajar sólo por las propinas, repartiendo vino por las casas y
haciendo los mandados, pero luego mi madre se encaró con su hermano y le dijo:
«Mira Eufrasio, yo sé que lo que estás haciendo con nosotros no se paga con
nada, pero a mi Vicentito te lo voy a quitar de la taberna porque no me da la gana de
que el hijo de mi sangre le sirva vino a los borrachos». Así que me quitó de la taberna
y me puso a estudiar ingreso de bachiller, con diez años cumplidos.
Mi padre me quería poner en el instituto, que era de balde, como las escuelas del
Gobierno, pero mi madre se cerró en banda.
—En un colegio de balde, con los pobretones.
—Pero, mujer, nosotros qué somos, si no tenemos nada.
—Pues por eso. Precisamente porque no nos ha quedado nada tenemos que ser
orgullosos como don Rodrigo en la horca. Vamos a poner al niño en el colegio más
caro, que es de religiosos, para que le den una educación cristiana y para que las
vecindonas de Navas del Prior, que se han alegrado con nuestra desgracia, rabien.
Podrán decir que hemos perdido la tienda, pero la categoría y el orgullo, no.
Mi padre transigió. Él siempre había sido apocado, pero desde el desfalco —el
socio nunca le gustó a mi madre y se lo había dicho muchas veces— estaba más
acobardado que nunca, así que dijo:
—Bueno, lo que tú digas. Ya veremos como salimos adelante.
—Tú trabaja y trae dinero a casa que yo me encargaré de la educación de nuestros
hijos.
Aquel mismo día, al salir de la abacería, mi padre se puso el trajecillo y bajó
conmigo al Colegio de los HH a matricularme. Le sacaron unas buenas pesetas que el
pobre pagó sin rechistar.
A mi hermana Presentacioncita la pusieron en un colegio de monjas en el que las
niñas ricas entraban por la puerta principal y usaban una bata azul y las pobres
entraban por la puerta falsa e iban de bata parda. Mi madre se había empeñado en que
Visi fuera de pago para que pudiera llevar la bata azul, pero Presenta se hizo amiga de
Socorrito, que la llevaba parda. Las monjas le prohibían hablar con ella en los
recreos, pero mi madre la dejaba venir a casa y no le parecía mal. Mi madre lo único
que quería era que las internas de Navas del Prior vieran que nuestra Visi iba con la
bata celeste de las ricas, para que sepan en el pueblo que no nos hemos quedado tan
pobres y que además hemos vuelto a prosperar. Mi padre, el hombre, se resignaba y
trabajaba en la tienda de sol a sol para pagarnos los colegios.
Como entonces no había televisión, la capital se me antojaba otro mundo y me
tenía de pasmo en pasmo. Todo me llamaba la atención: la catedral, como una
montaña habitada de grajos, los bloques de pisos, los ascensores, los escaparates
llenos de los cachivaches necesarios para la vida moderna, las farolas, las luces de
neón, las prisas, la gente que se cruzaba por la calle sin saludarse, los autobuses
grises con el letrero «Transportes Vargas Machuca», los camiones del reparto de
cerveza El Alcázar, los taxis negros alineados en la parada, los guardias urbanos con

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su gorro blanco dirigiendo la circulación desde un pedestal pintado de rayas negras,
blancas y rojas, con sombrilla playera. En la cornisa del cine Cervantes, en la plaza
de José Antonio, había un anuncio de neón de las lavadoras Ade y en la cornisa de
Correos, en la calle Campanas, otro de la Caja Postal, en la que una moneda dorada
entraba en una hucha. Por haber, hasta había estación de ferrocarril, aunque pequeña;
allí vi el tren por vez primera, una locomotora enorme, de las de carbón, como las que
salían en las películas del oeste.
El Colegio de los Hermanos, o HH, era tan nuevo que no habían terminado de
embaldosar la pista de patinaje, en la que nos congregaban, por cursos, para el acto
matinal. El colegio era un edificio enorme de cuatro pisos. En la parte central, más
alargada, que se llamaba pabellón, estaban la capilla y el cine (mucho más grandes
que la iglesia y el cine de Navas del Prior) y en las dos partes laterales o alas, las
clases. Cómo sería de grande el colegio de los HH que, en medio de cada ala, en el
suelo y las paredes había una línea de corcho para absorber las dilataciones del
verano y las contracciones del invierno y evitar que le salieran grietas al edificio.
También tenía calefacción central, con radiadores de hierro en las clases y en los
pasillos. El último piso era de otro color por fuera, y estaba destinado a los
dormitorios de los internos, con sus camas niqueladas en dos filas corridas con pasillo
en medio, como un hospital, y un armario metálico para cada alumno. Al final de
cada lado dormían dos hermanos prefectos encargados de velar por el orden, de
dirigir las oraciones al acostarse y al levantarse y de vigilar para que nadie se la
meneara en el intermedio. Los internos también tenían duchas y lavabos, veinte o
treinta, como en los cuarteles, con agua caliente y fría. Entonces, con el atraso del
país, en la mayoría de las casas no había cuarto de baño, así que algunos internos
procedentes de pueblos no sabían bien para qué eran los sanitarios de orinar y
llegaban a proveerse en ellos, forzando la postura, con gran escándalo e irrisión de los
HH y de los compañeros. Yo, gracias a Dios, como era externo no tuve que pasar por
esa vergüenza.
Las clases eran limpias y luminosas, con ventanales protegidos por persianas de
plástico Gradolux, el último grito, no como aquellas clases húmedas y cochambrosas
de mis escuelas del pueblo.
El colegio tenía salas de recreo y de lectura (sólo para los internos), cocinas,
comedores, talleres, laboratorios, papelería, gimnasio, enfermería y otras
dependencias. Además, había dos campos de fútbol, uno de baloncesto y piscina, que
sólo la disfrutaban los curas cuando los alumnos estaban de excursión y el colegio se
quedaba vacío. También había un frontón, en el lugar más apartado, porque muchos
hermanos eran navarros y no podían pasar sin él.
El día de la apertura de curso, después de la misa que ofició el capellán del
colegio, nos pusimos de pie y sonó por los altavoces un disco del himno del colegio
que los alumnos corearon. Los nuevos no nos lo sabíamos, pero movíamos los labios
para que no se notara. El himno era tan cursi como todo lo demás y decía así:

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Cantemos hoy la gloria de nuestro hogar segundo;
cariño acrisolado sepámosle ofrendar;
Colegio que nos muestras el piélago del mundo
y amante nos anuncias las hieles de ese mar.
Halle mañana el corazón en ti
grato sedante en horas de amargor.
¡Cuan bello es evocar
tu magistral amor!

Después el H. Director nos dirigió unas palabras de bienvenida. Dijo que éramos
una gran familia que volvía a reunirse y que como había crecido habíamos tenido que
cambiarnos a un hogar mejor y más amplio en el que íbamos a ser muy felices.
Hablaba muy relamido mirando unas veces a la derecha y otras a la izquierda y de
vez en cuando daba una caída de párpado. Casi me gustó que después rezáramos un
Padrenuestro, un Avemaria y un Gloria y que cantáramos el Cara al Sol, porque era lo
único que me traía aprendido del pueblo. Mientras cantábamos, brazo en alto, dos
hermanos izaban la bandera despacito para que durara hasta el final del himno. Con
tanta novedad se me fue el santo al cielo y me distraje porque al llegar a la parte que
dice:
…imposible el alemán
y están
presentes en nuestro afán

Un hermano que estaba detrás me soltó un sopapo que me hubiera tirado al suelo
si no llega a ser porque el compañero de al lado me sostuvo clavándome de camino
las uñas, que las tenía como las panteras, el muy cabrón. Estaba intentando volver en
mi juicio, porque la torta me había dejado atontolinado, cuando escuché la voz
amable del hermano preguntándome:
—¿Cómo te llamas, hijo?
Nadie hubiera dicho viendo la sonrisa y la cortesía del hermano que era el mismo
que me acababa de arrear la torta.
—Vicente González, para servirlo —contesté educadamente.
—Muy bien, Vicente González. Cuando termine el acto te presentas a mí.
Pregunta por el hermano Javier.
—Sí, padre.
Los compañeros se rieron al oírme llamarlo padre. Yo entonces creía que todo el
que llevaba sotana era cura. Al hermano Javier se ve que no le hizo gracia la
confusión. Me cogió de una oreja retorciéndomela y me corrigió:
—¡Se dice: sí, hermano!
—Sí, hermano, —me apresuré a rectificar.
El hermano Javier me soltó la oreja con un tirón y continuó su camino
evangelizador.
Terminó el himno, y rezamos no sé si un par de Padrenuestros y una Salve, los
alumnos fueron despejando el patio y entrando en las clases, comenzando por los

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cursos superiores. Yo abandoné la fila y fui a ver al hermano Javier, que se había
colocado al pie del mástil, con las manos cogidas detrás, las piernas algo abiertas y
subía y bajaba de puntillas mientras supervisaba el desfile de los alumnos camino de
las clases. Me miró un momento, como con asco, hasta que se acordó de mí, luego
me ignoró hasta que el patio se despejó. Entonces me volvió a mirar de arriba abajo,
desde los zapatos, muy limpios, pero viejos, hasta el traje adaptado y vuelto de uno
de mi padre, por lo que llevaba el bolsillo superior de la chaqueta a la derecha.
Indicios todos de economía lindante con la pobreza. Me preguntó:
—¿De dónde sales tú?
—Yo soy un alumno de ingreso, hermano. Usted me ha dicho que me
presentara…
El hermano Javier se impacientó:
—¡Ya sé quién eres borrico, todavía tengo en la manga el refregón de mocos que
me has dejado! Lo que te pregunto es de qué pueblo vienes.
—De Navas del Prior, hermano.
—¿Por qué no cantas el Cara al Sol?
—Sí lo canto, hermano; es que con la alegría de estar en el colegio me he
distraído. ¿Quiere usted que se lo cante?
—No lo cantes, que ya te he oído rebuznar bastante. ¿Tu padre estuvo con los
nacionales o con los rojos?
—Con los nacionales.
—¿No me estás mintiendo? Mira que me voy a enterar.
—De verdad, hermano. Si usted quiere se lo juro por el Niño Jesús.
—No tomarás el nombre de Dios en vano —recitó iracundo—. ¿Es que no te han
enseñado que jurar es pecado?
—Usted perdone, hermano. Si quiere le digo el Catecismo que me lo sé muy bien.
—Anda, calamidad. Vete a tu clase.
Salí corriendo hacia el ala de la derecha, por donde había visto ir a mis
compañeros de curso, subí las escaleras de tres en tres y salí a un pasillo lleno de
clases sin saber en cuál tenía que entrar. Por suerte en la primera todavía no habían
cerrado la puerta y pude ver que era la mía. El hermano profesor le estaba dando la
bienvenida a los nuevos. Era joven, tirando a gordo y parecía muy simpático y
ocurrente, pero esta primera impresión me duró poco porque al verme entrar se puso
serio y se encaró conmigo:
—¿Tú cómo te llamas?
—Vicente González, hermano, para servirlo.
—¿Qué pasa —preguntó, guasón—, que antes de empezar ya has cometido una
falta de disciplina?
La clase soltó una carcajada.
—Sí, señor… digo: sí, hermano.
El hermano Luis Bribones, cuya persecución padecí durante los dos años

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siguientes, tendría entonces treinta años. Era un sujeto seboso, con un trasero enorme
y algo de panza medio disimulada por la sotana. Llevaba el pelo a cepillo y tenía la
cara gorda y blanca, con los labios húmedos, regordetes y colorados, y un lunar cerca
de la comisura de la boca. Tenía dos favoritos, Ignacio de Gaztambide y Zulueta, hijo
de un ingeniero de Canales y Puertos, y Eulogio Daniel Sáez de Quesada, hijo de un
cirujano famoso, a los que halagaba y hacía carantoñas, particularmente a
Gaztambide, al que llamaba «Mi Ignacito» y le reservaba las preguntas de más
lucimiento. Mi Ignacito hablaba tan fino, pronunciando las eses y usando palabras
que sólo vienen en los diccionarios, que muchas veces los demás nos quedábamos en
la luna de Valencia y no sabíamos lo que estaba diciendo.
—Respetado hermano, ¿tendría la bondad de informarme acerca del año en que el
Nuevo Mundo fue descubierto?
—En 1492.
—Aclarado el error de concepto, después de la breve explicación, queda
subsanada la duda. Gracias, respetado hermano.
En aquel tiempo, con las escaseces de la posguerra, los muchachos usábamos
pantalón corto hasta que las piernas se llenaban de pelos. Al hermano Luis le gustaba
sacar a la pizarra a los más mollares y los colocaba detrás de su mesa, cerca de él,
para acariciarles los muslos. Con los alumnos bastos, los palurdos que veníamos del
pueblo o del barrio de la Merced, era menos cariñoso y todo se le iba en hacer reír a
los favoritos a costa nuestra y arrearnos pellizcos y chascazos por el menor motivo.
Yo, con la inocencia de la edad, llegué a creer que los pellizcos, pellizquitos y
torniscones estaban reservados para los religiosos, mientras que las varas de
almendro pertenecían al ámbito de la educación laica.
El hermano Luis era muy aficionado a los pellizquitos de uña en las orejas, que
duelen cosa mala, y a los torniscones en el pecho, cogiendo pezón, que por muy
macho que seas (o viril, como decían los HH) te hacen soltar lágrimas como naranjas,
pero tampoco descuidaba los pellizcos en el trasero, cuando te sorprendía en postura.
El pellizco del hermano Luis cogía tajada y retorcía, y no soltaba la presa aunque te
tiraras al suelo. Cuando aullabas de dolor, el hermano entraba en una especie de
éxtasis placentero, se le humedecían los labios y los ojos se le ponían soñadores.
También sabía dar coscorrones con la chasca, un cacharro semejante a un encendedor
de cocina, que se usaba para llevar el compás de la clase o para llamar la atención. El
hermano Luis era un virtuoso de la chasca. Avanzaba por el pasillo preguntando y
sólo con rozarla con el pulgar, la chasca hacía ¡clac, clac!, señalándote. Titubeabas en
la respuesta una décima de segundo y las chasca hacía ¡cloc, che!, sobre tu occipucio.
Yo creo que el hermano Luis me tomó ojeriza por mi metedura de pata del primer
día, cuando me retrasé y llegué tarde a clase. El caso es que después de hacer reír a la
clase a mi costa, se puso serio y me miró la ropa y los zapatos reparando en que eran
viejos y remendados, aunque los llevara relucientes, lo mismo que había hecho el
hermano Javier en el patio unos minutos antes. Hizo sonar la chasca para llamar la

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atención de la clase y cuando la tuvo callada y atenta me preguntó:
—¿Tú de dónde vienes?
—De Navas del Prior, hermano.
—¡Caramba, qué honor! —exclamó con fingida admiración—. ¡Tenemos entre
nosotros a un espécimen de habitante del ilustre pueblo Navas del Prior! —aguardó a
que se acallaran las risas y preguntó—: ¿Y quién te impartía clases en el pueblo?
—Don Raimundo, hermano.
—¡Caramba! ¡Don Raimundo! —exclamó abriendo desmesuradamente los ojos
—. ¡El prestigioso pedagogo que no necesita presentación! Con decir don Raimundo
basta. ¡Más famoso que el padre Manjón!
La clase se desternillaba de risa, especialmente Mi Ignacito y Sáez de Quesada, a
los que se les habían saltado las lágrimas y pateaban en el suelo con sus zapatos
Gorila nuevos, porque no podían aguantar la risa. El hermano Luis miraba con arrobo
a Mi Ignacito, que daba palmaditas en el pupitre, retorciéndose de risa. Pasé mucha
vergüenza al verme en ridículo nada más llegar al colegio, sin amigos y sin conocer a
nadie.
El hermano Luis no cejaba, en vista de lo gracioso que estaba resultando aquella
mañana:
—¿Y tu padre qué es? —preguntó.
—Es industrial, hermano —respondí con humildad. Me prometí que en cuanto
llegara a mi casa le iba a pedir a mi madre que me comprara unos zapatos Gorila, los
de la pelotita de goma verde, porque como desde que llegué a clase andaba con la
cabeza gacha, me había percatado de que casi todos mis compañeros iban calzados
con aquellos zapatos y de un modo confuso intuía que quizá los hermanos me
maltrataban a causa de los míos, viejos, pasados de moda y hechos por un zapatero de
pueblo.
Cuando supo que mi padre era industrial, el hermano Luis abrió unos ojos como
platos:
—¡Industrial! —exclamó con fingida admiración—. ¡Gracias, Dios mío, por
honrar al colegio en el año de su inauguración con el vástago de un prestigioso
industrial! —mis compañeros se reían más que en una película del Gordo y el Flaco,
y yo, cabizbajo, sentía que me ardían las orejas.
—¿Y a qué industria se dedica tu padre, si puede saberse? —tornaba el hermano
Luis, con toda su gracia—. ¿Altos hornos, astilleros, refinerías de petróleo, fábricas
de automóviles?
—No —murmuré, avergonzado por la insignificancia de mi padre, que además
estaba en la ruina—. Tiene una tienda de alimentación.
De pronto reparé en una mosca que revoloteaba sobre la baldosa donde yo tenía
fija la mirada. Me sorprendió que hubiera moscas en la capital y más aún en el
colegio, con lo moderno y lo nuevo que era, pero al mismo tiempo me reconfortó,
porque me hizo sentir que no estaba tan solo, que algo del pueblo, donde después de

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todo había sido feliz, me acompañaba en aquel mundo de persianas ultramodernas de
lamas de plástico, de simetrías brillantes y de luces fluorescentes de mi flamante
colegio.
Cuando se le agotaron los recursos para burlarse de mí, antes de que el ambiente
jovial del primer día de curso decayera, el hermano Luis pasó lista saludando o
haciendo algún comentario chistoso a los alumnos que conocía de otros años.
Después nos formó de dos en fondo y nos condujo a la papelería del colegio, una
dependencia que olía agradablemente a tinta fresca y a papel. La papelería tenía una
puerta de cristal esmerilado con una ventanilla a través de la cual un hermano nos iba
llamando por orden de lista y nos entregaba el lote escolar: siete libros, siete
cuadernos, carpeta de dibujo, bloc de dibujo, plumier, dos plumillas, un lápiz, un
afilalápices, una goma de borrar, un cartabón, un compás, una caja de lápices de
colores, un tintero y un devocionario. A medida que los recibíamos nos íbamos al
patio, nos acomodábamos en un asiento y marcábamos los libros con nuestro nombre
y el curso. También era costumbre escribir en el ángulo superior de la primera página,
haciendo esquina, la siguiente jaculatoria: Virgen santa, Virgen pura, con tu esfuerzo
y con tu ayuda haz que me aprueben esta asignatura. Yo, como era nuevo y mi padre
me había advertido «adonde fueres haz lo que vieres», lo escribí en todos los libros
antes de ordenarlos en la cartera, donde casi no cabían, especialmente uno más gordo
titulado Vela y Ancla, que era el de Educación del Espíritu Nacional. Por cierto, ese
libro nunca llegamos a usarlo. No sé por qué nos harían comprarlo. Yo, a veces, lo
leía en casa y me gustaba porque eran fragmentos de obras literarias, pues ya le iba
tomando afición a la lectura.
Con la alegría de estrenar tantos libros se me pasó un poco el sofocón de la
mañana y casi me reconcilié con el colegio pensando que, después de todo, las cosas
no me iban a ir tan mal, que todo era cuestión de acostumbrarse.
Estaba en eso cuando se me acercó un compañero:
—¿Tú eres del Madrid o del Barcelona?
Sin esperar mi respuesta se sentó a mi lado.
—Yo soy del Barcelona —dijo—. No es que me guste el fútbol, es por llevarle la
contraria a los empollones, que son todos del Madrid.
El compañero se llamaba Haro y se había fijado en mí porque él tampoco le
gustaba al hermano Luis, así que enseguida nos hicimos amigos y me llevó a los
campos de fútbol, el único sitio donde se estaba a salvo de los HH.
—Como son todos medio maricas no aguantan el calor y vienen poco por aquí.
Haro era hijo de un brigada de infantería que le daba unas palizas tremendas con
una baqueta de limpiar fusiles. Un día que fui a su casa me la enseñó y me dio un
palo flojito para que me hiciera cargo y vaya como dolía. Haro repetía curso, era dos
o tres años mayor que los demás y se conocía todos los trucos porque llevaba varios
años en el colegio. Cuando me vio tan crudo y tan de pueblo se apiadó de mí y me
cogió a su cargo hasta que eché las alas, de no ser por él me hubiera ido todavía peor.

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Los campos de fútbol del colegio eran tan grandes como los de verdad, con
porterías de tamaño natural, con sus largueros y su red, como Dios manda, no como
en el pueblo, que jugábamos en la calle y hacíamos las porterías con dos o tres
piedras o amontonando las carteras del colegio. En el Colegio de los HH los alumnos
jugaban con botas de futbolista claveteadas y con balón de cuero. En el pueblo le
dábamos patadas a una pelota de goma y cuando se rompía o se embarcaba en un
balcón o en un tejado y no podíamos rescatarla a pedradas, seguíamos jugando con
otra de trapo. Además, en el colegio se jugaba con arreglo al reglamento, los partidos
los arbitraba un hermano joven provisto de silbato niquelado, como los árbitros de
verdad.
En los días siguientes me di cuenta de que el fútbol era muy importante en el
colegio y que para integrarte en la comunidad escolar no te quedaba más remedio que
cogerle afición y hacerte hincha del Real Madrid o del Barça (que entonces se decía
Barcelona) y admirador de Di Stéfano o de Kubala. A mí, como me daba lo mismo,
escogí ser del Barcelona, sin mucho entusiasmo.
Lo peor era tener que jugar. Como venía de pueblo, llevaba mucho retraso, no
sabía regatear ni chutar, y cuando lo intentaba les daba a todos unas patadas
tremendas. A los pocos días, el hermano Félix, que era el que dirigía los deportes, me
puso de portero para que no estorbara, y así, siempre mano sobre mano, sólo con ver
a los otros jugar tampoco adelantaba mucho.
Los alumnos veteranos del colegio también sabían patinar con unos patines de
cuatro ruedas, atados a los zapatos. Braceaban un poco para tomar impulso y se
deslizaban por el patio tan ricamente. Yo lo intenté un par de veces con los patines de
Haro, pero me di un par de batacazos y cuando llegué a mi casa con una rodilla
ensangrentada mi padre me prohibió que siguiera patinando.
—Como vengas otra vez señalado por patinar te voy a dar más palos que a una
estera, ¿te enteras?
—Sí, padre.
—A patinar hay que empezar chico —razonaba mi madre—. Tú ya tienes diez
años cumplidos y no es edad.
—Sí, madre.
El día de marras, cuando sonó el timbre para volver a las clases, regresé con
Haro. Al ver que nos sentábamos juntos, el hermano Luis comentó:
—¿Ya os habéis hecho amigos? Dios los cría y ellos se juntan.
El primer día pasó sin otras incidencias dignas de contarse, sólo que de regreso a
mi casa, que estaba en el barrio de La Merced, me perdí un par de veces porque
todavía no sabía andar por la capital.
Con los libros nos dieron un sobre cerrado, dirigido al padre, con el recibo de la
mensualidad y la factura del material. Mi padre, cuando vio la cantidad, se puso
hecho un basilisco. Agitó el papel delante de las narices de mi madre, que estaba
planchando:

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—¡Mira por dónde nos salen tus caprichos y tu orgullo, Presentación! Mira: un
montón de libros que cuestan más de lo que vale el niño, cuando en el pueblo se
apañaban con la Enciclopedia Álvarez, y hasta les servía de un año para otro —
contempló nuevamente la factura en busca de nuevos desaguisados—. Y un montón
de cuadernos. ¡Un cuaderno para cada asignatura! ¡Hala! Cuadernos como para poner
una tienda, a duro cada uno, cuando en el pueblo los vendíamos a peseta y el viajante
nos los ponía a dos reales. ¡Estos curas ladrones se creen que yo no sé lo que valen
las cosas!
—Algo tendrán —sugería mi madre, con la mansedumbre que le daba saberse
abogada de una causa perdida.
—¿Qué van a tener? —replicaba mi padre—. ¡La foto del colegio en la pasta! Por
dentro son lo mismo: papel rallado. ¡Pues no nos va a salir cara la dichosa foto!
Mi padre, con todas sus limitaciones de tendero de pueblo, ignoraba que el detalle
de la foto del colegio en los cuadernos, lejos de ser un capricho de los curas,
constituía un elemento de nivelación social imprescindible en nuestra educación. En
el colegio no se podía usar material comprado en la calle. Había que adquirirlo todo
en la papelería del centro.
—Todos los colegiales usan el mismo material —se justificaban los HH—. Aquí
no se diferencia al pobre del rico. De este modo evitamos que los alumnos adviertan
los desniveles sociales existentes entre ellos.
También tuvimos que comprar una bata de rayas blancas y azules, con los cuellos
y los bolsillos azules, aunque luego, menos mal, sólo tuvieron que usarla los internos.
El fútbol no se me daba bien, pero tirando piedras era un virtuoso y aventajaba
con creces a los futbolistas y a los patinadores. Algunos días, al salir del colegio, los
del instituto cercano nos esperaban en el descampado de atrás para llamarnos
«mariconistas» y apedrearnos. Yo, entonces, me sentía en mi elemento, sacaba de la
cartera la honda de esparto que había traído del pueblo, la cargaba con una buena
peladilla y la volteaba con mucho lucimiento. Cuando oían el zumbido de la piedra
por encima de sus cabezas, los del instituto se acojonaban y abandonaban el campo.
Los compañeros que se burlaban de mí en el colegio, incluso los que ni me dirigían la
palabra para demostrarle al hermano Luis que no éramos amigos, entonces se me
acercaban amistosos y hasta se ofrecían a buscarme las mejores piedras, para que se
vea lo inconstante que es la naturaleza humana.
Los HH, aunque habían consagrado sus vidas al apostolado de la enseñanza, la
más sublime vocación que se puede tener en este mundo, distaban mucho de ser
felices, y muchos de ellos no se podían ver, aunque como eran grandes hipócritas
disimulaban sus antipatías delante de los alumnos. Los cabreos que se cogían por
cominerías y roces de la vida comunitaria los pagaban con los becarios o con los que
procedíamos de familias menos instruidas y no teníamos quien nos defendiera.
Muchos HH tenían sus alumnos favoritos, dos o tres, a los que les reían las
gracias hicieran lo que hicieran, y otros dos o tres fichados a los que les hacían la

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vida imposible con castigos y humillaciones. Los pupitres eran individuales,
dispuestos de cinco en fondo. El hermano Luis colocó en diagonal a sus cinco
fichados principales, entre los cuales me contaba yo, en un pupitre de cada fila, de
rincón a rincón, y nos llamó el Paralelo de la Muerte.
—A ver, Haro, tú que eres la mayor calamidad y el Enemigo Público Número
Uno te corresponde el primer pupitre del paralelo; a González le vamos a dar el
segundo, pero ándate listo porque González, ahí donde lo ves tan callado y tan
formal, es muy capaz de hacer mayores burradas que tú y de arrebatarte el puesto…
La clase se tronchaba de risa, especialmente Mi Ignacito, Quesada y los demás
pelotas. Yo miré a Haro como diciéndole, «Tú tranquilo, que yo no quiero arrebatarte
ningún puesto», porque lo que menos necesitaba en aquellas tristes circunstancias era,
encima, perder a uno de los pocos amigos que tenía.
Desde que ingresé en el Paralelo de la Muerte, raro era el día en que el hermano
Luis no me empapelaba por una cosa o por otra. Y cuando salía al recreo tenía que
andarme con tiento, porque el cielo abierto era la jurisdicción del hermano Javier, que
también me tenía fichado y parecía que me buscaba todos los días. La única ventaja
que le encontraba a que los HH me tuvieran ojeriza, es que no me tenía que dejar
magrear por ninguno, ni visitar asiduamente al Santísimo en la capilla para
demostrarles que era un buen cristiano.
A los pocos días de empezar el curso, el hermano Luis anunció:
—Hoy vamos a elegir a los Romanos y a los Cartagineses.
Toda la clase se levantó aclamando con entusiasmo, especialmente Mi Ignacito,
Quesada, Ortega y los demás pelotas. Yo no sabía si alegrarme, porque desconocía de
qué iba la cosa. Los novatos, todos igual de despistados, intercambiábamos miradas
como diciendo: «Vamos a ver con qué nos sale el cura ahora».
El hermano Luis dibujó, con tizas de colores, un recuadro en una esquina del
encerado y dentro escribió: Romanos, 0; y en la esquina opuesta, en otro recuadro:
Cartagineses, 0.
En el colegio de los HH cada clase estaba dividida en dos bandos, Romanos y
Cartagineses, que competían por acertar las preguntas y así iban marcando puntos. Al
final, el bando que alcanzaba la máxima puntuación tenía derecho a hacer una
excursión, mientras que el otro se jorobaba y se quedaba en clase.
El hermano Luis llamó a la tarima a Mi Ignacito y a Quesada, los nombró
generales de Roma y de Cartago y les encomendó que escogieran por turno a sus
tropas respectivas. Comenzaron por sus propios amigos, casi todos alumnos antiguos,
y dejaron para el final a los desahuciados. Yo quedé alistado en la legión romana, la
verdad es que sin gran entusiasmo de mis conmilitones.
A los dos meses, el tanteo iba casi igualado a seiscientos puntos y unas veces se
adelantaban los Romanos y otras los Cartagineses, pero poca cosa. Solamente se
distanciaron preocupantemente cuando el hermano Luis se enfadó con Mi Ignacito y
comenzó a llamarlo Gaztambide, vaya usted a saber por qué oculta razón, y le dio por

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modificar el reglamento introduciendo puntos negativos para castigar las respuestas
erróneas. El hermano Luis se cebaba conmigo, preguntándome de Matemáticas, que
era lo que peor se me daba, y casi todos los días los Romanos perdían puntos por mi
culpa. De Francés y de Historia, sin embargo, que era lo que mejor me sabía, no me
preguntaba nunca. Con tantos fallos los Romanos andaban cabreados, no me dejaban
jugar con su equipo y hasta se levantaban y se iban cuando me iba a sentar con ellos
en el patio, y si alguno me daba conversación luego se lo reprochaban y le daban a
escoger entre mi amistad y la del resto de la Romanía. Lo peor era que los
cartagineses me felicitaban de cachondeo diciendo que era su mejor aliado. Menos
mal que al poco tiempo el hermano Luis se reconcilió con Gaztambide y volvió a
llamarlo Mi Ignacito y dejó de preguntarme a mala leche para restarle puntos al
Imperio Romano.
Me parece que estoy dando la impresión de que no tenía amigos, pero sí los tenía
porque había otros de pueblo, o pobres tan perseguidos como yo, y ya se sabe que el
infortunio concierta voluntades. Los peores alumnos éramos casi todos del barrio alto
y solíamos juntarnos a la salida del colegio para hacer el camino juntos.
Algunos días nos poníamos de acuerdo para faltar a clase y hacer la rabona o la
nona. Como había que ir a lugares solitarios donde no nos viera ningún conocido que
se lo pudiera decir a los padres, solíamos subir al castillo, donde todavía no habían
hecho el parador de Turismo y no había más que bichas y lagartos, o a los Campillos,
donde se ponía el ferial. A los Campillos solíamos ir de noche para ver a los novios
meterse mano, o a apedrear maricones. De día todo lo más que se podía apedrear era
algún perro o gato, pero para eso era mejor bajar al vertedero municipal. Algunas
veces nos cruzábamos con bandas de niños sin escolarizar y organizábamos unas
pedreas estupendas en las que yo tiraba de honda con mucho lucimiento hasta que, a
las pocas pedradas, Haro se mosqueaba porque mis piedras se alejaban más que las
suyas y decidía que había que tirar con la mano, como los hombres. Los otros le
daban la razón y yo tenía que guardar la honda. También jugábamos a los indios y a
los ladrones.
En marzo llegó el día de mi santo y mi tío el de la taberna, como me tenía todo el
día haciéndole mandados, me regaló un plumier de propaganda de Tintes Diana, los
colores de su hogar, con cuatro tinteros de colores. Mi madre, por su parte, me regaló
el libro de Julio Verne Dos años de vacaciones y el libro de Sabatini La Justicia del
Duque. Los compró en una librería pequeña de la Carrera de Jesús. Cuando vi que
todos me querían y que se sacrificaban para darme estudios, me propuse ser, de allí
en adelante, un alumno formal, estudioso y buen cristiano. Al día siguiente la primera
clase era de Gramática y el hermano Luis nos puso una redacción sobre Los peligros
del mundo, del demonio y de la carne. Saqué mi estuche de tintas de colores y mi
cuaderno, dispuesto a lucirme porque de los peligros del mundo y del demonio a lo
mejor sabía menos que Gaztambide y el Sáez de Quesada, pero de los peligros de la
carne seguro que estaba más puesto que el resto de la clase porque la víspera había

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oído a mi padre decir que había que tener cuidado con los inspectores de Sanidad
porque andaban buscando por las tiendas de comestibles una partida de jamones sin
documentación que estaban causando triquinosis. Dispuesto a que mi redacción fuera
la mejor, tanto en contenido como en presentación y esmerada caligrafía, para que el
hermano Luis se percatara de cómo aquel alumno que solía ser malo, o sea, yo, había
cambiado de la noche a la mañana y ahora era el mejor de la clase, abrí los cuatro
tinteros, cuidando no derramar la tinta ni manchar el pupitre, armé el plumier con
plumilla de estreno y comencé a trabajar. Escribí el nombre del Colegio en verde;
debajo, en rojo: Redacción: Los peligros del mundo, el demonio y la carne, y, a
continuación, mi nombre en negro. Mojaba de cada tintero lo justo, para economizar
tinta, que a eso me había enseñado mi padre, y entre tintero y tintero limpiaba en un
trapo la punta de la plumilla para evitar que se mezclaran los colores. Cuando terminé
con el encabezamiento miré al hermano Luis, para ver si atraía su atención, pero
estaba atendiendo a Mi Ignacito, con una mano por encima del hombro, así que
continué con mi trabajo. Dejé un espacio en blanco, cuidando la presentación, y
comencé la redacción en azul. A las pocas líneas percibí el perfume del hermano Luis
y noté que se había parado detrás de mí. Me entró tal emoción que se me puso la
carne de gallina. Aquél era el comienzo de una nueva vida para mí. El hermano Luis,
como apóstol de la enseñanza que era, se acababa de percatar de mi cambio. Yo
estaba dispuesto a hacer lo posible por caerle bien y porque él me cayera bien a mí,
así que aspiré su perfume mientras me observaba.
El perfume del hermano Luis se hizo más notorio al inclinarse sobre mí y hasta
sentí su respiración pausada en mi cogote. El hermano estaba contemplando mi
trabajo. Mi corazón se esponjó de orgullo. Lo tenía embelesado. Casi se me saltaron
las lágrimas de emoción: en lugar de ignorarme o de ridiculizarme, se estaba fijando
en mí y había advertido ya —por algo era un apóstol de la enseñanza— la súbita
mudanza que había experimentado aquel alumno que solía ser desaplicado y
problemático. La mano fina, regordeta y blanca, con vello negro por el borde, del
hermano Luis apareció ante mis ojos y cogió mi cuaderno casi con dulzura,
empleando solamente el pulgar y el índice. No me dio tiempo a levantar la pluma y
cayeron dos o tres borrones, un pequeño accidente carente de importancia. El
hermano Luis subió a la tarima con el brazo extendido y cogiendo mi cuaderno sólo
con dos dedos, los otros tres muy separados, como el que levanta una rata muerta,
pero yo no me percaté del detalle y seguí pensando que me iba a poner como ejemplo
de alumno detalloso. La emoción me formó un nudo en la garganta que me impedía
respirar, pero hice un esfuerzo por sobreponerme y logré contener las lágrimas de
alegría que pugnaban por derramarse de mis ojos.
—¡Un momento, niños! —dijo el hermano Luis—. ¡Prestad atención! —Sesenta
cabezas se levantaron atentas como los rebaños que dejan de pastar cuando el pastor
se mete los dedos en la boca y silba—. ¡Atended! Aquí tenemos el cuaderno del
alumno Vicente González. Es un cuaderno muy primaveral, lleno de colores; tiene el

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rojo… —y señalaba la tinta roja del encabezamiento—. ¡Tiene el verde!… —me
pareció que en el tono de su voz había una sombra de sarcasmo, pero rechacé tal
pensamiento y me hice propósito de no ser tan mal pensado con el hermano Luis—…
¡aquí ha escrito en negro!… ¡y aquí en azul!… ¡Cuatro colores! ¿Hay quien dé más?
Los alumnos de este colegio, todos viriles, tienen pupitres, pero González tiene una
mesa de tocador, de las que usan ciertas mujeres para ponerse cremas, colores y
afeites. —Lo de ciertas mujeres lo pronunció alargando mucho las sílabas para que se
notara a qué mujeres se estaba refiriendo—. Quizá González nos está revelando en
este cuaderno tecnicolor su secreta desviación… quizá le gustaría ser una de ésas…
¡Quizás hasta hoy nos había tenido engañados para que no sospecháramos de sus
inclinaciones!
Las carcajadas de los Romanos y los Cartagineses, en admirable hermandad, se
oyeron hasta en el ala opuesta, de modo que al salir al recreo vinieron muchos a
preguntar qué había pasado. Yo, más colorado que un tomate, con la sangre
ardiéndome en las orejas como si me las hubieran restregado con nieve, me incliné
sobre el pupitre hurtando los ojos y sin mirar a nadie.
—¡Muy bien, González! —me decía el hermano Luis con voz de falsete—. Ya
sospechaba yo esas inclinaciones torcidas. A partir de hoy tus compañeros deben
vigilarte. En este colegio sólo queremos alumnos machotes. Aquí no queremos
maricas, sino hombres de verdad, hombres de bien, apóstoles. —Aguardó a que las
risas se calmaran y añadió exhibiendo el cuaderno—. Toma, recoge tu caquita y
continúa poniendo tonterías de colores.
Hubiera sido mejor que me tragara la tierra. Lo peor fue tenerme que levantar,
recorrer el pasillo y subir a la tarima para recoger el cuaderno, mientras mis
compañeros se morían de risa y se inclinaban en sus asientos para ver lo colorado que
estaba, con toda la sangre subida hasta las orejas.
Ese día no salí al recreo. Preferí pasar la media hora en la capilla, por quitarme
del patio porque los compañeros, incluso los de otros cursos, venían en peregrinación
a ver el cuaderno. Además necesitaba abrirle mi corazón a Jesús, pedirle que me
ayudara a ser buen alumno y buen cristiano y que me librara de la persecución del
hermano Luis. En la capilla no había nadie. Me arrodillé en uno de los primeros
bancos, cerca de la lamparita roja que ardía sobre el altar. Entonces, por la puerta de
la sacristía, salieron el hermano Javier y uno de sus enchufados y se quedaron un
poco sorprendidos al verme allí. El hermano Javier le dijo algo al otro al oído, lo
despidió y se encaró conmigo:
—¿Tú qué haces aquí?, ¿qué estás maquinando?
—Nada, hermano, haciéndole la visita al Santísimo —le respondí.
—¿Tú visitando al Santísimo? ¡Anda, vete al recreo y quítate de mi vista!
Y salí al patio, echado a mis compañeros como los cristianos a los leones cuando
los trapecistas de circo romano comenzaron a usar red protectora.
Hoy, con la televisión y con las revistas, hay poca diferencia entre la gente de los

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pueblos y la de la ciudad, pero en aquel entonces la diferencia era mucha y se
manifestaba en las cosas más mínimas, incluidos los castigos de los pedagogos. Don
Raimundo Girón vivía agarrado a su vara de almendro y a la letra con sangre entra,
pero los HH, quitando al hermano Javier, que era algo irascible (se decía que había
estado en la legión y que en una ocasión se quebró un cuchillo afilado contra el pecho
para demostrar lo fuerte que era), preferían los «correctivos morales», como ellos los
llamaban.
—A ver, González y Haro, mañana me traéis escrito mil veces: «No debo charlar
con mi compinche durante el solemne acto cívico-religioso de la mañana».
Si al hermano le sentaba mal el desayuno y te tenía enfilado, ese día no te
escapabas.
—González, ¿otra vez pensando en las musarañas? Mañana me traes quinientas
veces: «Debo atender las explicaciones de mi profesor, que se esfuerza inútilmente
por hacer de mí un hombre de bien». Y no olvides acentuar correctamente inútilmente
o tendrás que repetir el correctivo.
—¡Pero, hermano, servidor estaba atento!
—No, estabas distraído. Estás siempre en las nubes. Y no me contradigas, que te
aumento el correctivo.
—Sí, hermano.
Otras veces era «Bostezar en clase es de mala educación» o «No debo mirar por
la ventana de la clase» o «No debo cruzar las piernas en clase», «El alumno aplicado
no olvida ningún libro en casa». No daba abasto para escribir los correctivos y tenía
que hacerlos a escondidas de mi padre, que si descubría que me habían castigado otra
vez me daba una paliza. Cualquier retacillo de tiempo que tuviera era bueno para
escribir los castigos en los lugares más variados: en el patio de recreo, en los poyos
de la catedral, en los bancos del parque o en casa de Haro. Menos mal que mi amigo,
que se las sabía todas, me enseñó a escribir dos líneas al mismo tiempo, metiendo un
bolígrafo entre el pulgar y el índice y otro entre el índice y el anular.
Aparte de lo de copiar quinientas o mil veces una norma de conducta, cada
hermano inventaba sus propios correctivos. Incluso había cierta competencia entre
ellos en idear el más refinado e ingenioso. El hermano Luis era muy aficionado a que
recogiéramos piedrecitas de los campos de fútbol y así, de camino, los limpiábamos.
Casi siempre el castigo consistía en recoger quinientas piedrecitas, pero yo en una
ocasión tuve que recoger dos mil. Fue porque Mi Ignacito, que no se dignaba
dirigirme la palabra, me indicó que me apartara de su camino propinándome un
pellizquito de monja en el brazo. Cuando vi quién era el agresor no lo pensé dos
veces y le respondí con una patada en la espinilla. Intervino el hermano Luis y
aunque me defendí alegando que la patada había sido un movimiento primerísimo del
que ya estaba arrepentido y contrito, el pedagogo no me quiso escuchar y me condenó
a recoger dos mil piedrecitas del campo de fútbol.
—Y me las haces montones de cien, que pueda controlar que no me coges piedras

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de menos.
Me pasé toda la tarde del sábado haciendo montoncitos de cien piedras, toda una
cordillera, y aunque terminé deslomado, al final conseguí reunir las dos mil. Entonces
fui a comunicárselo al H. Luis a la comunidad, un salón espacioso como una plaza en
el que se reunían los HH después de las clases. La comunidad tenía seis ventanas que
daban a la calle y aunque tenían las persianas Gradolux echadas para que nos los
vieran, siempre quedaba algún resquicio por el que se podían ver desparramados en
sus sofás de cuero, viendo la tele, conversando u hojeando revistas, mientras tomaban
café y comían pastelillos de nata. A los HH, como eran norteños casi todos, les
gustaban mucho los pastelillos de nata. Cuando veíamos por la calle la furgoneta de
la pastelería La Exquisita, Haro me daba con el codo y me decía:
—Ahí va el pienso de los hermanos —(pongo va con uve por ortografía, pero si el
interesado lo hubiera tenido que escribir lo hubiera puesto con be).
Pues el día de las dos mil piedrecitas la mesa de la comunidad tenía una bandeja
de pastelillos de nata en la que se me figuró que habría, pastel más, pastel menos,
tantos como piedrecitas había recogido yo del campo de fútbol.
Abrí la puerta, asomé la cabeza, localicé al hermano Luis y le dije a media voz,
procurando no molestar a los otros HH:
—Hermano Luis, ya he terminado el correctivo.
Nada. Como si no me hubieran oído. Dos o tres HH siguieron charlando y los
demás estaban pendientes de Silvie Vartan cantando en la tele, con su minifalda y su
blusita que, con los saltitos, se le veían moverse las tetas. Algunos HH estaban
despatarrados y abrían y cerraban las piernas en una postura por la que más de una
vez me había ganado yo un repelón o un cogotazo. Entonces la tele era en blanco y
negro y sólo los alumnos ricos tenían tele en casa. Los que no teníamos, que éramos
la mayoría, nos agenciábamos un amigo que la tuviera o nos contentábamos con verla
en el escaparate de Hogar y Confort, en la plaza de San Francisco, o en el Hogar
Juvenil de la OJE, en la calle Obispo Basulto, aunque para eso había que sacarse el
carnet y desfilar con la centuria por la Carrera el 18 de julio. También había un salón
de televisión en el casino de Artesanos, pero sólo podían entrar los familiares de
socios.
—Hermano Luis, que ya he recogido las piedras —insistí levantando un poco más
la voz.
El hermano Luis seguía mirando la tele, pero me di cuenta de que me había oído
porque golpeaba con el pie en el suelo como hacía en clase cuando se cabreaba, sólo
que en clase no había alfombra.
—Hermano Luis…
—¡Mira a ver lo que quiere ese imbécil! —le dijo el hermano Javier.
El hermano Luis me miró y puso una cara de fastidio y de asco. Estaba allí tan a
gusto y no le apetecía salir al patio a ver mi hacienda, pero al final se impuso su
sentido del deber y del sacrificio, propio de un apóstol de la enseñanza, y emitiendo

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un suspiro resignado abandonó el sillón y salió. Recorrimos el corredor desierto casi
a galope, yo unos pasos detrás de él, salimos al campo de fútbol, y lo llevé a los
montoncitos.
Haro me había advertido que los HH no contaban las chinitas del patio, que él
siempre hacía montoncitos de ochenta y nunca lo notaban, pero yo, curándome en
salud, no fuera que al hermano, por mano del diablo, le diera por contarlos, hice mis
montones de cien, el primero de ciento cinco piedrecitas para que el hermano se
llevara una buena impresión si las contaba. Ni se dignó mirarlos, los deshizo de una
patada y se volvió a los pastelillos sin decir palabra. Yo lo seguí al galope sin saber
qué hacer hasta que me atreví a preguntarle:
—¿Me marcho ya, hermano?
—¡Anda, quítate de mi vista, que eres peor que un orzuelo!
Me molestó que el hermano no valorara mi trabajo, con la riñonada que me había
costado hacer los montoncitos, así que en lo sucesivo encontré un truco para
escaquearme del correctivo. Cuando el hermano me castigaba el sábado por la tarde a
recoger piedrecitas, antes me pasaba por las Viviendas Protegidas, donde había
muchos edificios en obras, y llenaba la cartera de grava. En el colegio, sólo tenía que
hacer montoncitos de cien piedrecitas y esparcir por el campo las que me sobraban.
Le cogí gusto a sembrar piedrecitas en el campo de fútbol, viendo que los hermanos
lo querían limpiar, y tomé la costumbre de llenarme los bolsillos cuando pasaba al
lado de una obra.

Cuando llegó el Domund, los niños del colegio salimos por parejas a hacer la
colecta con una hucha en forma de negro o de chino. Haro y yo preferíamos un negro,
que era más exótico, pero el hermano Luis reservó los negros para Mi Ignacito y sus
amigos y nos largó un Fu Man Chú desconchado precintado con un papel sellado con
el escudo del colegio y un aviso impreso que decía: «Los ladrones van al infierno».
El sábado por la tarde recorrimos el centro de la ciudad importunando a los
viandantes. Tuvimos bastante suerte porque mucha gente nos echaba perras chicas o
perras gordas. Otros, más agarrados, decían: «Ya he dado, pero la banderita se me ha
quedado en el otro traje», y hasta hubo uno que dijo: «Ya he dado, pero se me ha
debido caer la banderita» y le tuvimos que poner otra de balde. Volvimos a salir el
domingo por la mañana y nos metimos en el bar Montana y los puntos que allí había
nos echaron perras chicas, pero un señor echó dos reales. El lunes por la mañana
regresamos al colegio con la hucha casi llena de calderilla, convencidos de que
íbamos a ser los campeones de la clase; no obstante, yo cambié en perras gordas dos
pesetas que tenía ahorradas y las eché en la hucha para contribuir un poco más a la
victoria. Cuando se abrieron solemnemente las huchas y se hizo el recuento, a mi
compañero y a mí se nos vino el alma a los pies: Mi Ignacito, Quesada y los otros
tenían pesetas y hasta duros, porque habían hecho la colecta en los despachos de sus
papas y en las tiendas de los amigos de la familia. El hermano Luis miró con asco

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nuestro montoncito de perras chicas y gordas.
—Vosotros no habréis robado las pesetas, ¿eh?
—No, hermano —nos excusamos—, es que la gente no daba más que calderilla.
—Porque serán tan gentuza como vosotros.
En fin, que quedamos los últimos de la clase, como siempre, y yo perdí mis dos
pesetas. Mi único consuelo es saber que luego los chinitos salieron rana y resultó que
el dinero del Domund se lo gastaban en bombas atómicas, y los negritos, que con
cada peseta se bautizaba uno, resulta que se quedaron con el dinero y siguieron
siendo gentiles, aunque yo no veo la gentileza por ninguna parte cuando salen dando
machetazos y haciendo barbaridades con sus prójimos en los telediarios.

En el colegio de los HH nos daban todos los meses un boletín de notas que
debíamos devolver firmado por el padre o tutor. Mi primer boletín, con siete
suspensos y un aprobado cortito en Gimnasia, lo guardé un par de días porque mi
padre estaba un poco angustiado con el negocio, que no le iba bien y pensé que no era
cosa de darle otro disgusto. A la semana todos mis compañeros habían devuelto el
boletín firmado por el padre o tutor, incluso Haro y el Paralelo de la Muerte; sólo
faltaba yo, así que en el almuerzo, después de la sopa, pregunté:
—Madre, ¿quién es mi tutor?
En el boletín ponía «Firma del padre o tutor», y pensé que a lo mejor por ahí
podía escaparme. Pero no, porque mi madre me contestó:
—Tú no tienes tutor. Eso es cosa de ricos y tu pobre madre está casada con un
tendero.
Mi padre replicó con la boca llena:
—Hasta la presente, desde que te casaste con el tendero no has pasado hambre, de
las que pasaras de soltera no hablo.
Mi madre respondió con un bufido y yo aproveché para sacar el boletín y decir:
—Tienes que firmar este papel, papá.
Total, que les di el boletín en el peor momento, porque tras comprobar que las
notas eran desastrosas, aplazaron lo suyo para atender a lo mío, mi madre me propinó
media docena de repelones y otras tantas bofetadas, mientras mi padre buscaba el
cinto para arrearme otra docena de cintazos. Continuaron la discusión, pero sobre la
rama de la familia a la que yo salía. Mi madre sostenía que a la de mi padre, y mi
padre, al contrario.
Cuando pasó la tormenta acudí a que me consolara Presentacioncita, que me dijo:
—Anda que no eres tonto, has elegido el peor día para darle las notas, con la que
tienen montada.
Mi madre decidió que mi padre bajaría al colegio y hablaría con los HH para ver
qué pasaba conmigo. Los disuadí contándoles que los HH no tenían ni un minuto
libre porque llevaban una vida muy sacrificada entre el apostolado de la enseñanza,
los rezos comunitarios en la capilla y el cuidado de pobres y de enfermos. A los tres o

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cuatro meses, viendo que las notas no mejoraban, mi padre se plantó y dijo:
—Mañana voy al colegio a hablar con los HH y me da igual que estén muy
atareados porque más ocupado que yo no hay nadie, que trabajo más que un mulo
alquilado para sacaros adelante. Les preguntas la hora a la que me pueden recibir.
En el recreo salí a esperar a mi padre a la puerta del colegio y me lo encontré
nervioso paseando por la acera. No sé si sería porque llevaba el traje de los domingos
o porque tenía que hablar con mi profesor. Mientras atravesábamos el vestíbulo, yo
procuraba darle conversación para que no se fijara en los cuadros de honor de las
paredes con las fotografías de los alumnos más distinguidos de cada curso, Mi
Ignacito y Sáez de Quesada entre ellos. Entramos en la sala de visitas, nos sentamos
en el sofá, y nos quedamos un rato callados, cada uno pensando en sus cosas, hasta
que oímos por el corredor al hermano Luis charlando con el hermano portero. Al
verlo entrar, mi padre se puso de pie, el hermano se dirigió a él con una sonrisa más
falsa que Judas y la mano tendida, que mi padre besó porque ignoraba que a los
hermanos, como no consagran, no se les besa la mano. Sentí rabia y vergüenza de que
mi padre besara aquella mano blanca y gorda que acariciaba los muslos de los pelotas
y me lo imaginé burlándose después de mi padre con los otros HH de la comunidad,
entre pastelillos de nata, café del bueno y sillones de cuero.
—Usted perdone que lo importune y lo distraiga de sus rezos, hermano —
balbució mi padre, cohibido por los suelos de mármol y las persianas Gradolux…
—¡Para eso estamos, por Dios! —respondió el hermano Luis, ensanchando su
sonrisa hipócrita con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, como hace la
gente de sotana. Y con la voz dulce y amable que sólo usaba para dirigirse a Mi
Ignacito me dijo—: Anda, Vicente, vete al recreo a entrenar, que el mes que viene son
los campeonatos.
Como si él no supiera de sobra que no pertenecía al equipo y que me habían
desahuciado después de tenerme de portero, más aburrido que una ostra, un par de
meses.
Incluso me dio un cachetito cariñoso en la mejilla como hacía con Mi Ignacito, a
mí, el segundo del Paralelo de la Muerte, que me despreciaba y no me podía ver. Me
quedé espantado de lo falsos que podían ser los HH.
En vez de irme al recreo, como no me fiaba, me quedé en el corredor mirando por
el cristal del vestíbulo. No podía oír lo que el hermano le contaba a mi padre, pero vi
cómo imitaba mi postura habitual en clase, echado encima del pupitre, desmadejado,
con la cabeza apoyada en las manos, los párpados caídos, la boca floja y la cara de
tonto. Me imaginé lo que le estaba contando: que era el alumno más desaplicado y
vago de la clase y que en todos sus años de apostolado en la enseñanza no había visto
un caso igual. Mi padre permanecía en silencio, con la vista en el suelo, como si se
avergonzara de semejante hijo. Cuando el hermano Luis terminó de hablar, miró el
reloj y se despidió de mi padre, que volvió a besarle la mano gorda y floja.
Salí corriendo al patio del recreo y me senté en un poyo apartado a rumiar a solas

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lo que había visto y las consecuencias que tendría la visita. Volví a clase temiendo
que el hermano Luis hiciera algún comentario hiriente sobre la visita de mi padre,
pero se limitó a mirarme y a sonreírse como diciendo «Verás lo que te espera hoy en
casa». Fue el primer día que no deseé que se acabaran las clases.
Al volver a mi casa no hablé con nadie, preocupado con lo que me podría
encontrar. Me estaban esperando, con la mesa puesta, serios, mi padre ya vestido de
diario y mi madre en plan víctima, las manos recogidas sobre el regazo y los ojos de
haber llorado, y Presentacioncita con la cara de formal que ponía cuando el horno no
estaba para bollos. La paliza la he olvidado, pero todavía recuerdo al hermano Luis
imitándome con cara de tonto y a mi padre besándole la mano.
Después de la visita de mi padre, el hermano Luis comprendió que no me
defendería nadie y me trató peor que antes. A los pocos días, durante un registro de
pupitres de los que el hermano Luis hacía algunas veces a la hora del recreo, me
encontró un prospecto de la película Trapecio, en el que se veía a Gina Lollobrigida
con los muslos al aire y las tetas tapadas, pero muy hermosas.
Cuando volvimos a clase, el hermano Luis estaba de pie en la tarima con las
manos cogidas detrás, me echó una mirada irónica, pero no me dijo nada. Esperó a
que nos sentáramos, impuso silencio con un par de chascazos y anunció con una
solemnidad no exenta de recochineo:
—Niños, tengo que comunicaros que tenemos en clase a un maníaco sexual.
Nos miramos todos con ojos como platos, mientras el hermano callaba para
mantenernos en ascuas.
—Sí, tenemos un maníaco sexual llamado Vicente González. Mirad lo que ese
pervertido escondía —y mostró fugazmente el prospecto requisado antes de romperlo
en pedacitos y arrojarlos a la papelera.
Con la cabeza gacha y la cara roja de vergüenza escuché sus consideraciones
sobre los peligros que un pervertido podía acarrearle a la comunidad escolar. Era la
manzana podrida que había que arrojar a la basura para que no contaminara a las
sanas, el grano purulento que había que sajar y vaciar de inmundicia antes de que la
infección se extendiera por la tersa piel del colegio. Mi falta requería un correctivo
especial. Me encerrarían en clase hasta la tarde, sin ir a casa a comer, y escribiría dos
mil y una veces: «El sexo corrompe y degrada al ser humano y pudre las almas
juveniles».
A la una y media sonó el timbre, mis compañeros se marcharon a sus casas
contentísimos comentando mi desgracia, y el hermano Luis salió el último, cerrando
la puerta con llave, después de dirigirme una mirada desdeñosa con la que expresaba
todo el asco que mi persona le producía.
A los cinco minutos los internos bajaron al comedor y los patios y los pasillos se
quedaron desiertos y silenciosos. Me puse a escribir el castigo, con mis dos
bolígrafos, pero al poco rato me aburrí y empecé a dar vueltas por la clase, después
de comprobar que, efectivamente, la puerta estaba cerrada con llave. Al abrir una

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ventana percibí los olores de la cocina, quizá fueran figuraciones mías, porque tenía
bastante hambre, que al rato, con la desesperación, degeneró en gazuza. Para
distraerme decidí registrar los pupitres de mis compañeros, por si encontraba algo que
se le hubiera pasado al hermano Luis. En el de mi Ignacito encontré un taco de
cromos de El Vehículo y el Sello, que el hermano Luis me había requisado hacía
poco. Para comprármelos tenía que hacer muchos mandados en la tienda de mi padre
y en la taberna de mi tío. Me dio tanta rabia, que los hice cachitos y los arrojé a la
papelera.
A la hora de la siesta entraba un soletazo tremendo por las persianas Gradolux, y
yo allí encerrado, olvidado del mundo y muerto de sed, veía por la ventana, al otro
lado del patio, los chorritos de agua de los bebederos a los que acudían los gorriones
y las avispas. Me invadió una tristeza honda cuando me puse a considerar que hasta
los animales más míseros eran más libres y más felices que yo.
Ya que no le echaban de comer, se conoce que mi sistema digestivo quiso
compensarse por lo menos cagando y me entraron unas ganas tremendas, con dolor
de vientre y todo. Miraba la puerta cerradísima con llave, me asomaba a la ventana
por si veía a alguien que me pudiera socorrer, pero nada, y los apremios eran cada vez
mayores, como de cosa que no espera. Así que viendo que tenía que arreglármelas
solo, arranqué unas cuantas hojas del bloc de dibujo de Mi Ignacito, las extendí en el
suelo y, sin pensármelo dos veces, porque no me quedaba mucho espacio para la
reflexión, me quité los pantalones y evacué por lo menos un kilo de necesidades, tras
de lo cual quedé satisfecho de cuerpo, pero conturbado de espíritu. ¿Cómo podía
disimular aquello? Imaginé la que podía liarse si lo metía en el pupitre de Mi Ignacito
o incluso en uno de los cajones del hermano Luis, pero rechacé la idea porque era
seguro que se lo hubieran tomado a mal. Al final recogí los folios haciendo un
envoltorio con la destreza que había adquirido en la tienda, y lo tiré por una de las
ventanas que daban al huerto de los HH, lamentando que el fruto de mi vientre
abonase los tomates y las patatas de mis carceleros.
Llegaron las cuatro de la tarde y entraron mis compañeros, bien comidos y
deseosos de ver cómo me había ido. Uno que se llamaba Palencia, pero le decíamos
la Liendre porque era pequeñito y pajizo, miró por la ventana y dijo:
—¡Una mierda! ¡Hay una mierda!
Mis compañeros se agolparon en las ventanas.
—¡Es verdad, hay una mierda! —corroboró otro.
—¡Una mierda, una mierda! —exclamaron Romanos y Cartagineses aplazando
sus rivalidades ante la estupenda novedad.
Se me paró el pulso, pero, para no descubrirme, me asomé como todos y
contemplé el estropicio: sobre el negro alquitrán que recubría la visera del edificio
destacaba el envoltorio blanco, desplegado por el viento, con su contenido
completamente expuesto a la curiosidad pública.
Mi Ignacito, presa de un cruel presentimiento, se precipitó sobre su pupitre y

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comprobó que, en efecto, las láminas de dibujo que aleteaban tímidamente bajo la
mierda eran suyas.
—¡Hermano Luis! —lloriqueó incapaz de afrontar virilmente la adversidad—.
¡Se han cagado en mis láminas!
No hicieron falta grandes pesquisas para dar con el responsable. El hermano Luis
se negó a creer que la estupenda hazaña fuera fruto de una accidental concatenación
de infortunios y procedió a nombrarme solemnemente Enemigo Público Número
Uno. Haro tuvo que cederme el primer puesto en el Paralelo de la Muerte, con lo que
se distanció de mí durante un tiempo, pues también se resistía a creer que la
estupenda hazaña fuera fortuita.
Viéndome tan maltratado y que todos mis esfuerzos por ganarme la estima y la
simpatía de mis educadores eran baldíos, decidí aceptar el papel de malo, puesto que
ése parecía ser mi sino. El hermano Luis me obligó a comprarle un bloc de dibujo
nuevo a Mi Ignacito para compensarlo y lo pagué con una paliza de mi padre que,
como la tienda seguía marchando sólo regular, estaba muy sensible en cuestión de
gastos. En mi papel de malo, determiné vengarme de Mi Ignacito aprovechando que
acababa de estrenar un abrigo muy majo. Durante un recreo subí a clase, fui a la
percha corrida del fondo donde estaba colgado el abrigo de Mi Ignacito, le introduje
un candado grueso por el ojal de la solapa, lo cerré pasándolo por el hierro de la
percha y arrojé la llave a una alcantarilla. A la hora de salir, cuando Mi Ignacito fue a
coger su abrigo, estalló en sollozos. Acudió el hermano Luis a ver qué pasaba y
cuando comprobó el desaguisado se puso hecho una furia.
—¡Que aparezca inmediatamente la llave o esta canallada, esta vileza impropia de
un alumno viril, la vais a pagar!
Los alumnos dejaron de reír, pero nadie hizo ademán de buscar llave alguna.
—¡La llave! —repitió el hermano, rechinando los dientes y dirigiendo miradas
asesinas a los del Paralelo de la Muerte.
La llave no aparecía y Mi Ignacito arreciaba en su llanto con el abrigo
encadenado a la percha. El hermano Luis lo abrazó, lo besó, le enjugó las lágrimas,
dirigiéndole palabras de consuelo.
—Ea, ea, que Mi Ignacito no llore, que todo se va a arreglar. Ea, ea, demuestra a
estos necios que eres un alumno viril. ¡Ea, ea!
Pero el alumno viril no dejaba de llorar ante su abrigo preso.
Entonces el hermano Luis, volviéndose a la clase, nos fulminó con la mirada y
decretó:
—¡De aquí no sale nadie hasta que aparezca la llave de ese candado! Sentaos y os
ponéis a estudiar.
Volvimos a los pupitres con abrigos, bufandas y guantes, abrimos los libros y nos
dispusimos a esperar. Después de un buen rato en tenso silencio, en el que sólo se
oían los suspiros lastimeros de Mi Ignacito, el hermano Luis se lo pensó mejor: «Que
salgan todos menos los del Paralelo de la Muerte». La tropa estudiantil abandonó la

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clase ordenadamente y se lanzó escaleras abajo como una estampida de búfalos,
celebrando no se sabe si lo del abrigo de Mi Ignacito o la retención del Paralelo, y allí
quedamos los cinco sospechosos y la víctima, hasta que dieron las tres, Como la llave
seguía sin aparecer, el hermano Luis, afligido por el hambre, decidió liberarnos.
«¡Pero esto no va a quedar así. No hay crimen impune y sé que habéis sido vosotros!»
Fue divertido observar a Mi Ignacito por la calle con su abrigo puesto y la percha al
hombro. Al día siguiente compareció con la percha bajo el brazo. Tuvieron que
cortarle la solapa para extraer el candado, pero el zurcido reparador sólo se notaba de
cerca. Desde la acera de enfrente nadie hubiera dicho que el abrigo nuevo de Mi
Ignacito tenía esa tara.
La segunda faena que se me ocurrió en mi nueva faceta de alumno malo fue
sabotear los retretes del colegio. Las cisternas estaban equipadas con unos tiradores
de plástico que ardían estupendamente despidiendo una siseante y vistosa llama
sulfurosa. Además, como el plástico derretido tardaba en solidificarse, daba tiempo a
escribir en el suelo, con un palito, breves mensajes publicitarios o fórmulas
definitorias de interés colegial: «Hermano Luis, parguelón» y «HH=KK»;
«HH=cabrones».
Los incendios sucesivos alarmaron a los HH, que encomendaron al hermano
Javier, el legionario, averiguar quién o quiénes eran los pirómanos. El hermano Javier
recorrió las clases durante el recreo, escoltado por una guardia pretoriana de pelotas.
—Queridos alumnos —nos dijo con su voz profunda, mientras paseaba de un
lado a otro del estrado—. Estamos en guerra. ¡La guerra, sí! La guerra del colegio,
nuestra guerra, contra un desgraciado maníaco, un pirómano desalmado, un
delincuente sin escrúpulos.
—¿Qué es pirómano? —interrumpió Haro deseoso de hacer méritos para
recuperar el primer puesto en el Paralelo de la Muerte.
—Un pirómano es un sujeto que goza quemando cosas y haciendo daño a la
sociedad —respondió el hermano inquisidor sin captar la intención.
—¿Y desalmado? —volvió a la carga Haro.
El hermano Javier advirtió las risitas.
—¡Te pones de rodillas al fondo y te callas! —resolvió por la vía rápida—. Y
mañana me escribes mil veces: «No se interrumpe a un superior cuando habla».
El hermano Javier nos exhortó a la cooperación ciudadana.
—Tenéis que convertiros en detectives de Dios, policías del Santísimo
Sacramento. Me consta que estáis preocupados por los incendios porque lo que se
quema es vuestro querido colegio, vuestro segundo hogar. Tenéis que descubrir y
denunciar al culpable. Por el bien de todos. Hay que sacar del cesto a la manzana
podrida. Hay que sacrificar a la oveja negra. ¡Sin piedad! El culpable no se merece
piedad. El que encubre a un pirómano es tan culpable como él. Quizá no tengáis
pruebas directas porque se encubra en el anonimato, pero podríais tener indicios. No
importa: denunciadlo; dejadlo en mis manos que yo obtendré una confesión. —

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Mostraba sus fuertes manos de legionario, hechas a despedazar moros, a convertir
infieles—. ¡A mí no se me resistirá!
El hermano Javier respiró profundamente antes de proseguir, en tono más
mesurado:
—No me digáis nada ahora. Comunicádmelo en mi despacho, durante el recreo.
De este modo protegeremos la identidad del delator, quiero decir, del viril
colaborador, y nadie sabrá quién desenmascaró al culpable, aunque yo recompensaré
generosamente esa buena acción.
Dio otro paseo silencioso por la tarima, las manos a la espalda, la barbilla sobre el
pecho, aparentando una profunda meditación. De pronto se volvió hacia la clase y
disparó un dedo acusador:
—Sí, hermano —dijo impostando la voz de un alumno débil—, sé quién fue;
sospecho quién fue, pero no me atrevo a decírselo por miedo a las represalias del
culpable. ¿Qué puedo hacer? Mi conciencia me dicta el sagrado deber de proteger al
colegio, pero tengo miedo de las consecuencias de mi buena acción. ¿Qué puedo
hacer? —Permaneció unos segundos en silencio, como puntos suspensivos en el
discurso, y, alzando su voz viril y legionaria, ofreció la solución—: No hay problema.
Incluso en un caso de miedo cerval por las represalias, existe un camino sencillo:
decídmelo por escrito. Comunicádmelo en un escrito sin firma. Es la cosa más fácil
del mundo: «Hermano Javier, creo que el pirómano es Fulano», y la depositáis en el
buzón de mi despacho.
Me acordé del pobre don Aniceto, en Villarejo de Cotrufes, que una vez encontró
en su mesa una nota anónima acusando a un alumno de un robo que se había
producido en clase y la quemó sobre su cenicero al tiempo que afeaba el proceder de
su autor: el anónimo es una acción cobarde e inmoral, decía el pobre don Aniceto, y
su autor no merece más que desprecio y lástima. Ahora el hermano inquisidor, que
sabría mucho más que don Aniceto, nos exhortaba a escribir un anónimo porque era
una buena acción. Cada maestrillo tiene su librillo.
Aquella noche no pude dormir dándole vueltas al asunto y decidí que no seguiría
quemando tiradores de retretes, pues aparte de que llevaban unos días sin renovar los
quemados, podían sorprenderme con las manos en la masa. Debía deshacerme de las
cerillas, escondidas dentro de una lata oxidada en el seto del huerto de los HH. Al día
siguiente, con el corazón dándome botes en el pecho, recuperé las cerillas, las oculté
en una frazada de hilo que traía preparada de casa y, con el corazón al galope, me
deslicé por el pasillo de la papelería del Colegio, donde estaba el despacho del
hermano Javier. No había nadie. Comprobé por la trampilla del buzón que no había
luz dentro. Miré a un lado y a otro: el pasillo seguía desierto. Agucé el oído: no venía
nadie. Con el corazón desbocado saqué una cerilla, la rasqué tres o cuatro veces,
porque con el sudor de la mano no encendía, y cuando prendió le pegué fuego a la
frazada de hilo y la metí por la rendija del buzón de la puerta empujándola con un
lápiz que llevaba prevenido. A continuación regresé precipitadamente al patio de

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recreo, no por la puerta habitual, sino cruzando la capilla, para mayor disimulo. Al
salir me serené, caminé sin prisa, con las manos en los bolsillos y la mirada en el
suelo. Así, como distraído, me metí en medio del campo de fútbol, con lo que el
hermano Félix dio un par de pitidos coléricos y gritó: «¡A ver, el idiota de González,
que salga del campo de juego! ¿No ves que estamos jugando, so burro?».
«Sí, sí, burro, dije yo para mí», y me quité de en medio para sentarme detrás de la
portería, donde todos me vieran, aparentando que me interesaba el partido.
La hilacha incendiaria quemó el buzón de las denuncias, media puerta del
despacho del prefecto y la bombilla roja que indicaba que el hermano Javier estaba
dentro con un alumno y no se le podía molestar. El hermano Félix declaró que si no
llega a ser porque el hermano Emilio regresaba de visitar al Santísimo y descubrió el
incendio a tiempo, todo el colegio hubiera ardido porque el fuego se hubiera
propagado a través de los cables. Los HH mandaron reparar inmediatamente los
daños y, mientras duraban los trabajos, prohibieron a los alumnos el paso por aquel
corredor, excepto los que fueran a la papelería; pero antes de que el carpintero y el
pintor terminaran su trabajo, medio alumnado había desfilado por la papelería hasta
agotar los lápices y los cuadernos. Tal como los HH temían, los pirómanos brotaron
como las setas en otoño: al día siguiente ardió la papelera empotrada de la clase de
primero, un montón de hojas secas y dos naranjos del huerto de los HH; poco
después, otras dos papeleras y la caseta donde se guardaban las redes de las porterías.
Los HH, desesperados, intensificaron las averiguaciones, con interrogatorio de
sospechosos e intempestivos registros de bolsillos y pupitres. Sin resultado. Todo lo
que consiguieron fue que los fumadores tuvieran que esconder el tabaco y las cerillas
en un descampado que había fuera del colegio para evitarse problemas. El hermano
prefecto y sus pelotas, a mí la Legión, como los llamábamos, no daban abasto en sus
pesquisas, pero la investigación lejos de progresar se entorpecía de día en día porque
muchos alumnos utilizaban la denuncia anónima para satisfacer sus venganzas
personales y resultaba imposible vigilar a tanto sospechoso. Finalmente, los
pirómanos se aburrieron, los incendios fueron decreciendo y todo se quedó en agua
de borrajas.
El día del fundador de la congregación de los HH, empezaban unos ejercicios
espirituales cuya única finalidad era convencernos de lo malas que son las pajas
(porque, a todo esto, habíamos llegado a esa edad que se tiene el miembro constante
como el mazo de un herrero todo el santo día y se frecuenta tanto el pecado solitario
que algunos tienen el órgano con la forma de la mano, como el mango de un
escaléxtric).
El director de los ejercicios espirituales era un jesuita, el padre Cunill SJ., al que
ayudaba el capellán del colegio. Después de formar en el patio para cantar el Cara al
Sol, en lugar de dirigirnos a las clases, nos reunían en la capilla del colegio,
hacinados en bancos y pasillos, y el padre Cunill SJ. nos daba unas charlas bastante
pesadas sobre los peligros de la concupiscencia y los tormentos del infierno. La única

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manera de soportarlo era pensar en otras cosas. Yo imaginaba aventuras del capitán
Trueno o novelas de piratas, pero también, a ratos, pensaba en lo mucho que me
gustaban las chicas, aunque fuera pecado y de los más graves. Cada uno tenía sus
propias fantasías, algunos hasta pensaban en meterse a santos o hacerse HH. En la
primera fila se sentaba un tal Nicuesa, hijo de un notario de la calle Llana, que se
pasaba los ejercicios haciendo méritos y sonriéndole a la imagen de la Virgen a ver si
se le aparecía como a los pastorcillos de Lourdes o de Fátima. Como era de esperar la
Virgen no le hizo ni caso. ¿Cómo se le iba a aparecer al hijo de un notario que ni era
pastorcillo ni había visto en su vida una cabra? El único que había allí del campo era
yo, que era de pueblo, y tampoco tenía gran confianza en las apariciones, aunque a
veces me conturbaba la posibilidad de que san Gabriel, el arcángel de la espada
flamígera, se me apareciera en medio de un acto impuro para evitar la culminación de
mi pecado. A Nicuesa no se le apareció la Virgen, pero por lo visto nunca perdió la
esperanza, porque andando el tiempo se hizo de Acción Católica y luego de la Obra y
se fue a Lourdes de viaje de novios. Allí se empeñó en meterse en los baños de agua
milagrosa, a pesar de que estaba más sano que una manzana, y contrajo un herpes y
unos hongos malignos que lo trajeron por la calle de la amargura, pero también es
cierto que le favorecieron el ejercicio de la resignación cristiana.
Durante los ejercicios, el padre Cunill SJ. nos encerraba dos horas en la capilla, a
describirnos detalladamente los goces de la gloria, o sea, la serena contemplación de
Dios y los horribles tormentos del infierno, la verdad es que cargaba más la mano en
los tormentos que en los gozos. Lo mejor eran los ejemplos que ponía:
—Alejandro Alberto de Azpitarte y Gurruchaga-Vallejo, el alumno más
distinguido del colegio que tienen los HH en Deusto, Vizcaya, era un joven tan
afortunado que concitaba la envidia de sus semejantes. Retoño de una de las más
ilustres familias de la ciudad, pudiente y agraciado, poseía todo lo que un alumno
puede desear. No sólo obtenía las más altas calificaciones en todas las asignaturas,
sino que por haber encomendado su formación religiosa a un padre jesuita famoso
por su santidad, frecuentaba asiduamente los Sacramentos. Quizá digáis: ¿y qué fue
de él? ¿Por qué nos lo menciona en pasado? ¿Acaso ya no vive entre nosotros?
Acertáis: ya no vive entre nosotros. Por ese motivo os lo menciono en pasado, y digo
era y no es; poseía y no posee. ¿Qué ocurrió con Alejandro Alberto de Azpitarte y
Gurruchaga-Vallejo?, ¿qué tremenda desgracia me obliga a recordarlo en pasado y no
en presente, a un chico que lo tenía todo, que lo poseía todo? Pues bien: un día el
demonio lo tentó; un día aciago el demonio lo tentó con un reclamo carnal: una
tentación de la carne, sé que sabéis a qué me refiero porque también a vosotros os
asedia el demonio con tentaciones carnales. Sí, el joven Alejandro Alberto tuvo una
tentación. No era la primera vez: otras veces el demonio lo había tentado con
pensamientos impuros, con instintos vergonzosos, pero hasta entonces el joven
Alejandro Alberto de Azpitarte y Gurruchaga-Vallejo, auxiliado y dirigido por su
director espiritual, había sabido mantener su pureza inmaculada cual rama de blanca

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azucena… En aquella ocasión, el director espiritual ausente en las misiones de
Eritrea, donde estaba convirtiendo negritos, el joven vasco se dejó persuadir por el
maligno… Sí, un instante de vacilación, un momento de duda, un segundo de
perplejidad bastaron para que el demonio encontrara un resquicio propicio en la
virtud de nuestro joven amigo. ¡Pecó! ¡Aquel muchacho que desde su nacimiento y
pubertad había enderezado sus pasos por el sendero de la virtud sucumbió a la
tentación y perpetró un horrible pecado solitario! Por un fugaz instante de placer, por
un miserable momento de emoción animal, un abismo de culpa, una copiosa catarata
de remordimiento, una negra eternidad de angustia. Porque, en cuanto perpetró el
pecado, aquel desdichado joven fue presa de la más turbia desesperación. ¡Ay, Dios
mío!, ¿qué he hecho?, se lamentaba, ¿Cómo os he ofendido, Santísima Trinidad, tres
personas en una y un solo Dios verdadero? Manchado ya para siempre jamás,
encenagada su alma en el lodazal de la lujuria, el desdichado joven no se atrevió a
confesar su caída a su director espiritual. ¿Qué hizo entonces, os preguntaréis? Ah,
queridos hijos, ¿qué hizo entonces? Es más fácil preguntarlo que responderlo. La
congoja me acude aquí, al pecho, cuando pienso en lo que hizo aquel pobre
desdichado: siguió pecando, pecó una y otra y otra vez. Se volvió taciturno y triste,
esquivaba a los amigos y a los HH, su voluntad se debilitó, su inteligencia se
deterioró… Progresivamente lo fue atrapando la viscosa araña de la concupiscencia.
Ya no era capaz de vivir sin su dosis diaria de placer concupiscente; ¿me atreveré a
deciros la palabra? Creo que sí: me atreveré. Veo en vuestros rostros serios y viriles a
una juventud responsable que no temblará ante la palabra horrible que designa ese
vicio; ¡Masturbación! Fijaos que mal suena. ¡Masturbación! Acaso no suena como
«más turbación», porque ¿a qué negarlo?, cada vez que os masturbáis, cada vez que
profanáis el sagrado santuario de vuestro cuerpo, ese cuerpo que no os pertenece, que
pertenece a Dios, cada vez que os profanáis, estáis causando «más turbación» a
vuestro ángel de la Guarda, «más turbación» a vuestros queridos difuntos, que os
contemplan desde el cielo, «más turbación» a la Virgen bendita, a Jesucristo, a Dios
padre. ¡Al mismísimo Dios Padre, el ojo vigilante que todo lo ve, que, no lo olvidéis,
todo lo anota en el libro del Juicio Final! ¿Qué ocurrió con el joven Alejandro
Alberto de Azpitarte y Gurruchaga-Vallejo?, os preguntáis. Pues ocurrió lo que tenía
fatalmente que ocurrir: le salieron grandes ojeras, su piel perdió el brillo, se le afiló la
nariz, le salió chepa, se le adelgazaron los brazos, se le reblandeció la columna
vertebral, y comenzó a cosechar suspensos y más suspensos. Teníais que haberlo
visto: se pasaba el día dormitando. Sus pobres padres, alarmados, lo llevaron al
médico. ¡Demasiado tarde! El vicio solitario le había reblandecido el cerebro. Lo
llevaron al quirófano, le practicaron una dolorosa punción en el cerebelo, le tomaron
mortificantes radiografías: el doctor salió desolado a darle la noticia a los atribulados
padres: la cabeza de aquel muchacho, la cabeza de inteligencia portentosa de la que
se esperaba que fuese más que Marañón o que Ramón y Cajal, aquella cabeza apenas
contenía un líquido acuoso. Hoy, aquel chico al que todos envidiaban es uno de los

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internados del manicomio de Los Prados, un pobre imbécil babeante que importuna a
los visitantes pidiendo caramelos. Los HH, que acuden a visitarlo en cumplimiento de
la obra de misericordia, regresan demudados y tristes. ¡Ay, padre Cunill, me dicen, ay,
qué desgracia y qué dolor ver a un alumno tan distinguido reducido a esa triste
estampa! ¡Ése es el fin que espera al que se complace en el pecado de la
concupiscencia! ¡Meditad sobre ello y sacad vuestras propias conclusiones!
Cuando llegaba el descanso, muchos se quedaban en la capilla a imaginar a Dios
Todopoderoso asentando en su libro de cuentas las pajas de cada creyente con vistas
al Juicio Universal, pero otros nos precipitábamos a los retretes o a los abrevaderos, y
los que tenían tres pesetas se compraban un botellín de Citrania, la bebida de España,
limón o naranja, en la cantina. La cantina se llenaba en tiempo de ejercicios porque
los HH, nos prohibían traer bocadillos de casa, para combatir el pecado de la gula, y
no había más remedio que comprar los de la cantina, de sospechosa mortadela o de
anchoas pasadas.
Además de las charlas del padre Cunill SJ., en los ejercicios había coloquios y
meditaciones. Los coloquios de cada día se anunciaban en una pizarra que el hermano
Félix colgaba en la puerta de la capilla:
La Pureza como fundamento de la vida (Aula 9).
La Santidad en el Colegio: ¿una meta alcanzable? (Aula 5).
Estropajo y detergente Espiritual contra la suciedad del Pecado (Aula
11).

Como eran voluntarios, los coloquios no estaban muy solicitados, pero eran una
buena ocasión para que los empollones y los pelotas hicieran méritos con éste o aquel
hermano. Algunos hermanos incluso les facilitaban cilicios de alambre a sus más
íntimos seguidores para que los llevaran puestos en el muslo durante los ejercicios.
Los cilicios dejaban una banda de puntitos de sangre que los ciliciados nos mostraban
a los religiosamente tibios a la salida del colegio para que viéramos lo viriles que
eran.
Los que no teníamos hermano al que hacer la pelota, porque por una razón u otra
estábamos desahuciados del camino de los hombres de bien, nos pasábamos el día en
la meditación, o sea, paseando por los campos de fútbol con la cabeza gacha sin que
se notara mucho que íbamos charlando con el de al lado o leyendo tebeos que
disimulábamos entre los libros de meditación y las biografías del fundador del
colegio.
Algunos alumnos de los cursos mayores hacían corrillos para hablar de sexo
detrás de la piscina o junto al frontón, lejos de la mirada de los curas. No solían
admitir a los pequeños en sus conciliábulos, pero hacían una excepción con los del
Paralelo de la Muerte. En una de aquellas reuniones me enteré de los misterios de la
vida, de que la leche que sale al meneársela se llama en realidad vaciá y que, cuando
uno quiere que salga hijo, hay que meter además del pito, el huevo derecho, y si se
quiere que sea hija, los dos huevos. A esto objetó Haro que era más lógico que para

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hijo, que es el macho, hubiera que meter los dos huevos, pero el que lo explicaba, que
era uno de Preu, insistió en que los dos huevos eran para hija, que lo había leído en
un libro que tenía su padre.
Todas las tardes, después de rezar el Rosario en la explanada de la pista de
patinaje, ordenados por cursos, para evitar escaqueos, volvíamos a la capilla para otra
Santa Misa.
—Tanta misa ya me está cargando. ¿No te parece que son muchas misas para tan
poco niño? —protestaba mi padre.
—Ay, Señor, ¿en qué te he ofendido para que me hayas dado un marido ateo que
le está quitando a mis hijos la poca fe que tienen? —decía mi madre mirando al cielo
en plan trágico.
El día de la clausura de los ejercicios, media docena de jesuitas jóvenes nos
confesaban para la comunión general, que se hacía por la tarde, después del Rosario,
ordenadamente y por cursos, para que cada hermano comprobara que todos sus
alumnos se santificaban con el Sacramento y ninguno se perdía su ración de Gracia
Santificante.
Pasados los ejercicios, volvíamos a la monotonía de las clases, y Nicuesa, que
sólo se masturbaba en caso de extrema necesidad y visitaba al Santísimo diariamente,
se resignaba a esperar los ejercicios del curso siguiente a ver si por fin se le aparecía
la Virgen.
En el colegio, como era tan moderno, había un cine tan grande como el Lis Palace
o el Darymelia, los mejores de la ciudad. Los domingos por la tarde los hermanos
ponían una película para los alumnos. Nos resignábamos a que los HH nos
censuraran las escenas escabrosas porque era de balde. Durante la escena fómite de
pecado, por ejemplo, dos novios que se daban la mano o una mujer en bañador, el
hermano censor colocaba un cartón delante del proyector (la pezuña, en la jerga
colegial). Al mismo tiempo, media docena de hermanos vigilantes encendían sus
linternas para que la sala no se quedara a oscuras y las apagaban cuando el hermano
censor apartaba la pezuña y liberaba la imagen. Como el sonido no se interrumpía,
los espectadores nos imaginábamos lo que no veíamos, y, la verdad, las
imaginaciones solían ser menos inocentes que lo censurado.
Al principio el cine era solamente para los alumnos del colegio, pero luego
dejaron entrar también a nuestros amigos, aunque pagando entrada. La medida no
tuvo mucho éxito porque muchos preferían ir a los otros cines de la ciudad, donde
podían ligar con las vecinas de asiento. Entonces los HH permitieron la entrada de las
hermanas de los colegiales y el cine se llenaba de pandillas de amigas a las que los
hermanos dejaban entrar sin más averiguaciones. El siguiente paso fue cobrarnos la
entrada a los alumnos, para evitar discriminaciones, en nombre de la equidad.
El negocio marchaba viento en popa, sí, pero la convivencia de muchachos de
distinto sexo en una sala cerrada y oscura no dejaba de preocupar a los HH. Un día se
asomó el padre Cunill SJ. y comprobó que los alumnos trabábamos conocimiento con

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chicas y hasta nos sentábamos en el asiento de al lado durante la proyección.
—Creo que nos hemos excedido en la tolerancia —oí que le decía al hermano
director—. Hay que terminar con esta promiscuidad.
Al domingo siguiente dispusieron que las chicas se sentaran a la derecha del
pasillo central y los chicos a la izquierda.
—Si entre santa y santo, pared de calicanto, figuraos qué no hará falta para
separaros a vosotros, que no sois santos —aclaraba el hermano Félix.
El domingo siguiente, el cine registró menos de media entrada, con la
consiguiente alarma de los HH. El padre Cunill SJ. reconsideró su postura, dado que
el reciente Concilio Vaticano II preconizaba una adecuación con el espíritu de los
tiempos, sin por ello declinar los sagrados deberes de un cura de almas, e
inclinándose por la benevolencia transigió y permitió que chicos y chicas se
mezclasen en la sala. Esta promiscuidad constituía, lógicamente, fómite de pecado.
Pero los HH, en su desvelo por la protección de nuestra pureza, se repartían por la
sala armados de potentes linternas y paseaban por los pasillos laterales y central
vigilando atentamente a las parejas sobre cuyos regazos dirigían de improviso un
chorro de luz, para disuadirlos de cualquier intento de encenagar sus almas con
tocamientos obscenos.
Un día los del Paralelo de la Muerte, facción dura, que éramos Haro, el Churri y
yo, decidimos gastarles una broma a los curas. Nos sentamos en las últimas filas del
cine, y, cuando iba mediada la película y los HH vigilantes estaban más distraídos,
sacamos una sábana vieja, muy pasada, que Haro agarró por un extremo y yo por el
otro. En la escena más emocionante de la película, cuando el hermano censor colocó
la pezuña porque parecía que los protagonistas iban a besarse, el Churri gritó con voz
atiplada, para que pareciese de mujer:
—¡No, Pepe, las bragas, no! ¡Las bragas, no!… ¡Aaaaah…!
Entonces Haro y yo tiramos de la sábana y la rasgamos ruidosamente. Tras unos
segundos de silencio, seguidos de cuchicheos para cerciorarse de lo que habían oído,
la sala estalló en una carcajada, seguida de estruendoso pateo aprobatorio. Cinco
haces de luz convergieron nerviosamente sobre las parejas de nuestro entorno, sin que
hallaran indicios de culpa, y, finalmente, sobre nosotros, que contemplábamos la
pantalla fijamente como si no nos hubiéramos enterado de nada. Mientras tanto, las
risas arreciaban y con ellas el pataleo y los comentarios graciosos en voz alta, que
nuevas carcajadas coreaban. El clamor llegó hasta el hermano maquinista que,
temiendo que hubiese ocurrido alguna desgracia en el patio de butacas, detuvo la
proyección y encendió las luces, revelando nuestro delito en el momento en que nos
deshacíamos de la sábana delatora arrojándola a la papelera más cercana.
Al día siguiente, lunes, después del Cara al Sol, el hermano prefecto nos
acompañó a los tres delincuentes al despacho del hermano director. La luz de la
puerta estaba apagada. El hermano prefecto llamó con los nudillos: Toc, toc.
—Adelante —dijo la voz del hermano director.

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El hermano prefecto abrió la puerta y nos hizo pasar. El despacho del hermano
director era todo de madera, muy majo y costeado, como los de las películas, con una
pared de libros encuadernados en piel y una hornacina con una Inmaculada del
tamaño de una niña de ocho años. El hermano director tendría unos cincuenta años, el
pelo cortado a cepillo, la piel muy blanca y gafas de oro. Estaba sentado en su sillón,
con los codos encima de la mesa, las manos unidas y los dedos índices extendidos y
apoyados en el labio de arriba. Nos miró un momento con asco, sin hablar, abrió un
cajón, sacó el cuerpo del delito, la sábana, y lo puso encima de la mesa. Del sermón
que nos soltó, antes de anunciarnos que estábamos expulsados, recuerdo solamente
que nos tildó de corruptores y delincuentes juveniles. El hermano director hablaba
muy remilgado, pronunciando mucho las eses, y solía llevar caramelos en los
bolsillos para dárselos, con su cachetito afectuoso, a los niños buenos.

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QUINTO

El Colegio de San Fermín

Cuando me expulsaron del colegio de los HH, mi padre quiso matricularme en el


instituto, con mis primos, pero mi madre dijo que, mientras hubiera colegios de pago,
su hijo no iba a los de los pobres, así que me matricularon en el Colegio de San
Fermín, que era de pago, aunque menos lujoso que el de los HH. En San Fermín la
tiza estaba racionada y la custodiaba el portero, no como en el Colegio de los HH,
donde las barras se amontonaban en las repisas de las pizarras sin que nadie las
cogiera. El director de San Fermín, el Panza, llegaba al extremo —para dar ejemplo a
los profesores— de llevarse la tiza sobrante de su clase en el bolsillo, dentro de una
cajeta. El Colegio de San Fermín estaba al lado de la iglesia de San Bartolomé, en la
parte antigua de la ciudad, en una casona vieja, parcheada y pintada para que
pareciera otra cosa. Delante había una plazuela polvorienta, con el jardincillo
arrasado que tenía en el centro una escultura de piedra de un pastorcillo con su perro
a los pies, los dos sin cabeza.
La fachada tenía dos filas de ventanas, una de balcones y una puerta monumental,
con unas volutas de piedra que le subían por los lados y abrazaban el balcón central y
remataban en un azulejo que representaba a san Fermín, con venerable barba blanca,
y un libro en la mano. Algunas losetas tenían señales de pedradas, no muchas,
porque, como estaba alto, no se alcanzaba bien. El resto de la fachada era de revoque,
con abofados de humedad y desconchaduras por las que asomaban los ladrillos. En
algunas ventanas altas se veían tiestos con restos de plantas muertas.
San Fermín tenía un patio cuadrado, con nueve columnas de piedra que sostenían
la galería encristalada del piso superior y una fuentecilla de mármol en el centro en la
que abrevábamos los alumnos. No era muy higiénico, porque cada uno se bebía las
babas del anterior, pero, al fin y al cabo, la clientela del colegio tampoco era de lo
más fino.
Desde el patio de San Fermín se veía la espadaña de la iglesia de San Bartolomé,
sin campanas, porque en la guerra civil las fundieron para hacer munición.
Había un segundo patio sombrío, estrecho y carcelario, el patio de abajo, porque
se bajaba por unas escaleras. En este patio dábamos las clases de Gimnasia. La
aspereza del piso, que era de cemento, la mitigaba una espesa capa de mugre

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laboriosamente patinada y pulida por varias promociones de escolares.
Al fondo del patio de abajo, a la izquierda, había tres retretes, de los de agujero en
el suelo, sin puerta, separados por unos tabiquillos medianeros más escritos que el
Espasa. Para mear había un canalillo en el suelo, a lo largo del muro. Los retretes,
como no se habían baldeado desde la inauguración del colegio, despedían un aroma
característico que respirábamos con fruición en los jadeos de la clases de Gimnasia.
En San Fermín había una habitación misteriosa que nunca se abría, cuyo rótulo
decía «Biblioteca». También había un laboratorio de Física y Química con una vitrina
corrida en la que se guardaban extraños cachirulos cubiertos de polvo.
Los muros del patio de la fuente tenían azulejos con refranes y consejos: «Junio
no está lejos, es cada día que se acerca». Lo decía por los exámenes finales, que eran
en junio. En San Fermín nos amenazaban continuamente con repetir curso, pero los
alumnos sabíamos que por ese lado no había nada que temer. Todos íbamos
aprobando lo suficiente para pasar al curso siguiente a fin de que nuestros padres,
convencidos del progreso, no nos quitaran del colegio. Sin embargo, al llegar a cuarto
de bachillerato, los aprobados debían examinarse de reválida, una prueba estatal que
el colegio no controlaba. Para mantener el prestigio de sus mejores tiempos, el
colegio sólo dejaba pasar a la reválida a los mejores y suspendía al resto, que éramos
más de la mitad. Entonces muchos padres se llevaban del colegio a sus hijos para
ponerlos a trabajar. Otros continuaban estudiando por libre y si suspendían la
reválida, como ya no pertenecían al colegio, el prestigio de San Fermín no sufría
menoscabo.
El director, o más bien gerente, de San Fermín era don Inocente Ciruelo, por mal
nombre el Panza, que había heredado el negocio de su padre, el fundador.
El Panza y sus tres hijos, un licenciado en derecho y dos peritos, se repartían las
asignaturas pero, como les faltaban horas, contrataban a algunos profesores de fuera,
la mayoría sin título, que siempre cobrarían menos.
El Panza, como ya estaba algo viejo, había delegado la disciplina del colegio en
su hijo mayor, Jesús, el Susi. El Susi era bajito y gordo; llevaba ropa elegante y
zapatos relucientes; se perfumaba generosamente y fumaba tabaco rubio americano
del que, en aquellos tiempos, no se encontraba en los estancos. El Susi tenía la cara
redonda y carrilluda, la piel colorada, el pelo rubio fino y unos ojos saltones y
vivarachos como los de su padre. Se movía parsimoniosamente, más por imponer
respeto que por gordo, aunque más que respeto provocaba miedo. Al Susi le gustaba
templar y mandar, como a los toreros, y tenía la mano fácil para las guantadas.
El segundo hijo del Panza era el Chato, que, al contrario que su hermano, era
corpulento, calvo y con cara de cabreado como expresión natural. Le decían el Chato
porque le faltaba el arco de la nariz, lo que, unido a su corpulencia, le daba aspecto de
boxeador.
El tercer hijo del Panza era Inocentín. Había sido un juerguista en su juventud,
pero hizo los Cursillos de Cristiandad y se conoce que los curas se excedieron porque

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acabó metiéndose a fraile.
A Inocentín le gustaban la religión, la penitencia y los cilicios, pero le seguían
atrayendo el vino, las mujeres y la parranda. Era muy irritable y a sus cuarenta años
seguía tan desnortado como si tuviera quince. Tan pronto desaparecía para ingresar en
un convento, como sufría una crisis de vocación, ahorcaba los hábitos y regresaba al
colegio, al morapio y a las putas.
Inocentín era profesor de Matemáticas, pero enseñaba mejor a rezar como es
debido. Empezábamos la clase con un Padrenuestro, una Salve y un Gloria, despacio
y pronunciando bien y compasadamente, como un orfeón. En el fondo, no era mala
persona; un poco nervioso, sí, pero no mala persona. Si te sacaba a la pizarra a hacer
un problema y no te cuadraban los números le podía dar un pronto, arrearte un tortazo
y que rompieras el tablero con la cabeza, como Higueras; pero, aparte de esto, mala
persona no era.
El cuadro académico se completaba con los inspectores Conchito y el
Mandíbulas, estudiantes de Magisterio pobres que, a cambio de comida y cama,
vigilaban el estudio y mantenían el orden de los internos en el comedor y en el
dormitorio. Conchito era bajito y calvo, con cara de ratón, gafas de culo de vaso y
una chaqueta holgada y oscura con los bolsillos desfondados y muchos brillos del
uso. Conchito era buena persona, dentro de lo que cabe, y cuando te daba de hostias,
siempre a la vista del Susi o del Panza, para hacer méritos, ahuecaba la mano para
que sonara mucho sin hacer gran daño. El Mandíbulas era, por el contrario, alto y
fornido y un grandísimo cabrón que daba las guantadas con gusto y vocación. El
sobrenombre le venía porque tenía la quijada de abajo demasiado pronunciada.
Algunas costumbres de San Fermín se parecían a las del Colegio de los HH. El
primer acto del día consistía en congregarnos bajo las galerías del patio, ordenados
por cursos. En el lado libre se situaban los profesores. Palmeaba el Susi y la algarabía
de quinientos mozalbetes cesaba de pronto dejando paso a un silencio en el que se
podía percibir el vuelo de una mosca. El Susi sonreía un poco, pavoneándose ante los
profesores de su dominio del rebaño escolar, y decía con grave voz de mando:
«¡Primero!». Los del primer curso emprendían la marcha hacia su aula, silenciosos
como el paso de un rebaño en una película muda. Mientras despejaban, el Susi se
volvía a charlar un poco con los profesores, especialmente con la Latina, que solía
situarse cerca de él. Los alumnos restantes permanecíamos callados. En cuanto los de
primero despejaban el patio, volvía a escucharse la voz del Susi: ¡Segundo!, y así
repetía la operación para todos los cursos.
Las horas libres entre clases se dedicaban a estudiar bajo la vigilancia de un
inspector. En los estudios estaba prohibido hablar y el alumno sólo podía abandonar
el duro asiento si sufría acuciantes necesidades mingitorias, consecuencia de nuestra
imperfecta condición humana. En este caso, el afectado se ponía de pie, levantaba
una mano y suplicaba: «Señor inspector, ¿puedo salir a los servicios?». Tal petición
solía acompañarse de inquietos saltitos mientras la mano no levantada aferraba la

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región urinato-masturbatoria como prueba de la urgencia con que se cursaba la
solicitud.
Interrumpida su formativa lectura, justamente cuando McGrover enfilaba la mira
de su Colt 45 sobre un cuatrero filón y pendenciero (Marcial Lafuente Estefanía), el
inspector se hacía cargo de la situación y, con ojos achinados por la duda, sopesaba
un instante, con la necesaria frialdad, el objeto de la demanda. Con sesenta pares de
ojos expectantes posados en él esperando el veredicto, el inspector trabajaba con las
meninges a la máxima presión: «¿Me estará engañando y se choteará de mí luego
ante sus compañeros? ¿Querrá realmente mear o solamente fumarse un cigarro en los
retretes o, lo que es peor, hacerse una paja?». La tensión aumentaba, las miradas
seguían fijas en él. Veía a través de la ventana abierta al Susi en el patio columnado
emitiendo nubes de tabaco rubio y colonia de la buena, cabreado quizá por la
tardanza de la Latina y es posible que en celo (era primavera). Una decisión. Había
que tomar una decisión. Su padre entró con Yagüe en Badajoz, como cabo de la
legión. Por sus venas corría sangre de héroe. Todos miraban. Esperaban su viril y
certera decisión.
—¡Vete y mea! ¡Y no tardes!
Y el solicitante dejaba de saltar y se precipitaba pasillo adelante, serio, no fuera a
provocar alguna risita en los compañeros y el suspicaz inspector cambiara de idea y
le retirara el permiso.
Llevaba el alumno liberado, en el bolsillo de atrás, una fotografía de Kim Novak
en traje de baño, los muslos al aire, el canalillo pectoral como para perderse por él,
recortada del Fotogramas del Hogar del Cadete de la OJE. Transcurrido un espacio de
tiempo prudencial, ni corto ni largo, retornaba el onanista, ya rematada la placentera
faena, a su duro banco. El inspector ni siquiera levantaba la cabeza cuando oía desde
la puerta: «¿Se puede?»; se limitaba a hacer la señal de adelante con la mano, a
tiempo que Flanagan, alcanzado por el rifle de McGrover, se desploma en el establo
de los McFinnegan, la emocionante escena final de Plomo para cuatro.
Yo, como era habitual en mí, entré en el nuevo colegio con mal pie. Estábamos en
el estudio con el inspector Conchito y le pregunté al de al lado si faltaba mucho para
el recreo. Ignoraba que los alumnos de San Fermín hablaban en los estudios con el
alfabeto de los sordomudos, haciendo señales con los dedos. Fue solamente un
murmullo, pero Conchito, que tenía un oído de tísico, percibió el bisbiseo, levantó la
cabeza de la lectura y me sorprendió:
—¡Tú! —me señaló—. A la puerta de la dirección.
—¿Servidor?
—Sí, tú. ¡A la dirección!
Conchito se desentendió de mí y se enfrascó nuevamente en su novela de El
Coyote. Atribulado por mi metedura de pata, el primer día, abandoné el aula. La
noche anterior había tomado la solemne determinación de ser un alumno ejemplar en
el nuevo colegio, aprovechando que no me conocía nadie.

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En el patio me encontré a un fámulo que subía a su clase una barra de tiza y le
pregunté:
—Oye, ¿dónde está la dirección?
—Allí arriba —me señaló la galería—. ¡Ya te la has cargao, novato!
Atravesé el patio, subí la ancha escalera de azulejos, presidida por un majestuoso
reloj de pared parado, crucé el corredor superior, con su galería acristalada y sus
macetas de aspidistras y, al fondo, sobre una barnizadísima puerta de cuarterones, leí
«Dirección».
Titubeé unos segundos, le eché valor y llamé educadamente con los nudillos.
Nadie respondió. Apliqué el oído: no se oía nada. Aguardé un poco. Llamé de nuevo
y esperé. Nada. Finalmente junté valor para accionar el picaporte, que encontré
suelto, y entreabrí la puerta lo suficiente para asomar la cabeza.
—¿Permiso?
No había nadie. Entré, cerré la puerta y me arrodillé delante de la mesa del
despacho, fuera de la alfombra, sobre el duro suelo, para que se viera la entereza con
que afrontaba el castigo.
La dirección de San Fermín era el santuario del colegio. Si no hubiese estado
atestada de oscuros muebles de madera tallada, habría sido una habitación espaciosa.
Las alfombras apenas dejaban ver retacitos del suelo original, de ladrillos pintados de
almagre, muy rotos, pero brillantes de aceite, a la antigua usanza. Las paredes,
enteladas con un desvaído diseño dorado, estaban cubiertas de diplomas y fotografías
antiguas. Desde una de ellas, enmarcada en tallado óvalo, el fundador del colegio, un
«Protopanza» severo de espesos bigotes y recortada barba, me contemplaba
indiferente desde las alturas de la Historia. Había una vitrina en la que los trofeos
deportivos ganados por el colegio en tiempos mejores se apoyaban sobre libros
antiguos lujosamente encuadernados que llevaban uno o dos siglos esperando que
alguien los abriera. Los títulos, los diplomas, los trofeos eran de antes de la guerra. El
colegio había venido a menos y sus glorias pasadas se habían encerrado en aquel
despacho aparatoso, que tenía algo de panteón y de capilla funeraria.
Oí unos pasos por la galería y, temiendo la compañía, clavé los ojos en el libro
que tenía delante y me puse a estudiar con ejemplar concentración y aprovechamiento
la lista de los ríos lapones con sus afluentes. Se abrió la puerta y entró el Chato, que
se llevó un susto al descubrir su madriguera ocupada por otro semoviente.
—¿Qué haces tú aquí?
—Es que el señor inspector Conchito me ha mandado que me hinque de rodillas
en la dirección —respondí con entonación plañidera a ver si lo ablandaba.
—Tu eres nuevo, ¿no? —me preguntó.
—Sí, señor. Hoy es el primer día que vengo al colegio.
El Chato hizo un gesto de entendimiento, como disculpándome pero, no obstante,
alargó una mano grande y ancha como la pala de un panadero, me agarró la oreja
izquierda y la levantó hasta la altura de sus ojos. Yo, aunque novato y desconocedor

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de las costumbres del colegio, abandoné la postura genuflexa para despegarme lo
menos posible de la oreja.
El Chato, cuando levantó la oreja hasta una altura que sólo sobrepasaría en unos
centímetros mi estatura habitual, la desvió hacia la entrada y la sacó al corredor de las
aspidistras. Yo los seguía diligentemente, de puntillas, y decía ¡ay, ay, ay!, como
cumplía al caso. El Chato anduvo unos pasos y, repentinamente, alteró el rumbo y
bajó la oreja hacia el suelo. Siguiendo su trayectoria me hinqué de rodillas mientras
en las alturas la voz tranquila del Chato ordenaba:
—Cuando te manden otra vez a la dirección no entres. Te quedas aquí. ¿Has
entendido?
—Sí, señor.
Soltó la oreja, que con el ajetreo se había puesto la mar de calentita y doblaba en
tamaño a la otra, y se dirigió al despacho, pero a los tres o cuatro pasos puso el gesto
de contrariedad, como si olvidara algo, volvió a mi lado y, ¡plas, plas!, me dio dos
bofetadas.
Llevaba unos minutos en el pasillo desierto con sus escupideras de loza, sus
cuadros con litografías de santos y sus macetas de aspidistras, cuando oí que alguien
subía las escaleras. Volví a clavar los ojos en los afluentes lapones. Unos pasos
cautelosos, de gato despensero, se acercaron por el corredor perturbando el reposo de
algunas baldosas sueltas.
—¿Hay bicho dentro? —musitó a mi oído una voz apenas audible.
Sin aguardar respuesta se arrodilló a mi lado y abrió el libro. Era un condiscípulo
de otro curso.
—Sí, hay un profesor —susurré.
—¿Quién, el Susi?
—No sé. Soy nuevo.
—¿Es bajito y gordo o alto y feo?
—Alto y feo.
—¡El Chato! —precisó el veterano—. Bueno, ha habido suerte. Este da menos
que el Susi.
En los minutos siguientes llegaron otros tres alumnos expulsados. Aquella fila de
penitentes arrodillados que charlaban en susurros con el libro abierto me hizo
comprender que la puerta de la dirección de San Fermín era una institución
penitenciaria. No la dirección, sino la puerta.
Eramos cinco los penitenciados cuando nuevos pasos perturbaron las baldosas
sueltas de las escaleras. Guardamos silencio y aguzamos el oído. Apareció El Panza
en su carne mortal y se detuvo a contemplarnos mientras recuperaba el resuello con
respiración cetácea, por el esfuerzo de subir las escaleras.
—¡Delincuentes! —suspiró.
Creí que me hablaba a mí y levanté la mirada educadamente.
—¿Mande?

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Así que la bofetada me cogió de lleno en la mejor postura. El Panza tenía su cuota
fija de diez guantazos y los aplicaba imparcialmente al individuo o a la colectividad.
Como éramos cinco tocamos a un par de tortas por cabeza. Antes de pegar, el Panza
se frotaba las manos como si las enjabonara, y golpeaba con el puño casi cerrado y
más en el cuello que en la cara, porque cerraba los ojos poniendo unción en el
castigo.
Entró el Panza en su despacho, nos quedamos los disciplinados comentando el
lance, y uno que tenía reloj lo consultó y dijo:
—¡Faltan cinco minutos para la campana: hoy nos libramos del Susi!
¿Para qué habló el cenizo? Dos minutos antes de que tocara la campana apareció
el Susi y nos repasó a todos sin descomponer su media sonrisa. Las bofetadas del
Susi eran impecables. En mi larga vida de escolar, tan rica en experiencias, nunca he
recibido bofetadas tan bien dadas como las suyas. La mano del Susi estaba tan suelta
de coyunturas y relajada por el uso, que se adaptaba a la topografía de la mejilla
receptora. Las bofetadas del Susi producían un sonido limpio, claro y preciso, como
chasquidos de látigo. Además, el Susi tenía una cadencia de tiro superior a los otros:
te podía colocar cómodamente media docena, ¡plas, plas, plas, plas, plas, plas!, antes
de que te diera tiempo a medio cubrirte la cara instintivamente con los brazos, pero
aun así, su juego de muñeca era tan dinámico que cuando incurrías en la ingenuidad
de cubrirte era capaz de apartar el obstáculo y descargar la bofetada con el mismo
movimiento y sin descomponer la cadencia ni menguar su precisión. Esta inusitada
rapidez contrastaba vivamente con la parsimonia y majestuosa lentitud que el Susi
ponía en el resto de sus movimientos. El Susi era la columna vertebral de San Fermín,
la encarnación viva del principio de autoridad basado en el palo y la zanahoria, el
palo para nosotros y la zanahoria para él.
El Susi estaba enamorado de la profesora de Latín, Pilar Rabidusa, más conocida
como la Latina o el Culo con Botas, y ella lo correspondía con la debida discreción.
Pilar Rabidusa era resultona, sin llegar a ser guapa. Tenía los ojos pequeños, la nariz
aguileña y unos labios finos que sólo daban para media sonrisa torcida, entre
suficiente y burlona, tirando a mueca, pero era virtuosa con el lápiz de ojos, con la
barra de labios y con la polvera, con los que le enmendaba la plana a la naturaleza.
Tampoco era muy alta y propendía a la gorda mochilona que luego sería, pero se
estibaba las carnes con fajas y sostenes y conseguía componerse para estar buenorra
de albañil. Como en aquellos tiempos todos éramos albañiles y a falta de pan buenas
son tortas, la Latina nos parecía el no va más y hasta había colegiales que
conculcaban el sexto mandamiento pensando en ella.
La Latina no daba pellizquitos como las monjas o los hermanos, ni guantazos
como los Ciruelos, pero sabía ridiculizar o humillar a los alumnos sin perder la
sonrisa y nunca le faltaba media docena de pelotas que le rieran la gracia. Desde la
primera clase la vi venir. Avanzaba por el pasillo central del aula pasando lista para
ver las caras nuevas, y al llegar a mí se detuvo.

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—González Moreno, Vicente.
—Servidor —contesté, levantándome con urbanidad. Se acercó.
—¿No serás, por casualidad, hermano de Presentación González Moreno, verdad?
Mi hermana Presenta, a la que la Latina daba clase en el Colegio de las Teresas,
me tenía advertido que era una mala persona.
—Sí, señorita.
—¡Pues qué bien! —exclamó con guasa—. ¡Estoy encantada de conocerte, hijo!
Anda, cambiate a la primera fila para que no te pierda de vista, que si eres como tu
hermana, buen regalito nos ha caído.
Los internos de San Fermín llevaban una bata parda, con bolsillones a los lados,
casi hospiciana. Las batas eran de diversas formas, tonos y hechuras porque las
hacían las madres en los pueblos. Sólo se parecían en los grandes dobladillos para ir
alargándolas a medida que crecía el usuario.
Los internos se distinguían de los externos por la mala facha que tenían con
aquellos batones y por su delgadez y mal color que según el Panza era de meneársela
en exceso. Aunque de sobra sabía que el rancho colegial era escaso y malo, y sólo se
soleaban y respiraban aire puro en el paseo de los domingos por la mañana. En los
patios del colegio sólo daba el sol en verano.
—¿Escuálidos? Fibrosos, como atletas. Después de la lujuria, el peor azote de la
humanidad es la gula.
No le faltaba razón al Panza. No obstante, si no se daban casos de inanición entre
sus tutelados era porque las madres y las abuelas les enviaban paquetes de comida
por medio del cosario del pueblo. Como no se fiaban de los intermediarios, forraban
los paquetes de tela de costal y los cosían con hilo de bramante y aguja de remendar
aparejos. Abrir el paquete requería un considerable esfuerzo y no poca maña, pero la
dificultad quedaba compensada cuando comenzaban a aparecer los torreznos, el lomo
en tripa, las espaldas de tocino, las tarteras de chorizo en aceite, las costillas y el lomo
en adobo con sus ramitas de aderezo todavía asomando entre la grasa. En otro
compartimento iban los mantecados, queso de cabra en aceite, tortas de aceite y de
chicharrones, claveteadas con almendras, carne de membrillo, pan de higo, trigo con
miel y otras exquisiteces no menos energéticas y rotundas. Finalmente, en el fondo
del paquete, protegido por un papel de estraza doblado, aparecía una carta, casi
albarán, en la que entre las manchas de aceite y pringue podía descifrarse un texto
como éste:

«ijo, es te clloriso te lo man da tu prima Andrea pake tacuer desdella, ijo, ay llebas un apaño de keso de tus
agüelos; ijo ke te kuides iasministres estos toreznos, ke no se lo bailan ha komer loj otro, tu no le des a
naide kepa eso te lo manda tu madre; niño, lama rrana parió i mato kua tro lechones, aki llebas uno ke te lo
komas kon gus to pensan do en nosotros; Vesos. tu padre lia savesporlo que no escribe, por lasfartas
dortografia. Los ermanos vien. Vesos, tuj padre que loson»

Obduliano ijacoba

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La cocinera de San Fermín, eufemísticamente conocida como la Guarra, era una
bruja gruñona cuya sola vista, sin ni siquiera olerla, le quitaba a uno las ganas de
comer. La Guarra, en su juventud, había sido lavandera en las pilas de la Fuente de la
Peña y de entonces le quedaba la costumbre de cantar el repertorio de Porrinas de
Badajoz y la Paquera de Jerez.
La suerte es que apenas salía de su cocina, una especie de antro oscuro que se
ventilaba por el pasillo de la dirección. La Guarra podía ser mala cocinera, pero como
cantante era peor. Mientras hacía la bazofia de aquellos desgraciados, aullaba los
repertorios entreverados de Imperio Argentina y de Conchita Piquer. A media
mañana, el pestazo a col hervida invadía el colegio y llegaba hasta el patio de abajo,
donde se entremezclaba con el de las letrinas.
Dentro de sus limitados menús, la Guarra sentía predilección por el potaje de
judías. El día que tocaba judías, no había quien respirara en las clases de la tarde
porque los internos se las pasaban soltando flatulencias, más por jorobar a los
externos que por necesidad. Esos días tampoco faltaba el gracioso que reforzaba el
efecto de los pedos añadiendo el de una ampolla fétida, o «bomba de peste» que olía
a huevos podridos. Entonces Conchito, más acostumbrado al olor de la pólvora en el
saloon de Kansas City, desatendía por un momento el texto de Marcial Lafuente
Estefanía para advertirnos:
—A ver si los internos contienen un poquito sus instrumentos de viento o se lo
tendré que decir al director y nos quedaremos sin salir el domingo. Las personas
educadas expulsan sus ventosidades en los retretes o al aire libre.
La festividad de San Fermín, el 7 de julio, se celebraba con diversos actos píos.
En tiempos del Protopanza fundador, el colegio organizaba Juegos Florales,
conferencias y visitas a museos, pero después de la guerra la conmemoración se había
reducido a una misa solemne concelebrada por el profesor de Religión y el capellán
del centro, en la vecina iglesia de San Bartolomé. Después de la ceremonia religiosa,
el colegio invitaba a la degustación de dos pastelillos por cabeza en el patio de arriba,
decorado con algunas macetas de aspidistras y geranios en atención al evento. Esta
distribución despertaba el entusiasmo del alumnado, como sucede siempre en este
país cuando dan de comer de balde, así que al terminar la misa salíamos de estampida
para ocupar los primeros puestos en la cola y asegurarnos la ración porque, algunas
veces, si el Susi creía que iban a faltar, reducía la cuota a un pastelillo, con gran
recochineo de los que ya habían recibido dos. Raro era el año que no había patadas y
codazos, cuando no claramente puñetazos, porque muchos querían colarse y
provocaban los empujones y las protestas de los perjudicados. A la menor señal de
disturbios, acudía el Susi y, sin meterse en averiguaciones, repartía entre los litigantes
una docena de coscorrones y cuarto y mitad de bofetadas, con lo que la hermandad y
la camaradería quedaban restablecidas.

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Antes de empezar las clases se rezaba un Avemaría, pero la profesora de
Gramática, doña Carmen Carrasquillo Cascajo, nos hacía rezar un Padrenuestro y tres
Avemarías con pausa y entonación. De lo contrario los debíamos repetir las veces
necesarias.
—Dios tiene muy buen oído y no quiere cacareos de papagayos —argumentaba la
educadora.
A doña Carmen le decíamos el Mapa Cagao por la mancha cárdena que le pillaba
media cara.
Entre las preces y la colecta que venía a continuación, para conseguir la
evangelización de los infieles de África y China, se consumía más de media clase, y
algunas veces la clase entera, sobre todo si alguien mencionaba al tío de los
adoquines. Doña Carmen le había declarado la guerra a un pobre hombre que vendía
caramelos caseros de azúcar y cacahuetes, duros como una piedra, en la plazoleta de
San Bartolomé, delante del colegio. Los adoquines valían a perra gorda los grandes y
a perra chica los pequeños. Los llevaba en un carrito que se había fabricado con unas
maderas y unas mallas mosquiteras sobre dos ruedas de bicicleta.
El pobre era consciente de que su aspecto delgaducho y enfermizo le podía
espantar la clientela, y cogía los caramelos, que no tenían envoltorio, con unas pinzas
confiteras que se había fabricado con un trozo de somier.
Doña Carmen, al entrar en San Fermín, pasaba a diario junto al tío de los
adoquines, sin dignarse mirarlo, pero en cuanto comenzábamos la colecta la tomaba
con él:
—Eso que le compráis al gitano es vitamina eme —el Mapa Cagao nombraba la
mierda por su letra inicial—. ¡No os podéis imaginar el asco que me da cuando os
veo llevaros a la boca los… ¿Cómo los llamáis?!
—¡Adoquines! —apuntábamos provocadoramente.
—¡Adoquines! —hacía un gesto de repugnancia y la mancha cárdena se le
encendía como una bombilla—. ¿No os habéis dado cuenta de que ese hombre está
tísico? ¿Os habéis fijado en los callos y en la eme que tiene en las manos? ¡Solamente
Dios sabe de qué están hechos esos caramelos! Ya veremos lo que tardáis en enfermar
los que se los compráis.
—Pero los coge con unas pinzas, doña Carmen —objetaba Rueda provocándola.
—¡Qué ignorante eres, hijo mío! —se sulfuraba la vieja—. ¡Las pinzas! ¿No os
dais cuenta de que están hechas con un trozo de somier, orinado de gatos, que habrá
cogido de una cama vieja de las que tiran en el hospital cuando ha muerto en ella
algún tuberculoso?
—A Mengíbar le gustan mucho los adoquines m —decía Rueda señalando
malévolamente al acusado.
Mengíbar se ponía como si le hubiesen mentado a la madre:
—¡Falso! ¡Eso es un embuste asqueroso, doña Carmen, no le haga usted caso, que
el que compra adoquines casi todos los días es él!

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Doña Carmen golpeaba con el lápiz la mesa pidiendo silencio:
—No, si podéis gastaros vuestro dinero en lo que queráis —decía, conciliadora—.
Pero nadie negará que, en conciencia, ese dinero está haciendo más falta en las
misiones de África. Conociendo como conocemos la cantidad de niños que nacen y
crecen sin bautizar, sin el consuelo de la verdadera fe, ¿quién puede tener el corazón
tan duro y la conciencia tan laxa como para gastar en golosinas un dinero que puede
salvar almas? Ya sé que os estoy pidiendo un pequeño sacrificio, pero ¿os imagináis
los intereses salvíficos que ganáis para el cielo por renunciar a uno de esos
adoquines?
Estábamos en una edad en la que la salvación del alma de los negritos nos traía
sin cuidado. Con las urgencias de la carne, el que más o el que menos se había
acostumbrado a vivir en pecado mortal, como si la muerte y el Juicio Final no fueran
a llegar nunca. Sin embargo, de vez en cuando entregábamos una perra gorda o un
real para las Misiones, especialmente cuando se acercaba la entrega de notas, porque
las calificaciones en la asignatura de doña Carmen eran directamente proporcionales
a la generosidad limosnera del alumno.
Doña Carmen nombró secretario a Federico Escudero, un alumno algo mayor que
los demás, espigado y serio, que parecía muy responsable. Federico llevaba las
cuentas de las Misiones e ingresaba diariamente el dinero recaudado en una cartilla
en la Caja de Ahorros.
—¿Cuánto se ha alcanzado hoy, Escudero?
—Seis noventa, doña Carmen.
—No es mucho. Hoy habréis tirado el dinero y la salud en comprar vitamina
eme… —nos reñía la vieja—. ¿Y cuánto llevamos desde que empezó el curso?
—Ciento veintidós noventa, con lo de hoy, doña Carmen.
—Deberíais alcanzar las quinientas pesetas para fin de curso. En el Colegio de las
Teresas van ya por las trescientas y pico. A ver si va a resultar que las niñas os mojan
la oreja, con lo machotes que decís que sois.
Nuestra virilidad quedó en entredicho. Cuando terminó el curso, la cuenta de los
negritos del África tropical y de los chinitos de la China apenas había superado las
cuatrocientas nueve pesetas con quince céntimos. Una cantidad apreciable de la que,
sin embargo, los negritos de África tropical que trabajando cantaban la canción del
Cola-Cao, no olieron un céntimo con sus anchas narices anilladas, porque Federico
Escudero, con lo serio y lo formal que parecía, se había ido gastando el dinero de las
colectas en futbolines y chucherías. Después de todo, nuestras limosnas no cayeron
en saco roto, porque doña Carmen dio aprobado general y sólo suspendió a Escudero,
para que su castigo fuera más patente.
El Mapa Cagao, con su manía por la higiene, había emprendido una cruzada
contra los niños que se introducen el dedo en la nariz o lucen dos velas verdes, como
esmeraldas vivas, colgando de los orificios nasales. Cuando sorprendía a un alumno
hurgándose la nariz interrumpía la clase y anunciaba:

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—El gorrino de Rodríguez queda proclamado marrano de la clase. Ven para acá,
cochino.
Doña Carmen sacaba un tampón del bolso y Rodríguez estampaba su huella
digital en la lista de clase, al lado de su nombre. Para traspasar el título de marrano
oficial, Rodríguez tenía que esperar a que doña Carmen sorprendiera a otro con el
dedo en la nariz. Como nos lo tomábamos a chacota, los acusicas no estaban mal
vistos.
—Doña Carmen, Sinfronio Castro se está haciendo píldoras. —Doña Carmen
levantaba la mirada y sorprendía al interfecto con el dedo índice metido hasta la
segunda falange.
—¡Ven acá, cacho guarro!
Y ya teníamos nuevo marrano oficial (hoy propietario, por cierto, de la confitería
Los Chorros del Oro, adonde acuden las damas más encopetadas).
Yo me aburría de lo lindo durante las colectas de doña Carmen y adquirí la
costumbre de matar el tiempo dibujando monigotes. Un día pinté una mano criminal,
armada con un cuchillo enorme y escribí debajo: «Prepárate a morir». Firmé «El
Destripador Justiciero». El mensaje circuló por la clase, con gran regocijo de los que
lo iban recibiendo. En otro dibujo se veía un reloj despertador con unas patitas
corredoras y el mensaje: «La hora está próxima».
Al final la clase estaba más atenta a mis dibujos que a la colecta de los chinitos.
Doña Carmen observó el barullo, levantó la cabeza y dijo:
—A ver, ¿qué tenéis ahí?
Se apoderó de los dibujos, regresó parsimoniosamente a su mesa, los desplegó, se
caló las gafas y los observó cuidadosamente.
—¿Quién es el autor de esta canallada? —dijo, deponiendo la actitud
complaciente que usaba para las colectas.
En la clase se hizo tal silencio que hasta las polillas de las vigas del techo dejaron
de aserrar, acojonadas. Cuando vi que la vieja se tomaba en serio los mensajes y
comprendí el lío en el que acababa de meterme, se me pararon los pulsos.
—Sólo lo repetiré una vez —advirtió la gramática—: ¿Quién ha perpetrado esta
infamia?
Las miradas concéntricas de mis compañeros me animaron a levantar
tímidamente la mano:
—Servidor —dije con un hilo de voz.
—¡Cobarde, anarquista, republicano! —tronó la vieja—. ¡Vete ahora mismo a la
puerta de la dirección y quítate de mi vista!
La puerta de la dirección, con ser lo que era, un abono para dos o tres raciones de
bofetadas, le pareció demasiado piadosa. Llevaba un rato esperando cuando un
fámulo subió a decirme que a la salida del colegio fuera a ver al Susi.
—¿Por qué? —pregunté con la mayor inocencia.
—El Mapa Cagao se ha chivao al Susi —se sonrió malvadamente—. ¡Te las has

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cargao!
Tocó a difuntos la última campana de la mañana, y mientras mis compañeros
invadían patios y pasillos en alegre algarabía camino de la libertad y el almuerzo, yo
ascendí las escaleras de la dirección tan atribulado como el condenado sube las del
patíbulo. El fúnebre reloj de pared del descansillo resonaba con ecos siniestros, ¡tic,
toc; tic, toc, la hora está próxima!
La puerta de la dirección estaba desierta. Me arrodillé, abrí un libro y me puse a
esperar. La puerta de la cocina despedía los hedores del rancho de los internos hasta
el corredor. Los respiré con resignada indiferencia, como si fueran un adelanto de mi
penitencia. Al cabo de unos minutos apareció el Susi, me invitó a pasar a la clase de
al lado, entró detrás y cerró la puerta. Llevaba en la mano los dos papelitos del Mapa
Cagao.
—¿Conque asustando a doña Carmen, eh?
Yo, como veía de vez en cuando en la tele de mi tío las series de Perry Masón,
había preparado una defensa que, si me hubiese dejado el Susi desarrollarla, a lo
mejor lo hubiera convencido de mi inocencia, pero no me dejó hablar. Abrió el grifo
de las bofetadas y fue como si me hubiese zambullido debajo de un Niágara de palos
me llegaban por arriba, por abajo, por los lados, por atrás, por delante, palos de
frente, palos de través, palos hasta en el cielo de la boca, con la sobrehumana rapidez
que lo caracterizaba. Cuando por fin se quedó satisfecho y me dejó irme a casa, iba
tan calentito, especialmente las orejas y la cara, que ni sentí el frío de febrero. No
almorcé, pretextando que aquel día nos habían dado dos dulces en el colegio para
celebrar el fin del Concilio Vaticano II. En aquellos tiempos, cuando te zurraban en el
colegio era mejor no decirlo en casa, porque los padres de entonces tenían unas ideas
bastante particulares sobre la educación de los hijos, y en lugar de compadecerte, te
daban otra ración de palos por su cuenta.
Yo era un adolescente bastante rebelde y como las injusticias crían mucha mala
leche a esa edad, tracé la manera de vengarme de el Mapa Cagao. Al día siguiente
bajé a la tienda y me hice un bocadillo de salchichón del más barato, que es el que
lleva más grasa, y aprovechando la hora del recreo, cuando la clase estaba vacía, le
hice un corte fino con una cuchilla de afeitar al asiento del profesor, que era de skay
imitación cuero, y le introduje en el interior cuatro rodajas de salchichón abiertas en
abanico para que ocuparan toda la raja. A simple vista sólo se apreciaba que el
asiento estaba rajado, pero cuando alguien se sentaba, al presionar, la raja se abría y
las rodajas de salchichón manchaban la ropa. Subí la persiana para que el sol
calentara el asiento y regresé al patio satisfecho de mi obra. En la clase siguiente, que
era con el Mapa Cagao, me comporté de manera natural e incluso le sonreí un par de
veces y doné diez céntimos para los negritos de África, para que la vieja viera que no
le guardaba rencor. Al terminar la clase, salió el Mapa Cagao luciendo en la falda una
culera de grasa del tamaño de un huevo frito, y entró el profesor siguiente, el de
Francés, don Diego Bulangerí, tan risueño como siempre, e ignorante de la amenaza

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que se abaría sobre su traje príncipe de Gales. El último profesor de la mañana era el
de Dibujo, don Remigio Puerta, mal llamado el Guitarrón, por los movimientos que
hacía cuando se sacudía la ceniza del cigarro del chaleco. El Guitarrón era buena
gente y no tenía nada contra él; cuando lo vi descargar toda su humanidad en el
asiento manchado me consolé pensando que, como de todas maneras llevaba el traje
lleno de lamparones, no le iba a importar uno más. Cuando sonó la campana para
salir y pude quedarme solo en la clase, saqué el salchichón y lo tiré por una rendija de
la tarima para alimento de los ratones. Al día siguiente doña Carmen y don Diego
Bulangerí habían cambiado de atuendo, pero don Remigio Puerta traía los pantalones
de siempre.
Don Diego Bulangerí, el de Francés, era un guaperas tirando a gordo que se creía
muy gracioso. Este pedagogo, cuando nos sacaba a leer a la tarima nos colocaba
mirando a la pared para que nos cogieran desprevenidos los reglazos en las piernas o
en el trasero con los que castigaba cada error de pronunciación.
Don Diego Bulangerí no tenía ni el título de bachiller, pero había estado en
Francia cuando la guerra y chapurreaba algo el idioma. Algunas veces me recordaba
al hermano Luis Bribones porque les reía las gracias a los que le caían bien y
ridiculizaba a los que le caían mal, especialmente a los que éramos de pueblo.
Cuando se dirigía a uno de nosotros, adelantaba la mandíbula inferior y remedaba la
voz y los gestos de un palurdo.
Cuando don Diego se casó, el colegio decidió regalarle una cocina de butano con
tres fuegos y horno incorporado, el último grito entonces, que todavía se cocinaba en
infiernillos de petróleo o con fogones de carbón. A los alumnos de don Diego se nos
aconsejó que contribuyéramos al regalo con cinco duros por cabeza. «De forma
totalmente voluntaria», advirtió la Latina.
A mi padre no le hizo ninguna gracia el gasto suplementario y me preguntó dos o
tres veces: «Pero ¿es obligatorio?». «Completamente», respondí yo. Así que echó
mano a la cartera, la desenredó de las gomas y aflojó un billete de cinco duros, sin
dejar de protestar por el abuso y repitiendo «no sé qué vamos a hacer si les da a los
demás profesores por casarse». Yo, la verdad, no tenía la menor intención de
entregarlos, ya tenía pensado en qué me los iba a gastar, principalmente en cine y
futbolines, pero cuando vi que la Latina apuntaba a los alumnos que depositaban su
regalo, cambié de idea y contribuí, por no significarme en el colegio más de lo que
estaba.
Don Diego volvió del viaje de novios en Mallorca un poco más gordo y más
moreno, pero por lo demás había cambiado poco, continuó burlándose de los de
pueblo, sin hacer diferencias con los que habíamos contribuido para su cocina de
butano.
A veces, cuando me acuerdo de todo lo que sufrí en los colegios, y de lo que mis
padres sufrieron por mí, considero que no salí mal parado, después de todo, porque si
bien es cierto que algunas veces me castigaron sin culpa, otras muchas perpetré

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travesuras y maldades gordas y me escapé del castigo. Entonces se rezaba mucho el
Rosario, algunas familias apagaban la radio para rezarlo antes de la cena. En los
colegios era norma rezarlo a primera hora de la tarde, antes de reanudar las clases
(con lo cual, muchos salíamos a dos Rosarios diarios). En San Fermín, a falta de
capilla, se usaba la única clase en la que cabían todos los alumnos, un aula del patio
de arriba a la que llamábamos «el Túnel», tan larga y oscura que los últimos pupitres
no se controlaban bien desde la tarima del profesor. Los alumnos menos aplicados de
cada curso se situaban al fondo y mientras se rezaba, ellos se masturbaban, o
charlaban, o jugaban a los barquitos o intercambiaban cromos e insectos. Un día se
me escaparon de una lata tres alacranes al cambiarlos por cromos de Ben-Hur; se
armó un revuelo considerable entre mis compañeros, que ponían los pies en el tablero
del pupitre, entre divertidos y acojonados. Me puse a rezar con verdadera devoción,
pidiéndole a Dios que los alacranes no picaran a nadie, porque si ocurre una
desgracia, el Panza nunca hubiera creído que había sido un accidente.
El Túnel dejó de ser un refugio seguro cuando el Susi recibió un chivatazo y se
acercó sigilosamente durante el Rosario y sorprendió a Pepe Robles meneándosela,
ya en la fase final en que uno se desentiende del mundo próximo en el instante
sublime de la gratificación. El Susi no lo dejó acabar, le dio media docena de
bofetadas in situ, lo asió de una oreja, lo arrastró por el pasillo dándole patadas en el
trasero, lo sacó al patio y le siguió dando bofetadas y patadas hasta que se hartó.
Telesforo Callado, hoy famoso locutor de radio, se subió a un pupitre para verlo por
la ventana alta y nos describía los guantazos y las patadas con gran realismo, hasta
decía: ¡Ay, ay, ay!, de vez en cuando, como si se las estuvieran dando a él, de hecho
hasta le salieron cardenales. Cuando el Susi regresó al aula, reanudamos el Rosario
con más devoción que nunca, el horno no estaba para bollos. Al terminar, en lugar de
devolvernos a nuestras clases, el Susi dijo:
—Recemos ahora un Padrenuestro, en desagravio, a la Santísima Virgen del
Rosario para que perdone a ese desgraciado.
Y mandó a un fámulo a llamar a Robles, que estaba hecho un eccehomo, con la
camisa manchada de sangre de la nariz y con un ojo morado. El pobre Robles atraía
los palos como el imán las virutas de hierro. Sólo llegó hasta cuarto de bachillerato,
lo quitaron de estudiar para meterlo de aprendiz en una panadería, después en una
paquetería y finalmente en una talabartería, sin que echara raíces en ninguna parte.
Luego la familia emigró y le perdimos la pista, pero tengo entendido que estuvo en la
cárcel porque le ofreció hachís a unos policías de paisano, de la brigada antidroga, en
el puerto de Barcelona.
El capellán y padre espiritual de San Fermín era nuestro viejo conocido el padre
Cunill SJ., el campeón del sexto mandamiento.
—Recordad, hijos míos, cuando visitéis los urinarios: más de tres sacudidas es
paja.
Al padre Cunill SJ. le preocupaba mucho la masturbación porque los adolescentes

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de entonces nos la pelábamos mucho. Hoy hay un progreso y una libertad que da
gusto, los jóvenes se van a la movida el viernes por la noche y regresan a casa el
sábado por la mañana folladísimos y los padres consienten argumentando que todos
los padres se aguantan. Hoy los jóvenes no pasan necesidad, los propios padres les
dejan el piso libre y les suministran condones, que sólo les falta hacer de
mamporreros, pero en aquel entonces los curas tenían mucho poderío y la jodienda
estaba muy perseguida, así que los muchachos nos aliviábamos manualmente.
El padre Cunill SJ. prefería abordar el problema jesuíticamente, es decir, más que
por el lado de la moral, por el científico.
—Cuando sucumbís al vicio solitario, ¡qué estrago perpetráis en vuestro cuerpo,
santuario vivo de Jesús! No es sólo que pequéis mortalmente y pongáis en peligro
vuestra salvación; es que arruináis vuestra salud. ¿Cuál de vosotros, si viera en el
suelo de unos urinarios un caramelo chupado por un tuberculoso se agacharía a
recogerlo, se lo introduciría en la boca y lo chuparía con fruición? ¡Ah, caramba, veo
gestos de asco, veo caras contraídas! Os repugna, ¿verdad? Os repugnan los esputos
verdes de un tísico, ¿verdad? ¿Entonces cómo no os repugna la masturbación si es
infinitamente más perjudicial, más asquerosa, más repugnante y, además, es pecado
mortal? ¡Mortal! ¿Sabéis cuánta energía malográis con cada acto impuro? En la
prestigiosa Universidad alemana de Cristembergen, solventes científicos han
realizado experimentos que demuestran irrefutablemente que cada eyaculación
masturbatoria equivale a ¡cuarenta comidas! ¡Cada vez que pecáis se pierden de
vuestro cuerpo las vitaminas y las calorías de cuarenta comidas! ¡Con el hambre que
hay en el mundo! Una energía derrochada irresponsablemente que vuestro cuerpo
precisa para su normal desarrollo. ¿Queréis ser escuchimizados, enclenques, débiles?
¿Queréis envejecer prematuramente? Esos pobres mendigos encorvados que recogen
colillas, que comen los pingajos de carne podrida rescatados entre heces y esputos de
los cubos de basura, esos desechos humanos que un día amanecen muertos y los
entierran de caridad, son desdichados que se masturbaron en su juventud. ¡Mirad a
qué triste estado vinieron! ¡Ved adonde os llevará el pecado solitario! ¡Cuerpos
débiles, músculos atrofiados, miradas sin brillo: muchachos enviciados en la
masturbación! El pecado lleva aparejada su penitencia, la más cruel de todas: por un
fugaz instante de placer impuro, una larga vida de fatigas y dolores y una eternidad
inmensa de horribles tormentos en el infierno —aquí hacía una pausa, se serenaba y
juntaba reflexivamente los dedos antes de proseguir con la voz más calmada—. Yo
podría, en este mismo instante, decir cuál de vosotros vive entregado al vicio
solitario. Podría incluso deciros cuál fue la última vez que perpetrasteis el horrendo
pecado, cuántas veces lo habéis hecho en la última semana o en el último mes. Nada
más fácil cuando se ha recibido la preparación adecuada. Solamente tendría que
examinaros la pupila del ojo derecho y observar su movimiento, sus espasmos
interiores, que denotan la pérdida de energía, la descalcificación, el derrumbe físico
…miraba a la asamblea para comprobar el efecto de su revelación: rostros ansiosos

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unos, impasibles otros, —pero prefiero no hacerlo—, proseguía, prefiero que
vosotros os encontréis a solas con vuestras conciencias y con Cristo crucificado, al
que, no lo olvidéis, hijos míos, cada acto impuro añade una espina, un escupitajo
judío, un cintarazo saduceo, un latigazo fariseo, una bofetada sanedrínica… ¿Hasta
cuándo seréis esclavos del más repugnante de los vicios? ¿Hasta cuándo ensuciaréis
el altar divino que lleváis en el pecho perpetuamente encendido? El pecado solitario
no sólo provoca horrendas taras en vuestro cuerpo, también en el espíritu y la
inteligencia —nueva pausa reflexiva—. El pecado solitario, la masturbación, os
convertirá en hombres fracasados, sin ilusiones, sin futuro; el pecado solitario
destruye la voluntad y con ella la vida. Os hará estériles. Esos pobres hombres que
comen de lo que hallan en la basura fueron un día jóvenes como vosotros, algunos
incluso se casaron porque pensaban que los hijos los harían felices. ¡Craso error! ¡El
pecado solitario esteriliza al hombre, lo deja inhabilitado para engendrar hijos, lo deja
seco como la fruta vana que el agricultor arroja al camino donde todo el mundo la
pisa, la fruta vana que no deja memoria sobre la tierra…!
El profesor de Gimnasia y de Formación del Espíritu Nacional (FEN), vulgo
Política, era don Alfredo Sotos, un tipo espigado, que ceceaba un poco al hablar y
gastaba un bigotito rubio recortado como una carrera de hormigas. A falta de
gimnasio, las clases se daban en el patio de abajo, sobre el suelo de cemento y mugre,
y consistían principalmente en planos inclinados y carrera sin moverse del sitio,
vuelta a la izquierda, ¡ar!, vuelta a la derecha, ¡ar!, en posición, alinearse, descansen.
Mientras hacíamos veinte flexiones, los más machos treinta, sobre el suelo
mugriento, don Alfredo vigilaba la operación desde su silla —que dos pelotas le
bajaban al patio—, una pierna a caballo sobre la otra, y el silbato en la boca. Algunos
días se cansaba enseguida, y en lugar de mandarnos éste o aquel ejercicio, siempre
desde su silla, nos ponía a dar vueltas alrededor del patio a paso ligero, a ver quién
resistía más. Los vagos nos hacíamos los cansados enseguida y optábamos por
derrumbarnos junto a la pared, entre grandes jadeos, pero siempre había cuatro o
cinco memos que seguían corriendo para hacerse los machos, mientras don Alfredo
leía el periódico y los demás charlábamos.
El profesor de Historia y de Historia del Arte era don Manuel Mora Mena,
también conocido como el Cabezón de las Tres Emes, el Cefalópodo o la Peonza. Era
bajito y cabezón, casi enano, y calvo de solemnidad. Se había dejado crecer tres o
cuatro pelos kilométricos y los llevaba liados como una ensaimada en torno a la
magnífica cabeza, que era plana y amesetada. Algunos creían que los pelos eran
pintados, pero eran reales, si bien no más de cuatro, engomados y pacientemente
pegados al cráneo. Don Manuel había consagrado su virginidad y su vida a fomentar
la devoción por la Virgen del Carmen, a la que continuamente organizaba misas,
novenas y funciones pías. En esta labor lo secundaban admirablemente dos hermanas
y un hermano que vivían a su sombra, todos célibes, en un viejo caserón, lleno de
imágenes, cercano a la catedral.

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Don Manuel llamaba a la Virgen del Carmen en sus escritos «la Virgen docente».
Se llevaba a matar con otro grupo carmelita de la ciudad que llamaba a su imagen «la
Virgen decente».
Una vez invitaron al Cabezón de las Tres Emes a un congreso de Historia, en
Avila, y sus hermanos fueron a despedirlo a la estación. Al tiempo que arrancaba el
autobús, la hermana mayor, que vestía hábito morado, le encomendó:
—¡Manuel, que te conserves puro!
El Cabezón de las Tres Emes organizaba todos los años en el colegio el día del
Libro y aprovechaba la coyuntura para darnos una charla anual, siempre la misma,
sobre los valores del libro cristiano y su relación con la Virgen del Carmen. El
sermón duraba alrededor de una hora, a veces más, y cuando terminaba saludábamos
el final con una cerrada ovación que llenaba al orador de erróneo orgullo. Entonces
don Manuel, henchido como un pavo, se volvía a los fámulos y ordenaba:
—¡Los libros! ¡Repartid los libros!
Formábamos una cola de dos en fondo para salir del colegio y los fámulos nos
iban entregando a cada alumno el obsequio del día del Libro que era,
invariablemente, un opúsculo de don Manuel sobre la Virgen del Carmen. Los
internos lo guardaban para regalárselo al cura del pueblo, aparte de que en los
pueblos no se tira nada, pero los externos, como estábamos más maleados, lo
rompíamos en cuanto salíamos a la calle e íbamos dejando, en los aledaños del
colegio y las calles adyacentes, un desolado rastro de opúsculos marianos rotos que
duraba una o dos semanas, hasta que los barrenderos municipales barrían la calle.
Cuando don Manuel salía del colegio y comprobaba los escasos efectos de su
catequesis, movía la cabeza, con la precaución necesaria para evitar desequilibrarse:
—No sé, no sé adonde vamos a ir a parar —murmuraba con tristeza—. Esto se
está pareciendo a la República.
El Cabezón de las Tres Emes había tenido una experiencia muy mala durante la
guerra. Los rojos lo tiraron a la charca donde vierten las madres comunes sin hacer
caso de sus llantos y súplicas, porque no sabía nadar. Menos mal que llegó uno más
compasivo que se apiadó de él y le dijo:
—Bueno, si no sabes nadar métete hasta donde no te cubra.
La mierda le llegaba por la barbilla, pero los milicianos se pusieron a jugar al
salto de la rana tirando piedrecitas rasantes y don Manuel, cuando las veía venir, tenía
que sumergir la cabeza para evitar que lo descalabraran. Después se lo llevaron a
cavar trincheras en el frente de Andújar y como no encontraron un sombrero de su
medida le dieron una maceta.
—Y que no se te ocurra quitártela —le advirtieron—, que te relumbra la calva y
puedes atraer a los aviones fascistas.
Don Manuel tenía fundados motivos para odiar a los rojos. Cualquier pretexto era
bueno para sacarlos a colación.
—Al rey Pedro I de Castilla le pusieron Cruel porque en aquellos tiempos nadie

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podía ni imaginar las canalladas, las vilezas, las sevicias y los atropellos que la
chusma marxista mercenaria del moscovita oro judeomasón perpetró en nuestra
católica España hace tan sólo unos años. De haberlo sabido le hubieran puesto Pedro
el Bueno, aunque quizás hubiera tenido que ceder ese sobrenombre porque con más
justicia le correspondería al Caudillo Francisco Franco.
Entrándole por el lado de la religión, uno podía aprobar su asignatura sin tener ni
idea. Si en un examen preguntaba por el arte mesopotámico, sólo había que contestar:
«El arte mesopotámico es de mucho mérito, pero para arte de verdad, las maravillas
que produce la imaginería religiosa del Siglo de Oro…».
Si hablabas de las imágenes de la Semana Santa ibas para notable, y si rematabas
con una encendida alabanza de la Virgen del Carmen de escayola pintada que había
en San Bartolomé, el sobresaliente era seguro. En uno de mis exámenes me había
excedido tanto en las alabanzas a la Virgen del Carmen que temí que el Cabezón de
las Tres Emes olfateara la burla y me denunciara al Susi, porque don Manuel era muy
rencoroso, como todos los beatos.
—He corregido vuestros exámenes. El mejor de ellos, con diferencia, el de
Vicente González. Felicito a ese joven por su exquisita sensibilidad y por su
formación cristiana.
Así advertí que las cosas se consiguen sabiendo entrarle a las personas por el lado
débil, que todas lo tienen y también que el que sabe aparentar tiene la mitad del
camino andado. En los HH comencé con mal pie por una simple razón de apariencia:
por no llevar unos zapatos caros. A todo esto, la tienda de mi padre iba viento en popa
y el nivel de la familia mejoró tanto que empezamos a usar papel higiénico El
Elefante, en lugar de hojas de periódico cortadas y pinchadas en un alambre, y, mi
hermana y yo, a desayunar Cola-Cao, en lugar de leche manchada con un chorrito de
achicoria.
Los ejercicios espirituales de San Fermín se celebraban al comienzo de la
Cuaresma. Se hacían en la cripta de los Caídos, al lado de la catedral, porque el
colegio no disponía de capilla. A la entrada de la cripta, el Susi pasaba lista e íbamos
entrando ordenadamente por cursos y acomodándonos en los bancos delanteros,
frente a las tres gradas del altar mayor.
La cripta, un sótano abovedado de piedra desnuda, oscura, salitrosa y húmeda,
que parecía el escenario de una película de terror, no tenía más adorno que el escueto
Cristo crucificado del altar mayor y media docena de grandes lápidas de mármol
negro atornilladas a los muros, con una lista de medio millar de asesinados por los
marxistas, que yacían en el suelo de la cripta, bajo la cruz de mármol negro que
abarcaba toda la planta. En este adecuado marco, las palabras sonaban como ecos de
ultratumba.
El padre Cunill SJ. cerraba las puertas con una llave grande de tres vueltas que
guardaba en las profundidades de la sotana, se encaminaba al altar mayor, nos
contemplaba un momento mientras se hacía el silencio y, a la débil luz de una docena

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de velas, que dejaba la cripta en propicia penumbra, carraspeaba un poco para
aclararse la voz y comenzaba:
—Eres joven y crees que tienes la vida por delante, pero mañana puedes estar
muerto. ¡Qué digo mañana, dentro de un cuarto de hora, dentro de un minuto puedes
estar muerto! El cuerpo es un mecanismo frágil, te puede fallar el corazón; te puede
atropellar un automóvil al cruzar la calle; una cornisa puede desplomarse sobre tu
cabeza. Ahora estás lleno de vida y al instante siguiente estás muerto. Mira un
momento en tu corazón y dime: si murieras hoy, ¿morirías en pecado mortal? —hacía
una pausa para que cada cual se planteara la pregunta y proseguía con voz cavernosa
—. Sí, ¿a qué engañarnos?: estás en pecado mortal y sabes perfectamente cuál es tu
destino: el infierno. Irías directamente al infierno. ¡Te condenarías al padecimiento
eterno, a las llamas, a las más espantosas torturas, no un día, no dos, no un mes, no un
trimestre o un curso, sino siempre, por los siglos de los siglos!
Hacía otra pausa, cambiaba de posición, inclinaba la barbilla sobre la sotana
como si se sintiera abrumado por el peso de nuestros pecados y paseaba meditabundo
delante del altar mayor. Este momento era emocionante porque la sombra del padre
Cunill SJ., proyectada por la luz vacilante de las velas, se agigantaba sobre los muros
y el techo cóncavo de la cripta.
—Condenado para siempre —resonaban nuevamente las palabras del jesuita—.
Condenado para la eternidad. Pero ¿qué ideas tienes tú de la eternidad? Imagina que
la tierra fuera una esfera de hierro, ¡qué digo de hierro!, de cromo vanadio, que es una
aleación mucho más dura que el hierro. Imagina ahora que una mariposa roza
delicadamente esa esfera de hierro con el extremo de su ala una vez cada millón de
siglos. ¿Puedes imaginar lo que es un millón de siglos? Pues bien: esa mariposa roza
esa gigantesca esfera de cromo vanadio una vez cada millón de siglos. Pues bien:
cuando la mariposa haya desgastado la esfera metálica hasta reducirla al tamaño de
un guisante, todavía no habrá transcurrido un instante de la eternidad. ¡Y tú te vas a
quemar en una llama viva, con las carnes desgarradas, durante la eternidad! ¡La E-t-e-
r-n-i-d-a-d!
El padre Cunill SJ. no era muy aficionado a describir la Gloria de los justos. Las
verdad es que todo el día mano sobre mano, contemplando a Dios sin parpadear, por
los siglos de los siglos, no resultaba muy apetecible. Además, creía que se nos
motivaba mejor con castigos que con promesas de premios. Así es que, después de
despachar los gozos del justo rutinariamente, se demoraba en los padecimientos del
malvado: la siempre eficaz prueba de la cerilla, la adjetivación truculenta, que se
remansa en roncos registros de voz amplificada por las bóvedas, y todo el restante
repertorio, nos sabía a nuevo, aunque fuera el mismo de todos los años.
—¿Quién será el guapo que pueda resistir el fuego del infierno? Ni siquiera el
más valiente es capaz de soportar el fuego de una humilde cerilla durante diez
segundos —se interrumpía y nos contemplaba desafiante—. ¿Lo dudáis? —descendía
dramáticamente un par de gradas y escudriñaba los semblantes de los que se sentaban

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en el primer banco—. ¿No me concedéis crédito? ¡Bien! A ver, ¿quién es el valiente
que se atreve? Una humilde cerilla, diez segundos —se interrumpía y nos lanzaba una
mirada desafiante, escrutaba por el melonar de nuestras cabezas peladas al uno o al
dos. —¿Qué pasa? No veo alzarse ninguna mano. ¿No hay ninguno suficientemente
viril? Uno de los pelotas de la primera fila, el alumno Dimas Pérez Ceniza, se decidía
y levantaba tímidamente la mano. Los demás nos dábamos con el codo y nos
mirábamos complacidos, anticipando un espectáculo interesante, añorando quizá los
tiempos de la Inquisición, en los que la Iglesia quemaba personas enteras, no sólo
dedos.
—Ven para acá, hijo, acércate donde todos te vean —llamaba el padre Cunill SJ.
al voluntario—; colócate aquí a mi lado, que se te vea bien.
Pérez Ceniza subía a la última grada del altar y miraba al público expectante,
encantado de los breves instantes de notoriedad que iba a alcanzar. El padre Cunill
SJ. extraía una cerilla de la caja que llevaba consigo.
—Pon el dedo, hijo.
Pérez Ceniza obedecía y mostraba el dedo índice.
—Piensa en san Lorenzo, asado vivo, y resiste lo que puedas —lo exhortaba el
padre Cunill SJ., con su voz tranquila y algo sádica, al tiempo que aplicaba la cerilla
encendida debajo del dedo.
Tremenda decepción: Pérez Ceniza no aguantaba ni tres segundos. Apartaba el
dedo chamuscado y se lo chupaba sin decoro alguno.
El padre Cunill SJ. soplaba la cerilla y contemplaba irónicamente al voluntario.
—Duele, ¿eh? —Pérez Ceniza hacía un gesto de aquiescencia sin sacarse de la
boca el dedo quemado—. Anda, regresa a tu sitio y ofrece esos sufrimientos por las
intenciones del Sumo Pontífice. ¡Bien! —proseguía—. Ya lo habéis visto. Yo llevaba
razón: la Iglesia siempre lleva razón. El más valiente de vosotros no ha podido resistir
una mísera llamita ni siquiera tres segundos. Ahora imaginad los dolores de un
condenado al infierno, imaginad lo que tiene que ser todo el cuerpo quemándose en
una llama viva, sin morir jamás, quemadura sobre quemadura, los sufrimientos
espantosos a los que os condenáis, os condenáis, sí, porque Dios es infinitamente
bueno y quiere que todo el mundo se salve, pero el pecador, debido a su libre
albedrío, se condena, se condena eternamente por los siglos de los siglos a las llamas
eternas. ¡Sin remisión! ¡Sin perdón! ¡Para siempre!
El brillante colofón de los ejercicios espirituales consistía en una confesión
general seguida de comunión, por orden de lista, para que nadie se privara del
dulcísimo consuelo de la Penitencia y subsiguiente Eucaristía.
—Ave María Purísima. Padre, me acuso de que he pecado contra los
mandamientos dos, cuatro, seis y siete —recitaba el penitente, probando a ver si
colaban todos sus pecados de una tacada. Pero nunca colaba, porque aquellos
confesores jesuitas tenían ya muchos tiros dados y conocían estupendamente el
oficio.

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—¡A ver, a ver, un momento, no corras tanto, hijo mío! —sonaba en tu oído la
voz agria y algo molesta del padre Cunill SJ.— ¡Vayamos por partes!, ¿cómo has
pecado contra el cuarto?
—Desobedeciendo a mis padres.
—Muy mal, hijo mío. Debes ser bien mandado y servicial. Piensa en el Niño
Jesús haciendo todos los mandados en la ebanistería de su padre y convirtiendo el
agua en vino en cuanto su madre se lo pidió. Prosigue.
—Contra el sexto he pecado en que he cometido pecado solitario.
«Aquí te quería yo ver», pensaba el confesor, y depositaba una mano tonta sobre
el brazo del penitente arrodillado, como para darle confianza, pero si lo veía titubear
o pensarse demasiado las respuestas, la mano se engarraba como una garra y le
clavaba las uñas.
—Vamos a ver: ¿cuántas veces has cometido pecado solitario?
El penitente no llevaba bien la cuenta, pero confesaba una media de cinco diarias,
tirando por lo corto, por no parecer vicioso.
—¿Dónde?, ¿dónde cometes el pecado?
—En el váter, padre.
—¿Piensas en mujeres?
—Sí, padre, ¿en qué voy a pensar?
—¿En qué mujeres piensas?
En este punto era preferible responder que en ninguna en particular porque si el
masturbador daba nombres, el confesor lo acosaba a preguntas sobre la situación
imaginada, las posturas coitales, los diálogos y todos los detalles, especialmente si
conocía a la inspiradora del acto o era profesora del colegio. Los confesores eran
insaciables:
—¡Vamos, vamos! Tienes que darme hasta los más mínimos detalles. Como si lo
vieras en una fotografía.

Entonces, con la poca edad, no entendía muy bien la desproporcionada


importancia que los confesores y directores espirituales le concedían al sexto
mandamiento, mientras relegaban a un segundo plano, e incluso olvidaban otros no
menos importantes. A este propósito referiré lo que le ocurrió a mi hermana
Presentacioncita con su director espiritual. El confesor le preguntó si se rozaba, y
ella, en la inocencia de sus doce años, como había estrenado unos zapatos que la
molestaban bastante, respondió: «Sí, padre».
El confesor respiró profundamente detrás de la rejilla, como si soplara. Su aliento
halitoso llegaba a Presenta a través de la celosía. Prosiguió con la voz enronquecida
por la emoción:
—Pero ¿te rozas mucho?
—Mucho, padre.
—¿Desde cuándo?

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—Desde hace como diez días.
—¿Cuántas veces te rozas?
—Todos los días, padre.
El confesor hizo un breve alto para respirar profundamente antes de volver a la
carga:
—¿Te encierras para rozarte?, ¿lo haces en el excusado?
Presentacioncita no sabía que los curas llaman excusado al váter, así que dijo:
—En todos sitios, padre. En la calle, en el colegio…
—¿En el colegio?, ¿dónde?…
—En todos sitios, padre.
—¿En la capilla, delante del Santísimo expuesto, también?
—Sí, padre.
El confesor aspiró aire como si le faltara y se desabrochó la trabilla del cuello,
liberando la papada preconciliar.
—Hija mía: tu pecado es grave, muy grave. Estás cometiendo el pecado más
grave para una niña; un pecado que conduce directamente al infierno, sin purgatorio
ni nada. Las muchachas debéis conservaros puras como los ángeles, puras como la
Niña María, puras como la Santísima Virgen. Esos roces ofenden a la Virgen Niña y
al Niño Jesús. ¿Te rozas con otras compañeras o tú sola?
—Yo sola, padre —respondió Presentacioncita hecha un arrebol. Ya le había
advertido mi madre muchas veces que las prendas de vestir no se intercambian con
las amigas, menos mal.
—Bien —suspiró el capellán—. Ahora vas a arrodillarte ante el altar de santa
Gemma Galgiani y me vas a rezar veintidós Avemarias, y otros tantos Glorias. ¿El Yo
Pecador te lo sabes?
—Sí, padre.
—Pues echa también media docena, que más vale que sobre que no que falte.
Comulga luego con devoción y no te roces más.
Ese día Presentacioncita se encerró en su cuarto del bochorno que traía y no
consintió salir, con los ojos hinchados de llorar, hasta que mi padre se puso serio
porque el almuerzo estaba en la mesa. Terminando la sopa explicó por fin lo que le
pasaba:
—Mamá: que me tenéis que comprar unos zapatos más anchos.
—Pero, hija, si no hace un mes que estrenaste los del lacito —objetó mi madre.
—Los del lacito no me los pongo más porque me hacen pecar…
—¿Pecar? ¿Los zapatos? —dijo mi madre completamente superada por los
misterios de la religión.
—Es por mi pureza. ¡Soy impura, mamá! —dijo Presenta echándose a llorar en
los brazos maternos.
Mi madre se preocupó de veras. No se cansaba de repetirle a la niña que tuviese
cuidado con los hombres y con los muchachos y que no se dejase tocar por ellos. Sin

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dejar de consolar a Presenta, se puso seria y preguntó:
—¿Qué es lo que pasa con tu pureza, niña? ¿Qué tiene eso que ver con tus
zapatos?
—Porque me rozan y eso es pecado.
—¿Pecado? ¿Qué pecado? Todos los zapatos rozan cuando son nuevos.
Presentación se serenó un poco y contó lo ocurrido con el capellán del colegio.
Hasta entonces mi padre se había desentendido del asunto, concentrado como estaba
en su sopa del cocido, pero de repente soltó un bufido y montó en cólera.
—¡A ese cura hijoputa le parto la cara! —dijo soltando la cuchara y alzándose
con arrastramiento de silla.
—Bueno, bueno, vamos a tranquilizarnos, Vicente —lo contenía mi madre—. No
nos alteremos, que sólo ha sido un malentendido, que esta cría es muy inocente y no
se ha enterado de lo que pasa…
—¡Cabrones!, ¡salidos! —insistía mi padre—, ¡ellos son los que pervierten a las
crías y les quitan la inocencia!
—¿Qué ha hecho el cura? —pregunté con el maravilloso sentido de la
oportunidad que me caracterizaba.
—¡Tú te callas y no te inmiscuyes en los asuntos de los mayores si no te quieres
ganar un tortazo!
A mi madre le costó trabajo calmar a mi padre y convencerlo de la inconveniencia
de partirle la cara al capellán del colegio de Presentacioncita.

Cuando llevaba tres años en San Fermín y estaba en cuarto de bachillerato, me


expulsaron del colegio. A veces me iba de acampada a Los Cañones o a Otinar los
fines de semana con mi amigo Marcos. El Susi nos llamaba «los compinches» porque
siempre estábamos juntos y cuando nos encontraba en la puerta de la dirección no era
raro que nos mostrara su afecto con alguna bofetada suplementaria.
Faltaba poco para que se acabara el curso, y por mucho que estudiáramos ya no
íbamos a aprobar, cuando se nos ocurrió irnos de acampada con otro compañero,
igualmente desahuciado, que nunca había probado las delicias del aire libre y la vida
en la naturaleza. Era uno al que le decíamos Carpanta porque se merendaba una
hogaza entera de una sentada.
A los padres les dijimos que el colegio había organizado un viaje de estudios y
que nos acompañaban los profesores de Ciencias Naturales y Geografía.
Con las mochilas o las talegas bien provistas de latas de conserva, especialmente
la de Carpanta, tomamos el autobús del Puente de la Sierra y luego seguimos a pie
hasta la Cañada de la Hazadula, donde acampamos a la sombra de una encina, cerca
del manantial. Allí, en la sierra, en plena naturaleza, pasamos cuatro días estupendos,
los más felices de aquellos tristes años, pescando en el arroyo y haciendo excursiones
a los cerros del entorno, o a las huertas del Puente de la Sierra para robar fruta y
lechugas. En la ciudad éramos unos gamberros bastante dañinos, pero allí, en plena

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naturaleza, sin profesores ni guardias que nos vigilaran y nos zurraran, cuidábamos el
entorno, enterrábamos los desperdicios y limpiamos y adecentamos la fuente, que
estaba hecha un asco. Por la mañana le comprábamos a un pastor leche recién
ordeñada. De noche, sentados en torno a una hoguera que hacíamos con las ramas
secas del pinar, charlábamos, contábamos chistes y cantábamos el repertorio
estudiantil, con esa canción que dice:
Un estudiante a una niña
Le pidió, qué le pidió,
Le pidió su prenda dorada
Y la muy tonta se la dio.
Ya no le queda a la niña
Más que panza y mal color:
Los estudiantes somos la oca.
Viva la madre que nos parió.

O esa otra:
En la selva tropical de África del Sur había un gigante
Que le quería darporculo a un elefante
Y el elefante que era listo en el oficio
Con la trompa se tapaba el orificio

O la de los estudiantes navarros que cuando van a la posada lo primero que


preguntan es dónde duerme la criada.
Finalmente acabábamos la velada con un romance escolar muy famoso:
Había un castillo feudal
Con múltiples torreones.
Había un castillo feudal
De mil pares de cajones.
Lo habitaba un caballero
De condición disoluta,
Señor de horca y cuchillo,
Un grandísimo hijoputa.
Una tarde el caballero
Que salió a pasear a Olmedo
Vio que una ingenua muchacha
Se estaba metiendo el dedo.
La agarró don Serverando
Y la amarró contra un roble
Le pegó cuatro pollazos,
Don Serverando, el muy noble.
La gachí, aunque cojonuda,
Se resistió como un mulo.
Díjole el conde: ¡Otra ronda!
Y atizóle por el culo.

Un día bajamos hasta Mancha Real y echamos la siesta en la huerta de un primo


de Marcos que se llamaba Marcos Gutiérrez Melgarejo. Habíamos comprado vino y
gaseosa y nos hicimos una sangría en un botijo que encontramos colgado de un árbol
en la huerta vecina, propiedad del alcalde. Después le cobró cinco duros al primo de

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Marcos para un botijo nuevo porque, por lo visto, los botijos se echan a perder con la
sangría.
Lo malo vino al regreso. Habíamos falsificado unas justificaciones firmadas por
los padres respectivos alegando diversas excusas: yo, gripe; Marcos, fallecimiento de
su abuela; Carpanta, indigestión. Falló un pequeño detalle; la madre de Carpanta, que
era viuda y no tenía mucho que hacer, fue al colegio a preguntar la hora de llegada de
la excursión para darle a su niño la sorpresa de ir a recibirlo con la hogaza de la
merienda y una barra de sobrasada. Así se descubrió el pastel. Al día siguiente, el
Chato nos llamó al despacho de la dirección y nos comunicó que estábamos
expulsados. A mi padre le aconsejó que me pusiera a trabajar en la tienda porque
estudiando nunca sacaría nada.
Sin Marcos y sin mí, el colegio fue de mal en peor, especialmente cuando el
Panza le cedió la dirección al Chato, y entre la mala administración y la competencia
de los institutos de bachillerato, el colegio tuvo que cerrar. Los profesores más viejos
se jubilaron, y los más jóvenes se buscaron la vida por otro lado. Algunos las pasaron
canutas porque no tenían título y sólo podían dar clases particulares; pero otros
mejoraron, como La Latina, que, cuando llegó la democracia, abjuró de su
autoritarismo, se recicló en liberal, se metió en política y participó en cuantas
iniciativas ciudadanas le permitieran salir en los periódicos. El Chato y el Susi, por su
parte, vendieron el colegio a una constructora, que levantó en el solar un bloque de
pisos. Ellos prepararon oposiciones de profesores de instituto.

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SEXTO

El Beato

El beato era un colegio bueno para alumnos malos, y yo, modestia aparte, tenía fama
de ser un alumno de lo peor.
—A este niño hay que enderezarlo, Vicente —decía mi madre—; y si no lo
enderezamos pronto se nos tuerce para siempre y acabará en un penal o algo peor,
como los que salen en El Caso. Hay que meterlo en cintura antes de que sea
demasiado tarde.
Así fue cómo decidieron mandarme al Beato. A mí me encantó la idea, debo
confesarlo, porque me apetecía pasar una temporada fuera de casa, en plan
campamento, la camaradería, las bromas, los cuescos en los dormitorios comunes y
todo eso, y pensaba que por muy severa que fuera la disciplina, nunca lo sería más
que en San Fermín. Unos días antes de mi partida salí con mi madre a comprar una
maleta negra de cartón, que nos costó doscientas pesetas, pijamas, toallas, cepillo de
dientes, un bañador Meiba verde y un albornoz azul marino con rayas moradas. A mi
padre no le hizo gracia lo de la maleta porque quería que utilizara una de madera que
teníamos.
—Sí, hombre —le reprochó mi madre—, y que parezca un cateto de los que se
van a Alemania, ¿no?
Bajé a la estación de autobuses y cogí el de Ubeda sintiéndome ya un hombre,
capaz de viajar solo y de controlar mi destino. Estaba dispuesto a cambiar, a ser un
alumno modélico y a gastar poco. Por lo tanto, al llegar a Ubeda, en lugar de coger un
taxi, como me habían dicho, decidí ahorrarme las cincuenta pesetas que me habían
dado y me fui al colegio a pie.
Siguiendo las indicaciones de los transeúntes, caminé por unas callejas retorcidas
hasta una placita empedrada en la que había una casona vieja que me recordó la de
San Fermín.
Temiendo que fuera el Beato, le pregunté al repartidor de las gaseosas y los
sifones que pasaba arreando el burro.
—Ése es el Beato —confirmó mis temores.
El zaguán olía a zotal. Pensé, para tranquilizarme, que a lo mejor por dentro era
otra cosa. Tiré de una cadena oxidada y sonó una campana, ¡trac, trac!, cascada.

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Acudió a abrir una criada vieja, con la cara llena de pelos, que renqueaba de una
pierna y cojeaba de la otra.
—Soy un alumno —anuncié.
—¡Mande! —dijo, llevándose una mano sarmentosa a la oreja.
—¡Que soy un alumno! —repetí alzando la voz.
Se encogió de hombros y dijo: «Pasa».
El colegio tenía un patio como el de San Fermín, aunque más pequeño y con un
sumidero en lugar de la fuentecilla central. Junto a la puerta había un botijo
mugriento colgado de un gancho y debajo, una artesa rajada que recogía el goteo.
Comprendí que el bañador se iba a quedar sin estrenar.
La criada echó a cojear, yo detrás, y me metió por unos pasadizos oscuros que
conducían al despacho del director. Tuve que hacer un esfuerzo para convencerme de
que aquel sujeto astroso y picado de viruela era el director. Se llamaba don Virtuoso,
pero lo apodaban el Chotis por lo agarrado.
El Chotis tenía tan arraigada la virtud del ahorro que había instalado un reostato
en su despacho para mantener al mínimo la intensidad de la corriente. Las bombillas
del Beato proyectaban una triste luz amarillenta y sus filamentos no pasaban nunca
del color rojizo. No sé si sería por las tinieblas en las que vivíamos, pero aquella
casona parecía más decadente, oscura y destartalada que la de San Fermín. Además,
el Chotis retenía la asignación mensual que la familia enviaba a los internos para sus
gastos de bolsillo y la cambiaba por vales de cartulina, que por un lado tenían un cáliz
irradiando luz y por otro el valor: una peseta, un duro o cinco duros; además del sello
de caucho del centro y la firma del director.
—Don Virtuoso, que servidor necesitaba cambiar un vale de a duro.
—¿Y eso? Ya te has gastado el duro que cambiaste la semana pasada.
—Don Virtuoso, es que el cine del domingo vale tres pesetas y un paquete de
pipas y una gaseosa de bola, dos.
—¡Gollerías y lujos! —decía mientras se buscaba en el chaleco la llave del cajón
de los dineros—. En fin, parece que para eso hicimos la Gloriosa Cruzada de
Liberación, para que vivierais mejor que nosotros.
Sin embargo, don Virtuoso vivía fuera del colegio en un piso moderno, con
ascensor y garaje. En su ausencia, se quedaba a cargo del negocio una hermana
soltera, la Señorita, por mal nombre la Pechos, que habitaba el antiguo hogar familiar,
en el tercer piso. La Señorita se ocupaba de la intendencia, la cocina y la limpieza.
La Pechos andaba por la cuarentena, pero estaba lo suficientemente buena como
para inspirar nuestras fantasías masturbatorias. Cuando se iba al cine o a las novenas
con las amigas, el colegio se quedaba a cargo del tercero en la cadena de mando, un
inspector casi tan joven como nosotros que se llamaba Cristóbal, por mal nombre el
Bobas. No era mala persona y hacía la vista gorda, siempre que no rompiéramos nada
ni se quejaran los vecinos. El Bobas dormía en nuestro dormitorio, en el lado más
ventilado, detrás de un biombo.

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Un fámulo me acompañó al tercer piso y me asignó una cama descarriada en el
dormitorio comunal, al lado de tres lavabos mugrientos, de piedra artificial,
empotrados en la pared. Apestaba a orines rancios.
—Yo prefiero dormir cerca de la ventana —sugerí.
El fámulo se sonrió como si hubiera escuchado una gran simpleza.
—¡Toma, y yo! Pero eres un puto novato y te toca el lado de los lavabos. La
ventana es para los veteranos. Cuando seas padre comerás huevos.
Por lo visto, en los viejos tiempos, los internos aquejados de una urgencia
nocturna tenían que bajar a los retretes del patio de abajo, lo que propiciaba los
resfriados y las pulmonías, aparte de que la Pechos se quejaba constantemente porque
nunca faltaba el desaprensivo que para ahorrarse el camino le meaba los jarrones del
descansillo. El Chotis se resistía a instalar retretes junto a los dormitorios
argumentando que las incomodidades forjan el carácter y que incluso Felipe II, que
era el dueño del mundo, tenía que ir a mear a media legua de donde dormía. No
obstante, al final consintió en rascarse el bolsillo e instaló tres retretes junto al
dormitorio, después de pedir presupuesto a todos los albañiles de la comarca. Como
se lo hicieron casi de balde, con materiales rescatados de una escombrera y cemento
caducado, la obra resultó una chapuza: los retretes se atrancaban frecuentemente y
despedían un pestazo que no había quien parara en el dormitorio. Él mismo lo notó a
los pocos días, cuando subió a dirigir el rezo nocturno, un Padrenuestro, un Avemaría
y un Gloria, con los alumnos en pijama y con el embozo de la cama abierto.
—Me está bien empleado por haceros caso y andar con mariconadas, como si esto
fuera un colegio de señoritas o un hotel —dijo el Chotis—. A partir de ahora todo el
mundo mea antes de dormir y se acaba el problema.
Al día siguiente vinieron un albañil y un peón a tapar los retretes y la ceremonia
de la meada se incorporó a la rutina escolar porque el Chotis nos dejaba encerrados
en el dormitorio con doble vuelta de llave cuando se marchaba a su casa.
Las ventanas del dormitorio de los internos daban al huerto de los frailes de la
Merced, justo encima del gallinero del abad don Zótico, que criaba unas gallinas
franciscanas a las que tenía en gran aprecio, pues eran las últimas supervivientes de la
raza autóctona, desplazada por la gallina blanca americana, que sabe a plástico. En
verano, ya entrada la noche, solíamos mear por las ventanas, y si acertábamos en
alguna gallina sonaba como un tambor a causa de las plumas y de los huesos huecos.
Algunos virtuosos conseguían interpretar el villancico de Raphael, El tambor de
Belén, o El sitio de Zaragoza interrumpiendo la meada a intervalos. Las gallinas,
incluso las franciscanas, son muy lerdas y cuando se habían recogido a dormir
soportaban toda la meada sin moverse.
Después de cenar formábamos tres colas en el patio de abajo y meábamos bajo la
supervisión del Chotis antes de subir a los dormitorios. Si alguno no tenía ganas,
fingía la meada. El fámulo entraba el último y tiraba de las tres cadenas.
Estas medidas no resolvieron el problema, los que sentían urgencias nocturnas

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comenzaron a orinarse en los lavabos, con lo que a los pocos días el dormitorio
apestaba como antes de clausurar los retretes.
Cumplidos todos los trámites, el Bobas daba una vuelta por el dormitorio para
cerciorarse de que estábamos todos, nos deseaba las buenas noches, corría su biombo,
se metía en la cama y apagaba la luz. Después de unos minutos de expectante silencio
sonaba el primer ronquido del Bobas, que era la señal para meter la cabeza debajo de
la almohada, porque empezaba el jaleo.
El Bobas era de los de pescuezo corto, que tienen el sueño tan profundo que los
puedes tirar por la ventana y siguen durmiendo.
Los primeros que atacaban eran los zapatistas, con zapatos previamente
confiscados a los novatos o incluso con los propios, convenientemente atados con una
cuerda que permitía rescatarlos para un nuevo lanzamiento.
Después de los zapatos venía la batalla de almohadas y el bombardeo con bolsas
de plástico llenas de agua, tras de lo cual se sosegaba el cotarro y parecía que la gente
se quedaba dormida. Entonces era el momento en el que el novato descubría la razón
por la que los veteranos usaban calcetines gruesos de lana incluso en lo más caluroso
del verano. El «calorcico rico», consistía en insertar una cerilla entre dos dedos del
pie de un novato y encenderla. El bromista regresaba rápidamente a su cama y
aguantaba la risa hasta que el alarido de su víctima despertaba a todo el dormitorio,
que celebraba la broma con grandes carcajadas. El Bobas encendía la luz cagándose
en nuestros muertos y, sin meterse en averiguaciones, echaba mano del botiquín y le
tendía al supliciado un tubo de pomada contra las quemaduras.
—¿Qué pasa, que no tienes calcetines?
—Sí tengo, don Cristóbal.
—¡Pues póntelos, so chalao! ¿No ves la clase de morralla que hay aquí?
Recuperaba la pomada, la guardaba en el botiquín, apagaba la luz, decía «Ea,
dormiros», y se ponía a roncar inmediatamente. Estaba tan acostumbrado que nunca
se despertaba del todo.
En el Beato sólo había tres duchas, en el patio de abajo, que solamente se usaban
cuando llegaba el buen tiempo. Ducharse en el Beato requería cierta habilidad porque
había que estar con un ojo arriba y otro abajo: el de abajo por si salía una rata por el
agujero del desagüe, que por lo visto daba directamente al tubo de las madres
comunes; el de arriba para que no te descalabrara la panocha de bronce que, como era
antigua y estaba ya muy trabajada, tendía a desprenderse cuando subía la presión del
agua. Cuando entraba un novato duchacantano, los veteranos nos congregábamos en
el patio en espera del coscorrón, como llamábamos al desprendimiento de la panocha,
y cuando se producía lo celebrábamos con aplausos y aclamaciones.
En los meses fríos, que en el Beato eran más fríos que en la estepa siberiana, la
higiene del personal se disponía de otra manera. El fámulo repartía una docena de
palanganas de latón desportilladas y bajábamos a la cocina, para que la Pechos nos
repartiera cuatro cazos de agua hirviendo por palangana. Subíamos de nuevo al

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dormitorio, rebajábamos la temperatura del agua añadiéndole otra poca de los
lavabos, y nos lavábamos por partes, primero la cabeza y los brazos, luego las axilas
o sobacos, luego el pecho y las partes pudendas, o sea, el pito y los huevos, y por
último, las piernas y los pies. Al final el agua se había puesto casi negra y no hacía ni
espuma, y al vaciarla en el lavabo dejaba un cerco grasiento de mugre que el
siguiente usuario tenía que limpiar.
La vida del interno en el Beato era bastante rutinaria, especialmente las comidas.
Los lunes comíamos lentejas; los martes, cocido; los miércoles, ropavieja de las
sobras del cocido; los jueves, macarrones; los viernes, judías; los sábados, patatas con
tomate; los domingos, arroz. Las fiestas y ocasiones especiales se celebraban con un
guisado de patatas con carne y el Chotis bajaba al comedor para confraternizar con
sus pupilos:
—¡Qué, Villanueva! —preguntaba a uno de los internos más antiguos—. ¿Cómo
has encontrado la carne?
—Por pura casualidad, don Virtuoso: estaba detrás de una patatita.
—¡Hombre, muy simpático! —comentaba el Chotis.
La comida era escasa y mala, especialmente los garbanzos, que como eran de los
más baratos no se ablandaban ni con bicarbonato.
—¿Qué pasa, Cristóbal?
—Nada, don Virtuoso, que los alumnos se quejan porque los garbanzos están
duros.
—Porque son unos ignorantes. Los garbanzos lo que están es al dente.
—No, si yo no digo nada, don Virtuoso, pero es que, en cuanto me descuido, se
los tiran con la cuchara de catapulta y lo que temo es que alguno se salte un ojo.
Un día concebimos el plan de complementar la dieta con alguna gallina de don
Zótico. Aprovechando que el Bobas estaba ausente porque era su tarde libre, un
interno, que era hijo de un guarda forestal, preparó un par de trampas de alambre y,
aprovechando la hora de la siesta, en la que los frailes se retiraban a descansar y
digerir el almuerzo, las descolgamos por las ventanas que daban al gallinero. Al poco
rato picó una gallina y empezó a cacarear y a alborotar el patio. Tiramos de la cuerda
y la izamos aleteando y cacareando pared arriba, y el Muelas le trincó la cabeza y le
cerró el pico mientras tirábamos de ella y medio la despachurrábamos para que pasara
entre los hierros de la ventana. El Muelas la sacrificó, con ayuda de la paleta de un
brasero, según había visto hacer a su madre en el pueblo. Lo de desplumarla fue más
difícil porque no teníamos costumbre ni agua caliente, pero nos arreglamos lo mejor
que supimos y al final le acabamos de quitar el plumón con papeles ardiendo. La
abrimos, le sacamos las tripas y cuando estuvo más o menos limpia, la hicimos
tajadas pequeñas para que alcanzara para los treinta, y la hervimos en un infiernillo
eléctrico con una cebolla y una hoja de laurel. El infiernillo era más pequeño que la
palangana, que servía de recipiente, y al agua se conoce que le costaba romper a
hervir.

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—Yo no es por nada, pero si estamos todos mirándola, el agua no hierve —decía
el Muelas.
Hervir, lo que se dice hervir, no hirvió, pero, por lo menos, se calentó bastante.
—Mejor, así no pierde las vitaminas —sentenció Zapatones, que era muy
hambrón y llevaba una hora tragando saliva.
Nos la comimos medio cruda. Estaba más dura que un peñasco, pero como
éramos tantos, y tan voluntariosos, el guiso desapareció en un momento.
—Bueno, ya hemos comido —se consoló el Muelas tamborileándose la panza con
los dedos.
—Ahora habrá que limpiar un poco esto, antes de que venga el Bobas —sugirió
Manolato Potásico, tan prudente como siempre, señalando las plumas y los restos de
papeles quemados esparcidos por el suelo. Aunque el olor a cebolla cocida, que se
había sumado al habitual hedor a letrina y a madriguera de tigre, era más difícil de
eliminar.
El Bobas no notó nada, pero los frailes sí echaron de menos la gallina, la más
hermosa y ponedora del corral, y don Zótico en persona telefoneó al Chotis.
Al día siguiente, después de las clases, el Chotis nos reunió en el patio de abajo.
Nos miró torvamente y, después de dar unos paseos con las manos enlazadas a la
espalda, mientras lo mirábamos serios y en silencio, se detuvo, nos repasó con la
mirada y dijo:
—Aquí se ha producido una falta grave. Se ha perpetrado un robo. Un robo que
pone un baldón sobre la limpia ejecutoria del Beato. Además, un robo sacrílego, que
es peor. Habéis robado una gallina mercedaria. Le habéis robado a don Zótico, el
venerable abad, su mejor gallina, la Emperaora, que era famosa por la cantidad de
huevos que ponía, muchos de dos yemas. A ver, los delegados, ¿qué tenéis que decir?
Ya nos habíamos puesto de acuerdo. Los delegados aseguraron que no sabían
nada.
—Es inútil que lo neguéis— advirtió el Chotis —porque bajo la cama de Manuel
Perellón se han descubierto estas plumas— sacó del bolsillo tres plumas y las mostró
—. Los frailes las han identificado, pertenecen a la Emperaora.
Manuel Perellón, o sea, Cocodrilo Pérez, un novato de Hinojares, tartamudo, casi
no había intervenido en el asunto de la gallina, además le había correspondido el
obispillo, la pieza cular del ave semejante a una mitra episcopal, una tajadica que le
habíamos asignado porque, en nuestra ignorancia, la consideramos un bocado
despreciable. No obstante, como las pruebas lo acusaban, el Chotis se fue para él con
la mano alzada y cuando Cocodrilo Pérez huyó, lo persiguió por el patio.
—Don… Vir… vir… tuoso —intentaba defenderse—. El… el mar… martes vi
una ga… ga… gallina salir vo… vo… lando del co… corral…y se per… per…
perdió en el cié… cié… cielo.
El Chotis lo atrapó por fin e intentó ablandarlo con media docena de tortazos,
pero Cocodrilo Pérez se mantuvo firme y aunque no demostró su inocencia,

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consiguió que por lo menos la gallina la pagáramos entre todos. Nada menos que
cuatro duros por barba, como si fuera la de los huevos de oro.
—Sí, pe… pe… pero las hos… hostias me… me… me las llevé yo.
El Chotis tenía terminantemente prohibido fumar, por miedo a los incendios, y
porque era enemigo de cualquier gasto superfluo.
—Lo que hacen los fumadores, aparte de lo feo que es el vicio, es quemar el
dinero —decía—. En mi familia, gracias a Dios, nunca ha fumado nadie.
Ignoraba que la Pechos se fumaba dos paquetes de negro diarios. Sus colillas
aparecían a veces en el puchero.
El tabaco circulaba clandestinamente en el Beato y, cuando escaseaba, un
cigarrillo se convertía en el más preciado bien. Cada cierto tiempo, el Chotis
registraba las taquillas y las pertenencias de los internos y quemaba solemnemente en
el patio el tabaco confiscado.
Cuando acabó el curso, vino mi padre con el seiscientos a recogerme para las
vacaciones de verano. Era la hora de la siesta y mi padre aparcó el coche a la sombra
de unos árboles al lado de la carretera para dar una cabezada sobre el volante.
Mientras dormía me distraje curioseando el cauce seco de un arroyo cercano. Cuando
volví estaba despierto, cogido al volante, pensando, con una expresión de tristeza
como no se la había visto desde que se arruinó la tienda. Proseguimos el viaje en
silencio, pero al rato me dijo:
—¡Vicente, hijo mío! No sé qué más podemos hacer. Otra vez te han suspendido.
Yo me quedé callado. Llevaba la ventanilla abierta y el aire me quemaba la cara y
me secaba las lágrimas.
Al año siguiente volví a repetir curso. Cuando llegó la Nochebuena ya habían
venido todos los padres a recoger a sus hijos y sólo quedábamos en el colegio
Manolato Potásico, el Cocodrilo y yo.
Una noche, a eso de las doce, cuando el Bobas estaba profundamente dormido, le
quitamos el manojo de llaves que escondía debajo del colchón y nos escapamos del
colegio para darle una serenata navideña, de zambomba, almirez y botella de anís El
Mono, a las niñas del colegio de monjas de las Francesas, con las que habíamos
hecho amistad en los paseos dominicales.
Por hacer gracia nos disfrazamos de fantasmas con sábanas y fundas de almohada
y de esta guisa nos pusimos a entonar villancicos bajo las ventanas de las monjas
francesas:
En el portal de Belén
hay un tío haciendo botas;
se le ha escapao la lezna,
y se hapinchao las pelotas.

Las ventanas se llenaron al momento de muchachas en camisón y abrigo


intentando identificarnos entre risas, que nos solicitaban más villancicos. Así que
empezamos el que dice:

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Baltasar, el negro,
por hacerse el chulo,
ha entrao en una cueva
y le han dao porculo.

Pero antes de que acabáramos se presentaron las tarascas de las monjas y las
arrancaron de las ventanas, tan ricas como estaban en deshabillé, enseñando el
canalillo de vez en cuando, con los aplausos y los saltitos. Nos quedamos un rato en
la plaza, pasando frío, e íbamos a insistir en la trova, por ver si salían de nuevo, pero
algunos vecinos se asomaron a los balcones, malhumorados, e incluso provistos de
escupideras, que a esa hora mantendrían todavía tibia la primera meada, y decidimos
dejarlo para otro día.
Regresábamos al Beato todavía disfrazados de fantasmas, cuando al doblar la
esquina del callejón de Zumbajarros, hoy avenida del Almirante Carrero Blanco, nos
topamos con una vieja que estaba velando a un vecino difunto y salía un momento a
su casa a preparar un caldo para los dolientes. La vieja, al toparse con tres fantasmas
que brotaban de la oscuridad, pensó que las ánimas venían a por ella e hizo un
gorgorito raro con la garganta, se llevó una mano al corazón y con la otra se agarró a
la reja de una ventana para no caerse al suelo. Quisimos excusarnos por el susto que
le habíamos dado, pero ella se puso a chillar, de manera que nos asustó más que
nosotros a ella y preferimos salir corriendo.
Al poco rato, cuando ya casi llegábamos al Beato, comentando los
acontecimientos del día, tan campantes, con las sábanas dobladas bajo el brazo,
vimos venir calle abajo la furgoneta del lechero. Se paró a nuestra altura, se abrieron
las puertas y se apearon el lechero y otro, en plan geo, los dos de uniforme de guardia
municipal, y nos encañonaron con sus pistolas.
—¡Documentación!
Acojonados, sacamos los carnets de identidad.
—¿Qué, cuántas bombillitas os habéis cargado esta noche?
—¿Qué bombillitas? —preguntó Manolato Potásico.
—Las del alumbrado navideño —replicó el lechero—. Ahora me vais a decir que
no sois vosotros.
—Oiga —replicó Manolato—, usted no tendría poder sobre mí si no le hubiera
sido otorgado de lo alto… —No pudo continuar, porque el alguacil-lechero le arreó
una leche.
Nos esposaron, nos introdujeron en la furgoneta, sentados en el suelo, que
apestaba a leche agria, y nos llevaron al ayuntamiento, que estaba más animado que
una verbena, con guardias saliendo y entrando y moviéndose de un lado a otro, como
hace este personal cuando tiene que quedar bien ante los jefes.
Estábamos dándole la filiación a un secretario de paisano, cuando un vecino
telefoneó para quejarse del ruido. El guardia le dijo: «No se preocupe usted, que de
un momento a otro vamos a desconvocar el operativo. Los gamberros que apedreaban
la iluminación navideña obran en poder de la autoridad».

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Nos encerraron en un calabozo del sótano en el que había cuatro literas
mugrientas, un lavabo y una letrina.
En cuanto nos quedamos solos, el Manolato Potásico se echó a llorar y pasó la
noche entre lamentaciones.
—¿Por qué os habré hecho caso y me he metido en este lío? A ver cómo se lo
explico yo a mi padre.
En cambio, el Cocodrilo se durmió como un bendito y hasta roncó. Yo dormía a
ratos, dándole vueltas a lo que diría mi padre y rascándome por las chinches.
Llevábamos un buen rato despiertos, ya de día, esperando el desayuno, cuando se
descorrió el cerrojo y un guardia nos llevó al despacho del comisario, un hombre
delgado y moreno que fumaba en boquilla y lucía un bigotillo de carrera de hormigas.
La comisaría estaba presidida por un retrato antiguo de Franco, el del capote con
cuello de piel francamente aparatoso. El inspector de policía, o quien fuera, se
percató enseguida de que no éramos los de las bombillas. Le contamos lo de la
serenata en el colegio de las Francesas y le dimos el teléfono del Beato. El Chotis en
persona vino a recogernos.
—¿Cómo te has dejado enredar por estos dos maleantes? —le reprochó al
Potásico—. Vete al estudio y te pones a estudiar, tonto el haba. Y vosotros dos hacéis
ahora mismo la maleta y cuando la tengáis hecha venís a verme al despacho.
Eran los tiempos de la Dictadura y todavía no era timbre de orgullo haber pasado
por las cárceles franquistas. El Chotis nos canjeó los vales del colegio por moneda
exterior y nos puso de patitas en la calle.

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SÉPTIMO

La Academia La Estrella

Después del descalabro del Beato, mi padre decidió que ya estaba bien de colegios y
que iba siendo hora de probar en el instituto.
—¿Revuelto con los pobres? —se plantó mi madre—. ¡Mal conoces tú a la hija
de mi madre si crees que lo voy a consentir! ¡Antes lo veo cavando pies de olivos que
mezclado con la gentuza en una escuela del Gobierno!
Como ya me habían expulsado de todos los colegios de pago del entorno me
apuntaron en una academia. Entonces había muchas academias particulares para
estudiantes rebotados de los colegios.
Un brigada de Intendencia, al que mi padre le vendía género defectuoso, le
recomendó una de la calle General Varela, número sesenta y ocho, bis: «Academia
Estrella, preparación intensiva de bachillerato, magisterio y oposiciones. Prestigio y
calidad. Alumnado seleccionado».
La Academia estaba enclavada en los bajos de un antiguo palacio venido a menos
y convertido en casa de vecinos. El campus se componía de un zaguán meado de
gatos y de borrachos que daba a un patio columnado, lleno de tendederos de bragas y
sostenes. Detrás había una puerta de cristal en la que se leía, debajo de la pintura
blanca, el primitivo rótulo esmerilado de una «Sociedad Recreativa de Cazadores»,
con su correspondiente cabeza de ciervo, estaba palimpsestado por otro que rezaba:
«Recinto Académico de La Estrella». El recinto académico constaba de recibidor, que
también servía de almacén de sillas sobrantes, y tres habitaciones pequeñas, que eran
las aulas.
El rector y propietario de la academia, don Florencio Cagajón, era un maestro de
escuela bajito y moreno, pelo gris peinado para atrás y gesto malhumorado. Tenía dos
motivos para estar cabreado con la vida: el primero que, siendo de tanta valía, se veía
obligado a ganarse la vida impartiendo clase a cuatro ceporros repetidores; el
segundo, directa consecuencia del primero, una úlcera de estómago como la palma de
la mano que lo obligaba a alimentarla cada pocos minutos con una galleta de coco.
Las galletas las guardaba bajo llave, en un armarito botiquín obsequio de la compañía
de seguros La Formalidad, que tenía colgado en la pared, junto a su mesa.
Don Florencio impartía las asignaturas de ciencias.

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—La raíz cuadrada de un número racional erre mayúscula es un número erre
minúscula cuyo cua… —Se interrumpía, cerraba brevemente los ojos como
interiorizando un pensamiento muy profundo, se dirigía a la mesa con solemne
parsimonia, abría un cajón, buscaba la llave del botiquín, lo abría, sacaba un paquete
de galletas, cogía una, cerraba el paquete, lo devolvía al armario, echaba la llave, que
retornaba al cajón de la mesa, cerraba el cajón, mordía la galleta, un tercio
exactamente, la masticaba a conciencia, ensalivándola, se concentraba en la
formación del bolo alimenticio, se lo tragaba lentamente, le hacía un seguimiento
esófago abajo, sacaba del bolsillo de la chaqueta un pañuelo con sus iniciales
bordadas, se enjugaba las comisuras de la boca. Cumplida la rutina, reanudaba la
explicación—:…drado es igual a erre mayúscula. De modo que si erre minúscula
elevada al cuadrado es igual a erre mayúscula, tendremos que erre minúscula es raíz
cuadrada de la mayúscula —y añadía su coletilla—: Más complicado se puede
explicar, más fácil, no.
«Con menos gracia, tampoco», pensaba yo.
El resto del claustro de La Estrella lo integraban otros dos maestros; don Mateo,
que también daba asignaturas de ciencias, y don Manolito, que, como no sabía nada,
impartía las de letras.
Don Manolito era rubio tirando a colorado, gordo y bajito. Se ponía el libro en las
rodillas y las manos sobre la frente para que no lo viéramos leer y fingía que hablaba
de memoria, pero lo delataba la entonación declamatoria y el atropello de la
puntuación. En los párrafos largos se quedaba sin aire y tenía que fingir una tos para
recuperar el resuello. De vez en cuando hacía un inciso para completar el libro y
alardear de cultura:
—El Romanticismo tiene más miga de lo que ponen los libros —decía
dirigiéndonos una sonrisa picara—. Es natural porque estáis en una edad tierna
todavía y no se os puede decir todo, ¡je, je!, me estoy acordando ahora de unos versos
de Espronceda, a mi juicio de lo mejor que se ha escrito en la lengua del Imperio, con
la natural salvedad de los de Gabriel y Galán… El caso es que… —titubeaba—.
¡No!, creo que no debo decíroslos…
—¡Venga, don Manuel, no nos deje con la miel en los labios! —protestábamos.
El pedagogo se hacía de rogar.
—Es que estos versos son inadecuados para la juventud, son algo subidos de
tono, o sea, tirando a verdes…
—¡Hombre, don Manuel, si ya somos mayores! Mire usted Osuna, el bigote que
tiene.
Osuna se acariciaba el bigotillo con una sonrisa suficiente.
—Está bien. Dado que hoy no tenemos señoritas en clase haremos una excepción,
pero cerrad los libros y guardad el bolígrafo, que no quiero que los apuntéis. Los oís
y los olvidáis. ¿De acuerdo?
Salía a la tarima, adoptaba pose de rapsoda y recitaba moviendo las manos:

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Me gustan las queridas
tumbadas en sus lechos
sin chales en los pechos
y flojo el cinturón,
el cabello revuelto
mostrando un muslo bello
¡qué placer, qué emoción!

—¡Muy buenos, muy buenos! —aplaudíamos.


—¡No alborotéis, no vaya a oírnos don Florencio y se presente!
A don Mateo Figueras, cuando daba Ciencias Naturales, no había más que tirarle
un poco de la lengua para que pasara la clase explicando los misterios de la vida. Del
ciclo reproductor de las abejas pasaba inadvertidamente a las costumbres sexuales en
el África subsahariana. Él aseguraba que todo lo había aprendido en los viajes,
aunque a lo mejor solamente lo había leído:
—Yo he subido a la cúpula de Notre Dame y he cenado en el celebrado
restaurante La Torre de la República Argentina, o Tour d’Argent, en la mesa de al
lado del Aga Khan, quien, por cierto, me pidió fuego y yo le dije que se quedara con
el mechero, para que viera lo desprendidos que somos los españoles —se quedaba un
momento pensativo y añadía, triste—: Pero no siempre he hecho Patria; a veces he
caído en las trampas del placer y me he tirado a las mejores putas de Europa.
Don Mateo era muy irascible y aunque ya éramos mayores nos soltaba un capón
de vez en cuando. Una vez le levantó la mano a un tal Oreja, un cachas de gimnasio,
que lo agarró del pecho y lo colgó de una percha por el cinturón.
—¡Ay, socorro, Florencio, ayuda! —gritaba intentando agarrarse a la pared.
En verano, con el aluvión de los cateados para septiembre, don Florencio
contrataba maestros de refuerzo, establecía cuatro turnos de academia, de ocho de la
mañana a diez de la noche, y hacía su agosto. La producción en cadena no resultaba
muy pedagógica, porque a veces se juntaban en la misma habitación tres grupos
distintos, con sus correspondientes profesores, pero tampoco se quejaba nadie.
En marzo dejé de ir a clase, en vista de que no servía de nada y de que, de todas
formas, aquel año no podría examinarme porque se me había pasado el plazo de
matrícula por culpa de don Florencio, que se olvidó de avisarnos. Una mañana, me
dijo mi padre:
—Esta tarde me voy a ir contigo a la academia para hablar con don Florencio, a
ver qué tal vas.
Me encerré en mi habitación y me pasé varias horas angustiado pensando si le
decía la verdad o no. Al final no me atreví y lo acompañé cabizbajo, compungido y
contestándole con monosílabos. Él iba animado y con ganas de charla, había abierto
un supermercado que iba bastante bien y las neveras que vendía a plazos casi se las
quitaban de las manos. Lo único que seguía sin funcionar era su hijo.
Cuando llegamos al campus de la academia, nos encontramos con don Florencio,
que había salido al vestíbulo a echar un gargajo en el paragüero.

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—¿Que cómo va su hijo? Pues mire usted, no lo sé porque hace un mes que no
viene por clase.
Mi padre me miró incrédulo y dolorido. Yo, con la sangre en las orejas, miré para
abajo y no dije nada. No quería que mis compañeras, que no paraban de salir de las
clases, me vieran llorar. Lágrimas como el puño, lágrimas ya de hombre caían como
goterones en las baldosas rotas y sucias.
—¿Por qué me haces esto, Vicente? —sonó la voz de mi padre con más tristeza
que enfado.
—Es que no nos avisaron para matricularnos y no me puedo examinar.
Don Florencio sabía que casi todos sus alumnos estaban sin matricular, pero con
admirable cinismo respondió:
—Su hijo no tiene vergüenza, eso lo sabrá usted mejor que yo, pero me admira
que sea capaz de mentir con tanta desfachatez. Los alumnos de la academia se han
matriculado, como todos los años.
—¿Lo admitirá usted si viene a partir de mañana? —suplicó mi padre.
—Mire, alumnos como su hijo no nos convienen ni a nosotros ni a nadie, pero lo
readmito por atención a usted, que bastante desgracia tiene con un hijo así.
—Muchas gracias, don Florencio —dijo mi padre estrechándole la mano. Por un
momento pensé que se la iba a besar, como hizo con el hermano Luis, el cabronazo.
Nos retirábamos ya cuando, al llegar a la puerta, don Florencio dijo:
—Por cierto que su hijo no ha satisfecho la mensualidad de este mes.
Seguí en la academia todo el verano, pero en septiembre mi padre se dejó
convencer y me quitó de estudiar. Mi abuelo Narciso y otros parientes y amigos
llevaban años diciéndole: «Deja de tirar dinero en Vicentito y pónlo a trabajar, que te
ayude».
—¡A lo mejor tenéis razón —respondía él—, pero voy a seguir sacrificándome a
ver si con el tiempo se da cuenta de lo que es la vida y se agarra a estudiar!
No perdía la esperanza porque todos los maestros y profesores le decían lo
mismo: «Tonto no es, pero no se esfuerza. Si se esforzara…».
—Es que ya mismo lo tienes hecho un hombre y no sabe nada que le permita
ganarse la vida.
Cuando dejé de estudiar, mi padre me colocó de mandadero en una mercería. Un
día, cruzando la calle de Antonio Machado para llevar un paquete, me atropello un
Seat Panda conducido por una María de los Sagrarios que venía medio dormida
porque le había tocado el tercer turno de Adoración Nocturna, así que puede decirse
que el atropello fue providencial. Estuve cuatro meses en el hospital con
politraumatismo distrófico medular, pero como no hay mal que por bien no venga,
conocí allí a mi mujer, sobrina de la señora que me atropello, hoy para mí la tita
Obdulia. Venía con su tía a verme todos los jueves y me traía flores y bombones. Con
la indemnización del seguro cogí el traspaso de un kiosco de prensa que vacaba en la
avenida de la Constitución, antes Almirante Carrero Blanco.

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Lo de quiosquero se cree la gente que es una profesión fácil y descansada, pero
no es ni lo uno ni lo otro. Un quiosquero, si quiere prosperar, necesita mucha
psicología, saber tratar al cliente, y conocer sus gustos. No los gustos aparentes, que
ésos cualquiera los ve, sino los que no se ven, los ocultos. El cliente es más complejo
de lo que parece. Yo tengo, por ejemplo, un magistrado de la audiencia que me
compra el ABC, pero luego, al pasar por la calle Pablo Neruda, se llega al kiosko de
mi compadre Ballesteros y le compra el LIB-Contactos, lo mete con disimulo en la
cartera de los documentos y sigue su camino con el ABC debajo del brazo. También
tengo clientes que antes de pedir el Hola montan un teatrico:
—Vicente, dame también el… ¿cómo se llama la revista que compra mi mujer?…
el Hola ése, que si me presento sin él me echa la bronca.
Como si yo no supiera que primero lo leen ellos y que están enterados de todos
los cotilleos de la prensa del corazón.
Tengo tres hijos que ojalá no los hubiera tenido. Hoy la juventud es que está
dislocada, todo el día de un lado para otro, con las prendas de marca, las botas de
montaña, los aros en las orejas, el pasador en la lengua y, lo peor de todo, un agujero
en cada mano para gastar dinero, siempre pidiendo más y más y los fines de semana
volviendo de la movida a las seis de la madrugada. Hoy, tal como se ha puesto la
vida, no conviene tener hijos, antes venían con un pan bajo el brazo, pero ahora
vienen con un montón de facturas. Además, no se van nunca de casa. A mí, con estas
imaginarias de esperar a que regresen los niños de la movida, me ha dado por escribir
las memorias de mis colegios. Cuando las termine, le encargaré que me las pase a
ordenador a un jubilado, al que de vez en cuando le presto prensa y libros. Luego se
las enseñaré a un cliente escritor, al que hace años le tocó el Premio Cometa y hasta
salió en la televisión. Después no se ha comido una rosca, que como todos los
escritores es un muerto de hambre, y sigue de maestro en un instituto del barrio. De
vez en cuando me compra el periódico y alguna que otra vez una revista de tías,
según la que salga en portada. Un día me dijo que un hombre tiene tres misiones en la
vida: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Me gustaría que si encuentra
interesante mi libro se lo enviara a los editores, a ver si me lo publican y veo mi
nombre escrito en letras de molde.

FIN

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JUAN ESLAVA GALÁN (Arjona, Jaén, 1948).Se licenció en Filología Inglesa por la
Universidad de Granada y se doctoró en Letras con una tesis sobre historia medieval.
Amplió estudios en el Reino Unido, donde residió en Bristol y Lichfield, y fue
alumno y profesor asistente de la Universidad de Ashton (Birmingham). A su regreso
a España ganó las oposiciones a Cátedra de Inglés de Educación Secundaria y fue
profesor de bachillerato durante treinta años, una labor que simultaneó con la
escritura de novelas y ensayos de tema histórico. Ha ganado los premios Planeta
(1987), Ateneo de Sevilla (1991), Fernando Lara (1998) y Premio de la Crítica
Andaluza (1998). Sus obras se han traducido a varios idiomas europeos. Es Medalla
de Plata de Andalucía y Consejero del Instituto de Estudios Giennenses.

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