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Domingo Negro - Thomas Harris PDF
Domingo Negro - Thomas Harris PDF
Domingo negro
ePub r1.0
j666 09.10.13
Título original: Black sunday
Thomas Harris, mayo de 1976
Traducción: Versión de Mercedes Mostaza
sobre la traducción directa del inglés de
Elisa López de Bullrich
Retoque de portada: j666
Julio 18 de 1948:
CIUDADANO ÁRABE
TORTURADO AQUÍ
POR AGENTES ISRAELÍES
SEGÚN DENUNCIA EL
CÓNSUL
Por Margaret Leeds
Finch
Sentado en un apartamento en un
rascacielos de Manhattan, pensaba en
qué forma podría lograr que Jerry Sapp
mordiera el anzuelo. Si lo perseguía
solo, Eddie Stiles tendría que ser
fatalmente el contacto. Era la única
persona que conocía con acceso al
ambiente criminal de los muelles. De lo
contrario, tendría que recurrir a Corley.
Stiles estaría dispuesto a hacerlo por
Rachel.
—No —dijo ésta cuanto tomaban el
desayuno.
—Lo haría si se lo pidieras.
Podríamos protegerlo todo el tiempo…
—No lo hará, de modo que olvida el
asunto.
Era difícil creer que veinte minutos
antes había sido tan tierna y cariñosa
con él, acariciando con el pelo como un
suave péndulo su cara y su pecho.
—Sé que no te gusta utilizarlo, pero
por Dios…
—No me gusta usarlo, no me gusta
que tú me uses a mí. Yo te estoy usando
también pero en otra forma diferente que
no he identificado todavía. No importa
que nos utilicemos el uno al otro.
Tenemos algo además de eso y es
bonito. Pero basta de insistir con Eddie.
Al verla sonrojarse desde el encaje
del escote hasta la cara Kabakov pensó
que era realmente espléndida.
—No puedo hacerlo y no lo haré —
dijo—. ¿Quieres jugo de naranja?
—Por favor.
Kabakov recurrió a Corley de muy
mala gana. Le pasó la información que
tenía sobre Jerry Sapp pero no le dijo de
dónde la había obtenido.
Corley trabajó dos días con la
Oficina de Narcóticos y Drogas
Peligrosas. Pasó una hora hablando por
teléfono con la ciudad de Méjico. Y
luego se encontró con Kabakov en la
oficina del FBI en Manhattan.
—¿Averiguó algo sobre el griego?
—Todavía no —respondió Kabakov
—. Moshevsky sigue investigando en los
bares. ¿Qué pasa con Sapp?
—La Agencia no tiene ningún
prontuario sobre Jerry Sapp —dijo
Corley—. Sea quien sea, está limpio
bajo ese nombre. No figura tampoco en
los registros de los guardacostas. Sus
archivos no son tan minuciosos como
para darnos los detalles que precisamos.
La pintura servirá para compararla, pero
no para localizar el origen. No es
pintura de barcos. Es una marca
comercial de un semiesmalte aplicado
sobre una gruesa mano de pintura de
fondo, que se puede comprar en
cualquier parte.
—Dígame qué sabe sobre las
drogas.
—A eso voy. Esto es lo que
averigüé. ¿Leyó por casualidad lo del
caso Krapf-Mendoza en Chihuahua?
Bueno, yo tampoco conocía los detalles.
Desde 1970 a 1973 entraron ciento
quince libras de heroína a este país.
Dirigidas a Boston utilizando un sistema
muy ingenioso. Por cada embarque
inventaban un pretexto para contratar un
ciudadano norteamericano para que
viajara a Méjico. A veces era un
hombre, otras una mujer, pero siempre
un solitario sin parientes cercanos. El
candidato utilizaba un visado turístico y
a los pocos días moría. El cuerpo era
embarcado de regreso a su país, con el
vientre lleno de heroína. Tenían una
empresa fúnebre en este lado. A
propósito, veo que el pelo le está
creciendo rápidamente.
—Prosiga, prosiga.
—Sacamos dos cosas en limpio. El
hombre de Boston, que es el que tenía el
dinero, sigue gozando de buena
reputación entre ellos. Coopera con
nosotros porque está tratando de evitar
cuarenta años de cárcel. Las autoridades
mejicanas dejaron a un hombre en la
calle en Cozumel. Mejor no tratar de
averiguar qué era lo que estaba tratando
de evitar.
—De modo que si nuestro hombre
hace correr la voz por el ambiente de
que está buscando a alguien de confianza
que tenga una lancha para sacar la droga
de Cozumel y meterla en Texas, no va a
llamar la atención de nadie porque el
viejo método fue interrumpido —dijo
Kabakov. Y si Sapp llama a nuestro
hombre, puede dar referencias de
Méjico y Boston.
—Sí. Este Sapp va a verificarlo
antes de salir a la luz. Van a ser
necesarios varios intermediarios
inclusive para hacerle llegar la noticia.
Eso es lo que me preocupa. Si lo
encontramos no tendremos
prácticamente nada contra él. Podríamos
arrestarlo inventando una conspiración
para la que habría utilizado su lancha,
pero eso tomaría mucho tiempo. No
tenemos nada con qué amenazarlo.
Ya lo creo que sí, pensó Kabakov
para sus adentros.
¡Fasiiiiiil!
Hubiera sido increíblemente bello. Tuvo
que sentarse porque estaba temblando.
Hizo un esfuerzo por pensar nuevamente
en las restantes posibilidades. Trató de
reducir sus pérdidas. Cuando se
tranquilizó nuevamente se sintió
orgulloso por la fuerza de su carácter,
por su paciencia frente a la adversidad.
Era Fasil. Trataría de hacerlo lo mejor
posible.
Los pensamientos de Fasil se
concentraron en camiones y pintura
mientras regresaba a Nueva Orleans.
Todo no está perdido, se dijo a sí
mismo. Quizás era mejor así. La
intervención del norteamericano había
empañado siempre la misión. Ahora él
era el único responsable del golpe. No
sería tan espectacular, quizás; no tendría
un cien por ciento de eficacia como si
hubiera sido lanzada desde el aire, pero
él adquiriría de todos modos un gran
prestigio, y se realzaría la importancia
del movimiento guerrillero, agregó
rápidamente para sus adentros.
Tenía ahora a su derecha el estadio
cerrado. El sol se reflejaba en la cúpula
metálica. ¿Y qué era eso que se alzaba
por detrás? Un helicóptero del tipo
«guinche aéreo». Estaba levantando
algo. Una pieza de una máquina.
Avanzaba en ese momento sobre el
techo. Un grupo de obreros esperaban
junto a una de las aberturas de la cúpula.
La sombra del helicóptero se deslizó
por ésta y los cubrió. Lenta y
delicadamente descargó la máquina el
pesado objeto dentro del agujero del
techo. El casco de uno de los obreros
voló y cayó por la cúpula como si fuera
un pequeño puntito, rebotando
arrastrado por el viento. El helicóptero
ascendió nuevamente, liberado de su
carga y desapareció de la vista detrás
del inconcluso Superdome.
Fasil dejó de pensar en camiones.
No tendría problemas en conseguir un
camión. Su cara se cubrió de gotas de
sudor. Pensaba si el helicóptero
trabajaría también los domingos. Le
pidió al chofer que le condujera al
Superdome.
Dos horas más tarde Fasil estaba en
la biblioteca pública estudiando un
párrafo de «Jane's All the World's
Aircraft». De la biblioteca pasó al hotel
Monteleone, donde copió el número de
uno de los teléfonos del vestíbulo.
Copió el número de otro teléfono
público en la Union Passenger Terminal,
y se dirigió luego a la oficina de
Western Union. Pidió un formulario de
telegrama y redactó cuidadosamente un
mensaje consultando repetidas veces una
pequeña tarjeta con números de un
código pegada en el interior del estuche
de su máquina fotográfica. En cuestión
de minutos el breve mensaje personal
fue transmitido por la extensa línea
submarina hasta Benghazi, Libia.
Fasil volvió a la terminal a las
nueve de la mañana del día siguiente.
Quitó un papel engomado amarillo en el
que podía leerse «no funciona» de un
teléfono situado junto a la entrada y lo
pegó en el teléfono que había elegido y
que estaba situado al final de la hilera
de casillas. Miró su reloj. Faltaba media
hora. Se sentó en un banco cerca del
teléfono y se dispuso a leer el periódico.
Fasil no había abusado hasta
entonces de las conexiones de Najeer en
el Líbano. Y no se atrevería a hacerlo
ahora de haber estado éste vivo. Se
había limitado a recoger el explosivo
plástico en Benghazi una vez que Najeer
hizo los arreglos necesarios, pero el
nombre de «Sofia», que Najeer había
adoptado como código para la misión,
había servido para abrirle todas las
puertas en Benghazi. Lo incluyó en su
telegrama y confiaba en que volvería a
dar resultado.
El teléfono sonó a las nueve y treinta
y cinco. Fasil contestó a la segunda
llamada.
—¿Hola?
—Sí. Estoy tratando de hablar con la
señora Yusuf —Fasil reconoció a pesar
de la mala conexión la voz del oficial
libio que actuaba como enlace con Al
Fatah.
—Busca entonces a Sofía Yusuf.
—Adelante.
Fasil habló rápidamente. Sabía que
el libio no permanecería mucho tiempo
en el teléfono.
—Necesito un piloto capaz de
manejar un helicóptero de carga modelo
Sikorsky S-58. Prioridad absoluta. Debe
presentarse en Nueva Orleans dentro de
seis días. Debe ser sacrificable. —
Sabía que estaba pidiendo algo
extremadamente difícil. Sabía también
que Al Fatah disponía de grandes
recursos en Benghazi y Trípoli.
Prosiguió rápidamente antes de que el
oficial pusiera objeciones—. Es similar
a las máquinas rusas utilizadas en la
represa de Assuan. Lleve la petición al
más alto nivel. El más alto. Estoy
investido de la autoridad de Once —
Once era Hafez Najeer.
La voz del otro extremo era suave,
como si el hombre tratara de susurrar en
el teléfono.
—Quizá no encuentre semejante
hombre. Me parece muy difícil. Seis
días es muy poco tiempo.
—Si no lo consigo para entonces no
me servirá de nada. Se perderá mucho.
Me es absolutamente necesario.
Llámeme dentro de veinticuatro horas al
otro número. Prioridad absoluta.
—Comprendo —dijo la voz a diez
mil kilómetros de distancia. La línea
enmudeció.
Fasil se alejó del teléfono y salió de
la terminal con paso rápido. Era muy
peligroso comunicarse directamente con
el Oriente Medio, pero el escaso tiempo
de que disponía justificaba correr el
riesgo. La petición de un piloto era
difícil de satisfacer. No había ninguno
entre los fedayines. Manejar un
helicóptero de carga con un objeto
pesado suspendido debajo de él
requiere una gran habilidad. No abundan
los pilotos capaces de hacerlo. Pero los
libios habían ayudado anteriormente a
Septiembre Negro. ¿Acaso el coronel
Khadafy no había cooperado con el
ataque de Khartoum? Las armas
utilizadas para asesinar a los
diplomáticos norteamericanos habían
sido metidas en el país por un
diplomático libio. El tesoro de Libia
facilita anualmente treinta millones de
dólares a Al Fatah. ¿Cuánto podía valer
un piloto? Fasil tenía razón en no perder
las esperanzas. ¡Si consiguieran
encontrarlo pronto!
El límite de seis días impuesto por
Fasil no era estrictamente exacto, ya que
faltaban dos semanas hasta el Super
Bowl. Pero iba a ser necesario
modificar la bomba para poder
transportarla en otra máquina diferente a
la original, y necesitaba tiempo y la
experimentada ayuda del piloto.
Fasil comparó las posibilidades de
encontrar un piloto y el riesgo inherente
a pedir uno, contra el magnífico
resultado que podía obtenerse de
encontrarlo. Consideró que valía la pena
correr el riesgo.
¿Y si su telegrama, aparentemente
inocente, llegaba a ser examinado por
las autoridades de los Estados Unidos?
¿Qué pasaría si el judío Kabakov
conocía el número de código utilizado
para los teléfonos? Fasil pensó que eso
no era muy probable, pero no le impidió
sentirse incómodo. Era indudable que
las autoridades estaban buscando el
plástico, pero no conocían la naturaleza
de la misión. No había nada que los
hiciera pensar en Nueva Orleans.
Se preguntó para sus adentros si
Lander seguiría delirando. Tonterías. La
gente no delira ya por fiebre alta. Pero
los locos desvarían a veces, con o sin
fiebre. Dahlia lo mataría a la primera
indiscreción.