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Funciones sociales de la enseñanza de la Historia.

Una reflexión (¿crítica?) sobre la práctica docente.

INTRODUCCIÓN.

El tema de esta monografía no es caprichoso ni casual; por el contrario, es el resultado de


ciertas problematizaciones con las que me he encontrado durante el largo recorrido que implica el
tránsito por la institución escolar. Y el propósito con el cual me dispuse a escribir es compartirlas.

A continuación voy a enunciar algunas de las problematizaciones que me han inquietado y


que además serán las preguntas que guíen el desarrollo de la presente monografía. No tengo la
pretensión de suponer que son preguntas novedosas, ni que nadie las haya formulado antes que yo,
sólo me sirvo de ellas para exponer el camino que recorrí a propósito de ellas y de otras, que quizás
no sean explicitadas, pero que se encontrarán presentes, al menos implícitamente, en este recorrido
que me propongo realizar: ¿qué es enseñar?, más puntualmente, ¿por qué y para qué hacerlo?; ¿a
qué nos referimos cuando hablamos de estudiante?; educar, enseñar, transmitir
saberes/conocimientos, ¿son sinónimos?; ¿cuál es la importancia de recibir educación? Y las
preguntas más importantes: ¿qué relación tiene la educación con la libertad y con la identidad?; ¿a
qué nos referimos cuando hablamos de enseñar Historia?; ¿qué sentido tiene la enseñanza de la
Historia en el mundo actual?; ¿cuál es el rol de los y las docentes de Historia frente a estas
problemáticas?

Por un lado propongo un recorrido teórico, una investigación bibliográfica orientada por las
preguntas anteriormente enumeradas. Mientras que al mismo tiempo todo el trabajo en sí representa
una reflexión crítica sobre la práctica, ya que la mayoría de estos interrogantes han surgido a partir
de mi formación docente. A decir de Freire (2004:19), lo ​“importante que hay que hacer es posibilitar
que, al volverse sobre sí misma, a través de la reflexión sobre la práctica, la curiosidad ingenua, al
percibirse como tal, se vaya volviendo crítica”​.

LA ESCUELA COMO INSTITUCIÓN DEL ESTADO HOY.

“Me gusta ser persona porque, inacabado, sé que soy un ser condicionado
pero, consciente del inacabamiento, sé que puedo superarlo. Esta es
la diferencia entre el ser condicionado y el ser determinado” ​(Freire, 2004: 25).

Antes de sumergirme en la temática que me ocupa, quisiera contextualizarla. Es importante


destacar que actualmente estamos viviendo una suerte de proceso de retroceso de la Modernidad,
retroceden aquellos progresos que se nos habían prometido (Tiramonti, 2005). Numerosos autores
hablan de posModernidad, como contracara o contradicción de la Modernidad; la posModernidad es
conocida entre los historiadores como la época de mayor crisis de las instituciones, de los progresos
científicos, de la economía y de la participación social.

También se habla de neoliberalismo, ya que actualmente estamos viviendo una mala


reproducción del liberalismo decimonónico, ¿por qué? Porque el liberalismo sostenía una
concepción idealista de la libertad fundamentada en las leyes del mercado. La libertad económica
que exigía el mercado debía tener su traducción en la libertad política y el reconocimiento de los
derechos individuales, pero el momento actual ha defraudado ese ideal: ​“la miseria y la libertad no
son compatibles”​ (Sirvent, 2001: 2).
Se ha producido un desplazamiento de la promesa del Estado, principal actor en los ideales
de la Modernidad, por la promesa del mercado, gran protagonista de la posModernidad. Se
engendró un aumento constante de la brecha que separa las clases sociales entre ricos y pobres.
Las contradicciones del modo de producción moderno, del capitalismo, han progresado a pasos
agigantados, y han provocado el surgimiento de focos de conflictividad tales como el desempleo, la
marginación, la agudización de la pobreza extrema, la deuda externa impagable, la alienación del
hombre frente a la máquina y la constante inestabilidad de la propia clase dominante.

Lo nefasto de este modelo perverso de sociedad es que tiene mecanismos de producción y


reproducción de sí mismo, tendiendo a perpetuarse. Porque a la clase dominante le conviene que
así sea, no quiere perder su lugar de privilegio, por lo tanto utiliza el poder para eliminar ese riesgo.
A través de la represión, ejercida por parte del Estado, se han eliminado todos los intentos de
rebelión, a todo pensamiento crítico se lo tildó de subversivo, y la mayor consecuencia de esto fue la
pérdida de la libertad que tanto pregonaba en su nacimiento, y la desarticulación del movimiento
popular, fomentando cada vez más el individualismo y la soledad. Así, estos efectos, que podríamos
llamar negativos, no son casuales, ni productos del error, sino que son en sí mismos la esencia y el
requisito fundamental para que esta situación perversa sobreviva.

Los mecanismos de poder actúan en nuestras conciencias legitimando este modelo y


mostrándolo como si fuera el único posible. Esto convierte a la pobreza, a la injusticia y a las crisis
de la participación en una suerte de fenómenos naturales. La naturalización de estos fenómenos
agrava la situación ya que nos convence cada vez más de que las cosas son así y no de que están
así, llegando a considerar que no podemos hacer nada para cambiarlas.

Los únicos beneficiarios de estos mecanismos de la sociedad actual son los intereses del
gran capital internacional. Los intereses objetivos de la clase dominante se han transformado en
nuestros intereses subjetivos legitimando así una sociedad que perjudica y empobrece a la mayoría
de su población. Es justamente allí donde radica su éxito, en naturalizar los valores de la clase
dominante de tal manera que su superioridad sea considerada obvia (Sirvent, 2001).

La gran hija de la Modernidad, ¿también en crisis?

No se puede dudar del predominio de la escuela como forma educativa hegemónica en todo
el mundo. La escuela, considerada como una construcción moderna y constructora de Modernidad,
es conocida como la hija de la Modernidad. Pues, el sistema escolar ha sido uno de los motores
principales del triunfo de la Modernidad, así como se ha convertido en una de sus mayores
creaciones.

A ser moderno se aprendía principalmente en la escuela. Era ella quien enseñaba a las
personas cómo actuar y cómo ser en el mundo, y lo hacía de acuerdo a ciertas premisas, y
respetando ciertos valores que se articulaban con los efectos de otras instituciones tan modernas
como ella: la familia, el hospital, el cuartel y la fábrica (Tiramonti, 2005).

Por supuesto que, acompañando el retroceso de la Modernidad, la escuela también entró en


crisis. Habiéndose mostrado durante tantos años como una maquinaria: potente y eficaz, productora
de subjetividad moderna, transmisora y prestigiadora de los logros de la ciencia, de los saberes
estatuidos, clasificadora de la sociedad, edificio público privilegiado, símbolo de la estatalidad,
enclave de la cultura letrada, máquina homogeneizadora; acaba perdiendo su poder y su brillo con la
caída de la Modernidad, pasando a convertirse, como una pieza de museo, en la imagen de la
resistencia, ya que en ella los mencionados procesos resisten, muy debilitados y cada vez menos, a
la vorágine de los tiempos actuales (Pineau, 2007).
Hoy, el mundo parece girar alrededor del mercado; las instituciones, como todas las cosas,
cobran valor sólo en función de la demanda, a diferencia de los tiempos pasados que lo hacían en
función de la oferta. La lógica mercantil hace que todo pueda ser consumido como mercancía,
incluso la cultura, y por supuesto, también la educación. Ante esta situación la forma escolar parece
no ser útil, pero entonces ¿por qué sobrevive? Existen diferentes hipótesis al respecto.
Personalmente considero que el motivo principal por el cual la escuela se sostiene en su lugar
hegemónico como transmisora del saber es debido a que, si bien las necesidades han cambiado,
una de ellas persiste, la necesidad de la homogeneidad. La escuela ha sabido adaptarse a las
nuevas demandas, con la aparición de las escuelas privadas, y la decadencia de las escuelas
públicas. La escuela como institución sigue procreando la diferencia de clase, colaborando con el
ensanchamiento de la brecha que separa a los pobres de los ricos y homogeneizando a los
miembros de cada clase.

En las ciudades más diversas, y en los países más distantes del mundo, los ricos se parecen
entre sí, son ricos, son los que más cosas tienen. Las niñas y los niños ricos de Argentina, como los
de Estados Unidos y los de Italia, usan ropa de la misma marca, escuchan la misma música, juegan
a los mismos juegos. Las escuelas privadas de hoy, son multinacionales; las identidades
homogéneas que producen trascienden los límites de la cultura y traspasan las fronteras de nuestro
país (Galeano, 1998).

En una situación similar de homogeneidad se intenta colocar a las niñas y los niños de la
clase baja, los pobres. A ellos se los prepara para que sean la mano de obra barata del futuro, viven
en una situación de exclusión permanente, las escuelas que los reciben se ven frente a la necesidad
de desempeñar otras funciones, tales como la alimentación, el amparo y lo hace en detrimento de la
transmisión de saberes. Esa situación colabora aún más en la perpetuación de la clase dominante,
que ahora también tiene el saber, el llamado capital simbólico, cultural (Tenti Fanfani, 2008), en su
posesión.

De esta forma se deduce que la dominación de clase no depende solamente de la posesión


del capital económico, sino también del dominio simbólico. Poseer el saber implica tener el poder.
Quienes dominen el capital simbólico podrán construir verdades, visiones del mundo e imponerlas,
estableciendo los criterios de diferenciación social y naturalizándolos. Esas verdades creadas por
una clase social se presentan como universales y objetivas, incuestionables e inmodificables,
absolutas.

Sobre la función social de la Historia.

Las tareas de la Historia han sido variadas a lo largo del tiempo, sin embargo, se puede
afirmar que ​“esas tareas se concentraron en el propósito de dotar a las agrupaciones humanas de
identidad, cohesión y sentido colectivo" (Florescano, 1994: 103). Dotar a un colectivo de personas de
un pasado común, de un origen, fundando de este modo una identidad colectiva, probablemente sea
la función social de la Historia que se encontraba ya presente en sus inicios y que sigue aún vigente.

Pero a la vez, a medida que la curiosidad de los/as historiadores/as se fue trasladando con el
devenir del tiempo, la Historia fue cumpliendo otras funciones sociales igual o más importantes que
la primera, tales como la función de abrir al reconocimiento del otro, obligándonos a adentrarnos en
experiencias ajenas, implicando un ejercicio de comprensión de lo extraño (Florescano, 1994). Como
así también la función de relativizar todo lo que ha existido en el desarrollo social, despojando al
relato histórico del sentido absoluto que un día tuvo.
Es así como las pretensiones absolutistas del Estado y de la Ciencia fueron destruidas por la
Historia, sobre todo en los últimos dos siglos, en los cuales el estudio de la Historia se convirtió en
un análisis crítico del pasado (y coincidiendo, más recientemente en el tiempo, con el fin de los
metarrelatos propios de la Modernidad).

Con el auge del conocimiento científico, en tanto conocimiento que se obtiene a través de la
aplicación del método experimental, podría decirse que la Modernidad le ha impuesto a la
investigación histórica someter su práctica a las reglas propias de este método, es decir, producir
conocimientos que a modo de hipótesis sean capaces de ser comprobados o refutados, y por lo
tanto, al ser comprobados, pasarían a ser absolutos. Sin embargo, frente al retroceso de la aquella,
se pudo reconocer que esta no es la función social de la Historia, sino que su objetivo principal es “la
producción de conocimientos a través del ejercicio de la explicación razonada” (Florescano, 1994:
108).

Por último, elegí el fragmento de texto de Freire, que se encuentra al inicio de este apartado,
porque a la enumeración que realiza Florescano, considero que es necesario agregar otra función
social a la enseñanza de la Historia, la de generar conciencia del condicionamiento y la de destruir
cualquier noción de determinismo, ​“concientización no como una panacea, sino como un esfuerzo de
conocimiento crítico de los obstáculos, valga la expresión, de sus razones de ser”​ (Freire, 2004: 26).

ROL DE LA ENSEÑANZA DE LA HISTORIA. Un acercamiento a la práctica.

En este contexto, cabe preguntarse cuál es el rol de la enseñanza de la Historia en la escuela


actual. Más específicamente, la pregunta sería: ​“la enseñanza de la historia ¿debe forjar patriotas o
educar cosmopolitas?” (Carretero y Montanero, 2008: 134). También cabría preguntarse si
necesariamente la enseñanza debe seguir cumpliendo el rol de forjar una identidad en nuestro
tiempo, o abrirse a otras de esas funciones sociales previamente mencionadas.

La actual tendencia homogeneizadora mundial provoca una fuerte demanda que recae sobre
la escuela: construcción de una identidad nacional, cuyo fundamento se encuentra en la transmisión
de la memoria colectiva, es decir, en la enseñanza de la historia oficial.

“Si pensamos en el caso de los contenidos relativos a la historia nacional, íntimamente ligados
a la construcción de la identidad nacional, la enseñanza de la historia tiende a valorar
positivamente al propio grupo social, explicar sus características en términos esencialistas y no
históricos, rechazar las fuentes que ponen en conflicto una versión complaciente de la propia
historia, valorar en términos positivos la evolución política del país, recuperar en forma acrítica
el rol de ciertos personajes históricos emblemáticos (en muchas ocasiones a través de la
dicotomía “héroes y villanos”) y tender lazos de permanencia y continuidad entre los hechos y
personajes del pasado y la actualidad del grupo nacional, entre otros aspectos” (Carretero y
Montanero, 2008: 139).

Sin duda, la enseñanza de la Historia ha sido tomada por la escuela como fuente de
reproducción de la identidad nacional, dentro de lo que podríamos llamar un modo de pensar
escolarizado, es decir, ​“disociador, dicotomizador, configurado desde una lógica que fragmenta,
simplifica, reduce el mundo social” (Achilli, 2002: 3). Lo preocupante de esta lógica es que se va
cristalizando en los modos de pensar del sentido común, se naturaliza. Por este motivo resalta la
importancia de incorporar los instrumentos y las lógicas de pensamiento dialéctico, o sea, aquellas
que apuntan a la construcción de objetos de estudio contextualizados, historizados, que rompan con
las parcializaciones impuestas por el pensamiento escolarizado.
Con el propósito de situar el presente trabajo monográfico en la propia experiencia, considero
pertinente traer a colación un ejemplo puntual de mi práctica, el cual se relaciona particularmente
con el presente recorrido teórico.

A tal fin, expondré a continuación un fragmento de la secuencia didáctica propuesta para la


segunda práctica del Taller de Docencia IV:
“El/la docente propone, a partir de la siguiente exposición oral, un pequeño grupo de
discusión formulando algunas preguntas-guía:
Les propongo que vuelvan a revisar los textos escolares que utilizamos
para responder a la última actividad. Pero, en esta ocasión, traten de
prestar atención a lo siguiente:
* ¿Aparecen mencionados algunos de los actores sociales de los que
hablamos en la primera clase? (Blancos, criollos y peninsulares;
indígenas; esclavos; mestizos; gauchos.)
* Si es así, ¿cómo aparecen mencionados? ¿Qué función cumplieron
según su manual?
* Si no es así, ¿por qué creen que no aparecen?
* ¿Y qué hay de las mujeres? ¿Aparecen o no representadas? ¿Qué rol
se les asigna? ¿Por qué creen que es así?”

Con el fin de visibilizar el rol de los sectores populares en el marco del proceso de
independencia en el Río de La Plata (1808-1824) y, a su vez, explicitar las reducciones, en este
sentido, del alcance de la bibliografía escolar, propuse a los y las estudiantes la lectura de textos
(manuales) escolares, claros exponentes del pensamiento escolar, a la luz de una serie de
preguntas que pretenden la problematización y la crítica de ese relato fragmentario. La ausencia de
algunos actores y la escasa o pasiva participación que se les otorgaba a otros llevaron a los/las
estudiantes a cuestionar la veracidad absoluta de los textos brindados y por lo tanto de esa historia
escolar, oficial. E, inclusive, a plantear, como posibilidad al menos, la existencia de otra (u otras)
historia(s) alternativa(s).

LA EDUCACIÓN COMO PRÁCTICA DE LA LIBERTAD. (A modo de conclusión.)

Como resulta evidente por el título de este apartado, son los escritos de Freire (2009) los
principales disparadores en mi problematización de la educación como práctica promotora de la
libertad.

Ahora bien, ¿qué entiendo por educación? Para el autor brasileño, la educación verdadera es
praxis, reflexión y acción del hombre sobre el mundo para transformarlo. Plantear la transformación
del mundo con la acción del pueblo mismo, previamente liberado a través de esa educación y
anunciar así las posibilidades de una nueva y auténtica sociedad, es revolucionario. Implica hacer
temblar el orden en el que hoy nos desenvolvemos.

Esta toma de posición requiere permanentemente de una postura crítica, reflexiva y


transformadora. Y por sobre todas las cosas, de una actitud que exige la acción. Educación para la
decisión, para la responsabilidad social y política. Una educación valiente, que discuta con el hombre
y la mujer común su derecho a la participación.

La educación tradicional resulta ser la antinomia de este proyecto de educación freireano, ya


que contradice este impulso y hace resaltar el carácter antidemocrático de la sociedad actual. Es
una educación que no permite al o la estudiante experimentar el debate, ni la actitud crítica, ni el
análisis de los problemas. Tampoco propicia las condiciones verdaderas de participación social. Este
tipo de educación se pierde en el palabrerío estéril, hueco y vacío. Por otro lado, no hay nada en
este modelo de educación que estimule en el o la estudiante el gusto por el estudio, que desarrolle el
interés por la comprobación y la revisión de los descubrimientos llamados científicos, sino que por el
contrario, intensifica la conciencia ingenua, promueve la aceptación acrítica, la memorización de los
fragmentos, la desvinculación de la realidad.

Por otro lado, Freire también nos da las coordenadas para entender qué es enseñar, un
concepto mucho menos amplio que el de educar, y que la mayoría de las veces suele ser confundido
con una mera transferencia de conocimientos. Enseñar, entonces, no es transferir conocimientos,
“sino crear las posibilidades para su propia producción o construcción” (2004: 22). ¿Y de qué
manera se podrían generar tales condiciones si no es respetando la autonomía del/la estudiante?
Respetar la dignidad de los y las estudiantes, su autonomía, su identidad en proceso, requiere una
reflexión crítica permanente sobre la propia práctica.

La enseñanza así entendida es un acto político, de conocimiento y creador. Y en esta misma


línea, indudablemente la enseñanza de la Historia cumple una función importante “en la formación
de ciudadanos críticos y autónomos”​ (Carretero y Montanero, 2008: 134).

A raíz de mi experiencia reciente, tuve la oportunidad (y la necesidad) de contrastar parte de


este bagaje teórico. Por un lado, la definición de enseñanza de Freire, antes mencionada, ya que
después de haber realizado varias observaciones del curso en el que iba a llevar a cabo mi práctica,
había llegado a la conclusión de que en las condiciones en que se encontraba el mismo, al menos
durante las horas de la asignatura Historia (que fueron las que tuve oportunidad de observar),
resultaría imposible (a mi criterio) cualquier pretensión de enseñar, principalmente debido a que el
modo en que se dirigían los y las estudiantes hacia los/las docentes y entre sí, daba cuenta de una
falta total de registro del otro. Por lo tanto comprendí que para poder enseñar Historia (o aún,
enseñar en general) sería necesario previamente trabajar sobre el reconocimiento del otro, y ésta no
sólo es una acción previa a la enseñanza sino que es una función social propia de la Historia, tal
como lo expuse en ese mismo.

A continuación quisiera exponer fragmentos de lo que son las notas de aquellas


observaciones y un extracto del ​≪​diario de clases​≫​ donde relato cuál fue mi intervención.

Observaciones:
“Reparo en el hecho de que los y las estudiantes, aun siendo relativamente pocos (cuatro
mujeres y cinco varones en total), dialogan entre sí (no sólo en voz alta sino que, muchas
veces, a los gritos), desordenadamente, haciendo caso omiso de la docente, y a la vez,
haciendo caso omiso del resto de sus compañeros/as. Naturalizo este hecho pensando que
sólo se trata del inicio de la jornada, pero a medida que transcurre el tiempo me voy
percatando de que ese quizás sea su modo de estar en el aula (...) La docente realizó
distintos esfuerzos con el fin de captar la atención de los/las estudiantes, elevar la voz fue
uno de esos recursos, y no obtuvo ningún resultado, salvo algún comentario excepcional y
generalmente poco relevante, o escasamente relacionado con la clase (...)
(...) sólo unos pocos alumnos realizaron la actividad propuesta (dos más precisamente), el
resto habla, está con la mirada en su celular, algunos realizan preguntas, pero no parecen
estar atentos a lo que acontece en la clase.
(...) La mayor parte de las interacciones son a los gritos. No sólo la docente grita para llamar
la atención de los/las estudiantes, sino que a su vez se gritan entre ellos, alcanzando altos
niveles de agresividad por momentos. Frases como “¡enfermo, salí de ahí!” o “¡chupame la
pija!” parecen ser formas corrientes de dirigirse entre pares, sin que haya ningún tipo de
llamado de atención por parte de la docente.
(...) está leyendo las respuestas que dio a la consigna, mientras lee sus compañeros/as no
paran de interrumpir, no se callan, no lo escuchan”.

≪​Diario de clases​≫​:
“​Clase nº 1: 2 de octubre de 2019.
Al ser esta la primera clase (de esta segunda tanda de prácticas), me encontraba algo
nervioso, ya que me preocupaba particularmente lo que había observado respecto al
comportamiento de los/las estudiantes y el trato que habían tenido sobre todo con la
docente reemplazante.
Traté de anticiparme a los posibles inconvenientes que pudieran surgir llegando con
bastante anticipación, con el fin de ordenar el espacio para poder realizar una intervención.
Había llegado a la conclusión de que de sostenerse la dinámica que venía observando en
las clases anteriores iba a resultar, probablemente, imposible cualquier intento de
enseñar/aprender, por lo tanto (y sobre todo después de haber elevado esa preocupación y
haber reflexionado en torno a ella tanto en el espacio del Taller como del Seminario de la
práctica) me dispuse a realizar una actividad que, a través de un juego, recurriendo a lo
lúdico promueva el registro del otro y que conduzca al cuestionamiento de los modos
propios de dirigirse hacia los/las demás.
Para ello ordené las sillas dentro del salón de forma tal que conformaran un círculo, invité a
la docente a formar parte de esta ronda (de la que yo también formaba parte) y a participar
de la actividad propuesta. Luego hice circular unas imágenes, que dejaban en claro esa
falta de registro del otro y, a partir de estas imágenes, se abriera a la circulación de la
palabra y la escucha. A partir de allí se abrió el debate.”

Quiero destacar que la intervención que realicé tuvo mayores efectos que los esperados,
desde el primer momento. Las clases se pudieron llevar a cabo acorde a las secuencias didácticas
planificadas, e incluso se pudieron incluir actividades tales como una tertulia dialógica literaria, la
cual requiere especialmente del respeto por la participación y la palabra, y, sobre todo, de la
escucha del otro para poder desarrollarse.

Entiendo que fue lo extremo de la circunstancia (extremo en mi corta experiencia personal al


menos) lo que me llevó a reflexionar respecto de esas distintas funciones sociales de la Historia,
dando crucial importancia al reconocimiento del otro; función que muchas veces queda relegada, ya
que no es la más evidente.

Y a partir de este acontecimiento se me plantean algunos interrogantes, que me gustaría al


menos enunciar aunque queden, por el momento, abiertos:

● frente a las nuevas experiencias, ¿qué otras funciones sociales podrían atribuirse a la
enseñanza de la Historia?;
● por otro lado, ¿qué sucede cuando los obstáculos que se interponen a la enseñanza resultan
insalvables? ¿Hay obstáculos insalvables?;
● y cuando las condiciones mínimas que la escuela (solía) proveer, no están dadas -tales como
el dominio de la lectoescritura y la comprensión de textos, dificultad con la que también tuve
que lidiar en la práctica-, ¿cómo pensar las funciones sociales de la Historia a partir de esa
realidad?;
● y, para finalizar, dado ese marco de situación descripto, ¿en qué lugar queda la función de la
Historia como forjadora de identidad(es)? ¿Forja, aún, patriotas o cosmopolitas la escuela?
¿Qué otras identidades circulan, se reproducen (o se reprimen)?
Para darle un cierre a este trabajo, me gustaría incorporar un poema que llegó a mis manos
hace mucho tiempo atrás, en el marco de un curso de alfabetización que realicé durante mi paso por
la carrera de psicología. Considero que éste sintetiza, de un modo artístico, en parte, mi parecer
aquí desarrollado, en torno a la función crítica de la enseñanza y la tarea docente.

Alfabetizador​ (por Julio Zabala, Nicaragua):

Cipriano, yo pienso que el alfabetizador / No es solo el que enseña a leer los libros / De ciencias, historia,
filosofía / Y tantas cosas exóticas / De que habla la gente. // Hermano, yo pienso que / Alfabetizar es enseñar a
leer / En los ojos, el dolor de los pueblos, / la enfermedad de los niños, / la angustia de la mujer que pare en la
calle, / la tos del minero que escupe y mancha de sangre / la estatua de la libertad neoyorquina. // Hay que
aprender a leer / El hambre que toca la puerta, / El frío que va por la calle, / La oscuridad del que busca / Y no
encuentra. / Cipriano, yo pienso que / Primero debemos alfabetizar / A los que saben leer los libros, / Pero que
no saben leer el dolor de los hombres.

BIBLIOGRAFÍA:
● Achilli, E. (2002, abril). ​Investigación y formación docente. Interrogantes sobre la educación
pública.​ Conferencia desarrollada en el III Encuentro Nacional de Docentes que hacen
Investigación Educativa, Santa Fe, Argentina.
● Carretero, M. y Montanero, M. (2008): “Enseñanza y aprendizaje de la Historia: aspectos
cognitivos y culturales”. En: ​Cultura y Educación,​ Vol. 20, ​Nº 2​.
● Corea, C. y Lewcowicz, I. (2004): ​Pedagogía del aburrido.​ Buenos Aires: Paidós.
● Florescano, E. (1994, octubre). ​La función social del historiador.​ Conferencia dictada en la
Escuela de Historia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia,
México.
● Freire, P. (2004): ​Pedagogía de la autonomía​. San Pablo: Paz e Terra.
● Freire, P. (2009): ​La educación como práctica de la libertad.​ Buenos Aires: Siglo Veintiuno
Editores.
● Galeano, E. (1998): ​Patas Arriba. La escuela del mundo al revés​. Buenos Aires: Catálogos.
● Pineau, P. (2007): “Algunas ideas sobre el triunfo pasado, la crisis actual y las posibilidades
futuras de la forma escolar”. ​En: Baquero, R., Diker, G. y Frigerio, G. (comps.): ​Las formas de
lo escolar​. Buenos Aires: Del Estudiante Editorial.
● Sirvent, M. (2001): ​El contexto neoconservador, las políticas educativas y el papel del
trabajador de la educación en la Argentina actual. Reflexiones para un debate. ​Ponencia
presentada en Pedagogía 2001: Encuentro por la Unidad de los Educadores
Latinoamericanos, Habana, Cuba.
● Tenti Fanfani, E. (2008): “Mirar la escuela desde afuera”. En Tenti Fanfani, E. (comp.):
Nuevos temas en la agenda de políticas educativas.​ Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
● Tiramonti, G. (2005): “La escuela en la encrucijada del cambio epocal”. En: ​Educación Social
Campinas​, Vol. 26, ​Nº 92.​

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