Hacían lo que ellos ordenaban. Los palos y las piedras,
dirigidos por los hombres, saltaban por los aires como si fueran cosas vivas, y causaban graves heridas a los perros. Para su cerebro, aquello significaba un poder desusado, inconcebible y sobrenatural, casi divino. Colmillo Blanco, por su misma naturaleza, no sabía nada acerca de los dioses; pero el asombro y el respetuoso temor que le inspiraban los hombres se parecía grandemente a lo que sentiría uno de estos al contemplar a algún ser sobrenatural lanzando rayos con ambas manos, desde la cumbre de un monte, sobre la maravillada humanidad. No quedaba ni un perro que no se hubiera visto obligado a retroceder. El tumulto cesó.