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El relato de los Merodeadores

La motocicleta de carreras tomó tan rápido la curva afilada en la oscuridad que ambos policías del
coche de la persecución gritaron: "¡Guau!". El Sargento Fisher apretó su largo pie en el freno,
creyendo que el chico que montaba en el asiento de atrás de la moto volaría bajo sus ruedas. Sin
embargo, la moto siguió sin arrojar a ninguno de sus ocupantes, y con un pestañeo de su luz roja
trasera, desapareció en la estrecha calle de al lado.
-¡Ya les tenemos! -exclamó con excitación el capitán de policía Anderson-. ¡Esto es un callejón sin
salida!
Tomando el volante con determinación y haciendo crujir la maquinaria, Fisher rayó la mitad de la
pintura de la chapa del coche en el intento de perseguirlos por el callejón.
Los dos pasajeros estaban atrapados entre una pared de ladrillo y el coche de la policía, que ahora se
acercaba hacia ellos como un depredador gruñón de ojos luminosos.
Había tan poco espacio entre las puertas del coche y los muros del callejón que Fisher y Anderson
habían salido con dificultad del vehículo. Dañó su dignidad tener que medir pulgada a pulgada,
como si se tratasen de cangrejos. Fisher arrastró su generosa panza por el muro, arrancando
botones de su camisa por el camino, y finalmente descolocando el retrovisor con su parte trasera.
-¡Bajad de la moto! -bramó a los jóvenes que sonreían con insolencia, que se habían sentados con la
luz azul parpadeante como si disfrutasen con ello.
Lo hicieron como se lo habían mandado. Después de librarse del espejo retrovisor roto, Fisher les
miró con ferocidad. Parecían tener unos dieciocho años. El que había estado conduciendo tenía una
melena larga y negra. Su buen aspecto insolente desagradablemente le recordó a Fisher al novio
guitarrista y holgazán de su hija. El segundo chico también tenía cabello negro, aunque era corto e
iba en todas las direcciones. Llevaba gafas y una ancha sonrisa. Los dos vestían camisetas con un
gran pájaro dorado estampado; un emblema, no había lugar a dudas, de alguna banda de rock sin
ritmo y ensordecedora.
- ¡No lleváis cascos! -gritó Fisher, señalando la cabeza desprotegida de uno de ellos-. Excediendo el
límite de velocidad con una considerable cifra -(de hecho, la velocidad registrada había sido mayor
que la que Fisher estaba preparado para aceptar de una moto que pudiese viajar)-. ¡Ignorar la
detención de la policía!
-¡Nos encantaría detenernos para conversar! -dijo el chico con gafas-. Solo intentábamos...
-No te hagas el listillo. ¡Los dos estáis metidos en un buen lio! -gruñó Anderson-. ¡Nombres!
-¿Nombres? -repitió el conductor de cabello largo-. Er... bueno... déjame ver. Está Wilberforce...
Bathsheba... Elvendork...
-Y lo que es bonito sobre ese es que puedes usarlo tanto para chico como para chica -dijo el chico
con gafas.
-Oh, ¿te refieres a nuestros nombres? -preguntó el primero-. Deberías habérmelo dicho. Éste de
aquí es James Potter, y yo soy Sirius Black.
-Las cosas se van a poner verdaderamente negras para ti en un minuto, pequeño descarado...
Pero ni James ni Sirius estaban prestando atención. De repente estuvieron tan alerta como perros
de caza, mirando más allá de Fisher y Anderson, sobre el techo del coche de policía, en la boca
oscura del callejón. Entonces, con movimientos idénticos y fluidos, se llevaron la mano a sus
bolsillos traseros.
En el espacio de un latido los dos policías imaginaron pistolas saliendo de ellos, pero un segundo
después descubrieron que los motoristas no habían sacado otra cosa que...
- ¿Baquetas? -preguntó Anderson-. Sois un par de bromistas, ¿verdad? Está bien, quedáis
arrestados bajo los cargos de...
Pero Anderson nunca llegó a decir los cargos. James y Sirius habían gritado algo incomprensible, y
los haces de luz del coche se habían movido.
Los policías dieron una vuelta a su alrededor, después miraron a sus espaldas. Tres hombres
estaban volando -realmente volaban- en el callejón sobre escobas. Y al mismo tiempo, el coche de
policía estaba encabritado sobre sus ruedas traseras.
Las rodillas de Fisher cedieron; cayó sentado. Anderson tropezó con las piernas de Fisher y cayó
encima de él, mientras oían flump-bang-cruch escucharon a los hombres de las escobas chocar
contra el coche y caer, aparentemente inconscientes, en el suelo, mientras trozos de escoba caían a
su alrededor.
La moto había vuelto a rugir de vida de nuevo. Con la boca abierta, Fisher miró atrás para ver a los
dos adolescentes.
-¡Muchas gracias! -le dijo Sirius sobre el ruido de la maquinaria-. ¡Os debemos una!
-Sí, ha sido un placer conoceros -dijo James-. Y no lo olvidéis: ¡Elvendork! ¡Es unisex!
Hubo un crujido que sacudió la tierra, y Fisher y Anderson se abrazaron el uno al otro de miedo; su
carro acababa de caer de nuevo al suelo. Ahora era el turno de la moto de rugir. Antes de que los
policías diesen crédito a lo que veían sus ojos, surgió en los aires: James y Sirius desaparecieron en
el cielo nocturno, con la luz trasera parpadeando detrás de ellos como un rubí que desaparecía.

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