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CRÍTICA LITERARIA
(1 8 7 0 - 1 8 0 2 )
OBRAS COMPLETAS
* TOMO XXV
\ ■
J'
Biblioteca Nacional de España
OBR AS C O M P L E T A S
DE
T O M O S P U B L IC A D O S
D I S C U R S O S A C A D É M IC O S
I. La poesía popular como ejemplo del punto en que deberían
coincidir la idea vulgar y la idea académica sobre la lengua
castellana -S o b re el Quijote y sobre las diferentes maneras
de comentarle y ju zg arle.-L a libertad en el arte.-S obre
la ciencia del lenguaje.-L as Cantigas del Rey Sabio.- D e l
influjo de la Inquisición y del fanatismo religioso en la de
cadencia de la literatura española. - Elogio de Santa Teresa.
” • D^ ni¡s{jcisnJ0 « i la poesía española.*-Sobre el Diccionario
“f i a Re| ' Academia Española*. - El periodismo en la litera-
tura . Renacimiento de la poesía lírica española*. - La no-
nfii,«n p fpaPa -—La labor literaria de D. José Ortega Mu-
p-'i a -' “f í f S 10 rfe Excmo. Sr. D. Gaspar Núñez de Arce*.—
Elogio del Excino. Sr. D. Antonio Cánovas del Castillo* —
Consideraciones sobre el Quijote*.
NOVELAS
III. D o ñ a L u z .
IV. P e p it a J im é n e z .
\ m Vr*iLS S llu sÍ o n ®s d e l d o c to r F a u s tin o .
V I. E l C o m en d a d o r M e n d o za .
VIII. P a s a r s e de lis t o .
IX. J u a n ita l a L a r g a .
X. G en io y fig u r a ...
XI. M o rsa m o r.
Yin' Sra f lí i s y c i o e . —L e y e n d a s d e l a n tig u o O r ien te *.
XIII. M a r iq u ita y A n to n io .—E l i s a l a M a la g u e ñ a **.-
D . L o r e n z o T o s ta d o ** (fragmentos).
CUENTOS
XIV. Parsondes.—El pájaro verde. - El bermejino prehistórico.-
t i espejo.- E l pescadorcito U rash im a.-E l hechicero - l a
munequita **. —La buena fama.
TEATRO
P O E S ÍA S
XVII y XVIII.
C R ÍT IC A L I T E R A R I A
EN PRENSA
XXVI.
(1SS6-18S7). - Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas.
J UA N V A L E R A
CRÍTICA LITERARIA
(1 8 7 8 - 1 8 8 2 )
OBRAS C O M PLETAS
TOMO XXV
Es propiedad.
Derechos reservados.
CRÍTICA LITERARIA
ú
SO BRE EL «FA U STO " DE G O ET H E
*
Ya se entiende que la tal división es muy poste
nor á lo dividido. Hubo poesía lírica y épica siglos
antes de que á nadie se le ocurriese distinguir los
géneros con los nombres que aquí les damos, ó
con otros.
Es de advertir asimismo que, en la manera
de hacer la demarcación y deslinde de ambos
géneros, ha habido graves diferencias, según el
punto de vista de los críticos en esta época ó en
aquella.
No satisface, á la verdad, decir que lo narrati
vo es épico, y lírico lo no narrativo. Odas, cancio
nes, idilios, églogas hay, donde se cuentan he
chos, y nadie afirma resueltamente que sean épicas
tales composiciones. Se dan romances, cánticos
triunfales, epitalamios, himnos en loor de dioses,
semidioses, héroes ó santos, donde también se na-
rra; y no son épicos puros. Llamar épico-líricas á
estas poesías porque tienen en sí los dos caracte
res, no resuelve la dificultad. Dentro de la epo
peya más tenida por epopeya, hay á veces mucho
lirismo.
La existencia de uno y otro género es eviden
te; pero no aquieta al espíritu el poner por funda
mento de la distinción algo de tan externo como el
narrar ó el no narrar. ¿Qué poesía no narra? ¿En
qué obra escrita no se cuenta algo, á no imaginar-
a compuesta de ayes, suspiros é interjecciones.
Lo épico, por consiguiente, quizá se pueda dis
tinguir con más profundidad de lo lírico, si en
este último género vemos la personalidad del poe
ta, su singular inspiración, y en el otro género
consideramos al poeta como sabio popular, archi
vo con voz y con vida, y peregrino observador y
colector, que recoge, guarda y enlaza en el tesoro
de su memoria, y divulga luego las tradiciones
heroicas y religiosas, las ideas sobre el universo y
los dioses, y cuantas doctrinas, en suma, todo pue
blo impersonalmente ha ido creando en el árbol
de las civilizaciones.
En este caso, los libros sagrados serían épicos,
y más aún los de aquellos países donde estos li
bros no se forjan y custodian en el seno de una
casta sacerdotal, sino que nacen espontáneamente,
y por impulso impremeditado y divino del seno
de la muchedumbre. Y en este caso, no serían épi
cos sólo los poemas que narran, sino también los
que enseñan, ya toda una religión, ya toda una
moral, ya por medio de reglas ó sentencias desli
gadas y por estilo de refranes, con tal de que se
pierda ó se esfume la personalidad del poeta, y el
contenido substancial de la obra aparezca como
dictado por el pueblo mismo ó por un numen que
viene á ser la propia conciencia del pueblo, la cual
toma ser en la fantasía como persona superior y
del cielo.
-
En el principio de toda civilización, el vivir del
pueblo aparece heroico y" divino, esto es, consiste
en empresas guerreras, en aventuras y en hazañas,
donde intervienen los dioses (que viven entonces
confundidos con los mortales y que se apasionan
por ellos), como auxiliares unos y como contrarios
otros; de donde resulta el carácter distintivo de
la poesía épica, aquello que constituye la unidad
de todo gran conjunto ó poema. Este carácter es
guerrero y religioso á la vez, y por lo común el
argumento del poema viene á ser una empresa fe
liz del pueblo para quien se escribe, cuyas virtu
des, excelencias y energías capitales están cifradas
y personificadas en un héroe castizo, de su raza,
si bien con no poco de Dios, engendro, concep
ción ó encarnación de alguna deidad, como Aqui-
les ó Rama.
La epopeya, así entendida, requiere, como se
ve, el momento dichoso en que aparece el enten
dimiento colectivo de un pueblo; es la primera flor
de su cultura, y pide para abrirse la primavera. Y
siendo además indispensable, á fin de que la epo
peya logre vida inmortal y clara, gran primor de
forma y nitidez y flexibilidad de expresión, es in
dispensable también la rarísima coincidencia de
Que, en ese momento inicial, en ese florecer intui
tivo de la inteligencia y de la fantasía de la mu
chedumbre, posea ésta un idioma formado, rico y
hermoso, como aconteció en Grecia, cuando sur
gió por vez primera la Iliada ó fueron aparecien
do los diversos cantos de que más tarde hubo de
tejerse toda ella.
De aquí que se cuenten muy pocas epopeyas
con esta perfección genuína y legítima. En unas,
la rudeza ó deformidad del lenguaje afea torpe
mente la obra, y no permite que su beldad interior
se exprese con limpieza y brío. En otras, cuando
el pueblo no ha de lograr en lo futuro un alto des
arrollo intelectual, tampoco se dan los gérmenes al
principio, y de aquí lo vano ó rastrero del conte
nido épico. Y en otras interviene una casta supe
rior sacerdotal, ó si no casta, congregación ó cla
se, que quita á la epopeya mucho de lo popular,
espontáneo y candoroso. En suma, es difícil ó fué
difícil que la epopeya, así entendida, se diese de
un modo digno. Apenas se pueden contar más que
las homéricas.
Importaba, además, que el pueblo, donde la epo
peya iba á nacer, tuviese el germen de una gran
civilización propia, no ofuscada por recuerdos dis
tintos de otra civilización pasada ó extraña; y que,
si algo ó mucho tomaba de otras civilizaciones,
fuese con tal brío plasmante, con tal fuerza de asi
milación, que lo disolviese todo, mezclándolo con
el jugo de sus entrañas, y que todo lo derritiese y
fundiese con su calor natural, y que luego esta
masa, fundida y hecha substancia propia, la vacia
se en molde, propio también, de donde saliera á
luz, reluciente, nueva, con forma adecuada y casti
za, y con sello peculiar, indeleble.
De esta suerte puede afirmarse con fundamento
que la Minerva griega salió grande y armada del
cerebro de Homero; esto es, que filosofía, historia,
ideas religiosas y políticas, artes de la guerra y de
la paz, teatro, todo, en una palabra, se muestra, no
ya sólo como germen fecundo, sino como flor que
va á abrir el cáliz y á dar fruto sabroso y semilla
abundante, en los versos divinos de la Iliada y la
Odisea.
Cuando un crítico italiano, á fin de ensalzar á
Dante, igualándole á Homero, dice que la Miner
va italiana salió del mismo modo de la cabeza del
vate florentino, incurre en error evidente, hasta
para quien mira estas cosas del modo más super
ficial. La Minerva italiana estaba ya nacida y harto
crecida. Toda la literatura de los romanos de Ita
lia era y en la memoria de los hombres vivía. Una
religión con moldes definidos é inflexibles, con
sistema moral completo, había sido adoptada vi
niendo de fuera; sobre estos fundamentos habían
razonado y filosofado sabios enciclopédicos como
Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino; y, por
ultimo, no se ignoraba la antigua cultura helénica,
anterior y posterior al Cristianismo. Todo esto for-
maba ya un conjunto de conocimientos, un siste
ma entero, informando una civilización italiana y
católica. Dante sería un hombre capaz de abarcar
lo en su mente, hábil para expresarlo y reflejarlo
en sus versos, hasta donde era posible que tanto
asunto en sus versos cupiese; pero Dante no pro
ducía un documento inicial, sino un reflejo bri
llante del saber y del sentir de muchas generacio
nes, reflejo que sin duda podría iluminar y encen
der el ánimo de los hombres de su edad y de los
venideros. Ni se alegue que toda aquella doctrina
era antes propiedad de pocos eruditos, que estaba
en latín ó en otra lengua muerta, y que Dante la
divulgó en lengua viva, creando casi la lengua ó
haciéndola apta para expresar tales conceptos: lo
cual implica, sin duda, mérito extraordinario, pero
no tan subido que con el mérito y valer de Home
ro podamos equipararle. Y esto con plena inde
pendencia del valer de cada poeta, porque provie
ne de la misma naturaleza de las cosas.
En la edad primitiva, el poeta es profeta, sacer
dote, legislador, teólogo, astrónomo, moralista,
geógrafo, y todo á la vez; ó más bien no es nada
de esto: apenas si es persona; su personalidad se
esfuma y desvanece en la penumbra crepuscular
de la historia. Homero, Viasa y Valmiki casi son
m itos; son como los patriarcas, no ya de la subs-
ancia corpórea, sino del espíritu de las naciones;
son como los héroes epónimos, no de la asociación
política, sino de la comunidad mental; son, en su
ma, el eco inmortal y sonoro del verbo creador y
del espíritu fecundo de un noble pueblo que na
ce. Su obra abarca cielo y tierra. En ella se reúne
la candorosa enciclopedia de la edad divina. Nada
falta. Todo está allí por modo eminente.
Por espacio de muchos siglos no se entendió
así la epopeya; antes bien, con crítica más exterior
que íntima, y fijándose en el asunto ó trama, y más
que en la substancia en la forma, se creó la epo-
peya ai tificial, según ciertas reglas, y cantando las
hazañas de algún héroe ó de varios. Así Virgilio
esci ibió La Eneida, Camoéns Los Luisiadas, y La
Jerusalén Tasso.
Cierto que se han dado algunas epopeyas es
pontáneas, en épocas, no de primera juventud para
un pueblo ó raza, sino hallándose ésta, por siglos,
c esbozada y caída; pero tales epopeyas, sea cual
Sea el encanto que haya sabido darles un singular
Poeta, en lo esencial, más que nacidas, parecen
esenterradas y resucitadas con ocasión de gran
es esperanzas que se despiertan en el pueblo ven-
CR ° ’ no b’en sus vencedores y opresores son á su
ve2 vencido5 y oprimidos por otros.
sí brotó, transfigurado y esplendente, todo el
*c o del rey Arturo y de la Tabla redonda, oían
os normandos, venciendo á los anglos, venga-
ron á los bretones; el Shah-N am eh, de Firdusi,
cuando los turcos, venciendo á los árabes, venga
ron á los pueblos del Irán; y hasta el Kalewala,
aunque más por esfuerzo de mera erudición que'
por flamante inspiración poética, cuando Finlan
dia pasó al dominio de Rusia, vencidos los suecos,
sus dominadores antiguos.
Reconociendo otros poetas, ó por virtud crítica
ó por atinado instinto, que el tiempo de la gran
epopeya había pasado ya, y viendo que hay teso
ros de materia épica, difusa é informe, quisieron
reunirlos en armónico conjunto; pero, careciendo
ya de fe en aquello que cantaban, pusieron en el
canto cierta discreta ironía y burla y risa más ó me
nos disimulada. Así, por ejemplo, Ariosto escribió
E l O rlando, y Wieland E l Oberon, ya casi en nues
tros días.
Consideraron otros que, si bien la epopeya he
roica tiene hoy que ser anacrónica, no debe serlo
la religiosa; y con esta idea más equivocada aún,
porque lo épico á lo divino implica mucho de in
fantil en el concepto de la divinidad, ó bien algo
de tan metafísico y desnudo de imágenes que no
es poesía ó es poesía narcótica, escribieron poemas
épicos religiosos, como Milton E l Paraíso perdi
do, y Kiosptock La M esiada.
Los más acertados, en nuestro sentir, fueron
aquellos que, prescindiendo de la epopeya grande
y completa, donde todo se quiere explicar ó repre
sentar, redujeron la poesía épica á menores pro
porciones, y eligieron por héroes y asuntos de la
~ s e m; t Bo ,: a • * * "£ £ £
c ndído i 1° S l,asta de la ‘ radidfón han pres-
eú s obr " " b and° 13 colaborac'ón del pu'eblo
el a ra u m e V euSCnto cuentos» b bien tomando
ca óTiíp n ° C^ a 1Istoria más ó menos anecdóti-
en s en n t0d° en la fantasía’' así Byron,
Nona T a T /o s ’^
m áíed e °lOpSHm,Od0S; d6Sde d renacimiento hasta
dr eHdlad,° ' S,g' ° XVm' Prevaleciendo el
tos Mi S1C0' que se fundaba en precep-
sPn CI° Sc0S' P° r maS que en alg unos puntos fue-
Cnrp suPerflclales’ y hasta rayasen en arbitrarios
preceptos que Vida y Boileau habían sacado déla
DevearpretaCÍÓn de Aristóteles y de Horacio), la epo-
fPeya en la práctica al menos, no se aspiró á que
te lanscendental, enciclopédica ni muy docen-
^ y se redujo á narrar una acción gloriosa de al-
heroe nacional, ó de toda Europa, ó de todo
el humano linaje, agrupando en torno, como orna
mento y con simétrica economía, varios episodios
bien traídos y no impertinentes, que no rompiesen
la unidad del poema ni embarazasen demasiado la
marcha de la acción, la cual había de ir con el de
bido crecimiento de celeridad hacia su término y
final desenlace.
Lo docente en grado superlativo quedó des
echado y aun fué objeto de burlas. Parecía, en
efecto, que, dado el desarrollo actual de la ciencia,
quien tratase de enseñar mucho en su poema ha
bía de ser un delirante. Todavía Moratín, al dar
consejos burlescos á un poeta ridículo, le dice que
ponga en cifra en su epopeya todos los conoci
mientos humanos.
Botánica, blasón, cosmogonía,
Sacra, profana universal historia,
Cuanto pueda hacinar tu fantasía
En concebir delirios eminente.
Sin embargo, aun antes que se rompiera el yugo
clasicista, el filosofismo francés del siglo pasado
había movido á los poetas de más alientos á crear
el poema que todo lo enseñase; pero los más des
echaron la acción, se limitaron al género didácti
co, y trataron de escribir el nuevo poema D e la na
turaleza de las cosas. En este sentido hubo tenta
tivas de Le Brun, Fontanes, Andrés Chénier y
muchos otros.
-
Se hacían por entonces estudios más completos
sobre el arte en general; había nacido y hubo de
divulgarse una á modo de ciencia moderna, llama-
c a filosofía de lo bello, estética ó calología, y lle-
baron a comprenderse con más profundidad críti-
vpnt*- *versas l*f“raturas. Esto trajo grandísimas
■ a^as’ Pero d'° vida á extrañas aspiraciones,
spiro so rado menosprecio de reglas, que, por
s ar 01 mu adas de un modo empírico, no dejan
e ser razonables y prudentes, y avivó en muchos
j Ceseoj y engendró el imposible propósito no ya
e ensenar una ciencia en un poema didáctico sin
acción, sino de enseñarlo todo en la acción del
poema, acción maravillosa y simbólica, cada uno
í e cuyos momentos había de entrañar misterios
profundos.
Nuestra ciencia metódica, dividida en multitud
inníln"naS-qUe,en! re SÍ SC enIazan- fundada en un
menso cumulo de hechos que la observación y
experiencia han ido suministrando, cuyo ser v
valer estriban en el más severo encadenamiento
dialéctico, y cuya vida y organización dependen de
¡a rigorosa precisión de la definición, del lengua
je técnico, de una árida y enojosa clasificación, y
de una nomenclatura tan útil como arrastrada y
prosaica, se oponían y se oponen á la pretensión
c e tales poetas. Los que han tenido dicho intento
y no han sido pocos, han dado á luz por lo común
monstruosos engendros. A nuestro ver, la epope
ya transcendental, menos realizable que la cuadra
tura del círculo, que el movimiento continuo y que
el arte de hacer oro, es una mala tentación, muy
cercana de la locura.
El ejemplo de los metafísicos ha seducido y ex
traviado á los poetas; pero los metafísicos-tienen
disculpas. Allá, en las edades primeras, los hubo
también que abarcaron todas las cosas visibles é
invisibles, divinas y humanas, y se pusieron á ex
plicarlas. En esto resplandece el candor de la ni
ñez. Así las escuelas de Elea, de Pitágoras y de
otros. En el día se concibe el mismo propósito,
aunque por más difícil y largo camino. Declamen
cuanto gusten los positivistas, es innegable que el
más completo conocimiento de los seres ó de sus
calidades al menos, la experiencia activa de siglos,
y el haberse elevado el sabio, de la observación y
estudio de los hechos, á leyes generales de certi
dumbre notoria, han infundido la natural é inevi
table ambición de reunir y enlazar dichas leyes
bajo un principio único de donde emanen, de so
meterlo todo al mismo fin y al mismo comienzo,
y de fundarlo sobre base inconcusa, encerrando,
con la explicación debida, á Dios, al universo y al
hombre y sus destinos, dentro de un armonioso
sistema. Si al intentar esto no se ha logrado nunca
llegar á la verdad, donde el espíritu se satisface y
-
aquieta, al menos se han creado obras pasmosas
de imaginación, como, por ejemplo, las de Leib-
nitz y las de Hegel.
Pero el error del poeta ha estado en no ver que
el camino, por donde se va á dicho término, no es
ni puede ser el suyo. Ese camino es el de la cavi-
ación científica, del severo meditar, de los argu
mentos, antinomias y silogismos, del método lógi
co, ya subiendo por el análisis, ya bajando desde
la síntesis, operaciones todas contrarias por natu-
taleza á la poesía, la cual no puede construir ese
palacio encantado, ora sea de la verdad, ora del
sofisma deslumbrador, sin que esto se oponga á
que entre en él cuando esté ya construido, y le
celebre en un himno, en un ditirambo, en un epi
nicio ó en una oda colosal. Claro se ve por lo
dicho que comprendemos á un poeta cantando
dignamente en un rapto lírico las Mónadas, la
Harmonía preestablecida, el eterno desenvolvi
miento de la idea ó algo por el mismo orden. Lo
que no comprendemos es que cree él ó fabrique
algo por el mismo orden en toda una epopeya. La
epopeya que nazca de tal prurito será una pesadi
lla, un delirio, un caos, una mesa revuelta, una fan
tasmagoría y casi una borrachera, que al mismo
tiempo explicará y fundará poco ó nada; que abu
rrirá á los ignorantes por demasiado honda, y que
tal vez por demasiado somera provocará la desde-
ñosa sonrisa del filósofo y del hombre científico.
Sin embargo, de la manía de componer una
obra poética de dicho género no han adolecido
sólo los locos, sino también hombres de juicio, de
reposo y de peso, entre los cuales, sin duda, des
cuella Goethe.
Si la empresa no fuera imposible, nadie mejor
que él, de un siglo á esta parte, hubiera podido
realizarla en Europa. Veamos qué prendas tenía,
con qué elementos contaba, y examinemos luego
la obra misma, el Fausto, donde pretendió reali
zar su descomunal y titánico propósito.
Goethe no es poeta sólo; es el escritor por ex
celencia. Se comprende, sin que por eso se aprue
be, que Emerson, suponiendo un alma suprema á
quien representa en el mundo, en diversas y ele
vadas funciones, cierto número de varones egre
gios, haga de Platón el filósofo, de Montaigne el
escéptico, de Napoleón el hombre de acción, y el
escritor de Goethe.
La mente de Goethe era terso y mágico espejo,
donde se reflejaban el mundo visible y el invisi
ble, la naturaleza y la historia, lo real y lo ideal,
con brillantez y claridad no comunes. Y no era
espejo meramente pasivo, sino que ordenaba las
imágenes y representaciones, las iluminaba del
modo más artístico y hacía que unas resaltasen
más y otras se perdiesen ó desvaneciesen en los
últimos términos del cuadro, según convenía á la
evidente demostración de ia verdad ó á la apari
ción celestial y limpia de la belleza.
Sabio á par que poeta, toda inspiración suya va
Precedida, moderada y templada por la reflexión.
u anhelo constante de la verdad hace que á veces
se le pueda tildar de indiferente y frío; pero la se
renidad no le abandona nunca.
Sin fe viva en nada sobrenatural, fijo y concre
to, no es fácil que se eleve Goethe á superiores
esferas, á no ser por el ordenado empuje del en-
endimiento discursivo. Tal vez no percibe la uni-
0 ad sot>erana; tal vez no es hondo en él el senti
miento moral; tal vez las más nobles cuerdas fal
tan a su lira. Escritores mucho más pobres de ir.-
genio tienen acentos más penetrantes y tocan y
lantT á T ]T e' alma hUmana- Pero Qoethe se acle-
D0Cos
pocos deO |dem
de las i3OetaS
pasadas, de SUtodo
porque éP°ca ai>" á
lo ycomprende
y de todo se vale hábilmente para su po J a . Sus
ultimas creaciones parecen el resultado de ochenta
anos de observación y de estudio. Hechos inco
nexos, doctrinas, experimentos y especulaciones;
todo se baraja y se agrupa con cierto orden en
torno de una idea capital: la equivalencia de los
tiempos, la afirmación de que las desventajas de
una época existen sólo para los espíritus débiles y
enfermizos, la negación de que nuestra edad sea
la edad de la razón por contraposición á la edad
de la fe y el convencimiento de que la fe y la ra
zón viven en perpetuo sincronismo; de que la poe
sía y la prosa de la vida se compenetran y funden;
de que el mundo es joven y la humanidad casi
niña, y de que los patriarcas, videntes y profetas
se entienden con nosotros á través de las edades,
y nos saludan y nos alargan la mano, y nos ani
man á tener confianza y á escribir nuevas Biblias
y á unir la tierra con el cielo.
Como se ve, Goethe no era un creyente, si por
creyente entendemos el que cree en religión de
terminada; pero distaba mucho de ser un escépti
co. Nos inclinamos á afirmar que era optimista,
como casi todos los grandes pensadores alemanes,
desde Leibnitz hasta que aparecen Schopenhauer
y Hartman. Y en lo tocante á la bondad del espí
ritu del siglo, no ya de creyente, sino de apóstol
conviene calificarle.
Añádase á lo dicho otra condición esencial de
su mente que Emerson señala muy bien, y que el
mismo Goethe patentiza con complacencia en Poe
sía y Verdad, que es su autobiografía. Para Goethe
la vida vale más como teoría que como práctica.
La especulación es más noble y alto fin que la
acción. Hasta la acción por lo que más significa y
vale es porque la especulación vuelve sobre ella
y la toma por objeto. ¿De qué serviría, de qué
valdría todo este universo, á qué la pompa de los
astros, la armonía de las esferas, la armonía de
las plantas y de los animales, los sucesos de la
historia, la vocación de las razas, la fundación y
destrucción de los imperios, las pasiones, los bie
nes y los males, los amores y los odios, si no hu
biese una inteligencia que lo comprendiese todo,
que lo pintase en su centro, y hasta que lo repro
dujese con más primor, orden, sentido y hermo
sura que ello tiene de por sí?
Esto pensaba Goethe, escritor por todos los po-
>os, y en este pensar, hasta nuestros propios actos,
fa.tas, extravíos, dolores y miserias, son objetos de
la teoría.
Proceden del mencionado concepto, que la gen
te, por lo común, forma de Goethe, raras acusa
ciones y defensas no menos raras.
Se supone que hay ciencias y artes, cuyas per-
t o o n e s * “ “ «> ' ■ « r ó terribles experimen-
tos. Se cuenta de algún pintor que se hizo bandi
do y asesino pai a estudiar bien cómo mueren vio
lentamente los hombres; de cirujanos y naturalis
tas que, á fin de profundizar los misterios del vi
vir y del morir, cometieron crueles anatomías y
disecciones en personas vivas; y aun del médico
Vesalius que, aprovechándose de su valimiento y
privanza con el Sultán Amurafes, lograba que á
menudo cortasen cabezas humanas delante de él
para enterarse á fondo de la contracción de los
músculos, de los rápidos estertores de la agonía y
en cierto modo de cómo se desprende el principio
vital del cuerpo que está animando.
Se nos antoja que, gracias á Dios, tales estudios
experimentales no han de ser muy necesarios para
que nadie adelante en su oficio; pero si lo fuesen,
si á tanta costa hubiese de ganarse la maestría,
valdría más quedarse de simple oficial ó de apren
diz que llegar á maestro.
Como quiera que ello sea, no nos atrevemos á
creer que Goethe, aunque no por medios tan san
guinarios, se complaciese en causar dolores, en
excitar sentimientos_tiernos y fervorosos, y en pa
garlos mal luego, en atormentará algunas mujeres
sencillas y enamoradas, y en otras lindezas del
mismo orden, á fin de estudiar bien en la natura
leza los infortunios, las angustias, la desesperación
y hasta la muerte por corazón destrozado, que
luego había de describir en sus más simpáticas
heroínas.
No nos incumbe escribir aquí la vida de Goethe;
pero de seguro que, bien estudiada y escrita, no
había de dar motivo ni pretexto para tan dura
acusación.
Por otra parte, aunque la bondad ó maldad
moral sea independiente de los escritos, esto es
sólo en cierto grado y de cierta manera. La dife-
A
rencia, por ejemplo, entre el héroe ó el mártir y el
poeta que le canta, está en que el uno tiene cons
tante y perpetua voluntad, y el otro quizás no la
tiene.
Figuiémonos que tal poeta se echa á temblar si
ve una espada desnuda y hasta se asusta de un ra
tón; y todavía, si describe y representa con hondo
sentir y con verdadera expresión al mártir ó al hé
roe, hemos de creerle capaz de heroicidad y de
martirio. Es mártir ó héroe, si no perpetuo, fugi
tivo y momentáneo, pues si no lo fuera, sería
mentirosa y vana su poesía, y toda persona de
buen gusto la rechazaría como se rechaza la mo
neda falsa.
Inferimos de lo expuesto, que aun creyendo lo
peor de un buen poeta, sólo podremos creer que
peque por debilidad y no por maldad. Quien sien
te y expresa lo bueno, lo noble, lo heroico y lo
santo, puede ser débil; pero nunca será impío, ni
cruel, ni vil, ni perverso.
Para quien esto escribe, la prueba crítica del
valer estético de una obra de poesía, implica un
certificado de valer moral para el autor. Ó la poe
sía es mala ó no es malo el autor de la poesía. Lo
que dijo del orador el preceptista hispano-latino,
un autor griego lo dijo del poeta: que había de
ser ante todo varón bueno.
Pero no todos ponen por condición indispensa-
ble en el buen poeta la bondad moral; y así, cuan
do no acusan á Goethe de duro y sin entrañas, le
acusan de egoísta en grado superlativo: sostienen
que todo lo sacrificaba al cultivo de la propia inte
ligencia, á su serenidad y olímpico reposo, mirán
dose á sí mismo como objeto preciosísimo que
exigía el más cuidadoso esmero.
La defensa que hacen algunos de Goethe en
este punto, es peor que la acusación. Presupone
una doctrina más absurda que la de aquellos que
creen que para adelantar en ciertos oficios se ne
cesitan terribles experimentos. Es doctrina seme
jante á otra que está en moda, y que consiste en
afirmar que esto que llamamos genio es una enfer
medad que proviene del mal de alguna entraña, ó
de la atrofia de todo un aparato, á expensas del
cual se desarrolla el cerebro, ó de alguna pertur
bación de todo ó parte de nuestro organismo.
Afirman, pues, que el genio es como una divini
dad que reside en el alma de quien le posee, y á
cuyo culto y manifestación debe el poseedor con
sagrar su vida y sacrificarlo todo: amistad y amol
de las mujeres, patriotismo y ley moral. Así los
singulares defensores de Goethe á quien aludi
mos, suponen que el poeta sacrificó nobles afec
ciones y hasta sagrados deberes; pero, lejos de
condenarle, le encomian por ello. Su genio lo exi
gía, de suerte que todos los egoísmos, frialdad de
corazón é ingratitudes, que atribuyen al poeta, se
convierten en un remedo del sacrificio de Abra-
*lam> si bien hecho al genio, dios implacable y
Que no ceja como Jehová, salvando á Isaac y con
tentándose con un cordero.
Lo cómico de esta apología no la salva de lo
Peligroso. ¡Pues no faltaba más sino que bastase
ser genio, ó creérselo, para no cumplir con las
obligaciones, ponerse por cima de todo precepto y
de toda ley, desechar del corazón todo santo y
puro entusiasmo, y hacerse un egoísta frío y re
pugnante, añadiendo á todo ello la insolencia de
asegurar que es así por devoción y sacrificio cos
toso al genio mismo, y que más bien que censura
se merece admiración, alabanza y pasmo!
Lo juicioso es creer lo contrario: que lo que el
genio pide para su culto, educación y manifesta
ron , es la virtud y las bellas pasiones y el verda
dero sacrificio. Y esto no es afirmar que hayan
S'do santos todos los hombres calificados de ge
nios, sino que fueron genios, no á causa de sus
egoísmos, mezquindades y miserias, y si, á pesar
de todos estos vicios, porque si no los hubieran
tenido, no sólo hubieran valido más como perso
nas morales, sino como genios.
Por último, la defensa, á más de ser sofística, es
inútil para Goethe, en quien no vemos esas malas
cualidades que le suponen, convirtiéndolas en
buenas ó cohonestándolas por la inmoral doctrina
del culto del genio.
Goethe nada hizo para lograr su elevación, y su
privanza con el duque Carlos Augusto de Weimar,
quien le amó tanto como Goethe pudo amarle, y
le admiró y le lisonjeó más de lo que el gran poeta
le lisonjeaba. En la corte de aquel amable prínci
pe, Goethe, más que cortesano, parecía el prínci
pe, el genio á quien todos servían y adoraban. Tan
alta posición no le ensoberbeciónunca,y se valióde
ella para hacer bien á no pocas personas, y singu
larmente á otros sabios, literatos y poetas, con no
ble emulación á veces, con envidia nunca. La mis
ma amistad profunda y durable que Goethe supo
inspirar á multitud de personas, compartiéndola,
prueba que había calor y ternura en su alma. Por
mucho que se sepa, por elevadas que sean las
prendas del entendimiento, no se ganan así las vo
luntades cuando no se tiene corazón. El cariño
que supo inspirar á Gleim, á Herder, á Wieland,
á Merch, á Kestner y á tantos otros, prueba que
Goethe era digno moralmente de aquel cariño y
capaz de sentirle. De su devoción y celo en el ser
vicio del príncipe, dan testimonio los escritos pri
vados y los documentos oficiales en que dicho
príncipe habla de él. El amor fraternal con que
Goethe se unió á Schiller; el influjo benéfico que
ejerció en él; el mayor y más alto influjo que
Schiller, p0r repetidas confesiones de Goethe
■ smo, ejerció en su alma; las X enias, que escri-
’eron juntos; las más bellas obras del uno y del
° r°, que mutuamente se consultaban, se corre
r á n y hasta se inspiraban, prueban que Goethe
no era egoísta, ó al menos que, si lo era, era el más
amable y excelente de los egoístas.
En sus amores, hay que atender á la nada seve
ra moralidad de la época en que vivía. Y aun así,
° único censurable es el abandono de Federica
non, cuya apoteosis hizo luego el poeta en la
Uara de Egmont, en ambas Marías de Clavijo y
e Goetz, en la Mignon de Willhem M eister, y en
a Margarita de Fausto. Pero la verdadera apoteo-
sis de Federica y la defensa de Goethe las hizo
j a roisma, cuando rehusó la mano de Reinhold
enz, diciendo que «La que había sido amada por
°ethe no podía pertenecer á otro hombre;" y
cuando, más tarde, estando ya Goethe en la curn-
bre de su gloria, decía ella á los que la compade
cen: „Era muy grande para mí, estaba llamado á
muy a]tos destinos: yo no tenía derecho á apode
rarme de su existencia." Palabras de santa resig
nación y de amor á toda prueba, que ennoblecen
a Federica, pero que dan á la vez claro testimonio
de que Goethe no fué tan malo; no destrozó du
ramente aquel corazón, donde dejó tan sublime
concepto de sí propio y tan dulce recuerdo.
Contra la soñada impasibilidad de Goethe pro
testan otros amores, y singularmente los que le
inspiró Carlota Buff.
No se mató por ella; pero Werther fué el precio
de su rescate y de su vida. La poesía le libró.
Aquella tremenda y apasionada novela, por más
que en Goethe esté siempre el poeta objetivo, que
se pone fuera de su obra, que juzga y sentencia á
sus personajes sin compartir sus extravíos, que los
mueve quedando él inmóvil, como el primer cielo
mueve las otras esferas, contiene también en su
protagonista al otro Goethe, apasionado y vehe
mente, que el Goethe crítico y severo logró parar
al borde del abismo.
En otras relaciones amistosas ó amorosas con
mujeres, muestra siempre Goethe pasión y no
cálculo; fuego y no frialdad; ternura y no egoís
mo. La mujer del profesor Boehme le censuraba
sus juveniles composiciones, las enmendaba y po
daba sin piedad, y le convencía al cabo de que eran
malas y hacía que él las quemase. ¿Qué poder y
qué autoridad no debe ejercer una mujer sobre un
poeta para obligarle á tamaño sacrificio? Catalina
Schónkopf rompió con Goethe, no por la frialdad,
sino porque la atormentaba con celos. Ana Isabel
Sohónmann inspira á Goethe las lindas composi
ciones A L ili y tal vez es ella quien le deja. A la
baronesa de Stein rindió Goethe un culto espiri-
-
tual de amistad y de estimación, y, ya en todo el
^oce ce su celebridad, la hizo juez del mérito de
O s o ras é inspiradora de algunas. Por último, si
con6 li6 SC apas,ionó de Cristiana Volpius, y vivió
al cat Un'dn inmoral y escandalosa, enmendó
do al °d casandose- Su 'dea del amor, uni-
j10o,ar 6 er' de la v‘da santa y respetable del
dos ^ 6 t0C^° *3e" ° ciue Pueda encerrarse en
siemeX1StenC'aS ^uniildes y honradas, queda para
pre en e' más puro de los idilios, en su poema
nnann y Dorotea, donde nos dejó asimismo la
presmn sincera de su amor á la patria alemana,
na raille,rde humillada entonces por las conquistas
napoleónicas.
\ a h e m o s dicho que no nos incumbe escribir
ui a vida de Goethe. Baste lo apuntado rápida-
sn e para desvanecer infundadas censuras.
<.ue él diese culto á su clara inteligencia y á sus
■ as acultades, no se debe censurar, sino aplau-
r' t s un deber cuidar de los talentos que Dios
° S confl'a. Lo contrario, el no ganar nada por
°s ó el disiparlos malamente, es una ingratitud
y un abuso de confianza.
Goethe supo cumplir con este deber que sus
Prendas intelectuales requerían. Su insaciable y
■ empre despierta curiosidad le llevó á estudiarlo
a aprenderlo todo: bellas artes, literatura de
autos pueblos la han tenido ó la tienen, ciencias
naturales, teología, filosofía y hasta magia y otras
ciencias ocultas. Su mente se enriqueció con todo
linaje de conocimientos.
Y no estudió y aprendió solamente en los libros,
sino en el seno de la naturaleza y en la revuelta
corriente de la vida humana.
Su larga vida, su actividad infatigable, su inex
hausta fecundidad, hacen que el conjunto de sus
obras sea grandísimo y variado. Fué poeta lírico,
épico, dramático y didáctico, novelista, filósofo,
botánico, zoólogo, filólogo, autor de cartas y de
memorias, de obras de estética y de arqueología,
y apenas parece que haya materia sobre la cual no
dejase algo escrito. Los naturalistas le colocarán
siempre en muy elevado lugar al escribir los ana
les de su ciencia, y los filósofos, al redactar la his
toria de la suya, no pueden ni deben olvidarle.
Goethe siguió con honda penetración y con vivo
interés el gran movimiento filosófico, que se veri
ficó en Alemania durante su vida. Conservando
su independencia, se apropió ideas de unos y otros,
según se adaptaban más á la índole de su pensa
miento, pero coordinándolas en él, y poniéndoles
el sello singular de su persona.
Sobre el deslumbrante hechizo de todo nuevo
sistema, desde Kant hasta Hegel, puso Goethe su
alto espíritu crítico, su juicioso escepticismo, un
mal llamado sentido común, porque más bien era
*
raí o y exquisito; ciertas teorías leibnizianas, y un
arraigado sentimiento religioso que jamás le aban
donó en época de tanta incredulidad, y de tanta
fet mentación y florecimiento de metafísicas nuevas.
Goethe creía en Dios; pero su inclinación natu-
ra* le llevaba á buscarle, no en el centro del alma,
sino derramando el alma en la naturaleza, donde
ios se le revelaba. Era, pues, más teósofo que
iiustico. Así propendía más hacia las doctrinas de
runo, de Espinosa y de Schelling, que hacia las
e F’chte; pero, del mismo modo que no se dejó
evar jamás del sensualismo, hasta pensar que la
realidad de las cosas y la impresión que causan en
nosotros pueden dar ser á la ciencia, tampoco su
sentido común consintió nunca en dar crédito á la
creación de lo real por lo ideal. Admite ambos ele
mentos, y vagamente los concierta en un método
que llama empirismo intelectual, donde la intui-
cmn ejerce el oficio de la observación del sensua-
'sta y de la especulación del idealista.
I Iegel atrae y repugna á la vez á nuestro poeta.
e enamora el eterno desenvolvimiento de las ideas
y su conciencia rechaza el cambio perpetuo, y el
pensamiento de que provenga y nazca lo más de
lo menos, lo consciente de lo inconsciente, el ser
riel no ser. Para afirmar en su mente la existencia
de un Dios personal y de la inmortalidad del alma,
vuelve con amor á las mónadas de Leibnitz. Dios
le parece la mónada eterna é infinita. El alma hu
mana, una mónada superior é indestructible, aun
que limitada.
La moral de Goethe es poco severa, mas no por
relajación, sino por bondad propia, y por firme
creencia en la bondad divina y en la flaqueza hu
mana. El Dios de Goethe es blando, indulgente y
benigno, y á veces hace casi un mérito del error
en el hombre que yerra, porque yerra el que as
pira.
Pacífico, amante del orden, enemigo de la gro
sería, toda revolución parece á Goethe un aconte
cimiento pavoroso. Los horrores de Francia le in
dignan y aterran.
Y sin embargo, este conservador, este amigo de
los poderes legítimos.y justos, tiene fe en la liber
tad y en el progreso, y comprende la rebelión con
tra la tiranía y no cree en la duración de ningún
gobierno tiránico y violento.
Su sed de religión es grande y perpetua. Se crea
una religión natural y no le basta. Sin fe en el
cristianismo, sueña con nueva religión positiva.
Tal vez se finge mónadas intermedias entre las que
son almas humanas y la que es Dios; y en estas
mónadas ve genios, espíritus elementales, dem iur
gos, inteligencias misteriosas y ocultas, que mue
ven los astros, que dan vida á las plantas, que son
la naturaleza misma con personalidad y concien-
cía. A veces se inclina Goethe por esta senda á un
neo-platonismo flamante y á un paganismo espiri
tualizado; á veces vuelve con ansia de fe á la doc
trina de Cristo y lee fervorosamente los Evange
lios y los libros devotos.
Sus doctrinas sobre estética, de acuerdo con su
filosofía fundamental y con la natural condición
de su espíritu, tienen no escaso valer en la histo
ria de esta ciencia nueva, y preparan la gran re
forma y el desenvolvimiento que Schíller llevó á
cabo, bajo los auspicios y siguiendo las huellas de
Kant.
Diderot y Winkelmann son los dos autores que
más influjo ejercen en las teorías de Goethe sobre
el arte, y que más relación tienen con ellas. G oe
the debe más, no obstante, á su propio sentir y
pensar, iluminados, desde su viaje á Italia, por la
m eligente y fervorosa contemplación de los teso
ros artísticos que en aquel hermoso y privilegiado
país se conservan.
Goethe, que en un principio había sido román
ico, como el romanticismo se entendía entonces
en su nación, y como lo muestran sus dos obras
capitales escritas antes de ir á Italia, el W erther y
el Goetz de Berlischingen, volvió de allí comple
tamente clásico, aunque clásico á su manera, y no
eon el clasicismo sensualista de los franceses. Su
clasicismo es un término medio entre el de moda
en Francia y el nuevo romanticismo alemán, si
bien informado por más altas ideas, que no le ha
cen transacción, sino síntesis.
No quiere Goethe la mera imitación, ni tampoco
la fantasía pura y libre, sino ambas facultades en
lazadas, de cada uno de cuyos ejercicios nace una
manera, mientras que de la unión de ambos proce
de el estilo. Al que imita sólo, le llama im itador;
al que inventa sin imitar, fan tas mista. El artista y
el poeta verdaderos, son los que inventan imitan
do. Lo característico, que debe entrar en toda
obra de arte, lo da la imitación: es como el esque
leto, la trama ó el cañamazo de la obra; y la vida,
los músculos, la sangre, el color, el bordado, vie
nen luego por la fantasía. De la combinación de
estas cosas nace la belleza. Artista minucioso, di
bujante seco y mezquino es el que imita sólo; au
tor de informes bosquejos el que sólo fantasea: la
perfección estriba en fantasear y copiar á la vez.
En la naturaleza está la beldad difusa, mezclada
y en germen; está también como prurito, como
anhelo de realizarse cada vez más limpia y com
pletamente.
De ella debe extraerla el artista, escogiendo lo
mejor y apartando lo feo; pero, aun dada esta ope
ración de extraer, la belleza no se crea, si no se en
carna é individualiza en una forma sensible. La as
piración del artista y del poeta es lo ideal, pero
ideal que debe ser individual al mismo tiempo. El
fin del arte es representar el todo en uno, y expre
sar lo infinito en forma finita.
Goethe rechaza, en virtud de esta doctrina, la di
visión, entonces tan en moda, del arte en cristiano
y pagano. Para él no hay más que un arte, cuyo
fondo, cuya substancia, por infinita y sublime que
quieta suponerse, debe entrar y ajustarse, con nú
mero y medida, y exactitud y precisión, dentro de
una forma limitada é individua.
La imitación busca á través de las cosas la idea
primordial, la idea madre, que en ellas se realiza
impuramente, y que debe en el arte realizarse con
mayor pureza. En este sentido es lo artístico supe-
Poi á lo natural. Lo es también, porque de lo ar-
istico se aparta todo lo impertinente y lo insignifi
cante que en la naturaleza está mezclado. Por lo
yernas, para Goethe el arte tiene su fin propio: la
eacion de la belleza. Bien es verdad que en esta
creación va implicado un fin moral y social, útilí
simo y benéfico: lo que llamó Aristóteles la purifi
cación de las pasiones; lo que Goethe llama el res
cate, la redención ó la libertad.
Es evidente que lo característico, lo que se toma
por imitación de la naturaleza, puede y suele ser
pasión dolorosa,acción llena de tumulto y de pena,
algo que en la realidad lastima, hiere, mata ó afli
ge, en vez de causar deleite. El arte, al reproducir-
lo y transformarlo, cambia en contentamiento la
amargura, y en calma la desesperación. Así el te
rror y la piedad se vuelven gustosos sentimientos,
llenos de inefable dulzura. Este cambio se debe al
principio suavizante de la belleza, á la gracia, á la
simetría, orden y medida de la forma. De aquí
que, para Goethe, el tipo ideal del arte en estatua
ria no fuese el Apolo, sino el Laoconte, donde el
dolor, la compasión y el espanto, están suavizados
por la gracia divina de la belleza, hasta el punto
de trocarse en soberano y tranquilo deleite.
Con arreglo á este principio, Goethe se liberta
ba de sus pasiones desgraciadas, de los recuerdos
que más pesar le traían, de los deseos que más le
atormentaban y hasta de sus remordimientos, to
mándolos por objeto de su observación, haciéndo
los asunto de su imitación, buscando en ellos lo
característico, y acudiendo luego con la poderosa
fantasía á bordar sobre aquella traza primera un
poema, una leyenda ó un drama, una obra de poe
sía, que le dejaba consolado y libre, y que debía
ejercer sobre los demás hombres el mismo bené
fico influjo que sobre él ejercía.
En este sentido bien pudo asegurar y aseguró
Goethe, que todas sus obras de imaginación están
como fragmentos de sus confesiones. Fué, pues,
poeta subjetivo, si se atiende á que, por declara
ción propia, no hay una sola de sus fábulas que no
-
forme parte de su autobiografía; y objetivo, porque
él mismo se ponía como objeto de su observación,
y, con otro yo independiente, creaba la obra, juz
gaba y condenaba á sus héroes, y absolvía al cabo
ó consolaba al menos con el bálsamo celestial, con
el calmante maravilloso de la beldad poética. Esta
virtud consoladora y purificadora del arte se logra
hermoseando ó sublimando, cuando el objeto, la
pasión ó la acción, se prestan á ser sublimados ó
hermoseados. Cuando no se prestan, el arte tiene
otro recurso: lo cómico ó lo ridículo. Así, por
ejemplo, un dolor de vientre ó de muelas, la sim
plicidad que se deja engañar, el miedo, el no tener
dinero suficiente, las enfermedades, el ser feo ó
canijo y otras cosas por el mismo orden, no tienen
más poesía ni más consuelo que la risa, mientras
no pasan de cierto grado inferior. Cuando pasan
e cieiío grado, y tocan en lo trágico, son malas
presentaciones artísticas, porque son pasiones,
e ec os y dolores impurificables que no se her-
niosean. No producen ya lo cómico, ni menos lo
pa e ico, sino lo deforme y lo repugnante y asque
roso. realismo deplorable de que hoy padecen el
rama y la novela. Nada más contrario á la verda
dera poesía que el hambriento, el mendigo, el tí
sico ó el jorobado. Estas son impurezas de lo real,
que ni en la poesía trágica ni en la cómica pueden
hallar consuelo. Búsquese el consuelo en la cari-
dad, y el remedio en la ciencia, hasta donde fuere
posible.
Tal, en resumen, fué el hombre, y tales las pren
das principales del hombre que concibió y produ
jo el poema de Fausto.
La idea de Fausto le acompañó siempre: fué la
mayor preocupación de su vida. Su realización
completa comprende también su vida toda. En su
primera mocedad Goethe empieza á escribir el
Fausto; en su extrema vejez, ya de ochenta años,
es cuando le termina, ó mejor dicho, no le termi
na: aun después de su muerte deja pedazos, para-
lipomenosj que al Fausto pertenecen, que son la
parte postuma del gran poema.
La misma energía de Goethe para desprenderse
de sus personajes, aunque los saque de su propio
ser y para apasionarlos y moverlos, permanecien
do él impasible y sereno, le hizo preferir al poema
narrativo una forma más objetiva, perfecta é im
personal aún: el drama. En el drama el poeta des
vanece por completo su personalidad. Los perso
najes sólo sienten, padecen, se mueven y llevan á
término la acción.
Dramas comprensivos, como las epopeyas de
que hablamos al empezar, se habían dado ya en la
historia de la poesía. ¿Qué otra cosa era el Prom e
teo de Esquilo, que el mismo Goethe trató de es
cribir de nuevo y del que escribió en efecto trozos
notables? Además, prescindiendo de las dificulta
des materiales; contando para tramoyista y pintor
escenógrafo con una exuberante y voladora imagi
nación; construyendo en el seno del espacio sin lí
mites un teatro ideal, donde quepan cielo, infierno
y creación entera, y proporcionándose una compa
ñía de comediantes, donde haya ángeles, diablos,
ondinas, sílfides, Oberon, Titania, Ariel, dioses
del Olimpo, dioses [subterráneos, todos los biena
venturados de la corte celestial, el Padre Eterno, la
Virgen María, brujas, monos y gatos, y hasta estre
llas, ríos, montes y terremotos que hablen y accio
nen, el estrecho cuadro dramático se ensancha hasta
llenar la inmensidad y todo cabeen él con holgura.
Esto no quita, sin embargo, que el Fausto, en
su conjunto, sea tan grande que no se pueda re
presentar. Hasta para leído es dificultoso. La sín
tesis de la obra no se abarca así como quiera. Fi
gurémonos un cuadro al óleo de media legua de
largo. Sería menester, ó verle desde muy lejos con
un telescopio, ó irle recorriendo á caballo, á todo
galope, para conservar bien la impresión de lo que
hubiese pintado en un extremo cuando al otro ex
tremo se llegase.
No se extrañe, pues, que vacilemos sobre el mé
todo que hemos de seguir para dar una idea del
Fausto, y que, por último, nos decidamos por ha
cer una división.
Consideremos primero el Fausto como drama
sencillo, como drama humano; esto es, no veamos
en él sino la primera parte, descartando de ella to
do aquello que justifica, pide y exige la creación
de la segunda. Y hablemos después de la segunda
parte, y de todo aquello que hace del Fausto un
poema misterioso, enciclopédico, filosófico y con
pretensiones ó realidades de archi-profundo.
De aquí adelante vamos á cerrar todos los li
bros, menos el Fausto mismo, y á emitir nuestro
parecer, sin dejarnos guiar por el de nadie. Sólo
diremos que los pareceres de los críticos son di
versos y aun encontrados; y que los extranjeros
suelen ser los más entusiastas encomiadores de la
segunda parte, como Blaze de Bury y Lerminier,
mientras que algunos críticos é historiadores ale
manes de la literatura alemana, de gran nota, co
mo por ejemplo Qervinus y Kurz, no estiman la
segunda parte: llegan hasta una injusta severidad
con ella, y aun ven en ella una caída. Comparan
do á Goethe con Milton, afirman que el primer
Fausto es al segundo Fausto lo que es el Paraíso
perdido al Paraíso reconquistado.
Adoptando, por lo pronto, la comparación, em
pecemos por el Paraíso perdido.
Goethe tuvo el tino de no inventar asunto y pro
tagonista para su drama: el pueblo se los dió crea
dos. La leyenda de Fausto era popular, no sólo en
Alemania, sino en otros países de Europa. Sus lan
ces y aventuras se representaban en teatros de mu
ñecos, en ferias y mercados, y encantaban al pue
blo . Poetas de valer habían ya gustado del asun
to y del personaje legendario, y habían tratado de
escribir ó habían escrito dramas sobre Fausto. El
ilustre Lessing había dejado empezado un Fausto,
en drama.
Si prescindimos del nombre y del fundamento
histórico del personaje, que es centro de la leyen
da, la leyenda es aún mucho más popular, más
antigua y más conocida y aplaudida en todos los
pueblos cristianos. No hay nación de Europa don
de no exista la historia del sabio que se harta de
estudiar sin honra ni provecho; que reniega del
saber, que no le proporciona goces; y que, excita
do por la rabia, por los desengaños, por la ambi
ción ó por la sed de deleites, acaba por hacer pac
to con el diablo, á fin de divertirse y tener dinero,
y lo que llaman ahora posición, aunque después
haya de pagarlo todo en los profundos infiernos.
El sabio,en efecto, se divierte merced al diablo que
le sirve bien; y, por último, por intercesión de al
gún santo, ó por bondad de la Virgen María, ó
por la infinita misericordia de Dios, suele dejar
burlado al enemigo malo, y logra irse al cielo. En
nuestra literatura tenemos esta leyenda en Las
Cantigas del Rey D. Alonso, y en Gonzalo Ber-
ceo; y algo semejante da asunto á Calderón para
su famosa comedia E l mágico prodigioso.
El asunto estaba muy bien elegido y no podía
ser más adecuado para Goethe, que era un sabio
como Fausto, y que si bien más dichoso, habría
tenido, como todos los sabios, no pocos instantes
de amargura en que se desesperan de pedantear,
y de querer enseñar á los otros lo que ellos mis
mos no saben; y dudan del valer y de la utilidad
de sus escritos; y exclaman, remedando á Doña
Mariquita: - Si yo llorara perlas, esto es, si yo tu
viese dinero, no tendría necesidad de esciibir dis
parates;—y se hallan, en suma, muy predispuestos
á darse aL diablo, si el diablo quiere tomarse el
trabajo de apoderarse de ellos y de comprarles el
alma.
El mérito y la significación de tales historias se
patentizan en su misma universalidad. No sólo las
leyendas, sino también los hechos históricos, que
tienen la hermosura de las leyendas, están repeti
dos varias veces. No es Hernán Cortés el único,
por ejemplo, que echa á pique las naves. Lo mis
mo habían hecho antes Agatocles en África, los
muladíes cordobeses en Creta, y los aragoneses y
catalanes en Galípoli. No es tampoco Guillermo
Tell el primero que, obligado á ello por el tirano,
quita la manzana con un flechazo de la cabeza de
su hijo. Estos lances, ó reales ó inventados por la
antasía popular, vagan primero de acá para allá,
sin acabar de fijarse bien, sin que adquiera gran
consistencia y gloria el héroe del lance.
Después aliña el pueblo con un héroe á quien
e lance cuadra y se ajusta como hecho á su rae-
1 a- Y ya este héroe eclipsa á los otros, y la Ie-
yent a se encarna en él y cobra mayor realce y vi-
a- Así Fausto, antes de que Goethe le adoptase
P01 hijo de su espíritu, había ya obscurecido á to-
os *os sabios que se han dado al diablo, desde
que hay diablos y sabios en el mundo.
Personajes, pues, por el estilo de Fausto, como
en nuestra España, v. gr.¡ D. Juan Tenorio y Li-
sardo el Estudiante, están llamados á ser joyas pre
ciosas de todas las literaturas, y á inspirar los me
jores dramas, óperas, novelas y poemas que pue
den componerse. Para recorrer el mundo en triun-
sólo esperan que llegue un genio que de ellos
se apodere, y, de materia épica algo informe que
son todavía, los convierta en seres artísticos, con
mas realidad y significación y brío, para vivir en
el alma y en la memoria de los hombres, que los
héroes más reales y conocidos de la historia; para
convertirse en personajes reales, aunque no hayan
existido jamás, como sucedió con Semíramis y con
tantos otros, de quienes la crítica ha venido á ave-
n guar más tarde que nunca existieron.
Para el héroe legendario es una gran fortuna
que un poeta de mérito se apodere de él, pero ma
yor fortuna aun es la del poeta que logra dar con
el héroe. D. Juan debe mucho á Tirso y Tirso más
á D. Juan, Lisardo á Espronceda y Espronceda á
Lisardo. Del mismo modo debe mucho Fausto á
Goethe y Goethe á Fausto. No es extraño que
Goethe se apoderase de él en su primera juven
tud, y no le dejase durante más de cincuenta años,
hasta cumplir ochenta y dos. ¿Cuánto no escribió
Goethe en este medio siglo largo? ¿Qué asuntos
no trató? ¿Qué género de literatura no cultivó con
éxito? Limitándonos sólo al teatro, Goethe com
puso dramas históricos, como Egmont, Qoetz y
Tasso; comedias sentimentales, como C lavijo; co
medias aristofánicas; tragedias á la griega, como
Ifigen ia ; farsas; algo semejante á lo que llamamos
por aquí zarzuelas; comedias satírico literarias, por
el orden de E l Café, de Moratín, etc., etc.; pero
todo esto lo pensaba, lo escribía, lo abandonaba y
quizá lo olvidaba luego, mientras que en el Faus
to estuvo trabajando toda su vida. Concretémonos
ahora, como hemos dicho, y con las restricciones
que hemos dicho, á la primera parte sola. Es evi
dente que, sobre lo suministrado por el pueblo,
Goethe ha creado una obra admirable.
Del estilo, del lenguaje, de la versificación, no
hay alemán de gusto que no se pasme, y que no
asegure que es un dechado el Fausto. Hablemos
nosotros de la disposición de la fábula y de los ca
racteres.
Imaginemos, por un instante, que Fausto ve á
Margarita y se siente enamorado de ella antes de
remozarse; que por amor de Margarita, á par que
por ambición y deseo de goces, hace el pacto; que
lo que luego sucede, sucede del mismo modo; y
que después de la muerte cruel de Margarita,
Fausto la llora, se arrepiente, hace penitencia, bur
la á Mefistófeles y se va al cielo. Así tendríamos
la leyenda toda en una sola tragedia y no en dos.
La obra ganaría así en regularidad y en unidad, si
bien perdería en grandeza. Era menester, por lo
tanto, que el amor de una mujer, por linda y por
candoiosa que fuese, no diera el motivo principal
e que sabio tan grande como Fausto se endiabla-
se e aquel modo. Y era menester que en la pri-
sen ® eüla se diesen ya cosas que presupusie-
I 0 y Preparasen la segunda, dejando no pocos ca-
SUe *os clue enlazasen después la una con la
la- o nos fijemos ahora en estos cabos.
islada la fábula de los amores de Fausto y
argarita, su disposición y desenvolvimiento me
recen más elogio que censura. Fausto, con todo el
ardor y el ímpetu de su renovada juventud, se apa
siona de la sencilla y linda muchacha, y quiere lo
grarla pronto, sin que le arredren obstáculos ni re
flexione en malas consecuencias. Mefistófeles, fue-
ra de las joyas que lleva de presente á Margarita,
apenas emplea más medios para ayudar á la seduc
ción, que los que podría emplear un lacayo listo
de nuestras antiguas comedias de capa y espada.
Así es y así debe ser. Si en el amor que Fausto ins
pira interviniese algún artificio ó prestigio diabó
lico, la belleza de este amor, casi toda su poesía, y
más aún su ulterior virtud, redentora y santifican
te, habrían de desvanecerse. El nacer de este amor,
el desenvolverse y llegar á su colmo en el alma
candorosa de Margarita, son hechos meramente
humanos, profundamente observados en la reali
dad y expresados luego con superior hermosura
en la ficción dramática. La sencillez y naturalidad
del lenguaje y la precisión y concisión del estilo
de Goethe, donde nada huelga, donde no hay re
dundancia, ni vana pompa, ni falso y sobrecarga
do lirismo, dan á cuanto dice Margarita seductor
encanto. En este encanto está el misterio de que
Margarita, desde las primeras escenas, adquiera tal
vida y se destaque con tal verdad del cuadro y del
alma del poeta que la crea, que tenga ser propio y
se grabe de un modo indeleble en toda memoria,
como si hubiera existido.
Su madre no aparece. Goethe tiene el buen gus
to de no dejárnosla ver; pero su madre existe. No
sucede como en nuestras antiguas comedias, don
de casi nunca hay madre. En lugar de la madre,
pone el poeta á un personaje muy cómico y bien
caracterizado: á una vecina, ya de años, vulgar, afi
cionada á conversación, falsa devota, y con otras
malas cualidades, que la hacen apta para mediar
en cualquier intriga galante. Los diálogos de Me-
fistófeles con Marta, que así se llama esta mujer,
tienen gran fuerza cómica: ora cuando Mefistófe-
les trae á Marta la nueva de la muerte de su mari
do, ora cuando la requiebra y enamora.
En el jardín de Marta se ven y se hablan Faus
to y Margarita. Margarita queda ya cautiva, herida
en el corazón, inflamada por un afecto irresistible
é inextinguible.
Sigue á esto un bellísimo soliloquio de Fausto
en un bosque. Fausto vacila. Orgulloso de verse
ainado, á pesar del ardor violento de los sentidos,
piensa, por el amor que Margarita le infunde, que
e e apartarse de ella, á fin de no perderla y en
ganarla. Conoce que sólo puede darle un alma es-
cep ica y gastada, en cambio de su alma juvenil y
pura, enester es de la intervención elocuente del
ia o para sacar á Fausto de su vacilación. Me-
ls o e' es *e *lace presente que el mal está ya hecho,
que el amor devora ya el alma de Margarita, y que
no satisfacerle, después de haberlo encendido, se
na la mayor de las crueldades,
La hermosa canción que canta Margarita mien
tras que está hilando en su cuarto, deja ver en
seguida el estado de su alma; muestra que se halla
poseída, completamente dominada por su galán
amigo, y que no tiene más voluntad que la suya.
La canción prepara magistralmente la escena que
viene luego. Margarita, que ya es toda de Fausto,
quiere que Fausto sea de Dios, y manifiesta su pe
sar de verle poco religioso. Fausto la aquieta más
con cariño que con razones, y por último concier
ta con ella una cita.
Aquí hay pormenores sobre cuyo valer no nos
atrevemos á decidir. Sin duda es admirable la fuer
za creadora de Goethe, que tan real nos presenta
á Margarita y que por tal arte la circunda de can
dor, que, á pesar de todas sus faltas, sigue pare-
ciéndonos inocentísima, como si hubiese en ella
un numen maléfico que le. roba responsabilidad y
libre albedrío. El amor ha sido obra del amor y no
del diablo; pero en la dirección que toma tan bella
pasión ya el diablo interviene. No en balde ha lo
grado del mismo Dios el permiso de probar á
Fausto; no en balde ha hecho pacto con él. Son
necesarios los delitos; importa que nazca y vaya
en aumento el terror trágico; pero á pesar de esto,
y á pesar de que mucho de diabólico ha de haber
en la historia en que tan importante papel hace el
diablo, ¿no se pudiera haber excusado el porme
nor del narcótico, dado por Margarita á su madre
para que durante la noche no se desvele y la sor-
-
prenda en los brazos de su querido? Aunque Mar
garita tenga la certidumbre de que el narcótico no
hará mal á su madre, ¿no es todavía horrible que
se le dé, y que luego la tenga á su lado, en aquel
sueño violento, en aquel remedo de la muerte,
mientras ella se goza con el hombre á quien ama?
En todo linaje de pecados hay su más y su menos.
No faltan mujeres que burlen á su madres y á sus
maridos; pero estamos ciertos de que, de cada cien
to, apenas habrá una que no deseche el recurso del
narcótico. Hasta los libertinos más sin conciencia
se nos figura que apurarán antes todos los medios;
y, aunque no hallen ninguno, se detendrán espan
tados antes de proponer á sus amigas este medio
de adormecer á la madre ó al marido para tenerlas
luego con toda tranquilidad. Por otra parte, Mar
garita, que iba sola en casa de Marta, mujer poco
escrupulosa, y que á todo se prestaba, ¿qué necesi
dad tenía de infundir á su madre sueño profundo?
Se nos dirá que el infanticidio es peor; que el
infanticidio es el más odioso de los crímenes; pero
el infanticidio era necesario para motivar el supli
cio de Margarita, cuya bondad queda á salvo mer
ced al delirio. Loca, arroja á su hijo á un estanque,
donde se ahoga; mientras que á su madre le da el
narcótico deliberadamente, en todo el despejo de
su juicio, y sin que el narcótico quite ni ponga al
argumento ó desarrollo de la acción. Es un refina-
miento de diablura y de realismo pecaminoso en
teramente inútil y que está de sobra.
Crimen espantoso también es la muerte de Va
lentín, dada á mansalva por Fausto; pero era in
evitable: se justifica estéticamente. Además, aquí se
perdonaría cualquiera defecto en el poeta, en caso
de que le hubiese, en gracia del carácter del rudo
y honrado militar, hermano de Margarita. El or
gullo y la jactancia que le inspiraba ella, antes de
su caída; la rabia que le causa la pérdida de su
honra; las palabras todas que pronuncia antes y
durante el duelo, y sus terribles reconvenciones á
Margarita, cuando está ya moribundo, todo esto es
real y bello á la vez. Goethe, en tres ó cuatro
hojas, levanta una figura viva, que no se borra
nunca de la mente de nadie. Hablando con fran
queza, D. Diego de Pastrana queda muy per bajo
de Valentín, en ser individual y propio.
Lo que ocurre en el aquelarre, donde Mefistófe-
les lleva á Fausto para distraerle, sería en gran
parte, no ya impertinente, sino también inconve
niente, si el drama fuese sólo drama, y no drama
y poema transcendental. Choca ver á Fausto bai
lando con una bruja joven, en indecente jaleo y
cantando coplas picarescas y lascivas, después de
haber muerto traidoramente al hermano de su
querida y hallándose ésta en el mayor peligroi
desconsuelo y abandono.
El intermedio que lleva por título Las bodas de
oro de O berony Titania, es más extraño al dra
ma, y estamos por decir que á todo el poema trans
cendental, que E l curioso impertinente al Quijote,
y que el Canto á Teresa al D iablo M undo; con la
diferencia de que E l curioso impertinente y el
Canto á Teresa son dos obras de gran valer, y
que las tales Bodas de oro valen poquísimo. Son
unos epigramas alusivos á cuestiones literarias y
científicas de entonces, que sospechamos no per
derían su frialdad aunque se conociesen hasta los
ápices de las circunstancias y razones que movie
ron á Goethe á escribirlos.
Después de este mal traído intermedio, la acción
se acelera y precipita, como debe, llegando á su
término en la escena más patética, sublime, apa
sionada, llena de verdad y de poesía, y más hon-
amente conmovedora que jamás escribió poeta
ramatico en el mundo: la escena del calabozo.
a ' esPeare lo haría tan bien; pero mejor jamás
pudo hacerlo. El terror de la próxima muerte en
un patíbulo, los remordimientos, la vergüenza,
combaten el alma de Margarita. A todo se sobre
pone el amor, apenas vuelve á ver á Fausto. La
lucha de sus afectos, su dulzura, el extravío de su
razón, la vacilación entre quedar allí para morir ó
seguir á su amado y salvar la vida, todo resalta
natural, apasionada y divinamente en sus palabras.
Quiere seguir á Fausto y cree notar que la mano
de él está manchada con la sangre de Valentín;
quiere salvarse, y se ofrece á su pensamiento que
ella ha asesinado á su madre y ahogado á su hijo.
En todo el diálogo, cada exclamación, cada frase,
es una joya poética. El tiempo pasa, y crece el pe
ligro en la demora. Mefistófelcs aparece para dar
priesa. Margarita se llena de espanto al verle, y
prefiere la muerte á aquella libertad espantosa.
Margarita se entrega resignada á las justicias divina
y humana, y pide á los ángeles que la protejan
contra su amado, que viene á salvarle la vida. El
hombre á quien tanto ha amado le inspira enton
ces horror. Los ángeles dicen desde las alturas:
- ¡E s t á salvada!- Mefistófeles se lleva á Fausto
solo, y el drama ó la primera tragedia termina.
Los caracteres meramente humanos del drama
están trazados y aun acabados de mano maestra:
parecen más reales que la realidad. Marta y el fá
mulo Wagner son dos personajes cómicos que
pueden servir de modelos. Margarita y su herma
no están llenos de alta poesía, y no por eso dejan
de pertenecer á una humilde posición social y á
una época en que nc estaba tan extendida como
ahora la cultura.
La sencillez y naturalidad de ambos hace más
distinta, viva, honda y persistente la impresión que
dejan.
Fausto es ya criatura harto más complicada.
Lo sobrenatural y lo transcendental influyen en la
formación de su carácter, y entran en él como ele
mentos lo alegórico y lo simbólico; pero despoján
dose imaginariamente de estas condiciones, queda
un ser verdadero, noble, real y simpático, á pesar
de sus errores y delitos. Se diría que Goethe, cuya
defensa hemos hecho, y á quien no creemos malo,
allá en los momentos de mayor severidad contra
si mismo, cuando más descontento se hallaba de
su pensamiento y de su corazón, hundió en él la
mirada aguda y escudriñadora, hizo cruel examen
de conciencia y sacó de allí las malas pasiones, las
iras, las envidias, las concupiscencias, los demás
apetitos viciosos, las tempestades, los desórdenes
y las otras negras tintas con que traza la figura
moral de su héroe. Claro está que, por cima de
todo ello, hay cierta esencial nobleza, cierta radical
excelencia en el alma de Fausto, y tal abundancia
de motivos para atenuar humanamente sus peca
dos, que nos mueven á desear el perdón del cielo
para ellos y á conservar al pecador nuestra simpa
tía. Y claro está igualmente que para que este per
dón se logre, dada la violencia inicial con que sale
disparada el alma de Fausto en su extravío, es me
nester aún mucho, á fin de que describa la curva
que debe describir en su movimiento. Así, pues, al
terminar la primera parte, se ve que no termina
más que un episodio. El drama queda aún á gran
distancia del desenlace.
Mefistófeles, por último, es un personaje extra-
natural. Goethe no creemos que tuviese tratos con
él; pero le pinta tan á lo vivo, que cualquiera diría
que le conoció de cerca. La índole de este diablo
y su consecuencia en palabras y en acciones, desde
el Prólogo en el cielo hasta el fin de la segunda
parte, acreditan la firmeza con que Goethe trazó
su imagen y atinó á prestarle vida. Mefistófeles
tiene además el mérito de ser el diablo fino de
nuestra edad, el diablo que corresponde á un Dios
benévolo, el diablo de los optimistas y de los pro
gresistas pacíficos y por medios lentos y legales.
Lejos de ser un monstruo horrendo, si bien con
toda la majestad de quien estuvo cerca de Dios, y
con toda la soberbia de quien aspiró á vencerle;
lejos de ser un revolucionario titánico, casi un
anti-Dios, como el Satán de Milton, apenas es malo
de veras. Es un tuno, un galopín, un bufonzuelo y
poco más. El Padre Eterno confiesa que no le
odia, que le tolera y hasta que se divierte con él.
En vez de creerle dañino, le considera útil para los
hombres, los cuales se echarían á dormir y no
harían nada memorable ni poético, si no se entre
gasen al diablo con frecuencia. Mefistófeles, como
Dios gusta oir de sus epigramas y chistes, y le em
plea en sus altos designios de promover la activi.
dad humana, anda bien avenido con Dios; suele
hacerle visitas, y sale muy satisfecho de que Dios
le trate con cordialidad y confianza.
Por lo que se ve, el mal para nuestro poeta es
chico mal y está subordinado al bien, al cual con
curre á pesar suyo. Así, Mefistófeles es chico dia
blo. Aunque sabe y puede bastante, está en una
posición relativamente humilde, en la jerarquía de
los espíritus.
Se columbra que Goethe comprende á Dios por
cima de la naturaleza, llenándola toda é infun
diendo en ella la hermosura y la vida. Para esto
ni para nada necesita ministros; pero es mayor ri
queza y magnificencia tenerlos, y así hay espíritus,
inteligencias y genios, mónadas más ó menos po
derosas, unidas por lazos de amor divino, que
crean, mueven y cambian los mundos y cuanto en
dios hay. Cualquiera de estos genios vale y puede
m'l veces más que Lucifer y que todos sus diablos.
No es el genio del Universo, no es el Espíritu del
Macrocosmos el que se parece á Fausto. El que
cede á su evocación y se le aparece, es sólo el espí
ritu de este nuestro pequeño planeta. Y con todo,
este espíritu es tan superior, tan inadecuado á la
flaqueza del espíritu humano más valiente y atre
vido, que Fausto, al sentirle, se aterra, está á pun
to de morir y reconoce que no puede entrar en
relación con él. El Espíritu de la tierra es quien
da á Fausto la desesperada, conciencia de su debi
lidad y quien le provoca al suicidio. Los cánticos
por la resurrección del Salvador le traen de nue
vo á la vida. Toda esta parte de la tragedia, mien
tras no aparece Mefistófeles, está como en más al
tas esferas. La aparición de Mefistófeles trae las
cosas á una esfera más baja. No se trata ya de in
finitas aspiraciones, de sentir y de comprender en
ambiciosa mente humana á la naturaleza, á sus ge
nios y á Dios, sino se trata de algo más práctico y
terreno.
Mefistófeles no es sobrenatural; es, según he
mos dicho, extra-natural. No es un espíritu do
minador, creador y superior á todo ó parte de la
naturaleza, sino un espíritu, semejante al humano,
en lo que tiene de más vulgar; astuto, travieso,
grosero, cuya misma grosería no le distrae de lo
que es útil y le lleva á burlarse de lo bello y de
lo sublime. Por eso domina á los espíritus huma
nos, que no se elevan; pero á los que se elevan,
jamás los domina, aunque los sirva, deseoso de
dominarlos.
En vez de anonadar á Fausto, como le ano
nadó el Espíritu de la tierra, Mefistófeles le hace
reir con su aparición, al salir del cuerpo del pe
rro, rendido á los conjuros y amenazas. Cuando
Fausto le obliga á que él mismo se defina, Me
fistófeles se define una parte de aquella fuerza
que siempre quiere el m al y que hace el bien
siempre.
Mefistófeles quiere destruir, viciar y corromper;
mas como sólo puede hacer esto al por menor,
concurre al bien general y á la creación entera y
continua, muy contra su gusto.
Fausto, al firmar con él un pacto, le trata como
superior á inferior, como un amo á un lacayo; y
está casi seguro de que el diablo no ganará nunca
la apuesta; no le dará lo que él desea. No sólo no
cae, por decirlo así, bajo la jurisdicción y poder
óel diablo mucho de lo deseado por Fausto, pero
111 siquiera está comprendido por el espíritu dia
bólico; porque está en regiones superiores, hasta
donde dicho espíritu jamás se encumbra. En el
numen, que vive en Fausto, hay una fuerza inte
nor mil veces más pujante que todas las potencias
del diablo. Lo malo es que esta fuerza no se ejerce
fuera de Fausto mismo. En él, crea de un modo
ideal cuanto quiere, fuera, no puede nada. Pero de
esas cosas ideales que Fausto crea en sí, concibe y
apetece, el diablo sólo las mínimas y de menos va
lía puede realizar en el mundo exterior: otras, ni
siquiera las entiende.
Aunque Mefistófeles, gracias á la fantasía del
Poeta, tiene ser propio y personalidad indepen-
diente, todavía, para concebir nosotros mejor su
esencia, podemos figurárnosle como un resultado
del análisis psicológico del alma de Fausto. Es la
parte bestial y terrena de dicha alma, la parte as
tuta y lista, que sirve para proporcionarse goces,
riqueza, poder, autoridad é influjo en este mundo;
parte que Fausto había descuidado y hasta atrofia
do y desechado, á fin de entregarse á sus altas sa
bidurías. Desengañado de éstas altas sabidurías y
ansioso de todo lo que por ellas había desprecia
do, se diría que vuelve á él aquella parte más ruin
de su alma bajo la forma y con el ser de diablo.
Esta inferioridad diabólica respecto á Fausto y
respecto á los demás espíritus superiores, no se
desmiente nunca. La ciencia, el progreso, la subi
da de nivel de las almas humanas, han hecho del
diablo un personaje de poco más ó menos. Su
poder incontrastable no se ejerce ya sino en un
mundo ruin, entre brutos, que se empeñan en ju
gar y en ganar dinero para parecer hombres, y en
que por casualidad les salga algo bien para que se
diga que tienen entendimiento, y entre viejecillas
ignorantes y viciosas, que poseen algunos secretos
y recetas, ignorando el por qué y el cómo de los
mismos prodigios que obran, como son la bruja y
los gatos y los monos que la sirven y acompañan.
Fausto se siente tan rebajado de apelar á la in
munda poción de la bruja, á fin de recobrar la
mocedad, que casi está á punto de quedarse viejo
y de romper desde el principio el pacto con Me-
Estófeles, sospechando lo poco que el diablo pue
de y vale y lo más poco que de él puede esperar
un noble espíritu.
^ k 'en del diablo vale tan poco como el mal.
I^or cima del diablo, así como hay bien, hay mal
inmensamente mayor de que Mefistófeles no po
drá jamás curar el alma de Fausto. Fausto, para
¡ecibir algún bien del diablo, así como para some
terse á su dominio, tiene que ahogar esa aspira
ción superior de su alma. Cuando vive y alienta
con ella, el diablo no le da el menor alivio para
os tormentos que produce; pero también el alma
se sustrae por completo á todo influjo del diablo
y se ríe de todos los pactos.
En la rara teogonia de Goethe, el diablo, no sólo
e,s a Por bajo de lo sobrenatural, término y mira
, e. as aspiraciones del alma de Fausto, sino tam-
t len muy por bajo de lo natural, en cuanto lo na-
, ' t tiene de creador y de divino. Por esto en la
P ebeya y estúpida sociedad del aquelarre, donde
austo por un momento se encanalla, Mefistófeles
se pavonea y triunfa; pero en la segunda parte,
cuando por el esfuerzo de la voluntad y por los
milagros del saber y de la inteligencia de Fausto,
aparecen los genios antiguos, que imaginó Grecia,
°dos aquellos poderes personificados de la natu
raleza creadora é inteligente, Mefistófeles se enco
ge, se humilla y casi se acobarda; Mefistófeles tie-
ne que esconderse y disfrazarse bajo la fea apa
riencia de una de las Forquiadas. No sólo en po
der, sino hasta en fealdad, superan á Mefistófeles
aquellas antiguas creaciones.
Aunque sea rápidamente, sin la detención que
tan grande asunto reclama, y á fin de no extrali
mitarnos y dar á este trabajo una extensión impro
pia del objeto á que se destina, algo debemos de
cir de la segunda parte del Fausto.
Varias personas han llamado al Fausto comple
to la B ib lia del panteísm o. Nada nos parece más
injusto. Goethe no era resuelto par.teísta; pero, si
en alguna obra suya se inclina al panteísmo, no es
por cierto en el Fausto, donde más bien le contra
dice.
Es verdad que para afirmar esto debemos dar
por sentado que entendemos la segunda parte, y
es opinión muy común que nadie la entiende. Tal
vez los mismos que la llaman B ib lia del panteís
mo, lo cual, en buena lógica, presupone que la en
tienden, la apellidan libro de los siete sellos, deli
rio, laberinto, enigma perpetuo. Nosotros, aunque
parezca paradoja y se nos impute á arrogancia,
afirmamos lo contrario: que todo está clarísimo en
la segunda parte.
¿Dónde, si no, esta la obscuridad? ¿En qué con
siste? ¿De qué procede? El estilo terso, conciso,
lapidario, epigráfico y lleno de precisión de Goe-
the, llega, en esta segunda parte, al último límite
de la nitidez, de la elegancia desnuda de hojarasca
é inútiles adornos, y de la sobriedad significativa
é intencionada. ¿Cómo, pues, decir con tal estilo
■ o vago, lo incierto, lo indeciso, lo que nadie en
tiende, ni.tal vez el poeta que lo escribió? Esto no
puede ser.
La supuesta no inteligencia de la segunda parte
sólo puede explicarse por dos maneras. Y por am
bas no ya el Fausto, sino la obra más clara y más
llana, vendrá á ser ininteligible. El Quijote, pon
gamos por caso.
Aunque no creemos en la epopeya transcenden
tal, comprensiva y omni-docente, creemos que el
poeta canta á veces lo que no se dice: va más allá
del punto á que llega el hombre científico con la
reflexión y con el estudio; y adivina y vaticina, y
se eleva á esferas inexploradas, á donde el saber
humano no llegó todavía; pero si todo está en el
ritmo ó en la poesía pura, es inútil traducirlo en
prosa. No es inútil, es imposible. En prosa será
inefable. Sería tan necia pretensión como la de
querer explicar el efecto de la mejor sinfonía, y aun
Producirle igual, haciendo un discurso sobre la
sinfonía. Pero si lo importante no está en el ritmo,
y dialécticamente se revela en la frase, todo el
mundo lo entenderá, sin que se traduzca ó comen-
te- Al que no le entienda, podrá decírsele lo que
el hidalgo manchego ó el cura dijo una vez al bar
bero que se quejaba de no entender á cierto poe
ta: „Ni es menester que le entienda vuesa merced,
señor rapista.11
La poesía y aun obras en prosa de carácter poé
tico, pueden encerrar hondas verdades, bajo el
velo de la alegoría ó del símbolo; pero, una de
dos: ó el símbolo y la alegoría son transparentes,
ó no lo son. Si lo son, todo se ve claro. Si no lo
son, podrán escribirse mil y mil comentos, y cada
comentador imaginar que el poeta quiso decir esto,
aquello, lo de más allá, y aun cosas que al pobre
poeta no se le ocurrieron en la vida.
Cpmentos tales se han hecho ya del Quijote.
¿Por qué extrañar que se hagan del Fausto? Y si
al Fausto se le culpa por esto de ininteligible,
¿por qué al Quijote no se le pone defecto igual?
No está, pues, lo ininteligible de una obra en lo
misterioso, esotérico ó recóndito que se aspire á
hallar en ella. Basta con que lo esotérico, el senti
do directo, tenga un valor y un significado. Y la
segunda parte del Fausto le tiene. ¿Es ininteligi
ble, es obscuro, es tenebroso el Cantar de los
Cantares? Para un profano cualquiera nada hay
más inteligible. El Cantar de los Cantares es un
idilio, una égloga, un poema de amor donde el
amado y la amada se requiebran de lo lindo, se
dicen mil ternuras, se hacen mil finezas, se ensal-
é
zan y describen menudamente y con morosa de
lectación los primores y gracias corporales de él y
de ella, y se pintan los goces que han de lograr ó
ya logran ambos, besándose, abrazándose y que
riéndose mucho. Pero, si esto es tan claro, enten
dido así, búsquese el sentido místico que dan al
Cantar de los Cantares exegetas y teólogos, y el
Cantar de los Cantares habrá menester de co
mento, y aun con el comento nos quedaremos á
obscuras, y apenas habrá quien entienda una pala
bra. ¿Por qué no afirmar lo mismo de la segunda
parte del Fausto, si es lícito equiparar en algo lo
sagrado con lo profano?
No es de suponer tampoco que la difícil inteli
gencia del Fausto dependa de la erudición previa
que para entenderle se requiere. Basta, á nuestro
ver, con una cultura mediana. El comento erudito
es inútil. Todos los personajes místicos están ca
racterizados tan bien, que el ignorante podrá ga
nar algo, allegar un caudal de erudición, si, con
motivo de leer el Fausto, adquiere y hojea algún
diccionario manual de la fábula; pero lo que
aprenda en dicho diccionario añadirá poco á la
comprensión del poema. Lo mismo puede decirse
de las doctrinas cosmogónicas, geológicas, filosófi
cas, etc., á que el Fausto alude. Lo que Goethe
quiere decir lo dice por entero, y no es menester
acudir á otros libros para explicarlo, á no ser que
se desee saber de quién io tomó ó por qué lo dijo.
En este caso es dable decir del comento erudito lo
mismo que del filosófico, á saber: que dicho co
mento cabe tanto como en el Fausto en el Quijote.
También en el Quijote hay quien investigue si tal
pasaje se tomó del A m adís ó del O rlando; si tal
cuento ó sentencia proviene de Conon sofista ó de
la Leyenda áurea.
Veamos, pues, sencillamente, no lo que se supo
ne ó columbra en el Fausto, sino lo que se dice, y
esto en resumen y en cifra brevísima, porque te
memos que nos tilden de prolijos. Para mayor
prontitud y claridad, marcaremos cada uno de los
cinco actos en que esta segunda tragedia está di
vidida.
A cto I . - E l destino de Fausto no puede ence
rrarse en el de Margarita. Fausto tiene aún muy
larga carrera. Aspira á todo, y para satisfacer sus
aspiraciones cuenta con varias potencias. Cuenta
con Mefistófeles, esto es, con el espíritu de astucia
y de conducta para la vida, que ya le devolvió la
juventud y que aun podrá darle riqueza, poder,
fama y deleites materiales. Y cuenta, por cima de
Mefistófeles, porque la magia natural toca puntos
más altos que la magia negra ó hechicería, con la
ciencia, que le revelará los arcanos del universo, y
con la poesía y el arte, que realizarán para él la
ideal hermosura.
*
No bien Fausto se recobra de sus violentas emo
ciones, merced á un sueño mágico, arrullado por
cantos de genios y de ninfas, en un fértilísimo y
ameno vergel, las mencionadas aspiraciones em
piezan sucesivamente á realizarse, hasta donde la
condición finita de Fausto y del mundo lo con
siente.
Fausto brilla en la corte del emperador, y en
cuentra que en ella puede ser ¡o que se le antoje,
merced á su propio mérito y al diablo.
Esto, no obstante, no le satisface. De las damas
no hay una sola que le haga impresión, y se ena
mora de Elena, personificación de la hermosura
corporal perfecta.
El diablo no tiene poder para proporcionarle á
Elena. Lleno de turbación le habla de las Madres,
ó dígase de las ideas ejemplares, de las formas
puras antes de unirse á la materia prima y produ
cir los diversos seres; las cuales Madres, cuyos
misterios el diablo no entiende, viven en el vacío
eterno, fuera del tiempo y del espacio, y sólo por
medio de hondísima y solitaria contemplación, re
concentrándose en el meditar y arrojándose en
horribles abismos, puede llegar á ellas un ánimo
atrevido. La empresa es tal, que el propio diablo
no se atrevería á acometerla. Fausto, sin embargo,
la acomete, y el diablo le ve partir con asombro, y
duda de que vuelva del seno tenebroso, infinita-
mente más profundo que el infierno, á donde se
ha lanzado.
En este viaje de Fausto á ver á las Madres está
la clave del poema, el núcleo de la segunda parte.
Nosotros creemos que el diablo tiene razón, y que
Goethe no la tiene. Fausto no vuelve en realidad.
El Fausto vivo y humano, el doctor melancólico,
el remozado por la bebida mágica, el amante na
tural, como son todos los amantes, de la natural,
viva y real Margarita, se queda por allá con las
Madrés, y sólo vuelve su sombra, su idea pura, un
símbolo, una alegoría tan diáfana y clara, que más
no puede ser.
De aquí que toda la segunda parte sea poesía,
en virtud del estilo bellísimo del poeta, de la ri
queza lírica y gnómica que derrama, de mil pri
mores de todos géneros que sabe difundir en los
pormenores; pero en el conjunto, la segunda parte
ó no es poesía ó es poesía al revés.
Sin duda que el poeta allá en los tiempos anti
guos, con inspiración inconsciente, con estro divi
no, agitado por un furor que le viene del cielo,
crea personajes y acciones, que entrañan y simbo
lizan grandísimas verdades. Más tarde viene el
crítico, el pensador dialéctico, el hombre frío y
reflexivo, y va desnudando del símbolo las verda
des en él ocultas, y deshace la poesía y crea la
ciencia.
-
Este, en nuestro sentir, es el procedimiento na
tural.
Pero Goethe procede del modo contrario. En
la segunda parte del Fausto es un poeta al revés;
demuestra prácticamente lo que al principio diji
mos: que la epopeya transcendental y comprensi
va es imposible ahora; que es delirio querer reali
zarla.
Por lo expuesto, nos pasma tanto el encarniza
miento con que censuran muchos de poco inteli
gible la segunda parte del Fausto. El defecto nos
parece que está en lo contrario: en que se entien
de de sobra; en que todo es símbolo; en que es
una larga parábola de millares de versos; en que
ninguno de aquellos personajes nos puede ya in
teresar, porque no son tales personajes, sino figu
ras alegóricas, que representan pensamientos reli
giosos, morales, filosóficos, físicos, químicos y
geológicos del autor. Y francamente, una parábo
la, una alegoría tan continuada sería insufrible si
no fuese de Goethe. Parecería, además, una pueri
lidad enojosa y cansada. ¿A qué esas imágenes,
esos misterios, ese estilo figurado, para exponer
doctrinas? Aunque se ven á las claras bajo el velo
transparente de la alegoría, aun se verán mejor sin
ese velo.
La poesía se asemeja en esto á la religión. Ima
ginemos, por un instante, y Dios nos lo perdone,
que la de Cristo es como la explica Hegel. Será
así muy filosófica, muy profunda, muy interesan
te; pero no bien se acepte la explicación de Hegel,
tendremos un ingenioso y dialéctico trabajo, y lo
que es religión no tendremos. Hegel, no obstante,
está en su derecho (entiéndase que somos partida
rios de la absoluta libertad de pensar); Hegel pue
de exponer racionalmente todos los dogmas y re
ducirlos á filosofía
Lo absurdo sería que después, emprendiendo la
misma caminata, en dirección inversa, agarráse
mos la Idea, el Yo, el No-Yo, el Ser, el No-Ser, el
Llegar-á-Ser, el Prurito, la Voluntad, la Vida, la
Muerte, el Uno y el Todo, y convirtiéndolos en
personas, fraguásemos la religión del porvenir, ya
con las filosofías de Hegel, ya con las de Hart-
mann, ya con las de otro cualquiera. ¿Quién había
de creer en religión semejante? ¿Qué apóstoles,
qué confesores, qué mártires tendría? Y no es esto
negar que la ciencia, la doctrina, la afirmación,
despojada del símbolo inútil, sobrepuesto y ana
crónico, no puede tenerlos.
Convenimos en que en religión, por razones
largas de exponer aquí, resalta más lo absurdo de
tomar al revés estos caminos; convenimos en que
cabe en poesía lo alegórico, como gala de imagi-
ción, como juego ingenioso, y hasta como medio
gráfico de que hagan las verdades más impresión
en el ánimo, y hasta como recurso mnemotécnico
para que duren con más persistencia y distinción
en la memoria. Pero aun así, no se comprende,
parece producto del frenesí, parece una pesadilla
tan larga alegoría.
No obstante, la segunda parte del Fausto, por
cima de todo lo alegado en contra, se lee con inte
rés. Esto consiste en que la alegoría poética tiene
y seguirá teniendo siempre alguna razón de ser.
La verdad, velada en la imagen ó símbolo, segui
rá siempre grabándose mejor en el alma de las
muchedumbres, que la verdad ó la teoría que pre
tenda pasar por tal, expuesta con método didácti
co rigoroso. Así la poesía será menos poesía, será
menos bella, será más fría y más sin alma; pero
podrá ser útil. Interesa además, é interesa princi
palmente la segunda parte del Fausto, porque el
lector, acaso sin percatarse de ello, la convierte en
una enorme poesía lírica, en una serie de ditiram
bos, en una obra, no épica y objetiva, sino subjeti
va en grado sumo, donde ya no hay más héroe
que Goethe; Goethe, disfrazado de Fausto, y em
peñado en algo de monstruoso, descomunal é impo
sible. Saludemos, pues, al altísimo poeta con las
mismas palabras con que saludaba á Fausto la
profetisa Manto:
Den lieb' ich, der Unniogliches begehrt!
Yo amo á aquel que desea lo imposible.
Fausto, en este sentido, esto es, la sombra de
Fausto, su idea, que Goethe lleva en sí, vuelve del
seno de las Madres. En una fantasmagoría semi-
real, en un teatro, delante del emperador y de toda
su corte, Fausto hace que Elena y Paris aparezcan.
Cuando Paris roba á Elena, Fausto tiene celos, no
puede contenerse, quiere quitar á Paris la beldad
que lleva en los brazos, y deshace el encanto con
una explosión, cayendo él como muerto.
A cto II.—Todo este acto es un aquelarre paga
no y clásico en contraposición con el aquelarre
romántico y correspondiente al cristianismo, .que
se lee en la parte primera. Si alguna vez nos olvi
damos de la alegoría, y hasta nos parece que deja
de haberla y que tocamos algo real, es porque
Goethe, en virtud de sus mónadas, de sus genios
y espíritus elementales, de sus inteligencias miste
riosas que mueven las cosas naturales, casi cree en
los seres que evoca, por donde los seres que evo
ca toman cuerpo y dejan de ser figuras retóricas
solamente.
Para explicar la doctrina de este segundo acto,
sería menester escribir tanto al menos como el acto
contiene. Goethe es conciso, y por consiguiente di
fícil de extractar. Baste saber que ya el diablo, se
gún hemos dicho, hace aquí muy triste papel. Has
ta Homúnculos, el engendro raquítico de la ciencia
pedantesca de Wagner, sabe más que él y le sirve
de guía.
Fausto, llevado de su anhelo incesante, penetra
en el seno de la Naturaleza, quiere desentrañar sus
arcanos y el origen de los seres. Su amor á Elena,
esto es, su afán de poesía y de hermosura, no se
entibia, sin embargo. Nada distrae á Fausto de este
amor. Halla al centauro Chiron, monta sobre sus
espaldas y corre en busca de Elena. La profetisa
Manto le indica el modo de dar con ella: le dice
por qué sendas debe bajar al reino sombrío de
Plutón, en las más hondas raíces del Olimpo, á
donde ya bajó y de donde nunca volvió Orfeo;
Fausto, con no menos brío que Orfeo y con mejor
fortuna, desciende al Orco en busca de su amada.
A cto III. —Aquí se advierte más aún el defecto
de la realidad, lo frío de la alegoría. Nada más be
llo, sin embargo, como forma. Es todo dichosa
imitación de la poesía griega antigua, combinada
magistral y armónicamente con lo caballeresco,
trovadoresco y galante de la poesía de los siglos
medios.
Fausto tiene un castillo en la cima del Taigetes,
y es capitán y príncipe de guerreros salidos del
seno de la noche cimeriana. Elena, huyendo de
Menelao, que la quiere sacrificar, se refugia en el
castillo de Fausto, quien la recibe como Amadís
hubiera recibido á Briolanja ó á otra princesa me-
É
nesterosa, que viniese á que la socorriera en su
cuita. Fausto, con sus guerreros, destroza el ejér
cito de Menelao, y con sus modales refinados ena
mora á Elena en seguida, que, por otra parte, como
es sabido, no era una roca de firme ni un mármol
de fría.
Después de este doble triunfo, Fausto y Elena
se retiran á Arcadia, donde hacen vida bucólica.
Allí tienen un hijo: Euforión. Remedo de Hermes,
apenas nace inventa y toca la lira, y quiere some
térselo y apropiárselo todo y subir á los cielos.
Euforión se lanza en el aire y cae despeñado,
cual nuevo ícaro. Goethe celebra en Euforión á
Lord Byron, y lamenta su muerte. Es un episodio
de extraordinaria belleza. Euforión, además, es
símbolo de la poesía moderna, nacida de la antigua
belleza clásica y de la ciencia reflexiva de nuestra
edad.
Muerto Euforión, el lazo que une á Fausto con
Elena queda deshecho. Elena vuelve al Orco; pero
antes de partir abraza á su esposo y le deja como
prenda de amor la túnica y el velo. Estas vestidu
ras no son la misma deidad; pero son divinas y
tienen la fuerza de elevar á quien las posee por
cima de las cosas vulgares. En efecto, estas ves
tiduras envuelven á Fausto y le suben hacia las re
giones etéreas.
A cto IV. - Prosigue en él la alegoría, y en núes-
tro sentir es el menos divertido de todos. El empe
rador lucha con un anti-emperador, y con auxilio
de Fausto y de Mefistófeles le derrota. Fausto, que
ha tratado ya de calmar su anhelo infinito con la
ciencia, con la poesía, en el seno de la Naturaleza
y en el seno de la belleza ideal, procura ahora sa
tisfacerle con el poder y el dominio.
A cto V. —Todavía, ya en una extrema vejez,
Fausto busca el bien supremo en la filantropía, en
hacer la felicidad de sus semejantes, en los adelan
tamientos sociales. Con este empeño de adelanta
mientos, como el sonido de las campanas le fasti
dia, hace que el diablo queme la cabaña de Baucis
y Filemón, emblema de la vida antigua, y queme
además la ermita, que estaba al lado, y donde so
naban las campanas; esto es, acaba con la religión,
en nombre de lo cómodo y progresivo.
A pesar de su poderío, comodidad y bienestar,
si bien Fausto impide que entren á visitarle en su
palacio la Deuda, la Necesidad y la Miseria, no
impide que el Cuidado entre y le aflija y le con
suma.
En medio de sus proyectos benéficos de hacer
la dicha de los hombres, de crear un pueblo libre,
industrioso y lleno de virtudes, Fausto muere. La
alegoría no puede ser más clara. Fausto ha desea
do, ha buscado cuanto hay ó puede haber de bello
en la sociedad humana, en la mente, en la fanta-
sía, en el arte y en la naturaleza. Sólo no ha acer
tado á elevarse por cima de todo esto, en alas de
la fe, y no ha buscado jamás en Dios el bien su
premo. Pero Margarita (y aquí cesa la alegoría, y
precisamente en lo más sobrenatural vuelve el poe
ma á parecer real y á ser por lo tanto más poéti
co); pero Margarita, repetimos, que se ha salvado,
ha intercedido por Fausto cerca de la Virgen San
tísima, y Fausto se salva, á pesar del pacto con Me-
fistófeles, el cual queda burlado, aunque no muy
desesperado, á la verdad. Mefistófeles era un dia
blo de buen humor, y sus bufonerías y chistes du
ran hasta lo último. Los ángeles tan bonitos, que
vienen volando para llevarse el alma de Fausto, le
hacen muchísima gracia, y, si bien el picaro no se
siente inflamado de amor espiritual, lo que es pro
fana y lascivamente les echa mil piropos y Ies dice
sus más atrevidos pensamientos y sentimientos.
El acto, no bien desaparece Mefistófeles, termina
con una escena mística, en una Tebaida celestial,
donde los Padres del yermo, la Magdalena, la Sa-
maritana, Santa María Egipciaca, la misma Marga
rita, y los Doctores extáticos, seráficos y profun
dos, cantan dignamente de la caridad, de la reden
ción, de la gloria y del amor divino, mientras el
alma de Fausto sube al cielo en virtud de lo fem e
nino eterno: expresión filosófica con que Goethe
designa á la Madre de Dios ó al concepto de que
procede, y con que pone fea discordancia en los
dichos cantares religiosos.
Tal es, en compendio, todo el poema de Faus
to, del cual sólo la primera parte va aquí tradu
cida.
Sería tarea interminable si nos pusiéramos á ha
blar de cada una de sus escenas y á buscar inter
pretaciones.
Sin interpretación alguna, como ya hemos di
cho, todo tiene un sentido simbólico inmediato por
demás transparente. Nc hay que interpretar el poe
ma, basta leerle.
Sus defectos están sobrepujados por sus belle
zas. El sabio, el poeta, el filósofo, el corifeo del
gran siglo de oro de las letras alemanas, se mues
tra en este poema en todo su poder, y todo él con
sus inmensas facultades.
El solo pudo acometer empresa tan grande sin
caer en algo digno de risa. ¡Ay del poeta inexper
to é iluso que, sin medir sus fuerzas, sin tener el
genio, la ciencia, la habilidad y la perspicacia crí
tica del poeta alemán, se atreva á seguirle al seno
de las Madres y quiera traernos de allí á otro Faus
to y á otra Elena! Lo más que nos traerá, con me
nos arte y paciencia que Paracelso ó que Wagner,
será un Homúnculus ridículo, que jamás saldrá de
su redoma, cuya luz no guiará á nadie por los ca
minos de lo ideal, y cuyo fuego amoroso, excita-
do por Galatea, no derretirá y fundirá el vidrio,
derramándose en el seno del Océano.
Sólo nos queda que añadir que en una traduc
ción, por fiel que sea, se pierden las dos terceras
partes de las bellezas que estriban y se sostienen
en la energía y tersura de la expresión del original.
Contentémonos, pues, con que, en nuestra fiel tra
ducción, persista toda aquella belleza íntima, que
reside en el fondo, y no en la forma, y que el lec
tor atento sabe hallar y gustar, aunque la limpia y
espléndida estructura, el metro resonante y el he
chizo de la rima hayan desaparecido.
Madrid, 1878.
POESÍAS
DE DON JO S É AM ADOR DE LOS RÍOS
A
Los versos Á la creación del Teatro Español, en
elogio del Conde de San Luis, son ingeniosos y
discretos, y dignos del acontecimiento, tan fausto
para los autores dramáticos, que en dichos versos
se celebra. Dichos versos, además, son un lauda
ble esfuerzo, en verdad premiado por el éxito, para
emplear el estilo, el lenguaje, los giros y hasta el
modo de presentar las imágenes, que se usaban
en el siglo xv, en un asunto tan de actualidad y
tan del siglo xix.
Casi todas las composiciones líricas de Amador
de los Ríos son de ocasión, lo cual ya prueba mu
cho en su favor; ya que prueba que no quería ser
poeta de oficio, ni se ponía á componer versos á
destajo: vicio insufrible en la lírica, para la cual
importa que haya siempre un móvil externo que
interese mucho al poeta y que agite su alma, exci
tando en ella entusiasmo, dolor ó alguna otra pa
sión vehemente y elevada.
De esta clase es la epístola á D. Francisco Ro
dríguez Zapata, En la muerte de D . Alberto Lista,
una de las más bellas composiciones del tomo,
donde hay verdaderos sentimientos de amor y de
admiración por el ilustre maestro de la gran escue
la sevillana, á la que Amador también, así como
Zapata, Tassara, Campillo y otros poetas de no
vulgar mérito,han pertenecido y pertenecen. Cuan
to se dice allí en elogio de Lista, y para expresar
el dolor de haberle perdido, es sincero y está fe
lizmente expresado.
En versos inspirados por las mujeres, aunque la
vida recogida y adusta del laborioso escritor se
prestaba poco á esto, hay á menudo ternura y más
delicadeza y gracia que en versos de galanteado
res profesos. Véase en prueba de ello los que lle
van el misterioso título Á E..., donde hay, entre
otras, estas lindas estrofas:
Denegridos torreones
cual marcial corona ostenta,
como otros tantos pregones
con que á las generaciones
sus timbres de gloria cuenta.
No deja el autor de enumerar entre estas glorias
la de haber estado hospedado en aquel castillo,
nada menos que el último rey moro de Granada
Boabdelí, hecho prisionero por los de Baena, y
guerreros de otros pueblos cercanos, que seguían
al Alcaide de los Donceles D. Diego Fernández
de Córdoba y á su noble tío el Conde de Cabra.
En cuanto al elogio de las baeneras, nos parece
entusiasta, pero ni por asomo excesivo, ni discre
pando un ápice de la verdad:
t
Biblioteca Nacional de España
HISTORIA
DE LOS H ETERO D O XO S ESPAÑ O LES
fe
pechoso. En suma, yo no creo que el ser católico
implique ser carlista, ó por lo menos, absolutista.
Aunque el Sr. Menéndez Pelayo es aferrado y
pertinaz en sus ideas, todavía tengo yo alguna es
peranza de que en este punto cambie. Su neo-ca
tolicismo puede desaparecer, y él entonces ganará
mucho. Por ahora hay, á mi ver, en cuanto escri
be, su poco de neo-catolicismo, lo cual le perjudi
ca bastante.
En la obra de que vamos á dar cuenta, se nota,
más que en nada de lo que el Sr. Menéndez había
escrito antes, el mencionado perjuicio. En primer
lugar, si no la negación terminante de la doctrina
del progreso, cierta vergüenza pueril de confesar
que en ella se cree, y cierta manía de lanzar de vez
en cuando dardos satíricos contra la edad presen
te, despojan á esta historia de unidad y propósito.
Parece una fantasmagoría de casos y de figuras y de
actos, donde si la Providencia puso algún fin ó al
guna intención, el historiador ni lo sospecha. De
esto no acusaríamos al S r. Menéndez Pelayo si
fuese racionalista, escéptico y descreído. No cui
dándose Dios de la humanidad, no es extraño que
la humanidad camine á la ventura; pero cuidándo
se Dios de ella, y siendo providente, algún plan
han de seguir los sucesos, y algún orden ha de sa
lir del conjunto de las acciones de los hombres, de
sus pensamientos y hasta de sus extravíos. El his-
loriador no tiene obligación de estar en el secreto;
puede alegar que Dios no le ha confiado sus inex-
crutables designios; pero debe afanarse por ave
riguarlos, hasta donde sea posible, con humildad y
respeto, y, sobre todo, creer que los hay y que son
para bien.
En la historia de un suceso político ó de un pe
ríodo cualquiera de la vida externa de una nación,
cabe prescindir de tales filosofías; pero una histo
ria completa de todas las aberraciones del pensa
miento humano, si en un solo país, relacionada
con la del resto del mundo, y durante más de mil
ochocientos años, creemos que el autor no debe
ser tan parco y tan prudente, y debe desembozar
se algo más. En esto, como en otras cosas, el se
ñor Menéndez está intimidado por su neo-catoli
cismo, del cual brota á veces la contradicción en
su espíritu.
Es una de sus principales contradicciones la que
nace de su amor á las ciencias especulativas. Por
este amor, el Sr. Menéndez Pelayo, sin poder re
mediarlo, gusta de los heterodoxos. Entre los que
entienden que en España hay una ciencia castiza,
entre los que afirman que hay algo que puede lla
marse filosofía española, el Sr. Menéndez es de los
primeros. Ahora bien; toda nuestra ciencia especu
lativa no es ortodoxa. Demos de barato que lo me
jor de ella lo es ó lo fué; pero aun quedará una
gran cantidad de ciencia heterodoxa, donde los es
pañoles hayan dado pruebas de su altura de enten
dimiento, de su originalidad y de sus bríos. En
aquella parte del alma donde el Sr. Menéndez Pe-
layo es clásico, humanista, enamorado de la anti
güedad gentílica y entusiasta del saber y de la filo
sofía, hay hasta amor para los heterodoxos espa
ñoles. Allí el Sr. Menéndez les presta más valer y
más importancia de los que tienen. Pero, en otra
parte del alma, donde el Sr. Menéndez Pelayo es
sectario é intolerante, se alza una voz que contra
dice la primera afirmación y que trata de persua
dir de que nuestros heterodoxos valen muy poca
cosa: son sólo eco, remedo, pálido trasunto de lo
que en otras naciones se ha pensado y escrito: ca
recen de pensamiento propio. Y siendo así, la H is
toria de ios heterodoxos, si bien no dejaría jamás
de ser una colección y serie de noticias singulares
y curiosas, perdería lo más de su valer: sería bue
na para entretener al aficionado á casos raros, pero
no merecería formar parte de la historia universal
del pensamiento.
En el Discurso prelim inar nos declara el señor
Menéndez que la reforma en España es sólo un
episodio curioso y de no grande trascendencia, y
que toda heregía vino de fuera; que aquí nada se
ha creado en este género que tenga el menor sello
original: el gnosticismo vino de Egipto; las teorías
de Servet son neoplatónicas; las de Averroes y de
Avicebrón, de judíos y de árabes, esto es, que tam
bién las extraña y desnacionaliza; el molinosismo
es italiano, y hasta la brujería es extranjera. Fuera
de estas generales direcciones, añade el Sr. Me-
néndez, ¿qué nos presenta la heterodoxia españo
la? Nombres obscuros... extravagancias, errores
particulares: el influjo inevitable de países extra
ños, el jansenismo, el enciclopedismo y el positi
vismo franceses; el idealismo, el panteísmo y el
panenteísmo alemanes. El Sr. Menéndez, movido
de santo furor, no sólo condena lo pasado, sino
también lo presente y lo futuro, como no sea or
todoxo. No es posible para él que haya libro algu
no español y heterodoxo que valga algo. Todos
han pasado ó pasarán á la honrada categoría de
rarezas. No se puede llevar más allá el envileci
miento, el descrédito que arroja el Sr. Menéndez
sobre el asunto de que va á tratar, y de que va á
tratar ó está ya tratando, nada menos que en tres
gruesos tomos de edición compacta y de 800 á
900 páginas cada uno. ¿Cómo, si todo ello se re
duce á extravagancias, rarezas, nombres obscuros,
curiosidades sin transcendencia, y además cómo,
si todo carece de originalidad, porque está toma
do de acá y de acullá y nada hay español y castizo,
llenar con todo ello 2.700 páginas de 34 ó 36 líneas
cada una? En virtud del buen esiilo y de la gracia
—
en el narrar será obra divertida como una novela,
pero su valor científico será corto.
Si toda doctrina heterodoxa es importación, ha
brá otro inconveniente en esta historia. Ó bien el
historiador tendrá que decir que tal herege espa
ñol fué gnóstico; tal otro, arriano; tal otro, icono
clasta; tal otro, antitrinitario; y remitirnos á las his
torias de dichas heregías escritas ya en país extran
jero; ó tendrá que hacer un extracto ó una nueva
historia de cada una de dichas heregías, donde
sólo por el idioma habrá algo de español, para
añadir luego que tal rey suevo ó visigodo, que tal
presbítero ú obispo, ó que tal caballero particular,
ó que tales ciudadanos, tuvieron en España el an
tojo de adoptar aquellos errores y de divulgarlos
entre nuestros compatriotas. Entendida la H istoria
d élo s heterodoxos espartóles de esta suerte, podría
ser amena; pero perdería no poco mérito: sería una
nueva Historia general de las heregías cristianas
con aplicación á España. La parte más importante,
el pensamiento, la doctrina, la filosofía del asunto
carecería de novedad y de ser original y propio de
España: lo único nuevo, original y propio, sería la
vida singular del fanático, del loco, del alborota
dor ó del aventurero, que importó la idea hetero
doxa en España, y que por ende fué castigado; ó
ya quemado ó ya paseado con coroza llena de lla
mas ó de demonios.
La historia de los heterodoxos españoles, aun
siendo éstos gente de tan poca cuenta por lo espe
culativo, sería del mayor interés si hubiesen sus
importadas heregías trascendido á la política y
causado trastornos, revoluciones y guerras civiles;
pero el interés estaría en estas guerras, revolucio
nes y trastornos que no creemos que el Sr. Menén-
dez toque sino someramente, concretándose á pro
fundizar las doctrinas y los hechos más inmedia
tos en relación con ellas.
En suma, si desde que Santiago, si es que Santia
go vino á España, y si desde que San Pablo, ya que
San Pablo parece que vino, y si desde que los va
rones apostólicos, enviados por San Pedro, difun
dieron en nuestra tierra la luz de la buena doctri
na católica, el espíritu español se bañó de tal suer
te en dicha luz, que nada ó poco vale y produce
cuando de ella se aparta, el asunto de esta historia
de los heterodoxos es un asunto ingratísimo.
Por desgracia para nuestra reputación de cató
licos firmes y por fortuna para el libro del señor
Menéndez Pelayo, no sucede tal cosa. Antes se nota
que el fervor católico, intransigente, nacional y ex
clusivo, apenas se mostró en la península ibérica
sino en el siglo xv, y no obró todos sus efectos,
buenos y malos, sino durante los siglos xvi y xvii .
Lo que es antes, bien se puede afirmar que Espa
ña fué uno de los países menos católicos de toda
fe
la Europa civilizada. La religión y supersticiones
gentílicas duraron siglos entre la gente rústica, á
pesar de la predicación del Evangelio. En el largo
período visogótico, aunque perseguidos y maltra
tados, hubo muchos judíos, más que en ninguna
otra nación de Europa. La raza dominadora siguió
siendo arriana por largo tiempo. Si esta raza se de
claró católica más tarde y trató de dar al país uni
dad religiosa oficial, distó mucho de lograrlo; las
discordias civiles, las guerras y rebeliones y aun
los conatos de hacer apostatar desde el trono mis
mo, demuestran que el arrianismo sobrevivía. Mas
se demuestran aún la falta de concierto político y
religioso y el disgusto ó la indiferencia del pueblo
por la prontitud asombrosa y por la facilidad con
que la conquista mahometana se hizo. No se con
cibe que un país de unos cuantos millones de al
mas se entregue á diez ó doce mil extranjeros, si
no está muy descontento del yugo que sobre él
pesa y si no llama al extranjero para que le liber
te. Así es que los mahometanos vienen llamados
por príncipes de sangre real, por magnates y has
ta por obispos, los cuales no sólo los llaman, sino
que combaten al lado de ellos, contra la bandera
nacional y contra el catolicismo. ¡Buenos y fervo
rosos católicos serían, pues, D. Opas, D. Julián y
los hijos de Witiza! Princesas, reinas, y, por consi
guiente, mujeres católicas de todas clases pasan
luego, sin resistencia y hasta con gusto, al harem
de los capitanes, emires y soldados árabes y afri
canos, quienes de fijo no trajeron mujeres de por
allá.
El país, en gran parte, acaba por hacerse muslim. .
Si hubo muzárabes, también hubo muladies.
¿Quién duda que hasta reyes mahometanos y di
nastías enteras hubo en España, que no traían su
estirpe de Berbería ni de Arabia, sino que eran de
raza gótica ó hispano-latina circuncidada?
La guerra secular que se siguió después, desde
Covadonga á Granada, no tiene sólo carácter reli
gioso ni de españoles contra invasores extranjeros:
es casi siempre y meramente guerra de unos Esta
dos contra otros, de los varios en que la Penínsu
la se dividía. Cierto es que luchaban más á menu
do cristianos contra muslimes, pero tampoco deja
ban de luchar con frecuencia unos cristianos con
tra otros. Y cierto es asimismo que, á pesar de la
diversidad de creencias y de pertenecer unos á un
Estado y otros á otros, había entre los españoles
un lazo de nacionalidad más estrecho á veces que
en otros países de Europa, donde todos eran cató
licos.
Hasta la leyenda y la poesía épica dan testimo
nio de esto que llaman ahora españolismo, senti
miento que se pone por cima de la diferencia de
religión. La epopeya de Roncesvalles, ¿qué signi-
n
fica más que esto? Bernardo del Carpió ahoga á
Roldán, al héroe católico, para impedir que vuelva
á cristianizarse la España muslímica. Los vascos
pelean también, en pro del islamismo, contra el
fundador del Sacro Imperio Romano. En la ima
ginación popular, antes de ser muslimes y antes
de ser cristianos, todos, del lado acá del Pirineo, se
tienen por compatricios y como por hermanos, y
combaten contra Carlo-Magno y las fuerzas del ca
tolicismo, que venían de fuera.
Desde que acabó el califato de Córdoba, todos
aquellos reyezuelos moros son tolerantes en pun
to á religión, cuando no son indiferentes. Los prín
cipes cristianos se señalan también por su toleran
cia, cuando no por su indiferencia. El fanatismo y
la intolerancia religiosa tienen que venir de país
extranjero: entre los muslimes, por medio de suce
sivas invasiones africanas, de bárbaros fanáticos;
entre los cristianos, por medio de franceses, alema
nes y otros aventureros, que acuden como cruza
dos, y á quienes nuestros mismos compatriotas ca
tólicos tienen que reprimir y expulsar con fre
cuencia, por harto feroces, contra israelitas y mus
limes.
En resolución, no se advierte esa unanimidad ca
tólica en España hasta bien entrado el siglo xv. Y
mucho menos se advierte que el pensamiento es
pañol sea más poderoso y fecundo cuando católi-
co y ortodoxo, que cuando heterodoxo. Antes
bien, acontece, prescindiendo del valor intrínseco
de las cosas y atendiendo sólo á su fama y á su in
flujo, que el pensamiento español ha dado más cla
ra muestra de sí y ha importado mas en la histo
ria universal del pensamiento humano, cuando no
era católico, que cuando lo era. Las cuatro figuras,
que en la ciencia especulativa, en la filosofía, se
han levantado en España y han entrado más en el
movimiento total de la especulación humana, han
sido Séneca, Averroes, Avicebrón y Maimónides.
Sólo hay una figura que compite con estas cuatro,
y es católica; pero su triunfo apenas se funda en lo
especulativo y teórico, sino que debe mucho a la
acción: Ignacio de Loyola.
Hasta los sabios de más nota, que permanecen
ortodoxos, viven en España en época de heterodo
xia: esto es, en época en que hay cierta libertad de
pensamiento; en época en que la unanimidad en
la creencia no acaba por imponerse de un modo
tiránico y ahoga la originalidad, así para lo orto
doxo como para lo heterodoxo. Todavía Raimun
do Lulio, en medio de sus extrañezas y delirios,
ha ejercido más influjo en las naciones y ha logra
do más fama que casi todos nuestros teólogos y
filósofos de los siglos xvi y xvn.
Entendidas así las cosas, la H istoria de los hete
rodoxos espaíioles tiene altísima importancia: es la
historia de gran parte del pensamiento español: no
es la historia de unas cuantas criaturas estrafala
rias, raras, monstruosas y fenomenales, que cojen
algo fabricado en país extranjero y lo introducen
en España, á pesar de la prohibición y á modo de
contrabandistas.
Claro está que los heterodoxos españoles tienen
que ser panteístas, ó em'anatistas, ó escépticos, ó
místicos, ó materialistas, ó idealistas, etc.; pero si
por esto fuésemos á negarles originalidad, ¿quién
habría que la tuviese? La historia total de la filo
sofía sería una eterna repetición, desde que en la
India empezaron á filosofar los brahmanes hasta
los más flamantes escritos de I<uno Vischer ó de
cualquier positivista inglés. La originalidad está en
el método, en la sutileza de los argumentos y en
la manera de encadenarlos.
En lo esencial, ¿qué entendimiento humano po
drá imaginar para cada uno de los más obscuros
problemas alguna nueva solución á más de la que
desde que se discurrió la vez primera se le ofre
cieron? ¿Hay más, en suma, para cada problema
que dos términos extremos y los términos medios
que entre los dos extremos pueden colocarse? Si
se trata de Dios y del mundo, ó Dios es todo ó
Dios es nada, panteísmo y ateísmo, y términos me
dios razonables, mientras que los extremos se to
can y se tocan en lo absurdo. Si se trata del origen
de las ideas, ó todo viene por los sentidos ó todo
es creación de la mente: idealismo y sensualismo.
En el término medio está, sin duda, lo justo. Y así
de lo demás; pero sin poder nunca la mente huma
na, más prendada de lo nuevo, imaginar algo que
radicalmente discrepe de tales soluciones.
Por esto hallamos injusto al Sr. Menéndez Pe-
layo cuando acusa de poco originales á los hete
rodoxos españoles. Si los heterodoxos no son ori
ginales, ¿qué diremos de la originalidad de nues
tros pensadores ortodoxos? Estos podrían ser ma
ravillosos, sublimes, merecedores por el estilo de
los mayores encomios; pero en el fondo era casi
imposible que fuesen muy originales. Prevalecien
do en España la más ruda intolerancia religiosa,
toda elevada especulación caía abatida por el te
rror; todo pensamiento transcendental moría de
miedo al nacer.
Así, los que defienden como los que censuran
la Inquisición yerran, a nuestro ver, en un punto
importante. Para enmendar este yerro tenemos que
hacernos ahora, como ya en otros casos, defenso
res, en cierto modo, de la Inquisición; tenemos que
convenir con el Sr. Menéndez Pelayo en que aquel
tribunal fué en España popularísimo. Jamás se
hubiera impuesto con tan extremada violencia, ja
más hubiera comprimido, ahogado, esteiilizado y
poco menos que muerto el pensamiento español,
.
fuera de la estrecha senda que el mismo tribunal
le trazaba, y le dejaba libre, si la mayoría, ó si no
la mayoría, lo más enérgico y brioso de esta na
ción no hubiera sido presa, por razones históricas
largas de exponer aquí, de un fanatismo epidémi
co, de algo á modo de enagenación mental que
duró siglos.
En otras naciones no era menor entonces este
fanatismo, y en épocas anteriores había sido mu
cho más grande; pero cuando llegó la época del
renacimiento, cuando se aproximaba lo que llaman
los positivistas edad de la razón, no cabe duda en
que la fe, próxima á extinguirse en muchas almas,
ardió con esplendor más vivo, como suele toda luz
cuando va á apagarse. El mismo Lutero y otros re
formadores fueron impulsados, no por amor á la
filosofía y al libre examen, sino por bárbara recru
descencia de fanatismo;y, si más tarde, con el trans
curso del tiempo, y vista la imposibilidad de des
truirse unos á otros, se avinieron protestantes y ca
tólicos á vivir juntos y en paz, fué muy á despe
cho de todos, siendo cosa probada que la libertad
religiosa no nació ni se crió en el seno de ningu
na secta cristiana, sino que fué hija de la necesi
dad, hija robustecida y educada luego por la filo
sofía, por la indiferencia y por el racionalismo.
En el instante en que empieza á florecer el re
nacimiento en todos los pueblos de Europa, llega
España al apogeo de su poder, realiza su unidad,
y es regida por los cetros unidos de un rey y de
una reina, inteligentes y activos, quienes se apoyan
en el pueblo, así para acabar con el único Estado
mahometano que aun quedaba, como para vencer
y domar el orgullo turbulento de los grandes se
ñores. Esta democracia, dirigida por los reyes, y
en quien los reyes cifraban su fuerza, tomó por
lema de su bandera el más intolerante catolicismo;
juzgó que, tanto el difundirle por las más aparta
das regiones, merced á la constancia y al denuedo
de nuestros misioneros, guerreros y marinos, como
el conservarle en toda su pureza en el suelo de la
patria, merced á los inquisidores, era nuestra mi
sión providencial, á cuyo cumplimiento iban uni
das la grandeza y la gloria, y cuyo término había
de ser tal vez la creación de un imperio más ex
tenso, floreciente, poderoso y capaz de duración
que todos aquellos que habían existido antes.
Esta idea, que fué poco á poco apoderándose
del ánimo de los españoles, tenía mucho de es
pantosamente sublime y algo de sem ítico; España
era un pueblo de Dios, y había de pelear por Dios,
y Dios había de pelear por España en alianza de
fensiva y ofensiva contra todas las naciones, tribus
y lenguas de la tierra que no le reconociesen y
acatasen.
Aunque no estuviese formulada con la claridad
con que la formulamos ahora de un modo frío y
reflexivo, la tal idea agitaba á los españoles de
fines del siglo x v y del siglo xvi, y si bien con bu-
j ril confuso, había sido honda é indeleblemente
grabada en la mente de ellos, siendo causa eficaz
de sus actos y origen de nuestro portentoso en
grandecimiento, á par que de nuestra decadencia
y postración inmediata.
Mucho distamos de negar la responsabilidad
moral de los individuos; pero en las grandes co
lectividades que se llaman naciones, y sobre todo
en el papel que en el rico y variado drama de la
historia tiene que desempeñar cada una, hay algo
que nace de un modo inevitable del orden mismo
con que los casos van sobreviniendo y enlazán
dose.
Este enlace de casos y circunstancias impuso á
España durante más de dos siglos el grande, aun
que peligroso papel de ser adalid de la religión
católica en la ocasión de más empeño y dificultad
cuando la reforma, el paganismo resucitado y las
impiedades filosólicas se levantaron á combatirla
al mismo tiempo.
Entonces no eran los hombres tan mirados y
escrupulosos como ahora en la elección de me
dios para lograr un fin. Los corazones no eran tan
blandos. El dolor físico y la muerte no movían
tanto á piedad. La vida humana era menos respe-
tada. Los príncipes se consideraban con derecho á
matar por razón de Estado. Juzgaban muchos
grandeza de corazón vengarse, aunque fuese á pu
ñaladas y con veneno. La tortura se aplicaba en
todos los tribunales. Los castigos solían ser atro
ces. Había ya refinamiento y elegancia, pero aún
no había dulzura en las costumbres.
En el entendimiento de un hombre de entonces,
si era católico, tenía invencible fuerza esta serie de
raciocinios: se cauteriza una llaga para que no co
munique la gangrena y destruya lo que está sano
en un cuerpo; luego con no menor razón se debe
quemar al hereje para que no contamine la parte
sana de la república; un poco de levadura hace
fermentar toda la masa; luego debe arrancarse ó
separarse la levadura; luego la expulsión es justa
y conveniente y debemos echar á los moriscos y á
los judíos; si castigamos al adúltero, con más ra
zón debemos castigar al apóstata, que adultera con
tra Dios, y si imponemos severísimas penas al que
falsifica un documento de interés temporal, ¿qué
pena no merecerá el que falsifica ó interpreta mal
las Sagradas Escrituras, que son documentos de
interés eterno? Hasta por caridad, y no sólo por
justicia y conveniencia, importaba el castigo de los
herejes. Por él se evitaba que causasen daños in
mensos, y aun los herejes mismos podían salii
ganando; ya que por un suplicio de corta dura-
m
ción, por cruel que fuese, tal vez evitaban una eter
nidad de dolores, un infinito suplicio en otra vida.
La Inquisición, pues, fué un medio de acción
muy propio de aquellos tiempos; fué popularísima
en España, y si algo nos choca, no es su fiereza,
sino su blanda mansedumbre. En vista de las ra
zones sobre que se fundaba, debía haber sido más
feroz. El Sr. Menéndez Pelayo está muy en lo jus
to al hacer de ella la brillante apología que tanto
le ha gustado al autor de la aprobación eclesiástica
de su libro D. Vicente Lafuente.
El Sr. Ortí y Lara, catedrático también de la
Universidad Central, defiende la Inquisición con
no menos brío, y tiene razón que le sobra. Si lee
mos ahora, por ejemplo, el libro de Alfonso de
Castro, titulado D e ju sta hcereticorum punitione ó
el Tratado de la religión del Príncipe, del Padre
Rivadeneira, y nos empapamos en aquella lectura,
casi nos entran ganas y sentimos el prurito de mo
ver pleito á Torquemada y á los demás inquisido
res por sobrado laxos y remisos en el cumpli
miento de su deber: por culpable connivencia con
la impiedad y con la herejía.
Pero aunque todo ello sea así, sin que haya aso
mo de ironía en lo que decimos, ¿cómo negar que
la intolerancia y la Inquisición, que era uno desús
efectos, ahogaron el pensamiento español, primero
cuando se extraviaba fuera de las vías católicas, y
al cabo hasta dentro de esas mismas vías? El
miedo á salirse fuera de ellas, aunque fuese invo
luntariamente, y el recelo de incurrir en errores,
que en esta vida pudieran llevarnos á los lóbregos
calabozos del Santo Oficio y darnos la infamia del
sambenito y la miseria para nuestros hijos en vir
tud de la confiscación y muerte de hoguera, y más
allá del sepulcro las llamas inextinguibles del in
fierno, fué apartando poco á poco á todos los es
píritus de las especulaciones elevadas, y fué ha
ciéndoles considerar como curiosidad peligrosa el
estudio de la naturaleza y de sus leyes, sobre las
cuales está siempre la voluntad de Dios.
No ha de extrañarse, pues, que en España que
dasen casi abandonados por impíos los experi
mentos ó investigaciones de la filosofía natural y
desechado todo discurso libre, transcendental y
metafísico, por expuestos á perder la salud tempo
ral en la humedad de una mazmorra ó en el ardor
de una hoguera, y la salud eterna en lagos de pez
hirvlente, en las entrañas de nuestro globo, habi
tadas por los diablos.
Si no se torció del todo el carácter español, vol
viéndose falso, embustero é hipócrita, se debió á
la invencible bondad y excelencia del gran ser de
nuestra raza; pero algo influyó aquel sistema en
cierto impío desdén de todo lo ideal y teórico; en
cierto pedestre positivismo que resalta en la con-
dición del vulgo y de que dan muestras tantos re
franes y cuentos españoles, cuya impiedad burlo
na deja atrás las burlas más atroces del propio Vol-
taire. Sirva de ejemplo la historia de aquel que
negaba el misterio de la Santísima Trinidad, y que,
teniéndole en la Inquisición para convencerle, no
se rendía á los argumentos de los doctores más
teólogos, hasta que un lego le preguntó si pensaba
él mantener á las tres personas, y como contestase
que no, el lego replicó: pues entonces, ¿qué le im
porta á usted que sean tres y no una? Sirva de
ejemplo también la otra historia del que se exami
nó de doctrina, respondiendo así á estas dos ar
duas preguntas: —¿Cómo es que Dios, creador y
conservador de todas las cosas, se hizo hombre y
padeció muerte por nosotros? - Pues ahí verá
usted.—Y si Dios no hubiera venido á redimirnos,
¿qué hubiera sido de nosotros?-H ágase usted
cargo.
Parece que no, pero tales cuentos, inventados
por el vulgo, y otros mil que pudieran citarse,
prueban, aunque chistosos, un descreimiento ruin,
una flojedad mental monstruosa, y un propósito
egoísta de no emplear el entendimiento sino en
cosas bajas, menudas y de utilidad material y te
rrena.
Contra lo expuesto aquí se aduce un argumen
to que á primera vista deslumbra. Se dice, y es
cierto, que precisamente cuando impera ese fana
tismo que lamentamos, es cuando todo florece más
en España: las artes, la literatura y hasta la misma
ciencia, experimental y especulativa, contra la cual
hemos afirmado que dicho fanatismo era invenci
ble estorbo y elemento seguro de destrucción.
Tal argumento nada tiene de serio si atentamen
te se examina. Hasta la fiebre más maligna acelera
la circulación y parece como que duplica la vida
antes de producir la muerte. Atacado ya por la
fiebre del fanatismo, no por eso muere el espíritu
español, sino que da clara razón de sí y lucientes
muestras de su valer y actividad, aunque compri
mido. Si la hiedra seca el tronco á que se enlaza,
tarda en secarle, y por lo pronto le reviste de ver
dura y le pone más vistoso y bello.
Es, además, seguro, según antes hemos dicho,
que, ni aun durante el siglo xvi, cuando España se
muestra tan grande en la acción, importamos é in
fluimos tanto en el mundo por la grandeza y ori
ginalidad del pensamiento como en edades de
heterodoxia ó de libertad de pensar. Fuera de los
místicos, únicos que parece que pierden el miedo
por aquel valor y confianza que su familiaridad y
trato íntimo con Dios les infunden, y que se esca
pan de la comprensión intelectual del fanatismo,
buscando asilo sagrado en el centro recóndito del
alma, donde el mismo Dios asiste, no hay sabio ni
9
fe
minable. La iglesia de ellos era del todo democrá
tica. Nada de jerarquía. Ni legos ni mujeres eran
excluidos del altar.
Hubo también en España en aquellos primeros
tiempos otra herejía notable: la de los dos Avitos,
que siguieron en parte los errores de Orígenes so
bre la eternidad del mundo y la no eternidad de
las penas en la otra vida.
La Iglesia ortodoxa y católica, como cultura, va
lió evidentemente mucho más, durante la domina
ción romana, que las heregías; y el Sr. Menéndez
tiene que extenderse y se extiende hablando de
Osio, de Orosio, y sobre todo del admirable poe
ta Aurelio Prudencio, á quien, apoyándose en la
poca sospechosa autoridad de Villemain, califica
del más inspirado y elegante lírico que ha habido
en el mundo, desde Horacio hasta Dante.
El período visogótico, comprendido también en
el libro I, tiene aún menos que historiar en punto
á doctrinas exclusivas de España. El arrianismo es
herejía que inficionó toda la Iglesia. En España
prevaleció principalmente entre los bárbaros con
quistadores. La historia de su lucha con el catoli
cismo en aquella Edad, es casi toda ó toda la his
toria política de España. Por esta lucha se rebela
dos veces Hermenegildo contra su padre, el cual,
al fin, tiene que condenarle á muerte. Por esta lu
cha hay á menudo guerras entre visigodos y fran-
-
eos. Y casi, por esta lucha, los desheredados hijos
de Witiza llaman los mahometanos en su auxilio
y acaban con aquella bárbara monarquía.
La cultura mundana estaba entonces del lado
del catolicismo, que era la religión del pueblo his-
pano-romano. El catolicismo triunfó porque no
podía menos de triunfar. Los héroes católicos, los
santos doctores que á este triunfo más contribu
yeron, son, justamente, encomiados por el señor
Menéndez, mostrando en su encomio el más com
pleto conocimiento de aquellos Padres de nues
tra Iglesia y de todos sus escritos: de San Leandro,
de San Isidoro, de San Julián, de San Braulio, de
San Eugenio, de San Ildefonso y de Tajón, á quien
hace predecesor de Pedro Lombardo, y no menos
digno que él de ser apellidado maestro de las sen
tencias.
La herejía de un obispo materialista, que hubo
en Málaga en aquellos tiempos, tiene cortísimo
valer, y el Sr. Menéndez, en mi sentir, se deja arre
batar de la pasión, cuando compara tan bajo y an
ticientífico materialismo con las doctrinas, si ma
las, ingeniosas y científicas y dialécticamente or
denadas, que en el día llevan el mismo nombre;
pero esto da ocasión al Sr. Menéndez para exponer
la bella refutación que de las del obispo malague
ño hizo Liciniano, la cual refutación es un elo
cuente y profundo estudio psicológico, que honra
al autor y da alta idea del saber de la edad y país
en que tal estudio pudo escribirse. Liciniano no
encierra ni localiza el alma en el cuerpo, sino que
la considera como su continente, como algo que le
ciñe y le penetra á la vez, estando toda ella en cada
punto del cuerpo como Dios en el mundo.
Sobre la magia y otras supersticiones españolas
de esta época, trae también el Sr. Menéndez cuan
tas noticias lia podido recoger. Son de admirar en
esto su erudición y diligencia. Lo más importante
que puede colegirse de los hechos que cita, es que
el paganismo persistió largo tiempo entre los rús
ticos, y que España tardó no poco en acabar de
cristianizarse. Todavía, cuando la invasión de los
árabes, había de haber bastantes gentiles.
La leyenda de los santos Marciano y Luciano,
fueran ó no españoles, es la repetición de la leyen
da de Cipriano de Cartago y de Cipriano de An-
tioquía, que dió argumento al hermoso drama de
Calderón, titulado E l mágico prodigioso. El señor
Menéndez hace constar esta semejanza, pero refie
re la leyenda. Ambos eran mágicos y gentiles, am
bos se valían de artes diabólicas para seducir mu
jeres; y, burlados ambos en un conato de seduc
ción, merced al favor de Dios y á su amparo á la
mujer que querían ellos hacer víctima, ambos se
convirtieron á la fe cristiana y padecieron el mar
tirio.
A pesar de tanta cultura, superior entonces en
España á la de otros reinos bárbaros de Europa, y
á pesar del singular florecimiento de la Iglesia es
pañola, la sociedad hispano-romana estaba en ge
neral viciadísima y corrompidísima, y los domina
dores pueblos del Norte no vinieron por cierto á
mejorarla. Sucedió lo que casi siempre sucede; que
los bárbaros empezaron por tomar todos los vicios
refinados de la cultura antes de desechar la barba
rie nativa que de sus bosques del Norte habían
traído. Se hicieron amigos del lujo, de la molicie,
de la ociosidad y de los deleites más alambicados,
antes de hacerse cultos. No es, pues, de extrañar
ni de lamentar que tan fácilmente se arruinara el
imperio visigótico. En él nada había de español.
Los Códigos y las actas de los Concilios, son á pe
sar de los Visogodos.
Nada, ó punto menos que nada, hay de visogó-
tico ó germánico en la civilización española. En
esto estamos completamente de acuerdo con el se
ñor Menéndez Pelayo. La civilización española es
greco-romana, de pies á cabeza, con algo de semi
tismo.
Nuestra nacionalidad nace en Asturias. El héroe
que la personifica al nacer, lleva nombre entera
mente latino: se llama Pelayo.
Prosiguiendo el Sr. Menéndez en su historia,
encierra en el libro II los primeros siglos después
de la conquista mahometana. Así en el país que
había quedado ó se iba haciendo libre de la inva
sión, como entre los cristianos sujetos al imperio
muslim, habría mucha virtud guerrera ó mucha
paciencia, pero no podía haber mucho reposo y
holgura para entregarse á estudios y especulacio
nes teológicas. De aquí que, tanto las herejías de
España entonces, cuanto las apologías que de la fe
católica se hicieron fuesen bastante rudas, si bien
no desmerecían de lo que por lo común se pensa
ba y se escribía en el resto de Europa, á la sazón
no menos bárbaro. Antes halaga algo el amor pro
pio nacional, ver cómo en edad tan obscura y ca
lamitosa había en España quien con cierta agudeza
pensase y escribiese, no extinguida aún, ni por esta
nueva invasión de bárbaros del Sur, después de
tantas invasiones de los bárbaros del Norte, la cul
tura y el saber greco-latinos, que habían hecho á
España gloriosa madre de Sénecas, Lucanos, Pru
dencios é Isidoros. La escuela isidoriana derrama
ba aún su luz en medio de las tinieblas, y no sólo
alumbraba á España, sino que, salvando los Piri
neos y los mares, enviaba algún resplandor de su
claridad á otros pueblos de Europa.
La primera herejía de esta época es la de un tal
Migecio, quien imagina, á lo que puede entender
se, que, así como en Jesús se encarnó el Hijo, Da
vid fué el Padre y San Pablo el Espíritu Santo. El
m
metropolitano de Toledo, Elipando, refutó esta
herejía; pero él mismo cayó á poco en otra, llama
da el adopcionismo, y fundada por Félix, obispo
de Urgel. Consistía el adopcionismo en suponer á
Jesucristo, en cuanto á la humanidad, hijo adopti
vo y nominal de Dios. Contra esta suposición se
escribió en Asturias, tal vez en el reinado de Mau-
regato, una apología de la fe católica, tan llena de
sanas y altas ideas filosóficas, de conocimiento de
las Sagradas Escrituras y de recto juicio, que pas
ma, por cierto, en aquel período obscuro, cuando
casi toda la Península ibérica yacía bajo el yugo
musulmán. Autores de esta apología, de la cual da
el Sr. Menéndez cuenta circunstanciada, fueron
Beato, presbítero de Liébana, y Heterio, obispo de
Osma.
El adopcionismo, salido de Urgel, se difundió
por toda Francia, donde fué condenado en un
Concilio. Luego penetró en Alemania, donde tam
bién hubo en Ratisbona otro Concilio para conde
narle, imperando Carlo-Magno. Félix, obispo de
Urgel, abjuró primero en este Concilio, y más
tarde ratificó en Roma su abjuración. Los escritos
de Beato y Heterio en contra del adopcionismo se
extendieron con este motivo por toda la cristian
dad, y fueron muy leídos y encomiados. Por su
parte, Elipando de Toledo seguía sosteniendo sus
opiniones adopcionistas y dirigiendo á este fin
cartas á Garlo-Magno. El emperador tuvo, pues,
que reunir nuevo Concilio en Francfort sobre el
Mein, en el año de 794, y aquellos padres, que pa
saban de 300, condenaron la herejía del arzobispo
de Toledo y del obispo de Urge!.
Este, que había reincidido en su herejía, abjuró
por tercera vez en Aquisgrán. Casi toda Europa se
conmovió con aquella disputa, suscitada por dos
prelados españoles. El famoso Alcuino escribió
extensamente contra la herejía de ellos.
El Sr. Menéndez trata extensamente toda la his
toria de esta cuestión, con erudición asombrosa y
claridad de exposición digna del mayor elogio y
de menos ingrato asunto. El asunto, sin embargo,
tal como es, derrama abundante luz sobre aquella
edad bárbara, y el relato del Sr. Menéndez forma
acabadísimo cuadro de las costumbres de la gente
de letras y de la vida y movimiento intelectuales
de Europa en el siglo vm.
No está bosquejada con menos talento y copia
de datos la situación política y social de los muzá
rabes en los primeros siglos, salvo que el Sr. Me
néndez, que tan favorable se muestra siempre á la
intolerancia religiosa, hasta á la más feroz, con tal
de que por los católicos sea ejercida, exagera y
culpa demasiado la de los muslimes. Yo entiendo,
por el contrario, que para la época en que vivían
los califas cordobeses, la intolerancia rara vez fué
desmedida, ni muy cruel la persecución, la cual
estuvo casi siempre provocada por los cristianos.
No por esto hemos de negar nuestra admiración á
aquellos hombres enérgicos que buscaban el mar
tirio y que arrostraban los mayores tormentos y
la muerte, insultando la religión de los vencedo
res. Esta violenta energía sirvió, no sólo para con
servar entre los muzárabes la religión de Cristo,
sino también para demostrar la vitalidad persisten
te de la raza hispano-romana y la superioridad de
su cultura sobre la cultura semítico-oriental. En
todos los que murieron por la fe, bajo el imperio
de los califas, el fervor religioso va unido al amor
de una civilización y al odio y desprecio de otra.
Asombra, en efecto, que Alvaro Cordobés y San
Eulogio se jacten casi tanto como de conservar la
pureza de la fe católica, de lucir en su prosa el
estilo de Tito L irio , el ingenio de Demóstenes y la
elegancia de Q aintiliano, y de componer, además,
hermosos versos latinos.
La fortaleza de alma y el denuedo que es me
nester para buscar el martirio, no son virtudes
muy comunes ni aun entre las razas de hombres
más valerosas y recias de corazón. De presumir es,
pues, que, si bien hubo muchos mártires no fué
pequeño el número de los apóstatas, y aun fué
mayor el de los transigentes.
De todos modos, honra por igual al pueblo mu
lo
sulmán y al pueblo muzárabe el Concilio de obis
pos, celebrado en 852, y presidido por Recafredo,
metropolitano de la Bética. Dicho Concilio da cla
ro testimonio de la benignidad musulmana, ya que
fué dispuesto por el califa mismo, á fin de que los
prelados atajasen el furor de ser martirizados que
se había apoderado de muchos, y que los llevaba
a insultar la religión del pueblo dominante y á co
meter desacatos que no era posible dejar impunes,
y da asimismo claro testimonio del brío y despre
cio de la vida de los que buscaban espontánea
mente ser mártires.
Sin duda que en los pueblos, representantes de
una civilización que alguien quiere extinguir en la
servidumbre, importa que el entusiasmo raye en
delirio para que la civilización amenazada logre
salvarse. Entre los muzárabes rayó á veces en de
lirio dicho entusiasmo, y por ello son dignos de
que la historia les dé alta alabanza. Mas no creo
que debamos culpar tanto á los muslimes como el
Sr. Menéndez los culpa. Harto más crueles estu
vieron los cristianos con los muslimes, algunos si
glos después y en nuestra propia tierra.
El deseo, más ó menos inconsciente de transigir
con el islamismo, hubo de dar origen entre los
muzárabes á varias herejías. En la de los acéfalos,
cuya iglesia tenía por centro á la ciudad de Cabra
ó Égabro, se autorizaban la bigamia y el matriino-
nio de cristianas con muslimes. Igualmente se di
fundió una doctrina contraria á la Trinidad. Y por
último, los errores de un obispo de Málaga, llama
do Hostegesis, conmovieron á todas las iglesias
muzárabes de España, durante la segunda mitad
del siglo ix.
Sabido es que los controvertistas de las edades
pasadas eran durísimos con sus adversarios. El pe
riodista más procaz de nuestro tiempo no suele
desatarse jamás en improperios, ni la vigésima
parte iguales por la ferocidad, á los de cualquiera
hereje ó cualquiera siervo de Dios, que disputaba
en lo antiguo sobre un misterio ó sobre un punto
de teología. Así, pues, al tal obispo Hostegesis, á
quien nos pinta su contrario el abad Sansón, ó es
menester creerle un monstruo de iniquidad é im
pureza, ó bien es menester suponer que el abad
Sansón era un calumniador y un desvergonzado.
Puede también adoptarse el término medio de dar
por cierto que el abad exageraría algo, con la pro
cacidad en uso, y que algo habría de cierto en sus
afirmaciones. Aun así, aun rebajando mucho de lo
que el abad Sansón dice, resulta que el obispo era
un ser casi inverosímil de puro abominable. No
hay vicio que no poseyese; y la torpeza y los des
enfrenos en que incurría eran tales, que el señor
Mcnéndez, ó no los pone, ó los deja en latín para
recreación de los doctos. Quédense, pues, en latín,
É
y digamos sólo que Hostegesis era, según testimo
nio del abad, simoniaco, asesino, ladrón, cruel y
tirano.
La herejía de este nefando personaje consistió
en creer que Dios tenía forma humana, y que no
estaba en las cosas por esencia, sino por sutileza.
Todavía ni por sutileza quería Hostegesis que estu
viese Dios, sino en las cosas limpias. Añadía, ade
más, tal vez como corolario de esta doctrina, de lo
limpio y lo no limpio, que Jesús fué concebido, no
en el útero, sino en el corazón de María.
No fué, con todo, Hostegesis, muy tenaz en sos
tener nada de esto, sino que modificó sus opinio
nes y aun las contradijo en parte ó en todo. En lo
que más terco anduvo, después de convenir en la
omn i presencia divina, es en no querer persuadir
se de que Dios estuviese en los cerdos, gusanos,
demonios, ídolos y otros seres ó cosas por el mis
mo orden.
Después de mucho escándalo, juntas, persecu
ciones y dicterios, se extinguió la herejía de Hos
tegesis, y, como dice el Sr. Menéndez, se salvó
nuestra Iglesia de este nuevo peligro.
El campeón que la salvó fué el abad Sansón en
una apología que escribió á este propósito y que
nuestro autor extracta. En ella, si bien hay poquí
simo de original y propio del abad Sansón, sé ve
que la ciencia teológica y filosófica de los prime-
ú
ros siglos de la Iglesia y la erudición clásica se
conservaban entre los muzárabes. Puede inferirse
de aquí lo mucho que los muzárabes debieron de
contribuir al desarrollo y florecimiento en España
de la cultura de los mahometanos, los cuales, cuan
do la conquista, eran agrestes y rudos todavía. Es
asimismo de admirar en la apología del abad San
són la firme y clara manera de exponer y sostener
la doctrina ortodoxa acerca de punto tan metafísi-
co y difícil como el de las relaciones de Dios con
el mundo.
Después de San Eulogio, Alvaro Cordobés y el
abad Sansón, se diría que los muzárabes enmude
cen. Nada queda de ellos que valga para recons
truir su historia con algunos pormenores. Puede
que vierta luz sobre este obscuro período un pre
cioso trabajo del Sr. D. Francisco Javier Simonet,
premiado tiempo há por la Real Academia de la
Historia, y que permanece inédito, sin que acerte
mos á comprender las extrañas razones que se dan
para que no se publique. Los muzárabes, que al
fin, bajo los califas y bajo el imperio de los reyes
de Taifas, no debieron de vivir peor que los ju
díos y mahometanos, hubieron de sufrir mucho
cuando se renovó y se embraveció el fanatismo
muslímico con las sucesivas invasiones africanas.
Tal vez la invasión de los feroces almorávides
bastó para acabar con aquel pueblo cristiano: unos
renegarían, otros serían desterrados á Africa y
otros se pasarían á los reinos cristianos de Aragón,
Portugal y Castilla. Lo cierto es que cuando San
Fernando conquistó á Córdoba, Sevilla y Jaén,
apenas se encontró muzárabes.
En el siglo ix vivió un sujeto singular que, por
ser español y heterodoxo, entra en el cuadro que
el Sr. Menéndez se ha propuesto trazar. De sus
escritos, doctrinas y sucesos, habla nuestro autor
extensamente. Claudio, Arzobispo de Turín, fué,
sin duda, varón eminentísimo por su saber, por su
talento y por la energía de su voluntad. En Occi
dente se declaró el adalid de la herejía iconoclasta
y aun de otros principios contra el culto de los
santos, contra la adoración de la Cruz, contra la
veneración de las reliquias y contra la supremacía
de Roma, que hacen de él un digno predecesor de
Lutero. Todas sus disputas están narradas en la
obra de que damos cuenta, así como se da en ella
noticia de lo mucho que Claudio escribió.
Termina el Sr. Menéndez el libro II de su his
toria, dando amplias noticias de otro sabio español
llamado Prudencio Galindo, que fué Obispo de
Troyes, y refutó brillantemente las doctrinas pan-
teístas del famoso irlandés Scoto Erígena. La obra
de Prudencio Galindo es digna del adversario que
combate, y fué muy ensalzada en toda la cris
tiandad.
De todo esto deduce y deja ver á las claras el
Sr. Menéndez que jamás hubo solución de conti
nuidad entre la civilización clásica antigua y los
renacimientos de los siglos xm y xv. La ciencia y
las letras del Lacio brillaron hasta en los más ne
bulosos siglos de la Edad Media, y tal vez brilla
ron con más resplandor que en parte alguna en
España y entre los españoles, merced al movi
miento que imprimió en los espíritus el saber de
los Padres de nuestra Iglesia, durante la domina
ción de los visigodos.
El libro II halla término natural en el año
de 1085, en que Alfonso VI conquista á Toledo.
La civilización española adquiere desde aquel
punto carácter muy distinto. Hasta entonces, la tra
dición y la vida de la escuela isidoriana habían
conservado en la España cristiana, sobre todo en
Cataluña, y singularmente en Barcelona, un gran
foco de ilustración y de actividad intelectual, don
de venían á beber y estudiar los hombres de otros
países que amaban la ciencia. Así Gerbert, que fué
luego Papa, bajo el nombre de Silvestre II.
Después de la conquista de Toledo, entraron en
la cultura cristiana española dos elementos ricos y
opuestos que la hicieron fecunda, poniéndola más
en contacto con el resto de Europa: la cultura que
trajeron de Francia los cruzados, y el clero y
sus monjes que de allí vinieron, y la ciencia y
las doctrinas de judíos y de mahometanos, más
en relación desde entonces con los reconquista
dores.
No sólo por patriotismo, sino por razón, da el
Sr. Menéndez poca importancia, y no buena, al
influjo de aquella invasión de monjes y clérigos
franceses, que se repartieron los obispados y las
abadías y el gobierno espiritual de España, des
pués de la conquista de Toledo. Nada trajeron
para la ciencia que sustituyese la tradición isido-
riana, y en cambio perjudicaron algo científica
mente á la originalidad del ingenio español. En
literatura, menester es confesarlo, tuvieron, no
obstante, benéfico influjo. La forma de las cancio
nes de gestas, la materia épica, común á toda Euro
pa en los siglos medios, las leyendas y ciclos de la
tabla redonda, de Grecia y de Roma y bastantes
obras didácticas y poéticas de la baja latinidad,
todo penetró ó se divulgó en España con la veni
da é imperio de los monjes de Cluny. Nuestra li
teratura, tan original desde el principio en el Poe
ma del Cid, por el espíritu que la anima, nace,
como arte, educada por la literatura francesa, de
que más tarde se emancipa.
Otra ventaja produjo el frecuente trato con
Francia; pero esta ventaja fué mayor que para Es
paña para el resto de Europa. A este frecuente
trato se debió la difusión por el Occidente cristia-
-
no de la ciencia semítico-oriental, de que se hizo
centro y activa oficina Toledo reconquistada.
Naturalmente, el Sr. Menéndez empieza su li
bro 111 dando una sucinta noticia del desenvolvi
miento de la filosofía judaica y muslímica, singu
larmente en España. Aunque sobre este punto tie
ne que ser breve, le trata con amor y muy bien; y
valiéndose de los trabajos de Renán, Qosche,
Munck, Franck, Geiger, Sachs, Gugenheimer y
otros modernos, no deja de mostrar que acude
con frecuencia á las fuentes para dar á conocer y
para juzgar, por más que sea de pasada, las doc
trinas de Maimonides, Averroes, Avicebron y de
más sabios y filósofos semítico-españoles.
La introducción de la ciencia semítica en Euro
pa se debe á la tolerancia de los reyes y hasta del
clero y arzobispos de Toledo, que allí la cultivan
y desde allí la divulgan, fundando una escuela de
traductores é imitadores.
El honor de esta introducción, que, según Re
nán, divide la historia científica y filosófica de la
E d a d M edia en dos épocas enteramente distintas,
se le lleva principalmente el arzobispo de Toledo,
D. Raimundo, canciller de Castilla, desde 113 0 á
1150. A más de la ilustrada protección del arzobis
po, contribuyó eficazmente al florecimiento cien
tífico toledano la franca benignidad con que fue
ron acogidos en Toledo los sabios expulsados de
las escuelas de Córdoba y Lucena por el fanatis
mo de los almohades.
Para todo esto sirve de guía al Sr. Menéndez la
obra francesa de un Sr. jourdain, titulada Investi
gaciones sobre las antiguas traducciones latinas
de Aristóteles, obra á la cual prodiga los elogios
más extraordinarios; pero el Sr. Menéndez no se
contenta con erudición de segunda mano, y, si
guiendo las huellas de Jourdain, estudia en las Bi
bliotecas, y sobre todo en la Nacional de París, có
dices y manuscritos, conocidos unos, y otros jamás
hasta ahora conocidos y estudiados.
No pudiendo seguir al autor en tan laboriosas
investigaciones, nos limitaremos á decir que de
ellas se infiere ser los principales introductores de
la ciencia oriental en el mundo latino los españo
les Domingo Gundisalvo y Juan Hispalense. Ellos
han hecho conocer en Europa los libros de Alga-
zel, de Avicena, de Avicebron y de otros sabios
musulmanes y judíos. Gundisalvo, por último, no
contento con ser traductor é iniciador de la cien
cia oriental, se hace autor de obras originales. De
ellas, conocidas ya y juzgadas por Jourdain, no se
contenta el Sr. Menéndez con dar razón cumplida,
sino que publica por vez primera (en un apéndice)
el tratado D e processione m undi, que es, según
Jourdain, uno de los más antiguos é importantes
documentos de la filo so fía española, influida por
la musulmana. Gundisalvo se pone, con harta ra
zón, entre los heterodoxos españoles. Inspirado
por la Fuente de la vida, de Avicebron ó Ibn Ge-
birol, aunque salva la personalidad de Dios y pro
cura salvar el dogma de la creación, afirma la uni
dad de substancia, hace eternas é incorruptibles la
materia y la forma, y sostiene un emanatismo ó
panteísmo místico, algo semejante al de los alejan
drinos neoplatónicos.
El florecimiento científico de Toledo atrajo á
esta ciudad á no pocos extranjeros, sedientos de
ciencia, como Gerardo de Cremona, Miguel Scoto
y Hermán el alemán, cuyos trabajos relata y apre
cia el Sr. Menéndez.
La influencia semítica se dejó sentir pronto en
las escuelas de París, dando nacimiento al desca
rado panteísmo de Amalrico de Chartres, el cual
sostenía que „todo es Dios, que Dios es todo; que
el Criador y las criaturas son idénticos; que las
ideas crean y son creadas; que Dios es el fin de
todo, porque todas las cosas han de volver á él,
para reposarse en él inmutablemente y formar urt
todo substancial; y que Dios es la esencia de todas
las criaturas." Amalrico negaba también, en cierto
modo, la Trinidad, considerando las tres personas
como tres sucesivas manifestaciones de la esencia
divina. El reinado del Hijo había terminado, y co
menzaba el del Espíritu Santo. Aquí ve, con razón,
el Sr. Menéndez, el germen de la futura herejía
de el Evangelio eterno.
El influjo de la filosofía judaico-española es evi
dente en el amalricismo, así como en las obras de
David de Dinant y en las del español M auricio,
todas las cuales fueron condenadas en Francia.
De la personalidad y de los escritos del español
M auricio nada puede poner en claro el Sr. Me
néndez.
Síguese todo un capítulo sobre las albigenses,
valdenses y cátaros, y sus doctrinas, que pertene
cen más bien á la historia general que á la especial
en que el Sr. Menéndez se emplea. Estas doctrinas,
las de los valdenses, sobre todo, tendrían algo de
comunistas, serían antisociales. La sociedad de en
tonces era tan mala, el malestar era tan horrible,
que no ha de extrañarse ni censurarse mucho que
surgiesen la protesta, desesperación y la rebeldía.
Lo que sí es de extrañar y aun de lamentar, es que
el Sr. Menéndez, movido tal vez del instintivo afán
de ser aplaudido de cierta gente desatentada, faná
tica ó hipócrita, y de mostrar cierto valor moral,
empiece ya á hacer el elogio de la Inquisición, que
se creó contra estas herejías, contradiciendo así y
causando repugnancia á todas las afecciones filan
trópicas, á toda la tolerancia y la dulzura, y á todo
el respeto que se debe al alma, á la vida y á la li
bertad y dignidad humanas. Apenas se comprende
que un hombre del saber, del talento y de la bue
na índole del Sr. Menéndez, ó por amor á la para
doja, ó porque le ciegan y seducen ciertos aplau
sos, se haga propugnador de la barbarie más cruel
y estúpida, y desafíe y ofenda lo más noble, esen
cial y glorioso de la civilización de su siglo.
En el siglo xm se explica que hubiese hombres
eminentes, como Santo Domingo, que favorecie
sen la Inquisición. En el siglo xix, apenas se com
prende que la defienda nadie, como esté en su jui
cio y no anhele singularizarse, patrocinando locu
ras: algo que crispa los nervios, provoca á náuseas
y ofende el sentido moral de toda persona sensata
y de cierta educación y delicadeza.
Claro está que la Inquisición fué muy popular,
pero eso prueba sólo el nivel moral bajísimo y
perverso de aquellos entre quienes lo era. Y claro
está también que, sin Inquisición, se quemaba, se
torturaba, se confiscaba y se perseguía tiránica
mente el pensamiento; pero todo esto explica y no
justifica la Inquisición y disminuye sólo ó atenúa
la vergüenza de que en España durase tanto. Por
lo demás, el patriotismo consiste en celebrar las
glorias patrias y en tratar de aumentarlas, no en
ocultar los pecados ó en torcer la conciencia para
convertirlos en actos de virtud. Vergüenza fué el
tener Inquisición por tanto tiempo, pero no pocos
países y gentes la compartieron con nosotros; y el
bárbaro y sanguinario fanatismo, que le dió vida
en España, vino de fuera de España. Esto es lo
único que puede decirse, no para defender la In
quisición, sino para defender á España de que la
tuvo.
Inhábil sofisma es el de alegar una constitución
ó ley de D. Pedro II de Aragón contra los valden-
ses, en la cual se llega á decir, que, si después de
promulgada la ley, no se van del reino los herejes,
cualquiera persona noble ó plebeya que los descu
bra puede mutilarlos, matarlos ó robarlos, no ya
sin castigo, sino mereciendo las gracias del Sobe
rano. El Sr. Aáenéndez califica esta ley de realmen
te salvaje, y de sobra lo merece. Justo será quizás
añadir que en vista de leyes semejantes, harto co
munes entonces en Europa, era un progreso la In
quisición; pero más justamente se añadiría que la
Inquisición fué un progreso si la comparamos con
la antropofagia y con los sacrificios humanos de
muchos pueblos salvajes.
La humanidad, en su largo y trabajoso camino,
se ha extraviado mucho y ha incurrido en faltas
enormes. A pesar del progreso, incurre é incurri
rá en ellas todavía, pero los escritores deben ilus
trarla y guiarla para que no incurra de nuevo; y
no es buen modo dejarse llevar del espíritu de par
tido y cohonestar y aun glorificar monstruosida
des. No creemos que nos mueva al decir esto pre-
ocupación religiosa ni política. Lo mismo que cen
suramos los aplausos dados por el Sr. Menéndez
á la Inquisición, censuraríamos al demócrata ra
cionalista que encomiase los horrores de Danton,
Marat y Robespierre, ó al cismático que aprobase
las persecuciones de los rusos contra los polacos
que profesan el catolicismo.
La horrible guerra de los cruzados del Norte de
Francia contra los condes de Tolosa y Foix y con
tra otros señores de Languedoc, viene relatada des
pués, así como la batalla de Muret, donde tan he
roica y desastrada muerte tuvo D. Pedro, rey de
Aragón, no por defender á los albigenses, sino por
defender á sus deudos. De todos modos, Francia
redondeó entonces su territorio, en nombre de la
intolerancia religiosa, y en defensa de la libertad
vertieron su sangre el rey de Aragón y lo más bi
zarro y brillante de su heroica nobleza.
Después de la batalla de Muret el espíritu in
transigente y fiero penetró en Aragón, y gracias al
arzobispo de Tarragona y á San Raimundo de Pe-
ñafort, se fundó la Inquisición en Cataluña, en
virtud de una bula de Gregorio IX.
La pravedad herética de los albigenses se di
fundió por el reino de Castilla. D. Lucas de Tuy
la impugnó en un tratado. Y el santo rey D. Fer
nando III la persiguió con más eficacia.
Duros y sin entrañas eran en aquella edad has-
ta los varones más virtuosos. El fanatismo los ha
cía más crueles. San Fernando, por testimonio de
Mariana, era tan enemigo de los herejes que, „no
contento con hacellos castigar por sus ministros,
el mismo, con su propia mano, les arrimaba la
leña y les pegaba fuego"; en los fueros que dio á
varias ciudades siempre imponía á los herejes
pena de muerte y confiscación de bienes, y los
Anales Toledanos dicen de él en son de elogio
que enforcó muchos homes é coció muchos en cal
deras.
Trae el Sr. Menéndez todavía en el primer vo
lumen de su historia un estudio detenidísimo y
muy bien hecho sobre el célebre Arnaldo de Vi-
lanova, uno de los más singulares sabios enciclo
pédicos de la Edad Media, que lo era todo, médi
co, jurisconsulto, poeta, astrólogo, alquimista, filó
sofo, teólogo, hereje, místico, pseudo-profeta, po
lítico y diplomático á la vez. El examen de sus es
critos y doctrinas, sus aventuras y peregrinacio
nes, sus rarezas y atrevimientos, están contados
con habilidad y ameno estilo, y prueban la mara
villosa diligencia, felicidad y facilidad del Sr. Me
néndez para buscar y hallar noticias peregrinas.
Claro está que lo primero que demuestra el señor
Menéndez es que Arnaldo de Vilanova era es
pañol.
Entre otras curiosidades extrañas, parece que
Arnaldo trató de hacer el hombre artificial ó quí
mico, como después lo intentó Paracelso, y como
Goethe supone que lo consiguió Wagner. Arnal
do escribió mucho en latín y mucho también en
lengua catalana. Nuestro autor saca del olvido en
que yacían algunas de sus obras.
Es tan rica en asuntos, tan extensa y tan impor
tante la del Sr. Menéndez, que no es posible dar
de ella un somero extracto ni hacer un ligerísimo
juicio sin detenernos más de lo que pensábamos.
Aun nos queda mucho que extractar para que
al menos sepa, quien no ha leído al Sr. Menéndez,
las materias principales de que trata, y nos queda
asimismo bastante que censurar, por la divergen
cia acaso de nuestras ideas político-religiosas, y
muchísimo que encomiar, aplaudir y señalar como
digno, hasta de admiración, por todas las demás
razones.
Madrid, 1880.
DON V EN T U R A DE LA V E G A
II
III
-
En efecto, la verdadera inspiración de Vega era
la clásica, la que se alimentaba en el apasionado
estudio é inteligencia de los poetas eruditos de
nuestro siglo de oro, de su maestro Lista, de los
poetas latinos y aun de la moderna poesía italiana,
cuyo influjo, es verdad, se nota mucho más en las
últimas composiciones de Vega que en aquellas
que escribió cuando joven. Para mí no cabe la
menor duda en que el libro I de la Eneida, admi
rablemente traducido, lo que de poesía latina se
ha traducido mejor en verso castellano desde que
hay en España literatura, debe mucho al estudio
de la metrificación, de la dicción poética y del cor
te y cadencia de los endecasílabos italianos.
Como Ventura de la Vega era perezoso y poco
inclinado á seguir la marcha y evolución de las
ideas, ya modificando las que en el colegio reci
bió, ya enterándose de las nuevas para combatir
las, prefería burlarse ligeramente de las novedades,
y, á la verdad, lo hacía con gracia. Además, como
las novedades no siempre son juiciosas, Vega acer
taba á menudo en sus chistes y burlas. Pasada ya
la furia del romanticismo, vino otra novedad que
aun repugnó y chocó más á Vega; una entre nos
otros novísima ciencia que se aplicaba á la crítica
literaria: la filosofía del arte, ó sea la estética. Vega
se reía de la doctrina flamante y del vocablo que
la designaba. El tenía una estética natural atina-
dísima, infalible casi, sin haber estudiado estéti
ca; mientras que en España, por desgracia, y por
razones que sería menester escribir un libro para
exponer, casi todos los que saben de estética ó afir
man que la saben tienen el más disparatado gusto
de que puede hacerse mención en los anales de la
literatura, y no hay desatino, rareza ó depravación
que no patrocinen.
Vega, por el contrario, pecaba á veces por otro
extremo. En fuerza de amar lo regular, lo terso y
lo pulido, menospreciaba á eminentísimos poetas,
algo desordenados y rudos; pero como odiaba las
disputas y no gustaba de malquistarse con nadie
por asuntos que en resumidas cuentas le importa
ban poco, solía decir amén, permítasenos lo fami
liar de la expresión, á muchas alabanzas hiperbó
licas dadas á ciertos genios, aunque luego en sigi
lo protestase y se desahogase con chistes. Así, por
ejemplo, le acontecía con Shakespeare, á quien él
creía inculto y desatinado, si bien con aciertos; y
así le acontecía con muchas cosas de nuestro Cal
derón, aun de las que más se celebran y admiran.
Las décimas, pongo por caso, de
«Apurar, cielos, pretendo",
á
desconocer los defectos que haya, igualan, ya que
no venzan á la comedia de Vega, no pocas de Bre
tón, algunas de las de Narciso Serra, y hasta las
farsas de D. Ricardo, hijo de nuestro D. Ventura.
Claro está, no obstante, que en E l hombre de mun
do el valer literario es mayor y más completo; pero,
por muchos lados, como hemos dicho, la comedia
de Vega tiene que sufrir poderosa rivalidad.
En cambio, La muerte de César, en su género,
y así por la forma como por el asunto, apenas
halla en castellano obra que con ella compita, á
no ser la Virginia, de Tamayo. Las mismas trage
dias clásicas, que por haber aparecido en más pro
picia ocasión alcanzaron en España superior po
pularidad y fama, están todas por su mérito real
muy por bajo de la de Ventura. El Edipo, de Mar
tínez de la Rosa, es imitación de imitaciones del de
Sófocles. Allí, el espíritu de la tragedia griega se
diría que, á modo de licor generoso y aromático
que va pasando de vasija en vasija, ha perdido su
sabor y su perfume, y su fuerza para embriagar,
después de tanto y tanto trasiego, sin que Martínez
de la Rosa, fuera de una versificación correcta,
aunque palabrera y desmayada, ponga, en cambio,
en su Edipo, como Voltaire en el suyo, intencio
nes, sentencias y propósitos que le den valer. El
Pelayo, de Quintana, alcanzó por este motivo ex
traordinaria popularidad. Muchos de sus versos y
frases aun viven en los labios del vulgo como má
ximas ó doctrina, casi como proverbios; pero el
Pelayo, por el interés de la acción, por la verdad
histórica y por la pintura de los caracteres, está
también por bajo de La muerte de César. Y, por
último, todas las tragedias clásicas del siglo pasa
do se quedan á inmensa distancia. Desgracia ha
sido de la tragedia en nuestro país; pero bien pue
de decirse que las únicas verdaderamente buenas
que se han escrito, la de nuestro autor y la V irgi
nia, de Tamayo, han venido después de pasada la
moda. Esto no ha sido, con todo, capricho del aca
so, sino que tiene su explicación y fundamento ra
cionales. La inspiración de que han nacido V irgi
nia y La muerte de César es muy otra de la que
dió ser á las anteriores tragedias pseudo-clásicas;
es la misma inspiración romántica del drama his
tórico, aunque aplicada á asunto romano y gentí
lico, en vez de aplicarse á casos de la Edad Media
cristiana, y buscando en la versificación endecasí
laba, en las unidades de tiempo y lugar y en otras
condiciones de la pasada tragedia, el molde que
parecía más á propósito para el asunto. Lo que dis
tingue esta nueva tragedia de las antiguas es cier
ta aguda percepción de lo pasado, que se ha hecho
bastante común desde el principio del segundo
tercio de nuestro siglo, y por cuya virtud vemos
más claras las imágenes y comprendemos mejor
*
los sucesos de las edades remotas; apareciendo á
nuestros ojos como si se rasgasen velos y se disi
pasen nieblas, en-brillantes panoramas inundados
de luz ó en cuadros singulares de bien trazado di
bujo, la historia del linaje humano. Por este con
cepto, la tragedia de Ventura de la Vega es supe
rior á la de Voltaire sobre el mismo asunto. Por
la elegancia del estilo tampoco cede el paso á la de
tan famoso maestro. Y, si la de Shakespeare es más
espontánea é inspirada, es también harto irregular
y llena de rarezas, dicho sea con perdón de los
anglomanos.
¿Por qué, pues, no ha sido más simpática al pú
blico la tragedia de Vega?
Yo me atrevo á sospechar que, si bien Vega tenía
sobrado buen gusto para escribir una tragedia á
fin de sostener una tesis, su propia afición le dela
ta, y su tragedia aparece como calurosa apología
del cesarismo: como defensa del tirano ilustrado,
providencial y benévolo, y como afirmación de
que hay instantes en la vida de los pueblos, cuan
do pierden el amor á las antiguas tradiciones y son
también incapaces de libertad, en que la mayor di
cha que el cielo puede concederles es la de un ti
rano con talento que les gobierne y dome. Esta
doctrina, que lo mismo puede aplicarse á los C é
sares de entonces que á los Napoleones de ahora,
á los romanos del siglo i, ó á los franceses del si
ta
glo xix, repugna al concepto que de la dignidad
humana nos formamos en el día, concepto en que
convenimos, así los liberales de buena ley, como
los partidarios del antiguo régimen, por absolutis
tas que sean, ya que fundan la sumisión á la auto
ridad en la ley divina y aun en la tácita é implícita
voluntad del pueblo, poetizada y hermoseada por
la aquiescencia de sucesivas generaciones.
Contra esto se dirá que ni Vega ni ningún autor
dramático es responsable de lo que sus personajes
afirman ó hacen, ya que sus palabras y acciones, á
no faltar á la verdad histórica, tienen que ser como
fueron y no de otra suerte. Además, prescindiendo
de la defensa ó condenación del cesarismo en ge
neral, el papel de César en la historia puede ser
estimado por modo benigno. La mayoría se incli
na hoy á creer, aunque no guste del cesarismo no
vísimo, que fué progreso en sentido liberal y de
mocrático el advenimiento délos Césares en Roma,
los cuales no destruyeron ni menoscabaron la li
bertad, tal como en el día la entendemos, sino los
odiosos privilegios de una aristocracia soberbia,
avara y sin piedad, que dominaba en la ciudad y
en el mundo.
Explicado así el cesarismo de la tragedia de
Vega, pudiera ponerse de acuerdo con el sentir de
los más; pero, menester es confesarlo; el cesarismo
de Vega no es retrospectivo y erudito, sino para
ú
todos los tiempos; y si bien nuestro poeta, que á
veces se dedicó á la política, fué muy liberal en
ocasiones, por lo común se puede decir que, por
descreimiento en la virtud de los hombres y en la
eficacia de las leyes, muestra lamentable propen
sión al despotismo ilustrado y simpatiza con tira
nos y Césares, con tal de que protejan y se aficio
nen á poetas y artistas, enfrenen las malas pasiones
del vulgo, y le vayan puliendo, educando y hacien
do feliz á pesar suyo. Para Vega, un César de más
ó menos elevación, es un hombre providencial, un
enviado del cielo, un ser con misión divina, un
pastor de pueblos, que pone orden en el desorden,
reduce al buen camino ó trae al redil á la desca
rriada humanidad, y acude, como verdadero D eas
ex machina, á dar inesperado y feliz desenlace, en
el perpetuo drama de la historia, cuando más
intrincado, confuso y trágico va poniéndose el ar
gumento.
Y no se crea que inventamos aquí una teoría ó
la tomamos de otra parte para atribuírsela gratuita
mente á Vega. En sus versos líricos la teoría está
expuesta de una manera explícita, y aplicada, no ya
á César singularmente, sino á todos los Césares y
Napoleones.
El poeta exclama:
É
Siempre un Napoleón Dios nos envía.
Con misterio profundo,
Cuando quiere, eu su gran sabiduría,
Recomponer el mundo.
*
hace que sus personajes los realicen, como si él
fuera el propio destino, no ciego, sino inteligente,
no quitando á nadie la libertad de acción, sino tra
mando, en virtud de las obras previstas, el rico te
jido de su drama.
Cualquiera diría que después de tanto elogio é
importancia como damos á La muerte de César,
esta tragedia, y no E l hombre de mundo, debiera
ser declarada aquí, por solemne sentencia, la obra
mejor que nuestro poeta ha escrito; pero toda ley
ó toda sentencia, aunque parezca injusta, debe ser
respetada. Bien podemos censurarla para que el
legislador la derogue ó el juez la revoque; pero no
podemos infringirla ó anularla. Legislador y juez
acerca de las obras de ingenio es el público en su
mayoría, y éste declara E l hombre de mundo la
mejor producción de Vega. Nuestro parecer singu
lar y aislado no vale contra tan autorizada senten
cia. Le exponemos, á ver si con el tiempo la sen
tencia se modifica. Por lo pronto, sería audacia y
desafuero arrojar E l hombre de mundo del supe
rior puesto de honor que por fallo del público le
corresponde.
Nos inclinan, además, á dejarle en él las consi
deraciones de que E l hombre de mundo tiene noto
rio valer; de que tal vez sea más difícil escribir
una buena comedia que una buena tragedia; y de
que, si bien el arte es el arte, y no se ha de medir
por la lección moral, política ó religiosa que de él
se infiera, todavía es lección poco simpática la de
que conviene que el tirano destruya la libertad
cuando el pueblo no la merece, mientras que la
moraleja matrimonial, amorosa y casera de E l
hombre de mundo no se hallará persona á quien
desagrade.
Nosotros, por último, no somos tampoco de los
que sentenciamos y decidimos resueltamente. Nos
inclinamos á creer que La muerte de César vale
más que E l hombre de mundo, pero no es inclina
ción decidida y exenta de dudas y vacilaciones.
Nos importa, con todo, hacer notar el esmero y
el tino que hay, en todo, en La muerte de César:
en el estudio de la época en que ocurre la acción
y en la pintura de los caracteres, cuyos rasgos
principales están fielmente calcados de la historia,
corregidos con mano firme por la crítica, é ilumi
nados y puestos luego gallardamente de realce con
los colores y la luz de la poesía.
César está pintado con amor. Todo propende á
realzarle. Es clemente, generoso, heroico, confia
do. Sus grandes proyectos tiran al bien de su pa
tria y de todo el linaje de los hombres. El recuer
do de su amor á Servilla está lleno de noble ter
nura, y su cariño de padre acaba de hacerle intere
santísimo. La figura de Porcia, tan bien trazada y
bella en Shakespeare, no aparece en el drama de
é
Vega, pero en cambio aparece Servilia, que no es
menos bella figura, y que lleva la ventaja de im
portar más en la tragedia de Vega que en la de
Shakespeare importa Porcia, la cual, en resolución,
está allí porque el poeta se la encontró en la histo
ria y no porque en la acción tenga que intervenir
en gran manera. Todos los demás personajes, que
están hábilmente pintados, Antonio sobre todo, no
son antipáticos, porque la catástrofe no resulta de
maldad moral, sino de las violentas pasiones que
los impulsaban y de las circunstancias en que se
veían. Sólo con Cicerón se muestra el poeta injus
to y hasta cruel. El papel que hace es cómico y
algo abufonado, hasta donde el decoro de la trage
dia lo permite. El autor de tantas obras admira
bles, el rival de Demóstenes, el más elegante escri
tor y el más agudo filósofo entre los latinos, el que
fué también salvador de Roma y vencedor de Ca-
tüina, sale por demás maltratado de las manos de
Vega, quien sin duda tomó por modelo de su C i
cerón á algún diputado ó senador vanidoso, tai
mado y pastelero, de los que vió y trató entre sus
contemporáneos y correligionarios del partido
conservador ó polaco. Por lo demás, la majestad
y grandeza de Roma y de su imperio, en la época
de su mayor auge, se dejan sentir en todos aque
llos hermosos versos.
IV
é
son de clase bien educada, la intención del poeta
cómico no suele ser ponerlas en ridículo.
Dichas personas, aunque no son emperadores
ni reyes, ni siquiera duques ó marqueses, tienen
el decoro que su clase exige. Salvo el defecto que
el poeta en ellas critica, deben aparecer en la esce
na, no sólo en conformidad con la vida real, sino
en conformidad también con cierto ideal de la
vida, que hasta en los modales se muestra y se
llama buen tono. De lo contrario, el poeta se expo
ne á ser censurado ó de maldiciente y difamador,
si rebaja adrede, ó de bajo ó de ordinario, cuando
se presume que dicho ideal, en lo exterior al
menos, le es desconocido.
Es evidente que Luis y Clara, marido y mujer,
protagonistas de la comedia de Vega, aparte del
vicio que el poeta critica en ellos, son amados del
poeta, que en lo demás aspira á realzarlos y á
adornarlos con todos los refinamientos de educa
ción moral que se conciben en su época.
No chocan, merced á las costumbres patriarca
les que hay en España desde muy antiguo, el ex
ceso de familiaridad de Luis y de Clara con sus
criados y la importante intervención de éstos en
toda la acción: hasta los celos que la criada inspi
ra á Clara no nos parece que rayen en lo grotes
co: pero tal vez otras cosas choquen.
Tal vez disgusten las íntimas confidencias de
Luis con el tuno de su criado, con quien llega á
lamentarse de la por él sospechada ó creída infide
lidad de su mujer; y tal vez el carácter y la con
ducta de D. Juan traspasen los límites de lo cómi
co y caigan en lo odioso y abominable. La frescura
con que sin pasión vehemente que le disculpe tra
ta D. Juan de seducir á la mujer de su amigo de
toda la vida, procurando indisponerla con su ma
rido por medio de embustes, no es cómica en una
comedia seria, sino en una farsa ligera y alegre, y
entre personajes en caricatura ó de baja estofa,
donde se prescinde del valor moral de las accio
nes. D. Juan, además, aunque nada logra sino des
aires, no queda bien castigado ó estigmatizado por
el poeta; y atribuyendo su derrota á que sólo hace
tres meses que Luis y Clara se casaron, exclama:
Volveré dentro de un año.
fe
por el profundo conocimiento del teatro, por la
verdad de los caracteres, y por la magia seductora
con que el autor logra hacerlos agradables, aunque
no tengan gran valer moral, es una comedia de las
más bonitas que se han escrito en castellano.
La figura de Antoñito, su candidez y sus senci
llos amores con Emilia, son graciosamente poéti
cos. Es muy cómica y natural la equivocación de
Luis, que se llena de celos contra el pobre Antoñi
to y confía por completo en su desalmado amigo
D. Juan. La especie de castigo providencial que
cae sobre el antiguo calavera, que desconfía á cada
paso de su mujer, y que imagina que ella puede
valerse de las mismas trazas de que ya con él se
valieron otras para engañar á sus maridos, es mo
ral é ingenioso fundamento de toda la comedia;
pero el asunto traspasa á veces los límites de lo
cómico, y raya muy en lo dramático ó trágico.
Por libertino que haya sido un hombre cuando
soltero, si es celoso de su honra y si ama además
á su mujer, no puede nunca, y sobre todo á los
tres meses de casado, creer,sin sentirse agitadísimo
de violenta pasión, que su mujer ha llegado á fal
tarle. Desde entonces, álo menos en el pensamien
to, en la intención y en el conato, ya que no en los
hechos, es trágico todo. Luis, es cierto, llega á di
cho punto, con la debida gradación, conforme las
sospechas van creciendo en su ánimo, mas por lo
mismo no está bien que declare la causa de sus pe
nas á su criado y á su amigo D. Juan, que debía
constarle que eran dos galopines. Por muy firme
intención que D. Luis tuviese de dejar satisfecha
su honra y vengada la injuria, hubiera sido más
decoroso callar siempre, y sobre todo, antes de to
mar la satisfacción y la venganza.
Concedemos que en el teatro hay cosas de con
vención, sin las cuales es casi imposible hacer co
medias; mas no por eso deja de repugnarnos algo
que la contienda conyugal que precede al dichoso
desenlace, por la exigencia teatral de que asistan
todos los personajes á la última escena del drama,
pase delante de visitas y de criados, contra las exi
gencias sociales, dándose celos Clara y Luis, y acu
sándose de infieles y traidores.
V
Era Ventura de la Vega de carácter dulce y ama
ble, modesto y desconfiado de sí mismo: por todo
lo cual, aunque tenía opinión formada y segura
sobre muchas cosas, no se empeñaba en hacerla
prevalecer, ó ya porque creía que con el auxilio
de su elocuencia no iba á convencer á nadie, al
canzando victoria, ó ya porque entendía que á la
humanidad le importaba poquísimo que la mayo
ría pensase y decidiese esto ó lo otro, sobre tal ó
cual asunto.
Esta condición de Ventura de la Vega se ve gra
ciosamente retratada en cierto dístico que se le atri
buye y que se dice que compuso cuando D. Sa-
lustiano de Olózaga se empeñó en reformar, digá
moslo así, la indum entaria capital, desterrando los
sombreros que llamamos de copa alta, y haciendo
que todos los hombres usásemos sombreros de
copa baja, vulgarmente llamados hongos.
Interrogado Ventura sobre la reforma proyecta
da por Olózaga, parece que contestó:
k
Harto más sentido y entusiasta que el elogio de
Calderón es el que hizo Ventura de la Vega de su
casi tocayo en apellido el gran Lope. El ingenio de
éste debía parecer á Ventura superior, por ser más
espontáneo y fecundo, salvando su fecundidad los
límites de lo natural y llegando á prodigio; por la
originalidad y variedad de la inspiración, pues
Lope es épico, lírico y dramático, y por último,
porque los sentimientos y pasiones de Lope son
más humanos y de todos los tiempos, y no, como
en Calderón, fiel y exacto reflejo de los de una
edad en que todo el brío y gran ser de los españo
les, aplicado á una empresa colosal, crea una cultu
ra demasiado propia nuestra, y en la que, si bien
todo se comprende ahora, no poco parece falso,
monstruoso ó, por lo menos, exagerado.
Calderón es digno de la admiración más profun
da; pero, en la admiración que hoy se le consagra,
entran por mucho razones extrañas ásu intrínseco
valer, circunstancias dichosas para su gloria. Algo
han contribuido á ello los alemanes, ambos Schle-
gel sobre todo, los cuales debían de desconocer ó
conocer mal á Lope y á Tirso.
Otro motivo hubo también para que á Calderón
se prodigasen tan extremadas alabanzas, si bien este
otro motivo lo es á la vez de que no pocas perso
nas que las repiten, dejándose llevar de la corrien
te, no entiendan la validez de las razones en que
las alabanzas se fundan, ó duden de la validez sin
atreverse á confesarlo.
Estriban estas razones en aquel exclusivo pen
samiento católico que hizo la grandeza de España,
al hacerla propugnadora de ideas y de institucio
nes que decaían, si no morían, á pesar de nuestro
enérgico amparo. Dicho pensamiento se refleja en
la poesía dramática de entonces, y le da, para los
hombres de esta edad, sobre todo si no son espa
ñoles, sino extranjeros, una traza exótica, ininteli
gible á veces, la cual, por eso mismo cautiva á al
gunos, como los Schlegel, pero impide que la tal
poesía dramática sea tan estimada del vulgo como
el naturalismo de Shakespeare.
Verdad es que en la gloria de este eminente
poeta inglés entra por mucho el hallarse la nación
á que pertenece en el mayor auge de su poderío,
grandeza é influencia en el mundo, y el empeño
de probar y de hacer creer que Shakespeare es, no
ya el primer dramaturgo que apareció jamás entre
los nacidos, sino un ser que salta más allá de los
límites de la natural condición humana y nos ins
pira el presentimiento de lo que podrá ser una
nueva especie muy superior al hombre actual, que
aparezca en lo futuro. Todo esto acaba por predis
poner al que está ya favorable, y al que no lo está
tanto le infunde pavor y vergüenza de pasar por
corto de entendimiento, y le obliga á reconocer la
superioridad casi infinita del así proclamado por
genio, aceptando su culto y adoración como pun
to de fe y poco menos que dogma religioso.
Yo no niego el gran mérito de Shakespeare,
pero á veces me persuado de que si España llega
se á ser de nuevo en poderío y riqueza tan grande
como la Gran Bretaña, y se empeñase en hacer
valer á sus antiguos dramáticos (y no se empeña
ría en ningún disparate), las figuras de Lope y de
Tirso subirían con facilidad al nivel ó por cima de
la de Shakespeare, aunque Calderón se quedara
algo por bajo, como venido más tarde y en edad
de mayor corrupción y decadencia.
Dejando ahora á un lado esta digresión, diré
que Ventura de la Vega coincide con nosotros en
dar preferencia sobre Calderón al Fénix de los
ingenios. Bien lo prueba la fantasía dramática que
escribió en 1853 para el aniversario de dicho dra
maturgo.
En esta fantasía luce Ventura su conocimiento
del teatro y muestra el mágico efecto que puede
hacerse con pocas palabras y con una sencillísima
acción. Se escribió la fantasía para la representa
ción de la comedia de Lope titulada E l premio del
bien hablar, que el mismo Ventura refundió hábil
mente para la escena de nuestros días .E l premio del
bien hablar queda, por decirlo así, engastado en la
fan tasía de Ventura, como perla en cerco de oro.
La fantasía figura lo interior del teatro antes de
la representación. Riquelme, autor ó empresario,
y los comediantes todos, vestidos ya como han de
salir en la comedia, aparecen como tales come
diantes. Allí Olmedo y las actrices famosas enton
ces, se disponen para la función y hablan de la
nueva comedia de Lope que van á representar.
Lope mismo, ya anciano, se muestra en la escena
y conversa con los actores. Algunas intrigas gra
ciosas de celos y de amor amenizan el cuadro y le
hacen bosquejo, aunque ligero, fiel de las costum
bres del siglo xvn. El espectador ó el lector ha de
quedar, visto ó leído el cuadro, muy predispuesto
en favor de la comedia, cuya representación se
sigue.
Después de la comedia, tiene lugar la segunda
parte de la fan tasía dramática. El poeta y los co
mediantes han sido en extremo aplaudidos. Todas
son felicitaciones para Lope, el cual, lleno de mo
destia, duda de la duración de su gloria, y recela
que pase fugaz como el gusto del público á quien
cautiva, escribiendo para él, á escape y con prodi
giosa fecundidad, comedias á miles; á veces una
diaria. Por dicha, entre los personajes que vienen
á felicitar á Lope, acude Quevedo, y con él acude
el famoso astrólogo y mágico D. Juan de Espina,
quien con sus profecías y horóscopos ha sido ya
el pasmo de Italia y del mundo. Quevedo propo
ne á Lope que se deje sacar su horóscopo; Lope
consiente; y, como entonces el teatro era un corral
que tenía por techo la bóveda estrellada, D. Juan
examina y consulta el aspecto del cielo y la posi
ción de las estrellas, si no en la hora en que nace
Lope, en la hora en que sale á luz una de sus más
lindas comedias, y vaticina la dilatación y perpe
tuidad de la fama del autor á través de los siglos.
Vega deja entrever en el inspirado discurso que
pone en boca de D. Juan de Espina, su propia opi
nión entusiasta en favor de quien con tan funda
dos motivos mereció ser llamado Fénix de los in
genios. A pesar de su gusto y estudios clásicos,
Vega reconoce también la injusticia del siglo xvm
y la estrechez de su crítica, y aplaude la justa re
paración que se da al agraviado mérito de Lope
en el siglo xix.
Otra obra ingeniosa de Ventura de la Vega,
donde en acción dramática y en muy chistoso diá
logo, se emiten juicios sobre literatura, es La crí
tica de E l s í de las niñas, comedia en un acto, re
presentada en Madrid el año de 1848, en el teatro
de la Cruz, con objeto de celebrar el aniversario
del nacimiento de Moratín.
En la edición elegante que se hizo en París
(1866), á costa del Excmo. Sr. D . J. J. de Osma,
Marqués de la Puente y de Sotomayor, de las me
jores obras de Ventura de la Vega, La crítica de
E l s í de las niñas va incluida también, y lleva una
nota donde Vega afirma que Moratín es el modelo
del arte, que todo el que quiera escribir con acier
to para el teatro no debe estudiar otro, y que de
cuantas obras dramáticas antiguas y modernas
existen, E l s í de las niñas es, en su juicio, la que
más se acerca á la perfección.
Todo esto nos parece exacto si por perfección
ha de entenderse el orden, la sujeción á las reglas
y la carencia de extravíos; pero, si lia de entender
se por perfección algo de más positivo, ó, mejor
dicho, de menos negativo, por cima de Moratín
hay muchos otros poetas dramáticos, con cuyas
comedias el espectador se divierte, ríe ó llora, se
conmueve y se interesa mucho más que con E l s í
de las niñas, aunque los autores que las escribie
ron observasen peor las reglas é incurriesen en de
fectos que supo evitar Moratín.
El mismo Vega lo dice: „el ingenio no se ad
quiere: se tiene ó no se tiene, según Dios ha que-
rido“ . Y si es indudable que el ingenio resalta
y luce más cuando se sujeta á los eternos princi
pios del arte, también lo es que, aun á despecho
de los preceptos artísticos, run infringiendo las
reglas todas, un ingenio sublime, como el de Lope
ó el de Tirso, rey de derecho divino y absoluto y
soberano señor en el poético imperio de la fanta
sía, se levanta cien y cien codos por cima del de
Moratín, y, si no produce obras que por su co
rrección y atildamiento primoroso enamoren y
pasmen al hombre de buen gusto, las produce
que cautivan más á la muchedumbre. En las obras
atildadas y correctas suele deplorarse lo exótico ó
lo vacío de pensamiento, y á veces, en estas obras
irregulares, y si se quiere un tanto informes, vie
ne encerrada el alma del pueblo, toda la idea viva
de una generación gloriosa y de una edad ó épo
ca brillante.
Esto no invalida la afirmación de Ventura de la
Vega, quien tenía tanto talento como circunspec
ción, y no dejaba escapar sentencia que pudiera
fácilmente ser contradicha. Moratín es, en efecto,
un modelo; y casi, en el sentido restricto que he
mos explicado, afirmamos como Vega, que Mora
tín, al menos en España, es el único que enseña á
no extraviarse. Su estrella, aunque se eclipse en
períodos de corrupción, brillará como ninguna y
será la primera en las restauraciones del buen gus
to y del recto juicio, aplicado á las obras de en
tretenimiento.
Tanta alabanza sólo en apariencia es excesiva; en
realidad vale menos de lo que Moratín merece. En
algunas de sus comedias, en casi todas, hay algo
que está por cima de io que Vega encomia; hay
chistes, discreciones, delicados sentimientos, vis
cómica y satírica, y personajes que tienen la con
sistencia y el ser de la realidad, todo lo cual no
nace de observancia de reglas y preceptos, ni de
meditación y estudio, sino de don natural del cie
lo, de espontánea facundia, ó de inspiración di
chosa. Por esto, mucho más que por su mesurada
concordancia con lo prescrito en los libros del
arte, son E l café y E l s í de las niñas tan aplaudi
dos y celebrados.
Imposible parece que en tan breves diálogos y
en obrilla tan corta como La crítica de E l s í de las
niñas acierte Vega á pintar tan hábil y graciosa
mente tantos tipos y caracteres diversos, sin que
huelgue ninguno, y sí concurran todos á la acción
y al propósito del poeta.
En este sentido es verdadera joya la obrilla de
Vega, y tendrá que gustar siempre, así leída como
representada.
La piedra de toque del mérito duradero de una
obra dramática está, á mi ver, en que, después de
gustar representada, guste leída; lo cual nunca su
cede con las composiciones de éxito efímero, don
de el autor, conocida la corriente que lleva el gus
to del vulgo, se deja arrastrar por ella, adulándo
le, y hace que le aplaudan. No es ya esta escasa
habilidad, ni deja de probar agudo y despejado
entendimiento; pero con todo este entendimiento
y con toda esta habilidad suelen escribirse obras
que, aun para la representación, duran poco, y
u
que desprovistas del prestigio ó hechizo de la es
cena y sin el apoyo del imperativo clamoreo y del
contagioso entusiasmo de las turbas, quizá extra
viadas, suelen ser insufribles en la lectura.
No es así La crítica, de Ventura de la Vega. Su
mérito es duradero. En representación y en lectu
ra se reconoce y aplaude. A nosotros nos parece
que La crítica cuadra y se ajusta tan lindamente á
E l s í de las niñas, que en todo teatro, siempre que
diesen E l s í de las niñas, quisiéramos que diesen
La crítica, como su adecuado apéndice ó comple
mento y propio fin de fiesta.
No creemos que, sin incurrir en hipérbole ab
surda, podamos hacer mayor alabanza. Justo es
que lo censurable sea también censurado. Es lo
censurable ese espíritu denigrador de todo lo pre
sente é injusto encomiador de las cosas pasadas,
que por ignorancia, alucinación ó malicia, se pin
tan mucho más hermosas ó buenas de lo que nun
ca hubieron de ser, á fin de desacreditar en la
mente del vulgo las leyes, las instituciones y todo
el modo de ser social y político de la edad noví
sima.
Que este espíritu prevalece en La crítica de E l
s í de las niñas, es innegable. Contra toda razón,
el poeta saca á la vergüenza los vicios de nuestros
días en una serie de tipos ridículos y hasta odio
sos, que él contrapone á los mismos personajes de
las comedias de Moratín, cuyos nombres llevan.
La idea que inculca ó quiere inculcar Vega con
esto, es la de que hemos llegado á tal grado de per
versión, que puede presentársenos como inasequi
ble altura de moralidad, pureza de costumbres, y
amor y sana subordinación de las mujeres á sus
maridos y de los hijos á sus padres, la corte de
Carlos IV, María Luisa, Godoy y Fernando el De
seado. El conato, deliberado ó instintivo, de infun
dir tan sofístico y antihistórico concepto en la men
te del vulgo, se ve en todo á las claras. El D. Die
go de Moratín es un anciano venerable, cabeza de
familia, á quien el sobrino respeta y obedece. El
D. Diego de Vega es débil y despreciado hazme
reir. La madre de E l sí, necia como es, sólo peca
de severa. El padre de La Crítica, que responde á
la madre de E l sí, se llama D. Benigno, y su be
nignidad es tan vil, que se hace cómplice y encu
bridor de los embustes, travesuras y liviandades
de su hija. Paquita es un dechado de candor, de
humildad y de obediencia en los tiempos de Ma
ría Luisa. Paquita, en el día, es mal criada, volun
tariosa, interesadísima, trapacera, liviana, y no hay
inclinación viciosa que no tenga y que no se pro
ponga satisfacer después de casarse con un viejo
rico. D. Carlos, es en Moratín el espejo de la hi
dalguía, enamorado, leal y valeroso, y es al mismo
tiempo el más sumiso hijo de familia, ó mejor
dicho, sobrino, hasta rayar en extremos de docili
dad, que, contra la intención de Moratín, si se tie
nen por interés, merecen áspera censura, y si des
interesadamente se tienen, mueven algo á risa
como más propios que de un Coronel de un doc
trino. En cambio, el D. Carlos de ahora no hay
respeto humano que no atropelle, ni bellaquería
de que no sea capaz. Pero, ¿á qué aducir pruebas
cuando Ventura declara su pensamiento por boca
de D. Pedro, personaje de E l café, á quien, como
á D. Antonio, á D. Hermógenes, D. Eleuterio y
D. Serapio resucita y saca también en su Crítica?
Al modo que Moratín hace que D. Pedro, por lo
serio, y D. Antonio, por lo chistoso, sean los intér
pretes de su doctrina, así también lo hace Vega; y
D. Pedro dice que el defecto principal de los
tiempos de Carlos IV era la educación monjil y
gazmoña y la tiranía de los padres, y el defecto
principal de nuestros tiempos la relajación de
todos los lazos sociales.
Por lo demás, repetimos que la comedia de
Vega es graciosísima; y si no se trasluciera su in
tención al renovar los tipos empeorándolos, nada
tendríamos que censurar. Los tipos son verdade
ros, ahora y siempre, lo mismo á principios que á
mediados de este siglo. La diferencia consiste en
que Moratín escribió la alta comedia, donde im
porta que aparezcan nobles y elevados caracteres,
y Vega la farsa satírica, donde no importa, antes
conviene que sean ruines.
VI
La notable disposición y la gracia de Ventura
de la Vega para recitar, leer y aun ser actor, le
allanaron bastante el camino de su ascensión al
elevado puesto que ocupó en nuestro Parnaso, y
que, en mi sentir, aun conserva. Si no hubiera
sido un elegantísimo y discreto poeta, hubiera
sido el mejor de nuestros actores. Y esto, no sólo
per el arte de recitar, sino por el ademán, los mo
vimientos y el gesto sobre las tablas. En cuanto á
la mera recitación, era tal la magia de su acento, lo
correcto de su pronunciación y el tino con que
sabía dar á cada palabra todo su valer, magnifican
do y hermoseándo el sentido de cuanto decía, que
unos versos medianos parecían buenos en su boca
y divinos los que eran buenos. Algo había en el
organismo de Vega, en su voz y en su mirada,
que le hacían apto para recitar tan bien como no
hemos oído recitar nunca á nadie; pero, por cima
de estas apitudes orgánicas, se ponía el singular é
inteligente amor con que él mismo percibía y sa
boreaba las más delicadas bellezas poéticas y con
que anhelaba hacer partícipes de su conocimiento
y deleite á otras personas de menos aguda, limpia
y cultivada percepción estética que la suya.
Nos hemos extendido en este escrito más de lo
que conviene que se extienda cada uno de los re
tratos ó biografías que ha de contener esta serie,
y hemos hablado sólo de las obras del poeta, sin
hablar apenas de su vida.
Sobre ella tenemos, pues, que pasar rápida
mente.
Nació en Buenos Aires, el 14 de Junio de 1807,
cuando era aún colonia española aquella ciudad.
Su padre era alto empleado en Hacienda. Su ma
dre, una señera argentina. Viuda ésta á los cinco
años de haber nacido su hijo, le crió con amor y
esmero, y á los once años de su edad, le envió á
España á seguir una carrera, bajo la protección de
un tío suyo, que ocupaba posición elevada.
Vega se educó en el Colegio de la calle de San
Mateo, donde tuvo profesores excelentes como
D. Alberto Lista y Hermosilla, y compañeros de
estudios famosos después en España, en las letras
y en la política, como Espronceda, Ochoa, Molins
y Pezuela.
Cerrado el Colegio de San Mateo bajo el g o
bierno de Calomarde, Vega siguió recibiendo lec
ciones particulares en casa del insigne maestro
D. Alberto.
Allí intimó con Segovia y Escosura y con otros
ingenios, los cuales fundaron la Academia del
Mirto, que Lista dirigía.
Por aquel tiempo, aunque Vega no era ni muy
apasionado ni muy á propósito para la política,
entró en una Sociedad secreta llamada de los Nu-
mantinos, lo cual le costó que el Superintendente
de policía le arrestase y le obligase á pasar tres
meses de reclusión en el convento de Trinitarios.
Allí su despejo, su gracia y su carácter dúctil y
bueno, le ganaron la voluntad de los padres,
quienes le regalaron y mimaron de suerte que el
recluso no quería salir de la reclusión, cuando ésta
dejó de ser forzosa, ni quería volver al mundo
donde sólo le aguardaban inquietudes y priva
ciones.
Su tío y protector había ya muerto.
La madre de Vega le envió algún dinero para
que regresase á América. El amor de una mujer
retuvo á Vega en España.
La vida trabajosa á par que alegre de sus moce
dades viene con pormenores curiosos en el bello
elogio fúnebre que hizo de Vega su compañero y
amigo D.Juan de la Pezuela.
Entonces fué cuando se dedicó Vega á traducir
y á arreglar comedias del francés para ganarse la
subsistencia. Pasan de ochenta las obras de esta
clase que dió al teatro.
Protegido por D. Martín de los Heros, obtuvo
un empleo de 12.000 reales.
Casó con doña Manuela de Lema, celebradísj-
ma por lo bien que cantaba. De ella tuvo dos h i
jos. El mayor, D. Ricardo, debe considerarse, en
la pintura de la vida del pueblo bajo y de las cos
tumbres madrileñas dentro de pequeños cuadros
dramáticos en un solo acto, como digno sucesor
de D. Ramón de la Cruz.
Vega amó mucho á su mujer, la cual influyó en
su espíritu. De Volteriano que era en su mocedad
vino á hacerse devoto en la edad madura, y hasta
parece que, á poco de la muerte de su mujer, en
1854, Vega sintió viva inclinación á retirarse á un
convento. De la parte que ha tomado en la política,
no queremos hablar. Baste decir que en 1847 fué
cuando gozó de más favor. Fué maestro de litera
tura de la Reina Doña Isabel II y su gentilhom
bre y secretario particular; obtuvo la Gran Cruz
de Isabel la Católica, y, como dice su biógrafo
Cheste, llegó á ser Subsecretario de Estado.
Más propios de su índole y condición fueron
los empleos artísticos y literarios que desempeñó
más tarde. El conde de San Luis, cuando creó el
Teatro Español, le nombró su Director, con gene
ral aplauso. Por último, en 1856, siendo ministro
de la Gobernación D. Cándido Nocedal, Vega fué
nombrado director del Conservatorio de música y
declamación. En este empleo, para el cual era tan
idóneo, le conservaron todas las administraciones,
hasta su muerte, ocurrida el 29 de Noviembre
de 1865, á los cincuenta y ocho años de edad.
Vega había sido elegido académico de número
de la Real Academia Española, desde muy tempra
no; desde 1842, cuando contaba poco más de
treinta y cuatro años.
Los últimos de su existencia fueron harto peno
sos, por las continuas dolencias que le afligían. Se
diría que vivía de milagro, y que su voluntad y su
espíritu le sustentaban.
Su afable natural y su peregrino ingenio, que
tan gallardas y frecuentes muestras daban de sí en
la conversación familiar, esmaltándola de chistes
urbanos, no le abandonaron nunca.
Tal fué el hombre que, en aquella brillante épo
ca de renacimiento literario, sobresale entre mu
chos que indudablemente valían; y, si por fecun
didad y riqueza de inventiva, por originalidad y
brío de imaginación, y por enérgica novedad en el
estilo propio, queda por bajo de Zorrilla, Espron-
ceda, duque de Rivas, Bretón de los Herreros y
García Gutiérrez, por rectitud de juicio, por acen
dradísimo buen gusto y por primorosa elegancia
de dicción, nos parece que supera á todos, des
empeñando así, en aquella revolución literaria, el
útil y conveniente papel de conservador de ’las
tradiciones de la escuela clásica, tan ilustrada por
Lista, Moratín, Gallego, Hermosilla y Quintana.
Madrid, 1881.
PO ESÍAS
DE
DON M ARCELIN O M EN ÉN D EZ PELA YO
S r. D. Mariano C atalina .
Mi querido amigo y compañero: Vergüenza me
da de esta pereza ó de esta seca esterilidad de la
mente, que há tiempo me aflige y no me deja
cumplir multitud de compromisos que tengo con
traídos. Es uno de ellos el de escribir un largo
prólogo para las poesías de nuestro amigo Me-
néndez Pelayo, de las cuales hace usted elegantí
sima edición ahora.
En mi sentir, las poesías susodichas no han me
nester de prólogo, ni largo ni corto, escrito por
nadie, y mucho menos escrito por mí, que he de
ser tildado y recusado por muy parcial del poeta;
pero el poeta se empeña en que yo escriba el pró
logo, y hasta en que el prólogo sea largo: yo le he
dicho que le complaceré, y ya, salga bien ó mal,
voy á cumplir la promesa y á escribir el prólogo
ofrecido, incluyéndole en esta carta, que dirijo á
usted, con quien tengo más confianza que con el
público, y á quien podré declarar ciertas opinio
nes mías con mayor desenfado y sin rodeos.
Todavía, á pesar de mis años, soy yo cándido
para bastantes cosas; pero no lo soy, ni lo he sido
nunca, en lo que á la vanidad se refiere. No me
lisonjeo, pues, de que, en virtud de mi elocuencia
crítica, he de convertir en admirador de Menéndez
Pelayo, como poeta, á uno solo de los que como
tal le niegan ó le denigran; pero quizás atine á
exponer, con toda claridad, las razones que tienen
sus parciales para encomiarle, y á discurrir sobre
la poesía lírica en general, con ocasión de las de
nuestro amigo, afirmando teorías que me parece
conveniente sostener y divulgar, y que pudieran
llevar el convencimiento al ánimo de personas de
recto juicio, que hasta hoy piensan de modo con
trario, por carencia de reflexión sobre ciertos
puntos.
El crédito que una persona adquiere de hábil
en cualquiera oficio, suele estorbar, y á veces hace
imposible que la celebren ó aplaudan por otra
habilidad, aptitud ó merecimiento. El linaje huma
no es harto económico de alabanzas. Concedemos,
por ejemplo, que alguien es buen mozo, y al ins
tante nos sentimos inclinados á poner un pero ó
varios peros, á fin de atenuar la concesión. Es
buen mozo, decimos; pero es presumido, es soso,
es muy sin gracia. Tai general es bizarro; pero, si
no le cabe en la cabeza un escuadrón de caballe
ría, ¿qué quiere usted que haga?... Doña Luisa es
lindísima y elegante; ¡pero es tan remilgada, tan
fastidiosa, tan incapaz de sacramento!... Pedro tira
bien á la pistola y al florete, monta á caballo como
pocos, y valsa á las mil maravillas; pero ¡si rebuz
na en vez de hablar!... Diego habla elocuentísima-
mente en público; pero es calamitoso cuando es
cribe. Juan es un primor escribiendo; pero no se
le puede aguantar hablando. Francisco sabe mu
cho de poesía; compone versos preciosos; pero
¿cómo quiere usted que cumpla con su obligación
en la oficina? ¿Qué ha de entender de Hacienda
un poeta?
Quien discurre de esta suerte logra limitar las
facultades de todos, á fin de que nadie sobresalga
demasiado y en varias cosas á la vez. Y luego, pa
sando de lo particular á lo general, solemos poner
incompatibilidad absoluta, salvo por milagro ó ex
cepción rarísima, entre ciertas prendas y virtudes
de entendimiento y de carácter, dando por eviden
te que se excluyen unas á otras en el mismo suje
to. Así, por ejemplo, todo el que es diestro en la
prosa de la vida y conoce la aguja de marear, como
vulgarmente se dice, se supone que jamás se le
vanta, ni con la imaginación ni con el sentimien
to, medio palmo sobre la superficie de la tierra.
En el que sueña con poesías é idealismos halla
mos la más deplorable incapacidad para la vida
práctica. En el poeta vemos desorden, poca ó nin
guna disposición para estudios eruditos, y caren
cia de crítica, á fin de que su obra sea el resultado
portentoso de un instinto ciego y semidivino. Y
en el crítico, estudioso y dotado de erudición, pro
pendemos á dar por evidente, ó bien que su alma
carece de alas, ó bien que, con el peso de los li-
brotes que ha estudiado, las alas pierden su brío
y ligereza, y jamás llegan á alzar el vuelo á las re
giones donde está la inspiración original, el nu
men ó la musa, como se decía en otro tiempo. El
erudito tiene memoria, y la memoria ahoga en él
la fantasía y la suplanta; recuerda, y no crea; imi
ta, y no inventa; repite los sentimientos é ideas de
los extraños, y no siente ni piensa por sí. Hasta
en la forma nada pone de*su cosecha, y no emplea
expresión que no haya sido empleada por algún
autor de los que lee, estudia y admira.
De tal manera, no es dable que nadie llegue á
ser buen poeta, y, sobre todo, poeta popular. Aun
suponiendo que el tal tiene talento, abrumado este
talento por la lectura, carecerá de la plena con
ciencia de la vida actual y real; lo verá todo de re
flejo en los libros, y no en el universo y en la so
ciedad humana; será anacrónico, pensando tal vez
*
como en el siglo x v se pensaba, y será exótico, no
retratando ni reproduciendo lo que hay en su siglo
y en su patria cuando él escribe, ni columbrando
tampoco y vaticinando, con vista y aliento fatídi
cos, algo de lo futuro. Si la urraca, que remeda lo
que oye, y toma de acá y de acullá retazos y des
echadas antiguallas, no tiende el vuelo ni clava la
vista como el águila de Júpiter, tampoco el pobre
humanista, que sueña con ser vate, dice con razón:
Longius et volvens fatorum arcana movebo,
ni pasa de repetir lo que se sentía, imaginaba ó
pensaba, hace veinte ó treinta siglos en Roma, por
ejemplo, ó en Alejandría, ó en Atenas.
Para entender á este poeta erudito, todo lector
medianamente profano necesitará, por lo menos,
del auxilio del Bouillet. La dama de sus pensa
mientos, á quien él dirija declaraciones, ternezas ó
piropos en sus coplas, se quedará á obscuras le
yéndolas, como si en griego estuviesen escritas, ó
bien tendrá que seguir un curso de mitología, otro
de antigüedades clásicas y otro de filosofía gentí
lica. Y el vulgo, por último, que ni tiene para
comprar el Bouillet, ni sabe que existe, ni cuenta
con solaz y reposo para meterse en la cabeza tanto
enredo, oirá á nuestro poeta como quien oye llo
ver, y no llegará á conmoverse, ni siquiera pene
trará el sentido de lo que el poeta dice en alaban
za de la religión ó de la patria.
Todo esto tiene una parte de verdad, y todo esto
y más se propala contra las poesías de nuestro
amigo Menéndez Pelayo. ¿Qué es lo que podemos
y debemos contestar?
Sobre lo de poco inteligible y atiborrado de
doctrina, la contestación es breve. Si por semejan
te falta ó sobra hemos de condenar á Menéndez
Pelayo, condenémosle, que no irá en mala compa
ñía á cumplir la condena. Con él irán Dante y
Goethe, que saben cuanto había que saber en la
edad en que vivieron, sin que lo guarden ó escati
men al escribir versos, sino vertiéndolo en ellos
con profusión, á fin de que cada lector alcance y
entienda hasta donde lleguen sus entendederas y
sus alcances. Además, que el Quijote nos convida
con la linda contestación que dtó el cura á maese
Nicolás el barbero, cuando éste dijo que no enten
día cierto libro: „Ni aun fuera bien que vos le en-
tendiérades." Lo cual, entre varias interpretaciones
que puede recibir, significa que el que escribe no
ha de estar obligado á ser rudo y vulgar, receloso
siempre, y á menudo sin fundamento, de que es
más rudo y más vulgar que él quien ha de leerle.
En lo demás, la defensa de las poesías de Me
néndez Pelayo es, á mi ver, facilísima. Lo que no
puede ser es corta. Si la crítica con que son ataca
das toma, sin duda, por blanco el valer personal
del poeta, no reconociendo en él fantasía, senti
miento ni espontaneidad, mas se funda en razones
y conceptos generales sobre el arte soberano de
crear la belleza por medio de la palabra rítmica, y
contra estas razones y estos conceptos conviene
protestar. De donde se sigue que la apología de
este tomo de versos reclama é implica la refutación
de no pocos errores literarios que acerca de la
poesía lírica andan muy validos.
El antagonismo que ponen hoy los más de los
críticos entre la poesía popular y la erudita, no ha
existido nunca. En cierto modo, no hay siquiera
distinción entre ambas poesías. La popular es la
erudita que agrada ó entusiasma al pueblo, hacién
dose popular. Y la erudita, si, cuando no llega á
ser popular, es tal vez porque no merece el aplau
so y el entusiasmo de la muchedumbre, también
puede ser porque el poeta vive en edad poco
poética, ó porque el pueblo está extraviado por
un pésimo gusto literario que le hace preferir lo
malo á lo bueno. Hay, además, otra poesía, que
podemos llamar vulgar, porque el vulgo no sólo
la sabe, sino que la compone: pero esta poesía
no suele pasar de coplas en país alguno, y aun
es probable que las mejores de estas coplas
hayan sido compuestas por poetas eruditos, quie
nes adivinaron el gusto y obtuvieron el favor
del vulgo. El prurito de lograr esto causa mu
chos extravíos. Ya, por afán de sencillez, se des-
*
cieña toda elegancia de lenguaje y se escribe con
desaliño impropio hasta de la más desmayada
prosa. Y ya, receloso el autor de no ser entendido,
suponiendo muy cortos alcances en el vulgo, no
dice en sus versos sino enfáticas vulgaridades.
Suele, por último, ocurrir que, á fin de dar el
autor novedad á sus coplas, sin salir del tono y de
los sentimientos que imagina él ingénitos en el
pueblo, trae á sus cantares afectados y exóticos
sentimientos, que jamás abrigó el alma de la nación
para quien escribe, y que tal vez acaban por infi
cionarla y pervertirla. Así, por ejemplo, una empa
lagosa sensiblería tudesca, que nunca fué en lo an
tiguo española castiza, y que, ó bien inmediata
mente, ó bien por medio de Francia, ha venido á
adherirse á nuestra poesía pseudo-popular, como
la filoxera ó el oidiüm á la vid, apareciendo en se
guidillas y coplas de fandango, las cuales hemos
de suponer cantadas por jaques, flamencos y ma
jas de lo más crudo. ¿Cómo no ha de disonar en
tales bocas este hiperbólico sentimentalismo? Has
ta en Alemania se le niega el ser popular, y disue
na y empalaga. Goethe, pedía que se promulgara
una ley que le desterrase de los versos durante
treinta años, á ver si el sentimiento nacional apare
cía en lugar suyo. Y en otro agudo crítico alemán
llegó el empalago á tal extremo, que estaba empe
ñado en perseguir y exterminar golondrinas y rui
señores en todo el reino de las Musas. En efecto:
hasta lo más bonito y simpático enfada á veces por
lo repetido y mal traído á cuento. Aquí, por ejem
plo, en esta tierra de Portugal, poseen una lengua
rica y á propósito para la poesía lírica; pero andan
también muy inficionados del sentimentalismo
germánico. Usan palabras preciosas y significati
vas, que nos faltan en castellano, como luar, el re
lucir de la luna, y saudades, pasión melancólica
nacida del deseo y de memorias amorosas de un
bien perdido ó soñado. Sin embargo, se prodigan
ahora tanto las saudades y el luar, que se me an
toja que convendría que ambos vocablos se prohi
biesen durante medio siglo por lo menos.
La manía por la poesía popular trasciende hasta
a los metros, aprobándose unos por populares y
rechazándose otros por eruditos. No se ha de ne
gar que el metro más popular en castellano es el
de ocho sílabas; pero ¿proviene esto de afinidad
misteriosa entre dicho metro, nuestros oídos, órga
nos de emitir la voz articulada é índole del idioma
que hablamos, ó de que los modelos, que en lo an
tiguo lograron popularizarse, están en versos de
ocho sílabas? De todo hay, sin duda, si bien la ex
plicación más natural es decir que el octosílabo y
el empleo del asonante sirvieron para la poesía
épico-popular, y de allí pasaron á las coplas en Es
paña. En Italia, al contrario, el pueblo aprendió y
recitó, en un principio, tercetos del Dante y octa
vas reales del Ariosto y de otros épicos, y hasta los
poetas franciscanos, en el albor del lenguaje y de
la literatura, escribieron endecasílabos, de donde
pasó el endecasílabo á la poesía popular, ó mejor
dicho, vulgar. En la rica colección de cantares de
Toscana, hecha por Tigri, apenas hay un verso
que no sea endecasílabo. De lo cual, no obstante,
no es lícito y sería cruel sacar la consecuencia de
que debemos condenar á los italianos á perpetuo
verso endecasílabo y condenarnos á nosotros al
octosílabo perpetuo, so pena de no ser populares
nunca.
Ni por el metro, ni por atildamiento y ornato de
estilo, conviene desechar como impopular la poe
sía, confundiendo lo popular con lo vulgar. Si la
desecháramos, sería ineludible consecuencia el
afirmar, v. gr., que la Elegía de Gallego al Dos de
Mayo y la Oda de Quintana al levantamiento de
España contra los franceses, donde más alto y más
claro suena la grande y heroica pasión patriótica
que conmovió las entrañas de nuestra nación en
1808, y la hizo capaz de tantas hazañas gloriosas,
no pueden ser populares, sino artificiosas y erudi
tas; y que la verdadera poesía popular de entonces
es aquello de
Napoleón Primero,
¡Ay, infeliz de tí,
Si á nuestro Rey Fernando
No vuelves á Madrid!
ó aquello otro de
Í6
gía de su lengua con la española, los poetas italia
nos que desde fines del pasado siglo han escrito
tan admirables é inspiradas obras en endecasíla
bos sin consonantes. Parini en 11 Giorno, Fóscolo
en sus Sepolcri y Manzoni en su Urania, son aca
bados modelos. Su estudio hubo de influir en las
composiciones bellas de este género que ya posee
nuestro idioma, como las sátiras de Jovellanos, las
epístolas de Moratín, la traducción del libro i de
la Eneida de Ventura de la Vega y la Visión de
Fray M artín de Núñez de Arce. Aquí, en Portu
gal, Francisco Manuel y Garrett han hecho sus
mejores composiciones en este metro libre, el cual
se desdeña ó descuida hoy, empleándose con so
brada insistencia el alejandrino francés, con con
sonantes pareados, cuyo monótomo martilleo de
biera ser insufrible en ambas Hesperias, á todo
oído de quien no quiera renegar de su casta. Vana
y sin fundamento es, pues, la manía, el verdadero
furor con que se desatan en España los más de los
críticos contra el endecasílabo libre. ¿Qué mal les
ha hecho? Ya se irán acostumbrando, y al fin le
aplaudirán. Lo que sí es híbrido y malo, á mi ver,
es el romance endecasílabo. Cuando es octosílabo,
puede ser admirablemente bello. En él poseemos
la más hermosa poesía épico-popular de todos los
pueblos modernos. Pero el verso endecasílabo re
quiere amplia libertad, ó bien la rima perfecta y
variada, ora por estrofas simétricas, ora sin orden.
Un acto entero de una tragedia, un canto entero
de un poema, todo en un romance endecasílabo,
fatiga por la monotonía de la larga serie monorí-
mica imperfecta, y exige un esfuerzo algo pueril
por parte del poeta, para no repetir los asonantes
é ir apurándolos todos. No es esto negar que el
ingenio extraordinario de un poeta venza á veces
tamaños inconvenientes, y haga amena la lectura
de una obra escrita en romances endecasílabos,
como sucede con el Duque de Rivas en E l moro
expósito.
Menéndez Pelayo escribe casi siempre endeca
sílabos solos, ó endecasílabos mezclados con epta-
sílabos, y sin rimas ni asonancias. Su lenguaje
poético es atinado en las más de sus traduccio
nes, sobre todo en la del Canto de los Sepulcros de
Fóscolo.
También emplea con frecuencia nuestro poeta
los sáficos-adónicos: estrofas, como todos saben,
de cuatro versos, los tres primeros endecasílabos^
aunque acentuados de cierta manera, y el cuarto
de cinco sílabas, si bien con tal acentuación, que
imite, en lo posible, lo que en griego ó en latín
era un dáctilo y un espondeo.
Para mí es evidente que, en castellano, ó no hay
silabas breves ni largas, como en latín y en griego,
o no sabemos en qué consistía en quellas lenguas
ya muertas la cantidad de las sílabas. Nosotros no
comprendemos bien sino el acento. Donde el
acento está se apoya la voz, se detiene algo la pro
nunciación y la sílaba se alarga, de suerte que las
otras sílabas de que la palabra consta, parecen bre
ves. Así en céfiro, por ejemplo, ó en cualquiera
otro vocablo esdrújulo, se diría que hay un dácti
lo, pues sonando larga la primera sílaba, se hacen
breves las dos que siguen. Pero ¿cómo suponer
que, en una palabra de dos sílabas, son largas las
dos? Si digo amo, al apoyar ó acentuar sobre la a,
me parece breve la sílaba mo, y si digo amó, al
acentuar mó alargo la segunda sílaba, y a me pa
rece breve. Confieso mi ignorancia ó la torpeza
antimusical de mi oído: no comprendo el tal mis
terio de la cantidad. Me doy, además, á recelar que
este secreto se ha perdido. En la Grecia de ahoia
se habla, más ó menos empobrecida de formas, la
lengua helénica. Poco á poco podrán renovarse
las formas perdidas, y tal vez se escribirá y habla
rá en griego moderno, como hablaría Platón si
resucitara) pero de la cantidad nada se sabe. Hoy
hacen los griegos como nosotros: alargan la sílaba
donde está el acento, de modo que la sílaba, que
tal vez es breve, según la prosodia, nos parece
larga, y la larga breve. Pongo por caso: los grie
gos dicen ahora KúxXíoitec, cíclopes, como nos
otros, y apoyan en la u, resultando breve (á núes-
tros oídos) la (u ú o larga. En cambio, no dicen
Agamenón como nosotros, s i n o Agamemnon,
A-|a¡ji¡j.vojv, aunque la o última es o larga, y dicen
Demostenes y no Demóstenes, aunque de las cua
tro sílabas de que la palabra Ar¡noa0sví¡<; está com
puesta, precisamente en las dos en que ni los grie
gos ni nosotros apoyamos hay r¡ ó e larga, y en
las otras dos o y s, ú o breve y £ breve. Vaya us
ted ni nadie á entender esto. Quizás el acento era
para hacer la voz tiple, si era agudo, ó barítona, si
era grave, ó para atiplarla y ahuecarla sucesiva
mente, si el acento era circunflejo. Mientras que
la cantidad era el tiempo, el acento era el tono.
Extraña música hubo de ser el habla entonces.
Personas sabias lo explicarán. Yo declaro con
humildad que no lo percibo. Abro por cualquier
lado á Esquilo, á Eurípides ó á Sófocles. Leo un
verso, según todas las pronunciaciones posibles, y
casi nunca me suena á verso; pero los exámetros,
los pentámetros y los sáficos-adónicos me suenan.
Sin embargo, ni de éstos sé á las claras en qué
consiste que me suenen. Creo que nadie lo sabe
tampoco. De aquí que la imitación en nuestras
lenguas modernas tenga que ser aproximada, y
no exacta.
Goethe se queja del alemán; dice que no se
presta á los metros antiguos; apenas está Goethe
seguro de que se sepa de fijo cuál sílaba es breve
y cuál es larga en su lengua. ¿Era esto porque
Goethe no sabía bien prosodia, como deja entre
ver Lichtenberger? ¿La sabían mejor Schlegel ó
Voss? No nos metamos en tantas honduras. Yo
me consuelo de no saber tampoco prosodia con
que Goethe no la supiese. Pero la verdad es que.
un espondeo, dos sílabas largas seguidas, ni en
alemán, ni en italiano, ni en español, ni en inglés
se hallan, ni se sabe lo que es, por donde resulta
que no pueden hacerse verdaderos exámetros, ni
verdaderos pentámetros, ni verdaderos sáficos-
adónicos en castellano. Esto no impide, con todo,
que se escriban estrofas de á cuatro versos, tres
de once sílabas y el cuarto de cinco con tal artifi
cio, que nos parezca que suenan como los versos
griegos y latinos llamados sáficos-adónicos.
De tales estrofas ha hecho muchas Menéndez
Pelayo, y yo las hallo armoniosas y bellas por lo
común. Hay, no obstante, de vez en cuando, fuer
za es confesarlo, versos que, ni aun entendidas las
cosas á nuestro modo, son sáficos. Citaremos al
gunos:
Conducidme á los mármoles de Sunío...
Todo se eclipsa menos vuestra gloria.
Aun lanza Febo sobre vuestras cumbres...
A
Imitación ó paráfrasis de muy distinto género
es la de una oda de Sinesio. No entraremos á des
lindar lo que es del autor y lo que el parafrasta
ha puesto de su propia cosecha. ¿Quién sabe has
ta qué punto el severo autor del libro de los Hete
rodoxos se vale de la composición del Obispo de
Tolemaida, como de un pasaporte ó salvo-conduc
to, para lanzarse, en atrevida excursión poética,
casi, casi fuera de los límites de la ortodoxia? La
oda, escrita en estrofas regulares, rimadas, de las
que se llaman liras, compite, por su limpia senci
llez, sobriedad de estilo y pureza de lenguaje, con
las mejores odas de Fray Luis de León. Hay en
toda ella profundo sentimiento religioso, si bien
entreverado de filosofías de origen gentílico, lo
cual no es condenarlas. Nadie ignora que los an
tiguos sabios cristianos tomaban lo que juzgaban
saludable y útil en las ciencias y letras griegas; en
las cuales, ora veían una evangélica preparación,
ora el complemento humano de la obra de los pro
fetas, ora la realización de lo prefigurado en los
vasos y joyas de los ídolos egipcios que los israe
litas se llevaron al huir de los dominios de Faraón
para la Tierra prometida. Pero, cualquiera que sea
la procedencia de las doctrinas, en la oda imitada
por Menéndez Pelayo, hasta donde puede juzgar
se é inferirse de la vaguedad de un arrobo poéti-
tico, más que misticismo, en sentido riguroso, se
advierte emanatismo, combinado con la tesis aris
totélica de la misteriosa atracción, por cuya virtud
el primer motor mueve y llama á sí á los seres. Así
es que el poeta no se reconcentra y busca á Dios
en el centro del alma, como nuestros místicos, sino
que, teósofo naturalista, difunde su alma por toda
la inmensidad del universo, que Dios llena, si bien
como luz que tiene su foco donde anhela el alma
abrasarse y anegarse, volviendo á su origen.
Por el examen hecho hasta aquí, aunque re
sulta que nuestro autor percibe y ama la ya crea
da poesía, y sabe reproducirla y expresarla en su
nativo idioma, no se ve aún al poeta con propio
carácter y con originalidad individual. Y en Espa
ña, en el día, á par que la lírica guarda, en gene
ral, su sello castizo, poseemos varios poetas líricos -
de mérito, con marcada fisonomía. Así, Zorrilla,
brillante y rico de imágenes, Núñez de Arce, amo-
nestador y nervioso; Campoamor, quinta-esencia-
do, paradojal y ameno; Alarcón, sutil é irónico;
Querol, correcto, elegantísimo y lleno de senti
miento verdadero y puro, y Campillo, firme sos
tén por su alta entonación de la célebre escuela se
villana.
Yo veo con patriótica satisfacción el crédito, cada
día mayor, que alcanzan en países extraños nues
tros pintores; crédito que persuade al público es
pañol de que en la pintura nos hemos encumbrado,
como en los mejores tiempos, á la altura de las na
ciones más gloriosas y fecundas en dicho arte; pero
también estoy persuadido de que estas elevaciones
no suelen ser en un arte solo, sino que son, por lo
común, simultáneas en muchos: en casi todas las
manifestaciones de la actividad del espíritu. Por
donde tengo por seguro que nuestros poetaslíricos
contemporáneos muestran hoy florecimiento con
digno al que celebramos en la pintura, si bien en
tre los extianjeros no es tan estimado, porque la
lengua española es poco conocida y cultivada fue
ra de España.
Ahora bien: ¿podremos colocar á Menéndez Pe-
layo en esa luminosa pléyade poética, de cuyos as
tros más claros acabamos de citar varios nombres?
Harto sé que carezco de autoridad para dar ó ne
gar este á modo de título ó diploma; pero siem
pre me será lícito examinar, procurando ser im-
parcialísimo, los méritos y servicios que Menéndez
Pelayo alega y presenta en sus obras. Yo daré in
forme, según mi leal saber y entender, y el públi
co resolverá.
Usted me ha de perdonar prolijidades y digre
siones. El asunto que trato es dificultoso para mu
no porque no se me ocurra nada que decir, sino
porque se me ocurre más de lo que conviene, y
no me resigno á dejármelo en el tintero.
Es evidente que, en el estado actual del mundo,
un poeta de oficio ó profesión es difícil de hallar.
Si lo de poeta se limita al lirismo, la dificultad se
trueca en imposible. Quiero significar con esto que
el poeta lírico es, además, autor dramático, nove
lista, médico, juez, zapatero, fabricante, propieta
rio, clérigo; en suma: tiene un empleo, ó se ocupa
en algo, con preferencia y con mayor asiduidad,
que en componer sus poesías. Cualquiera otra be
lla arte puede ser una profesión; pero la lírica no
puede serlo. Hay pintores, escultores, arquitectos,
músicos y bailarines. Líricos no hay. Allá, en lo an
tiguo, hubo richis entre los arios, aoidos entre los
griegos, bardos entre los celtas, trovadores y trou-
véres en Francia, y m innesinger en Alemania. En
el día, nada hay que á aquello se asemeje. ¿Será
porque vivimos en edad más prosaica? No hay
para qué tocar aquí tan grave cuestión. Baste adu
cir el hecho, sin escudriñar la causa. Lo que no
puede menos de inferirse es que dicho arte de la
lírica no se parece á los demás; que en él no hay
maestros ni oficiales, sino que todos son aficiona
dos; y que nadie le consagra su vida, sino sus ra
tos de ocio, como si se tratase de un mero pasa
tiempo. Lo cual, bien mirado, redunda, no en des
crédito, sino en singular encomio y en privilegio
soberano y augusto. A un ingeniero se le puede
pedir que haga un camino, una mina ó un puente:
á un sastre se le encarga una levita, y hasta una no
vela á un novelista, un drama á un autor dramáti
co, y un sermón á un clérigo. Pero, ¿qué editor
encargará un tomo de odas, ni qué poeta las escri
birá de encargo, ni qué persona no afirmará, con
indicio infalible, antes de leer las odas ó canciones,
que no han de valer un pito, aunque sea el propio
Píndaro el encargado de componerlas?
La musa lírica es voluntariosa, huraña y rebel
de. No cede al capricho: no acude á la evocación:
no viene sino en solemnes ocasiones. Cierto que
toda obra artística requiere la inspiración. La obra
no será buena, si no está inspirada. Pero la inspi
ración para toda otra obra artística está más á
nuestras órdenes; más á la mano; más bajo nues
tro dominio. Casi podemos disponer de ella cuan
do queremos. En la lírica, no. Por lo cual, ni exci
taré yo á ningún poeta á que componga versos, ni
le echaré en cara que haya escrito pocos. Lo que
importa es que sean buenos.
Los buenos versos en pocos días se escriben.
Poeta hay que vive setenta ú ochenta años, como
Quintana ó Gallego, y gana la inmortalidad en una
semana. Por mucho que D. Juan Nicasio medita
se, limase y corrigiese, no se puede suponer que
empleara más de una semana en escribir la Elegía
del Dos de Mayo. Manzoni vive más de ochenta
años, y toda su poesía lírica, himnos y coros, pue
de haber sido tarea de un par de meses á lo más.
La legítima y grande poesía lírica es, pues, pro
ducto rarísimo. Es la creación extraordinaria de un
hombre, en un instante, ó en varios breves instan
tes dichosos y semi-divinos, que tiene en muchos
años de vida común y terrena. Para el adveni
miento de este instante es menester que haya ca
pacidad en nuestro ser interno: pero todavía im
porta, á veces, que le suscite algún caso exterior,
algún acontecimiento que entusiasme, no ya al
poeta solo, sino á todo el pueblo ó á toda la gene
ración para quien el poeta canta; de modo que el
poeta apenas haga más que dar forma inmortal y
precisa al vago y confuso sentimiento de la muche
dumbre.
La poesía lírica, entendida así, es más que un
arte. Aun, en nuestro siglo, puede decirse de ella
lo que de la poesía de las edades primeras: Dictae
per carmina sortes et vitae mostrata vía est. ¿Qué
influjo no ha ejercido, en nuestro siglo, en el des
tino de las naciones? Sin los encomios á Napo
león I de Béranger, Lamartine, Víctor Hugo y
otros, quizá Napoleón 111 no hubiera reinado nun
ca. Sin los cantos de líricos italianos, como Parini,
Fóscolo, Giusti, Leopardi y Manzoni, no se hubie
ra fomentado la revolución en los espíritus, y se
guirían siendo un sueño la independencia y la
unidad de Italia.
Y en Alemania ha contribuido también á los
*
triunfos de aquella nación y á su unidad bajo el
imperio.
No obsta lo dicho para que el poeta pueda ins
pirarse, sin caso exterior ó por caso mínimo, si
bien entonces la poesía será muy sujetiva, ó será
en su menor grado, y se salvará por el chiste, por
el gracejo, desenvoltura ó primor del estilo. Será
un orden inferior de poesía.
No censuraré yo, como Moratín, á quien escriba
Un soneto al bostezo de Belisa
O al resbalón de Inés otro soneto.
ú
que mejor celebró las glorias de Portugal. Enton
ces se creían todos tan españoles como los arago
neses y los castellanos, si bien dejando salva la
autonomía de Estado independiente. Hoy son
pocos lo que piensan así, aunque, en estos pocos,
lícito es felicitarnos de que se cuenten notabilísi
mos pensadores y escritores ilustres, de que Por
tugal puede jactarse aún: Latino Coelho, Oliveira
Martins, Teófilo Braga y otros. Para éstos, lo mis
mo que para Menéndez, por cima de la variedad
política que nos separa, hay civilización idéntica, y
unidad de misión y destino en ambas naciones,
que constituyen una sola gente. Si Dios dá á cada
pueblo un ángel, ó si la naturaleza le dá un genio
ó espíritu que le guíe, aliente é inspire, la Penín
sula ibérica no debe tener más que uno, y el pue
blo peninsular que reniegue del otro pueblo,
sobre las mil desventuras que nuestra decadencia
nos ha traído, tendrá, también, á mi ver, la de que
darse sin ángel, sin espíritu ó sin genio propio.
Grecia da á la humanidad la poesía, el arte, la
ciencia y la filosofía especulativa. Roma, unidad y
leyes. Italia resucita la civilización en la época del
Renacimiento. España abre nuevos caminos, com
pleta el conocimiento de nuestro planeta, magni
fica el concepto del universo visible, é inicia la su
blime misión de las grandes naciones europeas de
extender por todas partes su imperio y su cultura.
Verdaderos portentos han hecho después, si
guiendo nuestras huellas, ingleses, franceses y ale
manes; mas para Menéndez Pelayo, aun les queda
mucho que hacer hasta que nos eclipsen y sobre
pujen.
En todo esto, en mi sentir al menos, aun en pro
sa me parece que Menéndez Pelayo tiene razón.
Si exagera algo, ponderando quizá más de lo jus
to á los olvidados ó poco estudiados filósofos es
pañoles, y denigrando á veces á los alemanes, con
denémosle en la prosa, pero absolvámosle en la
poesía, donde entran por mucho el sentimiento y
la pasión, y donde cuadran bien la hipérbole y la
vehemencia.
En poesía, además, caben pocos distingos y di
suenan los sin embargos, no obstantes y á pesar
de todo. Así es que nuestro poeta, á quien jamás
abandona al escribir su alto y sano juicio, el cual
no le deja caer en vulgaridad ni en disparate, aun
al lanzar la invectiva más briosa ó entusiasmarse
con la apología más ardiente, suele hacer afirma
ciones que en prosa merecerían refutación: pero
refutación que casi nunca pasa de un distingo, que
el propio poeta pone ó pondría cuando en prosa
escribe ó escribiese.
Debo citar algunas de estas afirmaciones.
Achacar á los alemanes ó á los ingleses
Ú
Esla vaga, mortal melancolía
Que al mundo enfermo y decadente oprime,
...Orgullosos
Allá arrastren sus ondas imperiales
El Danubio y el Rhin antes vencidos.
Yo prefiero las plácidas corrientes
Del Tiber, del Cefiso, del Etirotas,
Del Ebro patrio ó del ecuóreo Betis:
Donde el fermento
De insípida cebada en las cabezas
Sombras y pesadez va derramando.
Esto, no obstante, es sólo un arranque de mal
humor poético, que tiene gracia, y que, entendido
así, tiene también verdad. Los doctores Lauser y
Schuchardt, hallándose un día, en mi casa de Ma
drid, con Menéndez, me excitaron á que yo mo
viese á éste á recitar los versos en que están esas
diatribas contra los alemanes; Menéndez los reci
tó, y naturalmente ellos los celebraron, aplaudie
ron y rieron.
Es evidente que hay algo de celos y de noble
envidia patriótica en los citados dicterios. Por eso
reían y aplaudían Lauser y Schuchardt. Nuestro
humanista siente en el fondo del alma que el lla
mado por él sacrilego consorcio de griegos y teu
tones se celebra mejor, por ahora, que el de espa
ñoles y griegos; que las paces están hechas; que
Elena y Fausto se casan, como imaginaba el Júpi
ter de Weimar; y que Euforión ha nacido entre las
nieblas hiperbóreas. Los cantos de Schiller y de
Goethe bien pueden igualarse con el de las Piéri
des; y el filo so fa r caliginoso de Schelling y de He-
gel, si no vale (por el estilo) lo que vale el filoso
far de Platón, menester es confesar que por la
profundidad, impulso extraño de la fantasía para
crear ingente sistema que encierra cuanto es, y ad
mirable fuerza de discurso para ponerle en orden,
á todo, desde Platón y Aristóteles hasta ellos, eclip
sa y supera.
La referida envidia patriótica, ó, mejor dicho,
noble emulación, se revela más candorosamente
cuando dice el poeta:
Siempre ansiosos
De tierra más feraz, al Mediodía
Los Bárbaros descienden: en buen hora
Que de nuestros despojes se enriquezcan;
¡O numi, o numi,
Pugnan per altra térra itali acciari!
É
sente; lo digo con sinceridad), vivimos ahora en un
período de florecimiento, nuestro poeta no ha sido
únicamente aplaudido como tal por los que, al ha
cerlo, pueden dejarse llevar del espíritu de parti
do, sino también por personas que en los partidos
más opuestos militan.
Entre estos encomiadores descuella un crítico
duro, cruel, injusto á veces y sobrado desconten
tadizo; pero (estoy seguro de que no me engaña
la gratitud) de agudísimo ingenio, de erudición va
ria y sana y de singular chiste y discreción en
cuanto escribe, cuando la pasión de secta no le cie
ga; el Sr. D. Leopoldo Alas. Con trasladar aquí al
gunas de las alabanzas que él da á Menéndez, ter
minaré y completaré esta parte de mi estudio.
«Menéndez,dice, quiere, como Chénier,que imi
temos á los antiguos, porque sabe la diferencia que
va de la imitación servil, fría y rebuscada, á ese
espíritu de asimilación que escoge de todo lo bue
no la flor, lo exquisito. Nada más necesario para
nuestras letras, tal como andan, que ese estudio
prudente y bien sentido de la civilización clásica y
de su literatura; nada más digno de admiración
que ese espíritu, encarnado en un joven que, sin
precedentes próximos, sin más atractivo poderoso
y de cuenta que la propia inspiración, se arroja
por tan desusado camino... Hay algo en lo clásico
necesario para la educación completa... Menéndez
acaso es el solo que lo comprende aquí y lo siente
como es menester para hacerlo fecundo. Amar lo
antiguo por ignorancia de lo moderno es achaque
de algunos eruditos; pero amarlo, conociendb lo
nuevo, y por lo mismo, porque se echa de menos
en esto lo que en lo antiguo existe, es otra cosa."
Natural es que lo primero que directamente
mueva á cantar á un joven poeta sea la mujer y
su hermosura. Natural es que Amor sea el primer
numen que le inspire. Pero en Menéndez Pelayo
no sucede así. Engolfado en sus estudios, asisten
te en las aulas y en las bibliotecas, y velando de
noche sobre los libros, y no en los salones, no
toma hasta tarde, con relación á su precocidad,
asunto que no sea de sus estudios mismos.
Sus primeros versos de amor son A Epicaris, y
en ellos se ve patente la verdad de lo que decimos.
El estudiante tiene una novia, sencilla sin duda,
modesta y buena, con quien no podemos menos
de creer que piensa en contraer matrimonio. El
caso es bastante serio y el espíritu del pqfta lo es
también para que produzca versos ligeros, alegres
y galantes. Pudiera haberlos producido tiernos y
apasionados; pero,menester es confesarlo, tampoco
lo son los verses A Epicaris. Nuestro poeta, que
trata de crear lo verdadero con reflexión, es inca
paz de mentir, y como anda tan distraído con su
ciencia y su filosofía, si bien reconoce mil prendas
excelentes en su futura, se queda, frío ó se entu
siasma poco. De aquí que en vez de enamorarla
y arrullarla le da una lección de metafísica ó de
ontología, procurando explicar de qué suerte Dios
está en todo, resplandeciendo su luz y hermosura,
en unas partes menos y en otras más, á través de
lo creado. El mundo material es como nube ó velo
que encubre la hermosura de Dios. Pero sólo por
entre esa nube ó velo ó en el centro del alma po
demos columbrar dicha hermosura. El mundo es
también como símbolo, como hieroglífico, donde
lee el sabio lo que de Dios puede saberse. La ar
monía del mundo denota la bondad y el saber so
berano del Creador. Ahora bien: una muchacha
bonita es cifra ó compendio de ese símbolo, lo
más transparente y claro del velo ó de la nube, y
el motivo ó tema capital, al menos para los hom
bres, de la total armonía. De aquí resulta que el
poeta elija á Epicaris para su símbolo, y como me
dio grato de llegar, hasta donde al hombre es po
sible, al conocimiento de Dios. Los versos son
elegantes, primorosos y tersos: las filosofías están
bien expuestas y sentidas; pero el amor vivo no
parece. En cierta linda copla de fandango, donde
las mismas filosofías y teologías, según el vulgo
alcanza á entenderlas, se encuentran también, hay
mil veces más pasión que en las atildadas estrofas
con consonantes de nuestro poeta. La copla dice:
Rubita, sol de los soles,
Tu cara es una custodia
Y tu pecho la escalera
Para subir á la gloria.
k
Germen de soberanas fantasías,
Horno do se caldea
El metal en fusión del pensamiento,
m
las primicias. Salva la distancia entre el mito y la
realidad humana, es lícito aplicar á Menéndez
lo que el himno homérico dice de Hermes, que,
niño aún, en su más temprana mocedad, inventó
y pulsó la cítara y se apoderó del rebaño del fle
chador Apolo. Mucho promete como pensador,
como erudito y como poeta, si el estro, la salud y
la actividad no le fallecen. Sin dejar de ser lo que
es, hallará nuevos tonos; volverá, en la poesía, á la
rima; cultivará el romance; no será menos heléni
co, y, si cabe, será más hispano. La patria, la reli
gión y la humanidad en su progreso; las atrevidas
empresas de esta gente, primogénita en Europa de
los arios euplocamos, á quien él ve, como avanza
da de la civilización, sobre las tres grandes penín
sulas de la mar mediterránea; y por cima de todo
los altos y trascendentales conceptos y aspira
ciones de lo infinito y divino, han de ser, no
lo dudo, más amplia y magistralmente cantados
por él.
Amor, además, se le aparecerá bajo forma, si se
quiere menos etérea y fantástica, pero moralmente
más hermosa. No le hará idolatrar en la mujer á
una deidad ó célica maestra, que acude, como Ve
nus al hijo, á acabar de educarle, en entrevistas
fugitivas, sino que le enseñará á respetar y á amar
en la mujer á la dulce y fiel compañera de la exis
tencia toda, la cual no huirá, y á la cual no tendrá,
como á Lidia, á Aglaya y á otras, que increpar
cuando huya, exclamando:
¿Quid natum toties, crudelis íu quoque,falsis
Ludís imaginibus?
Páginas
TO M O S P U B L IC A D O S
D I S C U R S O S A C A D É M IC O S
I y II.
NOVELAS
III. D o ñ a L u z .
IV. P e p it a J im é n e z .
V y VI. L a s ilu s io n e s d e l d o c to r F a u s tin o .
VII. E l C o m en d ad or M e n d o z a .
VIII. P a s a r s e d e li s t o .
IX. J u a n ita l a L a r g a .
X. d e n l o y fig u r a ...
XI. M o rsa m o r.
XII. D a fn ia y C lo e .—L e y e n d a s d e l a n tig u o O r le n te *.
XIII. M a r iq u ita y A n to n io '.—E l i s a l a M a la g u e ñ a •* .-
D . L o r e n z o T o s ta d o *• (fragmentos).
CUENTOS
XIV y XV.
TEATRO
P O E S ÍA S
XVII y XVIII.
C R ÍT IC A L I T E R A R I A
XIX, XX, XXI, XXII, XXIII, XXIV y XXV
EN P R E N S A