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Biblioteca Nacional de España


Biblioteca Nacional de España
J U A N V A L EJáW
Ri.UA

CRÍTICA LITERARIA
(1 8 7 0 - 1 8 0 2 )

Sobre el FAUSTO de Goethe.


Poesías de D. José Amador de los Ríos.
h is t o r ia DE LOS HETERODOXOS ESPAÑOLES,
por D. Marcelino Menéndez y Pelayo.
Don Ventura de la Vega.
Poesías de D. Marcelino Menéndez y Pelayo.

OBRAS COMPLETAS
* TOMO XXV
\ ■
J'
Biblioteca Nacional de España
OBR AS C O M P L E T A S
DE

DON JUAN VALERA


De venta en todas las librerías, á tres pesetas tomo.

T O M O S P U B L IC A D O S
D I S C U R S O S A C A D É M IC O S
I. La poesía popular como ejemplo del punto en que deberían
coincidir la idea vulgar y la idea académica sobre la lengua
castellana -S o b re el Quijote y sobre las diferentes maneras
de comentarle y ju zg arle.-L a libertad en el arte.-S obre
la ciencia del lenguaje.-L as Cantigas del Rey Sabio.- D e l
influjo de la Inquisición y del fanatismo religioso en la de­
cadencia de la literatura española. - Elogio de Santa Teresa.
” • D^ ni¡s{jcisnJ0 « i la poesía española.*-Sobre el Diccionario
“f i a Re| ' Academia Española*. - El periodismo en la litera-
tura . Renacimiento de la poesía lírica española*. - La no-
nfii,«n p fpaPa -—La labor literaria de D. José Ortega Mu-
p-'i a -' “f í f S 10 rfe Excmo. Sr. D. Gaspar Núñez de Arce*.—
Elogio del Excino. Sr. D. Antonio Cánovas del Castillo* —
Consideraciones sobre el Quijote*.
NOVELAS
III. D o ñ a L u z .
IV. P e p it a J im é n e z .
\ m Vr*iLS S llu sÍ o n ®s d e l d o c to r F a u s tin o .
V I. E l C o m en d a d o r M e n d o za .
VIII. P a s a r s e de lis t o .
IX. J u a n ita l a L a r g a .
X. G en io y fig u r a ...
XI. M o rsa m o r.
Yin' Sra f lí i s y c i o e . —L e y e n d a s d e l a n tig u o O r ien te *.
XIII. M a r iq u ita y A n to n io .—E l i s a l a M a la g u e ñ a **.-
D . L o r e n z o T o s ta d o ** (fragmentos).
CUENTOS
XIV. Parsondes.—El pájaro verde. - El bermejino prehistórico.-
t i espejo.- E l pescadorcito U rash im a.-E l hechicero - l a
munequita **. —La buena fama.

Coleccionado por primera vez.


Inédito.
XV. El caballero del azor. —El doble sacrificio. - Los cordobeses
en C re ta .-E l duende b e so .-E l último pecado.-E l San V i­
cente Ferrer de talla. — El cautivo de Doña Mencía.—El
maestro Raimundico. — Garuda ó la cigüeña blanca. -
CUENTOS Y CHASCARRILLOS ANDALUCES.

TEATRO

XVI. La venganza de A tahualpa.-A sclepigenia.-L o mejor del te­


soro. -G o p a. - Los telefonemas de Manolita. - Estragos de
amor y celos. - Amor puesto á prueba**.

P O E S ÍA S
XVII y XVIII.

C R ÍT IC A L I T E R A R I A

XIX. (1854-1856).- D e l romanticismo en España y de Espronceda. -


Sobre los cantos de L eopardi.-D e la poesía del Brasil*.-
Las escenas andaluzas de El S olitario.-O bras poéticas de
Campoamor. - La Bola de Nieve, de D. Manuel Tamayo y
Baus * . - Consideraciones sobre el Diccionario Etimológico
d é la Lengua Castellana, de D. Felipe Monlau*. —Revista
de Madrid*.
XX. (1857-1860).- L a Señora R isto n * .- Obras poéticas del Marqués
de M olins*.-Observaciones sobre el drama titulado «Bal­
tasar,,, de D.a Gertrudis Gómez de Avellaneda —"De Vi-
llahermosa á la China,,, por D. Nicomedes Pastor Díaz*. -
Poesías de D. Francisco Zea*.-Reflexiones críticas sobre
los discursos de Cañete y Segovia*. - El “Anfitrión,,, de
Plauto y la «Andriana,,, de Terencio*. - El tío Juan y el tío
Pedro*.-R evista de M adrid*.-L a historia de la literatura
española en la Edad Media*.—De un poema y de una crítica*.
Revista de teatros*.
XXL (1860-1861). —De la naturaleza y carácter d é la n o v e la .-“La
poesía popular,,, de D. M. Milá y Fontanals*. - “Cuentos y
fábulas,,, de D. Juan Eugenio Hartzenbusch.-Biblioteca
selecta de autores antiguos españoles que escribieron en len­
gua latina y árabe desde la dominación romana hasta el si­
glo XIV de nuestra e r a . - “Francisco Pizarro,,, drama de
D. Antonio Ferrer del R ío*.-Q ué ha sido, qué es y qué
debe ser el arte en el siglo XIX. - "Orientales,, de D. Pedro
L a h ite .- “El tanto por ciento,,, de D. Abelardo López de
A yala*.-O bras completas de Fernán Caballero*. - Poesías
de D. Julián Rom ea*.-Revista dramática*.
XXII. (1861-1863).- E l “Manfredo,, de Lord Byron. —De la protec­
ción de los gobiernos á la literatura dramática. - La Univer­
sidad de Salamanca. - Sobre la “Estafeta de Urganoa,,. - So­
bre los discursos leídos en la Real Academia Española en.la
Ü.S.A & tt& S n C L 5SKD“'--c
XXIII. (1864-1 R7 1 \ t-j »| ,
Carlos M¿sra d T h gCearda*0 eSp S- íaSta.cie£to Pun‘°«. do don
de D. Gumersindo I n d a '.- 1 ? 5 ? g 0 a “ Ensayos críticos,,,
lMc«s d e T , Q e rln ,rc r ; C Sobrf Shakespeare. - Poesías
líricos del siglo XVrn Gómez de Avellaneda. - Poetas
"Tragedia * -O bras del Doctor Fastenrath*.-
la Sagrada Escn?ntn¿0 Sefina’’’ ,Sacada de la Profundidad de
“ Fuero de S da! ’ í trovada por Micael de Carvajal.* -
de D. Petfro A de i ? ” • • V 1Ó e,sias ser¡as y humorísticas,,,
las y portuguesa! n rc°i' • - 1Glosario de palabras españo-
nuestra cultura d * " ™ d a s del arabe‘ - “ De lo «Hizo de
XXIV (1S73 a C* C SIg 0 y en el presente.
lar. - C o n s i d e r ó l a de b ?itd Byron“, Por D. Emilio Caste-
de D. G asm r c!ilbcas s°bre «Gritos del combate",
"Sentir v Soñar,l*".eZ de A,1Cft; “ La originalidad y el plagio.
que de Rivas * ! Vw-S?S .de H ■ Enrique R. de Saavedra, dti-
judíos de Esnañn’v Pt0í 'a s,ocla1’ Política y religiosa de los
Ríos ri |a n a y Portugal", por D. José Amador délos
n a“.*_sñhro!ulc »0nerP. Portoghese della biblioteca vatica-
por D M ari r "Alliadis de G aula". —«Horacio en España",
D Eusebio R l i ó ? e? í ez T Pelayo.-«Soledades", poí
versos - P o d iÓ ?!' r , De a moral y de la ortodoxia en los
so Campillo0*0®0 * " ^ na docena de cuentos", de D. Narci­

s o s ! A m adñr^ríf6 e¿," Fausto" de Goethe. - Poesías de don


pañoles" m r n "Historia délos heterodoxos es-
de la Ve¿aP F c ? ^ Í r-cel,rl° Men™dez y Pelayo.*-Ventura
« lin o MSeÓÓde“ ;°Pe'layro CrítÍC0-‘ “ 1’0eSiaS de D' Mar'

EN PRENSA
XXVI.
(1SS6-18S7). - Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas.
J UA N V A L E R A

CRÍTICA LITERARIA
(1 8 7 8 - 1 8 8 2 )

Sobre el FAUSTO de Goethe.


Poesías de D. José Amador de los Ríos.
H IS T O R IA D E L O S H ETER O D O XO S ESPAÑO LES,
por D. Marcelino Menéndez y Pelayo.
Don Ventura de la Vega.
Poesías de D. Marcelino Menéndez y Pelayo.

OBRAS C O M PLETAS
TOMO XXV
Es propiedad.
Derechos reservados.
CRÍTICA LITERARIA
ú
SO BRE EL «FA U STO " DE G O ET H E

Den licb' ich, der Unmogliches.


iFausto, segunda parte, acto II.)

Difícil es decir algo nuevo y bueno sobre Goe-


‘íU'en tanto se ha escrito. Hacer aquí un
ex rac^° de juicios y opiniones de otros no nos
parece bien, y no se aviene además con la condi­
ción de nuestra tarea, que ha de ser breve, no ha
e auarcar en su totalidad á Goethe y sus obras,
Y ia de concretarse á una: el Fausto. Sin embar­
co, aunque no publicamos el Fausto completo,
s;no la primera parte, no es posible hablar de ella
sm hablar de la segunda, ni es posible tampoco
'ablar de todo el poema sin dar alguna noticia
sobre el ingenio, los estudios, la índole y demás
Prendas del autor de dicha obra, la más impor-
an e, sin duda, de cuantas Goethe compuso, y
aquella por la cual vino á ser más ilustre, y á me­
recer más alabanzas y aplausos en todas las nacio­
nes civilizadas.
No hablaremos, pues, exclusivamente del Faus­
to; pero del Fausto hablaremos principalmente,
y, procurando prescindir de los juicios extraños,
tal vez se logre que los propios tengan alguna no­
vedad, sin que, por el prurito de buscarla, nos ex­
traviemos. ,
El Fausto es una obra dramática, y la primera
parte, con el arreglo indispensable para la escena,
se representa en los teatros alemanes; pero, así di­
cha primera parte aislada, como el conjunto que
de ambas tragedias ó partes resulta, aspiran á tener
muy superior importancia.
No basta para calificar el todo afirmar que es un
poema. Toda narración ó acción escrita en verso
es poema también. Para determinar aquello á que
el Fausto aspira, se requiere una previa explicación.
En la aurora de toda cultura humana, antes de
que hubiese grandes ciudades y de que se edifi­
casen y aun se inventasen teatros, nació la poesía;
nació quizá al nacer el habla, y la poesía fué de
dos modos principales: lírica y épica. Un himno,
un cantar, una mera copla, donde el autor muestra
su amor, su veneración, su ira, ó donde nos trans­
mite la expresión que del mundo exterior recibe, ó
donde expresa sus deseos, temores ó esperanzas,
se llama poesía lírica; y se llama épica cuando
cuenta el poeta batallas, lances de amor y fortuna,
sucesos, en fin, de la vida de los hombres.

*
Ya se entiende que la tal división es muy poste­
nor á lo dividido. Hubo poesía lírica y épica siglos
antes de que á nadie se le ocurriese distinguir los
géneros con los nombres que aquí les damos, ó
con otros.
Es de advertir asimismo que, en la manera
de hacer la demarcación y deslinde de ambos
géneros, ha habido graves diferencias, según el
punto de vista de los críticos en esta época ó en
aquella.
No satisface, á la verdad, decir que lo narrati­
vo es épico, y lírico lo no narrativo. Odas, cancio­
nes, idilios, églogas hay, donde se cuentan he­
chos, y nadie afirma resueltamente que sean épicas
tales composiciones. Se dan romances, cánticos
triunfales, epitalamios, himnos en loor de dioses,
semidioses, héroes ó santos, donde también se na-
rra; y no son épicos puros. Llamar épico-líricas á
estas poesías porque tienen en sí los dos caracte­
res, no resuelve la dificultad. Dentro de la epo­
peya más tenida por epopeya, hay á veces mucho
lirismo.
La existencia de uno y otro género es eviden­
te; pero no aquieta al espíritu el poner por funda­
mento de la distinción algo de tan externo como el
narrar ó el no narrar. ¿Qué poesía no narra? ¿En
qué obra escrita no se cuenta algo, á no imaginar-
a compuesta de ayes, suspiros é interjecciones.
Lo épico, por consiguiente, quizá se pueda dis­
tinguir con más profundidad de lo lírico, si en
este último género vemos la personalidad del poe­
ta, su singular inspiración, y en el otro género
consideramos al poeta como sabio popular, archi­
vo con voz y con vida, y peregrino observador y
colector, que recoge, guarda y enlaza en el tesoro
de su memoria, y divulga luego las tradiciones
heroicas y religiosas, las ideas sobre el universo y
los dioses, y cuantas doctrinas, en suma, todo pue­
blo impersonalmente ha ido creando en el árbol
de las civilizaciones.
En este caso, los libros sagrados serían épicos,
y más aún los de aquellos países donde estos li­
bros no se forjan y custodian en el seno de una
casta sacerdotal, sino que nacen espontáneamente,
y por impulso impremeditado y divino del seno
de la muchedumbre. Y en este caso, no serían épi­
cos sólo los poemas que narran, sino también los
que enseñan, ya toda una religión, ya toda una
moral, ya por medio de reglas ó sentencias desli­
gadas y por estilo de refranes, con tal de que se
pierda ó se esfume la personalidad del poeta, y el
contenido substancial de la obra aparezca como
dictado por el pueblo mismo ó por un numen que
viene á ser la propia conciencia del pueblo, la cual
toma ser en la fantasía como persona superior y
del cielo.

-
En el principio de toda civilización, el vivir del
pueblo aparece heroico y" divino, esto es, consiste
en empresas guerreras, en aventuras y en hazañas,
donde intervienen los dioses (que viven entonces
confundidos con los mortales y que se apasionan
por ellos), como auxiliares unos y como contrarios
otros; de donde resulta el carácter distintivo de
la poesía épica, aquello que constituye la unidad
de todo gran conjunto ó poema. Este carácter es
guerrero y religioso á la vez, y por lo común el
argumento del poema viene á ser una empresa fe­
liz del pueblo para quien se escribe, cuyas virtu­
des, excelencias y energías capitales están cifradas
y personificadas en un héroe castizo, de su raza,
si bien con no poco de Dios, engendro, concep­
ción ó encarnación de alguna deidad, como Aqui-
les ó Rama.
La epopeya, así entendida, requiere, como se
ve, el momento dichoso en que aparece el enten­
dimiento colectivo de un pueblo; es la primera flor
de su cultura, y pide para abrirse la primavera. Y
siendo además indispensable, á fin de que la epo­
peya logre vida inmortal y clara, gran primor de
forma y nitidez y flexibilidad de expresión, es in­
dispensable también la rarísima coincidencia de
Que, en ese momento inicial, en ese florecer intui­
tivo de la inteligencia y de la fantasía de la mu­
chedumbre, posea ésta un idioma formado, rico y
hermoso, como aconteció en Grecia, cuando sur­
gió por vez primera la Iliada ó fueron aparecien­
do los diversos cantos de que más tarde hubo de
tejerse toda ella.
De aquí que se cuenten muy pocas epopeyas
con esta perfección genuína y legítima. En unas,
la rudeza ó deformidad del lenguaje afea torpe­
mente la obra, y no permite que su beldad interior
se exprese con limpieza y brío. En otras, cuando
el pueblo no ha de lograr en lo futuro un alto des­
arrollo intelectual, tampoco se dan los gérmenes al
principio, y de aquí lo vano ó rastrero del conte­
nido épico. Y en otras interviene una casta supe­
rior sacerdotal, ó si no casta, congregación ó cla­
se, que quita á la epopeya mucho de lo popular,
espontáneo y candoroso. En suma, es difícil ó fué
difícil que la epopeya, así entendida, se diese de
un modo digno. Apenas se pueden contar más que
las homéricas.
Importaba, además, que el pueblo, donde la epo­
peya iba á nacer, tuviese el germen de una gran
civilización propia, no ofuscada por recuerdos dis­
tintos de otra civilización pasada ó extraña; y que,
si algo ó mucho tomaba de otras civilizaciones,
fuese con tal brío plasmante, con tal fuerza de asi­
milación, que lo disolviese todo, mezclándolo con
el jugo de sus entrañas, y que todo lo derritiese y
fundiese con su calor natural, y que luego esta
masa, fundida y hecha substancia propia, la vacia­
se en molde, propio también, de donde saliera á
luz, reluciente, nueva, con forma adecuada y casti­
za, y con sello peculiar, indeleble.
De esta suerte puede afirmarse con fundamento
que la Minerva griega salió grande y armada del
cerebro de Homero; esto es, que filosofía, historia,
ideas religiosas y políticas, artes de la guerra y de
la paz, teatro, todo, en una palabra, se muestra, no
ya sólo como germen fecundo, sino como flor que
va á abrir el cáliz y á dar fruto sabroso y semilla
abundante, en los versos divinos de la Iliada y la
Odisea.
Cuando un crítico italiano, á fin de ensalzar á
Dante, igualándole á Homero, dice que la Miner­
va italiana salió del mismo modo de la cabeza del
vate florentino, incurre en error evidente, hasta
para quien mira estas cosas del modo más super­
ficial. La Minerva italiana estaba ya nacida y harto
crecida. Toda la literatura de los romanos de Ita­
lia era y en la memoria de los hombres vivía. Una
religión con moldes definidos é inflexibles, con
sistema moral completo, había sido adoptada vi­
niendo de fuera; sobre estos fundamentos habían
razonado y filosofado sabios enciclopédicos como
Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino; y, por
ultimo, no se ignoraba la antigua cultura helénica,
anterior y posterior al Cristianismo. Todo esto for-
maba ya un conjunto de conocimientos, un siste­
ma entero, informando una civilización italiana y
católica. Dante sería un hombre capaz de abarcar­
lo en su mente, hábil para expresarlo y reflejarlo
en sus versos, hasta donde era posible que tanto
asunto en sus versos cupiese; pero Dante no pro­
ducía un documento inicial, sino un reflejo bri­
llante del saber y del sentir de muchas generacio­
nes, reflejo que sin duda podría iluminar y encen­
der el ánimo de los hombres de su edad y de los
venideros. Ni se alegue que toda aquella doctrina
era antes propiedad de pocos eruditos, que estaba
en latín ó en otra lengua muerta, y que Dante la
divulgó en lengua viva, creando casi la lengua ó
haciéndola apta para expresar tales conceptos: lo
cual implica, sin duda, mérito extraordinario, pero
no tan subido que con el mérito y valer de Home­
ro podamos equipararle. Y esto con plena inde­
pendencia del valer de cada poeta, porque provie­
ne de la misma naturaleza de las cosas.
En la edad primitiva, el poeta es profeta, sacer­
dote, legislador, teólogo, astrónomo, moralista,
geógrafo, y todo á la vez; ó más bien no es nada
de esto: apenas si es persona; su personalidad se
esfuma y desvanece en la penumbra crepuscular
de la historia. Homero, Viasa y Valmiki casi son
m itos; son como los patriarcas, no ya de la subs-
ancia corpórea, sino del espíritu de las naciones;
son como los héroes epónimos, no de la asociación
política, sino de la comunidad mental; son, en su­
ma, el eco inmortal y sonoro del verbo creador y
del espíritu fecundo de un noble pueblo que na­
ce. Su obra abarca cielo y tierra. En ella se reúne
la candorosa enciclopedia de la edad divina. Nada
falta. Todo está allí por modo eminente.
Por espacio de muchos siglos no se entendió
así la epopeya; antes bien, con crítica más exterior
que íntima, y fijándose en el asunto ó trama, y más
que en la substancia en la forma, se creó la epo-
peya ai tificial, según ciertas reglas, y cantando las
hazañas de algún héroe ó de varios. Así Virgilio
esci ibió La Eneida, Camoéns Los Luisiadas, y La
Jerusalén Tasso.
Cierto que se han dado algunas epopeyas es­
pontáneas, en épocas, no de primera juventud para
un pueblo ó raza, sino hallándose ésta, por siglos,
c esbozada y caída; pero tales epopeyas, sea cual
Sea el encanto que haya sabido darles un singular
Poeta, en lo esencial, más que nacidas, parecen
esenterradas y resucitadas con ocasión de gran­
es esperanzas que se despiertan en el pueblo ven-
CR ° ’ no b’en sus vencedores y opresores son á su
ve2 vencido5 y oprimidos por otros.
sí brotó, transfigurado y esplendente, todo el
*c o del rey Arturo y de la Tabla redonda, oían ­
os normandos, venciendo á los anglos, venga-
ron á los bretones; el Shah-N am eh, de Firdusi,
cuando los turcos, venciendo á los árabes, venga­
ron á los pueblos del Irán; y hasta el Kalewala,
aunque más por esfuerzo de mera erudición que'
por flamante inspiración poética, cuando Finlan­
dia pasó al dominio de Rusia, vencidos los suecos,
sus dominadores antiguos.
Reconociendo otros poetas, ó por virtud crítica
ó por atinado instinto, que el tiempo de la gran
epopeya había pasado ya, y viendo que hay teso­
ros de materia épica, difusa é informe, quisieron
reunirlos en armónico conjunto; pero, careciendo
ya de fe en aquello que cantaban, pusieron en el
canto cierta discreta ironía y burla y risa más ó me­
nos disimulada. Así, por ejemplo, Ariosto escribió
E l O rlando, y Wieland E l Oberon, ya casi en nues­
tros días.
Consideraron otros que, si bien la epopeya he­
roica tiene hoy que ser anacrónica, no debe serlo
la religiosa; y con esta idea más equivocada aún,
porque lo épico á lo divino implica mucho de in­
fantil en el concepto de la divinidad, ó bien algo
de tan metafísico y desnudo de imágenes que no
es poesía ó es poesía narcótica, escribieron poemas
épicos religiosos, como Milton E l Paraíso perdi­
do, y Kiosptock La M esiada.
Los más acertados, en nuestro sentir, fueron
aquellos que, prescindiendo de la epopeya grande
y completa, donde todo se quiere explicar ó repre
sentar, redujeron la poesía épica á menores pro­
porciones, y eligieron por héroes y asuntos de la

Z Z Z T 10f,; ndam entel' s in ° ' ° * ■ £ & £


fundamento; no el misterio religioso y dotmátien
« o a g, „ d ¡g ¡0 q„ e reab/ e| , , , 4 ^ 7 .
ón o el mito,sino la leyenda ó el cnern” En
e genero, acudiendo siempre á la tradición se
han escrito obras muy bellas, y ouizá una de 'las

~ s e m; t Bo ,: a • * * "£ £ £
c ndído i 1° S l,asta de la ‘ radidfón han pres-
eú s obr " " b and° 13 colaborac'ón del pu'eblo
el a ra u m e V euSCnto cuentos» b bien tomando
ca óTiíp n ° C^ a 1Istoria más ó menos anecdóti-
en s en n t0d° en la fantasía’' así Byron,
Nona T a T /o s ’^
m áíed e °lOpSHm,Od0S; d6Sde d renacimiento hasta
dr eHdlad,° ' S,g' ° XVm' Prevaleciendo el
tos Mi S1C0' que se fundaba en precep-
sPn CI° Sc0S' P° r maS que en alg unos puntos fue-
Cnrp suPerflclales’ y hasta rayasen en arbitrarios
preceptos que Vida y Boileau habían sacado déla
DevearpretaCÍÓn de Aristóteles y de Horacio), la epo-
fPeya en la práctica al menos, no se aspiró á que
te lanscendental, enciclopédica ni muy docen-
^ y se redujo á narrar una acción gloriosa de al-
heroe nacional, ó de toda Europa, ó de todo
el humano linaje, agrupando en torno, como orna­
mento y con simétrica economía, varios episodios
bien traídos y no impertinentes, que no rompiesen
la unidad del poema ni embarazasen demasiado la
marcha de la acción, la cual había de ir con el de­
bido crecimiento de celeridad hacia su término y
final desenlace.
Lo docente en grado superlativo quedó des­
echado y aun fué objeto de burlas. Parecía, en
efecto, que, dado el desarrollo actual de la ciencia,
quien tratase de enseñar mucho en su poema ha­
bía de ser un delirante. Todavía Moratín, al dar
consejos burlescos á un poeta ridículo, le dice que
ponga en cifra en su epopeya todos los conoci­
mientos humanos.
Botánica, blasón, cosmogonía,
Sacra, profana universal historia,
Cuanto pueda hacinar tu fantasía
En concebir delirios eminente.
Sin embargo, aun antes que se rompiera el yugo
clasicista, el filosofismo francés del siglo pasado
había movido á los poetas de más alientos á crear
el poema que todo lo enseñase; pero los más des­
echaron la acción, se limitaron al género didácti­
co, y trataron de escribir el nuevo poema D e la na­
turaleza de las cosas. En este sentido hubo tenta­
tivas de Le Brun, Fontanes, Andrés Chénier y
muchos otros.

-
Se hacían por entonces estudios más completos
sobre el arte en general; había nacido y hubo de
divulgarse una á modo de ciencia moderna, llama-
c a filosofía de lo bello, estética ó calología, y lle-
baron a comprenderse con más profundidad críti-
vpnt*- *versas l*f“raturas. Esto trajo grandísimas
■ a^as’ Pero d'° vida á extrañas aspiraciones,
spiro so rado menosprecio de reglas, que, por
s ar 01 mu adas de un modo empírico, no dejan
e ser razonables y prudentes, y avivó en muchos
j Ceseoj y engendró el imposible propósito no ya
e ensenar una ciencia en un poema didáctico sin
acción, sino de enseñarlo todo en la acción del
poema, acción maravillosa y simbólica, cada uno
í e cuyos momentos había de entrañar misterios
profundos.
Nuestra ciencia metódica, dividida en multitud
inníln"naS-qUe,en! re SÍ SC enIazan- fundada en un
menso cumulo de hechos que la observación y
experiencia han ido suministrando, cuyo ser v
valer estriban en el más severo encadenamiento
dialéctico, y cuya vida y organización dependen de
¡a rigorosa precisión de la definición, del lengua­
je técnico, de una árida y enojosa clasificación, y
de una nomenclatura tan útil como arrastrada y
prosaica, se oponían y se oponen á la pretensión
c e tales poetas. Los que han tenido dicho intento
y no han sido pocos, han dado á luz por lo común
monstruosos engendros. A nuestro ver, la epope­
ya transcendental, menos realizable que la cuadra­
tura del círculo, que el movimiento continuo y que
el arte de hacer oro, es una mala tentación, muy
cercana de la locura.
El ejemplo de los metafísicos ha seducido y ex­
traviado á los poetas; pero los metafísicos-tienen
disculpas. Allá, en las edades primeras, los hubo
también que abarcaron todas las cosas visibles é
invisibles, divinas y humanas, y se pusieron á ex­
plicarlas. En esto resplandece el candor de la ni­
ñez. Así las escuelas de Elea, de Pitágoras y de
otros. En el día se concibe el mismo propósito,
aunque por más difícil y largo camino. Declamen
cuanto gusten los positivistas, es innegable que el
más completo conocimiento de los seres ó de sus
calidades al menos, la experiencia activa de siglos,
y el haberse elevado el sabio, de la observación y
estudio de los hechos, á leyes generales de certi­
dumbre notoria, han infundido la natural é inevi­
table ambición de reunir y enlazar dichas leyes
bajo un principio único de donde emanen, de so­
meterlo todo al mismo fin y al mismo comienzo,
y de fundarlo sobre base inconcusa, encerrando,
con la explicación debida, á Dios, al universo y al
hombre y sus destinos, dentro de un armonioso
sistema. Si al intentar esto no se ha logrado nunca
llegar á la verdad, donde el espíritu se satisface y

-
aquieta, al menos se han creado obras pasmosas
de imaginación, como, por ejemplo, las de Leib-
nitz y las de Hegel.
Pero el error del poeta ha estado en no ver que
el camino, por donde se va á dicho término, no es
ni puede ser el suyo. Ese camino es el de la cavi-
ación científica, del severo meditar, de los argu­
mentos, antinomias y silogismos, del método lógi­
co, ya subiendo por el análisis, ya bajando desde
la síntesis, operaciones todas contrarias por natu-
taleza á la poesía, la cual no puede construir ese
palacio encantado, ora sea de la verdad, ora del
sofisma deslumbrador, sin que esto se oponga á
que entre en él cuando esté ya construido, y le
celebre en un himno, en un ditirambo, en un epi­
nicio ó en una oda colosal. Claro se ve por lo
dicho que comprendemos á un poeta cantando
dignamente en un rapto lírico las Mónadas, la
Harmonía preestablecida, el eterno desenvolvi­
miento de la idea ó algo por el mismo orden. Lo
que no comprendemos es que cree él ó fabrique
algo por el mismo orden en toda una epopeya. La
epopeya que nazca de tal prurito será una pesadi­
lla, un delirio, un caos, una mesa revuelta, una fan­
tasmagoría y casi una borrachera, que al mismo
tiempo explicará y fundará poco ó nada; que abu­
rrirá á los ignorantes por demasiado honda, y que
tal vez por demasiado somera provocará la desde-
ñosa sonrisa del filósofo y del hombre científico.
Sin embargo, de la manía de componer una
obra poética de dicho género no han adolecido
sólo los locos, sino también hombres de juicio, de
reposo y de peso, entre los cuales, sin duda, des­
cuella Goethe.
Si la empresa no fuera imposible, nadie mejor
que él, de un siglo á esta parte, hubiera podido
realizarla en Europa. Veamos qué prendas tenía,
con qué elementos contaba, y examinemos luego
la obra misma, el Fausto, donde pretendió reali­
zar su descomunal y titánico propósito.
Goethe no es poeta sólo; es el escritor por ex­
celencia. Se comprende, sin que por eso se aprue­
be, que Emerson, suponiendo un alma suprema á
quien representa en el mundo, en diversas y ele­
vadas funciones, cierto número de varones egre­
gios, haga de Platón el filósofo, de Montaigne el
escéptico, de Napoleón el hombre de acción, y el
escritor de Goethe.
La mente de Goethe era terso y mágico espejo,
donde se reflejaban el mundo visible y el invisi­
ble, la naturaleza y la historia, lo real y lo ideal,
con brillantez y claridad no comunes. Y no era
espejo meramente pasivo, sino que ordenaba las
imágenes y representaciones, las iluminaba del
modo más artístico y hacía que unas resaltasen
más y otras se perdiesen ó desvaneciesen en los
últimos términos del cuadro, según convenía á la
evidente demostración de ia verdad ó á la apari­
ción celestial y limpia de la belleza.
Sabio á par que poeta, toda inspiración suya va
Precedida, moderada y templada por la reflexión.
u anhelo constante de la verdad hace que á veces
se le pueda tildar de indiferente y frío; pero la se­
renidad no le abandona nunca.
Sin fe viva en nada sobrenatural, fijo y concre­
to, no es fácil que se eleve Goethe á superiores
esferas, á no ser por el ordenado empuje del en-
endimiento discursivo. Tal vez no percibe la uni-
0 ad sot>erana; tal vez no es hondo en él el senti­
miento moral; tal vez las más nobles cuerdas fal­
tan a su lira. Escritores mucho más pobres de ir.-
genio tienen acentos más penetrantes y tocan y
lantT á T ]T e' alma hUmana- Pero Qoethe se acle-
D0Cos
pocos deO |dem
de las i3OetaS
pasadas, de SUtodo
porque éP°ca ai>" á
lo ycomprende
y de todo se vale hábilmente para su po J a . Sus
ultimas creaciones parecen el resultado de ochenta
anos de observación y de estudio. Hechos inco­
nexos, doctrinas, experimentos y especulaciones;
todo se baraja y se agrupa con cierto orden en
torno de una idea capital: la equivalencia de los
tiempos, la afirmación de que las desventajas de
una época existen sólo para los espíritus débiles y
enfermizos, la negación de que nuestra edad sea
la edad de la razón por contraposición á la edad
de la fe y el convencimiento de que la fe y la ra­
zón viven en perpetuo sincronismo; de que la poe­
sía y la prosa de la vida se compenetran y funden;
de que el mundo es joven y la humanidad casi
niña, y de que los patriarcas, videntes y profetas
se entienden con nosotros á través de las edades,
y nos saludan y nos alargan la mano, y nos ani­
man á tener confianza y á escribir nuevas Biblias
y á unir la tierra con el cielo.
Como se ve, Goethe no era un creyente, si por
creyente entendemos el que cree en religión de­
terminada; pero distaba mucho de ser un escépti­
co. Nos inclinamos á afirmar que era optimista,
como casi todos los grandes pensadores alemanes,
desde Leibnitz hasta que aparecen Schopenhauer
y Hartman. Y en lo tocante á la bondad del espí­
ritu del siglo, no ya de creyente, sino de apóstol
conviene calificarle.
Añádase á lo dicho otra condición esencial de
su mente que Emerson señala muy bien, y que el
mismo Goethe patentiza con complacencia en Poe­
sía y Verdad, que es su autobiografía. Para Goethe
la vida vale más como teoría que como práctica.
La especulación es más noble y alto fin que la
acción. Hasta la acción por lo que más significa y
vale es porque la especulación vuelve sobre ella
y la toma por objeto. ¿De qué serviría, de qué
valdría todo este universo, á qué la pompa de los
astros, la armonía de las esferas, la armonía de
las plantas y de los animales, los sucesos de la
historia, la vocación de las razas, la fundación y
destrucción de los imperios, las pasiones, los bie­
nes y los males, los amores y los odios, si no hu­
biese una inteligencia que lo comprendiese todo,
que lo pintase en su centro, y hasta que lo repro­
dujese con más primor, orden, sentido y hermo­
sura que ello tiene de por sí?
Esto pensaba Goethe, escritor por todos los po-
>os, y en este pensar, hasta nuestros propios actos,
fa.tas, extravíos, dolores y miserias, son objetos de
la teoría.
Proceden del mencionado concepto, que la gen­
te, por lo común, forma de Goethe, raras acusa­
ciones y defensas no menos raras.
Se supone que hay ciencias y artes, cuyas per-
t o o n e s * “ “ «> ' ■ « r ó terribles experimen-
tos. Se cuenta de algún pintor que se hizo bandi­
do y asesino pai a estudiar bien cómo mueren vio­
lentamente los hombres; de cirujanos y naturalis­
tas que, á fin de profundizar los misterios del vi­
vir y del morir, cometieron crueles anatomías y
disecciones en personas vivas; y aun del médico
Vesalius que, aprovechándose de su valimiento y
privanza con el Sultán Amurafes, lograba que á
menudo cortasen cabezas humanas delante de él
para enterarse á fondo de la contracción de los
músculos, de los rápidos estertores de la agonía y
en cierto modo de cómo se desprende el principio
vital del cuerpo que está animando.
Se nos antoja que, gracias á Dios, tales estudios
experimentales no han de ser muy necesarios para
que nadie adelante en su oficio; pero si lo fuesen,
si á tanta costa hubiese de ganarse la maestría,
valdría más quedarse de simple oficial ó de apren­
diz que llegar á maestro.
Como quiera que ello sea, no nos atrevemos á
creer que Goethe, aunque no por medios tan san­
guinarios, se complaciese en causar dolores, en
excitar sentimientos_tiernos y fervorosos, y en pa­
garlos mal luego, en atormentará algunas mujeres
sencillas y enamoradas, y en otras lindezas del
mismo orden, á fin de estudiar bien en la natura­
leza los infortunios, las angustias, la desesperación
y hasta la muerte por corazón destrozado, que
luego había de describir en sus más simpáticas
heroínas.
No nos incumbe escribir aquí la vida de Goethe;
pero de seguro que, bien estudiada y escrita, no
había de dar motivo ni pretexto para tan dura
acusación.
Por otra parte, aunque la bondad ó maldad
moral sea independiente de los escritos, esto es
sólo en cierto grado y de cierta manera. La dife-

A
rencia, por ejemplo, entre el héroe ó el mártir y el
poeta que le canta, está en que el uno tiene cons­
tante y perpetua voluntad, y el otro quizás no la
tiene.
Figuiémonos que tal poeta se echa á temblar si
ve una espada desnuda y hasta se asusta de un ra­
tón; y todavía, si describe y representa con hondo
sentir y con verdadera expresión al mártir ó al hé­
roe, hemos de creerle capaz de heroicidad y de
martirio. Es mártir ó héroe, si no perpetuo, fugi­
tivo y momentáneo, pues si no lo fuera, sería
mentirosa y vana su poesía, y toda persona de
buen gusto la rechazaría como se rechaza la mo­
neda falsa.
Inferimos de lo expuesto, que aun creyendo lo
peor de un buen poeta, sólo podremos creer que
peque por debilidad y no por maldad. Quien sien­
te y expresa lo bueno, lo noble, lo heroico y lo
santo, puede ser débil; pero nunca será impío, ni
cruel, ni vil, ni perverso.
Para quien esto escribe, la prueba crítica del
valer estético de una obra de poesía, implica un
certificado de valer moral para el autor. Ó la poe­
sía es mala ó no es malo el autor de la poesía. Lo
que dijo del orador el preceptista hispano-latino,
un autor griego lo dijo del poeta: que había de
ser ante todo varón bueno.
Pero no todos ponen por condición indispensa-
ble en el buen poeta la bondad moral; y así, cuan­
do no acusan á Goethe de duro y sin entrañas, le
acusan de egoísta en grado superlativo: sostienen
que todo lo sacrificaba al cultivo de la propia inte­
ligencia, á su serenidad y olímpico reposo, mirán­
dose á sí mismo como objeto preciosísimo que
exigía el más cuidadoso esmero.
La defensa que hacen algunos de Goethe en
este punto, es peor que la acusación. Presupone
una doctrina más absurda que la de aquellos que
creen que para adelantar en ciertos oficios se ne­
cesitan terribles experimentos. Es doctrina seme­
jante á otra que está en moda, y que consiste en
afirmar que esto que llamamos genio es una enfer­
medad que proviene del mal de alguna entraña, ó
de la atrofia de todo un aparato, á expensas del
cual se desarrolla el cerebro, ó de alguna pertur­
bación de todo ó parte de nuestro organismo.
Afirman, pues, que el genio es como una divini­
dad que reside en el alma de quien le posee, y á
cuyo culto y manifestación debe el poseedor con­
sagrar su vida y sacrificarlo todo: amistad y amol­
de las mujeres, patriotismo y ley moral. Así los
singulares defensores de Goethe á quien aludi­
mos, suponen que el poeta sacrificó nobles afec­
ciones y hasta sagrados deberes; pero, lejos de
condenarle, le encomian por ello. Su genio lo exi­
gía, de suerte que todos los egoísmos, frialdad de
corazón é ingratitudes, que atribuyen al poeta, se
convierten en un remedo del sacrificio de Abra-
*lam> si bien hecho al genio, dios implacable y
Que no ceja como Jehová, salvando á Isaac y con­
tentándose con un cordero.
Lo cómico de esta apología no la salva de lo
Peligroso. ¡Pues no faltaba más sino que bastase
ser genio, ó creérselo, para no cumplir con las
obligaciones, ponerse por cima de todo precepto y
de toda ley, desechar del corazón todo santo y
puro entusiasmo, y hacerse un egoísta frío y re­
pugnante, añadiendo á todo ello la insolencia de
asegurar que es así por devoción y sacrificio cos­
toso al genio mismo, y que más bien que censura
se merece admiración, alabanza y pasmo!
Lo juicioso es creer lo contrario: que lo que el
genio pide para su culto, educación y manifesta­
ron , es la virtud y las bellas pasiones y el verda­
dero sacrificio. Y esto no es afirmar que hayan
S'do santos todos los hombres calificados de ge­
nios, sino que fueron genios, no á causa de sus
egoísmos, mezquindades y miserias, y si, á pesar
de todos estos vicios, porque si no los hubieran
tenido, no sólo hubieran valido más como perso­
nas morales, sino como genios.
Por último, la defensa, á más de ser sofística, es
inútil para Goethe, en quien no vemos esas malas
cualidades que le suponen, convirtiéndolas en
buenas ó cohonestándolas por la inmoral doctrina
del culto del genio.
Goethe nada hizo para lograr su elevación, y su
privanza con el duque Carlos Augusto de Weimar,
quien le amó tanto como Goethe pudo amarle, y
le admiró y le lisonjeó más de lo que el gran poeta
le lisonjeaba. En la corte de aquel amable prínci­
pe, Goethe, más que cortesano, parecía el prínci­
pe, el genio á quien todos servían y adoraban. Tan
alta posición no le ensoberbeciónunca,y se valióde
ella para hacer bien á no pocas personas, y singu­
larmente á otros sabios, literatos y poetas, con no­
ble emulación á veces, con envidia nunca. La mis­
ma amistad profunda y durable que Goethe supo
inspirar á multitud de personas, compartiéndola,
prueba que había calor y ternura en su alma. Por
mucho que se sepa, por elevadas que sean las
prendas del entendimiento, no se ganan así las vo­
luntades cuando no se tiene corazón. El cariño
que supo inspirar á Gleim, á Herder, á Wieland,
á Merch, á Kestner y á tantos otros, prueba que
Goethe era digno moralmente de aquel cariño y
capaz de sentirle. De su devoción y celo en el ser­
vicio del príncipe, dan testimonio los escritos pri­
vados y los documentos oficiales en que dicho
príncipe habla de él. El amor fraternal con que
Goethe se unió á Schiller; el influjo benéfico que
ejerció en él; el mayor y más alto influjo que
Schiller, p0r repetidas confesiones de Goethe
■ smo, ejerció en su alma; las X enias, que escri-
’eron juntos; las más bellas obras del uno y del
° r°, que mutuamente se consultaban, se corre­
r á n y hasta se inspiraban, prueban que Goethe
no era egoísta, ó al menos que, si lo era, era el más
amable y excelente de los egoístas.
En sus amores, hay que atender á la nada seve­
ra moralidad de la época en que vivía. Y aun así,
° único censurable es el abandono de Federica
non, cuya apoteosis hizo luego el poeta en la
Uara de Egmont, en ambas Marías de Clavijo y
e Goetz, en la Mignon de Willhem M eister, y en
a Margarita de Fausto. Pero la verdadera apoteo-
sis de Federica y la defensa de Goethe las hizo
j a roisma, cuando rehusó la mano de Reinhold
enz, diciendo que «La que había sido amada por
°ethe no podía pertenecer á otro hombre;" y
cuando, más tarde, estando ya Goethe en la curn-
bre de su gloria, decía ella á los que la compade­
cen: „Era muy grande para mí, estaba llamado á
muy a]tos destinos: yo no tenía derecho á apode­
rarme de su existencia." Palabras de santa resig­
nación y de amor á toda prueba, que ennoblecen
a Federica, pero que dan á la vez claro testimonio
de que Goethe no fué tan malo; no destrozó du­
ramente aquel corazón, donde dejó tan sublime
concepto de sí propio y tan dulce recuerdo.
Contra la soñada impasibilidad de Goethe pro­
testan otros amores, y singularmente los que le
inspiró Carlota Buff.
No se mató por ella; pero Werther fué el precio
de su rescate y de su vida. La poesía le libró.
Aquella tremenda y apasionada novela, por más
que en Goethe esté siempre el poeta objetivo, que
se pone fuera de su obra, que juzga y sentencia á
sus personajes sin compartir sus extravíos, que los
mueve quedando él inmóvil, como el primer cielo
mueve las otras esferas, contiene también en su
protagonista al otro Goethe, apasionado y vehe­
mente, que el Goethe crítico y severo logró parar
al borde del abismo.
En otras relaciones amistosas ó amorosas con
mujeres, muestra siempre Goethe pasión y no
cálculo; fuego y no frialdad; ternura y no egoís­
mo. La mujer del profesor Boehme le censuraba
sus juveniles composiciones, las enmendaba y po­
daba sin piedad, y le convencía al cabo de que eran
malas y hacía que él las quemase. ¿Qué poder y
qué autoridad no debe ejercer una mujer sobre un
poeta para obligarle á tamaño sacrificio? Catalina
Schónkopf rompió con Goethe, no por la frialdad,
sino porque la atormentaba con celos. Ana Isabel
Sohónmann inspira á Goethe las lindas composi­
ciones A L ili y tal vez es ella quien le deja. A la
baronesa de Stein rindió Goethe un culto espiri-

-
tual de amistad y de estimación, y, ya en todo el
^oce ce su celebridad, la hizo juez del mérito de
O s o ras é inspiradora de algunas. Por último, si
con6 li6 SC apas,ionó de Cristiana Volpius, y vivió
al cat Un'dn inmoral y escandalosa, enmendó
do al °d casandose- Su 'dea del amor, uni-
j10o,ar 6 er' de la v‘da santa y respetable del
dos ^ 6 t0C^° *3e" ° ciue Pueda encerrarse en
siemeX1StenC'aS ^uniildes y honradas, queda para
pre en e' más puro de los idilios, en su poema
nnann y Dorotea, donde nos dejó asimismo la
presmn sincera de su amor á la patria alemana,
na raille,rde humillada entonces por las conquistas
napoleónicas.
\ a h e m o s dicho que no nos incumbe escribir
ui a vida de Goethe. Baste lo apuntado rápida-
sn e para desvanecer infundadas censuras.
<.ue él diese culto á su clara inteligencia y á sus
■ as acultades, no se debe censurar, sino aplau-
r' t s un deber cuidar de los talentos que Dios
° S confl'a. Lo contrario, el no ganar nada por
°s ó el disiparlos malamente, es una ingratitud
y un abuso de confianza.
Goethe supo cumplir con este deber que sus
Prendas intelectuales requerían. Su insaciable y
■ empre despierta curiosidad le llevó á estudiarlo
a aprenderlo todo: bellas artes, literatura de
autos pueblos la han tenido ó la tienen, ciencias
naturales, teología, filosofía y hasta magia y otras
ciencias ocultas. Su mente se enriqueció con todo
linaje de conocimientos.
Y no estudió y aprendió solamente en los libros,
sino en el seno de la naturaleza y en la revuelta
corriente de la vida humana.
Su larga vida, su actividad infatigable, su inex­
hausta fecundidad, hacen que el conjunto de sus
obras sea grandísimo y variado. Fué poeta lírico,
épico, dramático y didáctico, novelista, filósofo,
botánico, zoólogo, filólogo, autor de cartas y de
memorias, de obras de estética y de arqueología,
y apenas parece que haya materia sobre la cual no
dejase algo escrito. Los naturalistas le colocarán
siempre en muy elevado lugar al escribir los ana­
les de su ciencia, y los filósofos, al redactar la his­
toria de la suya, no pueden ni deben olvidarle.
Goethe siguió con honda penetración y con vivo
interés el gran movimiento filosófico, que se veri­
ficó en Alemania durante su vida. Conservando
su independencia, se apropió ideas de unos y otros,
según se adaptaban más á la índole de su pensa­
miento, pero coordinándolas en él, y poniéndoles
el sello singular de su persona.
Sobre el deslumbrante hechizo de todo nuevo
sistema, desde Kant hasta Hegel, puso Goethe su
alto espíritu crítico, su juicioso escepticismo, un
mal llamado sentido común, porque más bien era

*
raí o y exquisito; ciertas teorías leibnizianas, y un
arraigado sentimiento religioso que jamás le aban­
donó en época de tanta incredulidad, y de tanta
fet mentación y florecimiento de metafísicas nuevas.
Goethe creía en Dios; pero su inclinación natu-
ra* le llevaba á buscarle, no en el centro del alma,
sino derramando el alma en la naturaleza, donde
ios se le revelaba. Era, pues, más teósofo que
iiustico. Así propendía más hacia las doctrinas de
runo, de Espinosa y de Schelling, que hacia las
e F’chte; pero, del mismo modo que no se dejó
evar jamás del sensualismo, hasta pensar que la
realidad de las cosas y la impresión que causan en
nosotros pueden dar ser á la ciencia, tampoco su
sentido común consintió nunca en dar crédito á la
creación de lo real por lo ideal. Admite ambos ele­
mentos, y vagamente los concierta en un método
que llama empirismo intelectual, donde la intui-
cmn ejerce el oficio de la observación del sensua-
'sta y de la especulación del idealista.
I Iegel atrae y repugna á la vez á nuestro poeta.
e enamora el eterno desenvolvimiento de las ideas
y su conciencia rechaza el cambio perpetuo, y el
pensamiento de que provenga y nazca lo más de
lo menos, lo consciente de lo inconsciente, el ser
riel no ser. Para afirmar en su mente la existencia
de un Dios personal y de la inmortalidad del alma,
vuelve con amor á las mónadas de Leibnitz. Dios
le parece la mónada eterna é infinita. El alma hu­
mana, una mónada superior é indestructible, aun­
que limitada.
La moral de Goethe es poco severa, mas no por
relajación, sino por bondad propia, y por firme
creencia en la bondad divina y en la flaqueza hu­
mana. El Dios de Goethe es blando, indulgente y
benigno, y á veces hace casi un mérito del error
en el hombre que yerra, porque yerra el que as­
pira.
Pacífico, amante del orden, enemigo de la gro­
sería, toda revolución parece á Goethe un aconte­
cimiento pavoroso. Los horrores de Francia le in­
dignan y aterran.
Y sin embargo, este conservador, este amigo de
los poderes legítimos.y justos, tiene fe en la liber­
tad y en el progreso, y comprende la rebelión con­
tra la tiranía y no cree en la duración de ningún
gobierno tiránico y violento.
Su sed de religión es grande y perpetua. Se crea
una religión natural y no le basta. Sin fe en el
cristianismo, sueña con nueva religión positiva.
Tal vez se finge mónadas intermedias entre las que
son almas humanas y la que es Dios; y en estas
mónadas ve genios, espíritus elementales, dem iur­
gos, inteligencias misteriosas y ocultas, que mue­
ven los astros, que dan vida á las plantas, que son
la naturaleza misma con personalidad y concien-
cía. A veces se inclina Goethe por esta senda á un
neo-platonismo flamante y á un paganismo espiri­
tualizado; á veces vuelve con ansia de fe á la doc­
trina de Cristo y lee fervorosamente los Evange­
lios y los libros devotos.
Sus doctrinas sobre estética, de acuerdo con su
filosofía fundamental y con la natural condición
de su espíritu, tienen no escaso valer en la histo­
ria de esta ciencia nueva, y preparan la gran re­
forma y el desenvolvimiento que Schíller llevó á
cabo, bajo los auspicios y siguiendo las huellas de
Kant.
Diderot y Winkelmann son los dos autores que
más influjo ejercen en las teorías de Goethe sobre
el arte, y que más relación tienen con ellas. G oe­
the debe más, no obstante, á su propio sentir y
pensar, iluminados, desde su viaje á Italia, por la
m eligente y fervorosa contemplación de los teso­
ros artísticos que en aquel hermoso y privilegiado
país se conservan.
Goethe, que en un principio había sido román­
ico, como el romanticismo se entendía entonces
en su nación, y como lo muestran sus dos obras
capitales escritas antes de ir á Italia, el W erther y
el Goetz de Berlischingen, volvió de allí comple­
tamente clásico, aunque clásico á su manera, y no
eon el clasicismo sensualista de los franceses. Su
clasicismo es un término medio entre el de moda
en Francia y el nuevo romanticismo alemán, si
bien informado por más altas ideas, que no le ha­
cen transacción, sino síntesis.
No quiere Goethe la mera imitación, ni tampoco
la fantasía pura y libre, sino ambas facultades en­
lazadas, de cada uno de cuyos ejercicios nace una
manera, mientras que de la unión de ambos proce­
de el estilo. Al que imita sólo, le llama im itador;
al que inventa sin imitar, fan tas mista. El artista y
el poeta verdaderos, son los que inventan imitan­
do. Lo característico, que debe entrar en toda
obra de arte, lo da la imitación: es como el esque­
leto, la trama ó el cañamazo de la obra; y la vida,
los músculos, la sangre, el color, el bordado, vie­
nen luego por la fantasía. De la combinación de
estas cosas nace la belleza. Artista minucioso, di­
bujante seco y mezquino es el que imita sólo; au­
tor de informes bosquejos el que sólo fantasea: la
perfección estriba en fantasear y copiar á la vez.
En la naturaleza está la beldad difusa, mezclada
y en germen; está también como prurito, como
anhelo de realizarse cada vez más limpia y com­
pletamente.
De ella debe extraerla el artista, escogiendo lo
mejor y apartando lo feo; pero, aun dada esta ope­
ración de extraer, la belleza no se crea, si no se en­
carna é individualiza en una forma sensible. La as­
piración del artista y del poeta es lo ideal, pero
ideal que debe ser individual al mismo tiempo. El
fin del arte es representar el todo en uno, y expre­
sar lo infinito en forma finita.
Goethe rechaza, en virtud de esta doctrina, la di­
visión, entonces tan en moda, del arte en cristiano
y pagano. Para él no hay más que un arte, cuyo
fondo, cuya substancia, por infinita y sublime que
quieta suponerse, debe entrar y ajustarse, con nú­
mero y medida, y exactitud y precisión, dentro de
una forma limitada é individua.
La imitación busca á través de las cosas la idea
primordial, la idea madre, que en ellas se realiza
impuramente, y que debe en el arte realizarse con
mayor pureza. En este sentido es lo artístico supe-
Poi á lo natural. Lo es también, porque de lo ar-
istico se aparta todo lo impertinente y lo insignifi­
cante que en la naturaleza está mezclado. Por lo
yernas, para Goethe el arte tiene su fin propio: la
eacion de la belleza. Bien es verdad que en esta
creación va implicado un fin moral y social, útilí­
simo y benéfico: lo que llamó Aristóteles la purifi­
cación de las pasiones; lo que Goethe llama el res­
cate, la redención ó la libertad.
Es evidente que lo característico, lo que se toma
por imitación de la naturaleza, puede y suele ser
pasión dolorosa,acción llena de tumulto y de pena,
algo que en la realidad lastima, hiere, mata ó afli­
ge, en vez de causar deleite. El arte, al reproducir-
lo y transformarlo, cambia en contentamiento la
amargura, y en calma la desesperación. Así el te­
rror y la piedad se vuelven gustosos sentimientos,
llenos de inefable dulzura. Este cambio se debe al
principio suavizante de la belleza, á la gracia, á la
simetría, orden y medida de la forma. De aquí
que, para Goethe, el tipo ideal del arte en estatua­
ria no fuese el Apolo, sino el Laoconte, donde el
dolor, la compasión y el espanto, están suavizados
por la gracia divina de la belleza, hasta el punto
de trocarse en soberano y tranquilo deleite.
Con arreglo á este principio, Goethe se liberta­
ba de sus pasiones desgraciadas, de los recuerdos
que más pesar le traían, de los deseos que más le
atormentaban y hasta de sus remordimientos, to­
mándolos por objeto de su observación, haciéndo­
los asunto de su imitación, buscando en ellos lo
característico, y acudiendo luego con la poderosa
fantasía á bordar sobre aquella traza primera un
poema, una leyenda ó un drama, una obra de poe­
sía, que le dejaba consolado y libre, y que debía
ejercer sobre los demás hombres el mismo bené­
fico influjo que sobre él ejercía.
En este sentido bien pudo asegurar y aseguró
Goethe, que todas sus obras de imaginación están
como fragmentos de sus confesiones. Fué, pues,
poeta subjetivo, si se atiende á que, por declara­
ción propia, no hay una sola de sus fábulas que no

-
forme parte de su autobiografía; y objetivo, porque
él mismo se ponía como objeto de su observación,
y, con otro yo independiente, creaba la obra, juz­
gaba y condenaba á sus héroes, y absolvía al cabo
ó consolaba al menos con el bálsamo celestial, con
el calmante maravilloso de la beldad poética. Esta
virtud consoladora y purificadora del arte se logra
hermoseando ó sublimando, cuando el objeto, la
pasión ó la acción, se prestan á ser sublimados ó
hermoseados. Cuando no se prestan, el arte tiene
otro recurso: lo cómico ó lo ridículo. Así, por
ejemplo, un dolor de vientre ó de muelas, la sim­
plicidad que se deja engañar, el miedo, el no tener
dinero suficiente, las enfermedades, el ser feo ó
canijo y otras cosas por el mismo orden, no tienen
más poesía ni más consuelo que la risa, mientras
no pasan de cierto grado inferior. Cuando pasan
e cieiío grado, y tocan en lo trágico, son malas
presentaciones artísticas, porque son pasiones,
e ec os y dolores impurificables que no se her-
niosean. No producen ya lo cómico, ni menos lo
pa e ico, sino lo deforme y lo repugnante y asque­
roso. realismo deplorable de que hoy padecen el
rama y la novela. Nada más contrario á la verda­
dera poesía que el hambriento, el mendigo, el tí­
sico ó el jorobado. Estas son impurezas de lo real,
que ni en la poesía trágica ni en la cómica pueden
hallar consuelo. Búsquese el consuelo en la cari-
dad, y el remedio en la ciencia, hasta donde fuere
posible.
Tal, en resumen, fué el hombre, y tales las pren­
das principales del hombre que concibió y produ­
jo el poema de Fausto.
La idea de Fausto le acompañó siempre: fué la
mayor preocupación de su vida. Su realización
completa comprende también su vida toda. En su
primera mocedad Goethe empieza á escribir el
Fausto; en su extrema vejez, ya de ochenta años,
es cuando le termina, ó mejor dicho, no le termi­
na: aun después de su muerte deja pedazos, para-
lipomenosj que al Fausto pertenecen, que son la
parte postuma del gran poema.
La misma energía de Goethe para desprenderse
de sus personajes, aunque los saque de su propio
ser y para apasionarlos y moverlos, permanecien­
do él impasible y sereno, le hizo preferir al poema
narrativo una forma más objetiva, perfecta é im­
personal aún: el drama. En el drama el poeta des­
vanece por completo su personalidad. Los perso­
najes sólo sienten, padecen, se mueven y llevan á
término la acción.
Dramas comprensivos, como las epopeyas de
que hablamos al empezar, se habían dado ya en la
historia de la poesía. ¿Qué otra cosa era el Prom e­
teo de Esquilo, que el mismo Goethe trató de es­
cribir de nuevo y del que escribió en efecto trozos
notables? Además, prescindiendo de las dificulta­
des materiales; contando para tramoyista y pintor
escenógrafo con una exuberante y voladora imagi­
nación; construyendo en el seno del espacio sin lí­
mites un teatro ideal, donde quepan cielo, infierno
y creación entera, y proporcionándose una compa­
ñía de comediantes, donde haya ángeles, diablos,
ondinas, sílfides, Oberon, Titania, Ariel, dioses
del Olimpo, dioses [subterráneos, todos los biena­
venturados de la corte celestial, el Padre Eterno, la
Virgen María, brujas, monos y gatos, y hasta estre­
llas, ríos, montes y terremotos que hablen y accio­
nen, el estrecho cuadro dramático se ensancha hasta
llenar la inmensidad y todo cabeen él con holgura.
Esto no quita, sin embargo, que el Fausto, en
su conjunto, sea tan grande que no se pueda re­
presentar. Hasta para leído es dificultoso. La sín­
tesis de la obra no se abarca así como quiera. Fi­
gurémonos un cuadro al óleo de media legua de
largo. Sería menester, ó verle desde muy lejos con
un telescopio, ó irle recorriendo á caballo, á todo
galope, para conservar bien la impresión de lo que
hubiese pintado en un extremo cuando al otro ex­
tremo se llegase.
No se extrañe, pues, que vacilemos sobre el mé­
todo que hemos de seguir para dar una idea del
Fausto, y que, por último, nos decidamos por ha­
cer una división.
Consideremos primero el Fausto como drama
sencillo, como drama humano; esto es, no veamos
en él sino la primera parte, descartando de ella to­
do aquello que justifica, pide y exige la creación
de la segunda. Y hablemos después de la segunda
parte, y de todo aquello que hace del Fausto un
poema misterioso, enciclopédico, filosófico y con
pretensiones ó realidades de archi-profundo.
De aquí adelante vamos á cerrar todos los li­
bros, menos el Fausto mismo, y á emitir nuestro
parecer, sin dejarnos guiar por el de nadie. Sólo
diremos que los pareceres de los críticos son di­
versos y aun encontrados; y que los extranjeros
suelen ser los más entusiastas encomiadores de la
segunda parte, como Blaze de Bury y Lerminier,
mientras que algunos críticos é historiadores ale­
manes de la literatura alemana, de gran nota, co­
mo por ejemplo Qervinus y Kurz, no estiman la
segunda parte: llegan hasta una injusta severidad
con ella, y aun ven en ella una caída. Comparan­
do á Goethe con Milton, afirman que el primer
Fausto es al segundo Fausto lo que es el Paraíso
perdido al Paraíso reconquistado.
Adoptando, por lo pronto, la comparación, em­
pecemos por el Paraíso perdido.
Goethe tuvo el tino de no inventar asunto y pro­
tagonista para su drama: el pueblo se los dió crea­
dos. La leyenda de Fausto era popular, no sólo en
Alemania, sino en otros países de Europa. Sus lan­
ces y aventuras se representaban en teatros de mu­
ñecos, en ferias y mercados, y encantaban al pue­
blo . Poetas de valer habían ya gustado del asun­
to y del personaje legendario, y habían tratado de
escribir ó habían escrito dramas sobre Fausto. El
ilustre Lessing había dejado empezado un Fausto,
en drama.
Si prescindimos del nombre y del fundamento
histórico del personaje, que es centro de la leyen­
da, la leyenda es aún mucho más popular, más
antigua y más conocida y aplaudida en todos los
pueblos cristianos. No hay nación de Europa don­
de no exista la historia del sabio que se harta de
estudiar sin honra ni provecho; que reniega del
saber, que no le proporciona goces; y que, excita­
do por la rabia, por los desengaños, por la ambi­
ción ó por la sed de deleites, acaba por hacer pac­
to con el diablo, á fin de divertirse y tener dinero,
y lo que llaman ahora posición, aunque después
haya de pagarlo todo en los profundos infiernos.
El sabio,en efecto, se divierte merced al diablo que
le sirve bien; y, por último, por intercesión de al­
gún santo, ó por bondad de la Virgen María, ó
por la infinita misericordia de Dios, suele dejar
burlado al enemigo malo, y logra irse al cielo. En
nuestra literatura tenemos esta leyenda en Las
Cantigas del Rey D. Alonso, y en Gonzalo Ber-
ceo; y algo semejante da asunto á Calderón para
su famosa comedia E l mágico prodigioso.
El asunto estaba muy bien elegido y no podía
ser más adecuado para Goethe, que era un sabio
como Fausto, y que si bien más dichoso, habría
tenido, como todos los sabios, no pocos instantes
de amargura en que se desesperan de pedantear,
y de querer enseñar á los otros lo que ellos mis­
mos no saben; y dudan del valer y de la utilidad
de sus escritos; y exclaman, remedando á Doña
Mariquita: - Si yo llorara perlas, esto es, si yo tu­
viese dinero, no tendría necesidad de esciibir dis­
parates;—y se hallan, en suma, muy predispuestos
á darse aL diablo, si el diablo quiere tomarse el
trabajo de apoderarse de ellos y de comprarles el
alma.
El mérito y la significación de tales historias se
patentizan en su misma universalidad. No sólo las
leyendas, sino también los hechos históricos, que
tienen la hermosura de las leyendas, están repeti­
dos varias veces. No es Hernán Cortés el único,
por ejemplo, que echa á pique las naves. Lo mis­
mo habían hecho antes Agatocles en África, los
muladíes cordobeses en Creta, y los aragoneses y
catalanes en Galípoli. No es tampoco Guillermo
Tell el primero que, obligado á ello por el tirano,
quita la manzana con un flechazo de la cabeza de
su hijo. Estos lances, ó reales ó inventados por la
antasía popular, vagan primero de acá para allá,
sin acabar de fijarse bien, sin que adquiera gran
consistencia y gloria el héroe del lance.
Después aliña el pueblo con un héroe á quien
e lance cuadra y se ajusta como hecho á su rae-
1 a- Y ya este héroe eclipsa á los otros, y la Ie-
yent a se encarna en él y cobra mayor realce y vi-
a- Así Fausto, antes de que Goethe le adoptase
P01 hijo de su espíritu, había ya obscurecido á to-
os *os sabios que se han dado al diablo, desde
que hay diablos y sabios en el mundo.
Personajes, pues, por el estilo de Fausto, como
en nuestra España, v. gr.¡ D. Juan Tenorio y Li-
sardo el Estudiante, están llamados á ser joyas pre­
ciosas de todas las literaturas, y á inspirar los me­
jores dramas, óperas, novelas y poemas que pue­
den componerse. Para recorrer el mundo en triun-
sólo esperan que llegue un genio que de ellos
se apodere, y, de materia épica algo informe que
son todavía, los convierta en seres artísticos, con
mas realidad y significación y brío, para vivir en
el alma y en la memoria de los hombres, que los
héroes más reales y conocidos de la historia; para
convertirse en personajes reales, aunque no hayan
existido jamás, como sucedió con Semíramis y con
tantos otros, de quienes la crítica ha venido á ave-
n guar más tarde que nunca existieron.
Para el héroe legendario es una gran fortuna
que un poeta de mérito se apodere de él, pero ma­
yor fortuna aun es la del poeta que logra dar con
el héroe. D. Juan debe mucho á Tirso y Tirso más
á D. Juan, Lisardo á Espronceda y Espronceda á
Lisardo. Del mismo modo debe mucho Fausto á
Goethe y Goethe á Fausto. No es extraño que
Goethe se apoderase de él en su primera juven­
tud, y no le dejase durante más de cincuenta años,
hasta cumplir ochenta y dos. ¿Cuánto no escribió
Goethe en este medio siglo largo? ¿Qué asuntos
no trató? ¿Qué género de literatura no cultivó con
éxito? Limitándonos sólo al teatro, Goethe com­
puso dramas históricos, como Egmont, Qoetz y
Tasso; comedias sentimentales, como C lavijo; co­
medias aristofánicas; tragedias á la griega, como
Ifigen ia ; farsas; algo semejante á lo que llamamos
por aquí zarzuelas; comedias satírico literarias, por
el orden de E l Café, de Moratín, etc., etc.; pero
todo esto lo pensaba, lo escribía, lo abandonaba y
quizá lo olvidaba luego, mientras que en el Faus­
to estuvo trabajando toda su vida. Concretémonos
ahora, como hemos dicho, y con las restricciones
que hemos dicho, á la primera parte sola. Es evi­
dente que, sobre lo suministrado por el pueblo,
Goethe ha creado una obra admirable.
Del estilo, del lenguaje, de la versificación, no
hay alemán de gusto que no se pasme, y que no
asegure que es un dechado el Fausto. Hablemos
nosotros de la disposición de la fábula y de los ca­
racteres.
Imaginemos, por un instante, que Fausto ve á
Margarita y se siente enamorado de ella antes de
remozarse; que por amor de Margarita, á par que
por ambición y deseo de goces, hace el pacto; que
lo que luego sucede, sucede del mismo modo; y
que después de la muerte cruel de Margarita,
Fausto la llora, se arrepiente, hace penitencia, bur­
la á Mefistófeles y se va al cielo. Así tendríamos
la leyenda toda en una sola tragedia y no en dos.
La obra ganaría así en regularidad y en unidad, si
bien perdería en grandeza. Era menester, por lo
tanto, que el amor de una mujer, por linda y por
candoiosa que fuese, no diera el motivo principal
e que sabio tan grande como Fausto se endiabla-
se e aquel modo. Y era menester que en la pri-
sen ® eüla se diesen ya cosas que presupusie-
I 0 y Preparasen la segunda, dejando no pocos ca-
SUe *os clue enlazasen después la una con la
la- o nos fijemos ahora en estos cabos.
islada la fábula de los amores de Fausto y
argarita, su disposición y desenvolvimiento me­
recen más elogio que censura. Fausto, con todo el
ardor y el ímpetu de su renovada juventud, se apa­
siona de la sencilla y linda muchacha, y quiere lo­
grarla pronto, sin que le arredren obstáculos ni re­
flexione en malas consecuencias. Mefistófeles, fue-
ra de las joyas que lleva de presente á Margarita,
apenas emplea más medios para ayudar á la seduc­
ción, que los que podría emplear un lacayo listo
de nuestras antiguas comedias de capa y espada.
Así es y así debe ser. Si en el amor que Fausto ins­
pira interviniese algún artificio ó prestigio diabó­
lico, la belleza de este amor, casi toda su poesía, y
más aún su ulterior virtud, redentora y santifican­
te, habrían de desvanecerse. El nacer de este amor,
el desenvolverse y llegar á su colmo en el alma
candorosa de Margarita, son hechos meramente
humanos, profundamente observados en la reali­
dad y expresados luego con superior hermosura
en la ficción dramática. La sencillez y naturalidad
del lenguaje y la precisión y concisión del estilo
de Goethe, donde nada huelga, donde no hay re­
dundancia, ni vana pompa, ni falso y sobrecarga­
do lirismo, dan á cuanto dice Margarita seductor
encanto. En este encanto está el misterio de que
Margarita, desde las primeras escenas, adquiera tal
vida y se destaque con tal verdad del cuadro y del
alma del poeta que la crea, que tenga ser propio y
se grabe de un modo indeleble en toda memoria,
como si hubiera existido.
Su madre no aparece. Goethe tiene el buen gus­
to de no dejárnosla ver; pero su madre existe. No
sucede como en nuestras antiguas comedias, don­
de casi nunca hay madre. En lugar de la madre,
pone el poeta á un personaje muy cómico y bien
caracterizado: á una vecina, ya de años, vulgar, afi­
cionada á conversación, falsa devota, y con otras
malas cualidades, que la hacen apta para mediar
en cualquier intriga galante. Los diálogos de Me-
fistófeles con Marta, que así se llama esta mujer,
tienen gran fuerza cómica: ora cuando Mefistófe-
les trae á Marta la nueva de la muerte de su mari­
do, ora cuando la requiebra y enamora.
En el jardín de Marta se ven y se hablan Faus­
to y Margarita. Margarita queda ya cautiva, herida
en el corazón, inflamada por un afecto irresistible
é inextinguible.
Sigue á esto un bellísimo soliloquio de Fausto
en un bosque. Fausto vacila. Orgulloso de verse
ainado, á pesar del ardor violento de los sentidos,
piensa, por el amor que Margarita le infunde, que
e e apartarse de ella, á fin de no perderla y en­
ganarla. Conoce que sólo puede darle un alma es-
cep ica y gastada, en cambio de su alma juvenil y
pura, enester es de la intervención elocuente del
ia o para sacar á Fausto de su vacilación. Me-
ls o e' es *e *lace presente que el mal está ya hecho,
que el amor devora ya el alma de Margarita, y que
no satisfacerle, después de haberlo encendido, se­
na la mayor de las crueldades,
La hermosa canción que canta Margarita mien­
tras que está hilando en su cuarto, deja ver en
seguida el estado de su alma; muestra que se halla
poseída, completamente dominada por su galán
amigo, y que no tiene más voluntad que la suya.
La canción prepara magistralmente la escena que
viene luego. Margarita, que ya es toda de Fausto,
quiere que Fausto sea de Dios, y manifiesta su pe­
sar de verle poco religioso. Fausto la aquieta más
con cariño que con razones, y por último concier­
ta con ella una cita.
Aquí hay pormenores sobre cuyo valer no nos
atrevemos á decidir. Sin duda es admirable la fuer­
za creadora de Goethe, que tan real nos presenta
á Margarita y que por tal arte la circunda de can­
dor, que, á pesar de todas sus faltas, sigue pare-
ciéndonos inocentísima, como si hubiese en ella
un numen maléfico que le. roba responsabilidad y
libre albedrío. El amor ha sido obra del amor y no
del diablo; pero en la dirección que toma tan bella
pasión ya el diablo interviene. No en balde ha lo­
grado del mismo Dios el permiso de probar á
Fausto; no en balde ha hecho pacto con él. Son
necesarios los delitos; importa que nazca y vaya
en aumento el terror trágico; pero á pesar de esto,
y á pesar de que mucho de diabólico ha de haber
en la historia en que tan importante papel hace el
diablo, ¿no se pudiera haber excusado el porme­
nor del narcótico, dado por Margarita á su madre
para que durante la noche no se desvele y la sor-

-
prenda en los brazos de su querido? Aunque Mar­
garita tenga la certidumbre de que el narcótico no
hará mal á su madre, ¿no es todavía horrible que
se le dé, y que luego la tenga á su lado, en aquel
sueño violento, en aquel remedo de la muerte,
mientras ella se goza con el hombre á quien ama?
En todo linaje de pecados hay su más y su menos.
No faltan mujeres que burlen á su madres y á sus
maridos; pero estamos ciertos de que, de cada cien­
to, apenas habrá una que no deseche el recurso del
narcótico. Hasta los libertinos más sin conciencia
se nos figura que apurarán antes todos los medios;
y, aunque no hallen ninguno, se detendrán espan­
tados antes de proponer á sus amigas este medio
de adormecer á la madre ó al marido para tenerlas
luego con toda tranquilidad. Por otra parte, Mar­
garita, que iba sola en casa de Marta, mujer poco
escrupulosa, y que á todo se prestaba, ¿qué necesi­
dad tenía de infundir á su madre sueño profundo?
Se nos dirá que el infanticidio es peor; que el
infanticidio es el más odioso de los crímenes; pero
el infanticidio era necesario para motivar el supli­
cio de Margarita, cuya bondad queda á salvo mer­
ced al delirio. Loca, arroja á su hijo á un estanque,
donde se ahoga; mientras que á su madre le da el
narcótico deliberadamente, en todo el despejo de
su juicio, y sin que el narcótico quite ni ponga al
argumento ó desarrollo de la acción. Es un refina-
miento de diablura y de realismo pecaminoso en­
teramente inútil y que está de sobra.
Crimen espantoso también es la muerte de Va­
lentín, dada á mansalva por Fausto; pero era in­
evitable: se justifica estéticamente. Además, aquí se
perdonaría cualquiera defecto en el poeta, en caso
de que le hubiese, en gracia del carácter del rudo
y honrado militar, hermano de Margarita. El or­
gullo y la jactancia que le inspiraba ella, antes de
su caída; la rabia que le causa la pérdida de su
honra; las palabras todas que pronuncia antes y
durante el duelo, y sus terribles reconvenciones á
Margarita, cuando está ya moribundo, todo esto es
real y bello á la vez. Goethe, en tres ó cuatro
hojas, levanta una figura viva, que no se borra
nunca de la mente de nadie. Hablando con fran­
queza, D. Diego de Pastrana queda muy per bajo
de Valentín, en ser individual y propio.
Lo que ocurre en el aquelarre, donde Mefistófe-
les lleva á Fausto para distraerle, sería en gran
parte, no ya impertinente, sino también inconve­
niente, si el drama fuese sólo drama, y no drama
y poema transcendental. Choca ver á Fausto bai­
lando con una bruja joven, en indecente jaleo y
cantando coplas picarescas y lascivas, después de
haber muerto traidoramente al hermano de su
querida y hallándose ésta en el mayor peligroi
desconsuelo y abandono.
El intermedio que lleva por título Las bodas de
oro de O berony Titania, es más extraño al dra­
ma, y estamos por decir que á todo el poema trans­
cendental, que E l curioso impertinente al Quijote,
y que el Canto á Teresa al D iablo M undo; con la
diferencia de que E l curioso impertinente y el
Canto á Teresa son dos obras de gran valer, y
que las tales Bodas de oro valen poquísimo. Son
unos epigramas alusivos á cuestiones literarias y
científicas de entonces, que sospechamos no per­
derían su frialdad aunque se conociesen hasta los
ápices de las circunstancias y razones que movie­
ron á Goethe á escribirlos.
Después de este mal traído intermedio, la acción
se acelera y precipita, como debe, llegando á su
término en la escena más patética, sublime, apa­
sionada, llena de verdad y de poesía, y más hon-
amente conmovedora que jamás escribió poeta
ramatico en el mundo: la escena del calabozo.
a ' esPeare lo haría tan bien; pero mejor jamás
pudo hacerlo. El terror de la próxima muerte en
un patíbulo, los remordimientos, la vergüenza,
combaten el alma de Margarita. A todo se sobre­
pone el amor, apenas vuelve á ver á Fausto. La
lucha de sus afectos, su dulzura, el extravío de su
razón, la vacilación entre quedar allí para morir ó
seguir á su amado y salvar la vida, todo resalta
natural, apasionada y divinamente en sus palabras.
Quiere seguir á Fausto y cree notar que la mano
de él está manchada con la sangre de Valentín;
quiere salvarse, y se ofrece á su pensamiento que
ella ha asesinado á su madre y ahogado á su hijo.
En todo el diálogo, cada exclamación, cada frase,
es una joya poética. El tiempo pasa, y crece el pe­
ligro en la demora. Mefistófelcs aparece para dar
priesa. Margarita se llena de espanto al verle, y
prefiere la muerte á aquella libertad espantosa.
Margarita se entrega resignada á las justicias divina
y humana, y pide á los ángeles que la protejan
contra su amado, que viene á salvarle la vida. El
hombre á quien tanto ha amado le inspira enton­
ces horror. Los ángeles dicen desde las alturas:
- ¡E s t á salvada!- Mefistófeles se lleva á Fausto
solo, y el drama ó la primera tragedia termina.
Los caracteres meramente humanos del drama
están trazados y aun acabados de mano maestra:
parecen más reales que la realidad. Marta y el fá­
mulo Wagner son dos personajes cómicos que
pueden servir de modelos. Margarita y su herma­
no están llenos de alta poesía, y no por eso dejan
de pertenecer á una humilde posición social y á
una época en que nc estaba tan extendida como
ahora la cultura.
La sencillez y naturalidad de ambos hace más
distinta, viva, honda y persistente la impresión que
dejan.
Fausto es ya criatura harto más complicada.
Lo sobrenatural y lo transcendental influyen en la
formación de su carácter, y entran en él como ele­
mentos lo alegórico y lo simbólico; pero despoján­
dose imaginariamente de estas condiciones, queda
un ser verdadero, noble, real y simpático, á pesar
de sus errores y delitos. Se diría que Goethe, cuya
defensa hemos hecho, y á quien no creemos malo,
allá en los momentos de mayor severidad contra
si mismo, cuando más descontento se hallaba de
su pensamiento y de su corazón, hundió en él la
mirada aguda y escudriñadora, hizo cruel examen
de conciencia y sacó de allí las malas pasiones, las
iras, las envidias, las concupiscencias, los demás
apetitos viciosos, las tempestades, los desórdenes
y las otras negras tintas con que traza la figura
moral de su héroe. Claro está que, por cima de
todo ello, hay cierta esencial nobleza, cierta radical
excelencia en el alma de Fausto, y tal abundancia
de motivos para atenuar humanamente sus peca­
dos, que nos mueven á desear el perdón del cielo
para ellos y á conservar al pecador nuestra simpa­
tía. Y claro está igualmente que para que este per­
dón se logre, dada la violencia inicial con que sale
disparada el alma de Fausto en su extravío, es me­
nester aún mucho, á fin de que describa la curva
que debe describir en su movimiento. Así, pues, al
terminar la primera parte, se ve que no termina
más que un episodio. El drama queda aún á gran
distancia del desenlace.
Mefistófeles, por último, es un personaje extra-
natural. Goethe no creemos que tuviese tratos con
él; pero le pinta tan á lo vivo, que cualquiera diría
que le conoció de cerca. La índole de este diablo
y su consecuencia en palabras y en acciones, desde
el Prólogo en el cielo hasta el fin de la segunda
parte, acreditan la firmeza con que Goethe trazó
su imagen y atinó á prestarle vida. Mefistófeles
tiene además el mérito de ser el diablo fino de
nuestra edad, el diablo que corresponde á un Dios
benévolo, el diablo de los optimistas y de los pro­
gresistas pacíficos y por medios lentos y legales.
Lejos de ser un monstruo horrendo, si bien con
toda la majestad de quien estuvo cerca de Dios, y
con toda la soberbia de quien aspiró á vencerle;
lejos de ser un revolucionario titánico, casi un
anti-Dios, como el Satán de Milton, apenas es malo
de veras. Es un tuno, un galopín, un bufonzuelo y
poco más. El Padre Eterno confiesa que no le
odia, que le tolera y hasta que se divierte con él.
En vez de creerle dañino, le considera útil para los
hombres, los cuales se echarían á dormir y no
harían nada memorable ni poético, si no se entre­
gasen al diablo con frecuencia. Mefistófeles, como
Dios gusta oir de sus epigramas y chistes, y le em­
plea en sus altos designios de promover la activi.
dad humana, anda bien avenido con Dios; suele
hacerle visitas, y sale muy satisfecho de que Dios
le trate con cordialidad y confianza.
Por lo que se ve, el mal para nuestro poeta es
chico mal y está subordinado al bien, al cual con­
curre á pesar suyo. Así, Mefistófeles es chico dia­
blo. Aunque sabe y puede bastante, está en una
posición relativamente humilde, en la jerarquía de
los espíritus.
Se columbra que Goethe comprende á Dios por
cima de la naturaleza, llenándola toda é infun­
diendo en ella la hermosura y la vida. Para esto
ni para nada necesita ministros; pero es mayor ri­
queza y magnificencia tenerlos, y así hay espíritus,
inteligencias y genios, mónadas más ó menos po­
derosas, unidas por lazos de amor divino, que
crean, mueven y cambian los mundos y cuanto en
dios hay. Cualquiera de estos genios vale y puede
m'l veces más que Lucifer y que todos sus diablos.
No es el genio del Universo, no es el Espíritu del
Macrocosmos el que se parece á Fausto. El que
cede á su evocación y se le aparece, es sólo el espí­
ritu de este nuestro pequeño planeta. Y con todo,
este espíritu es tan superior, tan inadecuado á la
flaqueza del espíritu humano más valiente y atre­
vido, que Fausto, al sentirle, se aterra, está á pun­
to de morir y reconoce que no puede entrar en
relación con él. El Espíritu de la tierra es quien
da á Fausto la desesperada, conciencia de su debi­
lidad y quien le provoca al suicidio. Los cánticos
por la resurrección del Salvador le traen de nue­
vo á la vida. Toda esta parte de la tragedia, mien­
tras no aparece Mefistófeles, está como en más al­
tas esferas. La aparición de Mefistófeles trae las
cosas á una esfera más baja. No se trata ya de in­
finitas aspiraciones, de sentir y de comprender en
ambiciosa mente humana á la naturaleza, á sus ge­
nios y á Dios, sino se trata de algo más práctico y
terreno.
Mefistófeles no es sobrenatural; es, según he­
mos dicho, extra-natural. No es un espíritu do­
minador, creador y superior á todo ó parte de la
naturaleza, sino un espíritu, semejante al humano,
en lo que tiene de más vulgar; astuto, travieso,
grosero, cuya misma grosería no le distrae de lo
que es útil y le lleva á burlarse de lo bello y de
lo sublime. Por eso domina á los espíritus huma­
nos, que no se elevan; pero á los que se elevan,
jamás los domina, aunque los sirva, deseoso de
dominarlos.
En vez de anonadar á Fausto, como le ano­
nadó el Espíritu de la tierra, Mefistófeles le hace
reir con su aparición, al salir del cuerpo del pe­
rro, rendido á los conjuros y amenazas. Cuando
Fausto le obliga á que él mismo se defina, Me­
fistófeles se define una parte de aquella fuerza
que siempre quiere el m al y que hace el bien
siempre.
Mefistófeles quiere destruir, viciar y corromper;
mas como sólo puede hacer esto al por menor,
concurre al bien general y á la creación entera y
continua, muy contra su gusto.
Fausto, al firmar con él un pacto, le trata como
superior á inferior, como un amo á un lacayo; y
está casi seguro de que el diablo no ganará nunca
la apuesta; no le dará lo que él desea. No sólo no
cae, por decirlo así, bajo la jurisdicción y poder
óel diablo mucho de lo deseado por Fausto, pero
111 siquiera está comprendido por el espíritu dia­
bólico; porque está en regiones superiores, hasta
donde dicho espíritu jamás se encumbra. En el
numen, que vive en Fausto, hay una fuerza inte­
nor mil veces más pujante que todas las potencias
del diablo. Lo malo es que esta fuerza no se ejerce
fuera de Fausto mismo. En él, crea de un modo
ideal cuanto quiere, fuera, no puede nada. Pero de
esas cosas ideales que Fausto crea en sí, concibe y
apetece, el diablo sólo las mínimas y de menos va­
lía puede realizar en el mundo exterior: otras, ni
siquiera las entiende.
Aunque Mefistófeles, gracias á la fantasía del
Poeta, tiene ser propio y personalidad indepen-
diente, todavía, para concebir nosotros mejor su
esencia, podemos figurárnosle como un resultado
del análisis psicológico del alma de Fausto. Es la
parte bestial y terrena de dicha alma, la parte as­
tuta y lista, que sirve para proporcionarse goces,
riqueza, poder, autoridad é influjo en este mundo;
parte que Fausto había descuidado y hasta atrofia­
do y desechado, á fin de entregarse á sus altas sa­
bidurías. Desengañado de éstas altas sabidurías y
ansioso de todo lo que por ellas había desprecia­
do, se diría que vuelve á él aquella parte más ruin
de su alma bajo la forma y con el ser de diablo.
Esta inferioridad diabólica respecto á Fausto y
respecto á los demás espíritus superiores, no se
desmiente nunca. La ciencia, el progreso, la subi­
da de nivel de las almas humanas, han hecho del
diablo un personaje de poco más ó menos. Su
poder incontrastable no se ejerce ya sino en un
mundo ruin, entre brutos, que se empeñan en ju­
gar y en ganar dinero para parecer hombres, y en
que por casualidad les salga algo bien para que se
diga que tienen entendimiento, y entre viejecillas
ignorantes y viciosas, que poseen algunos secretos
y recetas, ignorando el por qué y el cómo de los
mismos prodigios que obran, como son la bruja y
los gatos y los monos que la sirven y acompañan.
Fausto se siente tan rebajado de apelar á la in­
munda poción de la bruja, á fin de recobrar la
mocedad, que casi está á punto de quedarse viejo
y de romper desde el principio el pacto con Me-
Estófeles, sospechando lo poco que el diablo pue­
de y vale y lo más poco que de él puede esperar
un noble espíritu.
^ k 'en del diablo vale tan poco como el mal.
I^or cima del diablo, así como hay bien, hay mal
inmensamente mayor de que Mefistófeles no po­
drá jamás curar el alma de Fausto. Fausto, para
¡ecibir algún bien del diablo, así como para some­
terse á su dominio, tiene que ahogar esa aspira­
ción superior de su alma. Cuando vive y alienta
con ella, el diablo no le da el menor alivio para
os tormentos que produce; pero también el alma
se sustrae por completo á todo influjo del diablo
y se ríe de todos los pactos.
En la rara teogonia de Goethe, el diablo, no sólo
e,s a Por bajo de lo sobrenatural, término y mira
, e. as aspiraciones del alma de Fausto, sino tam-
t len muy por bajo de lo natural, en cuanto lo na-
, ' t tiene de creador y de divino. Por esto en la
P ebeya y estúpida sociedad del aquelarre, donde
austo por un momento se encanalla, Mefistófeles
se pavonea y triunfa; pero en la segunda parte,
cuando por el esfuerzo de la voluntad y por los
milagros del saber y de la inteligencia de Fausto,
aparecen los genios antiguos, que imaginó Grecia,
°dos aquellos poderes personificados de la natu­
raleza creadora é inteligente, Mefistófeles se enco­
ge, se humilla y casi se acobarda; Mefistófeles tie-
ne que esconderse y disfrazarse bajo la fea apa­
riencia de una de las Forquiadas. No sólo en po­
der, sino hasta en fealdad, superan á Mefistófeles
aquellas antiguas creaciones.
Aunque sea rápidamente, sin la detención que
tan grande asunto reclama, y á fin de no extrali­
mitarnos y dar á este trabajo una extensión impro­
pia del objeto á que se destina, algo debemos de­
cir de la segunda parte del Fausto.
Varias personas han llamado al Fausto comple­
to la B ib lia del panteísm o. Nada nos parece más
injusto. Goethe no era resuelto par.teísta; pero, si
en alguna obra suya se inclina al panteísmo, no es
por cierto en el Fausto, donde más bien le contra­
dice.
Es verdad que para afirmar esto debemos dar
por sentado que entendemos la segunda parte, y
es opinión muy común que nadie la entiende. Tal
vez los mismos que la llaman B ib lia del panteís­
mo, lo cual, en buena lógica, presupone que la en­
tienden, la apellidan libro de los siete sellos, deli­
rio, laberinto, enigma perpetuo. Nosotros, aunque
parezca paradoja y se nos impute á arrogancia,
afirmamos lo contrario: que todo está clarísimo en
la segunda parte.
¿Dónde, si no, esta la obscuridad? ¿En qué con­
siste? ¿De qué procede? El estilo terso, conciso,
lapidario, epigráfico y lleno de precisión de Goe-
the, llega, en esta segunda parte, al último límite
de la nitidez, de la elegancia desnuda de hojarasca
é inútiles adornos, y de la sobriedad significativa
é intencionada. ¿Cómo, pues, decir con tal estilo
■ o vago, lo incierto, lo indeciso, lo que nadie en­
tiende, ni.tal vez el poeta que lo escribió? Esto no
puede ser.
La supuesta no inteligencia de la segunda parte
sólo puede explicarse por dos maneras. Y por am­
bas no ya el Fausto, sino la obra más clara y más
llana, vendrá á ser ininteligible. El Quijote, pon­
gamos por caso.
Aunque no creemos en la epopeya transcenden­
tal, comprensiva y omni-docente, creemos que el
poeta canta á veces lo que no se dice: va más allá
del punto á que llega el hombre científico con la
reflexión y con el estudio; y adivina y vaticina, y
se eleva á esferas inexploradas, á donde el saber
humano no llegó todavía; pero si todo está en el
ritmo ó en la poesía pura, es inútil traducirlo en
prosa. No es inútil, es imposible. En prosa será
inefable. Sería tan necia pretensión como la de
querer explicar el efecto de la mejor sinfonía, y aun
Producirle igual, haciendo un discurso sobre la
sinfonía. Pero si lo importante no está en el ritmo,
y dialécticamente se revela en la frase, todo el
mundo lo entenderá, sin que se traduzca ó comen-
te- Al que no le entienda, podrá decírsele lo que
el hidalgo manchego ó el cura dijo una vez al bar­
bero que se quejaba de no entender á cierto poe­
ta: „Ni es menester que le entienda vuesa merced,
señor rapista.11
La poesía y aun obras en prosa de carácter poé­
tico, pueden encerrar hondas verdades, bajo el
velo de la alegoría ó del símbolo; pero, una de
dos: ó el símbolo y la alegoría son transparentes,
ó no lo son. Si lo son, todo se ve claro. Si no lo
son, podrán escribirse mil y mil comentos, y cada
comentador imaginar que el poeta quiso decir esto,
aquello, lo de más allá, y aun cosas que al pobre
poeta no se le ocurrieron en la vida.
Cpmentos tales se han hecho ya del Quijote.
¿Por qué extrañar que se hagan del Fausto? Y si
al Fausto se le culpa por esto de ininteligible,
¿por qué al Quijote no se le pone defecto igual?
No está, pues, lo ininteligible de una obra en lo
misterioso, esotérico ó recóndito que se aspire á
hallar en ella. Basta con que lo esotérico, el senti­
do directo, tenga un valor y un significado. Y la
segunda parte del Fausto le tiene. ¿Es ininteligi­
ble, es obscuro, es tenebroso el Cantar de los
Cantares? Para un profano cualquiera nada hay
más inteligible. El Cantar de los Cantares es un
idilio, una égloga, un poema de amor donde el
amado y la amada se requiebran de lo lindo, se
dicen mil ternuras, se hacen mil finezas, se ensal-

é
zan y describen menudamente y con morosa de­
lectación los primores y gracias corporales de él y
de ella, y se pintan los goces que han de lograr ó
ya logran ambos, besándose, abrazándose y que­
riéndose mucho. Pero, si esto es tan claro, enten­
dido así, búsquese el sentido místico que dan al
Cantar de los Cantares exegetas y teólogos, y el
Cantar de los Cantares habrá menester de co­
mento, y aun con el comento nos quedaremos á
obscuras, y apenas habrá quien entienda una pala­
bra. ¿Por qué no afirmar lo mismo de la segunda
parte del Fausto, si es lícito equiparar en algo lo
sagrado con lo profano?
No es de suponer tampoco que la difícil inteli­
gencia del Fausto dependa de la erudición previa
que para entenderle se requiere. Basta, á nuestro
ver, con una cultura mediana. El comento erudito
es inútil. Todos los personajes místicos están ca­
racterizados tan bien, que el ignorante podrá ga­
nar algo, allegar un caudal de erudición, si, con
motivo de leer el Fausto, adquiere y hojea algún
diccionario manual de la fábula; pero lo que
aprenda en dicho diccionario añadirá poco á la
comprensión del poema. Lo mismo puede decirse
de las doctrinas cosmogónicas, geológicas, filosófi­
cas, etc., á que el Fausto alude. Lo que Goethe
quiere decir lo dice por entero, y no es menester
acudir á otros libros para explicarlo, á no ser que
se desee saber de quién io tomó ó por qué lo dijo.
En este caso es dable decir del comento erudito lo
mismo que del filosófico, á saber: que dicho co­
mento cabe tanto como en el Fausto en el Quijote.
También en el Quijote hay quien investigue si tal
pasaje se tomó del A m adís ó del O rlando; si tal
cuento ó sentencia proviene de Conon sofista ó de
la Leyenda áurea.
Veamos, pues, sencillamente, no lo que se supo­
ne ó columbra en el Fausto, sino lo que se dice, y
esto en resumen y en cifra brevísima, porque te­
memos que nos tilden de prolijos. Para mayor
prontitud y claridad, marcaremos cada uno de los
cinco actos en que esta segunda tragedia está di­
vidida.
A cto I . - E l destino de Fausto no puede ence­
rrarse en el de Margarita. Fausto tiene aún muy
larga carrera. Aspira á todo, y para satisfacer sus
aspiraciones cuenta con varias potencias. Cuenta
con Mefistófeles, esto es, con el espíritu de astucia
y de conducta para la vida, que ya le devolvió la
juventud y que aun podrá darle riqueza, poder,
fama y deleites materiales. Y cuenta, por cima de
Mefistófeles, porque la magia natural toca puntos
más altos que la magia negra ó hechicería, con la
ciencia, que le revelará los arcanos del universo, y
con la poesía y el arte, que realizarán para él la
ideal hermosura.

*
No bien Fausto se recobra de sus violentas emo­
ciones, merced á un sueño mágico, arrullado por
cantos de genios y de ninfas, en un fértilísimo y
ameno vergel, las mencionadas aspiraciones em­
piezan sucesivamente á realizarse, hasta donde la
condición finita de Fausto y del mundo lo con­
siente.
Fausto brilla en la corte del emperador, y en­
cuentra que en ella puede ser ¡o que se le antoje,
merced á su propio mérito y al diablo.
Esto, no obstante, no le satisface. De las damas
no hay una sola que le haga impresión, y se ena­
mora de Elena, personificación de la hermosura
corporal perfecta.
El diablo no tiene poder para proporcionarle á
Elena. Lleno de turbación le habla de las Madres,
ó dígase de las ideas ejemplares, de las formas
puras antes de unirse á la materia prima y produ­
cir los diversos seres; las cuales Madres, cuyos
misterios el diablo no entiende, viven en el vacío
eterno, fuera del tiempo y del espacio, y sólo por
medio de hondísima y solitaria contemplación, re­
concentrándose en el meditar y arrojándose en
horribles abismos, puede llegar á ellas un ánimo
atrevido. La empresa es tal, que el propio diablo
no se atrevería á acometerla. Fausto, sin embargo,
la acomete, y el diablo le ve partir con asombro, y
duda de que vuelva del seno tenebroso, infinita-
mente más profundo que el infierno, á donde se
ha lanzado.
En este viaje de Fausto á ver á las Madres está
la clave del poema, el núcleo de la segunda parte.
Nosotros creemos que el diablo tiene razón, y que
Goethe no la tiene. Fausto no vuelve en realidad.
El Fausto vivo y humano, el doctor melancólico,
el remozado por la bebida mágica, el amante na­
tural, como son todos los amantes, de la natural,
viva y real Margarita, se queda por allá con las
Madrés, y sólo vuelve su sombra, su idea pura, un
símbolo, una alegoría tan diáfana y clara, que más
no puede ser.
De aquí que toda la segunda parte sea poesía,
en virtud del estilo bellísimo del poeta, de la ri­
queza lírica y gnómica que derrama, de mil pri­
mores de todos géneros que sabe difundir en los
pormenores; pero en el conjunto, la segunda parte
ó no es poesía ó es poesía al revés.
Sin duda que el poeta allá en los tiempos anti­
guos, con inspiración inconsciente, con estro divi­
no, agitado por un furor que le viene del cielo,
crea personajes y acciones, que entrañan y simbo­
lizan grandísimas verdades. Más tarde viene el
crítico, el pensador dialéctico, el hombre frío y
reflexivo, y va desnudando del símbolo las verda­
des en él ocultas, y deshace la poesía y crea la
ciencia.

-
Este, en nuestro sentir, es el procedimiento na­
tural.
Pero Goethe procede del modo contrario. En
la segunda parte del Fausto es un poeta al revés;
demuestra prácticamente lo que al principio diji­
mos: que la epopeya transcendental y comprensi­
va es imposible ahora; que es delirio querer reali­
zarla.
Por lo expuesto, nos pasma tanto el encarniza­
miento con que censuran muchos de poco inteli­
gible la segunda parte del Fausto. El defecto nos
parece que está en lo contrario: en que se entien­
de de sobra; en que todo es símbolo; en que es
una larga parábola de millares de versos; en que
ninguno de aquellos personajes nos puede ya in­
teresar, porque no son tales personajes, sino figu­
ras alegóricas, que representan pensamientos reli­
giosos, morales, filosóficos, físicos, químicos y
geológicos del autor. Y francamente, una parábo­
la, una alegoría tan continuada sería insufrible si
no fuese de Goethe. Parecería, además, una pueri
lidad enojosa y cansada. ¿A qué esas imágenes,
esos misterios, ese estilo figurado, para exponer
doctrinas? Aunque se ven á las claras bajo el velo
transparente de la alegoría, aun se verán mejor sin
ese velo.
La poesía se asemeja en esto á la religión. Ima­
ginemos, por un instante, y Dios nos lo perdone,
que la de Cristo es como la explica Hegel. Será
así muy filosófica, muy profunda, muy interesan­
te; pero no bien se acepte la explicación de Hegel,
tendremos un ingenioso y dialéctico trabajo, y lo
que es religión no tendremos. Hegel, no obstante,
está en su derecho (entiéndase que somos partida­
rios de la absoluta libertad de pensar); Hegel pue­
de exponer racionalmente todos los dogmas y re­
ducirlos á filosofía
Lo absurdo sería que después, emprendiendo la
misma caminata, en dirección inversa, agarráse­
mos la Idea, el Yo, el No-Yo, el Ser, el No-Ser, el
Llegar-á-Ser, el Prurito, la Voluntad, la Vida, la
Muerte, el Uno y el Todo, y convirtiéndolos en
personas, fraguásemos la religión del porvenir, ya
con las filosofías de Hegel, ya con las de Hart-
mann, ya con las de otro cualquiera. ¿Quién había
de creer en religión semejante? ¿Qué apóstoles,
qué confesores, qué mártires tendría? Y no es esto
negar que la ciencia, la doctrina, la afirmación,
despojada del símbolo inútil, sobrepuesto y ana­
crónico, no puede tenerlos.
Convenimos en que en religión, por razones
largas de exponer aquí, resalta más lo absurdo de
tomar al revés estos caminos; convenimos en que
cabe en poesía lo alegórico, como gala de imagi-
ción, como juego ingenioso, y hasta como medio
gráfico de que hagan las verdades más impresión
en el ánimo, y hasta como recurso mnemotécnico
para que duren con más persistencia y distinción
en la memoria. Pero aun así, no se comprende,
parece producto del frenesí, parece una pesadilla
tan larga alegoría.
No obstante, la segunda parte del Fausto, por
cima de todo lo alegado en contra, se lee con inte­
rés. Esto consiste en que la alegoría poética tiene
y seguirá teniendo siempre alguna razón de ser.
La verdad, velada en la imagen ó símbolo, segui­
rá siempre grabándose mejor en el alma de las
muchedumbres, que la verdad ó la teoría que pre­
tenda pasar por tal, expuesta con método didácti­
co rigoroso. Así la poesía será menos poesía, será
menos bella, será más fría y más sin alma; pero
podrá ser útil. Interesa además, é interesa princi­
palmente la segunda parte del Fausto, porque el
lector, acaso sin percatarse de ello, la convierte en
una enorme poesía lírica, en una serie de ditiram­
bos, en una obra, no épica y objetiva, sino subjeti­
va en grado sumo, donde ya no hay más héroe
que Goethe; Goethe, disfrazado de Fausto, y em­
peñado en algo de monstruoso, descomunal é impo­
sible. Saludemos, pues, al altísimo poeta con las
mismas palabras con que saludaba á Fausto la
profetisa Manto:
Den lieb' ich, der Unniogliches begehrt!
Yo amo á aquel que desea lo imposible.
Fausto, en este sentido, esto es, la sombra de
Fausto, su idea, que Goethe lleva en sí, vuelve del
seno de las Madres. En una fantasmagoría semi-
real, en un teatro, delante del emperador y de toda
su corte, Fausto hace que Elena y Paris aparezcan.
Cuando Paris roba á Elena, Fausto tiene celos, no
puede contenerse, quiere quitar á Paris la beldad
que lleva en los brazos, y deshace el encanto con
una explosión, cayendo él como muerto.
A cto II.—Todo este acto es un aquelarre paga­
no y clásico en contraposición con el aquelarre
romántico y correspondiente al cristianismo, .que
se lee en la parte primera. Si alguna vez nos olvi­
damos de la alegoría, y hasta nos parece que deja
de haberla y que tocamos algo real, es porque
Goethe, en virtud de sus mónadas, de sus genios
y espíritus elementales, de sus inteligencias miste­
riosas que mueven las cosas naturales, casi cree en
los seres que evoca, por donde los seres que evo­
ca toman cuerpo y dejan de ser figuras retóricas
solamente.
Para explicar la doctrina de este segundo acto,
sería menester escribir tanto al menos como el acto
contiene. Goethe es conciso, y por consiguiente di­
fícil de extractar. Baste saber que ya el diablo, se­
gún hemos dicho, hace aquí muy triste papel. Has­
ta Homúnculos, el engendro raquítico de la ciencia
pedantesca de Wagner, sabe más que él y le sirve
de guía.
Fausto, llevado de su anhelo incesante, penetra
en el seno de la Naturaleza, quiere desentrañar sus
arcanos y el origen de los seres. Su amor á Elena,
esto es, su afán de poesía y de hermosura, no se
entibia, sin embargo. Nada distrae á Fausto de este
amor. Halla al centauro Chiron, monta sobre sus
espaldas y corre en busca de Elena. La profetisa
Manto le indica el modo de dar con ella: le dice
por qué sendas debe bajar al reino sombrío de
Plutón, en las más hondas raíces del Olimpo, á
donde ya bajó y de donde nunca volvió Orfeo;
Fausto, con no menos brío que Orfeo y con mejor
fortuna, desciende al Orco en busca de su amada.
A cto III. —Aquí se advierte más aún el defecto
de la realidad, lo frío de la alegoría. Nada más be­
llo, sin embargo, como forma. Es todo dichosa
imitación de la poesía griega antigua, combinada
magistral y armónicamente con lo caballeresco,
trovadoresco y galante de la poesía de los siglos
medios.
Fausto tiene un castillo en la cima del Taigetes,
y es capitán y príncipe de guerreros salidos del
seno de la noche cimeriana. Elena, huyendo de
Menelao, que la quiere sacrificar, se refugia en el
castillo de Fausto, quien la recibe como Amadís
hubiera recibido á Briolanja ó á otra princesa me-

É
nesterosa, que viniese á que la socorriera en su
cuita. Fausto, con sus guerreros, destroza el ejér­
cito de Menelao, y con sus modales refinados ena­
mora á Elena en seguida, que, por otra parte, como
es sabido, no era una roca de firme ni un mármol
de fría.
Después de este doble triunfo, Fausto y Elena
se retiran á Arcadia, donde hacen vida bucólica.
Allí tienen un hijo: Euforión. Remedo de Hermes,
apenas nace inventa y toca la lira, y quiere some­
térselo y apropiárselo todo y subir á los cielos.
Euforión se lanza en el aire y cae despeñado,
cual nuevo ícaro. Goethe celebra en Euforión á
Lord Byron, y lamenta su muerte. Es un episodio
de extraordinaria belleza. Euforión, además, es
símbolo de la poesía moderna, nacida de la antigua
belleza clásica y de la ciencia reflexiva de nuestra
edad.
Muerto Euforión, el lazo que une á Fausto con
Elena queda deshecho. Elena vuelve al Orco; pero
antes de partir abraza á su esposo y le deja como
prenda de amor la túnica y el velo. Estas vestidu­
ras no son la misma deidad; pero son divinas y
tienen la fuerza de elevar á quien las posee por
cima de las cosas vulgares. En efecto, estas ves­
tiduras envuelven á Fausto y le suben hacia las re­
giones etéreas.
A cto IV. - Prosigue en él la alegoría, y en núes-
tro sentir es el menos divertido de todos. El empe­
rador lucha con un anti-emperador, y con auxilio
de Fausto y de Mefistófeles le derrota. Fausto, que
ha tratado ya de calmar su anhelo infinito con la
ciencia, con la poesía, en el seno de la Naturaleza
y en el seno de la belleza ideal, procura ahora sa­
tisfacerle con el poder y el dominio.
A cto V. —Todavía, ya en una extrema vejez,
Fausto busca el bien supremo en la filantropía, en
hacer la felicidad de sus semejantes, en los adelan­
tamientos sociales. Con este empeño de adelanta­
mientos, como el sonido de las campanas le fasti­
dia, hace que el diablo queme la cabaña de Baucis
y Filemón, emblema de la vida antigua, y queme
además la ermita, que estaba al lado, y donde so ­
naban las campanas; esto es, acaba con la religión,
en nombre de lo cómodo y progresivo.
A pesar de su poderío, comodidad y bienestar,
si bien Fausto impide que entren á visitarle en su
palacio la Deuda, la Necesidad y la Miseria, no
impide que el Cuidado entre y le aflija y le con­
suma.
En medio de sus proyectos benéficos de hacer
la dicha de los hombres, de crear un pueblo libre,
industrioso y lleno de virtudes, Fausto muere. La
alegoría no puede ser más clara. Fausto ha desea­
do, ha buscado cuanto hay ó puede haber de bello
en la sociedad humana, en la mente, en la fanta-
sía, en el arte y en la naturaleza. Sólo no ha acer­
tado á elevarse por cima de todo esto, en alas de
la fe, y no ha buscado jamás en Dios el bien su­
premo. Pero Margarita (y aquí cesa la alegoría, y
precisamente en lo más sobrenatural vuelve el poe­
ma á parecer real y á ser por lo tanto más poéti­
co); pero Margarita, repetimos, que se ha salvado,
ha intercedido por Fausto cerca de la Virgen San­
tísima, y Fausto se salva, á pesar del pacto con Me-
fistófeles, el cual queda burlado, aunque no muy
desesperado, á la verdad. Mefistófeles era un dia­
blo de buen humor, y sus bufonerías y chistes du­
ran hasta lo último. Los ángeles tan bonitos, que
vienen volando para llevarse el alma de Fausto, le
hacen muchísima gracia, y, si bien el picaro no se
siente inflamado de amor espiritual, lo que es pro­
fana y lascivamente les echa mil piropos y Ies dice
sus más atrevidos pensamientos y sentimientos.
El acto, no bien desaparece Mefistófeles, termina
con una escena mística, en una Tebaida celestial,
donde los Padres del yermo, la Magdalena, la Sa-
maritana, Santa María Egipciaca, la misma Marga­
rita, y los Doctores extáticos, seráficos y profun­
dos, cantan dignamente de la caridad, de la reden­
ción, de la gloria y del amor divino, mientras el
alma de Fausto sube al cielo en virtud de lo fem e­
nino eterno: expresión filosófica con que Goethe
designa á la Madre de Dios ó al concepto de que
procede, y con que pone fea discordancia en los
dichos cantares religiosos.
Tal es, en compendio, todo el poema de Faus­
to, del cual sólo la primera parte va aquí tradu­
cida.
Sería tarea interminable si nos pusiéramos á ha­
blar de cada una de sus escenas y á buscar inter­
pretaciones.
Sin interpretación alguna, como ya hemos di­
cho, todo tiene un sentido simbólico inmediato por
demás transparente. Nc hay que interpretar el poe­
ma, basta leerle.
Sus defectos están sobrepujados por sus belle­
zas. El sabio, el poeta, el filósofo, el corifeo del
gran siglo de oro de las letras alemanas, se mues­
tra en este poema en todo su poder, y todo él con
sus inmensas facultades.
El solo pudo acometer empresa tan grande sin
caer en algo digno de risa. ¡Ay del poeta inexper­
to é iluso que, sin medir sus fuerzas, sin tener el
genio, la ciencia, la habilidad y la perspicacia crí­
tica del poeta alemán, se atreva á seguirle al seno
de las Madres y quiera traernos de allí á otro Faus­
to y á otra Elena! Lo más que nos traerá, con me­
nos arte y paciencia que Paracelso ó que Wagner,
será un Homúnculus ridículo, que jamás saldrá de
su redoma, cuya luz no guiará á nadie por los ca­
minos de lo ideal, y cuyo fuego amoroso, excita-
do por Galatea, no derretirá y fundirá el vidrio,
derramándose en el seno del Océano.
Sólo nos queda que añadir que en una traduc­
ción, por fiel que sea, se pierden las dos terceras
partes de las bellezas que estriban y se sostienen
en la energía y tersura de la expresión del original.
Contentémonos, pues, con que, en nuestra fiel tra­
ducción, persista toda aquella belleza íntima, que
reside en el fondo, y no en la forma, y que el lec­
tor atento sabe hallar y gustar, aunque la limpia y
espléndida estructura, el metro resonante y el he­
chizo de la rima hayan desaparecido.

Madrid, 1878.
POESÍAS
DE DON JO S É AM ADOR DE LOS RÍOS

En los pasados siglos era moda en Europa


anunciar como próxima la fin del mundo. Ahora,
más cauta la gente, anuncia la fin de otras cosas,
pero con tal arte y dando tan vago concepto de
aquello cuya fin anuncia, que, aunque viva lo que
da ya por muerto, no pasa el profeta por ignoran­
te ó mentiroso. Así, por ejemplo, el anuncio de la
muerte de la poesía ó la afirmación de que está
muerta ya. En balde protestarán contra la muerte
de la poesía un enjambre de poetas y una multi­
tud de tomos de versos que en Francia, Alemania,
Inglaterra, Italia, Rusia, en el mundo todo, abun­
dan hoy como nunca. Con decir el profeta ó afir-
mador de que la poesía murió, que esos volúme­
nes que hoy se publican no son de poesía verda­
dera y espontánea, sino de artificial, erudita y falsa
poesía, ya responde al argumento y persevera en
su opinión.
De aquí que ande hoy tan valida la división de
la poesía, en espontánea y reflexiva, inspirada y
erudita, popular y no popular. Pero en esto hay
incertidumbre también, y cada cual tilda de espon­
tánea y popular la poesía que le agrada, y de eru­
dita y artificial la que no le agrada. Verdad es que,
por lo común, el vulgo de los críticos se inclina á
calificar de poesía espontánea é inspirada la de
aquellos hombres que han estudiado poco ó que
nada han estudiado, y á considerar como poesía
artificial y criada en el invernáculo la de aquellos
hombres que han tenido buenos estudios. Leopar-
di, Goethe, Carducci y otros, á quienes nadie pue­
de negar el título de grandes poetas y de grandes
eruditos á la vez, son excepciones monstruosas
que no deben tenerse en cuenta.
Nótese bien cómo en todas partes, y singular­
mente en España, es mil veces más difícil lograr
fama de poeta al que la tiene ya de persona estu­
diosa, que aquel que no la tiene.
De aquí, sin duda, la desventaja de D . José
Amador de los Ríos para ser celebrado como poe­
ta, y la dificultad del prologuista para hacer creer
al público, como él cree, que era poeta D. José
Amador de los Ríos.
Para mí es evidente que, de cada diez lectores
de este prólogo, uno, á lo más, dejará que le con­
venzan, sin resistir mucho, de que pudo ser poeta
el autor de la H istoria crítica de la literatura es-
pañola, de la H istoria de los Judíos, y de tantas
otras obras de erudición, que presuponen largos
estudios, suma diligencia, asiduo trabajo y mil
prendas y esfuerzos, que no sé por qué no se
creen compatibles con la condición de poeta.
Figurémonos, por el contrario, que este mismo
tomo de Poesías tuviese por autor á una persona
enteramente desconocida como literato. Aseguro
que, si mi corta habilidad no me faltase por com­
pleto, haría yo creer fácilmente que sacaba de las
tinieblas del olvido á la viva luz de la gloria, á un
pasmoso vate, épico, lírico, elegiaco y todo á
la vez.
No debo, con todo, apelar á la estratagema de
ocultar el nombre famoso, como erudito y crítico,
del autor de estas Poesías. Tanto el autor, como el
prologuista, tenemos que luchar con la desventaja
que el nombre da al autor para ser tenido por
poeta. Lo único que es lícito es prescindir de su
saber y de su fama como sabio, y hablar aquí de
sus Poesías, como si se hablase de las poesías de
otro que sólo por ellas aspirase á ocupar un lugar
más ó menos elevado en el templo de la inmor­
talidad.
Examinemos, pues, las Poesías, sin la menor
preocupación, ni adversa ni favorable. Y digo ni
favorable, porque yo, si he de hablar con franque­
za, me dejo llevar de una opinión contraria á la
que creo que prevalece: y cuando sé de alguien
que, siendo buen humanista y buen crítico, y co­
nociendo los clásicos griegos y latinos y los de su
propio idioma y patria, tiene la afición de hacer
versos y los hace, ya, antes de leerlos, doy por
cierto que, si no son de mérito superior, no pue­
den ser ni malos, ni desatinados, ni de gusto abo­
minable, ni faltos de sentido y de juicio: que algu­
nas calidades habrá en los versos por donde me­
rezcan alabanza, porque, si no, la misma crítica
del autor, cuando no hubiera servido para impe­
dir que los hiciese, hubiera servido para moverle
á que los quemase ó rasgase al cabo.
Lo que no da la erudición, pero lo que no da la
ignorancia tampoco, antes suele echarlo á perder,
si alguien lo tiene, es aquella divina locura, aquel
atinado delirio, aquel sacrosanto furor, que hace
del poeta un ser singular, y que presta á sus obras,
si no á todas, á las mejores al menos, raro hechizo
y perenne atractivo para las almas delicadas, capa­
ces de comprender lo bello y lo bueno, y que, al
leer tales poesías, ven con forma sensible, perfecta
y clara, merced al arte de la palabra rítmica, lo más
hondo, lo más puro y lo que hasta entonces han
tenido por más inefable y arcano en sentimientos
y en ideas.
A este grado eminente del ser de poeta, no lle­
gan muchos, y, á mi ver, no hay crítico que tenga

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autoridad para decir que éste ó aquél llega, como
no le acompañen otros en dar el fallo, y al fallo
se una la aclamación entusiasta de la muchedum­
bre. Pero el crítico puede y debe decir muchísimo
en elogio de las poesías estimables y buenas que
le incumbe juzgar, sin tocar punto tan arduo y pe­
ligroso como el de declarar genio á su criticado,
especie de canonización ó de apoteosis, que rara
vez es valedera cuando se hace en vida ó poco
después de la muerte del autor. De cada cien apo­
teosis ó canonizaciones de éstas, la posteridad
acaso confirme una.
Abstengámonos, pues, de tanta empresa, y limi­
témonos á más modesto papel.
Por varias razones desempeño yo gustoso el de
prologuista de este volumen. Su autor era amigo
mío de hacía muchos años, y era, además, todo lo
que puede imaginarse de más paisano: como que
era de Baena, villa que está á tres leguas de Cabra,
que es donde yo nací, y á una de Doña Mencía,
donde tengo mi cortísima hacienda. Aquellos lu­
gares son fecundos en hombres que vienen luego
á figurar en Madrid como literátos y como poetas;
pero, sin duda por estar ya muy acostumbrados á
estas glorias, no les dan importancia. Menéndez
Pelayo, por ejemplo, es de Santander, y toda San­
tander se complace, con inequívocas y frecuentes
manifestaciones, de tener hijo tan ilustre. Jamás,
que sepamos, hizo nada Baena por el antecesor de
Menéndez Pelayo en la cátedra de Literatura espa­
ñola de la Universidad Central. De Baena es tam­
bién el notable humanista Camús. De Lucena, á
una legua de Cabra, es Canalejas. En Zuheros, un
cuarto de legua de Doña Mencía, si no han naci­
do, tienen casa y bienes los discretos y eruditos
hermanos Aureliano y Luis Fernández-Guerra. En
fin, sería cuento de nunca acabar el ir enumeran­
do aquí los hijos preclaros en letras que tuvo y tie­
ne la provincia de Córdoba, desde Lucano, Séne­
ca, Céspedes y Góngora, hasta el Duque de Rivas,
Grilo, Reina y Alcalde Valladares. La provincia,
como tan fecunda en producirlos, no se toma el
trabajo de ensalzarlos, y deja que el resto de Espa­
ña, ó á veces el mundo entero, los ensalce.
Algo perjudican á la reputación y Hombradía,
en la provincia, de la gente de letras allí nacida, la
noinbradía y gloria que alcanzan sus hombres de
armas tomar, famosos todos, desde aquel que se
llama por excelencia el Gran Capitán, y conquista
i einos, hasta aquellos otros, de condición más avie­
sa y de fama poco menor, como el Chato de Bena-
mejí y el Cojo de Encinas-Reales, sobre cuya pa­
tria jamás habrá disputa, como sobre la ae Home­
ro ó sobre la de Cervantes, ya que por el mismo
nombre de la patria son conocidos.
Otra buena condición de que carecen los cordo-
beses letrados ó que por las letras tienen capacidad
y sino de encumbrarse, aunque no tengan muchas
letras, es aquel espíritu de compadrazgo y de mu­
tuo auxilio, tan subido de punto y tan eficaz entre
los astures, por donde ha habido tantos y tantos-
que han ocupado en España los primeros puestos.
En mi provincia, cada cual mira por sí, sin auxilio
de nadie, de modo que los encumbramientos son
milagrosos. De aquí, sin duda, que aquella frase
pintoresca de saber buscársela se inventase en mi
provincia para designar una de las mayores habi­
lidades, una verdadera ciencia infusa, una inspira­
ción, un estro, cuando no más sublime, más útil
que el poético, y del cual pudiéramos citar, si no
temiésemos ofender su modestia, larga lista de
cordobeses abundantemente dotados.
Pero dejémonos ya de divagaciones, y vamos á
las Poesías de D. José Amador de los Ríos.
Las aquí coleccionadas forman un tomo de 300
páginas, que será el primero de una larga serie de
ellos, pues la familia del autor se propone publicar
sus obras en edición completa, si el público se
muestra medianamente propicio.
Un buen modo que los baeneros tendrían de
desmentir mis asertos, sería suscribiéndose á estas
obras completas siquiera por trescientos ejempla­
res, lo cual no es mucho, si se atiende á la rique­
za, población é importancia de la villa de Baena;
pero sigamos adelante, y dejemos á los baeneros
que hagan lo que gusten, arrebatados de la propia
iniciativa, aunque justo y conveniente es recomen­
dar á los editores, que, ya que este tomo va á sa­
lir tan en sazón, envíen á Baena al menos los tres­
cientos ejemplares que hemos dicho, en los pri­
meros días de Octubre, que es allí la feria, feria de
las más alegres, lujosas y regocijadas, y donde cir­
cula más dinero en ventas, juego y diversiones de
toda Andalucía.
En el tomo hay versos de todas clases: líricos y
épicos ó narrativos. Comunes son á todos ellos la
corrección, lo castizo del lenguaje, la dicción poé­
tica adecuada á cada género, la maestría en versi­
ficar y la abundancia de imágenes. Hablemos se­
paradamente de los versos líricos primero, y de
los épicos después.
Otra dificultad, no menor que la de su saber,
tenía Amador de los Ríos para hacerse popular en
España como poeta: la templanza de sus opinio­
nes ó doctrinas políticas, y hasta la prudente cir­
cunspección con que trataba las cosas de fe ó deja­
ba entrever sus principios religiosos. No halagaba
ni las pasiones del vulgo revolucionario, ni las del
vulgo reaccionario. Los partidos extremos, que son
los que en España hacen propaganda, no se mo­
vían en su favor. Por el contrario, ya los absolutis­
tas y clericales le tildaban de librepensador y has-
ta de impío; ya los radicales, progresistas y repu­
blicanos, le censuraban de servil y de adulador de
las potestades terrenas; de príncipes y de reyes. Ni
unos ni otros tenían razón; pero Amador de los
Ríos, con su justo medio, no lograba otra cosa, y
era harto sincero para adoptar un tono exagerado
á fin de conquistar el aura popular y el aplauso de
alguno de los partidos entusiastas.
Como todo poeta, ó mejor diremos como todo
hombre, cuando no hace vida pública activa, im­
poniéndose un papel marcado, Amador de los
Ríos se inclinaba un poco, ya de un lado, ya de
otro, según las circunstancias; pero siempre preva­
lecieron en él los sentimientos monárquicos y ca­
tólicos sobre los otros sentimientos. Téngase en
cuenta, no obstante, que en España han estado y
están todavía tan arraigados en las almas la monar­
quía y el catolicismo, que, por atracción invencible,
hasta los hombres más liberales en prosa, se van
del seguro en verso, y son capaces de defender la
inquisición y de condenar el libre pensamiento y
la serena investigación de la verdad, infamándo­
la con los dicterios de delirio insano y osada im ­
piedad, digna de que Dios la castigue duramente.
Así Espronceda, en sus versos A Ja rifa . Amador
de los Ríos, por fortuna, no va nunca tan lejos;
pero el amor de la patria tal vez le hace incurrir
en demasías, aunque disculpables. Por ejemplo, en
su Inspiración en el Escorial, entusiasmado por
nuestras antiguas- glorias de los tiempos de C ar­
los V y Felipe II, y por las recientes, aunque algo
inferiores, que ganó D. Ramón Narváez en 1848,
venciendo á seiscientos ó setecientos hombres que
se sublevaron, y exportando doble ó triple núme­
ro para que no se le sublevaran más, Amador de
los Ríos se pone á vaticinar, por los excesos de la
revolución y de la demagogia, nada menos que la
ruina de imperios y de civilizaciones, tan fuertes y
grandes como los de la Gran Bretaña, Francia,
Alemania é Italia, mientras que España, sostenida
por el catolicismo y por D. Ramón Narváez, le­
vantará su estandarte en el Pirineo y vencerá al
nuevo Atila.
El vaticinio de Amador de los Ríos no lleva tra­
zas de realizarse. Francia é Inglaterra siguen ricas
y poderosas, á pesar de sus impiedades y revolu­
ciones; Alemania é Italia se han hecho dos grandes
Estados, merced en parte á esas impiedades; y E s­
paña, á pesar de su piedad y de sus Narvaez no­
vísimos, no es cosa mayor lo que florece, aunque
mejor está que estaba cuando éramos más píos.
Esta falta de tino profético no nos perjudica,
porque al fin nosotros no sostenemos que Ama­
dor de los Ríos fuese buen profeta, sino que fuese
buen poeta, y para esto, incluso la misma Inspira­
ción en el Escorial, todo sale en nuestro abono.

A
Los versos Á la creación del Teatro Español, en
elogio del Conde de San Luis, son ingeniosos y
discretos, y dignos del acontecimiento, tan fausto
para los autores dramáticos, que en dichos versos
se celebra. Dichos versos, además, son un lauda­
ble esfuerzo, en verdad premiado por el éxito, para
emplear el estilo, el lenguaje, los giros y hasta el
modo de presentar las imágenes, que se usaban
en el siglo xv, en un asunto tan de actualidad y
tan del siglo xix.
Casi todas las composiciones líricas de Amador
de los Ríos son de ocasión, lo cual ya prueba mu­
cho en su favor; ya que prueba que no quería ser
poeta de oficio, ni se ponía á componer versos á
destajo: vicio insufrible en la lírica, para la cual
importa que haya siempre un móvil externo que
interese mucho al poeta y que agite su alma, exci­
tando en ella entusiasmo, dolor ó alguna otra pa­
sión vehemente y elevada.
De esta clase es la epístola á D. Francisco Ro­
dríguez Zapata, En la muerte de D . Alberto Lista,
una de las más bellas composiciones del tomo,
donde hay verdaderos sentimientos de amor y de
admiración por el ilustre maestro de la gran escue­
la sevillana, á la que Amador también, así como
Zapata, Tassara, Campillo y otros poetas de no
vulgar mérito,han pertenecido y pertenecen. Cuan­
to se dice allí en elogio de Lista, y para expresar
el dolor de haberle perdido, es sincero y está fe­
lizmente expresado.
En versos inspirados por las mujeres, aunque la
vida recogida y adusta del laborioso escritor se
prestaba poco á esto, hay á menudo ternura y más
delicadeza y gracia que en versos de galanteado­
res profesos. Véase en prueba de ello los que lle­
van el misterioso título Á E..., donde hay, entre
otras, estas lindas estrofas:

No quieras, - pues que á mis ojos


eres el ángel que guarda
mi ventura,—
sembrar de nuevos abrojos
el pecho, y que estéril arda
mi locura.

Al dulce ruego tu mano


cubra mi abrasada frente
piadosa;
y cual lluvia de verano,
apaga la llama ardiente
que me acosa.

Como de pura fontana


raudal brota cristalino
de ambrosía,
ó como en fresca mañana
el alba néctar divino
nos envía
de tus labios brote y mane
bálsamo de nueva vida
para mi.
Brote y providente sane
la aguda, enconada herida
que sentí.
Hay asimismo una composición de la primera
mocedad del poeta, siendo sin duda estudiante en
Sevilla, donde celebra á Baena, su patria, y á las
lindas muchachas de Baena, sus paisanas. Esta
composición es muy bonita y candorosa, y paia
los que somos de por allí tiene más hechizo, pues
al leerla se nos figura ver á Baena y su enriscado
castillo, en mitad de la fértil campiña que los ro­
dea, cubierta de rubias mieses, de huertas, oliva­
res, viñas, sotos y alamedas, que crecen al borde
los arroyos, dorado todo por un sol espléndido,
digno de entre trópicos.
Villa fuerte y fronteriza,
fué espanto y terror del moro;
y su vega fertiliza
un rio, que se desliza
por entre arenas de oro.

Denegridos torreones
cual marcial corona ostenta,
como otros tantos pregones
con que á las generaciones
sus timbres de gloria cuenta.
No deja el autor de enumerar entre estas glorias
la de haber estado hospedado en aquel castillo,
nada menos que el último rey moro de Granada
Boabdelí, hecho prisionero por los de Baena, y
guerreros de otros pueblos cercanos, que seguían
al Alcaide de los Donceles D. Diego Fernández
de Córdoba y á su noble tío el Conde de Cabra.
En cuanto al elogio de las baeneras, nos parece
entusiasta, pero ni por asomo excesivo, ni discre­
pando un ápice de la verdad:

Sus labios de grana son


como encendido capullo;
y es su acento una canción
que conmueve el corazón
con su armonioso murmullo.

Lo cual es exacto, pues dicho acento es lo que


llaman por allá el tonillo de la tierra, que, cuál
más, cuál menos, todas le tienen, así como tienen
también un gracioso é inimitable ronquido, que
exhalan al hablar, de vez en cuando, como la gen­
te de Jaén. Para dar idea de este ronquido no bas­
tan descripciones, y se requiere la voz viva. Dice
además el poeta, que las muchachas de Baena tie­
nen vinculada la sal andaluza, en lo cual se opone,
con aplauso mío, á algunos malagueños y á otros
burladores desaboridos de Sevilla y de los puer­
tos, que siempre están jactándose de que ellos se
quedaron con toda la sal de María Santísima, y
propalando que Córdoba y Jaén son la Galicia de
Andalucía, como si la cara de Dios, que la tene­
mos nosotros, no nos favoreciese tanto como á
ellos su bendita Madre.
Las Epístolas, según el antiguo y acendrado
gusto clásico sevillano, están llenas de interés y
contienen trozos muy bellos. Á más de la elegiaca
por la muerte de Lista, hay otra no inferior, diri­
gida igualmente á Zapata, último resto de la escue­
la de Sevilla, que sigue rindiendo culto á las Mu­
sas, sin abandonar las orillas del Betis.
Allí, como le dice Amador, enamorado también
de las glorias y de la viva poesía de la hermosa ca­
pital andaluza,

diráte cada torre una conseja,


hallarás un amor en cada fuente
y una hazaña de honor en cada reja.

Dos epístolas, en tercetos ambas, dirigidas al se­


ñor D. Jacobo María de Parga, tienen grande
atractivo, y la segunda, sobre todo, extraordinario
brío poético. Si no fuera por lo que hemos afir­
mado de que el crítico no debe dar patentes de
genio ni hacer apoteosis, nos atreveríamos á soste­
ner que en esta epístola, donde se describe la de­
solación y ruina de Salamanca y de su gloriosa es­
cuela, se advierte claro y fehaciente el sello de las
composiciones inmortales, que han de aplaudirse
y leerse siempre con profunda emoción, mientras
dure y se entienda la lengua en que fueron escri­
tas: verdad es que á ello concurren el entusiasmo
del poeta, el del arqueólogo artista y el del litera­
to, reunidos los tres en uno.
Es, por último, muy bella como poesía descrip­
tiva, si bien con algunos lunares de exageración,
si la exageración puede ponerlos en la poesía, y
sobre todo en la poesía de un andaluz, la epístola
A D. Ju a n Federico A lindadas, pintando y enco­
miando la hermosura de su después tan celebrado
M onasterio de Piedra.
En las Odas, propias ú originales, hay toda la
majestad y elegancia de un gran maestro en el ha­
bla y versificación castellanas, y en algunas, ver­
dadero y candoroso entusiasmo, sin afectación
ampulosa. La titulada Victorias de Á frica, sería,
por todos estos conceptos, la mejor, si no se le ade­
lantase la que el autor compuso Á la inaugura­
ción de la estatua que a l M aestro Fray Luis de
León consagra el amor nacional en Salam anca,
donde la misma estatua habla por milagro, y ha­
bla, en nuestro sentir, como el propio Fray Luis
hubiera hablado, alta, castiza y poéticamente, enu­
merando y describiendo con sencillez y grandeza
todos sus trabajos literarios y títulos de gloria. La
oda nos parece tan bella, que casi casi nos inclina-
mos á creer que su escasa popularidad proviene
de que para el vulgo la lengua poética ha muerto
y la alta inspiración no suena ya, engolosinado
como está con estos cantares, mixtos de alemanis­
cos y andaluces, que se usan ahora; donde la for­
ma, con el prurito de aparecer sencilla, es de mala
prosa; donde la poesía se da como en pildorillas
homeopáticas, y donde el pensamiento, si le hay,
en los mejores que así escriben, es malsano, en­
fermizo, extravagante y huele á cementerio.
Entre los sonetos, que pasan de treinta, apenas
hay uno que no esté motivado ú ocasionado. Esto
se conoce á leguas de distancia. No hay allí soneto
que no sea legítimo, esto es, que no haya nacido
de pasión bastante á justificar el abrazo de la Musa,’
y no de liviano capricho, como nacen loá versos
de los versificadores de oficio, y como nacen los
hijos espúreos. Claro está que esto va contra los
que se imponen la tarea de hacer un tomo de poe­
sías líricas, y le hacen, como el que hace un par
de calcetines. Pero no murmuremos. ¿Quién sabe
si los que tal tarea se imponen tendrán en el
bolsillo la inspiración, como la que hace los cal­
cetines tiene ovillo, daguilla y agujas en el re­
gazo?
Entre los sonetos, hay siete ú ocho de Amador
excitando á Carolina Coronado á volver á escribir
versos, y otros tantos de Carolina excusándose
por su ignorancia, y sosteniendo, no obstante, que
la ignorancia es un bien y la ciencia un mal, por­
que nos roba la fe y la inspiración buena. Tanto
los sonetos de Amador, como los de su opositora,
siguen siempre los mismos consonantes del pri­
mero y quinto de Amador; todos menos dos, son,
pues, de pies forzados; y, si bien en poesías serias
no es justo celebrar estas habilidades pueriles, no
se ha de negar que la dificultad parece en casi
todos vencida sin la menor violencia. Los sonetos,
además, se prestarían á un curioso comentario,
por las doctrinas y sentimientos encontrados que
de una y otra parte se encarecen en ellos.
Entre las poesías líricas, merecen, por último,
elogio varias traducciones de salmos, hechas con
enérgica concisión. Lo que no podemos tolerar es
la manía de hebraísta que mueve al Sr. Amador,
contra la índole de nuestro idioma, de su fonética
y de su ortografía, á llamar al Dios de Moisés, en
vez de Jehováh,que es como ya le conocíamos, con
el extraño y bárbaro título de Ihowáh que, como
no nos enseñen á pronunciarle, no pronunciare­
mos nunca. ¿Quién sabe cómo Moisés y Aaron
pronunciarían el nombre de Jehováh, hace más de
tres mil años? Lo mejor es, pues, que nosotros
convengamos en llamarle Jehováh, cuando hable­
mos en español. Así, pues, propongo, para una fu­
tura edición de las Poesías de Amador, que se
borre el Ihowáh, donde quiera que se halle, y que
se ponga Jehováh, como antes se decía.
La parte épica ó narrativa de esta colección de
versos consta de varios Romances, históricos casi
todos, como los del Duque de Rivas, y algunos
nos atrevemos á sostener que en nada inferiores á
los del Duque, así por la gala y naturalidad del
estilo, como por las descripciones de armas, sitios,
trajes y costumbres. El fundamento histórico ó tra­
dicional de estos romances, está bien e s c o g id p ^ * ^
y la narración dispuesta con ingenioso
buena gracia, á fin de prestarles interés d^.rmo^- \r \
vela. Los que tratan del Rey D. Pedro s o n f e ^ g .? j* A
lentes.
El Rey D. Pedro es siempre la glorificaciónM eP'j^./'
tirano, valiente y nivelador, que entusiasma aT~
pueblo, y cuyas atrocidades pasan por sapientísi­
mos actos de justicia, ó por hazañas, dignas de
aplauso, aunque no sea más sino porque las vícti­
mas de las tales atrocidades no valían moralmente
más que el verdugo. El Sr. Amadoi de los Ríos no
acierta á dejarse llevar del torrente de la opinión
popular y á encomiar á D. Pedro, sin restriccio­
nes, como hace Zorrilla, ni emplea tampoco la iro­
nía ni aquel asomo de humor que Heine suele em­
plear en su Romancero. De aquí cierta inferioridad
en Amador, por donde el hombre razonable y jui­
cioso gana á expensas del poeta; pero, á pesar de

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esto, son amenísimas sus tres ó cuatro historias de
D. Pedro contadas en romances.
Sin duda que este modo de poesía épico-popu­
lar es tan propio de España, que tiene que durar,
aunque ha acabado la gran poesía épica; mas para
que dure y guste en adelante, no bastará la narra­
ción, por más interés dramático y novelesco que
en los pormenores se le preste, del acontecimiento
histórico descarnado; el poeta deberá añadir algo,
ó ya conservado por tradición, ó ya tan diestra­
mente fantaseado que parezca tradicional.
También el Sr. Amador se ensayó en el género
épico-religioso, escribiendo unas elegantes y bien
sentidas octavas, donde refiere la pérdida de Jesús,
niño aún, y cómo la Virgen y su casto esposo San
José le hallaron en el templo, discutiendo con los
doctores.
En romances moriscos, que tienen más de líricos
que de narrativos, se ha ejercitado además nuestro
poeta. Los tres que van publicados en el tomo, se
leen con verdadero deleite.
En todas estas obras hay que aplaudir la flexibi­
lidad con que el autor se distrae de sus grandes
estudios, y hasta, si no fuese por el primor de la
forma que delata al estudioso, se diría que los ol­
vida, para entregarse con amor y con la serenidad
despreocupada del poeta de ley á la inspiración
propia. Apenas se advierte en sus Poesías la irni-
tación de otros autores, tan frecuente en los poetas
no eruditos. Esto, sin embargo, es natural que sea
así. El que ha leído poco se apasiona de lo poco
que ha leído y hasta sin querer lo remeda, lo co­
pia, ó, si se quiere, lo iguala ó lo vence imitándo­
lo; pero el que ha leído mucho, como le sucedía a
Amador, tiene el gusto, digámoslo así, más derra­
mado y más descontentadizo, y acaba, cuando se
pone á escribir algo, merced á la misma vacilación
en elegir modelos, por desecharlos todos, y por
buscar en el fondo de su alma lo que antes no se
ha dicho. Hasta el conocimiento cumplido de lo
que ya se ha dicho y repetido mil veces hace que
el erudito huya de repetirlo, mientras que el no
erudito, si alguna vez lo oyó y de ello conserva un
vago recuerdo, se olvida de haberlo oído, cree
haberlo inventado, y á menudo nos dá por nuevas
y por inauditas cosas ya vulgares y cansadas de
puro repetidas.
El poeta debe su gloria á su valer, pero a me­
nudo contribuye á que esta gloria se divulgue
pronto alguna manía, alguna opinión atrevida o
extrema, algún principio paradojal ó escandaloso
con que el poeta llama á sí la atención del vulgo.
Así, por ejemplo, Leopardi es un ateo, pesimis­
ta, desesperado y místico á la vez; Carducci feroz­
mente enemigo del cristianismo y grande admira­
dor del diablo, en cuya alabanza escribe una mag-
nífiea oda; y Quintana, cuando en España, según
se dice, éramos aún tan católicos romanos, sale lla­
mando a! Padre Santo monstruo inmundo y feo que
abortó el D ios del mal. Estas cosas imprimen ca­
rácter y pasman á la multitud. Al que no sale, per­
mítasenos la expresión, sobrado familiar, con algu­
na tonada por el estilo, le es harto más difícil ser
admirado. Su originalidad es menos patente.
Tales son, en suma, las Poesías de D. José Ama­
dor de los Ríos. En mi opinión, no desmerecen de
sus oblas en prosa: antes noto en las Poesías
cierta ventaja. En la prosa, el excesivo caudal de
erudición, el afán de que nada se quede por decir,
y el empeño de que no haya punto obscuro que no
dilucide la crítica, hacen á veces al autor, para lec­
tores impacientes, un tanto difuso. En sus versos,
Amador de los Ríos, es conciso y sobrio. Y bien
se puede afirmar que, aun cuando no hubiese es­
crito más que este tomo, su nombre viviría y ocu­
paría puesto distinguido en nuestra historia litera­
ria, y cualquier persona de gusto que hiciese una
buena antología de los poetas de ahora, allá en los
siglos futuros, no dejaría de incluir en ella bastan­
tes obras suyas, verbi-gíacia, la Oda á Fray Luis
de León, la Epístola á Parga, sobre Salamanca, y
el Romance titulado La palabra del Rey.
En nuestra parsimonia y circunspección para
dar alabanzas, no creemos que se puedan dar ma­
yores, ni creemos tampoco que al darlas nos mue­
van la antigua y franca amistad y el paisanaje de
Baena, sino la más severa justicia y el más desapa­
sionado criterio.
Madrid, 1S80.

t
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HISTORIA
DE LOS H ETERO D O XO S ESPAÑ O LES

POR EL DOCTOR D. M ARCELIN O M EN ÉN D EZ PELA YO

Hará un año, en 1879, vló la luz pública el pri­


mer tomo, y hace poco ha aparecido el tomo se­
gundo, de la obra cuyo título me sirve de epígrafe.
Nadie ha hablado de ella hasta ahora, que yo sepa,
con el detenimiento que merece. Esto me incita á
hablar, saltando por cima del recelo de que por mi
notoria amistad con el autor se entienda ó sospe­
che que mi crítica sea sobrado benigna.
Es cierto que mi amistad hacia el autor es gran­
de, pero está fundada en el alto aprecio que de él
hice antes de ser su amigo. La amistad aquí más
bien es efecto que causa, y así nada hay que temer
de que tuerza en esta ocasión mi juicio. Sobre la
amistad están igualmente las opiniones y doctrinas
diversas que al Sr. Menéndez y á mí nos separan,
y en virtud de las cuales, á pesar de ser él mi ami-
go, no ha de ser siempre la benignidad la que ca­
racterice mi crítica. Antes me temo que, en los
puntos esenciales, ha de parecer crítica de con­
trario.
Digna de alabanza y hasta envidiable es la firme
y arraigada fe católica del autor en esta época de
descreimiento, dudas y vacilaciones. Guárdeme
Dios de censurarle por esto; pero yo no puedo
menos de censurarle por ciertas convicciones, que
él supone como ineludibles consecuencias de dicha
fe; convicciones, en mi sentir, erróneas, así como
su enlace con la fe es falso y sofístico. La gran dis­
crepancia entre el Sr. Menéndez y yo está en que
para él no hay diferencia entre ser católico y ser
lo que vulgarmente han dado en llamar neo-cató­
lico, mientras que para mí la diferencia es clara y
no pequeña.
Durante algunos años, el neo-catolicismo espa­
ñol fué una semi-heregía: fué el sensualismo tra-
dicionalista de Bonald y de Maistre, exagerado y
puesto en moda, del lado acá de los Pirineos, por
el elocuente marqués de Valdegamas. Fundándose
en una psicología, que despojaba al alma humana
de sus más nobles facultades, y en un escepticismo
radical, que no sólo sostenía que ignoramos natu­
ralmente toda verdad transcendental, sino que so­
mos incapaces de descubrirla, pues para nuestra
razón la verdad es la mentira, y lo malo es lo
bueno, Donoso Cortés se refugiaba en la fe y sos­
tenía que lo que sabemos lo sabemos por ense­
ñanza material, que ha entrado por los oídos y por
los ojos, y que ha ido transmitiéndose de siglo en
siglo y de gente en gente, cual dejo de varias re­
velaciones sobrenaturales.
Tal doctrina, por fortuna, pasó ya de moda. El
Sr. Menéndez Pelayo, con la desenfadada justifica­
ción que le es propia, pondrá sin duda entre los
heterodoxos á Donoso Cortés y á los que fueron
sus parciales; pero, si pasó esta moda de ser neo­
católico, lo que es el neo-catolicismo sigue, y de él
creemos que el Sr. Menéndez está inficionado.
Aseguran algunos que los racionalistas, ó sola­
pados ó descubiertos, á fin de atacar la religión
católica, sin promover grave escándalo, empiezan
por llamarla neo-catolicismo, y después la atacan.
No me defenderé yo de apelar á este ardid, ni me
enredaré en sutilezas para probar que una cosa es
catolicismo y otra neo-catolicismo. Diré sólo que,
si es menester sostener para ser buen católico, que
la religión debe imponerse por fuerza; que la In­
quisición es ó fué digna de elogio; que la libertad
de pensamiento, de imprenta y de cultos es mala;
y que es abominable el parlamentarismo; esto es,
el gobierno que se funda en la discusión de los
asuntos públicos por los elegidos del pueblo para
que le representen, yo soy un católico malo y sos-

fe
pechoso. En suma, yo no creo que el ser católico
implique ser carlista, ó por lo menos, absolutista.
Aunque el Sr. Menéndez Pelayo es aferrado y
pertinaz en sus ideas, todavía tengo yo alguna es­
peranza de que en este punto cambie. Su neo-ca­
tolicismo puede desaparecer, y él entonces ganará
mucho. Por ahora hay, á mi ver, en cuanto escri­
be, su poco de neo-catolicismo, lo cual le perjudi­
ca bastante.
En la obra de que vamos á dar cuenta, se nota,
más que en nada de lo que el Sr. Menéndez había
escrito antes, el mencionado perjuicio. En primer
lugar, si no la negación terminante de la doctrina
del progreso, cierta vergüenza pueril de confesar
que en ella se cree, y cierta manía de lanzar de vez
en cuando dardos satíricos contra la edad presen­
te, despojan á esta historia de unidad y propósito.
Parece una fantasmagoría de casos y de figuras y de
actos, donde si la Providencia puso algún fin ó al­
guna intención, el historiador ni lo sospecha. De
esto no acusaríamos al S r. Menéndez Pelayo si
fuese racionalista, escéptico y descreído. No cui­
dándose Dios de la humanidad, no es extraño que
la humanidad camine á la ventura; pero cuidándo­
se Dios de ella, y siendo providente, algún plan
han de seguir los sucesos, y algún orden ha de sa­
lir del conjunto de las acciones de los hombres, de
sus pensamientos y hasta de sus extravíos. El his-
loriador no tiene obligación de estar en el secreto;
puede alegar que Dios no le ha confiado sus inex-
crutables designios; pero debe afanarse por ave­
riguarlos, hasta donde sea posible, con humildad y
respeto, y, sobre todo, creer que los hay y que son
para bien.
En la historia de un suceso político ó de un pe­
ríodo cualquiera de la vida externa de una nación,
cabe prescindir de tales filosofías; pero una histo­
ria completa de todas las aberraciones del pensa­
miento humano, si en un solo país, relacionada
con la del resto del mundo, y durante más de mil
ochocientos años, creemos que el autor no debe
ser tan parco y tan prudente, y debe desembozar­
se algo más. En esto, como en otras cosas, el se­
ñor Menéndez está intimidado por su neo-catoli­
cismo, del cual brota á veces la contradicción en
su espíritu.
Es una de sus principales contradicciones la que
nace de su amor á las ciencias especulativas. Por
este amor, el Sr. Menéndez Pelayo, sin poder re­
mediarlo, gusta de los heterodoxos. Entre los que
entienden que en España hay una ciencia castiza,
entre los que afirman que hay algo que puede lla­
marse filosofía española, el Sr. Menéndez es de los
primeros. Ahora bien; toda nuestra ciencia especu­
lativa no es ortodoxa. Demos de barato que lo me­
jor de ella lo es ó lo fué; pero aun quedará una
gran cantidad de ciencia heterodoxa, donde los es­
pañoles hayan dado pruebas de su altura de enten­
dimiento, de su originalidad y de sus bríos. En
aquella parte del alma donde el Sr. Menéndez Pe-
layo es clásico, humanista, enamorado de la anti­
güedad gentílica y entusiasta del saber y de la filo­
sofía, hay hasta amor para los heterodoxos espa­
ñoles. Allí el Sr. Menéndez les presta más valer y
más importancia de los que tienen. Pero, en otra
parte del alma, donde el Sr. Menéndez Pelayo es
sectario é intolerante, se alza una voz que contra­
dice la primera afirmación y que trata de persua­
dir de que nuestros heterodoxos valen muy poca
cosa: son sólo eco, remedo, pálido trasunto de lo
que en otras naciones se ha pensado y escrito: ca­
recen de pensamiento propio. Y siendo así, la H is­
toria de ios heterodoxos, si bien no dejaría jamás
de ser una colección y serie de noticias singulares
y curiosas, perdería lo más de su valer: sería bue­
na para entretener al aficionado á casos raros, pero
no merecería formar parte de la historia universal
del pensamiento.
En el Discurso prelim inar nos declara el señor
Menéndez que la reforma en España es sólo un
episodio curioso y de no grande trascendencia, y
que toda heregía vino de fuera; que aquí nada se
ha creado en este género que tenga el menor sello
original: el gnosticismo vino de Egipto; las teorías
de Servet son neoplatónicas; las de Averroes y de
Avicebrón, de judíos y de árabes, esto es, que tam­
bién las extraña y desnacionaliza; el molinosismo
es italiano, y hasta la brujería es extranjera. Fuera
de estas generales direcciones, añade el Sr. Me-
néndez, ¿qué nos presenta la heterodoxia españo­
la? Nombres obscuros... extravagancias, errores
particulares: el influjo inevitable de países extra­
ños, el jansenismo, el enciclopedismo y el positi­
vismo franceses; el idealismo, el panteísmo y el
panenteísmo alemanes. El Sr. Menéndez, movido
de santo furor, no sólo condena lo pasado, sino
también lo presente y lo futuro, como no sea or­
todoxo. No es posible para él que haya libro algu­
no español y heterodoxo que valga algo. Todos
han pasado ó pasarán á la honrada categoría de
rarezas. No se puede llevar más allá el envileci­
miento, el descrédito que arroja el Sr. Menéndez
sobre el asunto de que va á tratar, y de que va á
tratar ó está ya tratando, nada menos que en tres
gruesos tomos de edición compacta y de 800 á
900 páginas cada uno. ¿Cómo, si todo ello se re­
duce á extravagancias, rarezas, nombres obscuros,
curiosidades sin transcendencia, y además cómo,
si todo carece de originalidad, porque está toma­
do de acá y de acullá y nada hay español y castizo,
llenar con todo ello 2.700 páginas de 34 ó 36 líneas
cada una? En virtud del buen esiilo y de la gracia


en el narrar será obra divertida como una novela,
pero su valor científico será corto.
Si toda doctrina heterodoxa es importación, ha­
brá otro inconveniente en esta historia. Ó bien el
historiador tendrá que decir que tal herege espa­
ñol fué gnóstico; tal otro, arriano; tal otro, icono­
clasta; tal otro, antitrinitario; y remitirnos á las his­
torias de dichas heregías escritas ya en país extran­
jero; ó tendrá que hacer un extracto ó una nueva
historia de cada una de dichas heregías, donde
sólo por el idioma habrá algo de español, para
añadir luego que tal rey suevo ó visigodo, que tal
presbítero ú obispo, ó que tal caballero particular,
ó que tales ciudadanos, tuvieron en España el an­
tojo de adoptar aquellos errores y de divulgarlos
entre nuestros compatriotas. Entendida la H istoria
d élo s heterodoxos espartóles de esta suerte, podría
ser amena; pero perdería no poco mérito: sería una
nueva Historia general de las heregías cristianas
con aplicación á España. La parte más importante,
el pensamiento, la doctrina, la filosofía del asunto
carecería de novedad y de ser original y propio de
España: lo único nuevo, original y propio, sería la
vida singular del fanático, del loco, del alborota­
dor ó del aventurero, que importó la idea hetero­
doxa en España, y que por ende fué castigado; ó
ya quemado ó ya paseado con coroza llena de lla­
mas ó de demonios.
La historia de los heterodoxos españoles, aun
siendo éstos gente de tan poca cuenta por lo espe­
culativo, sería del mayor interés si hubiesen sus
importadas heregías trascendido á la política y
causado trastornos, revoluciones y guerras civiles;
pero el interés estaría en estas guerras, revolucio­
nes y trastornos que no creemos que el Sr. Menén-
dez toque sino someramente, concretándose á pro­
fundizar las doctrinas y los hechos más inmedia­
tos en relación con ellas.
En suma, si desde que Santiago, si es que Santia­
go vino á España, y si desde que San Pablo, ya que
San Pablo parece que vino, y si desde que los va­
rones apostólicos, enviados por San Pedro, difun­
dieron en nuestra tierra la luz de la buena doctri­
na católica, el espíritu español se bañó de tal suer­
te en dicha luz, que nada ó poco vale y produce
cuando de ella se aparta, el asunto de esta historia
de los heterodoxos es un asunto ingratísimo.
Por desgracia para nuestra reputación de cató­
licos firmes y por fortuna para el libro del señor
Menéndez Pelayo, no sucede tal cosa. Antes se nota
que el fervor católico, intransigente, nacional y ex­
clusivo, apenas se mostró en la península ibérica
sino en el siglo xv, y no obró todos sus efectos,
buenos y malos, sino durante los siglos xvi y xvii .
Lo que es antes, bien se puede afirmar que Espa­
ña fué uno de los países menos católicos de toda

fe
la Europa civilizada. La religión y supersticiones
gentílicas duraron siglos entre la gente rústica, á
pesar de la predicación del Evangelio. En el largo
período visogótico, aunque perseguidos y maltra­
tados, hubo muchos judíos, más que en ninguna
otra nación de Europa. La raza dominadora siguió
siendo arriana por largo tiempo. Si esta raza se de­
claró católica más tarde y trató de dar al país uni­
dad religiosa oficial, distó mucho de lograrlo; las
discordias civiles, las guerras y rebeliones y aun
los conatos de hacer apostatar desde el trono mis­
mo, demuestran que el arrianismo sobrevivía. Mas
se demuestran aún la falta de concierto político y
religioso y el disgusto ó la indiferencia del pueblo
por la prontitud asombrosa y por la facilidad con
que la conquista mahometana se hizo. No se con­
cibe que un país de unos cuantos millones de al­
mas se entregue á diez ó doce mil extranjeros, si
no está muy descontento del yugo que sobre él
pesa y si no llama al extranjero para que le liber­
te. Así es que los mahometanos vienen llamados
por príncipes de sangre real, por magnates y has­
ta por obispos, los cuales no sólo los llaman, sino
que combaten al lado de ellos, contra la bandera
nacional y contra el catolicismo. ¡Buenos y fervo­
rosos católicos serían, pues, D. Opas, D. Julián y
los hijos de Witiza! Princesas, reinas, y, por consi­
guiente, mujeres católicas de todas clases pasan
luego, sin resistencia y hasta con gusto, al harem
de los capitanes, emires y soldados árabes y afri­
canos, quienes de fijo no trajeron mujeres de por
allá.
El país, en gran parte, acaba por hacerse muslim. .
Si hubo muzárabes, también hubo muladies.
¿Quién duda que hasta reyes mahometanos y di­
nastías enteras hubo en España, que no traían su
estirpe de Berbería ni de Arabia, sino que eran de
raza gótica ó hispano-latina circuncidada?
La guerra secular que se siguió después, desde
Covadonga á Granada, no tiene sólo carácter reli­
gioso ni de españoles contra invasores extranjeros:
es casi siempre y meramente guerra de unos Esta­
dos contra otros, de los varios en que la Penínsu­
la se dividía. Cierto es que luchaban más á menu­
do cristianos contra muslimes, pero tampoco deja­
ban de luchar con frecuencia unos cristianos con­
tra otros. Y cierto es asimismo que, á pesar de la
diversidad de creencias y de pertenecer unos á un
Estado y otros á otros, había entre los españoles
un lazo de nacionalidad más estrecho á veces que
en otros países de Europa, donde todos eran cató­
licos.
Hasta la leyenda y la poesía épica dan testimo­
nio de esto que llaman ahora españolismo, senti­
miento que se pone por cima de la diferencia de
religión. La epopeya de Roncesvalles, ¿qué signi-

n
fica más que esto? Bernardo del Carpió ahoga á
Roldán, al héroe católico, para impedir que vuelva
á cristianizarse la España muslímica. Los vascos
pelean también, en pro del islamismo, contra el
fundador del Sacro Imperio Romano. En la ima­
ginación popular, antes de ser muslimes y antes
de ser cristianos, todos, del lado acá del Pirineo, se
tienen por compatricios y como por hermanos, y
combaten contra Carlo-Magno y las fuerzas del ca­
tolicismo, que venían de fuera.
Desde que acabó el califato de Córdoba, todos
aquellos reyezuelos moros son tolerantes en pun­
to á religión, cuando no son indiferentes. Los prín­
cipes cristianos se señalan también por su toleran­
cia, cuando no por su indiferencia. El fanatismo y
la intolerancia religiosa tienen que venir de país
extranjero: entre los muslimes, por medio de suce­
sivas invasiones africanas, de bárbaros fanáticos;
entre los cristianos, por medio de franceses, alema­
nes y otros aventureros, que acuden como cruza­
dos, y á quienes nuestros mismos compatriotas ca­
tólicos tienen que reprimir y expulsar con fre­
cuencia, por harto feroces, contra israelitas y mus­
limes.
En resolución, no se advierte esa unanimidad ca­
tólica en España hasta bien entrado el siglo xv. Y
mucho menos se advierte que el pensamiento es­
pañol sea más poderoso y fecundo cuando católi-
co y ortodoxo, que cuando heterodoxo. Antes
bien, acontece, prescindiendo del valor intrínseco
de las cosas y atendiendo sólo á su fama y á su in­
flujo, que el pensamiento español ha dado más cla­
ra muestra de sí y ha importado mas en la histo­
ria universal del pensamiento humano, cuando no
era católico, que cuando lo era. Las cuatro figuras,
que en la ciencia especulativa, en la filosofía, se
han levantado en España y han entrado más en el
movimiento total de la especulación humana, han
sido Séneca, Averroes, Avicebrón y Maimónides.
Sólo hay una figura que compite con estas cuatro,
y es católica; pero su triunfo apenas se funda en lo
especulativo y teórico, sino que debe mucho a la
acción: Ignacio de Loyola.
Hasta los sabios de más nota, que permanecen
ortodoxos, viven en España en época de heterodo­
xia: esto es, en época en que hay cierta libertad de
pensamiento; en época en que la unanimidad en
la creencia no acaba por imponerse de un modo
tiránico y ahoga la originalidad, así para lo orto­
doxo como para lo heterodoxo. Todavía Raimun­
do Lulio, en medio de sus extrañezas y delirios,
ha ejercido más influjo en las naciones y ha logra­
do más fama que casi todos nuestros teólogos y
filósofos de los siglos xvi y xvn.
Entendidas así las cosas, la H istoria de los hete­
rodoxos espaíioles tiene altísima importancia: es la
historia de gran parte del pensamiento español: no
es la historia de unas cuantas criaturas estrafala­
rias, raras, monstruosas y fenomenales, que cojen
algo fabricado en país extranjero y lo introducen
en España, á pesar de la prohibición y á modo de
contrabandistas.
Claro está que los heterodoxos españoles tienen
que ser panteístas, ó em'anatistas, ó escépticos, ó
místicos, ó materialistas, ó idealistas, etc.; pero si
por esto fuésemos á negarles originalidad, ¿quién
habría que la tuviese? La historia total de la filo­
sofía sería una eterna repetición, desde que en la
India empezaron á filosofar los brahmanes hasta
los más flamantes escritos de I<uno Vischer ó de
cualquier positivista inglés. La originalidad está en
el método, en la sutileza de los argumentos y en
la manera de encadenarlos.
En lo esencial, ¿qué entendimiento humano po­
drá imaginar para cada uno de los más obscuros
problemas alguna nueva solución á más de la que
desde que se discurrió la vez primera se le ofre­
cieron? ¿Hay más, en suma, para cada problema
que dos términos extremos y los términos medios
que entre los dos extremos pueden colocarse? Si
se trata de Dios y del mundo, ó Dios es todo ó
Dios es nada, panteísmo y ateísmo, y términos me­
dios razonables, mientras que los extremos se to­
can y se tocan en lo absurdo. Si se trata del origen
de las ideas, ó todo viene por los sentidos ó todo
es creación de la mente: idealismo y sensualismo.
En el término medio está, sin duda, lo justo. Y así
de lo demás; pero sin poder nunca la mente huma­
na, más prendada de lo nuevo, imaginar algo que
radicalmente discrepe de tales soluciones.
Por esto hallamos injusto al Sr. Menéndez Pe-
layo cuando acusa de poco originales á los hete­
rodoxos españoles. Si los heterodoxos no son ori­
ginales, ¿qué diremos de la originalidad de nues­
tros pensadores ortodoxos? Estos podrían ser ma­
ravillosos, sublimes, merecedores por el estilo de
los mayores encomios; pero en el fondo era casi
imposible que fuesen muy originales. Prevalecien­
do en España la más ruda intolerancia religiosa,
toda elevada especulación caía abatida por el te­
rror; todo pensamiento transcendental moría de
miedo al nacer.
Así, los que defienden como los que censuran
la Inquisición yerran, a nuestro ver, en un punto
importante. Para enmendar este yerro tenemos que
hacernos ahora, como ya en otros casos, defenso­
res, en cierto modo, de la Inquisición; tenemos que
convenir con el Sr. Menéndez Pelayo en que aquel
tribunal fué en España popularísimo. Jamás se
hubiera impuesto con tan extremada violencia, ja­
más hubiera comprimido, ahogado, esteiilizado y
poco menos que muerto el pensamiento español,

.
fuera de la estrecha senda que el mismo tribunal
le trazaba, y le dejaba libre, si la mayoría, ó si no
la mayoría, lo más enérgico y brioso de esta na­
ción no hubiera sido presa, por razones históricas
largas de exponer aquí, de un fanatismo epidémi­
co, de algo á modo de enagenación mental que
duró siglos.
En otras naciones no era menor entonces este
fanatismo, y en épocas anteriores había sido mu­
cho más grande; pero cuando llegó la época del
renacimiento, cuando se aproximaba lo que llaman
los positivistas edad de la razón, no cabe duda en
que la fe, próxima á extinguirse en muchas almas,
ardió con esplendor más vivo, como suele toda luz
cuando va á apagarse. El mismo Lutero y otros re­
formadores fueron impulsados, no por amor á la
filosofía y al libre examen, sino por bárbara recru­
descencia de fanatismo;y, si más tarde, con el trans­
curso del tiempo, y vista la imposibilidad de des­
truirse unos á otros, se avinieron protestantes y ca­
tólicos á vivir juntos y en paz, fué muy á despe­
cho de todos, siendo cosa probada que la libertad
religiosa no nació ni se crió en el seno de ningu­
na secta cristiana, sino que fué hija de la necesi­
dad, hija robustecida y educada luego por la filo­
sofía, por la indiferencia y por el racionalismo.
En el instante en que empieza á florecer el re­
nacimiento en todos los pueblos de Europa, llega
España al apogeo de su poder, realiza su unidad,
y es regida por los cetros unidos de un rey y de
una reina, inteligentes y activos, quienes se apoyan
en el pueblo, así para acabar con el único Estado
mahometano que aun quedaba, como para vencer
y domar el orgullo turbulento de los grandes se­
ñores. Esta democracia, dirigida por los reyes, y
en quien los reyes cifraban su fuerza, tomó por
lema de su bandera el más intolerante catolicismo;
juzgó que, tanto el difundirle por las más aparta­
das regiones, merced á la constancia y al denuedo
de nuestros misioneros, guerreros y marinos, como
el conservarle en toda su pureza en el suelo de la
patria, merced á los inquisidores, era nuestra mi­
sión providencial, á cuyo cumplimiento iban uni­
das la grandeza y la gloria, y cuyo término había
de ser tal vez la creación de un imperio más ex­
tenso, floreciente, poderoso y capaz de duración
que todos aquellos que habían existido antes.
Esta idea, que fué poco á poco apoderándose
del ánimo de los españoles, tenía mucho de es­
pantosamente sublime y algo de sem ítico; España
era un pueblo de Dios, y había de pelear por Dios,
y Dios había de pelear por España en alianza de­
fensiva y ofensiva contra todas las naciones, tribus
y lenguas de la tierra que no le reconociesen y
acatasen.
Aunque no estuviese formulada con la claridad
con que la formulamos ahora de un modo frío y
reflexivo, la tal idea agitaba á los españoles de
fines del siglo x v y del siglo xvi, y si bien con bu-
j ril confuso, había sido honda é indeleblemente
grabada en la mente de ellos, siendo causa eficaz
de sus actos y origen de nuestro portentoso en­
grandecimiento, á par que de nuestra decadencia
y postración inmediata.
Mucho distamos de negar la responsabilidad
moral de los individuos; pero en las grandes co­
lectividades que se llaman naciones, y sobre todo
en el papel que en el rico y variado drama de la
historia tiene que desempeñar cada una, hay algo
que nace de un modo inevitable del orden mismo
con que los casos van sobreviniendo y enlazán­
dose.
Este enlace de casos y circunstancias impuso á
España durante más de dos siglos el grande, aun­
que peligroso papel de ser adalid de la religión
católica en la ocasión de más empeño y dificultad
cuando la reforma, el paganismo resucitado y las
impiedades filosólicas se levantaron á combatirla
al mismo tiempo.
Entonces no eran los hombres tan mirados y
escrupulosos como ahora en la elección de me­
dios para lograr un fin. Los corazones no eran tan
blandos. El dolor físico y la muerte no movían
tanto á piedad. La vida humana era menos respe-
tada. Los príncipes se consideraban con derecho á
matar por razón de Estado. Juzgaban muchos
grandeza de corazón vengarse, aunque fuese á pu­
ñaladas y con veneno. La tortura se aplicaba en
todos los tribunales. Los castigos solían ser atro­
ces. Había ya refinamiento y elegancia, pero aún
no había dulzura en las costumbres.
En el entendimiento de un hombre de entonces,
si era católico, tenía invencible fuerza esta serie de
raciocinios: se cauteriza una llaga para que no co­
munique la gangrena y destruya lo que está sano
en un cuerpo; luego con no menor razón se debe
quemar al hereje para que no contamine la parte
sana de la república; un poco de levadura hace
fermentar toda la masa; luego debe arrancarse ó
separarse la levadura; luego la expulsión es justa
y conveniente y debemos echar á los moriscos y á
los judíos; si castigamos al adúltero, con más ra­
zón debemos castigar al apóstata, que adultera con­
tra Dios, y si imponemos severísimas penas al que
falsifica un documento de interés temporal, ¿qué
pena no merecerá el que falsifica ó interpreta mal
las Sagradas Escrituras, que son documentos de
interés eterno? Hasta por caridad, y no sólo por
justicia y conveniencia, importaba el castigo de los
herejes. Por él se evitaba que causasen daños in­
mensos, y aun los herejes mismos podían salii
ganando; ya que por un suplicio de corta dura-

m
ción, por cruel que fuese, tal vez evitaban una eter­
nidad de dolores, un infinito suplicio en otra vida.
La Inquisición, pues, fué un medio de acción
muy propio de aquellos tiempos; fué popularísima
en España, y si algo nos choca, no es su fiereza,
sino su blanda mansedumbre. En vista de las ra­
zones sobre que se fundaba, debía haber sido más
feroz. El Sr. Menéndez Pelayo está muy en lo jus­
to al hacer de ella la brillante apología que tanto
le ha gustado al autor de la aprobación eclesiástica
de su libro D. Vicente Lafuente.
El Sr. Ortí y Lara, catedrático también de la
Universidad Central, defiende la Inquisición con
no menos brío, y tiene razón que le sobra. Si lee­
mos ahora, por ejemplo, el libro de Alfonso de
Castro, titulado D e ju sta hcereticorum punitione ó
el Tratado de la religión del Príncipe, del Padre
Rivadeneira, y nos empapamos en aquella lectura,
casi nos entran ganas y sentimos el prurito de mo­
ver pleito á Torquemada y á los demás inquisido­
res por sobrado laxos y remisos en el cumpli­
miento de su deber: por culpable connivencia con
la impiedad y con la herejía.
Pero aunque todo ello sea así, sin que haya aso­
mo de ironía en lo que decimos, ¿cómo negar que
la intolerancia y la Inquisición, que era uno desús
efectos, ahogaron el pensamiento español, primero
cuando se extraviaba fuera de las vías católicas, y
al cabo hasta dentro de esas mismas vías? El
miedo á salirse fuera de ellas, aunque fuese invo­
luntariamente, y el recelo de incurrir en errores,
que en esta vida pudieran llevarnos á los lóbregos
calabozos del Santo Oficio y darnos la infamia del
sambenito y la miseria para nuestros hijos en vir­
tud de la confiscación y muerte de hoguera, y más
allá del sepulcro las llamas inextinguibles del in­
fierno, fué apartando poco á poco á todos los es­
píritus de las especulaciones elevadas, y fué ha­
ciéndoles considerar como curiosidad peligrosa el
estudio de la naturaleza y de sus leyes, sobre las
cuales está siempre la voluntad de Dios.
No ha de extrañarse, pues, que en España que­
dasen casi abandonados por impíos los experi­
mentos ó investigaciones de la filosofía natural y
desechado todo discurso libre, transcendental y
metafísico, por expuestos á perder la salud tempo­
ral en la humedad de una mazmorra ó en el ardor
de una hoguera, y la salud eterna en lagos de pez
hirvlente, en las entrañas de nuestro globo, habi­
tadas por los diablos.
Si no se torció del todo el carácter español, vol­
viéndose falso, embustero é hipócrita, se debió á
la invencible bondad y excelencia del gran ser de
nuestra raza; pero algo influyó aquel sistema en
cierto impío desdén de todo lo ideal y teórico; en
cierto pedestre positivismo que resalta en la con-
dición del vulgo y de que dan muestras tantos re­
franes y cuentos españoles, cuya impiedad burlo­
na deja atrás las burlas más atroces del propio Vol-
taire. Sirva de ejemplo la historia de aquel que
negaba el misterio de la Santísima Trinidad, y que,
teniéndole en la Inquisición para convencerle, no
se rendía á los argumentos de los doctores más
teólogos, hasta que un lego le preguntó si pensaba
él mantener á las tres personas, y como contestase
que no, el lego replicó: pues entonces, ¿qué le im­
porta á usted que sean tres y no una? Sirva de
ejemplo también la otra historia del que se exami­
nó de doctrina, respondiendo así á estas dos ar­
duas preguntas: —¿Cómo es que Dios, creador y
conservador de todas las cosas, se hizo hombre y
padeció muerte por nosotros? - Pues ahí verá
usted.—Y si Dios no hubiera venido á redimirnos,
¿qué hubiera sido de nosotros?-H ágase usted
cargo.
Parece que no, pero tales cuentos, inventados
por el vulgo, y otros mil que pudieran citarse,
prueban, aunque chistosos, un descreimiento ruin,
una flojedad mental monstruosa, y un propósito
egoísta de no emplear el entendimiento sino en
cosas bajas, menudas y de utilidad material y te­
rrena.
Contra lo expuesto aquí se aduce un argumen­
to que á primera vista deslumbra. Se dice, y es
cierto, que precisamente cuando impera ese fana­
tismo que lamentamos, es cuando todo florece más
en España: las artes, la literatura y hasta la misma
ciencia, experimental y especulativa, contra la cual
hemos afirmado que dicho fanatismo era invenci­
ble estorbo y elemento seguro de destrucción.
Tal argumento nada tiene de serio si atentamen­
te se examina. Hasta la fiebre más maligna acelera
la circulación y parece como que duplica la vida
antes de producir la muerte. Atacado ya por la
fiebre del fanatismo, no por eso muere el espíritu
español, sino que da clara razón de sí y lucientes
muestras de su valer y actividad, aunque compri­
mido. Si la hiedra seca el tronco á que se enlaza,
tarda en secarle, y por lo pronto le reviste de ver­
dura y le pone más vistoso y bello.
Es, además, seguro, según antes hemos dicho,
que, ni aun durante el siglo xvi, cuando España se
muestra tan grande en la acción, importamos é in­
fluimos tanto en el mundo por la grandeza y ori­
ginalidad del pensamiento como en edades de
heterodoxia ó de libertad de pensar. Fuera de los
místicos, únicos que parece que pierden el miedo
por aquel valor y confianza que su familiaridad y
trato íntimo con Dios les infunden, y que se esca­
pan de la comprensión intelectual del fanatismo,
buscando asilo sagrado en el centro recóndito del
alma, donde el mismo Dios asiste, no hay sabio ni
9

Biblioteca Nacional de España


_______________________________
filósofo español cuyo nombre, por más que nos­
otros queramos magnificarle ahora, tenga el mismo
influjo y la resonancia que los nombres de sabios
y filósofos extranjeros de la misma época. Es más:
de resultas de aquel estado patológico-mental en
que el fanatismo nos puso, nos quedamos ciegos
y sordos, y no acertamos á ver el extraordinario
movimiento intelectual que en Europa se realiza­
ba. Hasta nuestra propia cultura, hasta nuestro
más puro catolicismo, que inspira en un principio
á ambos Luises, humilla pronto su fuerza inspi­
radora, y cae en lo bajo, en lo pueril y en lo culte­
rano. Y a en el siglo xvn no tenemos á nadie que
oponer á Bossuet y á Fenelon. Nuestras artes, las
creaciones de la mente más exenta del cautiverio
dogmático, se resienten de este cautiverio. Ora
muestran una sequedad austera extremando lo as­
cético, ora rayan en lo horrible y asqueroso, como
en algunos cuadros de Valdés y de Morales, y rara
vez llegan á la perfección ideal de la forma, á la
belleza plástica, deleitándose en copiar la natura­
leza humana, la carne decaída y pecadora, más fea
y sucia de lo que era entonces en realidad, salvo
en casos sobrenaturales, en que un rayo de luz
celestial la ilumina y hermosea, ó en que la santi­
dad del espíritu, encerrado en nuestro mísero
cuerpo, esclarece el rostro con arreboles de gloria,
le da pasmosa y casi divina expresión, le envuelve
en luz difusa ó le cerca de un nimbo como de
oro.
¿Quién ha de negar, por último, la grandeza de
nuestra bella literatura de entonces? ¿Hemos de
repetir aquí lo que tantos otros y tantas veces han
dicho y repetido? Cierto es que tuvimos una rica
poesía épico-popular en nuestros romances: una
poesía lírica, bastante artificiosa, notabilísima por
su abundancia, aunque, salvo Jorge Manrique, fray
Luis de León, San Juan de la Cruz y pocos otros,
más digna de alabanza por sus ingeniosidades, su­
tilezas y primores, que por la elevación del pensar
y la hondura del sentimiento: dos libros únicos,
los mejores libros en prosa de estos que llaman
de entretenimiento ó pasatiempo que se han escri­
to en el mundo: la Celestina y el Quijote: buenos
historiadores; algunos novelistas de gran valer,
empezando por el autor de Am adís, que creemos
español; y un teatro que por lo fecundo vence á
todos y por lo original y hermoso sólo tiene dos
que con él compitan: el inglés y el griego. Pero
toda esta literatura está viciada por el fanatismo
religioso, que acabó por secarla y matarla.
¿Cómo hemos de incurrir nosotros en la candi­
dez de afirmar que la Inquisición la perseguía?
En esto también damos la razón al Sr. Menéndez
Pelayo contra Llórente. En esto defendemos tam­
bién á la Inquisición. A pocos literatos, y no de
mucha cuenta, perseguiría, cuando casi todos los
literatos eran frailes, inquisidores, familiares del
Santo Oficio, y estaban inficionados por las ideas
de intolerancia que prevalecían entonces.
En este sentido, no debe suponerse una tiranía
material, muy destructora, porque no habían de
ejercerla contra ellos mismos los tiranos. La tiranía
mental é intangible del espíritu fué la que nos per­
dió, así como hizo inútiles todas las proezas y bi­
zarrías de los españoles en las cinco partes del
mundo, trayéndonos, al espirar el siglo xvn, cuan­
do no se ponía aún el sol en nuestros dominios, á
ser la nación más pobre y despoblada de Europa,
y tan poco amada, estimada y temida, que querían
dividirla las otras potencias como dividieron más
tarde la Polonia.
De las causas apuntadas aquí al correr de la
pluma nacen la evidente inferioridad, escaso valer
y corto número de nuestros sabios, así ortodoxos
como heterodoxos, durante la dominación de los
reyes de la casa de Austria.
El Sr. Menéndez Pelayo, ni en la obra que exa­
minamos, ni en otro libro suyo, La ciencia espa­
ñola, logra mejorar este pobre concepto, á pesar
de su agudo ingenio y de su erudición extraordi­
naria. No lo habían logrado tampoco ni D. Luis
Vidart, ni D. Adolfo de Castro, ni D. Gumersin­
do Laverde, ni otros escritores que, movidos de
laudable patriotismo, se habían afanado antes en
tal empeño. Por cima del patriotismo está la ver­
dad. Menester es confesarlo: casi desde principios
del siglo xvi hay en nuestra civilización un germen
deletéreo que la corrompe y marchita. Este germen
es el fanatismo religioso, y no porque en otros
países no existiera, sino porque aquí existía unido,
unánime, y en otros países dividido y luchando.
Por allá, en la fiera lucha, acabó por anularse,
mientras que entre nosotros, apenas hubo lucha,
y vivió. Por este lado, podemos también seguir á
los Sres. Menéndez Pelayo y Ortí y Lara, y hacer
de un modo sofístico la apología de la Inquisi­
ción. En efecto, toda la sangre que derramó, todas
las lágrimas que obligó á verter, toda la carne hu­
mana que tostó y todas las víctimas que hizo, du­
rante dos siglos, no equivalen al número de per­
sonas que perecen violentamente en el mismo pe­
ríodo histórico y durante pocos años, en cualquie­
ra de las guerras religiosas de Alemania, Francia ó
Inglaterra: pero allí, por la lucha de fanatismos
opuestos, nace la libertad y mueren los fanatismos,
mientras que, entre nosotros, con poca lucha, y
por consiguiente, con menos horrores y cruelda­
des, pero con una compresión larga, constante y
sistemática, la libertad muere y el pensamiento se
agosta y esteriliza.
Como el libro del Sr. Menéndez Pelayo está es-
crito con suma diligencia para recoger datos y
noticias, con un buen sentido que sale por cima
de las preocupaciones de secta, y con la mejor fe,
resulta que prueba lo contrario de lo que preten­
de probar, y por eso, precisamente es el libro tan
digno de alabanza. Trata de probar el Sr. Menén-
dez que el genio español es eminentemente católi­
co, y que fuera del catolicismo apenas se ha mos­
trado; y, sin embargo, más bien es lo contrario lo
que prueba: que más que nunca se ha mostrado el
genio español al salir fuera del catolicismo, no
ya porque el catolicismo se le oponga, sino por­
que se le ha opuesto la intolerancia delirante, ejer­
cida en su nombre. El mismo libro del Sr. Menén-
dez valdría mil veces más, sería la admiración de
los sabios de Europa, si la intolerancia no le
afeara.
A fin de probar todo esto en sus pormenores, y
para dar, en resumen, una idea del ordenado teso­
ro de noticias que la obra del Sr. Menéndez Pela-
yo encierra, haremos aún un rápido análisis de
los dos tomos que van publicados, lo cual dará
asunto abundante, por compendiosos que aspire­
mos á ser, para otros dos artículos que publica­
remos pronto, si esto no fatiga la atención de los
lectores.
II.

Aunque fuese exacto lo que, en momentos de


vivísimo fervor católico, afirma el Sr. Menéndez
de que el genio español está de tal suerte vivifica­
do por el catolicismo que nada crea sin él digno
de estimación, todavía la obra que examinamos se­
ría curiosa y amena, por más que en importancia
perdiese no poco.
Mayor inconveniente, y casi inevitable, se origi­
na de encerrar dentro de límites etnográficos la
historia de ideas, doctrinas y creencias, que han te­
nido difusión universal. El Sr. Menéndez queda él
mismo encerrado dentro de los términos de este
dilema: ó bien ha de atenerse á hablar sólo de los
heterodoxos españoles, y entonces sobra, acaso,
bastante más de la tercera parte de lo que ha es­
crito, ó bien ha de exponer doctrinas que no han
nacido en España, y que pertenecen á la historia
general del cristianismo, de la filosofía, de la ma­
gia ó de otras supersticiones. Yo disculpo y hasta
aplaudo que el Sr. Menéndez haya optado por el
segundo término. De otra suerte, no le entendería
la mayor parte de sus lectores. Sin embargo, de
aquí resulta algo que turba la armonía y las pro­
porciones de su obra: á saber, que á menudo es en
ella más interesante lo que sale fuera del asunto
que lo que en él está incluido.
El asunto de la obra del Sr. Menéndez se ve,
además, limitado, no sólo etnográficamente, sino
por la materia de que debe tratar, según lo que el
título reza. La obra debe tratar de heterodoxia;
pero, como para hablar de heterodoxia tan funda­
mentalmente, es menester decir mucho de ortodo­
xia y de otras cosas, resulta que también por este
lado el Sr. Menéndez tiene que salir fuera del
asunto.
Mientras menos interesante es en un período la
heterodoxia española, más tiene el Sr. Menéndez
que hablar, en el libro que contiene la historia de
aquel período, de otros asuntos importantes, pero
que no son los que á él le toca dilucidar. Así, por
ejemplo, en el libro I hay una extensa exposición
de las doctrinas gnósticas y otra no menos extensa
de las supersticiones gentílicas de griegos, roma­
nos y otros pueblos. Lo que después de esto se re­
fiere, concretándose á España, es ya de erudición
más recóndita, pero es menos é importa menos,
aun á los mismos españoles.
Lo más importante del período, cuya historia
traza el libro I, es la herejía de Prisciliano, mezcla
informe y sincrética de maniqueísmo y de gnosti­
cismo, donde apenas hay nada original.
Dios no es trino en persona para Prisciliano.
En su elevación suprema es Uno; pero de su esen­
cia emanan seres, dioses ó genios, que se llaman
eones. De éstos, inferiores todos al Uno, los hay
buenos y los hay malos. Entre los peores de ellos,
verdadero demonio, se cuenta el creador y conser­
vador de este mundo que vivimos. La materia,
como creación suya, es, pues, impura y pecamino­
sa. En cambio, las almas son creación del Ser Su­
premo. Él, al crearlas, les pone su sello; pero como
les deja el libre albedrío, las almas pecan; y en cas­
tigo de este pecado original extra-mundano, las al­
mas van cayendo de cielo en cielo hasta parar en
esta baja y mísera tierra, y en poder del demonio
que la ha creado y la dirige, el cual las reviste de
cuerpo y las hace por ende sus esclavas. Dualismo
completo entre cuerpo y alma, carne y espíritu.
Niegan, por consiguiente, los priscilianistas la re­
surrección de la carne. El alma puede desechar la
impureza del cuerpo, elevarse de nuevo hasta el
Ser Supremo que la ha creado y adquirir la ver­
dadera ciencia. En este caso llega asimismo á la
impecabilidad. Todo esto, combinado con algo de
astrología, teurgía y metempsícosis, constituía el
dogma de Prisciliano. En cuanto á moral, si bien
los priscilianistas se jactaban de profesarla muy
severa, como sus ritos y ceremonias solían hacer­
se en secreto, fueron acusados, como otras muchas
sectas cristianas, de la inmoralidad más fea y abo­

fe
minable. La iglesia de ellos era del todo democrá­
tica. Nada de jerarquía. Ni legos ni mujeres eran
excluidos del altar.
Hubo también en España en aquellos primeros
tiempos otra herejía notable: la de los dos Avitos,
que siguieron en parte los errores de Orígenes so­
bre la eternidad del mundo y la no eternidad de
las penas en la otra vida.
La Iglesia ortodoxa y católica, como cultura, va­
lió evidentemente mucho más, durante la domina­
ción romana, que las heregías; y el Sr. Menéndez
tiene que extenderse y se extiende hablando de
Osio, de Orosio, y sobre todo del admirable poe­
ta Aurelio Prudencio, á quien, apoyándose en la
poca sospechosa autoridad de Villemain, califica
del más inspirado y elegante lírico que ha habido
en el mundo, desde Horacio hasta Dante.
El período visogótico, comprendido también en
el libro I, tiene aún menos que historiar en punto
á doctrinas exclusivas de España. El arrianismo es
herejía que inficionó toda la Iglesia. En España
prevaleció principalmente entre los bárbaros con­
quistadores. La historia de su lucha con el catoli­
cismo en aquella Edad, es casi toda ó toda la his­
toria política de España. Por esta lucha se rebela
dos veces Hermenegildo contra su padre, el cual,
al fin, tiene que condenarle á muerte. Por esta lu­
cha hay á menudo guerras entre visigodos y fran-

-
eos. Y casi, por esta lucha, los desheredados hijos
de Witiza llaman los mahometanos en su auxilio
y acaban con aquella bárbara monarquía.
La cultura mundana estaba entonces del lado
del catolicismo, que era la religión del pueblo his-
pano-romano. El catolicismo triunfó porque no
podía menos de triunfar. Los héroes católicos, los
santos doctores que á este triunfo más contribu­
yeron, son, justamente, encomiados por el señor
Menéndez, mostrando en su encomio el más com­
pleto conocimiento de aquellos Padres de nues­
tra Iglesia y de todos sus escritos: de San Leandro,
de San Isidoro, de San Julián, de San Braulio, de
San Eugenio, de San Ildefonso y de Tajón, á quien
hace predecesor de Pedro Lombardo, y no menos
digno que él de ser apellidado maestro de las sen­
tencias.
La herejía de un obispo materialista, que hubo
en Málaga en aquellos tiempos, tiene cortísimo
valer, y el Sr. Menéndez, en mi sentir, se deja arre­
batar de la pasión, cuando compara tan bajo y an­
ticientífico materialismo con las doctrinas, si ma­
las, ingeniosas y científicas y dialécticamente or­
denadas, que en el día llevan el mismo nombre;
pero esto da ocasión al Sr. Menéndez para exponer
la bella refutación que de las del obispo malague­
ño hizo Liciniano, la cual refutación es un elo­
cuente y profundo estudio psicológico, que honra
al autor y da alta idea del saber de la edad y país
en que tal estudio pudo escribirse. Liciniano no
encierra ni localiza el alma en el cuerpo, sino que
la considera como su continente, como algo que le
ciñe y le penetra á la vez, estando toda ella en cada
punto del cuerpo como Dios en el mundo.
Sobre la magia y otras supersticiones españolas
de esta época, trae también el Sr. Menéndez cuan­
tas noticias lia podido recoger. Son de admirar en
esto su erudición y diligencia. Lo más importante
que puede colegirse de los hechos que cita, es que
el paganismo persistió largo tiempo entre los rús­
ticos, y que España tardó no poco en acabar de
cristianizarse. Todavía, cuando la invasión de los
árabes, había de haber bastantes gentiles.
La leyenda de los santos Marciano y Luciano,
fueran ó no españoles, es la repetición de la leyen­
da de Cipriano de Cartago y de Cipriano de An-
tioquía, que dió argumento al hermoso drama de
Calderón, titulado E l mágico prodigioso. El señor
Menéndez hace constar esta semejanza, pero refie­
re la leyenda. Ambos eran mágicos y gentiles, am­
bos se valían de artes diabólicas para seducir mu­
jeres; y, burlados ambos en un conato de seduc­
ción, merced al favor de Dios y á su amparo á la
mujer que querían ellos hacer víctima, ambos se
convirtieron á la fe cristiana y padecieron el mar­
tirio.
A pesar de tanta cultura, superior entonces en
España á la de otros reinos bárbaros de Europa, y
á pesar del singular florecimiento de la Iglesia es­
pañola, la sociedad hispano-romana estaba en ge­
neral viciadísima y corrompidísima, y los domina­
dores pueblos del Norte no vinieron por cierto á
mejorarla. Sucedió lo que casi siempre sucede; que
los bárbaros empezaron por tomar todos los vicios
refinados de la cultura antes de desechar la barba­
rie nativa que de sus bosques del Norte habían
traído. Se hicieron amigos del lujo, de la molicie,
de la ociosidad y de los deleites más alambicados,
antes de hacerse cultos. No es, pues, de extrañar
ni de lamentar que tan fácilmente se arruinara el
imperio visigótico. En él nada había de español.
Los Códigos y las actas de los Concilios, son á pe­
sar de los Visogodos.
Nada, ó punto menos que nada, hay de visogó-
tico ó germánico en la civilización española. En
esto estamos completamente de acuerdo con el se­
ñor Menéndez Pelayo. La civilización española es
greco-romana, de pies á cabeza, con algo de semi­
tismo.
Nuestra nacionalidad nace en Asturias. El héroe
que la personifica al nacer, lleva nombre entera­
mente latino: se llama Pelayo.
Prosiguiendo el Sr. Menéndez en su historia,
encierra en el libro II los primeros siglos después
de la conquista mahometana. Así en el país que
había quedado ó se iba haciendo libre de la inva­
sión, como entre los cristianos sujetos al imperio
muslim, habría mucha virtud guerrera ó mucha
paciencia, pero no podía haber mucho reposo y
holgura para entregarse á estudios y especulacio­
nes teológicas. De aquí que, tanto las herejías de
España entonces, cuanto las apologías que de la fe
católica se hicieron fuesen bastante rudas, si bien
no desmerecían de lo que por lo común se pensa­
ba y se escribía en el resto de Europa, á la sazón
no menos bárbaro. Antes halaga algo el amor pro­
pio nacional, ver cómo en edad tan obscura y ca­
lamitosa había en España quien con cierta agudeza
pensase y escribiese, no extinguida aún, ni por esta
nueva invasión de bárbaros del Sur, después de
tantas invasiones de los bárbaros del Norte, la cul­
tura y el saber greco-latinos, que habían hecho á
España gloriosa madre de Sénecas, Lucanos, Pru­
dencios é Isidoros. La escuela isidoriana derrama­
ba aún su luz en medio de las tinieblas, y no sólo
alumbraba á España, sino que, salvando los Piri­
neos y los mares, enviaba algún resplandor de su
claridad á otros pueblos de Europa.
La primera herejía de esta época es la de un tal
Migecio, quien imagina, á lo que puede entender­
se, que, así como en Jesús se encarnó el Hijo, Da­
vid fué el Padre y San Pablo el Espíritu Santo. El

m
metropolitano de Toledo, Elipando, refutó esta
herejía; pero él mismo cayó á poco en otra, llama­
da el adopcionismo, y fundada por Félix, obispo
de Urgel. Consistía el adopcionismo en suponer á
Jesucristo, en cuanto á la humanidad, hijo adopti­
vo y nominal de Dios. Contra esta suposición se
escribió en Asturias, tal vez en el reinado de Mau-
regato, una apología de la fe católica, tan llena de
sanas y altas ideas filosóficas, de conocimiento de
las Sagradas Escrituras y de recto juicio, que pas­
ma, por cierto, en aquel período obscuro, cuando
casi toda la Península ibérica yacía bajo el yugo
musulmán. Autores de esta apología, de la cual da
el Sr. Menéndez cuenta circunstanciada, fueron
Beato, presbítero de Liébana, y Heterio, obispo de
Osma.
El adopcionismo, salido de Urgel, se difundió
por toda Francia, donde fué condenado en un
Concilio. Luego penetró en Alemania, donde tam­
bién hubo en Ratisbona otro Concilio para conde­
narle, imperando Carlo-Magno. Félix, obispo de
Urgel, abjuró primero en este Concilio, y más
tarde ratificó en Roma su abjuración. Los escritos
de Beato y Heterio en contra del adopcionismo se
extendieron con este motivo por toda la cristian­
dad, y fueron muy leídos y encomiados. Por su
parte, Elipando de Toledo seguía sosteniendo sus
opiniones adopcionistas y dirigiendo á este fin
cartas á Garlo-Magno. El emperador tuvo, pues,
que reunir nuevo Concilio en Francfort sobre el
Mein, en el año de 794, y aquellos padres, que pa­
saban de 300, condenaron la herejía del arzobispo
de Toledo y del obispo de Urge!.
Este, que había reincidido en su herejía, abjuró
por tercera vez en Aquisgrán. Casi toda Europa se
conmovió con aquella disputa, suscitada por dos
prelados españoles. El famoso Alcuino escribió
extensamente contra la herejía de ellos.
El Sr. Menéndez trata extensamente toda la his­
toria de esta cuestión, con erudición asombrosa y
claridad de exposición digna del mayor elogio y
de menos ingrato asunto. El asunto, sin embargo,
tal como es, derrama abundante luz sobre aquella
edad bárbara, y el relato del Sr. Menéndez forma
acabadísimo cuadro de las costumbres de la gente
de letras y de la vida y movimiento intelectuales
de Europa en el siglo vm.
No está bosquejada con menos talento y copia
de datos la situación política y social de los muzá­
rabes en los primeros siglos, salvo que el Sr. Me­
néndez, que tan favorable se muestra siempre á la
intolerancia religiosa, hasta á la más feroz, con tal
de que por los católicos sea ejercida, exagera y
culpa demasiado la de los muslimes. Yo entiendo,
por el contrario, que para la época en que vivían
los califas cordobeses, la intolerancia rara vez fué
desmedida, ni muy cruel la persecución, la cual
estuvo casi siempre provocada por los cristianos.
No por esto hemos de negar nuestra admiración á
aquellos hombres enérgicos que buscaban el mar­
tirio y que arrostraban los mayores tormentos y
la muerte, insultando la religión de los vencedo­
res. Esta violenta energía sirvió, no sólo para con­
servar entre los muzárabes la religión de Cristo,
sino también para demostrar la vitalidad persisten­
te de la raza hispano-romana y la superioridad de
su cultura sobre la cultura semítico-oriental. En
todos los que murieron por la fe, bajo el imperio
de los califas, el fervor religioso va unido al amor
de una civilización y al odio y desprecio de otra.
Asombra, en efecto, que Alvaro Cordobés y San
Eulogio se jacten casi tanto como de conservar la
pureza de la fe católica, de lucir en su prosa el
estilo de Tito L irio , el ingenio de Demóstenes y la
elegancia de Q aintiliano, y de componer, además,
hermosos versos latinos.
La fortaleza de alma y el denuedo que es me­
nester para buscar el martirio, no son virtudes
muy comunes ni aun entre las razas de hombres
más valerosas y recias de corazón. De presumir es,
pues, que, si bien hubo muchos mártires no fué
pequeño el número de los apóstatas, y aun fué
mayor el de los transigentes.
De todos modos, honra por igual al pueblo mu­
lo
sulmán y al pueblo muzárabe el Concilio de obis­
pos, celebrado en 852, y presidido por Recafredo,
metropolitano de la Bética. Dicho Concilio da cla­
ro testimonio de la benignidad musulmana, ya que
fué dispuesto por el califa mismo, á fin de que los
prelados atajasen el furor de ser martirizados que
se había apoderado de muchos, y que los llevaba
a insultar la religión del pueblo dominante y á co­
meter desacatos que no era posible dejar impunes,
y da asimismo claro testimonio del brío y despre­
cio de la vida de los que buscaban espontánea­
mente ser mártires.
Sin duda que en los pueblos, representantes de
una civilización que alguien quiere extinguir en la
servidumbre, importa que el entusiasmo raye en
delirio para que la civilización amenazada logre
salvarse. Entre los muzárabes rayó á veces en de­
lirio dicho entusiasmo, y por ello son dignos de
que la historia les dé alta alabanza. Mas no creo
que debamos culpar tanto á los muslimes como el
Sr. Menéndez los culpa. Harto más crueles estu­
vieron los cristianos con los muslimes, algunos si­
glos después y en nuestra propia tierra.
El deseo, más ó menos inconsciente de transigir
con el islamismo, hubo de dar origen entre los
muzárabes á varias herejías. En la de los acéfalos,
cuya iglesia tenía por centro á la ciudad de Cabra
ó Égabro, se autorizaban la bigamia y el matriino-
nio de cristianas con muslimes. Igualmente se di­
fundió una doctrina contraria á la Trinidad. Y por
último, los errores de un obispo de Málaga, llama­
do Hostegesis, conmovieron á todas las iglesias
muzárabes de España, durante la segunda mitad
del siglo ix.
Sabido es que los controvertistas de las edades
pasadas eran durísimos con sus adversarios. El pe­
riodista más procaz de nuestro tiempo no suele
desatarse jamás en improperios, ni la vigésima
parte iguales por la ferocidad, á los de cualquiera
hereje ó cualquiera siervo de Dios, que disputaba
en lo antiguo sobre un misterio ó sobre un punto
de teología. Así, pues, al tal obispo Hostegesis, á
quien nos pinta su contrario el abad Sansón, ó es
menester creerle un monstruo de iniquidad é im­
pureza, ó bien es menester suponer que el abad
Sansón era un calumniador y un desvergonzado.
Puede también adoptarse el término medio de dar
por cierto que el abad exageraría algo, con la pro­
cacidad en uso, y que algo habría de cierto en sus
afirmaciones. Aun así, aun rebajando mucho de lo
que el abad Sansón dice, resulta que el obispo era
un ser casi inverosímil de puro abominable. No
hay vicio que no poseyese; y la torpeza y los des­
enfrenos en que incurría eran tales, que el señor
Mcnéndez, ó no los pone, ó los deja en latín para
recreación de los doctos. Quédense, pues, en latín,

É
y digamos sólo que Hostegesis era, según testimo­
nio del abad, simoniaco, asesino, ladrón, cruel y
tirano.
La herejía de este nefando personaje consistió
en creer que Dios tenía forma humana, y que no
estaba en las cosas por esencia, sino por sutileza.
Todavía ni por sutileza quería Hostegesis que estu­
viese Dios, sino en las cosas limpias. Añadía, ade­
más, tal vez como corolario de esta doctrina, de lo
limpio y lo no limpio, que Jesús fué concebido, no
en el útero, sino en el corazón de María.
No fué, con todo, Hostegesis, muy tenaz en sos­
tener nada de esto, sino que modificó sus opinio­
nes y aun las contradijo en parte ó en todo. En lo
que más terco anduvo, después de convenir en la
omn i presencia divina, es en no querer persuadir­
se de que Dios estuviese en los cerdos, gusanos,
demonios, ídolos y otros seres ó cosas por el mis­
mo orden.
Después de mucho escándalo, juntas, persecu­
ciones y dicterios, se extinguió la herejía de Hos­
tegesis, y, como dice el Sr. Menéndez, se salvó
nuestra Iglesia de este nuevo peligro.
El campeón que la salvó fué el abad Sansón en
una apología que escribió á este propósito y que
nuestro autor extracta. En ella, si bien hay poquí­
simo de original y propio del abad Sansón, sé ve
que la ciencia teológica y filosófica de los prime-

ú
ros siglos de la Iglesia y la erudición clásica se
conservaban entre los muzárabes. Puede inferirse
de aquí lo mucho que los muzárabes debieron de
contribuir al desarrollo y florecimiento en España
de la cultura de los mahometanos, los cuales, cuan­
do la conquista, eran agrestes y rudos todavía. Es
asimismo de admirar en la apología del abad San­
són la firme y clara manera de exponer y sostener
la doctrina ortodoxa acerca de punto tan metafísi-
co y difícil como el de las relaciones de Dios con
el mundo.
Después de San Eulogio, Alvaro Cordobés y el
abad Sansón, se diría que los muzárabes enmude­
cen. Nada queda de ellos que valga para recons­
truir su historia con algunos pormenores. Puede
que vierta luz sobre este obscuro período un pre­
cioso trabajo del Sr. D. Francisco Javier Simonet,
premiado tiempo há por la Real Academia de la
Historia, y que permanece inédito, sin que acerte­
mos á comprender las extrañas razones que se dan
para que no se publique. Los muzárabes, que al
fin, bajo los califas y bajo el imperio de los reyes
de Taifas, no debieron de vivir peor que los ju­
díos y mahometanos, hubieron de sufrir mucho
cuando se renovó y se embraveció el fanatismo
muslímico con las sucesivas invasiones africanas.
Tal vez la invasión de los feroces almorávides
bastó para acabar con aquel pueblo cristiano: unos
renegarían, otros serían desterrados á Africa y
otros se pasarían á los reinos cristianos de Aragón,
Portugal y Castilla. Lo cierto es que cuando San
Fernando conquistó á Córdoba, Sevilla y Jaén,
apenas se encontró muzárabes.
En el siglo ix vivió un sujeto singular que, por
ser español y heterodoxo, entra en el cuadro que
el Sr. Menéndez se ha propuesto trazar. De sus
escritos, doctrinas y sucesos, habla nuestro autor
extensamente. Claudio, Arzobispo de Turín, fué,
sin duda, varón eminentísimo por su saber, por su
talento y por la energía de su voluntad. En Occi­
dente se declaró el adalid de la herejía iconoclasta
y aun de otros principios contra el culto de los
santos, contra la adoración de la Cruz, contra la
veneración de las reliquias y contra la supremacía
de Roma, que hacen de él un digno predecesor de
Lutero. Todas sus disputas están narradas en la
obra de que damos cuenta, así como se da en ella
noticia de lo mucho que Claudio escribió.
Termina el Sr. Menéndez el libro II de su his­
toria, dando amplias noticias de otro sabio español
llamado Prudencio Galindo, que fué Obispo de
Troyes, y refutó brillantemente las doctrinas pan-
teístas del famoso irlandés Scoto Erígena. La obra
de Prudencio Galindo es digna del adversario que
combate, y fué muy ensalzada en toda la cris­
tiandad.
De todo esto deduce y deja ver á las claras el
Sr. Menéndez que jamás hubo solución de conti­
nuidad entre la civilización clásica antigua y los
renacimientos de los siglos xm y xv. La ciencia y
las letras del Lacio brillaron hasta en los más ne­
bulosos siglos de la Edad Media, y tal vez brilla­
ron con más resplandor que en parte alguna en
España y entre los españoles, merced al movi­
miento que imprimió en los espíritus el saber de
los Padres de nuestra Iglesia, durante la domina­
ción de los visigodos.
El libro II halla término natural en el año
de 1085, en que Alfonso VI conquista á Toledo.
La civilización española adquiere desde aquel
punto carácter muy distinto. Hasta entonces, la tra­
dición y la vida de la escuela isidoriana habían
conservado en la España cristiana, sobre todo en
Cataluña, y singularmente en Barcelona, un gran
foco de ilustración y de actividad intelectual, don­
de venían á beber y estudiar los hombres de otros
países que amaban la ciencia. Así Gerbert, que fué
luego Papa, bajo el nombre de Silvestre II.
Después de la conquista de Toledo, entraron en
la cultura cristiana española dos elementos ricos y
opuestos que la hicieron fecunda, poniéndola más
en contacto con el resto de Europa: la cultura que
trajeron de Francia los cruzados, y el clero y
sus monjes que de allí vinieron, y la ciencia y
las doctrinas de judíos y de mahometanos, más
en relación desde entonces con los reconquista­
dores.
No sólo por patriotismo, sino por razón, da el
Sr. Menéndez poca importancia, y no buena, al
influjo de aquella invasión de monjes y clérigos
franceses, que se repartieron los obispados y las
abadías y el gobierno espiritual de España, des­
pués de la conquista de Toledo. Nada trajeron
para la ciencia que sustituyese la tradición isido-
riana, y en cambio perjudicaron algo científica­
mente á la originalidad del ingenio español. En
literatura, menester es confesarlo, tuvieron, no
obstante, benéfico influjo. La forma de las cancio­
nes de gestas, la materia épica, común á toda Euro­
pa en los siglos medios, las leyendas y ciclos de la
tabla redonda, de Grecia y de Roma y bastantes
obras didácticas y poéticas de la baja latinidad,
todo penetró ó se divulgó en España con la veni­
da é imperio de los monjes de Cluny. Nuestra li­
teratura, tan original desde el principio en el Poe­
ma del Cid, por el espíritu que la anima, nace,
como arte, educada por la literatura francesa, de
que más tarde se emancipa.
Otra ventaja produjo el frecuente trato con
Francia; pero esta ventaja fué mayor que para Es­
paña para el resto de Europa. A este frecuente
trato se debió la difusión por el Occidente cristia-

-
no de la ciencia semítico-oriental, de que se hizo
centro y activa oficina Toledo reconquistada.
Naturalmente, el Sr. Menéndez empieza su li­
bro 111 dando una sucinta noticia del desenvolvi­
miento de la filosofía judaica y muslímica, singu­
larmente en España. Aunque sobre este punto tie­
ne que ser breve, le trata con amor y muy bien; y
valiéndose de los trabajos de Renán, Qosche,
Munck, Franck, Geiger, Sachs, Gugenheimer y
otros modernos, no deja de mostrar que acude
con frecuencia á las fuentes para dar á conocer y
para juzgar, por más que sea de pasada, las doc­
trinas de Maimonides, Averroes, Avicebron y de­
más sabios y filósofos semítico-españoles.
La introducción de la ciencia semítica en Euro­
pa se debe á la tolerancia de los reyes y hasta del
clero y arzobispos de Toledo, que allí la cultivan
y desde allí la divulgan, fundando una escuela de
traductores é imitadores.
El honor de esta introducción, que, según Re­
nán, divide la historia científica y filosófica de la
E d a d M edia en dos épocas enteramente distintas,
se le lleva principalmente el arzobispo de Toledo,
D. Raimundo, canciller de Castilla, desde 113 0 á
1150. A más de la ilustrada protección del arzobis­
po, contribuyó eficazmente al florecimiento cien­
tífico toledano la franca benignidad con que fue­
ron acogidos en Toledo los sabios expulsados de
las escuelas de Córdoba y Lucena por el fanatis­
mo de los almohades.
Para todo esto sirve de guía al Sr. Menéndez la
obra francesa de un Sr. jourdain, titulada Investi­
gaciones sobre las antiguas traducciones latinas
de Aristóteles, obra á la cual prodiga los elogios
más extraordinarios; pero el Sr. Menéndez no se
contenta con erudición de segunda mano, y, si­
guiendo las huellas de Jourdain, estudia en las Bi­
bliotecas, y sobre todo en la Nacional de París, có­
dices y manuscritos, conocidos unos, y otros jamás
hasta ahora conocidos y estudiados.
No pudiendo seguir al autor en tan laboriosas
investigaciones, nos limitaremos á decir que de
ellas se infiere ser los principales introductores de
la ciencia oriental en el mundo latino los españo­
les Domingo Gundisalvo y Juan Hispalense. Ellos
han hecho conocer en Europa los libros de Alga-
zel, de Avicena, de Avicebron y de otros sabios
musulmanes y judíos. Gundisalvo, por último, no
contento con ser traductor é iniciador de la cien­
cia oriental, se hace autor de obras originales. De
ellas, conocidas ya y juzgadas por Jourdain, no se
contenta el Sr. Menéndez con dar razón cumplida,
sino que publica por vez primera (en un apéndice)
el tratado D e processione m undi, que es, según
Jourdain, uno de los más antiguos é importantes
documentos de la filo so fía española, influida por
la musulmana. Gundisalvo se pone, con harta ra­
zón, entre los heterodoxos españoles. Inspirado
por la Fuente de la vida, de Avicebron ó Ibn Ge-
birol, aunque salva la personalidad de Dios y pro­
cura salvar el dogma de la creación, afirma la uni­
dad de substancia, hace eternas é incorruptibles la
materia y la forma, y sostiene un emanatismo ó
panteísmo místico, algo semejante al de los alejan­
drinos neoplatónicos.
El florecimiento científico de Toledo atrajo á
esta ciudad á no pocos extranjeros, sedientos de
ciencia, como Gerardo de Cremona, Miguel Scoto
y Hermán el alemán, cuyos trabajos relata y apre­
cia el Sr. Menéndez.
La influencia semítica se dejó sentir pronto en
las escuelas de París, dando nacimiento al desca­
rado panteísmo de Amalrico de Chartres, el cual
sostenía que „todo es Dios, que Dios es todo; que
el Criador y las criaturas son idénticos; que las
ideas crean y son creadas; que Dios es el fin de
todo, porque todas las cosas han de volver á él,
para reposarse en él inmutablemente y formar urt
todo substancial; y que Dios es la esencia de todas
las criaturas." Amalrico negaba también, en cierto
modo, la Trinidad, considerando las tres personas
como tres sucesivas manifestaciones de la esencia
divina. El reinado del Hijo había terminado, y co­
menzaba el del Espíritu Santo. Aquí ve, con razón,
el Sr. Menéndez, el germen de la futura herejía
de el Evangelio eterno.
El influjo de la filosofía judaico-española es evi­
dente en el amalricismo, así como en las obras de
David de Dinant y en las del español M auricio,
todas las cuales fueron condenadas en Francia.
De la personalidad y de los escritos del español
M auricio nada puede poner en claro el Sr. Me­
néndez.
Síguese todo un capítulo sobre las albigenses,
valdenses y cátaros, y sus doctrinas, que pertene­
cen más bien á la historia general que á la especial
en que el Sr. Menéndez se emplea. Estas doctrinas,
las de los valdenses, sobre todo, tendrían algo de
comunistas, serían antisociales. La sociedad de en­
tonces era tan mala, el malestar era tan horrible,
que no ha de extrañarse ni censurarse mucho que
surgiesen la protesta, desesperación y la rebeldía.
Lo que sí es de extrañar y aun de lamentar, es que
el Sr. Menéndez, movido tal vez del instintivo afán
de ser aplaudido de cierta gente desatentada, faná­
tica ó hipócrita, y de mostrar cierto valor moral,
empiece ya á hacer el elogio de la Inquisición, que
se creó contra estas herejías, contradiciendo así y
causando repugnancia á todas las afecciones filan­
trópicas, á toda la tolerancia y la dulzura, y á todo
el respeto que se debe al alma, á la vida y á la li­
bertad y dignidad humanas. Apenas se comprende
que un hombre del saber, del talento y de la bue­
na índole del Sr. Menéndez, ó por amor á la para­
doja, ó porque le ciegan y seducen ciertos aplau­
sos, se haga propugnador de la barbarie más cruel
y estúpida, y desafíe y ofenda lo más noble, esen­
cial y glorioso de la civilización de su siglo.
En el siglo xm se explica que hubiese hombres
eminentes, como Santo Domingo, que favorecie­
sen la Inquisición. En el siglo xix, apenas se com­
prende que la defienda nadie, como esté en su jui­
cio y no anhele singularizarse, patrocinando locu­
ras: algo que crispa los nervios, provoca á náuseas
y ofende el sentido moral de toda persona sensata
y de cierta educación y delicadeza.
Claro está que la Inquisición fué muy popular,
pero eso prueba sólo el nivel moral bajísimo y
perverso de aquellos entre quienes lo era. Y claro
está también que, sin Inquisición, se quemaba, se
torturaba, se confiscaba y se perseguía tiránica­
mente el pensamiento; pero todo esto explica y no
justifica la Inquisición y disminuye sólo ó atenúa
la vergüenza de que en España durase tanto. Por
lo demás, el patriotismo consiste en celebrar las
glorias patrias y en tratar de aumentarlas, no en
ocultar los pecados ó en torcer la conciencia para
convertirlos en actos de virtud. Vergüenza fué el
tener Inquisición por tanto tiempo, pero no pocos
países y gentes la compartieron con nosotros; y el
bárbaro y sanguinario fanatismo, que le dió vida
en España, vino de fuera de España. Esto es lo
único que puede decirse, no para defender la In­
quisición, sino para defender á España de que la
tuvo.
Inhábil sofisma es el de alegar una constitución
ó ley de D. Pedro II de Aragón contra los valden-
ses, en la cual se llega á decir, que, si después de
promulgada la ley, no se van del reino los herejes,
cualquiera persona noble ó plebeya que los descu­
bra puede mutilarlos, matarlos ó robarlos, no ya
sin castigo, sino mereciendo las gracias del Sobe­
rano. El Sr. Aáenéndez califica esta ley de realmen­
te salvaje, y de sobra lo merece. Justo será quizás
añadir que en vista de leyes semejantes, harto co­
munes entonces en Europa, era un progreso la In­
quisición; pero más justamente se añadiría que la
Inquisición fué un progreso si la comparamos con
la antropofagia y con los sacrificios humanos de
muchos pueblos salvajes.
La humanidad, en su largo y trabajoso camino,
se ha extraviado mucho y ha incurrido en faltas
enormes. A pesar del progreso, incurre é incurri­
rá en ellas todavía, pero los escritores deben ilus­
trarla y guiarla para que no incurra de nuevo; y
no es buen modo dejarse llevar del espíritu de par­
tido y cohonestar y aun glorificar monstruosida­
des. No creemos que nos mueva al decir esto pre-
ocupación religiosa ni política. Lo mismo que cen­
suramos los aplausos dados por el Sr. Menéndez
á la Inquisición, censuraríamos al demócrata ra­
cionalista que encomiase los horrores de Danton,
Marat y Robespierre, ó al cismático que aprobase
las persecuciones de los rusos contra los polacos
que profesan el catolicismo.
La horrible guerra de los cruzados del Norte de
Francia contra los condes de Tolosa y Foix y con­
tra otros señores de Languedoc, viene relatada des­
pués, así como la batalla de Muret, donde tan he­
roica y desastrada muerte tuvo D. Pedro, rey de
Aragón, no por defender á los albigenses, sino por
defender á sus deudos. De todos modos, Francia
redondeó entonces su territorio, en nombre de la
intolerancia religiosa, y en defensa de la libertad
vertieron su sangre el rey de Aragón y lo más bi­
zarro y brillante de su heroica nobleza.
Después de la batalla de Muret el espíritu in­
transigente y fiero penetró en Aragón, y gracias al
arzobispo de Tarragona y á San Raimundo de Pe-
ñafort, se fundó la Inquisición en Cataluña, en
virtud de una bula de Gregorio IX.
La pravedad herética de los albigenses se di­
fundió por el reino de Castilla. D. Lucas de Tuy
la impugnó en un tratado. Y el santo rey D. Fer­
nando III la persiguió con más eficacia.
Duros y sin entrañas eran en aquella edad has-
ta los varones más virtuosos. El fanatismo los ha­
cía más crueles. San Fernando, por testimonio de
Mariana, era tan enemigo de los herejes que, „no
contento con hacellos castigar por sus ministros,
el mismo, con su propia mano, les arrimaba la
leña y les pegaba fuego"; en los fueros que dio á
varias ciudades siempre imponía á los herejes
pena de muerte y confiscación de bienes, y los
Anales Toledanos dicen de él en son de elogio
que enforcó muchos homes é coció muchos en cal­
deras.
Trae el Sr. Menéndez todavía en el primer vo­
lumen de su historia un estudio detenidísimo y
muy bien hecho sobre el célebre Arnaldo de Vi-
lanova, uno de los más singulares sabios enciclo­
pédicos de la Edad Media, que lo era todo, médi­
co, jurisconsulto, poeta, astrólogo, alquimista, filó­
sofo, teólogo, hereje, místico, pseudo-profeta, po­
lítico y diplomático á la vez. El examen de sus es­
critos y doctrinas, sus aventuras y peregrinacio­
nes, sus rarezas y atrevimientos, están contados
con habilidad y ameno estilo, y prueban la mara­
villosa diligencia, felicidad y facilidad del Sr. Me­
néndez para buscar y hallar noticias peregrinas.
Claro está que lo primero que demuestra el señor
Menéndez es que Arnaldo de Vilanova era es­
pañol.
Entre otras curiosidades extrañas, parece que
Arnaldo trató de hacer el hombre artificial ó quí­
mico, como después lo intentó Paracelso, y como
Goethe supone que lo consiguió Wagner. Arnal­
do escribió mucho en latín y mucho también en
lengua catalana. Nuestro autor saca del olvido en
que yacían algunas de sus obras.
Es tan rica en asuntos, tan extensa y tan impor­
tante la del Sr. Menéndez, que no es posible dar
de ella un somero extracto ni hacer un ligerísimo
juicio sin detenernos más de lo que pensábamos.
Aun nos queda mucho que extractar para que
al menos sepa, quien no ha leído al Sr. Menéndez,
las materias principales de que trata, y nos queda
asimismo bastante que censurar, por la divergen­
cia acaso de nuestras ideas político-religiosas, y
muchísimo que encomiar, aplaudir y señalar como
digno, hasta de admiración, por todas las demás
razones.
Madrid, 1880.
DON V EN T U R A DE LA V E G A

La nueva dirección que imprimió al espíritu de


los españoles el movimiento principalmente inicia­
do por Luzán, no puede negarse que, al empezar,
tuvo mucho de anticastiza. El primer impulso vino
de fuera: vino casi exclusivamente de Francia, país
que, por su vecindad con el nuestro, superior cul­
tura, preponderancia política, riqueza y poder en
estos últimos tiempos, ejercía entonces influjo
grandísimo en España. Pero este influjo, que no
fué sólo sobre nosotros, sino que se extendió por
Europa entera, avasallando á pueblos que, como
Alemania, Italia é Inglaterra, tienen rica literatura
original, no se impuso en nuestra patria de un
modo absoluto; antes bien, dejó vivos el espíritu
de nuestro pueblo, el germen de su pensamiento
y hasta las formas en que debía manifestarse.
Si se atiende á la perversión de nuestras letras y
á la triste decadencia de nuestro saber á fines del
siglo xvii y principios del xvm, fuerza es convenir
en que la llamada reforma de Luzán no destruyó
nada que mereciese ser conservado. Algunos de
los introductores en España del gusto francés, tu­
vieron además abundante caudal en la rica vena de
su propio ingenio, por donde la adopción del nue­
vo gusto, en vez de propender á extirpar ó des­
arraigar el árbol de la civilización española, vino á
podar el inútil follaje y á rozar en torno el denso
matorral que le estaba ahogando. Cierto es que,
después de esta roza y de esta poda, el árbol apa­
reció cor. pocos frutos y flores y harto desmedra­
do, pero no fué por culpa de tales operaciones, sino
porque la vana pompa y el vicioso ornato, que
aquellas operaciones destruyeron, traían el árbol
consumido y á punto de secarse.
Otra ventaja importó el influjo extranjero, y fué
sacarnos poco á poco del aislamiento en que vivía­
mos, rompiendo el que á modo de cordón sanita­
rio había puesto alrededor de nosotros la suspica­
cia religiosa. Así se abrieron camino doctrinas y
especulaciones, nacidas, sin duda, en otro suelo,
pero que, penetrando en la mente española, ya se
convertían en la substancia de ella en lo que tenían
de asimilable y sano, ya eran estímulo para que
reviviese en nosotros, por la contradicción misma,
el espíritu antiguo.
Epoca de triunfo para estas novedades literarias
fué el reinado de Carlos III; pero más tarde gran­
des sucesos políticos hubieron de traer nuevas
fuerzas y elementos, que prestaron ser, carácter y
energía á la literatura: las ideas de progreso, liber­
tad é igualdad, proclamadas por la revolución
francesa, y el sentimiento nacional, recobrando
todo su brío para oponerse á la ambición napoleó­
nica.
Comprendido así en su conjunto el período de
nuestra historia literaria en que prevaleció el pseu-
do-clasicismo francés, se ve que no fué paréntesis
ó solución de continuidad en que sólo hubo lo
exótico y trasplantado artificialmente en España,
sino que permaneció la semilla del propio pensa­
miento, y aunque regada y como inundada por
un torrente de ideas extrañas, en vez de ahogarse,
reverdeció y floreció con riego tan fecundo. Hasta
cuando parecía la imitación más servil, siempre
producía algo de radicalmente castizo: algo en que
la literatura española de los siglos xvi y xvn, me­
nos estimada entonces de lo que era justo, reapa­
reció en el fondo y en la forma por cima de todo
remedo de los modelos franceses. Así, por ejem­
plo, nada más castizo que Moratín padre en sus
quintillas de la fiesta de toros en Madrid y en su
oda á Pedro Romero; nada más castizo que Igle­
sias, siguiendo sólo los preceptos para desechar lo
que era de mal gusto, pero imitando en lo demás
á Quevedo y á Góngora; y nada más castizo que
Quintana, imbuido en las doctrinas de los enciclo­
pedistas y revolucionarios franceses, pero combi­
nándolas con los sentimientos patrióticos más
acendrados y hondos.
En la lírica pura no era esto de extrañar, porque
desde principios del siglo xvi, España más que
Francia, tomando ejemplo de Italia, había vaciado
su poesía en molde en cierto modo greco-latino;
pero en el teatro, en que habíamos sido tan espon­
táneos v originales, y en que tanto nos habíamos
apartado de los modelos de la docta antigüedad,
se hubiera dicho que íbamos á romper con lo pa­
sado, y, sin embargo, no rompimos. La corriente
del espíritu español ni aun en esto cambió de cau­
ce, y ateniéndose á los preceptos de Boileau, y si­
guiendo el ejemplo de Moliére y de Racine, si bien
se burló de los delirios en que había venido á in­
currir nuestra dramática, la continuó por brillante
manera, en la comedia singularmente, haciéndola
limpio y claro espejo de la presente realidad, y po­
deroso vehículo y eficaz medio de divulgación de
las ideas que entonces prevalecían. Así descollaron
dos dramaturgos, harto dignos de figurar entre
los grandes de nuestro antiguo teatro, como sus
naturales y legítimos sucesores; ambos castizos
por la forma y hasta por el fondo: uno de ellos,
Moratín hijo, admirable por su aticismo, sobrie­
dad, atildamiento y elegancia: el otro, D. Ramón
de la Cruz, demócrata instintivo, fustigando, como
Jovellanos en España y como Parini en Italia, á la
caída y depravada nobleza, y poniendo en la baja
plebe, en medio de su grosería y graciosa ignoran­
cia, que él pinta por cómico estilo, aquel fecundo
germen de virtudes heroicas, que tan alta muestra
dió de sí en el levantamiento y guerra contra Na­
poleón I.
La renovación clásica produjo además otros
grandes bienes: nos hizo volver con mejor criterio
al estudio de los autores y de la lengua del Lacio,
madre nobilísima de nuestra lengua, produciendo
los mejores traductores que de Horacio y otros la­
tinos hemos tenido nunca; y, extendiéndose este
cuidado y amor á la poesía y á la lengua griegas,
cuyo estudio había sido siempre más descuidado
en España, hubo de enriquecerse el tesoro de
nuestra literatura con traducciones, si no excelen­
tes, estimables, como las de Conde, Castillo y
Ayensa, y otros; y, sobre todo, con una traducción
de la llia d a , la de Hermosilla, harto injustamente
maltratada hoy, pero digna de todo aprecio, y que,
si no es tan elegante, es más fiel que la italiana de
Monti, tan celebrada. Hubo, además, por entonces,
otro influjo que vino á contrarrestar el influjo fran­
cés, trayéndonos algo que imitar más adecuado á la
índole de nuestro idioma: el influjo italiano.
En Italia, la preponderancia intelectual de los
franceses se había hecho igualmente sentir; pero
sin destruir la originalidad, aunque causando cier­
to menoscabo, á vueltas de bastantes ventajas. Es
cierto que la crítica francesa arrancó mucha broza
del jardín de nuestro ingenio; mas no ha de ne­
garse que esta escarda se llevó también plantas
útiles y bellas flores. Así en España, como en Ita­
lia, la excesiva pulcritud empobreció el idioma en
vocablos, frases y giros. Sin duda que el vocabu­
lario de Metastasio quedaba reducido á la cuarta ó
quinta parte del de Dante; así como el de Moratín,
Don Leandro, es también mucho menos rico que
el de Tirso ó el de Lope. Verdad es que, al mismo
tiempo, las nuevas ideas importadas agitaban el
pensamiento y le excitaban á salir de aquella po­
breza de idioma á que la meticulosidad crítica le
había reducido, pugnando por enriquecerse con
nuevas formas de expresión, ya que se juzgaba
más rico también en ideas y en sentimientos.
Según hemos indicado, estos nuevos sentimien­
tos é ideas, concretándonos á la poesía, se puede
afirmar que habían añadido cuerdas á la lira, ó
bien que cuerdas que en ella estaban flojas desde
hacía muchos siglos, habían vuelto á adquirir po­
derosa tensión y singular é inaudita resonancia. El
amor de la libertad, la fe en el progreso humano y
la devoción á la patria, concebida la idea de patria
de otro modo más amplio que en lo antiguo,
habían venido á ser noble asunto y vivo estímulo
del canto.
En Italia había surgido una escuela, de la que
podemos dar como fundador á Parini. Esta escue­
la tuvo desde luego eco en España. En la forma y
en el fondo se advierte el eco. Nosotros no podía­
mos imitar la dicción poética de los franceses, cuya
lengua es pobre de prosodia y carece de hipérba­
ton, y á veces emplea, hasta en los más inspirados
versos, un llanísimo, desmayado y prosaico estilo;
así es que buscamos y hallamos en la lengua y
poesía italianas (á principios del siglo xix como á
principios del siglo xvi) hermosos modelos que
imitar. Huellas patentes de tan atinada y feliz imi­
tación se notan en Gallego y Quintana, en las sáti­
ras de Jovellanos, y más aún en la mayor parte de
los versos de D. Leandro Fernández de Moratín,
quien, prescindiendo ahora del valer que tengan,
por el fondo, sus composiciones en endecasílabos
libres, halló é introdujo en nuestro idioma el más
primoroso modo de expresión poética, siendo en
este punto espejo de versificadores, y aun de poe­
tas, hasta donde el valer de los poetas reside en la
forma, y por la forma se mide y tasa.
Vino más tarde á coincidir esta época de neocla­
sicismo con el despotismo de Fernando Vil, tan
poco propicio á la divulgación del saber; pero, me-
nester es confesarlo, en las pocas partes en que se
estudiaba, se estudiaba más que ahora, y lo poco
que se estudiaba solía estudiarse mejor. No tenían
entonces los estudios este carácter enciclopédico
que hoy tienen, ni había tantas personas que pre­
sumiesen, como en el día, de saber cuanto hay que
saber; pero las que algo sabían solían saberlo más
á fondo. Además, por lo mismo que el saber an-
< daba menos divulgado, tenía más aristocrático ca­
rácter, y casi siempre iba unido á él cierto dejo ó
perfume de buen tono. Por último, muchas perso­
nas de ingenio y de ciencia no se consagraban en­
tonces á la política, porque eran más permanentes,
y, por lo tanto, más difíciles de alcanzar los altos
puestos del Estado, y se entregaban con gran repo­
so y sin distracción alguna á tareas científicas y li­
terarias, y hasta á la educación de la juventud.
Brillante muestra dió de esto el célebre D. Alberto
Lista, de cuya escuela salieron muchos notables
literatos y no pocos poetas, contándose entre ellos
algunos,en cualquiera edad y en cualquiera nación,
eminentes.

II

Sin duda que la poesía es don natural del cielo,


que ni en colegios ni en academias se adquiere,
pero ¿cómo negar que el estudio predispone y fa-
cilita el camino para llegar á un punto donde sea
fructífera la inspiración? Mal podrá nadie, por mu­
cha que tenga, ser poeta bueno si desconoce los
recursos que su propio idioma le ofrece para ex­
presar por elegante estilo sentimientos é ideas. Y
por otra parte, claro está que, contando con un di­
choso natural, los sentimientos son más nobles y
elevados en la persona bien educada que en la in­
culta: así como en las ideas, aunque se suponga
que nazcan espontáneamente, no ha de negarse
que bastantes son adquiridas, y que á veces, hasta
las más originales nacen por combinación de las
que adquirió antes el que las concibe, ó por con­
tradicción de su espíritu y las ideas ajenas, ó por
consecuencia dialéctica que él mismo saca de di­
chas ideas, todo lo cual presupone ó implica su
conocimiento, y, por lo tanto, el estudio.
No nos detendríamos aquí, pecando de prolijos,
en sostener tan evidente verdad, si no hubiera pre­
valecido en la época del mayor florecimiento del
poeta, cuyo juicio vamos á hacer (coincidiendo
con dicho florecimiento otra nueva revolución li­
teraria que echó por tierra el neo-clasicismo á la
francesa), la absurda opinión de que el saber es
contrario á la originalidad, de que la erudición
agobia con su peso las alas del ingenio, y de que
para ser un gran poeta inspirado se ha menester de
cierta dosis de ignorancia, cuando no de barbarie.
Don Ventura de la Vega distaba mucho de ser
un sabio, y no tenía el menor empeño en pasar
por tal; pero había recibido esmeradísima educa­
ción en la ya citada escuela de D. Alberto Lista,
por donde, aun suponiendo equivalentes á las de
otros sus prendas naturales, él les llevaba ventaja.
Hay asimismo que tener en cuenta que no son
á veces las prendas naturales muy fáciles de dis­
tinguir de las adquiridas, ya que la educación sue­
le crear en nosotros segunda naturaleza. Así, el
buen gusto, la sobriedad, el atildamiento, el no
decir nada que no se entienda y no se sepa por
qué se dice; el empleo de la palabra adecuada y la
armonía entre lo que se expresa y el signo de la
expresión: todo esto, y mucho más, no sé yo hasta
qué punto es don gratuito del cielo ó fruto del es­
tudio. Lo cierto es que el no aprendido canto es
propio de las aves, porque el hombre, animal re­
flexivo y capaz de progreso en todo, hasta en el
arte, se aprovecha de lo que otros cantaron, y lo
mejora. De donde se infiere que el verdadero poe­
ta ó cantor original es el que imita y mejora imi­
tando, pues al que se jacta de no imitar suele
acontecerle lo que á los pajaritos, que sin imitar
sin duda, y muy espontánea é inspiradamente, re­
piten siempre la misma cantinela que, con poca
variedad de notas y por larga serie de siglos, han
cantado.
Cuando el cambio y revolución que hubo en
España, en la república de las letras, con la intro­
ducción del romanticismo, Ventura de la Vega,
dotado de las prendas y condiciones que hemos
dicho, hombre de acendrado y exquisito gusto,
pero sin la inflexible severidad del sectario, hizo
un papel útil, no oponiéndose á la corriente ni
tratando con ahinco de atajarla, sino abriéndole
cauce dentro de los preceptos y reglas, liberal­
mente interpretados, de la antigua escuela que él
seguía, y burlándose de los extravíos en que la
ignorancia, el prurito de singularizarse y la exage­
ración del romanticismo hacían caer á muchos es­
critores.
La nueva revolución literaria que trajo el ro­
manticismo se hizo al mismo tiempo que una gran
revolución política y que una larga y violenta gue­
rra civil, todo lo cual excitaba los ánimos, convi­
daba á la gente á que escribiese y le daba amplia
libertad para publicar lo escrito. De aquí que hu­
biese un sinnúmero de escritores, si algunos con­
venientemente preparados para escribir, los más
harto ignorantes, en extremo engreídos é imagi­
nando que lo habían de averiguar y explicar todo,
lo divino, lo mismo que lo humano, en virtud de
maravillosas intuiciones.
La nueva secta romántica, aunque de origen
alemán, vino inmediatamente de Francia, de don­
de han venido durante mucho tiempo á nosotros,
opiniones, doctrinas, costumbres y usos. Tal vez
se nos pueda acusar por esto de falta de iniciativa,
falta natural en pueblos atrasados; mas no de falta
de aquel ser y valer literarios que por sí mismos
persisten y estampan el sello de su originalidad
nacional en cuanto crean, sea el que fuere el ex­
traño impulso que los agita.
De fuera vino la escuela de Luzán y de fuera
vino el romanticismo, y ambos movimientos fue­
ron útiles. De 1834 á 1848 lucharon encarnizada­
mente. En el día, terminada ya la lucha, es lícito y
aun razonable ser ecléctico, y afirmar que se com­
pletan.
La escuela clásica, ó si se quiere pseudo-clási-
ca, puso en la poesía lírica sabia una elegancia,
una robustez de dicción, un primor de lenguaje,
que antes jamás había tenido. Nuestro lenguaje
político se elevó á la mayor perfección de la for­
ma en los versos de Moratín, hijo, y de Lista, en
algunas composiciones de Quintana, en casi todo
lo de Gallego, y en no pocas octavas de la A gre­
sión británica, de Maury. Valdrá lo que se quiera
el pensamiento de estas obras, pero en ellas puede
afirmarse que el pensamiento ha tomado cuerpo
y ha quedado grabado para siempre, no en barro
blando ó quebradizo, sino en mármol brillante y
duro.
En este culto á la forma estuvieron iniciados y
adiestrados por Lista y Gallego algunos de los jó­
venes que fueron después los más gloriosos adali­
des del romanticismo: por donde, aun en los mo­
mentos de más guerra entre ambas escuelas, la ro­
mántica se revestía ya con las armas y se apropia­
ba las riquezas y conquistas de la clásica. Espron-
ceda, romántico, por el espíritu, Byron y Goethe
de España, era por la forma un clásico discípulo
de Lista.
Si la escuela clásica dotó á nuestra literatura de
esa correcta nitidez y de esa primorosa estructura
métrica que admiramos, por ejemplo, y quizá más
que en nadie, en Gallego, la romántica nos hizo
buscar con amor fuentes de poesía olvidadas: nues­
tras antiguas consejas y tradiciones, nuestro ro ­
mancero, todo el tesoro épico popular de esta Pe­
nínsula.
En el teatro, la escuela clásica del siglo xvm, no
sólo había conservado lo cómico, sino que casi
puede afirmarse que había creado la verdadera co­
media de costumbres. Moratín hijo tiene esta glo­
ria. Sus más ilustres continuadores son Bretón de
los Herreros y Ventura de la Vega. Pero en lo trá­
gico, en el drama, la escuela de Luzán, el gusto
francés no había tenido el mismo éxito. El roman­
ticismo fué, en este punto, el que hizo revivir nues­
tro gran teatro nacional. Sobre la Raquel, de Huer­
tas; la Numancia, de Ayala; E l Pelayo, de Quinta­
na, y el Edipo, de Martínez de la Rosa, vinieron á
ponerse el E l Trovador, de García Gutiérrez, el
Don A lvaro, del Duque de Rivas, y Los Amantes
de Teruel y D oña M encía, de Hartzenbusch.

III

Ventura de la Vega, que por la índole de su in­


genio no podía ser corifeo entre los románticos,
no fué tampoco uno de sus más resueltos impug­
nadores. Poeta en quien la crítica precedía ó acom­
pañaba á la inspiración, siempre se hallaba dis­
puesto á censurar los extravíos ó los que tenía por
tales; pero la benignidad de su genio impedía que
fuese acerba la censura. Ventura de la Vega ense­
ñaba más con ejemplos que con preceptos. En pro­
sa escribió poco, salvo las comedias.
Aunque no fué poeta lírico de poderosa inspira­
ción, poseía, como quien más, el entendimiento y
el amor de la belleza: entendimiento y amor que
agitan el alma con verdadero estro.
Su tino crítico y su respeto á la poesía eran no­
tabilísimos: por donde quizá escribió pocas com­
posiciones líricas, y casi todas ocasionales. La bue­
na poesía lírica es siempre ocasional. Sin ocasión
no se concibe. Sin el Dos de Mayo no escribe G a­
llego su elegía; sin el levantamiento de España con-
Ira los franceses no escribe Quintana su mejor
Oda; sin Lepanto no compone su canción Herre­
ra. Pase porque alguien, que se propone escribir
una comedia ó una novela, busque asunto ó argu­
mento; pero es insufrible y pueril poeta quien se
empeña en componer una oda, una canción ó una
elegía, sin motivo, sin caso, sin ocurrencia que des­
pierte su entusiasmo. No es esto negar que se dé
gran poesía lírica pura sin suceso externo que la
ocasione; pero entonces la ocasión viene de aden­
tro: el hálito inspirador, la pasión que estimula el
ingenio, emerge de las profundidades del ser pro­
pio, es obra de la íntima contemplación de la na­
turaleza, reflejada en el alma, ó bien del alma mis­
ma y de lo trascendental que en su centro se es­
conde y vive. En este caso la poesía lírica es místi­
ca ó es lo que se llama ahora subjetiva. Pero Ven­
tura de la Vega ni era místico, ni se abismaba en
contemplaciones reflexivas, ni tenía subjetivismo:
era un poeta objetivo.
Diéronle, pues, ocasión y asunto para sus me­
jores versos algunas lindas damas que le infundían
amistad ó amor, y algunos importantes sucesos po­
líticos ó literarios.
Si sólo hubiera sido poeta lírico, sería difícil adi­
vinar que vivió en un tiempo en que estaba agita­
da la república literaria por la guerra civil entre
clásicos y románticos. Sus versos serios parecen
escritos por cima de ambas escuelas, en región se­
rena y elevada, donde no podía llegar el ruido del
combate. Todos son clásicos por la pureza y co­
rrección de la forma, sin que en ellos se note ama­
neramiento clasicista; pero algunos pudieran ser
reivindicados por la escuela romántica, como ins­
pirados por ella. Tales son las preciosas estrofas de
pie quebrado, como las de Jorge Manrique, titula­
das O rillas del P a sa, y más aún la Agitación, don­
de hay hasta algo de byrónico y no poco de pesi­
mista. Vega, no obstante, era clásico, á despecho de
la corriente que trataba de arrastrarle, y en sus ver­
sos familiares y menos líricos se desata en sátiras
contra el romanticismo, aunque confiesa que algu­
na vez se inficionó con sus extravagancias conta­
giosas. Arrepentido de ello llama al romanticismo
herejía y locura que vino á España en traje fra n ­
cés; y casi, casi, aunque rebozadamente, se atreve
á calificar á Dante de bárbaro. Vega se burla del
tiempo en que fué ó estuvo á punto de ser román­
tico, y le parece fie ra pesadilla, de la que consi­
guió despertar con trasudores á las voces de Lista
y Hermosilla.
Entonces vuelve á preferir las aguas de Hipo-
crene, las Sacras Musas, el Olimpo sereno, los dio­
ses de Grecia y las doradas aguas del Pactólo, á
todas las lagunas, nieblas, visiones, espectros, án­
geles y demonios del romanticismo.

-
En efecto, la verdadera inspiración de Vega era
la clásica, la que se alimentaba en el apasionado
estudio é inteligencia de los poetas eruditos de
nuestro siglo de oro, de su maestro Lista, de los
poetas latinos y aun de la moderna poesía italiana,
cuyo influjo, es verdad, se nota mucho más en las
últimas composiciones de Vega que en aquellas
que escribió cuando joven. Para mí no cabe la
menor duda en que el libro I de la Eneida, admi­
rablemente traducido, lo que de poesía latina se
ha traducido mejor en verso castellano desde que
hay en España literatura, debe mucho al estudio
de la metrificación, de la dicción poética y del cor­
te y cadencia de los endecasílabos italianos.
Como Ventura de la Vega era perezoso y poco
inclinado á seguir la marcha y evolución de las
ideas, ya modificando las que en el colegio reci­
bió, ya enterándose de las nuevas para combatir­
las, prefería burlarse ligeramente de las novedades,
y, á la verdad, lo hacía con gracia. Además, como
las novedades no siempre son juiciosas, Vega acer­
taba á menudo en sus chistes y burlas. Pasada ya
la furia del romanticismo, vino otra novedad que
aun repugnó y chocó más á Vega; una entre nos­
otros novísima ciencia que se aplicaba á la crítica
literaria: la filosofía del arte, ó sea la estética. Vega
se reía de la doctrina flamante y del vocablo que
la designaba. El tenía una estética natural atina-
dísima, infalible casi, sin haber estudiado estéti­
ca; mientras que en España, por desgracia, y por
razones que sería menester escribir un libro para
exponer, casi todos los que saben de estética ó afir­
man que la saben tienen el más disparatado gusto
de que puede hacerse mención en los anales de la
literatura, y no hay desatino, rareza ó depravación
que no patrocinen.
Vega, por el contrario, pecaba á veces por otro
extremo. En fuerza de amar lo regular, lo terso y
lo pulido, menospreciaba á eminentísimos poetas,
algo desordenados y rudos; pero como odiaba las
disputas y no gustaba de malquistarse con nadie
por asuntos que en resumidas cuentas le importa­
ban poco, solía decir amén, permítasenos lo fami­
liar de la expresión, á muchas alabanzas hiperbó­
licas dadas á ciertos genios, aunque luego en sigi­
lo protestase y se desahogase con chistes. Así, por
ejemplo, le acontecía con Shakespeare, á quien él
creía inculto y desatinado, si bien con aciertos; y
así le acontecía con muchas cosas de nuestro Cal­
derón, aun de las que más se celebran y admiran.
Las décimas, pongo por caso, de
«Apurar, cielos, pretendo",

las recitaba él con mucho énfasis, arqueaba las ce­


jas al recitarlas, meditaba ó aparentaba meditar
profundamente sobre ellas, y acababa por declara!'
que le parecían un trabalengua casi sin sentido,
que nadie entiende, ni el propio Calderón hubo
de entender tampoco. Y como al declararlo lo ha­
cía con cierto misterio, recomendaba muchísimo
que le guardasen el secreto, y tomaba mil precau­
ciones para que su parecer no se divulgase, logra­
ba hacer más chistosa la declaración.
En suma, salvo la diferencia que fatalmente
traen los tiempos consigo, Vega parecía nueva en­
carnación del espíritu de D. Leandro Fernández
Moratín, si bien, como nacido en edad de mayor
florecimiento, no pudo ejercer el predominio que
Moratín ejerció; antes cedió á menudo al ascen­
diente de compañeros que fueron superiores á él,
como, por ejemplo, Espronceda. Al ceder, no obs­
tante, Vega no solía perder, sino ganar. Sus versos
románticos, la Agitación, sobre todo, según queda
ya expuesto, son de los mejores que ha escrito. Y
también son de los más briosos otros muy ajenos
á la inspiración moratiniana: otros enteramente
revolucionarios que compuso en 1830, á poco de
las jornadas de Julio, excitando á los españoles á
derribar de su caduco trono al tirano Fernan­
do VIL
Como Vega no era muy trabajador, y allá en su
mocedad andaba necesitado, y se ganaba poquísi­
mo, mucho menos que ahora, con el cultivo de
las letras, Vega tuvo que dedicarse á hacer para el
teatro traducciones y arreglos del francés. En esta
tarea, relativamente estéril para su gloria, mostró
extraordinario tino y singular habilidad, así en la
elección de originales como en arreglarlos gracio­
sa y esmeradamente, por donde solía resultar me­
jor lo que él ponía en castellano que lo que en
francés había hallado escrito; y acertaba á sembrar
el diálogo de chistes tan de nuestro país y de idio­
tismos tan felices, y á modificar personajes, accio­
nes y sentimientos, haciéndolos tan españoles, que
apenas hay traducción ó arreglo de éstos que no
parezca original. Por tal arte alcanzó Vega gran­
dísimo favor con el público, y aun prescindiendo
de lo que hizo todo propio suyo, vino á pasar por
el segundo poeta cómico de su tiempo, ya que en­
tonces vivía y era el primero D. Manuel Bretón
de los Herreros.
Ni faltaron críticos que, dando á Bretón el pri­
mer lugar por lo fecundo, lo fácil y lo chistoso,
todavía guardasen el primero para Ventura, por
el aticismo, por el conocimiento del juego escé­
nico y de los efectos teatrales y por la más hon­
da observación y viva pintura de pasiones y ca­
racteres.
Entre estas obras traducidas ó imitadas del fran­
cés con tan buen tino, descuellan alguna zarzuela
y, sobre todo, una comedia de enredo, titulada La
segunda dama duende, á la cual sirvió de funda­
mentó el libreto de la ópera cómica Le domino
noir, compuesto por Scribe.
Por hábil que fuese Vega en traducir y en arre­
glar, nunca hubiera alcanzado tanta popularidad y
crédito, ni menos ios hubiera conservado, si no es­
cribe también obras originales.'Tuvo, pues, que
escribirlas y las escribió con empeño y estudio
grandes, como quien desea mostrar todo lo que
puede, y producir en cada género algo que valga
para modelo ó dechado.
Transigiendo un tanto con la moda romántica,
aunque sin extremarla, eligió asunto en nuestra
historia de la Edad Media y por héroe á un per­
sonaje de los más simpáticos y gloriosos que en,
ella figuran, y compuso el drama Don Fernando
el de Antequera, donde, si no arrebata ni seduce
con inesperadas peripecias y con violentas emocio­
nes á un público acostumbrado ya á obras dramá­
ticas de más pasión, de más lances y de más liris­
mo, como las de García Gutiérrez, Zorrilla y Gil
y Zárate, todavía se acerca más al verdadero drama
histórico, si éste ha de ser representación fiel, aun­
que poética, de los usos, costumbres, creencias y
pasiones de otras edades. No hay en Don Fernan­
do el de Antequera la profunda observación, el es­
tudio y la segunda vista histórica que se notan,
por ejemplo, en el Gótz de Berlischingen, de Goe-
te, y en la trilogía de Wallenstein, de Schiller; pero
el asunto está estudiado con detención y esmero
no comunes en los poetas que se han empleado en
escribir en España dramas históricos.
Obras originales de Ventura de la Vega, de su­
perior merecimiento, son La muerte de César y
E l hombre de mundo. El fallo de la crítica, en per­
fecta consonancia con la opinión general, da á esta
tragedia y á esta comedia la primacía entre todas
las obras de nuestro poeta. La dificultad está en
decidir cuál de las dos obras aventaja y vence á la
otra. Nosotros, aun antes de examinarlas á fin de
emitir fundado juicio, nos adelantamos á declarar
que la tragedia es nuestra preferida. Cierto es que
E ! hombre de mundo es comedia primorosa. Los
caracteres son humanos y verdaderos; el enredo,
aunque sobrado sencillo, tiene verosimilitud y al­
gún interés; y las escenas y el diálogo están llenos
de sal ática, y no carecen, en ocasiones, de delica­
dos sentimientos. E l hombre de mundo, además, si
se atiende á la perfección negativa, ó dígase, á la
carencia ó escasez de lunares, puede llevarse la
palma de la primacía entre todas las comedias es­
pañolas, propiamente comedias, exceptuando aca­
so E l s í de las niñ as; pero si se atiende también á
la abundancia de los chistes, á la viveza y gracia
de los caracteres, y á otras prendas y condiciones
que producen el regocijo y el deleite en los espec­
tadores, moviéndolos á perdonar ó haciéndoles

á
desconocer los defectos que haya, igualan, ya que
no venzan á la comedia de Vega, no pocas de Bre­
tón, algunas de las de Narciso Serra, y hasta las
farsas de D. Ricardo, hijo de nuestro D. Ventura.
Claro está, no obstante, que en E l hombre de mun­
do el valer literario es mayor y más completo; pero,
por muchos lados, como hemos dicho, la comedia
de Vega tiene que sufrir poderosa rivalidad.
En cambio, La muerte de César, en su género,
y así por la forma como por el asunto, apenas
halla en castellano obra que con ella compita, á
no ser la Virginia, de Tamayo. Las mismas trage­
dias clásicas, que por haber aparecido en más pro­
picia ocasión alcanzaron en España superior po­
pularidad y fama, están todas por su mérito real
muy por bajo de la de Ventura. El Edipo, de Mar­
tínez de la Rosa, es imitación de imitaciones del de
Sófocles. Allí, el espíritu de la tragedia griega se
diría que, á modo de licor generoso y aromático
que va pasando de vasija en vasija, ha perdido su
sabor y su perfume, y su fuerza para embriagar,
después de tanto y tanto trasiego, sin que Martínez
de la Rosa, fuera de una versificación correcta,
aunque palabrera y desmayada, ponga, en cambio,
en su Edipo, como Voltaire en el suyo, intencio­
nes, sentencias y propósitos que le den valer. El
Pelayo, de Quintana, alcanzó por este motivo ex­
traordinaria popularidad. Muchos de sus versos y
frases aun viven en los labios del vulgo como má­
ximas ó doctrina, casi como proverbios; pero el
Pelayo, por el interés de la acción, por la verdad
histórica y por la pintura de los caracteres, está
también por bajo de La muerte de César. Y, por
último, todas las tragedias clásicas del siglo pasa­
do se quedan á inmensa distancia. Desgracia ha
sido de la tragedia en nuestro país; pero bien pue­
de decirse que las únicas verdaderamente buenas
que se han escrito, la de nuestro autor y la V irgi­
nia, de Tamayo, han venido después de pasada la
moda. Esto no ha sido, con todo, capricho del aca­
so, sino que tiene su explicación y fundamento ra­
cionales. La inspiración de que han nacido V irgi­
nia y La muerte de César es muy otra de la que
dió ser á las anteriores tragedias pseudo-clásicas;
es la misma inspiración romántica del drama his­
tórico, aunque aplicada á asunto romano y gentí­
lico, en vez de aplicarse á casos de la Edad Media
cristiana, y buscando en la versificación endecasí­
laba, en las unidades de tiempo y lugar y en otras
condiciones de la pasada tragedia, el molde que
parecía más á propósito para el asunto. Lo que dis­
tingue esta nueva tragedia de las antiguas es cier­
ta aguda percepción de lo pasado, que se ha hecho
bastante común desde el principio del segundo
tercio de nuestro siglo, y por cuya virtud vemos
más claras las imágenes y comprendemos mejor

*
los sucesos de las edades remotas; apareciendo á
nuestros ojos como si se rasgasen velos y se disi­
pasen nieblas, en-brillantes panoramas inundados
de luz ó en cuadros singulares de bien trazado di­
bujo, la historia del linaje humano. Por este con­
cepto, la tragedia de Ventura de la Vega es supe­
rior á la de Voltaire sobre el mismo asunto. Por
la elegancia del estilo tampoco cede el paso á la de
tan famoso maestro. Y, si la de Shakespeare es más
espontánea é inspirada, es también harto irregular
y llena de rarezas, dicho sea con perdón de los
anglomanos.
¿Por qué, pues, no ha sido más simpática al pú­
blico la tragedia de Vega?
Yo me atrevo á sospechar que, si bien Vega tenía
sobrado buen gusto para escribir una tragedia á
fin de sostener una tesis, su propia afición le dela­
ta, y su tragedia aparece como calurosa apología
del cesarismo: como defensa del tirano ilustrado,
providencial y benévolo, y como afirmación de
que hay instantes en la vida de los pueblos, cuan­
do pierden el amor á las antiguas tradiciones y son
también incapaces de libertad, en que la mayor di­
cha que el cielo puede concederles es la de un ti­
rano con talento que les gobierne y dome. Esta
doctrina, que lo mismo puede aplicarse á los C é­
sares de entonces que á los Napoleones de ahora,
á los romanos del siglo i, ó á los franceses del si­

ta
glo xix, repugna al concepto que de la dignidad
humana nos formamos en el día, concepto en que
convenimos, así los liberales de buena ley, como
los partidarios del antiguo régimen, por absolutis­
tas que sean, ya que fundan la sumisión á la auto­
ridad en la ley divina y aun en la tácita é implícita
voluntad del pueblo, poetizada y hermoseada por
la aquiescencia de sucesivas generaciones.
Contra esto se dirá que ni Vega ni ningún autor
dramático es responsable de lo que sus personajes
afirman ó hacen, ya que sus palabras y acciones, á
no faltar á la verdad histórica, tienen que ser como
fueron y no de otra suerte. Además, prescindiendo
de la defensa ó condenación del cesarismo en ge­
neral, el papel de César en la historia puede ser
estimado por modo benigno. La mayoría se incli­
na hoy á creer, aunque no guste del cesarismo no­
vísimo, que fué progreso en sentido liberal y de­
mocrático el advenimiento délos Césares en Roma,
los cuales no destruyeron ni menoscabaron la li­
bertad, tal como en el día la entendemos, sino los
odiosos privilegios de una aristocracia soberbia,
avara y sin piedad, que dominaba en la ciudad y
en el mundo.
Explicado así el cesarismo de la tragedia de
Vega, pudiera ponerse de acuerdo con el sentir de
los más; pero, menester es confesarlo; el cesarismo
de Vega no es retrospectivo y erudito, sino para

ú
todos los tiempos; y si bien nuestro poeta, que á
veces se dedicó á la política, fué muy liberal en
ocasiones, por lo común se puede decir que, por
descreimiento en la virtud de los hombres y en la
eficacia de las leyes, muestra lamentable propen­
sión al despotismo ilustrado y simpatiza con tira­
nos y Césares, con tal de que protejan y se aficio­
nen á poetas y artistas, enfrenen las malas pasiones
del vulgo, y le vayan puliendo, educando y hacien­
do feliz á pesar suyo. Para Vega, un César de más
ó menos elevación, es un hombre providencial, un
enviado del cielo, un ser con misión divina, un
pastor de pueblos, que pone orden en el desorden,
reduce al buen camino ó trae al redil á la desca­
rriada humanidad, y acude, como verdadero D eas
ex machina, á dar inesperado y feliz desenlace, en
el perpetuo drama de la historia, cuando más
intrincado, confuso y trágico va poniéndose el ar­
gumento.
Y no se crea que inventamos aquí una teoría ó
la tomamos de otra parte para atribuírsela gratuita­
mente á Vega. En sus versos líricos la teoría está
expuesta de una manera explícita, y aplicada, no ya
á César singularmente, sino á todos los Césares y
Napoleones.
El poeta exclama:

É
Siempre un Napoleón Dios nos envía.
Con misterio profundo,
Cuando quiere, eu su gran sabiduría,
Recomponer el mundo.

Si tal entusiasmo le inspiraban los Napoleones,


cuya misión providencial es algo confusa, ya que
todo lo que han fundado carece de estabilidad y
trascendencia, volviendo, después de mucho ruido,
guerra y sangre, á recobrar el ser que antes tenía,
¿cuál no sería su admiración por César, que cam­
bió del todo las condiciones del orbe romano, y
que, aun muerto á puñaladas en el momento en
que aspira á realizar sus más sublimes proyectos,
crea un Imperio que en Occidente dura cerca de
cinco siglos y en Oriente catorce, y cuyo remedo
entre los bárbaros se perpetúa hasta ahora, vi­
niendo el nombre propio del fundador, ó, por
mejor decir, su apodo ó alcuña, á ser título y sím­
bolo de la más alta dignidad y del más omnímodo
poder que cabe en lo humano?
La admiración por César no amengua ni tuerce
mucho, con todo, en nuestro vate, aquella impar­
cialidad que debe tener el autor dramático y que
le pone;- cuando escribe, en elevada y serena re­
gión, donde no le agitan ni le perturban las pasio­
nes, aunque las comprenda y las exprese todas, y
desde donde prepara y determina los hechos y

*
hace que sus personajes los realicen, como si él
fuera el propio destino, no ciego, sino inteligente,
no quitando á nadie la libertad de acción, sino tra­
mando, en virtud de las obras previstas, el rico te­
jido de su drama.
Cualquiera diría que después de tanto elogio é
importancia como damos á La muerte de César,
esta tragedia, y no E l hombre de mundo, debiera
ser declarada aquí, por solemne sentencia, la obra
mejor que nuestro poeta ha escrito; pero toda ley
ó toda sentencia, aunque parezca injusta, debe ser
respetada. Bien podemos censurarla para que el
legislador la derogue ó el juez la revoque; pero no
podemos infringirla ó anularla. Legislador y juez
acerca de las obras de ingenio es el público en su
mayoría, y éste declara E l hombre de mundo la
mejor producción de Vega. Nuestro parecer singu­
lar y aislado no vale contra tan autorizada senten­
cia. Le exponemos, á ver si con el tiempo la sen­
tencia se modifica. Por lo pronto, sería audacia y
desafuero arrojar E l hombre de mundo del supe­
rior puesto de honor que por fallo del público le
corresponde.
Nos inclinan, además, á dejarle en él las consi­
deraciones de que E l hombre de mundo tiene noto­
rio valer; de que tal vez sea más difícil escribir
una buena comedia que una buena tragedia; y de
que, si bien el arte es el arte, y no se ha de medir
por la lección moral, política ó religiosa que de él
se infiera, todavía es lección poco simpática la de
que conviene que el tirano destruya la libertad
cuando el pueblo no la merece, mientras que la
moraleja matrimonial, amorosa y casera de E l
hombre de mundo no se hallará persona á quien
desagrade.
Nosotros, por último, no somos tampoco de los
que sentenciamos y decidimos resueltamente. Nos
inclinamos á creer que La muerte de César vale
más que E l hombre de mundo, pero no es inclina­
ción decidida y exenta de dudas y vacilaciones.
Nos importa, con todo, hacer notar el esmero y
el tino que hay, en todo, en La muerte de César:
en el estudio de la época en que ocurre la acción
y en la pintura de los caracteres, cuyos rasgos
principales están fielmente calcados de la historia,
corregidos con mano firme por la crítica, é ilumi­
nados y puestos luego gallardamente de realce con
los colores y la luz de la poesía.
César está pintado con amor. Todo propende á
realzarle. Es clemente, generoso, heroico, confia­
do. Sus grandes proyectos tiran al bien de su pa­
tria y de todo el linaje de los hombres. El recuer­
do de su amor á Servilla está lleno de noble ter­
nura, y su cariño de padre acaba de hacerle intere­
santísimo. La figura de Porcia, tan bien trazada y
bella en Shakespeare, no aparece en el drama de

é
Vega, pero en cambio aparece Servilia, que no es
menos bella figura, y que lleva la ventaja de im­
portar más en la tragedia de Vega que en la de
Shakespeare importa Porcia, la cual, en resolución,
está allí porque el poeta se la encontró en la histo­
ria y no porque en la acción tenga que intervenir
en gran manera. Todos los demás personajes, que
están hábilmente pintados, Antonio sobre todo, no
son antipáticos, porque la catástrofe no resulta de
maldad moral, sino de las violentas pasiones que
los impulsaban y de las circunstancias en que se
veían. Sólo con Cicerón se muestra el poeta injus­
to y hasta cruel. El papel que hace es cómico y
algo abufonado, hasta donde el decoro de la trage­
dia lo permite. El autor de tantas obras admira­
bles, el rival de Demóstenes, el más elegante escri­
tor y el más agudo filósofo entre los latinos, el que
fué también salvador de Roma y vencedor de Ca-
tüina, sale por demás maltratado de las manos de
Vega, quien sin duda tomó por modelo de su C i­
cerón á algún diputado ó senador vanidoso, tai­
mado y pastelero, de los que vió y trató entre sus
contemporáneos y correligionarios del partido
conservador ó polaco. Por lo demás, la majestad
y grandeza de Roma y de su imperio, en la época
de su mayor auge, se dejan sentir en todos aque­
llos hermosos versos.
IV

La comedia E l hombre de mundo es por varios


conceptos un dechado de perfección; pero como
no hay obra humana que no tenga defectos, los
tiene también, sobre todo, si se considera desde
cierto punto de vista y se examina y juzga con de­
terminado criterio.
Para algunos críticos, harto distintos de los rea­
listas del día, no basta que la comedia sea repre­
sentación fiel de la vida humana: ha de haber en
ella, cuando la califican con el título de alta come­
dia, idealidad, ponderación poética, que le dé real­
ce y no la reduzca á farsa.
Aristóteles pone distinción entre la tragedia y la
comedia, diciendo que la tragedia es representa­
ción de los mejores, y la comedia representación
de los peores; pero en nuestra edad de cristianis­
mo, y democracia, en que no es menester ser semi-
dioses para creerse y contarse entre los mejores, la
distinción del Estagirita cabe con más exactitud
entre la comedia y la farsa.
La comedia es comedia y no tragedia, no por ser
representación de los peores, sino porque zahiere
vicios y debilidades, y pone en juego afectos, que
no adquieren violencia bastante para traer á fin
trágico la acción; pero si las personas principales

é
son de clase bien educada, la intención del poeta
cómico no suele ser ponerlas en ridículo.
Dichas personas, aunque no son emperadores
ni reyes, ni siquiera duques ó marqueses, tienen
el decoro que su clase exige. Salvo el defecto que
el poeta en ellas critica, deben aparecer en la esce­
na, no sólo en conformidad con la vida real, sino
en conformidad también con cierto ideal de la
vida, que hasta en los modales se muestra y se
llama buen tono. De lo contrario, el poeta se expo­
ne á ser censurado ó de maldiciente y difamador,
si rebaja adrede, ó de bajo ó de ordinario, cuando
se presume que dicho ideal, en lo exterior al
menos, le es desconocido.
Es evidente que Luis y Clara, marido y mujer,
protagonistas de la comedia de Vega, aparte del
vicio que el poeta critica en ellos, son amados del
poeta, que en lo demás aspira á realzarlos y á
adornarlos con todos los refinamientos de educa­
ción moral que se conciben en su época.
No chocan, merced á las costumbres patriarca­
les que hay en España desde muy antiguo, el ex­
ceso de familiaridad de Luis y de Clara con sus
criados y la importante intervención de éstos en
toda la acción: hasta los celos que la criada inspi­
ra á Clara no nos parece que rayen en lo grotes­
co: pero tal vez otras cosas choquen.
Tal vez disgusten las íntimas confidencias de
Luis con el tuno de su criado, con quien llega á
lamentarse de la por él sospechada ó creída infide­
lidad de su mujer; y tal vez el carácter y la con­
ducta de D. Juan traspasen los límites de lo cómi­
co y caigan en lo odioso y abominable. La frescura
con que sin pasión vehemente que le disculpe tra­
ta D. Juan de seducir á la mujer de su amigo de
toda la vida, procurando indisponerla con su ma­
rido por medio de embustes, no es cómica en una
comedia seria, sino en una farsa ligera y alegre, y
entre personajes en caricatura ó de baja estofa,
donde se prescinde del valor moral de las accio­
nes. D. Juan, además, aunque nada logra sino des­
aires, no queda bien castigado ó estigmatizado por
el poeta; y atribuyendo su derrota á que sólo hace
tres meses que Luis y Clara se casaron, exclama:
Volveré dentro de un año.

Y por cierto que en todos los lances de la co­


media; en la facilidad con que el marido cree que
su mujer puede tener amores con Antoñito; en el
ningún recato y respeto á la que lleva su nombre
con que Luis confía al criado sus sospechas, y en
la prontitud con que Clara también entiende que
Luis le falta con la criada, no pueden fundarse
muy sólidas garantías de la duración del buen con­
cierto y afecto mutuo de aquellos esposos.
Convenimos en que estos lunares casi se desva-
necea si dejamos de calificar E l hombre de mando
de alta comedia, de representación de escenas de
cierta clase elegante y refinada, y si consideramos
que el autor pintó sólo, con fiel realismo, lo que en
la clase media veía. D. Juan, mirado así, es un ca­
lavera como hay muchos, y Luis y Clara se esti­
man y se quieren hasta cierto punto, aunque no
sean un matrimonio que pueda servir de modelo.
Aun así, sin embargo, la escena entre D. Juan y
el criado, cuando D. Juan procura ponerle de su
parte para seducir á la señora, si bien está llena de
gracia, tal vez peque por exagerada perversidad.
Parece imposible que un caballero, sin más que
por satisfacer un capricho, no contento con deci­
dirse á ofender el honor de su amigo y á turbar la
paz de su hogar, lo confíe todo al criado con el
mayor descaro, y se le gane fría y serenamente
para cómplice, como si se tratara de una broma.
Es cierto que en la sociedad que conocemos hay
toda clase de vicios y de escándalos, pero se tiene
más conciencia de que lo son y se les da más im­
portancia.
Tal vez estas faltas que censuramos no sean del
poeta. Las costumbres sociales eran peores que en
el día en los últimos años del reinado de Fernan­
do VII y en los primeros del reinado de Isabel II.
A pesar de lo expuesto, E l hombre de mundo,
por el primor del estilo, por la versificación fácil,

fe
por el profundo conocimiento del teatro, por la
verdad de los caracteres, y por la magia seductora
con que el autor logra hacerlos agradables, aunque
no tengan gran valer moral, es una comedia de las
más bonitas que se han escrito en castellano.
La figura de Antoñito, su candidez y sus senci­
llos amores con Emilia, son graciosamente poéti­
cos. Es muy cómica y natural la equivocación de
Luis, que se llena de celos contra el pobre Antoñi­
to y confía por completo en su desalmado amigo
D. Juan. La especie de castigo providencial que
cae sobre el antiguo calavera, que desconfía á cada
paso de su mujer, y que imagina que ella puede
valerse de las mismas trazas de que ya con él se
valieron otras para engañar á sus maridos, es mo­
ral é ingenioso fundamento de toda la comedia;
pero el asunto traspasa á veces los límites de lo
cómico, y raya muy en lo dramático ó trágico.
Por libertino que haya sido un hombre cuando
soltero, si es celoso de su honra y si ama además
á su mujer, no puede nunca, y sobre todo á los
tres meses de casado, creer,sin sentirse agitadísimo
de violenta pasión, que su mujer ha llegado á fal­
tarle. Desde entonces, álo menos en el pensamien­
to, en la intención y en el conato, ya que no en los
hechos, es trágico todo. Luis, es cierto, llega á di­
cho punto, con la debida gradación, conforme las
sospechas van creciendo en su ánimo, mas por lo
mismo no está bien que declare la causa de sus pe­
nas á su criado y á su amigo D. Juan, que debía
constarle que eran dos galopines. Por muy firme
intención que D. Luis tuviese de dejar satisfecha
su honra y vengada la injuria, hubiera sido más
decoroso callar siempre, y sobre todo, antes de to­
mar la satisfacción y la venganza.
Concedemos que en el teatro hay cosas de con­
vención, sin las cuales es casi imposible hacer co­
medias; mas no por eso deja de repugnarnos algo
que la contienda conyugal que precede al dichoso
desenlace, por la exigencia teatral de que asistan
todos los personajes á la última escena del drama,
pase delante de visitas y de criados, contra las exi­
gencias sociales, dándose celos Clara y Luis, y acu­
sándose de infieles y traidores.

V
Era Ventura de la Vega de carácter dulce y ama­
ble, modesto y desconfiado de sí mismo: por todo
lo cual, aunque tenía opinión formada y segura
sobre muchas cosas, no se empeñaba en hacerla
prevalecer, ó ya porque creía que con el auxilio
de su elocuencia no iba á convencer á nadie, al­
canzando victoria, ó ya porque entendía que á la
humanidad le importaba poquísimo que la mayo­
ría pensase y decidiese esto ó lo otro, sobre tal ó
cual asunto.
Esta condición de Ventura de la Vega se ve gra­
ciosamente retratada en cierto dístico que se le atri­
buye y que se dice que compuso cuando D. Sa-
lustiano de Olózaga se empeñó en reformar, digá­
moslo así, la indum entaria capital, desterrando los
sombreros que llamamos de copa alta, y haciendo
que todos los hombres usásemos sombreros de
copa baja, vulgarmente llamados hongos.
Interrogado Ventura sobre la reforma proyecta­
da por Olózaga, parece que contestó:

„Yo ni rechazo ni apadrino el hongo;


Si todos se le ponen me le pongo."

Y como no pocos puntos eran para su dejadez


y dulzura del mismo valer que el uso ó el no uso
del hongo, resultó que Vega, que interiormente
era gran crítico, escribió poco ó nada de crítica, al
menos en artículos en prosa.
A pesar de todo, y casi sin querer, ejerció algu­
nas veces este oficio ó magisterio, sin dejar de ser
poeta, en varias obras dramáticas de cortas dimen­
siones, aunque de mérito muy subido.
En estas obras, que dentro de la forma poética
encierran doctrina literaria, se advierten siempre
las mismas calidades que distinguen el ingenio de
Vega; no hay en verdad vivo entusiasmo por nada,
pero tampoco ninguno de los extravíos ó rarezas á
que suele conducir el entusiasmo fingido ó verda-
dero cuando toca en excesivo. Todo ello parece
dictado por el recto juicio ó por lo que llaman
bon sens los franceses, aunque no por el bon sens
grosero y burdo, sino por el bon sens delicado y
cultísimo.
Así, por ejemplo, el juicio que en La tumba sa l­
vada hace Vega de Calderón. Fuerza es confesar
que en dicho juicio nada se advierte de muy pro­
fundo ni sobre los caracteres, ni sobre los asuntos,
ni sobre la idea é inspiración de aquel gran dra­
mático; idea é inspiración que Vega, como hom­
bre completamente de otra edad, no podía com­
partir; pero que reflexiva y críticamente hubiera' \
podido comprender en toda su grandeza.
Escribió Vega La tumba salvada en el añ,q-;de;
1841, en la época del mayor furor del romar
mo, y bien se le puede agradecer que á fin dé
narse la voluntad de los románticos, á la sazón
boyantes, no desbarre como solía hacerse, sino
que permanezca sin traspasar los límites de lo ra­
zonable, por manera que, salvo alguna frase so­
brado hiperbólica, harto justificada por el género
de composición en que está, que es una loa, nada
en la loa desdice de la doctrina que Vega siguió
siempre.
El crítico español más clasicista del siglo xvm
no hubiera sido mucho más sobrio y juicioso en
encomiar al autor de La vida es sueño.

k
Harto más sentido y entusiasta que el elogio de
Calderón es el que hizo Ventura de la Vega de su
casi tocayo en apellido el gran Lope. El ingenio de
éste debía parecer á Ventura superior, por ser más
espontáneo y fecundo, salvando su fecundidad los
límites de lo natural y llegando á prodigio; por la
originalidad y variedad de la inspiración, pues
Lope es épico, lírico y dramático, y por último,
porque los sentimientos y pasiones de Lope son
más humanos y de todos los tiempos, y no, como
en Calderón, fiel y exacto reflejo de los de una
edad en que todo el brío y gran ser de los españo­
les, aplicado á una empresa colosal, crea una cultu­
ra demasiado propia nuestra, y en la que, si bien
todo se comprende ahora, no poco parece falso,
monstruoso ó, por lo menos, exagerado.
Calderón es digno de la admiración más profun­
da; pero, en la admiración que hoy se le consagra,
entran por mucho razones extrañas ásu intrínseco
valer, circunstancias dichosas para su gloria. Algo
han contribuido á ello los alemanes, ambos Schle-
gel sobre todo, los cuales debían de desconocer ó
conocer mal á Lope y á Tirso.
Otro motivo hubo también para que á Calderón
se prodigasen tan extremadas alabanzas, si bien este
otro motivo lo es á la vez de que no pocas perso­
nas que las repiten, dejándose llevar de la corrien­
te, no entiendan la validez de las razones en que
las alabanzas se fundan, ó duden de la validez sin
atreverse á confesarlo.
Estriban estas razones en aquel exclusivo pen­
samiento católico que hizo la grandeza de España,
al hacerla propugnadora de ideas y de institucio­
nes que decaían, si no morían, á pesar de nuestro
enérgico amparo. Dicho pensamiento se refleja en
la poesía dramática de entonces, y le da, para los
hombres de esta edad, sobre todo si no son espa­
ñoles, sino extranjeros, una traza exótica, ininteli­
gible á veces, la cual, por eso mismo cautiva á al­
gunos, como los Schlegel, pero impide que la tal
poesía dramática sea tan estimada del vulgo como
el naturalismo de Shakespeare.
Verdad es que en la gloria de este eminente
poeta inglés entra por mucho el hallarse la nación
á que pertenece en el mayor auge de su poderío,
grandeza é influencia en el mundo, y el empeño
de probar y de hacer creer que Shakespeare es, no
ya el primer dramaturgo que apareció jamás entre
los nacidos, sino un ser que salta más allá de los
límites de la natural condición humana y nos ins­
pira el presentimiento de lo que podrá ser una
nueva especie muy superior al hombre actual, que
aparezca en lo futuro. Todo esto acaba por predis­
poner al que está ya favorable, y al que no lo está
tanto le infunde pavor y vergüenza de pasar por
corto de entendimiento, y le obliga á reconocer la
superioridad casi infinita del así proclamado por
genio, aceptando su culto y adoración como pun­
to de fe y poco menos que dogma religioso.
Yo no niego el gran mérito de Shakespeare,
pero á veces me persuado de que si España llega­
se á ser de nuevo en poderío y riqueza tan grande
como la Gran Bretaña, y se empeñase en hacer
valer á sus antiguos dramáticos (y no se empeña­
ría en ningún disparate), las figuras de Lope y de
Tirso subirían con facilidad al nivel ó por cima de
la de Shakespeare, aunque Calderón se quedara
algo por bajo, como venido más tarde y en edad
de mayor corrupción y decadencia.
Dejando ahora á un lado esta digresión, diré
que Ventura de la Vega coincide con nosotros en
dar preferencia sobre Calderón al Fénix de los
ingenios. Bien lo prueba la fantasía dramática que
escribió en 1853 para el aniversario de dicho dra­
maturgo.
En esta fantasía luce Ventura su conocimiento
del teatro y muestra el mágico efecto que puede
hacerse con pocas palabras y con una sencillísima
acción. Se escribió la fantasía para la representa­
ción de la comedia de Lope titulada E l premio del
bien hablar, que el mismo Ventura refundió hábil­
mente para la escena de nuestros días .E l premio del
bien hablar queda, por decirlo así, engastado en la
fan tasía de Ventura, como perla en cerco de oro.
La fantasía figura lo interior del teatro antes de
la representación. Riquelme, autor ó empresario,
y los comediantes todos, vestidos ya como han de
salir en la comedia, aparecen como tales come­
diantes. Allí Olmedo y las actrices famosas enton­
ces, se disponen para la función y hablan de la
nueva comedia de Lope que van á representar.
Lope mismo, ya anciano, se muestra en la escena
y conversa con los actores. Algunas intrigas gra­
ciosas de celos y de amor amenizan el cuadro y le
hacen bosquejo, aunque ligero, fiel de las costum­
bres del siglo xvn. El espectador ó el lector ha de
quedar, visto ó leído el cuadro, muy predispuesto
en favor de la comedia, cuya representación se
sigue.
Después de la comedia, tiene lugar la segunda
parte de la fan tasía dramática. El poeta y los co­
mediantes han sido en extremo aplaudidos. Todas
son felicitaciones para Lope, el cual, lleno de mo­
destia, duda de la duración de su gloria, y recela
que pase fugaz como el gusto del público á quien
cautiva, escribiendo para él, á escape y con prodi­
giosa fecundidad, comedias á miles; á veces una
diaria. Por dicha, entre los personajes que vienen
á felicitar á Lope, acude Quevedo, y con él acude
el famoso astrólogo y mágico D. Juan de Espina,
quien con sus profecías y horóscopos ha sido ya
el pasmo de Italia y del mundo. Quevedo propo­
ne á Lope que se deje sacar su horóscopo; Lope
consiente; y, como entonces el teatro era un corral
que tenía por techo la bóveda estrellada, D. Juan
examina y consulta el aspecto del cielo y la posi­
ción de las estrellas, si no en la hora en que nace
Lope, en la hora en que sale á luz una de sus más
lindas comedias, y vaticina la dilatación y perpe­
tuidad de la fama del autor á través de los siglos.
Vega deja entrever en el inspirado discurso que
pone en boca de D. Juan de Espina, su propia opi­
nión entusiasta en favor de quien con tan funda­
dos motivos mereció ser llamado Fénix de los in ­
genios. A pesar de su gusto y estudios clásicos,
Vega reconoce también la injusticia del siglo xvm
y la estrechez de su crítica, y aplaude la justa re­
paración que se da al agraviado mérito de Lope
en el siglo xix.
Otra obra ingeniosa de Ventura de la Vega,
donde en acción dramática y en muy chistoso diá­
logo, se emiten juicios sobre literatura, es La crí­
tica de E l s í de las niñas, comedia en un acto, re­
presentada en Madrid el año de 1848, en el teatro
de la Cruz, con objeto de celebrar el aniversario
del nacimiento de Moratín.
En la edición elegante que se hizo en París
(1866), á costa del Excmo. Sr. D . J. J. de Osma,
Marqués de la Puente y de Sotomayor, de las me­
jores obras de Ventura de la Vega, La crítica de
E l s í de las niñas va incluida también, y lleva una
nota donde Vega afirma que Moratín es el modelo
del arte, que todo el que quiera escribir con acier­
to para el teatro no debe estudiar otro, y que de
cuantas obras dramáticas antiguas y modernas
existen, E l s í de las niñas es, en su juicio, la que
más se acerca á la perfección.
Todo esto nos parece exacto si por perfección
ha de entenderse el orden, la sujeción á las reglas
y la carencia de extravíos; pero, si lia de entender­
se por perfección algo de más positivo, ó, mejor
dicho, de menos negativo, por cima de Moratín
hay muchos otros poetas dramáticos, con cuyas
comedias el espectador se divierte, ríe ó llora, se
conmueve y se interesa mucho más que con E l s í
de las niñas, aunque los autores que las escribie­
ron observasen peor las reglas é incurriesen en de­
fectos que supo evitar Moratín.
El mismo Vega lo dice: „el ingenio no se ad­
quiere: se tiene ó no se tiene, según Dios ha que-
rido“ . Y si es indudable que el ingenio resalta
y luce más cuando se sujeta á los eternos princi­
pios del arte, también lo es que, aun á despecho
de los preceptos artísticos, run infringiendo las
reglas todas, un ingenio sublime, como el de Lope
ó el de Tirso, rey de derecho divino y absoluto y
soberano señor en el poético imperio de la fanta­
sía, se levanta cien y cien codos por cima del de
Moratín, y, si no produce obras que por su co­
rrección y atildamiento primoroso enamoren y
pasmen al hombre de buen gusto, las produce
que cautivan más á la muchedumbre. En las obras
atildadas y correctas suele deplorarse lo exótico ó
lo vacío de pensamiento, y á veces, en estas obras
irregulares, y si se quiere un tanto informes, vie­
ne encerrada el alma del pueblo, toda la idea viva
de una generación gloriosa y de una edad ó épo­
ca brillante.
Esto no invalida la afirmación de Ventura de la
Vega, quien tenía tanto talento como circunspec­
ción, y no dejaba escapar sentencia que pudiera
fácilmente ser contradicha. Moratín es, en efecto,
un modelo; y casi, en el sentido restricto que he­
mos explicado, afirmamos como Vega, que Mora­
tín, al menos en España, es el único que enseña á
no extraviarse. Su estrella, aunque se eclipse en
períodos de corrupción, brillará como ninguna y
será la primera en las restauraciones del buen gus­
to y del recto juicio, aplicado á las obras de en­
tretenimiento.
Tanta alabanza sólo en apariencia es excesiva; en
realidad vale menos de lo que Moratín merece. En
algunas de sus comedias, en casi todas, hay algo
que está por cima de io que Vega encomia; hay
chistes, discreciones, delicados sentimientos, vis
cómica y satírica, y personajes que tienen la con­
sistencia y el ser de la realidad, todo lo cual no
nace de observancia de reglas y preceptos, ni de
meditación y estudio, sino de don natural del cie­
lo, de espontánea facundia, ó de inspiración di­
chosa. Por esto, mucho más que por su mesurada
concordancia con lo prescrito en los libros del
arte, son E l café y E l s í de las niñas tan aplaudi­
dos y celebrados.
Imposible parece que en tan breves diálogos y
en obrilla tan corta como La crítica de E l s í de las
niñas acierte Vega á pintar tan hábil y graciosa­
mente tantos tipos y caracteres diversos, sin que
huelgue ninguno, y sí concurran todos á la acción
y al propósito del poeta.
En este sentido es verdadera joya la obrilla de
Vega, y tendrá que gustar siempre, así leída como
representada.
La piedra de toque del mérito duradero de una
obra dramática está, á mi ver, en que, después de
gustar representada, guste leída; lo cual nunca su­
cede con las composiciones de éxito efímero, don­
de el autor, conocida la corriente que lleva el gus­
to del vulgo, se deja arrastrar por ella, adulándo­
le, y hace que le aplaudan. No es ya esta escasa
habilidad, ni deja de probar agudo y despejado
entendimiento; pero con todo este entendimiento
y con toda esta habilidad suelen escribirse obras
que, aun para la representación, duran poco, y

u
que desprovistas del prestigio ó hechizo de la es­
cena y sin el apoyo del imperativo clamoreo y del
contagioso entusiasmo de las turbas, quizá extra­
viadas, suelen ser insufribles en la lectura.
No es así La crítica, de Ventura de la Vega. Su
mérito es duradero. En representación y en lectu­
ra se reconoce y aplaude. A nosotros nos parece
que La crítica cuadra y se ajusta tan lindamente á
E l s í de las niñas, que en todo teatro, siempre que
diesen E l s í de las niñas, quisiéramos que diesen
La crítica, como su adecuado apéndice ó comple­
mento y propio fin de fiesta.
No creemos que, sin incurrir en hipérbole ab­
surda, podamos hacer mayor alabanza. Justo es
que lo censurable sea también censurado. Es lo
censurable ese espíritu denigrador de todo lo pre­
sente é injusto encomiador de las cosas pasadas,
que por ignorancia, alucinación ó malicia, se pin­
tan mucho más hermosas ó buenas de lo que nun­
ca hubieron de ser, á fin de desacreditar en la
mente del vulgo las leyes, las instituciones y todo
el modo de ser social y político de la edad noví­
sima.
Que este espíritu prevalece en La crítica de E l
s í de las niñas, es innegable. Contra toda razón,
el poeta saca á la vergüenza los vicios de nuestros
días en una serie de tipos ridículos y hasta odio­
sos, que él contrapone á los mismos personajes de
las comedias de Moratín, cuyos nombres llevan.
La idea que inculca ó quiere inculcar Vega con
esto, es la de que hemos llegado á tal grado de per­
versión, que puede presentársenos como inasequi­
ble altura de moralidad, pureza de costumbres, y
amor y sana subordinación de las mujeres á sus
maridos y de los hijos á sus padres, la corte de
Carlos IV, María Luisa, Godoy y Fernando el De­
seado. El conato, deliberado ó instintivo, de infun­
dir tan sofístico y antihistórico concepto en la men­
te del vulgo, se ve en todo á las claras. El D. Die­
go de Moratín es un anciano venerable, cabeza de
familia, á quien el sobrino respeta y obedece. El
D. Diego de Vega es débil y despreciado hazme
reir. La madre de E l sí, necia como es, sólo peca
de severa. El padre de La Crítica, que responde á
la madre de E l sí, se llama D. Benigno, y su be­
nignidad es tan vil, que se hace cómplice y encu­
bridor de los embustes, travesuras y liviandades
de su hija. Paquita es un dechado de candor, de
humildad y de obediencia en los tiempos de Ma­
ría Luisa. Paquita, en el día, es mal criada, volun­
tariosa, interesadísima, trapacera, liviana, y no hay
inclinación viciosa que no tenga y que no se pro­
ponga satisfacer después de casarse con un viejo
rico. D. Carlos, es en Moratín el espejo de la hi­
dalguía, enamorado, leal y valeroso, y es al mismo
tiempo el más sumiso hijo de familia, ó mejor
dicho, sobrino, hasta rayar en extremos de docili­
dad, que, contra la intención de Moratín, si se tie­
nen por interés, merecen áspera censura, y si des­
interesadamente se tienen, mueven algo á risa
como más propios que de un Coronel de un doc­
trino. En cambio, el D. Carlos de ahora no hay
respeto humano que no atropelle, ni bellaquería
de que no sea capaz. Pero, ¿á qué aducir pruebas
cuando Ventura declara su pensamiento por boca
de D. Pedro, personaje de E l café, á quien, como
á D. Antonio, á D. Hermógenes, D. Eleuterio y
D. Serapio resucita y saca también en su Crítica?
Al modo que Moratín hace que D. Pedro, por lo
serio, y D. Antonio, por lo chistoso, sean los intér­
pretes de su doctrina, así también lo hace Vega; y
D. Pedro dice que el defecto principal de los
tiempos de Carlos IV era la educación monjil y
gazmoña y la tiranía de los padres, y el defecto
principal de nuestros tiempos la relajación de
todos los lazos sociales.
Por lo demás, repetimos que la comedia de
Vega es graciosísima; y si no se trasluciera su in­
tención al renovar los tipos empeorándolos, nada
tendríamos que censurar. Los tipos son verdade­
ros, ahora y siempre, lo mismo á principios que á
mediados de este siglo. La diferencia consiste en
que Moratín escribió la alta comedia, donde im­
porta que aparezcan nobles y elevados caracteres,
y Vega la farsa satírica, donde no importa, antes
conviene que sean ruines.

VI
La notable disposición y la gracia de Ventura
de la Vega para recitar, leer y aun ser actor, le
allanaron bastante el camino de su ascensión al
elevado puesto que ocupó en nuestro Parnaso, y
que, en mi sentir, aun conserva. Si no hubiera
sido un elegantísimo y discreto poeta, hubiera
sido el mejor de nuestros actores. Y esto, no sólo
per el arte de recitar, sino por el ademán, los mo­
vimientos y el gesto sobre las tablas. En cuanto á
la mera recitación, era tal la magia de su acento, lo
correcto de su pronunciación y el tino con que
sabía dar á cada palabra todo su valer, magnifican­
do y hermoseándo el sentido de cuanto decía, que
unos versos medianos parecían buenos en su boca
y divinos los que eran buenos. Algo había en el
organismo de Vega, en su voz y en su mirada,
que le hacían apto para recitar tan bien como no
hemos oído recitar nunca á nadie; pero, por cima
de estas apitudes orgánicas, se ponía el singular é
inteligente amor con que él mismo percibía y sa­
boreaba las más delicadas bellezas poéticas y con
que anhelaba hacer partícipes de su conocimiento
y deleite á otras personas de menos aguda, limpia
y cultivada percepción estética que la suya.
Nos hemos extendido en este escrito más de lo
que conviene que se extienda cada uno de los re­
tratos ó biografías que ha de contener esta serie,
y hemos hablado sólo de las obras del poeta, sin
hablar apenas de su vida.
Sobre ella tenemos, pues, que pasar rápida­
mente.
Nació en Buenos Aires, el 14 de Junio de 1807,
cuando era aún colonia española aquella ciudad.
Su padre era alto empleado en Hacienda. Su ma­
dre, una señera argentina. Viuda ésta á los cinco
años de haber nacido su hijo, le crió con amor y
esmero, y á los once años de su edad, le envió á
España á seguir una carrera, bajo la protección de
un tío suyo, que ocupaba posición elevada.
Vega se educó en el Colegio de la calle de San
Mateo, donde tuvo profesores excelentes como
D. Alberto Lista y Hermosilla, y compañeros de
estudios famosos después en España, en las letras
y en la política, como Espronceda, Ochoa, Molins
y Pezuela.
Cerrado el Colegio de San Mateo bajo el g o ­
bierno de Calomarde, Vega siguió recibiendo lec­
ciones particulares en casa del insigne maestro
D. Alberto.
Allí intimó con Segovia y Escosura y con otros
ingenios, los cuales fundaron la Academia del
Mirto, que Lista dirigía.
Por aquel tiempo, aunque Vega no era ni muy
apasionado ni muy á propósito para la política,
entró en una Sociedad secreta llamada de los Nu-
mantinos, lo cual le costó que el Superintendente
de policía le arrestase y le obligase á pasar tres
meses de reclusión en el convento de Trinitarios.
Allí su despejo, su gracia y su carácter dúctil y
bueno, le ganaron la voluntad de los padres,
quienes le regalaron y mimaron de suerte que el
recluso no quería salir de la reclusión, cuando ésta
dejó de ser forzosa, ni quería volver al mundo
donde sólo le aguardaban inquietudes y priva­
ciones.
Su tío y protector había ya muerto.
La madre de Vega le envió algún dinero para
que regresase á América. El amor de una mujer
retuvo á Vega en España.
La vida trabajosa á par que alegre de sus moce­
dades viene con pormenores curiosos en el bello
elogio fúnebre que hizo de Vega su compañero y
amigo D.Juan de la Pezuela.
Entonces fué cuando se dedicó Vega á traducir
y á arreglar comedias del francés para ganarse la
subsistencia. Pasan de ochenta las obras de esta
clase que dió al teatro.
Protegido por D. Martín de los Heros, obtuvo
un empleo de 12.000 reales.
Casó con doña Manuela de Lema, celebradísj-
ma por lo bien que cantaba. De ella tuvo dos h i­
jos. El mayor, D. Ricardo, debe considerarse, en
la pintura de la vida del pueblo bajo y de las cos­
tumbres madrileñas dentro de pequeños cuadros
dramáticos en un solo acto, como digno sucesor
de D. Ramón de la Cruz.
Vega amó mucho á su mujer, la cual influyó en
su espíritu. De Volteriano que era en su mocedad
vino á hacerse devoto en la edad madura, y hasta
parece que, á poco de la muerte de su mujer, en
1854, Vega sintió viva inclinación á retirarse á un
convento. De la parte que ha tomado en la política,
no queremos hablar. Baste decir que en 1847 fué
cuando gozó de más favor. Fué maestro de litera­
tura de la Reina Doña Isabel II y su gentilhom­
bre y secretario particular; obtuvo la Gran Cruz
de Isabel la Católica, y, como dice su biógrafo
Cheste, llegó á ser Subsecretario de Estado.
Más propios de su índole y condición fueron
los empleos artísticos y literarios que desempeñó
más tarde. El conde de San Luis, cuando creó el
Teatro Español, le nombró su Director, con gene­
ral aplauso. Por último, en 1856, siendo ministro
de la Gobernación D. Cándido Nocedal, Vega fué
nombrado director del Conservatorio de música y
declamación. En este empleo, para el cual era tan
idóneo, le conservaron todas las administraciones,
hasta su muerte, ocurrida el 29 de Noviembre
de 1865, á los cincuenta y ocho años de edad.
Vega había sido elegido académico de número
de la Real Academia Española, desde muy tempra­
no; desde 1842, cuando contaba poco más de
treinta y cuatro años.
Los últimos de su existencia fueron harto peno­
sos, por las continuas dolencias que le afligían. Se
diría que vivía de milagro, y que su voluntad y su
espíritu le sustentaban.
Su afable natural y su peregrino ingenio, que
tan gallardas y frecuentes muestras daban de sí en
la conversación familiar, esmaltándola de chistes
urbanos, no le abandonaron nunca.
Tal fué el hombre que, en aquella brillante épo­
ca de renacimiento literario, sobresale entre mu­
chos que indudablemente valían; y, si por fecun­
didad y riqueza de inventiva, por originalidad y
brío de imaginación, y por enérgica novedad en el
estilo propio, queda por bajo de Zorrilla, Espron-
ceda, duque de Rivas, Bretón de los Herreros y
García Gutiérrez, por rectitud de juicio, por acen­
dradísimo buen gusto y por primorosa elegancia
de dicción, nos parece que supera á todos, des­
empeñando así, en aquella revolución literaria, el
útil y conveniente papel de conservador de ’las
tradiciones de la escuela clásica, tan ilustrada por
Lista, Moratín, Gallego, Hermosilla y Quintana.
Madrid, 1881.
PO ESÍAS
DE
DON M ARCELIN O M EN ÉN D EZ PELA YO

S r. D. Mariano C atalina .
Mi querido amigo y compañero: Vergüenza me
da de esta pereza ó de esta seca esterilidad de la
mente, que há tiempo me aflige y no me deja
cumplir multitud de compromisos que tengo con­
traídos. Es uno de ellos el de escribir un largo
prólogo para las poesías de nuestro amigo Me-
néndez Pelayo, de las cuales hace usted elegantí­
sima edición ahora.
En mi sentir, las poesías susodichas no han me­
nester de prólogo, ni largo ni corto, escrito por
nadie, y mucho menos escrito por mí, que he de
ser tildado y recusado por muy parcial del poeta;
pero el poeta se empeña en que yo escriba el pró­
logo, y hasta en que el prólogo sea largo: yo le he
dicho que le complaceré, y ya, salga bien ó mal,
voy á cumplir la promesa y á escribir el prólogo
ofrecido, incluyéndole en esta carta, que dirijo á
usted, con quien tengo más confianza que con el
público, y á quien podré declarar ciertas opinio­
nes mías con mayor desenfado y sin rodeos.
Todavía, á pesar de mis años, soy yo cándido
para bastantes cosas; pero no lo soy, ni lo he sido
nunca, en lo que á la vanidad se refiere. No me
lisonjeo, pues, de que, en virtud de mi elocuencia
crítica, he de convertir en admirador de Menéndez
Pelayo, como poeta, á uno solo de los que como
tal le niegan ó le denigran; pero quizás atine á
exponer, con toda claridad, las razones que tienen
sus parciales para encomiarle, y á discurrir sobre
la poesía lírica en general, con ocasión de las de
nuestro amigo, afirmando teorías que me parece
conveniente sostener y divulgar, y que pudieran
llevar el convencimiento al ánimo de personas de
recto juicio, que hasta hoy piensan de modo con­
trario, por carencia de reflexión sobre ciertos
puntos.
El crédito que una persona adquiere de hábil
en cualquiera oficio, suele estorbar, y á veces hace
imposible que la celebren ó aplaudan por otra
habilidad, aptitud ó merecimiento. El linaje huma­
no es harto económico de alabanzas. Concedemos,
por ejemplo, que alguien es buen mozo, y al ins­
tante nos sentimos inclinados á poner un pero ó
varios peros, á fin de atenuar la concesión. Es
buen mozo, decimos; pero es presumido, es soso,
es muy sin gracia. Tai general es bizarro; pero, si
no le cabe en la cabeza un escuadrón de caballe­
ría, ¿qué quiere usted que haga?... Doña Luisa es
lindísima y elegante; ¡pero es tan remilgada, tan
fastidiosa, tan incapaz de sacramento!... Pedro tira
bien á la pistola y al florete, monta á caballo como
pocos, y valsa á las mil maravillas; pero ¡si rebuz­
na en vez de hablar!... Diego habla elocuentísima-
mente en público; pero es calamitoso cuando es­
cribe. Juan es un primor escribiendo; pero no se
le puede aguantar hablando. Francisco sabe mu­
cho de poesía; compone versos preciosos; pero
¿cómo quiere usted que cumpla con su obligación
en la oficina? ¿Qué ha de entender de Hacienda
un poeta?
Quien discurre de esta suerte logra limitar las
facultades de todos, á fin de que nadie sobresalga
demasiado y en varias cosas á la vez. Y luego, pa­
sando de lo particular á lo general, solemos poner
incompatibilidad absoluta, salvo por milagro ó ex­
cepción rarísima, entre ciertas prendas y virtudes
de entendimiento y de carácter, dando por eviden­
te que se excluyen unas á otras en el mismo suje­
to. Así, por ejemplo, todo el que es diestro en la
prosa de la vida y conoce la aguja de marear, como
vulgarmente se dice, se supone que jamás se le­
vanta, ni con la imaginación ni con el sentimien­
to, medio palmo sobre la superficie de la tierra.
En el que sueña con poesías é idealismos halla­
mos la más deplorable incapacidad para la vida
práctica. En el poeta vemos desorden, poca ó nin­
guna disposición para estudios eruditos, y caren­
cia de crítica, á fin de que su obra sea el resultado
portentoso de un instinto ciego y semidivino. Y
en el crítico, estudioso y dotado de erudición, pro­
pendemos á dar por evidente, ó bien que su alma
carece de alas, ó bien que, con el peso de los li-
brotes que ha estudiado, las alas pierden su brío
y ligereza, y jamás llegan á alzar el vuelo á las re­
giones donde está la inspiración original, el nu­
men ó la musa, como se decía en otro tiempo. El
erudito tiene memoria, y la memoria ahoga en él
la fantasía y la suplanta; recuerda, y no crea; imi­
ta, y no inventa; repite los sentimientos é ideas de
los extraños, y no siente ni piensa por sí. Hasta
en la forma nada pone de*su cosecha, y no emplea
expresión que no haya sido empleada por algún
autor de los que lee, estudia y admira.
De tal manera, no es dable que nadie llegue á
ser buen poeta, y, sobre todo, poeta popular. Aun
suponiendo que el tal tiene talento, abrumado este
talento por la lectura, carecerá de la plena con­
ciencia de la vida actual y real; lo verá todo de re­
flejo en los libros, y no en el universo y en la so­
ciedad humana; será anacrónico, pensando tal vez

*
como en el siglo x v se pensaba, y será exótico, no
retratando ni reproduciendo lo que hay en su siglo
y en su patria cuando él escribe, ni columbrando
tampoco y vaticinando, con vista y aliento fatídi­
cos, algo de lo futuro. Si la urraca, que remeda lo
que oye, y toma de acá y de acullá retazos y des­
echadas antiguallas, no tiende el vuelo ni clava la
vista como el águila de Júpiter, tampoco el pobre
humanista, que sueña con ser vate, dice con razón:
Longius et volvens fatorum arcana movebo,
ni pasa de repetir lo que se sentía, imaginaba ó
pensaba, hace veinte ó treinta siglos en Roma, por
ejemplo, ó en Alejandría, ó en Atenas.
Para entender á este poeta erudito, todo lector
medianamente profano necesitará, por lo menos,
del auxilio del Bouillet. La dama de sus pensa­
mientos, á quien él dirija declaraciones, ternezas ó
piropos en sus coplas, se quedará á obscuras le­
yéndolas, como si en griego estuviesen escritas, ó
bien tendrá que seguir un curso de mitología, otro
de antigüedades clásicas y otro de filosofía gentí­
lica. Y el vulgo, por último, que ni tiene para
comprar el Bouillet, ni sabe que existe, ni cuenta
con solaz y reposo para meterse en la cabeza tanto
enredo, oirá á nuestro poeta como quien oye llo­
ver, y no llegará á conmoverse, ni siquiera pene­
trará el sentido de lo que el poeta dice en alaban­
za de la religión ó de la patria.
Todo esto tiene una parte de verdad, y todo esto
y más se propala contra las poesías de nuestro
amigo Menéndez Pelayo. ¿Qué es lo que podemos
y debemos contestar?
Sobre lo de poco inteligible y atiborrado de
doctrina, la contestación es breve. Si por semejan­
te falta ó sobra hemos de condenar á Menéndez
Pelayo, condenémosle, que no irá en mala compa­
ñía á cumplir la condena. Con él irán Dante y
Goethe, que saben cuanto había que saber en la
edad en que vivieron, sin que lo guarden ó escati­
men al escribir versos, sino vertiéndolo en ellos
con profusión, á fin de que cada lector alcance y
entienda hasta donde lleguen sus entendederas y
sus alcances. Además, que el Quijote nos convida
con la linda contestación que dtó el cura á maese
Nicolás el barbero, cuando éste dijo que no enten­
día cierto libro: „Ni aun fuera bien que vos le en-
tendiérades." Lo cual, entre varias interpretaciones
que puede recibir, significa que el que escribe no
ha de estar obligado á ser rudo y vulgar, receloso
siempre, y á menudo sin fundamento, de que es
más rudo y más vulgar que él quien ha de leerle.
En lo demás, la defensa de las poesías de Me­
néndez Pelayo es, á mi ver, facilísima. Lo que no
puede ser es corta. Si la crítica con que son ataca­
das toma, sin duda, por blanco el valer personal
del poeta, no reconociendo en él fantasía, senti­
miento ni espontaneidad, mas se funda en razones
y conceptos generales sobre el arte soberano de
crear la belleza por medio de la palabra rítmica, y
contra estas razones y estos conceptos conviene
protestar. De donde se sigue que la apología de
este tomo de versos reclama é implica la refutación
de no pocos errores literarios que acerca de la
poesía lírica andan muy validos.
El antagonismo que ponen hoy los más de los
críticos entre la poesía popular y la erudita, no ha
existido nunca. En cierto modo, no hay siquiera
distinción entre ambas poesías. La popular es la
erudita que agrada ó entusiasma al pueblo, hacién­
dose popular. Y la erudita, si, cuando no llega á
ser popular, es tal vez porque no merece el aplau­
so y el entusiasmo de la muchedumbre, también
puede ser porque el poeta vive en edad poco
poética, ó porque el pueblo está extraviado por
un pésimo gusto literario que le hace preferir lo
malo á lo bueno. Hay, además, otra poesía, que
podemos llamar vulgar, porque el vulgo no sólo
la sabe, sino que la compone: pero esta poesía
no suele pasar de coplas en país alguno, y aun
es probable que las mejores de estas coplas
hayan sido compuestas por poetas eruditos, quie­
nes adivinaron el gusto y obtuvieron el favor
del vulgo. El prurito de lograr esto causa mu­
chos extravíos. Ya, por afán de sencillez, se des-
*
cieña toda elegancia de lenguaje y se escribe con
desaliño impropio hasta de la más desmayada
prosa. Y ya, receloso el autor de no ser entendido,
suponiendo muy cortos alcances en el vulgo, no
dice en sus versos sino enfáticas vulgaridades.
Suele, por último, ocurrir que, á fin de dar el
autor novedad á sus coplas, sin salir del tono y de
los sentimientos que imagina él ingénitos en el
pueblo, trae á sus cantares afectados y exóticos
sentimientos, que jamás abrigó el alma de la nación
para quien escribe, y que tal vez acaban por infi­
cionarla y pervertirla. Así, por ejemplo, una empa­
lagosa sensiblería tudesca, que nunca fué en lo an­
tiguo española castiza, y que, ó bien inmediata­
mente, ó bien por medio de Francia, ha venido á
adherirse á nuestra poesía pseudo-popular, como
la filoxera ó el oidiüm á la vid, apareciendo en se­
guidillas y coplas de fandango, las cuales hemos
de suponer cantadas por jaques, flamencos y ma­
jas de lo más crudo. ¿Cómo no ha de disonar en
tales bocas este hiperbólico sentimentalismo? Has­
ta en Alemania se le niega el ser popular, y disue­
na y empalaga. Goethe, pedía que se promulgara
una ley que le desterrase de los versos durante
treinta años, á ver si el sentimiento nacional apare­
cía en lugar suyo. Y en otro agudo crítico alemán
llegó el empalago á tal extremo, que estaba empe­
ñado en perseguir y exterminar golondrinas y rui­
señores en todo el reino de las Musas. En efecto:
hasta lo más bonito y simpático enfada á veces por
lo repetido y mal traído á cuento. Aquí, por ejem­
plo, en esta tierra de Portugal, poseen una lengua
rica y á propósito para la poesía lírica; pero andan
también muy inficionados del sentimentalismo
germánico. Usan palabras preciosas y significati­
vas, que nos faltan en castellano, como luar, el re­
lucir de la luna, y saudades, pasión melancólica
nacida del deseo y de memorias amorosas de un
bien perdido ó soñado. Sin embargo, se prodigan
ahora tanto las saudades y el luar, que se me an­
toja que convendría que ambos vocablos se prohi­
biesen durante medio siglo por lo menos.
La manía por la poesía popular trasciende hasta
a los metros, aprobándose unos por populares y
rechazándose otros por eruditos. No se ha de ne­
gar que el metro más popular en castellano es el
de ocho sílabas; pero ¿proviene esto de afinidad
misteriosa entre dicho metro, nuestros oídos, órga­
nos de emitir la voz articulada é índole del idioma
que hablamos, ó de que los modelos, que en lo an­
tiguo lograron popularizarse, están en versos de
ocho sílabas? De todo hay, sin duda, si bien la ex­
plicación más natural es decir que el octosílabo y
el empleo del asonante sirvieron para la poesía
épico-popular, y de allí pasaron á las coplas en Es­
paña. En Italia, al contrario, el pueblo aprendió y
recitó, en un principio, tercetos del Dante y octa­
vas reales del Ariosto y de otros épicos, y hasta los
poetas franciscanos, en el albor del lenguaje y de
la literatura, escribieron endecasílabos, de donde
pasó el endecasílabo á la poesía popular, ó mejor
dicho, vulgar. En la rica colección de cantares de
Toscana, hecha por Tigri, apenas hay un verso
que no sea endecasílabo. De lo cual, no obstante,
no es lícito y sería cruel sacar la consecuencia de
que debemos condenar á los italianos á perpetuo
verso endecasílabo y condenarnos á nosotros al
octosílabo perpetuo, so pena de no ser populares
nunca.
Ni por el metro, ni por atildamiento y ornato de
estilo, conviene desechar como impopular la poe­
sía, confundiendo lo popular con lo vulgar. Si la
desecháramos, sería ineludible consecuencia el
afirmar, v. gr., que la Elegía de Gallego al Dos de
Mayo y la Oda de Quintana al levantamiento de
España contra los franceses, donde más alto y más
claro suena la grande y heroica pasión patriótica
que conmovió las entrañas de nuestra nación en
1808, y la hizo capaz de tantas hazañas gloriosas,
no pueden ser populares, sino artificiosas y erudi­
tas; y que la verdadera poesía popular de entonces
es aquello de
Napoleón Primero,
¡Ay, infeliz de tí,
Si á nuestro Rey Fernando
No vuelves á Madrid!

ó aquello otro de

Con las bombas, que tiran


Los fanfarrones,
Se hacen las gaditanas
Tirabuzones:

donde, en efecto, ni hay alusiones mitológicas, ni


lindezas de dicción, ni endecasílabos tampoco.
Muéstrase, por otro lado, abierta contradicción
en el criterio más empleado en el día para juzgar
y tasar el mérito de las composiciones poéticas.
Se pide sencillez, á fin de que la poesía sea in­
teligible para el vulgo, y se requiere á la vez que la
poesía sea docente; esto es, que no tenga por fin
primero y esencial la realización de la belleza, sino
que se subordine á un propósito útil de difusión
y propaganda. En el mismo amor á la sencillez de
la forma hay contradicción á menudo. Nada más
artificioso y alambicado que muchos versos de los
que se ponen por modelo de lo popular. Calderón
y Lope no se dirá que no fueron ó que no son po­
pulares, y, no obstante, no pecan de sencillos. Díga­
se, pues, que no se censura en general el artificio,
aunque raye en rebuscado, sino sólo determinado
artificio.
Como quiera que sea, bueno es convenir en que
en toda poesía debe haberle, y en que la forma es
parte muy esencial de la poesía. De lo contrario, y
para proceder con dialéctica, deberíamos negar
como pueril y anacrónica toda poesía en nuestro
siglo, y no aceptar sino la prosa. Muy discretos y
notables escritores han discurrido ya de esta suer-
ta. Citaremos en Francia á Courier y á Mérimée.
Para ellos la poesía, allá en las primeras edades
del mundo, entre los pueblos semi-bárbaros, tenía
razón de ser, hasta como medio mnemotécnico, á
fin de facilitar la tradición oral y poder retener en
la memoria hechos y sentencias, merced al sonso­
nete del metro. En el día, cuando todo se conser­
va en bibliotecas y archivos y se divulga por me­
dio de la estampa, es inútil y pueril dicho sonso­
nete.
Los que así piensan no van descaminados del
todo. En algo tienen razón. Ni lo histórico, ni lo
didáctico cabe ya en verso. En vez de la epopeya,
cumple mejor la historia: en vez de versos áureos
y otras poesías gnómicas, manuales prosaicos de
ciencias, artes y oficios. Hasta para algún linaje de
ficciones poéticas, como la novela, importa más la
prosa que el verso, porque en la prosa cabe otro
detenimiento analítico, otro examen reflexivo, pro­
pió de nuestra edad, y que en verso sería cansado.
Pero como, al menos en la lírica, hay que aceptar
los versos aún, me parece que, una vez los versos
aceptados, que al fin son un artificio, no hay razón
para no aceptar otro lenguaje más primoroso, otro
tono y otra dicción más peregrina que los que sue­
len emplearse en la prosa que usamos de diario. O
matemos del todo la poesía, ó no la hagamos con­
sistir, en lo tocante á la forma, tan sólo en la me­
dida de igual número de sílabas y en terminacio­
nes que se repiten.
Lejos de entender yo que la poesía ha muerto,
creo, respecto á la lírica, que florece como nunca
en nuestro siglo en las naciones más civilizadas de
Europa. Y creo que florece, por el culto de la for­
ma, en cuya virtud expresa el poeta, con mayor in­
tensidad y brío sus afectos é ideas, poniendo en
sus versos lo mejor de su alma, la cual queda apri­
sionada por arte divino en la delicada red tejida
por la palabra rítmica, desde donde se infunde en
los espíritus aptos y perspicaces. Así se pone en
verso lo que es inefable en prosa. Así lo inexplo­
rado de la ciencia, la aspiración á lo desconocido,
los ensueños que tal vez ha de realizar el porve­
nir, logran, a! menos vagamente, manifestarse y
pasar de unas almas á otras.
La poesía es imitación de la naturaleza: pero la
imitación es medio y no fin. El fin es la creación
de lo bello. Todo propósito útil de enseñanza, de
moralización, etc., está por bajo ó es extraño al
arte. Nada más absurdo que la teoría estética, que
trata de establecer Zola en su libro crítico, titula­
do La novela experimental. ¿Cuánto mejor no se­
ría, para el progreso de las ciencias morales y po­
líticas, la reunión de datos estadísticos y el estudio
serio y analítico de vicios sociales, que no una no­
vela ó un cuento, mejor ó peor escrito? Si las no­
velas de Zola no son detestables y aburridas, es
porque los preceptos del autor van por un lado, y
su pluma, cuando es novelista y no crítico, va por
otro. Aunque yo, lo confieso, no he leído más que
una novela de Zola, N ana, N ana me basta para
ver que Zola nada enseña, pues no ha de llamar­
se enseñar el poner á la vista vicios é indecencias
nausebundas, de las cuales, por desgracia, están el
mundo y las historias tan llenos, que apenas habrá
persona que no sepa más de lo que conviene.
N ana, no obstante, divierte, porque está escrita con
arte; porque el autor, con todos aquellos horrores
y torpezas, ha acertado á formar, si no una acción,
una serie de aventuras enlazadas, con interés, con
lances tremendos, con escenas dramáticas y con
verdad humana, aunque abominable. Si N ana es
una novela que tiene valor, no es, pues, por su en­
señanza pornográfica, sino porque imita bien la
naturaleza, é, imitándola, crea la belleza de baja
ley, que halaga las imaginaciones viciosas, y hasta
algo de una belleza superior, por contraste, por­
que el arte lo purifica todo: y porque, en imagen
ó representación y no en realiddad, tal vez gustan
la cabeza del tinoso en el cuadro de la Santa Isa­
bel de Murillo, y las figuras que, de espaldas y
arrimadas á un muro, se ven en los cuadros de un
pintor flamenco.
De aquí lo vano de la disputa entre el naturalis­
mo ó realismo y el idealismo. Aceptada y entendi­
da bien la doctrina aristotélica de que el arte es
imitación de la naturaleza, la disputa es imposible.
La naturaleza que el arte ha de imitar, no es sólo
la fea y asquerosa, sino también la bella, limpia y
sana; no comprende sólo lo que existe, sino lo que
puede existir; no aba,rca sólo el mundo material,
sino también la mente humana, con todas sus
ideas, creencias, pasiones y ensueños. Es, pues, en
este sentido, naturaleza y asunto de imitación y
primera materia para la obra del poeta, cuanto ser
hay en el universo, y además todo lo que el poeta
fantasea, siente ó concibe, porque, aun negando
que en lo exterior tenga ser, basta que esté en el
poeta como concepto, para que esté en el mundo,
ya que el poeta en el mundo está.
Y esto, que es cierto para toda clase de poetas,
lo es más que para el épico y el dramático para el
lírico, en quien, valiéndonos de vocablo á la mo­
da, hay mucho de sujetivo. No afirmamos, sin em­
bargo, que el poeta lírico ha de encerrarse en sí:
antes debe tender su mirada serena y penetrante
por toda la amplitud del universo y por toda la
prolongación de los siglos, donde verá claras y
distintas las cosas. El poeta debe ser un verdor ex­
celencia: átpflcíX(jló;, como dice Víctor Hugo que
dice admirablemente la metáfora griega. Y el au­
tor de las Orientales añade, en otro escrito suyo,
que el arte no tiene lím ites; que lo pasado, y lo
presente, y lo porvenir son su propiedad; que ca­
rece de ley; que en su paraíso no hay fruto veda­
do; y que no debemos prohibir al poeta que sea
cristiano ó gentil; que crea en Jehovah ó en Zeus,
en Pluton ó en Satanás, en Canidia ó en Morgana;
que atraviese en barca la Estigia, ó que vuele en
un cabrío al aquelarre. Basta que vea la hermosu­
ra difusa en todo y logre reunirla en su alma, como
en foco radiante, y como en espejo mágico, que
magnificada y depurada la refleje. Para ello el poe­
ta, á más de la vista mental, distinta y clara, es me­
nester que con amor lo vea todo, á fin de hacerlo
tan suyo, que, al revestirlo de forma con la pala­
bra, le estampe su sello y le preste su condición y
su vida.
Tal es la principal calidad que ha de tener el
poeta. Y Goethe, que lo era, sin dejar de ser por
eso profundo crítico, lo expresa por estilo conci-
SO en cuatro versos, elogiando á Hans Sachs (1).
Infiérese de aquí que todo asunto es poético,
como pase por el prisma hechicero de la poesía:
como le trate poéticamente un poeta. Contestados
quedan los que censuran á Menéndez Pelayo por­
que sostienen que no se inspira en el mundo real,
sino en sus libros de teología, de filosofía, de his­
toria y de literatura. Si él logra representar con
imágenes y dar pasión á las más metafísicas abs­
tracciones, poesía serán. Y si resucita, con el vigor
de la fantasía, muertas creencias, ninfas, genios y
dioses de religiones que pasaron, todos esos seres
volverán á vivir, á interesar, á amar y á ser ama­
dos y aun adorados, en el mundo ideal y puro del
arte, donde serán inmortales.
El poeta erudito y estudioso ofrece mayor ga­
rantía de verdadera y original inspiración que el
que no lo es. Muchos pensamientos los tiene por
dichos y trillados y manoseados, y se abstiene de
repetirlos como si fuesen una gran novedad; y,
cuando no halla fuente de inspiración, no nos can­
sa con frialdades, sino se calla ó imita ó traduce
buenos modelos.
Esto ha hecho con frecuencia Menéndez Pelayo.

(1) E r ha ti ein Auge tren und klug


Und war auch liebevoll genug,
Zu schauen manches klar und rein
Und wieder alies zu machen sein.
Sus poesías traducidas ó imitadas son más que
las originales hasta ahora.
Hablemos, pues, primero de sus imitaciones,
traducciones y paráfrasis.
Claro está que un mero traductor, por bien que
traduzca, no merecerá el título de gran poeta; pero
podrá dar tales muestras de hombre de buen gus­
to, de hábil versificador y de hablista correcto, fa­
cundo y elegante, que logre por ello mayor esti­
mación y fama que no pocos poetas originales. Jáu-
regui, por ejemplo, con su traducción del Arninta,
descuella entre nuestros vates del siglo xvn, que
en verdad no fué estéril. Imitando, además, ó pa­
rafraseando, si esto se hace con inteligencia y con
amor, pueden ocurrir frases tan felices y hermo­
sas, y pueden intercalarse tan peregrinos y levan­
tados pensamientos, que lo imitado venga á igua­
lar al modelo, y á veces le supere, pudiendo ocu­
rrir, por último, que, con las nuevas formas y mo­
dos que el imitador trae á su lengua,cause benéfica
revolución literaria, haciéndose jefe de escuela, lo
cual suele alcanzarlo el poeta que no se jacta de
original. Así Garcilaso, en España, en el siglo xvi,
y así Andrés Chénier, en Francia, en el siglo pa­
sado.
Desde la primera mocedad se nota en Menén-
dez Pelayo ambición semejante. Y digo semejante
y no igual, porque no vive Menéndez Pelayo en
edad de decadencia ni de depravación literaria, y
no debía ni quería destruir y enmendar, como Lu-
zán en la España del siglo xvm, sino completar y
añadir: dar un nuevo tono á la lira, donde ya tan
diestra é inspiradamente han cantado y cantan en
nuestros días Quintana y Gallego, Espronceda y
Zorrilla, Becquer, Campoamor y Núñez de Arce,
Campillo, Alarcón y tantos otros. Lo repito, aun­
que peque de cansado: la poesía lírica florece como
nunca en nuestros días y en nuestro suelo; pero
ese mismo exuberante florecimiento convida á más
esmerado cultivo y despierta el deseo de hacer
brotar en el árbol nuevas inmarcesibles flores.
Es evidente que, desde hace tiempo, andaba
muy descuidado en España el estudio de las hu­
manidades, y hasta que rara vez se leyeron entre
nosotros, sino harto á la ligera, los clásicos latinos,
y sobre todo, los de Grecia. Las literaturas de los
pueblos modernos de Europa tienen, ó deben
tener, para ser grandes y fecundas, raíz nacional y
castiza; pero vivimos, no aislados, sino enlazados
unos pueblos á otros, ya por la continuidad en la
historia, y ya por las relaciones de cada instante
de nuestra vida actual. Imposible sería, y si no
fuese imposible seria nocivo, lograr que la litera­
tura ó la poesía de una nación, por savia propia
que en sí tenga, se sustraiga á todo influjo extraño.
Lo importante está en saber asimilar lo que se
toma; en darle nuestro ser y nuestra vida: y nada
vale tanto para esto como las literaturas latina y
griega. La última, sobre todo, es como fuente, no
ya del buen decir, sino de toda ciencia y arte de
los pueblos de Europa. El precepto de Horacio de
repasar de día y de noche los autores griegos, no
debe desecharse por anticuado. Los ingleses y los
alemanes le siguen aún, y nos dan el ejemplo.
Grecia es la madre común, y no pordiosea, y no
parece que hurta quien se aprovecha del abundan­
te tesoro que en herencia nos ha dejado. No se
desnaturaliza, no deja de ser quien es el que acep­
ta la hijuela de su madre y la utiliza como debe.
Rico, además, con ella, ni se pasma de la riqueza
de su vecino, ni la toma sin criterio ni conciencia,
cuando la tiene él igual ó mayor en su casa y fa­
milia. Espronceda hubiera siempre coincidido con
Byron; pero le hubiera imitado menos, si hubiera
sido más humanista. Y aquí, en Portugal, si exis­
tiera aún la docta escuela de Francisco Manuel y
se siguieran sus preceptos, ejemplos y huellas,
como Garrett los siguió, no veríamos tanto claro
ingenio pervertido y hecho arrendajo de Víctor
Hugo. Traen, además, el estudio é imitación de
los clásicos griegos la ventaja de que infunden in­
vencible apego al orden y á la mesura, y nos pre
caven y sostienen para no caer en las extravagan­
cias y delirios en que caen con frecuencia los que
imitan á algun poeta extranjero á la moda, copian­
do y exagerando sus malas cualidades.
Impulsado, sin duda, por consideraciones como
las que acabo de hacer, aspiró Menéndez Pelayo á
ser para España lo que Parini ó Fóscolo para Ita­
lia, Chénier para Francia, y para Alemania Goethe:
el poeta que desdeña el pseudo clasicismo francés
del tiempo de Luis XIV, porque busca el clasicis­
mo puro, en virtud de finezas y pertinaces obse­
quios, y de consorcio inmediato con la Musa
griega, como nació Euforión de Fausto y de Elena,
traída otra vez al mundo desde el seno de las Ma­
dres. Nuestro poeta, vuelvo á decir, no fué impacien­
te, y se preparó con traducciones. Pero ¡cuán des­
caminados van los que le acusan de poeta difícil, y
por obstinación erudita! Los versos de Menéndez
Pelayo pecan de sobrado fáciles. El poeta halla en
seguida la expresión: no trabaja, no lima, no pule.
Todo parece escrito al vuelo. El estilo corre mu­
cho. Yo echo de menos el esfuerzo. Yo quisiera
que Menéndez Pelayo, cuando escribe poesías,
fuera más premioso. Como Goethe, como Chénier
y como Fóscolo, Leopardi y Carduci, tiene sed de
injertar la forma antigua en su lengua vernácula;
pero repugna ¡a fatiga que á aquéllos costaba. Los
españoles, acaso por exceso de soberbia confianza,
somos más flojos, menos tenaces y pacientes que
los hombres de otros países.
La tarea de Chénier, en lo tocante á metrifica­
ción y aun á lenguaje poético, fué bastante más li­
mitada y fácil. La índole del idioma francés, po-
brísimo en la prosodia y que no se presta tampo­
co al hipérbaton, alejó de Chénier todo conato de
reproducir los metros greco-latinos, y hasta de
hacer versos libres con medida de versos de ahora,
pues hubieran sido prosa, y no versos.
En cambio, en Alemania tienen la pretensión de
poseer una lengua en que caben las palabras com­
puestas, aunque sean, más que compuestas, agluti­
nadas; en que todo hipérbaton es posible, y en que
la prosodia es tan rica, que se pueden escribir ver­
sos con todas las medidas de los griegos.
Yo, aquí, ni niego, ni afirmo. Como me dirijo á
usted, y no al público, puedo ahorrarme la moles­
tia de ponerme á estudiar de priesa y corriendo, y
mal, por consiguiente, lo que no he llegado á en­
tender bien hasta ahora. Confieso que hay metros
griegos, v. gr., en los coros de las tragedias y en
las odas de Píndaro, que ni sé en qué consisten,
ni me suenan. Imagine usted si comprenderé que
puedan imitarse bien en alemán. Sólo sé que en
alemán no me suenan tampoco. Pero en las len­
guas clásicas antiguas, y en alemán, y en inglés,
me suenan el exámetro y el pentámetro, y gusto
de ellos. Goethe ha escrito mucho en ambos me­
tros, y no por eso dejan de ser populares su Her-
mona y Dorotea, su novela de La Zorra y su idilio
e A lexis. Longfellow ha escrito igualmente en
exámetros su lindo poema de Evangelina. El ale-
man, a no dudarlo, se presta bien á esto, cuando
hasta traducciones de largas epopeyas, como la de
la ¡lia d a hecha por Voss, están en exámetros y
en vez de cansar, deleitan. El español, por el con­
trario, hasta donde del mal éxito de algunas tenta­
tivas, como la de D. Sinibaldo de Más, se puede
inferir lo inútil del empeño, conviene desistir de
esta clase de metrificación, á no ser en alguna
composición muy corta, y como por gala y ligero
capricho de artista. El reciente ejemplo de Carduc
ci en Italia, si bien brillante y triunfador, no debe
bastar a animarnos. Aplaudo, pues, en Menéndez
PeLyo, como buen tino, el no haber querido en
sayarse en esto. Su forma clásica es el verso ende
casilabo, libre de consonantes; ora alternando sin
orden con el eptasilabo, ora endecasílabo siempre.
e tal metrificación bien puede decirse, y Der
dóneme usted lo familiar de la expresión, que lo’
que no va en lagrimas va en suspiros; es á saber-
que, desnudo el verso del prestigio de la rima'
que disimula ó encubre á menudo lo prosaico deí
ec,r es menester que sea en su estilo mucho más
elevado y primoroso, lo cual le hace harto difícil
Maestros en este punto han sido para nosotros y
siguen siéndolo con toda evidencia, por la ana’J

Í6
gía de su lengua con la española, los poetas italia­
nos que desde fines del pasado siglo han escrito
tan admirables é inspiradas obras en endecasíla­
bos sin consonantes. Parini en 11 Giorno, Fóscolo
en sus Sepolcri y Manzoni en su Urania, son aca­
bados modelos. Su estudio hubo de influir en las
composiciones bellas de este género que ya posee
nuestro idioma, como las sátiras de Jovellanos, las
epístolas de Moratín, la traducción del libro i de
la Eneida de Ventura de la Vega y la Visión de
Fray M artín de Núñez de Arce. Aquí, en Portu­
gal, Francisco Manuel y Garrett han hecho sus
mejores composiciones en este metro libre, el cual
se desdeña ó descuida hoy, empleándose con so­
brada insistencia el alejandrino francés, con con­
sonantes pareados, cuyo monótomo martilleo de­
biera ser insufrible en ambas Hesperias, á todo
oído de quien no quiera renegar de su casta. Vana
y sin fundamento es, pues, la manía, el verdadero
furor con que se desatan en España los más de los
críticos contra el endecasílabo libre. ¿Qué mal les
ha hecho? Ya se irán acostumbrando, y al fin le
aplaudirán. Lo que sí es híbrido y malo, á mi ver,
es el romance endecasílabo. Cuando es octosílabo,
puede ser admirablemente bello. En él poseemos
la más hermosa poesía épico-popular de todos los
pueblos modernos. Pero el verso endecasílabo re­
quiere amplia libertad, ó bien la rima perfecta y
variada, ora por estrofas simétricas, ora sin orden.
Un acto entero de una tragedia, un canto entero
de un poema, todo en un romance endecasílabo,
fatiga por la monotonía de la larga serie monorí-
mica imperfecta, y exige un esfuerzo algo pueril
por parte del poeta, para no repetir los asonantes
é ir apurándolos todos. No es esto negar que el
ingenio extraordinario de un poeta venza á veces
tamaños inconvenientes, y haga amena la lectura
de una obra escrita en romances endecasílabos,
como sucede con el Duque de Rivas en E l moro
expósito.
Menéndez Pelayo escribe casi siempre endeca­
sílabos solos, ó endecasílabos mezclados con epta-
sílabos, y sin rimas ni asonancias. Su lenguaje
poético es atinado en las más de sus traduccio­
nes, sobre todo en la del Canto de los Sepulcros de
Fóscolo.
También emplea con frecuencia nuestro poeta
los sáficos-adónicos: estrofas, como todos saben,
de cuatro versos, los tres primeros endecasílabos^
aunque acentuados de cierta manera, y el cuarto
de cinco sílabas, si bien con tal acentuación, que
imite, en lo posible, lo que en griego ó en latín
era un dáctilo y un espondeo.
Para mí es evidente que, en castellano, ó no hay
silabas breves ni largas, como en latín y en griego,
o no sabemos en qué consistía en quellas lenguas
ya muertas la cantidad de las sílabas. Nosotros no
comprendemos bien sino el acento. Donde el
acento está se apoya la voz, se detiene algo la pro­
nunciación y la sílaba se alarga, de suerte que las
otras sílabas de que la palabra consta, parecen bre­
ves. Así en céfiro, por ejemplo, ó en cualquiera
otro vocablo esdrújulo, se diría que hay un dácti­
lo, pues sonando larga la primera sílaba, se hacen
breves las dos que siguen. Pero ¿cómo suponer
que, en una palabra de dos sílabas, son largas las
dos? Si digo amo, al apoyar ó acentuar sobre la a,
me parece breve la sílaba mo, y si digo amó, al
acentuar mó alargo la segunda sílaba, y a me pa­
rece breve. Confieso mi ignorancia ó la torpeza
antimusical de mi oído: no comprendo el tal mis­
terio de la cantidad. Me doy, además, á recelar que
este secreto se ha perdido. En la Grecia de ahoia
se habla, más ó menos empobrecida de formas, la
lengua helénica. Poco á poco podrán renovarse
las formas perdidas, y tal vez se escribirá y habla­
rá en griego moderno, como hablaría Platón si
resucitara) pero de la cantidad nada se sabe. Hoy
hacen los griegos como nosotros: alargan la sílaba
donde está el acento, de modo que la sílaba, que
tal vez es breve, según la prosodia, nos parece
larga, y la larga breve. Pongo por caso: los grie­
gos dicen ahora KúxXíoitec, cíclopes, como nos­
otros, y apoyan en la u, resultando breve (á núes-
tros oídos) la (u ú o larga. En cambio, no dicen
Agamenón como nosotros, s i n o Agamemnon,
A-|a¡ji¡j.vojv, aunque la o última es o larga, y dicen
Demostenes y no Demóstenes, aunque de las cua­
tro sílabas de que la palabra Ar¡noa0sví¡<; está com­
puesta, precisamente en las dos en que ni los grie­
gos ni nosotros apoyamos hay r¡ ó e larga, y en
las otras dos o y s, ú o breve y £ breve. Vaya us­
ted ni nadie á entender esto. Quizás el acento era
para hacer la voz tiple, si era agudo, ó barítona, si
era grave, ó para atiplarla y ahuecarla sucesiva­
mente, si el acento era circunflejo. Mientras que
la cantidad era el tiempo, el acento era el tono.
Extraña música hubo de ser el habla entonces.
Personas sabias lo explicarán. Yo declaro con
humildad que no lo percibo. Abro por cualquier
lado á Esquilo, á Eurípides ó á Sófocles. Leo un
verso, según todas las pronunciaciones posibles, y
casi nunca me suena á verso; pero los exámetros,
los pentámetros y los sáficos-adónicos me suenan.
Sin embargo, ni de éstos sé á las claras en qué
consiste que me suenen. Creo que nadie lo sabe
tampoco. De aquí que la imitación en nuestras
lenguas modernas tenga que ser aproximada, y
no exacta.
Goethe se queja del alemán; dice que no se
presta á los metros antiguos; apenas está Goethe
seguro de que se sepa de fijo cuál sílaba es breve
y cuál es larga en su lengua. ¿Era esto porque
Goethe no sabía bien prosodia, como deja entre­
ver Lichtenberger? ¿La sabían mejor Schlegel ó
Voss? No nos metamos en tantas honduras. Yo
me consuelo de no saber tampoco prosodia con
que Goethe no la supiese. Pero la verdad es que.
un espondeo, dos sílabas largas seguidas, ni en
alemán, ni en italiano, ni en español, ni en inglés
se hallan, ni se sabe lo que es, por donde resulta
que no pueden hacerse verdaderos exámetros, ni
verdaderos pentámetros, ni verdaderos sáficos-
adónicos en castellano. Esto no impide, con todo,
que se escriban estrofas de á cuatro versos, tres
de once sílabas y el cuarto de cinco con tal artifi­
cio, que nos parezca que suenan como los versos
griegos y latinos llamados sáficos-adónicos.
De tales estrofas ha hecho muchas Menéndez
Pelayo, y yo las hallo armoniosas y bellas por lo
común. Hay, no obstante, de vez en cuando, fuer­
za es confesarlo, versos que, ni aun entendidas las
cosas á nuestro modo, son sáficos. Citaremos al­
gunos:
Conducidme á los mármoles de Sunío...
Todo se eclipsa menos vuestra gloria.
Aun lanza Febo sobre vuestras cumbres...

Citamos los descuidos, porque los descuidos


revelan la facilidad del escritor, aunque no por eso
los hemos de aplaudir, ni aun siquiera de per­
donar.
En cambio los aciertos son muchos, espontá­
neos, inspirados, sin que se note la fatiga, sin que
aparezca el rastro de la lima en nada.
Los asuntos, no sé por qué, piden diferente me­
tro. A cada cual le cuadra el suyo por una afini­
dad inexplicable. Menéndez Pelayo, en sus tra­
ducciones é imitaciones, ha observado esta vaga
ley del buen gusto. El Canto secular de Horacio
está, como en el original, en sáficos-adónicos. Y
están también en estrofas del mismo género otra
traducción y una imitación, á cual más feliz, de
dos obras lo más opuestas en sentimientos é ideas
que pueden imaginarse. Se diría que el traductor
é imitador quiso dar prueba con ellas de su amor
al arte puro y á cuanto el arte expresa, si el entu­
siasmo lo dicta, y si por algún concepto es digno
del entusiasmo.
La traducción es del Himno de Prudencio á
„Los mártires de Zaragoza". ¿Cuán maravillosa­
mente no se retratan en esta obra del lírico latino-
español, á quien Villemain ensalza á par de Ho­
racio y de Píndaro, el carácter férreo, tenaz y he­
roico de los aragoneses, lo terrible de aquellos
tiempos en que se hundía una civilización, la
creencia en la próxima fin del mundo y el culto
de la sangre, algo como una hematolatría? Los
versos castellanos son tan briosos, tan enérgicos,
tan concisos, tan conmovedores, como los latinos.
Se ve bajar del cielo al Señor, sobre candente
nube, armado del rayo, para juzgar á los vivos y
á los muertos. Las ciudades todas del mundo acu­
den con ricos presentes, á fin de aplacar su ira.
Estos ricos presentes son la sangre, los huesos, los
miembros despedazados en el martirio, de los que
le sufrieron por Cristo. La enumeración, la pom­
pa de las ciudades es horriblemente sublime; pero
Zaragoza las eclipsa á todas por la abundancia de
sus dones. No hay otra que haya derramado más
sangre. Ninguna ofrece tantos mártires. En nin­
guna han desafiado con más valor, hombres y
mujeres, más feroces tormentos. El fervor de la fe
les dió ánimo para resistir dolores tan espantosos
y agudos, que no parecía posible que hubiese ner­
vios que sin morir los sintiesen, m voluntad que
no flaquease y cediese ante ellos.
Menéndez Pelayo, al traducir fiel y habilísima-
mente esta composición, ha dado á conocer á sus
compatriotas á uno de los más grandes líricos, no
sólo de España, sino de cuantos ha habido en el
mundo, á quien teníamos olvidado.
La imitación es del himno de lord Byron „A
Grecia," y es inferior, como el original también
lo es, al himno de Prudencio. Al poeta hispano-
latino no le faltan jamás mesura é ilación dialécti-
ca en medio de su mayor arrebato lírico. En el
poeta inglés tal vez haya algún desorden y extra­
vagancia, que no deben confundirse con el liris­
mo, y que aun despiertan el recelo de que puedan
ser algo afectados. El dualismo, la lucha entre dos
sentimientos ó pasiones, no diré que sea impropia
de la lírica, pero quita sencillez y hace enmaraña­
da y confusa esta especie de deliberación por rap­
tos. Después de la orgía, y ya resuelto á combatir
y morir por la libertad de Grecia, en vez de gozar
de sus vinos y de sus mujeres, hubiera el poeta
remontado más libre y más alto su vuelo, que no
en el momento mismo de la vacilación indecisa.
Hay más acción, más viveza en el mismo momen­
to; pero menos claridad, precisión y brío. Á pesar
de esto, el talento y el noble sentir del poeta sacan
rápidas y brillantes contraposiciones de la situa­
ción en que él se coloca. El traductor lo expresa
todo gallardamente. Véanse estos dos ejemplos:

Cantó Anacreón el amor y el vino,


Cual del tirano Policraies siervo;
Mas era heleno Policrates: cuna
Diérale Sanios.

Yo admiro el brillo de sus negros ojos,


Nido de amores.
Mas ¡ay! ¿será que tan hermosos pechos
Deban un día amamantar cautivos?
¿Será que ciña tan hermosos brazos
Férrea cadena?

Las otras traducciones y paráfrasis se prestan á


todos los gustos, en prueba de que el autor le halla
siempre en la belleza del arte, prescindiendo del
asunto que representa, describe ó encomia. Linda
por el esmero y primorosa concisión es la de la
Oaristys de D afnis y la muchacha, de Teócrito,
que Chénier tradujo con más gala quizás, al me­
nos para el gusto del día, pero diluyéndolo y bor­
dándolo demasiado. Lástima es que mil palabras
gráficas y ricas de significado que tenemos en
nuestro idioma, no se adapten bien al estilo serio
y noble, por truhanescas, picarescas ó sobrado fa­
miliares. Si no, el título de la Oaristys debiera ser
E l palique de D afnis y la muchacha, ó si se quie­
re E l camelar de D afnis á la muchacha. Pero, aun­
que se quede con el título de Oaristys, tomado de
una lengua muerta, el tal palique no puede ser
más vivo ni más animado, si bien los dos perso­
najes que intervienen en él son tan candorosos y
se ven tan circundados de salubre y campesino
ambiente, que se embriaga algo hasta el más asus­
tadizo con el olor del almoradux y del romero, y
todo lo perdona.

A
Imitación ó paráfrasis de muy distinto género
es la de una oda de Sinesio. No entraremos á des­
lindar lo que es del autor y lo que el parafrasta
ha puesto de su propia cosecha. ¿Quién sabe has­
ta qué punto el severo autor del libro de los Hete­
rodoxos se vale de la composición del Obispo de
Tolemaida, como de un pasaporte ó salvo-conduc­
to, para lanzarse, en atrevida excursión poética,
casi, casi fuera de los límites de la ortodoxia? La
oda, escrita en estrofas regulares, rimadas, de las
que se llaman liras, compite, por su limpia senci­
llez, sobriedad de estilo y pureza de lenguaje, con
las mejores odas de Fray Luis de León. Hay en
toda ella profundo sentimiento religioso, si bien
entreverado de filosofías de origen gentílico, lo
cual no es condenarlas. Nadie ignora que los an­
tiguos sabios cristianos tomaban lo que juzgaban
saludable y útil en las ciencias y letras griegas; en
las cuales, ora veían una evangélica preparación,
ora el complemento humano de la obra de los pro­
fetas, ora la realización de lo prefigurado en los
vasos y joyas de los ídolos egipcios que los israe­
litas se llevaron al huir de los dominios de Faraón
para la Tierra prometida. Pero, cualquiera que sea
la procedencia de las doctrinas, en la oda imitada
por Menéndez Pelayo, hasta donde puede juzgar­
se é inferirse de la vaguedad de un arrobo poéti-
tico, más que misticismo, en sentido riguroso, se
advierte emanatismo, combinado con la tesis aris­
totélica de la misteriosa atracción, por cuya virtud
el primer motor mueve y llama á sí á los seres. Así
es que el poeta no se reconcentra y busca á Dios
en el centro del alma, como nuestros místicos, sino
que, teósofo naturalista, difunde su alma por toda
la inmensidad del universo, que Dios llena, si bien
como luz que tiene su foco donde anhela el alma
abrasarse y anegarse, volviendo á su origen.
Por el examen hecho hasta aquí, aunque re­
sulta que nuestro autor percibe y ama la ya crea­
da poesía, y sabe reproducirla y expresarla en su
nativo idioma, no se ve aún al poeta con propio
carácter y con originalidad individual. Y en Espa­
ña, en el día, á par que la lírica guarda, en gene­
ral, su sello castizo, poseemos varios poetas líricos -
de mérito, con marcada fisonomía. Así, Zorrilla,
brillante y rico de imágenes, Núñez de Arce, amo-
nestador y nervioso; Campoamor, quinta-esencia-
do, paradojal y ameno; Alarcón, sutil é irónico;
Querol, correcto, elegantísimo y lleno de senti­
miento verdadero y puro, y Campillo, firme sos­
tén por su alta entonación de la célebre escuela se­
villana.
Yo veo con patriótica satisfacción el crédito, cada
día mayor, que alcanzan en países extraños nues­
tros pintores; crédito que persuade al público es­
pañol de que en la pintura nos hemos encumbrado,
como en los mejores tiempos, á la altura de las na­
ciones más gloriosas y fecundas en dicho arte; pero
también estoy persuadido de que estas elevaciones
no suelen ser en un arte solo, sino que son, por lo
común, simultáneas en muchos: en casi todas las
manifestaciones de la actividad del espíritu. Por
donde tengo por seguro que nuestros poetaslíricos
contemporáneos muestran hoy florecimiento con­
digno al que celebramos en la pintura, si bien en­
tre los extianjeros no es tan estimado, porque la
lengua española es poco conocida y cultivada fue­
ra de España.
Ahora bien: ¿podremos colocar á Menéndez Pe-
layo en esa luminosa pléyade poética, de cuyos as­
tros más claros acabamos de citar varios nombres?
Harto sé que carezco de autoridad para dar ó ne­
gar este á modo de título ó diploma; pero siem­
pre me será lícito examinar, procurando ser im-
parcialísimo, los méritos y servicios que Menéndez
Pelayo alega y presenta en sus obras. Yo daré in­
forme, según mi leal saber y entender, y el públi­
co resolverá.
Usted me ha de perdonar prolijidades y digre­
siones. El asunto que trato es dificultoso para mu
no porque no se me ocurra nada que decir, sino
porque se me ocurre más de lo que conviene, y
no me resigno á dejármelo en el tintero.
Es evidente que, en el estado actual del mundo,
un poeta de oficio ó profesión es difícil de hallar.
Si lo de poeta se limita al lirismo, la dificultad se
trueca en imposible. Quiero significar con esto que
el poeta lírico es, además, autor dramático, nove­
lista, médico, juez, zapatero, fabricante, propieta­
rio, clérigo; en suma: tiene un empleo, ó se ocupa
en algo, con preferencia y con mayor asiduidad,
que en componer sus poesías. Cualquiera otra be­
lla arte puede ser una profesión; pero la lírica no
puede serlo. Hay pintores, escultores, arquitectos,
músicos y bailarines. Líricos no hay. Allá, en lo an­
tiguo, hubo richis entre los arios, aoidos entre los
griegos, bardos entre los celtas, trovadores y trou-
véres en Francia, y m innesinger en Alemania. En
el día, nada hay que á aquello se asemeje. ¿Será
porque vivimos en edad más prosaica? No hay
para qué tocar aquí tan grave cuestión. Baste adu­
cir el hecho, sin escudriñar la causa. Lo que no
puede menos de inferirse es que dicho arte de la
lírica no se parece á los demás; que en él no hay
maestros ni oficiales, sino que todos son aficiona­
dos; y que nadie le consagra su vida, sino sus ra­
tos de ocio, como si se tratase de un mero pasa­
tiempo. Lo cual, bien mirado, redunda, no en des­
crédito, sino en singular encomio y en privilegio
soberano y augusto. A un ingeniero se le puede
pedir que haga un camino, una mina ó un puente:
á un sastre se le encarga una levita, y hasta una no­
vela á un novelista, un drama á un autor dramáti­
co, y un sermón á un clérigo. Pero, ¿qué editor
encargará un tomo de odas, ni qué poeta las escri­
birá de encargo, ni qué persona no afirmará, con
indicio infalible, antes de leer las odas ó canciones,
que no han de valer un pito, aunque sea el propio
Píndaro el encargado de componerlas?
La musa lírica es voluntariosa, huraña y rebel­
de. No cede al capricho: no acude á la evocación:
no viene sino en solemnes ocasiones. Cierto que
toda obra artística requiere la inspiración. La obra
no será buena, si no está inspirada. Pero la inspi­
ración para toda otra obra artística está más á
nuestras órdenes; más á la mano; más bajo nues­
tro dominio. Casi podemos disponer de ella cuan­
do queremos. En la lírica, no. Por lo cual, ni exci­
taré yo á ningún poeta á que componga versos, ni
le echaré en cara que haya escrito pocos. Lo que
importa es que sean buenos.
Los buenos versos en pocos días se escriben.
Poeta hay que vive setenta ú ochenta años, como
Quintana ó Gallego, y gana la inmortalidad en una
semana. Por mucho que D. Juan Nicasio medita­
se, limase y corrigiese, no se puede suponer que
empleara más de una semana en escribir la Elegía
del Dos de Mayo. Manzoni vive más de ochenta
años, y toda su poesía lírica, himnos y coros, pue­
de haber sido tarea de un par de meses á lo más.
La legítima y grande poesía lírica es, pues, pro­
ducto rarísimo. Es la creación extraordinaria de un
hombre, en un instante, ó en varios breves instan­
tes dichosos y semi-divinos, que tiene en muchos
años de vida común y terrena. Para el adveni­
miento de este instante es menester que haya ca­
pacidad en nuestro ser interno: pero todavía im­
porta, á veces, que le suscite algún caso exterior,
algún acontecimiento que entusiasme, no ya al
poeta solo, sino á todo el pueblo ó á toda la gene­
ración para quien el poeta canta; de modo que el
poeta apenas haga más que dar forma inmortal y
precisa al vago y confuso sentimiento de la muche­
dumbre.
La poesía lírica, entendida así, es más que un
arte. Aun, en nuestro siglo, puede decirse de ella
lo que de la poesía de las edades primeras: Dictae
per carmina sortes et vitae mostrata vía est. ¿Qué
influjo no ha ejercido, en nuestro siglo, en el des­
tino de las naciones? Sin los encomios á Napo­
león I de Béranger, Lamartine, Víctor Hugo y
otros, quizá Napoleón 111 no hubiera reinado nun­
ca. Sin los cantos de líricos italianos, como Parini,
Fóscolo, Giusti, Leopardi y Manzoni, no se hubie­
ra fomentado la revolución en los espíritus, y se­
guirían siendo un sueño la independencia y la
unidad de Italia.
Y en Alemania ha contribuido también á los

*
triunfos de aquella nación y á su unidad bajo el
imperio.
No obsta lo dicho para que el poeta pueda ins­
pirarse, sin caso exterior ó por caso mínimo, si
bien entonces la poesía será muy sujetiva, ó será
en su menor grado, y se salvará por el chiste, por
el gracejo, desenvoltura ó primor del estilo. Será
un orden inferior de poesía.
No censuraré yo, como Moratín, á quien escriba
Un soneto al bostezo de Belisa
O al resbalón de Inés otro soneto.

¿Quién sabe las agudezas, discreciones y lindos


conceptos que se le pueden ocurrir á un enamora­
do si su Belisa bosteza, ó si su Inés se resbala?
Entre los mejores sonetos de Lope cuentan los
que le inspiraron el pájaro que se le fuéá Lucinda
de la jaula, y la pulga que picó á Leonor en el pe­
cho. Casti tomó prestados tres duros. El acreedor
se los pedía de diario, y Casti no los devolvía. A
cada petición del acreedor respondía con un sone­
to, excusándose de pagar, y así compuso más de
trescientos, todos graciosos y divertidos; menos
para el acreedor, se entiende. Pero, aun en tales
ocasiones, la lírica es también libre, y no de encar­
go. Y como requiere chiste y no seriedad, á no
estar muy en condición para el género, conviene
no abusar de él, á fin de no degradar arte tan no­
ble y caer en el arte del coplero, como Gerardo
Lobo, Montoro ó el cura de Fruime.
Menéndez Pelayo ha tomado la poesía por lo
serio y no para juguete, y por todos estilos ha
hecho bien.No quiere, ó no puede, ser jocoso, sino
grave. Sus composiciones, pues, ora inspiradas
por sucesos externos, ora nacidas de los sentimien­
tos más profundos del alma, podrán ser popula­
res, en cuanto los sucesos que las ocasionen ó los
sentimientos que en ellas se expresen interesen
ó estén, de un modo más ó menos vago, en la
mente y en el corazón del pueblo para quien el
poeta canta.
El primer asunto de las poesías de Menéndez
ha sido la poesía misma. En esto sigue á muchos
grandes líricos contemporáneos, que han cantado
y celebrado su arte: así Goethe, Manzoni en su
U rania, Filinto en su arte poética, la Avellaneda
en odas y en octavas, etc., etc., porque prolongar
la enumeración sería cansado. En la oda á Caban-
yes, muerto en la flor de su edad, en 1833, poeta
catalán, clásico á la manera de Andrés Chénier, ya
expone Menéndez, por su estilo elegantísimo, el
concepto que tiene de la lírica. Al ensalzar al poeta
y al lamentar su pérdida, deja ver que su aspira­
ción es reemplazarle. ¡Con cuánta sencillez, efusión
y sincera ternura saluda al modelo acabado del
poeta, exclamando:
¡Feliz quien nunca en el marmóreo alcázar,
Su voz hiriendo regios artesones,
Himno entonó que servidumbre inspira,
Preso en dorados lazos!
¡Feliz quien nunca de la inquieta plebe
El furor excitó, temió las iras,
Ni arrastró de su Musa, desgarrado,
El manto por las plazas!

Sólo éste es digno de ser verdadero lírico: sa­


cerdote consagrado al puro culto de la Venus Ura­
nia. Todo propósito interesado le hace infiel á su
numen. Todo empleo lascivo ó vicioso de los do­
nes de las Musas es un sacrilegio. Amor de este
poeta es la santa, inmaculada idea, fuente de la be­
lleza sensible. Ella fué la esposa de Cabanyes.

Ella tu esposa fué, casta y desnuda,


Y brotó de su seno fecundado
Por tu abrazo viril, la forma indócil
Luchando por la vida.

Para quien alcanzase este triunfo, nada sería


hasta la propia gloria. Tranquilo pasaría por el
mundo
Sin que el clamor de la mentida fama
Su nombre pregonase.

No se quejaría de una obscura existencia y de


una tumba olvidada y humilde, pudiendo decirse
de ella como de la de Cabanyes:

Sobre ella vela el numen de la lira,


Si el de la gloria duerme.

En las dos hermosas epístolas á Horacio y á sus


amigos de Santander, acaba Menéndez Pelayo de
darnos á conocer sus aficiones é ideas estéticas, no
exponiéndolas con método é intento didácticos,
para lo cual está la prosa, sino poéticamente.
En ambas vierte todo su amor á la belleza del
arte, y á la medida, y á la nitidez de la forma, sin
las cuales no se manifiesta dicha belleza.
En la primera, pasman la facilidad y el brío de
estilo con que hace resaltar el mérito del vate de
Venusa, poniéndole como en compendio ante los
ojos de nuestro espíritu, y como destilando su
esencia.
La segunda es un cuadro poético, más breve
aún y más entusiasta de toda la literatura helénica.
Nada hay en este cuadro que no esté admirable­
mente dicho y hondamente sentido. Citemos sólo
algunos versos de aquellos en que el autor aclama
á Homero como inexhausta fuente, no ya de la
poesía sólo, sino de todo arte de su nación:
De tu sol un reflejo centellea
Del jonio mar en las risueñas ondas,
El mármol del Pentélico ilumina,
Resplandece en el ágora de Atenas,
Y el Cronios rey de tu cantar augusto
A Fidias sirve de ejemplar sereno
Para labrar la olímpica cabeza.

Acaso, en esta segunda epístola, con ser tan be­


llo lo que dice de los poetas de Grecia, sea más
bello aún el final,
Los amigos del autor, comerciantes y propieta­
rios deSantander,le habían regalado la Bibliotheca
graeca de Fermín Didot, para premiar sus traba­
jos y celebrar su victoria en las oposiciones en
que obtuvo la cátedra que hoy desempeña; y él les
da por ello las gracias, y hace votos por la pros­
peridad mercantil de su ciudad natal, exclamando:

Dilátense tus muelles opulentos,


Y traigan tus aligeros bajeles,
En cambio al trigo que te da Castilla,
De la tórrida caña el dulce jugo,
O del café los vigilantes granos
O la hoja leve que en vapores sube
Y como la esperanza se disipa.

Después los exhorta á que sigan protegiendo las


artes y las ciencias, las cuales no están reñidas con
el comercio y la industria, y para claro ejemplo les
pinta los esplendores y cultas magnificencias del
patriciado comercial de Florencia y de Venecia, en
preciosos versos, donde, como en todos los de esta
epístola, son más las imágenes y las ideas que los
vocablos, haciéndose indispensable copiar, ó re­
mitir al lector á la obra, porque no es posible el
extracto, y sólo cabe el comentario.
Sin querer enseñar, casi á pesar suyo, como debe
acontecer siempre en la poesía, Menéndez Pelayo,
en estas composiciones en elogio de su arte, se
eleva á consideraciones generales, acerca de los
sucesos humanos; deja ver su filosofía de la histo­
ria: su modo de entender el destino de los pueblos
y la ley providencial que sigue en su marcha nues­
tro linaje.
Un escéptico, á fin de burlarse de la filosofía de
la historia, la llama la ciencia de vaticinar lo p asa­
do; pero entendido de cierto modo el tal vaticinio,
sería alabanza y no burla. ¿Qué quisiéramos más
que poseer una ciencia, por cuya virtud se expli­
casen las causas de lo ya sucedido? Dada tal cien­
cia, mucho de lo que está por venir se construiría
á priori, ó podría preverse con certidumbre. Es
más: si entre las causas de lo que ocurre hay algu­
nas sujetas á las leyes ineludibles, fijas, de la Pro­
videncia ó del Hado, ó si se quiere de la misma
naturaleza, pudiendo lo que de tales causas deriva
ser previsto ó predicho, como un eclipse ó un co­
meta, también hay causas que están en los actos
humanos que de nuestra voluntad depende, y, en
este punto, no sólo podríamos prever, sino dirigir
el curso de los acontecimientos, siendo así la his­
toria, como todos debemos creer, cuál más, cuál
menos, maestra de la vida social y política, y sir­
viendo los hechos que ella relata, de saludable es­
carmiento, ó de incentivo poderoso para evitarlos
ó reiterarlos.
Por desgracia (y crea usted que me aflige tener
que mostrar de nuevo el escepticismo de que tan­
to me motejan), salvando la moral, que está por
cima de todo cálculo y ventaja, y salvo también
aquello que se sujeta á la prudencia más burda, y
que, lo mismo para la vida de los imperios que
para la del individuo más humilde, es norma prác­
tica de conducta y regla trivialísima de sentido co­
mún, la filosofía de la historia es, hasta hoy, una
de las ciencias más inexactas que se han inventado-
Porque seria ridículo poner como filosofía de la
historia, que el que gasta más de lo que tiene se
llena de deudas y se arruina; que para hacerse
rico importa emplear los dineros en cosas útiles,
trabajar y ahorrar; que es peligroso confiar dema­
siado en las propias fuerzas, y buscar aventuras y
ruidos, etc., etc.
Tales perogrulladas, aunque se revistan del más
pomposo aparato científico, no son filosofía de la
historia. Y los que se elevan á cuestiones dignas
de la ciencia, suelen explicarlo todo á su gusto.
Ya inventan un sistema que superficialmente se
ajusta á los hechos, ó ya disfiguran, estiran ó des­
trozan los hechos para que vengan á la medida ó
quepan en otro sistema. La vanidad nacional, el
espíritu de secta y la pasión de partido, entran en
la elaboración de estos sistemas por mucho más
que el raciocinio.
Lo cierto es que las filosofías de la historia que
hoy privan más, como forjadas en Alemania, In­
glaterra ó Francia, nos son harto poco favorables.
De ellas se infiere, ó en ellas se enseña, que Espa­
ña ha hecho poco ó nada en lo pasado por el pro­
greso y por la civilización del mundo, y que tanto
España como Grecia, y aun como Italia para mu­
chos, están ya decaídas y condenadas á ir á remol­
que, si es que van, mientras que nuevas gentes y
razas superiores han venido á ponerse á la cabeza
de esta procesión progresiva, á llevar el estandarte
de toda cultura, y á ejercer la hegemonía ó princi­
pado. De Lutero proviene la libertad religiosa y
otros mil bienes con que no soñó jamás aquel
fraile fanático. Sin revolución francesa de 1789,
nadie aspiraría siquiera á libertad política y á
igualdad democrática. Sin Bacon, nos hubiéramos
quedado sin ciencia experimental. Sin Descartes,
no habría filosofía moderna. En resolución, todo
proviene de fuera. Nosotros somos beocios, ó peor
que beocios, porque no hemos hecho más en
cuanto nos ha sido posible, que servir de estorbo
y réinora á la ascensión majestuosa de la humani­
dad hacia las regiones-de la luz y del bien, con
nuestra Inquisición, nuestro fanatismo, nuestros
taimados y tenebrosos jesuítas, y nuestra crueldad
y barbarie en ambas Áméricas.
Muchos españoles, de los que presumen de dis­
cretos é ilustrados, aceptan todas estas cosas como
otros tantos artículos de fe, y se resignan á perte­
necer á una asociación y casta de hombres decaí­
dos y extraviados, con tal de que se les haga la
justicia de creer que ellos son una excepción rara
y brillante. De todo esto, la manía de echarla de
alemanes ó de britanos, muy extendida en España,
y aquí, en Portugal, casi endémica en los partidos
más conservadores. Sabio hay por aquí que, á fin
de probar que la gente portuguesa es más civiliza­
da ó civilizable que la española, apela á las con­
quistas de Lisboa y de Silves, á las que vinieron
muchos hombres del Norte, cuya sangre corre aún
por las venas de los portugueses del día, y produ­
ce esta ventajosa diferencia. En una palabra: en las
tales filosofías de la historia, nos darán á veces al­
gunas dedaditas de miel, nos elogiarán por algo,
para consolarnos; pero nos jubilan, nos condenan
y nos declaran incapaces é inferiores. ¿Por qué
extrañar, pues, que alguien se rebele, proteste y
clame contra tan insolente jubilación y durísimo
fallo? ¿Por qué llamar al que así se rebela neo-ca­
tólico, retrógrado y otros apodos? Sin duda que,
por espíritu de contradicción, se ponen muchos en
esa pendiente; mas no todos se precipitan. Si en
Italia, la consideración de la grandeza de Roma y
de la inferioridad actual ha movido á muy ilustres
ingenios á hacerse neo-paganos, como Leopardi y
Carducci, y desde muy antiguo Maquiavelo, entre
nosotros, coincidiendo la época de nuestro mayor
auge con la intolerancia religiosa, bastantes se han
hecho casi unos Torquemadas por patriótico enojo.
Menéndez Pelayo dista mucho de tal extremo. Su
amor á las letras humanas le contiene dentro de
límites razonables, y él también forja su filosofía
de la historia, cuyo valer científico no se discute
aquí, como no se discute el valer de la de los otros;
pero que, entrando como materia poética en sus
versos, y como materia combustible por lo apasio­
nada, les presta animación y fuego.
Para Menéndez Pelayo, lo grande y esencial de
la civilización se debe, en lo humano, á Grecia,
Italia y España, entendiéndose Portugal como par­
te de España; lo cual, dicho sea entre paréntesis,
desagrada á muchos portugueses de ahora, muy
diferentes de los del tiempo de D. Manuel el D i­
choso, y aun de los del tiempo del propio épico

ú
que mejor celebró las glorias de Portugal. Enton­
ces se creían todos tan españoles como los arago­
neses y los castellanos, si bien dejando salva la
autonomía de Estado independiente. Hoy son
pocos lo que piensan así, aunque, en estos pocos,
lícito es felicitarnos de que se cuenten notabilísi­
mos pensadores y escritores ilustres, de que Por­
tugal puede jactarse aún: Latino Coelho, Oliveira
Martins, Teófilo Braga y otros. Para éstos, lo mis­
mo que para Menéndez, por cima de la variedad
política que nos separa, hay civilización idéntica, y
unidad de misión y destino en ambas naciones,
que constituyen una sola gente. Si Dios dá á cada
pueblo un ángel, ó si la naturaleza le dá un genio
ó espíritu que le guíe, aliente é inspire, la Penín­
sula ibérica no debe tener más que uno, y el pue­
blo peninsular que reniegue del otro pueblo,
sobre las mil desventuras que nuestra decadencia
nos ha traído, tendrá, también, á mi ver, la de que
darse sin ángel, sin espíritu ó sin genio propio.
Grecia da á la humanidad la poesía, el arte, la
ciencia y la filosofía especulativa. Roma, unidad y
leyes. Italia resucita la civilización en la época del
Renacimiento. España abre nuevos caminos, com­
pleta el conocimiento de nuestro planeta, magni­
fica el concepto del universo visible, é inicia la su­
blime misión de las grandes naciones europeas de
extender por todas partes su imperio y su cultura.
Verdaderos portentos han hecho después, si­
guiendo nuestras huellas, ingleses, franceses y ale­
manes; mas para Menéndez Pelayo, aun les queda
mucho que hacer hasta que nos eclipsen y sobre­
pujen.
En todo esto, en mi sentir al menos, aun en pro­
sa me parece que Menéndez Pelayo tiene razón.
Si exagera algo, ponderando quizá más de lo jus­
to á los olvidados ó poco estudiados filósofos es­
pañoles, y denigrando á veces á los alemanes, con­
denémosle en la prosa, pero absolvámosle en la
poesía, donde entran por mucho el sentimiento y
la pasión, y donde cuadran bien la hipérbole y la
vehemencia.
En poesía, además, caben pocos distingos y di­
suenan los sin embargos, no obstantes y á pesar
de todo. Así es que nuestro poeta, á quien jamás
abandona al escribir su alto y sano juicio, el cual
no le deja caer en vulgaridad ni en disparate, aun
al lanzar la invectiva más briosa ó entusiasmarse
con la apología más ardiente, suele hacer afirma­
ciones que en prosa merecerían refutación: pero
refutación que casi nunca pasa de un distingo, que
el propio poeta pone ó pondría cuando en prosa
escribe ó escribiese.
Debo citar algunas de estas afirmaciones.
Achacar á los alemanes ó á los ingleses

Ú
Esla vaga, mortal melancolía
Que al mundo enfermo y decadente oprime,

no es justo, y bien lo sabe Menéndez Pelayo.


Antes de Schopenhauer estuvieron Sakiamuni,
los autores del libro de Job y del Eclesiastés, Me-
nandro, cuyo terrible verso cita, y mil otros. La
vaga, mortal melancolía oprime á los hijos de Eva,
en este valle de lágrimas, desde que hay memoria
de sucesos. No hay que culpar de tanto mal ni al
cristianismo, ni á los pueblos del Norte.
Razón tiene el poeta en exclamar;

...Orgullosos
Allá arrastren sus ondas imperiales
El Danubio y el Rhin antes vencidos.
Yo prefiero las plácidas corrientes
Del Tiber, del Cefiso, del Etirotas,
Del Ebro patrio ó del ecuóreo Betis:

pero se extrema demasiado en la censura cuando


niega al germano tenaz hasta la posibilidad de ser
tan poeta y tan artista como los griegos y latinos,
suponiendo que la mucha cerveza que bebe le in­
capacita y atonta.

Donde el fermento
De insípida cebada en las cabezas
Sombras y pesadez va derramando.
Esto, no obstante, es sólo un arranque de mal
humor poético, que tiene gracia, y que, entendido
así, tiene también verdad. Los doctores Lauser y
Schuchardt, hallándose un día, en mi casa de Ma­
drid, con Menéndez, me excitaron á que yo mo­
viese á éste á recitar los versos en que están esas
diatribas contra los alemanes; Menéndez los reci­
tó, y naturalmente ellos los celebraron, aplaudie­
ron y rieron.
Es evidente que hay algo de celos y de noble
envidia patriótica en los citados dicterios. Por eso
reían y aplaudían Lauser y Schuchardt. Nuestro
humanista siente en el fondo del alma que el lla­
mado por él sacrilego consorcio de griegos y teu­
tones se celebra mejor, por ahora, que el de espa­
ñoles y griegos; que las paces están hechas; que
Elena y Fausto se casan, como imaginaba el Júpi­
ter de Weimar; y que Euforión ha nacido entre las
nieblas hiperbóreas. Los cantos de Schiller y de
Goethe bien pueden igualarse con el de las Piéri­
des; y el filo so fa r caliginoso de Schelling y de He-
gel, si no vale (por el estilo) lo que vale el filoso­
far de Platón, menester es confesar que por la
profundidad, impulso extraño de la fantasía para
crear ingente sistema que encierra cuanto es, y ad­
mirable fuerza de discurso para ponerle en orden,
á todo, desde Platón y Aristóteles hasta ellos, eclip­
sa y supera.
La referida envidia patriótica, ó, mejor dicho,
noble emulación, se revela más candorosamente
cuando dice el poeta:

Siempre ansiosos
De tierra más feraz, al Mediodía
Los Bárbaros descienden: en buen hora
Que de nuestros despojes se enriquezcan;

donde implícitamente, y con dolor, confiesa que


los Bárbaros se han enriquecido más que nos­
otros, no sólo de dinero, sino de clásicos; que en
Alemania é Inglaterra se estudian y se saben me­
jor que en España esos libros inmortales, que él
quiere por modelo; que en Oxford y Cambridge
se representan, en griego, las tragedias de Sófo­
cles; y que hombres políticos, ingleses y alemanes,
conocen esos autores, y hasta se atreven á citarlos
en sus arengas, en la lengua original, sin temor de
ser silbados, como unos don Hermógenes de nue­
vo cuño.
Imaginar que esto destruye la originalidad y
vuelve anacrónicos y exóticos á los poetas del día,
es imaginación vana y sin fundamento. Lo que
producía la afectación exótica era el pseudoclasi-
cismo á la francesa y el harto somero conocimien­
to que en España se tenía antes de las letras grie­
gas y latinas. De seguro, por ejemplo, que á Me-
néndez Pelayo no se le hubiera ocurrido jamás
decir como Quintana:
Tres veces
De Jano el templo abrimos
Y á la trompa de Marte aliento dimos:
Tres veces ¡ay! los dioses tutelares
Su escudo nos negaron y nos vimos
Rotos en tierra y rotos en los mares.

Visto que no hay templo de Jano, no podíamos


abrirle ni cerrarle; y en cuanto á los dioses tutela­
res, como nadie cree en ellos, ni los hay en Espa­
ña, su auxilio no nos importaba lo más mínimo.
Menéndez Pelayo, como creyente católico, hubie­
ra dicho que los Santos Patronos de nuestra de­
voción no habían intercedido con Dios para que
nos diese la victoria; que Santiago no había baja­
do á combatir en favor nuestro; que la Santísima
Virgen María no había querido darnos su ampa­
ro; y al decir todo esto, hubiera sido muchísimo
más clásico y más fiel imitador de los griegos que
el ilustre Quintana. Si Leopardi dice, por ejemplo:

¡O numi, o numi,
Pugnan per altra térra itali acciari!

el tono general de la oda A Italia, el conjunto de


las ideas filosóficas de Leopardi, todo justifica la
exclamación de ¡oh númenes!, y la hace natural y
no afectada y falsa. Los dioses tutelares de que ha­
bla Quintana, ó son Santiago, la Virgen y otros
santos y santas de la Corte Celestial, y entonces
es impropio llamarlos dioses, ó no son nadie, sino
una huera figura retórica; mientras que los núme­
nes de que habla Leopardi se ve claro que son las
fuerzas de la naturaleza que cumplen los decretos
del destino ciego é inflexible, único Dios en quien
él creía. Sin duda que los númenes no existen para
Leopardi como tales númenes; pero consentida la
personificación, los númenes existen; tienen una
realidad objetiva que sirve á la personificación de
fundamento, y es tal la energía é importancia de
esa realidad, que el personificarla y el convertirla
en númenes resulta más que justificado.
En general, si está bien ó mal el uso de la mito­
logía griega en la poesía de ahora, es cuestión que,
como muchas otras, deja de serlo, no bien se pone
en claro, ó sea sin ambigüedad ni equívoco en los
términos.
En una narración poética de antiguas edades, en
que las fábulas griegas eran creídas, dichas fábu­
las pueden entrar y tienen verdad estética. Todo
depende del tono del narrador y del tino y buen
gusto con que las emplee. Pero así, no ya la mito­
logía griega, sino la egipcia, la de Escandinavia y
la de los Vedas, están en uso. De esta última se em­
pieza á usar mucho en las literaturas contemporá­
neas. Leconte de Lisie en Francia, Goethe en Ale­
mania, en Italia Gubernatis, en Portugal con gran
primor y acierto Cristóbal Ayres, creo que nacido
y educado en Goa, y en España Becquer y un ser­
vidor de usted, aunque esté mal el citarme á mí
propio, hemos echado mano de la mitología védi-
ca y brahmánica. Pero ¿qué mucho, si Gonsal-
ves Días ha empleado con éxito la mitología de
los tupinambas y de otras tribus indígenas del
Brasil?
Desde esto, no obstante, hasta el propósito, que
con toda seriedad tienen algunos autores, de reem­
plazar la mitología griega con otra mitología, hay
enorme diferencia.
La total cultura de Europa es combinación de
varios elementos: unos que persisten en nuestro
ser y forman la vida esencial del espíritu: otros
que vienen á enriquecer el conjunto, pero que no
son esenciales. De aquí la distancia que media en­
tre los dioses indios, ó los dioses de la Walhala, y
los dioses griegos. Estos últimos viven en nosotros,
tienen en nuestras almas aún Olimpo y Parnaso;
son ideas inmortales de un pueblo que nos dió el
arte, la filosofía y las letras humanas; contra todo
lo cual ni la prosaica y positiva sabiduría novísima
puede gran cosa, ni el cristianismo ha querido lu­
char, sino que gusta de que viva, y aun toma para
adornar sus verdades y sus representaciones artís­
ticas cuanto hay en ello de hermoso y puro. Por
esto dice nuestro poeta:

Así León sus rasgos peregrinos


En el molde encerraba de Venttsa,
Así despojos de profanas gentes
Adornaron tal vez nuestros altares,
Y de Cristo en basílica trocóse
Más de un templo gentil purificado.

Y entendiendo así este negocio, razón tiene


nuestro poeta para añadir en otra parte:

Te contaré mil fábulas sagradas


De amores de los hombres y los dioses:
Cuanto soñó la griega fantasía
En la serena juventud del mundo.

No piense por esto el lector que Menéndez Pe-


layo sea un poeta muy mitólogo. Su mirada se di­
rige á lo presente y á lo futuro, más aún que á las
cosas que fueron.
Y lo que verdaderamente busca en los libros an­
tiguos es
El vino añejo que remoza el alma;

el entusiasmo artístico, y la sobria concisión; el ne


qu id nim is sobre todo.
Como Menéndez Pelayo dice, en un comentario
ó análisis que ha hecho recientemente de la Poéti­
ca de Aristóteles, para él el arte es la facultad de
crear lo verdadero con reflexión. Crear, pues, lo
fa lso, con reflexión ó sin ella, es lo más contrario al
arte que puede imaginarse. Sin reflexión se adivi­
na á veces lo verdadero, pero más á menudo se
crea algo que no es ni verdadero ni falso: lo in­
substancial y lo soso, ó lo ambiguo, anfibológico
é incierto.
De esto, por desgracia, hay bastante en nuestra
poesía lírica, si bien, cuando se da con la verdad
irreflexivamente, aparece cierta belleza milagrosa
en la obra poética, que á veces hechiza y deleita
más que la de toda creación reflexiva.
De este hechizo carecen las composiciones de
Menéndez Pelayo, quien siempre sabe lo que quie­
re decir, y lo dice; pero en cambio tampoco hay
en sus versos las vaguedades é incertidumbres en
que abundan hasta nuestros más egregios poetas.
Buscaré ejemplo de esto en la ya citada Oda de
Quintana, por lo mismo que, en mi sentir, es de lo
más hermoso que en nuestra lengua hay. ¿Qué sig­
nifica el poeta al decir que España fué la reina de
las naciones,
La que á todas las zonas extendía
Su cetro de oro y su blasón divino?

¿Aplaude que España se juzgase el pueblo de


D ios de las edades modernas, y que cumpliese
su misión de extender la religión católica por to­
das las zonas? Esto no estaba en la manera cons­
tante de pensar de Quintana, y dado que, al me­
nos en aquel momento, lo hubiese estado, merecía
más terminante explicación, y no el mero epíteto
de divino, lanzado al paso sobre el blasón. Es,
pues, de presumir que el blasón divino no signifi­
ca nada; que está de sobra; que es un casi-ripio,
para redondear un verso y hallar consonante á des­
tino, que está en otro verso anterior. Si Quintana
no quería elogiar nuestra propaganda religioso-
guerrera y política, debió decir sobriamente
La que á todas las zonas extendía
Su cetro de oro....

y borrar el blasón divino, que en sus versos no


vale, sino blasón bonito, elegante, ilustre, encum­
brado; en suma, todo lo que se quiera si carece de
color y de sentido preciso.
Lo que llevamos examinado hasta aquí de las
poesías de Menéndez Pelayo, basta á que le califi­
quemos de poeta original, si bien de poeta que,
por más que se inspire en los sentimientos de su
propia alma, lo logra, no por contemplación direc­
ta de lo real, en la vida, sino con ocasión de sus
estudios y de su ciencia.
Aun así sólo, como en España (no me tilde usted
de adulador del vulgo y de encomiador de lo pre-

É
sente; lo digo con sinceridad), vivimos ahora en un
período de florecimiento, nuestro poeta no ha sido
únicamente aplaudido como tal por los que, al ha­
cerlo, pueden dejarse llevar del espíritu de parti­
do, sino también por personas que en los partidos
más opuestos militan.
Entre estos encomiadores descuella un crítico
duro, cruel, injusto á veces y sobrado desconten­
tadizo; pero (estoy seguro de que no me engaña
la gratitud) de agudísimo ingenio, de erudición va­
ria y sana y de singular chiste y discreción en
cuanto escribe, cuando la pasión de secta no le cie­
ga; el Sr. D. Leopoldo Alas. Con trasladar aquí al­
gunas de las alabanzas que él da á Menéndez, ter­
minaré y completaré esta parte de mi estudio.
«Menéndez,dice, quiere, como Chénier,que imi­
temos á los antiguos, porque sabe la diferencia que
va de la imitación servil, fría y rebuscada, á ese
espíritu de asimilación que escoge de todo lo bue­
no la flor, lo exquisito. Nada más necesario para
nuestras letras, tal como andan, que ese estudio
prudente y bien sentido de la civilización clásica y
de su literatura; nada más digno de admiración
que ese espíritu, encarnado en un joven que, sin
precedentes próximos, sin más atractivo poderoso
y de cuenta que la propia inspiración, se arroja
por tan desusado camino... Hay algo en lo clásico
necesario para la educación completa... Menéndez
acaso es el solo que lo comprende aquí y lo siente
como es menester para hacerlo fecundo. Amar lo
antiguo por ignorancia de lo moderno es achaque
de algunos eruditos; pero amarlo, conociendb lo
nuevo, y por lo mismo, porque se echa de menos
en esto lo que en lo antiguo existe, es otra cosa."
Natural es que lo primero que directamente
mueva á cantar á un joven poeta sea la mujer y
su hermosura. Natural es que Amor sea el primer
numen que le inspire. Pero en Menéndez Pelayo
no sucede así. Engolfado en sus estudios, asisten­
te en las aulas y en las bibliotecas, y velando de
noche sobre los libros, y no en los salones, no
toma hasta tarde, con relación á su precocidad,
asunto que no sea de sus estudios mismos.
Sus primeros versos de amor son A Epicaris, y
en ellos se ve patente la verdad de lo que decimos.
El estudiante tiene una novia, sencilla sin duda,
modesta y buena, con quien no podemos menos
de creer que piensa en contraer matrimonio. El
caso es bastante serio y el espíritu del pqfta lo es
también para que produzca versos ligeros, alegres
y galantes. Pudiera haberlos producido tiernos y
apasionados; pero,menester es confesarlo, tampoco
lo son los verses A Epicaris. Nuestro poeta, que
trata de crear lo verdadero con reflexión, es inca­
paz de mentir, y como anda tan distraído con su
ciencia y su filosofía, si bien reconoce mil prendas
excelentes en su futura, se queda, frío ó se entu­
siasma poco. De aquí que en vez de enamorarla
y arrullarla le da una lección de metafísica ó de
ontología, procurando explicar de qué suerte Dios
está en todo, resplandeciendo su luz y hermosura,
en unas partes menos y en otras más, á través de
lo creado. El mundo material es como nube ó velo
que encubre la hermosura de Dios. Pero sólo por
entre esa nube ó velo ó en el centro del alma po­
demos columbrar dicha hermosura. El mundo es
también como símbolo, como hieroglífico, donde
lee el sabio lo que de Dios puede saberse. La ar­
monía del mundo denota la bondad y el saber so­
berano del Creador. Ahora bien: una muchacha
bonita es cifra ó compendio de ese símbolo, lo
más transparente y claro del velo ó de la nube, y
el motivo ó tema capital, al menos para los hom­
bres, de la total armonía. De aquí resulta que el
poeta elija á Epicaris para su símbolo, y como me­
dio grato de llegar, hasta donde al hombre es po­
sible, al conocimiento de Dios. Los versos son
elegantes, primorosos y tersos: las filosofías están
bien expuestas y sentidas; pero el amor vivo no
parece. En cierta linda copla de fandango, donde
las mismas filosofías y teologías, según el vulgo
alcanza á entenderlas, se encuentran también, hay
mil veces más pasión que en las atildadas estrofas
con consonantes de nuestro poeta. La copla dice:
Rubita, sol de los soles,
Tu cara es una custodia
Y tu pecho la escalera
Para subir á la gloria.

Las cosas cambian de aspecto, y el poeta halla


al fin verdadera inspiración amorosa cuando viene
á Madrid de asiento, precedido de alta fama, gana
la cátedra por oposición y es ensalzado con justi­
cia por todas partes.
En el día no puede decirse lo que dijo Iriarte
de las españolas sus contemporáneas:

Las mujeres ahora no despuntan,


Como en siglos pasados, por discretas.

En el día, particularmente en la high life, hay en


esta corte no pocas lindas damas aficionadas á toda
cultura intelectual, y que se prendan é interesan,
como las mariposas á la luz, por cuanto de cual­
quier modo resplandece. Algunas han aprendido
mucho de re literaria; otras tal vez no tuvieron
tiempo para aprender, envueltas desde muy niñas
en el torbellino de las fiestas, paseos, toros, tea­
tros, tertulias y demás diversiones; pero la agude­
za, la facilidad de comprensión y la claridad del
natural criterio suplen con frecuencia la falta. De
aquí que nuestras damas sean, á mi ver, tribunal
casi infalible para fallar sobre el mérito de los
hombres, ya brillen en la tribuna, ya escriban para
el teatro, ya compongan libros de bella literatura
y hasta de filosofía. Sobre el fallo viene el influjo.
Al político, al poeta, al literato y al sabio, cuando
empiezan á brillar, tal vez les faltan aún algunos
perfiles y pulimentos que ellas añaden. Numa
aprendió no poco de Egeria, y Pericles y Sócrates
aprendieron de Aspasia. Ya que no el amor, una
diosa que no está en el Olimpo porque es muy
moderna, la coquetería, presta hoy su milagroso
poder á las damas para que influyan de esta suerte.
En resolución, Menéndez Pelayo fué influido.
El estudiante candoroso, modesto y retirado, fué
presentado y agasajado en los más brillantes sa­
lones, y lo eléctrico de las miradas, las palabras
de miel y la belleza elegante le arrebataron el alma
y lograron que de ella brotasen cantos bellísimos;
extraña explosión de amor, síntesis armoniosa de
afectos algo paganos, como los de los poetas clá­
sicos antiguos por sus Qliceras, Lesbias y Cintias,
y de adoración extátita, como la de Dante y Pe­
trarca por Beatriz y por Laura.
Pero sobre todo prevalece el sentimiento de que
la dama, á quien el poeta se consagra, es como su
musa, su sibila, su adoctrinadora; una hada ó maga
que le enseña la ciencia arcana que ignora aún; le
abre el tesoro de los poéticos ensueños, y hiere
para él, con su varita de virtudes, la peña agreste
del ingenio nativo, haciendo surtir de allí el ma­
nantial de la inspiración propia, y un universo fla­
mante, maravilloso, mil veces más rico y ameno
que el conocido.

De oro y azul estancias fabulosas,


Nunca soñadas de alarife moro;
Alcázares de gnomos y de silfos;
Escondidos talleres
Donde el martillo de los genios suena;
Trémulos lagos donde hierve el oro;
Y un sol que centuplica sus ardores
Sobre el mezquino sol de nuestra esfera,
É infunde en nueva tierra y nuevos cielos
Una oculta virtud germinativa.

¿Para qué citar versos de estas composiciones


de amor, si todos son igualmente sencillos é ins­
pirados? Cada uno de estos cantos surge de repen­
te, sin enmienda y sin retoque, del alma del poeta:
ex abundantia coráis, al principio, por la traviesa
y graciosa Lidia; y después, cuando el corazón

Ya rota el ara del amor primero,


Halló trivial lo que juzgó divino,

por la rubia y simpática Aglaya, viniendo á ser la


una y la otra sucesivamente profetizas de amor,
gentiles iniciadoras en sus misterios, Diótimas
nuevas,

k
Germen de soberanas fantasías,
Horno do se caldea
El metal en fusión del pensamiento,

y otras mil virtualidades ó potencias miríficas que


el poeta enumera y realza por medio de hermo­
sas y variadas imágenes, las cuales se precipitan
cual torrente sonoro en el cauce de sus fáciles
versos.
No negaré que éstos obtendrían mayor popula­
ridad, y se grabarían mejor en la memoria, sí fue­
sen quintillas, octavas, décimas íi otras estrofas
aconsonantadas, simétricas y más cantables. Pero
acudir con tal exigencia á Menéndez Pelayo, sería
suponer que en sus versos amorosos ha habido
premeditación, permítaseme la palabra. Y nada más
lejos de eso. El mayor hechizo de estos versos es­
triba en lo impremeditado. Salieron porque sí, y
salieron con la forma que tienen, y ya no podía
dárseles otra. Lo cual no es afirmar que salieran
los versos sin reflexión y sin arte, sino que el arte
y la reflexión están inmanentes en el poeta, y ni en
el más improvisado arranque le abandonan.
Espronceda, en el canto á Teresa, y la Avellane­
da y Tassara, que son quizás, en nuestro siglo, los
que mejor han cantado el amor en España, preme­
ditan sin duda más lo que cantan; pero care­
cen de aquel constante acierto, de aquella sobrie-
dad atinada y de aquella limpia pureza de líneas.
Goethe, el lírico del amor, aguarda para cantar­
le á que el alma se sosiegue; y entonces, tomándo­
la como objeto, con frialdad crítica y esmerada
labor, esculpe, cincela y engalana, como hace el
joyero con el material de su obra, las propias im­
presiones y pasiones. Se parece á aquel refinado
artista, no recuerdo si de Atenas ó de Síbaris, que
sacó en molde el firme y floreciente pecho de su
joven enamorada, y, reproduciendo en oro sus
airosas y suaves curvas, labró espléndida taza,
digna de que en ella Higia escanciase á los hom­
bres beatífico nepenthes, y Hebe el néctar á los
Inmortales.
Pero cada cual es como Dios le ha criado, y la
serenidad olímpica de Goethe, de que alguien le
zahiere, atribuyéndola á un alambicado egoísmo,
es lo más opuesto á la candidez fervorosa y súbita
de Menéndez Pelayo. Dejémosle, pues, con sus
versos libres, que brotan de improviso, y no por
merced de estudiada cavilación retrospectiva.
Más hermosos aún que el amor se los ha inspi­
rado la amistad; amistad dulcísima, entusiasta y
respetuosa, á otra mujer de la sociedad aristocrá­
tica madrileña. La superior inteligencia de esta
mujer, su bondad sin coquetería, la noble distin­
ción de su porte y modales, su sencilla naturalidad
y su afable indulgencia, ganan las voluntades
todas. El literato, el filósofo, el político y el poeta,
hallan en ella mente que los adivine y estimule
cuando aun son obscuros, que los celebre y juz­
gue con más elevación que la generalidad cuando
ya son ilustres y famosos, y que siempre los com­
prenda y estime. Como su apacible trato cautiva,
pronto se granjeó el afecto de nuestro joven poeta.
Ella le pagó con usura, en el más delicado aprecio
de su ingenio y saber y en la simpatía más gene­
rosa.
Un grande infortunio dió ocasión á Menéndez
para mostrarle su cariñosa gratitud, escribiendo
los versos mejores que tal vez ha escrito.
El hijo primogénito de esta dama, por ella en­
trañablemente amado, murió en la flor de su edad,
víctima de mal irremediable del pecho, yendo,
por mar, en busca de salud, desde Málaga á Cádiz.
Analizar aquí la Elegía á su muerte, escrita por
Menéndez, sería una profanación. Léala quien
tenga alma, y su voz se pondrá trémula y las lá­
grimas se agolparán á sus ojos. Pero no serán lá­
grimas amargas, sino rocío fecundo en esperanzas
celestiales, en santa resignación, en melancólica
dulzura, y en optimismo cristiano. ¡Qué senti­
miento tan verdadero y tan hondo! ¡Qué consola­
ción tan sencillamente dada á la afligida madre!
Así Virgilio, si hubiera recibido en la pila bautis­
mal la fe de Cristo, hubiera lamentado á Marcelo.
Todo en esta Elegía, oro acendrado de Tíbar, es
natural, nítido y melodioso desde la primera á la
última palabra. Sólo hay cuatro versos que disue­
nan, que borraré yo de mi ejemplar, y que si
pudiese, borraría de todos. Borrados dichos cua­
tro versos, en mi sentir, queda perfecta la obra.
Deber de crítico y deseo de dar con esta peno­
sa declaración completa autoridad al encomio, me
obligan á declarar que hay cuatro malísimos ver­
sos en la Elegía. El gusto de lo falso y lo hincha­
do es pestilencia tan sutil, que penetra por cual­
quier resquicio, y al descuido más leve, hasta en
las estancias más resguardadas y salubres. Donde
todo está dicho con la sublime sencillez, duele en­
contrar lo siguiente:

La fiebre, que sus huesos,


Cual indómito mónstruo, contundía,
El rápido corcel del exterminio
Volando por su sangre generosa.

Este corcel, que vuela por la sangre (y aquí se


me ha de perdonar el desenfado, pues escribo una
carta familiar, aunque para carta va siendo larguí­
sima); este corcel, digo, me da cien patadas, por­
que tanto él como el indómito mónstruo que va en
él caballero, tratan de destrozar y contundir, aun­
que en balde, una de las más brillantes y finas jo­
yas de nuestra poesía.
He dejado expresamente para lo último el ha­
blar de la más importante composición que con­
tiene este tomo. Ahora me pesa, porque el lector
ha de estar ya cansado, y yo también lo estoy.
Algo, con todo, es indispensable decir.
En esta composición, que se titula La galerna
del Sábado de G loria, alienta toda el alma del
poeta: su fervor religioso, su amor á la ciudad na­
tal, su entusiasmo por la brillante historia de los
cántabros, su viva comprensión de la belleza del
paisaje, su concisa potencia gráfica para describir­
le, y, por último (para que se pasmen los que le
acusan de neo), su aplauso cordial á cuanto hay de
grande y noble en nuestra época, y su fe en el pro­
greso humano y en la santidad y éxito seguro de
la misión que tiene nuestro linaje de continuar,
, hermosear y completar con su trabajo la creación
divina.

¡Perenne lid con la materia inerte:


Dura labor, pero victoria cierta!

Al llegar á este punto, el poeta hubo de creerse,


con razón, un Píndaro de ahora, iluminado su es­
píritu por luz más alta y pura, que viene del Ta-
bor y del Gólgota, y por los resplandores natura­
les de la ciencia y de la razón de nuestros días. Y
entonces, queriendo eclipsar las Olímpicas, excla­
mó con arrogancia sublime y justa:
Otro estadio, otra arena, otra cuadriga
Piden en nueva edad cantares nuevos.
Dadme el lauro de Olimpia y de Nemea,
Y la frente del mártir del trabajo
Ciña la palma de Élis triunfadora
Como el alleta coronar solía.

Ahora bien: si cuanto va expuesto hasta aquí no


basta para convencer hasta á los más empederni­
dos (entre la gente de picaro gusto, se entiende,
porque la que le tiene bueno no necesita que yo
la convenza) de que Menéndez Pelayo, á más de
ser erudito, discreto, prosista fecundo, filósofo y
buen hablista, es un poeta lírico, no así como
quiera, sino de los mejores, considero inútil seguir
predicando en desierto, y pongo término á esta
interminable carta, la más larga que he escrito en
todos los días de mi vida.
Sentiré que usted se fatigue leyéndola, y más
sentiré aún que el público se fatigue, si usted se la
da como Prólogo ó Introducción.
Menester era cumplir lo prometido á Menéndez
Pelayo, y queda cumplido, tal vez de sobra.
No es malo advertir, sin embargo, que sólo por
conjeturas se puede evaluar, en huerto bien labra­
do y fértil, la abundancia del fruto, mientras todo
no llega á sazón y se hace el esquilmo.
Del ingenio de nuestro poeta no tenemos sino

m
las primicias. Salva la distancia entre el mito y la
realidad humana, es lícito aplicar á Menéndez
lo que el himno homérico dice de Hermes, que,
niño aún, en su más temprana mocedad, inventó
y pulsó la cítara y se apoderó del rebaño del fle­
chador Apolo. Mucho promete como pensador,
como erudito y como poeta, si el estro, la salud y
la actividad no le fallecen. Sin dejar de ser lo que
es, hallará nuevos tonos; volverá, en la poesía, á la
rima; cultivará el romance; no será menos heléni­
co, y, si cabe, será más hispano. La patria, la reli­
gión y la humanidad en su progreso; las atrevidas
empresas de esta gente, primogénita en Europa de
los arios euplocamos, á quien él ve, como avanza­
da de la civilización, sobre las tres grandes penín­
sulas de la mar mediterránea; y por cima de todo
los altos y trascendentales conceptos y aspira­
ciones de lo infinito y divino, han de ser, no
lo dudo, más amplia y magistralmente cantados
por él.
Amor, además, se le aparecerá bajo forma, si se
quiere menos etérea y fantástica, pero moralmente
más hermosa. No le hará idolatrar en la mujer á
una deidad ó célica maestra, que acude, como Ve­
nus al hijo, á acabar de educarle, en entrevistas
fugitivas, sino que le enseñará á respetar y á amar
en la mujer á la dulce y fiel compañera de la exis­
tencia toda, la cual no huirá, y á la cual no tendrá,
como á Lidia, á Aglaya y á otras, que increpar
cuando huya, exclamando:
¿Quid natum toties, crudelis íu quoque,falsis
Ludís imaginibus?

Por lo pronto, y dejando á un lado profecías y


mal encubiertas, semi-nupciales amonestaciones,
Menéndez Pelayo ha prestado ya no pocos servi­
cios á nuestra poesía grave y elevada. Su saber no
le ha impulsado, como insinúa la ignorante mali­
cia, á escribir cosas obscuras, sino á escribir claro.
Es singular: nuestros poetas ligeros y algo pica­
rescos tienen concisión y claridad: rara vez em­
plean palabras ociosas ó sin sentido; pero, entre
los que se encumbran, hasta el más abonado suele
irse á menudo por los cerros de Ubeda, sin que
haya quien le ataje, y armar tan ininteligible jeri­
gonza, que nos provoca á llamarle con Lope,
... Poeta al uso;
Que él tampoco entendió lo que compuso.

Contra éste y sus semejantes nos da ejemplo


Menéndez, que siempre dice lo que sabe y sabe lo
que dice.
Veo con sorpresa, á última hora y ya terminado
este escrito, que el tomo no es sólo de poesías lí­
ricas, sino que contiene, además, dos tragedias de
Esquilo traducidas: Los siete sobre Tebas y el
Prometeo. Agradezca usted á esta circunstancia
el que no conste esta carta-prólogo de cinco ó seis
páginas más; perdóneme que en cierto modo que­
de incompleta, á pesar de ser tan larga; y créame
su afectísimo amigo.
Lisboa 24 de Diciembre de 1882.
INDICE

Páginas

Sobre el Fausto de Goethe...................................


Poesías de D. José Amador de los Ríos.............. 83
Historia de los heterodoxos españoles, por don
Marcelino Menéndez y Pelayo.......................... 107
D. Ventura de la Vega. Estudio biográfico crítico. 163
Poesías de D. Marcelino Menéndez y Pelayo... 219
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A cabóse de imprimir este libro
en la Imprenta A lemana
en Madrid á X X días
de Marzo d e l
año MCMX
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OBR AS C O M P L E T A S

DON JUAN VALERA


De venta en todas las librerías, á tres pesetas tomo.

TO M O S P U B L IC A D O S

D I S C U R S O S A C A D É M IC O S
I y II.

NOVELAS
III. D o ñ a L u z .
IV. P e p it a J im é n e z .
V y VI. L a s ilu s io n e s d e l d o c to r F a u s tin o .
VII. E l C o m en d ad or M e n d o z a .
VIII. P a s a r s e d e li s t o .
IX. J u a n ita l a L a r g a .
X. d e n l o y fig u r a ...
XI. M o rsa m o r.
XII. D a fn ia y C lo e .—L e y e n d a s d e l a n tig u o O r le n te *.
XIII. M a r iq u ita y A n to n io '.—E l i s a l a M a la g u e ñ a •* .-
D . L o r e n z o T o s ta d o *• (fragmentos).

CUENTOS
XIV y XV.

TEATRO

XVI. La venganza de A tahualpa.-A seleplgenla.-L o mejor del te­


soro. -O o p a. - Los telefonemas de Manolita. - Estragos de
amor y celos.-A m or puesto á prueba**.

P O E S ÍA S
XVII y XVIII.

C R ÍT IC A L I T E R A R I A
XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV y XXV

EN P R E N S A

XXVI. (1886-1887). - Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas.


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