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Trabajo de salud y creatividad1

Dominique Lhuilier2

Las enfermedades crónicas actualmente constituyen las patologías dominantes en


nuestras sociedades. Según las estimaciones epidemiológicas disponibles, afectan a 15
millones de personas más o menos severamente, lo que involucra al 20% de la población
francesa. Y ese número se acrecienta regularmente, sobre todo por los progresos
terapéuticos y por el envejecimiento de la población (Obrecht, Hittinger-Le Gros, 2010).
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), una enfermedad crónica es un
problema de salud que necesita apoyo durante muchos años, y a menudo está asociada
con discapacidades y con la amenaza de complicaciones graves. Esta definición agrupa
simultáneamente las enfermedades no transmisibles (diabetes, cáncer, asma…) y las
enfermedades transmisibles (HIV-SIDA, hepatitis), algunas enfermedades mentales
(psicosis…) o las que implican deterioro anatómico o funcional (ceguera, esclerosis
múltiple…). Su definición recubre realidades muy diversas pero que comportan dos
características comunes: la duración de la enfermedad, que ya no permite abordarla como
un paréntesis en el curso de una vida, y la obligación de gestionar la cronicidad en todas
las esferas de la vida social (Baszanger, 1986).

Desde la perspectiva de la experiencia de las personas afectadas, las enfermedades


crónicas se distinguen de las agudas por su cronicidad, por la alternancia de períodos
críticos y períodos de estabilidad y la imprevisibilidad de su evolución. No implican
necesariamente, fuera de las fases de tratamiento intensivo, la suspensión de la vida
profesional. Sin embargo, representan un mayor riesgo de incapacidad laboral, de
limitación de la actividad, de pérdida/cambio de trabajo, de mayor ausentismo en el
trabajo. Poco visibles, incluso indecibles en muchos casos, las consecuencias de las
enfermedades crónicas a menudo son subestimadas, negadas, mal comprendidas, y
apenas son objeto de debate en el mundo del trabajo.

Sin embargo, como lo muestran numerosos estudios cualitativos sobre la vida de las
personas afectadas por una enfermedad crónica y en edad de trabajar, la mayoría de ellos
quieren continuar o reemprender una actividad, no sólo por razones económicas, por el
interés que puede revestir la actividad, por las relaciones en el trabajo, sino también
porque es un poderoso instrumento para liberarse del atrapamiento de la enfermedad y
del confinamiento en el status social de enfermo (Lhuilier et al., 2010; Chassaing et
Waser, 2010; Vidal-Naquet, 2009).

1
Traducción del francés con autorización de la autora realizada por Andrea Pujol y María Inés
Gutiérrez. Noviembre de 2016.
2
Conservatorio Nacional de Artes y Oficios de Francia

1
A partir de estas primeras constataciones realizamos una investigación para explorar en
profundidad las experiencias de las personas que viven con una enfermedad, y a la vez el
modo en que las empresas, los ambientes de trabajo gestionan las situaciones de las
“personas con problemas de salud”. Queríamos explorar las vidas con enfermedad crónica
porque ofrecen una oportunidad para hacer visible cierta forma particular de la
vulnerabilidad, que al mismo tiempo revela la profundidad de las relaciones que nos ligan
a nuestro ambiente relacional, social, y señala el impacto en ese entorno.

La recreación, el desarrollo y el mantenimiento de los lazos sociales dan sentido a la


actividad, a los proyectos. La actividad impulsa el ritmo de la vida, es un termómetro de la
salud. Presentaremos aquí los principales resultados de esa investigación, los que nos
parecen más importantes en las experiencias de los trabajadores enfermos. Los
desarrollaremos en torno a cuatro ejes: la enfermedad crónica como condición común,
más allá de las diferencias entre patologías; el trabajo de salud y su necesaria
reevaluación bajo la óptica de diferentes dominios de la vida; una concepción de la salud
como una actividad, una conquista y no como un estado, y finalmente la experiencia de la
enfermedad, entre destructividad y creatividad.

Metodología de la investigación

Hemos llevado a cabo una investigación-acción que incluía varias investigaciones, para
explorar la vida con una enfermedad crónica desde múltiples ángulos. Una investigación
inicial comparativa, realizada a partir de una serie de entrevistas a personas afectadas por
hepatitis viral, VIH, cáncer o diabetes3, incluye tanto el tema del retorno o la continuidad
en el trabajo, como también la modalidades de agenciamiento durante la duración del
curso de las enfermedades y las trayectorias profesionales. Esta perspectiva privilegia la
experiencia de las personas que viven con una de esas enfermedades crónicas y las
actividades que despliegan para hacer frente a la enfermedad, a las exigencias del
tratamiento y a su actividad de trabajo, y para recomponer su inscripción social y
profesional. El análisis comparativo del “trabajar con una enfermedad crónica” permitió
discernir las problemáticas transversales y específicas propias de las enfermedades
infecciosas (hepatitis viral y HIV) de las de otras enfermedades crónicas (cáncer y
diabetes), y tuvo en cuenta los efectos combinados de la edad (el envejecer con una
enfermedad crónica) y la experiencia (experiencia profesional, pero también experiencia
de la enfermedad y de su tratamiento a lo largo de su evolución).4 Se trata de explorar lo
que la experiencia de la enfermedad crónica transforma en la relación con el trabajo, con
los otros y en el modo de trabajar; pero también lo que la experiencia de trabajo

3
Se realizaron tres entrevistas a cincuenta personas en un período de 18 meses. Se coordinaron
ocho entrevistas grupales en el marco de asociaciones de lucha contra estas enfermedades
crónicas.
4
Este estudio fue financiado por la l’Agence Nationale de Recherches sur le Sida et les hépatites
virales (ANRS) durante los años 2011-2014, y fue ejecutado por un equipo de psicólogos y
sociólogos: Dominique Lhuilier, Dominique Rolland y Frédéric Brugeilles, con el apoyo de Julie
Cochin.

2
transforma en la vida con una enfermedad crónica y en el trabajo de salud. Teniendo en
cuenta además las diferentes condiciones crónicas seleccionadas, infecciosas o no, y
también las sociales y profesionales. En otras palabras, ¿hay una condición común entre
las personas que viven con una enfermedad crónica? En este mismo período
desarrollamos paralelamente una segunda investigación-acción atendiendo a dos
preocupaciones sociales: comprender mejor los obstáculos o dificultades para volver al
trabajo o mantenerse en actividad desde dos puntos de vista: el de las personas afectadas
por una enfermedad crónica y el de los actores de las empresas; y diseñar acciones que
permitan, tanto a nivel individual como a nivel de las empresas, hacer evolucionar la
situación de tal modo que la actividad en el trabajo no sea perjudicial para la salud de las
personas.5 El marco de la investigación propuesta es la creación de grupos de pacientes,
los llamados "clubes de enfermos crónicos y actividad", diseñados como espacios de
intercambio entre los investigadores y las personas afectadas por enfermedades crónicas6.

La vida con una enfermedad crónica: una condición común

Entendemos aquí el término de condición en el sentido que le da Louis Le Guillant (2006),


uno de los fundadores de la psicopatología del trabajo: se trata de situaciones dominantes
“que pesan tan fuertemente que es imposible sustraerse por completo a su presión y que
su influencia alcanza prácticamente toda la compleja y a veces mal diseñada o
indescifrable trama de una existencia”. La influencia de estas situaciones afecta las
relaciones humanas, pero también los afectos, las conductas, los dilemas y los conflictos
interiores. Genera un conjunto de problemas que será necesario intentar resolver,
eventualmente de diferentes modos, pero que en todos los casos forman parte de las
dificultades encontradas por todos los que portan esta “condición”.

Se trata de de una especie de “gestalt social”. El acento está puesto sobre lo que la funda
socialmente, y sobre lo que ella tiene de irreductible, más que sobre los individuos que la
viven. Reseñaremos aquí las principales dimensiones.

La vida con la enfermedad está en principio esencial y profundamente signada por el


despertar de la corporeidad. El cuerpo se hace conocer de otro modo: no responde más o
lo hace mal, se transforma, elude los controles y pierde su capacidad de reacción. Estas
transformaciones están ligadas de modo estrecho e indisoluble a los aspectos psicológicos.

5
Estudio financiado por el l'Institut national du cancer (INCa) y el Cancéropôle d’Ile de France, e
implementado por un equipo de psicólogos y sociólogos CNAM (LISE y CRTD): Anne-Marie Waser,
Dominique Lhuilier, Joëlle Mezza, William Huyez, Pierre Lenel, Frédéric Brugeilles, Kathy Hermand y
Nathalie Rousset.
6
Trabajaron dos MCA;, en los que se realizaron 48 sesiones entre 103 participantes y 4
investigadores-facilitadores. La participación en el dispositivo experimental colectivo permite a cada
uno de los participantes enriquecer su propia reflexión sobre la enfermedad y sus consecuencias
psicosociales a través de las experiencias de los otros miembros del grupo. También es un lugar
que permite desarrollar un relato de lo que ocurrió (enfermedad, despido, separación), que se dará
en un colectivo, para ser escuchado, comprendido, y para aprender a construir y movilizar una
argumentación que será más fuerte en la medida en que es compartida.

3
Y también influidas por las situaciones concretas de existencia y por los movimientos
afectivos de esta condición psicosocial. En el corazón de los movimientos afectivos
frecuentemente se encuentra el resentimiento, alimentado por experiencias de
inferioridad, desvalorización, dependencia, fatiga. Y por la ignorancia. Un resentimiento
que debe afrontar una doble condena: la que impone la enfermedad, y la que proviene del
tratamiento social que se le da a los “enfermos crónicos”, sobre todo en los ambientes de
trabajo.

La enfermedad castiga más a aquellos que ya están fragilizados en el mercado laboral. El


desequilibrio percibido entre contribución-retribución alimenta las quejas: los ambientes de
trabajo no reconocen los esfuerzos realizados para trabajar a la par de los otros con
fatiga, dolor, trastornos y la angustia constante de “no llegar”. La ambivalencia está
siempre presente: por un lado se espera el reconocimiento por las dificultades generadas
por la enfermedad, y por el otro el deseo de no ser objeto de un tratamiento especial que
pondría en evidencia el estar tomado por una enfermedad.

Este conflicto interno a menudo se proyecta: se denuncia a “los otros” como los que
quieren saber (curiosidad, sospecha, intrusión) y que no quieren saber (denegación,
indirectas), como los que ubican a la persona en el lugar de “enfermo” (siempre expuesto
a la estigmatización, la descalificación, e incluso a ser relegado, o que niegan la
enfermedad (ya que no estaría en actividad alguien que “se ve bien”). El ocultamiento de
la enfermedad, que es la opción privilegiada en el trabajo para prevenir un tratamiento
social estigmatizante y excluyente (Goffman, 1975), conduce a una integración amputada:
silenciar una parte esencial de su vida, llevar clandestinamente una “doble vida” y
construir en profunda soledad las estrategias que hagan compatibles las exigencias del
trabajo con las de una salud fragilizada.

La soledad es, como lo señala Le Guillant (2006), un denominador común de las


situaciones sociales patógenas. Se experimenta cuando se tiene el sentimiento de ser
extranjero en el medio en que se vive, de ser rechazado o aislado de la comunidad de los
“sanos”, de los capaces del rendimiento esperado, de los que no son “culpables” de
haberse enfermado. No se trata sólo de un aislamiento social como hemos señalado, sino
de una soledad existencial por la alteración de la relación con los otros. Esta alteración
mantiene en buena parte la experiencia de la exposición a la vulnerabilidad: esta
encuentra la resistencia o la censura de los otros, que escotomizan situaciones parecidas,
o la eluden. La vulnerabilidad es “rechazada” en una suerte de inconsciente social.

La persona que vive con una enfermedad crónica porta un mal simbólico en el que tal vez
se cristaliza una gran parte de la denegación contemporánea a la vulnerabilidad
ontológica. La prevalencia del discurso contemporáneo sobre la prevención,
particularmente en lo referido a “conductas de riesgo” y a la responsabilidad de los
individuos de conservar su salud (comer frutas, no fumar, hacer ejercicios, etc.)
contribuye a la culpabilización de la persona enferma.

4
El trabajo de salud: la reconquista de un nuevo estilo de vida

La noción del trabajo de salud fue inicialmente concebida por Anselm Strauss y su equipo
(1975). La perspectiva desarrollada se centra sobre la persona enferma, sobre la gestión y
el control de la enfermedad crónica en la vida cotidiana. Tratando a la enfermedad crónica
en términos de acciones y no sólo en términos de sentidos o de experiencias, Strauss
renueva las aproximaciones anteriores que privilegian las dimensiones existenciales o
identitarias. Las acciones analizadas no son solamente las de los profesionales del cuidado
sino también las de las personas afectadas por una enfermedad.

El interrogante planteado por Strauss y Glaser, “¿Cómo afecta la calidad de vida tener una
enfermedad crónica?” (1975), ambicionaba conducir a los profesionales a cambiar el
modelo de cuidado (de lo agudo a lo crónico) y al mismo tiempo favorecer un doble
descentramiento: del médico al enfermo, reconociendo a este último como actor principal,
y del hospital al domicilio.

En sus análisis se integraron dos niveles complementarios: el del contexto estructural, y el


del contexto de negociación, siendo el último aquel donde se desarrolla la acción (Corbin y
Strauss, 1988, 137-138). En el centro se mantiene la figura del actor y de las exigencias
estructurales que pesan sobre su acción; se trata de acoplar el estudio de las interacciones
sociales con la consideración de los efectos de la estructura social sobre ellas. Esto
permite evitar un doble escollo: el de las perspectivas demasiado deterministas y el de
una invisibilización pura y simple del contexto.

En Anselm Strauss, el trabajo es central; es entendido como un conjunto de tareas de


“acompañamiento de la enfermedad crónica”, de control de las contingencias de la
enfermedad. Esta aproximación permite integrar el trabajo realizado por el enfermo
mismo, sus acciones, y romper con una perspectiva del enfermo como “objeto” de
cuidados.

De este trabajo de salud destacan dos características: “una atiende a las contingencias
inesperadas y con frecuencia difíciles de controlar, relativas no sólo a la enfermedad
misma, sino también a la cantidad de cuestiones de trabajo y de organización, e incluso
consideraciones de orden biográfico y del estilo de vida que concierne a los enfermos, y a
los miembros del equipo mismo. Una segunda característica crucial del trabajo de salud es
que se aplica a “material humano”: (…) “el enfermo puede reaccionar y de este modo
afectar el trabajo en cuestión. Puede participar del trabajo propiamente dicho, es decir ser
un trabajador” (Strauss, 1992, p. 145).

En esta perspectiva, gestionar una enfermedad crónica necesita de un trabajo de


negociación que se desarrolla en esferas y temporalidades diferentes: se trata de articular
enfermedad, biografía y vida cotidiana con miras a un control de la enfermedad que no se
haga en detrimento de la vida. Este centramiento sobre el trabajo de negociación de su
salud permite hacer de la enfermedad -percibida como un fenómeno biológico- una

5
cuestión social, y salir del encasillamiento de las diferentes enfermedades propia de la
perspectiva médica. Para Strauss (1992) el trabajo de salud se vincula al de los
profesionales de la salud, en los diferentes lugares de cuidado, y se caracteriza por una
co-actividad paciente-cuidador. El concepto de evolución de la enfermedad reenvía a la
vez al desarrollo fisiológico de la enfermedad, pero también a toda la organización del
trabajo desplegado para tratarla, tanto del lado de los cuidadores como de los enfermos. Y
esta organización del trabajo, la distribución de las tareas y las competencias movilizadas,
son diferentes para cada enfermedad.

Este descentramiento de la enfermedad en provecho de la persona que vive con una


enfermedad y de un paciente aliado al proceso de cuidado se encuentra también en los
fundamentos de la educación terapéutica de los pacientes; esto se orienta a la vez a la
mejora del cuidado y de la calidad de vida de los pacientes considerados como expertos
de sus normas de vida (Lacroix y Assal, 2011). Esto supone una puesta en cuestión de la
división del trabajo médico y un reconocimiento de la formación por la experiencia.

El reconocimiento de la experiencia de la enfermedad y de las competencias que


construyen los enfermos es también reivindicado por ciertas asociaciones de enfermos.
Pero en estos dos casos, las aproximaciones y los dispositivos están esencialmente
organizados a través de una segmentación de patologías, lo que revela sin duda el lugar
central acordado a las actividades de cuidado de los pacientes y el vínculo con los
tratamientos médicos. Es el acto de cuidado lo que se vuelve objeto del análisis.

Nuestra investigación muestra, por el contrario, que este trabajo de salud es específico de
cada patología en el dominio de actividades de cuidado que se realizan con los cuidadores,
pero que es genérico en tanto se hace preciso reconocerlo en las esferas de la vida social
con la diversidad de partenaires que están implicados en la situación. Esto está lejos de
limitarse al campo médico.

Este “trabajo de salud” recubre actividades de cuidado de sí en el doble sentido de cura y


de cuidado, de búsqueda de información sobre la patología y sus tratamientos, de auto-
prescripciones que reglen el estilo y la higiene de vida, la reorganización de los actos
exigidos por la prescripción médica a fin de ajustarlos a las exigencias de las diferentes
esferas de vida y a los deseos y aspiraciones personales, la reorganización de las tareas
profesionales, la invención de nuevas maneras de hacer para construir compromisos entre
las exigencias del ambiente de trabajo y las exigencias de salud. El medio profesional es
uno de los marcos en los que se despliega el trabajo de salud. Este último orienta y
transforma las actividades profesionales. Se traduce con frecuencia en reacomodamiento
de ritmos y de horarios de trabajo evitando las tareas más exigentes físicamente y/o
psíquicamente, en construcción de estrategias de compensación de las alteraciones
funcionales, de la fluctuación de las capacidades productivas, la reevaluación de las
urgencias y las prioridades, la reducción de la exposición a los riesgos para sí y para otros,
el ajuste al juicio de los otros, sobre todo cuando pesa la sospecha.

6
Recursos e impedimentos

La comparación del trabajo de salud que realizan las personas afectadas por diferentes
enfermedades crónicas pone en evidencia tres elementos que pueden facilitarla o
contrariarla: el estado de salud percibido; el acceso desigual a los recursos individuales o
colectivos, y finalmente las representaciones sociales asociadas a las enfermedades.

El estado de salud percibido: en todos los casos, valoramos en qué medida la patología no
puede reducirse a sus incidencias somáticas/psíquicas evaluadas por la expertise médica.
Es en principio percibida, no tanto por la función orgánica alterada, sino sobre todo por lo
que amenaza la enfermedad: el estilo de vida, es decir “la totalidad de sus relaciones con
el medio y su devenir” (Lecourt, 2008). La noción de “estilo de vida” es la de Canguilhem
(2006); pone el acento sobre una concepción de la vida como polaridad dinámica. El estilo
recubre a la vez el movimiento, más o menos leve, más o menos rápido, el ritmo, pero
también el reconocimiento por parte de los otros de aquello que se impone (tener estilo,
verse bien…). Los estilos de vida nunca vienen dados definitivamente sino que se
construyen, cada estabilización supone una suerte de experimentación anticipada, a través
de la ruptura de una estabilidad anterior. Si la patología es sinónimos de reducción de las
capacidades iniciales, de reducción de la latitud inicial del ajuste con el medio de vida y de
intervención en él, se deberá construir otro “estilo de vida” para alcanzar un nuevo punto
de equilibrio entre identidad, hábitos, modos de vida y fluctuaciones, transformaciones.

Lo que importa frente a la irrupción de la enfermedad en la vida es precisamente poder


construir y aceptar una nueva vida que tenga, a nuestros ojos, suficiente calidad para ser
vivida, para dar continuidad a un desarrollo de sí y de la propia historia, para preservar el
poder de actuar sobre sí y sobre el entorno, para resistir al poder de la enfermedad.

La enfermedad es un acontecimiento que se inscribe en la historia de un sujeto y su


impacto dependerá de la “recepción” y de las resonancias que suscite. El impacto de la
enfermedad va a depender entonces de la severidad del cuidado físico/psíquico y de las
alteraciones funcionales, sus evoluciones y pronósticos asociados, de la co-morbilidad y
especialmente de los estados depresivos que erosionan los recursos vitales, de la
diversidad de los tratamientos en su duración y su eficacia, de las exigencias que imponen
y de los efectos secundarios que generan.

Así, los tratamientos de cáncer o de hepatitis C suponen con frecuencia una interrupción y
luego un retorno al trabajo, lo que plantea la cuestión de las condiciones y modalidades de
estas licencias, como de la vuelta al trabajo. En cambio otras patologías, como la diabetes
o la seropositividad del VIH, no imponen este tipo de rupturas, pero son comparables en
términos de las exigencias del tratamiento de largo plazo y de la irrupción de
complicaciones reiteradas susceptibles de afectar la vida profesional.

En todos los casos, la enfermedad revela la precariedad vital: exige reflexiones sobre la
finitud e interrogaciones sobre el sentido dado a la vida. Produce siempre limitaciones

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funcionales más o menos importantes, una fatigabilidad crónica siempre subrayada en
todas las patologías, y repercusiones en el plano psicológico asociadas a la enfermedad
y/o a los efectos secundarios de los tratamientos.

Siempre, pero con intensidad variable, la experiencia de la enfermedad confronta con la


idea de la muerte física, psíquica o social y actúa como un revelador. Hemos subrayado las
transformaciones de la vida con la enfermedad: una vida consciente de su vulnerabilidad y
atravesada por una dialéctica permanente entre fuerzas de ruptura y fuerzas de recreación
del lazo con los otros y con uno mismo, por encima de las rupturas biográficas (Bury,
1982) que pueden ser inducidas por la enfermedad.

El trabajo de salud estará también signado por las desigualdades sociales iniciales en
términos de nivel de educación, salarios, categorías socioprofesionales, el rigor del trabajo,
las condiciones de empleo y el apoyo social. La enfermedad siempre acentúa las
desigualdades socioeconómicas y los recursos para afrontarla: inscribe de modo desigual
nuevas exigencias en las condiciones de vida que ya no ofrecen los mismos medios para
hacerle frente (nivel de formación, precariedad o estabilidad del empleo, capital
económico, social y cultural…). La comparación de las situaciones desde el punto de vista
del trabajo entre diferentes patologías muestra que las diferencias observadas tienen
menos que ver con la patología en sí misma (más allá de las especificidades señaladas)
que con las situaciones socioeconómicas y limitaciones funcionales debidas a la
enfermedad o a los efectos secundarios de los tratamientos. Esto conduce a subrayar la
necesidad de descentrarse de la perspectiva diagnóstica y médica, para privilegiar la
consideración de las restricciones debidas a una salud somato-psíquica fragilizada y a las
estrategias desplegadas por las personas implicadas, en función de los márgenes de
maniobra y recursos de que disponen o que intentan construir en sus diferentes medios de
vida. Este desplazamiento es esencial: permite problematizar la enfermedad en el trabajo
en torno a actividades de reconquista de un “estilo de vida” (Canguilhem, 2006) que
satisfaga a la vez a las exigencias de “hacer con los otros” y al desarrollo del impulso vital.
Finalmente, permite reconocer que la experiencia de una enfermedad nunca es puramente
biológica ni sólo individual: se construye social y simbólicamente (Saillant, 1988).

El trabajo de salud se puede beneficiar del soporte asociativo y de la posibilidad de nivelar


los procesos de recomposición identitaria sobre la base de recursos colectivos
compartidos. Se debe subrayar el aporte de los movimientos asociativos en la historia del
VIH, y en menor medida los concernientes al VHC. Las asociaciones de enfermos no
juegan el mismo rol en distintas patologías y tampoco los recursos comunitarios de que se
dispone. La construcción del sentido de la enfermedad se puede apoyar sobre la historia
misma de la patología (especialmente para el VIH, pero esta historia, que privilegia
homosexualidad y prácticas toxicomaníacas, deja a un número importante de mujeres
infectadas por vía sexual sin apoyo posible sobre la base de esta historia colectiva) o en la
participación en actividades propuestas por asociaciones de enfermos, asociaciones con
frecuencia especializadas en una afección.

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Finalmente, los núcleos de las representaciones sociales asociadas a las diferentes
enfermedades son muy variables porque se diferencian mucho según las patologías. El
impacto de estas representaciones sociales puede pesar sobre la vida con la enfermedad.
Algunas son más banalizadas que otras, lo que explica también los contrastes observados
en el plano de la expresión o del ocultamiento de la enfermedad en el medio de trabajo. El
cáncer es asociado al riesgo de muerte, ciertos tipos más que otros, y las personas en
remisión son percibidas como “sobrevivientes”; el SIDA o la infección por VIH es la
patología que más suscita juicios morales y quejas por contaminación; el descrédito
profesional por la supuesta pérdida de empleabilidad afecta tanto a los que tienen cáncer
como a los diabéticos… La hepatitis C no refiere sino a una categoría específica: es
asimilada tanto al SIDA (una enfermedad viral, una contaminación, estigmas que reenvían
a “poblaciones de riesgo”) como al cáncer (el choque del anuncio, un tratamiento
invalidante que des-socializa, una cura incierta, una problemática de regreso al empleo
con secuelas).

Ciertamente, el trabajo de salud que concierne al cáncer no puede ser asimilado al que se
lleva adelante para tratar la infección por HIV o hepatitis C o una diabetes. Estas
afecciones y sus tratamientos respectivos suponen conocimientos y saberes prácticos
diferentes. Tanto del lado de los cuidadores como de los que son cuidados. Pero esta
afirmación nos parece esencial: la persona que vive con una enfermedad crónica no es
sino “un cuidado” que se cuida; esa persona continúa con el trabajo de cuidado en todos
los mundos en los que está implicado, y especialmente en su ambiente de trabajo. Puede
ser ayudado cuando encuentra aliados con los cuales elaborar los arreglos necesarios, y
puede estar impedido cuando los márgenes de maniobra y las alianzas con otros fallan.

Actividades y salud

La enfermedad crónica constituye una experiencia de desvinculación que puede engendrar


un repliegue sobre sí mismo. Puede también conducir a las personas afectadas a una
reevaluación de su modo de vida y de su inscripción en el mundo del trabajo. Los
resultados de nuestro estudio muestran el lugar y el rol que juegan las actividades en la
reelaboración de los planes para el futuro. La desaceleración de la vida que impone la
enfermedad conduce a reevaluar las prioridades: curarse, superar la enfermedad,
reencontrar el placer de…, la energía para…, reconquistar un lugar en el universo social.
Estos cambios en el estilo de vida, percibidos por los otros que no están enfermos,
interpelan a quienes están capturados por las limitaciones, o en tareas consideradas “no
humanas” debido al riesgo de enfermedades que acarrean. Por lo tanto la desaceleración
de la vida a la que obliga la enfermedad aparece, en ciertos medios, como “saludable”,
incluso entre quienes no están enfermos. Al observar las actividades que llevan adelante
de modo cotidiano, y que minimizan porque parecen anodinas o poco legítimas, nosotros
subrayamos que son omnipresentes y centrales. A cierta altura de la enfermedad,
preparar una comida, salir a hacer una caminata, responder una llamada telefónica,
cuesta. Restablecerse responde a una necesidad vital, pero constituye también una

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proyección. Reconstituir la capacidad, la energía, ¿para hacer qué? ¿Qué vida con la
enfermedad? Las interacciones sociales, aún las más banales, conversar con los niños,
pasear, tomar un colectivo, recuerdan el lugar social que se tenía, muestran lo que se
podía hacer sin limitaciones antes de la enfermedad. Superar la enfermedad es volver a
conectarse con estas actividades cotidianas y retomar el lugar en el universo familiar, en el
entorno próximo.

Durante las reuniones grupales, en las reuniones propuestas en el marco de esta


investigación-acción o en las organizadas por las asociaciones de pacientes, ciertos
testimonios muestran la importancia que representa el menor progreso en la realización
de tareas aparentemente banales. Poder subir algunos escalones, lavar los platos, pasear
al perro: eso es estar del lado de la vida, verse vital. Cuando estas actividades son puestas
en el centro del debate de los grupos, retoman legitimidad porque le permiten al sujeto
desprenderse de la invasión de la enfermedad, descentrarse de ella, al darse cuenta que
puede hacer cosas, y mostrar a los otros que no es “deficitario”.

También ayudan a ver que lo social se encuentra en las situaciones más comunes. Un
social que es a la vez fuente de estrés y de energía, restricción y recurso. En efecto,
muchos de los participantes indicaron que hacen esos esfuerzos en primer lugar por los
otros. Salir de la casa es recuperar las normas sociales, romper con el mundo de la
reclusión; como dice una de las participantes, son días delante de la televisión o de
internet: “De hecho, mi hija me obligó a salir algunas veces… me vestí… aunque no
verdaderamente. Me puse un tapado encima del pijama, no se notaba. Lo hice por ella.
Quería que ella tenga una mamá como las otras, que la va a buscar a la escuela”. A través
de los experimentos realizados en diferentes medios, según una lógica de ensayo y error,
se elaboró progresivamente un sistema de actividades que tiene una coherencia interna
para el sujeto, que pone en el centro el mantenimiento y el desarrollo de la vida por sí
mismo, por y con los otros. Al rehabilitar al sujeto, el sistema de actividades regenera
también las normas sociales instituidas (Lhuilier, 2016). En efecto, el tiempo de la
enfermedad y el tiempo de licencia por enfermedad del que se pueden beneficiar los
trabajadores –asalariados o independientes-, abre un interrogante sobre lo que había
antes de la enfermedad crónica y sobre el porvenir con esta enfermedad en un mundo
social hermético respecto a ella. Por eso las actividades débilmente instituidas, como las
actividades creativas (artísticas, bricolaje, cocina), físicas (caminatas, yoga, chi Kong) o las
que se orientan a otros (acciones sociales, benéficas o las de asociaciones caritativas) o a
la naturaleza (jardinería, cuidado de animales, acciones ecológicas) son preferidas por la
mayoría de los participantes de nuestra investigación-acción. Consideradas como
pasatiempos, aficiones o recreación, a menudo poco valoradas socialmente, estas
actividades están silenciadas la mayor parte del tiempo, mientras toman el lugar de un
trabajo secundario (Weber, 2009). Verdadero tiempo con uno mismo, con y por los otros,
este trabajo “secundario” es a la vez una libertad construida a partir de las limitaciones de
la enfermedad, del universo doméstico y, para aquellos que luego de la enfermedad

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dejaron de trabajar, del tiempo y la energía dejados en la fábrica, es decir en el empleo o
en la búsqueda de empleo.

Estas actividades son ocasiones para que el sujeto se experimente a sí mismo, para
crearse, para fabricarse a sí mismo, para reencontrar una autonomía en el marco de sus
necesidades (lo que es preferible a ser consumidor, paciente, usuario), para aprender o
comprender las cosas, desarrollar sus habilidades, sus capacidades, y compartir con los
otros. Los momentos pasados en estas “actividades al lado” son percibidos como
regeneradores porque totalizan la unidad del sujeto y son productores de tiempo (Sivadon
y Fernandez-Zoïla, 1983; Gaudart, 2014): “uno se olvida, se olvida de la enfermedad”; “no
siento que pasa el tiempo”; “ahí, yo estoy realmente en lo que hago”.

La experiencia de la enfermedad: entre destructividad y creatividad

La renovada consideración de la enfermedad en el trabajo parece estar relacionada con el


número creciente de trabajadores afectados. Se hizo esencialmente por medio de un
censo de los efectos negativos, especialmente de los efectos del trabajo sobre la salud.
Condujo a los poderes públicos a multiplicar las obligaciones legales de prevención y las
sanciones por su incumplimiento, a aumentar la participación de las empresas en el
financiamiento de la indemnización por los accidentes de trabajo y enfermedades
profesionales. Esta lógica tuvo como objetivo una categoría de profesionales: los
fragilizados o víctimas. El número de trabajadores reconocidos por las categorías médico-
administrativas (accidente de trabajo, enfermedad profesional, reconocimiento del
trabajador discapacitado, invalidez, etc.) creció bajo el efecto conjugado del
envejecimiento de la población activa y la degradación de las condiciones de trabajo.

A pesar de las representaciones asociadas a las experiencias negativas, es sin embargo


esencial reconocer el doble cariz de las dificultades encontradas en la experiencia de la
vida con una salud alterada: porque fabrican la desvinculación, porque se desligan, se
pueden abrir a nuevas elaboraciones, la energía de los afectos asociados es sin duda una
de las fuerzas motrices de ese doble movimiento de destrucción-creación. Si “en la
mayoría de las situaciones de ruptura, el fracaso en la seguridad del entorno provoca
inicialmente una disminución de la capacidad creativa” (Kaës et al., 1979), puede luego
abrir a formas y procesos de reconstrucción creativa. Sin embargo, esto supone que la
persona que soporta las regresiones y los afectos que las acompañan no se siente
completamente invadida por ellos en un desbordamiento catastrófico, o fijada en la
ansiedad depresiva. Para las personas afectadas por una enfermedad crónica, el horizonte
no es la cura sino la viabilidad de una vida, en la consciencia de la fragilidad. La vida es
modificada por el acontecimiento que es la enfermedad y que implica otra vida, marcada
por las rupturas biográficas, por la labilidad de los estados psíquicos y somáticos, por una
precariedad vital y social. La vida con la enfermedad crónica implica a la vez la experiencia
de la vulnerabilidad y la puesta a prueba de las capacidades de reacción y adaptación.
Impone una transformación del estilo de vida: “La enfermedad, el estado patológico, no
significa la pérdida de un estándar sino de un estilo de vida reglado por normas vitales

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inferiores o deficientes, ya que ellas impiden al viviente la participación activa y
confortable, generadora de confianza y seguridad, propia de un estilo de vida que antes
fue el suyo y que aún se permiten otros” (Canguilhem, 2003).

Hecho total, a la vez corporal y psíquico, la enfermedad es sinónimo de experiencia de la


alteridad por la alteración de la vida: alteridad física, porque lo que puede el cuerpo se
compara con lo que podía antes; alteridad psíquica, porque la identidad de sí se revela
ahora inestable, frágil, precaria (Le Blanc, 2006). El estilo de vida es puesto a prueba por
la enfermedad entendida como negación de la vida, como una de las experiencias de la
destrucción inherente al viviente, como experiencia de la verdad del cuerpo, de la
corporeidad en situación de ejercitarse, es decir en actividad, como experiencia entonces
de la alteridad: a la vez por la diferencia con los otros, los “supuestamente saludables”,
pero también por la diferencia con uno mismo antes de la enfermedad, de su aparición y
sus síntomas. La vida con una enfermedad crónica es sinónimo de dialéctica entre
destructividad y creatividad. Esto se manifiesta a través de movimientos, de procesos
opuestos. La vida con la enfermedad es atravesada por oposiciones internas, coexistencia
de tendencias, de movimientos contradictorios: la enfermedad es reducción de los
posibles, desaceleración de la existencia, restricción de los espacios, desocialización. Pero
es también exaltación de los deseos, intensificación de la relación con uno mismo, con los
otros y con el mundo, aceleración del tiempo de existir. Es fuente de creatividad sobre un
fondo de resurgimiento de la problemática de la auto-hétero determinación, de la
personalización, del deseo… Además la vida con la enfermedad, incluso en el trabajo, no
es una vida necesariamente disminuida. Puede ser sobre todo una vida modificada por el
acontecimiento que representa la enfermedad y que implica una vida otra, consciente de
su vulnerabilidad. Las fluctuaciones de las capacidades de trabajo y la fatiga frecuente que
caracterizan a muchas enfermedades crónicas se acompañan de una transformación de la
sensibilidad, de las capacidades sensoriales. Son la fuente de transformaciones
existenciales, pero también del desarrollo de nuevas competencias adquiridas por el
problema y para el mantenimiento de sí mismo. Esta nueva vida es una “vida desdoblada”
(Marin, 2008), que debe hacer malabarismos entre los imperativos de la sociedad y más
precisamente del mundo del trabajo por un lado, y las exigencias de la enfermedad y los
tratamientos por otro. En el corazón de la experiencia de la vida con una enfermedad
crónica se inscriben entonces las regulaciones, los arbitrajes, los compromisos a construir
y reconstruir en función de los cambios, de la evolución, tanto internos (evolución de la
patología, fluctuación de los recursos psíquicos y físicos, desgaste y envejecimiento…)
como externos (transformaciones del mundo del trabajo y de sus exigencias, cambios de
tarea, de puesto de trabajo, de actividades, de colegas…). Estos cambios afectan las
maneras de vivir y de hacer, las trayectorias profesionales, los proyectos de vida, los
equilibrios construidos entre las diferentes esferas de actividades en las que el sujeto está
implicado (Lhuilier y col., 2014a y b). Constituyen gran parte de los “ajustes biográficos
por los que las personas enfermas toman medidas para conservar y/o recuperar algún
grado de control de sus biografías discontinuadas por la enfermedad. Acciones que les
permiten integrar la enfermedad y los cambios que implica a su vida” (Strauss et al.,

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1975). Estas acciones tienden a invertir la relación de la condición de sufrientes por la de
restaurar la capacidad de acción sobre sí: se puede operar entonces un pasaje entre las
expectativas de ayuda o de apoyo a una movilización para una transformación de su
trabajo, y hasta de más allá del trabajo.

Para concluir

La experiencia de la enfermedad en el trabajo impone preguntarse en qué mundo se


puede, o se quiere vivir; revela la inadaptación de las normas del trabajo, la estrechez de
los márgenes de regulación, invención, reelaboración individual y colectiva de la actividad.
Hace presente la precariedad de los poderes humanos; como tal, “el enfermo” está
siempre expuesto a la relegación, a la exclusión. Esto frecuentemente conduce a que el
enfermo oculte sus dificultades y las estratagemas inventadas, como en toda situación de
adversidad (Proust, 1997). Instituir nuevas normas de vida en la clandestinidad tiene
límites evidentes; pero además lo hace cómplice del silencio que pesa sobre la
vulnerabilidad en el trabajo, es hacer de eso una especie de “vergüenza”. Hablar de la
enfermedad puede ser percibido como una necesidad no sólo personal sino también social
y política. Como una reivindicación del reconocimiento de una humanidad hoy ocultada en
el mundo del trabajo. Así lo afirma con fuerza esta mujer que vive con las secuelas de un
cáncer de pecho y esclerosis múltiple: “Es importante que el mundo del trabajo reconozca
a las personas discapacitadas. Ellos son los reguladores de la humanidad en nuestra
sociedad. ¡No son robots!” En el mundo del trabajo es necesario ser eficaz, nada más.
Ellos no ven cómo se es enriquecido por la enfermedad. Sólo ven la función dañada, pero
no lo otro. Cuando se está enfermo se tiene una fuerza superior a la de antes. Hay riqueza
en la gente enferma, es una fuerza de vida. Y uno se pone más humano en las relaciones,
incluso en las relaciones profesionales. Las enfermedades son una especie de termómetro.
Otros niegan, huyen. Pero eso es un error, por supuesto; no son invencibles. Hoy las
personas están presurizadas en el trabajo, desdichadas. ¡Y es tiempo de humanizar el
mundo del trabajo!” El significado político de la cuestión de las vulnerabilidades (Lhuilier,
2012) no puede ser un eufemismo en beneficio de un enfoque individualizante y
responsabilizante.

Biblografía7

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7
En el idioma original

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