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LITERATURA Y PINTURA

ÍNDICE
1-La joven de la perla…………………………………………………………………………………………………página 2

2- La tabla de Flandes…………………………………………………………………………………………………página 5

3- La novia de Matisse………………………………………………………………………………………………..página 5

4- El sueño de la razón………………………………………………………………………………………………..página 6

5- El retrato de Dorian Gray………………………………………………………………………………………..página 8

6- Una novelista en el museo del Louvre…………………………………………………………………….página 9

7- Un novelista en el museo del Prado………………………………………………………………………página 10

8-A unos ojos……………………………………………………………………………………………………………..página 11

9- A la pintura……………………………………………………………………………………………………………..página 12

10-1917……………………………………………………………………………………………………………………….página 13

11- Díez líneas para Antoni Tapies………………………………………………………………………………página 17

12- El espejo negro……………………………………………………………………………………………………..página 18

13- El secreto de Picasso……………………………………………………………………………………………..página 21

14- Botines con lazos…………………………………………………………………………………………………..página 22

15- La vista, el tacto…………………………………………………………………………………………………….página 23

16- El código Da Vinci………………………………………………………………………………………………….página 25

17- Sé de un pintor atrevido……………………………………………………………………………………….página 29

18- El jilguero………………………………………………………………………………………………………………página 30

19- A Filis…………………………………………………………………………………………………………………….página 31

20- Dos cosas despertaron mis antojos………………………………………………………………………página 31

21- Al color………………………………………………………………………………………………………………….página 32

22- El pintor de flores………………………………………………………………………………………………….página 32

23-Anémonas de Matisse…………………………………………………………………………………………..página 35

24-Triniá……………………………………………………………………………………………………………………...página 36

25- Quiero pintar la luna……………………………………………………………………………………………..página 37


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LITERATURA Y PINTURA
Antología de textos literarios para ilustrar cuyo tema es la
pintura desde diferentes aspectos: la pintura como
manifestación artística, técnicas, pintores, cuadros
famosos…

1-LA JOVEN DE LA PERLA (Tracy Chevalier)


Mi madre no me avisó de que iban a venir. Después dijo que no quería que pareciera
nerviosa. Me sorprendió, pues creía que me conocía bien. Los desconocidos
pensaban que era una persona tranquila. No me ponía a llorar como una cría. Solo
mi madre reparaba en la tensión de mi mandíbula, en lo abiertos que tenía mis ojos
ya de por sí abiertos.

Estaba picando verduras en la cocina cuando oí voces al otro lado de la puerta


principal: una de mujer, radiante como el latón bruñido, y otra de hombre, grave y
oscura como la madera de la mesa en la que estaba trabajando. Eran la clase de
voces que rara vez oíamos en nuestra casa. Aquellas voces hacían pensar en lujosas
alfombras, libros, perlas y abrigos de piel.

Me alegré de haber fregado con tanto ahínco los escalones de la entrada.

La voz de mi madre —una olla, un cántaro— se acercaba desde el salón. Se dirigían a


la cocina. Coloqué en su sitio los puerros que había estado picando, dejé el cuchillo
sobre la mesa, me sequé las manos con el delantal y apreté los labios para
suavizarlos.

Mi madre apareció en la puerta, mirándome en señal de advertencia. La mujer que


venía detrás de ella tuvo que agachar la cabeza porque era muy alta, más que el
hombre que la seguía.

En nuestra familia todos éramos bajos, incluso mi padre y mi hermano.

Parecía que la mujer se hubiera visto azotada por el viento, aunque aquel día no
soplaba aire. Tenía el sombrero torcido, y unos pequeños rizos rubios le salían por
debajo y le caían sobre la frente como abejas que tratase de aplastar
impacientemente. El cuello de su vestido no estaba bien colocado ni tan planchado
como cabría esperar. Se echó hacia atrás el manto gris que llevaba en los hombros, y
vi que bajo su vestido azul marino se estaba gestando un bebé. Nacería a finales de
año o antes.

Su cara recordaba una bandeja ovalada, a veces reluciente y otras apagada. Sus ojos
eran dos botones marrón claro, un color que casi nunca había visto combinado con
el pelo rubio. Hizo ver que me observaba detenidamente, pero fue incapaz de centrar
su atención en mí y sus ojos se pasearon rápidamente por la habitación.

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—Así que esta es la chica —dijo de repente.


—Es mi hija, Griet —contestó mi madre. Incliné la cabeza ante el hombre y la mujer
en actitud respetuosa.

—Pues no es muy grande. ¿Será lo bastante fuerte? Cuando la mujer se volvió para
mirar al hombre, golpeó con el manto el mango del cuchillo, que se cayó de la mesa y
rodó por el suelo.

La mujer gritó.
—Catharina —dijo el hombre con calma. Pronunció su nombre como si tuviera
canela en la boca. La mujer se calló e hizo un esfuerzo por serenarse.

Me acerqué a coger el cuchillo y, después de limpiarlo con el delantal, volví a dejarlo


en la mesa. El cuchillo había rozado las verduras. Coloqué de nuevo en su sitio un
trozo de zanahoria.

El hombre me estaba observando con sus ojos grises como el mar. Tenía una cara
alargada y angulosa, y poseía una expresión firme, a diferencia de la de su mujer,
que era vacilante como una vela. No tenía barba ni bigote, lo cual me agradó, pues le
daba un aire aseado. Llevaba una capa negra sobre los hombros, una camisa blanca y
una fina gorguera de encaje. Tenía el sombrero calado sobre su pelo del color rojo de
los ladrillos mojados por la lluvia.

-¿Qué estabas haciendo, Griet? —preguntó.

Me sorprendió la pregunta, pero logré disimular mi sorpresa.

—Picando verduras, señor. Para la sopa.

Siempre colocaba las verduras en un círculo, cada una en su sección, como porciones
de una tarta. Había cinco: lombarda, cebollas, puerros, zanahorias y nabos. Había
utilizado la hoja de un cuchillo para dar forma a cada porción y había puesto un
disco de zanahoria en el centro.

El hombre dio un golpecito en la mesa con el dedo. —¿Están colocadas en el mismo


orden en el que se echan en la sopa? —preguntó, estudiando el círculo.

—No, señor.

Vacilé. No sabía decir por qué había colocado las verduras de aquella forma.
Simplemente las ponía como me parecía que debían estar, pero me encontraba
demasiado asustada para decirle aquello a un caballero.

—Veo que has separado las blancas —dijo, señalando los nabos y las cebollas—. Y el
naranja y el morado no están juntos. ¿Por qué? —Cogió un pedazo de lombarda y
otro de zanahoria y los agitó en la mano como si fueran un dado.

Miré a mi madre, que asintió con la cabeza ligeramente.

—Los colores se pelean cuando están juntos, señor.


Él arqueó las cejas, como si no esperase aquella respuesta.

—¿Y pasas mucho tiempo colocando las verduras antes de preparar la sopa?

—Oh, no, señor —contesté, confundida. No quería que pensara que era una vaga.

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Vi que algo se movía por el rabillo del ojo. Mi hermana, Agnes, estaba asomada a la
jamba de la puerta y había movido la cabeza al oír mi respuesta. Yo no solía mentir.
Bajé la vista.

El hombre volvió la cabeza ligeramente, y Agnes desapareció. Dejó los trozos de


zanahoria y lombarda en sus porciones correspondientes. El pedazo de lombarda
cayó encima de las cebollas. Me entraron ganas de alargar la mano y colocarlo en su
sitio. No lo hice, pero él sabía que deseaba hacerlo. Me estaba poniendo a prueba.

—Basta de cháchara —declaró la mujer. Pese a estar molesta con él por la atención
que me estaba prestando, fue a mí a quien miró con el ceño fruncido—. ¿Mañana,
entonces?

Miró al hombre antes de salir de la habitación majestuosamente, y mi madre se fue


detrás de ella. El hombre echó otro vistazo a los ingredientes de la sopa, se despidió
de mí con la cabeza y siguió a las mujeres.

Cuando mi madre volvió yo estaba sentada junto a la rueda de las verduras. Agua rdé
a que ella hablara. Tenía los hombros encorvados como si se estuviera protegiendo
del frío invernal, aunque era verano y en la cocina hacía calor.

—Mañana empezarás a trabajar de criada para ellos. Si lo haces bien, te pagarán


ocho stuivers al día. Vivirás con ellos.

Apreté los labios.

—No me mires así, Griet —dijo mi madre—. Ahora que tu padre ha dejado su
empleo, no nos queda más remedio.

-¿Dónde viven?
—En Oude Langendijk, en el cruce con Molenpoort. —¿En el barrio papista? ¿Son
católicos?
—Podrás venir a casa los domingos. Han accedido a ello.

Mi madre rodeó los nabos con las manos, los recogió junto con algunos trozos de
lombarda y cebolla, y los echó en la cazuela con agua que aguardaba en el fuego. Las
porciones de tarta que había formado con tanto cuidado quedaron destrozadas.

Subí la escalera para ver a mi padre. Estaba sentado en el desván, junto a la ventana,
cuya luz le daba en la cara. Era lo más aproximado a la visión de lo que disponía
ahora.

Padre había sido azulejero, y todavía tenía los dedos manchados de azul de pintar
cupidos, doncellas, soldados, barcos, niños, peces y animales en los azulejos
blancos, para luego barnizarlos, cocerlos y venderlos. Un día el horno explotó y le
arrebató los ojos y el empleo. Él tuvo suerte; otros dos h ombres murieron.

Me senté a su lado y le cogí la mano.


—Lo he oído —dijo antes de que yo pudiera hablar—. Lo he oído todo.

Su oído había adquirido la agudeza de la vista que había perdido.

No se me ocurría nada que decir que no sonase a reproche.

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—Lo siento, Griet. Me gustaría haber hecho más por ti. —Su pesar se reflejaba en la
zona que antes ocupaban sus ojos, que el médico había cerrado cosiendo la piel —.
Pero él es un cab

2-LA TABLA DE FLANDES (Arturo Pérez


Reverte)
“Escuchó la música unos instantes y después dejó vagar su atención por el mercado, cuyo rumor
ascendía hasta ella amortiguado por la altura en que se encontraba. Estuvo así hasta apurar el
cigarrillo y después bajó por la escalinata, deteniéndose ante el escaparate de las muñecas. Las
había vestidas y desnudas, con pintoresco traje de campesinas o complicados vestidos
románticos que incluían guantes, sombreros y sombrilla. Algunas representaban niñas y otras
mujeres adultas. Las había de rasgos groseros, infantiles, ingenuos, perversos… Los brazos y
manos se alzaban a mitad de un imaginario movimiento en diversas posturas, como si los
hubiese sorprendido así el soplo frío del tiempo transcurrido desde que las abandonó, o vendió,
o murió, su propietaria. Niñas que al final fueron mujeres, pensó Julia, hermosas o desprovistas
de atractivo, que después, alguna vez amaron o quizá fueron amadas, habían acariciado esos
cuerpos de trapo, cartón y porcelana con manos que ahora se consumían en el polvo de los
cementerios. Pero todas aquellas muñecas sobrevivían a sus poseedoras; eran testigos mudos,
inmóviles, que guardaban en sus imaginarias retinas viejas escenas domésticas, ya borradas del
tiempo y la memoria de los vivos. Desvaídos cuadros esbozados entre brumas de nostalgia,
momentos de intimidad familiar, canciones infantiles, amorosos abrazos. Y también lágrimas y
desengaños, sueños reducidos a cenizas, decadencia y tristeza. Quizá, incluso, maldad. Había
algo sobrecogedor en aquella multitud de ojos de vidrio y porcelana que la miraban sin
parpadear, con la hierática sabiduría que sólo el tiempo posee, ojos inmóviles incrustados en
pálidos rostros de cera o cartón, junto a vestidos que el tiempo había oscurecido hasta dar un
tono apagado y sucio a puntillas y encajes. Y el cabello peinado o en desorden, pelo natural –el
pensamiento la hizo estremecerse- que había pertenecido a mujeres vivas.”

3-LA NOVIA DE MATISSE (Manuel Vicent)

"Entre ellos la seducción había quedado en un punto ambiguo. Al


pié de aquella tabla flamenca, sentados al borde de la cama
real, Julia y Míchel también habían compuesto una Piedad, sólo
que esta vez no era la Madre la que contemplaba en su regazo al
Hijo Crucificado, sino un hombre maduro quien tenía en sus
brazos a una joven y hermosa mujer herida de muerte. Esa noche
estos amantes iniciáticos se despidieron en el jardín sin que su
pasión hubiera ido más allá de aquellas simples caricias en la
habitación de invitados, y al quedarse sola y descalza en la
hierba Julia no supo descifrar si había sido seducida o sólo
consolada por aquel hombre.
Desde que los primeros análisis emplazaron a Julia ante la

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muerte no había dejado de correr la cuenta atrás. Habían pasado


ya cuarenta días con sus noches y por una simple intuición se
había ido percatando de que algo siniestro se cernía en torno a
ella, pese al falso informe que guardaba en un cajón del
vestidor bajo la protección de la mujer desconocida de Picasso.
El hematólogo le había pronosticado tres meses de vida, y esta
opinión había sido contrastada y confirmada por otros doctores
de clínicas de Zúrich después de estudiar los análisis
auténticos. Durante ese tiempo Julia había tenido altibajos en
el estado de ánimo, pero salvo dos caídas profundas de la anemia
que la tuvieron en cama no podía decir que se sintiera del todo
mal porque de pronto, sin que nadie se explicara la causa,
recobraba la energía y volvía a ser esa joven espléndida llena
de fuerza vital. Así se sentía esa noche después de despedir a
su amigo. Se quedó feliz mirando la pileta que contenía en su
interior la luna llena diluida en sombras y se prometió que
mañana mandaría al jardinero que vaciara el agua para rescatar
el anillo de brillantes.
Por su parte, Míchel llamó al señor Segermann a su oficina de
Ginebra. Los nenúfares de Monet todavía estaban inmovilizados en
la caja de un banco en Madrid a la espera de que el judío
internacional despejara a los intermediarios. No era un problema
fácil de resolver. Míchel Vedrano quería ofrecer el cuadro
limpio a Luis Bastos sin un sobreprecio excesivo, y por otra
parte cobrar el Monet era la condición que el señor Segermann
había impuesto a Míchel antes de darle a vender el dibujo de
Matisse. "

4-El SUEÑO DE LA RAZÓN (Antonio Buero


Vallejo)
-GOYA:…Según usted, mi mente se burla de mi oído. ¿Y de mis
ojos? (Arrieta interroga con los suyos. Estoy sordo, pero
no ciego (Grave) me conoce bien y confío en que no me crea
un demente…Voy a confiarle algo…increíble. Prométame
callar. (Arrieta asiente expectante.)Yo he visto a esos
hombres voladores (Señala al grabado.)

-ARRIETA: ¿Qué?

-GOYA: En los cerros de atrás. (Arrieta se sienta despacio,


observándolo con aprensión). Dos veces los vi, hará dos
años. Muy lejos, pero las ventanas de algo que parecía una
casa brillaban en el cerro más alto. Y ellos volaban
alrededor, muy blancos. (Arrieta traza signos.) Conozco las
aves de por acá. No eran pájaros. Pensé si serían
franceses, manejando artefactos nuevos. Pero no puede ser,

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porque se sabría ya (Arrieta traza signos y Goya


interrumpe) ¡No! ¡No estoy soñando con ángeles! No eran
ángeles (Arrieta traza signos) ¿Imaginar el futuro? ¡Le
digo que los he visto! (Arrieta traza signos y señala a
“Asmodea”) Eso sí es imaginación. Un pobre solitario como
yo puede soñar que una bella mujer… de la raza misteriosa…
Le llevaría a su montaña. A descansar de la miseria humana.
(Arrieta traza signos) ¡No al cielo! Ellos viven en la
tierra. No sé quiénes son.

-ARRIETA: (Señala a los ojos de Goya, meneando la cabeza.)


También los ojos pueden engañar…

-GOYA: mis ojos no me engañan. Y han visto a nuestros


hermanos mayores. Acaso vivan en los montes desde hace
siglos… Le confesaré mi mayor deseo: que un día… bajen. ¡A
acabar con Fernando VII y con todas las crueldades del
mundo! Acaso un día bajen como un ejército resplandeciente
y llamen a todas las puertas. Con golpes tan atronadores…
que yo mismo los oiré. Golpes como tremendos martillazos (
Un silencio Arrita deniega débilmente.) Dejémoslo. (Arrieta
se levanta y pasea. Dedica una expresiva mirada a “Las
fisgonas”, otra al pintor, y asiente para sí,
apesadumbrado. Luego se acerca y traza signos). Claro que
me siguen encalabrinando las mozas. Aún no soy viejo.
(Breves signos de Arrieta.) Como entonces no, conforme.
Pintar me importa cada vez más y me olvido de ello

-ARRIETA: Acentúa las palabras y apunta a Goya con un dedo,


apuntando luego a la derecha) ¿Usted o ella?

-GOYA: (Se levanta y pasea irritado)La Leocadia es una


imbécil con la cabeza llena de nubes. (Ante nuevos signos
de Arrieta se detiene, furioso) ¡Qué?...(Arrieta suspira en
silencio y señala a “Las fisgonas”. Sobresaltado, Goya va a
sentarse brusco junto al brasero. Al fin mira al doctor con
muy mala cara y este se apresura a trazar signos.) No tema
tanto por mi salud. A mí no me parte un rayo. (Se levanta
airado.) ¡Yo no quiero hablar de indecencias! (Melancólico,
Arrieta traza signos.) ¡Y dale con el miedo! Yo no temo a
nada ni a nadie. (Arrieta se sienta en el sofá y traza
signos.) ¡Con ojo sí ando, tonto no soy! (Arrieta traza
signos.)Preocupado… ¡quién no lo está? (Breves signos de
Arrieta.) ¿Ahora? (Arrieta asiente. Arrieta lo piensa y se
sienta a su lado. Toma la badila y juguetea con ella.)Ahora
me preocupa una carta. (Gesto de interrogación de Arrieta.)

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Le escribí hace muchos días a Martín Zapater y no llega su


respuesta. No creo que pase nada (Breve pausa.) pero he
sido imprudente. Martinillo es como un hermano y yo estoy
tan necesitado de expansión…Cuando escribo me desahogo; es
como si oyese… ¡Bah! No se abren todas las cartas, y los
palotes de dos viejos gruñones, ¡qué le pueden importar a
nadie? (Arrieta esboza el ademán de escribir y pregunta con
un gesto.)Cosicas nuestras… (Ríe) Pero me despaché con el
Narizotas.

-ARRIETA: ¿En la carta? (Y repite el ademán de escribir.)

-GOYA: Me di ese gusto. (Arrieta palidece y traza signos.)


Insultos muy gordos, sí, menos de los que se merece.
(Risueño, mira al doctor y cambia de expresión al ver la de
este.) ¿Teme que pueda pasar algo? (Arrieta traza signos.)
Catorce días. (Arrieta se levanta y pasea. Comienza a oírse
el pausado y sordo latir de un corazón.) No pensarán tanto
en mí como para abrir mis cartas…(Arrieta se detiene y
traza signos. Los latidos aumentan súbitamente su ritmo y
su fuerza.) Sé lo que es el Libro Verde. Lo que dicen que
es. (Arrieta traza signos.) Gracias. Usted escribirá a
Martinillo si es menester. Pero dentro de unos
días…Esperemos. (Arrieta se acerca y le pone una mano en el
hombro. Goya lo mira. El doctor traza signos.) ¿A Francia?
(Arrieta asiente con vehemencia.) ¿De veras piensa que…
estoy en peligro? (Arrieta asiente. Goya se toma un momento
para inquirir.) ¿De muerte? (Arrieta, después de un momento
de vacilación, asiente. Goya se levanta y pasean nervioso.)
¡Tengo que pintar aquí! ¡Aquí!

5-EL RETRATO DE DORIAN GRAY (Oscar


Wilde)
"Lord Henry Wotton: No existe aquello llamado buena influencia,
señor Gray. Todas las influencias son inmorales-inmorales desde
el punto de vista científico.
Dorian Gray: Porqué?
Lord Henry Wotton: Porque influenciar a una persona es darle
nuestra propia alma. Esta no tendrá sus propios pensamientos, y
se incendiará con sus propias pasiones. Sus virtudes no serán
reales, sus pecados, si existen los pecados, serán prestados. Se
convierte en el eco de la música de otro, el actor de una parte
que no ha sido escrita para él. El objetivo de la vida es el
desarrollo de su propio yo. Encontrar su naturaleza apropiada,

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es esto por lo que cada uno de nosotros estamos aquí. El mundo


tiene miedo de sí mismo, se han olvidado de la mayor de todas
las obligaciones, la propia. Claro que son caritativos,
alimentan al hambriento, y visten a los mendigos. Pero su propio
ser está famélico y desnudo. La valentía huyó de nuestra raza.
Tal vez nunca la tuvimos. El terror a la sociedad, que es la
base de la moral, el terror a Dios, que es el secreto de la
religión, estas son las dos cosas que nos gobiernan. Y sin
embargo... Sin embargo, creo que si un hombre viviera su vida
completamente y hasta el límite, si le diera forma a cada
sentimiento, expresión a cada pensamiento, realidad a cada
sueño. El mundo alcanzaría un impulso tan fresco de alegría que
olvidaríamos lo malo de la mediocridad, y regresaríamos a la
época helénica ideal, a algo más dulce, más rico, que el ideal
helénico. Pero hasta el hombre más valiente tiene miedo de sí
mismo...Se ha dicho que los mayores acontecimientos del mundo
suceden en nuestro cerebro. Es en el cerebro, y sólo en él,
donde los grandes pecados del mundo suceden. Usted señor Gray,
usted mismo, con su sonrosada juventud y blanca adolescencia, ha
tenido pasiones que le asustaron, pensamientos que le llenaron
de terror, sueños estando despierto y dormido cuyos recuerdos
podrían manchar sus mejillas de vergüenza.
(...)
Se frotó los ojos, y se acercó al cuadro y lo examinó de nuevo.
No había señales de cambio alguno cuando miró la pintura, y sin
embargo no quedaba duda que la expresión se había alterado. No
era sólo su propia impresión. Era horriblemente obvio. Se lanzó
sobre la silla, y empezó a pensar. De repente pasó por su mente
lo que había dicho en el estudio de Basil Hallward el día que el
cuadro fue terminado. Lo recordaba perfectamente. Pronunció un
deseo enfermizo de que él pudiera permanecer joven, y que el
cuadro envejeciera; que su hermosura permaneciera inalterada, y
que su rostro en la tela soportara la carga de sus pasiones y
pecados; que la imagen pintada se marchitara con las líneas del
sufrimiento y el pensamiento, y que él mantuviera la flor y el
encanto casi consciente de su adolescencia. Con seguridad su
deseo no se había cumplido? Esas cosas son imposibles. Era
monstruoso sólo pensar en aquello. Y sin embargo, ahí estaba el
cuadro frente a él, con un toque de crueldad en la boca."

6-UNA NOVELISTA EN EL MUSEO DEL LOUVRE


(Zoé Valdés)
“Mis pasos resuenan en la galería principal, avanzo solitaria, al ralentí como en los
sueños; Museo del Louvre conos de luz van trazándome el camino. Semejantes a
sombreros puntiagudos de suave claridad mortecina, gigantes que penetran
azarosos por los ventanales del Museo del Louvre y me invitan a perseguirlos, como
en un juego infantil y antiguo

.– ¡Señorita, señorita, el museo está cerrado! –alguien grita a mis espaldas.


Me doy la vuelta y sólo consigo divisar una silueta, la de un hombre alto,
corpulento. (…)
De súbito, el vigilante se ha esfumado.Entonces allí –en ese allí que es un poco más

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allá en el tiempo–, doblo a la derecha, penetro en la sala de La Gioconda o La Mona


Lisa. Nadie, nadie, susurro. ¿Será verdad que el museo está cerrado? Y entonces,
¿cómo he podido entrar? ¿Cómo he conseguido introducirme en esta sala en
penumbras?”… (…)finalmente, otra mano se posa en mi hombro. Es una mano
cálida, de tacto suave…

(…Es un hombre, pero no el mismo hombre, no se trata del guardián del museo. Es
otro: “el guardián de las palabras”, musita una voz femenina proveniente de otro
cuadro. Poco a poco me vuelvo hacia él, lleva un bastón colgado al brazo, y va
vestido con un traje elegante. No necesariamente caro, pero sí muy elegante,
porque la elegancia la lleva en su mirada, en la manera de sonreír, y en los gestos,
tan sinceros como estudiados, en cómo extiende el brazo contrario al del bastón y
señala el rostro de la mujer más misteriosa de la historia del arte, la
Gioconda.

No hay nada espontáneo en esta figura, pero todo en ella es verdadero.


-Leonardo da Vinci constituye él mismo un misterio mayor, el del hombre como
esencia del conocimiento.- Pronuncia esta frase sencilla, sin embargo llena de
resonancias en sus últimas palabras: “esencia del conocimiento .Avanzo un paso,
entonces me doy cuenta de que conozco ese rostro, que sus rasgos me son
familiares, incluso esa sonrisa apenas disimulada bajo un discreto
bigote. Un novelista en el Museo del Prado, Manuel Mújica Láinez, Bomarzo, El
unicornio, El Escarabajo… Yo he leído ese rostro, esa voz, esas manos, esos gestos,
yo he leído todo en este hombre que ahora me da la bienvenida en el Museo del
Louvre…

7-UN NOVELISTA EN EL MUSEO DEL


PRADO (Miguel Mugica Lainez)

6666Por el fondo de la larga galería, viene un carro que dos tigres arrastran. Lo
rodean sátiras, una bacante, un negro, un borracho desnudo, tambaleante caballero

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de un pollino. Atruenan los parches, tintinean las sonajas, el negro grita locamente,
baila la mujer, rebuzna el asno, los tigres rugen. Baco recuesta sus carnes flojas,
enormes, tan totalmente desnudas como las del ebrio Sileno, en el vehículo barroco
cuyas ruedas giran con despacioso chirriar. Un fauno burlón sostiene al dios de la
Viña y del Vino, pues sin su ayuda caería. Avanza el carro, y en torno, los personajes
de las pinturas españolas que no dejaron aún sus enmarcados límites, lo contemplan
inquietos, como desde balcones puestos a ambos lados de una calle. Aplauden unos,
y otros, según su juicio, protestan. La algarabía crece y ha atraído a moradores de
las distintas salas.

Las Tres Gracias de Rubens, que no se separan jamás, se contonean y exclaman a un


tiempo:

-¡Es el Triunfo de Baco, de Cornelis de Vos!

Lo observan los menos conocedores de pintura flamenca, absortos al principio,


porque la verdad es que, por holganza, por quedarse el dios dormitando o
estrujando racimos deliciosos, su carruaje se aparta rara vez del cuadro que le
corresponde. Ahora, parece que descansa en el depósito, fuera de exhibición, pero
esta noche se arriesgó a salir, y provocó un escándalo. Hay quienes vociferan contra
la insolencia invasora y el manifiesto despliegue de vicios; quienes opinan que el
asunto no es para afligirse, y reclaman una comprensión más indulgente; y hay
quienes, irónicos, aprueban el desenfado del barullo fiestero. El estrépito alcanza
pronto a tal nivel, por el entrecruzarse de acusaciones y amenazas de una pared a la
otra, que pasma la indiferencia con que el uniformado guardián atraviesa la bulla,
sumido en sus pensamientos.

Gime una de las Inmaculadas de Bartolomé Esteban Murillo:

-¡Dios mío! ¡El Demonio anda suelto!

El carro sigue rodando, e invade con delirante música la galería. Se santiguan los
santos y las santas; fruncen el ofendido ceño las reinas católicas. Los demás
redoblan la tremolina. En medio, canta el dios Baco; jadea, resopla el placer del fácil
vivir, y

8-A UNOS OJOS (Alejandro Tapia y Rivera)

¿Me preguntas, pintor, que como quiero


que pintes el mirar y la hermosura
de aquellos ojos do el Edén fulgura,
de aquellos ojos por que vivo y muero?

Copia el fulgor de matinal lucero,


de gacela apacible la dulzura,
de la tórtola amante la ternura,
el brillo del diamante lisonjero.

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Los habrás de pintar grandes y vivos


donde luzca la antorcha bendecida
del noble meditar, muy expresivos.

Con dulce vaguedad indefinida;


¿quieres darles aun más atractivos
de apasionado amor? dales la vida.

9- A LA PINTURA (Rafael Alberti)


A ti, lino en el campo. A ti, extendida
superficie, a los ojos, en espera.
A ti, imaginación, helor u hoguera,
diseño fiel o llama desceñida.

A ti, línea impensada o concebida.


A ti, pincel heroico, roca o cera,
obediente al estilo o la manera,
dócil a la medida o desmedida.

A ti, forma; color, sonoro empeño


porque la vida ya volumen hable,
sombra entre luz, luz entre sol, oscura.

A ti, fingida realidad del sueño.


A ti, materia plástica palpable.
A ti, mano, pintor de la Pintura.

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10- 1917 (Rafael Alberti)

Mil novecientos diecisiete.


Mi adolescencia: la locura
por una caja de pintura,
un lienzo en blanco, un caballete.

Felicidad de mi equipaje
en la mañana impresionista.
Divino gozo, la imprevista
lección abierta del paisaje.

Cándidamente complicado
fluye el color de la paleta,
que alumbra al árbol en violeta
y al tronco en sombra de morado.

Comas radiantes son las flores,


puntos las hojas, reticentes,
y el agua, discos trasparentes
que juegan todos los colores.

El bermellón arde dichoso


por desposar al amarillo
y erguir la torre de ladrillo
bajo un naranja luminoso.

El verde cromo empalidece


junto al feliz blanco de plata,
mas ante el sol que lo aquilata
renace y nuevo reverdece.

Llueve la luz, y sin aviso


ya es una ninfa fugitiva
que el ojo busca clavar viva
sobre el espacio más preciso.

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Clarificada azul, la hora


lavadamente se disuelve
en una atmósfera que envuelve,
define el cuadro y lo evapora.

Diérame ahora la locura


que en aquel tiempo me tenía,
para pintar la Poesía,
con el pincel de la Pintura.

Y las estatuas. En mi sueño


de adolescente se enarbola
una Afrodita de escayola
desnuda al ala del diseño.

¡Inusitada maravilla!
Mi mano y Venus frente a frente
con mi ilusión de adolescente:
un papel y una carbonilla.

Ante la forma, era mi estado


de pura gracia y de blancura,
peregrinante a la ventura,
libre, dichoso y maniatado.

Incontenible, aunque indecisa,


la línea en curva se dispara
como si un pájaro jugara
con el contorno de la brisa.

Cautivo al fin que lo promueve


y al negro albor que lo sombrea,
el claroscuro redondea
la cima exacta del relieve.

Y el azabache submarino
ciñe a la hija de la espuma,
fingida en yeso, luz y bruma

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de carbón, goma y disfumino.

Nada sabía del poema


que ya en mi lápiz apuntaba.
Venus tan sólo dibujaba
mi sueño prístino, suprema.

Feliz imagen que en mi vida


dio su más bella luminaria
a esta academia necesaria,
que abre su flor cuando se olvida.

¡El Museo del Prado! ¡Dios mío! Yo tenía


pinares en los ojos y alta mar todavía
con un dolor de playas de amor en un costado,
cuando entré al cielo abierto del Museo del Prado.

¡Oh asombro! ¡Quién pensara que los viejos pintores


pintaron la Pintura con tan claros colores;
que de la vida hicieron una ventana abierta,
no una petrificada naturaleza muerta,
y que Venus fue nácar y jazmín trasparente,
no umbría, como yo creyera ingenuamente!
Perdida de los pinos y de la mar, mi mano
tropezaba los pinos y la mar de Tiziano,
claridades corpóreas jamás imaginadas,
por el pincel del viento desnudas y pintadas.
¿Por qué a mi adolescencia las antiguas figuras
le movieron el sueño misteriosas y oscuras?
Yo no sabía entonces que la vida tuviera
Tintoretto (verano), Veronés (primavera),
ni que las rubias Gracias de pecho enamorado
corrieran por las salas del Museo del Prado.
Las sirenas de Rubens, sus ninfas aldeanas
no eran las ruborosas deidades gaditanas
que por mis mares niños e infantiles florestas
nadaban virginales o bailaban honestas.

Mis recatados ojos agrestes y marinos


se hundieron en los blancos cuerpos grecolatinos.

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Y me bañé de Adonis y Venus juntamente


y del líquido rostro de Narciso en la fuente.
Y -¡oh relámpago súbito!- sentí en la sangre mía
arder los litorales de la mitología,
abriéndome en los dioses que alumbró la Pintura
la Belleza su rosa, su clavel la Hermosura.

¡Oh celestial gorjeo! De rodillas, cautivo


del oro más piadoso y añil más pensativo,
caminé las estancias, los alados vergeles
del ángel que a Fra Angélico cortaba los pinceles.
Y comprendí que el alma de la forma era el sueño
de Mantegna, y la gracia, Rafael, y el diseño,
y oí desde tan métricas, armoniosas ventanas
mis andaluzas fuentes de aguas italianas.

Transido de aquel alba, de aquellas claridades,


triste «golfo de sombra», violentas oquedades
rasgadas por un óseo fulgor de calavera,
me ataron a los ímprobos tormentos de Ribera.
La miseria, el desgarro, la preñez, la fatiga,
el tracoma harapiento de la España mendiga,
el pincel como escoba, la luz como cuchillo
me azucaró la grácil abeja de Murillo.
De su célica, rústica, hacendosa, cromada
paleta golondrina María Inmaculada,
penetré al castigado fantasmal verdiseco
de la muerte y la vida subterránea del Greco.
Dejaba lo espantoso español más sombrío
por mis ojos la idea lancinante de un río
que clavara nocturno su espada corredora
contra el pecho elevado, naciente de la aurora.
Las cortinas del alba, los pliegues del celaje
colgaban sus clarísimos duros blancos al traje
del llanamente monje que Zurbarán humana
con el mismo fervor que el pan y la manzana.
¡Oh justo azul, oh nieve severa en lejanía,
trasparentada lumbre, de tan ardiente, fría!
La mano se hace brisa, aura sujeta el lino,
céfiro los colores y el pincel aire fino;
aura, céfiro, brisa, aire, y toda la sala
de Velázquez, pintura pintada por un ala.
¡Oh asombro! ¡Quién creyera que hasta los españoles
pintaron en la sombra tan claros arreboles;
que de su más siniestra charca luciferina
Goya sacara a chorros la luz más cristalina!

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Mis oscuros demonios, mi color del infierno


me los llevó el diablo ratoneril y tierno
del Bosco, con su químico fogón de tentaciones
de aladas lavativas y airados escobones.
Por los senderos corren refranes campesinos.
Patinir azulea su albor sobre los pinos.
Y mientras que la muerte guadaña a la jineta,
Brueghel rige en las nubes su funeral trompeta.

El aroma a barnices, a madera encerada,


a ramo de resina fresca recién llorada;
el candor cotidiano de tender los colores
y copiar la paleta de los viejos pintores;
la ilusión de soñarme siquiera un olvidado
Alberti en los rincones del Museo del Prado;
la sorprendente, agónica, desvelada alegría
de buscar la Pintura y hallar la Poesía,
con la pena enterrada de enterrar el dolor
de nacer un poeta por morirse un pintor,
hoy distantes me llevan, y en verso remordido,
a decirte, ¡oh Pintura!, mi amor interrumpido.

11- DIEZ LÍNEAS PARA ANTONI TAPIES (Octavio


Paz)

Sobre las superficies ciudadanas,

Las deshojadas hojas de los días,

Sobre los muros desollados, trazas

Signos carbones, números en llamas.

Escritura indeleble del incendio,

Sus testamentos y sus profecías

Vueltos ya taciturnos resplandores,

Encarnaciones, desencarnaciones:

Tu pintura es el lienzo de Verónica

De ese Cristo sin rostro que es el tiempo.

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12-El ESPEJO NEGRO (Alfonso Domingo )


Nunca debí haber pintado ese cuadro. Durante años creí haber escapado a su influjo, pero
aquello me marcó para siempre. Qué historia, la de mi existencia, y cómo se refleja en la tabla.
Vida, cuánto misterio, encerrado a veces en los lienzos, siempre fuera, cabalgándonos,
pasando sobre nosotros, pintándonos en cuadros sombríos, en cuerpos arrugados. Jamás
pensé pasar de los noventa años. Pero para relatar mi larga peripecia, debo trasladarme
tiempo atrás, cuando tenía veintitrés. A ese momento en el que, a pesar de mi juventud, se
quebraba para mí la esperanza al pasar la frontera de Francia, en febrero de 1939.
En el puesto de Le Perthus me tocó presenciar escenas terribles, que se sumaban a las vistas
en la retirada de Cataluña: miles de mujeres, niños y ancianos, además de soldados, huyendo
con pánico de la barbarie que nos ametrallaba impunemente desde el cielo.
Guardo de esos días la imagen de una mujer que llevaba un niño muerto en los brazos. No
quería desprenderse de aquel chiquillo de dos o tres años, así que terminamos por subirla a la
camioneta. Ni en la carretera, ni siquiera en la frontera, encontramos una sola ambulancia;
solo los gendarmes franceses, sin duda aleccionados, que no tenían con nosotros ninguna
piedad, sus palabras resonando como látigos en nuestras espaldas: Allez!, allez!, vite, allez aux
camps!
El primer campo, precisamente, fue el de fútbol, uno de esos campos de pueblo que no tenían
más que los cuatro palos de las porterías. En aquel recinto, encima de la nieve congelada,
concentraron a familias que se habían mantenido unidas toda la guerra y separaron a los
hombres de las mujeres y los niños. Así que allí se dieron lloros, gritos, abrazos. Y sobre todo,
frío y hambre. Porque la mayoría de la gente pasaba sin nada.
Cuando entramos en Francia, éramos un ejército vencido, un pueblo vencido. Las condiciones,
bien es cierto, eran penosas, pero el dolor no estaba en dormir en las playas al norte de la
estación balnearia de Argelès-sur-Mer, o en las inmundas barracas de Arlet, Le Barcarès, Saint-
Cyprien, Vernet, Bram, Septfonds, Gurs u otros campos donde nos habían metido los
franceses. No, el dolor estaba dentro de nosotros, se asomaba a la cara, tomaba acomodo en
el cuerpo, inquieto recipiente donde se revolvían tres años de avatares. Cada uno en su
peripecia, memoria de una guerra perversa, unidos todos por la gran y aplastante verdad:
nuestro sueño se había roto. Habíamos fracasado, una oportunidad como aquella no se
volvería a presentar fácilmente. Todo lo que odiábamos en aquel país de herencias malditas
nos había pisado otra vez el cuello, nos había destrozado: los militares, la Iglesia, la
aristocracia, el gran capital… Los que allí estábamos lo sentíamos, flotaba en el enrarecido aire.
En cualquier otro momento nos hubiéramos revuelto contra aquellos franceses y sus tropas
coloniales, los spahis senegaleses, no les hubiéramos permitido tratarnos como lo hicieron, a
golpe de palo y orden.
—Allez, allez aux camps! Allez aux camps!
Pero para eso hubiéramos tenido que ser un pueblo, si no con más agallas, sí con menos
cansancio en el alma y sin la losa del fracaso y el exilio, la vida ya como una incógnita. Ante
nosotros, los gendarmes mostraban su cara más torcida, más negra. «¿Has saqueado alguna
iglesia? ¿Tienes alguna joya en tu poder?», preguntaban, en su castellano con acento francés,
cuando nos hacían la ficha para mandarnos a un campo. A mí me tocó Argelès-sur-Mer, la
playa. Un campo penoso, la arena como cama, cavando cuevas en ella, vivienda de cangrejos
humanos, sin letrinas, solo el frío mar como gran baño, aunque pocos se adentraran en sus
aguas.
Nos daba vergüenza que nos miraran, mugrientos, delgados, desnudos de todo. La rendición
de Madrid y el final de la guerra empeoró nuestra ya maltrecha situación. Mientras que entre

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nosotros no se registró eco, inútiles los comentarios de unos y otros —comunistas,


anarquistas, socialistas, republicanos, todos ocupados en la tarea de salir de allí—, para los
franceses fue señal de peor trato y consideración.
Nuestra indumentaria pronto estuvo hecha una piltrafa, entre las malas condiciones higiénicas
y la aparición de los piojos, que solo desaparecían cuando hervíamos las prendas. Los
gendarmes no daban jabón ni ropa y en los alrededores del campo floreció un mercado negro
de vestimentas y zapatos, martingala de la miseria, paraíso de los chamarileros; alguno hay
siempre que saca partido de las desgracias de los demás para mejorar la suya propia. Surgieron
intermediarios: algunos refugiados y guardianes.
Las ventas incluyeron enseguida joyas y relojes, carteras de cuero, estilográficas. Los lugares
cerca de las alambradas, donde a media tarde se realizaban los trueques, parecían el Rastro de
Madrid o los Encantes de Barcelona. Eran escenas que no nos llenaban de orgullo, antes al
contrario, hacían evidente nuestro lamentable estado de derrotados, de proscritos. Habíamos
perdido, pero la caída duró poco. No nos lo podíamos permitir. Como en un proceso físico, ley
pendular de las conciencias, se dio en nuestras filas un sentimiento de sacudirse de encima la
tristeza y empezar a moverse. Éramos luchadores. Habíamos decidido seguir peleando. Y
surgió la organización en el campo, y los grupos culturales y los coros, cualquier cosa que nos
devolviera la dignidad como seres humanos que tienen derecho a sueños de mejora y libertad.
Buscábamos el calor en los demás, estar rodeados, juntos, en compañía. Ese era el espíritu,
pero para ser efectivo tenía que anidar en cuerpos, y el mío, aunque joven, aún no se había
recuperado del impacto de los últimos meses de guerra y la mala alimentación e higiene de los
campos franceses.
Sufrí una disentería. A pesar de los cuidados de los médicos, que se afanaban en la enfermería
del campo, una barraca mal equipada, mi estado era preocupante. Los compañeros pensaron
que si no me sacaban de allí, tendrían que enterrarme. Para recuperarme, buscaron una granja
donde me restablecí. Estuve un tiempo falsificando avales para los libertarios que habían caído
en la ratonera de Alicante y penaban en los campos franquistas. Algunos compañeros habían
cruzado la frontera de forma clandestina y se habían hecho con la documentación que pedían,
los famosos avales que elaboraban la Iglesia, los jefes de Falange locales o los alcaldes para
liberar a los prisioneros. Esa fue la primera vez que me dediqué a la falsificación, cuyas técnicas
mejoraría con el tiempo.
Como resultaba complicado hacerse con un sello de goma, incluso con un buen cuero,
conseguí caucho sintético. El papel, de libros de viejo. Y fabriqué unas delgadas cuchillas de
finísimo filo, a partir de las de afeitar, para poder recortar las letras de imprenta, una a una, y
luego, con compás, los círculos. Lograba reproducir los sellos con ayuda de un espejo y una
lupa. Fueron días y días de pruebas, de paciencia y afanes, hasta conseguir unos resultados
aceptables. También aprendí a confeccionar dobles fondos en las maletas. El equipo en el que
permanecí algunos meses consiguió que con esos avales falsificados salieran de los campos
españoles unos cuantos libertarios, la mayoría de los cuales cruzó la frontera. A la vez, yo
trabajaba en la granja ayudando en las labores del campo.
El primero de septiembre de 1939 se dio una coincidencia rara. Se produjo la declaración de
guerra de Gran Bretaña y Francia a Alemania, a la vez que se empezaba a cortar la uva para
hacer el vino del nuevo año, vino que no salió muy bueno; quizá flotaba algo agrio en el
ambiente. Tras la declaración de guerra, la presión sobre los refugiados de los campos
aumentó.
Los franceses, mermada su capacidad de trabajo, ofrecían empleo en la agricultura y en
batallones de marcha para abrir trincheras. A fin de conseguir sus objetivos, las autoridades de
los campos endurecieron las condiciones, lo que hizo a muchos aceptar aquellos trabajos en
los que pagaban la mitad que a los suyos.
Muchos de los responsables de la organización libertaria estaban aislados en el campo de
Saint-Cyprien, y la organización decidió ayudarlos a salir de allí y buscarles un destino en

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México o Cuba, países que a priori eran más receptivos a nuestras ideas y donde podíamos
obtener más fácilmente ayuda.
Me enviaron a París. Se sentía cada vez más cercana la guerra cuando llegué en tren, con dos
compañeros y el mandato del comité responsable, con el objetivo de conseguir recursos y
adquirir pasajes para que muchos camaradas pudieran embarcarse camino del exilio. Allí tenía
conocidos de la época en la que militaba en la bohème y fregaba platos en un restaurante.
Durante meses resolvimos lo que pudimos con las divisas que teníamos. Después utilizamos las
joyas y las obras de arte requisadas, no muchas, que habíamos podido sacar de España.
Me repugnaba todo lo que tuviera que ver con el tráfico artístico, lleno de arribistas,
especuladores, gente sin escrúpulos, que solo veían en las telas los dibujos del negocio, opacos
al arte, incapaces de admirar la belleza. En esto, desde luego, se parecían a algunos de mis
camaradas de la guerra, a los cuales aquellos cuadros de santos, vírgenes, escenas bucólicas o
mitológicas, no les decían nada.
—Si nos sirve para comprar armas y luchar contra los fascistas, bienvenido será ese dinero.
Yo me había desgañitado discutiendo con comités de requisa, con los responsables de las
incautaciones. Solo algunos eran sensibles al hecho de que era arte que el pueblo merecía
disfrutar. Si había sido realizado por los pintores, gente con oficio, para disfrute de los
exquisitos, en aquellas obras también estaban representados nuestros antepasados, nuestros
congéneres, los obreros, campesinos, criados, todos aquellos personajes que acompañaban a
las figuras centrales.
París había cambiado, no era la misma ciudad que cuatro años atrás. También era posible que
yo hubiera cambiado bastante en ese intervalo. Poco quedaba de la bohemia, la que yo conocí,
tan joven, a los veinte años, uno antes de la Guerra Civil. Había ido a aprender con una beca
del Gobierno y los ahorros de mis padres, maestros con inquietudes y ganas de cambiar un
país injusto. La formación era el único lujo de mi familia.
Antes de Francia pasé un curso en Alemania, pero Berlín no me encandiló. Me deslumbraba
más París y su ambiente intelectual, donde, como muchos de mi generación, suponía que
estaba la cuna del arte. Pero allí, aparte de los museos, apenas pude disfrutar del ambiente
bohemio. Cuando me di cuenta, había gastado como un novato todos mis recursos invitando a
cafés y almuerzos. No tuve más remedio que ponerme a trabajar en el mercado de Les Halles
y lavar platos en un restaurante, hasta que reuní lo suficiente para regresar, evaporado el
sueño del gran París. Ahora se trataba de otro viaje a la capital francesa, con mis sueños
doblemente rotos, truncada mi carrera como pintor, vencido y exiliado de mi país, agrio el
aliento y ácida el alma, con el rostro marcado por la amargura del desastre. Pero había que
empezar otra vez, aunque fuera lejos de mi familia y de los míos. Así que apreté los dientes y
me lancé de nuevo a la vida.
El comité había decidido que las ventas fueran realizadas por dos compañeros que reportarían
a su vez a un responsable. De esa manera se evitaba que los fondos logrados se disolvieran
entre manos sin demasiados escrúpulos o con demasiadas urgencias: había mucho apache en
el París de aquellos días.

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13- EL SECRETO DE PICASSO (Francesc Miralles)


Els Ports, 3 de agosto de 1898

Las estrellas temblaban en la noche como fuegos de tribus lejanas en el inmenso bosque
cósmico. Un muchacho escuálido, vestido de pana y calzado con alpargatas, desollaba,
valiéndose de su navaja, una liebre cazada aquella misma tarde. A su lado, un joven varios
años mayor azuzaba una pequeña hoguera. El viento que lamía las rocas de un paisaje casi
lunar amenazaba con frustrar la cena, pero Manuel protegía la lumbre con su cuerpo fibrado,
hecho a las largas caminatas en la tierra de sus padres. Desde que había acogido a Pablo, su
compinche en la escuela de Bellas Artes, los parajes de Horta de Sant Joan se habían
convertido en un escenario de aventura. Tan pronto como el huésped se había repuesto de los
estragos de la escarlatina, se habían echado al monte cargados con caballetes, pinturas y
provisiones para varias semanas. Hacía ya quince días que llevaban una vida de robinsones en
una exigua cueva. Dormían sobre un lecho de hierba, se refrescaban en un riachuelo cercano y
cazaban lo que podían, como los hombres que les habían precedido cientos de miles de años
atrás. Durante el día, el techo relativamente plano de la cueva les servía de atelier. Desde
aquel observatorio trataban de plasmar en sus lienzos la escarpada montaña de Santa Bárbara.
—Estás muy callado esta noche —dijo Manuel mientras luchaba por reavivar la danza de las
llamas—. ¿Todavía no se te ha pasado el susto? Pablo dejó la pieza, ya troceada, sobre una
piedra lisa antes de responder:
—No es eso, aunque te agradezco que me hayas salvado la vida. Si no me hubieras sujetado,
me habría despeñado y ahogado en el río.
—Es increíble que siendo malagueño no sepas nadar.
—Bueno, sólo estuve ahí hasta los diez años.
—Ya, pero también Barcelona tiene mar. ¿Es que nunca vas a la playa o qué?
—Sólo voy a dibujar a las bañistas de buen ver, ya me conoces —repuso con una sonrisa
picara—. ¿Cómo van esos fogones?
—Regular, pero con un poco de suerte podremos cocer la liebre directamente sobre las brasas.
¿Me acercas el vino?
Pablo gateó hasta el interior de la cueva, donde dormían y guardaban su despensa, y salió con
una bota de piel áspera y ennegrecida. Aunque sólo tenía 15 años, dio un buen trago antes de
lanzarla a su amigo, que la cazó con ambas manos y se la llevó al gaznate. El poderoso caldo de
las viñas abrasadas por el sol devolvió a Manuel a su anterior pregunta:
—Todavía no me has dicho lo que te pasa. Si ya te has olvidado del barranco y del río, ¿qué te
preocupa?
—No es una preocupación, sino un misterio que me ronda por la cabeza. Llevo dándole vueltas
desde que hemos visto aquella estrella fugaz. Manuel se sentó al lado del fuego y, mientras lo
protegía con sus grandes manos, le preguntó:
—¿De qué misterio hablas? Espero que no te vuelvas un místico pesado como san Salvador.
—Me refiero a otra clase de misterio... Al ver esa bola de fuego he pensado en los grandes
artistas: Leonardo, Velázquez, Cézanne... Hasta cierto momento de su vida fueron personas
vulgares, como tú y yo, unos pobres diablos que buscan su propio estilo como tantos otros
miles.
—No sé adónde quieres ir a parar.
—Yo tampoco, por eso te lo explico. Todos esos aprendices de brujo tuvieron que descubrir,
antes o después, una fórmula que los demás no conocían para romper moldes. ¿Qué tenían
ellos que les falta a la inmensa mayoría de los mortales?
—Talento. Manuel había empezado a disponer los pedazos de carne sobre las brasas, una vez
extinguidas las llamas.

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—No basta con eso —repuso Pablo ensimismado


—. En La Llotja hay muchos tipos con talento que tú y yo sabemos que no llegarán a nada. Sin
ir más lejos, los profesores
—¡Ja! Sé en quién estás pensando. Volviendo a tu pregunta, si no basta con el talento... ¿qué
más hay que tener? ¿Constancia?
—Tampoco. El mundo está lleno de gente con talento y constancia que no pasarán de ser
buenos artesanos. Me refiero a los genios. ¿Cuál es su secreto? ¿Dónde han encontrado la
chispa divina que les hace tan distintos al restos. Acto seguido, movió la carne con una rama
seca para que no se quemara antes de tiempo. Entendía la inquietud de su amigo, aunque
personalmente se sentía más artesano que artista. Pese a que siempre obtenía las máximas
calificaciones, todo su mérito residía en reproducir lo que veía lo más fielmente posible.
—¿Crees que un genio, entonces, en lugar de copiar la naturaleza debe superarla? —reflexionó
Manuel en voz alta sin apartar la mirada de las brasas
—¿Es de algún modo un ser sobrenatural? ¿Un mago?
¡Eso me ha gustado! Un mago, sí señor. Para ser un genio, además de talento y constancia, hay
que tomar contacto con la magia. Todo aquel que hace cosas extraordinarias ha adquirido un
don misterioso. ¿No dicen que Jesús fue un extraño mago? De lo contrario no habría podido
caminar sobre las aguas.
—Cállate, vamos. Y cenemos ya, que la carne está a punto de convertirse en carbón. ¿Es eso
magia? Pablo abrió su navaja y pinchó con ella una pata de liebre. Bajo una capa chamuscada,
la carne aún estaba cruda. Luego devolvió la mirada a los astros, como si sólo ellos tuvieran la
respuesta a lo que le rondaba por la cabeza desde que se había salvado de caer al río desde el
precipicio. No podía sospechar que, muy cerca de la cueva que habían tomado como
chamanes, se hallaba un secreto que cambiaría para siempre su vida y, con ella, la faz del
esperado siglo XX.

14-"BOTINES CON LAZOS”, de Vincent van Gogh


(Olga Orozco)
.
¿Son dos extraños fósiles,
emisarios sombríos de una fauna sepultada en un bosque de carbón,
que vienen a reclamar un óbolo de luz para sus muertos?
¿Son ídolos de piedra,
cascotes desprendidos del obraje de los más tristes sueños?
¿O son moldes de hierro
para fraguar los pasos a imagen del martirio y a semejanza de la penitencia?
.
Son tus viejos botines, infortunado Vincent,
hechos a la medida de un abismo interior, como las ortopedias del exilio;
dos lonjas de tormento curtidas por el betún de la pobreza,
embalsamadas por lloviznas agrias,
con unos lazos sueltos que solamente trenzan el desamparo con la soledad,
pero con duros contrafuertes para que sea exiguo el juego del destino,
para que te acorrale contra el muro la ronda de los cuervos.
.
Pero son tus botines, perfectos en su género de asilo,
modelos para atar a cada ráfaga de alucinada travesía,

22
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fieles como tu silla, tus ojos y tu Biblia.


Aferrados a ti como zarpas fatales desde las plantas hasta los tobillos,
desde Groot Zundert basta la posada del infierno final,
es inútil que quieran sepultar tus raíces en una casa hundida en el rescoldo,
en el barro bruñido, el brillo de las velas y el íntimo calor de las patatas,
porque una y otra vez tropiezan con el filo de la mutilación,
porque una y otra vez los aspira hacia arriba la tromba que no entienden:
tu fuga de evadido como un vértigo azul, como un cráter de fuego.
.
Botines de trinchera, inermes en la batalla del vendaval y el alma:
han girado contigo en todas las vorágines del cielo
y han caído en la trampa de tu hoguera oculta bajo el incendio de los campos,
sin encontrar jamás una salida,
por más que pisoteen esas flores fanáticas que zumban como abejorros amarillos,
esos soles furiosos que atruenan contra tu oreja, tan distante,
perdida como un pálido rehén entre los torbellinos de otro mundo.
.
Botines de tribunal, a tientas en la noche del patíbulo,
sin otro resplandor que unos pobres destellos arrancados al pedernal de la locura,
entre los que hay un pájaro abatido en medio de su vuelo:
el extraño, remoto anuncio blanco de una negra sentencia.
Resuenan dando tumbos de ataúd al subir la escalera,
vacilan junto al lecho donde se precipitan vidrios de increíbles visiones,
trizado por una bala el árido universo,
y dejan caer a lentas sacudidas el balance de polvo tormentoso adherido a sus suelas.
.
Ahora husmean la manta de hiedra que recubre tu sueño junto a Theo,
allá, en el irreversible Auvers-sur-Oise,
y escarban otra tumba entre los andamiajes de la inmensa tiniebla.
Son botines de adiós, de siempre y nunca, de hambriento funeral:
se buscan en la memoria de tu muerte.
,

15-LA VISTA, EL TACTO (Octavio Paz)

A Balthus
La luz sostiene ingrávidos, reales
el cerro blanco y las encinas negras,
el sendero que avanza,
el árbol que se queda;

la luz naciente busca su camino,


río titubeante que dibuja

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sus dudas y las vuelve certidumbres,


río del alba sobre unos párpados cerrados;

la luz esculpe al viento en la cortina,


hace de cada hora un cuerpo vivo,
entra en el cuarto y se desliza,
descalza, sobre el filo del cuchillo;

la luz nace mujer en un espejo,


desnuda bajo diáfanos follajes
una mirada la encadena,
la desvanece un parpadeo;

la luz palpa los frutos y palpa lo invisible,


cántaro donde beben claridades los ojos,
llama cortada en flor y vela en vela
donde la mariposa de alas negras se quema:

la luz abre los pliegues de la sábana


y los repliegues de la pubescencia,
arde en la chimenea, sus llamas vueltas sombras
trepan los muros, yedra deseosa;

la luz no absuelve ni condena,


no es justa ni es injusta,
la luz con manos invisibles alza
los edificios de la simetría;

la luz se va por un pasaje de reflejos


y regresa a sí misma:
es una mano que se inventa,
un ojo que se mira en sus inventos.

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La luz es tiempo que se piensa.

16- EL CÓDIGO DA VINCI (Dan Brown)

Robert Langdon tardó en despertarse. En la oscuridad sonaba un teléfono, un sonido débil que
no le resultaba familiar. A tientas buscó la lámpara de la mesilla de noche y la encendió. Con
los ojos entornados, miró a su alrededor y vio el elegante dormitorio renacentista con muebles
estilo Luis XVI, frescos en las paredes y la gran cama de caoba con dosel. «Pero ¿dónde estoy?»
El albornoz que colgaba de la cama tenía bordado un monograma: HOTEL RITZ PARÍS.
Lentamente, la niebla empezó a disiparse. Langdon descolgó el teléfono.
-¿Diga?
-¿Monsieur Langdon? —dijo la voz de un hombre—. Espero no haberle despertado. Aturdido,
miró el reloj de la mesilla. Eran las 12:32. Sólo llevaba en la cama una hora, pero se había
dormido profundamente.
—Le habla el recepcionista, monsieur. Lamento molestarle, pero aquí hay alguien que desea
verle. Insiste en que es urgente.
Langdon seguía desorientado. «¿Una visita?» Ahora fijó la vista en un tarjetón arrugado que
había en la mesilla. LA UNIVERSIDAD AMERICANA DE PARÍS SE COMPLACE EN PRESENTAR LA
CONFERENCIA DE ROBERT LANGDON PROFESOR DE SIMBOLOGÍA RELIGIOSA DE LA
UNIVERSIDAD DE HARVARD
Langdon emitió un gruñido. La conferencia de aquella noche —una charla con presentación de
diapositivas sobre la simbología pagana oculta en los muros de la catedral de Chartres—
seguramente había levantado ampollas entre el público más conservador. Y era muy probable
que algún académico religioso le hubiera seguido hasta el hotel para entablar una discusión
con él.
—Lo siento —dijo Langdon—, pero estoy muy cansado.
—Mais, monsieur —insistió el recepcionista bajando la voz hasta convertirla en un susurro
imperioso—. Su invitado es un hombre muy importante.
A Langdon no le cabía la menor duda. Sus libros sobre pintura religiosa y simbología lo habían
convertido, a su pesar, en un personaje famoso en el mundo del arte, y durante el año anterior
su presencia pública se había multiplicado considerablemente tras un incidente muy divulgado

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en el Vaticano. Desde entonces, el flujo de historiadores importantes y apasionados del arte


que llamaban a su puerta parecía no tener fin.
—Si es tan amable —dijo Langdon, haciendo todo lo posible por no perder las formas—, anote
el nombre y el teléfono de ese hombre y dígale que intentaré contactar con él antes de irme
de París el martes. Gracias.
Y colgó sin dar tiempo al recepcionista a protestar. Sentado en la cama, Langdon miró el librito
de bienvenida del hotel que vio en la mesilla y el título que anunciaba DUERMA COMO UN
ÁNGEL EN LA CIUDAD LUZ. SUEÑE EN EL RITZ DE PARÍS. Se dio la vuelta y se miró, soñoliento,
en el espejo que tenía delante. El hombre que le devolvía la mirada era un desconocido,
despeinado, agotado. «Te hacen falta unas vacaciones, Robert.» La tensión acumulada durante
el año le estaba pasando factura, pero no le gustaba verlo de manera tan obvia reflejado en el
espejo. Sus ojos azules, normalmente vivaces, le parecían borrosos y gastados aquella noche.
Una barba incipiente le oscurecía el rostro de recia mandíbula y barbilla con hoyuelo. En las
sienes, las canas proseguían su avance, y hacían cada vez más incursiones en su espesa mata
de pelo negro. Aunque sus colegas femeninas insistían en que acentuaban su atractivo
intelectual, él no estaba de acuerdo. «Si me vieran ahora los del Bostón Magazine.» El mes
anterior, para su bochorno, la revista lo había incluido en la lista de las diez personas más
fascinantes de la ciudad, dudoso honor que le había convertido en el blanco de infinidad de
burlas de sus colegas de Harvard. Y aquella noche, a más de cinco mil kilómetros de casa,
aquella fama había vuelto a precederle en la conferencia que había pronunciado.
—Señoras y señores —dijo la presentadora del acto ante el público que abarrotaba la sala del
Pabellón Dauphine, en la Universidad Americana—, nuestro invitado de hoy no necesita
presentación. Es autor de numerosos libros: La simbología de las sectas secretas, El arte de los
Illuminati, El lenguaje perdido de los ideogramas, y si les digo que ha escrito el libro más
importante sobre Iconología Religiosa, no lo digo porque sí. Muchos de ustedes utilizan sus
obras como libros de texto en sus clases.
Los alumnos presentes entre el público asintieron con entusiasmo.
—Había pensado presentarlo esta noche repasando su impresionante curriculum. Sin embargo
—añadió dirigiendo una sonrisa de complicidad a Langdon, que estaba sentado en el estrado—
, un asistente al acto me ha hecho llegar una presentación, digamos, más «fascinante». Y
levantó un ejemplar del Bostón Magazine. Langdon quiso que se lo tragara la tierra. «¿De
dónde había sacado aquello?» La presentadora empezó a leer algunos párrafos de aquel

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superficial artículo y Langdon sintió que se encogía más y más en su asiento. Treinta segundos
después, todo el público sonreía, y a la mujer no se le veía la intención de concluir.
—Y la negativa del señor Langdon a hacer declaraciones públicas sobre su atípico papel en el
cónclave del Vaticano del año pasado no hace sino darle más puntos en nuestro
«fascinómetro» particular.
—La presentadora ya tenía a los asistentes en el bolsillo—. ¿Les gustaría saber más cosas de
él? El público empezó a aplaudir. «Que alguien se lo impida», suplicó mentalmente Langdon al
ver que volvía a clavar la vista en aquel artículo.
—Aunque tal vez el profesor Langdon —continuó la presentadora— no sea lo que llamaríamos
un guapo oficial, como algunos de nuestros nominados más jóvenes, es un cuarentón
interesante, con ese poderoso atractivo propio de ciertos intelectuales. Su cautivadora
presencia se combina con un tono de voz muy grave, de barítono, que sus alumnas describen
muy acertadamente como «un regalo para los oídos».
Toda la sala estalló en una carcajada. Langdon esbozó una sonrisa de compromiso. Sabía lo
que venía a continuación, una frase ridícula que decía algo de «Harrison Ford con traje de
tweed», y como aquella tarde se había creído estar a salvo de todo aquello y se había puesto,
en efecto, su tweed y su suéter Burberry de cuello alto, decidió anticiparse a los hechos.
—Gracias, Monique —dijo Langdon, levantándose antes de tiempo y apartándola del atril—.
No hay duda de que en el Bostón Magazine están muy bien dotados para la literatura de
ficción. —Miró al público suspirando, avergonzado—. Si descubro quién de ustedes ha filtrado
este artículo, conseguiré que el consulado garantice su deportación.
El público volvió a reírse.
—En fin, como bien saben, estoy aquí esta noche para hablarles del poder de los símbolos
. El sonido del teléfono en su habitación volvió a romper el silencio. Gruñendo con una mezcla
de indignación e incredulidad, descolgó.
—¿Diga? Como suponía, era el recepcionista.
—Señor Langdon, discúlpeme otra vez. Le llamo para informarle de que la visita va de camino a
su habitación. Me ha parecido que debía advertírselo.
Ahora Langdon sí estaba totalmente despierto.
—¿Ha dejado subir a alguien a mi habitación sin mi permiso?
—Lo siento, monsieur, pero es que este señor es... no me he visto con la autoridad para
impedírselo.
-¿Quién es exactamente? —le preguntó. Pero el recepcionista ya había colgado.

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Casi al momento, llamaron con fuerza a la puerta. Vacilante, Langdon se levantó de la cama,
notando que los pies se le hundían en la alfombra de Savonnerie. Se puso el albornoz y se
acercó a la puerta.
-¿Quién es?
— ¿Señor Langdon? Tengo que hablar con usted. —El hombre se expresaba con acento
francés y empleaba un tono seco, autoritario—. Soy el teniente Jéróme Collet, de la Dirección
Central de la Policía Judicial.
Langdon se quedó un instante en silencio. «¿La Policía Judicial?» La DCPJ era, más o menos, el
equivalente al FBI estadounidense. Sin retirar la cadena de seguridad, Langdon entreabrió la
puerta. El rostro que vio al otro lado era alargado y ojeroso. Estaba frente a un hombre muy
delgado que llevaba un uniforme azul de aspecto oficial.
-¿Puedo entrar? —le preguntó el agente. Langdon dudó un momento, mientras los ojos
amarillentos de aquel hombre lo escrutaban.
— ¿Qué sucede? —Mi superior precisa de sus conocimientos para un asunto confidencial. —
¿Ahora? Son más de las doce.
-¿Es cierto que tenía que reunirse con el conservador del Louvre esta noche?
A Langdon le invadió de pronto una sensación de malestar. El prestigioso conservador Jacques
Saunière y él habían quedado en reunirse para tomar una copa después de la conferencia,
pero Saunière no se había presentado.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Hemos encontrado su nombre en su agenda.
—Espero que no le haya pasado nada malo.
El agente suspiró muy serio y le alargó una foto Polaroid a través del resquicio de la puerta.
Cuando Langdon la miró, se quedó de piedra.
—Esta foto se ha hecho hace menos de una hora, en el interior del Louvre.
Siguió unos instantes con la vista fija en aquella extraña imagen, y su sorpresa y repulsión
iniciales dieron paso a una oleada de indignación.
—¿Quién puede haberle hecho algo así?
—Nuestra esperanza es que usted nos ayude a responder a esa pregunta, teniendo en cuenta
sus conocimientos sobre simbología y la cita que tenía con él.
Langdon volvió a fijarse en la foto, y en esta ocasión al horror se le sumó el miedo. La imagen
era espantosa y totalmente extraña, y le provocaba una desconcertante sensación de deja vu.
Haría poco más de un año, Langdon había recibido la fotografía de otro cadáver y una petición

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similar de ayuda. Veinticuatro horas después, casi pierde la vida en la Ciudad del Vaticano.
Aunque aquella imagen era muy distinta, había algo en el decorado que le resultaba
inquietantemente familiar.
El agente consultó el reloj.
—Mi capitán espera, señor.
Langdon apenas lo oía. Aún tenía la vista clavada en la fotografía. —Este símbolo de aquí, y el
cuerpo en esta extraña...
—¿Posición? —apuntó el agente. Langdon asintió, sintiendo un escalofrío al levantar la vista.
—No me cabe en la cabeza que alguien haya podido hacer algo así. El rostro del agente se
contrajo.
—Creo que no lo entiende, señor Langdon. Lo que ve en esta foto...
—Se detuvo un instante—. Monsieur Saunière se lo hizo a sí mismo.

17- SÉ DE UN PINTOR ATREVIDO (José Martí)

Sé de un pintor atrevido
Que sale a pintar contento
Sobre la tela del viento
Y la espuma del olvido.

Yo sé de un pintor gigante,
El de divinos colores,
Puesto a pintarle las flores
A una corbeta mercante.

Yo sé de un pobre pintor
Que mira el agua al pintar,
El agua ronca del mar,
Con un entrañable amor

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18- EL JILGUERO (Donna Tartt)

"«Los muertos se nos aparecen en sueños —dijo Julian—, porque


ésa es la única manera de que nosotros los veamos; lo que vemos
sólo es una proyección lanzada desde la distancia, luz
procedente de una estrella muerta.»
Y eso me recuerda un sueño que tuve hace un par de semanas.
Estaba en una ciudad desierta y extraña —una ciudad antigua,
como Londres—, diezmada por la guerra o por una epidemia. Era de
noche; las calles estaban a oscuras, abandonadas, maltrechas.
Andaba sin rumbo fijo y pasaba por parques destrozados, estatuas
en ruinas, jardines cubiertos de malas hierbas y edificios de
apartamentos derruidos con vigas oxidadas sobresaliendo de las
fachadas, como huesos. Pero aquí y allá, esparcidos entre los
desolados armazones de los edificios antiguos, empecé a ver
también edificios nuevos, conectados por puentes futuristas
iluminados desde abajo.
Fríos y alargados elementos de arquitectura moderna que surgían,
fosforescentes y fantasmales, de los escombros.
Entraba en uno de esos edificios modernos. Parecía un
laboratorio, o quizás un museo. Oía el eco de mis pasos sobre el
suelo de baldosas. Había unos cuantos hombres, todos ellos
fumando en pipa y reunidos alrededor de un objeto expuesto en
una caja de cristal que relucía en la penumbra e iluminaba las
caras de forma macabra, desde abajo.
Me acerqué un poco. Dentro de la caja había una máquina que daba
vueltas lentamente sobre un plato giratorio, una máquina con
partes de metal que se doblaban hacia dentro y hacia fuera y que
se transformaba para dar lugar a nuevas imágenes. Un templo
inca... las pirámides... el partenón. La Historia ante mis ojos,
cambiando sin pausa. "

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19-A FILIS (Diego de Torres y Villarroel)


No encubras Filis mía tus facciones
tus ojos apacibles y serenos,
solo en tus perfecciones se echa menos
el no comunicar tus perfecciones

No ves en las floridas estaciones


las flores en los cuadros más amenos
derramar su hermosura y dejar llenos
los sentidos rompiendo sus botones

Tú eres un cuadro que el autor divino


plantó del mundo en el jardín hermoso
dando al sentido gloria en su pintura

No escondas, no, tu rostro peregrino


que le robas al mundo un bien precioso
mira que es bien ajeno la hermosura.

20- DOS COSAS DESPERTARON MIS ANTOJOS


(Lope de Vega)
Dos cosas despertaron mis antojos,
extrajeras, no al alma, a los sentidos;
Marino, gran pintor de los oídos,
y Rubens, gran poeta de los ojos.
Marino, fénix ya de sus despojos,
yace en Italia resistiendo olvidos;
Rubens, los héroes del pincel vencidos,
da gloria a Flandes y a la envidia enojos.
Mas ni de aquél la pluma, o la destreza
déste con el pincel pintar pudieran

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un hombre que, pudiendo, a nadie ayuda.


Porque es tan desigual naturaleza,
que cuando a retratalle se atrevieran,
ser hombre o fiera, les pusiera en duda

21-AL COLOR (Rafael Alberti)

A ti, sonoro, puro, quieto, blando,


incalculable al mar de la paleta,
por quien la neta luz, la sombra neta
en su trasmutación pasan soñando.

A ti, por quien la vida combinando


color y color busca ser concreta;
metamorfosis de la forma, meta
del paisaje tranquilo o caminando.

A ti, armónica lengua, cielo abierto,


descompasado dios, orden, concierto,
raudo relieve, lisa investidura.

Los posibles en ti nunca se acaban.


Las materias sin términos te alaban.
A ti, gloria y pasión de la Pintura.

22-EL PINTOR DE FLORES (Eva Mª Rodríguez)


Había una vez un pintor que solo pintaba flores porque eran lo que
más le gustaba en el mundo. El pintor de flores viajaba por todo el
mundo retratando a todas las flores que encontraba.

Un día, no se sabe cómo ni por qué, el mundo se quedó en blanco y


negro. Los científicos no encontraron explicación. Tan solo los talleres de
los pintores se habían salvado. Solo sus cuadros y sus pinturas
conservaban el color. Todo lo demás, era blanco y negro.

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El pintor de flores tuvo una idea, y envió un mensaje a todos los


pintores del mundo. En el mensaje decía:
Queridos compañeros:
Somos pintores. Desde que el mundo es mundo hemos retratado la
naturaleza en nuestros lienzos. Devolvamos a la naturaleza lo que le
pertenece. Os animo a que os unáis a mí para pintar el mundo de nuevo.
Firmado: El pintor de flores

A todos los pintores les pareció una idea excelente, y se reunieron para
repartirse el mundo. Los especialistas en retratos le devolvieron el color
a la gente y a los animales, los especialistas en pintar bodegones
pintaron las casas y lo que había en ellas, y los pintores de paisajes le
devolvieron el color a los campos, a las montañas y al mar.

Tú, ¿qué pintarás? -le preguntaron al pintor de flores.


- Yo, pintaré las flores -respondió.
- Las flores ya están asignadas -le dijeron-. Forman parte del paisaje,
¿recuerdas? Las flores las pintarán los paisajistas.
- Bueno… entonces os ayudaré preparando los colores -dijo el pintor de
flores, muy triste.

En pocos días estaba todo terminado. Todo era perfecto, menos las
flores. Los pintores de paisajes las habían pintado sin cuidado, y apenas
se diferenciaban en ellas los matices, los colores, los detalles. La gente
estaba triste por ello.

- Lo sentimos, pero no hemos sabido pintarlas mejor -dijeron los


pintores de paisajes-. Con tantas flores diferentes y todo el trabajo que
teníamos por delante no podíamos dedicar tanto tiempo a las flores.

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El pintor de paisajes cargó con


sus colores y sus pinceles y con gran delicadeza se dedicó a devolverle a
cada flor sus colores y su personalidad.

- ¿Estás loco? ¡Tardarás cien años! -le dijeron los demás pintores.
- Como si tardo mil -respondió el pintor de flores-.

El pintor de paisajes cargó con sus colores y sus pinceles y con gran
delicadeza se dedicó a devolverle a cada flor sus colores y su
personalidad.

- ¿Estás loco? ¡Tardarás cien años! -le dijeron los demás pintores.
- Como si tardo mil -respondió el pintor de flores-.

La gente de todo el mundo recibía al pintor de flores con gran alegría


cuando llegaba a sus pueblos, y le ofrecían lo mejor que tenían durante
el tiempo que estaba pintando sus flores.

Y así fue como el delicado trabajo del pintor de flores le devolvió por
completo la alegría al mundo entero.

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23-ANÉMONAS DE MATISSE (Joaquín O.


Giannuzzi)
Qué materia ligera para el ojo

Sometido a presión. Girando

Sobre cada eje verde, se agrupan

En explosiones suaves

De rojo, violeta y blanco totalmente recientes

Hacia un centro de ingrávidos objetos.

Dominación frontal, casi con nada y al descuido

En la hora indistinta, cuando todo

Está bien. Alegrías

De agua liviana en un solo plano. La gracia más conforme

De estar allí como en el campo

De una dulce costumbre. Un poco ebria

La perspectiva asegura

La inestable sociedad de las cosas.

Pero amar el mundo, su abundante presente,

Es obtener más luz:

Esta celebración de la apariencia

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Que sin embargo se sostiene hasta el fin.

24-TRINIÁ (Rafael León)

Al Museo de Sevilla
iba a diario Juan Miguel
a copiar las maravillas
de Murillo y Rafael.
Y por las tardes, como una rosa
de los jardines que hay en la entrá,
pintaba a Trini, pura y hermosa,
como si fuera la Inmaculá.
Y decía el chavalillo:
«Pa que voy a entrar ahí,
si es la Virgen de Murillo
la que tengo frente a mí».

Triniá, mi Triniá,
la de la Puerta Real,
carita de nazarena,
con la Virgen Macarena
yo te tengo compará;
algo tu vida envenena,
qué tienes en la mirá
que no me pareces buena,
Triniá, mi Trini, ay... mi Triniá.

II

El Museo sevillano
un mal día visitó
un banquero americano
que de Trini se prendó.
Y con el brillo de los diamantes
la sevillana quedó cegá
y entre los brazos de aquel amante

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huyó de España la Triniá.


Y ante el cuadro no acabao
así decía el pintor:
«Tú me has hecho desgraciao,
sin ti qué voy a hacer yo».

Triniá, mi Triniá,
la de la Puerta Real,
carita de nazarena,
con la Virgen Macarena
yo te tengo compará;
algo tu vida envenena,
qué tienes en la mirá
que no me pareces buena,
Triniá, mi Trini, ay... mi Triniá.

25-QUIERO PINTAR LA LUNA (Marilina


Rébora)
Madre, ¿puedo pintar la luna de escarlata?
¿O con vestido rosa, orlado de violeta?
¡Pues, noche a noche, sale insulsa y timorata,
sin nada de color que la avive, coqueta!

¿Por qué será la luna, siempre luna de plata,


camafeo de hielo, el pálido planeta,
la doncella de nieve a la que se retrata
en blanco, si pintor, o argento, si poeta?

Quisiera iluminarla con cálido amaranto,


encendidos reflejos carmín o solferino,
inventarla morena, con luminoso manto,

y no alba y exangüe, con veste de platino.

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¡Quiero pintar la luna de tono colorado,


en creciente o menguante, de cara y de costado!

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