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CASEROS
PARA UN
CORAZÓN PARTÍO
Por Sylvia Carlock
© Sylvia Carlock, agosto del 2014
ISBN: 978-1-62504-071-8
Todos los derechos reservados.
Victoria,
Santa Ana, CA, 2013
Depresión. Beba una taza de salvia para levantar el ánimo. Prepare una infusión a
razón de media cucharadita de hierba seca por 8 onzas de agua. Agregue una pizca de
clavo molido. Repita dos a tres veces por día, hasta sentir mejoría.
Eso yo lo sé porque no me morí el día que recibí los peores dos golpes de mi
vida.
La Paloma era un centro naturista, que estaba equipado con quirófano, y que
había sido fundado precisamente por mi abuela materna, Benita, a quien yo
adoraba. Ella me había enseñado el amor por la medicina y era mi persona
favorita en todo el mundo entero.
No quería ni imaginar que mi abuela estuviera tan grave como para doblegar a
mi madre, pensaba mientras manejaba en las horas pico del tráfico de la mañana
cuando salí del hospital aquella mañana de fría de febrero.
En cuanto abrí el closet buscando ropa qué ponerme, fue cuando vi que el lado
donde mi esposo guardaba su ropa, estaba totalmente vacío.
Eso sí, no tuve que romperme la cabeza para averiguar el motivo por el que
Henry, mi esposo por 10 años, me había abandonado.
Sobre la mesa del comedor me encontré dos sobres dirigidos a mí. Uno con la
letra de mi esposo y otro con la de mi única hermana.
Ella nació dos años después que yo y desde chica fue mi rival más encarnizado.
Con ella competimos por la atención de nuestros padres.
Ella fue la número uno ante los ojos de mi madre quien le regalaba los vestidos
más bonitos, los aretes de oro, las caricias tiernas y, sobre todo, su amor
incondicional.
Así crecimos.
Pero yo nunca creí que Henry fuera capaz de entrarle al juego de Roxana.
Porque... ¿Qué otra cosa podría ser el haberse metido con mi marido, si no un vil
juego de competencia?
Henry era el hermano mayor de la mejor amiga de Roxana. Ellos eran amigos
casuales y jamás manifestaron intereses románticos entre sí.
Tuve que leer varias veces su nota para que en mi cerebro penetrara la noticia.
¿Qué?... ¿Qué dice este hombre? Ayer por la tarde, cuando me estaba poniendo
el uniforme para irme a trabajar, me jaló a la cama, me desvistió y me hizo el
amor con una ternura que hacía mucho tiempo no me mostraba.
Su ternura me caló el alma y me hizo desear que éste fuera mi día de descanso
para poderme quedar dormida en sus brazos, un lujo que hace tiempo no teníamos
debido a que nuestros turnos en el hospital nos mantenían alejados.
Tomé el celular y marqué su teléfono. El correo de voz decía que iba a estar de
viaje y que no iba a poder contestar el celular y pedía que si era urgente le
enviaran un mensaje. Con rabia colgué y marqué el celular de mi hermana. Mismo
recado. ¡Estúpidos!
Sentí que las piernas se me doblaban y solamente atinaba a pensar que los dos
eran unos desgraciados y que yo era una estúpida por no ver venir esta situación.
Me quedé sentada en una silla del comedor y perdí noción del tiempo y el lugar.
Un dolor como no había conocido nunca, me embargó.
En esto estaba cuando sonó el celular. Mi madre de nuevo. “¿Qué haces que no
vienes?, estoy sola y necesito quien resuelva problemas. Le he estado marcando a
tu hermana y no contesta... ¿Dónde están mis hijas cuando las necesito?”, su voz
sonaba era una mezcla de frustración y desesperación.
Mi madre es una mujer que en otra vida debe haber sido militar de alto mando.
Ella sabía dar órdenes y, si estabas en una emergencia, ella era el mejor aliado
que tú podías tener.
“Tu otra hija va rumbo a Las Vegas a casarse con mi esposo”, le dije
limpiándome las lágrimas. “Me dejó una nota en la que me dice que ‘ojalá algún
día pueda perdonarla’”.
“¿De qué hablas?”, preguntó mi madre, y sin esperar respuesta, me dijo: “claro,
es de entenderse. Hiciste mal en negarte a darle hijos a tu marido. A los hombres
se les ata con un hijo”.
Me quedé muda.
Mi madre dándome ese consejo. Precisamente ella cuyo esposo, mi padre, fue
famoso por haber tenido una querida de planta.
Los que siguieron fueron días dolorosos en los que Benita se nos fue escapando
de entre las manos día con día. Su alegría de vivir se fue apagando y ella dejó de
luchar.
Benita era una mujer más grande que la vida. Era la que te tendía la mano si te
veía caída y celebraba tus victorias si te veía triunfando. Era cálida y a veces,
cuando tu corazón estaba roto, ella lo entendía sin que tú tuvieras qué explicar
algo.
Estoy segura que si ella estuviera sana y se hubiera enterado de lo que pasó con
Henry y Roxana, me hubiera dicho sus frases favoritas:
“Todo ocurre por alguna razón”, decía, “si tienes paciencia, vas a ver que
cuando todo haya terminado y mires hacia atrás, verás que esto que ahora te
parece insuperable fue lo mejor que pudo haberte pasado”.
“Ya estoy cansada”, me dijo una noche a la hora que se iba a dormir mientras
yo le acomodaba su cabello atrás de la oreja. “Todo lo que tenía pendiente por
hacer, ya lo hice y me voy a ir en paz”, agregó.
Yo no quería oírla hablar así porque no me imaginaba qué iba a hacer sin ella.
Ella era mi amiga, mi confidente y mi consejera. A mí me encantaba pedirle su
opinión en todos mis asuntos.
“No digas eso”, le dije “si tú te vas, “¿Qué voy a hacer yo?” Acariciando mi
mano entre sus dos manos, las acercó a su boca, puso en beso tembloroso en el
dorso de mi mano y contestó:
“Tú vas a estar bien, porque eres fuerte y tienes muchos recursos. Te quiero
mucho. Tú no me has dado nada más que alegrías. Me voy contenta”.
Durante las semanas en las que traté de ayudar a sanar a mi abuela, no tuve
oportunidad de sufrir demasiado por la traición de mi hermana y mi esposo. El
miedo a perder a Benita era más fuerte que todo.
Pero el día que la encontré muerta, se me juntaron los dos dolores con una
intensidad que pensé que iban a romperme.
Mi madre, siempre tan propensa a dar órdenes, por una vez en su vida debe
haberme visto tan hundida, que se encargó de la mayoría de los trámites, sin
apenas molestarme.
El resto del cortejo fúnebre estaba integrado por decenas de amigos y parte del
personal de la Casa de Reposo La Paloma, un centro naturista fundado por mi
abuela hacía más de 50 años en México y todo el personal de la Clínica de
Reposo La Paloma II, fundada en los años 70’s, por mi abuela en California.
Poco después que huyeron me enteré que Henry había tramitado un permiso de
ocho semanas en el hospital.
Este hombre con el que yo vivía y de quien conocía su cuerpo y sus gemidos de
placer que escuché por 10 años, había planeado su nueva vida mientras todavía
hacía el amor conmigo.
Yo, que había vivido mi infancia con un hombre infiel, mi padre, me había
casado con uno igual. ¡Vaya forma de no aprender las lecciones!
La razón de las ocho semanas, según me enteré por mi mamá, fue que Henry
necesitaba establecer una residencia mínima de seis semanas en el estado de
Nevada, antes de poder divorciarse de mí, sin necesidad que yo estuviera
presente para aceptar o rechazar el divorcio.
Así fue como Henry me descasó —al vapor, para unirse a mi hermana. Cuando
regresaron dos meses después ya eran esposos.
Cuando los vi entrar al despacho del abogado tuve qué hacer un esfuerzo por no
lanzarme encima de ellos. Esta violencia de emociones me era desconocida. Yo
era una pacifista. Todo mundo decía que yo era capaz de apaciguar a las fieras
pero en esta situación, vaya usted a saber por qué, la fiera era yo.
Ellos se sentaron lejos de mí, sin voltear a verme. Yo sentía hervir mi pecho
con una ira que, estoy segura, me hacía echar humo por las orejas.
Mi corazón retumbaba en mis oídos tan fuerte me tenía miedo que otros lo
escucharan. Sentía rabia. Quería gritar y me costaba trabajo contenerme.
A ratos me daba por planear venganza. Aunque era difícil. Las que más me
gustaban rayaban en lo ilegal, como patear a mi ex por abajo del cinturón hasta
verlo doblegarse y caer con un estrepitoso “plum” que de paso le rompiera la
nariz al estrellarse contra la banqueta de la casa donde vivimos por 10 años y en
la que ahora vivía con mi hermana.
¿Eso se calificará como delito mayor o menor? Quizá podría yo argumentar con
el juez que mi ex se merecía eso y mucho más y que yo era víctima de un crimen
provocado por la pasión, lo que sea que eso signifique.
Pero luego que disfrutaba ver esas imágenes en mi mente, me quedaba pensando
en que eso era algo muy primitivo y que me iba a dar una satisfacción demasiado
fugaz.
Otras veces imaginaba que Henry regresaba arrepentido a pedir perdón. En este
escenario la situación cambiaba. A veces yo lo corría de la casa a gritos e
insultos. A veces lo miraba con desprecio y ni siquiera me molestaba en
contestarle. Pero la mayoría de las veces yo lo perdonaba, lo abrazaba y lloraba
de emoción al volverlo a tener en mis brazos.
Pero luego recordaba que el hijo de Henry no estaba en mi vientre sino en el de
mi hermana y entonces me sentía abrumada al darme cuenta que ya nada era
posible entre nosotros dos.
Por donde quiera que lo viera, nosotros dos, como pareja, ya éramos historia.
Ellos estaban en mi mente las 24 horas de los siete días de la semana. Era
agotador.
La secretaria del abogado Rendón anunció que en pocos minutos daría inicio la
lectura del testamento de mi abuela. Yo no encontraba donde colocar mis manos,
ni mi bolsa, ni mis piernas, ni mi persona. ¡Me sentía tan fuera de lugar!
Mi abuela dejó una lista de sus empleados que recibirían un bono o beneficio
en efectivo, como agradecimiento a sus años de lealtad.
Aunque mi abuela había sido generosa con Roxana y con mi madre, lo cierto es
que el grueso de las propiedades los había heredado yo. Una parte estaba a mi
disposición de inmediato y la otra tenía una condición.
La gran ironía de esto fue el sistema legal por medio del cual yo entraba en
posesión de una finca de varias hectáreas que incluía varias casas, hermosos
jardines e instalaciones de recreo y terapia, así como de los fondos monetarios, y
derechos sobre las patentes de medicinas naturales de mi abuela, no permitía que
Henry heredara nada ya esta fortuna llegaba pocos días después de finalizado el
divorcio.
Las noticias del dinero y las propiedades heredadas eran agradables, pero no
solo por el beneficio y seguridad económica que representaban sino porque mi
abuela sabía que yo amaba a La Paloma y la posibilidad que este centro naturista
traía para aplicar mis conocimientos de medicina.
Sanar a otros era mi misión en la vida, igual que había sido la de ella y la de
otras curanderas entre nuestros ancestros.
Pero en todas estas buenas noticias no había triunfo porque todo el dinero del
mundo no me regresaba a los dos seres que yo más amaba y que recién había
perdido.
“Va a ser mi primer nieto, porque Victoria nunca quiso embarazarse”, explicó
como si yo no estuviera en el mismo cuarto.
El día que la menor de sus hijas cumplió 18 años y se fue del hogar paterno, fue
el día que Araceli empacó sus maletas y se fue de la casa que había compartido
con Agustín, su esposo por 28 años.
Esta no fue una decisión precipitada, no. De hecho fue una decisión tomada
hacía más de 10 años. Y la planeación de a dónde iba a vivir y cómo iba a vivir
el resto de su vida, fue cuidadosa y bien calculada, asunto absolutamente
apropiado a su personalidad, ya que Araceli era una excelente planeadora.
Siempre había sido eficiente. Desde recién casada había manejado con mano
férrea su hogar. En la casa de seis recámaras con seis baños, sala, antesala,
comedor, ante comedor y amplias terrazas, regalo de bodas de su madre y
Agustín, no había un rincón que Araceli no dominara.
Pero para cuando Roxana, la menor de las hijas se fue de la casa, el palacio ya
había quedado casi vacío. El único habitante que sobraba era Agustín, y Araceli
tenía bien claro que ya no quería vivir con él.
Hubo discursos, brindis, una cena espectacular cuyo menú fue aprobado por
Araceli, y baile. Mucho baile. Todo era celebración y gozo.
Nadie sospechaba que Araceli ya había adquirido un condominio y lo había ido
amueblando poco a poco durante el mes anterior.
Las hijas ni idea tenían que Araceli había planeado salirse del hogar. Agustín sí
lo sabía, pero lo había olvidado o, quizá pensaba que ella no era capaz de
cumplir una amenaza hecha 10 años atrás, aquél fatídico día que él decidió ir a
ver una película romántica con Graciela.
Así fue como una estupidez se juntó con otra. Primero aceptar ver la película,
después no recordar que el cine estaba junto a la academia de costura a donde
Araceli estaba asistiendo con dos de sus mejores amigas.
Y ocurrió que al salir del cine, iba abrazando a Graciela, y entonces decidió
besarla, un poco porque estaba de buen humor y otro poco porque lo cursi de la
película le hizo hacer algo tan fuera de su personalidad: besar una boca de mujer
en público.
Sin más qué hacer, y queriendo evitar una escena dramática, Agustín giró a
Graciela, en sentido opuesto y se alejó dejando atrás a la madre de sus hijas quien
los siguió con la mirada, sin atinar a murmurar ni si quiera un “¡Carajo!”
Ahí le sirvió un trago fuerte, le acercó unos klínex y se sentó a su lado a esperar
que a su amiga le hiciera clic la realidad de lo que acababa de descubrir.
Como si abrieran un dique, Araceli empezó a sollozar y luego a llorar a pleno
pulmón. Por horas continuó sin decir palabra, hipando, llorando y sonándose la
nariz.
Con los ojos hinchados de llorar, los hombros caídos y el espíritu abatido,
Araceli lo enfrentó:
¿Qué tienes qué decir en tu defensa?”, insistió Araceli con voz cortada por las
primeras lágrimas de las muchas que iba a derramar frente a su marido esa noche.
Y aquí fue cuando Agustín, que siempre había sabido qué decir y cómo
convencer en asuntos de negocios o de mujeres, no supo medir la gravedad de la
situación. Falló en lo que quizá fue la batalla más importante de su vida.
Esas palabras humildes hubieran hecho que Araceli se dejara abrazar, besar y
convencer, porque en esos momentos se sentía totalmente derrotada.
Su corazón que se estaba rompiendo estaba dispuesto a creer lo que fuera con
tal de parar esta intensa oleada de dolor y pérdida que hasta entonces le era
totalmente desconocida.
Pero Agustín, que era todo un macho mexicano, que creció, el único varón de
los cuatro hijos que tuvo su madre, y que ganaba mucho dinero gracias a sus
negocios de abarrotes, le pareció que Araceli no merecía ninguna explicación y
que él podía tener las mujeres que quisiera.
De manera que abrió la boca sin medir la estatura de su esposa: “No me hagas
escenas. Tú eres mi esposa y no te falta nada. Yo soy hombre y puedo hacer lo que
se me de la gana.
Graciela es mi amante”.
Para Araceli, era duro escuchar la confesión, pero más doloroso se le hacía ver
la actitud de Agustin, el cual, para su sorpresa, no sólo no mostraba
arrepentimiento, sino que además parecía irritado con ella.
Como si ella hubiera hecho algo malo. Y se sintió perdida sin saber qué hacer.
Pero el amor hace tonta aún a la mujer más inteligente, por lo que en lugar de
eso, con voz quebrada por el sentimiento y el corazón quebrado por el dolor, dijo:
Araceli y Agustín se habían conocido cuando ella tenía apenas 17 años. Ella
era hija única de Benita, la dueña de La Paloma.
Corría el año de 1972, cuando Agustín ingresó a La Paloma en Michoacán, con
un caso galopante de alcoholismo.
Por aquél entonces, Benita ya tenía planes de abrir una sucursal de la clínica en
California. Para el final del tratamiento, Agustín mostraba síntomas de estar
interesado en Araceli, y hacía planes para establecerse en California para estar
cerca de ella.
Con unos ahorros que tenía, al llegar a Santa Ana, Agustín abrió una carnicería
al estilo mexicano y su éxito fue instantáneo. En la carnicería ofrecía tortillas,
abarrotes y artículos básicos a su clientela y el lugar estaba siempre a reventar de
paisanos que estaban encantados con el sabor a pueblo que les ofrecía el negocio
de Agustín.
Casi de inmediato que Araceli cumplió 18 años, Agustín fue a casa de Benita a
pedir su mano. La boda fue pactada para junio de 1974, o sea casi 12 meses
después de haber celebrado el compromiso.
“¿Seis recámaras?, ¿Para qué tantas?”, preguntó Araceli. “¡Seis recámaras para
todos los hijos que vamos a tener!”, confirmó Agustín a su ruborizada novia.
Para gran deleite de Agustín, durante las primeras semanas después de la boda,
Araceli se transformó de una tímida novia virgen, en una apasionada compañera
de cama.
Al principio Araceli pensaba que era cosa de tiempo, pero luego empezó a
preocuparse. Pensaba que nunca iba a ser madre.
Después de cada embarazo, la pareja esperaba con ansia que pasara el tiempo
de la cuarentena para volver a disfrutar de su unión sexual.
Esa era una de las razones por las que Araceli se preguntaba una y otra vez el
por qué de la traición.
Otra de las razones era que una sólida parte de la prosperidad económica que
la pareja había logrado era gracias a Araceli. Ella había sido quien se encargó de
hacer ahorros con el dinero que Agustín traía a la casa para ir comprando
propiedades.
El dinero se multiplicó gracias al buen olfato de Araceli para comprar edificios
de departamentos y oficinas. Ella se encargaba de cobrar rentas y reinvertir el
dinero.
“Dime en qué he fallado”, preguntó Araceli la noche del cine y del beso en la
calle. Ella se cuestionaba la pregunta que toda mujer engañada se hace: “¿Qué
tiene ella que no tenga yo?”
Todo lo que Araceli había pedido hasta ahora, lo había tenido. ¿Por qué tenía
que ponerse en este plan solamente porque él había decidido tener un poco de
diversión?
“No tengo por qué darte explicaciones de mis actos. Yo hago lo que hago y
como quiera hacerlo, para eso soy hombre. Si algo no te parece, la puerta está
muy ancha para que te vayas. Y para que de una vez lo sepas, no pienso dejar a
Graciela. Hazle como quieras, pero no me hagas dramas”.
Araceli cayó enferma. Vomitaba bilis y agarró una fiebre cuatrapeada que la
tiró en cama por tres semanas durante las cuales perdió tanto peso y como ganas
de vivir. Benita jamás se enteró de la postración de su hija. Araceli no quería
hablar con nadie ni pedir ayuda.
A ratos llorando y a ratos delirando, con el paso de los días se fue consolando
y se fue mejorando gracias a los cuidados de Lucy, la sirvienta que llegó a
trabajar con la pareja cuando se casaron.
Agustín no hizo nada por ayudarla. Se mantuvo con el ceño fruncido, rumiando
su enojo y lamentando la “incomprensión” de su esposa.
No le creyó a Araceli que estuviera enferma. Pensaba que era un truco para
hacerlo sentir mal. “Pero conmigo no puede... yo soy perro viejo y ella no va a
venir a enseñarme trucos nuevos”, decía para sus adentros.
Una mañana, cuando ya había recuperado su fuerza una Araceli, ya serena y más
sabia, se levantó para hacerse nuevamente cargo de su hogar. Sin más trámite,
empezó un lunes y sirvió el desayuno, eficiente como antes.
Para entonces Victoria, la hija mayor tenía 10 años y Roxana tenía 8. Esa
mañana Araceli arregló a sus hijas para enviarlas a la escuela primaria.
Esa noche, Araceli esperó a que Agustín regresara después de cerrar el negocio
y le dijo: “Me voy a mudar a una de las recámaras de invitados. Y de una vez te
aviso que voy a permanecer contigo hasta que mis hijas se vayan de la casa.
Cuando eso ocurra, entonces me iré y te pediré el divorcio”.
Un leve malestar se sentó en la boca del estómago de Agustín. Esta Araceli tan
determinada no le gustaba. Hubiera preferido una escena de llanto, insultos, gritos
y amenazas. ¡Vamos, con gusto hubiera aceptado hasta una cachetada! La mujer
tenía que tener derecho a defender a su hombre, ¡Carajo!, pero esta actitud de
dignidad, de reina ofendida, no le gustaba nadita.
“Hazle como quieras pero no me estés fregando”, contestó Agustín sin tocar la
cena —una grave ofensa según le habían enseñado los años de matrimonio con
esta mujer. “Ya se le pasará”, pensó y se fue.
Lo único que lamentaba era que por el momento Araceli no lo iba a aceptar en
su cama. Era una lástima porque esa era la parte de su matrimonio que más le
gustaba. “Ojalá se le pase pronto”, pensó y sonrío imaginando con gran deleite
cómo iba a ser la tremenda reconciliación que ellos iban a tener.
Cuando pasaron los meses y Agustín vio que Araceli se había alejado
emocionalmente de él, internamente sintió una gran sensación de pérdida. En
algunas ocasiones llegó a sentir un atisbo de remordimiento. Pero antes de
entregarse a lamentar abiertamente el haber perdido a su mujer, Agustín echaba
fuera esas indeseadas emociones y se recordaba que “Para eso era hombre”.
A solas consigo mismo, sin embargo, no podía menos que comparar a ambas
mujeres y para su gran malestar, Araceli siempre salía ganando. Era mejor
cocinera. Bueno, digamos que no había comparación en este terreno porque
Graciela no sabía ni hervir agua. También mejor amiga. Siempre lo había
escuchado con atención y en lugar de decirle qué hacer, le hacía preguntas
atinadas que lo hacían razonar y encontrar soluciones por él mismo. Era buena
confidente.
A Araceli podía contarle sus más íntimos pensamientos y ella jamás repetía
nada que él le hubiera confiando. Era mucho mejor amante. ¡Ah!, las cosas que
ellos dos no habían hecho bajo las sábanas. ¡La extrañaba con su picardía y su
ingenio. ¡Era tan divertida y tan generosa en las noches de placer! También era
más guapa. Llevarla del brazo le dejaba siempre muy buen sabor de boca en los
círculos sociales donde se desenvolvían. Su porte elegante, su caminar sereno.
No es que tuviera queja alguna de Araceli, no. Era solamente que pensaba que
un hombre podía hacer lo que quisiera y pudiera, mientras tuviera la oportunidad.
Y eso fue lo que hizo. ¿Por qué Araceli no podía entenderlo y aceptarlo? ¡Esto no
tenía por qué afectarla a ella, por Dios santo!
Incluso hubo noches en que no llegó a dormir. “No me esperes esta noche”,
decía simplemente. “Tengo un asunto que arreglar y llegaré hasta mañana”.
El escuchar estas palabras, Araceli asentía. De hecho, con los años, había
llegado a saber qué días eran los que Agustín no iba a venir a dormir. El
cumpleaños de Graciela, el aniversario de ellos como pareja y una semana antes
de la Navidad. Esas eran las fechas en las que Agustín le regalaba la noche
completa a su amante.
Previendo que llegara esta fecha, Araceli abrió una cuenta de ahorros a su
nombre y le informó a Agustín que se estaba asignando como sueldo un porcentaje
como administradora de los edificios que la pareja poseía. Sin sospechar para
qué quería el dinero su mujer, Agustín pensó que era natural que ella quisiera
tener su propio ingreso. No le dio mayor importancia.
Cuando su hija menor anunció que se iba a estudiar al colegio, Araceli empezó
a buscar un condominio. Y por un lado planeaba menú para la fiesta de despedida
y por otro ordenaba cortinas para el condominio. Flores para adornar la casa,
sala para su nueva vivienda; fotógrafo para la fiesta, artefactos para su nueva
cocina.
Cuando dieron las seis de la mañana del día siguiente a la fiesta, Araceli cargó
las últimas cosas en su automóvil. Se bañó y se vistió, revisó los closets de su
recámara y de su cuarto de costura para asegurarse que no estuviera olvidando
nada y se fue.
Sobre la mesa no había pan recién horneado, ni flores frescas cortadas del
jardín. Tampoco había un guiso cocinándose en la estufa, ni una Araceli
enfundada en un mandil limpio, volvería jamás a preguntarle si deseaba desayunar
en la cocina o en la terraza.
Sin hacer ruido para no despertarla, Agustín empezó a buscar el café para
prepararse una taza. El primer problema que encontró era que no sabía cómo
cargar la cafetera. Era curioso, pero nunca había preparado café. No había tenido
necesidad ya que era siempre Araceli la que se hacía cargo de eso.
Cuando por fin pudo cargar la cafetera de agua y café, y la echó a andar, trajo
un tarro y se sirvió un café cuyo color le indicó que le había fallado el cálculo en
la proporción agua-café. El sabor era tan malo que tuvo que calificarlo de “esta
imbebible agua de calcetín” y lo dejó a un lado.
“¿Dónde estaba Araceli que no se había levantado a cumplir con sus deberes?”,
pensaba Agustín mientras caminaba rumbo a la recámara de invitados. Al llegar
encontró la puerta cerrada.
Agustín se sentó en la cama y releyó la carta. ¡No podía creer que esta loca
mujer hubiera sido capaz de cumplir sus amenazas!
En los días que siguieron, el mundo se le vino abajo a Agustín. Tuvo que
aprender a vivir en una casa vacía que se ensuciaba sola y en la que nunca había
camisas limpias, ni comida sabrosa a ninguna hora.
Tuvo que reconocer que el polvo se estaba acumulando en todas las superficies
y se maravilló al pensar que todos estos años, la mano oportuna de Araceli había
sido la que había limpiado y pulido a tiempo para que él no viera lo que ocurría
inexorablemente en la madera de los muebles y el vidrio de las ventanas.
Y fue a través de la ausencia de Araceli que pudo comprender la magia que ella
había traído a su vida, durante casi 30 años de matrimonio.
El nunca había dado ningún pensamiento al hecho de que la casa fuera tan
cálida, que estuviera tan limpia; ni al milagro de que la ropa bien doblada
volviera a aparecer en los cajones con toda regularidad o que el refrigerador se
mantuviera siempre lleno de provisiones.
Son cosas que había dado por sentadas. Igual que dio por sentado el amor de
Araceli. Fue por esos días que dio en recordarla, con su eficiencia, con su
sensualidad y su alegría. Y sintió pena de haberla perdido y dolor por haber sido
tan soberbio de no pedir perdón a tiempo. Había cambiado talegas de oro por
cuentas de vidrio.
Araceli era como ninguna mujer que él hubiera conocido. Era segura de sí
misma. Contestaba directo, viéndote a los ojos. No creía en cuentos y tendía a
llamarle a las cosas por su nombre.
Araceli se reía de las bromas que Agustín le hacía y lo que más le encantaba
era que siendo tan bonita como era, no era presumida. Parecía como si no
estuviera consciente del impacto que ella tenía sobre él.
Era como si no notara que cuando él la veía pasar sentía que una fuerza gigante
lo jalaba hacia su presencia de mujer joven; y sus ojos no podían desprenderse de
la sensualidad de sus senos y caderas que solo se veían interrumpidos por la
brevedad de su cintura.
Ahí, en la sala de la casa donde Benita y Araceli vivían dentro de los campos
de La Paloma, Agustín cantaba: “Conocí a una linda morenita y la quise
mucho....”
Tenía una voz bien timbrada que a Araceli se le hacía súper sexy.
Pero la vida tenía qué seguir adelante y no sabía cómo enfrentarla sin su
esposa. Y se daba cuenta que nadie lo había preparado para este momento.
Tuvo que explicar a sus hijas que su madre había abandonado el hogar “sin
explicaciones”. Tuvo que pagar la luz y el teléfono después que los cortaron y
recordar traer a casa leche, azúcar y otros alimentos básicos que ya no había
nadie que surtiera.
Pero eso fue también un desastre porque Graciela estaba acostumbrada a estar
de adorno y no sabía nada de administrar un hogar.
Más bien fue la mamá de Graciela quien le dio un poco de orden a la vida de
Agustín. Fue ella quien resolvió el misterio de la proporción de agua-café y lo
recibía por las mañanas con un café de regular sabor. Fue la mamá quien le lavó y
planchó unas camisas que, con los meses, se fueron percudiendo, justo al igual
que Agustín que, sin Araceli, se sentía perdido.
Como al mes que Araceli se fue de la casa, el abogado llamó para hacer una
cita. Fue entonces que Agustín tuvo una brillante idea. “Antes de iniciar
negociaciones, exijo hablar a solas con mi esposa”, le dijo al abogado.
Para su enorme júbilo, el abogado llamó un par de días más tarde para
comunicarle que Araceli había aceptado reunirse con él.
Hicieron una cita. Agustín eligió un restaurante elegante al que alguna vez
fueron a celebrar un aniversario de boda, con la secreta esperanza de conmover el
corazón de su mujer.
Como quien explica una lección a un niño de primaria que no entiende, Araceli
procedió a recordarle a Agustín que la noche aquella de los besos públicos en el
cine, con la mujer equivocada, ella le había sentenciado que se iba a divorciar de
él cuando la hija menor se fuera de la casa.
Sin querer aceptar que Araceli tuviera derecho a cumplir con sus planes de
divorcio, Agustín insistió que ella regresara a la casa.
Cuando ella se negó, el siguió insistiendo. Incluso sugirió que si ella estaba
decidida a divorciarse, lo podían hacer “cada quien en su recámara”.
Agustín la felicitó por tan bien pensada actividad y le aseguró que podía
llevarla a cabo desde el hogar que acababa de abandonar.
Como respuesta a esto, Araceli le informó que la casa donde ellos habían
vivido su vida de casados, al igual que el resto de las propiedades, se iban a
dividir entre los dos en el acuerdo de divorcio.
Araceli siempre había sido una mujer hermosa, pero ahora en su madurez, era
elegante, además de hermosa. Su cabello corto y su cutis luminoso. Los ojos de
pestañas largas no necesitaban maquillaje alguno. Tenían sus propias sombras que
los hacían ver un tanto exóticos. La boca pintada de rosa intenso resaltaba como
una flor encendida de color.
Con paciencia, Agustín fue rebatiendo todos los puntos de Araceli e, incluso, le
pidió perdón por su mal juicio años atrás, por su infidelidad y hasta le prometió
darle una indemnización a Graciela y sacarla para siempre de su vida.
“Te ruego que lo reconsideres”, dijo Agustín con su tono más convincente. “Te
he extrañado mucho y quisiera que volviéramos a ser una pareja feliz como lo
fuimos antes que yo hiciera lo que ahora me arrepiento de haber hecho”.
Araceli escuchó con sorpresa las palabras de Agustín. ¡Cuánto hubiera dado
por escucharlas aquella fatídica noche del desencuentro con él y su amante! Es
más, si Agustín hubiera tenido esta actitud durante los días en los que el dolor la
tuvo postrada en cama, sintiendo lástima por sí misma y empapando almohadas de
día y de noche, quizá no hubiera dudado en echarse a sus brazos y arrancar esta
hoja dolorosa de su historia.
Cuando Agustín agotó todos los recursos que se le ocurrieron y vio que aún así
Araceli seguía “montada en su macho”, le reprochó que, después de 10 años, ella
hubiera insistido en ejercer una venganza tan estúpida.
“En eso estás equivocado, Agustín. Esto no es una venganza, es un plan de vida.
Tú ahora vas a ser libre de casarte si así lo deseas, con Graciela o con quien se te
antoje, y yo haré lo mismo. Yo también quiero tener una pareja. Todos estos años
no lo hice porque mis hijas necesitaban la estabilidad de un hogar. Ya cumplí mi
compromiso con ellas, ahora es tiempo de hacer mi vida”.
Sólo de pensar en que Araceli pudiera tener otro compañero de cama, Agustín
sintió que la sangre le hervía. “No es lo mismo que yo lo haga a que lo hagas tú.
Yo soy hombre. ¿Cómo te atreves a hablarme así…? ¡Me estás faltando al
respeto…, eres una sinvergüenza, lo único que te importa es meterte en la cama
con cualquiera!”, empezó a gritar Agustín.
Araceli lo miró con ojos helados y sin ninguna expresión en su rostro. Sin
esperar más insultos, tomó su bolsa de mano. Con porte distinguido y paso
determinado, salió del restaurante y de la vida de Agustín.
Lo que siguió después de eso fue que Agustín le contó a todo el que quiso
escuchar, hijas incluidas, que su madre lo había abandonado para irse de
“aventurera”.
“Es una cualquiera y se está comportando como tal”, gritaba a voz en cuello
Agustín, cuya presión arterial atestiguaba el sofoco que la actitud de Araceli le
causaba.
No perdía oportunidad para insultarla, más herido aún de verla sonriente, bien
vestida y con esa sensualidad que siempre tuvo, ahora, como buen vino, más
encendida en su madurez.
“Este es un asunto entre su padre y yo, que no voy a discutir con ustedes”,
contestaba Araceli con seco. “No me es posible darles explicaciones, pero tienen
qué confiar en mí, en que sé lo que estoy haciendo”.
En otras ocasiones era un: “Esta es mi decisión y tienen que respetarla”, la
única respuesta que Araceli les dio después de escuchar argumentos, súplicas y
hasta reproches de las hijas.
Araceli se mantuvo firme y los trámites del divorcio, para lamento de Agustín y
sus hijas, concluyeron meses después.
Para cuando todo terminó, un derrotado Agustín trajo a una jubilosa Graciela a
vivir al hogar que Araceli había dejado vacío. Graciela se sentía ahora la señora
y ama de la casa e instaló a su mamá en una de las recámaras para que se hiciera
cargo de la casa.
A los pocos meses, Agustín aceptó casarse con Graciela básicamente porque
ésta insistía en que debía llevar el apellido de él para ser respetada y aceptada
por sus hijas.
Las hijas dejaron de visitar la casa de las seis recámaras, la cual se veía cada
día más deteriorada y sucia. Ellas se quejaban de haber perdido el hogar de su
infancia.
Araceli no echaba de menos la casa ni nada del pasado. Ella tenía su mirada
puesta en otros horizontes. Gracias a su trabajo en La Paloma, se habían abierto
nuevas oportunidades de amistad y quizá, ¿por qué no?, hasta de romance.
Para consternación de Agustín, los rumores eran que últimamente Araceli había
estado saliendo con un viudo al que recién había conocido.
Agustín,
De México D. F. a Morelia, Mich, 1972
Nada más entró al cuarto que le habían asignado en La Paloma y se dejó caer
boca arriba en la cama. Las cuatro paredes giraban y se distorsionaban. Agustín
no podía sostener los ojos abiertos porque el cuarto andante lo mareaba más.
Pero tampoco podía tenerlos cerrados porque sentía que caía al vacío.
Gracias a Dios una enfermera estuvo ahí para acercarle una cubeta cuando
empezó a vomitar. Otras manos, que parecían más recias empezaron a desvestirlo.
Agustín quería hablar. Quería decirles que todo iba a estar bien, que él no
necesitaba ayuda. Que sólo se había tomado unas pocas copas para calmar los
nervios, pero las personas que estaban cerca de él parecían no entender las
palabras que él decía.
Levantó una mano para quitarse el cabello de uno de sus ojos pero no pudo
dirigirla hacia su cara. La mano estaba tan temblorosa que le resultaba imposible
de controlar.
La urgencia de beber era tan intensa que lo hizo levantarse. Esto no le hubiera
pasado si él estuviera en su casa, pensó. Agustín siempre tenía la buena
precaución de comprar con tiempo sus botellas de vodka (porque no “huele”). En
el carro acostumbraba traer tres o cuatro botellas nuevas. Y en la casa tenía
“escondidos” por varios lugares, incluidos la cocina, los baños, los clósets de
toda la casa y hasta en el jardín.
Pero esta noche no creía encontrar botellas escondidas en ningún rincón del
lugar. No recordaba si había llegado a La Paloma manejando. Lo dudaba, pero
aún así, abrió la puerta del cuarto tratando de orientarse en la oscuridad para
encontrar el estacionamiento. Sentía una desesperación, un desasosiego intenso.
Quería echarse a correr. Huir de este lugar donde lo habían recluido, pero el
cuerpo no le respondía.
Después que caminó unos pasos, encontró una puerta enrejada cerrada con
candado. A lo lejos se veía el jardín, una fuente y más al fondo, el
estacionamiento.
Agustín sintió alivio pensando que quizá lo habían traído en su propio coche.
Al ver cerrada la puerta empezó a jalarla, primero en forma tentativa y luego
con toda la energía que su desesperación le daba. Cuando vio que no cedía
empezó a patearla, echando maldiciones. Alguien trató de detenerlo, pero Agustín
se resistió. Pensó que le iban a impedir llegar a su automóvil y entonces lo
invadió una desesperación frenética. Y pateó y gritó y volvió a gritar, y pateó
más fuerte mientras cuatro brazos fuertes lo separaban de la reja.
Las luces se encendieron y escuchó pasos correr hacia él. Unas voces discutían
el mejor curso de acción mientras Agustín resistía con toda la fuerza de la que era
capaz, impulsado por una urgencia intensa de poner en su boca ese líquido
quemante que siempre lograba llevarlo a ese mundo en donde todo era perfecto,
aunque fuera por unas cuantas horas. De repente, mientras todo esto estaba
pasando, algo golpeó su consciencia. “¿Será que es cierto lo que dicen... de que
soy alcohólico?”
Junto con el título, Agustín recibió una mención honorífica. Durante la fiesta de
celebración todo fue euforia y diversión que duró por muchas horas de consumir
alcohol y recibir abrazos.
Al día siguiente, cuando despertó, Agustín sintió terror con el cambio de vida.
En esas horas de soledad y resaca, comprendió que ahora ya no era estudiante.
Ahora era desempleado y tenía que enfrentarse solo a la vida real.
Este era el momento oficial en que dejaba de ser dependiente de otros y pasaba
a ser un adulto de quien se esperaban resultados. Solo de pensarlo, Agustín sentía
un miedo que parecía complicado de vencer.
Para darse valor, Agustín, por primera vez en su vida, tuvo necesidad de beber
a solas para calmar la ansiedad. Afortunadamente, gracias a sus calificaciones
pronto encontró un empleo.
La “Empacadora San Miguel” le ofreció un modesto puesto de vendedor que le
permitiría, si cumplía metas de ventas, progresar a supervisor en pocos meses.
Agustín tomó el reto con gran entusiasmo. Armado de un entrenamiento interno en
el que sobresalió por su empeño, pronto salió a buscar clientes.
Cada mes, las metas de ventas se fueron cumpliendo. Agustín tenía un carácter
carismático que ganaba por igual cuentas pequeñas que cuentas nuevas
importantes en el territorio que tenía asignado.
Conforme la presión por cumplir metas aumentaba, el deseo por beber también.
El empleo resultó ser su aliado ya que Agustín podía empezar a beber a la hora de
la comida, cuando invitaba clientes. Nadie podía reprocharle que regresara a la
oficina oliendo a alcohol. “Es parte de mi descripción de trabajo”, explicaba
Agustín con gran satisfacción a sus amigos.
El puesto de supervisor llegó y con él nuevos retos, mismos que Agustín fue
cumpliendo eficientemente, claro, ayudado por litros y litros de vodka. “Sobre las
rocas, por favor, con un jugo de naranja a un lado”.
En pocos años llegó al puesto de gerente regional. Fue entonces que empezó a
viajar por la República Mexicana. Su poder de convencimiento y presencia
atractiva no sólo le servía para convencer clientes, sino también para conquistar
mujeres, pero ninguna duraba más allá de unas semanas. Pero ocurrió que en la
sucursal Guadalajara, Agustín conoció a Raquel, quien se convertiría en su
primera novia formal.
Raquel era una muchacha divorciada que era madre de una niña de un año.
Vivía con sus padres y de momento se mostró muy desconfiada de Agustín. Ella
había sufrido un divorcio difícil y estaba todavía en pleito con el padre de su hija
quien peleaba la custodia de la niña. Pero Agustín no se iba a dejar vencer
fácilmente.
Agustín fue paciente con Raquel. La enamoró con cenas, almuerzos y comidas
al principio del cortejo. En salones de baile y en bares cuando ya había logrado
que se hicieran novios. La pareja se veía una semana de cada mes, cuando
Agustín llegaba a Guadalajara en su recorrido mensual de las plazas que
supervisaba.
En los años que siguieron, el noviazgo de la pareja continuó. Agustín tuvo dos
ascensos más. Uno a Gerente de la Zona 1, que ahora abarcaba medio país ya que
solamente había dos gerentes de zona. Y, a los 24 años, Agustín fue ascendido a
Gerente General de Ventas.
Para entonces, Agustín cargaba consigo botellas de vodka por todos lados y su
beber se había vuelto constante. El éxito económico estaba bien consolidado pero
las relaciones con Raquel estaban muy tensas.
Agustín pensaba que Raquel estaba fuera de la realidad. ¿Qué no se daba cuenta
que la única manera de tener buenas relaciones con los clientes? “Es gracias a mí
que la empresa ha prosperado hasta nivel de exportación” ¿Cómo podía pensar
Raquel que Agustín podía socializar con los clientes sin beber unas inocentes
copas?
¡Estaba loca si creía que ella podía gobernar sobre la cantidad de alcohol que
él podía consumir!
El impulso de quien jaló la puerta hizo que Agustín se fuera hacia adelante y
cayera a todo lo largo a los pies atónitos del gerente de la Zona 2.
Agustín se levantó medio aturdido y con dedos torpes trató de cerrar el saco de
su traje. Fue en ese momento que se dio cuenta que había olvidado ponerse los
pantalones.
Un silencio atónito cayó sobre la sala de juntas el cual fue roto por unas pocas
risas reprimidas. La mirada dura de Gonsalvez se posó sobre el de la Zona 2 y le
dijo: “Acompañe a Agustín a su casa, por favor”.
Desintoxicación del hígado. Hierva dos onzas de diente de león recién cortado en 16
onzas de agua. Deje hervir hasta que se consuma la mitad del líquido. Deje enfriar.
Cuele. Agregue una onza de tintura de rábano picante. Administre una cucharada cada
hora para estimular un hígado lento.
En aquella época Benita tenía 28 años. Era una “quedada”, según los estándares
de su época, cuyos conocimientos de naturismo habían sido aprendidos de su
abuela, de quien conservaba una libreta donde estaban anotadas las fórmulas en
orden alfabético por enfermedad.
Durante los primeros años de operación, Benita se instaló una casa que heredó
de su abuela, la dueña original de El Yerbario. Ahí adaptó las cuatro recámaras
con dos camas cada una. La sala se convirtió en sala de recepción, la cocina en
laboratorio de remedios y alimentos naturales y los baños fueron adaptados con
tubería de vapor para hidroterapia.
El primer día que Néstor pasó en La Paloma, estaba tan postrado que ya no
aceptaba comida y solamente dormía.
Benita le administró un vaso de agua tibia cada hora sin interrupción durante
las 24 horas del día. El segundo día, gracias al agua, Néstor abrió los ojos y
mostró un poco de interés por conocer el lugar donde se encontraban. Animada
con los resultados, Benita procedió a administrarle un vaso de agua tibia cada
hora y, media hora después, medio vaso de jugo de manzana.
Fue hacia el día 10 que Néstor se levantó por sí solo de la cama y caminó unos
pasos hasta el jardín, donde se dejó caer exhausto por el esfuerzo. Ese día fue
jubiloso para la familia que vino a visitarlo y lo encontró mirando al horizonte
como quien descubre por primera vez que el mundo tiene nubes y montañas.
Ninguno de los dos jamás había cruzado la frontera norte, pero en las noches de
pláticas, ambos se maravillaban de las cosas que habían oído del país vecino.
Que si te pagan por hora, que si el dinero se gana fácil, que si hay mucho
mexicano viviendo en Los Ángeles, que si será difícil conseguir una visa.
Al cabo de dos meses Néstor había recuperado totalmente su fuerza. Eso lo
supieron ambos un día que Benita le estaba administrando los masajes en el
vientre y Néstor respondió con una erección.
Ese día Benita dejó de darle masajes en el vientre por el día, y se mudó a su
cama por la noche. El mes que siguió fue de luna de miel para la pareja.
Los papás de Néstor se dieron a sospechar que algo estaba pasando ahí que ya
no era tan terapéutico que digamos.
Con ceño agrio, las cinco hermanas y la madre que ahora compartían el secreto
de la pareja, pagaron a Benita por sus servicios, empacaron las cosas de Néstor y
se lo llevaron indignadas con un “gracias” muy seco y un portazo de despedida.
Antes de que su embarazo fuera evidente, Benita se enteró que Néstor había
partido con rumbo al norte. Su familia le había regalado unos ahorros, ropas
nuevas, boleto de autobús y la bendición para que emprendiera el sueño de su
vida y se olvidara de “esa aventurera que lo había enredado”.
Cuando la panza le empezó a crecer, nadie en el pueblo tuvo la menor duda que
ese “milagrito” había sido por obra y gracia del recuperado.
En cuanto a la familia de Benita, que eran papá, mamá y una hermana, jamás le
reprochó nada. Por el contrario: cerraron filas para protegerla de las malas
lenguas.
El embarazo transcurrió sin molestia alguna. Era como si Benita hubiera nacido
para ser madre. Su cutis se veía radiante y su cuerpo redondeado mostraba, sin
vergüenza alguna, un vientre que se fue agrandando poco a poco, gracias a la
inminente vida que crecía adentro de ella.
Como si el embarazo le diera una súper fuerza, Benita siguió trabajando con
gran dedicación para atender a sus nuevos clientes.
Así pasó aquel verano con esas lluvias torrenciales que mojan la cantera rosa
de los edificios de la Morelia colonial. El otoño con sus atardeceres rojos dio
paso al invierno de aquel año, durante el cual, el cuerpo de Benita llegó al punto
de madurez necesario para producir una nueva vida.
Néstor jamás le escribió desde Estados Unidos a Benita. Por los comentarios
de algunos de sus empleados, Benita supo que Néstor había llegado a Fresno y
que había encontrado trabajo en la pizca del campo. “Gana muchos dólares”, le
contó una vez la cocinera de La Paloma. “Y dicen que ya encontró una novia por
allá y se arrejuntó con ella”, agregó rápido y luego volteó a ver la cara de Benita,
tratando de descubrir señales de agravio.
Pero Benita no sentía agravio alguno. Ella se entregó a Néstor sintiéndose una
solterona sin remedio. Para ella el asunto de haber “conocido hombre” y
“resultado con domingo siete” eran dos milagros maravillosos.
Lo de ella y Néstor había sido calentura, nunca amor. Eran dos buenos amigos
que perdieron juntos su virginidad y que gozaron muchas noches de placer, pero
nada más.
Un día, cuando Araceli tenía cinco años, Benita iba entrando al mercado
cuando encontró de frente a la mamá de Néstor. Al ver a la niña, la mujer se llevó
una mano al pecho y jadeó por la sorpresa de ver el rostro de su hijo totalmente
reproducido en una carita pequeña. Ojos grandes, nariz respingada, boca de
labios gruesos y pelo rizado. Araceli le había copiado todo detalle genético al
padre. “Imposible negarla”, pensó la mujer y se apresuró a alejarse del lugar.
Como aquél día que tenía frente a sí a Jacinta, la hija de doña Panchita, cuyo
rostro estaba lleno de un persistente acné que empezó en la adolescencia y siguió
hasta casi los 30 años. Después de verla, Benita empezó a bajar de su estante de
hierbas, frascos de los cuales pesaba y separaba cantidades para ponerlas en un
frasco aparte.
Mientras lo hacía, tanto Jacinta como Panchita, juraban que la escucharon decir
cosas como: “Si, si, ya puse caléndula, pero le voy a agregar cola de caballo
porque ella necesita minerales”, o “Si, no se me olvida, pero la sábila va en la
fórmula para limpieza intestinal”.
Benita nunca quiso casarse con ninguno de los muchos hombres que la
pretendieron, pero sí aceptó a algunos de ellos en su cama. Era fiel al hombre en
turno mientras duraba la relación. “Sin promesas y sin dramas”, especificaba ella.
Y ellos aceptaban. Cuando alguno quiso empezar a ponerse serio y pretendió
hablar del futuro, Benita terminaba la relación.
Remedios homeopáticos contra los celos. El odio mezclado con celos se debe tratar con
Apis Mellífica para aquellos que tienden a ser controladores y pueden ser muy irritables
cuando se les contradice; con Lachesis, para aquellos que no tienen piedad por su
enemigo y que son capaces de herir al objeto de su odio; o con Sulphur para aquellos
que tienen un fuerte sentido de justicia y anhelan ponerse a mano con el objeto de su
odio.
Roxana tenía seis años el día que regresó a casa con una nota de la maestra
diciendo que ella necesitaba trabajar más en sus tareas.
Esas eran las frases más repetidas en cada ocasión que Roxana traía malos
resultados.
Agustín tronaba los dedos y señalaba la puerta. Roxana salía de la recámara de
sus padres con la carita roja y los ojos inundados de llanto. “Mi papá no me
quiere” le decía a Araceli cuando la encontraba por algún lado de la casa.
Un día que Agustín supo que Victoria había sido nombrada “Estudiante del
Mes” en el boletín de la escuela, Roxana lo vio reír y felicitarla con mucho
aspaviento: “Pero mira nada más, qué lista que me salió mi hija…. jaja…” decía
mientras mostraba el boletín a algunos de los empleados de la carnicería.
Roxana aprendió a vivir con una añoranza de algo que no puede alcanzarse. Esa
aceptación incondicional de un amor que es capaz de ver por encima de cualquier
obstáculo y decir: “tú y sólo tú eres la elegida”.
Fue entonces que Roxana aprendió lo que era un corazón partido, sin saber en
realidad qué nombre adjudicarle a ese sentimiento parecido a una herida que le
apretaba el pecho y le provocaba apocamiento.
La casa parecía inmensa a los ojos de la niña. El gusto por jugar en los jardines
donde sus padres habían instalado unos columpios y una casita de muñecas de
madera donde ella cabía completa, de pie, sin tenerse qué agachar, se había
perdido.
La cocina de la casa tenía un ventanal que daba a un patio donde Araceli tenía
plantados unos rosales en macetones de barro. En días felices la familia
almorzaba en una mesa con sillas y parasol que estaba estratégicamente colocada
entre los macetones. Eso era antes.
Pero desde que su mamá se había enfermado, el patio con los macetones ya no
se alegraba con risas. Las cosas habían cambiado y Roxana no entendía por qué.
Una noche despertó al escuchar a su mamá llorar con unos gemidos largos y tan
intensos que parecía que se le hubiera muerto alguien. Pero... ¿quién? Que Roxana
supiera, todos los de la familia estaban vivos y sanos.
Después de esa noche, su mamá pasó muchos días encerrada en una de las
recámaras de visitas que estaba pegada a la recámara de Roxana. Cuando ella
salía de su cuarto, alcanzaba a oír que su mamá lloraba y no sabía si entrar a
consolarla o dejarla que se le pasara. Una mamá triste es algo que Roxana nunca
había visto. Sin más qué hacer y sin nadie a quien preguntarle, muchos de esos
días Roxana sacó sus muñecas y se puso a jugar afuera de la recámara donde
estaba recluida su mamá, y ahí pasaba horas en las que nadie le prestaba atención.
Habían pasado dos o tres domingos, Roxana no se acordaba bien, cuando un día
vio salir del cuarto a Araceli. Se veía muy pálida y las ropas no se le veían
bonitas. Parecían grandes para su cuerpo pero Roxana estaba segura que sí eran
blusas y faldas que había visto puestas en su mamá. Era raro verla así como
fantasma. La cabeza estaba gacha y las manos parecían temblorosas. Roxana
estaba intrigada. Sentía que debería estar contenta de ver a su mamá otra vez de
pie, pero algo en su intuición de niña le decía que ya nada iba a ser nunca igual en
ese hogar.
Esa enfermedad fue un parteaguas que dejó a dos adultos tensos, viviendo cada
quien su vida, sin prestar realmente atención al hecho que Roxana tenía bajo
rendimiento escolar y que su resentimiento hacia la hermana crecía como hierba
silvestre después de las lluvias.
Esta rabia fue la que hizo que Roxana tomara el primero de los que serían una
serie de desquites. Fue algo simple, como tomar las tijeras y venir al cuarto de
Victoria a cortar en pedacitos los vestidos de “dominguear” como los llamaba su
abuela Benita.
Mientras oprimía las tijeras para sacar tiras de las telas bonitas, Roxana
pensaba: “esto es por el día que me jalaron las orejas por tu culpa”, y “esto es
por que tú piensas que yo soy tonta y no lo soy”… y… así hasta que escuchó los
tenis de Victoria subiendo las escaleras. Entonces corrió a esconderse en su
recámara antes que la descubrieran.
Pero no sirvió de nada. Nadie dudó ni por un instante quién era la responsable
del tasajeadero de prendas de vestir.
Al ver sus vestidos en el piso, Victoria empezó a llorar y gritar con tonos tan
agudos que atrajeron a Agustín, Araceli y hasta a Benita que estaba de visita
porque era el cumpleaños de Araceli y había venido a comer con la familia.
Ese día todo mundo estaba enojado con ella. Incluso Araceli que siempre la
defendía, frunció el ceño para regañarla. La castigaron sin salir de la casa por un
mes. Le dijeron “mala niña” y “eres una tonta si crees que te vamos a permitir
estos abusos”, pero a Roxana no le importó nada. Desde el sitio de la mesa del
comedor donde la habían sentado podía ver, atrás de los tres adultos que la
confrontaron, los ojos llorosos y la boca de lamento de Victoria que miraba con
dolor los pedazos de sus vestidos. A ratos los usaba de pañuelo y a ratos los
despegaba de su cara para contemplarlos y romper en más llanto. Y eso le dio la
mayor satisfacción que jamás había sentido en sus ocho años de vida.
Así fue cómo Roxana aprendió que podía usar sus encantos para conseguir
reacciones positivas en los demás.
Esto último, probó ser la piedrita que desniveló la balanza, ya que la agencia
de seguros estaba a una cuadra del hospital donde acabarían trabajando Henry y
Victoria.
Jason,
El Salvador, 1988
Remedio homeopático para un corazón partido. El dolor por un amor perdido se puede
tratar con Calcárea Fosfórica cuando la persona no encuentra reposo en ningún lado;
con Aúreum Metallicum cuando hay una gran depresión y melancolía; o con Ignatia
Amara cuando hay episodios de suspiros y sollozos.
Los niños locales se deleitaban con este muchachito de ojos azules y cabellos
rubios que era más largo que todos ellos pero que con gran entusiasmo se unía a
todos los juegos callejeros.
De sus padres aprendió compasión por los semejantes pero aunque no quiso
seguir sus mismos pasos de misionero.
La razón que Jason conoció a Benita fue porque ella y su abuela eran amigas y
porque su abuela no quería que Jason pasara los veranos “de vago”. Así que por
intervención de Mary Jane, Benita dio empleo al muchacho durante los meses de
vacaciones.
Fue La Paloma lo que hizo que Jason se enamorara de la medicina. Primero
entró a trabajar limpiando frascos y ollas en el área donde preparaban las gotas
de remedios caseros que Benita vendía en supermercados.
Con ella aprendió que el romero ayuda a recuperar la memoria, que el tomillo
es un excelente antibiótico y que las mujeres embarazadas no deben consumir
ruda bajo ningún concepto.
“Aquí tenemos personas realmente muy enfermas que vinieron traídas por sus
familiares, pero que ellas mismas dudan de estar enfermas o de que pudiéramos
sanarlas”, le explicó Benita cuando terminaron de recorrer la primera sala.
“También hay personas que no están enfermas del cuerpo y sin embargo necesitan
de nosotros para recuperar las fuerzas de su espíritu”, agregó. “Nosotros no
cuestionamos a nada. Solamente escuchamos y servimos para aliviar los males,
vengan de donde vengan”.
Benita le explicó a Jason que la mayor satisfacción que un médico puede tener
es la de ver a su enfermo levantarse en un cuerpo sanado “gracias a los cuidados
que le diste”.
“Para escuchar a un enfermo, le dijo, tienes que abrir tus oídos, tus emociones y
tu mente porque un dolor puede provenir de un lado diferente a donde el enfermo
dice que duele”, puntualizó la curandera.
El primer puesto que Jason ocupó cuando regresó a trabajar a La Paloma fue el
de asistente del Dr. Flores. Durante dos años aprendió todo sobre la
administración del lugar que atendía a un promedio de 50 personas por día.
Algunas solamente venía a consulta, mientras que otras se internaban para
tratamiento que podía durar de tres días a tres meses o quizá más.
Raul Solís, uno de los clientes que acudía cada año puntualmente a
desintoxicarse y relajarse, se había aprendido la rutina que empezaba a las 3 de la
mañana, cuando una enfermera le despertaba para aplicarle una compresa caliente
en los riñones. La compresa, preparada con un compuesto de hierbas de fórmula
secreta de La Paloma, iniciaba un proceso de desinflamación y descongestión de
las vías urinarias. Raúl la recibía con agrado y volvía a quedarse dormido
sintiendo el calor reconfortante en su espalda baja.
Dos horas después, Raúl volvía a despertar para recibir un baño de agua fría en
su cuarto. La enfermera le hacía pararse sobre unas compresas heladas que
estimulaban puntos de acupresión en las plantas del pie. De ahí le pasaban toallas
heladas por el cuerpo desnudo para estimular la circulación. Al sentir la frotación
de agua helada por sus brazos levantados en algo y sus piernas firmemente
apoyadas sobre las toallas mojadas, Raúl sentía una corriente de energía reavivar
su cuerpo. “¡Ah, cómo extrañaba estas rutinas en los días de estrés que su empleo
le generaba!
Después del baño de agua fría, Raúl era llevado hasta los baños de vapor
donde pasaba media hora con los ojos cerrados y el cuerpo agradecido. Era como
estar de nuevo dentro del útero materno. Había calor, humedad y una sensación de
seguridad y confort incomparable.
Saliendo del baño de vapor, una o dos veces durante los cinco a siete días que
Raúl permanecía recluido en La Paloma, podía optar por una hidroterapia de
colon que nunca fallaba en dejarlo con una sensación maravillosa de purificación
intensa.
A las doce del día, el almuerzo consistía en un plato de frutas, sopa y guisado,
todo preparado en La Paloma, con vegetales crecidos en el huerto propio. Para
estas horas, Raúl llegaba con buen apetito a consumir esta comida que tan famoso
había hecho al lugar. Los olores de especias que salían de la cocina se mezclaban
con el aroma de tortillas recién hechas y de otros aromas y condimentos. Esta era
la comida fuerte del día.
A las seis de la tarde se les ofrecía fruta, panecillos de miel, yogur artesanal e
infusión de hierbas para la cena.
Y a las ocho de la noche, todos los pacientes se iban a dormir, sin ver
televisión, ni usar teléfonos, celulares ni otros aparatos electrónicos. Su paz
espiritual y mental eran cuidadosamente respetadas. Esta era la parte que más le
gustaba a Raúl. El poder alejarse por unas horas de todo el mundanal ruido.
Gracias a este reposo, Raúl podía regresar a su vida cotidiana sintiéndose que
podía mover montañas y enderezar entuertos.
Al despedirse, Raúl acudía a felicitar a Benita, al Dr. Flores, o a Jason por que
el tratamiento recibido le había quitado toneladas de peso de encima de los
hombros y lo había hecho sentir como un hombre nuevo.
Otros, sin embargo, venían con problemas de salud que no habían podido ser
resueltos con la medicina tradicional o que el paciente o sus familiares deseaban
que fuera atendido con terapias alternativas.
Este era un lugar que a Jason le daba paz. El servir a las personas que venían a
curarse a La Paloma le producía alegría. El trabajo que desarrollaba en el centro
naturista era un descubrimiento cada día porque Benita tenía remedios para los
más extraños de los síntomas.
Benita era una figura fuerte, amada y admirada por todos. Ella era una
combinación extraña de suavidad materna con una fortaleza física y emocional
que convencía a sus pacientes que no importaba cuán aguerrido el padecimiento,
Benita y La Paloma, podían sanarle.
Quizá fue por eso que el día que Jason supo que Benita había muerto se dejó
caer en un sillón, puso la cabeza en sus manos y lloró como si tuviera cinco años.
Lo único que atinó a hacer fue abrazar a Victoria y llorar, junto con ella, por la
hermosa mujer que ambos acababan de perder.
Benita,
De Michocán a California, 1973
Su mayor éxito era el poder ofrecer un oasis de reposo a personas cuyo sistema
nervioso estaba exhausto por la presión de la vida cotidiana.
“¿Puedo entrar?” preguntó Lucha, una mujer que vivía en una pequeña vivienda
cercana a La Paloma. Con ella venía el hijo mayor de la mujer, Ramón, un
muchachito de 15 años que sufría de ataques de epilepsia tan intensos que lo
incapacitaban para ir a la escuela.
Lucha vivía con Ramón y dos hijos más y con un marido que trabajaba de
chofer en una línea de autobuses de pasajeros, lo cual hacía que estuviera fuera de
la ciudad seis de cada siete días. Los otros dos niños de la pareja eran sanos,
pero la enfermedad de Ramón era muy debilitante.
“Me dijeron que usted me podría ayudar”, explicó la mujer, cuyo cuerpo era tan
delgado como el de su hijo. Ambos parecían mal nutridos. Ambos tenían acné.
Lucha explicó que no tenía dinero para pagar el tratamiento pero que estaba
dispuesta a trabajar en la clínica, en cualquier cosa que Benita le asignara. Así
pactaron un acuerdo y Ramón se quedó internado.
A los tres meses que el muchachito fue dado de alta, los ataques de epilepsia
parecían haberse esfumado. Cuando ingresó, Ramón sufría de uno a varios
ataques por día. Cuando se fue, tenía más de dos meses sin registrar ningún
ataque.
Estos casos, más que el del artista que llegaba acompañado de asistentes, de
incógnito y se iba dejando grandes propias, eran mucho más gratificador para la
curandera.
Para Benita esto no era importante. Ella nunca contestaba a los chismes ni se
molestaba en tomar en cuenta las constantes críticas que llegaban a sus oídos.
“¿Ya supo, doña Benita, que dice la hermana mayor de Néstor que Araceli es
una bastarda?” preguntó un día una mujer que surtía hierbas frescas para el vivero
de La Paloma. O “Doña Benita, le quiero decir yo, para que no se entere por otro
lado, que la mamá de Néstor asegura que usted abusó de su hijo y que por eso
ellos tuvieron que enviarlo lejos. Porque ellos bien saben que usted es cuatro
años mayor que él”.
La verdad es que Benita sentía que su vida era tan plena y tenía un propósito tan
definido que no se ocupaba de nada que pudiera robarle su energía de servicio y
producción.
El proyecto no era uno que pudiera realizarse inmediatamente, pero si era uno
que podía discutirse con su contador.
Así fue como se hizo un plan de negocios que tardaría 9 años en realizarse. La
nueva clínica permitiría a Benita distribuir sus productos de salud tanto en
Estados Unidos como en México, pero requería que se hicieran trámites ante las
autoridades de salud, para conseguir permisos de producción.
Durante los siguientes años Benita empezó a viajar a California para enterarse
de los trámites a seguir y para encontrar un buen lugar donde establecerse.
El mayor atractivo que Benita sentía para sacar a su hija de Morelia era que los
chismes no iban a poder alcanzarla. El panorama se abría y el mundo las esperaba
con los brazos abiertos.
En los años que siguieron al festejo de los 10 años, Benita ahorró dinero y
cumplió todos los requisitos necesarios para abrir la nueva clínica y para entrenar
al personal que se iba a hacer cargo de La Paloma en Morelia, la cual ahora había
sido nombrada La Paloma I, ya que la de Santa Ana, CA, iba a recibir el nombre
de La Paloma II.
En 1972, cuando Benita recibió a Agustín como su paciente, supo que una novia
de Guadalajara y un jefe de la ciudad de México, lo habían traído totalmente
contra su voluntad.
A pesar de haber entrado totalmente ebrio, Agustín juraba que no era alcohólico
y que él podía dejar de beber cuando quisiera.
Tres meses después, Agustín entendía que sí era alcohólico y que esta era una
enfermedad de la cual tenía que cuidarse por el resto de su vida.
El romance entre Agustín y Araceli empezó con timidez. Agustín salía por las
tardes a las juntas de Alcohólicos Anónimos y trataba de pasar por donde sabía
que Araceli podía estar estudiando o trabajando dentro de la clínica.
Al pasar cerca de ella, empezaba a cantar con una voz bien timbrada: “Novia
mía, novia mía, cascabel de plata y oro, tienes qué ser mi mujer”…
Las noticias de que Benita pensaba llevarse a Araceli a vivir fuera de México,
no asustaron a Agustín. El estaba acostumbrado a viajar de plaza en plaza y a
conquistar terrenos y personas ajenas. Con tal de estar con ella, él estaba
dispuesto a viajar a donde fuera necesario.
Después que recibió las noticias de su despido, Agustín tomó un camión que lo
llevó de Morelia a Tijuana, cruzó la frontera y se fue a informar qué requisitos
eran necesarios para abrir un negocio cercano al terreno donde se estaba
construyendo La Paloma.
Afortunadamente para él, había escuchado que Benita estaba tramitando una
visa de negocios para poder radicar en California, así que ya tenía idea de lo que
tenía qué hacer.
Dos meses después de inaugurada La Paloma II sucedieron dos cosas. Las gotas
medicinales de la línea de Benita empezaron a ser distribuidas en California y
Agustín pidió la mano de Araceli.
Victoria estaba sudada y tenía la cara llena de tierra porque iba regresando de
una carrera a campo traviesa. Por el cuello le bajaban gotas de sudor que venían
dejando un surco de tierra en su camino hacia los jóvenes senos de la muchacha.
A Henry eso le pareció sumamente erótico. No podía quitar los ojos de ella.
Victoria vio por el rabillo del ojo un muchacho alto, recién bañado, que venía
saliendo de la preparatoria y lo reconoció.
“Si, Gina es mi hermana. ¿Tú eres hermana de Roxana, y por qué nunca te había
visto?”, preguntó Henry mientras nivelaba su paso con Victoria.
Para Henry la relación con Victoria fue seria desde el principio. Por alguna
razón el intuía que no podía seguir saliendo con todas sus admiradoras y
seguidoras si él quería conservar la relación con Victoria a la que consideraba de
“alto mantenimiento”.
Fue algo sin planear. Ni siquiera sabían en dónde iban a vivir ni con quien.
Sólo sabían que ambos tenían planes de continuar los estudios y que no podían
vivir el uno sin el otro.
Ambos eran muy prácticos y muy eficientes, así que decidieron que Araceli iba
a hacer carrera de enfermera para que pudiera apoyar a Henry en la carrera de
medicina. Durante los años que siguieron, la pareja trabajó en distintos horarios y
en ocasiones hasta en distintas ciudades con el objeto de avanzar en sus estudios.
El tener hijos por esos años era impensable. Ambos tenían tareas qué
necesitaban si querían llegar a ver cumplidas sus metas.
Ya en Santa Ana, Victoria pudo haber ido a trabajar a La Paloma, pero prefirió
irse a trabajar a un hospital del estado para tomar experiencia en un ámbito que
no fuera el de salud natural.
El centro médico donde trabajaba Victoria quedaba a una cuadra del lugar
donde su hermana Roxana era secretaria. En algunas ocasiones una fue a visitar a
la otra y otras ocasiones, ambas hermanas fueron a cenar con Henry y con Gina.
Tiempo después, cuando Henry veía hacia el pasado, se daba cuenta que la
relación entre el y Roxana ocurrió sin que ninguno de los dos se diera cuenta, por
lo menos así lo creía él, que algo estaba pasando.
Empezó por pláticas que resultaban divertidas porque Roxana era buena para
escuchar a otros. Hacía preguntas y escuchaba respuestas y volvía a hacer más
preguntas.
Roxana tenía algo que hacía que Henry se sintiera admirado e importante. No
era que jamás se hubiera sentido admirado e importante, no. De hecho siempre
había sido ambas cosas, tanto en su familia como en la escuela y en su profesión.
Pero Roxana tenía un no-se-qué-que-qué-se-yo, que hacía que Henry se sintiera
más admirado y más importante como nunca jamás antes se había sentido.
Dicen que el amor no ocupa espacio. Por eso para Henry parecía ser natural el
estar enamorado de Victoria, con su cuerpo atlético y su mente enfocada en metas
a realizar y de Roxana, con su sensualidad voluptuosa y su mirada de estar
extraviada por el mundo.
Dos polos opuestos, ambos igual de atractivos. Victoria le hacía sentir a Henry
que todo era posible de lograr. Era la compañera ideal para escalar montañas. En
cambio Roxana le hacía sentir necesitado. Un caballero andante que rescata a una
damisela en apuros.
Henry jamás hizo nada por luchar contra los sentimientos que sentía hacia las
dos mujeres, porque en su mente siempre estuvo claro que Victoria era la esposa
y que Roxana era solamente un juego prohibido. Un amor platónico, idílico e
inalcanzable.
Pero ocurrió una tarde de lluvia, cuando estaban a punto de celebrar 9 años de
casados con su esposa, que al salir del hospital Henry se topó con Roxana que
venía llorando.
“¿Qué pasó?” le dijo y trató de alcanzarla, pero Roxana continuó corriendo sin
contestar. Henry corrió atrás de ella y la detuvo. Roxana trataba de sacar las
llaves de su bolsa pero no las encontraba. Henry le quitó la bolsa de las manos y
la abrió, encontró las llaves, colocó a Roxana en el lado del pasajero y se subió
del lado del chofer.
“Un compañero de trabajo me atacó”, dijo Roxana y relató cómo había sido
arrinconada contra una esquina y manoseada por un hombre casado que era
cuñado del dueño de la agencia de seguros en la que trabajaba.
“Mi jefe se dio cuenta y me defendió”, siguió relatando la muchacha entre hipo
y llanto. “Mi jefe lo corrió de la empresa y le dijo que diera gracias que no
íbamos a llamar a la policía para que su hermana no se enterara”, dijo y agregó
que a la hora de la salida, el tipo estaba esperándola para insultarla y amenazarla.
Roxana se había asustado, se había echado a correr y fue entonces que Henry la
encontró.
Esa noche, Henry sintió dolor al verla sufrir y apretó los puños de impotencia
al recibir el golpe despiadado de los celos. No podía resistir que alguien la
hubiera tocado. ¡Era inaceptable que un estúpido hubiera querido abusar de ella!
Esta necesidad tan intensa de protegerla le hizo entender a Henry que estaba
enamorado de la muchacha. Este sentirse territorial respecto a ella le movió a
desear abrazarla y besarla y afirmarle que nada le iba a pasar mientras él tuviera
vida.
Fue así como la llevó a su apartamento y con ternura le acarició sus mejillas y
la besó con delicadeza. Y lo que había empezado como un acto de ternura, de
pronto se convirtió en un deseo infinito de posesión. Sin dejar de mirarla a los
ojos, le fue quitando las ropas mojadas y le hizo el amor por primera vez.
Ambos se juraron que no lo volverían a hacer y que esto que había pasado tenía
que quedar en secreto.
Pero ninguno de los dos cumplió. A partir de entonces, pretextos les faltaban
para encontrarse a solas en el departamento de Roxana.
No fue difícil, considerando que los turnos de Henry y Victoria eran muy
diferentes, lo que hacía que uno estuviera libre mientras el otro estaba ocupado.
Y así hubieran seguido por el resto de sus vidas, si Henry pudiera opinar, pero
la decisión con cuál de las dos hermanas quedarse, fue tomada el día que Roxana
anunció que estaba embarazada.
Henry, que ya estaba listo para ser padre desde hacia un par de años, no sintió
remordimiento, ni temor al escuchar la noticia. Lo único que sintió fue un poco de
dolor al pensar en que tenía que dejar a esa magnífica compañera que había sido
hasta ahora Victoria.
Durante unas tres semanas trató de darle la noticia. En persona, por teléfono,
por texto, en la clínica, en la casa, caminando por la calle…. pero jamas lo hizo.
Lo cierto es que nunca encontró cómo hacerlo ni cómo suavizar la situación.
“Querida Victoria,
No se ni cómo empezar esta carta de despedida. Lo haré, del modo más
directo: me enamoré de Roxana y me voy con ella. Por favor perdóname. Jamás
hubiera querido hacerte daño. Tú has sido una excelente esposa y no tengo
ninguna excusa para hacer lo que hice. No fue planeado. Lo lamento mucho.
Henry.
Roxana se embarazó una tarde que ya había decidido dejar a Henry. Hacía
varios días que ya no lo había visto. Lo estaba evitando. Dejó de contestar sus
llamadas y solamente le mandó un texto pidiéndole que no la buscara más.
Ella sabía perfectamente que hacer el amor con el esposo de su hermana era un
No, con “n” mayúscula. Ya lo habían hecho muchas veces por varios meses pero
todo tiene un final y este era el final de este amor prohibido, —aunque la frase
sonara súper trillada, que la hacía inmensamente feliz y a la vez inmensamente
triste.
Con nostalgia repasaba las lánguidas horas que habían disfrutado a solas. La
avidez con la que exploraban sus cuerpos. El dolor de la pérdida cada vez que él
se iba de su apartamento para irse a reunir con Victoria. Los celos de pensar que
ellos estarían juntos. Y los auto-reproches que Roxana se hacía al recordar que
Henry le pertenecía a su hermana y no a ella.
Roxana no se explicaba cómo iba a encontrar otro hombre como Henry, que le
hiciera sentir como él la hacía sentir dentro y fuera de la cama. Ellos se habían
convertido en buenos amigos.
El le había contado de su internado y de cómo fue que eligió su especialidad
médica. “Siempre me han gustado mucho los niños”, le contó una vez. “Pero la
decisión de ser pediatra la tomó por mí un pequeño paciente que atendí cuando
estaba estudiando. Tenía dos años y entró al hospital de emergencias con un
severo ataque de asma. Me tocó atenderlo y me conmovió verlo luchar por su
vida. Con sus ojos redondos y su cabello empapado por el sudor concentraba su
esfuerzo en mantenerse vivo. Su pecho se hundía cada vez que él, con muchos
trabajos, jalaba aire mientras el equipo médico encontrábamos una vena o le
aplicábamos oxígeno”, relató. “Horas después que logramos controlar la crisis, lo
vi respirar serenamente mientras dormía y pensé que había encontrado mi misión
en la vida: ayudar a pequeños héroes a sobrevivir”.
Sin darse cuenta, frente a Henry, Roxana aceptó por primera vez cómo había
madurado emocionalmente a partir de que aceptó que ella no tenía los talentos de
Victoria. “Fue cuando entré a trabajar a la agencia de seguros que me di cuenta
que cada quien tiene un papel en esta vida. Hay líderes y habemos seguidores. No
hay nada de malo en ser uno o lo otro”, explicó.
Pero a pesar del bienestar de tener en quien confiar y del placer de tener un
compañero de cama tan afín a ella, Roxana tenía claro que ya no había vuelta
atrás.
Cuando ya habían pasado dos semanas de alejamiento y para evitar la tentación
de ir a buscarlo, Roxana le llamó a una amiga de la preparatoria que vivía en un
apartamento cercano a la playa para preguntarle si podía visitarla durante el fin
de semana. Los planes se concretaron y Roxana preparó una maleta para pasar
viernes, sábado y domingo con su amiga.
El viernes por la noche fueron a un bar a encontrarse con un grupo nuevo con
quien Ana se estaba reuniendo. Tomaron unas copas, jugaron billar, platicaron de
música y trivialidades y regresaron cerca de las dos de la mañana al apartamento
de Ana. Al día siguiente se despertaron tarde, desayunaron e hicieron planes para
ir a la playa.
Por la tarde regresaron al apartamento de Ana. Para estas alturas Roxana estaba
más tranquila, con un aire de resignación que, inexplicablemente, de pronto se vio
interrumpido por una urgencia de irse de regreso a su apartamento.
Sin pensarlo, recogió todas sus ropas, echó de prisa sus cosméticos y sus
productos para el cabello, cerró la maleta y le dio un beso a su amiga. “Te llamo
el lunes”. Cerró la puerta y dejó a Ana con una cara de extrañeza.
Manejó la media hora que separaba su apartamento del de Ana. Llegó, abrió la
puerta. Se sentó en la sala y dos minutos después, escuchó sonar la llave de Henry
abriendo el apartamento.
Y en esos momentos, al volver a tenerlo entre sus brazos, algo muy profundo se
rompió en el interior del corazón de Roxana. Fue como el dique que estaba
conteniéndola, separándola de su amado.
Ese algo que fue liberado y surgió desbocado e incontenible le hizo saber a
Roxana que se habían acabado las renuncias y los intentos por alejarse de Henry.
Ya no iba a luchar contra este amor, pasara lo que pasara. A partir de este día,
ella iba a hacer todo lo posible por conseguir a este hombre y quedárselo por el
resto de sus vidas.
Esa noche Roxana quedó embarazada. Era como si su corazón supiera que
Henry iba a venir a buscarla y ella quería estar lista para recibir su semilla y así
poder crear a esta nueva vida que crecía en su vientre.
No lo habían planeado. De hecho todas las veces anteriores que habían hecho
el amor, habían usado condón, pero esta vez, la desesperación hizo que tiraran la
precaución al viento.
Nada qué lamentar en cuanto al embarazo por parte de ellos. Tanto Henry como
Roxana estaban locos de saber que iban a ser padres.
Quería decirle que el amor entre ella y Henry simplemente había ocurrido. Y
que este hecho no era igual que las veces anteriores cuando eran niñas cuando
Roxana la había herido a propósito.
Durante las largas horas de esos 21 días en los que las noches se juntaron con
los días y lo que pasara en el mundo exterior le tuvo sin cuidado, Araceli
repasaba en su mente los hechos que la habían hecho caer en este lecho de muerte
en vida.
El primer impacto había ocurrido al salir del cine, cuando escuchó una
carcajada que ella conocía bien. Era la risa cachonda de Agustín. Era esa risa en
la que echaba hacia atrás la cabeza y dejando al descubierto sus dientes bien
alineados y blancos, soltaba una carcajada medio íntima, un tanto ronca, mezcla
de gozo con sensualidad, mientras sus ojos salpicaban destellos de placer.
Esa risa era para Araceli un verdadero deleite. Escucharlo soltar esa risa en la
intimidad de las noches que compartían a solas, era el mejor regalo que podía
recibir. Esa risa venía después de alguna broma entre marido y mujer o de alguna
proposición pícara que hacía alguno de los dos.
Agustín también reía de ese modo cuando recordaban sus travesuras de cama o
cuando ella le empezaba a acariciar y él descubría que ella tenía intenciones de
no dejarlo ir por el momento.
Aparentemente no.
Cuando Araceli volteó buscando dónde estaba ese alguien que reía igual que su
marido, fue que lo vio agarrar con sus dos manos el rostro de una mujer y
estamparle sus labios en forma posesiva.
El beso fue largo o breve, Araceli no recordaba. Pero sí tenía claro que ellos
se separaron entre risas, caricias y miradas prometedoras.
La mujer estaba vestida en forma muy juvenil. Traía una falda corta negra que
dejaba ver un par de piernas morenas. Una blusa blanca sin marga y un saco
floreado, entallado a la cintura, que la hacía lucir bonita.
Durante unos segundos Agustín se quedó tan petrificado como estaba Araceli.
La mujer al lado de Agustín siguió riendo hasta que sintió que algo raro estaba
pasando.
Para cuando ella notó que frente a ellos estaba la esposa de Agustín, no tuvo
tiempo de hacer nada. Agustín le pasó un brazo por los hombros y cruzó, frente a
su cintura, la otra mano libre. El gesto era totalmente protector e incongruente.
Por los primeros días de aquellos 21 fatídicos, esta escena era repasada en la
mente de Araceli, una y otra vez, como una película de horror que no puedes dejar
de ver. Era como una obsesión mórbida. Dolía intensamente, pero una vez
terminada de repasar, volvía al principio para tratar de darle sentido.
Durante los siguientes días, Araceli alternaba las escenas del desencuentro con
escenas de una realidad alterna donde eso no hubiera pasado o donde, después de
haber pasado, Agustín venía rendido de amor a pedir perdón.
Las frases variaban. Las escenas cambiaban de horario. Los detalles eran un
tanto dramáticos o un tanto intensos, según la versión que Araceli recreara en su
mente. Pero en todas, sin excepción, ellos terminaban besándose y abrazándose
con intensidad. Como desesperados cuyos cuerpos ansiosos, el uno del otro, por
fin se reencontraban.
En estos días, Araceli dio por recordar los primeros años de matrimonio y ella
estaba enamorada loca por él.
Para Araceli, escuchar a su marido era todo un deleite. Ambos tenían muy buen
sentido del humor y se hacían bromas y se reían de sus tonterías.
Lucy, la fiel sirvienta, venía tres veces al día a traer alimentos y a rogarle que
los consumiera. A las niñas se les pidió que no hicieran ruido. A Benita se le dijo
que Araceli “había salido de compras”, “estaba dormida porque se había
desvelado” o “tenía un fuerte catarro con ronquera y no podía venir al teléfono”,
las veces que llamó para hablar con su hija.
Esta debilidad, este dolor intenso, eran totalmente nuevos. Araceli había
crecido protegida y amada por una mujer fuerte que nutrió su auto estima. Benita
la enseño a enfrentar la vida, cierto, pero que jamás le habló de cómo levantarse
cuando te han noqueado y estás tirado en la lona.
Pero ella era hija de su madre y se iba a levantar, aunque fuera lo último que
hiciera.
Los primeros dos puntos fueron fáciles. El otro tomó muchas noches de dolor y
soledad. Afortunadamente para Araceli, Agustín le ayudó a cumplir el punto tres
con su frialdad y su falta de arrepentimiento.
En cuanto a las hijas, Araceli las vio crecer sin que carecieran de la presencia
de ninguno de sus progenitores. Las niñas jamás fueron campo de guerra para
ninguno de los esposos.
Agustín acudió con ellas a todos los cumpleaños, todas las navidades y todos
los festivales escolares. Estuvo presente en las primeras comuniones y en la
operación de amígdalas. Opinó en la compra de vestidos para el baile de la
escuela preparatoria y pagó todos los gastos que sus hijas fueron necesitando.
A los ojos del mundo, la familia era exitosa. Dentro del hogar había un
ambiente de cortesía que no incluía ninguna demostración de amor, excepto las de
Agustín por Victoria o las de Araceli por Roxana.
No era una situación perfecta, pero Araceli se consolaba pensando que había
muchos otros hogares mucho peores que el de ella.
Este arreglo al que había llegado con Agustín solamente lo comentaba con
Fanny. El resto de sus amistades quizá sospecharan que algo no estaba bien, pero
no se atrevían a comentarlo abiertamente frente a ella.
“Tú deberías conseguirte un amarte”, le dijo un día Fanny. “Estás muy joven
para estar sola”, le aseguró.
“No creas que no lo he pensado” confesó Araceli, y agregó: “no he querido
hacerlo por el respeto que le debo a mis hijas”, dijo mientras servía un te a su
amiga que a menudo veía a platicar con ella.
“Nadie tiene por qué saberlo si lo haces discretamente. Ya ves lo que hace la
Chiquis. Desde que quedó viuda se entrevista con un hombre que conoció un sitio
de dating”, contestó Fanny mientras mordisqueaba una de las famosas galletas de
hinojo, receta exclusiva de Benita, ‘para la buena digestión’.
“Yo creo que siempre voy a extrañar al Agustín con el que me casé”, confesó
Araceli una tarde en que bebían vino en casa de Fanny. “Tuvimos unos años muy
buenos. Lástima que se hayan terminado como lo hicieron”.
Y agregó: “Yo ya no siento con Agustín esa conexión tan intensa qué había entre
los dos. Quizá lo que extraño es el tiempo en que nos amábamos. No el hombre
que es hoy. Se ha vuelto diferente”.
“Le haces falta, mi amiga”, aseguró Fanny. “Yo también he notado eso que
dices. Agustín no parece ser feliz como lo era cuando estaba contigo”.
Araceli contempló sus uñas y pensó que necesitaba un cambio de barniz. “Quizá
sea cierto, pero eso no cambia nada”, comentó. “El sigue siendo ajeno y yo sigo
siendo solamente la mamá de las hijas. Así lo determinó él cuando trajo a alguien
más a nuestra familia”, concluyó.
Jason,
Santa Ana, abril del 2013
Al morir Benita tenía el cabello entrecano, pero Jason estaba seguro que en sus
años mozos debe haber lucido la misma mata de cabello largo, negro y lustroso
que ahora adornaba la cabeza de Victoria.
Sus ojos vestidos con unas largas pestañas negras y los ojos cafés claro sobre
una piel blanca, la hacían lucir tan etérea. Victoria tenía el cuerpo de aspecto ágil
que tiene toda persona acostumbrada a trabajar dentro y fuera del gimnasio.
Jason conoció a Victoria cuando ésta tenía apenas 13 años y no le prestó mucha
atención entonces, cuando empezó a trabajar en el centro naturista contratado por
Benita.
Pero en los años siguientes en los que Victoria fue floreciendo en una hermosa
jovencita, Jason empezó a notarla con mayor interés.
Ahora que ella era libre, a Jason le gustaría explorar un poco la posibilidad de
ver si entre ellos podría darse algo interesante, pero el momento no había llegado
todavía. La miraba de lejos y se daba cuenta que Victoria todavía tenía mucho
dolor interno qué procesar.
Pero eso era un tema para otro día. Volviendo al presente Jason pensó que la
segunda razón por la que la presencia de Victoria ayudó en el manejo de La
Paloma fue porque ella había heredado la compasión de su abuela y ese instinto
único de la curandera para ver más allá del malestar o dolor que aquejaban al
paciente.
Victoria sabía cuándo tratar el espíritu y cuándo el cuerpo. Eso era algo que
fascinaba a Jason porque varias veces había ocurrido que Victoria ponía en
palabras algo que Jason había percibido pero aún estaba tratando de atrapar en su
propia mente.
El puesto que Victoria ocupaba dentro del centro naturista era, en forma natural,
el mismo que ocupaba Benita. Había un médico responsable a cargo del lugar que
ahora era Jason, debido a que el Dr. Flores para todos los fines prácticos, ya
estaba retirado. Había una jefe de enfermeras y ayudantes que atendían a los
pacientes. Había un jefe de laboratorio que estaba a cargo de la producción de la
línea de productos naturales. Había un jefe de administración que era Araceli y
había un jefe de reservaciones que se encargaba de manejar citas, ingresos y
egresos de pacientes del centro naturista.
Para Victoria no había un puesto oficial, pero Benita tampoco lo había tenido
nunca. Benita había sido solamente “la curandera”, cierto, pero era también quien
supervisaba a todos los jefes del lugar. Ahora quien supervisaba a todos era
Victoria, apoyada por Jason.
“Yo creo que necesitamos hacer una junta general”, le comentó Victoria a
Jason, justo cuando se cumplió un mes de la muerte de Benita. “Creo que todavía
hay mucha tristeza en el lugar y a Benita no le hubiera gustado ver esto. No es
bueno para los pacientes ni para el personal”, puntualizó mientras caminaban
hacia el consultorio de Jason.
Jason no podía menos qué admirar a Victoria que, a pesar que ella misma
cargaba a cuestas un dolor de dos cabezas, todavía tenía la calidad humana de
pensar en los demás.
La primera junta tuvo lugar en el primer cambio de turno. Los de la noche y los
del día acudieron al comedor.
En lugar de eso, Victoria optó por contar anécdotas de la abuela, de los años en
los que ella empezó a trabajar en La Paloma, y de cómo aprendió de Benita a
hacer sentir bien a los demás.
Victoria los hizo reír con varias de las anécdotas que, por otro lado, algunos de
los empleados que tenían más años trabajando en el lugar, recordaban.
“Este es un oasis. No lo olvides”, me dijo un día mi abuela. “La gente que llega
aquí tiene que poder dejar afuera de nuestras rejas, las penas y los dolores. Aquí
ellos vienen a sentirse bien. Vienen a encontrar paz para su espíritu y alivio para
su cuerpo. O al revés, como sea que lo necesiten. Tu deber es asegurarte que ellos
sientan estas paredes como un refugio, como el lugar seguro que es”, les relató
Victoria.
“Ella no hubiera querido vernos tristes. Les invito a celebrar su vida con
alegría. Benita fue una persona que cumplió todos sus sueños, en especial el de
servir a otros. Honremos su memoria con espíritu de amor y con agradecimiento
por el privilegio que tuvimos al haberla conocido”.
Las palabras de Victoria tuvieron un buen efecto también sobre Jason que,
aunque no lo confesaba, también se sentía decaído por la ausencia de Benita.
Muchas ocasiones, durante el recorrido por los cuartos pensaba: “Le voy a
preguntar a Benita qué piensa de esto o aquello”, para luego sentir una punzada de
tristeza en su corazón al recordar que ya nunca jamás volvería a escucharla opinar
sobre los pacientes.
Al día siguiente de las juntas, Jason y Victoria notaron que la energía positiva
del lugar había subido unos cuantos grados.
Victoria,
Santa Ana, mayo del 2013
Buena memoria. Agregar diariamente al jugo de vegetales, dos a tres ramas de romero
para estimular la buena memoria. Si el paciente sufre lapsos en los que no se acuerda a
dónde iba, se recomienda agregar también un te diario de ginseng.
Cada día de mi nueva rutina en La Paloma empezaba con una junta entre Jason y
yo. Discutíamos nuevos proyectos de productos naturales, casos específicos de
pacientes, o asuntos urgentes qué resolver durante el día.
Yo no tenía qué explicarle nada de lo que estaba sintiendo. Era como si él,
siempre amigo fiel, siempre médico de corazón, supiera el momento adecuado
para dejarme saber que yo tenía alguien en quien apoyarme si llegara a
necesitarlo.
A veces solamente tocaba mi mano con una suave palmada o apretaba mi brazo
con afecto.
Nuestra vida social era muy limitada. Solamente asistíamos a reuniones con su
familia o con la mía. Día de Acción de Gracias, check; Navidad, check; Día de la
Independencia, check; festividades de la Pascua, check. Todos los compromisos
cubiertos.
Estando allá, ahora en un hotel mucho mejor al que estuvimos cuando nos
casamos, Henry me acarició el vientre antes de hacer el amor. “¿Por qué no dejas
de tomar pastillas anticonceptivas?”, me preguntó mientras me daba pequeños
besos en la boca.
No era que yo no quisiera ser madre. Quizá era que no me imaginaba cómo
podíamos cuidar a un bebé si yo trabajaba turnos de 12 horas y él estaba
trabajando turnos quizá más largos que los míos.
A veces pasaban dos o tres días sin que pudiéramos coincidir más que unos
minutos cuando uno iba regresando y el otro se iba yendo a sus respectivos
trabajos.
Esa no era vida para una personita recién nacida, eso pensaba yo.
Pero era no era una razón, ¿o si? Porque una vez que Henry se graduó ya no
había pretexto. Yo pude haber dejado mi empleo de enfermera en el hospital y
pedirle a Benita que me diera un trabajo de menos horas en La Paloma.
¿Por qué no lo hice? Incluso pude haberme quedado en casa a ser mamá de
tiempo completo ahora que Henry tenía un buen sueldo en la unidad de pediatría
en el hospital.
“Alguien debió haber sonado una campana o mostrado una bandera de meta
para que yo saliera de mi trance”. Recordando estos últimos años me veía a mí
misma como un hámster dando vueltas en su rueda.
La primera vez que leí la carta, no había notado los tres “te juro” de Roxana. Te
juro que no quiero causarte dolor. Te juro que traté de olvidarlo. Te juro que
espero puedas perdonarme.
“Debe ser muy intensa la emoción cuando mi hermana siente necesidad de jurar
tres veces en un mismo párrafo”, pensé.
Porque un hijo nos iba a atar en forma definitiva, como Roxana y yo habíamos
atado a Agustín y Araceli. Nuestros propios padres, que se habían tenido qué
quedar juntos por 10 años a pesar que su matrimonio ya estaba irremediablemente
roto.
Nuestra relación siempre había estado basada en las metas comunes con una
buena dosis de atracción sexual, “pero eso no era suficiente para quedarte al lado
de una persona hasta que tu hijo cumpliera 18 años”.
Aparentemente, el pensar en vivir con Henry todos esos años me hacía sentir
como si estuviera frente al juez: “queda usted condenada a cumplir una sentencia
mínima de 18 años a toda la vida”.
Ahora me quedaba claro. Lo que yo todavía no podía entender es por qué tenían
que haberme traicionado. Yo era la esposa de uno y la hermana de la otra, por el
amor de Dios. Eso-No-Se-Hace.
Agustín,
Santa Ana, junio del 2013
Circulación. Para tener una buena circulación se recomienda consumir ajo. Ya sea en
jugos, en infusión o en cápsulas. El ajo es anticoagulante, reduce los niveles de
colesterol y reduce la presión arterial.
Antes de Araceli había sido caótica. Después de Araceli había vuelto a serlo.
Las camas siempre estaban vestidas con sábanas limpias y los baños te recibían
con toallas frescas y unos aromatizantes de hierbas que supuestamente también
servían para mantenerlos desinfectados.
Todo eso se terminó el día que Araceli se fue de la casa. Lo malo que al irse no
sólo se llevó con ella la eficiencia hogareña, sino que también se llevó algo que
Agustín no alcanzaba a definir.
Con Araceli jamás se sintió solo. Era como si su presencia llenara toda la vida.
Araceli sabía las fechas de los cumpleaños o aniversarios. Ella preparaba con
anticipación lo necesario para los festejos. En su cocina siempre había algo
cocinándose para celebrar esto o aquello.
Todo eso se había ido. En su lugar quedó algo que Agustín jamás había
conocido: la soledad en compañía.
El asunto era que Roxana y Victoria no querían tener nada qué ver con
Graciela. No que Agustín las culpara, no.
Pero el problema es que cada vez que ellas declinaban una invitación, Graciela
se volvía una máquina de quejas. “¿Por qué no me quieren?”, preguntaba. “¿Qué
no soy suficientemente buena para tus hijas?”
“Yo trato de ser amable con ellas, pero ni eso me vale”, gritaba Graciela, una y
otra vez. Porque el tema de que Roxana no había aceptado la fiesta, duró semanas
enteras.
Estaba obsesionada con ser aceptada por las hijas de Agustín y pensaba que si
hacía un “baby shower”, ellas se iban a convertir en sus mejores amigas por toda
la vida.
El día que llegó a oídos de Graciela que: “ayer fue el ‘baby shower’ de Roxana
en casa de Araceli”, el tono de queja de la mujer se hizo más agudo.
Agustín no sabía qué contestar. ¿Realmente creía Graciela que Araceli y sus
hijas la consideraban a ella de la familia?
“Háblale a Roxana”, gritó Graciela. “Dile que tiene qué aceptar que nosotros
también le hagamos un baby shower”, repetía incesantemente.
“Por favor, mujer, deja las cosas en paz. Yo no puedo forzar a mi hija a que
haga nada. Ya está grandecita. ¿Cómo crees que me va a hacer caso?”
No sabía cómo calmar a Graciela y no tenía cara cómo pedirle a su hija que
aceptara la fiesta.
La relación con Roxana siempre había sido complicada. Cuando era niña,
Agustín no sabía cómo tratarla. Y ahora de grande, menos.
Además, en estos días estaba muy difícil la situación entre las dos hijas por el
asunto del divorcio-matrimonio. Agustín no aprobaba lo que Roxana y Henry
habían hecho pero tampoco quería tomar partido porque los años le habían
enseñado que con una mujer, malo si lo haces y malo si no lo haces. De todos
modos sales perdiendo.
Nada menos aquí en su hogar, Graciela gritaba día y noche, todos los días,
todas las noches, sin parar, y él no sabía cómo hacerla callar.
Su voz aguda retumbaba en sus oídos con la fuerza de un tornado. Agustín sentía
un dolor de cabeza que parecía que le iba a estallar.
No sabía hacia dónde iba. Se quedó parado tratando de recordar qué era lo que
iba a hacer que parecía ser tan urgente, cuando se dio cuenta que ni siquiera sabía
dónde estaba.
Quiso girar sus pasos para ver si regresando de donde venía podía recordar eso
que se le estaba escapando de la memoria, pero no pudo moverse.
Embolia. Prepare partes iguales de ortiga, bardana, bolsa de pastor y violeta dulce. Las
hierbas se muelen y se encapsulan. Se administran a razón de dos a cuatro cápsulas
diarias con abundantes líquidos y se mantiene al paciente libre de estrés.
En la sala de espera del hospital, estaban todas las mujeres de la vida del
enfermo: Graciela, Araceli, Victoria, Roxana.
Al día número cinco, Agustín abrió los ojos y fue transferido a una sala de
observación. Al día siguiente lo pasaron a un cuarto donde se pasaba a ratos
despierto, a ratos dormido, “pero en franca recuperación”, según les informó el
médico.
Cuando abría los ojos solamente miraba a los demás, pero no articulaba
palabra alguna.
El médico a cargo de Agustín les explicó que lo más grave había pasado y que
ahora era necesario que Agustín iniciara un proceso de recuperación.
Inicialmente se acordó que cada una estuviera con el enfermo 6 horas, pero al
cabo de dos días, se vio claramente que Graciela no sabía hacer equipo. Llegaba
tarde, se iba temprano y a veces ni siquiera se molestaba en llegar.
Araceli acomodó nuevamente los horarios y entre ella y sus dos hijas se
repartieron las 24 horas para cuidar a Agustín.
Un día que el médico les explicó que Agustín iba a necesitar terapia
diariamente para ayudarle a recuperar todas sus funciones, Graciela comentó:
“Pues ni crean que yo me voy a hacer cargo de un inválido”, y le dijo a Victoria:
“Llévatelo tú, que tienes clínica y personal para atenderlo. Conmigo no cuenten”.
A los 8 días lo dieron de alta. Araceli y sus hijas acordaron que lo mejor era
llevarlo a La Paloma.
“¿Qué tejes?”, le preguntó una tarde en la que el sol se estaba filtrando por la
ventana y en la mesa había un ramo de rosas que alguien había traído para el
enfermo.
“Estoy tejiendo una cobija para el niño de Roxana”, le dijo y volteó a verlo con
una sonrisa que mostraba aprobación al escuchar que cada día pronunciaba mejor
las palabras.
Con los días, Agustín fue mostrando una mejoría marcada. Era como si el
aliciente de ver a Araceli por las tardes, lo impulsara a progresar en su
recuperación.
“¿Se te ofrece algo?”, le preguntó Araceli, una tarde cuando estaba a punto de
irse.
“Te pedí que me perdonaras”, contestó Agustín acomodándose del lado para
verla mejor. “Es que en mi mente he estado repasando los 12 pasos de
Alcohólicos Anónimos y estoy aplicando el 8 y el 9”, explicó.
Araceli levantó una ceja como dando a entender que no entendía nada: “Paso 8
dice: ‘hicimos una lista de todas las personas a quienes hemos ofendido’ y paso
9 dice: ‘reparamos directamente el daño hecho a cuantos nos fue posible’”.
El turno de Roxana para cuidar a Agustín era en las mañanas, cuando Victoria y
Araceli estaban muy atareadas con el manejo de La Paloma.
Para Roxana estos días en los que tenía a su papá por cuatro horas solamente
para ella, eran como un regalo maravilloso.
Platicaban por horas. Esa conexión que nunca habían encontrado durante la
infancia ni la adolescencia de Roxana, finalmente se les estaba dando.
“Ah, pero si vas a Morelia, la ciudad donde nació tu mamá, tienes qué probar
las “corundas” que son como unos pequeños tamales bañados en salsa roja,
adornados con rajas de chile poblano y un poco de crema agria encima”.
Una tarde, luego que ya habían repasado todas las ciudades y todas las
comidas, Agustín le dijo que se sentía muy contento de poder platicar con ella.
“Tienes razón”, contestó Agustín poniéndose serio. “Pero eso nunca ayudó”.
“Yo creía que si te decía que no te quería, tú ibas a aceptar el reto y te ibas a
esforzar más”, confesó Agustín. “En lo personal siempre fui así y creí que tú ibas
a reaccionar igual que yo… Yo no aceptaba derrota. Yo me levantaba al castigo y
le echaba más ganas con tal de salir adelante”, explicó.
“Gracias por decírmelo papi”, dijo Roxana, sin tratar de limpiarse unas
lágrimas enormes que escurrían desvergonzadamente por sus mejillas. “Yo
también siempre te he querido mucho”.
Victoria,
Santa Ana, julio del 2013
“Sólo falta que me pidas que te lea un cuento”, dije sonriendo mientras le daba
un beso de buenas noches.
Siempre he pensado que mi papá fue quien me enseñó a hacer listas. Cuando
era niña y entraba a la oficina de la carnicería, a menudo me encontraba listas con
renglones tachados, como mostrando las tareas completadas durante el día.
“Siempre fuiste muy buen maestro”, le dije una tarde, cuando estábamos
platicando de las listas. “A la fecha, yo hago una lista todas las mañanas, de cosas
que quiero hacer durante el día”, le confesé.
“¿Te acuerdas de la lista que me hiciste el día que ibas a hacer tu primera
comunión?”, me preguntó. “Todavía de acordarme me da horror… Eran tres hojas
de tu cuaderno escritas a renglón seguido”, recordó riéndose.
“Es que yo quería que todo saliera perfecto papi”, dije soltando la carcajada.
Así era todas las tardes que lo iba a ver. Una conversación fácil y alegre.
Yo contesté que el día había sido pesado en asuntos de trabajo, pero que por lo
demás todo estaba bien.
“Yo pensé que estabas triste todavía”, dijo Agustín a modo tentativo.
Yo fingí no entender. La verdad es que no quería hablar con mi papá del tema
de Henry, Roxana, ni mucho menos del bebé cuya presencia ya era sumamente
notoria en el cuerpo de mi hermana.
Al verla llegar cada mañana, tan embarazada y tan contenta, yo sentía una
mezcla de envidia, admiración y rencor.
“¿Qué te diré? Estuve medio mal al principio, pero ya se me pasó. Creo que
sobreviviré, no te preocupes”.
“Los hombres a veces hacemos cosas como lo que hice yo con tu madre y lo
que hizo Henry contigo”, dijo Agustín. “No es que no te importe la mujer con la
que vives, sino que te dejas ir con la atracción física del momento sin pensar en
que pones en riesgo algo valioso”.
“Es un instinto de conquista que tenemos los hombres, que a veces nos pierde”,
continuó mi papá.
“Si lo que quieres es darme consuelo, lo único que estás haciendo es que me
enoje más”, le dije sintiendo mucha rabia.
“Deja que termine de explicar”, dijo mi papá con paciencia. “Después que se
pasa el orgullo de la conquista, viene la cruda moral. Entonces te arrepientes de
haberte dejado llevar por el momento y luego sientes miedo que tu mujer se entere
y que el asunto se complique”.
“Eso no está bien”, dije. “Si entiendo lo que me dices del impulso masculino
pero no lo justifico, y me da coraje que valga más dejarte llevar por la atracción
que por el honor. ¿Y dónde quedan los principios, el respeto, el deber y la lealtad
y todas esas cosas?”
“¿Y cómo te hace sentir eso?”, preguntó mi papá mirándome con detenimiento.
“Mal. Me hace sentir muy mal. Me pregunto lo que nos preguntamos todas las
mujeres en esta situación. ‘‘¿Qué tiene ella que no tenga yo?’ ‘¿Dónde estaba yo
que no me di cuenta que esto estaba pasando?’ y el más duro de todos: ¿En qué
fallé?’”, contesté limpiándome con rabia las lágrimas que se me estaban
escapando a pesar de mis esfuerzos por contenerlas.
“Tú no fallaste en nada, hija. Fue Henry quien falló. Tu madre tampoco falló en
nada. Fui yo quien lo hizo”, dijo y cerró los ojos.
Dos horas después murió. Faltaban pocos minutos para que llegara Roxana a
cubrir su turno de acompañarlo.
“¡Cómo eres! Lo hiciste por venganza, porque estás celosa”, gritaba mientras
yo hacía esfuerzos por calmarla.
“Estás loca. Yo no te deseo mal. La que ha actuado mal en todo esto has sido
tú”, le contesté con ira, sintiendo que ya no me importaba ni el lugar donde
estábamos ni la muerte de mi padre, ni nada. Su actitud de reproche rompió mi
control y una rabia ciega se me desbordó. Sentía que tenía qué sacar todo esto que
me había estado carcomiendo el alma.
“Tú fuiste quien se acostó con mi marido por vengarse de mí, ¿te acuerdas?,
desde chicas siempre has hecho lo mismo. Todo lo mío lo destruías sólo porque
yo era mejor que tú en todo”.
“Tú no eres tan importante como para que yo concentre todos mis esfuerzos en
hacerte daño. Eso lo hice de niña, pero ahora soy una mujer y ya entendí que tú
eres tú y que yo soy yo. He aprendido a aceptarme y quererme como soy. Hace
muchos, ...muchos años que dejaste de ser el centro de mi vida. Ya no siento
envidia de ti ni te tengo celos”, dijo agarrando una punta de su blusa de
maternidad para secarse la cara y las manos.
“Yo te admiro mucho y quiero que estés presente cuando nazca, en su bautizo,
en el primer día de pre escolar; quiero que lo ayudes en la escuela, que lo enseñes
a fijar metas, y que vayas a los partidos de soccer. También quiero que vayas a su
boda y que estés presente el día que su mujer le vaya a dar un hijo”, dijo entre
gemidos y sollozos.
Sus palabras me tomaron por sorpresa. Las lágimas me hacían verla borrosa.
Las imágenes que pintó me hicieron pensar en el bebé que iba a tener los genes de
Henry… y los míos también, qué ironía. Y en ese momento pude ver el futuro y en
él, definitivamente, estaba presente mi sobrino.
“¡Se me rompió la fuente!”, gritó asustada y volteó a ver sus piernas, mojadas,
con un charco de líquido amniótico a sus pies. “¡Todavía no es tiempo!... no
quiero perder a mi bebé”, gritaba desesperada.
Jason
Santa Ana, finales de julio del 2013.
Entuertos. Para calmar los dolores que vienen después del parto, se administra una
infusión de melisa con flores de lavanda a la parturienta, a razón de una taza cada
hora hasta que encuentre alivio y reposo.
Victoria asistió a Jason durante el parto. Roxana quiso que fuera natural. Ella
había practicado respiraciones.
Como si solamente esperara a que llegara el papá del niño, Roxana entró a la
fase de la expulsión.
Luego les confesaría que durante la sesión a gritos con Victoria, ella había
sentido fuertes dolores en la espalda baja, pero los atribuía a que se sentía
agitada por el esfuerzo de la discusión.
“¿Han elegido un nombre?”, preguntó Jason. “Este amigo ya está naciendo y
necesito saber cómo saludarlo”.
David Agustín hizo su aparición el día primero de agosto. Contaba con todos
los dedos de sus manos y de sus pies, con una abundante mata de cabello oscuro y
con un par de pulmones súper saludables, a juzgar por lo mucho que protestaba
mientras lo estaban poniendo guapo para que conociera a su mamá.
Poco después Roxana fue transferida a un cuarto en otra ala del centro naturista.
Jason se fue a bañar antes de ir a atender otros asuntos de La Paloma.
Henry,
Santa Ana, agosto del 2013
Ira. Para calmar sentimientos de ira, se debe fortalecer el hígado con una infusión de
cardo de leche. Se puede combinar con cápsulas de St. John’s Wort si existen
sentimientos alternados de ira con depresión.
Apenas eran las 2 de la tarde pero Victoria se sentía sumamente cansada. Pensó
en ir a tomar un baño ella también y en, quizá, ir un rato a la capilla a calmar las
emociones.
“Por los tiempos del embarazo de mi hermana, me doy cuenta que tú planeaste
la fuga con varias semanas de anticipación, todo eso me queda súper claro”, dijo
y tomando aire, agregó:
“La única duda que tengo es ¿por qué me hiciste el amor la noche anterior a que
te fueras con mi hermana que ya iba embarazada de ti?”
Henry se sentía incómodo ante la pregunta tan directa de su ex esposa. “Porque
quería despedirme de ti”, dijo y agregó: “Perdóname, no tengo disculpa”.
“Y te digo desde ahora cómo van a ser las cosas. Tú y yo vamos a hacer una
tregua porque están de por medio mi hermana y su hijo. Me voy a portar contigo
como gente civilizada. Pero si alguna vez veo que les haces daño a alguno de los
dos, entonces te voy a cobrar juntas todas las ofensas”, le dijo y dejándolo
plantado, se dio la vuelta.
Araceli,
Agosto del 2013
Victoria dijo la eulogía por parte de la familia. Roxana tuvo qué salir del
servicio para amamantar a David Agustín.
Después del servicio fúnebre, Araceli y sus hijas, junto con Jason y Henry, se
fueron al condominio de Araceli y se sentaron por horas a platicar de hombre que
tan importante había sido en las vidas de las tres mujeres.
Victoria
Santa Ana, agosto del 2013
“¿Tú crees que nuestro papá reencarnó en el niño?”, me preguntó un día Roxana
con ojos de esperanza.
Es curioso, pero esta personita había echado a andar mi reloj biológico. Yo,
que cuando estaba casada no había querido darle un hijo a mi entonces esposo,
ahora estaba anhelando tener mi propio hijo.
Una tarde en que Roxana vino a La Paloma a recoger a mi mamá, nos quedamos
las tres platicando un rato. El bebé estaba dormido plácidamente en su silla y nos
dejó charlar en calma.
Esa fue una buena llorada, una llorada rica, de esas que te sanan el corazón
partido.
Sentí una paz infinita. Pensé en mi abuela, como si estuviera aquí para decirme:
“¿Ya ves? Al final todo obra para bien”.
Yo sonreí. “Es viernes, todo está en calma”, contesté. “¿Es una cena de
negocios, de amistad, o de inicio de romance”, pregunté atrevida.
[: :]