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REMEDIOS

CASEROS
PARA UN
CORAZÓN PARTÍO
Por Sylvia Carlock
© Sylvia Carlock, agosto del 2014

ISBN: 978-1-62504-071-8
Todos los derechos reservados.
Victoria,
Santa Ana, CA, 2013

Depresión. Beba una taza de salvia para levantar el ánimo. Prepare una infusión a
razón de media cucharadita de hierba seca por 8 onzas de agua. Agregue una pizca de
clavo molido. Repita dos a tres veces por día, hasta sentir mejoría.

Nadie se muere de dolor.

Eso yo lo sé porque no me morí el día que recibí los peores dos golpes de mi
vida.

El primero llegó cuando yo estaba cubriendo el turno de noche en el hospital, a


través de una llamada telefónica. “Tu abuela está hospitalizada y el asunto es
grave”, me dijo mi mamá por teléfono, sin ningún preámbulo y “agregó con voz
quebrada: Más vale que vayas a La Paloma de inmediato. La van a operar. Se
cayó y está inconsciente. Tiene varias fracturas. No tardes”, me dijo y sin esperar
a que yo contestara, colgó.

La Paloma era un centro naturista, que estaba equipado con quirófano, y que
había sido fundado precisamente por mi abuela materna, Benita, a quien yo
adoraba. Ella me había enseñado el amor por la medicina y era mi persona
favorita en todo el mundo entero.

Camino a casa me sentía angustiada. La voz de mi mamá durante la llamada, se


oía mal. Yo no recordaba jamás haber oído ese tono de voz en mi madre que era
una persona llena de aplomo, siempre tan dueña de sí misma.

No quería ni imaginar que mi abuela estuviera tan grave como para doblegar a
mi madre, pensaba mientras manejaba en las horas pico del tráfico de la mañana
cuando salí del hospital aquella mañana de fría de febrero.

El segundo golpe lo recibí cuando llegué a mi casa para cambiarme el uniforme


de enfermera.

En cuanto abrí el closet buscando ropa qué ponerme, fue cuando vi que el lado
donde mi esposo guardaba su ropa, estaba totalmente vacío.

Más tarde descubriría yo que también había vaciado la chequera.

Eso sí, no tuve que romperme la cabeza para averiguar el motivo por el que
Henry, mi esposo por 10 años, me había abandonado.

Sobre la mesa del comedor me encontré dos sobres dirigidos a mí. Uno con la
letra de mi esposo y otro con la de mi única hermana.

En las notas escritas a prisa, ambos me confesaban que se habían enamorado y


que iban rumbo a Las Vegas a procesar un divorcio —de mí, y una boda, —entre
ellos.

De mi hermana, Roxana, no me sorprendió la traición. Entre ella y yo siempre


había habido una fuerte competencia.

Ella nació dos años después que yo y desde chica fue mi rival más encarnizado.
Con ella competimos por la atención de nuestros padres.

Ella fue la número uno ante los ojos de mi madre quien le regalaba los vestidos
más bonitos, los aretes de oro, las caricias tiernas y, sobre todo, su amor
incondicional.

Y a mí me tocó la admiración de nuestro padre. Mi hermana siempre se sintió


celosa de mis triunfos y del gozo con que nuestro padre los celebraba.

A mí se me dio bien la escuela y los deportes. Yo logré premios en oratoria y


en literatura. Gané concursos académicos y todo tipo de trofeo deportivo, lo cual
dejó a Roxana un sabor a pique, ya que nunca pudo derrotarme.

Así crecimos.

Pero yo nunca creí que Henry fuera capaz de entrarle al juego de Roxana.
Porque... ¿Qué otra cosa podría ser el haberse metido con mi marido, si no un vil
juego de competencia?
Henry era el hermano mayor de la mejor amiga de Roxana. Ellos eran amigos
casuales y jamás manifestaron intereses románticos entre sí.

Cuando Roxana nos presentó, Henry y yo establecimos una química muy


intensa. Yo quería comérmelo a besos y él apenas podía mantener las manos
quietas para no tocarme.

La amistad entre Roxana y él continuó a través de Gina, la única hermana de mi


esposo, pero la pasión y el romance entre nosotros fue tan intensa que apenas
cumplí 18 años, nos fugamos a Las Vegas —ni más, ni menos, para casarnos.

Con el tiempo, la pasión no disminuyó, sólo se volvió más espaciada porque


los años siguientes años nos concentramos en nuestras metas de estudio y de
dinero.

Tuve que leer varias veces su nota para que en mi cerebro penetrara la noticia.

Las palabras claves saltaban a la vista: despedida, enamorado de Roxana,


perdóname, no quise hacerte año…

¿Qué?... ¿Qué dice este hombre? Ayer por la tarde, cuando me estaba poniendo
el uniforme para irme a trabajar, me jaló a la cama, me desvistió y me hizo el
amor con una ternura que hacía mucho tiempo no me mostraba.

Su ternura me caló el alma y me hizo desear que éste fuera mi día de descanso
para poderme quedar dormida en sus brazos, un lujo que hace tiempo no teníamos
debido a que nuestros turnos en el hospital nos mantenían alejados.

Después de leer la nota, entendí que este desgraciado se estaba despidiendo de


mí.

Y entre lágrimas de rabia me preguntaba si Roxana sabría que él era capaz de


tratarme de ese modo dentro y fuera de la cama, mientras hacía planes de fuga con
ella.

Tomé el celular y marqué su teléfono. El correo de voz decía que iba a estar de
viaje y que no iba a poder contestar el celular y pedía que si era urgente le
enviaran un mensaje. Con rabia colgué y marqué el celular de mi hermana. Mismo
recado. ¡Estúpidos!

Sentí que las piernas se me doblaban y solamente atinaba a pensar que los dos
eran unos desgraciados y que yo era una estúpida por no ver venir esta situación.

Me quedé sentada en una silla del comedor y perdí noción del tiempo y el lugar.
Un dolor como no había conocido nunca, me embargó.

En esto estaba cuando sonó el celular. Mi madre de nuevo. “¿Qué haces que no
vienes?, estoy sola y necesito quien resuelva problemas. Le he estado marcando a
tu hermana y no contesta... ¿Dónde están mis hijas cuando las necesito?”, su voz
sonaba era una mezcla de frustración y desesperación.

Mi madre es una mujer que en otra vida debe haber sido militar de alto mando.
Ella sabía dar órdenes y, si estabas en una emergencia, ella era el mejor aliado
que tú podías tener.

“Tu otra hija va rumbo a Las Vegas a casarse con mi esposo”, le dije
limpiándome las lágrimas. “Me dejó una nota en la que me dice que ‘ojalá algún
día pueda perdonarla’”.

“¿De qué hablas?”, preguntó mi madre, y sin esperar respuesta, me dijo: “claro,
es de entenderse. Hiciste mal en negarte a darle hijos a tu marido. A los hombres
se les ata con un hijo”.

Me quedé muda.

Mi madre dándome ese consejo. Precisamente ella cuyo esposo, mi padre, fue
famoso por haber tenido una querida de planta.

No supe qué contestar. Yo nunca había sabido enfrentar a mi madre. Su


personalidad tan intensa me avasallaba.

Colgué el teléfono y terminé de vestirme.

Lo que siguió después fue una operación para reconstruir la cadera de mi


abuela que ya tenía 87 años.

Luego me enteré que andaba subida en un banco tratando de localizar su famoso


recetario de remedios naturales que heredó de su abuela materna, cuando se cayó
y se fracturó varios huesos.

Salió bien de la operación, pero algo en la actitud de mi abuela había


cambiado. Era como si su voluntad se hubiera roto también.

Los que siguieron fueron días dolorosos en los que Benita se nos fue escapando
de entre las manos día con día. Su alegría de vivir se fue apagando y ella dejó de
luchar.

Benita era una mujer más grande que la vida. Era la que te tendía la mano si te
veía caída y celebraba tus victorias si te veía triunfando. Era cálida y a veces,
cuando tu corazón estaba roto, ella lo entendía sin que tú tuvieras qué explicar
algo.

Estoy segura que si ella estuviera sana y se hubiera enterado de lo que pasó con
Henry y Roxana, me hubiera dicho sus frases favoritas:

“Todo ocurre por alguna razón”, decía, “si tienes paciencia, vas a ver que
cuando todo haya terminado y mires hacia atrás, verás que esto que ahora te
parece insuperable fue lo mejor que pudo haberte pasado”.

Esa era mi abuela y yo la amaba con todo mi corazón.

“Ya estoy cansada”, me dijo una noche a la hora que se iba a dormir mientras
yo le acomodaba su cabello atrás de la oreja. “Todo lo que tenía pendiente por
hacer, ya lo hice y me voy a ir en paz”, agregó.

Yo no quería oírla hablar así porque no me imaginaba qué iba a hacer sin ella.
Ella era mi amiga, mi confidente y mi consejera. A mí me encantaba pedirle su
opinión en todos mis asuntos.

“No digas eso”, le dije “si tú te vas, “¿Qué voy a hacer yo?” Acariciando mi
mano entre sus dos manos, las acercó a su boca, puso en beso tembloroso en el
dorso de mi mano y contestó:

“Tú vas a estar bien, porque eres fuerte y tienes muchos recursos. Te quiero
mucho. Tú no me has dado nada más que alegrías. Me voy contenta”.

A la mañana siguiente, cuando fui a despertarla, la encontré muerta. Y yo creí


que me moría con ella.

Nunca le dije lo de Henry y Roxana. No quería angustiarla. Yo esperaba que


ella se recuperara para darle la noticia cuando ya no fuera importante para mí.

Durante las semanas en las que traté de ayudar a sanar a mi abuela, no tuve
oportunidad de sufrir demasiado por la traición de mi hermana y mi esposo. El
miedo a perder a Benita era más fuerte que todo.

Pero el día que la encontré muerta, se me juntaron los dos dolores con una
intensidad que pensé que iban a romperme.

Mi madre, siempre tan propensa a dar órdenes, por una vez en su vida debe
haberme visto tan hundida, que se encargó de la mayoría de los trámites, sin
apenas molestarme.

El de Benita fue un funeral donde asistimos solamente mi madre y yo por parte


de nuestra familia.

El resto del cortejo fúnebre estaba integrado por decenas de amigos y parte del
personal de la Casa de Reposo La Paloma, un centro naturista fundado por mi
abuela hacía más de 50 años en México y todo el personal de la Clínica de
Reposo La Paloma II, fundada en los años 70’s, por mi abuela en California.

Benita era una curandera entrenada en un pueblo de Michoacán, México, donde


nació en una familia de curanderas. Ella tenía el don de la salud, además de un
corazón bondadoso y una sabiduría que le ayudaba a discernir cuándo la
enfermedad provenía del espíritu y cuándo del cuerpo.

Al funeral de mi abuela no se presentaron ni mi hermana, ni mi marido, —o


quizá ya debería decir mi ex marido. Ellos seguían sin tomar llamadas en su
celular desde el día que huyeron a Las Vegas. Aparentemente se habían
desconectado del mundo.

Mi hermana contestó el mensaje que envió mi madre informándola del deceso


de mi abuela diciendo “que por el momento no podía viajar y que enviaba todo su
amor”.

Poco después que huyeron me enteré que Henry había tramitado un permiso de
ocho semanas en el hospital.

Este hombre con el que yo vivía y de quien conocía su cuerpo y sus gemidos de
placer que escuché por 10 años, había planeado su nueva vida mientras todavía
hacía el amor conmigo.

Me resultaba difícil asimilar esta situación.

Yo, que había vivido mi infancia con un hombre infiel, mi padre, me había
casado con uno igual. ¡Vaya forma de no aprender las lecciones!

La razón de las ocho semanas, según me enteré por mi mamá, fue que Henry
necesitaba establecer una residencia mínima de seis semanas en el estado de
Nevada, antes de poder divorciarse de mí, sin necesidad que yo estuviera
presente para aceptar o rechazar el divorcio.

Así fue como Henry me descasó —al vapor, para unirse a mi hermana. Cuando
regresaron dos meses después ya eran esposos.

Ella se veía radiante y él parecía estar tratando de disimular algo parecido,


quizás, a la ¿vergüenza?... ¡quién sabe! Lo cierto es que a su regreso me enteré
que la urgencia de casarse era porque mi hermana estaba embarazada.

Nos volvimos a ver el día que se leyó el testamento de Benita.

Cuando los vi entrar al despacho del abogado tuve qué hacer un esfuerzo por no
lanzarme encima de ellos. Esta violencia de emociones me era desconocida. Yo
era una pacifista. Todo mundo decía que yo era capaz de apaciguar a las fieras
pero en esta situación, vaya usted a saber por qué, la fiera era yo.
Ellos se sentaron lejos de mí, sin voltear a verme. Yo sentía hervir mi pecho
con una ira que, estoy segura, me hacía echar humo por las orejas.

Mi corazón retumbaba en mis oídos tan fuerte me tenía miedo que otros lo
escucharan. Sentía rabia. Quería gritar y me costaba trabajo contenerme.

Así pasaron unos minutos larguísimos. Mi madre rompió el silencio para


preguntarle a Roxana, con voz cariñosa, cómo se sentía con el embarazo.

Como dije, nadie se muere de dolor.

Mientras mi madre celebraba las “buenas noticias”, yo sentía que mi corazón se


desgarraba. Nunca he sido persona de guerra pero en esos momentos tenía qué
comportarme civilizadamente y no me era posible confrontar a ninguno de los
dos. Solamente me controlé y me tragué el dolor.

A ratos me daba por planear venganza. Aunque era difícil. Las que más me
gustaban rayaban en lo ilegal, como patear a mi ex por abajo del cinturón hasta
verlo doblegarse y caer con un estrepitoso “plum” que de paso le rompiera la
nariz al estrellarse contra la banqueta de la casa donde vivimos por 10 años y en
la que ahora vivía con mi hermana.

¿Eso se calificará como delito mayor o menor? Quizá podría yo argumentar con
el juez que mi ex se merecía eso y mucho más y que yo era víctima de un crimen
provocado por la pasión, lo que sea que eso signifique.

Pero luego que disfrutaba ver esas imágenes en mi mente, me quedaba pensando
en que eso era algo muy primitivo y que me iba a dar una satisfacción demasiado
fugaz.

Otras veces imaginaba que Henry regresaba arrepentido a pedir perdón. En este
escenario la situación cambiaba. A veces yo lo corría de la casa a gritos e
insultos. A veces lo miraba con desprecio y ni siquiera me molestaba en
contestarle. Pero la mayoría de las veces yo lo perdonaba, lo abrazaba y lloraba
de emoción al volverlo a tener en mis brazos.
Pero luego recordaba que el hijo de Henry no estaba en mi vientre sino en el de
mi hermana y entonces me sentía abrumada al darme cuenta que ya nada era
posible entre nosotros dos.

Por donde quiera que lo viera, nosotros dos, como pareja, ya éramos historia.

Lo que en realidad me hubiera gustado es poder dejar de pensar en ellos. Ya


estaba cansada de esta carga de celos, rabia y desazón.

Ellos estaban en mi mente las 24 horas de los siete días de la semana. Era
agotador.

La secretaria del abogado Rendón anunció que en pocos minutos daría inicio la
lectura del testamento de mi abuela. Yo no encontraba donde colocar mis manos,
ni mi bolsa, ni mis piernas, ni mi persona. ¡Me sentía tan fuera de lugar!

De reojo miré a mi hermana.

Roxana estaba enfundada en un vestido morado, mi color favorito, lo cual me


causó rabia porque pensaba que ni eso podía dejar de copiar. Las tiras que
sostenían al vestido dejaban al descubierto sus hombros bronceados y la tela
delgada del vestido dejaba ver su vientre que empezaba a crecer.

Mientras esperábamos que dieran inicio a la lectura del testamento con


disimulo también volteé a ver a Henry. Fue doloroso.

Me costaba trabajo entender por qué no podía yo acercarme a él y dejar que me


envolviera en sus brazos como tantas veces lo hizo. Henry, siempre elegante,
vestía con unos jeans ajustados y una camisa con rayas azul marino y blanco.
Calzaba tenis blancos, sin calcetines y un saco de vestir arremangado. Ambos
parecían modelos de revista.

La voz monótona, del abogado me sacó de mis cavilaciones. Luis Rendón,


amigo incondicional y abogado de toda la vida de Benita, nos saludó, leyó un
protocolo que supongo es típico de estos casos.

Mi abuela dejó una lista de sus empleados que recibirían un bono o beneficio
en efectivo, como agradecimiento a sus años de lealtad.

A mi hermana, mi abuela le dejó una suma en efectivo y una casa cercana a La


Paloma que había mandado construir solamente para ella. A mi madre le dejó
acciones en La Paloma y en el negocio de distribución de remedios a base de
hierbas.

La Paloma I, la mexicana, había sido vendida pocas semanas atrás y el dinero


estaba depositado en una cuenta que me había sido heredada a mí.

Rendón hizo una pausa y agregó que en su testamento mi abuela me había


nombrado administradora única de La Paloma en EU. La Casa de Reposo
pertenecía a un fideicomiso que incluía una considerable suma de dinero que ella
había acumulado gracias a su línea de remedios caseros que se vendían en tiendas
y farmacias, y que nunca había tenido necesidad de tocar.

Aunque mi abuela había sido generosa con Roxana y con mi madre, lo cierto es
que el grueso de las propiedades los había heredado yo. Una parte estaba a mi
disposición de inmediato y la otra tenía una condición.

Según el abogado, yo tenía que atender la clínica por 5 años, cobrando un


sueldo y teniendo derecho a vivir en la casa del administrador, dentro de la
propiedad, antes de pasar a ser la propietaria mayoritaria de La Paloma.

Jason, un médico que estaba a cargo de La Paloma, también heredó acciones en


el centro de salud. Jason trabajaba con mi abuela desde que era adolescente. El
estudió medicina inspirado por mi abuela. Ella lo quería como un hijo y él
correspondía ese amor hacia mi abuela incondicionalmente.

La gran ironía de esto fue el sistema legal por medio del cual yo entraba en
posesión de una finca de varias hectáreas que incluía varias casas, hermosos
jardines e instalaciones de recreo y terapia, así como de los fondos monetarios, y
derechos sobre las patentes de medicinas naturales de mi abuela, no permitía que
Henry heredara nada ya esta fortuna llegaba pocos días después de finalizado el
divorcio.

Las noticias del dinero y las propiedades heredadas eran agradables, pero no
solo por el beneficio y seguridad económica que representaban sino porque mi
abuela sabía que yo amaba a La Paloma y la posibilidad que este centro naturista
traía para aplicar mis conocimientos de medicina.

Sanar a otros era mi misión en la vida, igual que había sido la de ella y la de
otras curanderas entre nuestros ancestros.

Pero en todas estas buenas noticias no había triunfo porque todo el dinero del
mundo no me regresaba a los dos seres que yo más amaba y que recién había
perdido.

En los días que siguieron a la fuga de mi esposo con mi hermana, yo desmantelé


la casa donde vivimos por 10 años, y me mudé a la casa del administrador de La
Paloma. Esta casa que yo estaba abandonando era un regalo de los abuelos de
Henry para nosotros. Era la casa donde habíamos planeado formar nuestra
familia.

Despedirme de esos espacios que ocupaban nuestros muebles, libros y


recuerdos fue muy duro. Escuchar a mi madre, hablar ilusionada del bebé de
Roxana, fue desgarrador.

“Imagínate que le van a hacer un ultrasonido mañana y estamos muy


emocionados porque vamos a saber el sexo de la criatura”, escuché a mi madre
platicar con Ana, su mejor amiga.

“Va a ser mi primer nieto, porque Victoria nunca quiso embarazarse”, explicó
como si yo no estuviera en el mismo cuarto.

Y me quedé pensando, de verdad, ¿por qué no quise embarazarme si tantas


veces me lo pidió Henry?
Araceli,
Santa Ana, CA, 2005

Derrame biliar. Prepare una infusión de 7 hierbas amargas (toronjil, simonillo,


garañona, quina, cuasia, marrubio y cáscara de naranja). Beba tres veces al día. Evite
alimentos grasos y si es temporada, coma ensalada de mango.

El día que la menor de sus hijas cumplió 18 años y se fue del hogar paterno, fue
el día que Araceli empacó sus maletas y se fue de la casa que había compartido
con Agustín, su esposo por 28 años.

Esta no fue una decisión precipitada, no. De hecho fue una decisión tomada
hacía más de 10 años. Y la planeación de a dónde iba a vivir y cómo iba a vivir
el resto de su vida, fue cuidadosa y bien calculada, asunto absolutamente
apropiado a su personalidad, ya que Araceli era una excelente planeadora.

Siempre había sido eficiente. Desde recién casada había manejado con mano
férrea su hogar. En la casa de seis recámaras con seis baños, sala, antesala,
comedor, ante comedor y amplias terrazas, regalo de bodas de su madre y
Agustín, no había un rincón que Araceli no dominara.

Desde el surtido de la despensa, hasta el doblado de la ropa limpia, Araceli


dirigía con precisión y orgullo. Ella no era un ama de casa. Ella era la reina y
gerente general del “palacio” donde vivía con sus dos hijas y su marido.

Pero para cuando Roxana, la menor de las hijas se fue de la casa, el palacio ya
había quedado casi vacío. El único habitante que sobraba era Agustín, y Araceli
tenía bien claro que ya no quería vivir con él.

Para despedir a Roxana que se iba a estudiar al colegio y a vivir en su propio


apartamento, Araceli organizó una gran fiesta a la cual asistieron más de 100
personas.

Hubo discursos, brindis, una cena espectacular cuyo menú fue aprobado por
Araceli, y baile. Mucho baile. Todo era celebración y gozo.
Nadie sospechaba que Araceli ya había adquirido un condominio y lo había ido
amueblando poco a poco durante el mes anterior.

Las hijas ni idea tenían que Araceli había planeado salirse del hogar. Agustín sí
lo sabía, pero lo había olvidado o, quizá pensaba que ella no era capaz de
cumplir una amenaza hecha 10 años atrás, aquél fatídico día que él decidió ir a
ver una película romántica con Graciela.

¡Qué gran error! El asunto es que a Agustín le chocaban las películas de


romance. Le parecían cursis y ridículas, pero Graciela, su amante de tres años,
estuvo insistiendo que fueran a ver esta película porque estaba cansada que
Agustín no la sacara a ningún lado.

Así fue como una estupidez se juntó con otra. Primero aceptar ver la película,
después no recordar que el cine estaba junto a la academia de costura a donde
Araceli estaba asistiendo con dos de sus mejores amigas.

Y ocurrió que al salir del cine, iba abrazando a Graciela, y entonces decidió
besarla, un poco porque estaba de buen humor y otro poco porque lo cursi de la
película le hizo hacer algo tan fuera de su personalidad: besar una boca de mujer
en público.

Al romper el beso, miró al frente, y, sobre la banqueta, vio el rostro


horrorizado de Araceli. Los ojos y la boca totalmente abiertos, sin decir nada,
solamente paralizada ahí, frente a Agustín que como un idiota, siguió abrazando a
Graciela.

Sin más qué hacer, y queriendo evitar una escena dramática, Agustín giró a
Graciela, en sentido opuesto y se alejó dejando atrás a la madre de sus hijas quien
los siguió con la mirada, sin atinar a murmurar ni si quiera un “¡Carajo!”

Una de las amigas de Araceli que estaba a su lado, atinó a abrazarla y


llevársela caminando hacia su casa que estaba a dos cuadras de la academia.

Ahí le sirvió un trago fuerte, le acercó unos klínex y se sentó a su lado a esperar
que a su amiga le hiciera clic la realidad de lo que acababa de descubrir.
Como si abrieran un dique, Araceli empezó a sollozar y luego a llorar a pleno
pulmón. Por horas continuó sin decir palabra, hipando, llorando y sonándose la
nariz.

Como a las dos de la madrugada pidió a su amiga que la llevara a su casa.


Cuando entró, encontró a Agustín sentado en la sala, fumando y bebiendo un café.

Con los ojos hinchados de llorar, los hombros caídos y el espíritu abatido,
Araceli lo enfrentó:

“¿Quién es ella?, le preguntó. ¿Por qué la estabas besando y abrazando?…

A estas alturas de la situación, Agustín todavía hubiera podido salvar el


matrimonio si hubiera mostrado arrepentimiento y humildad, pero el llanto de
Araceli y su actitud de víctima lo irritaron.

Volteó a verla con actitud de impaciencia mientras trataba de decidir cómo


enfrentar la situación.

¿Qué tienes qué decir en tu defensa?”, insistió Araceli con voz cortada por las
primeras lágrimas de las muchas que iba a derramar frente a su marido esa noche.

Y aquí fue cuando Agustín, que siempre había sabido qué decir y cómo
convencer en asuntos de negocios o de mujeres, no supo medir la gravedad de la
situación. Falló en lo que quizá fue la batalla más importante de su vida.

No comprendió que el corazón enamorado de Araceli todavía estaba dispuesto


a perdonar y a olvidar si Agustín le hubiera dicho cosas tales como “perdóname,
fue un error, ella no es importante, son asuntos de hombres, no lo vuelvo a hacer,
tú eres el amor de mi vida, ¿cómo crees que yo pondría en riesgo nuestro hogar y
nuestros hijas”, etc, etc.,

Esas palabras humildes hubieran hecho que Araceli se dejara abrazar, besar y
convencer, porque en esos momentos se sentía totalmente derrotada.

Su corazón que se estaba rompiendo estaba dispuesto a creer lo que fuera con
tal de parar esta intensa oleada de dolor y pérdida que hasta entonces le era
totalmente desconocida.

Pero Agustín, que era todo un macho mexicano, que creció, el único varón de
los cuatro hijos que tuvo su madre, y que ganaba mucho dinero gracias a sus
negocios de abarrotes, le pareció que Araceli no merecía ninguna explicación y
que él podía tener las mujeres que quisiera.

De manera que abrió la boca sin medir la estatura de su esposa: “No me hagas
escenas. Tú eres mi esposa y no te falta nada. Yo soy hombre y puedo hacer lo que
se me de la gana.

Graciela es mi amante”.

Al escuchar esto Araceli empezó a llorar con un llanto que la ahogaba y la


hacía gemir como animal herido.

Agustín se sentía totalmente invadido de impaciencia y rabia por la


incomprensión de esta mujer a la que “todo le había dado”.

Para Araceli, era duro escuchar la confesión, pero más doloroso se le hacía ver
la actitud de Agustin, el cual, para su sorpresa, no sólo no mostraba
arrepentimiento, sino que además parecía irritado con ella.

Como si ella hubiera hecho algo malo. Y se sintió perdida sin saber qué hacer.

Pudo haberse llenado de justa indignación y proceder a poner en su lugar al


esposo infiel e insolente. Pudo haber dicho, por ejemplo: “¡Cómo te atreves a
hablarme así!... estás estúpido si crees que me voy a dejar pisotear... o, voy a
llamar a mi abogado y me las vas a pagar!”

Pero el amor hace tonta aún a la mujer más inteligente, por lo que en lugar de
eso, con voz quebrada por el sentimiento y el corazón quebrado por el dolor, dijo:

“A mí nunca me has querido besar en público”.

Araceli y Agustín se habían conocido cuando ella tenía apenas 17 años. Ella
era hija única de Benita, la dueña de La Paloma.
Corría el año de 1972, cuando Agustín ingresó a La Paloma en Michoacán, con
un caso galopante de alcoholismo.

Benita aplicó varios de sus famosos remedios caseros y en pocas semanas


logró cortar en Agustín, la dependencia por el alcohol.

El grupo de Alcohólicos Anónimos consolidó la rehabilitación ya que le dio


armas a Agustín a no recaer. Y lo había logrado. Desde entonces, besando la cruz,
repetía a todo aquél que quisiera escucharlo: “ni una gota, te lo juro, ni una gota
de alcohol he vuelto a probar”.

Por aquél entonces, Benita ya tenía planes de abrir una sucursal de la clínica en
California. Para el final del tratamiento, Agustín mostraba síntomas de estar
interesado en Araceli, y hacía planes para establecerse en California para estar
cerca de ella.

Con unos ahorros que tenía, al llegar a Santa Ana, Agustín abrió una carnicería
al estilo mexicano y su éxito fue instantáneo. En la carnicería ofrecía tortillas,
abarrotes y artículos básicos a su clientela y el lugar estaba siempre a reventar de
paisanos que estaban encantados con el sabor a pueblo que les ofrecía el negocio
de Agustín.

Casi de inmediato que Araceli cumplió 18 años, Agustín fue a casa de Benita a
pedir su mano. La boda fue pactada para junio de 1974, o sea casi 12 meses
después de haber celebrado el compromiso.

El siguiente año Araceli y Agustín lo pasaron vigilando la construcción de la


casa que Benita quiso regalar a su hija. Agustín se negó a que la casa fuera
pagada solamente por Benita, así que consiguió una hipoteca que le permitió
aportar el 50% del costo de la casa y el terreno y fue así que pudo participar en
las decisiones sin sentirse fuera de lugar.

“¿Seis recámaras?, ¿Para qué tantas?”, preguntó Araceli. “¡Seis recámaras para
todos los hijos que vamos a tener!”, confirmó Agustín a su ruborizada novia.

La boda de Agustín y Araceli se celebró en Santa Ana. A la recepción


asistieron casi 300 invitados que brindaron y bailaron hasta el amanecer. Los
novios fueron de viaje a un recorrido por la costa de California y pasaron una
semana en San Francisco, de donde regresaron a instalarse en su nueva
residencia.

Para gran deleite de Agustín, durante las primeras semanas después de la boda,
Araceli se transformó de una tímida novia virgen, en una apasionada compañera
de cama.

Ellos resultaron ser muy compatibles y ávidos de sí mismos en los juegos


sexuales. Araceli perdió la cortedad y se volvió una atrevida participante.
Agustín fue un maestro paciente y divertido.

La actividad sexual de la pareja solamente fue interrumpida por los embarazos


que, para gran desmayo de la pareja, tardaron varios años en llegar.

Al principio Araceli pensaba que era cosa de tiempo, pero luego empezó a
preocuparse. Pensaba que nunca iba a ser madre.

Cuando ya tenía ocho años de casada, le pidió ayuda a Benita, quien de


inmediato preparó unas tinturas, recomendó unos masajes y le aseguró que pronto
saldría embarazada.

Para fortuna de la pareja, en menos de un año de tratamiento, Araceli descubrí


que estaba embarazada. A los diez años de casada dio a luz a Victoria y dos años
más tarde a Roxana.

Después de cada embarazo, la pareja esperaba con ansia que pasara el tiempo
de la cuarentena para volver a disfrutar de su unión sexual.

Esa era una de las razones por las que Araceli se preguntaba una y otra vez el
por qué de la traición.

Otra de las razones era que una sólida parte de la prosperidad económica que
la pareja había logrado era gracias a Araceli. Ella había sido quien se encargó de
hacer ahorros con el dinero que Agustín traía a la casa para ir comprando
propiedades.
El dinero se multiplicó gracias al buen olfato de Araceli para comprar edificios
de departamentos y oficinas. Ella se encargaba de cobrar rentas y reinvertir el
dinero.

“Dime en qué he fallado”, preguntó Araceli la noche del cine y del beso en la
calle. Ella se cuestionaba la pregunta que toda mujer engañada se hace: “¿Qué
tiene ella que no tenga yo?”

“No te pongas dramática, y ya deja de hacerme escenas”, contestó Agustín con


voz cortante. Se sentía irritado que Araceli no comprendiera. ¡Él era hombre, por
amor de Dios!, ¿Por qué carajos no podía tener derecho a tener una amante? El
estaba cumpliendo todas sus obligaciones. A Araceli nada le faltaba. Él era un
proveedor generoso con ella y con sus hijas.

Todo lo que Araceli había pedido hasta ahora, lo había tenido. ¿Por qué tenía
que ponerse en este plan solamente porque él había decidido tener un poco de
diversión?

“No tengo por qué darte explicaciones de mis actos. Yo hago lo que hago y
como quiera hacerlo, para eso soy hombre. Si algo no te parece, la puerta está
muy ancha para que te vayas. Y para que de una vez lo sepas, no pienso dejar a
Graciela. Hazle como quieras, pero no me hagas dramas”.

De un golpe dejó el tarro de café en la mesa y salió dando un fuerte portazo.

Araceli cayó enferma. Vomitaba bilis y agarró una fiebre cuatrapeada que la
tiró en cama por tres semanas durante las cuales perdió tanto peso y como ganas
de vivir. Benita jamás se enteró de la postración de su hija. Araceli no quería
hablar con nadie ni pedir ayuda.

A ratos llorando y a ratos delirando, con el paso de los días se fue consolando
y se fue mejorando gracias a los cuidados de Lucy, la sirvienta que llegó a
trabajar con la pareja cuando se casaron.

Agustín no hizo nada por ayudarla. Se mantuvo con el ceño fruncido, rumiando
su enojo y lamentando la “incomprensión” de su esposa.
No le creyó a Araceli que estuviera enferma. Pensaba que era un truco para
hacerlo sentir mal. “Pero conmigo no puede... yo soy perro viejo y ella no va a
venir a enseñarme trucos nuevos”, decía para sus adentros.

Una mañana, cuando ya había recuperado su fuerza una Araceli, ya serena y más
sabia, se levantó para hacerse nuevamente cargo de su hogar. Sin más trámite,
empezó un lunes y sirvió el desayuno, eficiente como antes.

Para entonces Victoria, la hija mayor tenía 10 años y Roxana tenía 8. Esa
mañana Araceli arregló a sus hijas para enviarlas a la escuela primaria.

Después de preparar el almuerzo, revisó la chequera para hacer sus pagos y


enviarlos por correo y actuó como si todo estuviera en orden.

Esa noche, Araceli esperó a que Agustín regresara después de cerrar el negocio
y le dijo: “Me voy a mudar a una de las recámaras de invitados. Y de una vez te
aviso que voy a permanecer contigo hasta que mis hijas se vayan de la casa.
Cuando eso ocurra, entonces me iré y te pediré el divorcio”.

Un leve malestar se sentó en la boca del estómago de Agustín. Esta Araceli tan
determinada no le gustaba. Hubiera preferido una escena de llanto, insultos, gritos
y amenazas. ¡Vamos, con gusto hubiera aceptado hasta una cachetada! La mujer
tenía que tener derecho a defender a su hombre, ¡Carajo!, pero esta actitud de
dignidad, de reina ofendida, no le gustaba nadita.

“Hazle como quieras pero no me estés fregando”, contestó Agustín sin tocar la
cena —una grave ofensa según le habían enseñado los años de matrimonio con
esta mujer. “Ya se le pasará”, pensó y se fue.

Lo único que lamentaba era que por el momento Araceli no lo iba a aceptar en
su cama. Era una lástima porque esa era la parte de su matrimonio que más le
gustaba. “Ojalá se le pase pronto”, pensó y sonrío imaginando con gran deleite
cómo iba a ser la tremenda reconciliación que ellos iban a tener.

Pero a Araceli nunca se le pasó. El hogar siguió funcionando con precisión


profesional. Araceli siguió yendo a sus clases de costura. En su calendario
también incluyó clases de yoga y de cocina. Acompañó a Agustín a todos los
eventos sociales a los cuales eran invitados. Organizó eventos para sus amigas, su
madre o sus hijas, siempre impecable, siempre sonriente y cada vez más distante.

Cuando pasaron los meses y Agustín vio que Araceli se había alejado
emocionalmente de él, internamente sintió una gran sensación de pérdida. En
algunas ocasiones llegó a sentir un atisbo de remordimiento. Pero antes de
entregarse a lamentar abiertamente el haber perdido a su mujer, Agustín echaba
fuera esas indeseadas emociones y se recordaba que “Para eso era hombre”.

A solas consigo mismo, sin embargo, no podía menos que comparar a ambas
mujeres y para su gran malestar, Araceli siempre salía ganando. Era mejor
cocinera. Bueno, digamos que no había comparación en este terreno porque
Graciela no sabía ni hervir agua. También mejor amiga. Siempre lo había
escuchado con atención y en lugar de decirle qué hacer, le hacía preguntas
atinadas que lo hacían razonar y encontrar soluciones por él mismo. Era buena
confidente.

A Araceli podía contarle sus más íntimos pensamientos y ella jamás repetía
nada que él le hubiera confiando. Era mucho mejor amante. ¡Ah!, las cosas que
ellos dos no habían hecho bajo las sábanas. ¡La extrañaba con su picardía y su
ingenio. ¡Era tan divertida y tan generosa en las noches de placer! También era
más guapa. Llevarla del brazo le dejaba siempre muy buen sabor de boca en los
círculos sociales donde se desenvolvían. Su porte elegante, su caminar sereno.

¡Hacían tan buena pareja en todo terreno!, se lamentaba Agustín quien no


entendía por qué su mujer era tan dura de no poder perdonarle una indiscreción.
En ratos de nostalgia por ella, Agustín no podía recordar por qué fue que sintió
necesidad de hacerse de una amante, en primer lugar.

El asunto no fue planeado. Simplemente sucedió. Conoció a Graciela y sintió


curiosidad de experimentar por otro lado. En sus años de alcoholismo tuvo
muchas mujeres. Pero desde que se casó se había dedicado solamente a su esposa
y de repente quiso saber si todavía era capaz de enamorar a una mujer.

No es que tuviera queja alguna de Araceli, no. Era solamente que pensaba que
un hombre podía hacer lo que quisiera y pudiera, mientras tuviera la oportunidad.
Y eso fue lo que hizo. ¿Por qué Araceli no podía entenderlo y aceptarlo? ¡Esto no
tenía por qué afectarla a ella, por Dios santo!

Los meses se convirtieron en años y la relación con Graciela continuó, ahora


con más ganas dado que Araceli jamás regresó a la recámara matrimonial a pesar
que Agustín trató de seducirla varias veces.

Como Araceli no se dejó convencer y, considerando que ya no tenía nada que


ocultar, Agustín se descaró.

Muchas amistades lo vieron paseando en público con Graciela. Igual en el cine


que en las tiendas. Igual en restaurantes que en salones de baile.

Incluso hubo noches en que no llegó a dormir. “No me esperes esta noche”,
decía simplemente. “Tengo un asunto que arreglar y llegaré hasta mañana”.

El escuchar estas palabras, Araceli asentía. De hecho, con los años, había
llegado a saber qué días eran los que Agustín no iba a venir a dormir. El
cumpleaños de Graciela, el aniversario de ellos como pareja y una semana antes
de la Navidad. Esas eran las fechas en las que Agustín le regalaba la noche
completa a su amante.

El corazón de Araceli ya no guardaba rencor ni amargura. Una sabiduría que


nunca supo de dónde venía, le había permitido sacar de su corazón a Agustín y
“dejarlo ir”.

Ella ya no tenía expectativas respecto a su matrimonio. Araceli ya sabía que


llegado el día en que se fueran sus hijas, ella iba a salir de ese hogar sin mirar
atrás.

Previendo que llegara esta fecha, Araceli abrió una cuenta de ahorros a su
nombre y le informó a Agustín que se estaba asignando como sueldo un porcentaje
como administradora de los edificios que la pareja poseía. Sin sospechar para
qué quería el dinero su mujer, Agustín pensó que era natural que ella quisiera
tener su propio ingreso. No le dio mayor importancia.

Cuando su hija menor anunció que se iba a estudiar al colegio, Araceli empezó
a buscar un condominio. Y por un lado planeaba menú para la fiesta de despedida
y por otro ordenaba cortinas para el condominio. Flores para adornar la casa,
sala para su nueva vivienda; fotógrafo para la fiesta, artefactos para su nueva
cocina.

El día que su hogar se vio lleno de gente despidiendo a su segunda hija, en la


estancia del nuevo condominio ya se veían cajas con ropa, libros, discos y cosas
de costura que Araceli había ido sacando poco a poco de su hogar.

Cuando dieron las seis de la mañana del día siguiente a la fiesta, Araceli cargó
las últimas cosas en su automóvil. Se bañó y se vistió, revisó los closets de su
recámara y de su cuarto de costura para asegurarse que no estuviera olvidando
nada y se fue.

Horas después, cuando Agustín se levantó, fue a la cocina y le extrañó que no


hubiera ese delicioso aroma del primer café de la mañana al que lo había
acostumbrado Araceli. Lo que Agustín ignoraba era que la fiel Lucy se había ido
a seguir a Araceli a su condominio y ahora él estaba solo en la gran casona.

Sobre la mesa no había pan recién horneado, ni flores frescas cortadas del
jardín. Tampoco había un guiso cocinándose en la estufa, ni una Araceli
enfundada en un mandil limpio, volvería jamás a preguntarle si deseaba desayunar
en la cocina o en la terraza.

En esos momentos, todavía no había entrado el miedo en el cuerpo de Agustín.


Pensó que, —tan extraño como pareciera, a Araceli se le “habían pegado las
sábanas”.

Sin hacer ruido para no despertarla, Agustín empezó a buscar el café para
prepararse una taza. El primer problema que encontró era que no sabía cómo
cargar la cafetera. Era curioso, pero nunca había preparado café. No había tenido
necesidad ya que era siempre Araceli la que se hacía cargo de eso.

Cuando por fin pudo cargar la cafetera de agua y café, y la echó a andar, trajo
un tarro y se sirvió un café cuyo color le indicó que le había fallado el cálculo en
la proporción agua-café. El sabor era tan malo que tuvo que calificarlo de “esta
imbebible agua de calcetín” y lo dejó a un lado.
“¿Dónde estaba Araceli que no se había levantado a cumplir con sus deberes?”,
pensaba Agustín mientras caminaba rumbo a la recámara de invitados. Al llegar
encontró la puerta cerrada.

Tocó suavemente. “¿Araceli?... ¿Estás bien?”. Luego de llamar varias veces,


subiendo la voz y el tono de los toquidos, abrió la puerta y lo primero que vio fue
la cama tendida y una carta dirigida a él sobre la colcha bien estirada y puesta,
como todas las camas tendidas por Araceli.

“Querido Agustín”, empezó a leer con el inicio de una alarma danzando en el


estómago. “Llegó el día del que hablamos hace diez años cuando descubrí que
tenías una relación con otra mujer. La menor de mis hijas ya no me necesita
más, así que para cuando leas esta carta ya me habré ido. He consultado un
abogado para iniciar los trámites de divorcio. El te contactará para resolver
esta situación. Espero que tengas una buena vida. Tu ya pronto ex-esposa,
Araceli”.

Agustín se sentó en la cama y releyó la carta. ¡No podía creer que esta loca
mujer hubiera sido capaz de cumplir sus amenazas!

Cuando el peso de las palabras escritas en la carta de despedida que dejó


Araceli penetró en su cerebro con toda la tremenda fuerza de lo definitivo,
Agustín, por primera vez desde que tenía 25 años y dejó de embriagarse, sintió
deseos de ponerse borracho.

En los días que siguieron, el mundo se le vino abajo a Agustín. Tuvo que
aprender a vivir en una casa vacía que se ensuciaba sola y en la que nunca había
camisas limpias, ni comida sabrosa a ninguna hora.

Tuvo que reconocer que el polvo se estaba acumulando en todas las superficies
y se maravilló al pensar que todos estos años, la mano oportuna de Araceli había
sido la que había limpiado y pulido a tiempo para que él no viera lo que ocurría
inexorablemente en la madera de los muebles y el vidrio de las ventanas.

Y fue a través de la ausencia de Araceli que pudo comprender la magia que ella
había traído a su vida, durante casi 30 años de matrimonio.
El nunca había dado ningún pensamiento al hecho de que la casa fuera tan
cálida, que estuviera tan limpia; ni al milagro de que la ropa bien doblada
volviera a aparecer en los cajones con toda regularidad o que el refrigerador se
mantuviera siempre lleno de provisiones.

Son cosas que había dado por sentadas. Igual que dio por sentado el amor de
Araceli. Fue por esos días que dio en recordarla, con su eficiencia, con su
sensualidad y su alegría. Y sintió pena de haberla perdido y dolor por haber sido
tan soberbio de no pedir perdón a tiempo. Había cambiado talegas de oro por
cuentas de vidrio.

En su mente recordaba a la muchacha que conoció en Morelia. Su piel clara,


limpia, sus ojos brillantes. Ese olor a jazmín que siempre la seguía por donde
pasaba.

Araceli era como ninguna mujer que él hubiera conocido. Era segura de sí
misma. Contestaba directo, viéndote a los ojos. No creía en cuentos y tendía a
llamarle a las cosas por su nombre.

Eso fascinaba a Agustín que estaba acostumbrado a mujeres dramáticas, que se


colgaban de ti y luego, luego querían manipularte para hacer nido contigo.

Araceli se reía de las bromas que Agustín le hacía y lo que más le encantaba
era que siendo tan bonita como era, no era presumida. Parecía como si no
estuviera consciente del impacto que ella tenía sobre él.

Era como si no notara que cuando él la veía pasar sentía que una fuerza gigante
lo jalaba hacia su presencia de mujer joven; y sus ojos no podían desprenderse de
la sensualidad de sus senos y caderas que solo se veían interrumpidos por la
brevedad de su cintura.

Cuando ya estaban comprometidos, Agustín dio en ir a visitarla a su casa


llevando su guitarra. Con ella le daba, lo que la pareja acabó nombrando:
“serenatas privadas”.

Ahí, en la sala de la casa donde Benita y Araceli vivían dentro de los campos
de La Paloma, Agustín cantaba: “Conocí a una linda morenita y la quise
mucho....”

Tenía una voz bien timbrada que a Araceli se le hacía súper sexy.

¡Qué tiempos aquellos!, pensó Agustín regresando al presente y volviendo a


sentir un agudo malestar por el estado deprimente del hogar abandonado.

Pero la vida tenía qué seguir adelante y no sabía cómo enfrentarla sin su
esposa. Y se daba cuenta que nadie lo había preparado para este momento.

Tuvo que explicar a sus hijas que su madre había abandonado el hogar “sin
explicaciones”. Tuvo que pagar la luz y el teléfono después que los cortaron y
recordar traer a casa leche, azúcar y otros alimentos básicos que ya no había
nadie que surtiera.

Y cuando ya no aguantó más, tuvo que irse a vivir al apartamento de Graciela


para tener quien le lavara la ropa y sirviera, por lo menos, el café de las mañanas.

Pero eso fue también un desastre porque Graciela estaba acostumbrada a estar
de adorno y no sabía nada de administrar un hogar.

Más bien fue la mamá de Graciela quien le dio un poco de orden a la vida de
Agustín. Fue ella quien resolvió el misterio de la proporción de agua-café y lo
recibía por las mañanas con un café de regular sabor. Fue la mamá quien le lavó y
planchó unas camisas que, con los meses, se fueron percudiendo, justo al igual
que Agustín que, sin Araceli, se sentía perdido.

Como al mes que Araceli se fue de la casa, el abogado llamó para hacer una
cita. Fue entonces que Agustín tuvo una brillante idea. “Antes de iniciar
negociaciones, exijo hablar a solas con mi esposa”, le dijo al abogado.

Para su enorme júbilo, el abogado llamó un par de días más tarde para
comunicarle que Araceli había aceptado reunirse con él.

Hicieron una cita. Agustín eligió un restaurante elegante al que alguna vez
fueron a celebrar un aniversario de boda, con la secreta esperanza de conmover el
corazón de su mujer.

El día de la cita llegó y un Agustín, más nervioso que un novio virgen en su


noche de bodas, vio llegar a una Araceli, rejuvenecida y todavía muy guapa, a
pesar de sus casi 50 años.

“¿Qué es esto de que te quieres divorciar?”, increpó con rudeza e internamente


lamentó sus palabras y el tono. Lo que en realidad quería decir era “Por favor,
perdóname y regresa porque ya me di cuenta que sin ti no la hago”.

Como quien explica una lección a un niño de primaria que no entiende, Araceli
procedió a recordarle a Agustín que la noche aquella de los besos públicos en el
cine, con la mujer equivocada, ella le había sentenciado que se iba a divorciar de
él cuando la hija menor se fuera de la casa.

Agustín escuchó estupefacto. Claro que se acordaba que Araceli le había


anunciado que esto iba a pasar, pero él pensaba que eran frases huecas.

Sin querer aceptar que Araceli tuviera derecho a cumplir con sus planes de
divorcio, Agustín insistió que ella regresara a la casa.

Cuando ella se negó, el siguió insistiendo. Incluso sugirió que si ella estaba
decidida a divorciarse, lo podían hacer “cada quien en su recámara”.

Pero Araceli se mantuvo firme. A la pregunta de “¿Qué vas a hacer ahora?”,


Araceli le comunicó que iba a trabajar con Benita, en la oficina de administración
de La Paloma.

Agustín la felicitó por tan bien pensada actividad y le aseguró que podía
llevarla a cabo desde el hogar que acababa de abandonar.

Como respuesta a esto, Araceli le informó que la casa donde ellos habían
vivido su vida de casados, al igual que el resto de las propiedades, se iban a
dividir entre los dos en el acuerdo de divorcio.

Agustín no se desanimó por las primeras respuestas de Araceli. Después de


todo, su éxito como vendedor había siempre consistido en saber escuchar para
obtener información que le permitiera convencer al cliente de comprarle.

Mientras la escuchaba hablar de los planes de divorcio, que su mujer había


organizado detalladamente, Agustín la miraba con admiración.

Araceli siempre había sido una mujer hermosa, pero ahora en su madurez, era
elegante, además de hermosa. Su cabello corto y su cutis luminoso. Los ojos de
pestañas largas no necesitaban maquillaje alguno. Tenían sus propias sombras que
los hacían ver un tanto exóticos. La boca pintada de rosa intenso resaltaba como
una flor encendida de color.

Con paciencia, Agustín fue rebatiendo todos los puntos de Araceli e, incluso, le
pidió perdón por su mal juicio años atrás, por su infidelidad y hasta le prometió
darle una indemnización a Graciela y sacarla para siempre de su vida.

“Te ruego que lo reconsideres”, dijo Agustín con su tono más convincente. “Te
he extrañado mucho y quisiera que volviéramos a ser una pareja feliz como lo
fuimos antes que yo hiciera lo que ahora me arrepiento de haber hecho”.

Araceli escuchó con sorpresa las palabras de Agustín. ¡Cuánto hubiera dado
por escucharlas aquella fatídica noche del desencuentro con él y su amante! Es
más, si Agustín hubiera tenido esta actitud durante los días en los que el dolor la
tuvo postrada en cama, sintiendo lástima por sí misma y empapando almohadas de
día y de noche, quizá no hubiera dudado en echarse a sus brazos y arrancar esta
hoja dolorosa de su historia.

“Agradezco tus palabras y tu oferta de regresar a casa”, le dijo Araceli e hizo


una pausa y se le quedó viendo. “Pero mi decisión ya está tomada y no tengo
ningún interés en regresar”, puntualizó.

Cuando Agustín agotó todos los recursos que se le ocurrieron y vio que aún así
Araceli seguía “montada en su macho”, le reprochó que, después de 10 años, ella
hubiera insistido en ejercer una venganza tan estúpida.

“En eso estás equivocado, Agustín. Esto no es una venganza, es un plan de vida.
Tú ahora vas a ser libre de casarte si así lo deseas, con Graciela o con quien se te
antoje, y yo haré lo mismo. Yo también quiero tener una pareja. Todos estos años
no lo hice porque mis hijas necesitaban la estabilidad de un hogar. Ya cumplí mi
compromiso con ellas, ahora es tiempo de hacer mi vida”.

“¿Que? ¡Cómo!”, preguntó Agustín sorprendido por los planes sentimentales de


su mujer.

Sólo de pensar en que Araceli pudiera tener otro compañero de cama, Agustín
sintió que la sangre le hervía. “No es lo mismo que yo lo haga a que lo hagas tú.
Yo soy hombre. ¿Cómo te atreves a hablarme así…? ¡Me estás faltando al
respeto…, eres una sinvergüenza, lo único que te importa es meterte en la cama
con cualquiera!”, empezó a gritar Agustín.

Araceli lo miró con ojos helados y sin ninguna expresión en su rostro. Sin
esperar más insultos, tomó su bolsa de mano. Con porte distinguido y paso
determinado, salió del restaurante y de la vida de Agustín.

Lo que siguió después de eso fue que Agustín le contó a todo el que quiso
escuchar, hijas incluidas, que su madre lo había abandonado para irse de
“aventurera”.

“Es una cualquiera y se está comportando como tal”, gritaba a voz en cuello
Agustín, cuya presión arterial atestiguaba el sofoco que la actitud de Araceli le
causaba.

Conforme las citas con el abogado y el juez avanzaban en los trámites de


divorcio, la indignación de Agustín crecía.

No perdía oportunidad para insultarla, más herido aún de verla sonriente, bien
vestida y con esa sensualidad que siempre tuvo, ahora, como buen vino, más
encendida en su madurez.

Las hijas vinieron a buscarla. Tanto Victoria como Roxana trataron de


convencerla que recapacitara porque no podían resistir ver sufrir a su papá

“Este es un asunto entre su padre y yo, que no voy a discutir con ustedes”,
contestaba Araceli con seco. “No me es posible darles explicaciones, pero tienen
qué confiar en mí, en que sé lo que estoy haciendo”.
En otras ocasiones era un: “Esta es mi decisión y tienen que respetarla”, la
única respuesta que Araceli les dio después de escuchar argumentos, súplicas y
hasta reproches de las hijas.

Araceli se mantuvo firme y los trámites del divorcio, para lamento de Agustín y
sus hijas, concluyeron meses después.

Los bienes de la pareja se repartieron equitativamente. La casa de las seis


recámaras se le quedó a Agustín, básicamente porque Araceli no la reclamó.

Para cuando todo terminó, un derrotado Agustín trajo a una jubilosa Graciela a
vivir al hogar que Araceli había dejado vacío. Graciela se sentía ahora la señora
y ama de la casa e instaló a su mamá en una de las recámaras para que se hiciera
cargo de la casa.

A los pocos meses, Agustín aceptó casarse con Graciela básicamente porque
ésta insistía en que debía llevar el apellido de él para ser respetada y aceptada
por sus hijas.

Pero el matrimonio no logró el propósito.

Las reuniones familiares ahora se celebraban en el condominio de Araceli, sin


Agustín, ni Graciela.

Las hijas dejaron de visitar la casa de las seis recámaras, la cual se veía cada
día más deteriorada y sucia. Ellas se quejaban de haber perdido el hogar de su
infancia.

Araceli no echaba de menos la casa ni nada del pasado. Ella tenía su mirada
puesta en otros horizontes. Gracias a su trabajo en La Paloma, se habían abierto
nuevas oportunidades de amistad y quizá, ¿por qué no?, hasta de romance.

Para consternación de Agustín, los rumores eran que últimamente Araceli había
estado saliendo con un viudo al que recién había conocido.
Agustín,
De México D. F. a Morelia, Mich, 1972

Destete de alcohol. Durante las primeras 24 horas de la desintoxicación alcohólica, se


debe administrar al paciente una cerveza clara cada hora. Se empieza con 12 onzas y
se va disminuyendo una onza cada dos horas. Al mismo tiempo se administra una
infusión de 7 Azahares, a razón de dos onzas por hora, entre cada cerveza.

El día que Agustín se internó en La Paloma para una desintoxicación


alcohólica, estaba a punto de cumplir 25 años y llegó cayéndose de borracho.

Nada más entró al cuarto que le habían asignado en La Paloma y se dejó caer
boca arriba en la cama. Las cuatro paredes giraban y se distorsionaban. Agustín
no podía sostener los ojos abiertos porque el cuarto andante lo mareaba más.
Pero tampoco podía tenerlos cerrados porque sentía que caía al vacío.

Gracias a Dios una enfermera estuvo ahí para acercarle una cubeta cuando
empezó a vomitar. Otras manos, que parecían más recias empezaron a desvestirlo.
Agustín quería hablar. Quería decirles que todo iba a estar bien, que él no
necesitaba ayuda. Que sólo se había tomado unas pocas copas para calmar los
nervios, pero las personas que estaban cerca de él parecían no entender las
palabras que él decía.

Cuando recuperó el sentido, varias horas después, la cabeza estaba punzando


con una intensidad Mayor, con “m” mayúscula. El estómago estaba revuelto y la
sensación de náusea era tan intensa que Agustín tuvo miedo de moverse. Un
escalofrío persistente le recorría el cuerpo.

Levantó una mano para quitarse el cabello de uno de sus ojos pero no pudo
dirigirla hacia su cara. La mano estaba tan temblorosa que le resultaba imposible
de controlar.

No sabía dónde se encontraba. De los muchos lugares donde había despertado


después de una borrachera, este no parecía familiar.

Poco a poco la memoria fue regresando. Estaba en La Paloma, un centro


naturista en Michoacán al que lo habían enviado su novia y su jefe con un
ultimátum: “o te atiendes o así te va”.

“¡Qué chingadera!”, exclamó para sus adentros al recordar que el programa de


desintoxicación duraba seis semanas. Iba a tener que quedarse recluido, sin beber,
en este lugar de mierda. La luz de la luna que se asomaba por la ventana le indicó
a Agustín que todavía era de noche. “Seguramente son las 3 o 4 de la mañana”, se
dijo, pensando que esa era la hora en que regularmente lo despertaba la necesidad
de echarse un trago.

La urgencia de beber era tan intensa que lo hizo levantarse. Esto no le hubiera
pasado si él estuviera en su casa, pensó. Agustín siempre tenía la buena
precaución de comprar con tiempo sus botellas de vodka (porque no “huele”). En
el carro acostumbraba traer tres o cuatro botellas nuevas. Y en la casa tenía
“escondidos” por varios lugares, incluidos la cocina, los baños, los clósets de
toda la casa y hasta en el jardín.

Este método de almacenar botellas lo empezó a seguir una noche en que al


momento de irse a dormir se dio cuenta que solamente le quedaba media botella
de vodka. En esos terribles instantes entró en un pánico que lo hizo levantarse a
buscar un lugar que vendiera alcohol por la noche. Fue horrible. Nada más de
acordarse le empezaban a sudar las manos de la desesperación. A partir del
siguiente día a esa fatídica noche, Agustín empezó a comprar su bebida por caja.

Pero esta noche no creía encontrar botellas escondidas en ningún rincón del
lugar. No recordaba si había llegado a La Paloma manejando. Lo dudaba, pero
aún así, abrió la puerta del cuarto tratando de orientarse en la oscuridad para
encontrar el estacionamiento. Sentía una desesperación, un desasosiego intenso.
Quería echarse a correr. Huir de este lugar donde lo habían recluido, pero el
cuerpo no le respondía.

Después que caminó unos pasos, encontró una puerta enrejada cerrada con
candado. A lo lejos se veía el jardín, una fuente y más al fondo, el
estacionamiento.

Agustín sintió alivio pensando que quizá lo habían traído en su propio coche.
Al ver cerrada la puerta empezó a jalarla, primero en forma tentativa y luego
con toda la energía que su desesperación le daba. Cuando vio que no cedía
empezó a patearla, echando maldiciones. Alguien trató de detenerlo, pero Agustín
se resistió. Pensó que le iban a impedir llegar a su automóvil y entonces lo
invadió una desesperación frenética. Y pateó y gritó y volvió a gritar, y pateó
más fuerte mientras cuatro brazos fuertes lo separaban de la reja.

Las luces se encendieron y escuchó pasos correr hacia él. Unas voces discutían
el mejor curso de acción mientras Agustín resistía con toda la fuerza de la que era
capaz, impulsado por una urgencia intensa de poner en su boca ese líquido
quemante que siempre lograba llevarlo a ese mundo en donde todo era perfecto,
aunque fuera por unas cuantas horas. De repente, mientras todo esto estaba
pasando, algo golpeó su consciencia. “¿Será que es cierto lo que dicen... de que
soy alcohólico?”

Agustín empezó a beber más seriamente cuando estudiaba en la Facultad de


Administración de Empresas. Antes de eso, en la preparatoria había
experimentado una que otra borrachera sin importancia. Pero en la facultad
descubrió que un poco de alcohol lo aliviaba del estrés. Si había angustia por
trabajos que tenía que presentar, unas cuantas cervezas le ayudaban a estudiar
mejor.

Junto con el título, Agustín recibió una mención honorífica. Durante la fiesta de
celebración todo fue euforia y diversión que duró por muchas horas de consumir
alcohol y recibir abrazos.

Al día siguiente, cuando despertó, Agustín sintió terror con el cambio de vida.
En esas horas de soledad y resaca, comprendió que ahora ya no era estudiante.
Ahora era desempleado y tenía que enfrentarse solo a la vida real.

Este era el momento oficial en que dejaba de ser dependiente de otros y pasaba
a ser un adulto de quien se esperaban resultados. Solo de pensarlo, Agustín sentía
un miedo que parecía complicado de vencer.

Para darse valor, Agustín, por primera vez en su vida, tuvo necesidad de beber
a solas para calmar la ansiedad. Afortunadamente, gracias a sus calificaciones
pronto encontró un empleo.
La “Empacadora San Miguel” le ofreció un modesto puesto de vendedor que le
permitiría, si cumplía metas de ventas, progresar a supervisor en pocos meses.
Agustín tomó el reto con gran entusiasmo. Armado de un entrenamiento interno en
el que sobresalió por su empeño, pronto salió a buscar clientes.

Cada mes, las metas de ventas se fueron cumpliendo. Agustín tenía un carácter
carismático que ganaba por igual cuentas pequeñas que cuentas nuevas
importantes en el territorio que tenía asignado.

Conforme la presión por cumplir metas aumentaba, el deseo por beber también.
El empleo resultó ser su aliado ya que Agustín podía empezar a beber a la hora de
la comida, cuando invitaba clientes. Nadie podía reprocharle que regresara a la
oficina oliendo a alcohol. “Es parte de mi descripción de trabajo”, explicaba
Agustín con gran satisfacción a sus amigos.

El puesto de supervisor llegó y con él nuevos retos, mismos que Agustín fue
cumpliendo eficientemente, claro, ayudado por litros y litros de vodka. “Sobre las
rocas, por favor, con un jugo de naranja a un lado”.

En pocos años llegó al puesto de gerente regional. Fue entonces que empezó a
viajar por la República Mexicana. Su poder de convencimiento y presencia
atractiva no sólo le servía para convencer clientes, sino también para conquistar
mujeres, pero ninguna duraba más allá de unas semanas. Pero ocurrió que en la
sucursal Guadalajara, Agustín conoció a Raquel, quien se convertiría en su
primera novia formal.

Raquel era una muchacha divorciada que era madre de una niña de un año.
Vivía con sus padres y de momento se mostró muy desconfiada de Agustín. Ella
había sufrido un divorcio difícil y estaba todavía en pleito con el padre de su hija
quien peleaba la custodia de la niña. Pero Agustín no se iba a dejar vencer
fácilmente.

Agustín fue paciente con Raquel. La enamoró con cenas, almuerzos y comidas
al principio del cortejo. En salones de baile y en bares cuando ya había logrado
que se hicieran novios. La pareja se veía una semana de cada mes, cuando
Agustín llegaba a Guadalajara en su recorrido mensual de las plazas que
supervisaba.

La pareja peleaba a menudo porque hasta la sucursal Guadalajara llegaban


rumores de las conquistas femeninas de Agustín que era considerado “un gran
partido” dados sus triunfos en el área de ventas y los buenos ingresos que recibía.
Raquel siempre acababa perdonándolo porque veía en Agustín el potencial de ser
buen esposo y padre para su hija.

En los años que siguieron, el noviazgo de la pareja continuó. Agustín tuvo dos
ascensos más. Uno a Gerente de la Zona 1, que ahora abarcaba medio país ya que
solamente había dos gerentes de zona. Y, a los 24 años, Agustín fue ascendido a
Gerente General de Ventas.

Para entonces, Agustín cargaba consigo botellas de vodka por todos lados y su
beber se había vuelto constante. El éxito económico estaba bien consolidado pero
las relaciones con Raquel estaban muy tensas.

Raquel le reprochaba a Agustín, además de sus infidelidades, su forma de


beber. Ella insistía en que él era un alcohólico que necesitaba ayuda y Agustín
contestaba: “Yo dejo de beber en el momento en que me lo proponga.... lo que
pasa es que no quiero dejar de hacerlo”.

Agustín pensaba que Raquel estaba fuera de la realidad. ¿Qué no se daba cuenta
que la única manera de tener buenas relaciones con los clientes? “Es gracias a mí
que la empresa ha prosperado hasta nivel de exportación” ¿Cómo podía pensar
Raquel que Agustín podía socializar con los clientes sin beber unas inocentes
copas?

¡Estaba loca si creía que ella podía gobernar sobre la cantidad de alcohol que
él podía consumir!

Sin embargo ocurrió que Gonsalvez, el dueño de la empresa, convocó a una


junta urgente de todos los gerentes regionales y de zona para el lanzamiento de
una nueva línea. La junta era a las 8 de la mañana y Agustín se presentó ebrio.

Esa madrugada lo había despertado la ansiedad de pensar en los asuntos


involucrados con la nueva línea. Sin poder dormir se fue a la cocina, “calmarse
los nervios”. Para cuando amaneció, Agustín ya había consumido una botella de
vodka de 3/4 de litro.

Cuando llegó a la junta él pensaba que estaba a “cargo de la situación”. Todo le


parecía bajo control. Caminó despacio al salir de elevador, con porte que él
consideró sereno y hasta altivo para que las secretarias no notaran que estaba “un
poco pasadillo, jeje”, dijo para sus adentros.

Cuando llegó a la sala de juntas donde ya estaba la sesión en pleno, trató de


abrir la puerta pero por alguna razón extraña, no se acordaba para qué lado se
giraba la perilla. Hizo un esfuerzo de girar la perilla para un lado y para otro y de
jalar la puerta con fuerzas hasta que sintió que alguien la jalaba hacia adentro.

El impulso de quien jaló la puerta hizo que Agustín se fuera hacia adelante y
cayera a todo lo largo a los pies atónitos del gerente de la Zona 2.

“¡¿Todo bien?!”, dijo medio asustado y medio pidiendo disculpas el de la Zona


2. “Disculpa, no me di cuenta que estabas tratando de abrir la puerta”, añadió
mientras lo ayudaba a ponerse de pie.

Agustín se levantó medio aturdido y con dedos torpes trató de cerrar el saco de
su traje. Fue en ese momento que se dio cuenta que había olvidado ponerse los
pantalones.

Un silencio atónito cayó sobre la sala de juntas el cual fue roto por unas pocas
risas reprimidas. La mirada dura de Gonsalvez se posó sobre el de la Zona 2 y le
dijo: “Acompañe a Agustín a su casa, por favor”.

Agustín quiso asegurarle a Gonsalvez que no había necesidad de tanto. Que en


realidad todo estaba bajo control, pero las palabras se le escapaban y lo que
parecía perfectamente claro, de momento se volvía confuso.

Abrió los ojos grandes, parpadeó y trató de mantener el equilibrio.

Quiso extender la mano para despedirse correctamente de Gonsalvez, pero a


duras penas podía enfocar la mirada y no lograba ubicarlo en el cuarto.
El de la Zona 2, “¿Cómo se llamaba?”, lo quiso jalar hacia afuera del cuarto de
juntas, pero Agustín se resistía a irse así, sin ninguna explicación. En eso se
levantó el de la Zona 1, ¿O era el supervisor de la 2c? para ayudar al de la Zona 2
a sacar a rastras a Agustín.

Mientras era transportado al estacionamiento de la empacadora los


pensamientos de Agustín no estaban centrados en las posibles consecuencias de la
escenita que acababa de dar en la sala de juntas. Ni en ponerse sobrio, encontrar
un pantalón y regresar a pedir disculpas. Por otro lado, no le preocupaba que la
junta que había traído a supervisores y gerentes de toda la república, fuera para
que él presentara un producto nuevo.

Tampoco recordó que había olvidado preparar copias de la estrategia de


mercado acordada para el lanzamiento. No, su mente no estaba pensando en nada
de eso, sino que estaba haciendo un esfuerzo supremo por acordarse del lugar
donde había dejado su reserva de botellas de vodka. Nada más de acordarse de
esa preciosa caja que estaba seguro tenía escondida en algún buen lugar, la boca
se le llenaba de ansia y el cuerpo de anticipación.
Benita,
Morelia, Michoacán, 1954

Desintoxicación del hígado. Hierva dos onzas de diente de león recién cortado en 16
onzas de agua. Deje hervir hasta que se consuma la mitad del líquido. Deje enfriar.
Cuele. Agregue una onza de tintura de rábano picante. Administre una cucharada cada
hora para estimular un hígado lento.

El Centro Naturista La Paloma fue fundado por Benita en 1954 en un rancho en


las orillas de Morelia, en el estado mexicano de Michoacán. La idea era ofrecer
un lugar de desintoxicación a base de plantas, frutas y terapias naturales a
personas que sufrieran cualquier tipo de padecimiento o, como ocurrió con la
práctica, que simplemente quisieran venir a desestresarse, rejuvenecerse y
limpiarse de toxinas.

En aquella época Benita tenía 28 años. Era una “quedada”, según los estándares
de su época, cuyos conocimientos de naturismo habían sido aprendidos de su
abuela, de quien conservaba una libreta donde estaban anotadas las fórmulas en
orden alfabético por enfermedad.

A la libreta de pasta gruesa, titulada simplemente “El Yerbario”, Benita fue


agregando sus propias observaciones. En algunos casos también anotaba los
resultados obtenidos con tal o cual paciente. Con los años, la portada de El
Yerbario se fue gastando y las páginas se fueron poniendo amarillentas y captando
manchas de dedos presurosos que hurgaban sus páginas frente al enfermo. Toda
esa pátina de historia le fue dando un halo de leyenda entretejido con dones
milagrosos.

Durante los primeros años de operación, Benita se instaló una casa que heredó
de su abuela, la dueña original de El Yerbario. Ahí adaptó las cuatro recámaras
con dos camas cada una. La sala se convirtió en sala de recepción, la cocina en
laboratorio de remedios y alimentos naturales y los baños fueron adaptados con
tubería de vapor para hidroterapia.

El primer paciente que contrató los servicios de Benita fue un enfermo


desahuciado que provenía de una de las familias más acomodadas de Morelia.
Néstor, se llamaba, y tenía un problema en el hígado que los doctores no habían
podido diagnosticar. No era cirrosis, no era hepatitis, no era esto ni era aquello,
pero el pobre Néstor que entonces tenía 24 años, se iba secando porque su hígado
no estaba trabajando.

Cuando llegó a La Paloma, su familia compuesta de mamá, papá y cinco


hermanas, no tenía ninguna esperanza de verlo recuperarse, pero estaban
dispuestos a pagar a Benita para que lo cuidara durante las pocas semanas de
vida que el médico especialista había asegurado que le quedaban.

Benita estaba encantada de haber recibido a su primer paciente. Y no teniendo


nada más qué hacer, se dedicó en cuerpo y alma a atenderlo.

El primer día que Néstor pasó en La Paloma, estaba tan postrado que ya no
aceptaba comida y solamente dormía.

Benita le administró un vaso de agua tibia cada hora sin interrupción durante
las 24 horas del día. El segundo día, gracias al agua, Néstor abrió los ojos y
mostró un poco de interés por conocer el lugar donde se encontraban. Animada
con los resultados, Benita procedió a administrarle un vaso de agua tibia cada
hora y, media hora después, medio vaso de jugo de manzana.

Día y noche Benita durmió en la cama de al lado, en el mismo cuarto, y


despertó a tiempo de administrarle los líquidos.

El tercer día, la dosis de jugo de manzana aumentó y Néstor empezó a pasar


más horas despierto. Junto con el agua y los jugos, durante el día, Benita le
administró a Néstor varias técnicas de hidroterapia. Le dio masaje en el vientre
para estimular la circulación y le puso compresas calientes y frías en el vientre y
la espalda baja, para desinflamar los órganos internos.

Diariamente, al menos una de las hermanas de Néstor venían a visitarlo


acompañados de mamá o papá. Ellos llegaban con cara de espanto, esperando
recibir indeseadas pero fatales noticias de Benita. Después de ver a Néstor, vivo,
y con un poco de mejor color, se iban de La Paloma más calmados, pero sin
atreverse a echar campanas a vuelo todavía.
Al quinto día de agua y jugos, Benita empezó a dar sopa de vegetales a Néstor y
a administrarle un té de yerbas amargas, para estimular el hígado.

Fue hacia el día 10 que Néstor se levantó por sí solo de la cama y caminó unos
pasos hasta el jardín, donde se dejó caer exhausto por el esfuerzo. Ese día fue
jubiloso para la familia que vino a visitarlo y lo encontró mirando al horizonte
como quien descubre por primera vez que el mundo tiene nubes y montañas.

A los 21 días, Néstor había recibido purgas y lavados intestinales que le


ayudaron a expulsar unos cálculos biliares que se veían horribles pero que le
parecieron hermosos a la mamá de Néstor, quien expresó su alivio llorando a
lágrima abierta.

“Gracias por devolverme a mi único varón”, gritaba la madre inconsolable y


entre baba y moco abrazaba a Néstor y le mojaba el hombro desvergonzadamente.

Para estas alturas Benita estaba exhausta. Afortunadamente Néstor había


recuperado la fuerza suficiente para poderle suspender los líquidos durante la
noche. Esto permitió que tanto Benita como Néstor pudieran reposar de corrido 8
horas durante las cuales conciliaban un sueño profundo que les ayudó a reparar
las fuerzas de la enfermedad a él y de los cuidados médicos a ella.

A pesar de la mejoría, Benita no abandonó la cama junto a Néstor. Se sentía


responsable de su único enfermo.

Durante las noches, antes de dormirse, cuando ya Néstor estaba recuperando su


fuerza, Benita y él se contaron sus vidas. Se platicaron sus sueños. Se rieron de
tonterías y se hicieron grandes amigos.

Néstor pasó de la sopa de vegetales al caldo de pollo, mientras le contaba a


Benita que siempre había deseado irse de bracero a Estados Unidos.

Ninguno de los dos jamás había cruzado la frontera norte, pero en las noches de
pláticas, ambos se maravillaban de las cosas que habían oído del país vecino.

Que si te pagan por hora, que si el dinero se gana fácil, que si hay mucho
mexicano viviendo en Los Ángeles, que si será difícil conseguir una visa.
Al cabo de dos meses Néstor había recuperado totalmente su fuerza. Eso lo
supieron ambos un día que Benita le estaba administrando los masajes en el
vientre y Néstor respondió con una erección.

Ese día Benita dejó de darle masajes en el vientre por el día, y se mudó a su
cama por la noche. El mes que siguió fue de luna de miel para la pareja.

Néstor empezó a ganar peso y confianza en sí mismo. Y Benita mostraba el


brillo de la mujer que ha sido amada. Ambos se veían radiantes.

Los papás de Néstor se dieron a sospechar que algo estaba pasando ahí que ya
no era tan terapéutico que digamos.

La mamá, sobre todo, no estaba dispuesta a que esta mujer se apropiara de su


único hijo varón, el menor de los seis que ella había parido. “No, Señor”, se dijo.
“Esta lángara no me lo va a quitar”.

Así que una mañana se presentó la familia en pleno a reclamar a su ex-enfermo.

Con ceño agrio, las cinco hermanas y la madre que ahora compartían el secreto
de la pareja, pagaron a Benita por sus servicios, empacaron las cosas de Néstor y
se lo llevaron indignadas con un “gracias” muy seco y un portazo de despedida.

La recuperación asombrosa de Néstor dejó dos beneficios en la vida de Benita:


una hija que nació ocho meses después y una enorme fama como curandera que
llenó las ocho camas en el siguiente mes a la partida de Néstor.

Para el cuidado apropiado de su nueva clientela, Benita contrató tres


enfermeras para contar con ayuda las 24 horas del día. También contrató un
matrimonio para que le ayudaran con la limpieza, el mantenimiento y los
quehaceres de la cocina.

La Paloma estaba adquiriendo buena fama y Benita quería esmerarse en el


cuidado de sus pacientes.

Antes de que su embarazo fuera evidente, Benita se enteró que Néstor había
partido con rumbo al norte. Su familia le había regalado unos ahorros, ropas
nuevas, boleto de autobús y la bendición para que emprendiera el sueño de su
vida y se olvidara de “esa aventurera que lo había enredado”.

Cuando la panza le empezó a crecer, nadie en el pueblo tuvo la menor duda que
ese “milagrito” había sido por obra y gracia del recuperado.

La familia de Néstor fingía no saber nada, no entender nada y sobre todo, no


reconocer nada. Ellos tenían miedo que Benita quisiera reclamar herencia para
“su hija bastarda”, o que quisiera aprovecharse de la posición social de la familia
para “hacerse la importante”.

En cuanto a la familia de Benita, que eran papá, mamá y una hermana, jamás le
reprochó nada. Por el contrario: cerraron filas para protegerla de las malas
lenguas.

A Benita nada de esto le importaba. Ella estaba floreciendo tanto en su negocio


como en su cuerpo.

El embarazo transcurrió sin molestia alguna. Era como si Benita hubiera nacido
para ser madre. Su cutis se veía radiante y su cuerpo redondeado mostraba, sin
vergüenza alguna, un vientre que se fue agrandando poco a poco, gracias a la
inminente vida que crecía adentro de ella.

Como si el embarazo le diera una súper fuerza, Benita siguió trabajando con
gran dedicación para atender a sus nuevos clientes.

Así pasó aquel verano con esas lluvias torrenciales que mojan la cantera rosa
de los edificios de la Morelia colonial. El otoño con sus atardeceres rojos dio
paso al invierno de aquel año, durante el cual, el cuerpo de Benita llegó al punto
de madurez necesario para producir una nueva vida.

La hija de Benita, Araceli, nació en La Paloma la madrugada del primero de


enero, con el año nuevo de 1955. El parto fue un parto natural, gozoso y rápido.
Fue asistido por Teresa, la enfermera-partera que entraba a trabajar en el turno de
la media noche.
El hecho que Araceli fuera niña fue un alivio para la mamá de Néstor quien
para sus adentros pensaba que si el fruto de ese pecado hubiera sido niño, ella
hubiera tenido que dar su brazo a torcer y reconocer al hijo de su hijo como parte
de la familia.

“¿Pero una niña?... nah... ¿quien la quiere”, se dijo y archivo en su mente el


hecho de que su hijo era ahora padre y ella abuela de la hija de Benita.

Néstor jamás le escribió desde Estados Unidos a Benita. Por los comentarios
de algunos de sus empleados, Benita supo que Néstor había llegado a Fresno y
que había encontrado trabajo en la pizca del campo. “Gana muchos dólares”, le
contó una vez la cocinera de La Paloma. “Y dicen que ya encontró una novia por
allá y se arrejuntó con ella”, agregó rápido y luego volteó a ver la cara de Benita,
tratando de descubrir señales de agravio.

Pero Benita no sentía agravio alguno. Ella se entregó a Néstor sintiéndose una
solterona sin remedio. Para ella el asunto de haber “conocido hombre” y
“resultado con domingo siete” eran dos milagros maravillosos.

Lo de ella y Néstor había sido calentura, nunca amor. Eran dos buenos amigos
que perdieron juntos su virginidad y que gozaron muchas noches de placer, pero
nada más.

La maternidad le había dejado a Benita las caderas bien redondeadas, los


pechos más llenos y esa seguridad mezclada con conocimiento de la vida que le
daba una mayor profundidad y empatía en su labor de curandera.

Un día, cuando Araceli tenía cinco años, Benita iba entrando al mercado
cuando encontró de frente a la mamá de Néstor. Al ver a la niña, la mujer se llevó
una mano al pecho y jadeó por la sorpresa de ver el rostro de su hijo totalmente
reproducido en una carita pequeña. Ojos grandes, nariz respingada, boca de
labios gruesos y pelo rizado. Araceli le había copiado todo detalle genético al
padre. “Imposible negarla”, pensó la mujer y se apresuró a alejarse del lugar.

Benita solamente sonrió. “Esta niña no es de Néstor”, pensó al verla tan


agitada. “Esta niña es mía, sólo mía”.
La gente local creía que Benita era capaz de sacar adelante al más enfermo de
los enfermos porque se rumoreaba que el espíritu de su abuela la asesoraba con
conocimientos de hierbas y pócimas. Sus pacientes habían notado que Benita
parecía “hablar” con alguien mientras auscultaba a un paciente.

Como aquél día que tenía frente a sí a Jacinta, la hija de doña Panchita, cuyo
rostro estaba lleno de un persistente acné que empezó en la adolescencia y siguió
hasta casi los 30 años. Después de verla, Benita empezó a bajar de su estante de
hierbas, frascos de los cuales pesaba y separaba cantidades para ponerlas en un
frasco aparte.

Mientras lo hacía, tanto Jacinta como Panchita, juraban que la escucharon decir
cosas como: “Si, si, ya puse caléndula, pero le voy a agregar cola de caballo
porque ella necesita minerales”, o “Si, no se me olvida, pero la sábila va en la
fórmula para limpieza intestinal”.

Gracias a la fama de La Paloma, Benita fue ahorrando dinero del ingreso


constante que le dejaban sus pacientes. Fue así como compró un terreno de varias
hectáreas adyacente al lugar donde operaba. Ahí construyó un centro de reposo
con 30 cuartos. Unos dobles, otros privados. Canchas deportivas, baños de vapor
y sauna, un centro de recreación y una enorme cocina de donde salían los
remedios para curar a sus pacientes y una línea de gotas que Benita fue colocando
en tiendas de abarrotes y farmacias.

En una orilla del terreno, Benita construyó un mini apartamento. Cocineta,


recámara y una pequeña estancia. Ese lo destinó para sí misma, para cuando
quería aislarse del trajín de La Paloma.

Benita nunca quiso casarse con ninguno de los muchos hombres que la
pretendieron, pero sí aceptó a algunos de ellos en su cama. Era fiel al hombre en
turno mientras duraba la relación. “Sin promesas y sin dramas”, especificaba ella.
Y ellos aceptaban. Cuando alguno quiso empezar a ponerse serio y pretendió
hablar del futuro, Benita terminaba la relación.

Ella no quería darle un padrastro a su hija y mucho menos quería tener un


hombre a quien atender. Ella estaba casada con La Paloma y no tenía interés ni
energía para nada más.
Araceli creció entre pacientes y enfermeras. Desde pequeña fue entrenada para
ayudar a su mamá en la administración diaria del lugar, pero participaba en forma
renuente. Nunca mostró interés real por el lugar.

Benita le mostraba El Yerbario a Araceli y le hablaba de recetas para tal o cual


enfermedad, fórmulas exclusivas registradas en el libro, como tratando de
infundirle el respeto por las recetas de su abuela y el amor por sanar al prójimo
que ella misma sentía, pero Araceli era inmune a estos menesteres.

A ella no le gustaba la medicina. A ella le gustaban los negocios y eso lo


demostraría ampliamente en los años venideros.
Roxana,
Santa Ana, CA, 1993

Remedios homeopáticos contra los celos. El odio mezclado con celos se debe tratar con
Apis Mellífica para aquellos que tienden a ser controladores y pueden ser muy irritables
cuando se les contradice; con Lachesis, para aquellos que no tienen piedad por su
enemigo y que son capaces de herir al objeto de su odio; o con Sulphur para aquellos
que tienen un fuerte sentido de justicia y anhelan ponerse a mano con el objeto de su
odio.

Roxana tenía seis años el día que regresó a casa con una nota de la maestra
diciendo que ella necesitaba trabajar más en sus tareas.

Al ver la nota, Agustín, su papá, dijo: “Deberías aprender a tu hermana. Ella


siempre deja lista sus tareas antes de salir a jugar”. Ese fue la primera vez que
ella notó que juntas esas dos palabras, “deberías” y “hermana” pesaban como una
losa al cuello y sabían agrias como limón y amargas como su cáscara.

Esos primeros “deberías ser como tu hermana” causaron sentimientos de


ineptitud en Roxana. Ella se sentía avergonzada de no ser suficientemente buena
ante los ojos de su papá.

Cada comparación dejaba en Roxana una determinación de superarse que no


duraba más allá de unas horas. Al día siguiente, cuando estaba en el salón de
clase, pensaba que debía poner atención para no perderse ni un detalle de lo que
hablaba la maestra. Pero pensando en que necesitaba poner atención, no ponía
atención en realidad y al final del día salía sin haber entendido ni aprendido nada
nuevo.

Su pobre rendimiento en la escuela le causó constantes problemas con Agustín.


“Quítate de aquí, no quiero verte”, le dijo un día haciéndola a un lado. “No pones
atención y así no vas a llegar a ningún lado”.

Esas eran las frases más repetidas en cada ocasión que Roxana traía malos
resultados.
Agustín tronaba los dedos y señalaba la puerta. Roxana salía de la recámara de
sus padres con la carita roja y los ojos inundados de llanto. “Mi papá no me
quiere” le decía a Araceli cuando la encontraba por algún lado de la casa.

Dejando a un lado lo que estaba haciendo, Araceli acercaba a sus brazos a su


hija y la consolaba. “Si te quiere mi amor, lo que pasa es que no está contento con
tus calificaciones”, decía Araceli tratando de separar el pecado del pecador.

La situación nunca cambió, solamente fue haciéndose más aguda.

Un día que Agustín supo que Victoria había sido nombrada “Estudiante del
Mes” en el boletín de la escuela, Roxana lo vio reír y felicitarla con mucho
aspaviento: “Pero mira nada más, qué lista que me salió mi hija…. jaja…” decía
mientras mostraba el boletín a algunos de los empleados de la carnicería.

Roxana contemplaba la escena desde lejos y su corazón de niña sentía romperse


en mil pedazos. ¡Ah, cómo hubiera querido ser ella la que estuviera siendo
palmeada en la espalda en esos momentos!

Araceli trataba de compensar el desamor de Agustín consintiendo de más a


Roxana. La llamaba “mi muñeca” y le dedicaba más tiempo que a Victoria, pero
eso no calmaba el dolor de la niña.

Roxana aprendió a vivir con una añoranza de algo que no puede alcanzarse. Esa
aceptación incondicional de un amor que es capaz de ver por encima de cualquier
obstáculo y decir: “tú y sólo tú eres la elegida”.

Fue entonces que Roxana aprendió lo que era un corazón partido, sin saber en
realidad qué nombre adjudicarle a ese sentimiento parecido a una herida que le
apretaba el pecho y le provocaba apocamiento.

En ocasiones cuando la tristeza se le enredaba en los ojos y en el alma, Roxana


caminaba por la casona de los Olmedo, pegada a las paredes blancas y con la
mirada puesta en las lozas de barro del piso estilo rancho con que la casa había
sido construida.

La casa parecía inmensa a los ojos de la niña. El gusto por jugar en los jardines
donde sus padres habían instalado unos columpios y una casita de muñecas de
madera donde ella cabía completa, de pie, sin tenerse qué agachar, se había
perdido.

La cocina de la casa tenía un ventanal que daba a un patio donde Araceli tenía
plantados unos rosales en macetones de barro. En días felices la familia
almorzaba en una mesa con sillas y parasol que estaba estratégicamente colocada
entre los macetones. Eso era antes.

Pero desde que su mamá se había enfermado, el patio con los macetones ya no
se alegraba con risas. Las cosas habían cambiado y Roxana no entendía por qué.
Una noche despertó al escuchar a su mamá llorar con unos gemidos largos y tan
intensos que parecía que se le hubiera muerto alguien. Pero... ¿quién? Que Roxana
supiera, todos los de la familia estaban vivos y sanos.

Después de esa noche, su mamá pasó muchos días encerrada en una de las
recámaras de visitas que estaba pegada a la recámara de Roxana. Cuando ella
salía de su cuarto, alcanzaba a oír que su mamá lloraba y no sabía si entrar a
consolarla o dejarla que se le pasara. Una mamá triste es algo que Roxana nunca
había visto. Sin más qué hacer y sin nadie a quien preguntarle, muchos de esos
días Roxana sacó sus muñecas y se puso a jugar afuera de la recámara donde
estaba recluida su mamá, y ahí pasaba horas en las que nadie le prestaba atención.

Normalmente, Agustín pasaba frente a la niña y la recámara, caminando fuerte,


como si no existieran. Dos de esas veces Agustín se detuvo frente a la puerta y se
asomó. Una vez vio a Araceli y sin decir nada se fue. La otra vez dijo: “Si crees
que con esa actitud me castigas o me convences de algo, te equivocas” y se fue
dando un portazo. Lo que más sorprendía a Roxana es que su mamá que era bien
directa y energética, de pronto se había apagado y se quedaba sin contestar.

Habían pasado dos o tres domingos, Roxana no se acordaba bien, cuando un día
vio salir del cuarto a Araceli. Se veía muy pálida y las ropas no se le veían
bonitas. Parecían grandes para su cuerpo pero Roxana estaba segura que sí eran
blusas y faldas que había visto puestas en su mamá. Era raro verla así como
fantasma. La cabeza estaba gacha y las manos parecían temblorosas. Roxana
estaba intrigada. Sentía que debería estar contenta de ver a su mamá otra vez de
pie, pero algo en su intuición de niña le decía que ya nada iba a ser nunca igual en
ese hogar.

Y tuvo razón. Los días de felicidad despreocupada se habían acabado. La


rivalidad entre las niñas, que antes de la enfermedad de mamá era, digamos que
incipiente, después de la enfermedad se hizo aguda.

Esa enfermedad fue un parteaguas que dejó a dos adultos tensos, viviendo cada
quien su vida, sin prestar realmente atención al hecho que Roxana tenía bajo
rendimiento escolar y que su resentimiento hacia la hermana crecía como hierba
silvestre después de las lluvias.

En los años que siguieron Victoria siguió acumulando trofeos académicos y


atléticos, hechos que Agustín celebraba ruidosamente.

En cuanto a Roxana, la añoranza del amor no correspondido del padre, le pasó


de la mente al corazón y fue convirtiéndose en una rabia que si hubiera explotado,
estaba segura, hubiera hecho un hongo de humo que se hubiera podido ver desde
toda la ciudad o quizá más lejos, vaya usted a saber.

Esta rabia fue la que hizo que Roxana tomara el primero de los que serían una
serie de desquites. Fue algo simple, como tomar las tijeras y venir al cuarto de
Victoria a cortar en pedacitos los vestidos de “dominguear” como los llamaba su
abuela Benita.

Mientras oprimía las tijeras para sacar tiras de las telas bonitas, Roxana
pensaba: “esto es por el día que me jalaron las orejas por tu culpa”, y “esto es
por que tú piensas que yo soy tonta y no lo soy”… y… así hasta que escuchó los
tenis de Victoria subiendo las escaleras. Entonces corrió a esconderse en su
recámara antes que la descubrieran.

Pero no sirvió de nada. Nadie dudó ni por un instante quién era la responsable
del tasajeadero de prendas de vestir.

Al ver sus vestidos en el piso, Victoria empezó a llorar y gritar con tonos tan
agudos que atrajeron a Agustín, Araceli y hasta a Benita que estaba de visita
porque era el cumpleaños de Araceli y había venido a comer con la familia.
Ese día todo mundo estaba enojado con ella. Incluso Araceli que siempre la
defendía, frunció el ceño para regañarla. La castigaron sin salir de la casa por un
mes. Le dijeron “mala niña” y “eres una tonta si crees que te vamos a permitir
estos abusos”, pero a Roxana no le importó nada. Desde el sitio de la mesa del
comedor donde la habían sentado podía ver, atrás de los tres adultos que la
confrontaron, los ojos llorosos y la boca de lamento de Victoria que miraba con
dolor los pedazos de sus vestidos. A ratos los usaba de pañuelo y a ratos los
despegaba de su cara para contemplarlos y romper en más llanto. Y eso le dio la
mayor satisfacción que jamás había sentido en sus ocho años de vida.

El único terreno donde Roxana le podía ganar a Victoria era en el de la belleza.


O por lo menos eso era lo que aseguraba Araceli. “Tú eres la más hermosa de mis
hijas” le decía mientras le ponía moños en las colitas con que le encantaba
peinarla.

Así fue cómo Roxana aprendió que podía usar sus encantos para conseguir
reacciones positivas en los demás.

Cuando Victoria se graduó de la escuela preparatoria ya había sido aceptada en


una universidad privada, con una beca total. En cambio Roxana, después de
muchos esfuerzos, logró ser aceptada en un colegio local que estaba a dos horas
de donde vivían. La colegiatura del colegio, así como los gastos de hospedaje y
libros, fueron pagados por Agustín, quien gruñía: “esto es un desperdicio”,
mientras hacía los cheques.

El tiempo le dio la razón. Al cabo de un semestre, Roxana abandonó los


estudios y regresó a vivir a Santa Ana, donde consiguió un empleo en una agencia
de seguros de automóvil.

Esto último, probó ser la piedrita que desniveló la balanza, ya que la agencia
de seguros estaba a una cuadra del hospital donde acabarían trabajando Henry y
Victoria.
Jason,
El Salvador, 1988

Remedio homeopático para un corazón partido. El dolor por un amor perdido se puede
tratar con Calcárea Fosfórica cuando la persona no encuentra reposo en ningún lado;
con Aúreum Metallicum cuando hay una gran depresión y melancolía; o con Ignatia
Amara cuando hay episodios de suspiros y sollozos.

Jason hablaba español, y lo hablaba a la perfección, a pesar de no tener una


gota de sangre latina. La razón de tan buena fortuna fue que sus papás, misioneros
de una iglesia protestante, fueron asignados a llevar la palabra de Dios a El
Salvador, cuando su hijo mayor, Jason, acababa de cumplir cinco años.

Fue en un pueblo pequeño, llamado Acajutla en la provincia del Departamento


de Sonsonate, donde Jason asistió a la escuela primaria y a la secundaria, donde
aprendió a escribir y hablar el idioma español.

Los niños locales se deleitaban con este muchachito de ojos azules y cabellos
rubios que era más largo que todos ellos pero que con gran entusiasmo se unía a
todos los juegos callejeros.

Jason aprendió a comer pupusas y caldo de yuca, y a disfrutar cumbias y paseos


a nadar en el mismo Oceano Pacífico que bañaba las playas de Acajutla, y, más al
norte, las playas de su nativa California.

De sus padres aprendió compasión por los semejantes pero aunque no quiso
seguir sus mismos pasos de misionero.

Regresó a California cuando sus padres fueron asignados a un pequeño país en


África. Para entonces Jason ya estaba en edad de cursar el 9o. grado y fue así
como se fue a vivir a Santa Ana, California, con Mary Jane, su abuela materna.

La razón que Jason conoció a Benita fue porque ella y su abuela eran amigas y
porque su abuela no quería que Jason pasara los veranos “de vago”. Así que por
intervención de Mary Jane, Benita dio empleo al muchacho durante los meses de
vacaciones.
Fue La Paloma lo que hizo que Jason se enamorara de la medicina. Primero
entró a trabajar limpiando frascos y ollas en el área donde preparaban las gotas
de remedios caseros que Benita vendía en supermercados.

Con ella aprendió que el romero ayuda a recuperar la memoria, que el tomillo
es un excelente antibiótico y que las mujeres embarazadas no deben consumir
ruda bajo ningún concepto.

El segundo verano que Jason trabajó con Benita le pidió permiso de


acompañarla a hacer el recorrido con los pacientes. Ella, que ya se había dado
cuenta que el chico estaba infectado del bicho de la medicina, lo llevó
explicándole cómo se atendía a cada persona.

“Aquí tenemos personas realmente muy enfermas que vinieron traídas por sus
familiares, pero que ellas mismas dudan de estar enfermas o de que pudiéramos
sanarlas”, le explicó Benita cuando terminaron de recorrer la primera sala.
“También hay personas que no están enfermas del cuerpo y sin embargo necesitan
de nosotros para recuperar las fuerzas de su espíritu”, agregó. “Nosotros no
cuestionamos a nada. Solamente escuchamos y servimos para aliviar los males,
vengan de donde vengan”.

Benita le explicó a Jason que la mayor satisfacción que un médico puede tener
es la de ver a su enfermo levantarse en un cuerpo sanado “gracias a los cuidados
que le diste”.

“Para escuchar a un enfermo, le dijo, tienes que abrir tus oídos, tus emociones y
tu mente porque un dolor puede provenir de un lado diferente a donde el enfermo
dice que duele”, puntualizó la curandera.

Cuando el tiempo llegó de elegir carrera, la decisión de estudiar medicina ya


había sido tomada por el destino. Benita habló con Jason. Le dijo que ella estaba
dispuesta a pagar todos sus estudios si él estaba dispuesto a regresar a trabajar a
la clínica por lo menos durante cinco años después de graduarse. El trato se cerró
con un apretón de manos.

El muchacho partió a la escuela y doce años después, en el 2011, regresó, título


en mano, a cumplir su promesa.

Para Benita era obligatorio tener un médico titulado como responsable de la


clínica. En sus pensamientos ella deseaba que pasados los cinco años Jason
quisiera quedarse a cargo de la clínica ya que el Dr. Flores, el médico que
ocupaba el puesto desde los años 70s cuando la clínica fue fundada en California,
ya estaba viejo y deseaba jubilarse.

El primer puesto que Jason ocupó cuando regresó a trabajar a La Paloma fue el
de asistente del Dr. Flores. Durante dos años aprendió todo sobre la
administración del lugar que atendía a un promedio de 50 personas por día.
Algunas solamente venía a consulta, mientras que otras se internaban para
tratamiento que podía durar de tres días a tres meses o quizá más.

La clínica administraba remedios a base de hierbas, homeopatía, acupuntura y


otras disciplinas naturistas, incluida la limpieza profunda del colon a base de
lavados intestinales con infusiones herbales e hidroterapia.

El éxito de la clínica en Santa Ana tanto como en de la de Michoacán, era que


el lugar estaba rodeado de ventanales, flores, jardines, espacios acogedores y un
personal que era servicial, competente y cariñoso.

Raul Solís, uno de los clientes que acudía cada año puntualmente a
desintoxicarse y relajarse, se había aprendido la rutina que empezaba a las 3 de la
mañana, cuando una enfermera le despertaba para aplicarle una compresa caliente
en los riñones. La compresa, preparada con un compuesto de hierbas de fórmula
secreta de La Paloma, iniciaba un proceso de desinflamación y descongestión de
las vías urinarias. Raúl la recibía con agrado y volvía a quedarse dormido
sintiendo el calor reconfortante en su espalda baja.

Dos horas después, Raúl volvía a despertar para recibir un baño de agua fría en
su cuarto. La enfermera le hacía pararse sobre unas compresas heladas que
estimulaban puntos de acupresión en las plantas del pie. De ahí le pasaban toallas
heladas por el cuerpo desnudo para estimular la circulación. Al sentir la frotación
de agua helada por sus brazos levantados en algo y sus piernas firmemente
apoyadas sobre las toallas mojadas, Raúl sentía una corriente de energía reavivar
su cuerpo. “¡Ah, cómo extrañaba estas rutinas en los días de estrés que su empleo
le generaba!

Después del baño de agua fría, Raúl era llevado hasta los baños de vapor
donde pasaba media hora con los ojos cerrados y el cuerpo agradecido. Era como
estar de nuevo dentro del útero materno. Había calor, humedad y una sensación de
seguridad y confort incomparable.

Saliendo del baño de vapor, una o dos veces durante los cinco a siete días que
Raúl permanecía recluido en La Paloma, podía optar por una hidroterapia de
colon que nunca fallaba en dejarlo con una sensación maravillosa de purificación
intensa.

Una hora después de terminados los rituales de hidroterapia y ya vestido con


ropas holgadas y blancas, Raúl iba al comedor donde lo esperaba un desayuno a
base de frutas e infusiones herbales.

La mañana la pasaba haciendo meditación, yoga, o caminando por los jardines.


A veces se ponía a leer lecturas selectas. Otros de los pacientes de La Paloma,
simplemente se sentaban a disfrutar de los jardines.

A las doce del día, el almuerzo consistía en un plato de frutas, sopa y guisado,
todo preparado en La Paloma, con vegetales crecidos en el huerto propio. Para
estas horas, Raúl llegaba con buen apetito a consumir esta comida que tan famoso
había hecho al lugar. Los olores de especias que salían de la cocina se mezclaban
con el aroma de tortillas recién hechas y de otros aromas y condimentos. Esta era
la comida fuerte del día.

Durante la tarde los pacientes podían tomar nuevamente clases de meditación,


yoga o acudir a una sala de oración donde a menudo podían escuchar cantos que
le transportaban a un sitio donde sólo había esa anhelada paz que había venido a
buscar al lugar.

A las seis de la tarde se les ofrecía fruta, panecillos de miel, yogur artesanal e
infusión de hierbas para la cena.

Y a las ocho de la noche, todos los pacientes se iban a dormir, sin ver
televisión, ni usar teléfonos, celulares ni otros aparatos electrónicos. Su paz
espiritual y mental eran cuidadosamente respetadas. Esta era la parte que más le
gustaba a Raúl. El poder alejarse por unas horas de todo el mundanal ruido.
Gracias a este reposo, Raúl podía regresar a su vida cotidiana sintiéndose que
podía mover montañas y enderezar entuertos.

Al despedirse, Raúl acudía a felicitar a Benita, al Dr. Flores, o a Jason por que
el tratamiento recibido le había quitado toneladas de peso de encima de los
hombros y lo había hecho sentir como un hombre nuevo.

Jason era responsable de supervisar que cada paciente recibiera el tratamiento


requerido según su padecimiento. Algunos, como Raúl, solamente acudían a
desestresarse y a limpiar su cuerpo internamente.

Otros, sin embargo, venían con problemas de salud que no habían podido ser
resueltos con la medicina tradicional o que el paciente o sus familiares deseaban
que fuera atendido con terapias alternativas.

Todos los remedios eran naturistas. Las fórmulas herbales se preparaban en el


laboratorio de La Paloma. Las tinturas homeopáticas se traían de la ciudad de
México.

Este era un lugar que a Jason le daba paz. El servir a las personas que venían a
curarse a La Paloma le producía alegría. El trabajo que desarrollaba en el centro
naturista era un descubrimiento cada día porque Benita tenía remedios para los
más extraños de los síntomas.

A veces era necesario consultar el famoso Yerbario, pero la mayoría de las


veces Benita tenía en la punta de los dedos y de la boca la combinación de yerbas
o terapias que eran necesarias para cada paciente. Algunos casos se discutían
entre el Dr. Flores, Benita y Jason para crear una estrategia que sacara a cierto
paciente de una crisis.

Benita era una figura fuerte, amada y admirada por todos. Ella era una
combinación extraña de suavidad materna con una fortaleza física y emocional
que convencía a sus pacientes que no importaba cuán aguerrido el padecimiento,
Benita y La Paloma, podían sanarle.
Quizá fue por eso que el día que Jason supo que Benita había muerto se dejó
caer en un sillón, puso la cabeza en sus manos y lloró como si tuviera cinco años.

Minutos más tarde, cuando Victoria entró a su consultorio llorando


inconsolable, se sintió totalmente desarmado. Victoria había sido su compañera
de trabajo durante los veranos en los que Jason y ella colaboraban en la clínica.
Dejó de verla cuando ella se fue a estudiar enfermería y él medicina. Pero la
amistad estaba ahí y ahora que la veía tan hundida, entre los problemas del
divorcio y la muerte de su abuela, no sabía cómo consolarla.

En ese momento Jason comprendió que, a pesar de todo lo aprendido en la


carrera médica y todo lo que Benita le había enseñado en los años de trabajar con
ella, el no sabía cómo sanar un corazón partido.

Lo único que atinó a hacer fue abrazar a Victoria y llorar, junto con ella, por la
hermosa mujer que ambos acababan de perder.
Benita,
De Michocán a California, 1973

Epilepsia. Se ponen a macerar en 16 onzas de vodka, una onza de cardiaca, una de


esculetaria, y una de hierba de la chinche. Se dejan reposar por 14 días en lugar fresco
y seco. Se cuela. Se administra al enfermo de 10 a 20 gotas en un vaso con agua, tres
veces al día, según sea necesario para calmar ataques de epilepsia, temblorinas, mal de
san vito, estados de histeria y delirium tremens.

Corría el año de 1964 cuando Benita celebró los 10 años de fundada La


Paloma. La fama de la clínica hacía que le llamaran de toda la República
mexicana y también de Estados Unidos para preguntar si había espacio para tratar
tal o cual problema de salud.

Su mayor éxito era el poder ofrecer un oasis de reposo a personas cuyo sistema
nervioso estaba exhausto por la presión de la vida cotidiana.

Hasta la Paloma llegaban altos ejecutivos de empresas, artistas y gente del


pueblo. Benita jamás aceptaba o rechazaba pacientes en base a su situación
económica. Los adinerados pagaban altos precios por los servicios recibidos.
Los que no tenían dinero, recibían consulta o tratamiento a cambio de productos
del campo o de servicios, si es que podían proporcionarlos, si no, Benita se hacía
la desentendida y no cobraba nada. Su corazón de curandera estaba colocado en
el lugar correcto.

“¿Puedo entrar?” preguntó Lucha, una mujer que vivía en una pequeña vivienda
cercana a La Paloma. Con ella venía el hijo mayor de la mujer, Ramón, un
muchachito de 15 años que sufría de ataques de epilepsia tan intensos que lo
incapacitaban para ir a la escuela.

Lucha vivía con Ramón y dos hijos más y con un marido que trabajaba de
chofer en una línea de autobuses de pasajeros, lo cual hacía que estuviera fuera de
la ciudad seis de cada siete días. Los otros dos niños de la pareja eran sanos,
pero la enfermedad de Ramón era muy debilitante.

“Me dijeron que usted me podría ayudar”, explicó la mujer, cuyo cuerpo era tan
delgado como el de su hijo. Ambos parecían mal nutridos. Ambos tenían acné.

Benita los llevó de su oficina al consultorio y empezó a hacer preguntas sobre


la alimentación que recibía el adolescente. Así descubrió que la dieta de Ramón
consistía básicamente de alimentos dulces. “El azúcar para tu hijo es como
veneno”, explicó Benita. “Ramón necesita una desintoxicación de estimulantes y
verás que con eso se compone”.

Lucha explicó que no tenía dinero para pagar el tratamiento pero que estaba
dispuesta a trabajar en la clínica, en cualquier cosa que Benita le asignara. Así
pactaron un acuerdo y Ramón se quedó internado.

A base de alimentos crudos y jugos de vegetales, el personal de La Paloma


logró retirar a Ramón del azúcar y cortar su compulsión por consumir alimentos
dulces. A las pocas semanas, el acné de la cara del muchacho ya se había
limpiado y su energía estaba regresando en pleno.

A los tres meses que el muchachito fue dado de alta, los ataques de epilepsia
parecían haberse esfumado. Cuando ingresó, Ramón sufría de uno a varios
ataques por día. Cuando se fue, tenía más de dos meses sin registrar ningún
ataque.

Estos casos, más que el del artista que llegaba acompañado de asistentes, de
incógnito y se iba dejando grandes propias, eran mucho más gratificador para la
curandera.

Para la celebración del aniversario de 10 años, Benita ordenó una misa en la


Iglesia del Santo Niño de la Salud y la anunció en el periódico local.

Después de la misa, organizó una comida en los jardines de La Paloma, e invitó


al presidente municipal, a gente importante del lugar y a algunos de sus ex
pacientes que habían seguido en contacto con ella.

La familia de Néstor no fue invitada. Ni la mamá que para entonces había


quedado viuda, ni ninguna de las hermanas habían hecho jamás ningún intento por
acercarse a Benita ni a su hija Araceli.
Sin embargo, por algunos vecinos del lugar, Benita se había enterado que la
familia de Nestor se sentía envidiosa del éxito de la clínica. Ellas jamás pensaron
que a Benita le fuera a ir tan bien económicamente ni que su presencia en la
comunidad fuera a pasar a ser tan importante.

A la clínica de Benita habían acudido políticos locales y gentes de las familias


más adineradas de Morelia y eso era algo que las consumía de envidia porque los
papeles se habían invertido. Ahora era Benita la que tenía más dinero, más poder
y mucho mejor posición social que la familia de Néstor.

Para Benita esto no era importante. Ella nunca contestaba a los chismes ni se
molestaba en tomar en cuenta las constantes críticas que llegaban a sus oídos.

“¿Ya supo, doña Benita, que dice la hermana mayor de Néstor que Araceli es
una bastarda?” preguntó un día una mujer que surtía hierbas frescas para el vivero
de La Paloma. O “Doña Benita, le quiero decir yo, para que no se entere por otro
lado, que la mamá de Néstor asegura que usted abusó de su hijo y que por eso
ellos tuvieron que enviarlo lejos. Porque ellos bien saben que usted es cuatro
años mayor que él”.

Al escuchar los comentarios, Benita contestaba “uhu” o “ah”, pero no se


defendía y jamás agregaba nada más para no dar pie a que el chisme diera la
vuelta y regresara a ser alimentado de nuevo.

La verdad es que Benita sentía que su vida era tan plena y tenía un propósito tan
definido que no se ocupaba de nada que pudiera robarle su energía de servicio y
producción.

La idea de abrir una clínica en California surgió cuando empezó a recibir


llamadas de Estados Unidos preguntando si tenía una sucursal allá para recibir a
un enfermo.

El proyecto no era uno que pudiera realizarse inmediatamente, pero si era uno
que podía discutirse con su contador.

Así fue como se hizo un plan de negocios que tardaría 9 años en realizarse. La
nueva clínica permitiría a Benita distribuir sus productos de salud tanto en
Estados Unidos como en México, pero requería que se hicieran trámites ante las
autoridades de salud, para conseguir permisos de producción.

Durante los siguientes años Benita empezó a viajar a California para enterarse
de los trámites a seguir y para encontrar un buen lugar donde establecerse.

Se inscribió en clases de inglés y metió a Araceli a aprender el idioma, para


que ella pudiera desenvolverse en el nuevo país.

El mayor atractivo que Benita sentía para sacar a su hija de Morelia era que los
chismes no iban a poder alcanzarla. El panorama se abría y el mundo las esperaba
con los brazos abiertos.

En los años que siguieron al festejo de los 10 años, Benita ahorró dinero y
cumplió todos los requisitos necesarios para abrir la nueva clínica y para entrenar
al personal que se iba a hacer cargo de La Paloma en Morelia, la cual ahora había
sido nombrada La Paloma I, ya que la de Santa Ana, CA, iba a recibir el nombre
de La Paloma II.

En 1972, cuando Benita recibió a Agustín como su paciente, supo que una novia
de Guadalajara y un jefe de la ciudad de México, lo habían traído totalmente
contra su voluntad.

A pesar de haber entrado totalmente ebrio, Agustín juraba que no era alcohólico
y que él podía dejar de beber cuando quisiera.

Tres meses después, Agustín entendía que sí era alcohólico y que esta era una
enfermedad de la cual tenía que cuidarse por el resto de su vida.

Junto con el alcoholismo, Agustín perdió a la novia cuya necesidad de


perseguir una causa perdida hizo que ya no quisiera a este hombre redimido que
ahora no tenía nada qué perseguirle.

También perdió al jefe ya que éste, después de perderle el respeto, no estaba


dispuesto a darle otra oportunidad. Pero reconociendo su lealtad y los servicios
prestados a la empresa, además de pagar íntegro el tratamiento en La Paloma, le
mandó un jugoso cheque de liquidación junto con “sus mejores deseos porque
Agustín tuviera una buena y larga vida”.

La dedicación con la que Agustín se pegó a seguir su tratamiento en La Paloma


y con Alcohólicos Anónimos, hizo que Benita lo mirara con respeto y no pusiera
objeciones cuando vio que los ojos se le iban al ver pasar a Araceli.

El romance entre Agustín y Araceli empezó con timidez. Agustín salía por las
tardes a las juntas de Alcohólicos Anónimos y trataba de pasar por donde sabía
que Araceli podía estar estudiando o trabajando dentro de la clínica.

Al pasar cerca de ella, empezaba a cantar con una voz bien timbrada: “Novia
mía, novia mía, cascabel de plata y oro, tienes qué ser mi mujer”…

Al escuchar esto, Araceli se sonrojaba, bajaba la vista y sonreía como Mona


Lisa a pesar que su corazón daba un saltito medio doloroso, mezcla de dulzura
con añoranza.

Las noticias de que Benita pensaba llevarse a Araceli a vivir fuera de México,
no asustaron a Agustín. El estaba acostumbrado a viajar de plaza en plaza y a
conquistar terrenos y personas ajenas. Con tal de estar con ella, él estaba
dispuesto a viajar a donde fuera necesario.

Después que recibió las noticias de su despido, Agustín tomó un camión que lo
llevó de Morelia a Tijuana, cruzó la frontera y se fue a informar qué requisitos
eran necesarios para abrir un negocio cercano al terreno donde se estaba
construyendo La Paloma.

Afortunadamente para él, había escuchado que Benita estaba tramitando una
visa de negocios para poder radicar en California, así que ya tenía idea de lo que
tenía qué hacer.

Para cuando Benita y Araceli se mudaron a Santa Ana, Agustín ya estaba


instalado en su propio local. Había colgado un colorido letrero de “Carnicería La
Flor”, atendida por su dueño, y con orgullo paseaba por los corredores surtidos
de todo tipo de productos que los mexicanos radicados en el lugar, buscaban
nostálgicos de su tierra lejana.
Por su parte La Paloma II abrió sus puertas y en el primer día de operaciones
llenó todas las camas disponibles con pacientes tanto de la comunidad latina
como de la americana.

Dos meses después de inaugurada La Paloma II sucedieron dos cosas. Las gotas
medicinales de la línea de Benita empezaron a ser distribuidas en California y
Agustín pidió la mano de Araceli.

Ambos eventos se celebraron con una fiesta, la primera en la nueva patria.

Aquellos eran tiempos de gozo y crecimiento.


Henry,
Santa Ana, CA 2002

Dolores musculares. En baño maría se ponen 4 onzas de aceite de oliva, y se le agregan


1 onza de arnica y 1 de consuela. Por media hora se dejan en la estufa, a fuego, bajo
para evitar que hiervan. Se retira del fuego, se deja enfriar. El aceite se cuela y se
regresa al baño maría. Se le agrega 1 onza de cera de campeche hasta que se derrita.
Se retira del fuego. Se le agregan la 10 cápsulas de aceite de vitamina E. Se mezcla bien
y se vacía en un frasco limpio de boca ancha. Se aplica en los músculos adoloridos de
los atletas.

El día que Henry conoció a Victoria su cuerpo entero reaccionó al ver el


cuerpo muscular de la muchacha que estaba vestida con el uniforme de atletismo
de la escuela preparatoria a la que ambos asistían.

Victoria estaba sudada y tenía la cara llena de tierra porque iba regresando de
una carrera a campo traviesa. Por el cuello le bajaban gotas de sudor que venían
dejando un surco de tierra en su camino hacia los jóvenes senos de la muchacha.

A Henry eso le pareció sumamente erótico. No podía quitar los ojos de ella.
Victoria vio por el rabillo del ojo un muchacho alto, recién bañado, que venía
saliendo de la preparatoria y lo reconoció.

“¿Tú eres el hermano de Gina, la amiga de mi hermana Roxana, verdad?”


preguntó Victoria que se sentía medio en shock al ver la mirada de admiración de
Henry. Este no atinaba a responder. Victoria volvió a hacer la pregunta.

“Si, Gina es mi hermana. ¿Tú eres hermana de Roxana, y por qué nunca te había
visto?”, preguntó Henry mientras nivelaba su paso con Victoria.

“¿Qué no ibas ya de salida?”, preguntó Victoria al ver que Henry iba


siguiéndola de regreso hasta los vestidores donde pensaba tomar un baño antes de
irse a casa.

Ese día, Henry la espero a que terminara de bañarse y la acompañó hasta su


casa. Le pidió su teléfono y desde entonces empezaron a salir juntos.
La relación entre ellos era eléctrica. Ambos eran muy atléticos y físicamente
muy bien dotados. Ambos tenían hermosos cuerpos, bonito cutis y movimientos
gráciles. Hacían una pareja espectacular.

Para Henry la relación con Victoria fue seria desde el principio. Por alguna
razón el intuía que no podía seguir saliendo con todas sus admiradoras y
seguidoras si él quería conservar la relación con Victoria a la que consideraba de
“alto mantenimiento”.

Al año siguiente, cuando Victoria cumplió 18 años, sin anunciarlo a nadie se


escaparon a Las Vegas y desde allá les llamaron a sus papás para anunciarles que
se habían casado y que regresaban en tres días.

Fue algo sin planear. Ni siquiera sabían en dónde iban a vivir ni con quien.
Sólo sabían que ambos tenían planes de continuar los estudios y que no podían
vivir el uno sin el otro.

Cuando regresaron de Las Vegas, Araceli les ofreció un pequeño apartamento


en el área de Los Angeles, en uno de los edificios propiedad de ella y Agustín. El
apartamento, libre de renta mientras estuvieran estudiando, lo amueblaron con
cosas que compraron en tiendas de segunda y se sentían muy orgullosos de los
resultados.

Realmente no importaban las carencias. Ellos se encontraban en el apartamento


al salir de la escuela. Ambos ingresaron a UCLA.

Al graduarse de la preparatoria, Henry ya sabía que quería ser médico y


Victoria también quería serlo, pero esos eran sueños difíciles de realizar
considerando que la familia de Henry no contaba con recursos para financiarle la
carrera.

En las noches en que se quedaban platicando después de hacer el amor, esas


noches a oscuras en su pequeña recámara, con la luz de la luna que se filtraba por
entre las cortinas, la pareja se compartía sus sueños y planeaba cómo lograrlos.

Ambos eran muy prácticos y muy eficientes, así que decidieron que Araceli iba
a hacer carrera de enfermera para que pudiera apoyar a Henry en la carrera de
medicina. Durante los años que siguieron, la pareja trabajó en distintos horarios y
en ocasiones hasta en distintas ciudades con el objeto de avanzar en sus estudios.

El tener hijos por esos años era impensable. Ambos tenían tareas qué
necesitaban si querían llegar a ver cumplidas sus metas.

A los cuatro años de estudio, Victoria se graduó de enfermera y se regresó a


vivir a Santa Ana, en una casa que había pertenecido a la familia de Henry y que
ahora les pertenecía. Henry consiguió un internado en un hospital del Valle de San
Fernando por lo que la pareja solamente podía verse cuando Henry tomaba días
libres, lo cual ocurría dos o tres veces al mes, si bien les iba.

Ya en Santa Ana, Victoria pudo haber ido a trabajar a La Paloma, pero prefirió
irse a trabajar a un hospital del estado para tomar experiencia en un ámbito que
no fuera el de salud natural.

El centro médico donde trabajaba Victoria quedaba a una cuadra del lugar
donde su hermana Roxana era secretaria. En algunas ocasiones una fue a visitar a
la otra y otras ocasiones, ambas hermanas fueron a cenar con Henry y con Gina.

Tiempo después, cuando Henry veía hacia el pasado, se daba cuenta que la
relación entre el y Roxana ocurrió sin que ninguno de los dos se diera cuenta, por
lo menos así lo creía él, que algo estaba pasando.

Empezó por pláticas que resultaban divertidas porque Roxana era buena para
escuchar a otros. Hacía preguntas y escuchaba respuestas y volvía a hacer más
preguntas.

Roxana tenía algo que hacía que Henry se sintiera admirado e importante. No
era que jamás se hubiera sentido admirado e importante, no. De hecho siempre
había sido ambas cosas, tanto en su familia como en la escuela y en su profesión.
Pero Roxana tenía un no-se-qué-que-qué-se-yo, que hacía que Henry se sintiera
más admirado y más importante como nunca jamás antes se había sentido.

Roxana se sentaba frente a él con sus ojos grandes de color almendra, el


cabello largo y lacio y la boca ancha de movimientos sensuales, Henry se sentía
hipnotizado y, sin darse cuenta, hablaba y hablaba y seguía hablando de sí mismo,
de sus temores, de sus preocupaciones, de sus fortalezas y de sus debilidades.

Dicen que el amor no ocupa espacio. Por eso para Henry parecía ser natural el
estar enamorado de Victoria, con su cuerpo atlético y su mente enfocada en metas
a realizar y de Roxana, con su sensualidad voluptuosa y su mirada de estar
extraviada por el mundo.

Dos polos opuestos, ambos igual de atractivos. Victoria le hacía sentir a Henry
que todo era posible de lograr. Era la compañera ideal para escalar montañas. En
cambio Roxana le hacía sentir necesitado. Un caballero andante que rescata a una
damisela en apuros.

Henry jamás hizo nada por luchar contra los sentimientos que sentía hacia las
dos mujeres, porque en su mente siempre estuvo claro que Victoria era la esposa
y que Roxana era solamente un juego prohibido. Un amor platónico, idílico e
inalcanzable.

Pero ocurrió una tarde de lluvia, cuando estaban a punto de celebrar 9 años de
casados con su esposa, que al salir del hospital Henry se topó con Roxana que
venía llorando.

“¿Qué pasó?” le dijo y trató de alcanzarla, pero Roxana continuó corriendo sin
contestar. Henry corrió atrás de ella y la detuvo. Roxana trataba de sacar las
llaves de su bolsa pero no las encontraba. Henry le quitó la bolsa de las manos y
la abrió, encontró las llaves, colocó a Roxana en el lado del pasajero y se subió
del lado del chofer.

“A dónde te llevo”, le preguntó. Como Roxana siguió llorando sin contestar,


Henry empezó a manejar por la ciudad, sin interrumpirla. Cuando por fin la vio un
poco calmada, le preguntó: “¿Estás bien?”.

“Un compañero de trabajo me atacó”, dijo Roxana y relató cómo había sido
arrinconada contra una esquina y manoseada por un hombre casado que era
cuñado del dueño de la agencia de seguros en la que trabajaba.

“Mi jefe se dio cuenta y me defendió”, siguió relatando la muchacha entre hipo
y llanto. “Mi jefe lo corrió de la empresa y le dijo que diera gracias que no
íbamos a llamar a la policía para que su hermana no se enterara”, dijo y agregó
que a la hora de la salida, el tipo estaba esperándola para insultarla y amenazarla.
Roxana se había asustado, se había echado a correr y fue entonces que Henry la
encontró.

Esa noche, Henry sintió dolor al verla sufrir y apretó los puños de impotencia
al recibir el golpe despiadado de los celos. No podía resistir que alguien la
hubiera tocado. ¡Era inaceptable que un estúpido hubiera querido abusar de ella!

Esta necesidad tan intensa de protegerla le hizo entender a Henry que estaba
enamorado de la muchacha. Este sentirse territorial respecto a ella le movió a
desear abrazarla y besarla y afirmarle que nada le iba a pasar mientras él tuviera
vida.

Fue así como la llevó a su apartamento y con ternura le acarició sus mejillas y
la besó con delicadeza. Y lo que había empezado como un acto de ternura, de
pronto se convirtió en un deseo infinito de posesión. Sin dejar de mirarla a los
ojos, le fue quitando las ropas mojadas y le hizo el amor por primera vez.

Fue una entrega agridulce, llena de ternura y a la vez de desesperación. Al


terminar de amarse se quedaron abrazados confesándose su amor mutuo a la vez
que se repetían que este era un amor imposible.

Con el sabor de la renuncia, volvieron a hacer el amor, a modo de despedida.

Ambos se juraron que no lo volverían a hacer y que esto que había pasado tenía
que quedar en secreto.

Pero ninguno de los dos cumplió. A partir de entonces, pretextos les faltaban
para encontrarse a solas en el departamento de Roxana.

No fue difícil, considerando que los turnos de Henry y Victoria eran muy
diferentes, lo que hacía que uno estuviera libre mientras el otro estaba ocupado.

Y así hubieran seguido por el resto de sus vidas, si Henry pudiera opinar, pero
la decisión con cuál de las dos hermanas quedarse, fue tomada el día que Roxana
anunció que estaba embarazada.
Henry, que ya estaba listo para ser padre desde hacia un par de años, no sintió
remordimiento, ni temor al escuchar la noticia. Lo único que sintió fue un poco de
dolor al pensar en que tenía que dejar a esa magnífica compañera que había sido
hasta ahora Victoria.

Durante unas tres semanas trató de darle la noticia. En persona, por teléfono,
por texto, en la clínica, en la casa, caminando por la calle…. pero jamas lo hizo.
Lo cierto es que nunca encontró cómo hacerlo ni cómo suavizar la situación.

Al final, tomó el camino del cobarde. Hizo un plan, se lo comunicó a Roxana,


pidió permiso de faltar al hospital por dos meses, compró boletos de avión y
escribió una carta artes de abandonar el hogar matrimonial.

“Querida Victoria,
No se ni cómo empezar esta carta de despedida. Lo haré, del modo más
directo: me enamoré de Roxana y me voy con ella. Por favor perdóname. Jamás
hubiera querido hacerte daño. Tú has sido una excelente esposa y no tengo
ninguna excusa para hacer lo que hice. No fue planeado. Lo lamento mucho.
Henry.

P.D. Saqué el 50% de nuestros ahorros y todo el dinero que había en la


chequera. Puedes quedarte con mi sueldo que depositan el próximo viernes. El
siguiente sueldo ya lo depositarán en una cuenta en la cual ya no tendrás
acceso”. H.
Roxana
Santa Ana, 2014

Náusea. Se prepara una infusión de hinojo con jengibre. Se vacía la infusión en un


recipiente para preparar cubos de hielo. Se mete al congelador. Se usa un cubo de la
infusión congelada para calmar el estómago cada vez que se sientan nauseas de
embarazo.

Roxana se embarazó una tarde que ya había decidido dejar a Henry. Hacía
varios días que ya no lo había visto. Lo estaba evitando. Dejó de contestar sus
llamadas y solamente le mandó un texto pidiéndole que no la buscara más.

Ella sabía perfectamente que hacer el amor con el esposo de su hermana era un
No, con “n” mayúscula. Ya lo habían hecho muchas veces por varios meses pero
todo tiene un final y este era el final de este amor prohibido, —aunque la frase
sonara súper trillada, que la hacía inmensamente feliz y a la vez inmensamente
triste.

Durante esos interminables días de la renuncia, Roxana sentía un dolor


agridulce en su corazón cada vez que se acordaba de Henry, que era más o menos
cada 10 minutos porque no podía sacarlo de sus pensamientos.

Con nostalgia repasaba las lánguidas horas que habían disfrutado a solas. La
avidez con la que exploraban sus cuerpos. El dolor de la pérdida cada vez que él
se iba de su apartamento para irse a reunir con Victoria. Los celos de pensar que
ellos estarían juntos. Y los auto-reproches que Roxana se hacía al recordar que
Henry le pertenecía a su hermana y no a ella.

Al terminar el ciclo de añoranza, tristeza y renunciación, Roxana volvía a


empezar y sentía cómo el dolor de perderlo le ocasionaba un vuelco en su
corazón.

Roxana no se explicaba cómo iba a encontrar otro hombre como Henry, que le
hiciera sentir como él la hacía sentir dentro y fuera de la cama. Ellos se habían
convertido en buenos amigos.
El le había contado de su internado y de cómo fue que eligió su especialidad
médica. “Siempre me han gustado mucho los niños”, le contó una vez. “Pero la
decisión de ser pediatra la tomó por mí un pequeño paciente que atendí cuando
estaba estudiando. Tenía dos años y entró al hospital de emergencias con un
severo ataque de asma. Me tocó atenderlo y me conmovió verlo luchar por su
vida. Con sus ojos redondos y su cabello empapado por el sudor concentraba su
esfuerzo en mantenerse vivo. Su pecho se hundía cada vez que él, con muchos
trabajos, jalaba aire mientras el equipo médico encontrábamos una vena o le
aplicábamos oxígeno”, relató. “Horas después que logramos controlar la crisis, lo
vi respirar serenamente mientras dormía y pensé que había encontrado mi misión
en la vida: ayudar a pequeños héroes a sobrevivir”.

Para Roxana, la mente brillante de Henry y su corazón compasivo eran un fuerte


afrodisiaco. Sin mencionar que físicamente era un bello ejemplar del sexo
masculino. Alto, musculoso. El pelo lacio y los ojos vestidos de unas pestañas
largas. La boca de labios sensuales que sabían besar como nadie.

Por su parte Roxana le había contado a Henry de la competitividad de ella


hacia Victoria. Del dolor de no ser aceptada por su papá y de la enorme distancia
que siempre había existido entre las hermanas.

Sin darse cuenta, frente a Henry, Roxana aceptó por primera vez cómo había
madurado emocionalmente a partir de que aceptó que ella no tenía los talentos de
Victoria. “Fue cuando entré a trabajar a la agencia de seguros que me di cuenta
que cada quien tiene un papel en esta vida. Hay líderes y habemos seguidores. No
hay nada de malo en ser uno o lo otro”, explicó.

“Por primera vez me sentí útil de ayudar a mis compañeros en la agencia. Yo no


competía con nadie sino que todos hacíamos un equipo. Mi papel era importante
porque yo ayudaba a otros a destacar y me sentía orgullosa de mí. Mi jefe me
agradecía que yo cumpliera con mi parte y no me exigía que yo fuera alguien
diferente a lo que soy… ¡eso me hizo sentir tan libre!”, confesó.

Pero a pesar del bienestar de tener en quien confiar y del placer de tener un
compañero de cama tan afín a ella, Roxana tenía claro que ya no había vuelta
atrás.
Cuando ya habían pasado dos semanas de alejamiento y para evitar la tentación
de ir a buscarlo, Roxana le llamó a una amiga de la preparatoria que vivía en un
apartamento cercano a la playa para preguntarle si podía visitarla durante el fin
de semana. Los planes se concretaron y Roxana preparó una maleta para pasar
viernes, sábado y domingo con su amiga.

El viernes por la noche fueron a un bar a encontrarse con un grupo nuevo con
quien Ana se estaba reuniendo. Tomaron unas copas, jugaron billar, platicaron de
música y trivialidades y regresaron cerca de las dos de la mañana al apartamento
de Ana. Al día siguiente se despertaron tarde, desayunaron e hicieron planes para
ir a la playa.

La mañana de aquel mes de noviembre estaba deliciosa, soleada y a la vez


fresca, gracias a un viento que movía las palmeras de Huntington Beach. Pero el
corazón de Roxana no estaba en disfrutar del mar. Para ella todo era recordar y
extrañar a Henry. Cada voz, cada música, todo se lo recordaba.

Por la tarde regresaron al apartamento de Ana. Para estas alturas Roxana estaba
más tranquila, con un aire de resignación que, inexplicablemente, de pronto se vio
interrumpido por una urgencia de irse de regreso a su apartamento.

Sin pensarlo, recogió todas sus ropas, echó de prisa sus cosméticos y sus
productos para el cabello, cerró la maleta y le dio un beso a su amiga. “Te llamo
el lunes”. Cerró la puerta y dejó a Ana con una cara de extrañeza.

Manejó la media hora que separaba su apartamento del de Ana. Llegó, abrió la
puerta. Se sentó en la sala y dos minutos después, escuchó sonar la llave de Henry
abriendo el apartamento.

No hubo palabras. Roxana se levantó del sillón, caminó hacia Henry y se


abrazaron. Roxana lo besaba y lloraba y reía sin poderse controlar. Henry la
apretaba con una ternura exquisita.

Y en esos momentos, al volver a tenerlo entre sus brazos, algo muy profundo se
rompió en el interior del corazón de Roxana. Fue como el dique que estaba
conteniéndola, separándola de su amado.
Ese algo que fue liberado y surgió desbocado e incontenible le hizo saber a
Roxana que se habían acabado las renuncias y los intentos por alejarse de Henry.
Ya no iba a luchar contra este amor, pasara lo que pasara. A partir de este día,
ella iba a hacer todo lo posible por conseguir a este hombre y quedárselo por el
resto de sus vidas.

Esa noche Roxana quedó embarazada. Era como si su corazón supiera que
Henry iba a venir a buscarla y ella quería estar lista para recibir su semilla y así
poder crear a esta nueva vida que crecía en su vientre.

No lo habían planeado. De hecho todas las veces anteriores que habían hecho
el amor, habían usado condón, pero esta vez, la desesperación hizo que tiraran la
precaución al viento.

Nada qué lamentar en cuanto al embarazo por parte de ellos. Tanto Henry como
Roxana estaban locos de saber que iban a ser padres.

Lo único que le dolía a Roxana era causarle dolor a su hermana. Quería


acercarse a ella y explicarle que esto no había sido planeado y que ella tenía
mucho tiempo que había dejado de envidiar a su hermana y, secretamente, había
empezado a admirarla.

Quería decirle que el amor entre ella y Henry simplemente había ocurrido. Y
que este hecho no era igual que las veces anteriores cuando eran niñas cuando
Roxana la había herido a propósito.

Esto era diferente, aunque en esencia, el resultado fuera el mismo.


Araceli
Santa Ana, 1995

Tónico reconstituyente. Se ponen a hervir por 10 minutos, 16 onzas de vino tinto y 15


ramas de perejil y 2 cucharadas de vinagre de sidra de manzana. Se retira del fuego, se
deja enfriar y se cuela. Se agregan otras 16 onzas de vino y 4 onzas de miel. Se agita
bien. Se conserva en botella oscura. Se toma una cucharada sopera tres veces al día
luego de una enfermedad larga.

Araceli estuvo encerrada en su cuarto exactamente 21 días, si contamos como


día uno el del fatídico desencuentro de ella con Agustín y Graciela.

Durante las largas horas de esos 21 días en los que las noches se juntaron con
los días y lo que pasara en el mundo exterior le tuvo sin cuidado, Araceli
repasaba en su mente los hechos que la habían hecho caer en este lecho de muerte
en vida.

El primer impacto había ocurrido al salir del cine, cuando escuchó una
carcajada que ella conocía bien. Era la risa cachonda de Agustín. Era esa risa en
la que echaba hacia atrás la cabeza y dejando al descubierto sus dientes bien
alineados y blancos, soltaba una carcajada medio íntima, un tanto ronca, mezcla
de gozo con sensualidad, mientras sus ojos salpicaban destellos de placer.

Esa risa era para Araceli un verdadero deleite. Escucharlo soltar esa risa en la
intimidad de las noches que compartían a solas, era el mejor regalo que podía
recibir. Esa risa venía después de alguna broma entre marido y mujer o de alguna
proposición pícara que hacía alguno de los dos.

Agustín también reía de ese modo cuando recordaban sus travesuras de cama o
cuando ella le empezaba a acariciar y él descubría que ella tenía intenciones de
no dejarlo ir por el momento.

Esa risa, Araceli creía, le pertenecía solamente a ella.

Aparentemente no.
Cuando Araceli volteó buscando dónde estaba ese alguien que reía igual que su
marido, fue que lo vio agarrar con sus dos manos el rostro de una mujer y
estamparle sus labios en forma posesiva.

Lo que pasó a continuación fue extraño. El resto del mundo se borró en la


visión periférica de Araceli. Ella se quedó como hipnotizada mirando a través de
un túnel.

El beso fue largo o breve, Araceli no recordaba. Pero sí tenía claro que ellos
se separaron entre risas, caricias y miradas prometedoras.

La mujer estaba vestida en forma muy juvenil. Traía una falda corta negra que
dejaba ver un par de piernas morenas. Una blusa blanca sin marga y un saco
floreado, entallado a la cintura, que la hacía lucir bonita.

La risa de Agustín se cortó al verla. Los ojos se le abrieron con el horror de un


adolescente que acaba de ser descubierto por el padre de la muchacha con sus
manos en donde no debía haberlas puesto.

Durante unos segundos Agustín se quedó tan petrificado como estaba Araceli.
La mujer al lado de Agustín siguió riendo hasta que sintió que algo raro estaba
pasando.

Para cuando ella notó que frente a ellos estaba la esposa de Agustín, no tuvo
tiempo de hacer nada. Agustín le pasó un brazo por los hombros y cruzó, frente a
su cintura, la otra mano libre. El gesto era totalmente protector e incongruente.

La lógica hubiera dictado que Agustín tratara de proteger a su esposa, no a su


amante. Pero de igual manera, a paso acelerado Agustín se llevó a Graciela del
lugar y dejó plantada a Araceli.

Y ahí se hubiera quedado si su amiga Fanny no la toma del brazo y se la lleva.

Por los primeros días de aquellos 21 fatídicos, esta escena era repasada en la
mente de Araceli, una y otra vez, como una película de horror que no puedes dejar
de ver. Era como una obsesión mórbida. Dolía intensamente, pero una vez
terminada de repasar, volvía al principio para tratar de darle sentido.
Durante los siguientes días, Araceli alternaba las escenas del desencuentro con
escenas de una realidad alterna donde eso no hubiera pasado o donde, después de
haber pasado, Agustín venía rendido de amor a pedir perdón.

“Mi amor, te amo, te necesito. Por favor perdóname, he sido un estúpido. No se


cómo pude herirte tanto. Regresa a nuestra recámara. Sin ti no puedo vivir”.

Las frases variaban. Las escenas cambiaban de horario. Los detalles eran un
tanto dramáticos o un tanto intensos, según la versión que Araceli recreara en su
mente. Pero en todas, sin excepción, ellos terminaban besándose y abrazándose
con intensidad. Como desesperados cuyos cuerpos ansiosos, el uno del otro, por
fin se reencontraban.

En estos días, Araceli dio por recordar los primeros años de matrimonio y ella
estaba enamorada loca por él.

A ambos les encantaba salir a caminar. Aún ya de casados, si el clima estaba


agradable, salían a caminar mientras platicaban. El tema nunca les fallaba.
Araceli le platicaba de sus amigas, de Benita, de sus trabajos de voluntaria en La
Paloma.

Agustín le contaba de sus años de vendedor, de su clientela en la carnicería que


estaba creciendo más rápido de lo que habían proyectado, de su familia que aún
vivía en la ciudad de México y de cualquier otro tema que se les ocurriera.

Para Araceli, escuchar a su marido era todo un deleite. Ambos tenían muy buen
sentido del humor y se hacían bromas y se reían de sus tonterías.

Algunas noches, Agustín ponía música de danzón y la tomaba de la cintura para


que bailaran. Ellos bailaban apretados mientras Agustín la besaba y le decía qué
bonita estaba y cuánto la quería.

“Era imposible no estar enamorada de él”, pensaba Araceli al recordar. “Es un


experto en enamorar mujeres”. Ah, cómo deseó Araceli durante esos primeros
días de postración que Agustín volviera a tratarla con amor.
Pero pasaron los días y Agustín nunca vino a buscarla, excepto para reforzar su
posición por medio de la cual afirmaba que: Uno, Araceli no era la mujer más
importante en este triángulo. Dos, Agustín podía hacer lo que quisiera porque era
hombre. Tres, Araceli no tenía otra alternativa más que aceptar compartirlo.

Lucy, la fiel sirvienta, venía tres veces al día a traer alimentos y a rogarle que
los consumiera. A las niñas se les pidió que no hicieran ruido. A Benita se le dijo
que Araceli “había salido de compras”, “estaba dormida porque se había
desvelado” o “tenía un fuerte catarro con ronquera y no podía venir al teléfono”,
las veces que llamó para hablar con su hija.

La tercera etapa de los 21 días de la caída, fueron de resignación. Araceli ya no


repasaba los hechos de la noche del desencuentro, cierto, pero tampoco se tejía
ilusiones por una reconciliación.

Ciertamente Benita no había tenido una hija cobarde. El ejemplo de la madre


que había salido adelante contra viento y marea, inspiraba a Araceli a sobrevivir.
Ella intuía que si lograba levantarse de esta caída, podía encontrar una forma ú
otra de seguir adelante.

Esta debilidad, este dolor intenso, eran totalmente nuevos. Araceli había
crecido protegida y amada por una mujer fuerte que nutrió su auto estima. Benita
la enseño a enfrentar la vida, cierto, pero que jamás le habló de cómo levantarse
cuando te han noqueado y estás tirado en la lona.

Pero ella era hija de su madre y se iba a levantar, aunque fuera lo último que
hiciera.

La realidad de un futuro sin Agustín se fue dando forma en la mente de Araceli.


En esta etapa contempló sus alternativas.

Regresar a la recámara matrimonial y volver a hacer el amor con Agustín era


impensable. Sobre todo porque: Uno, Agustín había dicho claramente que no
pensaba dejar a su amante. Dos, porque Araceli no estaba dispuesta a ser “la
otra” de “la otra. Tres, porque sólo de pensar en volver a aceptarlo en su cuerpo
sentía ese tipo de rabia que apagaba la pasión.
Podía pedir un divorcio, pero entonces sus hijas iban a tener que ser separadas
del padre. Y, pese a todo, Agustín era un buen padre y sus hijas lo adoraban.

Juntando estas dos situaciones, la decisión de Araceli fue: Uno, proteger el


hogar mientras las hijas crecían. Dos, instalarse en una recámara separada. Tres,
echar fuera de su corazón a Agustín.

Los primeros dos puntos fueron fáciles. El otro tomó muchas noches de dolor y
soledad. Afortunadamente para Araceli, Agustín le ayudó a cumplir el punto tres
con su frialdad y su falta de arrepentimiento.

Al paso de los años, la herida dejó de doler y Araceli acabó aceptando, en el


fondo de su corazón, que Agustín ya nunca jamás iba a ser de ella. Y fue entonces
que en verdad lo dejó ir, emocionalmente hablando.

En cuanto a las hijas, Araceli las vio crecer sin que carecieran de la presencia
de ninguno de sus progenitores. Las niñas jamás fueron campo de guerra para
ninguno de los esposos.

Agustín acudió con ellas a todos los cumpleaños, todas las navidades y todos
los festivales escolares. Estuvo presente en las primeras comuniones y en la
operación de amígdalas. Opinó en la compra de vestidos para el baile de la
escuela preparatoria y pagó todos los gastos que sus hijas fueron necesitando.

A los ojos del mundo, la familia era exitosa. Dentro del hogar había un
ambiente de cortesía que no incluía ninguna demostración de amor, excepto las de
Agustín por Victoria o las de Araceli por Roxana.

No era una situación perfecta, pero Araceli se consolaba pensando que había
muchos otros hogares mucho peores que el de ella.

Este arreglo al que había llegado con Agustín solamente lo comentaba con
Fanny. El resto de sus amistades quizá sospecharan que algo no estaba bien, pero
no se atrevían a comentarlo abiertamente frente a ella.

“Tú deberías conseguirte un amarte”, le dijo un día Fanny. “Estás muy joven
para estar sola”, le aseguró.
“No creas que no lo he pensado” confesó Araceli, y agregó: “no he querido
hacerlo por el respeto que le debo a mis hijas”, dijo mientras servía un te a su
amiga que a menudo veía a platicar con ella.

“Nadie tiene por qué saberlo si lo haces discretamente. Ya ves lo que hace la
Chiquis. Desde que quedó viuda se entrevista con un hombre que conoció un sitio
de dating”, contestó Fanny mientras mordisqueaba una de las famosas galletas de
hinojo, receta exclusiva de Benita, ‘para la buena digestión’.

Araceli soltó una carcajada. “Si tú y yo podemos comentarlo en esta cocina,


quiere decir que la Chiquis no lo está haciendo tan discretamente qué digamos”,
dijo mientras arreglaba su blusa, blanca, con olanes, parecida a las que siempre
usaba.

A Araceli le gustaba vestir con detalles femeninos: encajes, olanes y otras


delicadezas que suavizaban los pantalones y faldas de corte austero que tanto le
gustaba usar. Su pelo rizado enmarcaba los ojos grandes, de color miel, y la boca
de labios sensuales, generalmente pintada de colores encendidos. Sus aretes eran
elegidos de manera que las piedras coincidieran con el color de las blusas. En el
efecto general, era un exótico contraste entre delicadeza femenina y eficiencia
profesional. Su presencia jamás fallaba en atraer miradas de admiración.

A Araceli le gustaba su imagen. A veces se retiraba del espejo de cuerpo entero


para poder ver todos los ángulos de su persona y entonces giraba de un lado a
otro, miraba su perfil, su trasero y, recordando a Graciela, pensaba: “Mis piernas
están más bonitas que las de ella y tengo mucho mejor gusto para vestir”…
pensamientos que traían un poco de consuelo por un par de segundos para luego
dar paso a la certeza de la pérdida y entonces murmuraba: “Pero ella lo tiene a
él”.

“Yo creo que siempre voy a extrañar al Agustín con el que me casé”, confesó
Araceli una tarde en que bebían vino en casa de Fanny. “Tuvimos unos años muy
buenos. Lástima que se hayan terminado como lo hicieron”.

“¿Alguna vez has pensado en perdonarlo”, preguntó Fanny cortando un pedazo


de queso y, colocándolo en un trozo de pan, miró de frente a Araceli, para ver su
reacción ante la pregunta.

“¿Estás loca? ¿Y si lo perdono qué hacemos con Graciela?” contestó Araceli


tratando de hacer una broma del tema. “Ella no se va a ir tan fácil de la vida de
Agustín ni tampoco de mis pensamientos, …yo creo que sólo de pensar en ellos,
yo no podría volver a tener intimidad con Agustín”.

Mientras saboreaba su vino, Araceli agregó: “La verdad es que ya nada es lo


mismo. Ese amor que yo sentía por Agustín se acabó. Es como si hubiera muerto
para mí. Este hombre que vive ahora en mi casa es como el tío de mis hijas”, dijo
más para sí que para su amiga.

Y agregó: “Yo ya no siento con Agustín esa conexión tan intensa qué había entre
los dos. Quizá lo que extraño es el tiempo en que nos amábamos. No el hombre
que es hoy. Se ha vuelto diferente”.

“Le haces falta, mi amiga”, aseguró Fanny. “Yo también he notado eso que
dices. Agustín no parece ser feliz como lo era cuando estaba contigo”.

Araceli contempló sus uñas y pensó que necesitaba un cambio de barniz. “Quizá
sea cierto, pero eso no cambia nada”, comentó. “El sigue siendo ajeno y yo sigo
siendo solamente la mamá de las hijas. Así lo determinó él cuando trajo a alguien
más a nuestra familia”, concluyó.
Jason,
Santa Ana, abril del 2013

Entusiasmo. Cuando se necesita una hierba para levantar el sentimiento de bienestar en


una persona sana, se le administran una a dos tazas diarias de infusión de Rooibos. En
pocos días notará la mente se despejada y un incremento positivo en su rendimiento.

La llegada de Victoria a La Paloma suavizó el impacto de la ausencia física de


Benita, según lo veía Jason. Por dos cosas. Una porque físicamente Victoria era la
más parecida a Benita.

Al morir Benita tenía el cabello entrecano, pero Jason estaba seguro que en sus
años mozos debe haber lucido la misma mata de cabello largo, negro y lustroso
que ahora adornaba la cabeza de Victoria.

Sus ojos vestidos con unas largas pestañas negras y los ojos cafés claro sobre
una piel blanca, la hacían lucir tan etérea. Victoria tenía el cuerpo de aspecto ágil
que tiene toda persona acostumbrada a trabajar dentro y fuera del gimnasio.

Jason conoció a Victoria cuando ésta tenía apenas 13 años y no le prestó mucha
atención entonces, cuando empezó a trabajar en el centro naturista contratado por
Benita.

Pero en los años siguientes en los que Victoria fue floreciendo en una hermosa
jovencita, Jason empezó a notarla con mayor interés.

Su forma de ser, siempre lo intrigó, pero nunca tuvo oportunidad de acercarse a


ella porque Victoria hizo pareja con Henry desde la escuela preparatoria.

Ahora que ella era libre, a Jason le gustaría explorar un poco la posibilidad de
ver si entre ellos podría darse algo interesante, pero el momento no había llegado
todavía. La miraba de lejos y se daba cuenta que Victoria todavía tenía mucho
dolor interno qué procesar.

Pero eso era un tema para otro día. Volviendo al presente Jason pensó que la
segunda razón por la que la presencia de Victoria ayudó en el manejo de La
Paloma fue porque ella había heredado la compasión de su abuela y ese instinto
único de la curandera para ver más allá del malestar o dolor que aquejaban al
paciente.

Victoria sabía cuándo tratar el espíritu y cuándo el cuerpo. Eso era algo que
fascinaba a Jason porque varias veces había ocurrido que Victoria ponía en
palabras algo que Jason había percibido pero aún estaba tratando de atrapar en su
propia mente.

El puesto que Victoria ocupaba dentro del centro naturista era, en forma natural,
el mismo que ocupaba Benita. Había un médico responsable a cargo del lugar que
ahora era Jason, debido a que el Dr. Flores para todos los fines prácticos, ya
estaba retirado. Había una jefe de enfermeras y ayudantes que atendían a los
pacientes. Había un jefe de laboratorio que estaba a cargo de la producción de la
línea de productos naturales. Había un jefe de administración que era Araceli y
había un jefe de reservaciones que se encargaba de manejar citas, ingresos y
egresos de pacientes del centro naturista.

Para Victoria no había un puesto oficial, pero Benita tampoco lo había tenido
nunca. Benita había sido solamente “la curandera”, cierto, pero era también quien
supervisaba a todos los jefes del lugar. Ahora quien supervisaba a todos era
Victoria, apoyada por Jason.

Dentro de La Paloma los trabajadores también sentían consuelo al ver a


Victoria. Algunos que habían sufrido mucho la pérdida de Benita, se pegaban a
Victoria como niños de dos años. La seguían como si pensaran que ella podía
calmar la nostalgia que los aquejaba al pensar en la fundadora del lugar.

“Yo creo que necesitamos hacer una junta general”, le comentó Victoria a
Jason, justo cuando se cumplió un mes de la muerte de Benita. “Creo que todavía
hay mucha tristeza en el lugar y a Benita no le hubiera gustado ver esto. No es
bueno para los pacientes ni para el personal”, puntualizó mientras caminaban
hacia el consultorio de Jason.

Al entrar, Jason se sentó en un sillón donde sentaba a los familiares del


paciente, e invitó a Victoria a que se sentara en la silla del paciente. “Quizá
tengan que ser dos juntas”, comentó Jason, pensando en que el centro naturista
contaba con personal en tres turnos.

Todos y cada uno de los empleados de La Paloma habían recibido una


gratificación en efectivo, según lo había estipulado Benita en su testamento. Cada
uno tuvo la opción de cambiar su dinero, todo o solo una parte, por acciones de
La Paloma. Muchos optaron por hacerlo y ahora eran copropietarios del lugar.

Jason no podía menos qué admirar a Victoria que, a pesar que ella misma
cargaba a cuestas un dolor de dos cabezas, todavía tenía la calidad humana de
pensar en los demás.

Acordaron que la junta se hiciera al día siguiente y planearon qué y cómo


dirigirse a ellos.

La primera junta tuvo lugar en el primer cambio de turno. Los de la noche y los
del día acudieron al comedor.

Jason escuchó a Victoria dirigirse al personal. La charla que había sido


planeada se quedó en el tintero. Las palabras ‘oficiales’ que habían pensando que
iban a servir para motivar al personal, jamás fueron mencionadas por Victoria.

En lugar de eso, Victoria optó por contar anécdotas de la abuela, de los años en
los que ella empezó a trabajar en La Paloma, y de cómo aprendió de Benita a
hacer sentir bien a los demás.

Victoria los hizo reír con varias de las anécdotas que, por otro lado, algunos de
los empleados que tenían más años trabajando en el lugar, recordaban.

En pocos minutos Victoria elevó el ánimo de todos y concluyó su plática


recordándoles la filosofía que Benita siempre había insistido en llevar en La
Paloma:

“Este es un oasis. No lo olvides”, me dijo un día mi abuela. “La gente que llega
aquí tiene que poder dejar afuera de nuestras rejas, las penas y los dolores. Aquí
ellos vienen a sentirse bien. Vienen a encontrar paz para su espíritu y alivio para
su cuerpo. O al revés, como sea que lo necesiten. Tu deber es asegurarte que ellos
sientan estas paredes como un refugio, como el lugar seguro que es”, les relató
Victoria.

“Ella no hubiera querido vernos tristes. Les invito a celebrar su vida con
alegría. Benita fue una persona que cumplió todos sus sueños, en especial el de
servir a otros. Honremos su memoria con espíritu de amor y con agradecimiento
por el privilegio que tuvimos al haberla conocido”.

Los ojos de todos los presentes se llenaron de lágrimas al escucharla. “Nos


hacía falta recodar esto”, dijeron varios cuando Victoria terminó su breve charla.
Otros más se acercaron a abrazarla o simplemente a palmear su mano o su
hombro. Y sin más, empezaron a salir del comedor, mostrando un nuevo brillo de
esperanza en sus miradas.

Las palabras de Victoria tuvieron un buen efecto también sobre Jason que,
aunque no lo confesaba, también se sentía decaído por la ausencia de Benita.

Muchas ocasiones, durante el recorrido por los cuartos pensaba: “Le voy a
preguntar a Benita qué piensa de esto o aquello”, para luego sentir una punzada de
tristeza en su corazón al recordar que ya nunca jamás volvería a escucharla opinar
sobre los pacientes.

Al día siguiente de las juntas, Jason y Victoria notaron que la energía positiva
del lugar había subido unos cuantos grados.
Victoria,
Santa Ana, mayo del 2013

Buena memoria. Agregar diariamente al jugo de vegetales, dos a tres ramas de romero
para estimular la buena memoria. Si el paciente sufre lapsos en los que no se acuerda a
dónde iba, se recomienda agregar también un te diario de ginseng.

Cada día de mi nueva rutina en La Paloma empezaba con una junta entre Jason y
yo. Discutíamos nuevos proyectos de productos naturales, casos específicos de
pacientes, o asuntos urgentes qué resolver durante el día.

Jason era un amigo de muchos años y conocía la historia familiar a profundidad


ya que le había tocado presenciar muchos de los acontecimientos que vivieron
mis padres, mi abuela y hasta mi hermana y yo, incluido este último incidente de
cómo mi esposo pasó a ser esposo de Roxana.

Pero en estos meses de trabajar juntos, la presencia de Jason me había ayudado


en las crisis de tristeza y también en las de rabia.

Yo no tenía qué explicarle nada de lo que estaba sintiendo. Era como si él,
siempre amigo fiel, siempre médico de corazón, supiera el momento adecuado
para dejarme saber que yo tenía alguien en quien apoyarme si llegara a
necesitarlo.

A veces solamente tocaba mi mano con una suave palmada o apretaba mi brazo
con afecto.

Así, sin palabras. Su presencia en estos meses me fortaleció. Su eficiencia en


La Paloma me dio la seguridad que necesitaba para hacer bien mi trabajo. Yo
estaba cubriendo el puesto de una mujer de una estatura mucho mayor que la mía y
eso no era fácil.

En estos meses desde la separación de Henry, la rabia y el dolor ya se había


calmado. Para este tiempo, mi mente estaba concentrada en revisar los meses
anteriores a la separación, tratando de encontrar cómo fue que mi esposo se me
escapó de entre las manos sin que yo me diera cuenta.
Nunca peleábamos por nada. En todo estábamos de acuerdo. Hacíamos planes,
cumplíamos metas. Quizá lo que hicimos mal fue no tener vida más allá de
estudios y trabajo.

Nuestra vida social era muy limitada. Solamente asistíamos a reuniones con su
familia o con la mía. Día de Acción de Gracias, check; Navidad, check; Día de la
Independencia, check; festividades de la Pascua, check. Todos los compromisos
cubiertos.

Algunos amigos de la preparatoria o del colegio ocasionalmente nos invitaban


a su boda o a los bautizos de sus hijos. Eso era todo. El resto era trabajo y ahorro.
Alguna vez platicamos con Henry de hacer un viaje algún país lejano, pero nunca
concretamos ninguna fecha ni planes específicos.

Henry ya había hablado de la posibilidad de tener hijos desde hacia, ¿cuantos?


…quizá dos o tres años. No es que hubiera insistido con vehemencia, pero sí lo
había mencionado como esperando que yo participara en el plan, cosa que jamás
hice.

En particular recordaba nuestro aniversario de bodas del 2011 en el que Henry


y yo volamos a Las Vegas para tomar tres días para nosotros solos. Algo que no
habíamos hecho desde que nos casamos.

Estando allá, ahora en un hotel mucho mejor al que estuvimos cuando nos
casamos, Henry me acarició el vientre antes de hacer el amor. “¿Por qué no dejas
de tomar pastillas anticonceptivas?”, me preguntó mientras me daba pequeños
besos en la boca.

Ni siquiera me acuerdo qué le contesté. Tampoco fui con el ginecólogo para


dejar de tomar las pastillas. Sus palabras cayeron al vacío.

Buscando ahora en mi memoria no podía encontrar la razón por la cual me


negué a darle a Henry el hijo que pedía.

No era que yo no quisiera ser madre. Quizá era que no me imaginaba cómo
podíamos cuidar a un bebé si yo trabajaba turnos de 12 horas y él estaba
trabajando turnos quizá más largos que los míos.

A veces pasaban dos o tres días sin que pudiéramos coincidir más que unos
minutos cuando uno iba regresando y el otro se iba yendo a sus respectivos
trabajos.

Esa no era vida para una personita recién nacida, eso pensaba yo.

Pero era no era una razón, ¿o si? Porque una vez que Henry se graduó ya no
había pretexto. Yo pude haber dejado mi empleo de enfermera en el hospital y
pedirle a Benita que me diera un trabajo de menos horas en La Paloma.

¿Por qué no lo hice? Incluso pude haberme quedado en casa a ser mamá de
tiempo completo ahora que Henry tenía un buen sueldo en la unidad de pediatría
en el hospital.

Era curioso. Aún ahora yo no recordaba claro por qué no se me ocurrió


encontrar una solución. Lo que sí recordaba es que estaba muy dedicada a mi
empleo. Era como si la misión de ganar dinero para pagar los estudios de Henry
no hubiera terminado.

“Alguien debió haber sonado una campana o mostrado una bandera de meta
para que yo saliera de mi trance”. Recordando estos últimos años me veía a mí
misma como un hámster dando vueltas en su rueda.

Semanas después, mi mamá me recordó que el “baby shower” de Roxana era la


semana entrante. Además me dijo que el ultrasonido había mostrado que iba a ser
madre de un varoncito

“No vayas a faltar a la fiesta”, insistió mi mamá.

Por supuesto que no pensaba ir a la fiesta, pero la curandera dentro de mí pensó


en la alegría que mi hermana debía haber estado viviendo al sentir crecer en su
viente al hijo del hombre a quien ella amaba.

Ese pensamiento removió algo en mí.


Lentamente, una verdad empezaba a asomarse en mi mente. Una que yo no había
querido o podido ver con anterioridad. Como para empujarla de una vez a que
surgiera a la luz, fui hasta mi escritorio y saqué la carta que Roxana me había
dejado el día que huyó con Henry:

“Hermana, primero que nada te pido perdón por haberme enamorado de tu


esposo. Sé que esto te va a causar un dolor muy grande que te juro por lo más
sagrado no quisiera ser yo quien te lo causara. Estoy enamorada perdida de
Henry. Traté de olvidarlo, te lo juro, pero no pude lograrlo. Hace unas semanas
decidí dejar de luchar contra este amor. Te quiero mucho y te juro que espero
que un día puedas perdonarme”. Roxana.

La primera vez que leí la carta, no había notado los tres “te juro” de Roxana. Te
juro que no quiero causarte dolor. Te juro que traté de olvidarlo. Te juro que
espero puedas perdonarme.

“Debe ser muy intensa la emoción cuando mi hermana siente necesidad de jurar
tres veces en un mismo párrafo”, pensé.

Y en ese momento, como si alguien me hubiera echado un balde de agua fría,


comprendí por qué no había querido tener un hijo con Henry.

Porque yo no sentía esa misma emoción que embargaba a mi hermana. Yo no


amaba a Henry como para recibir su semilla y crear una vida con él.

Porque un hijo nos iba a atar en forma definitiva, como Roxana y yo habíamos
atado a Agustín y Araceli. Nuestros propios padres, que se habían tenido qué
quedar juntos por 10 años a pesar que su matrimonio ya estaba irremediablemente
roto.

Ahora lo podía ver con claridad: Henry y yo eran solamente compañeros de


cuarto.

Nuestra relación siempre había estado basada en las metas comunes con una
buena dosis de atracción sexual, “pero eso no era suficiente para quedarte al lado
de una persona hasta que tu hijo cumpliera 18 años”.
Aparentemente, el pensar en vivir con Henry todos esos años me hacía sentir
como si estuviera frente al juez: “queda usted condenada a cumplir una sentencia
mínima de 18 años a toda la vida”.

Ahora me quedaba claro. Lo que yo todavía no podía entender es por qué tenían
que haberme traicionado. Yo era la esposa de uno y la hermana de la otra, por el
amor de Dios. Eso-No-Se-Hace.
Agustín,
Santa Ana, junio del 2013

Circulación. Para tener una buena circulación se recomienda consumir ajo. Ya sea en
jugos, en infusión o en cápsulas. El ajo es anticoagulante, reduce los niveles de
colesterol y reduce la presión arterial.

La vida de Agustín se dividía en “antes de Araceli” y “después de Araceli”.

Antes de Araceli había sido caótica. Después de Araceli había vuelto a serlo.

Antes de conocerla, estaban esos años de alcoholismo rampante que le costaron


su empleo en la empacadora.

Después de conocerla empezaron los años de la alegría en el hogar. La casa


donde se habían instalado después de casarse, era un lugar lleno de luz, con flores
en el jardín y con carpetas tejidas en las mesas y vitrinas.

Las camas siempre estaban vestidas con sábanas limpias y los baños te recibían
con toallas frescas y unos aromatizantes de hierbas que supuestamente también
servían para mantenerlos desinfectados.

Todo eso se terminó el día que Araceli se fue de la casa. Lo malo que al irse no
sólo se llevó con ella la eficiencia hogareña, sino que también se llevó algo que
Agustín no alcanzaba a definir.

Con Araceli jamás se sintió solo. Era como si su presencia llenara toda la vida.
Araceli sabía las fechas de los cumpleaños o aniversarios. Ella preparaba con
anticipación lo necesario para los festejos. En su cocina siempre había algo
cocinándose para celebrar esto o aquello.

Todo eso se había ido. En su lugar quedó algo que Agustín jamás había
conocido: la soledad en compañía.

La compañía era Graciela. La soledad era la propia.


Ah, Graciela, pensaba Agustín. ¡Que cara le había resultado esta mujer!

Le había costado el mejor matrimonio del mundo, la felicidad hogareña y ahora


le estaba costando muchos problemas, sobre todo con sus hijas.

El asunto era que Roxana y Victoria no querían tener nada qué ver con
Graciela. No que Agustín las culpara, no.

Pero el problema es que cada vez que ellas declinaban una invitación, Graciela
se volvía una máquina de quejas. “¿Por qué no me quieren?”, preguntaba. “¿Qué
no soy suficientemente buena para tus hijas?”

Últimamente la cantaleta era que Graciela había querido organizar un “baby


shower” para Roxana pero esta le había dicho sin cortapisas que no estaba
interesada, y le había colgado el teléfono dejándola con la palabra en la boca.

“Yo trato de ser amable con ellas, pero ni eso me vale”, gritaba Graciela, una y
otra vez. Porque el tema de que Roxana no había aceptado la fiesta, duró semanas
enteras.

Era como si Graciela tuviera conectada una reproductora de sonido que


diariamente repitiera las mismas quejas, en el mismo tono de lamento.

Estaba obsesionada con ser aceptada por las hijas de Agustín y pensaba que si
hacía un “baby shower”, ellas se iban a convertir en sus mejores amigas por toda
la vida.

“Ya me tiene hasta la coronilla”, pensaba Agustín, pero tenía suficiente


cordura para no expresar su opinión en voz alta.

El día que llegó a oídos de Graciela que: “ayer fue el ‘baby shower’ de Roxana
en casa de Araceli”, el tono de queja de la mujer se hizo más agudo.

“Ni siquiera se molestaron en invitarme”, se quejaba. “Es como si yo no fuera


de la familia”, se volvía a quejar.

Agustín no sabía qué contestar. ¿Realmente creía Graciela que Araceli y sus
hijas la consideraban a ella de la familia?

Pasaron los días y Graciela no cambiaba el dedo del renglón.

“Háblale a Roxana”, gritó Graciela. “Dile que tiene qué aceptar que nosotros
también le hagamos un baby shower”, repetía incesantemente.

“Por favor, mujer, deja las cosas en paz. Yo no puedo forzar a mi hija a que
haga nada. Ya está grandecita. ¿Cómo crees que me va a hacer caso?”

“Claro, a ti no te importa defenderme. Si por ti fuera, que me pisoteen


¿verdad?”, gritaba Graciela y Agustín se sentía entre dos fuegos.

No sabía cómo calmar a Graciela y no tenía cara cómo pedirle a su hija que
aceptara la fiesta.

La relación con Roxana siempre había sido complicada. Cuando era niña,
Agustín no sabía cómo tratarla. Y ahora de grande, menos.

Además, en estos días estaba muy difícil la situación entre las dos hijas por el
asunto del divorcio-matrimonio. Agustín no aprobaba lo que Roxana y Henry
habían hecho pero tampoco quería tomar partido porque los años le habían
enseñado que con una mujer, malo si lo haces y malo si no lo haces. De todos
modos sales perdiendo.

Nada menos aquí en su hogar, Graciela gritaba día y noche, todos los días,
todas las noches, sin parar, y él no sabía cómo hacerla callar.

Su voz aguda retumbaba en sus oídos con la fuerza de un tornado. Agustín sentía
un dolor de cabeza que parecía que le iba a estallar.

Tratando de huir de los gritos de Graciela, se levantó de su sillón favorito, dio


unos pasos y de repente se sintió perdido.

No sabía hacia dónde iba. Se quedó parado tratando de recordar qué era lo que
iba a hacer que parecía ser tan urgente, cuando se dio cuenta que ni siquiera sabía
dónde estaba.
Quiso girar sus pasos para ver si regresando de donde venía podía recordar eso
que se le estaba escapando de la memoria, pero no pudo moverse.

En ese momento se desplomó. Y mientras caía, lo único que seguía escuchando


eran los gritos de Graciela? “¡Agustín… ¿qué te pasa?… ¿qué haces? …
Agustiiiiinn!!

Después de eso, Agustín ya no escuchó nada.


Araceli,
Santa Ana, junio del 2013

Embolia. Prepare partes iguales de ortiga, bardana, bolsa de pastor y violeta dulce. Las
hierbas se muelen y se encapsulan. Se administran a razón de dos a cuatro cápsulas
diarias con abundantes líquidos y se mantiene al paciente libre de estrés.

Agustín duró cinco días en cuidados intensivos. Estaba inconsciente. El médico


les explicó que había sufrido una embolia.

“Afortunadamente lo trajeron inmediatamente a que recibiera atención médica y


eso puede estar a su favor”, les explicó el especialista.

En la sala de espera del hospital, estaban todas las mujeres de la vida del
enfermo: Graciela, Araceli, Victoria, Roxana.

Henry, que trabajaba en el mismo hospital, venía frecuentemente a chequear el


estado de que seguía siendo su suegro a pesar del divorcio.

Al día número cinco, Agustín abrió los ojos y fue transferido a una sala de
observación. Al día siguiente lo pasaron a un cuarto donde se pasaba a ratos
despierto, a ratos dormido, “pero en franca recuperación”, según les informó el
médico.

Cuando abría los ojos solamente miraba a los demás, pero no articulaba
palabra alguna.

El médico a cargo de Agustín les explicó que lo más grave había pasado y que
ahora era necesario que Agustín iniciara un proceso de recuperación.

“Vamos a evaluar qué tipo de terapia necesita y cuándo es oportuno iniciarla”,


les explicó. “Por el momento, esperemos que siga evolucionando bien”.

Araceli hablaba con Graciela lo necesario. La trataba con respeto y cortesía y


trataba de darle su lugar preferente de esposa de Agustín.
Pero Graciela no hacía más que quejarse. Era como si pensara que la
enfermedad de Agustín era un contratiempo para ella, no para el enfermo.

Cuando pasó el peligro y Agustín ya estaba en un cuarto, Araceli organizó un


horario de tal forma que todas tuvieran asignadas unas horas para cuidar al
enfermo y el resto del día para ir a atender sus asuntos, comer o descansar, según
fuera necesario.

Inicialmente se acordó que cada una estuviera con el enfermo 6 horas, pero al
cabo de dos días, se vio claramente que Graciela no sabía hacer equipo. Llegaba
tarde, se iba temprano y a veces ni siquiera se molestaba en llegar.

Araceli acomodó nuevamente los horarios y entre ella y sus dos hijas se
repartieron las 24 horas para cuidar a Agustín.

Un día que el médico les explicó que Agustín iba a necesitar terapia
diariamente para ayudarle a recuperar todas sus funciones, Graciela comentó:
“Pues ni crean que yo me voy a hacer cargo de un inválido”, y le dijo a Victoria:
“Llévatelo tú, que tienes clínica y personal para atenderlo. Conmigo no cuenten”.

A los 8 días lo dieron de alta. Araceli y sus hijas acordaron que lo mejor era
llevarlo a La Paloma.

Para entonces Agustín ya podía hablar un poco, aunque pronto se cansaba y se


volvía a dormir. El médico les había explicado que la prognosis era excelente.
Dado que la embolia fue tratada en las primeras horas, se esperaba que Agustín
lograra una recuperación total en poco tiempo.

En La Paloma había personal competente para atenderlo, pero de todos modos


Victoria, Roxana y Araceli se organizaron para pasar unas horas con él durante el
día.

Araceli llegaba al cuarto diariamente a las 2 de la tarde, al terminar su turno de


trabajo en La Paloma.

Si encontraba dormido a Agustín, tomaba un libro o un tejido y se sentaba a su


lado para entretenerse un rato mientras él despertaba.
A Agustín le gustaba abrir los ojos y encontrarla en la silla cercana al ventanal.
Era lindo volverla a tener, aunque fuera en este lugar que nada tenía qué ver con
el hogar que compartieron.

“¿Qué tejes?”, le preguntó una tarde en la que el sol se estaba filtrando por la
ventana y en la mesa había un ramo de rosas que alguien había traído para el
enfermo.

“Estoy tejiendo una cobija para el niño de Roxana”, le dijo y volteó a verlo con
una sonrisa que mostraba aprobación al escuchar que cada día pronunciaba mejor
las palabras.

“Me da gusto verte aquí. Gracias por acompañarme”.

Con los días, Agustín fue mostrando una mejoría marcada. Era como si el
aliciente de ver a Araceli por las tardes, lo impulsara a progresar en su
recuperación.

“¿Se te ofrece algo?”, le preguntó Araceli, una tarde cuando estaba a punto de
irse.

Como si no hubiera escuchado la pregunta, Agustín dijo: “Perdóname”.

“¿Cómo dijiste?”, preguntó Araceli que creía haber escuchado mal.

“Te pedí que me perdonaras”, contestó Agustín acomodándose del lado para
verla mejor. “Es que en mi mente he estado repasando los 12 pasos de
Alcohólicos Anónimos y estoy aplicando el 8 y el 9”, explicó.

Araceli levantó una ceja como dando a entender que no entendía nada: “Paso 8
dice: ‘hicimos una lista de todas las personas a quienes hemos ofendido’ y paso
9 dice: ‘reparamos directamente el daño hecho a cuantos nos fue posible’”.

Araceli no contestó. Sus ojos se humedecieron y solamente atinó a asentir con


la cabeza.
“Por eso te estoy pidiendo que me perdones. Perdóname por favor. He pagado
muy caro toda mi soberbia y mi ceguera”.

Araceli estiró su mano y dio unas pequeñas palmadas en la mano de Agustín, y


siguió asintiendo sin poder pronunciar una sola palabra.
Roxana
Santa Ana, julio del 2013

Concentración. Para que su niño rinda mejor en la escuela, elimine el consumo de


azúcares y harinas refinados de su dieta. Dele abundantes líquidos, ensaladas de
frutas, comidas ricas en proteína y un te de esculetaria para promover una mente
equilibrada y ávida de aprender.

El turno de Roxana para cuidar a Agustín era en las mañanas, cuando Victoria y
Araceli estaban muy atareadas con el manejo de La Paloma.

Roxana había renunciado a su puesto en la agencia de seguros. Ahora se


dedicaba solamente a esperar a que pasaran las pocas semanas que le faltaban
para el nacimiento de su hijo.

Para Roxana estos días en los que tenía a su papá por cuatro horas solamente
para ella, eran como un regalo maravilloso.

Cuando ella llegaba, Agustín ya estaba despierto, esperándola.

Platicaban por horas. Esa conexión que nunca habían encontrado durante la
infancia ni la adolescencia de Roxana, finalmente se les estaba dando.

Agustín le platicaba de sus años de vendedor en la República Mexicana. Para


Roxana, que había nacido en Estados Unidos, era fascinante la vida de su papá en
México.

Roxana hablaba el idioma y conocía la cultura, pero siempre de segunda mano.


Ella nunca había vivido en México, ni había trabajado allá, ni conocía los héroes
mexicanos, ni los mejores lugares para la comida típica, ni las canciones
populares, ni nada de todo aquello con lo que sus padres habían crecido.

De voz de Agustín escuchó historias que jamás había escuchado. Él le platicó


cómo era que convencía dueños de super mercados que manejaran las líneas que
fabricaba la empresa para la que él trabajaba.
Le platicó de las ciudades que visitaba y de las comidas que eran típicas de
cada lugar. Le explicó que si ibas a Guadalajara, tenías qué probar las “tortas
mojadas” que no eran otra cosa que una baguette rellena de carne y sumergida en
una salsa roja picosísima. La torta podías acompañarla con un “tejuino” que era
una bebida de maíz fermentado.

“Ah, pero si vas a Morelia, la ciudad donde nació tu mamá, tienes qué probar
las “corundas” que son como unos pequeños tamales bañados en salsa roja,
adornados con rajas de chile poblano y un poco de crema agria encima”.

Una tarde, luego que ya habían repasado todas las ciudades y todas las
comidas, Agustín le dijo que se sentía muy contento de poder platicar con ella.

“Cuando eras chica yo no sabía cómo ayudarte a que pusieras atención en la


escuela”, le dijo un día.

“¿Cómo que no?”, contestó Roxana, “me regañabas mucho”.

“Tienes razón”, contestó Agustín poniéndose serio. “Pero eso nunca ayudó”.

“También me decías que no me querías, que me fuera”, dijo Roxana, parte en


broma, parte en reproche. “Pero tu técnica nunca funcionó”, dijo queriendo
aligerar la conversación. “Ya ves, esta hija te salió medio burra”.

“Yo creía que si te decía que no te quería, tú ibas a aceptar el reto y te ibas a
esforzar más”, confesó Agustín. “En lo personal siempre fui así y creí que tú ibas
a reaccionar igual que yo… Yo no aceptaba derrota. Yo me levantaba al castigo y
le echaba más ganas con tal de salir adelante”, explicó.

“Es como tener un botón que te impulsa a la acción, pero tú no lo tenías y yo no


sabía qué más hacer”, murmuró como para sí mismo.

“Cuando apretabas ese botón en mí, yo no me levantaba… yo me hundía”,


contestó Roxana en un susurro lleno de lamento.

“Si lo notaba, pero no sabía cómo remediarlo”, confesó Agustín.


“Yo pensaba que no me querías”, confesó Roxana. “Yo pensaba que solamente
querías a mi hermana”

“La verdad es que siempre te he querido mucho. Ni más, ni menos que a tu


hermana. Ustedes dos han sido mi adoración. Pero nunca supe cómo expresarlo
para ti, y tampoco supe cómo ayudarte”, dijo con una mirada triste.

“Gracias por decírmelo papi”, dijo Roxana, sin tratar de limpiarse unas
lágrimas enormes que escurrían desvergonzadamente por sus mejillas. “Yo
también siempre te he querido mucho”.
Victoria,
Santa Ana, julio del 2013

Calmante nervioso durante el embarazo. Cuando la embarazada muestra nerviosismo


por emociones contenidas se le puede administrar una infusión de hierba gatera (que es
segura para el bebé) para aliviarla de energía nerviosa y ansiedad y traerla a un
estado de calma y armonía.

Yo iba a ver a mi papá a las 6 de la tarde, cuando mi mamá se iba de su lado. A


veces lo acompañaba a cenar y esperaba hasta que se durmiera para irme.

Mi papá bromeaba conmigo acerca de cómo cambian las situaciones. “Antes


era yo quien te acurrucaba para dormir y ahora eres tú la que lo hace conmigo”,
comentó una noche cuando ya se estaba quedando dormido.

“Sólo falta que me pidas que te lea un cuento”, dije sonriendo mientras le daba
un beso de buenas noches.

La relación entre mi papá y yo siempre ha sido fácil. Nosotros dos somos


afines en muchas cosas. Ambos somos competitivos y dedicados en nuestras
labores.

Siempre he pensado que mi papá fue quien me enseñó a hacer listas. Cuando
era niña y entraba a la oficina de la carnicería, a menudo me encontraba listas con
renglones tachados, como mostrando las tareas completadas durante el día.

Cuando yo le decía que necesitaba esto o aquello, mi papá me decía: “Hazme


una lista de lo que necesitas y yo me encargo de surtirla”.

Ya que entré a la escuela secundaria, en lugar de surtir él mismo la lista, me


daba dinero para que yo hiciera las compras. Con paciencia me explicó cómo
comparar precios y cómo hacer un presupuesto.

“Siempre fuiste muy buen maestro”, le dije una tarde, cuando estábamos
platicando de las listas. “A la fecha, yo hago una lista todas las mañanas, de cosas
que quiero hacer durante el día”, le confesé.
“¿Te acuerdas de la lista que me hiciste el día que ibas a hacer tu primera
comunión?”, me preguntó. “Todavía de acordarme me da horror… Eran tres hojas
de tu cuaderno escritas a renglón seguido”, recordó riéndose.

“Es que yo quería que todo saliera perfecto papi”, dije soltando la carcajada.

Así era todas las tardes que lo iba a ver. Una conversación fácil y alegre.

Pero una tarde que me sentía especialmente desmoralizada, mi papá me


preguntó si todo estaba bien.

Yo contesté que el día había sido pesado en asuntos de trabajo, pero que por lo
demás todo estaba bien.

“Yo pensé que estabas triste todavía”, dijo Agustín a modo tentativo.

Yo fingí no entender. La verdad es que no quería hablar con mi papá del tema
de Henry, Roxana, ni mucho menos del bebé cuya presencia ya era sumamente
notoria en el cuerpo de mi hermana.

Al verla llegar cada mañana, tan embarazada y tan contenta, yo sentía una
mezcla de envidia, admiración y rencor.

El bebé me daba ternura, pero no quería perdonar a Roxana. Era como si


supiera que iba a tener que terminar perdonándola porque es mi hermana, pero no
quería dejarle tan barato el perdón.

“No me contestaste”, insistió Agustín. “¿Cómo te sientes respecto al divorcio y


todo eso?”.

“¿Qué te diré? Estuve medio mal al principio, pero ya se me pasó. Creo que
sobreviviré, no te preocupes”.

“Los hombres a veces hacemos cosas como lo que hice yo con tu madre y lo
que hizo Henry contigo”, dijo Agustín. “No es que no te importe la mujer con la
que vives, sino que te dejas ir con la atracción física del momento sin pensar en
que pones en riesgo algo valioso”.

Me quedé pensando en las palabras de mi papá y no respondí.

“Es un instinto de conquista que tenemos los hombres, que a veces nos pierde”,
continuó mi papá.

“Y luego que pasa todo, ¿te arrepientes?”, pregunté tratando de comprender lo


que mi papá me estaba explicando.

“Sí te arrepientes, pero eso ya viene después. Al principio luchas por


conquistar y luego de deleitas en la satisfacción de la conquista”. Yo me quedé
viendo a mi papá con asombro, y él agregó: “Te repito: este es un impulso
masculino”.

“Si lo que quieres es darme consuelo, lo único que estás haciendo es que me
enoje más”, le dije sintiendo mucha rabia.

“Deja que termine de explicar”, dijo mi papá con paciencia. “Después que se
pasa el orgullo de la conquista, viene la cruda moral. Entonces te arrepientes de
haberte dejado llevar por el momento y luego sientes miedo que tu mujer se entere
y que el asunto se complique”.

“Eso no está bien”, dije. “Si entiendo lo que me dices del impulso masculino
pero no lo justifico, y me da coraje que valga más dejarte llevar por la atracción
que por el honor. ¿Y dónde quedan los principios, el respeto, el deber y la lealtad
y todas esas cosas?”

“Tienes razón. En lo personal yo lo hice porque la gente de mi generación lo


hacía y yo pensaba, tontamente, que los hombres teníamos, hmm, digamos que
privilegios especiales. Si hubiera medido las consecuencias jamás lo hubiera
hecho. Te lo digo con toda honestidad”.

“El caso de Henry es diferente. Yo creo que él sí está enamorado de mi


hermana”.

“¿Y cómo te hace sentir eso?”, preguntó mi papá mirándome con detenimiento.
“Mal. Me hace sentir muy mal. Me pregunto lo que nos preguntamos todas las
mujeres en esta situación. ‘‘¿Qué tiene ella que no tenga yo?’ ‘¿Dónde estaba yo
que no me di cuenta que esto estaba pasando?’ y el más duro de todos: ¿En qué
fallé?’”, contesté limpiándome con rabia las lágrimas que se me estaban
escapando a pesar de mis esfuerzos por contenerlas.

Al decir estas palabras vi el rostro de mi papá llenarse de lamento. Quizá le


dolía ver a su hija hacerse las mismas preguntas que se debe haberse hecho mi
mamá hace casi 20 años.

“Tú no fallaste en nada, hija. Fue Henry quien falló. Tu madre tampoco falló en
nada. Fui yo quien lo hizo”, dijo y cerró los ojos.

Se quedó callado. De pronto se veía sumamente cansado.

Me levanté, lo arropé y le di un beso en su mejilla. “Gracias papi por hablar


conmigo. Tus palabras me hacen bien. Te quiero mucho”.

“Yo también te quiero mucho, hija y quiero mucho a tu madre y a tu hermana.


Siempre las he querido. Siempre las querré”.

A la mañana siguiente, cuando fueron a despertarlo, lo encontraron


inconsciente. Jason lo revisó y dijo que aparentemente había tenido otra embolia
durante la noche. Los enfermeros de noche tenían instrucciones de dejarlo
descansar. De manera que nadie se dio cuenta de lo que había pasado.

Le llamamos al especialista que lo había atendido en el hospital, pero para


cuando llegó, mi papá ya había entrado en coma.

Dos horas después murió. Faltaban pocos minutos para que llegara Roxana a
cubrir su turno de acompañarlo.

A mí me tocó darle la noticia a mi hermana. La encontré en el pasillo y le cerré


el paso para que no viera a mi papá, que lo estaban preparando para llevarlo a la
funeraria.
Cuando mi hermana se enteró que él había muerto empezó a gritarme: “¡Por qué
no me avisaste temprano, cuando descubrieron que había tenido otra embolia!”
decía entre lágrimas y rabia.

“¡Cómo eres! Lo hiciste por venganza, porque estás celosa”, gritaba mientras
yo hacía esfuerzos por calmarla.

El personal de La Paloma nos veía y trataban de hacerse los disimulados.


Alguien cerró la puerta del cuarto de mi papá.

“Me quitaste la oportunidad de despedirme de mi papá”, seguía gritando mi


hermana. “Tú siempre lo tuviste y ahora que yo lo recuperé, me lo volviste a
quitar”, gritó con voz de fiera herida.

Yo empecé a sentir coraje de sus acusaciones. La verdad es que en la mañana,


cuando lo encontramos nadie pensó en que se fuera a morir. Lo único que
queríamos es que recibiera atención. Mi mamá lo supo inmediatamente porque
estaba en La Paloma, pero nadie se acordó de llamarle a Roxana o a Henry.

“Ya cálmate, le va a hacer daño a tu niño”, le dije.

“Eso quisieras”, me contestó mirándome con ojos de rabia.

“Estás loca. Yo no te deseo mal. La que ha actuado mal en todo esto has sido
tú”, le contesté con ira, sintiendo que ya no me importaba ni el lugar donde
estábamos ni la muerte de mi padre, ni nada. Su actitud de reproche rompió mi
control y una rabia ciega se me desbordó. Sentía que tenía qué sacar todo esto que
me había estado carcomiendo el alma.

“Tú fuiste quien se acostó con mi marido por vengarse de mí, ¿te acuerdas?,
desde chicas siempre has hecho lo mismo. Todo lo mío lo destruías sólo porque
yo era mejor que tú en todo”.

“¡No es cierto!” gritó mi hermana entre sollozos… y agregó “Bueno, si es


cierto lo de cuando éramos niñas, pero no es cierto ahora. Yo me enamoré de
Henry. El es el amor de mi vida. Lamento haberte hecho daño pero te juro que fue
sin querer”, dijo entre hipos.
“No te creo”, le dije. “Yo creo que a propósito te fuiste a buscarlo, que a
propósito te enredaste con él y que ahora cargas a ese niño como un premio a tu
traición”, grité yo también. Para estos momentos yo lloraba tan fuerte como ella.

Mis palabras la hicieron romper la histeria. Jaló aire, se me quedó viendo


como si la hubiera golpeado y, curiosamente, empezó a calmarse. Estaba
jadeando del esfuerzo, pero ya no lloraba. Se me quedó viendo finamente a los
ojos.

“Odio ser yo quien te de la noticia, pero, ¿sabes?, el mundo no gira a tu


alrededor”, me dijo sin perder mi vista.

“Tú no eres tan importante como para que yo concentre todos mis esfuerzos en
hacerte daño. Eso lo hice de niña, pero ahora soy una mujer y ya entendí que tú
eres tú y que yo soy yo. He aprendido a aceptarme y quererme como soy. Hace
muchos, ...muchos años que dejaste de ser el centro de mi vida. Ya no siento
envidia de ti ni te tengo celos”, dijo agarrando una punta de su blusa de
maternidad para secarse la cara y las manos.

“Ahora lo que quisiera es que me perdonaras”, dijo y rompió a llorar de nuevo.


“Tú eres la tía de mi hijo y yo quiero que tú seas parte de su vida”, dijo mientras
se limpiaba la nariz con la manga de su blusa.

“Yo te admiro mucho y quiero que estés presente cuando nazca, en su bautizo,
en el primer día de pre escolar; quiero que lo ayudes en la escuela, que lo enseñes
a fijar metas, y que vayas a los partidos de soccer. También quiero que vayas a su
boda y que estés presente el día que su mujer le vaya a dar un hijo”, dijo entre
gemidos y sollozos.

Sus palabras me tomaron por sorpresa. Las lágimas me hacían verla borrosa.
Las imágenes que pintó me hicieron pensar en el bebé que iba a tener los genes de
Henry… y los míos también, qué ironía. Y en ese momento pude ver el futuro y en
él, definitivamente, estaba presente mi sobrino.

Y como si hubiera escuchado que hablábamos de él, en ese preciso instante


decidió que ya era tiempo de nacer. Lo primero que escuché fue un grito histérico
de mi hermana.

“¡Se me rompió la fuente!”, gritó asustada y volteó a ver sus piernas, mojadas,
con un charco de líquido amniótico a sus pies. “¡Todavía no es tiempo!... no
quiero perder a mi bebé”, gritaba desesperada.
Jason
Santa Ana, finales de julio del 2013.

Entuertos. Para calmar los dolores que vienen después del parto, se administra una
infusión de melisa con flores de lavanda a la parturienta, a razón de una taza cada
hora hasta que encuentre alivio y reposo.

Jason llegó corriendo al pasillo donde Victoria trataba de calmar a Roxana.


“No te asustes, todo va a estar bien. Muchos bebés se adelantan unas semanas y
no pasa nada”, le decía sin que aparentemente, Roxana escuchara nada.

Un trabajador acercó una camilla. Con cuidado subieron a Roxana y la llevaron


a la sala de partos. Una revisión ñe dijo que el cuello de su matriz estaba
sumamente dilatado.

“Ya no hay tiempo de llevarla al hospital”, dijo Jason. “Vamos a atenderla


aquí”.

Victoria asistió a Jason durante el parto. Roxana quiso que fuera natural. Ella
había practicado respiraciones.

Henry llegó poco después. Él también le aseguró a Roxana que un adelanto de


tres semanas no ponía en riesgo al bebé.

“No hay sufrimiento fetal”, le aseguró Henry. “Todo va a estar bien”.

Como si solamente esperara a que llegara el papá del niño, Roxana entró a la
fase de la expulsión.

Aparentemente su labor de parto había empezado desde hacía varias horas,


pero ella no dijo nada pensando que se trataba de “dolores falsos”.

Luego les confesaría que durante la sesión a gritos con Victoria, ella había
sentido fuertes dolores en la espalda baja, pero los atribuía a que se sentía
agitada por el esfuerzo de la discusión.
“¿Han elegido un nombre?”, preguntó Jason. “Este amigo ya está naciendo y
necesito saber cómo saludarlo”.

“David”, dijo Henry.

“David Agustín”, dijo Roxana entre un jadeo y un pujido.

David Agustín hizo su aparición el día primero de agosto. Contaba con todos
los dedos de sus manos y de sus pies, con una abundante mata de cabello oscuro y
con un par de pulmones súper saludables, a juzgar por lo mucho que protestaba
mientras lo estaban poniendo guapo para que conociera a su mamá.

Victoria y Roxana estaban delirantes por la emoción.

“¿Te fijaste?”, le preguntó Victoria a su hermana. “Hemos roto un record de


seis generaciones en las que solo nacieron mujeres. Este muchachito es la séptima
generación, primer varón, alabado sea Dios, como diría Benita”, concluyó
mientras lo recibía en sus brazos y se lo pasaba a Roxana, quien rompió a llorar
al tenerlo en sus brazos.

Poco después Roxana fue transferida a un cuarto en otra ala del centro naturista.
Jason se fue a bañar antes de ir a atender otros asuntos de La Paloma.
Henry,
Santa Ana, agosto del 2013

Ira. Para calmar sentimientos de ira, se debe fortalecer el hígado con una infusión de
cardo de leche. Se puede combinar con cápsulas de St. John’s Wort si existen
sentimientos alternados de ira con depresión.

Al salir de la sala de partos, se enteraron que el cuerpo de Agustín ya había


sido transferido a la funeraria. Se le había informado a Graciela del deceso.

Apenas eran las 2 de la tarde pero Victoria se sentía sumamente cansada. Pensó
en ir a tomar un baño ella también y en, quizá, ir un rato a la capilla a calmar las
emociones.

“¿Tienes unos minutos?”, le preguntó Henry a Victoria.

Ella se giró al escuchar su voz. “No quiero hablar contigo. No en estos


momentos. Estoy agotada”, le dijo Victoria y siguió caminando.

Como si no escuchara, aceleró el paso y empezó a emparejó con ella. “Quiero


darte las gracias por haber asistido en el parto de Roxana”, le dijo Henry.

“No hay problema. Por si no te acuerdas, ella es mi hermana”.

“Entiendo que estés enojada conmigo”, le dijo,

Victoria contestó cortante “Ahórrate todas tus palabras. No me interesa


escucharte. Como dijiste en tu carta, no tienes disculpa” y luego, giró y lo miró de
frente.

“Por los tiempos del embarazo de mi hermana, me doy cuenta que tú planeaste
la fuga con varias semanas de anticipación, todo eso me queda súper claro”, dijo
y tomando aire, agregó:

“La única duda que tengo es ¿por qué me hiciste el amor la noche anterior a que
te fueras con mi hermana que ya iba embarazada de ti?”
Henry se sentía incómodo ante la pregunta tan directa de su ex esposa. “Porque
quería despedirme de ti”, dijo y agregó: “Perdóname, no tengo disculpa”.

“Eres un imbécil”, le dijo Victoria.

“Y te digo desde ahora cómo van a ser las cosas. Tú y yo vamos a hacer una
tregua porque están de por medio mi hermana y su hijo. Me voy a portar contigo
como gente civilizada. Pero si alguna vez veo que les haces daño a alguno de los
dos, entonces te voy a cobrar juntas todas las ofensas”, le dijo y dejándolo
plantado, se dio la vuelta.
Araceli,
Agosto del 2013

Tristeza. Un te de valeriana es el remedio más rápido para combatir la tristeza que


causa insomnio o pensamientos de que algo ya no tiene remedio. Si además hay
palpitaciones, se puede agregar un poco de espino blanco a la hora de preparar la
infusión.

Agustín fue cremado una semana después que falleció.

Graciela no quiso participar en los trámites finales de su esposo. Fue Araceli


quien organizó el servicio. Se le pidió a uno de los empleados de la carnicería
que dijera unas palabras en nombre del grupo.

Victoria dijo la eulogía por parte de la familia. Roxana tuvo qué salir del
servicio para amamantar a David Agustín.

Dos amigos de Agustín pidieron la palabra para despedirse de su compañero de


andanzas. Hablaron de cuánto lo admiraban, contaron cómo los había asesorado
en sus propios negocios e hicieron llorar y reír a los asistentes recordando al
amigo fallecido.

Después de la cremación, Graciela dijo que no quería conservar las cenizas,


que autorizaba a Araceli y sus hijas a disponer de ellas y se fue sin despedirse de
nadie.

Después del servicio fúnebre, Araceli y sus hijas, junto con Jason y Henry, se
fueron al condominio de Araceli y se sentaron por horas a platicar de hombre que
tan importante había sido en las vidas de las tres mujeres.
Victoria
Santa Ana, agosto del 2013

Amor. Para reforzar sentimientos de bienestar producidos por el amor, se recomienda


agregar hojas de albahaca a las ensaladas. Esta hierba produce un aroma picante y
dulzón que pone a los que la consumen en buena disposición para el amor.

Cuando regresé a mi casa después del servicio fúnebre de mi papá me sentía


muy triste. Me dolía que se hubiera ido tan pronto y que La Paloma y yo, con
tantos remedios y tantos conocimientos no hubiéramos podido prever su muerte.
Ni mucho menos salvarlo.

Las primeras semanas, cuando regresamos a la normalidad, la sombra de la


tristeza seguía asaltándome cuando yo me encontraba descuidada.

Era difícil sacudirla de encima. El único consuelo de estos días era la


presencia del bebé.

“¿Tú crees que nuestro papá reencarnó en el niño?”, me preguntó un día Roxana
con ojos de esperanza.

Sus palabras me hicieron recordar a Benita. “Hey, yo no soy la que habla de


esas cosas. Era la abuela la que creía en la reencarnación, ¿te acuerdas?”, le dije
sonriendo.

Lo cierto es que aunque me burlara, dentro de mi corazón, yo también tenía la


secreta esperanza que el espíritu de mi papá hubiera regresado a la vida en el
bebé. Después de todo, uno murió pocas horas antes que naciera el otro.

Como quiera que fuera, David Agustín estaba hermoso. En mi carrera de


enfermera he presenciado muchos partos y nunca deja de llenarme de admiración
y respeto este milagro de la creación de vida.

Cuando lo cargaba, David Agustín hacía estos soniditos que yo adoraba y me


encantaba hundir mi cara en su cuello para oler su aroma de bebé.
A veces, cuando lo sostenía en mis brazos, estiraba sus brazos y sus piernas y
se torcía con el desenfado de quien se sabe amado y yo adoraba verlo hacer eso.

Es curioso, pero esta personita había echado a andar mi reloj biológico. Yo,
que cuando estaba casada no había querido darle un hijo a mi entonces esposo,
ahora estaba anhelando tener mi propio hijo.

Una tarde en que Roxana vino a La Paloma a recoger a mi mamá, nos quedamos
las tres platicando un rato. El bebé estaba dormido plácidamente en su silla y nos
dejó charlar en calma.

En la conversación salió el tema de mi papá y de repente las tres nos dimos


cuenta que él había hablado con cada una de nosotras y nos había dicho justo lo
que necesitábamos escuchar de él.

Nos pusimos a llorar mientras comparábamos relatos. Era como si él supiera


que ya se iba a morir y necesitara dejar sus asuntos arreglados para poder irse en
paz.

Esa fue una buena llorada, una llorada rica, de esas que te sanan el corazón
partido.

Después que se fueron mi mamá y mi hermana, me sorprendió darme cuenta que


ya no había rastros de ningún dolor.

Parecía como si me hubieran sanado el alma de todo mal.

Sentí una paz infinita. Pensé en mi abuela, como si estuviera aquí para decirme:
“¿Ya ves? Al final todo obra para bien”.

Aparentemente yo ya estaba lista para empezar a vivir el resto de mi vida.

Mis pensamientos volaron hacia Jason y sentí un pequeño vuelco en el corazón.


El se había convertido en mi mejor amigo y varias veces lo había descubierto
mirándome con esos ojos que a las mujeres nos encanta que nos mire el hombre
que nos interesa.
Como si hubiera escuchado lo que yo estaba pensando de él, en ese momento se
asomó a mi oficina. “¿Estás libre?”, preguntó. “Pensaba si te agradaría salir a
cenar conmigo”, dijo rápido y se me quedó mirando.

Yo sonreí. “Es viernes, todo está en calma”, contesté. “¿Es una cena de
negocios, de amistad, o de inicio de romance”, pregunté atrevida.

“De romance”, contestó, “definitivamente es una cena de romance” aseguró


sonriendo mientras me mostraba ese hoyito que se le hacía en una de sus mejillas
cuando sonreía.

[: :]

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