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Arte romano.

Arquitectura de poder (1ª parte)


Remedios García Rodríguez
01/09/2007

«Me viene a la mente Roma, mi casa y el deseo de todos


aquellos lugares y cuanto queda de mí en la ciudad que he
perdido», dice Ovidio en Tristes. Roma es también mi casa
y, en esta calle del mundo, la única en donde me reconozco,
busco cuanto queda de mí en lo que perdí.
Maria Zambrano

Generalmente los libros clásicos de arte romano concedían mucha importancia a los sistemas
romanos de construcción y a su cronología de aplicación, tal vez porque pensaban que los romanos
no habían podido ser originales en el arte y no encontraban materia de reflexión. Para mayor
confusión, los monumentos se publicaban mutilados y sufrían el hecho de ser estudiado, no por
artistas, sino por filólogos y arqueólogos. Poco a poco, a medida que las investigaciones han ido
avanzando y los monumentos han dejado de ser un campo de ruinas, se ha ido considerando que el
arte romano es original y que si bien las obras romanas repiten tipos griegos, lo realizan con espíritu
y belleza enteramente romanos y con personalidad propia. Se acepta que la arquitectura romana,
después de pasar por una fase en la que es heredera de la arquitectura etrusca, desarrolla otra en la
que integra la influencia griega, a veces a través de la etrusca, y es a partir del siglo II a.C. cuando
inicia un fecundísimo y largo periodo en el que la arquitectura romana es tan perfecta, que se
convierte en uno de los principales vehículos de romanización.

Refiere Plutarco que cuando los romanos llamaron al general Marcelo para la guerra que se libraba
en casa, él llevó consigo la mayor parte y las más bellas ofrendas de Siracusa, que podrían ser
testimonio de su triunfo y adorno de la ciudad. Tras la conquista del sur de Italia, de Sicilia y, sobre
todo, de los territorios de la Grecia, en el siglo II a. C., Roma quedó verdaderamente inundada de
estatuas, de pinturas y de obras de arte griego. Marcelo enseñó a los ignorantes romanos a admirar y
honrar las maravillosas y bellas obras de Grecia, tras la conquista de Siracusa, como también explica
el mismo Plutarco. En ese momento comenzaron a alterarse los valores tradicionales de un pueblo
tosco y sencillo, bueno para las grandes hazañas, que estaba acostumbrado solo a guerrear y a
cultivar la tierra y desconocía el lujo y la comodidad. Así era caracterizado por el mencionado autor.

Si bien es cierto, pues, que el helenismo es un componente sustantivo de la Arquitectura Romana,


cada vez se va imponiendo más la opinión de que ésta lo transforma y lo pone al servicio de unas
necesidades. En la Arquitectura Romana campea el más absoluto utilitarismo. Los romanos hacen
esfuerzos duraderos que, a la postre, no es sino ahorrar esfuerzos. Con frecuencia quedamos
asombrados ante la perfección de sus monumentos. Aquellos hombres estaban convencidos de la
inmortalidad del Imperio. Lo corrobora aquí, un sorprendente puente, allí, una sólida carretera,
acullá, un monumental arco de triunfo, todavía inhiestos, servibles y espectaculares, pese al tiempo
transcurrido. Esa es la mayor gloria de Roma.

A pesar de lo dicho, es importante mencionar, que en el siglo II a.C. comenzó a utilizarse un nuevo
material de construcción que, tras el hundimiento de la civilización romana, asombró a sus
admiradores. Este material hasta entonces desconocido era el que los romanos llamaron opus
cementicium (caementicium), que viene a ser lo que nosotros llamamos hoy hormigón. Le dieron su
nombre los caementa, las pequeñas piedras que se disponían en un encofrado, como los que hoy se
hacen en la actualidad sobre las que se vertían, también del modo como se practica hoy día, la
argamasa formada básicamente por cal y arena.

El otro material barato y dúctil, fue el ladrillo, a cuyo aparejo los romanos llamaron opus latericium
o testaceum. Comenzó a extenderse en el siglo I a.C. y se generalizó en el cambio de era. Su
producción industrial normalizada, con piezas estandarizadas que facilitaban su utilización en las
obras, se había producido antes de terminar el siglo I a.C.

Junto con la expansión de los nuevos materiales, se produjo el desarrollo de una nueva arquitectura,
la abovedada. No solamente utilizaron la bóveda de cañón, sino también la cúpula e incluso
inventaron la bóveda de aristas. De esta manera solucionaron el sistema de los abovedamientos de un
espacio cuadrado. Bóvedas se ven en arcos de triunfo, puertas de ciudades, puentes, y otros lugares.
Pero las soluciones más bellas y osadas fueron conseguidas en los espacios cerrados. La arquitectura
romana alcanza sus efectos más asombrosos en los interiores.

El edificio romano se disfruta sobretodo por dentro. En eso se mostraron colosales los arquitectos
romanos, llegaron a levantar bóvedas de un tamaño gigantesco. Para ello tuvieron que resolver el
problema de la erección de la bóveda y el de los apoyos. Antes de levantar la bóveda montaban un
armazón de madera, cimbra, que tuviese la forma que deseaban darle. Una vez construida la bóveda,
desmontaban la cimbra. Sobre la cimbra se disponía una serie de arquillos o nervios imbricados
rellenos después de hormigón, para dar mayor solidez al abovedamiento. Esto nos da idea de la
firmeza de los monumentos romanos. Los elementos de sustentación de estas bóvedas tan pesadas,
eran las pilastras y el muro. Ambos de grandes grosores.

La columna en la arquitectura romana tiene un valor decorativo. De la tradición itálica quedó en


Roma el orden dórico romano, es decir, la variante etrusca del dórico, a la que denominaron orden
toscano los hombres del Renacimiento. Con la helenización de los siglos III y II a.C. se introdujeron
los demás órdenes griegos y la moda helenística de utilizar preferentemente los más flexibles,
ornamentales y esbeltos: el jónico y el corintio. El uso generalizado en Roma, fue el corintio, el más
rico de todos, pero se utilizó con la máxima libertad, combinando ménsula con dentículos y otras
bandas decorativas en el entablamento, e integrando motivos ornamentales de diverso carácter entre
las hojas de acanto del capitel. Una de esas elaboraciones originó el llamado orden compuesto, en el
que las volutas del capitel jónico se superponían a las hojas de acanto del corintio.

También los romanos tomaron de Grecia los tipos fundamentales de sus edificios, pero igualmente
mostraron su capacidad innovadora. Cuando las refinadas obras griegas comenzaron a llegar a la
ciudad de Roma, los templos que albergaban los dioses romanos eran construcciones de barro y de
madera, de aspecto tosco y de proporciones nada elegantes, con sus amplios vuelos y sus cellas
anchas y recargados de ornamentación. Respondían al tipo etrusco.

A comienzos del siglo I a.C. se empezaron a hacer templos de piedras, más esbeltos y de acuerdo
con la codificación de los órdenes. La helenización fue casi completa. Los templos romanos
conservaron la elevación sobre un podio, la pronao muy profunda en la fachada. No incorporaron el
peristilo griego que quedó convertido en una sucesión de columnas adosadas sobre los muros
macizos de la cella, para formar el tipo pseudoperípteros, característicos de la arquitectura templaria
romana.

En los tiempos de la república, bajo la dictadura de Sila, en siglo I a.C. se había utilizado entonces la
novedosa construcción de cementium, con arcos y bóveda, en los complejos religiosos de Júpiter
Anxur, en Terracita, de Hércules Victor, en Tívoli y de la Fortuna Primigenia en Preneste, la
moderna Palestrina. Los grandes conjuntos arquitectónicos dispuestos en espectaculares elevaciones
naturales que los romanos pudieron contemplar en la Pérgamo helenística y en otros centros del
Oriente griego, se reprodujeron aquí a la romana, incorporando los potentes medios que brindaban el
nuevo sistema de construcción.
       

         

       

El llamado Maison Carré, en Nimes, erigido en honor de Augusto, el año 16 a.C, en excelente
estado de conservación, ofrece todas las características que separan el templo griego del romano. La
caliza blanca en que fue construido ha adquirido con el tiempo matices rojizos y ambarados que
acentúan, más aún, esta sensación de perfección ilusoria.

En la época de Augusto, inmediatamente después de regresar el Emperador de Egipto, procedió a


restaurar templos de Roma, ‘Ochenta y dos templos de los dioses de la Urbe restauré por decreto del
Senado’. Edificó también un templo en un Foro nuevo que construyó en Roma, cuyo santuario
central parece ser que fue el Templo de Marte, de Roma. Entre las ruinas del Foro de Augusto
destacan columnas que aun se mantienen en pie, de este templo dedicado al dios de la guerra.

De excepcional importancia es el conjunto de los templos de Baalbek, en el hoy maltratado Líbano.


Su gran templo de Júpiter que empezó a construirse a principios del siglo I d.C., durante el dominio
del Emperador Augusto, es muy parecido al del Foro de Trajano, sin que se tengan datos de cual de
ellos es el modelo original. Puede presumirse que fue el templo de Baalbek el que tomó su planta y
disposición de monumentos romanos.

     

El Ara Pacis Agustae, en el Campo de Marte, erigida por Augusto a su regreso de las campañas
pacificadoras en España y la Galia en el año 13 a.C. Tal decía la famosa inscripción llamada
Testamento de Augusto. Es un edificio cuadrado alzado sobre un podium, y dos puertas, una al Este
y otra al Oeste que se abren en sus muros con relieves decorativos e iconografíados de primer orden.
  

En España, los más importantes, fueron el Templo de Marte, Mérida y el templo de Fabara,
Zaragoza. Esa gran cantidad de templos que Augusto construyó en Roma y en su territorio, la
pública magnificencia, representó una adhesión cerrada a tradiciones mesuradas de la arquitectura.
Edificios grandes y ricos, de cuidada factura y de exquisita decoración, eran símbolo de la solidez
del Estado y de la política prudente del Príncipe siempre partidario del clasicismo como lenguaje
representativo de su virtual reinado.

Esta moderación de la edad de oro de Augusto fue invocada más tarde por Adriano, pero en el
periodo de paz y seguridad que vivió el Imperio bajo su poder, en el siglo II, hizo que se manifestara
de modo distinto, como lo demuestra un edificio religioso singular de Roma, el símbolo por
excelencia de la arquitectura imperial romana, el Panteón de Adriano o Templo de todos los
dioses. Situado entre los cerros Palatino, Celio y Esquilino, donde había estado el lago artificial de la
Domus Aurea de Nerón, hay misterios que envuelven su origen y son muchas las vicisitudes por las
que ha pasado. En este sentido tanto los historiadores clásicos como la tradición medieval coinciden
en atribuir a Agripa la construcción del Panteón de Roma. Pero hace poco un arquitecto francés que
tuvo la oportunidad de hacer calas en el grueso de los muros y en la bóveda del Panteón, encontró en
diferentes niveles ladrillos con marcas del tiempo de Adriano. Se sabía que Adriano, quien sintió una
extraordinaria afición por la arquitectura e intervenía en la edificación de sus principales edificios,
había restaurado el Panteón, pero lo que se ignoraba es que hubiese sido una verdadera
reconstrucción. ¿Cuál es, pues, la conclusión que tenemos que sacar.¿Queda algo de la obra de
Agripa en el Panteón, o es por completo un monumento de la época de Adriano?

       

Hay quienes afirman taxativamente que el Panteón que Agripa construyera hacia los años 27 y 25
a.C. fue totalmente destruido por un incendió sufrido en el año 80 y el actual fue completamente
reconstruido por Adriano, entre los años 118- 125 d.C.

En cualquier caso, lo cierto es que en él culminan las investigaciones de los arquitectos romanos
sobre el espacio interior, en una solución armoniosa e imponente. El uso que aquí vemos de la planta
circular no constituía una novedad. Ya se había aplicado en los complejos termales. Lo nuevo
consistía en su aplicación a un edificio religioso. Y tampoco el empleo de la cúpula era inédito. El
hecho verdaderamente original deriva de las dimensiones gigantes, de la definición del espacio
interior.
 

Definición vital, obligada para quien entra en el Panteón. Esta vitalidad está determinada sobretodo
por el amplio tambor cilíndrico y por la compleja estructura de soportes mediante arcos que abrazan
la cúpula en su empuje sobre macizos pilares. De tal manera, que el vacío que hasta entonces había
sido considerado un elemento pasivo o negativo en la arquitectura, adquiere un valor positivo, de
‘presencia’ que actúa, gracias a las perfectas correspondencias entre los distintos elementos del
imponente edifico. Correspondencias medibles que captamos entre los distintos elementos y que se
traducen en una sensación de armonía y belleza. Por ejemplo, el diámetro del Panteón y su altura,
son iguales. Existe correlación entre la línea de la planta y las infinitas curvas que forman la cúpula.
Los cinco círculos concéntricos de la cúpula, decorados con casetones, que suben hacia la única
abertura, son también redondos. Todo ello, da la impresión de una ligereza aérea. Estos resultados
estéticos son posibles gracias a la perfección técnica con que los constructores romanos utilizan los
materiales de construcción. Esta noción de estabilidad inmutable que proporciona la composición del
interior, es la mejor plasmación de la seguridad imperturbable del imperio, la materialización de su
auge y la mejor evidencia de la madurez del arquitecto.

Puede afirmarse, sin duda, que el Panteón es el primer edificio en el que aparece el moderno
concepto de arquitectura como arte creador de espacios interiores. La arquitectura griega estaba
hecha para ser vista desde el exterior, donde se reunía el pueblo para asistir al sacrificio litúrgico que
se practicaba en el altar situado siempre frente al templo. El Panteón, en cambio, como arquitectura
romana que es, crea un universo interior en el que el pueblo se concentra para comulgar con los
dioses, aislándose del Cosmo exterior. No es extraño que el Panteón sea el único templo romano que
es hoy iglesia.

También los enterramientos funerarios tienen interés arquitectónico. En Roma, las tumbas se
disponían a lo largo de las vías principales. Las sepulturas individuales modestas tienen un interés
reducido, pues no tienen más que un sarcófago formado de tégulas de piedra o barro cocido. En
cambio los enterramientos de personas principales, los mausoleos si que poseen un enorme interés
artístico, servían al mismo tiempo de tumba y templo. Podían tener planta cilíndrica, cuadrada o
rectangular. Algunos se coronaban por una especie de cono de poca altura. Parecen derivaciones de
las tumbas de cámaras etruscas. En las ciudades eran corriente los enterramientos colectivos o
columbarios por la costumbre que había de incinerar cadáveres.

La tumba de Cecilia Metela, esposa de Craso, en la Via Apia de Roma es la más antigua de estas
grandiosas construcciones sepulcrales de forma cilíndrica.
           

El mausoleo de Augusto del año 26 a .J. era también circular. Decidió construirlo para él y los
suyos cuando sólo tenía treinta y cinco años. El lugar escogido fue el campo de Marte, y su forma,
un túmulo sencillo sosteniendo un bosquecillo. Con excepción de sus paredes circulares, queda poco
del colosal túmulo. Los muros de sostenimiento de las terrazas superiores tenían que basarse en el
suelo y esto obligó a que las plantas fuera una serie de anillos circulares con galerías entre los muros
cilíndricos. Es posible que careciera del pórtico de entrada. Los obeliscos son los que están hoy en
las plazas del Quirinal y de Santa Maria la Mayor. Allí entraron primero las cenizas de Octavia y
Marcelo, hermana y cuñado de Augusto. Después, las de Agripa, Julia, Druso, Cayo y su hermano
Lucio, y las del príncipe Augusto. Más tarde, se abrió el mausoleo para recoger las cenizas de
Germánico, Livia, Tiberio, Agripina, Nerón y hasta para la esposa de Septimo Severo, Julia Domna,
que por pertenecer a la gente Julia, se creyó con este derecho.

       

El citado Mausoleo de Augusto, que visto los enterramientos, bien podía llamarse de los Julios, fue
imitado por Adriano. La llamada Mole Adriana, transformada en el Castillo de Sant´Angelo, es
todavía uno de los monumentos más impresionantes de Roma. Su enorme masa, enteramente
desfigurada por las reformas, domina aún hoy la mitad de la Urbe, en la orilla derecha del Tiber.
Estaba formado por un poderoso cuerpo cilíndrico de 21 metros de altura y 64 metros de diámetro,
con un recinto revestido de mármol. Un túmulo de tierra con cipreses y otras plantas, probablemente
remataba la cima, mientras que coronando todo el monumento, se elevaba la gran cuadriga de bronce
dorado con la estatua del Emperador. Adriano fue sepultado en el Mausoleo, un año después de su
fallecimiento, en el 139 d.C. cuando la obra fue terminada por el emperador Antonino Pío.

Con forma de torre, de planta cuadrada, o tumba tipo campanile, está la de los Julios en Saint-
Remy, Provenza.De forma exótica o caprichosa, son la Pirámide de Cayo Cestio y la tumba del
panadero Marco Virgilio Eurysaces, del 476 d.C. Ambas en Roma.

     

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