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CAPÍTULO VIII

“Well if you ever plan to motor west

Just take my way that's the highway that's the best

Get your kicks on Route 66

Well it winds from Chicago to L.A.

More than 2000 miles all the way

Get your kicks on Route 66

Well goes from St. Louis down to Missouri

Oklahoma City looks oh! so pretty

You'll see Amarillo and Gallup, New Mexico

Flagstaff, Arizona, don't forget Winona

Kingman, Barstow, San Bernadino.”*

El cruce de la 93 con la Route 66 provocó que desafinaran a dúo la versión dixieland de

Brian Setzer orchesta, que daba nombre a la carretera que ahora recorrían con destino a Flagstaff.

Hicieron un alto en Kingman. En el “Mr. D'z”, un dinner ambientado en los 50's, juntaron

desayuno y comida en un breve espacio de tiempo. Sus organismos comenzaron a recuperar las

constantes vitales de cualquier ser humano que se encuentre en unas mínimas condiciones físicas.

Lograron enjuagar el peor tequila jamás bebido, diluirlo por su masa corporal y librarse de

un pesado lastre.

*“Si alguna vez tienes intención de viajar hace el oeste / Solo tienes que coger mi dirección, es la mejor autopista /
Disfruta tus vicios en Route 66 / Bien, serpentea desde Chicago hasta L.A. / Más de 2000 millas todo el trayecto /
Disfruta tus vicios en Route 66 / Recorre desde St. Louis bajando a Missouri / Oklahoma Ciudad se presenta, oh! tan
bonita / Verás Amarillo y Gallup, New Mexico / Flagstaff, Arizona sin olvidar Winona /Kingman, Barstow, San
Bernadino.”
Se sentaron uno frente al otro sin dejar de observar el cuidado decorado del establecimiento

y, en silencio, disfrutaron la nostalgia del momento en un lugar que sobrevivía intacto a 50 años de

evolución estética y musical.

Continuaron camino hacia Flagstaff.

Allí decidieron hacer noche antes de entrar en su próximo destino: la reserva Navajo. Oían

música y sometían el asedio del sueño, que permanentemente les recordaba sus dos desordenadas

noches.

La consideración del país con las normas de circulación, que no permite excesos con la

velocidad, les servía para recrearse en cada kilómetro que recorrían.

Exprimían tristeza y gravedad del blues, la mezclaban con acordes country y podían sentir el

peso de una historia inacabada enterrada bajo el pavimento de aquella highway.

Casi cuatro mil kilómetros de asfalto. Artificiales culpables de que millones de personas de

todo el mundo tengan la imborrable huella de un concierto, una canción o una estrofa concebida en

alguno de sus rincones.

Ellos, después de tantos años de disfrute en la distancia, se desplazaban por un lugar que dio

origen a uno de los muchos alegatos que timoneaba sus vidas: el rock'n'roll.

Flagstaff era un oasis de casas de madera en medio de un vergel.

Un centro de la ciudad juguetón. Contaminado por excursionistas en busca de emociones

silvestres.

Detentador de eventos que complacerían su salida nocturna. Ello implicaría un mayor

deterioro de sus estómagos, pero estaban dispuestos a sacrificar parte de su salud a cambio de

dilatar la recién entablada relación con la oscura vida estadounidense.

En el lindo downtown estacionaron el coche y comenzaron a callejear sin norte entre los

puestos de un mercado de indios navajo. Plata, turquesas, turistas blancos e indígenas de los
puestos, atraían la poca atención que los restos de la resaca les permitía prestar a seres o a cosas.

A pesar del bloqueo producido por dos noches excesivamente rentabilizadas, su razón

todavía les permitía recordar en los mercaderes nativos, gestos y actitudes cercanas a aborígenes de

otros viajes. Coyas de La Puna, guaraníes de Iguazú, bereberes del Atlas o árabes de Damasco,

acudían a su memoria mientras advertían la apatía de los navajo en el intento de venta de su propio

género. Pasividad que Él tanto agradecía en esos momentos y que le permitía abstraerse en su

mundo, tan lejano de la algarabía del mercadillo.

Unos segundos de inconsciencia y mirada al infinito fueron víctimas de la imagen de un

corpulento navajo. Un ajustado sombrero de cowboy cubría su espesa melena negra e impedía

adivinar sus rasgos faciales.

Los recónditos mundos que habitaban su interior lo aislaron de la humanidad y lo abismaron

en la imagen del indio.

El individuo mantenía una tranquila, aunque dura en los gestos, tertulia con otro miembro de

su tribu en un discreto espacio entre dos caravanas. Estaban apartados de los puestos y de la

mayoría de las miradas. El otro navajo parecía insignificante al lado del que dominaba la

conversación, que con un semblante avinagrado intimidaba a su interlocutor. Él seguía ensimismado

observando a la pareja de indios hasta que Ella, con una ligera caricia en su codo, consiguió

sobresaltarlo y devolverlo a un mundo cierto.

-Creía que caminabas a mi lado, imaginaba que iba hablando contigo, hasta que un paciente

señor que soportaba toda mi disertación sobre lo acertado del arte navajo en incrustar turquesas en

las piezas de plata, me ha dicho algo así como... I'm sorry your husband is down there.

Le pidió disculpas por el momentáneo abandono. Dejaron atrás los puestos de artesanía y se

acercaron a unos tenderetes de ropa vaquera.

Cuando recorrían el mercadillo en sentido inverso, lo volvió a seducir la imagen del navajo

discutiendo con su congénere. Vestía recios wrangler, botas tejanas y camisa blanca abotonada

hasta el cuello. Idénticos trapos que malvendían en los puestos. El sombrero no dejaba adivinar
excesivos rasgos de su cara. Se percibía ancha, angulosa y siniestra. Su organismo, más de cien

kilos repartidos en ciento noventa centímetros, no se imaginaba exhibiendo habilidades en un rodeo,

remota tradición de su raza.

Ellos, casi a cámara lenta pasaron por delante de los dos.

Él sin dejar de mirarlos y Ella, ajena a todo, absorta en el género exhibido.

Cuando los habían sobrepasado, Él todavía forzó el cuello para sostener unas décimas de

segundo su curiosidad -ya convertida en indiscreción- y fue, en ese momento, cuando cruzó su

mirada con el corpulento navajo.

Una mirada abismal que revelaba en un instante la crónica de siglos de historia de un

pueblo.

El poder de la mirada navajo.

Aún siendo consciente de haber sido descubierto en su acecho al indio, mantuvo unos

instantes la vista fija en sus ojos, como si una antinatural sugestión le impidiera apartarla de su

gigantesca figura. El brusco tropiezo con un turista que intentaba rebajar precio de un artículo le

hizo apartar la mirada del navajo. Instintivamente buscó a su compañera, la alcanzó y, tomándola

del hombro, siguió andando a su lado con un disimulo tan patético que Ella no tuvo más opción que

preguntar qué sucedía.

Tras un par de horas de búsqueda y varias confusas explicaciones intentando justificar su

palidez y gesto desencajado, localizaron una habitación en un antiguo edificio del centro que hacía

las veces de hotel. El calor pasado durante el día los había agotado. Durante unos minutos cayeron

vestidos sobre las camas y se quedaron cogidos de la mano, examinando el exagerado decorado de

escayola del techo.

-Soy muy feliz -rompió Ella el silencio a los pocos minutos, acercándose a Él y apoyando la

cabeza en su pecho.
Él, le acariciaba su rojo y suave pelo y le decía que lo era igualmente.

Y que la felicidad de los dos era inevitable, porque ellos y el tiempo, en una legislatura sin

límite, habían decidido no desatenderla jamás.

Que cada día devoraban el fragmento de un todo inagotable y conseguían que ese trozo

unido a todos los demás consumidos sumaran más y más fuerzas, hasta convertirse en un gladiador

imposible de derrotar.

Hicieron el amor y después de una indemnizadora ducha, salieron a cenar y disfrutar lo que

más apreciaban: Una sesión de música en vivo.

Tomaron el coche y fueron a un dinner de las afueras. Estaba en la misma Route 66 y

camino del Museum Club, el legendario antro de música country donde habían decidido pasar la

noche. Se sentaron uno frente al otro y comenzaron a elucubrar sobre las expectativas de la velada y

a observar, atónitos, cómo una pareja de negros y sus cuatro retoños hacían decididos esfuerzos por

aumentar su, ya, exorbitante sobrepeso. Aditivos rebosantes de calorías añadidos a platos inundados

de grasienta comida eran ingeridos por la familia cual famélicos indigentes tras días de obligado

asueto alimentario.

Cuando llegó la camarera, Ella comenzó a pedir pescado y ensalada, en un intento de

demostrar a sus vecinos de mesa que vivir en los States y ser obeso no tiene porqué estar vinculado.

Él se había quedado totalmente absorto en algún lugar del establecimiento.

La figura del navajo del mercadillo se elevaba como un tótem en el centro del dinner.

Ahora era el indio quien lo miraba fijamente. De pie, con sus colosales extremidades

superiores cruzadas por delante de su pecho. Estaba inmóvil, solo. Con gesto arrogante y orgulloso.

La gente pasaba a su lado con indiferencia que Él inculpaba al recelo.

La curiosidad de la mañana se había desfigurado en desasosiego.

Había pasado de vigilante a vigilado y husmeaba el origen de la angustia en algún estrato de

su memoria, donde la alternancia del protagonismo en la relación se perdía en oscuros momentos de


la noche. Más allá de los rasgos del indígena, que los reconocía sin ubicarlos, sentía la desazón del

despertar tras una noche de pesadillas que se resisten a asomar a la realidad.

-Estamos esperando. Esta paciente chica te está preguntando qué quieres de postre desde

hace cinco minutos -dijo Ella sonriendo a la camarera a modo de disculpa. Al mismo tiempo tocaba

suavemente su mano, advirtiendo que con la voz no conseguía sacarlo de su ensoñación.

-Ah! lo siento. Helado de vainilla -volvió a la realidad sobresaltado y un poco avergonzado.

Cuando un segundo después intentó ubicar la figura del navajo, había desaparecido. Oteó

hasta el último rincón del dinner, pero no lo encontró. Se aferró a la última posibilidad, salió

disparado hacia la puerta del establecimiento y la certificó preguntando a la camarera que recibía y

despedía clientes. No había salido, ni entrado, ningún indio vestido de cowboy.

Volvió a la mesa aturdido, percibiendo la enfurecida mueca de Ella. Sabía que si se sentía

desatendida, su sensibilidad resultaría ofendida. Comenzó el lógico interrogatorio.

-¿Se puede saber qué te ocurre?

Falto de una interpretación lógica, evitó respuesta a la pregunta. Pero su silencio no era una

buena compañía en esa circunstancia. Miraba la copa que tenía en la mano. La ofuscación era dueña

de su razón y solo alcanzaba a eliminar, una por una, posibilidades reales de la existencia, o no, del

navajo. Luchaba por descubrir una sentencia coherente a su actitud, pero antes debía decidir entre

sueño o realidad.

Cuando Ella le repitió la pregunta se sintió boxeador en el rincón que, al sonido del gong, no

tiene resolución para seguir el combate.

El tiempo, más que razonable, se le había agotado.

Pero la respuesta no aparecía.

-Conozco tus habituales abstracciones del mundo, especialmente en días de resaca. Pero que

no puedas atender las voces de dos personas a un metro de distancia, salgas corriendo para hablar
con otra camarera, vuelvas, y te quedes mirando la copa sin decir nada, me preocupa. Creo que tú,

hoy, no pasarías un mínimo examen psiquiátrico.

-Lo siento -fueron las únicas palabras que resolvió a decir.

La cena transcurrió sin mucha conversación, los seis negros y su junk food absorbieron la

atención de la pareja. Mientras, sus elucubraciones iban en direcciones diferentes. Ella intentaba

banalizar su comportamiento. Él se zafaba de la metáfora del navajo. Poco a poco su intimidad

retomó el proceder natural. Salieron del dinner, montaron en el Petit Cruiser y tomaron la Route 66.

Llegaron al Museum Club.

Decenas de Pick up aparcadas en la puerta.

La madera de la formidable cabaña estaba barnizada con las funciones de Waylon Jennings,

Willie Nelson y Wanda Jackson, pero la atmósfera del local no parecía infecta del mito de sus

aparecidos. A principios de los 70, los entonces dueños del local murieron en el interior en

extraordinarias circunstancias. Hoy, muchos lugareños declaran verlos por la noche a través de las

ventanas.

La única afirmación definitiva era que estaban ante el mejor salón de baile del suroeste de

los States.

Fornidos escoltas cuidaban de que la fiesta no tuviera damnificados.

Fueron directos a la barra y se pidieron dos Bud. La aclimatación y acomodación fue

inmediata. Tomaron dos taburetes abandonados, se colocaron al lado de un vigoroso tronco de

madera con función estructural, y se aplicaron a su vocación preferida: el análisis humano.

“Feelin' good was easy, Lord

When he sang the blues


And feelin' good was enough for me
Good enough for me and Bobby McGee."*

Rondavous versioneaba a Janis Joplin con acordes country mientras Ellos bebían, fumaban y

observaban grupos de cowboys a su alrededor. La nueva “ley seca” del tabaco no había llegado al

local. Tras la tercera Bud estrenaron una botella de ron El Dorado. La noche se simplificaba. Una

camarera que atendía mesas se ofreció de porteadora entre Ellos y la barra. Ni la molestia de la

espera tendrían que padecer.

Él apuraba el primer vaso de ron y cola cuando lo distinguió a lo lejos.

Apartó la vista y volvió a mirar. Fue un acto de desterrar la posibilidad de espejismo. Tomó

el vidrio con más fuerza para aferrarse a la realidad.

Era un impío en combate contra la fe.

Se llevó un hielo a la boca y lo desintegró con los dientes.

Después de considerar que todas las evidencias habían sido positivas. Después de advertir

que le acreditaba una realidad que no podía obviar, aisló la figura del navajo de la multitud y fijó su

mirada en la ingente corpulencia del indio.

Pudo ver cómo subía al escenario con la gravedad de quien se siente incuestionable en sus

actos. Se unió al decorado para formar parte indeseada de la escena.

Nadie se inmutó.

Él miró a los guardias de seguridad en un intento de advertirles de que algo estaba fuera del

guión.

El grupo seguía interpretando y la gente bailando. Como si el escenario no hubiera variado.

Como si un elemento extraño al juego donde todos participaban no hubiera surgido de la nada para

romper las reglas que, sin conocerse, sus antepasados acordaron muchos años atrás.

En un instante de consciencia se volvió hacia Ella y la vio con la idéntica expresión de


*“Sentirse bien era fácil, Dios / Cuando él cantaba blues / Y sentirme bien era suficiente para mí / Suficientemente
bien para mí y Bobby McGee.”
satisfacción que la acompañaba desde que entraron en el local.

Cuando quiso retomar contacto visual con el indio, ya no estaba en el escenario. No tardó en

sentir su presencia abriéndose paso entre el público y dirigiéndose a Él.

La relación bilateral subía un grado.

La frontera del contacto físico era inminente.

Llegó ante Él y adoptó la posición de reto antes de la batalla.

Le ofreció, por primera vez, sus facciones completas.

Su memoria volvía a sumergirse en un negro túnel de recuerdos, pero no conseguía situar al

navajo en tiempo y espacio.

El indio proyectó hacia atrás su cabeza en un perezoso gesto que le obligaba a mirarlo desde

arriba, evitándole el desajuste del sombrero.

Un instante después, el navajo le dio la espalda y se encaminó hacia la salida del local.

Mientras lo seguía con la vista, observó cómo arrojaba al suelo un pequeño trozo de papel.

Saltó como un resorte de su taburete y lo tomó antes de que la multitud lo pisoteara.

-¿De dónde has sacado eso? -le preguntó Ella con un inusitado interrogante nadando en su

cabeza, mientras Él volvía al taburete que lo soportaba toda la noche.

-Estaba en el suelo, no es nada.

Era una tarjeta con el lema “In beauty may you walk”, y la dirección de un comercio de

artesanía navajo dentro de la reserva donde mañana dormirían. Con la reciente imagen del indio

frente a Él, le pasó la tarjeta.

No pudo evitar su semblante de congoja y, con la inseguridad de un funambulista sin red, le

aseguró su visita al día siguiente.

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