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Capítulo Tercero

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RENÉ DESCARTES

1. El Gran Siglo francés


Los reinados de Luis XIII y de Luis XIV constituyen el período de plena consolidación de la
hegemonía política y cultural de Francia. La Guerra de los Treinta Años (1618-1648), a la vez que marca
la lenta decadencia de España y del Imperio y provoca la devastación de Alemania, conduce a Francia -por la
hábil política de Richelieu, que luego prosigue Mazzarino- a reforzar su unidad interna y su primacía entre
las potencias europeas. A ello contribuyen decisivamente la concentración de poderes y la reorganización
del Estado, procesos que culminan en tiempos del Rey Sol. Estos procesos implican la afirmación de la
alta burguesía, sólidamente ligada a la monarquía, que gradualmente va sustituyendo a la nobleza en las
magistraturas y en las administraciones. La misma burguesía desempeñó luego un papel decisivo en la
reorganización de las finanzas y en el incremento de las actividades económicas.
Este desarrollo no carece de contrastes, naturalmente: recordemos las continuas tensiones entre
nobleza y burguesía, las repercusiones internas del esfuerzo financiero que supuso la Guerra de los Treinta
Años, los conflictos religiosos en torno al problema de los hugonotes -nombre dado a los calvinistas
franceses-, la controversia entre galicanismo y papado, a los que se suma la nueva polémica acerca del
jansenismo.
En el plano cultural, si la política absolutista y la afirmación de la clase burguesa favorecen la
difusión del nuevo espíritu racionalista y científico propio del cartesianismo, esto adviene sólo gradualmente
y en medio de múltiples conflictos con la vieja cultura escolástica. Las universidades francesas rechazan la
nueva filosofía y todavía en 1671 Luis XIV prohíbe su enseñanza. Con todo, esa filosofía penetra en los
diversos ambientes y se difunde ampliamente al exterior: a los países flamencos, a Alemania e Italia,
particularmente a Nápoles. El espíritu cartesiano se filtra en la filosofía, en la religión, en la moral, en el arte
(piénsese en el clasicismo teorizado por Boileau en contraposición al barroco que se expande por el resto de
Europa), y estimula la investigación científica, que recibe particular impulso desde la fundación de la
Academia de las Ciencias por Luis XIV.
El término "barroco" designa un estilo, una sensibilidad artística; pero es también una categoría que
define una época: la del atormentado y borrascoso siglo XVII. La historia no se percibe como el canto de
una sola voz, sino -dicho en términos de la música barroca- en forma de contrapunto y fuga: cuando un
tema está llegando a su cima, se ha iniciado otro que se entrecruza con él. Buena imagen de la perspectiva
de la historia del momento: el contraste entre el final de un proceso -el Barroco como culminación del
Renacimiento y el Barroco como arranque de la Edad de la Razón que culminará en el Siglo de las Luces.
Pero el contraste se sitúa sobre un bajo continuo -término clave del barroco musical-: la inestabilidad de
una cultura que ha roto con el orden medieval y trata de descubrir un orden nuevo. Se cuestionan
las premisas mentales de aquel optimismo renacentista que se basaba en la unificación de la realidad
-divina, humana, mundana- por el hombre, capaz de reunirlo todo bajo el poder de su razón. La
Cristiandad se ha roto con la Reforma; rivalizan las naciones porque el aumento de cualquier Estado debe
ser a costa del extranjero; las guerras, cada vez más caras, más arrasadoras, -sobre todo las Guerras de los
Treinta Años- hunden a los pueblos...
Se generaliza la experiencia de un mundo inestable, complicado, lleno de pliegues y repliegues que el arte
barroco reproducirá complicando los gestos, las formas, distorsionando y retorciéndolo todo. Lo
"barroco" se contrapone, así, a lo "clásico", expresión de aquel orden estático que Parménides y Platón
idealizaran. El arte ya no "copia" el orden de la realidad, sino que reproduce el desorden. El Quijote
mitifica la tensión entre realidad y apariencia; Don Juan, el conflicto entre la realidad y el deseo;
Segismundo, el fracaso de las mediaciones. Los tres grandes mitos literarios gestados en el barroco
significan la distancia entre el hombre y la realidad. En la cima de la pintura barroca, Velázquez
abandona el seco realismo de sus comienzos y crea el espacio en vez de copiar las cosas: el problema de
Las Meninas es que, ópticamente, no hay manera de comprenderlo: en el cuadro hay un pintor pintado,
que mira al espectador, pincel en mano: esto parece postular un espejo, como en cualquier autorretrato,
pero está en contradicción con las figuras de los reyes, reflejados al fondo en un espejo, que habrían de
situarse por delante del hipotético espejo. ¿Cómo ha podido ver el cuadro tal como está con él mismo
dentro? La incógnita de cuáles son los espejos y los reflejos termina por aniquilar la credibilidad de lo
real. Y como lo real es temporalmente fugaz, -La vida es sueño- ahí está el equilibrio inestable del caballo
en vilo, y la movilidad de la rueda de Las Hilanderas. La obra de Quevedo es característica de la época

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en que se escribió. En su Poesía metafísica y moral advertimos las sacudidas que en su apasionada alma
producen el Tiempo y la Muerte -temas especialmente frecuentados por el arte barroco- pero que él hace
suyos con toda pasión y angustia. Quevedo no hace "filosofía" sobre el tiempo o la muerte; se ve a sí
mismo morir, traslada a la primera persona, a su propio yo, el protagonismo de la lucha. Como en
aquellos magistrales versos: Ayer se fue; mañana no ha llegado; / hoy se está yendo sin parar un punto: /
soy un fue y un será, y un es cansado (2). O en aquellos otros: Vivir es caminar breve jornada, / y muerte
viva es, Lico, nuestra vida, /... Nada que, siendo, es poco, y será nada / en poco tiempo, que ambiciosa
olvida (11). Y aún: ¡Cómo de entre mis manos te resbalas! / ¡Oh, cómo te deslizas, edad mía! (21).
El hombre barroco tiene que aprender a sobrevivir en tiempos tormentosos -Bruno ha sido abrasado;
Molinos, Campanella, Galileo, condenados; Spinoza, excomulgado-; se muestra como personaje
desengañado y, por eso, retorcido: el mismo Descartes responde con el "disimulo" de una moral
convencional, descomprometida. Será, sobre todo, Molière quien haga parodia de esta actitud en su
Tartufo, un personaje que abundaba: el que ha hecho del fingimiento un arte de supervivencia. Si el
Renacimiento había exaltado el "ideal" antiguo, clásico, paganizante a veces, purificador del Cristianismo
otras, el barroco describe con crueldad la miseria de nuestra condición: lo humano es sórdido, como nos
lo revela el tema del pícaro en la literatura, las deformes figuras del enano, el minusválido físico y
psíquico en los cuadros de Velázquez. Quevedo desenmascara la moral vigente, mostrando la hipocresía
que la anima y en los Poemas satíricos, recoge el habla de un mundo subterráneo e ignorado: el de los
rufianes, pícaros y fulleros del siglo XVII y, con su habla, los tipos y oficios varios de una sociedad que
danza grotesca bajo la batuta hiriente de Quevedo. La crueldad, la acritud y mordacidad pueden herir la
sensibilidad, si no se tiene en cuenta que ésas eran las reglas de juego. Bien puede ser la compleja
humanidad de Hamlet la que sintetice el estado existencial del hombre del momento, indeciso y, tal vez,
asqueado de este podrido mundo.
La situación exigía un nuevo orden: el orden artificial que la razón puede establecer en el mundo mental y, luego,
material. La mente europea sale de la convulsión barroca a fuerza de tirar de su propia razón. Y esa razón tiene su
forma más pura, como sabemos, en la matemática. Sobre este ideal ha orientado Descartes a la reflexión sobre el
hombre, Dios y el mundo, inaugurando la lucidez racionalista.
2. Des - El proyecto
"Como los actores se ponen la máscara para que el color de la vergüenza no se les vea en el rostro,
así yo, en el momento de salir a la escena de este mundo, del que hasta ahora he sido espectador,
me presento enmascarado" (Cogitationes privatae).
Esto escribió Descartes en un apunte juvenil. Este pensamiento que asume casi el valor de una
declaración programática, resulta más paradójico aún sabiendo que lo formula un filósofo conocido por el
rigor y la claridad de su método. Pero esclarece una duplicidad que es también característica de la filosofía
cartesiana. Si en ella no se contuvieran, implícitamente muchas veces, elementos diferentes e, incluso,
divergentes, no se entendería por qué su repercusión ha sido tanta y tan variada. Del racionalismo de Spinoza
al empirismo de Locke y sus seguidores, hasta la Ilustración, el materialismo mecanicista, el espiritualismo,
el idealismo y la fenomenología (por citar sólo los ejemplos más significativos) todos acusan, de modo
diverso y con diferentes grados de fundamento, alguna dependencia de Descartes.
Comprender cómo en la aparente simplicidad de esta filosofía se encierran tan variados influjos,
significa comprender, no sólo el papel histórico de Descartes, sino su misma originalidad. Las tensiones que
advertiremos en el curso de la exposición no deben entenderse como contradicciones que restan valor al
pensamiento cartesiano, sino como posibilidades de desarrollo que hacen de este filósofo, en su forma
aparentemente simple y lineal de argumentar, un punto de referencia todavía vivo en la reflexión filosófica.
Pero la raíz de esto se encuentra precisamente en su programa filosófico fundamental.
Descartes no se propone el clásico problema de qué es la verdad, sino únicamente el del método para
llegar a ella; y, sin embargo, haciendo esto, termina por ofrecer una nueva y original definición de la verdad
misma. Su problema es perfilar el método de la razón, libre de prejuicios y de errores, porque es consciente
de que siempre cabe la posibilidad de errar; incluso la hace radicar en la voluntad, facultad que por su
extensión y amplitud es la más elevada de las facultades humanas. Trata de encontrar un criterio de verdad
autosuficiente y autónomo, pero recurrirá a Dios como garante supremo de la verdad. Quiere, en fin, conocer
todo lo real, aún lo sensible, con la espontánea fuerza de la razón, pero distinguirá tan profundamente
materia y espíritu que establece un dualismo radical y casi irreconciliable entre el orden de la materia y el
orden del espíritu.
Pero en él, estas diversas tensiones no constituyen contrastes o contradicciones, sino que se componen
formando una filosofía que no conoce rupturas o clamorosas mutaciones, ni siquiera fases de revisión crítica,

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pero sí continúas progresiones. Acaso sea éste el secreto de Descartes, un filósofo que mantiene firme el
núcleo de su reflexión, pero envuelto en siempre nuevos, y hasta divergentes, desarrollos.
3. Descartes - Vida y obras
RENÉ DESCARTES nació el 31 de marzo de 1596 en La Haye, en la región de Touraine, en el seno de
una familia imbricada en la pequeña nobleza. Prematuro huérfano de madre -tiene catorce meses-, queda al
cuidado de su abuela materna. De su madre, Jeanne Brochard, "heredé una tos seca y un color pálido que he
conservado hasta pasados los veinte años y que hicieron que todos los médicos que me vieron por aquel entonces
me condenaran a morir joven" (Carta a la princesa Elisabeth de Bohemia, Obr. Comp., vol. IV, cfr. infra).
Esta debilidad congénita le habituó a permanecer en la cama hasta bien entrada la mañana; costumbre que
pudo mantener en el colegio y que siempre conservó. Su biógrafo Baillet nos dice que "aprovechaba esa
coyuntura para meditar..., hizo de ella una manera de estudiar durante toda su vida; se puede decir que a estas
mañanas en su cama debemos lo más importante que su espíritu creó en Filosofía y en Matemáticas" (Vie de
Descartes, p. 16; cfr. infra).
Ingresa a los 10 años en el célebre Colegio de jesuitas de La Flèche (Anjou), en el que permaneció 8
años. Durante tres de ellos estudió filosofía según la pauta escolástica, profundamente marcada entonces por la
figura de Suárez en la Compañía de Jesús: la Lógica de Aristóteles el año primero, física y matemáticas el
segundo y la metafísica de Aristóteles el tercero. A La Flèche llegaban también los ecos de los descubrimientos de
Galileo. Descartes hacía compatibles el mecanicismo y la poesía, de la cual se declara "un enamorado".
Completados los estudios, obtiene en 1616 el título de bachiller y la licenciatura en Derecho en la universidad de
Poitiers.
"Tan pronto como mi edad consintió que dejara la tutela de mis preceptores, abandoné completamente el
estudio de las letras y, resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo, o en el gran
libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar..."( Discurso del método, cfr. infra).
Inicia desde entonces un período inquieto del que desconocemos sus detalles. Resulta imposible seguir las
vicisitudes de este joven independiente, indeciso todavía respecto de su verdadera vocación y sin paz en ningún
lugar ni en ninguna ocupación. De acuerdo con la tradición familiar, pensó ingresar en la administración del
Estado, para poder desempeñar cargos públicos. Sin embargo, tras las exhortaciones de su padre, que le soñaba
militar, o quizá con la idea de retardar una decisión respecto a su futura actividad y desahogar su juvenil afición a
los viajes, se alistó en 1618 como voluntario en el ejército holandés del príncipe protestante Mauricio de Nassau,
que luchaba contra España. Tal debió de ser la actividad oficial de Descartes hasta 1622, aunque con notables
interrupciones en el servicio y frecuentes cambios de señor. En 1619, al principio de la guerra de los Treinta Años,
abandona el ejército de Holanda e ingresa en el ejército católico de Maximiliano I de Baviera. "Casi desconoce
para quién combate", según su propio testimonio.
Durante el crudo invierno de 1619 se halló bloqueado en una localidad del Alto Danubio, cerca de Ulm
posiblemente; allí permaneció encerrado al lado de una estufa y ajeno a cualquier relación social, sin más
compañía que la de sus propios pensamientos. En tal lugar, y tras una crisis de escepticismo, se le reveló el
"inventum mirabile", el fundamento del que sería su sistema filosófico: el método matemático y el principio del
"Cogito". Víctima de una febril excitación, durante la noche del 10 de noviembre de 1619 tuvo tres sueños, en
cuyo transcurso intuyó su método y que el espíritu de la Verdad le ordenaba consagrar su vida a la ciencia. Al día
siguiente prometió realizar, en acción de gracias, una peregrinación al Santuario de la Virgen de Loreto. Viaja a
Italia; luego a Bretaña; se establece, por fin en Holanda, país que goza de libertad de pensamiento.
Desde entonces (1629), su vida se ordena. El propio Descartes verifica una significativa transformación.
El interés que en otros tiempos le había llevado a leer con avidez libros de ciencias "curiosas y extrañas", como
libros de magia y astrología, y sucesivamente "a viajar, a conocer cortes y ejércitos, a frecuentar gentes de toda
índole y condición", en una palabra, a estudiar "el gran libro del mundo", le hace ahora replegarse en sí mismo:
"tras haber dedicado algunos años a estudiar en el libro del mundo y probar su experiencia, tomé un día la
resolución de conocerme a mí mismo". Sin perder del todo la inquietud de sus años juveniles, emprende una vida
retirada y reflexiva, dedicada prevalentemente al estudio y la investigación científica. Han pasado diez años desde
aquel sueño revelador que le hizo intuir el fundamento de su filosofía. La decisión de llevar adelante su proyecto
lo sitúa en el centro del debate cultural del momento. Ha conocido al científico y médico Isaac Beeckman; ha
animado sus especulaciones el célebre cardenal de Bérulle, fundador del Oratorio, partidario del mecanicismo
como defensa de la religión frente a la creencia en fuerzas ocultas; entablará correspondencia y conocerá
personalmente a los más doctos de su tiempo, Gassendi, Hobbes, Arnauld, Pascal. La amistad con el Padre
Mersenne, enlace de científicos y filósofos europeos, le permitirá una cada vez más amplia difusión de su
pensamiento; no será suficiente, sin embargo, para evitar las polémicas, algunas violentas, que abren algunos
teólogos, jesuitas en particular. Fue acusado de ateísmo por Voetius y la Universidad de Utrecht condenó su
filosofía en 1641 y 1643; en 1647 fue acusado de pelagianismo en la Universidad de Leyde. Las controversias no
le encuentran desprevenido -basta advertir la punzante y airada ironía de muchas réplicas suyas- pero tampoco le

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hieren dentro. El profesa y da muestras cada vez más frecuentes de una sabiduría de tipo estoico que le distancia
del mundo. Hasta cierto punto nada más. En 1635 tuvo una hija natural con Elena, una sirvienta holandesa; la
niña, Francine, murió en 1640 de escarlatina. Descartes lloró esta muerte "con tal ternura que experimentó cómo
la verdadera filosofía no ahoga la naturaleza" (Baillet, op. cit., p.163). En 1649 atiende la llamada de la reina
Cristina de Suecia y se instala en Estocolmo para enseñar su propia filosofía. Las clases daban comienzo a la
cinco de la mañana, quebrando la costumbre de Descartes y a la postre, su salud: no resiste el invierno sueco y,
aquejado de pulmonía, muere el 11 de enero de 1650. Tenía 53 años. En 1667 sus restos llegaron a París y se
enterraron en la iglesia de Sainte Geneviève du Mont. No todos, porque fanáticos cartesianos abrieron varias
veces el féretro para obtener reliquias; el cráneo desapareció hasta 1822.
Las principales obras fueron compuestas en los años del retiro en Holanda, a excepción de las Regulae ad
directionem ingenii, cuyos primeros esbozos datan de 1627-1628. En 1630 dio comienzo a un tratado, El mundo
o Tratado sobre la luz que tenía concluido en 1633 pero que no se atrevió a publicar enterado como estaba de la
condena de Galileo por la Inquisición ese mismo año. Verá la luz póstuma en 1664. En 1637 publica el Discurso
del método y los Ensayos (Dióptrica, Meteoros, Geometría). En 1641 publica en París las Meditationes de prima
philosophia, junto con las Objeciones, que muchos doctos habían hecho a su obra leída en manuscrito, con sus
propias Respuestas. En 1644 se conocen los Principia philosophiae y en 1649 Las pasiones del alma.
4. Descartes - La exigencia del método
En el curso de la exposición de su filosofía, Descartes presenta con frecuencia sus resultados como el
término de un itinerario personal que él se limita a brindar a sus lectores. Este itinerario parte de la
constatación de que a los humanos nos persuade, no la certeza, sino la costumbre. De ahí que las verdades
más enraizadas en el hombre sean muchas veces mero fruto de los prejuicios adquiridos en la infancia. No se
libraría de ellos si no fuera porque en la vida oye luego las teorías más disparatadas, que se oponen entre sí y
contradicen aquellos prejuicios infantiles. Es la experiencia personal que vivió Descartes durante sus
estudios juveniles en uno de los mejores colegios de Europa, el de La Flèche. Si, en relación con la verdad,
las enseñanzas recibidas le resultarían inútiles, en el conjunto de su vida fueron positivas: suscitaron en él la
duda. Y, con la duda, la exigencia de preguntas radicales.
"Desde mi niñez fui criado en el estudio de las letras, y como me aseguraban que por medio de ellas
podía adquirir un conocimiento claro y seguro de todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un
vivísimo deseo de aprenderlas. Pero tan pronto como hube terminado el curso de los estudios, cuyo
remate suele dar ingreso en el número de los hombres doctos, cambié por completo de opinión. Pues
me embargaban tantas dudas y errores, que me parecía que, procurando instruirme, no había
conseguido más provecho que el descubrir, cada vez más, mi ignorancia. Y, sin embargo, estaba en
una de las más famosas escuelas de Europa.
Allí había aprendido todo lo que los demás aprendían; y no contento con las ciencias que nos
enseñaban, recorrí cuantos libros pudieron caer en mis manos sobre las ciencias más curiosas y
raras (magia y cábala)... Estimaba en mucho los ejercicios que se hacen en las escuelas. Sabía que
las lenguas..., las fábulas..., la historia..., la teología..., la filosofía (escolástica) que proporciona
medios para hablar con verosimilitud de todas las cosas y hacerse admirar de los menos sabios; la
jurisprudencia, la medicina..., la elocuencia..., y era un enamorado de la poesía.
...Gustaba sobre todo de las matemáticas por la certeza y evidencia que poseen sus razones; pero
aún no advertía cuál era su verdadero uso... Profesaba una gran reverencia por nuestra teología y,
como cualquier otro, pretendía yo ganar el cielo. Pero, sabiendo que el camino de la salvación está
abierto tanto para los ignorantes como para los doctos, y que las verdades reveladas que allá
conducen, están muy por encima de nuestra inteligencia, nunca me hubiera atrevido a someterlas a
la flaqueza de mis razonamientos...; era preciso alguna ayuda extraordinaria del cielo, y ser, por
tanto, algo más que hombre.
Nada diré de la filosofía, sino que al ver que ha sido cultivada por los más excelentes ingenios que
han vivido desde hace siglos, y sin embargo, nada hay en ella que no sea objeto de disputa, y por
consiguiente, dudoso...; reputaba casi por falso todo lo que no fuera más que verosímil.
Y en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus principios de la filosofía, pensaba yo que sobre
tan endebles cimientos no podía haberse edificado nada sólido.
Así pues, tan pronto como estuve en edad de salir de la sujeción en que me tenían mis preceptores,
abandoné del todo el estudio de las letras; y, resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera
hallar en mí mismo o en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver
cortes y ejércitos, en cultivar la sociedad de gentes de condiciones y humores diversos, en recoger
varias experiencias...

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Mas cuando hube pasado varios años estudiando en el libro del mundo y tratando de adquirir
alguna experiencia, me resolví un día a estudiar también en mí mismo y a emplear todas las
fuerzas de mi ingenio en la elección de la senda que debía seguir".
(Discurso del método, 1, Trad. de Manuel García Morente, Ed. Austral, 12ª ed., Madrid
1970, pp. 33-39).
Vemos, pues, que el punto de partida de Descartes es la experiencia de su propia incertidumbre e
inseguridad personal que la formación tradicional no ha podido remediar. Sólo las matemáticas le
convencen por la claridad y evidencia de sus razones. En la filosofía, en cambio, sólo ha visto un medio, no
de alcanzar la verdad, sino de hablar con verosimilitud, capaz de convencer a los menos doctos; en la
filosofía, además, todo es objeto de debate y cada sistema destruye lo que otro ha levantado. En
consecuencia, más que seguridad ofrece escepticismo. Las demás ciencias se fundamentan en los últimos
principios de la filosofía; deben resultar, también ellas, forzosamente dudosas.
Pero la experiencia que Descartes -"embargado en tantas dudas y errores"- nos ha relatado
trasciende su horizonte biográfico: es la experiencia de todo ser humano. La vida humana, indefinida
genéticamente, está marcada desde su nacimiento por el signo de la inseguridad e incertidumbre. No es el
simple "no saber" o ignorancia, sino un "no saber a qué atenerse", nos dirá tan precisamente la escuela de
Ortega. Equivale a desorientación o perplejidad y es siempre una "duda" -"dubium"- porque implica una
dualidad, por lo menos, de posibilidades y, por eso, no se sabe qué hacer.
Todos los hombres, cuando aún no tenemos la verdad que nos oriente en la vida, vivimos de
"crédito", de "creencias" recibidas de la tradición, del pasado, y se fundan en la autoridad, sobre todo. Otra
serie de creencias u opiniones las recibimos del entorno y van cuajando en lo que llamamos "experiencia de
la vida".
¿Qué ocurre cuando la formación adquirida no nos saca de nuestra perplejidad? Entonces "des-
confiamos", dejamos de creer que esos procedimientos sean los más acreditados para orientar la vida. Así
nació la filosofía en el ánimo de aquellos primeros pensadores griegos que necesitaron revisar las creencias
entonces vigentes (los mitos) y tuvieron la audacia incomparable de pasarlas por el tamiz del juicio crítico
que lleva a cabo la razón, constituida en intérprete de la enigmática realidad. Así nace también la nueva
filosofía que Descartes inaugura en la Edad Moderna.
La crisis de Renato Descartes puede elevarse a categoría que define la vida de todo ser humano,
hemos dicho. Pero, como ser histórico, el hombre padece sus crisis en un contexto espacio-temporal
determinado. La filosofía cartesiana no es sino una manifestación del contexto cultural en que se
desenvolvió: la crisis de la modernidad.
Durante 1600 años, venía explicándose la Naturaleza conforme lo hiciera Aristóteles. Esa
explicación se ha visto superada por la Física matemática. Una consecuencia grave se sigue de aquí: sobre la
Física se apoyaba la Metafísica. Y, si el conocimiento del mundo que tenía la mentalidad clásica se muestra
insuficiente, carece de base nuestro conocimiento acerca del hombre y de Dios. La Metafísica se pone en
entredicho y, con ella, las grandes convicciones que daban seguridad al hombre. He aquí la raíz de la crisis
que sacude al hombre moderno.
Pues bien, el intento de Descartes es el fundamentar la Metafísica para "elegir la senda que debía
seguir"; para saber a qué atenerse en su relación con el mundo y con Dios. Fundamentar la metafísica es
sanear las raíces del árbol de la ciencia, según la analogía que él mismo utiliza: "Toda la filosofía es como un
árbol: sus raíces son la metafísica, el tronco es la física y las ramas que salen de este tronco -mecánica,
medicina y moral- las demás ciencias" (Los principios de la filosofía, Carta al traductor de la obra en
versión francesa).
Lo único que Descartes ha excluido de su juicio crítico es la Teología, que él entiende separada de la
razón: "la salvación está abierta a los ignorantes y a los doctos, y las verdades reveladas exceden
nuestra inteligencia" (cfr. supra).
Esta separación de fe-razón -que quiere ser respetuosa con la fe, pero que, en realidad, ha resultado
funesta- ha sido decisiva en la configuración de la epistemología moderna: Física y metafísica se
construyen al margen de una perspectiva teológica; con ello el cosmos pierde la sistemación
armónica que le prestaba el teocentrismo clásico y se presenta como conjuntos formalizados por las
estructuras que el sujeto pone en juego por medio de una razón instrumental de ilimitadas
pretensiones, segura de su eficacia técnica cuando opera en la unidimensionalidad matemática y
mecanicista.

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En esta disociación moderna de fe-razón ha sido determinante la concepción de la misma fe por parte
de teólogos como el P. Astete (1580-1590). El la define como "creer lo que no vemos"
-irracionalismo-. ¿Por qué, entonces, hemos de aceptar verdades opacas? - "Porque la Santa
Madre Iglesia así nos lo enseña" -autoritarismo-. Y si todavía el hombre moderno, ávido de luz,
insiste en su afán inquisitivo, se le dice: "Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante: doctores
tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder" -"que piensen otros"-. La oscuridad y la
autoridad extrínseca son lo más contraindicado para el hombre de la modernidad, "caracterizado por
una voluntad de ver y saber propios, de emancipación respecto de todas las instancias externas, de
verificación desde su razón pura frente a lo que las tradiciones nebulosas, poderes violentos o
dogmas impuestos puedan proporcionarle" ( González de Cardedal, O. La gloria del hombre,
B.A.C. 1985, p. 243).
Una actitud tan radical como la que intenta Descartes al someter a juicio crítico todo el saber para
reconstruirlo sobre fundamentos sólidos, si quiere ser eficaz, debe diagnosticar bien el motivo del fracaso en
la búsqueda de la verdad. Descartes lo atribuye a la falta de un método adecuado que dirija a la razón.
El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena
provisión de él, que aun los más descontentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer
más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que más bien esto
demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo
que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y, por tanto, que
la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino
tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos las
mismas cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno; lo principal es aplicarlo bien... Y los
que andan muy despacio pueden llegar mucho más lejos, si van siempre por el camino recto, que los
que corren, pero se apartan de él.
Sin temor puedo decir que creo que fue una gran ventura para mí el haberme metido desde joven
por ciertos caminos que me han llevado a ciertas consideraciones y máximas, con las que he
formado un método, en el cual me parece tener un medio para aumentar gradualmente mi
conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto más alto a que la mediocridad de mi ingenio y
la brevedad de mi vida puedan permitirle llegar. Pues tales frutos he recogido ya de ese método
que... no deja de producir en mí una extremada satisfacción el progreso que pienso haber realizado
ya en la investigación de la verdad" (Disc. del método, 1, o.c., pp. 31-32).
5. El método universal de la razón
Hay, sin embargo, un campo del saber humano donde la razón ha usado unas reglas ciertas y fáciles
con resultados satisfactorios: el campo de las matemáticas y de la geometría. Descartes había observado
cómo procedían reduciendo un problema complejo a una serie conexa de proposiciones simples y cómo de
esta manera se resolvían problemas que parecían insolubles. Los resultados saltan a la vista: cuando las
matemáticas se han aplicado al conocimiento de las leyes del mundo físico, todos los científicos están de
acuerdo en su explicación del universo material, mientras que los filósofos entablan continuas contiendas
intelectuales entre sí. La solución del problema radicaría, pues, en transferir el método de las matemáticas
a todos los demás saberes. Esto es legítimo porque entre las ciencias existe tal conexión que, según
Descartes, "es más fácil aprenderlas todas a la vez que separar una de las demás":
"Distinguimos las ciencias por la diversidad del objeto que estudian, y afirmamos que cada una ha
de estudiarse aparte, omitiendo las otras. Es preciso combatir ese error tan generalizado. Las
ciencias todas no son más que la sabiduría humana ("humana sapientia"), que permanece siendo
una y la misma por más que se aplique a diferentes objetos, como la luz del sol es una, por
múltiples y distintas que sean las cosas que ilumina" (Reglas para la dirección del espíritu, 1).
Descartes tiene la convicción de que la razón es una y la misma para todos los saberes. El método de las
matemáticas y de la geometría debe generalizarse. Es decir: si aplicamos al conocimiento del hombre y de
Dios las leyes propias de la única razón, obtendremos la misma certeza que nos ha otorgado en el
conocimiento del mundo físico. Esto no significa que todas las ciencias se reduzcan a la matemática, sino
que el método matemático y geométrico se aplique en todas las otras ciencias. Llegaremos así a formar la
única ciencia universal de la razón (Reg. VII).
Tiene nuestro filósofo suma confianza en las posibilidades que tiene la razón de conocerlo absolutamente
todo, con la condición de que se respete su propio dinamismo cognoscitivo, sus propias reglas de actividad y
éste es el objetivo del método: guiar bien a la razón.

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"Por método entiendo un conjunto de reglas ciertas y fáciles, que hace que quien las observe
atentamente nunca tome lo falso por verdadero y, sin malgastar inútilmente las fuerzas de su razón,
llegue al conocimiento verdadero de todo aquello de que es capaz" (Reglas para la dirección del
espíritu, 4).
Podemos, pues, resumir el itinerario intelectual de Descartes en estos tres momentos: juicio crítico de
los prejuicios adquiridos durante su formación en el saber consolidado y general de su tiempo; hallazgo de
un método eficaz en la matemáticas y en la geometría; ampliación de este método a todas las ciencias,
convencido como está de la unidad del saber y de la razón. Descartes no procede así con la mentalidad del
maestro que enseña, sino con la sencillez de quien ha tenido una experiencia y la brinda para que otros la
juzguen:
Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método que cada cual ha de seguir para dirigir bien
su razón, sino sólo exponer el modo como yo he procurado conducir la mía" (Discurso del método,
o.c. p. 33).
A decir verdad, y Descartes era consciente de ello, su filosofía iba mucho más lejos de una simple
reflexión biográfica, y su método era mucho más que una técnica personal de investigación. Su filosofía era
el signo de un distanciamiento radical de la cultura de su tiempo: no critica la filosofía escolástica del
pasado; a ojos de Descartes, ni siquiera merece una refutación. Pero se trazaba un programa ambicioso: la
reconstrucción total del saber. Se entiende así cómo, a partir de la historiografía idealista, Descartes haya
sido considerado el iniciador de la filosofía moderna.
6. Descartes - Intuición y deducción
La característica fundamental del método matemático es, como hemos dicho, que proporciona un
grado de certeza sin igual en otras formas del saber. Debemos, pues, examinar las operaciones del
entendimiento humano para poner en juego únicamente las que pueden producir los resultados que ya se
obtienen en las matemáticas y geometría.. Según la exposición de Descartes en las Reglas para la dirección
del espíritu, son dos: la intuición y la deducción. Siendo aún más precisos, sólo la intuición responde
plenamente a las exigencias requeridas.
"Vamos a enumerar aquí todos los actos de nuestra inteligencia por los cuales podemos llegar al
conocimiento de las cosas, sin temor al error. No admitimos más que dos: la intuición y la
deducción.
Entiendo por intuición, no la creencia en el testimonio variable de los sentidos o en los juicios
engañosos de la imaginación -mala reguladora-, sino la concepción de un espíritu sano y atento, tan
distinta y tan fácil que ninguna duda quede sobre lo conocido; o, lo que es lo mismo, la concepción
firme que nace en un espíritu sano y atento de la sola luz de la razón... Así, todos vemos por
intuición que existimos, que pensamos, que un triángulo está formado por tres líneas, que un globo
no tiene más que una superficie, y otras verdades semejantes" (Regla III).
La intuición es, pues, una forma de visión inmediata por parte del espíritu, una "visión
intelectual" de las verdades elementales o "naturalezas simples". En cuanto intelectual, la intuición
cartesiana se disocia de la percepción sensorial, que es a lo que tradicionalmente aludía el término, y otorga
al entendimiento humano una prerrogativa que la escolástica generalmente atribuía al Entendimiento
divino.
Como "concepción", no es pasiva; supone más bien una actividad de la inteligencia cuyo resultado final es
el que se aprehende íntegra e inmediatamente, como sucede en el caso de la constatación de la propia
existencia, o del triángulo como una superficie limitada por tres líneas rectas. Estos ejemplos dan a entender
que un conocimiento intuitivo no puede fundarse exclusivamente en la experiencia sensible; cuando ella
interviene, los datos que proporciona deben aún ser depurados, organizados, contrastados y valorados por el
entendimiento, el resultado es la evidencia con que se nos muestra la verdad.
Lo más frecuente es que la verdad que llega a nuestro entendimiento no sea simple, sino compleja. La razón
procede, entonces, espontáneamente a dividirla en los elementos simples para tener intuición o visión directa
y, por tanto, evidencia, de cada uno de ellos. Es el gran recurso que emplea el método matemático: el
análisis o descomposición de lo complejo en sus "naturalezas simples". La Regla V consiste en esto
precisamente:
"Reducir las proposiciones oscuras y confusas a las más sencillas para, partiendo de la
intuición de las cosas más fáciles, tratar de elevarnos gradualmente al conocimiento de todas
las demás" por la deducción.

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

"La deducción consiste en una operación por la cual comprendemos todas las cosas que son
consecuencia necesaria de otras conocidas por nosotros con toda certeza" (Regla III).
Descartes ha definido la deducción en términos de la intuición. Y esto por dos razones: porque
también la deducción intenta buscar evidencias; y porque la misma deducción tiene su origen, directo o
indirecto, en la intuición: de las verdades evidentes conocidas por intuición, la deducción obtiene
consecuencias necesarias y, por eso, dotadas del mismo grado de evidencia que las precedentes. La
deducción equivale a una cadena de intuiciones. Y la intuición, la captación inmediata de la conclusión,
independientemente de los pasos requeridos para llegar a ella.
Se entiende fácilmente que la intuición tiene en sí misma su propia garantía, porque una idea
encuentra el fundamento de su certeza en su presentarse ante la mente con el carácter de la evidencia. A la
deducción le ocurre lo contrario: no necesita una evidencia presente, sino que la pide prestada a la memoria;
de ahí que, cuanto más larga y compleja es la deducción, tanto menor es su grado de evidencia, porque el
entendimiento puede obtener una conclusión que no sea verdadera.
Distinguimos, pues, la intuición de la deducción cierta en que en ésta interviene un movimiento o
cierta sucesión y en aquélla no; y en que la deducción no necesita, como la intuición, una evidencia
presente, sino que, en cierto modo, la pide prestada a la memoria. De donde resulta que las
proposiciones que son consecuencia inmediata de un primer principio pueden ser conocidas tanto
por la intuición como por la deducción, según la manera de considerarlas; los principios sólo son
conocidos por la intuición, y las consecuencias lejanas, sólo por la deducción" (Regla III).
Para tener garantía, hay que utilizar correctivos: uno es la enumeración, mediante la cual la mente
recorre "con un movimiento continuo e ininterrumpido todas las verdades y cada una en particular", de
manera que las diversas y sucesivas partes del razonamiento se reduzcan a unidad, y así la deducción -que
implica sucesión- se transforme en intuición -que implica simultaneidad-.
"Para completar la ciencia, es preciso que el pensamiento recorra, en un movimiento continuo,
todos los objetos que se relacionan con el fin que nos proponemos, y así abarcarlos en una
enumeración suficiente y ordenada.
La observación de esta regla es necesaria para admitir como ciertas, verdades que no se deducen
inmediatamente de los principios que conocemos con toda evidencia. A veces se llega a esas
verdades por una serie de consecuencias tan larga, que difícilmente recordamos el camino que
hemos seguido; por eso recomendamos un movimiento continuo del pensamiento para suplir la
debilidad de la memoria. Si yo encuentro por operaciones diversas (y sirva esto de ejemplo) cuál es
la relación que existe entre las magnitudes A y B, después la que se da entre B y C, luego entre C y
D y finalmente entre A y E, no veo realmente la que existe entre A y E porque no puedo determinarla
con precisión si no recuerdo perfectamente todas las relaciones conocidas.
Por esto hay que acostumbrarse a recorrer esas relaciones por un movimiento continuo del
pensamiento, hasta que se pueda pasar de la primera a la última con la rapidez suficiente para que
parezca que, sin auxilio de la memoria, se abarquen todas al mismo tiempo... Este movimiento no
debe ser interrumpido..., para sacar rápidamente una consecuencia de principios lejanos...; si no se
recorre toda la cadena de conclusiones intermedias..., aunque la olvidada sea la de menor
importancia, se rompe la cadena y desaparece la seguridad de la conclusión" (Regla VII).
Es más difícil de precisar la segunda función que Descartes asigna a la enumeración, que llama a veces
"inducción" (Regla VII). Parece que tiene que ver con la delimitación de los problemas y de los
procedimientos de verificación de la reducción de lo complejo a lo simple exigido por el análisis.
En las Reglas para la dirección del espíritu Descartes ha buscado en el propio dinamismo natural y
espontáneo de la razón el fundamento de aquellas reglas que ya se aplican en el método matemático. El
análisis o reducción de las proposiciones complejas a nociones simples y, a continuación, la síntesis de todas
ellas, no es sino la combinación de intuición y deducción mediante la aplicación de la enumeración. Si éste
es el modo natural de proceder nuestra razón, a él hay que atenerse para lograr un saber acerca del hombre y
de Dios que posea la misma certeza que nos procura el conocimiento del mundo por medio de la física de
base matemática, en que ya viene aplicándose el orden racional.
7. Descartes - Las reglas del método
Las consideraciones precedentes sólo habían ilustrado una parte del método: aquélla que reduce
todas las ideas a ideas simples en las que se puede penetrar con una intuición intelectual capaz de reconocer

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

su evidencia. En el Discurso del método se precisa la exposición cartesiana más detalladamente formulando
cuatro reglas.
“Cuando era más joven, había estudiado un poco, de las partes de la filosofía, la lógica, y de las
matemáticas, el análisis de los geómetras y el álgebra, tres artes o ciencias que debían, al parecer,
contribuir algo a mi propósito. Pero cuando las examiné...
Por todo lo cual pensé que había que buscar algún otro método que juntase las ventajas de estos
tres excluyendo sus defectos. Y, como la multitud de leyes sirven muy a menudo de disculpa a los
vicios, siendo un Estado mucho peor regido cuando hay pocas, pero muy estrictamente observadas,
así también, en lugar del gran número de preceptos que encierra la lógica, creí que me bastarían
los cuatro siguientes, supuesto que tomase una firme y constante resolución de no dejar de
observarlos ni una vez siquiera.
Fue el primero no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiera con evidencia que lo es;
es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios
nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu que no me ofreciera
ninguna duda" (Discurso del método, 2, o.c. pp. 45-47).
Este primer precepto propone como criterio de la verdad la evidencia. Verdadero es lo evidente; y es
evidente lo in-mediato, lo que es objeto de una intuición o visión intelectual directa. Según la filosofía
clásica, el sujeto conoce la realidad a través de un intermediario, el concepto ( medium in quo). Las cosas
existentes no se nos dan por sí mismas, sino como ideas o representaciones conceptuales. Pero este
intermediario puede representarnos la realidad deformada. Descartes eliminará, pues, este sentido del
concepto como intermediario entre el sujeto y la realidad. El criterio de verdad de las ideas no consistirá,
pues, como en los escolásticos, en su adecuación o conformidad con las cosas, sino que debe ser interior a las
ideas mismas: su evidencia. Lo evidente, a su vez, se define por dos notas esenciales: la claridad y la
distinción.
"Llamo claro al conocimiento que se halla presente y manifiesto a un espíritu atento, como decimos
que vemos claramente los objetos cuando, se hallan presentes a nuestros ojos, obran lo suficiente
sobre ellos y éstos están dispuestos a mirarlos. Llamo distinto al conocimiento que es tan preciso y
diferente de todos los demás que sólo comprende lo que aparece manifiesto a quien lo considera
como es necesario" (Principios de filosofía, I, 45).
En las Reglas, llama a las ideas claras y distintas naturalezas simples y a la acción del espíritu que las capta
y conoce, intuición o conocimiento inmediato.
"El modo de usar los ojos nos enseña el uso que debemos hacer de la intuición: el que quiere con
una sola ojeada abarcar muchos objetos, no ve ninguno distintamente; y, por la misma razón, el
que, con un solo acto del pensamiento, acostumbra a considerar gran número de objetos a la vez,
tiene un espíritu confuso... Es necesario acostumbrarse a abarcar con el pensamiento muy pocos
objetos a la vez, y tan sencillos, que jamás creamos aquello de que no tengamos una intuición tan
clara como la que tenemos de la cosa que más distintamente conozcamos" (Regla IX).
Claridad es, pues, presencia o manifestación inmediata de una verdad a la mente. Distinción es la separación
de esa verdad respecto de todas las demás. Esta operación de conocer lo evidente o intuir una naturaleza
simple es la primera y fundamental del conocimiento. A esto se ordenan los dos primeros preceptos del
método cartesiano.
"El segundo, dividir cada una de las dificultades que examinare, en cuantas partes fuera posible y
en cuantas requiriese su mejor solución" (Discurso del método, 2, o.c. p. 47).
Es el procedimiento del análisis de lo complejo en los elementos simples que pueden ser conocidos
inmediata o intuitivamente como verdaderos y de cuya verdad no pueda caber duda alguna. Tales elementos
simples son las ideas claras y distintas.
No es suficiente tener evidencias para que haya ciencia, pues ésta no consiste en un mero agregado
de enunciados por muy verdaderos que sean, sino en un conjunto ordenado que revela las necesarias
vinculaciones que los convierte en un todo unitario. Esta necesaria síntesis es la que vienen a garantizar los
preceptos 3º y 4º. Es el enlace de las intuiciones mediante la deducción. Si el análisis deshizo la dificultad
compleja en elementos o naturalezas simples, ahora, recorriendo estos elementos y su composición,
volvemos, de evidencia en evidencia, a la dificultad primera en toda su complejidad; pero ahora volvemos
conociendo, es decir, intuyendo una por una las ideas claras, garantía última de la verdad del todo.

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

"El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos más simples y
más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de
los más compuestos, e incluso suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente"
Disc. del mét. ib.).
"Y el último, hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales, que
llegase a estar seguro de no omitir nada" (Ib. 47).
El cuarto precepto representa la comprobación del análisis y de la síntesis: del análisis, mediante el recuento
o enumeración; y de la síntesis, mediante la revisión de los pasos que se van dando en la síntesis deductiva
para asegurar el orden debido. Es llamativa la preocupación cartesiana por el orden. Es índice de la
conciencia que tiene de inaugurar un método nuevo y de inspiración matemática; índice también de la
inseguridad que sacude al hombre moderno que estrena un "nuevo mundo".
8. Descartes - Nuevo modo de explicar el conocimiento
Al asumir como modelo de conocimiento cierto el de las matemáticas, Descartes entiende el
conocimiento de manera distinta que Aristóteles. Para el Estagirita, conocer era asimilar el ser de las cosas:
su forma o estructura materializada en las cosas. Esta asimilación era posible por la capacidad que el
entendimiento humano tiene de despegarse de lo material por la abstracción. Esta actividad intelectual
permitía la elaboración del concepto, a cuyo través se conocía la esencia realizada en las cosas. Descartes
pone en cuestión, precisamente, este intermediario, el concepto, porque puede deformar la realidad conocida
a través suyo. En esa misma medida, no valora la abstracción, tal como la entiende Aristóteles, aunque sí
reclamará, como él, la necesidad de prescindir de la experiencia sensorial para obtener un conocimiento
digno de la ciencia. Mayor parecido muestra la filosofía cartesiana con la de Platón: para él, conocer es
ascender desde lo sensible hasta lo inteligible, hasta la contemplación de las ideas o estructuras racionales de
las cosas. Sabemos la importancia que en esta ascensión tiene el conocimiento de las matemáticas, como
conocimiento racional-discursivo que prepara la mente a la intuición o visión directa de la suprema Idea, la
del Bien. Al fin y al cabo, Platón es idealista y el idealismo no es sino la culminación del racionalismo.
Pero Descartes ha incluido el mundo en el sujeto: transforma la cosas en ideas. Y su verdad o falsedad no
tiene un criterio externo, sino que es interior al sujeto: la evidencia de las ideas que se hacen presentes
inmediatamente al entendimiento humano.
Conocer es ahora construir un sistema, una visión global de la realidad -Mundo, Hombre y Dios-. ¿Con qué
materiales se llevará a cabo la construcción? No con los que aporta la experiencia sensorial, sino con los
materiales propios de la razón: la ideas. La razón procede deduciendo las verdades a partir de unas
verdades evidentes: las llamadas ideas innatas, que juegan en la filosofía el mismo papel que los axiomas en
las matemáticas.
Aclaremos desde ahora que el innatismo no significa que los niños nazcan ya con las ideas formadas
acerca del mundo, del hombre y de Dios. Nacen, eso sí, con la capacidad o virtualidad de formarlas
para explicar la realidad: las ideas son, pues, virtualmente innatas.
Ahora se advierte más claramente la cercanía de la filosofía cartesiana a la platónica: también en ella
se hablaba de un dinamismo que la razón humana posee antes de ("prior") abordar la experiencia
sensorial e independiente de ella; en este sentido, "a priori". Era la solución platónica de la
reminiscencia al problema del conocimiento científico, con los caracteres de universalidad y
necesidad que tienen sus juicios; estos caracteres no pueden provenir de los datos múltiples y
cambiantes de la experiencia sensorial.
El siguiente texto del autor es un buen resumen de la concepción cartesiana de la ciencia y de su método a
seguir: el método se inspira en el procedimiento matemático, especialmente en el análisis de la geometría;
éste divide una proposición compleja en otras más simples, que así resultan evidentes a primera vista, por
intuición intelectual; luego, partiendo de estas evidencias, en series de razones lógicamente enlazadas, la
razón construye el edificio del saber. Y, como éste es el dinamismo natural y espontáneo de la razón, allí
donde se aplique se logrará el mismo grado de certeza que nos proporcionan las matemáticas. El método
garantiza, pues, el alcance ilimitado de la razón humana que, si procede respetando su estructura, no tiene
límites.
"Esas largas series de trabadas razones muy plausibles y fáciles que los geómetras acostumbran
emplear para llegar a sus más difíciles demostraciones, me habían dado ocasión de imaginar que
todas las cosas que el hombre puede conocer, se siguen unas a otras e igual manera, y que, con
sólo abstenerse de admitir como verdadera una cosa que no lo sea y guardar siempre el orden

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

necesario para deducirlas unas de otras, no puede haber ninguna, por lejos que se halle o por
oculta que esté, que no se llegue a alcanzar y a descubrir" (Disc,. del mét., 2 o.c. p. 47).
9. Descartes - De la duda metódica al "cogito"
El método que Descartes se propone como vía de acceso a la verdad indudable se basa fundamentalmente en
el criterio de la evidencia. Pero, ¿cómo confirmar este criterio? ¿No podría ser otra ilusión u otra forma de
prejuicio? ¿No podría haber en él ideas que parecen evidentes sin serlo? De ahí la exigencia de someter el
método a un procedimiento de verificación que va a ser el ejercicio de la duda.
Ya se está viendo que la duda juega un doble papel: en una primera instancia, la duda que surge del
contraste de opiniones aviva la exigencia de un método; su formulación rigurosa reclama el que esté
fundado en reglas ciertas e indudables; pero, en el mejor de los casos, el método propuesto permitirá
construir un saber autoconsciente, a partir de las propias certezas, pero no podría legitimarse como válido
para todos ni como ciencia capaz de conocer la realidad independiente de la mente que la constituyó. De ahí
la necesidad de servirse de la duda generalizada y sistemática para lograr esta certeza que pueda resistir
toda objeción.
"A fin de que os animéis a proseguir con más coraje en la investigación de la verdad, os advierto
que estas dudas que desde el principio nos han asaltado son como fantoches y vanas imágenes que
aparecen de noche y con el favor que les hace una luz débil y oscilante; si las rehuís, seguiréis con
vuestro miedo; pero si os acercáis como para tocarlas, descubriréis que no son sino aire y sombra,
y en el futuro estaréis más tranquilos en esta especie de apariciones" (La búsqueda de la verdad).
La duda cartesiana representa una crítica radical a las opiniones admitidas hasta entonces como verdaderas.
Pero esta crítica se hace con vistas a hallar la verdad indudable a partir de la cual reconstruir con firmeza el
sistema del saber. De esto modo, la duda cartesiana enlaza con el primer precepto de su método: no aceptar
como verdadero sino lo evidente. Es, por eso, duda metódica, paso preliminar para llegar a la verdad
incuestionable. No olvidemos que Descartes está convencido de las ilimitadas posibilidades de una razón que
respeta las reglas del pensar. Por eso, aunque la duda va a ser radical y se va a extender a todo lo
cuestionable, sin embargo es metódica: no es una duda existencial, propia de un escéptico, sino una duda
artificial, metodológica.
"En la primera (Meditación), propongo las razones por las cuales podemos dudar en general de
todas las cosas, y en particular de las cosas materiales, al menos mientras no tengamos otros
fundamentos de las ciencias que los que hemos tenido hasta el presente. Y, aunque la utilidad de
una duda tan general no sea patente al principio, es, sin embargo, muy grande, por cuanto nos
libera de toda suerte de prejuicios, y nos prepara un camino muy fácil para acostumbrar a nuestro
espíritu a desligarse de los sentidos y, por último, porque hace que ya no podamos tener duda
alguna respecto de aquello que más adelante descubramos como verdadero" (Meditaciones
metafísicas, Resumen, o.c. p. 113).
Las percepciones sensibles son las primeras que deben someterse a la prueba de la duda: me han engañado
alguna vez; pueden engañarme siempre.
"Todo lo que he tenido hasta hoy por más verdadero y seguro, lo he aprendido de los sentidos o por
los sentidos; ahora bien: he experimentado varias veces que los sentidos son engañosos, y es
prudente no fiarse nunca por completo de quienes nos han engañado una vez" (Meditación I, o.c. p.
118).
"Muchas veces he observado que una torre, que de lejos me había parecido redonda, de cerca
parecía cuadrada, y que estatuas enormes, levantadas en lo más alto de esas torres, me parecían
pequeñas vistas desde abajo" (Med. VI, o.c. p. 184)
Ahora bien, aunque las cosas no sean como los sentidos me dicen, todavía estoy cierto de que hay cosas.
"Pero, aunque los sentidos a veces nos engañen acerca de cosas mal perceptibles o muy remotas,
acaso haya otras muchas de las que no podamos razonablemente dudar, aunque las conozcamos
por su medio; como son, por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, vestido con una bata,
teniendo este papel en las manos y otras por el estilo. Y, ¿cómo negar que estas manos y este
cuerpo sean míos...?" (Ib.).
Los sentidos pueden engañarnos en lo tocante a cosas difícilmente perceptibles y remotas, pero ¿también
pueden engañarnos en percepciones presentes? Pensándolo bien, también puedo dudar de la existencia real
de las cosas que percibo estando ellas presentes: cuando sueño, vivo las cosas con todo realismo y luego, al

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

despertar, advierto su irrealidad. La imposibilidad de distinguir la vigilia del sueño, me lleva a dudar de la
existencia de las cosas mismas.
"Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que tengo costumbre de
dormir y de representarme en sueños las mismas cosas... ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido
soñar, por la noche, que estaba aquí mismo, vestido junto al fuego, estando en realidad desnudo y
en la cama! En este momento estoy seguro de que yo miro este papel con los ojos despiertos..., la
cabeza..., las manos...; lo que acaece en sueños no me resulta tan claro y tan distinto como todo
esto. Pero, pensándolo mejor, recuerdo haber sido engañado mientras dormía por ilusiones
semejantes. Y, fijándome en este pensamiento, veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios
ciertos para distinguir el sueño de la vigilia..." (Ib. 119).
El alcance de este segundo nivel de duda se extiende incluso a las nociones de las ciencias de la naturaleza:
las cualidades primarias son el objeto de la física y la astronomía. No obstante, esté despierto o esté
dormido, las verdades matemáticas son inmutables: 2+3 serán siempre 5; el cuadrado siempre y
necesariamente tendrá cuatro lados. Son las verdades que la razón construye "a priori", al margen de la
experiencia sensorial, y su verdad no depende de la existencia material de tales objetos. Pues también puedo
dudar de esto: ¿quién me dice que la razón no está deformada por Dios o, más respetuosamente, por un
genio travieso que se complace en engañarme? Algo así como si, por ej., todas las calculadoras hicieran
idénticas operaciones pero estuvieran todas ellas trastocas por una travesura de los japoneses que las
construyen...
"Es preciso confesar, de todos modos, que hay cosas aún más simples y universales realmente
existentes... la naturaleza corpórea en general y su extensión, así como la figura de las cosas
extensas, su cantidad o magnitud, su número y también el lugar..., el tiempo... y otras por el estilo.
Por lo cual, acaso no sería mala conclusión si dijésemos que la física, la medicina y todas las demás
ciencias que dependen de la consideración de cosas compuestas, son muy dudosas e inciertas; pero
que la aritmética, la geometría y demás ciencias de este género, que no tratan sino de cosas muy
simples y generales, sin ocuparse de si tales cosas existen o no en la naturaleza, contienen algo
cierto e indudable. Pues, duerma o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco, y el cuadrado
no tendrá más de cuatro lados; no parece que verdades tan patentes puedan ser sospechosas de
falsedad o incertidumbre alguna" (Ib. 119-121).
"Y, sin embargo, hace tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión según la cual hay un Dios
que todo lo puede, por quien he sido creado tal como soy. Pues bien, ¿quién me asegura que tal
Dios no haya procedido de manera que no exista tierra, ni cielo, ni cuerpos extensos, ni figura, ni
magnitud, ni lugar, pero a la vez de modo que yo, no obstante, sí tenga la impresión de que todo eso
existe tal y como lo veo?
Y más aún..., podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas veces sumo dos más
tres, o cuando enumero los lados de un cuadrado... Es posible que Dios no haya querido que yo sea
burlado así, pues se dice de El que es la suprema bondad. Con todo, si el crearme de tal modo que
yo siempre me engañase repugnaría a su bondad, también parecería del todo contrario a esa
bondad que me engañe alguna vez, y esto último lo ha permitido, sin duda...
Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios -que es fuente suprema de verdad- sino cierto
genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria
para engañarme" (Med. met. 1, o.c. p. 121-123).
El genio maligno de que habla Descartes es una hipótesis. El está convencido de que Dios existe y de que es
fuente suprema de verdad; pero, de momento, esto lo sabe sólo por la fe; Descartes es un creyente cristiano y
esto influye en su filosofía; pero es un filósofo, no un teólogo. Su hipótesis de un Dios todopoderoso y
engañador, que disfraza con la expresión de "genio maligno", viene exigida por la radicalidad con que se
propone someter a crítica las opiniones admitidas hasta entonces como verdaderas. En efecto, la duda ha
invadido todo el campo del conocimiento, e incluso, el campo mismo del método. La hipótesis del genio
maligno es la hipótesis de la falibilidad de la razón misma. No sólo los sentidos nos engañan; también la
razón tiene posibilidad de engañar: ni siquiera el método elaborado queda al abrigo de la duda. Cuestionada
así la realidad y la verdad, Descartes se encuentra en la situación de quien está a punto de ahogarse y
bastante lejos de la costa para volver atrás:
"La meditación que hice ayer me ha llenado el espíritu de tantas dudas, que ya no me es posible
olvidarlas. Y, sin embargo, no veo de qué manera voy a poder resolverlas; y, como si de pronto
hubiese caído en unas aguas profundísimas, me quedo tan sorprendido, que ni puedo afirmar los

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

pies en el fondo, ni nadar para mantenerse a flote. Haré un esfuerzo, sin embargo, y seguiré por el
mismo camino que ayer emprendí, alejándome de todo aquello en que pueda imaginar la menor
duda... y continuaré siempre por ese camino hasta que encuentre algo que sea cierto o, por lo
menos, hasta que haya averiguado con certeza que nada hay cierto en el mundo. Arquímedes, para
levantar la tierra y cambiarla de lugar, sólo pedía un punto de apoyo firme e inmóvil; así yo
también tendré derecho a concebir grandes esperanzas, si por ventura hallo tan sólo una cosa que
sea cierta e indudable" (Meditación II, o. c. p. 125).
Descartes no va a tardar en encontrar el punto de apoyo . A resguardo de las dudas barajadas en la
Meditación I, es seguro que tenemos ideas y representaciones, aunque nada puede afirmarse en torno a la
verdad o entidad de lo que representan. Y, si hay representaciones, alguien se las representa: el yo. Y
mientras me experimento actualmente dudando, recordando, calculando, sintiendo..., en una palabra,
pensando, yo soy o existo. No importa si es falso o no lo que pienso, si son fantasías oníricas, si tienen o no
un correlato real, si las inculca algún dios que se divierte engañándome: mientras pienso, existo yo
pensando, "Cogito, ergo sum".
"Así pues, supongo que todo lo que veo es falso... pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo,
figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces,
tener por verdadero? Acaso esto sólo: que nada cierto hay en el mundo.
... Y yo mismo, al menos, ¿no soy algo? Ya he negado que yo tenga sentidos ni cuerpo... Ya estoy
persuadido de que nada hay en el mundo..., ¿y no estoy así mismo persuadido de que yo tampoco
existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo o meramente si pienso algo, es porque yo soy.
Cierto que hay un no sé qué engañador todopoderoso y muy astuto, que emplea toda su industria en
burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y engáñeme cuanto
quiera: nunca podrá hacer que yo no sea nada mientras yo esté pensando que soy algo . De
manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y
dar como cosa cierta que esta proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas
veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu" (Med. II, o.c. 126).
En el Discurso del método, formula la expresión catesiana que ha hecho más fortuna: "Cogito, ergo sum",
"yo pienso, luego existo" ( Disc. del mét., IV, o.c. p. 61). Aclaremos el sentido de la expresión.
Primeramente, advirtamos que no se trata de un silogismo, aunque su estructura parece ser la de una
conclusión de dos premisas que dijeran: Todo lo que piensa, existe; yo pienso; luego yo existo. Los
contemporáneos de Descartes discutieron esta deducción cartesiana. Los autores de las Segunda objeción, y
Gassendi, autor de la Quinta encontraron un error lógico: que la premisa mayor -"Todo lo que piensa existe"
no se puede sustraer a la duda universal. Descartes responde refutando la objeción: el cogito no es un
silogismo, sino una intuición inmediata de la mente:
"Cuando alguien dice: yo pienso, luego soy, o existo, no deduce su existencia de su pensamiento en
virtud de un silogismo, sino como algo que se conoce por sí mismo y lo ve con una simple intuición
de la mente" (Resp. a la II obj.).
Descartes, en efecto, no está conforme con el valor demostrativo del silogismo, porque demuestra
una verdad ya sabida; no es instrumento válido para la investigación de verdades nuevas.
Por otra parte, nuestro filósofo pretende dar con una verdad evidente en sí misma, a cuyo conocimiento se
llegue sin intermediarios. El silogismo, en cambio, es deducción de una verdad contenida en otra anterior
"mediante" una tercera verdad que es el término medio. Por tanto, la verdad enunciada es expresión de una
experiencia interior inmediata, intuitiva: que existo yo pensando.
Cree haber obtenido la primera -y, por el momento, única- evidencia. Por eso adquiere la máxima
importancia, porque es clave en un sistema racional-deductivo que requiere, al menos, una verdad
indubitable desde la cual obtener cuanto pueda saberse acerca del hombre y Dios. Descartes saca de ella una
consecuencia inmediata de orden formal: que esa verdad es criterio de verdad: toda otra verdad que pudiera
hallar, si se presenta con la claridad y distinción del Cogito, será igualmente incorregible y cierta.
Con la existencia del yo, también se revela su esencia: ¿Qué soy yo? La claridad y distinción con
que debe presentarse una verdad, impide que, a estas alturas de la reflexión, se acepten definiciones del yo
como "hombre", "animal racional" o, tratándose del alma, "algo muy raro y sutil, un viento, una llama, un
soplo..." (Med. II, o. c. p. 127). Solamente un atributo del yo se revela como imprescindible: pensar. Puesto
que no puede concebirse la existencia del yo sin el pensar, su esencia no puede ser sino pensamiento. En
consecuencia, "el yo es una cosa - sustancia- que piensa":

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

"... Encuentro que el pensamiento es un atributo que me pertenece: únicamente él no puede ser
separado de mí. Yo soy, yo existo, esto es cierto; pero, ¿cuánto tiempo? A saber, todo el tiempo que
yo piense, pues podría suceder que si yo dejara de pensar completamente, dejaría al mismo tiempo
de existir totalmente. No admito nada que no sea necesariamente verdadero: yo no soy, pues,
hablando con precisión, más que una cosa que piensa, es decir, una mente, un espíritu, un
entendimiento o una razón, que son términos cuyo significado antes me era desconocido. Así, pues,
yo soy una cosa verdadera y verdaderamente existente; pero, ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa
que piensa" (Med. II, o.c. p. 128-129).
El término "pensar" lo entiende Descartes de manera muy amplia. "Pensamiento" es toda vivencia
interna del sujeto, no sólo la que se refiere al ejercicio intelectual que ordinariamente llamamos pensar. Por
"pensamiento" se entiende aquí cualquier vivencia como sentir, soñar, imaginar, alegrarse o apenarse...: todo
lo que al yo le ocurre por dentro.
"Ya sé con certeza que soy, pero aún no sé con claridad qué soy... ¿Qué soy entonces? Una cosa que
piensa. Y, ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que
niega, que quiere, que imagina también, y que siente" Med. II, o. c. p. 130).
De la primera y única verdad alcanzada hasta el momento, Descartes obtiene una consecuencia más: lo
primero que conocemos es el espíritu o mente. Si los cuerpos pueden ser conocidos, tal conocimiento
dependerá del conocimiento del yo, no a la inversa. Al término de la Meditación II lo ilustra con los ejemplos
de la cera y las figuras humanas. Lo que permite afirmar que un pedazo de cera es el mismo antes y después
de ser afectado por el fuego, no son las percepciones sensoriales que tenemos en uno y otro momento. Si no
interviniera más que la sensación, afirmaríamos que se trata de dos cosas distintas, pues la forma, el color,
olor, sabor, son muy diferentes en ambos casos. La creencia de que se trata del mismo trozo de cera, si bien
requiere de la constatación sensorial de los cambios, se produce independientemente de ellos, gracias a la
reflexión, que revela que, si hay cambios, algo cambia, y que lo que permanece es la idea de extensión
geométrica en general. La idea de extensión no proviene de ninguna percepción sensorial, que, sólo
manifiesta una forma concreta de la extensión. Es patente la inversión de la actitud natural y de la
concepción tradicional del conocimiento: la esencia de la sustancia corpórea no se alcanza a partir de las
percepciones sensibles por vía de abstracción o generalización, sino al contrario: sin el concepto o la idea de
extensión, no podríamos darle sentido y referencia a las sensaciones. Descartes concluye así su Meditación
II:
"Los cuerpos no son propiamente conocidos por los sentidos o por la facultad de imaginar, sino
por el entendimiento solo; y no son conocidos porque los vemos y los tocamos, sino porque los
entendemos o comprendemos por el pensamiento; por eso veo claramente que nada me es más
fácil de conocer que mi propio espíritu" (O.c. p. 135-136).
La realidad del espíritu pensante es, pues, la verdad evidente que el método buscaba. Analizados los
caracteres de esta verdad que, no sólo ha resistido los asaltos de la duda, sino que la misma duda ha
confirmado y vigorizado, reconocemos la exigencia de la primera regla del método: la evidencia entendida
como claridad y distinción.
10. Descartes - Discusión en torno al Cogito
El descubrimiento cartesiano suscitó serias objeciones. La primera se refería a la estructura
silogística deficiente del Cogito; cf. supra). La segunda crítica se la hizo Hobbes (Terceras
objeciones): el Cogito no es verdadero y propio conocimiento; afirma algo indudable, pero sólo en la
medida en que se limita a expresar la conciencia de pensar y de existir. Cuando se pretende ir más
lejos y afirmar la realidad o ser pensante, se procede arbitrariamente. Del hecho de que yo pienso no
se deduce que mi ser o sustancia sea el pensamiento; como del hecho de que yo pasee, dice Hobbes,
no se concluye que yo sea un paseo.
Descartes responde afirmando que el ejemplo de Hobbes no es correcto. Entre el paseo y el
pensamiento hay una radical diferencia: mientras que el pasear es siempre y sólo una acción que no
pertenece a la esencia del que la realiza, el pensamiento indica, a veces, la acción de pensar, a veces,
la facultad de pensar, a veces, la realidad o sustancia en quien radica esa facultad. En este último
sentido, se identifica con la esencia del hombre mismo.
Es tan grave el paso dado por Descartes y tan grave la consecuencia del idealismo, que bien merece dalatar
su confusión inicial.

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

De que el pensamiento es indudable para sí mismo, ¿se sigue la consecuencia de que yo existo? Puesto que
dudo, puesto que afirmo, sueño, imagino, siento…; puesto que pienso es que existo. Yo existo como una
cosa que piensa: soy una sustancia pensante. La sustancia pensante es una realidad de la que no cabe
dudar. Pero esta consecuencia no es legítima. Lo único que puedo decir es que mi pensamiento existe. Pero
no puedo afirmar nada rigurosamente sobre si allende mi pensamiento existe o no existe esa especie de
realidad que denominamos sustancia pensante, yo pensante, cosa que piensa. Lo indudable, cuando
inspecciono lo que se ofrece espontáneo a mi reflexión interior, es el pensamiento éste y el sentimiento
aquél. Pero que esos pensamientos y sentimientos sean los de cierto sujeto, yo o alma, o sustancia pensante,
eso podrá ser algo de que yo esté convencido; pero no se deduce de la indubitabilidad primaria del
pensamiento. Lo indudable es el pensamiento; no, empero, el hipotético sujeto de ese pensamiento.
Recordemos lo que dice Descartes cuando dudaba de todo: decía que de los objetos del pensamiento cabe
dudar que existan (cabe dudar de que exista el centauro); pero que del pensamiento mismo no es posible
dudar. Ahora bien: el yo no es un pensamiento, sino un objeto pensado por mí. Por tanto, Descartes, para
ser consecuente, debería decir: es indudable mi pensamiento del yo; pero no el yo mismo como sustancia
pensante. Descartes comete un paralogismo o sofisma, que consiste en presentar como indudable un objeto
del pensamiento, siendo así que lo único que podemos considerar como indudable es el pensamiento de ese
objeto.
En la raíz misma del idealismo moderno hay, pues, una equivocación, una sustitución ilegítima.
¿Cómo ha podido cometerla Descartes? Porque Descartes, cuando se figura haber desalojado de su mente
toda la ciencia aprendida de sus maestros, conserva, sin embargo, en su intelecto una vieja noción: la noción
de sustancia. Y aplica esta noción –que fue forjada para las cosas, para los objetos de la realidad exterior- a
los pensamientos que encuentra en el interior de su alma, y se dice: estos pensamientos, estas dudas, etc., son
míos, son accidentes de la sustancia que yo soy. Puesto que yo pienso, es que existo, es que soy una
sustancia pensante.
De aquí se deriva todo el idealismo; porque si la única realidad indudable es el yo pensante, entonces lo
pensado queda convertido en pensamiento: queda desobjetivado, queda transformado en mera
modificación del yo, queda volcado en el ámbito del sujeto que piensa. El yo del idealista, dirá Ortega, se
traga el mundo. Al partir Descartes de la realidad única del yo pensante, identifica éste con el sujeto, y
entonces el objeto se identifica con el pensamiento del sujeto: el objeto desaparece como realidad
exterior del sujeto pensante.
El idealismo ha sido una desviación producida por la confusión cartesiana, que a la realidad del pensamiento
sustituye la realidad del yo pensante –quedando entonces el pensamiento reducido a ser el objeto del yo- y
quedando, en consecuencia, eliminada, volatilizada, la realidad del verdadero objeto.
Respecto al procedimiento por el que se llega al Cogito, aunque pueden rastrearse
semejanzas en San Agustín y en Campanella, resulta original. Tiene, efectivamente, en Descartes un
papel y una centralidad desconocida hasta ahora. En el Cogito se manifiesta, además, esa
duplicidad típica del cartesianismo. La evidencia implica, como se ha dicho, claridad y distinción.
Estas dos connotaciones de la evidencia ponen de relieve dos aspectos y características distintas de la
verdad. La evidencia como claridad define la verdad como transparencia que la idea posee en sí
misma, ante la cual la mente se comporta pasivamente, reconociendo la evidencia de la idea. En
cambio, la evidencia como distinción define la verdad como una actividad libre del espíritu que
separa una percepción de otra.
Esta duplicidad de pasividad y actividad del espíritu se entrecruza con otra: la del entendimiento y la
voluntad. De un lado, el método parece ser un método de la razón -regula efectivamente la actividad
intelectual-; de otro, puede entenderse como método de la voluntad -para Descartes sinónimo de la
libertad-. Alcanzar la evidencia requiere el ejercicio de la duda, el esfuerzo de la atención, la
capacidad de distinguir entre las diversas ideas. Ahora bien, duda, esfuerzo, capacidad de distinción
suponen decisión y elección; no son, pues, actividades del entendimiento, sino de la voluntad. De
ahí también que el método cartesiano puede presentarse -y el propio Descartes lo hace a veces- como
una especie de itinerario de liberación de las pasiones y demás movimientos que dificultan el pensar
con rectitud. El método cartesiano teje, así, elementos diversos y a veces en contraste: la evidencia,
por ejemplo, es el resultado de la simplicidad que la idea en sí misma posee, el producto de un
correcto uso del entendimiento, y el término de un ejercicio controlado de la voluntad.
Subrayemos, en fin otro punto. En el intento de fundamentar el método, Descartes ha llevado
a cabo también un significativo cambio de perspectiva. Inicialmente, no parece sino un puro método
científico modelado según la estructura de las ciencias matemáticas; pro llega a hacerse un método

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

filosófico con una clara proyección metafísica. Se advierte así la distancia que separa a Descartes de
Galileo y así mismo, lo estrictamente imbricadas que están física y metafísica en el filósofo francés.
Una remite a la otra: la metafísica se construye desde el modelo de la ciencia y le ofrece a ésta el
fundamento de su propio apoyo.
11. Descartes - Metafísica. De la certeza a la verdad: del Cogito a Dios
Por muy importante que sea el haber descubierto la existencia del yo y la determinación de su
esencia como sustancia pensante, no hemos llegado, sin embargo, muy lejos: estamos en el ámbito de la
certeza o seguridad del sujeto y de sus vivencias internas; pero, si no logramos trascender la propia
inmanencia, la ciencia no pasará de ser una ficción epistemológica válida sólo para el sujeto que la
construye; será muy cierta pero no verdadera, no alcanzará la realidad. Descartes se ve obligado a trazar
un puente que le permita pasar de la certeza a la verdad, entendida como correspondencia entre el
pensamiento y las cosas. Este es el objetivo de la Meditación tercera.
11.1 Análisis del Yo y de sus vivencias o ideas
El punto de partida no puede ser otro que el yo y sus vivencias, designadas en su conjunto con el
término pensamiento; es la única verdad de que hasta ahora disponemos; a partir de ella tendrá que deducir
Descartes todo cuanto pueda saber acerca del mundo, del hombre y de Dios.
Pero el yo es una idea compleja: sintetiza toda la propia y personal biografía. Fiel, entonces, al
segundo precepto del método, tendrá que proceder Descartes al análisis del yo y de sus vivencias, que
reciben ahora el término técnico de ideas o representaciones.
Toda idea es un acto mental, una actividad del alma, con un contenido objetivo. Toda idea es idea
de algo: si pienso, pienso en algo o en alguien; si sueño, sueño con algo o con alguien; si espero, espero algo
o a alguien...
En cuanto actos mentales, todas las ideas son ciertas, pues las experimento en mi vida interior con
claridad y distinción. El contenido objetivo es el que distingue a las ideas en verdaderas, dudosas o falsas.
"Para procurar ahora extender mi conocimiento, seré circunspecto y consideraré con cuidado si no
podré descubrir en mí otras cosas más, de las que no me he apercibido todavía...; sin interrumpir el
orden que me he propuesto en estas meditaciones, que es pasar gradualmente de las primeras
nociones que halle en mi espíritu a las que pueda luego encontrar, debo dividir aquí mis
pensamientos todos en ciertos géneros y considerar en cuáles de estos géneros hay propiamente
verdad o error.
Entre mis pensamientos, unos son como las imágenes de las cosas y sólo a éstos conviene
propiamente el nombre de idea: como cuando me represento un hombre, una quimera, el cielo, un
ángel o el mismo Dios. Otros, además, tienen algunas otras formas: como cuando quiero, temo,
afirmo, niego, pues si bien concibo entonces alguna cosa como contenido de la acción de mi
espíritu, también añado alguna cosa, mediante esta acción, a la idea que tengo de aquélla; y de este
género de pensamientos, unos son voluntades o afecciones y otros, juicios.
Y ahora, en lo que concierne a las ideas, si se consideran solamente en sí mismas, sin referirlas a
otra cosa, no pueden, hablando con propiedad, ser falsas; pues ora imagine una cabra o una
quimera, no es menos cierto que imagino una que otra. Tampoco es de temer que se encuentre
falsedad en las afecciones o voluntades; pues aunque puedo desear cosas malas o que nunca han
existido, no deja de ser verdad que las deseo. Así pues, sólo quedan los juicios, en los cuales debo
tener mucho cuidado de no errar.
Entre esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, y otras, extrañas y oriundas de fuera, y
otras, hechas e inventadas por mí mismo" (Med. III, o. c., p. 137-140).
Las ideas extrañas y oriundas de fuera son aquellas cuyo contenido objetivo me han transmitido los
sentidos: son las ideas adventicias. Se refieren a las cualidades que experimento en las cosas externas. ¿Cuál
es su valor objetivo, su verdad? Son dudosas, porque los sentidos no son fiables (primer nivel de duda) y,
más radicalmente aún, (2º nivel de duda), ni siquiera sé si existen cosas reales dotadas de esas cualidades
que espontáneamente considero como causa de mis percepciones.
Las ideas hechas o inventadas por mí mismo son las que ha elaborado mi imaginación, pero con
material aportado últimamente por los sentidos: son las ideas facticias. La idea que poseo de centauro, por
ejemplo, es creación de mi fantasía, que funde imágenes de cosas sensorialmente percibidas: un cuerpo
humano y un cuerpo caballar. Son, pues, tan dudosas como las anteriores.

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

En el ámbito de la experiencia interior encontramos otras ideas que no hemos recibido


sensorialmente ni son hechura de la imaginación, sino que "parecen nacidas conmigo": son las ideas
innatas. Ya hemos explicado el sentido general del innatismo cartesiano. Son la capacidad o virtualidad que
la mente tiene, por su propio dinamismo natural, de conocerse a sí misma como realidad o sustancia
pensante; capacidad de conocer la realidad material o sustancia extensa y de conocer la realidad de Dios,
sustancia infinita. De esa capacidad natural de la mente proceden las ideas de sustancia pensante -alma-, de
sustancia extensa -cuerpo- y de sustancia infinita -Dios-.
¿Cuál es la objetividad de estas ideas? ¿Existe realmente mi alma? ¿Son reales los cuerpos? ¿Existe
Dios?
Que existe mi alma o sustancia pensante es evidente: la única evidencia que hasta ahora tengo es la
de que existo yo pensando.
La idea innata de sustancia extensa no es la idea que me formo al percibir cuerpos extensos: una tal
idea sería adventicia. Se trata de la idea de extensión pura en el espacio y en el tiempo. En el Racionalismo,
la palabra "puro" significa vacío de contenidos concretos: es el espacio sin cuerpos y la sucesión sin
sucesos. Yo no puedo pensar un cuerpo que no ocupe un lugar en el espacio; pero sí puedo pensar un espacio
que no esté ocupado por ningún cuerpo: ésta es la idea de extensión espacial pura.
¿Para qué me sirve? Para construir racionalmente, sin contar con la experiencia, la Geometría: con
la idea de espacio y la noción de punto, la razón deduce a priori todas las leyes de las figuras geométricas.
Lo mismo ocurre con la idea de extensión temporal pura: todo lo que sucede tiene ocasión en un
tiempo determinado. Y donde hay sucesión, hay numeración del orden: primero, segundo, tercero...
Mentalmente, puedo prescindir de los sucesos concretos y quedarme con la mera sucesión, con la serie de
los números naturales (1,2,3...). Con ellos puede la razón construir a priori, sin contar con la experiencia,
las leyes de la Aritmética.
El problema que ahora se presenta es el siguiente: lo que mi razón ha construido a priori, con
independencia de la experiencia, ¿vale para la experiencia? Los cuerpos que ordenan las Matemáticas, ¿son
de verdad como la Aritmética y la Geometría me dicen? - De nuevo ronda el segundo nivel de duda: no sé si
hay o no cuerpos en la realidad. Y más radicalmente, el tercer nivel de duda: ¿piensa bien la razón o está mal
constituida por Dios o es engañada por el genio maligno?
De poco parece habernos servido el análisis de la idea de sustancia extensa. Descartes sigue prisionero en
su mundo interior sin poder salir de él para confirmar la correspondencia de las certezas racionales
con la verdad de lo real.
"Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí, hay
algunas que existen fuera de mí. Y es ésta: si tales ideas se toman sólo en cuanto son ciertas
maneras de pensar, no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y todas parecen
proceder de mí de un mismo modo; pero al considerarlas como imágenes que representan unas una
cosa y otras otra, entonces es evidente que son muy distintas.
En efecto, las que me representan sustancias son sin duda algo más, y contienen, por así decirlo,
más realidad objetiva, es decir, participan por representación de más grados de ser o perfección,
que aquéllas que me representan sólo modos o accidentes.
Y más aún: la idea por la que concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable..., esa idea, digo,
ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las que me representan sustancias finitas.
... Pues bien, para que una idea contenga tal realidad objetiva más bien que tal otra, debe haberla
recibido, sin duda, de alguna causa en la cual haya tanta realidad formal, por lo menos, cuanta
realidad objetiva contiene la idea..." (Med. III, o.c. p. 143-144).
Lo que acaba de decirnos Descartes tiene su complejidad y vamos a detenernos en su aclaración. Nos ha
expuesto su teoría de la realidad objetiva de las ideas como paso previo para la demostración de la existencia
de Dios.
11.2Teoría de la realidad objetiva de las ideas
Por idea entiende Descartes cualquier objeto del pensamiento en general, cualquier vivencia de la
que tenemos conciencia: "la forma de un pensamiento, por cuya inmediata percepción, soy consciente de
ese pensamiento" (Resp. II, Def. 2). Esto significa que la idea expresa el carácter fundamental del
pensamiento (en el amplio sentido cartesiano) por el cual el pensamiento tiene conciencia de sí mismo de
manera inmediata.

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

Toda idea posee una realidad como acto de pensamiento, y esta realidad es subjetiva o mental
(realidad formal). Pero tiene también una realidad que Descartes llama escolásticamente objetiva, en cuanto
representa un objeto (realidad objetiva).
La distinción entre realidad formal de un concepto y la realidad objetiva del mismo la había recibido
Descartes de la filosofía medieval. Y así, Cayetano dice:
"Para entender estos términos, nota que el concepto es doble: formal y objetal; concepto formal es
un cierto idolillo (idolum quoddam), que el entendimiento posible forma en sí mismo, representativo
objetalmente de la cosa entendida. Y el concepto objetal es la cosa (res)representada por el
concepto formal, término (terminans) del acto de entender" (Comentario al opúsculo De ente et
essentia, cap. I, quaest. II, n. 14).
Suárez, en cuya doctrina se formó filosóficamente Descartes, dice:
"Se llama concepto formal al acto mismo o, lo que es igual, al concepto por el que el entendimiento
concibe una cosa o una razón común". Se llama concepto objetivo a la cosa o razón que propia e
inmediatamente se conoce o se representa por el concepto formal; por ejemplo, cuando pensamos
en un hombre, se llama concepto formal al acto que realizamos en la mente para conocer un
hombre; y al hombre conocido y representado en ese acto lo llamamos concepto objetivo" (Disp. II,
sec. 1).
Lo primero que salta a la vista, leídos estos textos, es que lo llamado por Cayetano concepto formal
corresponde a lo denominado por Suárez concepto objetivo; y que queda sin correspondencia, en Suárez, el
concepto objetivo según Cayetano; y en Cayetano, el concepto formal según Suárez. Lo visualizamos:
Cayetano Suárez
Concepto formal
Concepto formal ------------------------------- Concepto objetivo
Concepto objetal
El concepto objetal (objectalis) de Cayetano es la cosa misma, -res ipsa, natura ipsa-no su imagen o idolillo
(concepto objetivo de Suárez); pero no la cosa misma, tal como es en sí, sino la cosa en cuanto hace de
término del acto de entender. Como si dijéramos: el concepto formal de mi cara es mi cara en el espejo; el
concepto objetal de mi cara es mi misma cara real en cuanto término y original al que está remitiendo la
imagen mía del espejo (bajo los componentes de la bidimensionalidad nada más, los otros quedan excluidos).
Cayetano no se fija en el espejo.
En Suárez, el espejo pasa a primer plano, -es el objeto formal-; y el concepto objetivo ya no será la cosa
misma, en cuanto aludida, término del concepto formal, sino la imagen misma en el espejo. Pensar y
contenido del pensar han tomado ya en Suárez consistencia propia, a costa de las cosas: del concepto
objetal de Cayetano, que es la cosa misma.
Si ahora leemos la definición III de Descartes: "por realidad objetiva de idea entiendo la entidad de la cosa
representada por la idea en cuanto (quatenus) está (est) en la idea", observamos que la sentencia comienza
por sonar a Suárez -y disonar con Cayetano; pero irá más lejos que Suárez. El concepto formal de Suárez ha
sido interiorizado, ha pasado al trasfondo: el yo consciente de sí mismo; y sus actos pasan a ser contenido del
yo, simples cosas o simples entes.
Imaginemos un procedimiento capaz de dar consistencia a la imagen de nuestra cara en el espejo, trocarla así
en "cosa" (res), con realidad objetiva. Ese procedimiento es la fotografía de la imagen en el espejo, que así
recibe realidad propia, independizándola de la cosa de que es imagen. Es lo que ha llevado a cabo Descartes
y, desde entonces, la idea tiene entidad propia.
Nos servimos de otro ejemplo: la misma agua se halla formalmente en estado sólido, líquido y
gaseoso. Para beber, lavar, regar las plantas, la usamos en estado líquido; para conservar los alimentos, en
estado de hielo; para impulsar una máquina, en estado de vapor. Pero en los tres estados tiene la misma
estructura: H2O. En las clases de química, la misma realidad del agua la utilizamos en estado de idea, como
el compuesto de hidrógeno y oxígeno en proporción de dos a uno.
Pues así: una cosa pensada (querida, imaginada, esperada...) está en estado de idea; el que esa cosa esté
siendo en sí (no pensada, no querida...) son sólo dos estados de la misma cosa. Por eso, las ideas no son
entes de razón, sino entes reales, contra toda la tradición clásica. Sobre entes de razón no se puede construir
ni metafísica ni teología. Pero Descartes, al hablar de realidad objetiva de las ideas, les confiere un tipo de

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

ser verdaderamente real, capaz de verdadera y real existencia; y con tanta semejanza con los entes que
llamamos reales que uno no es sino otro estado del mismo. (En el fondo, no es sino la identidad del ser y el
pensar, que es el presupuesto básico de todo idealismo, desde Platón hasta Hegel. El propio Descartes lo
dice así: "la verdad y el ser son una misma cosa" Med. V, o. c. p. 171). Y entonces, una idea, con la
consistencia que ha recibido en Descartes, sí es capaz de soportar sin hundirse el peso de la existencia
de Dios.
Otra imagen puede esclarecer la complejidad del asunto: al modo como el aire tomó estado líquido
en el laboratorio de Linde y el helio adquirió consistencia en el de Kamerling, las ideas cobran realidad
objetiva en el laboratorio mental de Descartes. Sobre entes de razón no podía levantarse una Torre de Babel
que tocara el cielo de la Infinitud; para emprender tal aventura, no había más remedio que asentar las pruebas
sobre lo real inmediato y sensible (así en las pruebas de la existencia de Dios en la estructuración tomista).
Pero las ideas, al cobrar consistencia objetiva, se hacen capaces de soportar, sin hundirse, el peso del Ser
Supremo: el que la mente posea la idea del Ser Infinito, es índice de un acontecimiento real: la
presencia real del Infinito en el espíritu humano, fundamentando toda posible afirmación existencial
con pretensiones de solidez. Es lo que a continuación va a decirnos Descartes al demostrar la existencia y
veracidad de Dios.
11-3 La existencia de Dios
"Mas, a la postre, ¿qué conclusión obtendré de todo esto? La siguiente: que, si la realidad objetiva
de alguna de mis ideas es tal, que yo pueda saber con claridad que esa realidad no está en mí
formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue
entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es la
causa de esa idea; si, por el contrario, no hallo en mí una idea así, entonces careceré de
argumentos que puedan darme certeza de la existencia de algo que no sea yo" (Med. met. III, o.c.
p. 145).
Hasta el momento, Descartes no tiene más que una certeza: la de su propio ser o sustancia pensante. Con la
idea de sustancia extensa (o extensión pura) la razón ha construido las matemáticas. Pero no sabe todavía si
se conforman con la realidad extramental (2º nivel de duda), ni siquiera si son una construcción coherente,
por la hipótesis, no resuelta por el momento, del genio maligno (tercer nivel de duda). La estrategia
cartesiana es ésta: si entre mis ideas hay una cuya realidad objetiva excede mi condición humana, (la idea de
Dios como ser o sustancia infinita), no puedo yo ser su causa (no es facticia); entonces, necesariamente debe
existir la realidad que ha causado esa idea y la ha puesto en mí. Si Dios existe y no me engaña, el cerco de
la subjetividad quedará roto y podré afirmar que no existo yo solo en el mundo: de la certeza de mi yo,
habré pasado a la verdad de lo real. Y esto, "gracias a Dios", nunca mejor dicho.
"Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay algo que no pueda
proceder de mí mismo. Por "Dios" entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable,
independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí y a todas las demás cosas que
existen (si es que existe alguna).
Pues bien, eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo
considero, más convencido estoy de que una idea así no puede proceder de mí. Y, por consiguiente,
hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la
idea de sustancia en virtud de ser yo una sustancia, no podría tener la idea de una sustancia
infinita, siendo yo finito (Med. met. III. O. c. p. 148).
Descartes afirma, en general, que la causa de una idea debe ser proporcional al efecto, y debe tener siempre
al menos tanta perfección como la representada por la idea. Las ideas que tengo de las cosas y de los otros
hombres pueden haber sido producidas por mí (facticias). Pero la idea de Dios no puede ser elaboración mía,
porque, siendo infinito, excede mi capacidad de causarla, ya que no poseo ninguna de las perfecciones que
están representadas en esa idea. La idea de un ser infinito sólo puede haber sido causada por un Ser Infinito.
Luego Dios existe y ha puesto su idea en mí.
Todavía aduce una segunda prueba:
"Pasaré adelante y consideraré si yo mismo, que tengo esa idea de Dios, podría existir en el caso
de que no hubiese Dios. Y pregunto, ¿de quién tendría yo mi existencia? ¿De mí mismo, acaso, o
de mis padres o bien de algunas otras causas menos perfectas que Dios, pues nada puede
imaginarse más perfecto, ni siquiera igual a El? Ahora bien: si yo fuese independiente de cualquier
otro ser, si yo mismo fuese el autor de mi ser, no dudaría yo de cosa alguna, no sentiría deseos, no

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

carecería de perfección alguna, pues me habría dado a mí mismo todas aquellas de que tengo
alguna idea: yo sería Dios.
... Pero quizá ese ser de quien dependo, no sea Dios, quizá sea yo el producto o de mis padres o de
algunas otras causas menos perfectas que Dios. Mas esto no puede ser e modo alguno, pues como
ya tengo dicho, es muy evidente que tiene que haber, por lo menos, tanta realidad en la causa
como en su efecto y, por lo tanto, puesto que soy una cosa que piensa y que tiene alguna idea de
Dios, la causa de mi ser, sea cual fuere, es necesario confesar que también será una cosa que
piensa y que tiene en sí la idea de todas las perfecciones que atribuyo a Dios " (Med. III, o.c. p.
151-153).
La estructura de las pruebas podría simplificarse así: el hecho de que mi pensamiento esté
expuesto al riesgo de la duda, prueba mi imperfección. Pero, al mismo tiempo, si me reconozco finito y
limitado, es porque poseo la idea de máxima perfección o infinitud, en comparación con la cual juzgo que
soy imperfecto. De aquí se sigue -primera prueba- que esta idea de perfección infinita que hay en mí no ha
sido elaborada por mí, que soy imperfecto, sino por un Ser que posea al menos tanta perfección cuanta hay
en la idea: un Dios Infinito. O bien, -segunda prueba- que si, como se ha dicho, soy imperfecto, no me he
dado el ser a mí mismo, pues, de otro modo, me habría hecho perfecto.
Ambas pruebas se basan en dos experiencias que vive conscientemente el Cogito: la de estar en
posesión de la idea de un ser infinito (la 1ª) y la de la propia contingencia y finitud (la 2ª). En un segundo
momento, ambas pruebas se remiten al principio de causalidad, formulado de modo peculiar: "tiene que
haber, por lo menos, tanta realidad en la causa como en el efecto". Subyace en las pruebas un principio muy
propio de la época: Saber es poder. Si, pues, sé de Dios (porque tengo la idea de su ser infinito), y no puedo
ser la causa de una tal idea -porque soy finito- existe el Ser Infinito como Causa del saber que de El tengo
(1ª), y como Causa de mi propio existir (2ª).
No es difícil rastrear las relaciones de estos argumentos con los de la tradición tomista. También
ellos parten de la experiencia; pero, de la experiencia del mundo dotado de movimiento producido por una
trama de causas contingentes (3 primeras Vías), limitado en sus perfecciones (IV Vía). Por el principio de
causalidad, se remontan luego hasta el origen de la serie hasta dar con la Causa primera del mundo físico.
Descartes no se ha asegurado aún de la realidad del mundo y no tiene otra base que la experiencia de su yo
con sus ideas. Tiene que para pasar de su contenido representativo a su Causa. Es una argumentación típica
del cartesianismo.
Más típica es aún la tercera demostración que Descartes propone en la Medit. V:
"Si puedo yo sacar de mi pensamiento la idea de una cosa, se sigue en consecuencia que todo
cuanto reconozca clara y distintamente pertenecer a esa cosa, le pertenece en efecto, ¿no puedo
hacer de esto un argumento y una prueba demostrativa de la existencia de Dios?
Es bien cierto que hallo en mí su idea, es decir, la idea de un ser sumamente perfecto (Infinito)...
Ahora bien, es tan imposible separar de la esencia de Dios su existencia, como de la esencia de un
triángulo rectilíneo el que la magnitud de sus tres ángulos sea igual a dos rectos, o bien de la idea
de una montaña la idea de un valle. De suerte que no hay menos repugnancia en pensar un Dios,
esto es, un ser sumamente perfecto (Infinito), a quien faltare la existencia, esto es, a quien faltare
una perfección, que en pensar una montaña sin valle" (Med. V, o.c. p. 171-172).
Es el argumento ontológico que formulara San Anselmo en el Proslogion, cap. II y III. La designación
pertenece a Kant, que lo denomina así porque el argumento identifica el plano de lo "óntico" -lo real- y de lo
lógico -la idea o definición.
Es importante recordar el contexto en que aparece el argumento anselmiano: El Proslogion se abre con una
plegaria a Dios en quien Anselmo cree (cap. I). Cuando el dinamismo de la fe lleva a San Anselmo a buscar
la comprensión de la fe que profesa -fides quaerens intellectum-, establece un argumento en dos pasos:
Tengo la idea (o definición) de Dios como el ser mayor que el cual nada se puede pensar (Infinito); en
consecuencia, no le puede faltar la perfección de la existencia (cap. II) y de la existencia necesaria (cap. III).
San Anselmo ha unido, pues, los dos conceptos o ideas -Infinitud y Necesidad de existir-. Pero los une por
puro análisis nocional o conceptual. Será el proceder que rechazará Santo Tomás.
Descartes, como buen racionalista, opera mentalmente con ideas; en este caso con la idea del Ser Infinito. Y
como es clara y distinta (evidente), se justifica sin más la realidad de su contenido: existe necesariamente.
Hacemos dos observaciones que nos dispongan ya a entender la crítica kantiana al argumento
ontológico. La primera: Descartes define al ser infinito como sumamente perfecto. Apunta ya aquí un

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

peligro que se irá acrecentando en todo el racionalismo continental: entender la infinitud como
"agregado de perfecciones"; se llegará al extremo en Baumgarten y su Ente Realísimo. Cuando a
Dios se le piensa así, va perdiendo trascendencia hasta identificarse con el mundo en Spinoza. Kant
tratará de devolver a Dios su trascendencia e "idealidad" y por eso no considerará probatorio el
argumento ontológico.
Una segunda observación merece el procedimiento argumental cartesiano: Como Descartes ha
partido de la idea o definición del Ser Infinito, deduce su existencia necesaria como una
consecuencia puramente lógica. Descartes utiliza en su definición el ejemplo que Kant impugnará: al
Ser sumamente Perfecto le corresponde la existencia con no menor necesidad que el tener tres
ángulos al triángulo. Cuando le objeten que todo eso podía ser algo simplemente pensado,
responderá formulando más explícitamente la noción de Necesidad en el existir: ésta es la que no
puede faltar al Ser sumamente Perfecto. Con esto, de hecho, nos ha definido la necesidad de existir
como necesidad lógica. Ahora bien, una necesidad lógica no pasa de ser hipotética: si existe el
triángulo, necesariamente tendrá tres ángulos; si existe una montaña, necesariamente formará un
valle; pero no es realmente necesario que exista ningún triángulo ni montaña alguna.
11.4 La veracidad de Dios
De la misma idea de Dios que nos ha llevado a reconocer su existencia, podemos deducir cuál es su
esencia: ¿qué es Dios? Una Sustancia o realidad Infinita, Omniperfecta. Entonces, entre sus perfecciones se
cuentan la bondad y la veracidad: no puedo pensar ya que me haya dado una razón mal constituida: si
respeto las leyes del pensamiento, mi razón no se equivoca. Hemos superado la hipótesis del genio maligno
y Dios se convierte en garante de la verdad de una ciencia, como la Matemática, construida por la razón
humana. De la certeza o seguridad de mis ideas, he pasado a la verdad de la ciencia racional y he superado el
tercer nivel de duda que comprometía la racionalidad misma.
"Reconozco que es imposible que Dios me engañe nunca, puesto que en el engaño y en el fraude
hay una especie de imperfección; y aunque parezca que poder burlar es señal de sutileza o poder,
sin embargo, querer burlar es, sin duda alguna, un signo de debilidad o malicia, algo, por tanto,
que no puede darse en Dios" (Med. IV, o. c. p. 158).
Confirmada la existencia e Dios, se abre también el camino para el reconocimiento del mundo exterior. La
experiencia inmediata del Cogito no ofrecía duda; no intervenía la posible acción engañadora del genio
maligno ni existía el problema de la distinción entre la idea y la realidad de la cosa significada por la idea
(pues el pensamiento atestigua al yo pensante y existente al mismo tiempo. El problema se presentaba en el
caso de la existencia del mundo exterior, (segundo nivel de duda) donde subsiste, según Descartes, una
distancia, un salto entre la idea de un objeto externo y su existencia real. Puedo pensar una quimera sin que
ella exista realmente. Ahora, garantizada la verdad de las Matemáticas, puedo afirmar su correspondencia
con la realidad de los cuerpos del mundo físico: no puedo pensar que todo sea un sueño irreal, sino que,
efectivamente existen los cuerpos físicos. He superado el segundo nivel de duda.
En este punto, tampoco faltaron las polémicas. Se ha imputado a Descartes el vicio lógico del
círculo vicioso: el criterio de la evidencia permite demostrar la existencia de Dios, que, ahora
garantiza la verdad de la evidencia.
Descartes ha respondido a esta objeción precisando mejor su pensamiento: Dios no garantiza la
verdad, sino la inmutabilidad de la verdad. En otras palabras: una cosa es verdadera porque es
evidente en sí misma, no porque Dios me lo garantice inmediatamente. Pero la garantía de que una
cosa es siempre verdadera, es decir, la inmutabilidad de su verdad, es Dios.
Descartes concluye de aquí que el hombre creyente goza de certezas más firmes que el ateo. Ambos
adquieren certeza en el momento en que constatan la evidencia de un conocimiento; pero, mientras el
ateo no dispone de la certeza de que esta verdad lo sea siempre, y debe, por tanto, intuirla como
evidente para cerciorarse en cada caso, el creyente sabe que las leyes que Dios ha impuesto al orden
natural son inmutables; y, por eso, lo que una vez se le ha mostrado con evidencia y lo ha
reconocido como verdadero, continúa siéndolo aunque en determinados casos no se le muestre como
tal.
No obstante, Descartes se mueve en una oscilación no resuelta, que tiene su fundamento en la misma
teoría cartesiana de la libertad de Dios. El afirma que Dios ha creado las verdades eternas, de
manera que si hoy, para nosotros, 2+2 son 4, esto depende de que Dios ha querido que fuera así.
No se trata de una decisión arbitraria, porque en Dios siempre están de acuerdo entendimiento y
voluntad; de ahí que lo que Dios ha querido sea al mismo tiempo lo racional. Aquí radica la

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

ambivalencia: el orden del mundo -y, en consecuencia, también la verdad- depende de Dios
(porque es resultado de una elección suya); pero es también autónomo (porque su elección no hace
sino confirmar una racionalidad que es ya intrínseca a las verdades elegidas).
A partir de este punto, se perfila la tensión interna de todo el pensamiento cartesiano. Por un lado,
ha querido encontrar un criterio que encuentre en sí mismo las razones de su validez; por otro, él ha
deseado siempre elaborar una filosofía cristiana, un sistema filosófico en que quedara demostrado
que el mundo depende de Dios. No olvidemos que, si bien Descartes se mostró severo con la
escolástica, cuya enseñanza quiso erradicar de las escuelas, no se aleja del ideal de aquella: conciliar
la racionalidad argumental con los dogmas y las verdades de la fe. De ahí se sigue -y el discurso
sobre Dios lo ha puesto de manifiesto- el intento de garantizar al mismo tiempo la independencia y
autonomía de la razón humana -la evidencia es el criterio suficiente- y la dependencia de todo ser
-y de la misma evidencia, por tanto- de Dios.
El primer aspecto le ha llevado a anticipar una filosofía potencialmente atea, que funda la verdad
en sí mismo; el segundo aspecto hace posible un discurso religioso que tiende a mostrar que
todas las cosas dependen de Dios.
Expliquemos esta ambigüedad que abrirá los caminos que ha de seguir el hombre moderno.
Dios en mí, como idea, es la garantía de toda verdad, pues todas las verdades son lo que Dios
dispone que sean: si Dios dice que 2+2 son 5, no es que pretenda engañarnos, sino que instaura una
aritmética en la que eso es verdad. Hay, sin embargo, una realidad que revoca el poder de Dios: "Ego sum,
quoties a me profertur vel mente concipio, necesario esse verum". Es decir: la proposición "Yo soy" es el
rompiente de la omnipotencia de Dios, porque "cada vez que la afirmo o la pienso, es necesariamente
verdadera" (cfr. supra). Y Descartes asevera en tono de bravata: "Fallat me quisquis potest, nunquam tamen
efficiet ut nihil sim, quamdiu me aliquid esse cogitabo": "engáñeme quien pueda; no podrá hacer que yo no
sea algo mientras pienso que soy" (Med. III). Como si dijera: Dios ha creado mi realidad; más, a la hora de
la verdad, cuando esta realidad emerge a la conciencia de yo, de sujeto, anula su condición de criatura. Y es
que comenzar a filosofar por el "Yo soy" es comenzar como Dios, a lo divino. Descartes era cristiano, pero
germinalmente hay en él un ateo.
En él se ha obrado la mutación de la criatura (dependiente en su ser) que se hace en-sí y para-sí (Yo). La
mutación se ha hecho hereditaria y constituye el nivel básico de la conciencia del hombre moderno, creyente
o no.
Aún es más perceptible esta suficiencia del hombre moderno en la conciencia que tiene del poder de su
voluntad: "realmente la experimento en mí tan extensa que no tiene límites (nullis limitibus)" (Med. IV).
Todavía la idea de Infinitud me excede y su presencia en mí reclama una causa eficiente diversa de mí. Pero
la idea de libertad
"es en mí tan grande que no concibo la idea de otra más amplia y extensa; de suerte que ella me hace
conocer que soy imagen y semejanza de Dios" (Med. IV). Al ser infinita, mi libertad no requiere causa
eficiente externa. Esta idea no demuestra que Dios existe; demuestra, en cambio, que en esto, en libertad, no
necesito de Dios para ser libre.
Y, si Dios lo que quiere lo hace; si pretende, por ejemplo, que los tres ángulos de un triángulo midan más de
dos rectos, lo que resulta es que inventa y realiza la geometría de Riemann, parecidamente el hombre se pone
a inventar, crear modelos matemáticos, estructuras geométricas y, en el límite, los valores que dan
sentido a la vida. Se crea así la expectación de un progreso indefinido, con la imprudencia de aquel
Aprendiz de Brujo que no sabía detener el proceso de inundación desencadenado por él mismo.
11.5 El error
El procedimiento racional, garantizado por Dios, parece que está puesto al resguardo de cualquier
posibilidad de error. Pero la experiencia testimonia que los errores son posible e, incluso, frecuentes. A
veces, es cierto, los errores se deben a un uso incorrecto del método; pero, en ocasiones, el mismo método se
revela inadecuado para completar una investigación a la que se había orientado. Este es el tipo de error que
Descartes se ve comprometido a explicar en la Meditación IV.
"Puesto que es imposible que Dios quiera engañarme, ... puede derivarse de aquí la consecuencia
de que nunca puedo equivocarme; pues si todo lo que hay en mí viene de Dios y si Dios no me ha
dado ninguna facultad de errar, parece que nunca deberé engañarme. ... Pero tan pronto como
vengo a mirarme a mí mismo, me declara la experiencia que cometo, sin embargo, infinidad de

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

errores... Si me engaño, es porque la potencia que Dios me ha dado de discernir lo verdadero de lo


falso, no es infinita en mí.
Sin embargo, esto aún no me satisface por completo..., pues el error es la privación de un
conocimiento que parece que yo debiera tener... Mirándome más de cerca y considerando cuáles
son mis errores, que por sí solos demuestran que hay en mí imperfección, encuentro que dependen
del concurso de dos causas: la facultad de conocer y la facultad de elegir, o sea, mi libre albedrío;
esto es, mi entendimiento y mi voluntad" (Med. IV, o.c. p. 158-160).
No hay duda de que, si el método se aplica con rigor y se llega a un contenido mental perfectamente
evidente, claro y distinto, no hay posibilidad de error. El asentimiento o juicio que nuestra voluntad presta a
tal contenido tiene en él la garantía de la propia certeza. Ocurre, sin embargo, que, a pesar de la aplicación
correcta del método, no se llega a un resultado evidente. En este caso, no es que el entendimiento haya
errado, sino que no ha alcanzado todavía la verdad. La voluntad no debe entonces otorgar su asentimiento a
tal contenido no evidente, sino que debe abstenerse de juzgar.
Pero, como la voluntad tiene mayor extensión que el entendimiento, puede determinarse a afirmar o juzgar
ideas no claras y distintas. Entonces nace el error. El error se debe, pues, a la precipitación de la voluntad,
que, por ser más amplia que el entendimiento, anticipa resultados que el entendimiento aún no ha visto.
"Yo, por medio del entendimiento no afirmo ni niego cosa alguna, sino que concibo solamente las
ideas de las cosas que puedo afirmar o negar...; puede decirse que no hay en él error alguno... Pero
mi libre albedrío, mi voluntad la siento tan amplia y extensa, que no tiene límites...; de entre todas
las otras cosas que hay en mí, no hay ninguna que sea tan perfecta y grande..., de suerte que es ella
principalmente la que me hace saber que estoy hecho a imagen y semejanza de Dios...
¿De dónde nacen, pues, mis errores? Nacen de que la voluntad, siendo mucho más amplia y
extensa que el entendimiento, no se contiene dentro de los mismos límites, sino que se extiende
también a las cosas que no comprendo; y, como de suyo es indiferente, se extravía con mucha
facilidad y elige lo falso en vez de lo verdadero, el mal en vez del bien; por todo lo cual sucede que
me engaño y peco" (Ib. 160-163).
También aquí se advierten polos diversos en la doctrina cartesiana. La atribución del error a la
voluntad parece ir en detrimento de ésta y, en cambio, resaltar la infalibilidad del entendimiento, lo
que parece ser una demostración segura del racionalismo cartesiano, es decir, del primado por él
atribuido a la razón, elevada a criterio fundamental e infalible del juicio.
Pero, un análisis más detenido nos permite observar que, en el error, lleva la voluntad el sello de su
grandeza: la apertura infinita ("libertad para el bien" en la tradición agustiniana) al bien, que la
marca como imagen y semejanza de Dios. En su apertura al infinito, está mostrando la presencia de
lo Infinito en el hombre. Parece, pues, que la posibilidad del error no radica tanto en una debilidad
humana, cuando en su sublime grandeza. De esta grandeza es signo, no el entendimiento, sino la
voluntad, que Descartes identifica con la libertad.
Se abre así la posibilidad de una diversa valoración del método mismo. En realidad, el método no
contiene sólo preceptos orientado a un uso correcto de las facultades intelectuales, sino también
normas tendentes a educar el ejercicio de la voluntad (como la atención, que es un aspecto de la
acción voluntaria). Si esto es verdad, o sea, que el método no es sólo racional, sino orientación de la
voluntad, se sigue que, en cuanto tal, el método no es infalible, como parecía, pues en la voluntad
precisamente radica su capacidad de errar.
Otra vez más notamos cómo han podido derivar de Descartes tradiciones diversas de pensamiento: la
línea spinozista de la infalibilidad de la razón, y la empirista-ilustrada de la falibilidad -y capacidad
de corrección- de la razón misma.
11.6 La existencia de las cosas materiales y la relación alma-cuerpo
Si bien la prueba de la existencia de Dios y el establecimiento de la causa del error permite validar el
criterio de la verdad en términos de claridad y distinción, ello no asegura, sin más, que todas las ideas
remitan necesariamente a existencias. Una cosa es admitir que no puede haber montaña sin valle y otra que
existan efectivamente montañas y valles. ¿No los percibimos sensorialmente? Este es el problema que
Descartes resuelve en la Meditación VI.
Para solucionar el problema de la existencia de las cosas materiales o corpóreas, Descartes procede, como es
obvio, a la consideración de las ideas de las cosas sensibles, La pregunta es: ¿cuál es la causa que produce
dichas ideas? Yo soy una cosa que piensa, luego no puedo ser la causa que las produzca; además, se me

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

presentan en contra de mi voluntad. Recurriendo de nuevo a la teoría de la realidad objetiva de las ideas,
afirma Descartes que esas ideas deben proceder de alguna sustancia distinta de mí mismo en la que esté
contenida toda la realidad que está objetivamente en las ideas de las cosas. Pues bien, esa sustancia puede ser
un cuerpo, o Dios mismo, o alguna criatura más noble que el cuerpo.
Dios no me ha dado una facultad para conocer que eso sea así; lo que sí me ha dado, sin embargo, es una
fuerte inclinación a creer que dichas ideas proceden de las cosas sensibles. Y, como Dios es veraz, hay que
concluir que esa inclinación no es ilusoria. Por lo mismo, la veracidad de Dios garantiza que a mis ideas
corresponde una realidad extramental.
"Hay en mí cierta facultad pasiva de sentir, esto es, de recibir y reconocer las ideas de las cosas
sensibles; pero esa facultad me sería inútil... si no hubiera en mí una facultad activa, capaz de
formar y producir dichas ideas. Ahora bien, esta facultad activa no puede estar en mí en tanto que
yo soy una cosa que piensa... y además aquellas ideas se me representan a menudo sin que yo
contribuya en modo alguno a ello, y hasta a despecho de mi voluntad; por tanto, debe estar
necesariamente en una sustancia distinta de mí mismo... un cuerpo, ... o bien Dios mismo... o
alguna criatura más noble que el cuerpo... Pues bien, no siendo Dios falaz... y no habiéndome dado
ninguna facultad para conocer cómo es eso, sino una fuerte inclinación a creer que las ideas me
son enviadas por las cosas corpóreas... debe reconocerse que existen cosas corpóreas" (Med. VI,
o.c. p. 186-187).
Pero, estas cosas, ¿son como las percibimos? Según Descartes, lo único que cabe afirmar como realmente
existente en los cuerpos es lo que percibimos con claridad y distinción, es decir, aquello que es objeto de
la geometría especulativa -la extensión, la figura- y de la aritmética -el movimiento-. Son las cualidades
primarias o matematizables. Es cierto que la experiencia también me proporciona otras cualidades, el sonido,
la luz, el color, el sabor, el dolor; son las cualidades secundarias, que son subjetivas, no pertenecen a los
cuerpos mismos, sino que son reacciones del sujeto ante los cuerpos percibidos sensorialmente; las ideas que
de ellas me formo, no son claras y distintas, objeto de ciencia.
"Sin embargo, acaso (las cosas corpóreas) no sean como las percibimos por medio de los sentidos...
Hay que reconocer, al menos, que todas las cosas que entiende con claridad y distinción, es decir,
hablando en general, todas las cosas que son objeto de la geometría especulativa, están realmente
en los cuerpos" (Ib. 187).
De hecho, Descartes elabora la Física a partir de estas tres ideas claras y distintas: extensión, figura
y movimiento. A las sensaciones, en cambio, les asigna un papel práctico: están destinadas a orientarnos en
nuestro comportamiento vital, enseñándonos a buscar los que nos conviene y evitar lo que nos perjudica,
pero nada tienen que ver con el conocimiento de la verdad de las cosas. Esto último compete al espíritu, no a
los sentidos.
Reducido el mundo a sus estructuras cuantitativas, la interpretación de la naturaleza tiene que ser
mecanicista. El universo viene representado según el modelo de la "máquina, en oposición a la Física
griega, en general, y aristotélica en particular: allí se representaba la naturaleza como una gran madre
viviente: el modelo de la vieja física era la biología; ahora, en la nueva, la máquina, cuyas piezas -materia y
movimiento- están perfectamente engranadas.
El mecanicismo cartesiano puede resumirse así: Dios crea la materia inerte e imprime en ella una
determinada cantidad de movimiento que, en virtud de la inmutabilidad divina, permanece constante y
que, en un sistema cerrado, puede conocerse por la fórmula m.v. Esa materia, definida como extensión
geométrica, se identifica con el espacio (Princ. II, 10) se divide en innumerables átomos materiales que,
chocando entre sí, dan origen a los diversos cuerpos, que no son más que diversas combinaciones de átomos
que conservan y transmiten el movimiento, que es únicamente local. De la inmutabilidad divina derivan las
leyes del movimiento:
"Cada cosa permanece en el estado en que se encuentra si nada la cambia" (Princ. II,37) Se trata de
la primera formulación explícita de la ley de inercia.
"Todo cuerpo que se mueve tiende a continuar su movimiento en línea recta"(Princ. II, 39).
"Si un cuerpo que se mueve encuentra otro más fuerte que él, no pierde nada de su movimiento; y si
encuentra otro más débil que pueda ser movido por él, pierde tanto movimiento como transmite"
(Princ. II, 40). Es la ley de conservación del movimiento. (El exceso de geometrismo con que
concibe la materia y el movimiento lleva a Descartes a incurrir en la falsedad de esta ley, como se lo
demostrará Leibniz).

100
CAPITULO III RENÉ DESCARTES

La visión mecanicista se extiende también al mundo de los organismos vivos: plantas y animales son
máquinas; incluso el cuerpo humano es una máquina que se rige por las leyes universales y necesarias del
movimiento. Se plantea, así, el problema de la libertad del ser humano, y, en relación con este problema, el
de la relación de cuerpo-alma.
Para establecer esa relación, Descartes se sirve del tradicional concepto de sustancia:
"Cuando concebimos la sustancia, concebimos únicamente una cosa que no tiene necesidad más
que de sí misma para existir... Hablando con propiedad, sólo a Dios es aplicable, y ninguna cosa
creada puede existir un solo instante sin que la sostenga su poder. Tiene, pues, razón la escolástica
para afirmar que el nombre de sustancia no puede ser unívoco (sino análogo)... Pero, puesto que
entre las cosas creadas, algunas son de tal naturaleza que no pueden existir sin algunas otras, ... las
llamamos cualidades o atributos de las sustancias.
Aunque todo atributo baste para conocer la sustancia, hay siempre uno en cada una de éstas que
constituye su naturaleza y su esencia y del que dependen todas las demás cosas: la extensión en
longitud, anchura y profundidad, constituye la naturaleza de la sustancia corpórea... Todo lo
demás presupone la extensión: la figura es de una cosa extensa, el movimiento exige un espacio que
es extenso; del mismo modo, la imaginación, el sentimiento y la voluntad dependen de tal manera de
una cosa que piensa, que no podemos concebirlos sin ella.
Por el contrario, podemos concebir la extensión sin movimiento ni figura, la cosa pensante sin
imaginación o sin sentimiento.
Podemos, pues, tener dos nociones o ideas claras y distintas: una de una sustancia creada,
pensante, y otra de una sustancia extensa... Podemos tener así mismo una idea clara y distinta de
una sustancia increada que piensa y que es independiente, es decir, de un Dios" (Principios de Filo
Ib. 146-148).E.D.A.F., Madrid, 1979, p. 145).
Descartes ha distinguido, pues, dos sustancias o realidades creadas: el yo o sustancia pensante ("res
cogitans") y los cuerpos o sustancia extensa ("res extensa"). Ambas necesitan del concurso divino, pero no
de otros seres creados para existir; por eso son sustancias. Y son sustancias independientes entre sí.
Nosotros no percibimos las sustancias como tales, sino que las conocemos por sus atributos. Y, entre éstos,
hay uno que constituye la naturaleza o esencia de cada sustancia: la extensión en longitud, anchura y
profundidad es el atributo esencial de los cuerpos; el pensamiento es el atributo esencial del yo.
Descartes habla también de modos, que son modificaciones variables de la sustancia: la figura y el
movimiento son modos de la sustancia extensa y la imaginación y el sentimiento, modos de la sustancia
pensante.
Ahora bien, el hombre es un compuesto de dos sustancias, la pensante o alma y la extensa o
cuerpo. Son distintas e independientes, porque tenemos ideas claras y distintas de ambas.
"Puesto que, por una parte, tengo una idea clara y distinta de mí mismo, en cuanto que yo soy sólo
una cosa que piensa -y no extensa-, y, por otra parte, tengo una idea distinta del cuerpo, en cuanto
que él es sólo una cosa extensa -y no pensante-, es cierto entonces que ese yo (es decir, mi alma, por
la cual soy lo que soy), es enteramente distinto de mi cuerpo, y que puedo existir sin él " (Med. met.
VI, o.c. p. 185-186).
La independencia y autonomía de alma y cuerpo tiene importantes consecuencias: por un lado, la afirmación
de la inmortalidad del alma ("puede existir sin el cuerpo") y, por otro, la afirmación de la libertad del
hombre: el alma, en efecto, se sustrae al mecanicismo necesario de lo corporal.
¿Cómo, entonces, concebir la unidad que llamamos "hombre"? Descartes, consecuente con su propia
doctrina, no concibe estrictamente al hombre como una sustancia y niega, por lo mismo, que el alma sea la
"forma" del cuerpo -los animales y las plantas, por ejemplo, tienen vida, pero no tienen alma). Pero tampoco
se trata de un mero agregado. Más bien el hombre es el producto de una "unión sustancial" ("Respuesta a las
cuartas objeciones"), una noción que el filósofo considera como primitiva y, como tal, imposible de ser
analizada o explicitada. Ella sólo se capta en la vivencia misma de estar encarnados y vinculados a todas las
partes de nuestro cuerpo:
"Por medio de los sentimientos de dolor, hambre, etc., la naturaleza me enseña que no estoy metido
en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino tan estrechamente unido y confundido y mezclado
con él, que formo como un solo todo con mi cuerpo... Todos esos sentimientos de hambre, sed,

101
CAPITULO III RENÉ DESCARTES

dolor, etc., no son ciertos confusos modos de pensar, que proceden y dependen de la íntima unión y
especie de mezcla del espíritu con el cuerpo" (Med. VI, o.c. p. 188).
Descartes es, pues, consciente de la interacción real de alma y cuerpo. Posiblemente el intento más
significativo de afrontar esta relación la lleva a cabo el filósofo en el Tratado de las pasiones del alma. Allí
explica que, si bien el alma está unida o "informa" a todas las partes del cuerpo, hay una parte de éste sobre
la cual actúa el alma de manera más directa: el cerebro y, más concretamente, la glándula pineal o epífisis,
única parte del cerebro que no es doble y puede, por tanto, unificar las sensaciones que provienen de los
órganos sensoriales. La tesis que esgrime para apoyar esta afirmación -de corte mecanicista- se basa en la
existencia de fluidos o "espíritus animales" (o vitales) que corren a través de los nervios trayendo y llevando
información a y desde la glándula. Así, las perturbaciones que tienen lugar en los órganos sensoriales
repercuten en la glándula pineal que, al agitarse o moverse, afecta al alma (son las pasiones). Inversamente,
una acción voluntaria o intencional del alma "mueve" a la glándula y, a través de los nervios, estimula a los
músculos y órganos correspondientes. Mecanismos fisiológicos análogos ocurren cuando se trata de volver a
traer al presente -memoria- imágenes retenidas en el cerebro.
Se entiende fácilmente que esta teoría, más que resolver el problema, lo elude. Esta cuestión de las relaciones
entre alma y cuerpo queda, pues, abierta al debate entre filósofos y científicos inmediatamente posteriores a
Descartes. Tras el problema se oculta el contraste, no resuelto por nuestro filósofo, entre dos visiones
-materialista o espiritualista- de la realidad.
12. Descartes - La nueva imagen del mundo
Descartes contribuye a su manera a que el hombre europeo haya adoptado una nueva imagen del
mundo y de su vida en él. La Edad Media logró hacerse una composición de recia forma
arquitectónica. La trascendencia de Dios constituía el vértice de una construcción sistemática del
mundo. Surgía así la imagen de una totalidad universal de forma jerárquica, cuya base está en la
tierra y cuya cima está en Dios.
Este mundo es finito, es "cosmos". En todas partes entran en contacto en él, por un lado, el hecho de
haber sido creado de raíz y sustentado por Dios y, por otro lado, la grandeza, la belleza y la plenitud
de sentido, abrumadoramente percibida, de su obra, convirtiendo cada elemento del mundo en un
símbolo de lo eterno.
La Edad Moderna, que hunde sus raíces en el siglo XIV, desplaza la consideración simbólica por la
consideración crítica objetiva. Mediante observación, experimento y teoría racional, la imagen
medieval, de cariz religioso, deja paso a la de un mundo "natural", científicamente comprensible y
técnicamente dominable.
Una sensación de que la existencia no tiene límites destruye la antigua representación del cosmos
con una estructura limitada, de forma armónica. El mundo se considera infinito: en sentido
estructural, como conexsión del sistema universal, que se extiende a lo inacabable; en sentido
genético, como acontecer cuyo comienzo se retrotrae cada vez más y cuya meta se desplaza a un
porvenir cada vez más lejano.
En la medida en que crece la significación del mundo, se debilita el sentimiento de la realidad e
independencia de Dios. El proceso se realiza en dos líneas.
En la primera, Dios queda incorporado al mundo. Descartes, y el Racionalismo con él, lo
entienden como clave del sistema, como fuerza impulsora y sentido de la historia. Lo divino se
acerca cada vez más a lo mundano, hasta identificarse, finalmente, como la "naturaleza divina" de la
filosofía romántica.
En la otra línea el mundo se entiende cada vez más exclusivamente como conexión de energías
empíricamente determinables y racionalmente comprensibles. Para ese modo de ver, una realidad
divina es algo extraño, más aún, sin sentido, y ha de excluirse: será la consecuencia del Positivismo,
herencia del Empirismo moderno.
En las últimas décadas, los logros de la ciencia y de la técnica están creciendo hasta perderse de
vista. Una objetiva voluntad de poder está decidida a adquirir el señorío absoluto, tanto sobre la
naturaleza, como sobre el hombre mismo. En el Racionalismo cartesiano hallamos algunas de las
raíces originarias de esta cosmovisión.
13. Descartes - La moral y la historia

102
CAPITULO III RENÉ DESCARTES

Descartes concibió su método como medio de alcanzar la seguridad vital. Esperaba del mismo que
condujera su razón y su voluntad, aconsejando la suspensión del juicio ante realidades cuya percepción no
resulta clara y distinta. Pero la suspensión del juicio prevista por el método está limitada al campo del saber.
El resto de la vida tiene sus urgencias que reclaman decisiones inaplazables. De ahí que, en el momento en
que somete a juicio crítico el conjunto del saber, Descartes tiene cuidado de elaborar unas reglas que
orienten su comportamiento siquiera de modo provisional, en espera de haber logrado un método definitivo.
Escribe al respecto:
Como, para empezar a reconstruir el alojamiento en donde uno habita, no basta haberlo derribado
y haber hecho acopio de materiales y de arquitectos..., sino que también hay que proveerse de
alguna otra habitación, en donde pasar cómodamente el tiempo que dure el trabajo, con el fin de no
permanecer irresoluto en mis acciones, mientras la razón me obligaba a serlo en mis juicios, y no
dejar de vivir, desde luego, con la mejor ventura que pudiese, hube de arreglarme una moral
provisional que no consistía sino en tres o cuatro máximas, que con mucho gusto voy a
comunicaros" (Discurso del método, III, o.c. p. 51).
Las reglas que se fija son las siguientes:
1. "Seguir las leyes y las costumbres de mi país, conservando con firme constancia la religión en
que la gracia de Dios hizo que me instruyeran desde niño, rigiéndome en todo lo demás por las
opiniones más moderadas y más apartadas de todo exceso, que fuesen comúnmente admitidas
en la práctica por los más sensatos de aquellos con quienes tendría que vivir.
2. Ser en mis acciones lo más firme y resuelto que pudiera y seguir tan constante en las más
diversas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fuesen segurísimas, imitando en esto a
los caminantes que, extraviados en algún bosque, no deben andar errantes dando vueltas por
una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más derecho que
puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones.
3. Procurar siempre vencerme a mí mismo antes que a la fortuna, y alterar mis deseos antes que el
orden del mundo, y generalmente acostumbrarme a creer que nada hay que esté enteramente en
nuestro poder sino nuestros propios pensamientos.
4. En fin, como conclusión de esta moral, se me ocurrió considerar, una por una, las diferentes
ocupaciones a que los hombres dedican su vida, para procurar elegir la mejor; y, sin querer
decir nada de las demás, pensé que no podía hacer nada mejor que seguir en la misma que
tenía; es decir, aplicar mi vida entera al cultivo de mi razón y a adelantar cuanto pudiera en el
conocimiento de la verdad, según el método que me había prescrito" (Ib. pp, 51-55).
El común denominador de estas reglas es una actitud prudente y distanciada del mundo. Tan revolucionario
fue Descartes en el campo de la teoría, como conservador en su perfil moral. Y, si bien es cierto que se trata
de una moral provisional, abierta a una futura reformulación, también es verdad que la actitud ética de
Descartes -como nos atestiguan las Cartas a Elisabeth- no varió mucho de su planteamiento original.
Descartes está éticamente orientado en sentido estoico y sitúa el centro de la vida moral en mantener un
comportamiento sabio y autónomo destinado a enseñar "a ser de tal manera dueños de las pasiones, a
dirigirlas con tal habilidad, que sólo puedan causarnos males muy soportables, e incluso, podamos
transformarlos en alegría" (Las pasiones del alma, 212).
Estas palabras ponen fin al más largo escrito cartesiano dedicado a problemas éticos. Las pasiones del alma,
por otra parte, no se limitan a trazar el marco de un comportamiento sabio, sino más bien, e incluso
prevalentemente, tienden a esclarecer el influjo que pueden ejercer las pasiones -que, por definición, están en
relación con elementos corporales- sobre el espíritu. El ideal de cobrar distancia de lo material para dar
incremento a la vida del espíritu, reaparece con nitidez también aquí. En esto, como en muchas precisas e
interesantes descripciones que el libro desarrolla, podrá Spinoza encontrar inspiración para su Etica.
Nunca llegó Descartes a formular una moral definitiva; en el fondo, no tenía grandes motivos para modificar
las reglas de la moral provisional; quizá, porque la vida moral, tan plástica como es, escapa al rigor metódico
que el filósofo pretendía aplicar.
No es distinta su actitud en relación con la historia. Intelectualmente curioso como era, atento a la
diversidad de formas de vida que adoptan los hombres y los pueblos, juzga, sin embargo, peligroso el
excesivo interés por otras épocas. Escribe:
"Es casi lo mismo conversar con gentes de otros siglos que viajar. Bueno es saber algo de las
costumbres de otros pueblos, para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer que todo lo

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

que sea contrario a nuestras modas es ridículo y opuesto a la razón, como suelen hacer los que no
han visto nada. Pero el que emplea demasiado tiempo en viajar, acaba por tornarse extranjero en
su propio país; y al que estudia con demasiada curiosidad lo que se hacía en los siglos pretéritos,
le ocurre de ordinario que permanece ignorante de lo que se practica en el presente " (Disc. del
mét., o.c. p. 35).
La descalificación de la historia -que le merecerá las acusaciones de J.B. Vico, por ejemplo- es aquí radical.
Es un testimonio más de la imposibilidad que tiene el método cartesiano de abarcar el campo total del vivir
humano. Por lo demás, no debe resultar extraño que Descartes, comprometido en una obra de radical
reconstrucción intelectual, no sintiera especial interés por una ciencia como la historia, que podía alejarle de
la empresa que se había propuesto. El modelo cartesiano busca el rigor de la argumentación científica; a él,
en cambio, -y en esto está más cerca del pensamiento clásico que de nosotros, los modernos-, la historia no le
merece la dignidad de una ciencia.
14. Descartes - Literatura crítica
OBRAS COMPLETAS: Sigue siendo fundamental la edición de Ch. ADAM y P. TANNERY
entre 1897 y 1913 (12 volúmenes más uno de índices. Una edición más reciente que la de COUSIN:
Oeuvres complètes, Levrault, Paris 1824-1826, 11 volúmenes). Para la amplia correspondencia
cartesiana, cfr. Ch. ADAM y G. MILHAUD: Correspondance, 1936-1963 (8 volúmenes).
BIBLIOGRAFÍA: resulta excelente la recogida por G. SEBBA: Bibliographia cartesiana. A
Critical Guide to the Descartes Literature, 1800-1960, Nijhoff, L 'Aia 1964, que contiene
prácticamente toda la bibliografía correspondiente al período indicado.
En 1929, M. LEROY tituló su estudio sobre Descartes, Descartes, le philosophe au masque,
Rieder, Paris, indicando de este modo la ambigüedad de la filosofía cartesiana. Sin tener que compartir
necesariamente esta tesis extrema, no hay duda de que en Descartes, más que en ningún otro filósofo, se
contienen desarrollos múltiples de pensamiento. De manera que, según expresión célebre del pensador
americano A.N. WHIETHEAD, toda la filosofía moderna depende de alguna manera de Descartes: "la
historia de la filosofía moderna es la historia del desarrollo del cartesianismo en su doble aspecto, idealista
y mecanicista" (A.N. WHITEHEAD, Science and Modern World, Lowell Lectures 1925, Macmillan, New
York 1925.
Como hemos tratado de mostrar en el curso de la exposición, Descartes ha sido fuente de inspiración
para muchas filosofías: desde los desarrollos inmediatamente posteriores en el sentido de un cartesianismo
religioso de un Malebranche, a las filosofías racionalistas de Spinoza y de Leibniz y a las orientaciones
empiristas de Locke y sus seguidores. Cada una de estas corrientes no hace sino destacar al primer plano un
aspecto de la filosofía cartesiana, pero aislándola de su relación con los demás aspectos propios de aquella
filosofía. La misma Ilustración, hasta en sus expresiones materialistas, acusa el influjo cartesiano que les
llega a través del empirismo. Con Kant, Descartes viene a ser el representante de un idealismo problemático
que, sin haber llegado a las extremas conclusiones de Berkeley, habría sentado sus premisas al dejar
problemáticamente abierta y en la duda la posibilidad de que no existiera el mundo corporal. A medida que
se afirma el idealismo, esta interpretación kantiana se acentúa: así en Schelling y luego en Hegel, atentos
ambos, sobre todo, al significado del Cogito como primera expresión de la identidad entre el pensamiento y
el ser.
Descartes centra el interés filosófico, no sólo en el ambiente idealista; un papel determinante en la
difusión de su pensamiento en Francia juega el ecléctico COUSIN, Víctor (París 1792-Cannes 1867) que
publicó en 11 volúmenes sus "Oeuvres" (1824-1826), sentando así las bases para los posteriores desarrollos
del espiritualismo francés, que se remite a Descartes como a un pensador consciente de la importancia
primaria que tiene la interioridad (en este sentido se interpreta el comienzo de la filosofía en el Cogito) y
firmemente orientado en sentido espiritualista.
El pensamiento italiano del siglo XIX ya había iniciado la renovación de la metafísica y resalta los
valores y los límites del pensamiento cartesiano: en el Cogito advierte una ambigüedad no resuelta -la del
Cogito como una certeza psicológica y una verdad metafísica al mismo tiempo-. En este sentido se expresan
Pasquale GALLUPI (1770-1846), Antonio ROSMINI (1797-1885), y Vincenzo GIOBERTI (1801-
1852), aunque éste último se muestre más negativamente crítico con el psicologismo, sobre todo.
En el siglo XX, la presencia cartesiana se deja sentir aquí y allá, especialmente en el ámbito de la
cultura francesa. Sin embargo, su actualidad más explícita se reconoce en la Fenomenología de Edmund
HUSSERL (1859-1938). Las "Meditaciones cartesianas" (1931) desarrollan una reflexión original sobre el
Cogito en el sentido de un idealismo trascendental.

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

La actitud propiamente crítica acerca del pensamiento cartesiano, puede dividirse en dos períodos
fundamentales, separados por el año 1937, año del Congrès Descartes y del tercer centenario de la
publicación del Discurso del método.
La primera fase se caracteriza por orientaciones más sensibles al debate filosófico de aquellos años,
como es natural. Una interpretación en sentido idealista es, por ejemplo, la de Guido DE RUGGIERO
(1888-1948): Storia della filosofia, L' età cartesiana, Laterza, Bari 1933 (reeditada en 1968).
Son muchas las obras que acentúan los rasgos del Descartes científico; y, aunque orientadas teóricamente
según perspectivas diversas, tienen en común la convicción de la primacía de la física sobre la metafísica en
la especulación cartesiana. Obra clásica al respecto es: L. LIARD, Descartes, Baillère, Paris 1882. A ella se
remiten: C. ADAM (que es también el editor de las obras de Descartes): De methodo apud Cartesium,
Spinozam et Leibnitium, Paris 1885; L. BRUNSCHVICG, Descartes, Rieder, Paris 1937; É. GILSON,
Études sur le rôle de la pensée médiévale dans la formation du système cartésien, Vrin, Paris 19302. Este
último, además de definir a Descartes como un físico, se preocupa de rastrear los ascendientes culturales de
su pensamiento, y saca la conclusión de que, a pesar de sus polémicas con la escolástica, el pensamiento de
Santo Tomás está en él tan presente al menos como el de San Agustín.
Por derecho propio, hay que citar el amplio estudio histórico de O. HAMELIN, Le système de
Descartes, Alcan, Paris 1911 que, en el problema de la relación entre física y metafísica en Descartes, llega a
conclusiones opuestas. Para él, la metafísica prevalece en Descartes y en su física hay que buscar las bases
de su pensamiento metafísico.
En 1896, el fascículo de la "Revue de Métaphysique et Morale", dedicado a Descartes en el Tercer
Centenario de su nacimiento, había puesto a punto una serie de contribuciones que, aún en su variedad,
puede reagruparse por su común matriz espiritualista y por la atención a los temas religiosos y morales de la
filosofía cartesiana ( con escritos de Blondel y Boutroux, entre otros). Esta orientación mantienen los
estudios del mismo M. BLONDEL, La clef de voûte du système cartésien, en Cartesio, Vita e Pensiero,
Milano 1937; H. GOUHIER, La pensée religieuse de Descartes, Vrin, Paris 1924, que destaca la
copresencia de elementos de procedencia agustiniana (la unidad de fe-razón) y otros caracterizados por un
racionalismo post-tomista (los desarrollos sistemáticos dados a aquella originaria intuición de unidad); L.
LABERTHONNIÉRE, Études cartésiannes, Vrin, Paris, 1935; A. KOYRÉ, Essai sur l' idée de Dieu et
les preuves de son existence chez Descartes, Paris 1922, que subrayaba la ambigüedad de la reforma
filosófica y religiosa propuesta por Descartes.
También en ámbito francés, hay que recordar los estudios de V. DELBOS, Figures et doctrines de
philosophes, Paris 1918; J. CHEVALIER, Descartes, Plon, Paris 1921; J. WAHL, Du rôle de l' idée de l'
instant dans la philosophie de Descartes, Alcan, Paris 1920, tendentes todos a insertar el pensamiento
cartesiano en el ámbito de la tradición cultural francesa; en particular, Wahl establece una conexión entre
Descartes y Bergson respecto del problema del tiempo.
Una ulterior dirección interpretativa es la de orientación neocriticista, que tiende a ver en Descartes
un autor "precrítico". Su tema central sería el de la unidad del conocimiento científico, unidad que es
también la condición sobre la cual fundar los mismos desarrollos metafísicos. Siguen esta línea
interpretativa: P. NATORP, Descartes ' Erkentnisstheorie, Elwert, Marburgo 1882, y E. CASSIRER, El
problema del conocimiento, FCE, México 19793 (original, Berlín 1906). Cassirer ve, además, en Descartes
un paso intermedio del racionalismo científico al misticismo.
Después de 1937, se ofrecen nuevas orientaciones en la interpretación de Descartes, mostrando la
validez de su pensamiento en un horizonte cultural en estado de rápido cambio. El ensayo de J. LAPORTE,
La liberté selon Descartes, en "Revue de Metaphysique et Morale" de 1937, y el libro del mismo autor, Le
rationalisme de Descartes, PUF, Paris 1950, nutren una renovada presentación del racionalismo cartesiano,
mostrando -en una línea que ya iniciara en el siglo XIX el filósofo espiritualista C. Secrétan- el papel
fundamental que juegan en él la libertad y la voluntad.
En el arco de los mismos años, E. HUSSERL, Meditaciones cartesianas (1929), había introducido a
Descartes en la cultura fenomenológica. Paralelamente, se desarrolla un proceso análogo en relación con el
existencialismo; son expresión del mismo los estudios de K. JASPERS, Descartes und die Philosophie, de
Gruyter, Berlin 1937; K. LÓWITH, Dio, uomo e mondo da Descartes a Nietzsche, trad. it., Napoli 1966;
J.P. SARTRE, Descartes, Trois collines, Paris 1946. Ligada a este clima está la interesante tesis de una
alumna de Jaspers, J. HERSCH, tesis expuesta en el curso del encuentro en 1957 de Royaumont, según la
cual los resultados cartesianos serían incomunicables al tratarse de una suerte de itinerario ascético y
metafísico personal.

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CAPITULO III RENÉ DESCARTES

La interpretación marxista, dentro de un marxismo abierto y sensible a la problemática cartesiana,


está representada por H. LEFÈBVRE, Descartes, Edition Hier et Aujourd' hui, Paris 1947.
G. BONTADINI, Studi sulle filosofie dell' età cartesiana, La Scuola, Brescia 1946, desarrolla, en
un talante neotomista, la naturaleza del dualismo cartesiano y sus consecuencias en la filosofía moderna.
Muy sugerente el estudio de A. DEL NOCE, Riforma cattolica e filosofia moderna. Cartesio, Il Mulino,
Bologna 1965. Del Noce descubre en Descartes diversas y contradictorias posibilidades: la de una reforma
religiosa y la de un potencial ateísmo, la que muestra una tensión trascendente y la presencia de elementos
inmanentistas.
Un intento de reconstrucción sistemática del pensamiento de Descartes a partir de un único núcleo
del que todo se derivaría por deducción, es el que lleva a cabo M- GUEROULT, Descartes selon l' ordre
des raisons, Aubier, Paris 1953. Otra reconstrucción del conjunto cartesiano es la monumental obra de R.
LEFÈBVRE, La vocation de Descartes. L' humanisme de Descartes. Le criticisme de Descartes. La
bataille de Descartes, PUF, Paris 1956-1960. Del mismo autor, La métaphysique de Descartes, PUF, Paris
1959-1966 y La pensée existentielle de Descartes, Vordas, Paris 1965.
Renovado interés por el problema metafísico muestran también: J. VUILLEMIN, Mathématiques
et métaphisique chez Descartes, PUF, Paris 1960; L. BECK, The Methaphysics of Descartes, Oxford
University Press, Oxford 1966; F. ALQUIÉ, La découvert métaphisique de l' homme che Descartes, PUF,
Paris 19662.
Las obras principales de Descartes están traducidas al español: Discurso del método y Meditaciones
metafísicas, Trad., prólogo y notas de M. García Morente, Austral, 1937. Estas mismas obras, a las que se
añaden Reglas para la dirección del espíritu y Principios de la filosofía, trad. de Francisco Larroyo, Ed.
Porrúa, México 1979. Las Meditaciones metafísicas con Objeciones y respuestas, versión de V. Peña,
Madrid 1977. Otra selección de René Descartes. Obras escogidas, trad. de E. Olaso y T. Zwank, Buenos
Aires 1980. Una buena presentación del sistema cartesiano en su conjunto: Dinu GARBER, en Enciclopedia
Iberoamericana de Filosofía, Del Renacimiento a la Ilustración II, Ed. Trotta 2000, pp. 93-119.

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