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1.

 El Romanticismo en Alemania

La evolución del Romanticismo en Alemania resulta compleja, cuando no


contradictoria, debido a la gran vitalidad con que el movimiento se desarrolló
en aquel país, acaso el único reducto de auténtico Romanticismo europeo
junto con Inglaterra —que le debe buena parte de su poesía romántica al
pensamiento idealista alemán—.
La vitalidad del Romanticismo alemán se inicia no en este siglo XIX, sino
en el último tercio del XVIII, cuando el movimiento «Sturm und Drang», entre
1767 y 1785, rompe con el pensamiento ilustrado (véase el Capítulo 12 del
Volumen 5); curiosamente, esta avanzadilla romántica nace a su vez de una
reinterpretación característicamente germánica del clasicismo y tiene como
máximos representantes a Schiller y Goethe, «traidores» ambos al
Romanticismo y magistrales exponentes del Clasicismo alemán. En este
confuso panorama, el Romanticismo, como antes el movimiento
prerromántico «Sturm und Drang» supone la plena nacionalización de la
literatura alemana, que alcanzará su mayoría de edad gracias a los postulados
irracionalistas y subjetivistas propios del pensamiento idealista romántico:
Kant había rematado con su criticismo los residuos de la filosofía racionalista
y, en pleno Romanticismo, Fichte se encarga de elevar la intuición a rango de
categoría de conocimiento y al mundo a simple producto de la conciencia
humana. De ahí que, en Alemania, el Romanticismo no sea tanto una
revolución como la continuación del proceso que estaba dando forma a la
Alemania contemporánea; la ininterrumpida controversia sobre lo que fuera el
Romanticismo —que hizo afirmar a Goethe: «lo romántico es lo enfermo»—
no es, pues, sino síntoma de la vitalidad que el movimiento poseía en
Alemania, donde tomaba nuevas formas con el paso del tiempo.
A pesar de su efímera vida —al igual que en el resto de Europa—, el
Romanticismo conforma la vida literaria alemana durante años y años; el
problema de la dificultad de su definición, que explica la resuelta tendencia
del Romanticismo alemán hacia la exposición teórica, es resultado de su
propia pervivencia, hasta el punto de que sólo los últimos románticos —como
Eichendorff— y los posrománticos —como Heine— serán capaces de
comprender su verdadero alcance. Mientras tanto, el movimiento cultural se
debate gracias a su propia vitalidad entre extremos a veces contrapuestos y
que dan origen a características dispares en el Romanticismo alemán.
La peculiar nacionalización del movimiento romántico en Alemania
suponía la búsqueda de unas señas de identidad germánicas cuyos orígenes
eran de difícil concreción dada la especial problemática histórica y política de
Alemania; la Edad Media actuó como punto de referencia obligado para
prácticamente todos los románticos alemanes, pero la carencia de una
tradición realmente efectiva y el problema de la casi total inexistencia de
antiguos documentos literarios germánicos hizo que los ojos se volviesen
hacia otras tradiciones culturales en las cuales los románticos creían ver las
posibilidades de un arte intuitivo a la vez que clásico: algunos de estos
modelos ya habían sido puestos en funcionamiento por los prerrománticos —
por ejemplo, Shakespeare—, pero otros surgieron con fuerza a principios
del XIX gracias a la labor filológica de algunos de los teóricos del
Romanticismo alemán: especialmente significativa fue la influencia española
(Calderón y el Romancero, fundamentalmente) y la de la literatura popular de
tradición anglo-germánica (no sólo baladas y leyendas, sino también cuentos,
y sobre todo «cuentos de hadas» que han pasado, gracias al Romanticismo, al
caudal de la tradición cultural europea).
Relacionada con la especial problemática histórica alemana está la
cuestión de la religión; recordemos que, por sus tintes idealistas e
individualistas, el movimiento romántico supuso en toda Europa una
recuperación de antiguas formas religiosas; y que, a su vez, los intelectuales
alemanes, al volver sus ojos a la historia política pasada y presente, veían en el
protestantismo, por una parte, una forma revestida políticamente por el
absolutismo más intransigente y, por otra, el resultado de la aplicación del
racionalismo moderno al terreno de la religión; por ello, muchos de los
intelectuales alemanes de principios del XIX —como también algunos de otros
países europeos— adoptaron el catolicismo como forma a la vez ética y
estética de vida, pues en él creían encontrar, conjugados, elementos tanto
exotistas —por su dependencia de culturas mediterráneas— como
sentimentales y, por fin, artísticos —por la propensión católica a servirse de
medios de expresión sensorial—.
Por medio de la búsqueda del «espíritu del pueblo» (Volksgeist) —que dio
origen a la ingente producción de tipo popular y tradicional característica del
Romanticismo alemán— y por medio de la búsqueda de la propia
espiritualidad individual —en clave seudorreligiosa, desde el catolicismo al
pietismo protestantista—, los románticos alemanes creían estar dando
respuesta a los interrogantes del pensamiento contemporáneo; pero las
limitaciones inherentes al idealismo irracionalista llevaron a sucesivas
generaciones románticas a la apatía y a la indiferencia, apareciendo otra de las
características del Romanticismo alemán, propia de su última fase: el
burguesismo. En buena medida, éste no abandona del todo a los escritores
románticos alemanes, cuyo tradicionalismo, nacionalismo y religiosidad
apuntaban ya claramente hacia el reaccionarismo característico de la última
hornada romántica —en un proceso que se repite con pocas variaciones en el
resto de Europa—; aunque en gran parte de la literatura romántica inicial
existía ya cierta velada defensa de los valores burgueses establecidos, ésta se
hizo patente en los últimos momentos del Romanticismo alemán, cuando en la
literatura se produjo una recuperación de los postulados del burguesismo
ilustrado, aunque tintados ahora por matices nacionalistas: su tono más
frecuente va a ser el familiarmente reposado y el neopopular —expresado,
sobre todo, en forma de cuentos, el género redescubierto por los románticos
alemanes—; pero en ocasiones (y podemos pensar en un genio tan peculiar y
excéntrico como E.T.A. Hoffmann) puede dar por resultado una literatura que,
habiendo aprendido de la libertad creadora romántica, roza la irreverencia, la
parodia y la ironía en todos sus matices.

2. Introductores del Romanticismo alemán

Las bases del pensamiento romántico alemán se encuentran en el


revisionismo al que la filosofía germánica del XVIII sometió las bases mismas
del conocimiento; Kant (1724-1804) y Fichte (1762-1814) fueron sus
máximos representantes (véase, en el Volumen 5,
el Epígrafe 1.b. del Capítulo 12) y su labor filosófica pondría las bases del
pensamiento idealista romántico al desplazar su centro de atención de la razón
a la intuición: convertido el mundo en un producto de la conciencia humana
(el «Espíritu» sería poco más tarde el foco de la obra de Hegel, continuador y
sintetizador de la filosofía idealista), el pensamiento alemán buscó su razón de
ser en el Infinito —lo inaccesible a los sentidos, la inteligencia y la palabra—,
poniendo así las bases de una concepción por la cual la literatura era, más que
una aptitud técnica o razonadora, una actitud del alma, una predisposición del
espíritu humano a rozar los límites de lo inaccesible.

a) Jean Paul

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