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elefante
Victoria Ramírez Mansilla 6
María Florencia Rua 14
Bruno Lloret 25
Ariel Farace 33
Florencia Smiths 43
Eugenia Pérez Tomas 61
Juan Santander Leal 69
Camila Fabbri 75
Julieta Marchant 82
Diego Materyn 87
Emiliana Pereira 94
Maruja Bustamante 108
Daniela Catrileo 118
Laura Sbdar 127
Victoria Ramírez Mansilla —Santiago, 1991
Cualquiera pensaría
que vamos a despedirnos.
7
Pagamos una habitación con tres camas
a veces usamos una y a veces dos.
8
Mi madre no entiende que yo desee a hombres y
mujeres
piensa que estoy perdida o que es una etapa
de adolescencia tardía.
9
Ayer soñé que abría mi bolso de viaje
encontraba una blusa nueva.
10
Plantaciones de trigo
amortiguan nuestro viaje en tren.
Hablo con una francesa y me explica
que su novio la dejó por una chilena de Lebu
ella separa las sílabas en Le-bú.
11
En la antigua china había una palabra
para referirse a dos mujeres que tienen sexo
mojinzi significa dos espejos que se frotan.
12
No sé cómo llegamos a tratarnos así
dice la voz de otra yo
alojada en lo hondo de un volcán.
¿Roca cristalina
esplendor de cólera
fundición de los afectos?
13
María Florencia Rua —Buenos Aires, 1992
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agua caliente y un saquito de té. Ritual preca-
rio para adentrarse en la noche y su pista de
cemento. Solo levantó los hombros cuando le
dije “esto no puede ser” con el ceño fruncido,
haciendo el gesto de las cucarachas con las
manos abiertas como alas rotas. Su mirada me
daba a entender que la situación era parte del
servicio, estaba cuidadosamente preparada: un
espectáculo, también precario, de terror clase
B. O que ese micro se encargaba de llenar los
pueblos de cucarachas, por eso íbamos noso-
tras a parar ahí. Que si no estaba de acuerdo
con eso, quién me mandaba a ir a ese pueblo
de mala espina. O que no lo molestara que tenía
sueño, fin. Me quedé encandilada en sus ojos
imperturbables y sin amenazar con hacerle al-
gún reclamo a la empresa, volví al asiento como
si algo me tirara del eje, quizás tu tranquilidad.
También las pastillas arrancaban a hacer su
efecto en mis venas y el asombro empezaba a
volverse una línea recta, junto con el asco: ruta
sin curvas en la mente. De lejos vi cómo el señor
David estiraba los pies para adelante y chocaba
con la velocidad. Vos dijiste que así el viaje era
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mejor: ir juntas con las cucarachas al mar. ¿Al
mar? Me di cuenta de que no tenía idea a dón-
de íbamos, que ese pueblito tenía mar era otra
sorpresa pero no lo iba a decir, porque quién
viaja sin saber a dónde, quién se entera de la
existencia de un mar si no es para ir hacia él. Me
imaginé los balnearios y las sombrillas vacías,
los locales de mallas y de churros cerrados,
los perros de las calles aburridos, con la piel
chamuscada de tan poco contacto, la peatonal
desierta, una mujer saliendo del océano con un
vestido negro, un tiburón temblando en la orilla,
una casa hundida, una ojota, David vestido de
Wally, pegando alaridos y manotazos para que el
bañero de turno lo salve, la bandera roja, el ba-
ñero calcinado bajo el sol de un verano pasado,
vos poniéndome protector en la frente, diciendo
“por las dudas”, en plena tormenta. Me despertó
una frenada. Diez minutitos, gritó el chofer, y se
levantó agarrándose el cinturón y tirándolo para
arriba. Bajaste a fumar y te paraste al lado de
David que miraba cómo pasaban los pocos autos
por la ruta mientras se tocaba el reloj. Unos se
tocan el reloj, otros la cara. Miré para la ruta y
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las luces blancas me encandilaron como mari-
posas japonesas. Aproveché para ir a comprar
algo a la estación de servicio y cuando llegué al
kiosco no había nadie. Solo un televisor que re-
petía el compra-venta de un producto para las
estrías. Grité hola y nada. Hola de nuevo. Atiné
a robarme un chocolate pero sentí que sería
estúpido verme por las cámaras de seguridad.
Dejé la plata y me fui pensando en las estrías,
en la fuerza que hace el cuerpo por hablar, en
las grietas que nos marcan, en los productos
de compra-venta, que seguro te deben pagar re
bien por repetir todas las madrugadas tu cara
contenta por el cambio definitivo. Decile chau
a tus viejas costumbres. De lejos vos y David
hablaban y se reían. No quería interrumpir así
que di la vuelta a la estación de servicio aban-
donada. Una tipa con visera y corbata violeta le
hablaba a un arbusto: te dije que te quedaras
quieto, siempre me hacés lo mismo. Me vio y
se cruzó de brazos. Yo cerré los ojos con fuer-
za y seguí caminando, hasta que una bocina
me abrió los párpados. El chofer del micro me
apuntaba a la cara y me subí a tiempo antes de
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arrancar. Vos ya estabas sentada, haciendo con
las manos como un raspe aquí para traer calor
y David dormía con la boca abierta, tumbado en
su casa asiento.
Ahora te corrés el pelo de la cara con el
pulover que te tapa los dedos. Acá, me decís, y
soltás las cosas en la arena. Yo respondo con
obediencia y me tiro como un perro cansado.
No hay diferencia entre acá y allá. La arena me
gasta la piel. En la playa ninguna señal de vida,
solo el choque del mar con el mar. ¿A dónde van
las líneas que cruzan el cielo como estelas de un
helicóptero? Vos te sacás la campera, el pulo-
ver, la remera y salís disparada como un cohete
para el oleaje, sin darme tiempo a reaccionar.
Toco la arena y la dejo caer de mis dedos como
si fuera la nieve de un domo de plástico. Veo tu
alegría estallada en la espuma y me duermo. Veo
tu alegría estallada en un piso cubierto de cuca-
rachas. Veo tu alegría en una publicidad para las
arrugas. Veo tu alegría saliendo de un arbusto.
Dormida, tu alegría me grita: ¿y, para cuándo?
Estamos en invierno, alquilamos un departa-
mento que era otro en fotos, supongo sacadas
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de google, y Marta no nos volvió a atender con
tal de no asumir su estafa, la muy cobarde. Así
que apenas llegamos abrimos la ventanita ta-
maño aire acondicionado, nos paramos arriba
de las sillas oxidadas y curioseamos el cielo de
la costa, una pista de estrellas sin cabezas de
edificios, algo que nos era prohibido en la ciudad
donde el cielo es una explosión de frenos. Me
dieron ganas de llorar pero no pude. Vos dijiste:
no es suficiente. Sacaste camperas y bufandas,
agarraste los paquetes de cigarrillos, abriste
la puertita medio rota de nuestro fracaso y me
tiraste del brazo para las escaleras. Recién
en planta baja sentí el hielo en forma de aire.
Salimos y nos sentamos en la calle de tierra a
observar con detalle la franja casi negra que
nos cubría por completo el cuerpo. Me perdí
pensando en la vida del otro lado de los pla-
netas, en las ciudades posibles, en las amigas,
en las piletas de natación y las plantas, en los
caprichos del cosmos, en los límites de tu cara,
recta y precisa, en cualquier cosa que fuera
real, cualquier cosa fuera de mí, muy lejos de
mí, tan lejos que yo no existía. Después subimos
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las escaleras, nos tiramos en la cama de una
plaza y nos resbalamos al sueño.
Al otro día no había furia por la estafa pro-
pietaria, el sueño había cumplido su misión. Te
vi despertar con tu bombacha de algodón roja
y preparar café a la turca, porque la cafetera
prometida en el aviso bien gracias. Cantabas
una canción por lo bajo que me sonaba de al-
gún lado pero no alcanzaba a descifrar de dón-
de. Estaba muy dormida para preguntarte. Me
trajiste el café a la cama y metiste tu dedo en mi
ojo izquierdo para sacarme una lagaña. Siempre
tan intempestiva. El café estaba quemado pero
preferí no decir nada. Algo en el retrogusto me
hacía pensar en los restos de basura que que-
dan en la orilla. En ese pensamiento, yo soy la
orilla. O la basura. Tomé las pastillas y armamos
el bolso para salir de ahí, el aire estaba denso
pese a la helada. Vos caminaste para el lado con-
trario a la playa, como si supieras a dónde ir y
yo te seguí, mirando las casas modestas y sus
patios con algún adorno poco particular. En mi
cabeza quedó titilando el duende de cerámica
pintado con colores vivos y sus manos cortadas
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andá a saber bajo qué accidente, brazos que en
la punta tenían fracturas blancas, como peque-
ñas montañas. Me preguntaba por qué dejar un
duende roto en la entrada de una casa, pero más
tonto me parecía tener un duende en perfectas
condiciones, por lo tanto que estuviera roto y
puesto en el jardín como un guardián de repente
hacía todo sentido para mí. Lo roto sabe cuidar
mejor, pensé.
Caminábamos con los perros que nos se-
guían por las calles de tierra y una bolsa de
caramelos que pronto se fue llenando de en-
voltorios. Comíamos un caramelo atrás de otro,
como si fueran oxígeno. Vos hablabas sin parar
de cómo funcionan los vínculos o cómo no fun-
cionan, de lo difícil que es tener algo verdadero
sin guardar por si acaso una pistola, en esta
época decías, como si fuera una cuestión de
época, yo pensaba en mi abuela paterna, que
ojalá hubiera tenido una pistola guardada, o en
mi mamá, que dele aceleraba el auto pero siem-
pre volvía. En mí y en otras, apilé en la mente
fierros, espadas, fósforos, aerosol. Caminába-
mos y yo sentía a miles como en una procesión
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escapando con un diente o un mechón de pelo
en la mano. El trofeo macho en mi pecho. Vos
seguías hablando, a esa altura me costaba en-
tender las palabras. En un momento me estre-
só la forma en la que armabas las frases o el
contenido de lo que decías. O el tono, algo de lo
que hacemos a veces, que para que no duela
fingimos una certeza con la espalda recta. Yo
tocaba a uno de los perros y hundía mis yemas
en su pelaje marrón, suave y sucio al mismo
tiempo. Ahí fue que dijiste lo que no quería que
dijeras, qué paja. Pero eso hacen las personas,
en algún momento: dicen. Miré para un costa-
do mordiendo un caramelo de frutilla. Contesta
po, insististe, tocando la tecla desafinada. No
sé, Paz, por qué hablar. Diste un discurso so-
bre sanidad y escupí en la esquina. Ridícula, te
dije. Me senté en la tierra. El aire era de halls
de menta, pegaba en la frescura. Te acercaste
como si fuera uno de los perros, con miedo a
que tenga sarna. Me acariciaste el pelo. Lloré.
Me puse a patalear y me tiré en la calle, arman-
do una huella humana en la tierra de las rue-
das. Vos me limpiabas los mocos con la manga
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de tu campera. Perdón, perdón, la cagué, di-
jiste. Solo que no quiero que te guardes nada.
No me jodas, te grité. Sí, te jodo, forzaste con
un acento que me hizo reír. Te empecé a tirar
de los pelos y vos devolviste el gesto copiando
la intensidad. Te mordí. Despacio primero y sin
miedo después. Nos mordimos, con mocos y tie-
rra, en el pueblo fantasma, rodeadas de perros
perdidos. Nosotras también perdidas, nuestros
pelos crispados, de tan poca ternura, las manos
partidas, un aullido que me venía del pecho y tu
baba sobre mis cachetes, entrando y saliendo,
como besos corridos. Nos enrollamos por la
calle, vos arriba, yo abajo, vos abajo, yo arriba,
como cucarachas en una pista de patinaje. Un
auto pasó y llegó a frenar. Nos quedamos quie-
tas. Ahí. Acostadas en la tierra. No intentamos
ningún movimiento. El auto empezó a hacer lu-
ces, clac clac, tocó bocina, un señor se asomó
por la ventanilla, insistió un rato largo sin en-
tender cómo algo vivo y con lenguaje decidía no
hacer: nosotras. Esperamos a que retrocediera
con velocidad.
24
Bruno Lloret —Santiago, 1990
26
INICIO
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en dinosaurios luego nació el cavernícola el
primer humano en la tierra después empesa-
ron a evolucionar como personas de monos, el
animal más inteligente del mundo con el delfín
Y haci como va creciendo y son más animales,
mientras más animales sean más cumplea-
ños van a ver, pero todos los animales de todo
el mundo tienen cumpleaños se dice como: “El
Cumpleaños de los Animales”.
Porque todos los animales tienen cumpleaños
como por ejemplo: el oso Polar, el zorrito, el Pa-
jaro, el perro, el gato, el Leon, el elefante, etc.
Una vez hace mucho tiempo una especie de ani-
mal se creo los osos polares.
desde entonces el oso era el mejor amigo del
oso
Entre los lobos una estupida regla que era: que
si las lobas tenian un lobito enfermo debía ser
asesinado porque o sino matarian a la madre,
ya que la enfermedad del lobito se podría pro-
pagar y matar mucho mas que una especie,
pero Lazna la mamá lobo, no mató a su bebé,
si no que lo puso en una cesta, en la que puso
el nombre de Rambo en una madera y lo puso
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en las aguas del río Loa, pero no sabía que ese
rio daría justo a un lago congelado cerca de los
aisberg, o sea cerca de los osos polares.
Había una vez un animal que era el oso polar, y
había otro animal que era el lobo. Los dos iban
caminando y se encontraron y los dos dijeron
‘este animal existe’, niuno de los dos sabía que
el otro existía.
Los animales a parte de ser cuidadosos les gus-
ta cuidar lo que tienen. ¿Y por qué? Por que hay
otros animales que les gusta quitarles lo que ya
es de cada uno.
DESARROLLO
29
Yo sé que alguna vez dijiste que los osos polares
Xeran salvajes y no solo eso, sino depende de su
estado de humor y cómo lo traten.
Yo siempre fui una loba educada
oso y lobo viven en iglú solos, lobo pela a oso con
nadie, oso lo escucha, lobo se da cuenta, le pide
disculpas
el oso dijo sale a la luz para que vea tu rostro
estamos solo tù y yo, sin alimento ni casa, es-
tamos muy solos y este lugar està tan callado y
solitario
y despues se durmieron y relacionaron su vida
el oso despierta le pregunta al lobo: como lo-
graste traer comida si vez en blanco y negro y
el lobo responde esque veo las cosas como son.
le dice vayamonos al norte y hagamos nuestra
vida sin dueños
hasta que un dìa se pelearon. Uno se fue al bos-
que de la izquierda, el otro al bosque de la de-
recha.
el lobo se había inundado en la nieve
escuchó un estruendor
una cosa grande, que parecía ser de madera, y
tenía tela como techo
30
Fuimos a la antártida a cazar y Flor dijo: oye, si
estos animales se matan entre ellos, entonces
matémolos primero nosotros.
llegó una nueva y astuta foca
el lobo la tomó del lomo
yo me arrastraria, y agarria una escopeta y le
dispararia y lo mataria
el temor del lobo
la muerte (no) asepta vacíos
CONCLUSIÓN
31
las estrellas han hablado y no quieren nada
sus bocas me estaban hablando por la mente
la familia es la intemperie
32
Ariel Farace —Lanús, 1982
Fuiste la poesía
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y te admiro
Estabas sin estar
Tu presencia era ese modo
de estar ausente
A quién pertenece esa malla rosada
La remera batik blanca y celeste sé que es tuya
Le falta la costura del cuello
Qué bien te queda tan
lindo como el marrón de tus pecas
y ojos, loco
Eras la poesía
y cejijunto
La cicatriz de tu
cara
Ese movimiento violento
y torpe que hiciste para sacudir algo
de tu cuello
Como de
presidiario peligroso
Eras la poesía cómo no
darías miedo
si tu boca se alejaba de
un beso y los labios flotaban
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suspendidos y fugaces
Qué emoción me das y dabas
Serás la poesía
de este año y el próximo
quién sabe del futuro
Cada vez que te evoque
seguirás siendo la anunciación
con sal en la piel del mar
Pegada a mi retina
tu mirada irritada
de año recién despierto y con resaca
Todavía y ya droga
vos la poesía los años
el ingenuo y erótico amor
atravesando los médanos
La voz del motor
del camión que se lleva
lo que no te acordás y pasó anoche
Los poemas andan solos como vos
Te admiro y agradezco
te digo ahora
Sos hermoso gracias por existir
por dar existencia milagrosa
36
hacer nacer este año
que comienza
Mirame siempre así
año
Te colaste una pepa
o alcohol
o muchas cosas anoche
yo lo sé
Puerto de Colonia,
primero de enero
37
Amiga te tenés que olvidar
del camino a tu casa
Si no se mueve el torso
de lugar y el paisaje
o el deseo delira
no escribo una palabra
Tras cierta dispersión
alguna voz se quiebra
para que el canto salga
Y no es volverse luz
mirando la pantalla
Ni recordar con brío
la estrella esa o aquella
ni cambiar de reloj
salir sin celular
Es más de la respiración
Aprender a robar
del pulso de una acción
cómo tembló una mano
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cómo un ojo se cierra
o algún color creció
En una fiesta ajena
el tono de una voz
con rabia o desamparo
la forma de esa boca
extravía el deseo
tatúa su expresión
Buenos Aires,
veintiocho de julio
39
Teresa y los ángeles
40
Un mediodía en Lomas de Zamora
salías de la inmobiliaria
era un día radiante
pasó una moto y te arrolló
Volaste por el aire en la avenida
Te fuimos a ver al hospital
había manchas negras en la piel de tus brazos
hablabas muy bajito
y en tus ojos fondos rojos
brillaban
en el ambiente blanco
Qué susurrabas no retuve
Fuiste amorosa estando dolorida
Las cosas invisibles conviven
tenías la certeza si un ángel
del dolor nada sabe
en el candor
es donde habita
Al placer te rendiste
Teresa a tu elegancia
no le miento si digo
que sos si te recuerdo
a la vez y no
41
santa
Yo no te volví a ver
Imagino que no fue fácil
que la vida se rehaga
Cuando una voz se ausenta
algún surco se abre
en el cielo la tierra
en la piel un pincel
talla en el intelecto
una electricidad un baile un sentimiento
y en vos algo que llamaste verdad
salió o entró oh
con la fuerza de un sueño
Colegiales,
veinte de julio
42
Florencia Smiths —Santiago, 1976
44
adelantándome supuse dispersaría esa imagen
difusa lo supe cuando arrojé mi cuerpo al
pavimento inconsistente las risas repletaron
un cuarto al que no sé si vuelva demasiada
gente interrumpiendo la posibilidad de adentrarme
y me inclino
45
camino según el sentido del tránsito porque
mi situación invade las calles y suburbios en este
venir haciendo lo que ahora me complace no
sabía cuántos pasos puede una ciudad contener
cuando se la recorre cargando un impulso violento
46
lo que nos apacigua
47
amarme en resistencia
amarme en resistencia
siempre a la contra de mí misma
buscándome y necesitando encontrarme con
urgencia y a pesar de mi cuerpo
el cuerpo que se toca
se contrae en nombre de otro
en nombre de otro es mucho más simple
efectuar el rasgo del placer
tocar
hundirse en nombre de uno que existe
sólo a través de su falta
o de su desaparición
pero tocarse
abrirse en nombre de una misma
enfrentando el quiebre tras la propia mano
haciendo fuerza por quedarse
porque la mano quiere permanecer rasgando
alterando el ritmo del cuerpo
que se retuerce encima y adentro
se fisura en la resistencia
se dobla en mitades que no conocía
se levanta
cuerpo adentro se levanta
tras la zona del desgarro
crezco en la resistencia y me
expando en la mano que me agita
querría con esa misma mano dibujar el deseo
que espanta a mis dobles
que amanece antes que yo, agitándose
entre paredes de sábanas que no
graban el sueño
49
mi resistencia, el trabajo que no pido al dar
el ojo inquieto que se abre y que no miro al desear
a la contra me sé todos los nombres que
me pusiste encima como en un peldaño
o que escribiste bajo mis piernas cuando
no supiste nombrarme sino con todas las otras
que soy
a la contra en contra de mí
descontrolada por esta mano que igual
cuenta y escarba
la que de pronto se concentra en cartas
estudios
textos solos que se cierran contrayéndose
porque el tajo les hace la contra
pero yo
50
yo te contaría el deseo de memoria
y como si no lo supiera me acercaría a tu oído fino
a deletrear mi goce deformado
mi deseo forjado por culturas que detesto
mi deseo tan abismante al borde de mis carnes
y mis gestos
este deseo de lengua madre
en contra denegado
tantas veces objetado
en la imposibilidad de no verse en sus ritos
se aproxima músculo adentro
fracturado jactándose de una
complejidad salvaje
gástame el cuerpo
viola el rostro que ves
51
cuando liquidados los esqueletos
se golpean combatiéndose en su individualidad
alejándose de la persona que ahí convive
me afirmo hurgándote
te encuentro hurgándome al centro de mi herida
ven a bañarme con tus halagos de padre con tus
insultos de poder
52
ya estoy toda ofrecida en mi objeto
soy mi objeto
tómame y presiente lo que viene
sácame del fondo
tantas contra mí me han alejado de mí
arrójate a mí acércate
encuéntrame si no estoy
reúnete conmigo en mi nombre
por si no he venido
53
todo dura tres segundos
entonces me pregunto
si acaso no fue eso lo que nos pasó
54
acaso no fuimos atraídos y repelidos
por aquello que nos hizo
triturarnos y odiarnos dulcemente
devolvernos ese pedazo que era de los dos
arrojarnos ese resto a la cara y
escupir sobre el rostro del otro
el hecho de habernos sentado en la misma mesa
a observar nuestras vidas ocurrir
y acaso eso que duró tres segundos
—porque todo lo inasible dura tres segundos—
se endureció también como el material del que
están hechos los seres de Svankmajer
o se deshizo a causa de la multiplicación de esos
segundos
se hizo piedra
se hizo espuma
o tan solo volvimos a convertirnos
en esos otros
que no sabemos muy bien de qué están hechos
ni cómo fue que se encontraron
para tocarse
para escupirse
deshacerse
apaciguarse
55
para ser
más que para escribirse
56
la señora del poder
57
realmente interesados en el lenguaje y me pregunto
si yo apenas me la puedo con el lenguaje y por eso
mismo cada noche dejo un poco este miedo de lado y
a veces hasta coraje tengo de poder redactar
este pésimo equilibrio
las palabras siempre me quedan dando vueltas
en la cabeza como moscas o a veces van más lejos
y desertan de las uñas, pero nunca del cuello
sigiloso
que aguarda el tirón
58
empequeñezco cada segundo más en el intento
de responder por planes que no tengo
improviso un gesto de aparente pasión por lo que
me comenta, mientras mis manos se van muriendo
sobre las piernas rígidas y ya congelada en el
asiento
me hundo en su idea de poder que se adelanta
a su idea de noción que se adelanta a su noción de
atisbo
podrías pensar en la convivencia escolar ¿por qué
no intentas coordinar una entrevista con el
encargado
de planificación?
59
usted no sabe siquiera —cómo podría— intentar
reconocer a un sujeto
calificado desde el error
60
Eugenia Pérez Tomas —Buenos Aires, 1985
62
*
63
La exclamación dentro de la mente existe y se
hace escuchar: ¡Qué el miedo no se lleve todo!
¿Qué escucho?
64
tiene alarma, no sé porque entonces esta idea
mística de que puedo escuchar —no respirar sí
crujir— las maderas, los papeles y todas esas
cosas que pierdo. Mi papá más de una vez re-
pite el dicho que repetía su abuela: lo que no
se llevaron los ladrones aparece por los rin-
cones. Alguna otra vez lo escuché: si no se lo
llevaron los ratones… Me pierdo en lagunas
del pensamiento. A veces, el cerebro que llevo a
cuestas es un manantial líquido, aunque puede
ser entendido como algo poético, más significa
que hay unos puntos ciegos y blancos que me
habitan y por los rincones están las cosas que
pierdo. A la vez, quien vive conmigo confirma
que escondo las cosas y que impongo la sensa-
ción reina, la casa se convierte en mi dictamen
vacilante al resto. Curioso, porque yo solo las
pongo en lugares, para que justamente no se
pierdan. Ah, suspiro. 47815862 es el único te-
léfono que me sé de memoria. 47815062 el nú-
mero solicitado no corresponde a un abonado
en servicio. Llamé. Hace años que no lo hacía.
Cuando no había nadie, un contestador decía:
Gloria y Jorge. 2254 departamento 3. Son los
65
números que me aprendí por si me perdía. Cla-
ro, yo pierdo cosas, y si por la fatal causa no
podría volver, la casa del contestador era mi
norte, o mi casa. Para no perderme aprendí de
memoria esos números. Tengo la memoria y los
números.
66
El Kimono
67
*
Hago mi versión:
Poema a la madre
Pienso en las veces que te di la espalda.
Vos en cambio viste un salmón saltando
hacia mis pelos,
como si yo vistiera un kimono.
68
Juan Santander Leal —Copiapó, 1984
70
1997
71
Bus al norte
72
Los pulmones se amontonan
a las siete de la tarde.
En la bahía
descansan botes
cuya madera
sirve de espejo a los insectos.
La humedad come
algas de fierro
quedan anzuelos por todas partes.
El día termina
entre los muelles
al fin se esconde
la avaricia de quien habla.
73
Las rocas protegen la bahía en posición fetal
y no se vuelve a pensar en lo que entra
desafilado en la memoria
y no se vuelve a pensar en lo que el mar
sutura rápido.
74
Camila Fabbri —Buenos Aires, 1989
76
Le respondo que está bien, que no hay proble-
ma, y me imagino un matadero de vacas. Andrés
no sabe cómo decirme que no me quiere más pero
coger de vez en cuando nos hace bien. Somos un
nudo de pelo espeso que se está desenredando.
—¿Te conté?
Le respondo que no.
—Del vecino del sexto piso, ese que es gi-
gante y tiene un perro pequinés. ¿Sabés quién
te digo?
Le respondo que sí.
Anoche tuvo una ausencia, me cuenta. Le
dicen brote psicótico. Estuvo horas y horas ha-
blando con su perro. Después lo bañó. Al rato
mezcló bebidas blancas con Fernet con coca,
cerveza, todo lo que tenía en la heladera y se tiró
rendido en la cama. El perro estaba justo debajo
de él y lo aplastó. El perro murió en el acto. A la
mañana siguiente vino la guardia canina y se lo
tuvieron que llevar.
Le pregunto si vio algo y me contesta que no.
—Esta mañana apareció con un cachorro
nuevo. La misma raza, el mismo color. ¿Sabés
qué nombre le puso?
77
Le respondo que no.
—”Futuro”
Andrés se levanta de la cama y se ríe. Yo no
le veo la gracia. Mi cuerpo desnudo ya no le
provoca nada. Parezco un muñeco de plastilina
manoseado con rabia. Me da un abrazo como de
felicitación por una medalla en campeonato es-
colar. Me moja el lado derecho de la cara con su
transpiración. De verdad siento náuseas. Des-
pués se mueve hacia la cocina y me grita algo
que no le escucho. Sale apurado por no llegar
tarde a su partido de fútbol y mientras puedo
oír al vecino está hablando con el cachorro otra
vez. Pienso que no está bien quedarse sola con
esas voces. Enciendo el televisor. En un concur-
so intentan cortar una manzana a la mitad, debe
ser con absoluta precisión. Ninguno de los con-
cursantes de la Capital y de Provincia lo logran.
La exactitud es un desvarío.
Se me cierran los ojos pero no hago caso.
Todavía no me quiero dormir. Acaricio a Robin
que esta noche está inquieto porque hay dema-
siadas ambulancias dando vueltas ahí afuera.
Salgo al balcón para ver qué pudo haber pasado.
78
Robin camina conmigo. Es tan grande este perro.
Lo quiero tanto y a la vez, lo dejaría atado a un
poste en la puerta de cualquier supermercado
chino, me miraría mientras me voy y saltaría y
lloraría, despedazaría su cuello peludo agarra-
do a esa cadena al poste. Tendría horas de tris-
teza ahí hasta que alguien se apiadaría del pobre
perro. Tener una criatura peluda tan grande en
un departamento medio vacío no es un asunto
global. Pero no, querido Robin, jamás te haría
eso. Te voy a seguir sacando a pasear, voy a lim-
piar tu mierda con bolsitas de plástico, te voy a
bañar en la bañera dos veces al mes porque en
una peluquería canina me sale demasiado caro.
No permitiré que duermas conmigo porque no
soy esa clase de personas pero dejaré que me
sigas lamiendo la cara porque sí. Robin y yo mi-
ramos a través de las rejas del balcón. Ahí abajo,
Andrés todavía intenta subirse a su auto. No lo
logra. Puedo oírlo maldecir. Pobre treintañero,
todavía es tan niño de ocho con anteojos. Aun-
que me acabe en el estómago y tenga un desa-
pego maligno, sigue siendo una miniatura que no
sabe qué hacer cuando no encuentra una llave.
79
Por encima de él o allá adelante, en la esquina
de un hospital público, puedo ver una bicicleta
dada vuelta a mitad de la esquina y una chica
haciendo juego, con casco, apenas moviendo
las piernas así como hace una cucaracha mal
pisada. Está viva, claro que sí, y la rodea una
ambulancia. Robin ladra porque ve a Andrés,
pero Andrés ya encontró la llave de su auto y
se dio a la fuga. Ya descargó todo lo que tenía
dentro, ahora podrá meter goles o romperse la
rodilla en una corrida furtiva hacia el arco. Pero
la chica sigue tirada en la calle y hace eso de
mover las piernas y brazos. Tres monjas salen
del Hospital católico de la esquina para soco-
rrerla. Sí. Están vestidas con sotanas blancas y
ayudan a una chica atea. Robin sigue ladrando,
ahora a la sirena de la ambulancia, le pido que
se calle. Se lo digo de mala manera. Perro tonto.
La chica sube a la silla de ruedas y a las tres
monjas se les ondulan las cofias porque ya llegó
el viento del otoño. Estoy sola ahora, mirando
la resolución de ese accidente. Se habrá roto
algún hueso, mañana tendrá yesos, la visitarán
sus parientes o su pareja. Menos mal que usaba
80
casco, pobre cabrita despoblada. Tengo una mi-
rada insistente para los desastres. No hay caso,
soy público ansioso. La chica ingresa en el hos-
pital llevada por tres monjas y alguien desactiva
la sirena de la ambulancia que finalmente nunca
despegó. Ya tengo frío.
Robin se hace un bollo en la orilla de la cama.
Yo me pongo aloe vera en el bozo para que no se
me arrugue. Ya tengo treinta y ocho años, esas
cosas ya me constituyen. Hay un momento de la
vida en que combatir el pliegue de la cara es la
actividad principal.
—Robin, ahora te quiero pero no te voy a
querer siempre.
El perro mueve la cola y yo apago la luz. Pienso
en Futuro, el cachorro ridículo del vecino que se
brota. Aunque en el fondo yo pienso que es al re-
vés. Los perros duermen, nosotros enloquecemos.
Buenas noches.
—BONUS TRACK1
https://youtu.be/JVsdIrbf0Tc
83
de extremidad. En el lugar de la mano, o donde
debiera haber una mano, el ímpetu de un río.
O ese momento donde el río ya no es río sino
desembocadura. Confluencia, océano y luego
playa. Orilla, arena y después cemento. Vereda,
calle, pasaje y de pronto casa. Habitación y car-
ne olvidándose de la carne en una cama. Cavidad
del sueño. De alguien que sueña, abandona su
mano en un río y que, a pesar de ello, mueve el
brazo como si la mano siguiera ahí. Tomamos
aire y desconocemos los caminos que sigue el
aire para hinchar un pulmón. Hablamos y des-
conocemos los trayectos que hilvanan las síla-
bas para componer un sentido. Amputamos el
lenguaje para escribir. Amputamos una mano y
luego dices suturar.
84
Saber del propio peso
objetar la ingravidez.
Qué queda
cuando el cuerpo se inunda
o se quema.
Se fuga un volumen
caduca y estanca
modifica el espesor en el agua.
85
lugar preciso en que la compresión se retira.
El tiempo de un humano y el tiempo de un ani-
mal miran la muerte, la exigencia de finitud que
es la primera condición para habitar. Y la dejan
pasar. Estrechar un cuerpo es dejar pasar los
objetos por el lado. Cada obstáculo entre un lí-
mite y otro. Escribo aprisionando el instante, el
momento que separa lo que está de lo que ya
no está más. Estiro el presente en la mirada. Tu
mirada que me mira.
86
Diego Materyn —Buenos Aires, 1983
88
a una casa en particular, con lo cual no puedo
estar seguro. La escena transcurre en una ha-
bitación donde nada parece hecho de materiales
muy nobles, esas casas de lugares de veraneo
destinadas al alquiler. Yo tengo unos ocho años
y soy un chico inquieto; mi hermana tiene cuatro
menos y me admira con locura. Lo que hace mi
viejo es entrar a nuestro cuarto cuando ya es-
tamos cenados, bañados y acostados, cuando el
velador en medio de las camas es la última luz
encendida, y entonces: nos ajusta las sábanas.
Sólo eso. En algo que ni siquiera es un juego nos
ajusta las sábanas y también las frazadas, pero
lo hace con fuerza excesiva, y entonces, como
estamos boca arriba, de cara al cielorraso, el
pecho se nos comprime. ¿Qué hay de fascinan-
te en un pecho comprimido? Hace poco leí a un
escritor describir una angustia repentina: bas-
tó que cierta mujer dijera unas pocas palabras
para que él sintiera un caballo patear contra la
cara interna de su pecho. Pude imaginar el dolor
que el escritor describía y pensé que también
vendría acompañado de una muy pequeña dosis
de placer, por esas complejidades que tiene el
89
amor. Tal vez sería el placer de sentir muy in-
tensamente, de confirmar (porque quién puede
estar seguro) que somos un hombre entre hom-
bres. Algún día alguien se ocupará de inventa-
riar los efectos en los pechos para cada tipo de
angustia. En el caso de mi viejo y las sábanas,
la compresión era mucho más agradable que
dolorosa, aunque una cuota de dolor tenía. (Por
otro lado, venía desde afuera). Parte de la gracia
estaba, supongo, en la destreza física que me-
diante ese truco él demostraba para nosotros.
Con una sola acción seca, precisa, implacable,
apretaba las sábanas entre la cama y el colchón.
Siempre consideré a mi viejo un hombre atlético
y fibroso, y ahora que lo pienso siempre me gus-
tó verlo realizar cualquier tarea física. Hasta el
día de hoy sus movimientos son nítidos y contun-
dentes y siguen un patrón que de alguna manera
hace juego con su personalidad.
Tengo que decir que esta mañana murió su
padre, mi abuelo, un hombre ya grande y consu-
mido que vivía enteramente entre sueños, salvo
por unas breves rendijas de lucidez en las que
abría los ojos y miraba un rato perplejo a quien
90
tuviera enfrente, hasta que sonreía como si re-
conociera a un famoso de la televisión. Nunca
fue muy querido por la familia, y mi viejo era el
único que no contaba los minutos esperando a
que muriera. El resto sí, el resto queríamos que
se muriera de una vez, y cuando lo internaban y
sobrevivía era como si nuestro equipo hubiese
malogrado una oportunidad de gol. “Eso que tie-
ne no es vida”, “No te deja dormir a vos”, “Cómo
te hace correr”. Murió hace unas horas, la noti-
cia todavía está corriendo entre los familiares.
No sé de los procedimientos para este tipo de
cosas, tal vez hay alguien que ya tiene la tarea
asignada, pero creo que es deber de mi viejo ha-
cerlo entrar en el cajón. Va a hacerlo bien. No
va a pensar dramáticamente en todos los que
cargaron a su padre en brazos antes que él, ni
a pensar en la finitud irreparable de la vida que
abarca desde el animal más feroz hasta la flor
más blanca, sino que va a mirar el hueco rec-
tangular y a buscar la manera óptima de hacer
su trabajo, evaluando si los pies, los glúteos o la
espalda son el mejor punto de apoyo, y entonces
lo extenderá, lo apoyará sobre el fondo con la
91
delicadeza de una nave al descender sobre la
superficie lunar. Con una mano entre los pelos
todavía abundantes cuidará que cabeza no se
golpee. Puede que lo atraigan las volutas de la
madera y piense “Cedro”.
Haré un intento por explicar mejor el recuer-
do que traigo aunque para eso deba ponerme
en el cuerpo del hombrecito que fui a los ocho
años, ejercicio que me resulta impresionante
en el peor sentido, como ponerse una remera
empapada en el sudor de otro. Mi hermana y yo
en el cuarto. Ya cenados, ya bañados. Mi viejo
entra. Nos da el trágico besito de las buenas
noches y ajusta las sábanas, o tal vez ajusta las
sábanas antes del trágico besito. Como decía, la
sensación es molesta o dolorosa pero placente-
ra (quisiera decir molesta y entonces placente-
ra, y creo que todos entenderíamos). Es el pecho
aplastado pero no desde arriba y no por un ma-
terial pesado, sino desde los costados y por un
material liviano y delicado; fino, aunque no sea
la mejor sábana. El recuerdo viene integrado por
otros placeres, rociados de euforia: mi hermana
y yo, que todavía no somos demasiado amigos, y
92
nos faltan muchos años para tomar nuestro pri-
mer café importante, nos carcajeamos de cama
a cama, sin ganas de dormir, por la experiencia
compartida. Exagerando los efectos de la pre-
sión, hablamos en voces ahogadas. Tosemos.
Tal vez alguno de nosotros dice “Se me aflojó el
costado”, y entonces mi viejo, eficiente, se acer-
ca y lo vuelve a ajustar. No creo que yo piense
Estamos pasando un gran momento en familia,
pero calculo que él sí. Él nos contempla de pie y
sonríe con veinticuatro dientes y no se apura a
intervenir de nuevo. Debe ser algo bueno ver reír
a tus hijos, recordar que las cosas pueden ser
así de simples. Tal vez más tarde, ya en su habi-
tación, necesitó compartir con mi vieja su alegría
y habló de sábanas y de toses, aunque dudo que
se haya hecho entender. Su especialidad nunca
fueron las palabras. Su especialidad, diría yo,
son los materiales: la madera, el acrílico, el hie-
rro, el aluminio. Muchos años atrás, quizá in-
cluso antes de que mi hermana naciera, guardé
durante horas los fragmentos de mi quebrada
galletita, confiando que a la noche él buscaría su
caja de herramientas y sabría arreglarla.
93
Emiliana Pereira Zalazar —Santiago, 1990
95
En el pueblo llamado Ella, dos niñas solas viven
una escondida de otra
se siguen los pasos desde lejos.
96
la inmovilidad apremia, se desprende su cuerpo
entero,
hueso por hueso.
97
Una mancha ha aparecido a la orilla del lago,
color rojo fluorescente, se descarta en seguida
que fuese sangre.
98
mas el hombre se desencorva y alza con longitud
su pecho.
100
Niña o señora, no se sabe, tal vez mediana edad
observa,
sumida frente a una fotografía del mar y fondo
imagina el ruido, el oleaje.
101
viejo, grande, barbudo y tosco, inteligente. Con dos
líneas rectas como cejas, fruncido ceño
que nunca ha mirado la belleza, solo pertenece a la
familia de quienes se paran sobre el
pulgar.
102
desagradable.
103
Ha crecido sobre su muñeca un pez llamado
bacalao,
él lo ve balancearse, sin necesidad alguna de
sumergirse en el río,
sin embargo, porque él entiende la realidad de lo
submarino
ha llenado una vasija con agua y sumergida la mano
el pez parece haberse muerto.
104
Ha madurado el pantano, ahora le llaman estero,
sin embargo es cosa
de rascar levemente el suelo,
allí afloran las largas plantas babosas,
el columpio del árbol cae al suelo.
ha madurado el pantano
pero no podemos llamarle estero.
105
Ella lleva en un saquito
la mitad de su ciudad,
en la cantimplora aloja un tercio de la orilla y del
océano.
106
Canta, ella canta
a ver si muere, aunque sea un cachito de su alma.
107
Maruja Bustamante
(Buenos Aires, 1978)
Todo blanco
Cada mancha es un grito
Cada almuerzo un drama
Cada cena un castigo
La cachorra no para
La cachorra naranja vomita y caga
El macho imita la tragedia ajena
Enferma con la cachorra y caga
Almuerzo y cena con olor a caca
Mientras huela no pasa nada
El vaso medio lleno
Una elección
Sana
*
109
Un foco de luz verde
El botón de la bomba atómica
El botón que no es el rojo
Los otros peces nadan
No pasan cerca
No se comen entre ellos
No se tocan tampoco
Se evitan
Ponen distancia
Distancia mortal
110
escondieron. Pero yo sigo ahí y trato de darle
una caricia. Pero el ogro solamente puede tener
un sentimiento a la vez. No tiene tiempo para el
amor.
111
con buñuelos de acelga. Carne con papas, ensala-
da, arroz, fideos y mayonesa. Carne revuelta con
acelga y huevo. Pan de carne. Carne asada. Carne
blanca y roja. Carne con carne. Carne blanca, roja
y rosa. Cococó. Muuuuuu. Oink. Y duermo mal.
112
ro, las macetas, el cartel que dice asado criollo,
el que tiene una flecha. Todo eso que le gusta
a ogro.
Ahora tengo una cucha en el oscuro. Cada
tanto ogro mira que hago. Yo trato de no escu-
charla ni mirarla. A ver si se pone a disertar so-
bre la violencia o la amistad. Prefiero pertenecer
a un sindicato.
Un grupo de gente tratando de pensar en
muchas para beneficiarse pocas.
113
La secuencia de nos vamos no nos vamos paso
ya 4 veces, pienso que es parte del chiste de la
ogro. Otro de sus caprichoides chorizoides. No
me baño. No me cambio. No me importa que este
todo desordenado. No quiero que me digan nada.
Parece que la caspa se va con aloe vera. No sé
donde buscarlo. Reviento el casino y me atraco
en la venta virtual. Comprar es lo único que me
da goce.
—Tengo ganas de pegarte
—Si me tocas un pelo no me ves la cara
nunca mas porque me la voy a tajear con baba
de renacuajo
114
¿Hasta donde llega el amor? ¿Hasta que se
acaba la sangre?
La ogro hoy me quiso abrazar pero no la
dejé. No quiero que me toque cuando me vea en
el abismo.
Quiero que vuelva a ser la persona que
conocí.
115
*
Yo soy el ogro.
No responde.
116
*
117
Daniela Catrileo —Santiago, 1987
E. Coccia
119
Sueño con una marcha masiva, está oscuro. Es-
toy en el corazón de un casco histórico de corte
colonial, pareciera que es una ciudad cercana,
aunque podría ser cualquier lugar. Algo busco
con insistencia, algo que no puedo encontrar.
120
¿Me debería preguntar por qué no me agobia el
encierro? La primera semana mi temor era la
obligatoriedad, el saberse bajo un imposible. Con
los días y el bombardeo mediático me he impues-
to formas relacionadas al deseo del tiempo. He
leído y escrito sin prisa, he ordenado y mirado
el cielo. Tampoco me agobia la incertidumbre,
ya para eso nos forjamos en la revuelta. Hoy el
miedo es por la ferocidad de un modelo que se
niega a sucumbir y sigue explotando cuerpos y
territorios.
121
cifra esparcida entre los más empobrecidos. Yo
sólo pienso que en el próximo final del mundo,
deseo vivir en un pedazo de tierra y no en el aire.
Quisiera dedicar horas a la observación de lo
imperceptible y aprender de ciclos que hemos
olvidado.
*
En los noticiarios exhiben imágenes de fosas co-
munes en diversos territorios. Mi gata observa
122
por la ventana la pelea de un par de treiles en
el aire. Me pregunto cómo los pájaros se acos-
tumbraron tan rápido a serpentear los edificios
en su vuelo.
123
en los hombros y en la espalda. Se ve poca gente.
En la Avenida Vicuña Mackenna, sobre los mu-
ros se puede leer: PIÑERA ES EL VIRUS. Vuelvo a
sacar el papelito con la lista, en su reverso hay
ideas sueltas escritas quizás hace cuánto. Dice:
«insurgencia«, «aferrarse a lo cotidiano, a los
pequeños gestos, a los detalles casi invisibles».
124
Me comenzó a doler la espalda, llevo días con
una punzada en la zona lumbar. Sueño algo que
se desvanece mientras intento recordar. ¿Ten-
drá nombre esa imagen inacabada, ese esbozo
que intento recrear pero se diluye? No es que
sea absolutamente nada, pues algo hay, una po-
sibilidad apenas, un vestigio de lo que hubo.
gris humo
tabaco claro
tierra de siena
mares del sur
liquen
amapola
paso de vino
flor de lys
anis.
125
*
126
Laura Sbdar —Barcelona, 1990
128
acaso haya pistas en el idioma de las huellas
acaso pierdas la relación con el fósil
acaso los huesos estén afuera
acaso el cadáver de las nueces
acaso el humo
el polvo
el fin
acaso duela
acaso no
acaso te encontremos en el olfato
celebremos el día de las autopistas
brindemos bajo la copa de un árbol en la playa
de un estacionamiento
acaso la fiesta sea esa luz entre tus dientes
acaso estés intentando subir un techo
acaso el paisaje repita el paisaje del paisaje
acaso tengas enormes alas blancas
acaso hayan caído
acaso no
acaso olvidé decir tu nombre
el riesgo es algo que se hace en seis recuerdos
acaso la bolsa oscura
las piedras
el fuego
129
los cordones
acaso no puedo escuchar la muerte de una hija
acaso nada está a salvo
acaso vienen por lo roto
acaso seis imágenes por adelantado
acaso nos alcancen niños uniformados
acaso coman granizado
acaso el terror levante sus pestañas
acaso del mundo encuentro tan poco
acaso mienta
acaso no
acaso estas sean las alucinaciones de la furia
mastique pasto dentro de una institución
psiquiátrica
robe secretos
encuentre la diferencia
un pasacalles diga la verdad
coseche vocales rosas
acaso un abrazo colapsa en seis espinas
acaso una nostalgia desorientada
acaso las cascadas
acaso no haya correspondencia en el deshecho
acaso la errancia de un paseo
acaso termine
130
acaso no
acaso después de todo alguien tiene que limpiar
un continente de órganos
los nombres enlistados
los cuerpos apilados
el rugido del motor
acaso la obsesión de la pala contra la raíz
las granadas y los perros
acaso la enterraron de noche
acaso no
acaso la memoria se desparrama
acaso las excusas
acaso estén quemando
un hogar
el artificio
la sombra de tus muelas
acaso decidan quien tiene derecho a morir
acaso el agua
acaso un golpe
acaso no
acaso un río se prende fuego entre dos puentes
acaso la tierra entre tus uñas
acaso también podría ser otra
un monstruo
131
una estampita
un calendario
el polvo
acaso un oso
un alga
el vendaval
acaso el sol se oculta detrás de una planta de
energía nuclear
la música está en los relámpagos
vos me estás salvando
acaso tu corazón esté trabado
acaso los cuerpos también despegan
acaso una amiga se encuentra por su aroma
es tiempo de repartir las margaritas
los cisnes se sumergen en el charco
un coro de chispas te da la bienvenida
acaso las espigas
acaso el latido
acaso las ancianas te esperan bailando sobre
las sillas
acaso una esquina bordada de rosas
un tesoro
su anagrama
acaso las abejas
el brillo
acaso el abrazo de las quimeras
acaso fue solo eso
acaso no
acaso corrías
133
Agosto de 2020,
Buenos Aires