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nexos

Entre la ficción y el periodismo. Cronistas de la Nueva


España
OCTUBRE, 2014
María José Rodilla
Las Relaciones son un híbrido que oscila entre la ficción y el periodismo, solían ser anónimas y
aparecían impresas en pliegos sueltos, algunas podían ser en verso, generalmente romances, que
cantaban los ciegos de pueblo en pueblo o bien se difundían a través de la lectura en voz alta para
la gente analfabeta. Ma. Cruz García de Enterría nombra “retórica menor” a este modo de
componer de los ciegos copleros, que son autores de Relaciones. Pedro Cátedra se refiere a la
“poética de lo actual de la literatura de cordel” en la que los ciegos copleros se dirigían a un
público con una determinada poética. Otras veces adoptaban forma de cartas enviadas por un
individuo a otro, sobre todo en el siglo XVII, como el caso de Sigüenza en su crónica Alboroto y
motín de los indios de México, 1692, en una carta dirigida al almirante Andrés de Pez. Esta
literatura de lo efímero o menor, como se la ha calificado, aparecía impresa con portadas
llamativas y diversos rótulos para llamar la atención del destinatario: “Relación verdadera”,
“Relación de avisos”, “Copia de avisos”, “Crónicas elementales”, que es el término que acuñó el
bibliógrafo Simón Díaz, uno de sus primeros estudiosos.

Estas Relaciones anónimas que llegaban en las flotas a la Nueva España informaban sobre sucesos
históricos: derrotas o victorias, noticias de política exterior, noticias de guerras; noticias
sensacionalistas o tremendistas de delitos y de violencia: crímenes, incestos, causas contra reos,
redenciones de cautivos; narraciones de sucesos extraordinarios o milagrosos con intenciones
devotas: prodigios, milagros, martirios, conversiones, leyendas devotas, autos de fe que
abundaban sobre todo en el XVI y tenían que ver con casos de las otras religiones: árabe, turca,
judía y protestante; sucesos extraordinarios de partos insólitos y nacimientos de monstruos y
seres deformes, considerados como vaticinio de un desastre o un castigo por los pecados, igual
que las noticias de cometas, pestes, prodigios en el cielo, vientos, tempestades, terremotos,
inundaciones, incendios y otros desastres naturales. Otras Relaciones podían ir firmadas, como las
de José Pellicer de Ossau y Tovar, que se acercarían más a las crónicas de los reinados que se
hacían desde la Edad Media: Avisos históricos que comprenden las noticias, sucesos más
particulares ocurridos en nuestra Monarquía desde 7 de enero de 1642 a 25 de octubre de 1644 y
las de Jerónimo de Barrionuevo de Peralta, Avisos (1654-1658). Este rubro Avisos abarcaba no sólo
la información de noticias que pasaban en la corte y en Madrid sino que además se solía avisar
para que se cumpliera algo, por ejemplo, la asistencia a ciertas ceremonias o el luto por algunas
exequias reales, que podían aparecer en relaciones de varios años por lo que tardaban en llegar a
los virreinatos.

Las que se produjeron en la Nueva España no eran en absoluto anónimas sino más bien
encargadas a escritores de renombre y podían abarcar muchos aspectos de la vida cotidiana, que
nos permiten reconstruir las costumbres sociales, la política, la economía y la religión de la Nueva
España. Divido algunas de ellas en diferentes subgéneros:

1. Los Diarios, en los que se registran en entradas breves los acontecimientos más notables de la
Nueva España: la llegada de las flotas, donde venían las listas de los nombramientos, los
fenómenos de la naturaleza, tales como erupciones de volcanes, terremotos, inundaciones; las
noticias de crímenes, de ejecuciones y Autos de fe. Los dos más importantes de los años coloniales
son los de Gregorio de Guijo (1648-1664) y Antonio de Robles (1665-1703).

2. Los Avisos son sinónimos de noticias que provienen de otros lugares y que en la Nueva España
se difundían, a través de carteles pegados en las principales esquinas o por medio de bandos,
pregonados en las plazas, en los que se avisaba a la población de las pragmáticas que llegaban de
la metrópoli, por ejemplo, sobre la prohibición de la seda o del velo en las mujeres tapadas; se
anunciaban nacimientos y muertes de reyes y príncipes en la metrópoli, victorias de batallas, y de
las consiguientes celebraciones que había que llevar a cabo, ya fueran festivas o luctuosas; para las
procesiones, se les prescribía que no estorbaran las calles a su paso; a los gremios se les avisaba de
las contribuciones que debían hacer en los festejos tanto civiles como religiosos, etcétera.

3. Las Obras destinadas a “divulgar la medida del tiempo”: Lunarios, Calendarios, Enquiridiones,
Repertorios, Almanaques, Efemérides, Santorales, Martirologios, o sea, libros de difusión popular
que computaban el tiempo según las diversas actividades: agrarias, artesanales, litúrgicas y
astronómicas, sobre los planetas, los signos del zodiaco, los solsticios, los equinoccios, etcétera.
Algunas de estas obras fueron hechas por el sabio criollo Sigüenza y Góngora.

4. Las Relaciones de sucesos, entre las que destacan los nacimientos anómalos de seres extraños,
pero también otros acontecimientos como motines, asaltos de piratas, rebeliones; dos de nuestros
cronistas: Rosas de Oquendo y Sigüenza y Góngora narran sendos motines.

5. Las Relaciones de fiestas, un subgénero que “contiene los diversos discursos panegíricos
generados en la fiesta”.1 En efecto, se trata de valiosos documentos de la más diversa índole, cuya
narración y descripción se encarga a historiadores, cronistas y poetas con el fin de que queden
referidas para la posteridad las diferentes facetas que presenta la celebración barroca: arcos
triunfales que se erigían en la ciudad para recibir a personalidades civiles y eclesiásticas, túmulos y
exequias, que se celebraban por la muerte de las personas de la realeza o de eclesiásticos;
certámenes poéticos, que acompañaban estas celebraciones y que solía promoverlos la
universidad; máscaras o mascaradas, a lo serio o a lo faceto o ridículo; dedicaciones de templos,
que se refieren tanto a la erección del monumento, en sus diferentes etapas de construcción,
como a las fiestas que se celebraban para la consagración del mismo. En todas estas ceremonias,
tanto en las civiles como en las eclesiásticas, la ciudad se transformaba en un espacio escénico que
daba cabida a todo tipo de diversiones. Se montaban telas para simular torneos, juegos de cañas y
sortijas, palenques para peleas de gallos, teatros para títeres, cosos para correr toros, carpas para
bailes y, en ocasiones, convivían con las fiestas prehispánicas, como la de los voladores, que
giraban en torno a un gran palo, colgados de cuerdas, que aún hoy podemos contemplar en las
ruinas prehispánicas y en centros turísticos, tal y como los viera Torquemada en la Plazuela de
Palacio, llamada también Plaza del Volador o de las Escuelas, en tiempos del virrey Martín
Enríquez, con motivo de la celebración de la conquista de México; y otra vez en Tlatelolco, en
1611, por la celebración de la entrada del virrey fray García Guerra, como veremos en la crónica
de Mateo Alemán, en la que un indio cayó al vacío. No en vano Cabrera y Quintero llamó al palo
del volador “patíbulo común de sus almas, y no pocas veces de sus cuerpos” además de toda una
letanía de calificativos contra esta ceremonia, que él consideraba idólatra: “Este Palo es un Árbol,
que nace del Infierno; una Lanza que el Gigante de la Idolatría empuña todavía contra el Cielo, la
rueda de Ixión, que abate a los abismos, a los que tratan de comerciar con las nubes; el precipicio
de los Indios, de que al fin se estrellan como se han matado a docenas”. 2

Había muchas otras fiestas civiles como conmemoraciones de nacimientos, cumpleaños y bodas
de reyes y príncipes, victorias militares, juras y proclamaciones regias, para cuyas ocasiones se
decían misas solemnes y se cantaba el Te Deum Laudamus, se hacían procesiones, se construían
tablados, se adornaban calles y edificios, se encendían luminarias y quemaban fuegos artificiales,
se hacían paseos “en máscara” acompañando a caballo al virrey con ricas galas y libreas y los
caballos enjaezados “para ruar” por la ciudad. Todas ellas suponían un proceso ritual en mayor o
menor escala en el que participaba jerárquicamente la ciudad y se afianzaban las relaciones de
poder y dependencia entre el virrey y los súbditos. El cabildo invitaba a la fiesta e instaba a que se
preparasen libreas, trompetas, cabalgaduras, se erigiesen arcos e incluso los indios tenían que
estar listos para los recibimientos construyendo enramadas o cantando y bailando sus mitotes.

En estas Relaciones de fiestas, tanto cívicas, eclesiásticas o luctuosas, narraciones de desastres


naturales como inundaciones, temblores, cometas, eclipses, muertes misteriosas o motines hay
que ver si el autor se limita a informar, como si se tratara de un periodista colonial, para dejar
constancia del suceso; si se limita a describirlas o si realmente se involucra y comenta
emotivamente contagiando al receptor para que vuelva a vivir la celebración. Es decir, hay que
buscar en las Relaciones de fiestas y las de sucesos la conjugación de lo noticioso con lo poético,
analizar si se persiguen ambas finalidades: informar y deleitar y admirar al lector o al oyente, o si
acaso afloran emociones, condenas, alabanzas o juicios. Veamos ahora a dos escritores sevillanos,
el uno poeta, el otro narrador, ambos del mismo nombre y que en su estancia en la Nueva España
también fueron cronistas:

1. Mateo Rosas de Oquendo, en su Memoria de las cosas notables y de memoria que an sucedido
en esta ciudad de México de la Nueva España desde el año de 1611 asta oy, sinco del mes de mayo
de 1612 comienza haciendo pequeñas entradas, a la manera de un Diario, en las que narra mes
por mes: un eclipse en junio, un terremoto en agosto de 1611, la muerte de fray García Guerra en
febrero de 1612; en marzo, los lutos por la muerte de la reina y, finalmente, se expande en el resto
de la crónica sobre un motín de negros y mulatos y sus consecuencias. Explica cómo el primer
domingo de Cuaresma murió Pablo, un negro de “nación angola”, al que habían alzado por rey y,
al confesarse, entregó un memorial a un cura de La Merced en el que delataba a los negros de
México que se iban a alzar contra los españoles. Se comenzaron a tomar medidas y “a prender
negros y negras”. En un bando se prohibió vender armas o pólvora a los negros y que “ninguna
negra ni mulata truxese manto, ni perlas, ni cosa de oro, ni ropa, ni paño fino, pena de 200
asotes”.3 Así se fue expoliando a los negros y en la Pascua de flores, prendieron a muchos a los
que dieron “tormentos para yr aberyguando de raís la verdad. Tenían nombrada a una mulata de
Luis Maldonado, herrada, por Reyna, y nombraron por Rey a un negro del Fiscal de la Ynquisición,
que abía sido de un Capitán de Flandes, donde estuvo el negro muchos años, y sabía mui bien
formar un canpo” (fol. 120r). Dicho rey confiesa que pretendían apoderarse de las armas de las
casas reales y de la alhóndiga para el bastimento. A pesar de estas pequeñas entradas que van
relatando el día a día de la rebelión y que no parecen más que anunciar objetivamente los bandos
y prohibiciones que se hacían; sin embargo, Rosas de Oquendo se involucra y se coloca claramente
de parte de los españoles: “estaba lloviendo que era lástima de ver los pobres españoles por el
lodo y las muxeres y los niños llorando a las puertas y ventanas que daba gran dolor” (fol. 119v);
además de agradecer a Dios en cuatro ocasiones los efectos fallidos del motín: “fue Dios servido
por su misericordia que no tubo efecto” (fol. 120r). Acusa a los negros de haber echado “una yerba
que era veneno en las aguas de que murió muncha xente y se tiene por muy sierto que dieron
veneno al arzobispo de que murió” (fols. 120v y 121r), porque se decía que los negros aguadores
portaban el veneno en sus barriles y en sus cofradías hallaron “botixas de veneno que tenían para
echar en los lavatorios de los penitentes para matallos y hallóseles armas y muncho dinero” (fol.
120v). Igualmente encontraron unas gallinas muertas por tomar una carga de agua de un negro
aguador. Hasta aquí la descripción de los hechos es realista, parcializada en defensa de los
españoles, pero más o menos objetiva. Donde verdaderamente alcanza extremos grotescos es en
la narración a los castigos a los negros: los descuartizamientos, los cuerpos enterrados:
“Estubieron las cabezas destos negros en la horca, y al cabo dellos las quitaron por el mal olor que
daban” (fol. 121r).

2. Mateo Alemán, en los Sucesos de D. Frai García Guerra, Arçobispo de México,4 publicado en
1613, después de la muerte del prelado, a quien había conocido en 1608, durante la travesía
rumbo a México, y con quien estableció una relación cordial, hasta el punto que el fraile dominico
se convirtió en su protector en la Nueva España y lo incorporó a su equipo médico, narra un relato
que cuenta las cosas extrañas que le ocurrieron a este arzobispo desde el viaje de Veracruz a
México, que se demoró más de un mes por el gran séquito que llevaba y por la lentitud con que al
pasar por los pueblos recibían al prelado bajo arcos con flores, donde los naturales bailaban sus
mitotes; cerca de la ciudad de México, en el pueblo de Huehuetoca, donde se estaba realizando la
gran obra del desagüe de las lagunas de México, que tantas veces habían inundado la capital, se
entrevistó con el virrey don Luis de Velasco, después se volcó su carroza, lo cual fue un mal
comienzo y un mal presagio para la estancia de fray García en la Nueva España. En la bienvenida a
la ciudad de México, Alemán convierte su relato en una Relación de fiestas, pero lejos de contagiar
el regocijo al lector, recalca, más bien, los funestos acontecimientos que acompañaron la estancia
del prelado en estas tierras: le hicieron un tablado con flores en la calle de Santo Domingo, a cuya
orden pertenecía, y al subir el arzobispo “se hundió i cayó en el suelo, matando a un indio que
cogió debajo” (p. 382). En otra ocasión, al volver del convento de Santa Mónica, las mulas de la
carreta se alborotaron y él tuvo que saltar: “con el golpe que dio en el suelo con todo el cuerpo,
quedando algo sentido. Deste achaque, quisieron después tomarlo algunos para dar principio a
sus indisposiciones” (p. 382). En 1611, le llega la orden de Madrid para ser virrey y comienzan los
preparativos para una nueva entrada a la capital, ya como arzobispo-virrey, en junio de 1611; días
antes había habido un eclipse, por cuyos efectos los astrólogos juzgaron que moriría un príncipe
de la Iglesia; entre los festejos por su recibimiento, trajeron a los voladores a la plaza de Santiago y
cuando entraba el virrey a caballo, “cayó uno de ellos i se hizo pedaços” (p. 386); en agosto hubo
un temblor por el que “cayeron muchos edificios, peligraron y murieron muchas personas
cojiéndolos debajo” (p. 389); en las fiestas de San Hipólito entretuvieron a su Ilustrísima con toros
que se corrían en una “cortinal de palacio” y en una de las corridas, cuando su sobrino entró a
caballo, hubo otro temblor, pero por no mostrar flaqueza de ánimo, no suspendió la corrida,
aunque esa noche tuvo calenturas, que obligaron a los médicos a hacerle sangrías. Gozó varios
días de mediana salud, pero se quejaba del hígado y de un agudo dolor de costado desde el día en
que se cayó del carruaje. En enero de 1612 hubo junta de médicos, unos decían que era opilación,
otros inflamación y otros apostema. Para entonces, el arzobispo ya estaba bastante enfermo y las
curas de los mejores médicos le recomendaban purgas y sangrías, que lo debilitaban cada vez más.
A continuación, le empezó una enfermedad rarísima, le abrieron el hígado y ya se volvió
irremediable. Murió en febrero de 1612.

Hasta el momento de la muerte del prelado, podemos considerar el relato de Alemán una crónica
de Sucesos acaecidos a un personaje importante, el arzobispo virrey, aderezada con terribles
fenómenos de la naturaleza que llenaban de zozobra a toda la población y al mismo cronista,
además de unas cuantas pinceladas de Relación de fiestas en las que el propio autor no quiere
explayarse: “pudiera bien tomar vuelo la pluma, si la ocasión i tiempo lo permitieran” (p. 386). Por
su inclinación natural al pesimismo y su autoridad médica, prefiere mejor recrearse en la visión del
cuerpo abierto y en la autopsia de una manera atroz. Como el excelente escritor barroco que era
se regodeaba en la belleza de lo espeluznante para provocar y violentar las emociones de los
lectores: la podredumbre, la pus, las manchas de los pulmones o cuando “le abrieron la cabeça y le
aserraron el caxco a la redonda, para sacarle las médulas: fue tanta la cantidad, que me pareció, si
quisieran volverlas a envazar en su mismo vazo, ni en otro tanto más cupieran: fue la
monstruosidad mayor que se ha visto” (pp. 393-394). Inmediatamente el relato se convierte en
una Relación fúnebre de oficios, responsos, dobles de campanas, procesiones de autoridades
enlutadas y hasta el caballo, encubertado de luto hasta los cascos, demostraba, según el cronista,
sentimiento por la muerte de su amo; la descripción del túmulo en forma piramidal y el novenario
completan unos funerales espléndidos con todos los ingredientes de las exequias barrocas, en los
que el cronista sólo se permite un momento de optimismo el día del entierro cuando aparece el
sol en medio de la temporada de lluvias: “en este día, pareció que nuestro señor apartó las aguas
de las aguas, i descubrió una tarde tan apasible, sosegada y fresca, que mostró claramente ser
grande providencia suya, para consuelo nuestro, cerca de la salvación de nuestro príncipe” (p.
397). Termina la Relación con una oración fúnebre, en la que Alemán recogió todos los tópicos de
la muerte de las Sagradas Escrituras, de la Patrística y de autoridades como Séneca, Anaxágoras,
Cicerón, Boecio, Horacio, además de los tópicos barrocos de la vida como mesón o venta y como
teatro donde al prelado le tocó representar breves papeles. Entre los elogios al arzobispo: su
afición al estudio, su sabia administración, el reparto generoso de limosnas, se deslizan los
comentarios sobre los nefastos acontecimientos de su corta vida en la Nueva España, el
alborotarse las bestias y la caída de la carroza, y sobre todo, las señales portentosas del eclipse
que anunciaba “que todo el sol del gobierno eclesiástico y seglar, en breve sería eclipsado” (p.
418), el temblor y la lluvia de “ceniza el día de San Juan Evanjelista día tercero de pascua de
Natividad el año pasado de seis cientos i once aviéndose mostrado la región del aire de un color
negro açafranado, desde las dos y media de la tarde, hasta que se puso el sol, que se acabó con un
grande aguacero” (p. 411). En medio de la pena por la pérdida de su único protector, apostrofa a
la muy noble, insigne y leal ciudad de México con una serie de preguntas retóricas sobre el
paradero de glorias pasadas, el ubi sunt? con ecos de Jorge Manrique y de Rodrigo Caro, que no
puedo dejar de transcribir aquí por el curioso diálogo que establece con una ciudad entristecida en
la que han quedado las huellas del entierro:

O Méjico, señora poderosa, princeza del Nuevo Mundo, pues tienes hecha experiencia que el
tiempo que más brevemente se pasa es el de el gusto, sin aver cosa libre de mudanças, qué fue de
tu hermosura? Qué se hizieron tus fiestas? Tus plazeres y danças? Qué tus curiosas libreas? Qué,
aquellos arcos triunfales, alegres instrumentos, repiques de campanas, gallardos talles y bríos,
loçana caballería, i enjaezados caballos? Qué, las varias i costosas colgaduras, carmesíes, telas de
oro, primaveras, costosos adereços, levantada plumajería y rostros alegres? Pasçó como en el aire
la cometa, no quedó de todo más de una vieja i rota mortaja, luto triste, negras bayetas, lóbregos
capirotes, ropillas desentalladas, hilvanadas lobas, lágrimas y suspiros, dolorosos clamores i
dobles, exequias fúnebres y confusión de males (pp. 418-419).

La ciudad, ahora huérfana, contesta también en tonos lastimeros: “Ya no soy la que solía, soi un
lodo, una centella muerta, soi ceniza” (p. 419). El lamento fúnebre acaba con la escalofriante
descripción del interior de su sepulcro en el altar mayor: “saltaron las médulas de la cabeça por
una parte, los despojos interiores de su cuerpo a ora [sic], los huesos a España, los gusanos aquí se
apoderan de la carne, i su alma dichosa subió a gozar de gloria terna” (p. 421). Hay una inmensa
vacuidad y un conflicto con la naturaleza humana en toda su obra, que se trasluce también a lo
largo de esta crónica barroca donde contrastan, de acuerdo con Irving Leonard, “las brillantes
escenas de los triunfos del arzobispo virrey, con pormenores macabros de su enfermedad moral y
el espectáculo hondamente sombrío de sus funerales”.5 Se vislumbra el espíritu de un hombre
atormentado, descarriado y huérfano, al que Dios ha castigado severamente.
Hemos visto dos crónicas novohispanas muy diferentes, pero de la misma época (1611-1612) y
que coinciden en consignar la muerte del arzobispo fray García Guerra. En la primera, una Relación
de sucesos, el motín de negros, Rosas de Oquendo abandona su función meramente informativa
para juzgar y condenar los hechos además de acusar a los negros de haber envenenado al prelado.
La segunda es una Relación de fiestas y de sucesos nefastos con cargados tintes de prodigios o
desastres de la naturaleza, que se convierte en unas exequias y en una lamentación fúnebre
erudita, sincera y de poderosa fuerza narrativa en la que la pena desborda la pluma y afloran los
sentimientos del cronista. Dos huellas del tiempo virreinal que nos han legado valiosas
informaciones de hechos históricos, supersticiones y temores.

María José Rodilla


Historiadora. Profesora de la UAM-Iztapalapa.

1 Dalmacio Rodríguez Hernández, Texto y fiesta en la literatura novohispana, UNAM, México,


1998, p. 135.

2 Cayetano de Cabrera y Quintero, Escudo de Armas de la ciudad de México. Celestial protección


de esta nobilísima ciudad de la Nueva España y de casi todo el Nuevo Mundo, Viuda de José
Bernardo de Hogal, México, 1746. Edición moderna de Víctor M. Ruiz Nautal, IMSS, 1981, México,
p. 76.

3 Cartapacio de diferentes versos a diversos asuntos por el año de 1598 y los siguientes, mss 19387
de la Biblioteca Nacional de Madrid, fol. 119r. En adelante, se citará en el texto el número de folio
entre paréntesis.

4 Mateo Alemán, Sucesos de D. Frai García Guerra, Arçobispo de Méjico a cuyo cargo estuvo el
gobierno de la Nueva España, ed. de Alice H. Bushee, Revue Hispanique, NY-París, vol. 25, 1911,
pp. 359-457.

5 Irving Leonard, La época barroca en el México colonial, FCE, México, p. 95.

Consultado en: nexos.com.mx

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